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ASESORÍA DE
CIENCIAS SOCIALES
HISTORIA
Guía de lectura N° 01
Nombre y apellido:
La edición en inglés de este libro, Perú: Society and Nationhood in the Andes, fue publicada en el año 2000 por Oxford
University Press, en Oxford New York.
© Peter F. Klarén
ISBN 978-9972-51-095-3
ISSN 1019-4533
Impreso en el Perú
1.ª ed., 2004. 1.ª reimp., 2005. 2.ª reimp., 2008,
3.ª reimp., 2011, 4.ª reimp. (revisada), abril 2012
1000 ejemplares
Prohibida la reproducción total o parcial de las características gráficas de este libro por cualquier medio sin permiso del
Instituto de Estudios Peruanos.
Klaren, Peter
Nación y sociedad en la historia del Perú. Lima: IEP, 2004. (Estudios
Históricos, 36)
HISTORIA/EPOCA PREHISPANICA/COLONIA/INDEPENDENCIA/
REPUBLICA/DEMOCRACIA/POLITICA/PERU
W/05.01.01/E/36
Capítulo VI
De mendigo a millonario:
la era del guano, 1840-1879
El primer caudillo en aprovechar el auge del guano y beneficiarse con él fue el general
Ramón Castilla, quien asimismo resultó ser uno de los soldados-políticos más hábiles en la
historia del Perú. Mestizo de primera generación, procedente de una familia de comerciantes
en Tarapacá, al sur, Castilla ascendió hasta convertirse en la fuerza dominante de la política
peruana entre 1845 y su deceso, en 1868. En este periodo fue dos veces presidente, de 1845
a 1851 y nuevamente de 1854 a 1862. Castilla inició su ascenso en la política como un oficial
de ejército leal al general y presidente conservador Agustín Gamarra, logró establecer una
base de poder regional en Arequipa, donde se vinculó con una de las familias más ricas de la
ciudad por medio del matrimonio. Recurriendo al botín financiero cada vez más grande del
guano, así como a su formidable habilidad política —que combinaba una inclinación
pragmática, aunque liberal, con una predisposición a construir un consenso—, Castilla se
movió hábilmente durante su primer gobierno para consolidar el poder de la presidencia
y el Estado central. En consecuencia, un ordenamiento político estable, o pax andina,
comenzó a aparecer por vez primera desde la independencia en un país que hasta entonces
sólo había conocido revoluciones políticas y perturbaciones económicas.
El rápido incremento de las rentas del guano permitió a Castilla forjar su pax andina
durante sus dos gobiernos. Las rentas estatales procedentes de la exportación del guano
subieron de doscientos cincuenta mil pesos en 1846-1847 a 5 millones de pesos a mediados
de la década de 1850, y a 18,5 millones de pesos a comienzos del siguiente decenio La
creciente importancia de la renta guanera se refleja en que en 1846-1847 ella representaba
apenas el cinco por ciento de los ingresos estatales, pero el ochenta por ciento en 1869 y
1875. Al mismo tiempo, las importaciones inducidas por el guano se duplicaron entre 1847
y 1851 a casi diez millones de dólares, brindando otros tres millones de pesos adicionales al
tesoro en aranceles en 1851-1852.
Esta generosidad fiscal permitió a Castilla y sus sucesores forjar el inicio de un Estado
nacionalista, con congresos que funcionaban, códigos y estatutos legales, agencias y
ministerios ampliados y, por vez primera, un presupuesto nacional. Castilla también logró
ejercer un patronazgo cada vez más considerable, el cual usó para consolidar el poder
político en base a la ampliación del empleo y de obras públicas. Al mismo tiempo, expandió
y modernizó las fuerzas armadas, afianzando así el poder del Estado central al mejorar su
capacidad para sofocar las endémicas revoluciones políticas montadas por los caudillos
regionales y locales que luchaban por el poder.
Por último, gracias a su mayor fortaleza fiscal, el remozado poder estatal permitió a
Castilla limitar el poder de la Iglesia. Una generación anterior de liberales había logrado
establecer el principio del patronato nacional, nacionalizando así la riqueza de los
monasterios (1833) y aboliendo el fuero eclesiástico (1856) que durante largo tiempo
brindó inmunidad de los juicios civiles a los hombres de Iglesia. Luego, en mayo de 1859,
Castilla abolió los diezmos, la fuente principal de ingresos eclesiásticos desde la colonia.
Aunque suavizó el golpe comprometiendo al Estado a pagar en el futuro el salario de todos
los miembros de la Iglesia y a apoyar los seminarios y hospitales que ella administrase, en
realidad, de aquí en adelante, el nivel de este respaldo disminuyó progresivamente a lo largo
del siglo. El resultado fue el gradual empobrecimiento de la Iglesia, el cual, junto con la
creciente secularización de la sociedad, minaron seriamente su capacidad para atraer y
preparar nuevos miembros competentes para el sacerdocio a medida que pasaba el siglo.
Además de consolidar el Estado, Castilla alcanzó una fama duradera al abolir la
contribución indígena y liberar a los esclavos en 1854. Ambas medidas ampliaron
considerablemente su base social al inicio de su segundo gobierno y le ganaron el título
permanente de «Libertador» en la historia peruana. La abolición de la contribución indígena
redujo significativamente la base fiscal del Estado, haciendo que en el largo plazo fuera
peligrosamente dependiente del guano, un recurso natural finito y cada vez más agotado.
Además, también redujo significativamente la presencia del Estado de la era del guano en la
sierra, ampliando así la brecha entre la sociedad indígena y el gobierno en Lima. Es más,
dado que el pacto de «tierra por contribución» ya no era válido, según Thurner (1995:
306-07) los gamonales locales ya no estaban limitados por los agentes del Estado central en
sus relaciones con las comunidades. Esto hizo que se apropiaran ilegalmente de la
contribución que antes iba a Lima, y que cometieran otros abusos y agresiones (cercamientos
de tierra, por ejemplo) que intensificaron los conflictos sociales en la sierra durante la
segunda mitad del siglo, sobre todo durante la Guerra del Pacífico y después de ella.
En cuanto a la abolición de la esclavitud, ella también resultó de alguna manera
problemática. La manumisión afectó a unos 25.505 negros, ubicados principalmente en la
costa. Los esclavistas recibieron una compensación de unos trescientos pesos por esclavo, a
un costo total para el Estado de 7.651.000 pesos. Como veremos, parte de este capital fue
reinvertido por los hacendados en incrementar la capacidad productiva del azúcar y el
algodón, y así aprovechar el incremento en la demanda y los precios internacionales. Desde
la perspectiva de los derechos humanos fue menos positivo el hecho de que al no poder
conseguir una provisión alternativa de trabajadores entre los campesinos indios de la sierra,
los hacendados comenzaron el tráfico de otra forma de esclavitud. Entre 1849 y 1874, unos
cien mil culís chinos fueron enviados al Perú como sirvientes contratados, principalmente
del sur de China a través de Macao. Las condiciones del viaje a través del océano Pacífico
eran tales que la tasa de mortalidad entre los culís que llegaban al Callao fluctuaba entre diez
y treinta por ciento. Los que sobrevivían eran enviados de inmediato a reemplazar a los
esclavos en las haciendas azucareras y algodoneras de la costa, a trabajar en las islas
guaneras, junto con un pequeño número de convictos y de polinesios, y posteriormente a
construir los ferrocarriles que se convirtieron en la panacea desarrollista de la élite
gobernante.
El tratamiento dado a los culís fue igual que el dado a los esclavos negros antes, aun
cuando aquellos venían contratados hasta por siete años, tras lo cual técnicamente podían
partir. Incluso entonces, el endeudamiento con sus empleadores por el pago del viaje y
otros gastos incurridos en las haciendas o en la extracción del guano, forzó a muchos a
permanecer en lo que Rodríguez Pastor (1989) llamó una «semiesclavitud». De igual manera
que sus predecesores africanos, soportaron duras condiciones laborales y de vida,
incluyendo los frecuentes latigazos, el encierro en los galpones de la hacienda al caer la
noche y una explotación generalizada. Al no contar con compañía femenina (pocas
mujeres fueron importadas como culís), la homosexualidad fue un rasgo común y el consumo
de opio, a menudo vendido por los hacendados, se hizo habitual. En condiciones tan
deplorables, no sorprende que se desarrollaran diversas formas de resistencia en las
haciendas, entre ellas la fuga, el crimen, los motines y la rebelión.
Después de completar sus contratos, muchos chinos prefirieron eventualmente dejar su
lugar de trabajo y dirigirse a los pueblos y ciudades a lo largo de la costa, Lima inclusive,
para dedicarse al comercio minorista. Separados de la cultura dominante por el lenguaje y
las costumbres, ellos tendieron a congregarse en sus propios barrios étnicos, donde fueron el
blanco de la discriminación y los pogroms en momentos de crisis, como sucedió durante la
Guerra del Pacífico (1879-1883). En 1874 el tráfico de culís, que había enriquecido a un
grupo de traficantes conocidos como «chineros», fue eliminado por el gobierno después de
las fuertes y persistentes protestas de parte del gobierno chino y la comunidad internacional.
El Estado no podría haber emprendido la mayoría de estas medidas sin una reforma
general y la estabilización del régimen fiscal, junto con el flujo creciente de rentas
procedentes del guano, especialmente de préstamos de emergencia de los consignatarios.
El problema no provenía sólo de las inevitables presiones ejercidas por diversos intereses en
pos de incrementar los gastos, sino de los límites impuestos a los préstamos
gubernamentales por las enormes deudas interna y externa. Estas deudas se debían al
incumplimiento en el pago de los préstamos, así como a los reclamos por daños que se
remontaban a las guerras de independencia y las subsiguientes guerra civiles. Ellas sumaban
un estimado de cuarenta millones de dólares, y los gastos seguirían superando a los ingresos,
con los persistentes déficits presupuestarios, hasta que el gobierno no le hiciese frente
seriamente para así abrir el acceso a los mercados de crédito. Por ejemplo, mientras que la
renta procedente del guano en forma de préstamos y adelantos sumó cinco millones
quinientos mil dólares entre 1841 y 1849, ella únicamente cubrió la décima parte de los
gastos estatales en dicho lapso. En 1847 y 1851 la brecha presupuestaria ascendía a veinte y
veinticinco por ciento, respectivamente.
Para resolver este problema fiscal, Castilla emprendió la tarea de consolidar la deuda
nacional, un proceso que tomó varios años y que fue completado únicamente por José
Rufino Echenique (1852-1854), su sucesor. La consolidación de la deuda implicó un
complejo proceso de reconocer, reestructurar y cancelar las deudas interna y externa entre
1846 y 1853. De un lado, los historiadores coinciden en que el reconocimiento y la
reestructuración de la deuda externa sirvieron para restaurar el crédito peruano en los
mercados monetarios de Londres, los cuales habían quedado cerrados al Perú desde los
incumplimientos de mediados de la década de 1820. En 1849 se llegó a un acuerdo final
con los tenedores de bonos británicos, mediante el cual el repago de la deuda consolidada se
iniciaría en 1856. En ese momento, la casa comercial británica Anthony Gibbs and
Company, la más grande consignataria desde comienzos de la década de 1840, depositaría
en el Banco de Inglaterra la mitad de las utilidades procedentes de la venta del guano.
Por otro lado, hay un desacuerdo en lo que respecta al resultado de la consolidación
de la deuda interna, que transfirió más de veinticinco millones de dólares a quienes
reclamaban reembolsos por daños o préstamos estatales impagos, que se remontaban a la
independencia en 1821. La interpretación dominante concibe la consolidación como un
fraude masivo que sirvió para reconstituir la tradicional clase dominante peruana. Estos
reclamos subieron del modesto millón de dólares de 1845, a cuatro millones en 1849 y a más
de veintitrés millones de dólares en 1853. Sin embargo, una interpretación revisionista
hecha por Quiroz (1987) cuestiona la imagen de la consolidación de la deuda como una
irrestricta codicia de clase. Él la ve, más bien, en función de una masiva especulación de
parte de intereses tanto nacionales como extranjeros que, en realidad, privaron a las
tradicionales familias terratenientes de su parte en el botín de la consolidación. En la década
de 1840, estos intereses compraron astutamente los bonos incumplidos y sin valor en espera
de que el Estado, enriquecido con la renta guanera, restaurase su valor original. Los
principales beneficiarios de los dos mil tenedores de bonos, la gran mayoría de ellos
residentes en la costa, fueron los cien que tenían el 62,3 por ciento del valor total de los
mismos.
La consolidación de la deuda tuvo dos importantes consecuencias de largo plazo. En
primer lugar, una nueva élite centrada en Lima, que constaba de funcionarios estatales,
rentistas urbanos, caudillos retirados, hacendados costeños y sobre todo los comerciantes del
consulado, fue capitalizada con la transferencia de fondos del tesoro público, y surgió en la
década de 1850 como una plutocracia nueva y poderosa. Esta élite había comenzado a
formarse en la década anterior a partir de las numerosas oportunidades que había para ganar
con el boom guanero en curso y con la expansión estatal. Por ejemplo, sus integrantes
obtuvieron valiosas sinecuras gubernamentales, licencias de importación y contratos
públicos, e hicieron préstamos gananciosos al gobierno contra el ingreso proyectado del
guano. Hay que decir que con estas y otras lucrativas empresas se beneficiaron de la
ampliación de las oportunidades para la concusión y el peculado, en una sociedad cuya
moral siempre había tomado el cargo público como una oportunidad para lucrar.
La formación de la plutocracia en la era del guano y la bonanza financiera estatal
también sirvió para revivir y acentuar el poder económico y político de Lima y la costa.
En este sentido, el boom guanero de mediados de siglo llevó a una profunda división de
larga duración entre la costa modernizante y la sierra económicamente atrasada,
frecuentemente resaltada por los investigadores. Lejos del boom guanero, la sierra no fue
muy afectada, excepto por una creciente demanda limeña de provisiones alimenticias. Esta
demanda, así como las necesidades moderadas del sector minero, estimularon cierta
expansión en las estancias ganaderas de la sierra central (Manrique 1978) y el desarrollo
comercial en el valle del Mantaro (Mallon 1983; Manrique 1987). Menos positivo, como lo
mostrase Deustua (1986), fue el hecho de que el capital excedente generado por las minas de
plata de la región fluía hacia el guano, beneficiando a la costa y no al interior. Al mismo
tiempo, con la excepción de las lanas en el sur, la producción de la sierra permaneció
mayormente moribunda durante esta época, la cual actuó, en cambio, como un poderoso
estímulo para el crecimiento y «desarrollo» de la costa.
Podemos observar dicho estímulo en la recuperación y expansión de las haciendas
costeñas en la década de 1860, que vivieron una prolongada decadencia desde el decenio de
1790, exacerbada por las dislocaciones producidas por la independencia. La aparición del
transporte transoceánico a vapor y la fiebre del oro de California en la década de 1850
revivieron la producción agrícola a lo largo de toda la costa occidental de América del Sur
(Gilbert 1977; Engelsen
1977). Otro factor fue la creciente demanda y precios internacionales del azúcar y el algodón,
esto último debido a las perturbaciones en la producción debidas al estallido de la guerra
civil estadounidense. Un impulso final para la expansión, la modernización y la
especialización de las haciendas de azúcar y algodón fue iniciado por la ola de leyes
anticlericales que forzaron a la Iglesia a dejar buena parte de sus mejores campos agrícolas
en la costa norte. Los beneficiarios fueron los arrogantes parvenus del boom guanero, a
los cuales las viejas familias desdeñosamente tildaron como los «salidos del guano», una
doble alusión a la fuente de su fortuna y a su origen social.
Así, la inversión en este proceso se debió a las utilidades provenientes del guano, la
indemnización estatal a los hacendados por la liberación de los esclavos y el creciente crédito
de bancos y casas comerciales, también capitalizados con el abono. La presencia en la
provincia de Jequetepeque del futuro presidente José Balta (1868-1872), del constructor de
ferrocarriles Henry Meiggs, y del consignatario guanero y financista internacional Auguste
Dreyfus como nuevos y grandes hacendados, muestra en concreto la forma en que el capital
guanero fue transferido a la agricultura de exportación en la provincia costeña de
Jequetepeque (Burga 1976). La producción azucarera se concentró en los fértiles valles
entre Trujillo y Chiclayo, en la costa norte, llegando a representar el sesenta y ocho por
ciento de las exportaciones de azúcar en 1878. La producción subió de
610 toneladas en 1860 a 83.497 toneladas en 1879, cuando daba cuenta del treinta y dos
por ciento del total exportado. En cuanto al algodón, su producción subió de 291 toneladas
en 1860 a 3.609 toneladas en 1878, y también tendió a concentrarse en ciertos
departamentos de la costa: Piura (catorce por ciento de las exportaciones), Lima (treinta y
ocho por ciento) e Ica (cuarenta y dos por ciento) (Hunt 1985: 267). El desarrollo de ambas
mercancías también se debió a su cercanía a Lima para el acceso al crédito, así como a las
instalaciones portuarias para el fácil transporte transoceánico a los mercados extranjeros.
Sin embargo, fuera de la especialización en el azúcar y el algodón, la agricultura
costeña permaneció mayormente estancada. Al final de la década de 1870 el valor de ambas
producciones era de 47 y 55,5 por ciento, respectivamente, en tanto que el arroz
representaba el cuatro por ciento, el vino y otros licores el veintiocho por ciento y otros
productos alimenticios el 15,5 por ciento. Las haciendas costeñas prestaron poca atención a
la producción de alimentos, incluso con el alza en la demanda de los mismos por la
construcción de ferrocarriles en las décadas de 1860 y 1870, dejando libre este mercado
para ser ocupado principalmente por importaciones chilenas o del granero del valle del
Mantaro, en la sierra central.
A diferencia del azúcar o del algodón en la costa, el comercio de las lanas en el sur
peruano debió su constante evolución en este periodo, no al boom guanero, sino a la
creciente demanda de las fábricas textiles británicas y a las políticas librecambistas
estatales en evolución. De los productos de la sierra, únicamente la lana tenía un valor
suficiente por peso de unidad, como para superar el elevado costo de su transporte a los
puertos costeros para su exportación. Su valor creció cuatro veces, de £/122.000 en
1845-1849 a un máximo de £/489.000 en 1870-1874. Mientras que los hacendados producían
una parte sustancial de la lana de oveja en sus fundos, buena parte de las más finas fibras de
alpaca era producida en las comunidades indígenas. La lana fue inicialmente recolectada por
grandes comerciantes peruanos autónomos, algunos de los cuales la exportaban ellos
mismos. Sin embargo, a partir de las décadas de 1879 y 1880, la recolección era efectuada
por rescatistas de las casas comerciales extranjeras de Arequipa, que atravesaban el
altiplano del Cuzco a Puno regateando y coactando a los campesinos para obtener los
mejores precios. Sin embargo, la mayor parte de su lana en bruto la conseguían en ferias
anuales como la que congregaba entre diez mil y doce mil campesinos en Vilque, en el
altiplano puneño.
El segundo impacto a largo plazo de la consolidación de la deuda, fue la creación de
una base sociopolítica —la nueva oligarquía guanera, aliada con intereses extranjeros—
que permitió finalmente el triunfo del Estado liberal. De hecho, puede considerarse la
consolidación de la deuda en el Perú como el equivalente de las reformas liberales de la
tierra que se dieron en el resto de Latinoamérica a mediados de siglo. Estas reformas
«privatizaron» las tenencias corporativas de la Iglesia y las comunidades de indígenas,
consolidando así nuevas élites bajo la égida del emergente Estado liberal y capitalista. De
hecho, los revalorizados bonos de la consolidación de la deuda fueron la contraparte
peruana de la «reforma agraria» como catalizador de la formación del capitalismo y el
liberalismo latinoamericano a mediados de siglo.
Aunque la consolidación de la deuda nacional abrió el camino al liberalismo, su
surgimiento final dependió de otras medidas importantes tomadas por el gobierno. En
1850 Anthony Gibbs and Company ganó una extensión a largo plazo de su contrato
guanero con el gobierno, no obstante el esfuerzo concertado de un grupo de comerciantes
nacionales —los llamados «hijos del país»— por ganar la concesión. En efecto, el
gobierno no habría podido proseguir con la consolidación de la deuda sin las formidables
reservas financieras de Gibbs y Compañía que permitieron dispensar a sus demandantes,
clientes y acreedores. Negociando duramente con Gibbs, el Estado logró elevar su parte de
las ganancias del guano de un tercio a finales de la década de 1840, a casi las dos terceras
partes en la siguiente década. Al mismo tiempo, la parte de las rentas del guano que cubrían
los gastos de gobierno saltaron del seis por ciento del presupuesto de cinco millones de
dólares en 1847, a más del cincuenta por ciento de los diez millones de dólares
presupuestados en 1855 (posteriormente subiría a ochenta por ciento en 1869 y 1875). Se ha
estimado que durante toda la era del guano, entre 1840 y 1880, el Estado peruano captó entre
el sesenta y setenta por ciento de las rentas derivadas de este producto.
A comienzos de la década de 1850 se tomaron más medidas para consolidar un régimen
liberal. Se firmó una serie de tratados comerciales con Gran Bretaña, Francia y los Estados
Unidos que pusieron el comercio exterior peruano en una base ordenada y recíproca.
Además, por primera vez desde la independencia, las elecciones a la presidencia trajeron
consigo una transición pacífica del poder al general José Echenique (1852-1854), el
sucesor de Castilla, en 1852. La comunidad comercial y financiera internacional dio la
bienvenida a esta sucesión presidencial ordenada, como otro ejemplo de la creciente
estabilidad y confiabilidad del Estado peruano en la era del guano. Por último, luego de una
amarga lucha legislativa, en 1851 los liberales librecambistas lograron derrotar al lobby
proteccionista sobreviviente de artesanos e industriales, y reducir los aranceles alrededor
del quince al veinticinco por ciento. El triunfo del liberalismo era total con estas medidas y
con la victoria de Echenique, quien hizo una campaña vigorosa a favor del comercio libre.
Las normas y políticas liberales, respaldadas por una poderosa y nueva oligarquía,
configurarían la política económica y dominarían la política peruana desde entonces hasta
finales de siglo.
Sin embargo, es de señalar que la variante peruana del liberalismo fue una versión
heterodoxa de su contraparte ideológica occidental. En efecto, ella estaba distorsionada de
dos formas importantes. En primer lugar, el guano fue convertido en un monopolio estatal
siguiendo una inclinación colonial por el mercantilismo y el estatismo, violando así el
principio liberal del laissez-faire [dejar hacer]. De este modo, el recién adquirido
liberalismo comercial y fiscal peruano quedó diluido por una institución fuertemente
estatista que intentaba fijar precios, maximizaba las ganancias (más del setenta por ciento)
e incrementó los gastos estatales por un factor de ocho a diez veces en el periodo de
1850-1870. Para los críticos del extranjero, una dosis tan pesada de estatismo, sin
mencionar la posterior
«nacionalización» del tráfico, al reemplazar a los comerciantes extranjeros por peruanos,
cuestionaba seriamente el compromiso peruano con el liberalismo. Esta postura se reforzó
aún más con la naturaleza de la consolidación de la deuda, que sirvió no sólo para enriquecer
a un pequeño grupo de plutócratas y especuladores, sino para abrir el Estado a una orgía de
concusión, corrupción y peculados. Como Gootenberg expresara coloridamente, «al igual
que el proteccionismo antes, el elitista comercio libre peruano giraba mayormente en torno
a una relación simbiótica entre las élites del capital y el tesoro central, ahora convertido en
un ménage a trois con su bienvenida seducción de los financistas extranjeros».
Aunque bastante contenidos, el regionalismo y la inestabilidad política no
desaparecieron del todo, incluso ahora que la nueva oligarquía y el Estado liberal tomaban
forma a comienzos de la década de 1850. El general Echenique, el sucesor de Castilla,
resultó ser un líder inepto y corrupto, cuyo mal manejo de la última etapa de la
consolidación —signada por un incremento masivo en los reclamos, muchos de ellos
fraudulentos— produjo un creciente descontento y conmociones políticas. Castilla se dio
cuenta de que Echenique estaba deshaciendo muchos de los logros que él había conseguido
al estabilizar el país y ponerle en un curso financiero y desarrollista más sólido, y aprovechó
los tumultos para volver al poder. Con el respaldo de Arequipa, Ayacucho y Huancayo
preparó una exitosa rebelión provincial y derrocó a Echenique en 1854.
Fue durante su segundo gobierno (1854-1862) cuando Castilla se ganó el manto de
Libertador al emancipar a los esclavos y abolir la vieja contribución indígena colonial
(ambas en 1854). Por otro lado, el Libertador en persona dirigió su caballería de élite en la
brutal represión de los tres días de motines proteccionistas de artesanos y pequeños tenderos
que estallaron en Lima en diciembre de 1858. Aunque Castilla se alió con los emergentes
liberales en este y otros asuntos, no estaba satisfecho con la aprobación de una nueva
Constitución liberal hecha en 1856 por el Congreso. En 1860 logró reemplazarla con una
Carta más conservadora, la cual restauraba muchos de los poderes y prerrogativas de un
Ejecutivo y un Estado central fuertes: las bases políticas de su pax andina.