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Charles Dickens. Tiempos difíciles

El trabajo en las fábricas inglesas a mediados del siglo XIX

" Coketown, hacia donde se dirigieron los señores Bounderby y Gradgrind, era el triunfo del hecho; una ciudad
tan poco contaminada por la fantasía como la misma señora Gradgrind. Permítasenos, antes de seguir con
nuestra melodía, presentar la nota dominante: Coketown.

Coketown era una ciudad de ladrillos rojos, o de ladrillos que habrían sido rojos si el humo y las cenizas lo
hubieran permitido; pero tal como estaban las cosas era una población de un rojo y un negro nada naturales,
algo así como la cara pintarrajeada de un salvaje. Era también un lugar de maquinaria y chimeneas altas, de las
que brotaban —sin detenerse nunca, ni llegar a desenredarse— interminables serpientes de humo. Tenía un
canal negro y un río de un extraño color morado gracias a un tinte maloliente, y grandes aglomeraciones de
edificios, llenos de ventanas, que retumbaban y temblaban a lo largo de todo el día, y donde los pistones de las
máquinas de vapor trabajaban monótonamente arriba y abajo como cabezas de elefante en un estado de locura
melancólica. Coketown contenía varias calles muy grandes, todas muy semejantes unas a otras, y muchas calles
pequeñas todavía más parecidas entre sí, habitadas por personas también iguales unas a otras, que entraban y
salían todas a las mismas horas, produciendo el mismo ruido sobre las mismas aceras, para hacer el mismo
trabajo, y para quienes todos los días eran iguales, sin diferencias entre el ayer y el mañana, y todos los años la
repetición de los anteriores y de los siguientes.

Tales atributos de Coketown eran básicamente inseparables de la industria que servía para sostener a la ciudad.
Se les podía oponer en contrapartida las comodidades que se van extendiendo por todo el mundo, y los
refinamientos de la existencia que contribuían —no nos detendremos a explorar en qué medida— a crear a la
dama elegante que difícilmente soportaría oír el nombre de la población que acabamos de mencionar. Las otras
características de Coketown, que describiremos a continuación, eran más específicamente suyas.

No se veía en la ciudad nada que no recordara la estricta disciplina del trabajo. Si los fieles de un credo religioso
construían allí un templo —como había sucedido en el caso de dieciocho confesiones distintas—, edificaban un
piadoso almacén de ladrillos rojos y en algunos casos (si bien se trata de ejemplos en extremo ornamentales)
una campana dentro de una jaula en lo más alto. La excepción solitaria era la Iglesia Nueva, un edificio
enjalbegado con una torre cuadrada sobre la puerta, que terminaba en cuatro breves remates semejantes a
robustas patas de madera. Todos los carteles de la ciudad estaban pintados de la misma manera, con sobrios
caracteres en blanco y negro. La cárcel podría haber sido el hospital y el hospital la cárcel, el ayuntamiento
podría haber sido cualquiera de los dos o ambos, o cualquier otra cosa, visto que ningún detalle arquitectónico
indicaba lo contrario. Hechos, nada más que hechos por todas partes en el aspecto material de la ciudad; y
también hechos, nada más que hechos, en el inmaterial. La escuela M’Choakumchild era toda hechos, al igual
que la de dibujo industrial; también eran hechos las relaciones entre amo y criado; y nada más que hechos todo
lo que sucedía entre el hospital en el que se nacía y el cementerio donde se descansaba, y todo lo que no se
podía expresar en cifras, o demostrar que se podía comprar en el mercado más barato y vender en el más caro,
ni era ni sería nunca, por los siglos de los siglos, amén.

En una ciudad tan consagrada a los hechos, y tan convencida de la inevitabilidad de su triunfo, todo tenía que ir
bien, por supuesto. Pero en realidad no era así; no del todo, no. ¿No? ¡Vaya por Dios!

No. Coketown no salía tan purificado de sus hornos, en todos los aspectos, como el oro por el fuego. En primer
lugar, un misterio que causaba perplejidad: ¿quiénes eran los fieles de las dieciocho confesiones? Porque,
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fueran los que fuesen, había que excluir de ellos a la clase trabajadora. Resultaba muy extraño pasear por sus
calles un domingo por la mañana y advertir qué pocos, por no decir ninguno, atraídos por el estruendoso repicar
de campanas que volvía locos a los enfermos y a los atribulados, abandonaban sus barrios, sus habitaciones
angostas, las esquinas de las calles donde holgazaneaban apáticos y desde donde miraban a quienes sí se
dirigían hacia las iglesias o capillas, como si se tratara de algo que no les concernía en absoluto. Y no eran sólo
los forasteros quienes se percataban del fenómeno, porque existía una organización nacida en la misma
Coketown cuyos miembros se hacían oír en todas las sesiones de la Cámara de los Comunes, y que reclamaban,
en peticiones indignadas, la necesidad de promulgar algún decreto que hiciera religiosas a aquellas personas a la
fuerza. Venía a continuación la sociedad de los abstemios, que se quejaba de que aquellos mismos individuos se
emborracharan, y que procedía a demostrar, con estadísticas en la mano, la verdad incontrovertible que
encerraba tal afirmación, y también probaba, en reuniones para tomar el té, que ningún incentivo, ni humano ni
divino (a excepción de recibir una medalla), los empujaba a abandonar su costumbre de emborracharse. Seguían
el farmacéutico y el droguero, con otras estadísticas, demostrando que las clases trabajadoras tomaban opio
cuando no se emborrachaban. Y aún quedaba el experimentado capellán de la cárcel, con más estadísticas, que
superaban a todas las anteriores, y en las que se mostraba que aquellas mismas personas acudían a innobles
lugares de reunión, escondidos a la vista del público, donde escuchaban canciones indecorosas y veían bailes
indecentes e incluso a veces participaban en ellos…" (p. 44-47)

Tengo la debilidad de pensar que el pueblo inglés es tan trabajador como cualquier otro que se pueda encontrar
bajo la capa del cielo. Y veo en esta ridícula particularidad una razón para concederle la ocasión de divertirse con
un poco más de frecuencia.

En la zona de Coketown donde más se trabajaba; en las más recónditas fortificaciones de aquel feo reducto, de
donde la naturaleza había sido decididamente excluida al tiempo que se incorporaban los aires y los gases más
mortíferos; en el corazón del laberinto de estrechos patios amontonados, y de callejones entrelazados, que
habían llegado a existir sin plan de ninguna clase, cada elemento añadido con prisa excesiva por el interés de un
hombre solo, de manera que el conjunto formaba una familia anormal cuyos miembros se empujaban, se
pisaban y se aplastaban unos a otros a muerte; en el último rincón cerrado de aquel gran receptor agotado,
donde las chimeneas, por falta de aire para crear una corriente, se habían construido en una inmensa variedad
de formas raquíticas y torcidas, como si cada casa tuviera un cartel sobre la clase de personas que se podía
esperar que nacieran en ellas; entre la multitud de Coketown llamada de manera genérica «mano de obra» —
una raza que habría encontrado mejor acogida entre algunas personas si la Providencia hubiera juzgado
conveniente dotarles sólo de manos, o, como las criaturas inferiores de la orilla del mar, sólo de manos y
estómagos— vivía un tal Stephen Blackpool, de cuarenta años de edad.

Stephen parecía mayor porque había llevado una vida muy dura. Suele decirse que toda vida tiene sus rosas y
sus espinas; parecía, sin embargo, que se había producido una desventura o un error en el caso de Stephen, y en
consecuencia era otro el que se había quedado con sus rosas, traspasándole a él, Stephen, sus espinas además
de las que ya le correspondían. Le había tocado, por usar sus mismas palabras, «estar metido en unos cuantos
líos». De ordinario se le llamaba el «viejo Stephen», en algo así como un tosco homenaje a aquella circunstancia.

Con la espalda más bien encorvada, el ceño fruncido, expresión cavilosa y una cabeza, de aspecto severo,
suficientemente amplia, adornada de cabellos entrecanos largos y finos, el viejo Stephen podría haber pasado
por un hombre muy inteligente entre los de su condición. Pero no lo era en realidad. No figuraba entre los
notables de la «mano de obra» que, aprovechando sus escasos intervalos de ocio a lo largo de muchos años,
habían dominado ciencias difíciles y habían adquirido conocimientos de las cosas más insospechadas. Stephen
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no ocupaba un puesto entre la mano de obra capaz de hacer discursos o de dirigir debates. Miles de sus iguales
hablaban, en cualquier circunstancia, mucho mejor que él. Era un buen operario de telar mecánico y un hombre
absolutamente íntegro. Qué más era, y qué más había en él, si algo existía, dejémosle que nos lo muestre con
sus acciones.

Las luces de las grandes fábricas —que parecían palacios encantados cuando estaban encendidas, o al menos
eso era lo que decían los viajeros del tren expreso— se habían apagado ya; las sirenas habían sonado para
detener el trabajo durante la noche y habían vuelto a guardar silencio; y la mano de obra, hombres y mujeres,
niños y niñas, regresaba ruidosamente a casa. El viejo Stephen estaba en la calle, con la misma sensación que
siempre le producía el detenerse de la maquinaria: la sensación de que su funcionamiento y parada se producía
dentro de su cabeza.

—jPero no veo aún a Rachael! —dijo.

Era una noche pasada por agua, y muchos grupos de mujeres jóvenes lo iban dejando atrás. Llevaban la cabeza
cubierta con el chal y se lo cerraban bajo la barbilla para protegerse de la lluvia. Stephen conocía muy bien a
Rachael, porque una mirada a cualquiera de aquellos grupos le bastaba para descubrir que no formaba parte de
ellos. Finalmente, ya habían pasado todos; y entonces se dio la vuelta, diciendo con tono desilusionado:

—Vaya, ¡entonces es que no la he visto!

Pero no había recorrido aún tres manzanas cuando descubrió a otra de las figuras cubiertas con chal que iba por
delante de él, y la escudriñó con tal intensidad que quizá incluso su simple sombra, vagamente reflejada sobre la
calzada húmeda —si hubiera podido verla sin la figura misma que avanzaba de farol en farol, iluminada y
oscurecida sucesivamente—, habría bastado para revelarle quién era. Apresurando el paso al mismo tiempo que
haciéndolo más silencioso, corrió hasta situarse muy cerca de aquella figura, para recuperar después su manera
anterior de caminar. Entonces llamó:
—Rachael!

La mujer se volvió y quedó iluminada por la luz de un farol. Alzando un poco el chal, dejó al descubierto un
sereno rostro ovalado, moreno y más bien delicado, iluminado por unos ojos muy dulces, y realzado por el
orden perfecto de sus relucientes cabellos negros. No era el rostro de una jovencita, sino el de una mujer de
treinta y cinco años.

—Ah, Stephen! ¿Eres tú?

Después de decir aquello, con una sonrisa que resultó invisible porque la ausencia de luz sólo permitió apreciar
la amabilidad que reflejaban sus ojos, volvió a ajustarse el chal y siguieron caminando juntos…" (106-109)

"Los palacios de las hadas se iluminaron bruscamente antes de que el pálido amanecer mostrara las
monstruosas serpientes de humo que se arrastraban sobre Coketown. Un repiquetear de zuecos sobre los
adoquines; un rápido silbar de sirenas; y todos los melancólicos elefantes locos, abrillantados y engrasados para
el monótono trabajo diario, quedaron listos para realizar de nuevo sus pesadas tareas.

Stephen, silencioso, vigilante, el pulso firme, se inclinaba sobre su telar. Era notable el contraste entre los
hombres que, como él, trabajaban en aquella selva de telares, y las máquinas que chirriaban, aplastaban y
rasgaban. No temáis, buenas gentes con tendencia a la ansiedad, que el arte condene al olvido la naturaleza.
Dondequiera que se coloquen, uno al lado del otro, el trabajo de Dios y el del ser humano, el primero, aunque
sea el producido por una mano de obra de muy poca importancia, siempre ganará en dignidad al segundo.
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Cientos y cientos de trabajadores en esta fábrica; cientos y cientos de caballos de vapor. Se sabe, con una
precisión casi total, el trabajo de que es capaz una máquina; pero ni siquiera todos los encargados de calcular la
deuda nacional podrán decirme la capacidad, en un determinado momento, de cualquiera de éstos, sus
silenciosos servidores, de rostro sereno y acciones reglamentadas, para el bien o el mal, para el amor o el odio,
para el patriotismo o el descontento, para transformar la virtud en vicio o al revés. No existe misterio en el
trabajo de las máquinas; siempre hay, en cambio, un misterio insondable en el más insignificante de esos
hombres. ¿Qué sucedería si reserváramos nuestra aritmética para los objetos materiales y tratáramos en cambio
de valorar por otros medios esas terribles cantidades desconocidas?

La luz del día se hizo más intensa y penetró en el interior de las fábricas, prevaleciendo incluso sobre la
resplandeciente iluminación del interior. Se apagaron las luces y el trabajo continuó. Caía la lluvia y las
serpientes de humo, sumisas a la maldición contra toda su tribu, se arrastraron sobre la tierra. En el miserable
patio exterior, el vapor del tubo de escape, los detritos de los barriles y el hierro viejo, el cúmulo de carbones
encendidos, las cenizas por todas partes, estaban envueltos en un velo de niebla y de lluvia.

El trabajo prosiguió hasta que sonó la sirena del mediodía. Más repiquetear sobre las calzadas. Los telares, las
ruedas y los obreros, todos se detuvieron por espacio de una hora.

Ojeroso y agotado, Stephen salió a las calles húmedas y frías, desde el calor de la fábrica, azotado por la lluvia…"
(p. 115-117)

"En Coketown el tiempo proseguía su marcha como cualquiera de sus máquinas: tal cantidad de material
utilizado, tanto combustible consumido, tanta energía gastada, tanto dinero ganado. Pero, menos inexorable
que el hierro, el acero y el cobre, seguía presentando sus diferentes estaciones incluso en aquel desierto de
humo y ladrillos, y suponía la única protesta que se hacía allí contra la atroz uniformidad de aquel lugar." (p.
147).

"Después de algunos ensayos en diferentes reuniones públicas, el señor Gradgrind y un comité de políticos
destacados aplaudió la elección de Jem y se decidió enviarlo a Coketown, para darlo a conocer allí y en toda la
zona circundante. Tal era el origen de la carta que Jem había mostrado la noche anterior a la señora Sparsit, y
que ahora sostenía en sus manos el señor Bounderby, con la siguiente dirección en el sobre: «Josíah Bounderby,
banquero, Coketown. Carta de presentación de James Harthouse de parte de Thomas Gradgrind».

Una hora después de recibir aquella misiva junto con la tarjeta del señor James Harthouse, Bounderby se puso el
sombrero y se dirigió al hotel. Allí encontró al señor James Harthouse mirando por la ventana y en un estado de
ánimo tan desconsolado que ya estaba casi dispuesto, a medias, a «lanzarse» a cualquier otra cosa.

—Me llamo —dijo el visitante— Josiah Bounderby de Coketown.

El señor James Harthouse manifestó estar muy contento (aunque no lo parecía ni por lo más remoto) de conocer
al banquero, un placer que llevaba esperando mucho tiempo.

—Coketown, señor mío —dijo Bounderby, apoderándose de una silla con aire decidido—, no es como los lugares
a los que está usted acostumbrado. Por consiguiente, si me lo permite (y aunque no me lo permita, porque soy
una persona que no se anda con ceremonias), voy a contarle algunas cosas sobre esta ciudad antes de seguir
adelante.

El señor Harthouse manifestó que le escucharía encantado.


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—No esté demasiado seguro —dijo Bounderby—. No se lo prometo. En primer lugar, ya ve usted nuestro humo.
Eso es nuestra comida y nuestra bebida de todos los días. Se trata de la cosa más sana del mundo en todos los
aspectos y en especial para los pulmones. Si usted es uno de los que quieren que acabemos con él, voy a decirle
ya que estoy en desacuerdo. No tenemos la menor intención de gastar el fondo de nuestras calderas más
deprisa de lo que lo estamos haciendo ahora, pese a todas las patrañas sentimentales que se cuenten en Gran
Bretaña y en Irlanda.

Como prueba de que se había «lanzado» al máximo, el señor Harthouse replicó:

—Le aseguro, señor Bounderby, que participo por entero y sin reservas de su manera de pensar. Estoy
convencido.

—Me alegra oírlo —dijo Bounderby—. Sigamos. Sin duda ha oído usted hablar mucho sobre el trabajo en
nuestras fábricas, no me cabe duda. ¿No es así? Muy bien. Voy a exponerle los hechos. Es el trabajo más
agradable que existe, y el más ligero y el mejor pagado. Más aún, sólo podríamos mejorar las fábricas si
cubriéramos el suelo con alfombras turcas, cosa que no tenemos intención de hacer.

—Tiene usted toda la razón, señor Bounderby.

—En último lugar —dijo Bounderby—, permítame decirle unas palabras sobre nuestra mano de obra. No existe
un trabajador en esta ciudad, señor mío, ya se trate de hombre, mujer o niño, que no tenga una suprema
ambición en la vida. Esa ambición es alimentarse de sopa de tortuga y de carne de venado con una cuchara de
oro. Ahora bien, no van a alimentarse, ninguno de ellos, ni de sopa de tortuga ni de carne de venado con una
cuchara de oro. Así que ya conoce usted nuestra ciudad.

El señor Harthouse se declaró informado y puesto al día al máximo gracias a aquella explicación condensada de
todo el problema de Coketown.

—Como puede usted ver —replicó Bounderby—, es parte de mi manera de ser alcanzar con las personas, tan
pronto como las conozco, un pleno entendimiento, en especial si se trata de hombres públicos. Sólo me queda
decirle una última cosa, señor Harthouse, antes de manifestarle el placer con que responderé, en la medida de
mis pobres fuerzas, a la carta de presentación de mi amigo Tom Gradgrind. Usted es un hombre de buena
familia. No corneta ni por un momento el error de suponer que yo soy también un hombre de buena familia.
Procedo de la hez de la sociedad y soy un auténtico miembro de la plebe más abyecta.

Si algo podía haber aumentado el interés de Jem por el señor Bounderby, era precisamente aquella última
circunstancia. O, al menos, eso fue lo que dijo.

—De manera que ahora —dijo Bounderby— estamos en condiciones de darnos la mano en pie de igualdad. Digo
pie de igualdad porque, aunque sé lo que soy, y sé mejor que nadie la profundidad exacta de la cloaca de la que
he sido capaz de salir, tengo tanto orgullo como pueda tenerlo usted. Ni más ni menos que usted. Después de
afirmar mi independencia como era mi deber hacerlo, podemos pasar a interesarnos por el estado de salud de
usted, y espero que la respuesta sea que se encuentra perfectamente.

Mientras se estrechaban la mano, el señor Harthouse dio a entender a su visitante que su salud no podía más
que mejorar, puesto que disfrutaba del privilegio de respirar el aire sanísimo de Coketown. El señor Bounderby
recibió la noticia con satisfacción." (p.202-205).
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"Que amaneciera un día soleado a mitad de verano era algo que, incluso en Coketown, sucedía a veces.

Vista desde lejos con un tiempo así, la ciudad se presentaba cubierta por una neblina autónoma que parecía
hacerla inaccesible a los rayos del sol. Se sabía que Coketown estaba allí porque era evidente que no podía
haber una mancha tan desagradable en el paisaje sin la presencia de una población. Una nube de hollín y humo,
que tan pronto, y de manera confusa, tomaba una dirección como otra, tan pronto aspiraba a alcanzar la bóveda
de los cielos como se arrastraba opacamente sobre la superficie de la tierra, según el viento se levantara o
cayera, o cambiase de dirección: una densa mezcolanza informe, atravesada por estratos de luz oblicua, que
sólo mostraba masas de oscuridad. Coketown, en la distancia, era evocativa de sí misma, aunque resultara
imposible ver un solo ladrillo de sus edificios.

Lo asombroso era que aún siguiera allí. Había sido devastada con tanta frecuencia que resultaba increíble que
hubiera resistido tantos golpes. Con toda seguridad no ha habido nunca porcelana tan frágil como la sustancia
de la que estaban hechos los patronos de Coketown. Por muy delicadamente que se los tratara, se caían a
pedazos con tanta facilidad que se podía sospechar que eran defectuosos en origen. Se arruinaban cuando se les
exigía que enviaran a la escuela a los niños trabajadores; se arruinaban cuando se nombraban inspectores que
examinaran sus instalaciones; se arruinaban cuando los citados inspectores consideraban dudoso que estuviera
del todo justificado que hicieran picadillo a los obreros con su maquinaria; se hundían por completo en la
miseria cuando se insinuaba que tal vez no siempre fuese necesario producir tantísimo humo. Además de la
cuchara de oro del señor Bounderby, de uso habitual en Coketown, había otra ficción muy popular allí que
adoptaba la forma de amenaza. Siempre que uno de los notables de Coketown se sentía maltratado —es decir,
cada vez que no se le dejaba campar por completo a sus anchas y se proponía que se le considerase responsable
de las consecuencias de algunos de sus actos—, se tenía la seguridad de que iba a recurrir a la espantosa
amenaza de que «preferiría arrojar sus propiedades al océano». Afirmación que había aterrado en varias
ocasiones al ministro del Interior, hasta el punto de poner su vida en peligro.

Sin embargo, y a pesar de todo, los ciudadanos de Coketown eran tan patrióticos que, en lugar de arrojar sus
propiedades al océano, tenían, por el contrario, la amabilidad de dedicarles excelentes cuidados. De manera que
allí estaban, envueltas en la bruma; y además crecían y se multiplicaban.

Aquel día de verano reinaban en las calles el calor y el polvo, y el sol brillaba tanto que incluso conseguía
atravesar los pesados vapores que envolvían Coketown y era imposible mirarlo fijamente. Los fogoneros salían
por las bajas puertas subterráneas a los patios de las fábricas y se sentaban en escalones, postes y vallas
secándose los rostros morenos y contemplando la montaña de carbón. Toda la ciudad parecía cocerse en su
propio jugo. El agobiante olor a aceite hirviendo se extendía por todas partes. Las máquinas de vapor brillaban
con él, la ropa de los obreros estaba manchada con él, y en los muchos pisos de las fábricas la grasa rezumaba y
goteaba. La atmósfera de aquellos mágicos palacios era como el soplo del simún, y sus ocupantes, agotados por
el calor, trabajaban lánguidamente en el desierto. Pero ninguna temperatura lograba que los melancólicos
elefantes locos se volvieran más locos o más razonables. Sus tediosas cabezas subían y bajaban al mismo ritmo,
con calor o con frío, humedad o sequedad, tiempo bueno o detestable. El medido movimiento de sus sombras
en las paredes era lo que Coketown podía mostrar en sustitución de las sombras de las ramas de los árboles
agitadas por el viento; y todo lo que podía ofrecer a cambio del zumbido estival de los insectos, desde el
amanecer del lunes hasta la noche del sábado, era el runrún de ruedas y ejes.

Adormiladamente runrunearon las máquinas de Coketown a lo largo de aquel día soleado, volviendo aún más
soñoliento y acalorado a quien diera por pasar junto a los sonoros muros de las fábricas. Las persianas y el riego
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enfriaban un poco las calles principales y las tiendas; pero las fábricas, los patios y los callejones se cocían a
altísimas temperaturas. Más abajo, sobre el río, negro y espeso de tintes, algunos muchachos de Coketown
dejados en libertad —espectáculo poco frecuente— remaban en una barca que había conocido tiempos mejores
y que iba dejando, mientras avanzaba, una huella espumosa sobre el agua, al tiempo que cada palada removía
olores repugnantes. El sol mismo, aunque generalmente benéfico, era más cruel con Coketown que las heladas
invernales, y pocas veces miraba con intensidad una de sus zonas más cerradas sin engendrar más muerte que
vida. Lo mismo sucede con el ojo del cielo, que se convierte en nefasto cuando manos incapaces o sórdidas se
interponen entre él y las cosas que mira para bendecirlas…" (179-182).

Charles Dickens. Tiempos difíciles. Madrid: Alianza Editorial, 2010.

PERSONAJES:

Stephen Blackpool: operario honrado y muy trabajador.

El señor Josiah Bounderby: fabricante jactancioso y acomodado. (Banquero).

El señor Thomas Grandgrid: comerciante al por mayor de ferretería, ya retirado.

El señor James Harthouse: amigo del señor Grandgrid.

El señor M'Choakumchild, profesor de la escuela modelo del señor Grandgrid.

Rachael: obrera textil, amiga de Stephen Blackpool.

La señora Sparsit, dama de avanzada edad, ama de llaves del señor Bounderby.

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