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Los mil y un colores del Taj

Mahal
TEXTO POR OSKAR GONZÁLEZ

Ane se levantó temprano como cada sábado que el cuerpo se lo permitía.


Siguiendo su particular rutina se recompensó con un desayuno en el bar de
la esquina: café con leche, zumo de naranja, un pincho de tortilla y un
periódico por estrenar. Ese era el premio por haber resistido las tentaciones
nocturnas.

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Mientras ojeaba el diario se preguntaba si no sería el mundo en el que vivía
una absurda rutina: corrupción, elecciones, fútbol, desahucios... Pasaba las
páginas casi sin mirarlas, con el único fin de llegar a su ansiado objetivo: el
crucigrama por estrenar sobre el que ningún otro cliente había tenido
tiempo de poner sus manos. Pero, a escasas hojas de su meta, una noticia
detuvo su decidido proceder.

«El Taj Mahal se está poniendo verde»

El titular la había dejado congelada, su cuerpo seguía en la taberna, pero su


mente se había trasladado a otro tiempo y a otro lugar. Rememoró con
nítida claridad cómo varios años antes había visitado el archiconocido
mausoleo. Los demás recuerdos de ese viaje eran difusos, los nombres de
las ciudades por las que había caminado se entremezclaban y las fugaces
compañías con las que había compartido experiencias ya no tenían nombre
y apenas rostro. Sin embargo, el Taj Mahal era diferente. Aún recordaba el
día en el que, antes de que despuntase el alba, se había despertado en un
modesto hostal de Agra. Había visto para entonces bastante mundo y no
estaba dispuesta a llevarse la habitual decepción de quien espera
demasiado. «Una de las siete nuevas maravillas del mundo, lo mejor de la
India, el edificio más hermoso jamás construido…», había oído. No sería para
tanto. Y, sin embargo, lo era. Aquella mañana, al atravesar el umbral ante el
que se abría el marmóreo edificio, su cuerpo se paralizó por miedo a que el
más leve movimiento hiciese desaparecer el espejismo que tenía frente a
ella.
Las palabras del taxista que le había llevado hasta allá resonaban en su
cabeza: «Supongo que, como todos los extranjeros, sabes que el Taj Mahal
fue construido para enterrar a Mumtaz Mahal, la esposa favorita del
emperador, pero ¿sabías que tiene mil colores que van variando según el
humor en el que se encuentre su fantasma?».

Súbitamente, como si alguien hubiese activado un mecanismo para darle la


razón al chófer, el azul del cielo se cubrió de grises nubes y el
resplandeciente edificio oscureció para mimetizarse con el nuevo fondo. La
espectacular tormenta que vino a continuación le obligó a refugiarse en la
rojiza mezquita colocada en uno de los flancos del mausoleo desde donde
pudo seguir admirando el singular edificio. Efectivamente, el Taj Mahal tenía
mil colores y ahora iba a tener uno más: se estaba volviendo verde.

—¿Estás bien, Ane? —preguntó el camarero al ver tan ensimismada a su más


querida parroquiana.

—Más o menos, Martín. Conoces el Taj Mahal, ¿verdad? Pues aquí dice que
se está volviendo verde, ¡verde!

—Bueno, ¿tan malo es eso? A mí el verde me gusta —dijo medio en broma—


. ¿Y a qué se debe? ¿Lo pone ahí? Seguro que es la dichosa contaminación.

¡Nos estamos cargando el planeta! Me apuesto tu desayuno a que es alguna


reacción química por culpa de algo que tira alguna empresa.

—Pues me va a salir barato el desayuno, porque la culpa es… ¡de un insecto!


Al parecer, el río que está detrás del edificio está infestado de Chironomus
calligraphus, o algo así, una especie de mosquito que se dedica a dejar sus
verdes excrementos por las paredes del monumento. Y no, no es un verde
nada bonito.

—¿Cómo? Déjame ver eso —dijo Martín dándole violentamente la vuelta al


periódico.

Tras escrutar la noticia con la velocidad que solo dan muchos años de
lecturas entrecortadas al otro lado de la barra sonrió triunfante.

—¿Ves? El río está lleno de bichos porque está estancado y las fábricas
cercanas lo han contaminado; como los peces que se comían a los bichos se
han muerto, ya no tienen depredador natural y su crecimiento se ha
desmadrado. ¡Así que, todavía tienes que pagar la cuenta!

—Bueno Martín, que conste que tú has dicho reacciones químicas y aquí
reacciones las justas. Aunque, hablando de química, me acabo de acordar
de que, cuando estuve allí, me sorprendió tanto lo resplandeciente del
blanco que pregunté si lo aclaraban con lejía. Obviamente, estaba de
cachondeo, pero en la oficina de turismo me explicaron que no siempre era
tan blanco. Resulta que justo unas semanas antes de que yo estuviese, lo
habían limpiado por primera vez desde hacía ocho años.

—Madre mía, había oído cosas sobre las condiciones de higiene en la India,
pero si limpian su mayor tesoro cada ocho años… ¡No quiero saber cómo
está el resto!

—¡No, no! No me refiero a que le diesen un fregado con agua y jabón. Le


aplicaban auténticos tratamientos de belleza. ¿Sabes estas mascarillas de
arcilla que se usan para purificar la cara? Pues algo parecido pero por todo
el edificio. Me contaron que con el paso del tiempo el edificio va
amarilleando, así que para devolverle su brillo lo embadurnan de barro que
quitan cuando está seco y ¡hala!, ¡como nuevo!

—Mira tú, no se me hubiese ocurrido en la vida. Ya podían hacer lo mismo


con unos cuantos edificios que tenemos por la ciudad… De todos modos, ¡a
ver si te aclaras, porque antes me has dicho que se volvía verde y ahora
amarillo!
—Vamos a ver, yo te cuento lo que me explicaron en su momento. Me acabo
de enterar de que se está volviendo verde. ¡Entonces se estaba volviendo
amarillo!
—¿Qué pasa, que les han cambiado la dieta a los insectos o qué? —se mofó
Martín.
—Pues la verdad es que no sé el motivo pero eso tiene fácil solución —dijo
Ane sacando su inseparable móvil del bolso y tecleando con una velocidad
que dejó pasmado al veterano camarero—. Mira, hace dos años hicieron un
estudio y detectaron un montón de partículas que se pegaban al edificio.
Estas partículas son de un color amarillo tirando a marrón y, al pegarse al
mármol, hacen que este se oscurezca. Parece que, debido a su naturaleza,
no se pueden quitar empleando agua pero sí con la arcilla que te decía antes.

—¿Y de dónde vienen esas partículas?

—Por lo visto de muchas partes. Algunas no son más que polvo y otras
partículas de lo que se conoce como carbono negro y carbono marrón, que se
forman por la quema de biomasa o de las emisiones de los vehículos. ¡Y eso
que el acceso a los coches está restringido cerca del monumento para
protegerlo! Pero doy fe que el tráfico en la India es un caos absoluto, no sé
hasta qué punto se cumplirán esas normas…

—Vamos, que le pueden echar la culpa a los bichos, pero en cualquier caso
es culpa del ser humano. Somos capaces de crear maravillas como el Taj
Mahal pero, al mismo tiempo, las destruimos poco a poco —sentenció
Martín—. Me imagino que al emperador que ordenó construirlo no le haría
ninguna gracia ver cómo están dejando que su edificio pierda la blancura
con el paso del tiempo.

—Y yo me imagino que el fantasma de Mumtaz Mahal no estará de muy


buen humor.

—¿Fantasma? Anda, déjate de fantasías y ponte con el crucigrama de una


vez, que tengo más clientes que atender. Supongo que encima me toca
pagarte el desayuno.

Y así acabó toda la preocupación de Martín por aquella construcción a más


de 7000 kilómetros que, en realidad, le importaba entre poco y nada. Lo que
no sabía el camarero es que Ane le había ocultado que tenía parte de razón
cuando lanzó su aventurada afirmación de la reacción química. Y es que
debido a la contaminación que produce la quema de combustibles, no solo
se liberan partículas sólidas también gases que provocan el tristemente
conocido efecto invernadero.
Entre ellos, el más abundante es el dióxido de carbono (CO2), pero hay otros
de gran importancia como el dióxido de azufre (SO2). Este compuesto,
después de transformarse en trióxido de azufre (SO3) e interaccionar con el
agua que hay en la atmosfera, se convierte en ácido sulfúrico (H2SO4). Este,
junto con el ácido nítrico, es el principal culpable de lo que conocemos como
lluvia ácida, que es muy perjudicial para el medioambiente y también una
amenaza para la integridad de numerosas construcciones, ya que provoca
su erosión. El problema se agrava si tenemos en cuenta que los ácidos,
disueltos en agua, pueden viajar varios kilómetros y caer en forma de
precipitaciones lejos del punto donde han sido producidos. Por ejemplo, a
50 kilómetros de Agra se encuentra una refinería de petróleo cuyas
emisiones amenazan al Taj Mahal.

Para entender cómo afectan estos ácidos al mármol debemos primero


conocer el material en cuestión. El mármol está compuesto principalmente
por carbonato cálcico (CaCO3) y es una roca metamórfica, es decir, se ha
creado porque otro tipo de rocas, en este caso calcáreas, han sido sometidas
a altas temperaturas y presiones y han cambiado su estructura cristalina.

Así, las piedras calizas tan empleadas en muchas casas e iglesias y el mármol
usado en tantísimas estatuas están formados por el mismo compuesto
químico, solo que, al tener estructuras diferentes, tienen propiedades
diferentes (¡las conchas de un caracol o las preciadas perlas también son de
carbonato cálcico!). En cualquier caso, y aunque el mármol sea más
resistente que la caliza, ambos se ven amenazados por la lluvia ácida. En un
medio ácido, la solubilidad del carbonato cálcico aumenta (debido a la
formación de ácido carbónico que se transforma en agua y dióxido
carbónico) lo que facilita que la roca se disuelva con la lluvia y la estatua,
sillar u objeto en cuestión se degrade. Además, el ácido sulfúrico que ya
hemos mencionado puede reaccionar con el carbonato cálcico formando un
nuevo compuesto: el sulfato cálcico (CaSO4). Con ese nombre igual no os
dice nada, pero si os hablo de yeso ya os suena más familiar, ¿verdad?

¿Y cuál es el problema de que se forme yeso? Principalmente, que se


disuelve más fácil en agua que el mármol, lo que facilita su erosión por la
lluvia. Además, durante la formación del yeso, la suciedad y el polvo quedan
atrapados en la estructura cristalina, por lo que también se potencia el
oscurecimiento que quien más y quien menos ha podido apreciar en algún
que otro monumento. Obviamente, esto no es algo que le pase solo al Taj
Mahal; otros emblemáticos edificios y estatuas de mármol también sufren
este ataque, siendo quizás el ejemplo más significativo el de las ruinas del
Partenón. Así, según pasa el tiempo, estas obras de arte expuestas a la
contaminación y al agua van disolviéndose y desapareciendo, gota a gota,
día a día, condenadas a una eterna tortura de la gota china.

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