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Gn 1,2-3 y Jn 10, 10
La Escritura nos dice que Dios está encubando o introduciendo una salvación
desde nuestro fracaso, encuba nuestras aguas que son muerte, caos y fracaso
constante, Dios se mueve intensivamente sobre las aguas.
Para el creyente todo lo que se vive es neumatificado, esto es, que es tocado por
el Espíritu Santo y por lo tanto es objeto de Dios y no sólo de virtud sino también
de pecado, también de miseria, de mis miedos y cobardías; también mis tristezas
pueden ser espacios donde se manifieste Dios. La realidad humana es glorificada
por el Espíritu del resucitado, la realidad humana y no las virtudes humanas
solamente. El Espíritu de Dios actúa allí donde el hombre experimenta muerte, y
entonces puede encontrar vida, sólo inmediatamente después de esto puede
comenzar la experiencia de la fe de atracción en lo real (haya luz, dice el
Génesis). La luz aparece sólo después de que el Espíritu se ha encarnado o ha
penetrado las realidades caóticas de la vida humana, entonces puede haber luz (y
vio Dios que estaba bien). La luz es un gran tema bíblico, y no es sólo la
manifestación del esplendor de Dios, es también la capacidad que el hombre tiene
de captar ese esplendor. Todo esto se escribe cuando el pueblo está agonizando
y ya prueba la muerte en Babilonia, y el autor dice, el Espíritu de Dios actúa para
que encontremos luz. Si dejamos que el Espíritu mueva nuestros fracasos y nos
levante de nuestros límites, entonces se hará la luz y la luz es lo que conviene al
hombre. Este texto ayuda a descubrir que la acción del Espíritu en los actos
humanos da lugar a la experiencia de la luz, y la luz es penetración profunda del
sentido de lo real.
La luz que recibe del Espíritu, es la capacidad que Dios le ha dado para
encontrarse con Él en la misma muerte. Cuando una persona logra tocar a Dios en
las experiencias fuerte, de límite, esa persona es privilegiada porque es aquella
que puede tocar más pronto la presencia del Espíritu que aletea sobre el caos y
entonces descubrir sentido, y entonces hallar luz a su propia vida. En otras
palabras, este texto nos enseña el triunfo de la vida sobre la muerte; Israel está
muriendo como pueblo y el Espíritu le rescata, y le ayuda a descubrir que Dios
está allí en su fracaso, que Dios no los ha abandonado, que Dios no se quedó allá
en Jerusalén en el templo, Dios está allí con ellos, viviendo con ellos su
experiencia de agonía. Igualmente hoy, el Señor a través de su espíritu está con
nosotros y nos trae lo más preciado que puede haber para el hombre: la vida. Y
mejor aún, la trae preferentemente dentro de contextos de muerte como el que el
mundo celebra, desde ahí, desde las tinieblas, Dios puede traer vida y vida total.
Jn 10,9-10: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá,
y hallará pastos. El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he
venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”.
Como antes fue Moisés, ahora Jesús se pone al frente de todos los que aceptan
caminar hacia la liberación en busca de una nueva tierra prometida en la que los
hombres podrán vivir libres. Y en esa tierra nueva, en la que todos tienen cabida,
Jesús es la puerta. Una puerta que da acceso a un modo nuevo de vivir en el que
la injusticia, la opresión, la violencia y la muerte, que son propios del orden este
(esto es, de toda sociedad humana cuya organización se basa en estos pilares: la
riqueza, el poder y las desigualdades), son sustituidos por la hermandad, la
igualdad, la solidaridad y el amor.
Jesús es la puerta. Pero una puerta sin cerrojos ni cerradura, pues no sirve para
encerrar a nadie, sino para permitir la libre entrada y salida de quienes libremente
decidan entrar y salir: «Yo soy la puerta, el que por mí entrare, será salvo; y
entrará, y saldrá, y hallará pastos.». Los que vivan en esa tierra (que está allí
donde haya alguien decidido a vivir al estilo de Jesús) sólo se habrán de sentir
ligados a ella por la felicidad que gozan, la que brota de la vida y el amor de Dios
que Jesús ofrece, y por la felicidad que produce el amor libremente compartido.
Entrar por la puerta, que es Jesús, implica poner el bien del hombre como valor
supremo, y, por tanto, entregarse sin límite a procurarlo. Quien no adopta este
principio es inevitablemente un opresor. Para el hombre, entrar por la puerta, que
es Jesús, no es un acto mágico ni automático; requiere de una opción de
radicalidad, exige adherirse a Jesús y a su mensaje con absoluta decisión. Esta es
la única alternativa que el hombre tiene para "salvarse", es decir, para alcanzar
una vida de plenitud, libre de los condicionamientos que se desprenden del
pecado, y posibilitado con la misma fuerza del Espíritu a vivir todas las
potencialidades del Hombre Nuevo. En su nueva situación de libertad, el hombre
podrá entrar y salir, será, es decir, dueño de su destino y de su andar, pudiéndose
orientar en la dirección que él quiera. Siguiendo libremente al Pastor, encontrará
pastos. Aquí Juan hace un juego con las palabras nomé (=pastos) y nomos
(=Ley). Habiendo encontrado a Jesús en la vida, el hombre no dependerá de la
Ley, para alimentarse del único alimento que sacia verdaderamente: el que Cristo
da. En este sentido, el "pasto" de que habla Jesús se identifica con el pan de la
vida que es él mismo. El hombre vive permanentemente insatisfecho, en condición
de perenne necesidad, y sólo en Cristo podrá encontrar la satisfacción plena de
sus más hondas aspiraciones.