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Desde hace algunos años, la evolución boliviana ofrece un ejemplo dramático de

las violentas dinámicas políticas y sociales que resultan de la pauperización


absoluta de las masas de la periferia por efecto de la mundialización capitalista. La
supeditación de los parámetros económicos de la periferia atrasada a los dictados
de la centrales industriales y financieras metropolitanas ha arrasado literalmente a
los pequeños Estados y llevado casi a la inanición a la población obrera. A ello se
une el agotamiento de las formas tradicionales del dominio burgués y la irrupción
recurrente de potentes rebeliones generales.

Tales son las circunstancias bajo las que Evo Morales y Felipe Quispe, los dos más
connotados dirigentes de las masas bolivianas, han hecho ya su llamamiento en
favor de una reorganización del Estado y de la sociedad en el sentido del ayllu, la
vieja comunidad indígena. Aunque han rechazado todo el mundo político que se
mueve alrededor del Estado y del Parlamento en nombre de las formas sociales
cooperativamente organizadas y comunitariamente reguladas (cuyo modelo es
aportado por el ayllu), toda su labor política ha alcanzado, a lo sumo, el mero nivel
de la exhortación militar jacobina para poner a los pueblos indígenas en acción y
reunirlos en una militancia conjunta en torno a su erección como nación.

No se trata, naturalmente, de lanzarle reproches a los oprimidos que osan


sublevarse, pero conviene identificar con nitidez cuáles son los límites del
poderoso movimiento general que tiene lugar en Bolivia. El principal de ellos
consiste en que sus jefes han reconducido toda la acción hacia el movimiento
nacional, en vez de radicalizar las demandas sociales fundadas en una reacción de
clase al exasperante dominio imperialista, apelando a lo que su espontaneidad les
ofrecía. Al trastocar el fondo de clase del movimiento espontáneo y reconducirlo a
sus formas étnicas, los líderes se han hecho indignos de considerarse exponentes
de los principios sociales liberadores de los que supuestamente sería portador
el ayllu. Sin embargo, no es en manera alguna insólito que, como conductores
políticos de las etnias oprimidas, se declararan auspiciadores del retorno a
la democracia directa practicada por la vieja comunidad indígena, pues el ayllu ha
sido precisamente el punto de agregación de la población aymará y quechua
relegada por la reforma económica de 1985, misma que destruyó su vinculación
social e histórica con la industria minera y la forzó a replegarse a las viejas
comunidades indígenas y a la producción de coca como últimas opciones de
supervivencia. No es, por tanto, extraño que el ayllu haya constituido el punto de
partida social de la revuelta. Pero la forma de la comunidad vernácula, con sus
mecanismos de vinculación clánicos, no posee ya una vitalidad propia en medio de
una sociedad determinada por el trabajo asalariado, la acumulación y el mercado
capitalista mundiales; hoy aparece tan sólo como una variante del contenido de
clase esbozado en todas las grandes luchas sociales de los últimos 50 años en
Bolivia e improntada muy de cerca, en todas sus dinámicas y fenómenos, por los
ciclos de la economía internacional. La mayor falta política de sus líderes actuales
consiste en haber ignorado que la revolución socialista predicada por ellos implica
abordar la constitución del proletariado en clase, la toma por los trabajadores de
los medios de producción y, por lo tanto, han ignorado la capacidad de las masas
en lucha para crear nuevas formas de vida social destinadas a recuperar el poder
sobre su vida. Dicha lucha no puede desarrollarse como un retorno a una presunta
Edad de Oro del pasado, existente sólo en la imaginación, sino como negación y
superación del capitalismo. En el curso del proceso de constitución del proletariado
en clase y de la lucha contra el orden existente, el actual contenido del
movimiento social debe buscar las formas políticas adecuadas y superar, en la
acción misma contra el orden burgués y la segregación racial, las características
puramente étnicas y nacionales que lo limitan. Tanto el racismo de los círculos
gobernantes cuanto la reacción fundamentalista de la población indígena,
retrotraen los impulsos del proletariado local a niveles de conciencia y de acción
inferiores a los de una verdadera acción anticapitalista, dividiendo el frente de
clase y situando sus reivindicaciones en el plano de la democracia burguesa.
El ayllu se mostrará como funcional a la estrategia revolucionaria sólo si consigue
contraponer a las instituciones presentes el contenido proletario del movimiento y
supera sus aspectos arcaicos y locales, es decir, sólo si opera como un efectivo
mecanismo de unión del proletariado indio, mestizo y blanco (1) en un mismo frente
contra la burguesía, dejando atrás toda rivalidad de prelación racial. La
emancipación política del indio - como ya lo ha sido la de la mujer a comienzos del
siglo XX y la de los negros en la Sudáfrica del apartheid - no equivale a su
emancipación humana, sino, a lo sumo, a su conversión en ciudadano de pleno
derecho del Estado; la emancipación del proletariado requiere, en cambio, el fin
del Estado y de la propiedad y su reemplazo por la administración común de los
medios de producción y la sociedad. El ayllu puede ser el punto de partida para
aglutinar y movilizar al proletariado indígena, pero es por sí mismo insuficiente y
precario para suministrar la base de una nueva sociedad emancipada del
capitalismo.

(1) Se trata, sin duda, de una terminología desprovista de base científica. Gracias a la reconstrucción del
genoma humano a través del mapa genético, sabemos que el concepto de raza es anacrónico y la
humanidad es un solo género unitario. Empero, el racismo y la idea misma de “raza” pertenecen a un legado
histórico y cultural que todavía pervive con extrema fuerza, como lo confirma la actitud de los super
civilizados europeos de nuestros días.

Por eso, para hacer efectiva su labor, hubiese bastado que los jefes y las
organizaciones efectuasen la denuncia rigurosa de la divisiones y modalidades de
dominio del capitalismo para conducir a la elaboración de un programa comunista
que realmente persiguiera el derrocamiento del Estado y el capital y pusiera a las
enormes masas insumisas - ya curadas de cualquier ilusión democrática - en el
camino del poder. Pero todo lo que la izquierda ha podido decir de la sociedad
socialista, del poder de los trabajadores y del fin de la opresión social y nacional,
ha tomado un rumbo utópico, religioso e incluso regresivo. Ella ha logrado volver
abstracto, hacer aparecer como un delirio de alucinados contempladores del
pasado, incluso como “un modelo arcaico”, eso mismo que las masas han venido
elaborando en su lucha. La violencia de la izquierda boliviana es jacobina: ella no
ha mostrado la especificidad de la violencia revolucionaria, hacia qué futuro ella se
orienta. Es preciso, pues, superar el marco de cuanto ha sido definido por la
izquierda como política para el poder. Al contrario, la izquierda - incluso aquélla
que se define como “revolucionaria” - está sólidamente anclada en la política y en
la perspectiva democrática para la cual lo que cuenta no es el desarrollo del
movimiento de clase para subvertir el Estado y la sociedad burgueses, sino las
subvenciones del Estado, el poder reformista que le otorga su acceso al Estado, de
ahí el deseo de tantos politicastros asociados al frente opositor de circunscribir las
luchas sociales, en las que se apoyan, en este plano.
La izquierda ha caído en todas las trampas tendidas por la burguesía a los
buscadores del poder. No se puede formar la conciencia de clase invocando las
virtudes de instituciones míticas que, aunque supervivientes en el presente, se
remontan a un estadio inferior de evolución social y técnica ni sustituirla con
modelos desligados del esfuerzo práctico por subvertir el orden y dar forma
concreta al poder proletario, pues, en fin, para demoler el Estado burgués e
instaurar un poder enderezado a terminar el salariado y la opresión del hombre
por el hombre es indispensable que el proletariado se reconozca como clase
potencialmente dominante. Las comunidades indígenas han sido, sin duda, el
bastión de la movilización y la reunión de importantes franjas del movimiento - y
en este estricto sentido se les puede atribuir la misma función que Marx
hipotetizaba con respecto al Mir en una eventual revolución rusa y en la transición
al socialismo - pero en su actual estado representan atavismos y limitaciones
étnicas que impiden el desarrollo de formas sociales y de conciencia coherentes
con la implantación de la dictadura del proletariado. El ayllu puede operar como
centro dinamizar e integrador de la lucha sólo si rebasa los límites relacionados
con su forma puramente nativa y típica y se une en un proyecto social y político
común con el proletariado de la región hacia el socialismo, la única forma social
capaz de liberar conjuntamente al proletariado y a las etnias oprimidas por el
imperialismo. Si se constriñe a sus puras dimensiones de etnia y de nación,
el ayllu estaría llamado a conspirar contra la posibilidad misma de tal unión del
proletariado internacional. Extrañamente, la folklórica promoción de la vuelta al
glorioso pasado milenario, tan extendida en ciertos estratos indígenas y no
indígenas, no se explica por la obcecación y xenofobia de sus dirigentes, es una
reacción que toma fuerza en la segregación y el racismo: reposa en las exclusiones
del desarrollo capitalista periférico - cuyas dinámicas, al ser incapaces de integrar
a la población y articular a la sociedad como un todo, producen una numerosa
población excedentaria sin posibilidad alguna de obtener medios de vida en el
ámbito de la reproducción capitalista - en el carácter hermético de un régimen
político y una jerarquía capitalista que han permanecido históricamente cerradas a
las etnias de origen no europeo y en la misma descomposición de la sociedad y del
Estado bolivianos, las cuales obligan a los vastos sectores marginados a recogerse
en el abrigo de las instituciones gentilicias antediluvianas y adoptar
defensivamente la exaltación fanática de sus valores étnicos. Por esta razón, en
Bolivia, el partido se justifica ya no sólo como crítica de la reificación de la
conciencia del proletariado, sino como antídoto contra su paleofrenia.

No es inútil reiterar que la posibilidad de un tránsito semejante es inadmisible para


un diminuto y débil Estado de la periferia como Bolivia; sin la unión del
proletariado de la región, esta tarea asume contornos utópicos y hace evocar
episodios oscuros de la historia. Si incluimos en nuestro análisis una perspectiva
general de clase que recobre las lecciones de la historia, veremos que el desarrollo
de la rebelión latinoamericana ocurre en un contexto en el que el capital ha llegado
ya a su fase imperialista; en un contexto en el que todo - política, economía,
sociedad - está determinado por el circuito económico configurado por el
capitalismo imperialista. Esto hace poco menos que imposible hablar ya no sólo de
un mítico “socialismo nacional”, sino incluso de la constitución de un verdadero
Estado-nación en el que los indígenas hallen su emancipación política. En
consecuencia, la tesis enunciada por Rosa Luxemburg y sostenida por la Izquierda
Comunista a comienzos del siglo XX acerca de que los "Estados nacionales" que se
han formado luego del ascenso imperialista son incapaces de vida, halla una
confirmación cabal:

Mientras la ideología nacional ha acompañado los procesos de unificación


burgueses, la liquidación de los restos feudales-absolutistas en el camino del
desarrollo capitalista (unidad política y económica de los Estados), ello no sólo era
objetivamente favorable al proletariado, sino que lo obligaba a una forma de lucha
de clases en la que el objetivo del nuevo ordenamiento nacional debía jugar un
papel decisivo. Esta situación se ha transformado radicalmente al sobrevenir la
fase imperialista. El capitalismo ha alcanzado un estadio de su desarrollo en el que
él ha devenido un fenómeno internacional, un todo no divisible,
reconocible sólo en todas sus interrelaciones y a la que ningún Estado
particular puede sustraerse.

En países como Bolivia el florecimiento de un Estado soberano, más o menos


independiente del capital imperial-monopolista internacional, es simple y
llanamente un sinsentido, aun suponiendo que tenga lugar, a imitación de Rusia y
China, la máxima concentración y centralización de todos los instrumentos del
poder económico y político. Bolivia sólo puede evitar el curso normal del desarrollo
capitalista en el contexto de una dinámica revolucionaria internacional e
internacionalista. Y, por otra parte, las condiciones para la repetición allí de un
proceso análogo al que han vivido Rusia o China están ausentes por completo. Ni
se verifican en absoluto en los demás países periféricos colindantes, con la única
salvedad quizá - y todavía aquí es prudente mantener grandes reservas - de
Brasil.

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