Diario de lecturas Alianza Literaria, tr. José Luis López Muñoz, 2007.
La reedición de este libro de Manguel pone un nuevo toque de excelencia
editorial en torno a una obra que, desde hace unos años, se ha convertido en una suerte de artículo de lujo. Es como si lector y autor se concedieran un mutuo privilegio; Manguel se permite convertir en literatura sus apuntes personales, sus memorias y notas de lectura, la ordenación privada de su biblioteca, el espacio mismo de la casa que se ha construido tras haber acumulado una vida entera de primeras ediciones, librerías de viejo, amistades y viajes por el mundo; y es esto mismo lo que atrae la curiosidad del lector, como si se le franqueasen las puertas de un cuarto secreto y exclusivo, reservado para unos pocos iniciados. Allí, en un discreto rincón de la campiña francesa, sentimos, para nuestro regocijo de lectores, que ha instalado su reducto un hombre culto, refinado y libre que, por encima de todo, ama a los libros. Durante años, Manguel ha ido reuniendo todos los requisitos para convertirse en su propio personaje; nacido en Buenos Aires, trabajaba en una librería cuando Borges, ya ciego, apareció en busca de alguien que pudiera leerle en voz alta a sus autores ingleses preferidos. Editó, de un modo casi artesanal, uno de los libros de ensayos de Bioy Casares, y fue amigo de Silvina Ocampo... ¿Hace falta seguir? ¿No se va perfilando, desde el comienzo, un personaje hecho a base de puro fetichismo literario? No se trata simplemente de un erudito que acumula citas y curiosidades dignas quizá de memoria (de dónde, por ejemplo, tomó Donoso el título de El obsceno pájaro de la noche). Se trata de escribir la propia biografía a través de epopeyas como las de aquel amigo que, en París, le consiguió los veinticinco volúmenes (Bombay 1914) de las Obras completas de Kipling, para, acto seguido, acordarse de que precisamente Kipling, en su Autobiografía, creyó necesario enumerar los objetos que, en el preciso instante de escribirla, tenía sobre su escritorio. ¿Acaso no sabemos más de Manguel ahora que, como si de alguna ciencia esotérica se tratase, nos ha revelado que guarda en su casa una estatuilla de bronce de Ganesh, una pera de cristal, una edición de bolsillo de Stalky & Company, una caja con algunos guijarros de la tumba judía de su padre...? ¿Acaso no salen a la luz nuestras más íntimas pasiones en los libros que hemos perseguido durante años, en los que dejamos olvidados, en los que releemos o en aquellos otros (el Amadís que perteneció a Cervantes o el Boileau que Gide leía mientras navegaba por el Congo) que nunca serán nuestros? ¿Acaso no está reflejada toda nuestra vida intelectual en el orden misterioso, personal y arbitrario con que cada uno ordenamos los volúmenes de nuestra biblioteca? Aquí llegamos a la definitiva exaltación de sí mismo que tiene siempre la escritura de un Diario. La frescura, la descarada simplicidad con la que Manguel une la lectura de un clásico con la circunstancia más trivial, con la anécdota misma de la vida que no perdura: “Ayer terminé de leer El desierto de los tártaros. Las últimas páginas son asombrosas. Paseo por el jardín con el eco de sus palabras en mi cabeza. La gata me sigue”. Un exhibicionismo exquisito y, a la vez, sin reparos, (el autor examina su propia obra en un donoso escrutinio y se salva, por “entusiasta y breve”), que se justifica en el hecho mismo de que no hay forma de placer más íntimo que el de la lectura. Y vinculado, de un modo que se hace evidente en la pasión de Manguel por las listas (científicos dementes, materiales para una antología del insomnio, obras que abordan el tema de el tiempo detenido, los lugares a los que nunca se llega o los que no es posible abandonar), a un coleccionismo que más que bibliofilia, podría diagnosticarse como una lectofilia universal. No en vano, sobre la puerta de entrada a su Biblioteca puede leerse: lys ce que voudra. Hace unos meses, en un artículo, reflexionaba Manguel sobre el futuro del libro: ¿desaparecerá bajo una oleada de realidad virtual electrónica? ¿Habrá alguna vez lectura sin lectores? ¿Lectores sin nada que leer? Como si se tratase de un conjuro, este Diario es una obra hermosa y persuasiva, que nos hace sentir, casi de inmediato, cómo nos gustaría leer esos mismos libros que aquí se describen; qué gusto ha de dar tenerlos en las manos, colocarlos en su balda. Descubrir, en fin, que, con poco más que su presencia, podemos ir llenando toda una vida. Juan José Prior