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de la Pampa
Segundo Concurso de Cuentos
SQM y El Mercurio de Antofagasta
Antología
Ganadores Concurso
CUENTOS DE LA PAMPA
SQM – El Mercurio de Antofagasta
PRÓLOGO
“CAMANCHACA EN CUATRO
TIEMPOS Y UN EPILOGO”.............................................................. 23
Heriberto Crespo Ramírez
Mensiones Honrosas
“LA GARITA”........................................................................................... 75
Rita Rivera
“IMAGINACION”................................................................................... 89
Alejandro Mamani
Amor mío:
Anoche sentí una voz que creí era la tuya. Me volteé a mirar y te
busqué entre todos los rostros pero no estabas. Tonta de mí. Como si fuera
con mis oídos con los que pudiera escuchar tu voz. Cuando volví a casa
con el pedido mi mamá me retó, pensó que me había quedado pajareando
en la plaza, conversando con alguien. Pero que, si desde que te marchaste
no hablo con nadie por miedo a que se me salga lo mucho que te echo de
menos, que siento que me estoy muriendo sin ti. Tiendo a llorar dema-
Eduardo Salinas Olave
siado. Duermo mucho por las noches y por las mañanas aún me siento
cansada. El amor me ha debilitado. Lo que antes me tenía en pie ya no
me acompaña; creo que eso ahora está en ti. Te lo he dado y ahora sólo me
queda esperar a que vuelvas y yo pueda recuperar esa parte de mí que se
fue al otro lado del mundo ¿Por qué tu padre te mandó tan lejos? Siempre
me pregunto lo mismo ¿Acaso supo lo nuestro? No me parece probable.
Éramos los mejores amantes furtivos de toda la oficina. Y si nos hubieran
descubierto alguna vez, se habría armado un escándalo, mi mamá me hu-
biese castigado. Nunca pasó eso. Quizás tu padre sólo lo intuyó, lo supo de
una manera secreta. Sintió que estabas en riesgo, como si el amor fuera un
peligro (quizás lo sea), y me condenó a mirar el cielo, ese cielo que, creo,
es lo único que puedo ahora compartir contigo. Nada más. Yo estoy sola
en un sitio donde todo es infinito y tú estás… ¿dónde estás ahora amor? ¿A
que rincón del mundo te has llevado a pasear mi corazón?
***
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“LAS CARTAS SON COMO LAS AVES”
***
Hija mía:
No sé si sabes que en las oficinas salitreras se denominaba “bu-
ques” a las largas corridas de habitaciones de los obreros. A mí, de niña, me
encantaba esa palabra. Le tenía afecto, podría decirse (y yo sé que soy lo
suficientemente rara como para encariñarme hasta con las palabras). Qui-
zás el motivo era que yo nunca había conocido el mar. Y no sabes cuánto
añoraba ese otro mundo del que hablaba siempre mi papá, que rememoraba
de su Talcahuano natal. Yo poseía en ese entonces (creo que aún la tengo)
la ventaja de mis ensueños. Si me lo proponía podía vivir en dos mundos:
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Eduardo Salinas Olave
***
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“LAS CARTAS SON COMO LAS AVES”
se fijó en ella ¿Habría podido encontrar más contratiempos ese amor? Ella
despechada por un inglés, se encuentra con un obrero anodino (de nombre
anodino para peor) que la sigue por las calles de la oficina a una distancia
prudente (y no tan prudente) chocando a veces con ella, dándole ligeros
empellones, a modo de galanteo animal, temiendo decir algo (y que ella
viera que le faltaban varios dientes productos de un peñasco que le saltó a
la boca disparado desde una mala explosión).
***
Humberstone, jueves 11 de enero de 1938
James:
Sé que ya no debería escribirte más. Las últimas cartas ya ni si-
quiera las echo al correo, son cartas muertas que yacen exangües en mi
cajonera. Cartas que no van a ninguna parte. Tengo la esperanza –no sé por
qué– que de todos modos ellas llegan a ti, aunque no te des cuenta. Quizás
alguna vez pienses con lo que ellas dicen, veas en tu mente las cosas que
yo te cuento. Puede que las veas en sueños y algo de ellas reverbere en ti a
la mañana siguiente. Como sea, quiero decirte esto: tengo un pretendiente.
Es joven y tiene cara de asustado y cada vez que lo miro pareciera que un
doctor acabara de informarle que se está muriendo. Se le nota demasiado
que está enamorado de mí. Es una noción inquietante. No he hecho nada
para ganarme su corazón y él, cualquier día de estos, se arrodillará frente a
mí y me pedirá que sea su esposa. El amor es tan extraño. Los deseos son
tan brutales. Porque, acaso… ¿él me ha pedido mi opinión de todo esto?
¿Puede –a fin de cuentas–, importar lo que una quiera? No me gusta ni su
rostro, ni su aspecto ni su modo de caminar y sin embargo, puede que algún
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Eduardo Salinas Olave
día me sienta tan sola que me case con él. Es como hacer un pacto con un
demonio ¡El corazón es tan frágil, la voluntad es tan frágil! ¿Qué importan
todos mis sueños si al final puedo irme con él?
***
Su resistencia no fue mucho más lejos. Seis meses después ella y
el dinamitero paseaban por la plaza de Humberstone de la mano. Cierta
tarde, toda la oficina se aglomeró en el estadio (o la cancha más bien) para
ver a la selección local enfrentándose al equipo de Pampa Unión. Mientras
la oficina entera chiflaba el lastimoso cometido del equipo local, los dos
se apretujaban más de cuenta en un tajo del desierto, lo que, unos cuantos
meses más adelante los impelió a casarse y más adelante aún, a tener una
pequeña niña.
Le pusieron Amelia.
***
Querida hija:
Ayer fue el aniversario de la muerte de tu padre. Sé que no lo
recuerdas y también sé que no te gusta que te hable de él. Entiendo tu pos-
tura. No sabes que hay de útil en recordar la muerte de alguien acontecida
hace ya mucho. Pero pienso (y si me equivoco discúlpame por eso) que
cuando olvidamos es cuando las cosas realmente desaparecen y dejan de
pertenecer a este mundo. Por eso me esfuerzo tanto en recordar, para que
el mundo en el que viví conserve aún el brillo de la vida. Desentiéndete del
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accidente, del dato de que muchas veces los dinamiteros se veían obligados
a usar explosivos en mal estado. Eso solo logra resentirte. Debimos vivir
en un ambiente adverso, pero fuimos nosotros quienes accedimos a vivir
allí, a confundirnos con el paisaje. Nosotros dimos el sí a vivir bajo el cla-
mor del sol. Era la única vida que en ese entonces, nos parecía posible.
***
***
Santa Laura, domingo 30 de junio de 1940
Querida mamá:
Siento haber partido, haberme alejado de ti, pero tuve este impulso
ahora, no pude evitarlo. Sé que muchas veces me criticas y no te gusta mi
forma de ser, que crees que las decisiones que tomo son erradas o que no
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Eduardo Salinas Olave
las pienso bien, pero madre, no puedo hacer otra cosa que seguir el flujo
de la vida. Me ofrecen un camino y lo tomo, me ofrecen el siguiente y lo
acepto, tengo que ver hacía donde va todo esto, tengo que aprender para
qué sirve la vida.
La Amelia está bien y el trabajo en la fuente de soda parece lo suficiente-
mente bueno. Quizás con el tiempo decaiga y tengamos que irnos a otra
parte, pero eso no tengo problemas en aceptarlo.
Quisiera que hubieras venido conmigo pero sabes las diferencias que tengo
con tu nuevo marido. ¿Por qué te volviste a casar? Yo nunca más lo volve-
ré a hacer. Los hombres traen sólo las lágrimas con sus promesas, el dolor
junto con las esperanzas. Es tan terrible estar condenada a ellos.
***
***
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de pasear por sus calles, de sentarme sobre una banca –igual que cuando
niña– y otear el mundo. Son casi las tres. Todo es silencio a esta hora. La
oficina se ve tenue, quieta, algo desgastada pero tengo la intuición de que
vivirá para siempre ¿Viviré yo para siempre? Imperceptibles oscilaciones
de tiempo me empujan hacia el pasado. Llevo mis cartas conmigo, todas
ellas, cientos quizás, acaso miles ¿Para que las he traído conmigo? No lo sé
muy bien, son meros impulsos, hilos visibles que tiran de una, llevándome
de un lado a otro. Pero se está tan bien aquí, siento que valió la pena el
largo viaje. Mi hija no quería dejarme venir, o quería venir conmigo, pero
yo quería venir sola, ver las cosas de nuevo sola, como cuando era una niña
¿Será que ser viejo es lo mismo que ser un niño? ¿El mundo se va olvidan-
do y una está obligada a descubrirlo de nuevo? Allá abajo, Humberstone
reluce como una niña al sol. Una niña que se ha vestido con su vestido de
domingo y va a misa de la mano de su mamá. Que va completamente de
blanco, un poco temerosa, porque toma conciencia por primera vez de las
cosas y no recuerda haber ido antes a la Iglesia. Siente respeto y temor y
no sabe el motivo. Frunce un poco el ceño cuando su mamá la lleva ante el
cura y él le da la bendición.
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SEGUNDO LUGAR
“CAMANCHACA EN CUATRO TIEMPOS Y UN EPILOGO”
Heriberto Crespo Ramírez
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Así fue que un día, a poco de cumplir los 16 años, Eliseo decidió
también iniciar la travesía hacia las pampas; con un abrazo se despidió de
sus hermanas y con un gran beso de su madre, tomó sus pocas pilchas y
partió hacia el norte. Mientras fumaba el cigarrillo, Eliseo caviló que de
eso habían transcurrido ya siete largos y extenuantes años. Desde entonces
trabajó en varias oficinas y en las más diversas ocupaciones; fue particular,
arrenquín y cateador; con el tiempo, su cuerpo se fue engruesando, ya no
era el muchacho flacuchento que salió de su casa, el trabajo a pleno sol
con los machos y las palas fue modelando sus músculos y oscureciendo su
piel. Pero la buena plata ofrecida se transformó en unas escasas fichas de
ebonita que le permitían comer, y eventualmente algunas salidas a algún
tugurio. A pesar de esto Eliseo intentaba cuidar sus pocos ahorros para
enviarle algún dinero de vez en cuando a su querida viejita. Con sus her-
manos sólo se encontraba muy a lo lejos, cuando coincidan en trabajar en
oficinas cercanas.
Eliseo observó nuevamente unos lomajes que se encontraban ha-
cia el norte, siempre cuando se ponía el sol creía ver unas vagas siluetas,
pero parecía ser que sólo él las divisaba. Cuando les preguntaba a sus com-
pañeros de cuadrilla si notaban algo extraño siempre le decían que no y
bromeaban que ya estaba observando espejismos. Ni el Pancho Gutiérrez,
siempre sonriente y con una talla a flor de labios, ni el “Negro” Challapa
con sus pequeños ojos atacameños y su rostro serio lo habían visto nunca,
menos Don Reinaldo, que a sus sesenta años veía apenas lo que se en-
contraba más cercano. Una vez le consultó de ello a Guillermo Rojas, el
“Gringo al Horno” como le decían en el campamento, que era el capataz
a cargo de los trabajos de cateo del sector. Su tez aceitunada y sus ínfulas
de parecerse a los jefes ingleses de la oficina le valieron tal apelativo. El
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cada cierto tiempo por figuras realizadas en lomas y cerros por varias gene-
raciones de antepasados. Como Anku no se había adentrado mucho hacia
el occidente, quedó extrañado cuando el paisaje de quebradas andinas con
pajonales y pequeños riachuelos dio paso paulatino a una sequedad abso-
luta, a planicies salpicadas de sales, donde los remolinos de polvo y viento
se paseaban por la pampa. Así pasaron llanos y serranías descansando en
puntos donde podían tener acceso a escasos manantiales de agua, hasta que
finalmente se adentraron por una angosta quebrada para llegar a un farellón
desde donde se apreciaba la inmensidad del océano. Anku quedó impresio-
nado ante lo grandioso del mar. Luego la caravana tomó un sendero que
flanqueaba los cerros de la costa hasta desembocar en la planicie costera.
Allí pudo ver a los camanchangos, los habitantes del litoral, cuyo aspecto
no era muy grato para los cánones de belleza del altiplano, mientras que el
olor que expelían tampoco les resultaba muy agradable. Mientras los en-
cargados de la caravana se dedicaban a comercializar los productos, Anku,
en compañía de Tikuna, se acercó a los roqueríos costeros y observó la ex-
traña fauna presente. Los huajaches con sus amplios picos que se lanzaban
a sacar peces, las garumas con su reiterativo graznar, las variadas especies
de moluscos que se aferraban a las rocas bañadas por las olas y allá, a lo
lejos, los inefables lobos marinos saltando sobre la mar.
Esa noche acamparon entre las arenas litorales y al día subsiguien-
te empezaron el retorno hacia el oriente, fue allí en el ascenso por el fare-
llón costero cuando Anku intempestivamente rodó al trastrabillar con un
resalto del camino. Su tobillo izquierdo se hinchó ligeramente y un dolor
agudo se apoderó de su pierna. Lariku, el caravanero de mayor edad palpó
el tobillo, sacó de su alforja una pequeña calabaza que contenía una espe-
cie de aceite y con él masajeó la zona hinchada, luego se la envolvió en un
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Tiempo 4: ¿?
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sido realizado. Incluso uno de los círculos parecía haber sido confecciona-
do muy recientemente pues las sales que quedaban al extraerse la capa de
guijarros superficial se veía de un tono blanco muy fuerte. El geólogo ade-
más se dio cuenta que no eran ésas las últimas horas de la tarde, sino que
las primeras luces del amanecer que empezaban a nacer desde el oriente,
mientras que hacia el oeste la camanchaca se disipaba lentamente.
Antonio miró nuevamente a sus impensables compañeros de trave-
sía, ya no parecían tan a la defensiva como antes, más bien reflejaban una
gran angustia y desesperación, probablemente similar a la que él también
sentía en ese momento. Mientras un persistente escalofrío se apoderaba
de su cuerpo, recorrió nuevamente el paisaje. Era absolutamente el mismo
que había visualizado hacía tan poco, sólo que carecía de la mayor parte de
los indicios de intervención humana, ya no se veía ni la camioneta ni la si-
lueta de la sondeadora, tampoco se observaban las huellas de los vehículos
ni las de las carretas ni las de los mulares. No existían los piques de cateos
y no se conservaban indicios del campamento de los cateadores. Además
se dio cuenta que las huellas caravaneras eran mucho menos profusas que
las que había observado hacía tan poco tiempo ¿Tan poco tiempo? ¿Era
en realidad tan poco tiempo el que había transcurrido junto a las fugaces
vistas del paisaje entre los avances y retrocesos de la camanchaca? Alar-
mado miró nuevamente a sus eventuales camaradas de viaje y se preguntó
si realmente entendían lo que estaba pasando. Él, por su parte, aún cuando
creía intuir lo que les estaba ocurriendo, se negaba a aceptar algo que no
calzaba con su mente racional.
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Epílogo
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foto de su viejita, la que no hubiera dejado por nada del mundo–. Su rostro
expresaba una profunda congoja, demasiada ajena a su alegría habitual,
reconocida por todas las cuadrillas de pampinos.
–Por lo tanto no se ha ido a buscar pega pa’ otro lado– señaló con
su voz ronca Don Reinaldo, mientras jugaba con sus amplios y blancos
mostachos teñidos de un borde amarillento producto de sus largos años de
fumador.
Challapa, siempre tan fatalista, agregó:
–El hombre se ha empampado, se lo llevó la camanchaca, si no
aparece más tendremos que hacerle una animita…
Tikuna subió al cerro más alto ubicado al norte de los lomajes
por donde pasaba la huella caravanera, ya el amanecer avanzaba rápida-
mente, mientras que la camanchaca se alejaba hacia la costa. No se veía
por ningún lado la figura de su primo Anku; la tarde anterior, al no llegar
éste a la aguada donde habían establecido el campamento, él y dos cara-
vaneros más habían vuelto en busca del muchacho. La camanchaca aún
no era muy densa por lo que habían podido seguir la huella, llamándolo
a gritos pero sin resultado, hasta que la llegada de la oscuridad los obligó
a devolverse. Esa mañana, antes que amaneciera, Tikuna volvió con la es-
peranza de encontrarlo, pero fue inútil. No había señales de su amigo. Fue
entonces cuando observó un singular recipiente color fuego botado cerca
de la huella; lo miró largo rato notando extraños dibujos en su contorno.
Con mucho cuidado lo tomó en sus manos tanteando su leve peso, era de
un raro metal y sólo tenía una pequeña abertura arriba; seguramente era un
quero sagrado enviado por los dioses a cambio del sacrificio de Anku; los
incomprensibles dibujos de tan bellos colores así lo indicaban. Con mucho
respeto y cuidado lo guardó en su bolsa para llevarlo hasta el amauta, él
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“CAMANCHACA EN CUATRO TIEMPOS Y UN EPILOGO
Glosario:
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TERCER LUGAR
“EL BARBERO BAEZA”
Patricio Oro Prieto
El bolsillo del Barbero sangraba por una deuda de juego con Qui-
ñones que no podía pagar, dadas las exiguas utilidades de su negocio en
franca decadencia. Esto lo irritaba en grado sumo. Solo asentía con un
“Mmm” distante, que siempre funcionaba; pero no esta vez.
El engolado comerciante venido a más, chasqueó enérgicamente
los dedos en la cara de su rasurador.
–¡Escuchaste algo de lo que dije!
Genaro Baeza, atendía el mismo discurso en cada sesión con el
pulpero. Lo más sensato era complacer (prestándole oídos y afeitándolo
gratis).
Tuvo cierto destello macabro y quiso aligerar el ambiente; se detu-
vo erguido detrás de su cliente, lo miró fijo a través del gran espejo, directo
a los ojos; la hoja fría pegada a la garganta (a la altura de la yugular), y le
habló con semblante tieso.
–Lo he escuchado como siempre don Teo y ¿sabe?; no es bueno
molestar a un barbero cuando está trabajando. Uno se pone nervioso...
El local quedó en silencio por largos cuatro segundos.
–¡No se me ponga pálido!– y reía socarrón por la cara del pulpero
prestamista. –Yo no me molesto fácilmente, usted sabe.
El flaco Teodoro trataba de reír, pero tragaba saliva con disimulo.
–Unos cuantos cortes gratis más y quedamos pagados, ¿verdad,
Don Teo?
El rostro del pulpero se transfiguraba y aparecía la obsesión treme-
bunda de un amante del dinero.
–¡Ni con trescientos cortes me pagas!, ¡descarado! Mira Baeza, ya
es hora que te pongas al día, ¡no puedo esperarte más!
–Estamos en vacas flacas Quiñones, acuérdese ¿cómo quiere que
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“EL BARBERO BAEZA”
pague? Además, con los intereses que cobra, y lo flojo que ha estado el
negocio, no queda mucho margen, pues caballero– alegó Baeza, con cierta
razón. La estricta verdad era que el Barbero no sacrificaba por completo
sus alicaídas ganancias echándolas al saco roto del usurero Quiñones; así
se había logrado mantener digno en tiempos difíciles.
–Yo lo siento en el alma muchacho, pero anoche hablé con el Ad-
ministrador Mendoza, y tú sabes que al patroncito no le gustan las cosas
chuecas. Así que tienes poco tiempo para solucionar el problema antes que
te haga una visita.
Dicho eso, el pulpero se levantó, para admirarse de cuerpo entero
en el espejo, posando como para la posteridad. Con una mueca parecida a
una sonrisa, mostraba su satisfacción por el trabajo realizado.
–¡Bien Genaro, bien!, ¡nada que decir! En esto te manejas como
nadie. Pero para el póquer, eres un desastre ¡Ja! ¡Ja!
El Barbero se sentó pesadamente en el sillón, a espaldas del vani-
doso guasón, y se quedó mirando el aire hasta que el propietario de su alma
desapareció tras la puerta, dejando el sonido hueco de su risa luciférica.
Las cosas no iban bien para Genaro; después de cada jornada como
ésta, en la que el único cliente del día resultaba ser el desalmado Quiñones,
no podía evitar sentirse abatido por la mala racha. Lo peor era que a sus
treinta y tres años ya comenzaba a asomar un prematuro ceño otoñal en su
mirada; mal presagio, considerando el temple granítico que caracterizaba
al joven Barbero. Pero el dinero escaseaba, muchas salitreras habían cerra-
do –de hecho, quedaban pocas chimeneas señalando vida en el desierto– y
los rostros pampinos que habían sido parte de lo cotidiano, desaparecían
uno tras otro de las veredas asoleadas, la plazuela y los convites. Genaro
temía que se hubieran plegado a la procesión funeraria del éxodo salitrero.
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El Barbero podía sentir el pulso de los tiempos desde su sillón, con solo
escuchar a la clientela y dar un vistazo por la ventana. No era necesario ser
pitoniso y vislumbrar el futuro en vapores nigromantes; bastaba detenerse
y escuchar por doquier las voces cargadas de malos augurios que circula-
ban por la oficina y la pampa entera: la epopeya del salitre tenía sus días
contados, y se consumía como una locomotora devorada por la herrumbre.
Para Genaro, esta visión del ocaso lo mantenía todo el tiempo con el esto-
mago apretado, como cuando sólo queda esperar estirar la pata, tras la mala
noticia del doctor.
Tras un momento de inquietante calma sintió llegar un ventarrón
caliente, salido de las entrañas del mismo averno, que al rato cobró fuerza
y comenzó a golpear con furia los techos, las ventanas y las puertas sin al-
dabas. El aliento del desierto recorría las calles levantando a su paso tanto
polvo, que no se podía ver a más de diez metros. Para su suerte, Genaro
respiraba un aire más gentil protegido dentro de su cubil, empero la cons-
trucción toda se quejaba. Las tablas crujían bajo las calaminas batientes y
los vidrios parecían a punto de estallar. Con la ventolera endemoniada, el
Barbero avizoró su local vacío por el resto de la tarde, de modo que, resig-
nado, comenzó a guardar los utensilios en el armario.
Terminaba el ritual como cada tarde, sentado junto al ventanal,
en su silla de estilo victoriano que compró en un remate, afinando con de-
voción la navaja Sevillana, único recuerdo material de su padre. La había
portado durante toda la travesía que hizo por Tarapacá, saltando de oficina
en oficina, escapando del sello luctuoso de la meningitis, hasta que, ya he-
cho un hombre, lograra detener sus calamorros en el Cantón de Nebraska,
sin más pergaminos que el oficio de rasurar y cortar el pelo, dominado al
dedillo de tanto mirar a su padre.
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–¡Me asusté con el viento oiga! Si supiera cómo sonaban las cala-
minas de la maestranza, todos pensamos que se vendría abajo.
–Ya deberías saber como es la pampa pues Bermúdez, ya eres un
veterano por aquí.
–¿Y tu hermano Franco, no te siguió? Ese no se despega de ti.
–Me está cubriendo las espaldas con el Cabeza Pacheco. Ese pája-
ro todavía no nota la diferencia.
–Un día los van a descubrir y de acá voy a escuchar la patada en el
traste.
–No sea así maestrito y convídese un cigarrito de esos importados
del otro día ¡Pa’ amenizar la tarde digo yo!
El Barbero y Bermúdez compartieron la tarde fumando y tomando té.
El gruñido de las bisagras terminó con el momento de relajo. La fi-
gura imponente de Jovino Mendoza entró y llenó el local de inmediato. Sin
más preámbulo, y con su parquedad de siempre, el Administrador caminó
hasta la silla giratoria, se sentó frente al espejo, y con entera confianza
tomó el paño que colgaba de la gaveta, amarrándolo alrededor de su cuello.
Con su voz de patrón hacendado, levantó de un salto al Barbero que miraba
algo pasmado.
–Córtame un poco el bigote y hazme la patilla–. No dijo nada más
por un buen rato.
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ción, en particular con los obreros, como el que acaba de salir. Si me das
cierta información, de algunos cabecillas alborotadores que están levantan-
do polvareda, te pagaré bien. Sólo debes mantenerme al tanto cada semana
de cualquier cosa rara que escuches, tú me entiendes.
La sórdida propuesta, amargaba el corazón del Barbero, quien sin-
tió el impulso de cortarle por completo el mostacho escobilludo a Men-
doza. Menos mal que el lamento desafinado del orfeón, que se empezó a
escuchar tras la silbatina polvorienta –que menguaba por fin–, sirvió como
la campanilla de ring que necesitaba. También se escuchó el ronroneo fa-
miliar de un motor. El viejo Mendoza se levantó emocionado y se acercó a
la ventana. No pudo ocultar la sonrisa de satisfacción. Se dirigió luego a la
salida dejando unas monedas sobre la mesa. Antes de salir, volteó y miró
con ojos fulgurantes.
–Me debes la respuesta Baeza, hablaremos luego.
Al disiparse el polvo, se descubría el automóvil de la adminis-
tración detenido galanamente a un costado de la plaza. Resultaba por lo
menos curioso que el bruñido vehículo tuviera un uso tan fugaz; tan solo
cubrir el trayecto desde la parada del ferrocarril hasta la plaza o el Club
de Empleados. Esto parecía una ostentación y hasta un despilfarro para el
buen sentido, pero así era Jovino Mendoza cuando quería impresionar. La
luz anaranjada del arrebol, que emergía tras la nube de polvo, teñía la esce-
na de un tono melancólico y sutil. La puerta se abrió, y el pulpero Quiñones
con pinta de ilustre se apeó enérgicamente del carro, con un salto simpático
se posó sobre el suelo terroso, acto seguido, miró para todos lados buscan-
do a su prospecto de yerno. Este llegó de inmediato a reunirse en la plaza
con él y ambos hablaron intensamente. La mirada al cielo de Mendoza y
sus manos empuñadas, no presagiaban nada bueno a la distancia; Genaro
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Patricio Oro Prieto
miraba intrigado desde la ventana. Los músicos del orfeón, con tierra hasta
en las orejas, dejaron de tocar y se logró escuchar el nombre de la hija au-
sente en un tono más que áspero.
Violeta Quiñones no venía en el auto, ni tampoco en el tren. El
patrón estaba hecho una furia. Era conocido por los cercanos a Quiñones
que la muchacha tenía una faceta escondida: la afición por la juerga y los
círculos artísticos de Valparaíso. –¡Una deschavetada amante de la bohe-
mia! ¡Nada más!– hablaban a sus espaldas. Ese era un aspecto de la vida
de Violeta que a Quiñones no le gustaba comentar. Al final solo lo confor-
maba el hecho que, en poco tiempo, su hija ostentaría el título de abogada;
eso la redimía de cualquier falta.
La razón que esgrimió el empleado, encargado de esperarla a su
llegada al puerto, fue que la joven había socializado de gran manera en el
barco con un grupo de actores; cuando bajó del vapor sólo dijo:
–He sido invitada por estos amables señores a recorrer la ciudad
de Iquique, y no puedo rechazar tal cortesía–. Chupaba con deleite un lar-
go cigarrillo con boquilla, lanzando al viento marino argollas de humo de
entre sus labios carmesí. Al final remató con sorna:
–En unos días me reuniré con él. Dile a tu Señor que se relaje un
poco–. Esto fue como ají en el traste para Quiñones que al escuchar la
historia, dio media vuelta y se fue indignado del ferrocarril a dar la mala
noticia a Mendoza. La caminata del desairado Mendoza, por las calles re-
pletas de curiosos, con Quiñones dando mil excusas atrás de él, fue como
un cuadro digno de enmarcar. Por lo menos así le pareció al Barbero, que
se quedaba con la graciosa imagen del soberbio Mendoza insolado de ra-
bia, pero sin lograr entender aún, el papel que jugaba Teodoro Quiñones en
el asunto.
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–Creo que me extralimité esta noche, sí; pero hace mucho tiempo
que quería hacer esto.
–¿Hacer qué?– preguntaba Genaro desde el cuarto de abastos.
–Vengarme del viejo malandroso de mi padre ¡Eso!
–Genaro descorría la cortina y se sentaba junto a ella.
–Violeta alzaba su mirada para encontrarse con los ojos contur-
bados de Genaro. Este no podía entender la satisfacción de la mujer que
destellaba de sus pupilas abiertas.
–¿Sabes lo que me tenía preparado el viejo? ¡Este celestino me que-
ría emparejar con Jovino Mendoza!, ¿lo puedes creer?– y reía a carcajadas.
–Y pensar que me convenció que viniera con una sarta de mentiras.
Ese viejo es muy retorcido. Pero gracias a Dios, mi madre se dio cuenta a
tiempo y me previno en una carta. Ella siempre ha estado conmigo; es lo
que mi padre no sabe.
Genaro quedó boquiabierto ante la revelación; todo calzaba ahora:
Quiñones, Mendoza, toda la faramalla montada.
–Mi padre creyó a pie juntilla, hasta esta noche, que yo era una le-
guleya, pero la verdad es que nunca puse un pie en la Escuela de Derecho.
Cuando conocí el teatro hace años, me dije: ¡Listo! ¡Es lo mío! ¡Nada que
pensar!... Y he sido inmensamente feliz.
–Estás bien loquita, Violeta, ¿lo sabías? Pero creo que Quiñones se
lo tenía merecido ¿Qué vas a hacer ahora?
–Largarme de aquí cuanto antes.
–¿Regresarás a Valparaíso?
–Creo que vagaré un tiempo con la compañía itinerante. Mañana
partiremos de regreso a Iquique.
Genaro lamentaba escuchar eso.
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“EL BARBERO BAEZA”
–El mundo está loco, Genaro. Eso lo aprendí hace mucho tiempo.
No queda más que contagiarse y subirse a él.
–Estuviste magnifica esta noche– rompió Genaro con una copa
servida en la mano y la botella en la otra.
–Muchas gracias– sonrió ella y tomó la botella con la prisa de un
minero en zona seca, dándole enseguida un sorbo sin arrugar el ceño; Ge-
naro quedó de una pieza con la copa servida en la mano.
–Disculpa, ésta no es mi faceta más femenina– habló Violeta, casi
trapicándose y limpiando después su boca con la manga.
–Debo aprender a tomar parece– respondió Genaro.
Luego, Violeta comenzaba a caer en la quietud. Abrazaba sus ro-
dillas igual que de niña, cuando se quedaba por horas mirando a Genaro
trabajar en la barbería. Luego apoyaba su cabeza sobre sus brazos, rindién-
dose a la luz hipnótica de la vela.
–Mi padre no es precisamente un bizcocho de amor, ¿verdad?– rió
Violeta, con un dejo de tristeza.
Genaro trataba de decir algo acertado, pero en el fondo, no podía
refutar nada de lo que Violeta dijera acerca del Pulpero.
–Creo que no puedo pensar en pedirte que regreses a tu casa–
concluyó.
–Esta vela alumbra más que todas las farolas de mi casa ¡Déjame
estar aquí! No molestaré.
Violeta estaba de nuevo en su refugio; el eterno refugio de su ino-
cencia.
El Barbero buscó un par de frazadas y se sentó al lado de la mujer
cubriéndola con una de ellas. Con su brazo la rodeó y acercó hacia sí. Los
dos callaron por un largo rato.
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Patricio Oro Prieto
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Patricio Oro Prieto
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PRIMERA MENCION HONROSA
“LA GARITA”
Rita Rivera
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Rita Rivera
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“LA GARITA”
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Rita Rivera
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“LA GARITA”
las que usaban, cada vez que volvían del trabajo, para sentarse a lavar sus
pies dentro de enlozados lavatorios blancos con borde azul. Otros, para
afeitarse colgaban en la rama de algún árbol o en la rejilla bizcocho que
protegía la ventana, pequeños espejos con marcos metálicos, grandes pica-
portes se juraban amor eterno con gruesas puertas, sobre ellos sellaban la
unión candado y aldaba, de dimensiones tales que en metafórico mensaje,
señalaban al pasajero transitorio que esa propiedad y los contenidos de su
interior tenían dueño y que seguían teniéndolo cuando éste trabajaba o se
hallaba ausente. El robo, entre los habitantes de ese transitorio pasaje de
solteros, era una forma habitual y cariñosa de despedirse cuando el contra-
to de trabajo cesaba y una forma de continuar presente, especialmente en
el recuerdo del afectado, aún después de un tiempo, cuando los pasos del
ladrón transitaban seguros por las calles de su pueblo de origen.
Hombres y mujeres, en su tránsito del dormitorio al baño común,
acostumbraban a pasear cubiertos sólo con una toalla. Las mujeres de co-
brizos cabellos veían en esto una original forma de marketing gratuito para
sus atributos, sin considerar lo agradable que resultaba para el espíritu an-
dar en pelotas en esos acalorados parajes. A pesar de la evidente exhibición
de presas, en el ambiente se percibía un especial y cauteloso sentido de
respeto mutuo; nadie era agredido u ofendido con tallas alusivas a determi-
nada imperfección, o perfección, física.
Era la garita el centro y las orillas de su vida, allí estaba todo cuan-
to conoció y amó, su mundo. No entendía su mente otra concepción de
vida donde no estuvieran presentes los elementos que en ella encontró.
Por eso, cuando se enteró por los forzosos comentarios de sus vecinos
que el campamento cerraría y que todos tendrían que desalojar piezas y
casas para partir a otro lugar, sintió que la muerte daba el primer golpe en
la puerta que protegía el final del pasillo de su vida, la primera cuchillada
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Rita Rivera
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“LA GARITA”
esos artefactos que había llegado a conocer de forma tal que sabía, con una
rápida mirada, cuánto había ocurrido durante su ausencia apenas entraba a
la sala, del teléfono negro, preciada presa que al fin adornaría la casa de un
fatídico coleccionista de objetos ajenos… Por eso, cuando empezó a enten-
der lo que en verdad ocurría, no aceptó abandonar su preciado mundo. Se
llenó de un sentimiento superior que le hacía llorar cada vez que pensaba
que tendría que dejar todo aquello que había logrado hacerle sentir parte de
un universo maravilloso. A sus cincuenta años no recordaba lo que todos
por lo general recordamos: los juegos de la infancia, los grandes amigos,
los primeros amores, pero sí recordaba todo lo vinculado a su garita y el
pasaje que le cobijo desde que fuera trasladado de la mina a ese nuevo
trabajo. Un día supe la razón de su traslado y que él nos había ocultado
por años, avergonzado. Operaba por entonces en la mina, en su primera
juventud y recién llegado a la pampa, una máquina de procedencia inglesa
que tenía a un costado del volante y sobre el tablero principal, un colorido
letrero con instrucciones también en inglés. Su jefe, para facilitar la labor
de operaciones de la sofisticada máquina, decidió traducir el letrero al cas-
tellano, cambiando los “ON” por “ENCENDIDO”, los “OFF” por “APA-
GADO” y así, todo el letrero. Al instalarlo nuevamente sobre el tablero
de la máquina, con sus textos en español, le comenta el jefe con soberbio
orgullo, que ahora su función sería más fácil pues entendería lo que decían
las instrucciones del fabricante, recibiendo como respuesta: “No importa,
jefecito, si a mí me da lo mismo, no ve que yo no sé leer”. Nunca se supo
si fueron las carcajadas de los demás trabajadores, la sorpresa de enterarse
así que el trabajador a cargo de tan preciada máquina no sabía leer o la
insólita e inesperada respuesta lo que más molestó al experimentado jefe
minero, lo concreto es que se resolvió mandarle a aprender a leer a la es-
cuela nocturna y trasladarlo a otra parte donde su analfabeta presencia no
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Rita Rivera
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SEGUNDA MENCION HONROSA
“IMAGINACION”
Alejandro Mamani
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“IMAGINACION”
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“IMAGINACION”
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2 Me importa un carajo.
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3 ¿Curioso?
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5 Mi querido señor.
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6 Tranquilo pequeño.
7 Lo juro.
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8 Piedra.
9 El poema es tuyo.
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Alejandro Mamani
De todo lo que me enseñó aquel día lo único que había visto con
anterioridad era a un pintor. Mi padre era aficionado a la pintura. Por eso
pensaba que no me iba a sorprender lo que hiciese y de hecho fue así, ya
que no entendía lo que estaba haciendo. A diferencia de cuando veía a
mi padre retratando sus inútiles obsesiones con largas y finas pinceladas,
respetando la tela como si fuese un devoto ante una imagen sagrada. Con
Jeannot todo era distinto: en su pinacoteca se profanaba totalmente la rea-
lidad.
Para empezar me dijo: «aquí está la primera y diminuta pierre». E
hizo un pequeño punto gris en la tela con un pincel de cerdas muy finas en
un toque que apenas percibí, posteriormente multiplicó el movimiento in-
tegrando más tonalidades. Yo me alejaba y acercaba con el fin de distinguir
alguna imagen, sin embargo era imposible adivinar un ápice que delatara
su objetivo. En su paleta de colores predominaba el blanco con el amarillo
y sus posibles combinaciones; el rojo carmesí que le entregué quedó unta-
do en el vértice opuesto a un azul de Prusia que permanecía intacto.
—Bien, c’est fini pour aujourd’hui 11. Supongo que debes tener
hambre y quieres ir a merendar tu opíparo almuerzo a tu mansión— se
burló sin desviar la cabeza de la tela. —Si gustas, puedes venir mañana y
te mostraré el resultado….
—¡Pero no me ha dicho cuál es mi talento!— le regañé tirando su
delantal.
—Tranquilo mozalbete, la paciencia es la madre de la ciencia. Pri-
mero debemos evaluarte y votar para tu ingreso. Éste lugar es muy impor-
tante para muchas personas y ante todo, yo me debo a ellas. Si el día de
mañana aparece alguien equivocado estamos perdidos, mort ou vif 12 nos
enterrarán aquí. Vuelve mañana y recuerda el reglamento. Por sobre todo
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tar la producción», para refregar en mis ingenuos ojos toda la realidad que
debía filtrarse en mi memoria para ser como él. Para insensibilizarme e
imitarlo, para ser inhumano… para teñir por siempre mi infancia con una
mácula imborrable.
Aquella mañana llegamos a la entrada y me detuvo haciendo una
señal de alto con su mano derecha, en seguida ingresó a la faena sacando
su libreta y su reloj de bolsillo para posteriormente adentrarse a la con-
fusión de pasillos, columnas y empalmes de morfología imposible. De-
terminó rápidamente los tiempos de fondada de cada cachucho en base
a sus consabidos cálculos que comprobaba con rigurosidad cada vez que
podía. Examinó al personal y posteriormente me llamó y me dijo con tono
vengativo: «te voy a enseñar a adiestrar a éstos imbéciles». Yo no quería
entrar pero lo tuve que seguir ya que me amenazó. En lo alto, una cinta ele-
vaba los cachuchos hasta la techumbre esférica y vidriosa del galpón que
los iluminaba como si fuesen buques traspasando una nube gelatinosa. A
medida que nos acercábamos la temperatura aumentaba exponencialmente
tornando el ambiente irrespirable. Al llegar se anunció entre el vapor y me
dejó a un costado guiñándome un ojo, después se cruzó de brazos y con-
tinuó observándolos. Indudablemente nuestra presencia los amedrentó y
se pusieron nerviosos. Cuando llegó el siguiente cachucho proveniente de
la fondada el calor era sofocante, la camisa de mi padre estaba empapada
y el pelo húmedo se le pegaba en la frente que adquiría una extraña mi-
metización en su piel albina. Los obreros ingresaron a palear los desechos
mientras él se desabotonaba la camisa. En el suelo había una pala rectan-
gular con el mango quebrado junto a largos fierros, una carretilla y varias
botellas con agua. Tomó la pala y llamó a uno de ellos. Lo miró de pies
a cabeza con ademán repulsivo y le dijo que se sacara los calamorros. El
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escasos bienes que poseía casi muere devorado por las llamas. Esta argu-
mentación no concientizó su decisión y le dijo que no servía para el traba-
jo, que era muy lento y retrasaba a los demás por lo que estaba despedido.
A continuación comenzó a criticarlos.
—Ustedes trabajan demasiado lento ocasionando pérdidas para la
compañía. El tiempo es oro aquí…— confirmó apuntando con el dedo ín-
dice el suelo. —Voy a tener que tomar medidas…
—Con todo respeto don…—le interrumpió uno de ellos. —No-
sotros trabajamos lo más rápido que podemos. Es injusto que nos venga a
amenazar y a…
—¡En primer lugar no me interrumpa!— sentenció alzando la voz
y acercándose a él hasta quedar en frente suyo. El hombre clavó sus ojos
en los suyos a la espera de que continuase en una actitud desafiante. Mi
padre, ignorándolo prosiguió y le gritó más fuerte. —¡En segundo lugar
aquí mando yo y ustedes son una tropa de idiotas que no sirven ni para
tirar pala!
—¿Me puede decir en qué se basa para decir eso?— le preguntó
el hombre, levantando su mentón. Su hostilidad era evidente, al ver sus
manos pude ver como sus puños se contraían enclaustrando la furia y la
impotencia. El cáliz de la injusticia que cometió al despedir a su amigo era
común para todos pero parecía concentrarse en él.
—Me baso en que cuando estuve con ustedes nos demoramos la
mitad del tiempo que cuando trabajan solos— argumentó leyendo su libre-
ta. —¿No cree que usted que eso sea un motivo suficiente?...
—Es muy distinto venir a tirar pala media hora a estar aquí todo el
día… ¿Acaso cree que somos máquinas?
—¡Si no le gusta se va!... No, mejor ándate con tu amigo. Yo ne-
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el escritor que envejece hilvanando cada palabra? ¿Sabe más porque dibu-
ja una manzana que el pintor que deja en el lienzo una imagen que vivirá
más que los dos? ¿Sabe más porque toca una campana al compositor que
transfigura las notas en sinfónicas emociones? ¿Sabía mi padre criticar con
fundamento cuando esos hombres morían con cada palada sólo porque es-
tuvo media hora con ellos? ¡No! Criticar es muy fácil cuando estás al otro
lado de la tormenta.
La lástima que sentía por mí era justificada por la vergüenza de
ser el hijo de un idiota ¿Dónde puede buscar un niño la imagen que forjará
su desarrollo cuando levanta la vista y ve a un hombre así? La tendencia
natural es buscar otros espejos que desvelen los principios que deberán
permanecer por siempre despiertos en su interior.
Evidentemente, ese espejo para mí, era Jeannot.
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Nos quejamos del sol y del frío, nos quejamos del gobierno
y las empresas, nos quejamos del hambre y la maldad. Vivi-
mos adorando las quejas como si ellas fueran una respues-
ta por sí mismas. La solución no existirá de este modo, las
pérdidas debemos afrontarlas desde el lado más optimista,
ingenuamente optimista, ya que el futuro no cumplirá nues-
tras expectativas: LA ESPERANZA ES AHORA. Lo que de-
bemos hacer es vivir el momento, integrar los segundos a
un sólo minutero para que nuestro reloj avance ajeno a
su felicidad. Ellos sacrifican nuestras vidas a costa de su
bienestar, ¡sacrifiquemos entonces estas quejas amparán-
donos en nuestro arte! Quien vence el tortuoso respiro que
valga una mirada trasciende, hiende la imperceptibilidad
del tiempo, perpetúa emociones que valen más que todo lo
que ellos puedan hacer en un millón de vidas.
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Alejandro Mamani
Nunca olvidaré su mirada cruel, como se reía mientras sus hombres vol-
teaban los libreros y rompían las guitarras en el piso. Jeannot salió al paso
insultándolos en francés hasta que uno de ellos le cogió por la espalda y
le torció el brazo, otro le quitó el sombrero de copa y le golpeó la cara.
Éramos siete personas las que había en el laboratorio, todos tratamos de
impedir a que destruyesen nuestros sueños, protegíamos lo que nos había
costado el mundo. Mi padre escupía las pinturas, las descalificaba argu-
mentando que eran obscenas y revolucionarias. Las sacó de las paredes y
las empezó a apilar en el suelo, quería quemarlas. En eso Cézanne y Monet
golpearon a uno de los guardias y lo inmovilizaron. Como respuesta mi
padre sacó una pistola y la apuntó hacia el pecho de la señora Jane. Me dijo
que saliera, que él iba a arreglar eso, que sólo quería conversar con ellos.
Yo me negué y golpeé en el estómago al hombre que sujetaba a Jeannot, no
le hice el menor daño. En seguida, mi padre se acercó a mí y me abofeteó.
Nos amenazó y nos dijo que debíamos salir, que ése lugar le pertenecía a
la compañía y él debía tomar medidas al respecto. En una acto reflejo, nos
negamos y permanecimos en nuestros puestos. El primer disparo erró en la
vitrina de los instrumentos, el segundo acertó extinguiendo una vida.
Al culminar el tercer movimiento de la sonata, concordando con
nuestra salida de la galería comenzó el terremoto. Eran aproximadamente
las seis de la madrugada. Los destiladores caían en el suelo derramando
su viscoso contenido en las suelas de nuestros zapatos. En la campana
de extracción cayó un frasco que contenía ácido clorhídrico emanando un
fuerte olor tóxico que tornó el ambiente irrespirable. Las gradillas con los
tubos de ensayo caían desde los mesones impregnando el suelo de colores
indefinibles. El techo comenzó a ceder desprendiéndose rocas y pilares.
Los guardaespaldas salieron primero, mi padre me agarró del brazo con
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“IMAGINACION”
fuerza a la vez que los seguía apuntado con la pistola para que no salieran.
Yo trataba de zafarme y le gritaba llorando que no los podíamos dejar allí,
que ese lugar se iba a derrumbar. Antes que cerrara la compuerta, Jeannot
alcanzó a entregarme su diario y me dijo tosiendo que no era culpa mía. El
resto de mis amigos volvió a la galería a esperar la muerte en el único lugar
que les había dado vida.
Recuerdo que afuera le arrebaté el revólver y le apunté sin atre-
verme a disparar. Uno de sus hombres me agarró del cuello y el gatillo se
activó impactando en su propio cuerpo. Estaba asustado y corrí, corrí con
todas mis fuerzas tragándome la rabia y la tristeza que me perseguirían
por siempre. La conciencia me sofoca en el respiro, convierte en salada el
agua que bebo, indigesta los alimentos que consumo, hace patente mi des-
encanto con mí mismo. La pesadilla de vivir en un momento que no pude
cambiar, que se anuda con los años en un imperdonable lazo de arrepenti-
miento es la condena para mi cobardía.
Huí escondiéndome en las oficinas aledañas. El terremoto se había
hecho sentir en todas ellas pero azotó con mayor fuerza a Pampa Unión.
Del Laboratorio y de los cuerpos nunca más se supo. Cuando los
fui a denunciar y me entregué, ya había huido del país, el cadáver del hom-
bre que había matado no apareció. Me dejaron en libertad. La masacre ocu-
rrida aquella madrugada del sábado 19 de octubre quedó impune, al igual
que tantas otras que sangraron esa tierra absorbiéndose en el anonimato del
tiempo. La Oficina Francisco Puelma cerró sus puertas en el año 1932.
Cuando mi padre regresó a New York ya había estallado la crisis
del 29. Por eso «astutamente» aprovechó ese momento para invertir sus
bienes a modo de préstamos, que, si bien es cierto en los primeros meses
le trajo suculentos beneficios, a la larga, las secuelas interminables de la
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Alejandro Mamani
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Estimado Donald:
Confío ante todo que al leer éste diario te encuentres bien.
Por mí parte, como debes de intuir, la realización de mis
objetivos se ha desarrollado de manera favorable. He pen-
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TERCERA MENCION HONROSA
“TIRO ECHADO”
Mario Vernal Duarte
Abrió los ojos de repente. Las cinco menos cuarto. Su reloj bioló-
gico funcionaba puntualmente, como siempre.
Tiró la abrigadora manta aymará hacia atrás y de un salto, tocó la
tierra con sus pies pelados.
Aprendió a hacerlo así desde niño.
Un solo minuto bajo las frazadas, traía para él el inminente riesgo
de volverse a dormir y llegar tarde.
La voz de su madre volvió del recuerdo:
–¡Levántate, flojo!
–Es que hace mucho frío, mamita, y tengo mucho sueño.
–¡Qué frío ni qué ocho cuartos! ¿No ves que justamente el frío te
va a despertar?
Sonrió tristemente.
Su casa, si es que se puede llamar así, era una más entre veinte
iguales, todas pegadas una al lado de la otra formando una “corrida”. Cua-
tro de esas “corridas” formaban todo el campamento.
Ese habitáculo sólo se componía de dos piezas, una delantera de
tres por tres metros que daba a la calle y que las oficiaba de living comedor.
Tenía una ventana de un metro cuadrado con una tapa batiente de madera y
a su lado una rústica puerta, también de madera, que dejaba colar la caman-
chaca y el duro frío pampino por debajo de ella como si no hubiese nada.
La otra pieza, la trasera, tenía las mismas dimensiones que la ante-
rior pero sin ventanas; sólo dos puertas, una que comunicaba con la pieza
delantera y la otra que daba a un pequeño patio de tres por cuatro metros,
donde se encontraba una palangana que tenía la doble función de aseo per-
sonal y lavadero de “pilchas”.
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“Tres Marías”, era una pequeña oficina salitrera, que quedaba en-
tre la “Valparaíso” y “Primitiva”, casi 30 kilómetros al sur del afamado
pueblo-estación de Huara; tenía la importancia de ser el punto donde el
ferrocarril de Agua Santa, que venía desde el puerto salitrero de Caleta
Buena, se bifurcaba de norte a sur uniendo todas las oficinas del sector.
En un golpe de fortuna, el Jefe del Rajo, luego de un intenso cateo, había
descubierto una veta de buena ley justo en los límites de sus terrenos; no
había tiempo que perder y antes que llegaran los dueños de las salitreras
vecinas a reclamar lo suyo, debían precipitarse a abrir los rajos.
La presencia de Raimundo tomaba muchísima importancia, puesto
que en su función de cargador de tiros, tenía la delicada misión de armar
los explosivos. Era un verdadero arte hacerlos detonar en la medida justa,
en una sinfonía de ruidos, piedras y tierra, dejando al descubierto el rico
caliche, para su posterior explotación.
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–¿Tiene el material?
–Sí, la pólvora, los fulminantes, las guías y, por supuesto, la dina-
mita– dijo en tono monótono don Alberto, como leyendo una lista imagi-
naria.
–¿Y los magnetos?
–Traje uno de repuesto, por si alguno falla– respondió en tono su-
ficiente.
–¿Y el alambre?
–Ocho rollos de quinientos metros cada uno.
–Bien, entonces, ¡manos a la obra!
El sol comenzaba a salir por el oriente, justo sobre las montañas
lejanas de la Cordillera de los Andes, bañando con sus rayos la amplia lla-
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el sur, olvidaría para siempre el sufrido transitar por el desierto más árido
del planeta, o cuando mucho, lo recordaría como una anécdota más en su
vida.
Pedro quedaría de seguro como tirador oficial y bien sabía el fatal
destino que esperaba a los que se quedaban demasiado tiempo en esa fun-
ción.
Miró al joven de reojo y pensó: “¡Como ha crecido este muchacho!
Pensar que hacía un par de años atrás era tan sólo un llampero.
Así se denominaba a aquellos inocentes niños de trabajo, que re-
cogían los pequeños pedazos de caliche, una vez que el particular ya había
hecho los acopios a puro ñeque.
Pero él estaba salvado, ya que hoy era su último día de trabajo.
Sentía que le había doblado la mano al destino y a la pampa; hoy saldría
vivo de allí burlando el designio de los agoreros fatalistas, que lo daban
como muerto en vida sólo por ser cargador de tiros.
Miró el reloj y calculó que si trabajaba de prisa podría volver a
su casa, vestirse rápidamente, sacar la maleta que tenía preparada de ante-
mano debajo de la cama, echar adentro sus ahorros, darle un portazo para
siempre a su casa y correr de prisa a la estación, para alcanzar sobre la
marcha el tren que lo llevaría a la felicidad, cerrando su pasado reciente.
Pronto se vio en medio de la pampa armando los tiros; los demás,
muy lejos, protegidos detrás de unas lomas cercanas y sólo Pedro junto a
él.
El muchacho le alargó la vara de bambú de casi cuatro metros, la
tomó, la inspeccionó rápidamente y baqueteó con ella el agujero que tenía a
sus pies. No era más que un pequeño orificio de no más de dos pulgadas de
diámetro, pero que alcanzaba, a lo menos, unos tres metros de profundidad.
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EPILOGO
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EXTRACTO DE LA NOVELA CORTA (INEDITA)
“LA CONTADORA DE PELICULAS”
Hernán Rivera Letelier
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“LA CONTADORA DE PELICULAS”
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Hernán Rivera Letelier
hacer cualquier cosa que le trajera el recuerdo de ella, pues si esto ocurría
el pobre terminaba el día encerrado en el dormitorio, llorando amargamen-
te en silencio.
Como sucedió un día en que, después de ver una película española,
y para representar a una bailarina de flamenco, no se me ocurrió nada me-
jor que ponerme uno de los vestidos que mamá había dejado en casa. Era
uno a lunares rojos, con vuelitos, que a ella le gustaba mucho y que no se
llevó seguramente porque mi padre se lo había escondido.
Mi padre siempre se lo escondía para que no se lo pusiera.
El vestido, que era perfecto para representar a la bailaora, con sólo
un par de alfileres me quedó casi armado de talle. Como pasaba con la
mayoría de las niñas pampinas, aunque recién iba a cumplir los once años,
tenía un cuerpo demasiado desarrollado para la edad.
Algunos hombres decían, con un brillo lúbrico en la mirada, que
lo que hacía madurar antes de tiempo a las niñas pampinas era el salitre,
elogiado en todas las latitudes como el mejor abono natural del mundo.
Esa noche, al verme con el vestido de mamá, mi padre se puso
lívido, lanzó el vaso de vino contra la pared (el único vaso que quedaba en
casa) y me mandó cuspeando a quitármelo.
La narración de la película por supuesto que se suspendió y él
estuvo tres días amurrado en el dormitorio bebiendo, ahora con un jarro de
porcelana.
No quería ni que lo sacáramos a la puerta.
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