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BALZAC: LA NOVELA DE UNA VIDA

Se dice que, en toda su vida, para no pegar los pá rpados, llegó a beber un poco má s
de 50 mil tazas de café fuerte y que había días en que, con un pequeñ o receso para
la merienda, trabajaba algo má s de dieciséis horas sin parar. Un demente del
trabajo. Claro, todavía estaba joven y el cuerpo no le pasaba la factura de aquel
monstruoso esfuerzo empleado para completar el proyecto de su vida, uno
parecido al de Dickens y Galdó s pero de mucho má s alcance y que, debido
precisamente a las magnitudes que ambicionaba, finalmente no llegó a concluir.
Cuando murió , sus papeles, cartas y manuscritos fueron arrojados por la ventana
de su estudio, quedaron en el piso y se dispersaron; la viuda de Balzac y su hija
nunca valoraron el archivo ni, probablemente, al autor de esos legajos. La situació n
llegó hasta el punto en que se vendían quesos y panes envueltos en los documentos
autó grafos, entre misivas con escritores, contratos con editores y cartas de amor. Y
si no hubiera sido por la labor de un baró n, Spoelberch de Lovenjoul, quien asumió
como misió n de vida la recolecció n y recuperació n del archivo y las obras de su
ídolo literario, la vida de éste nos hubiera sido hoy poco menos que desconocida e
incognoscible.
A casi noventa añ os de la muerte del creador de La comedia humana, y luego de
que se publicaran varias ediciones de sus obras completas y de que muchos
intentaran reconstruir su biografía en gruesos tomos, otro zahorí de las biografías
de los maestros comenzó a preparar la biografía de quien fuera, junto con
Chateaubriand, Dumas y Hugo, uno de los má s ilustres creadores literarios
franceses de todos los tiempos. Stefan Zweig ya había publicado Tres maestros:
Balzac, Dickens y Dostoiewski (un libro de semblanzas y aná lisis breves sobre la
vida y obra de los tres genios literarios), pero el escritor austríaco aú n seguía
preparando, en lenta y paciente labor de recolecció n y redacció n, la que él
consideraría, en caso de publicarse, su magnum opus, no solo de sus biografías,
sino acaso de toda su producció n intelectual: el Gran Balzac.
A Zweig le esperaba un destino adverso. El nazismo antisemita, el ruido de los
cazas y los tanques y los galimatías de los políticos lo expulsaron primero de su
país y má s tarde de su continente. Llegó hasta Sudamérica, a Petró polis, con la idea
de seguir trabajando en una relativa paz, pero allí sintió que le faltaban las fuerzas,
tanto físicas como espirituales, ambas necesarias para toda labor creativa. Su Gran
Balzac, estudio ampliatorio de lo que había sido su viñ eta dedicada a Honoré de
Balzac en su libro Tres maestros, estaba pensado para abarcar dos tomos, pero lo
que tenía escrito estaba todavía inconcluso… Ademá s, los manuscritos de la obra
estaban algunos en Londres y otros en Bath. Todos estos datos los sabemos por
Richard Friedenthal, escritor y amigo del autor de la Partida de ajedrez.
De no haber sido por Friedenthal, hoy no contaríamos con esta hermosa obra
pó stuma de Zweig: Balzac, una cró nica de la vida y obra de Honoré de Balzac
escrita como está n escritas sus mejores biografías. Fue aquel amigo quien, tras el
sorpresivo suicidio de Zweig en 1942, reunió y ordenó los manuscritos inconclusos
y completó los capítulos que estaban algunos en estado de boceto y otros casi
terminados, papeles emborronados y con un sinfín de tachaduras y correcciones,
justamente como aquellas galeradas legendarias que el creador de Eugénie
Grandet enviaba y reenviaba a los editores de perió dicos y revistas de su tiempo.
Segú n cuenta él en el “Postfacio del recopilador”, adjunto en al final del libro en la
edició n de Jackson (Buenos Aires, 1951), para redactar lo faltante utilizó el acopio
de cuadernos, papeles y anotaciones sueltas que Zweig había ido preparando para
el Gran Balzac y ademá s las ediciones que el autor citaba, una francesa y una
alemana. La alemana era de la casa editorial Insel, la cual había elaborado una
edició n especial para él, con la rumbosa aclaració n: “Este ejemplar ha sido
impreso, fuera de la edició n, para Stefan Zweig”.
De todas maneras, si el lector no supiera que Friedenthal hizo la meritoria labor de
recopilació n, conclusió n y edició n de este gran libro, seguramente no sospecharía
que el libro no quedó concluido. Pues la obra Balzac (o el truncado Gran Balzac) es
una de las grandes y mejores biografías. En su autobiografía escrita en Petró polis,
titulada El mundo de ayer: Memorias de un europeo, Zewig cuenta có mo era su
trabajo de escritor, una labor de artesano, de obrero de la palabra. Escribía sin
parar hasta tener un texto largo, y la mejor parte era, segú n él, cuando comenzaba
a descartar y tachar oraciones, aun pá rrafos enteros, todo esto para obtener esa
tensió n narrativa que hace que el lector se mantenga en suspenso y enganchado al
texto, como hechizado… Balzac tiene esa gran virtud. Nada falta, nada sobra.
Pá gina tras pá gina, pá rrafo tras pá rrafo, acaso oració n tras oració n, hay algo
interesante y —como en una novela policiaca— que deja al lector intrigado.
Una vida amorosa de subidas y bajadas, una niñ ez vacía y sin amor de padres, una
existencia dedicada no solo a la literatura sino también a los negocios y
especulaciones (todos fracasados) y una voluntad por siempre inquebrantable
para conseguir lo que se quiere, no pueden causar sino emoció n en el lector.
Honoré Balzac pasó a ser Honoré de Balzac por mero esnobismo y complejo de
superioridad aristocrá tica. ¿Por qué ese aditamento en su apellido? Su abuelo fue
un humilde campesino apellidado Balssa, pero su nieto estaba destinado a
conquistar no solo la estima de miles de lectores, sino que pretendía hacerse un
lugar glorioso en los salones de los monarcas y las mujeres de abolengo de su siglo.
Escribió dejando la piel en la mesa de trabajo, sudando, en mangas de camisa,
hasta que se le paralizaran algunos nervios faciales y le parpadeara el ojo
involuntariamente. Así fue como Honorato llegó a construir el universo de
situaciones y personajes, la sociología literaria a la que luego, para no llamar al
conjunto de sus novelas Obras Completas, puso el nombre de La comedia humana.
Ya hacia el final de sus días, las 50 mil tazas de café y las miles de horas de trabajo
demente llegaron a cobrar factura al cuerpo obeso y sedentario del escritor
francés. Su mujer, con quien había casado hacía poquísimo tiempo, siempre fue fría
e indiferente ante a las desventuras y amarguras del escritor. Se fue apagando poco
a poco frente a la torre de obras que veía solo en su imaginació n pero no estaban
todavía plasmadas con tinta en el papel. La comedia humana, acaso lista en su
cabeza genial, no había sido materializada.
La muerte le llegó el 18 de agosto de 1850; el entierro se llevó a cabo recién cuatro
días después, el 22, un día lluvioso y gris. Al mismo concurrieron muy pocas
personas, entre éstas Alejandro Dumas y Victor Hugo. Este ú ltimo, quien siempre
se había abstenido de atacarlo en la prensa y había demostrado pundonor literario,
ademá s de haber llevado en hombros el ataú d que contenía los restos del autor de
Papá Goriot, antes de que el cajó n fuera introducido en la fosa abierta, pronunció
un discurso fú nebre que, por fortuna, ha llegado hasta nosotros. Entre otras cosas,
dijo: «De ahora en adelante, las miradas no se dirigirá n a las cabezas de los que
gobiernan, sino a las de los que piensan, y el país entero se estremece cuando
desaparece una de estas cabezas».
Ignacio Vera de Rada es escritor

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