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Witold Gombrowicz corre la suerte de ser más un personaje que un autor, el menos leído de

los escritores famosos.


Había nacido en Polonia en 1906, vivió en Argentina entre 1939 y 1963 y se murió en
Francia en 1969. En ese lapso de tiempo, que es lo que dura una vida, el mundo se había
transformado más de una vez. Cuando estaba por morir, los televisores del planeta se
encendían al mismo tiempo para seguir el primer show de la sociedad del espectáculo: dos
hombres en la luna. Lo estaban viendo en aquella Polonia en la que vivió treinta años como
un chico rico y a la que no pudo volver porque ya no existe, también en ese país de
Sudamérica en el que vivió más de veinte como un hombre pobre y al que no quiere volver y
en este pueblo de Francia en el que se está muriendo desde hace cinco años. No es probable
que Gombrowicz, el personaje polémico y misántropo que Gombrowicz inventó, haya estado
mirando ese festival de la amistad universal. Estaba preparando su propia muerte, la de su
protagonista literario preferido.

Como pasa con los grandes personajes, lo que sobran son las anécdotas y hay una que todos
conocen sobre el día que dejó Argentina. Cuentan que cuando subió al barco alguien le
preguntó por nuestra literatura -por el futuro de la literatura argentina- y que él, teatral,
contestó desde cubierta: ¡Maten a Borges! La historia no está escrita en ningún lado pero le
hace honor al personaje que creó en su obra más conocida: su Diario.

Llegó acá después de un primer libro que le valió cierto éxito en su país y por el que lo
invitaron al viaje inaugural de una nueva ruta marítima. Siempre se dice que en Buenos Aires
“a Gombrowicz lo sorprendió la guerra”. Es extraño que se repitan esas palabras porque era
una guerra que no podía sorprender a nadie y también por su decisión de no ser más escritor.
América del Sur era lo más lejos que había y su relación con la literatura polaca ya tenía la
forma del exilio aún antes de dejar su país, entonces se queda y dedicará los años que siguen
a construir su personaje. Vive en una pensión, recorre la ciudad, aprende a tomar cortados y
vino Toro, va a fiestas en las mansiones de la calle Alvear y también a buscar marineros por
la zona portuaria. Retiro se va a convertir en la encarnación del mundo bajo, primitivo y sin
reglas al que aspira: “deseo aclarar a quienes pudieran estar interesados en ello, que nunca, a
excepción de unas aventuras esporádicas a muy temprana edad, he sido homosexual”. Con el
paso del tiempo sus recorridos experimentales se van a ir ampliando a las sierras de Córdoba,
Mar del Plata o Santiago del Estero.
Hace un par de años que está en el país y aunque no quiere escribir empieza a contactarse con
el mundo intelectual porteño: conoce a Gálvez y a Capdevila, a Roger Pla y a Mastronardi
(“mi primer amigo escritor”), que le quiere presentar a Victoria Ocampo (“el tufo de sus
millones me impedía conocerla”) y a todos los escritores de la revista Sur. Dice que mejor
Victoria no, pero tal vez su hermana sí y entonces una noche de 1942 van a la casa de Silvina
y Adolfo. “En esa cena estuvo también Borges, probablemente el escritor argentino de mayor
talento”. Durante aquella comida, dice Gombrowicz, se selló definitivamente su relación con
los intelectuales argentinos: ninguna.

Si en esa época Bioy hubiera estado escribiendo su diario, la entrada empezaría con el
insistente: “Come en casa Borges”, y después algo como “también Mastronardi, que trajo a
un amigo polaco”.
Gombrowicz escribe sobre esa noche diez años después. A Silvina y Adolfo los pinta así:
“ese culto matrimonio que se pasaba todo el día inmerso en la poesía y en la prosa”, después
enumera, no sin desprecio, su gusto por los conciertos y las exposiciones, su colección de
discos y su atención a las novedades francesas. A Borges lo detestó. Hay que imaginarlo: su
español era básico y el tono vacilante de Borges se le hacía incomprensible. Podemos
sospechar los temas de conversación, los juegos de palabras y el sarcasmo, los chistes y, por
supuesto, las maldades de los escritores. Witold resolvió esa noche que no tenía nada en
común con “aquella Argentina intelectual, estetizante y filosofante”, que ellos eran “las
alturas” y que él iría por lo bajo. El Retiro.
Pronto se transformó en Witoldo, el extranjero aporteñado que toma cortados, frecuenta el
Club Polaco, va al Colón y al café París, juega al ajedrez en la confitería Rex y no se acuerda
de que era escritor: “sabía que la literatura no me podía asegurar, en la Argentina agrícola y
ganadera, ni una posición social, ni el bienestar material.”

Es 1946 y, “con la esperanza de llenar los bolsillos'', encara la traducción de su primer libro al
castellano y cuando sale publicado se lo lleva, contento, a sus chicos del Retiro pero lo que
sigue es sólo decepción por la escasa repercusión en la crítica y los lectores. Por fin había
decidido volver a la escritura y lo hacía en el lugar equivocado: “había subestimado la
somnolienta inmovilidad de América”. Entonces empezó a forjar su personaje de escritor
incomprendido que no complace “ni al proletariado comunista de la intelligentsia argentina”
ni a los que “se nutren de las exquisiteces europeas”.
Después consigue trabajo en un banco y usa los ratos libres para escribir su novela Trans-
Atlántico que va a publicar en París, en la comunidad de escritores exiliados. Si quiere seguir
escribiendo debe saber que el empleo sólo le deja libres los fines de semana y esto no es
suficiente para tramar novelas, por eso tiene una revelación mientras lee el Diario de André
Gide: va a escribir un diario para hacerse famoso.

Es el diario de un hombre que está por cumplir cincuenta años y con el que va a diseñar su
posteridad como escritor, por eso no es un diario a la usanza: “compongo este mosaico con
más premeditación de la que podría parecer”. Será su tribuna para hacerse conocer y empieza
así:

1953

Lunes
Yo.

Martes
Yo.

Miércoles
Yo.

Jueves
Yo.

Ahí está el personaje que inventó Gombrowicz. Habla de literatura, de arte, de religión, de
filosofía, se defiende de ataques presuntos y de enemigos imaginarios, se hace el plebeyo y el
artista, vuelve una y otra vez sobre Polonia. Despotrica contra todos: insulta, desdeña,
provoca, polemiza. Inventa contrincantes: “mis adversarios”, les dice, y los combate. Pelea a
los comunistas y a las mujeres, a los críticos y a los intelectuales. Busca roña.

Habían pasado diez años de aquella noche en que “come en casa Borges” y ahora que está
armando su autobiografía escribirá sobre ese encuentro. Nada cuenta sobre lo que pasó y lo
que hablaron, tal vez por las incomprensiones del idioma, pero también porque en el Diario
lo que importa es el personaje que está construyendo. Y ahí estaba Borges como el
antagonista ideal para sus -imaginarias- disputas literarias. “Es así como terminó la cena en la
casa de Bioy Casares…, en nada…, como todas las cenas consumidas por mí en compañía de
la literatura argentina.”
Vuelve a ese encuentro para dejar sentada su posición sobre lo que la literatura argentina
debería ser: lo contrario de lo que para él encarna Borges.
Lo joven frente a lo viejo.
Lo auténtico frente a lo artificial.
Lo popular frente a lo intelectual.
Lo bajo frente a lo alto.
Lo nacional frente a lo extranjerizante.
La diversión frente al aburrimiento.
Lo espontáneo frente a lo meditado.
Lo local frente a lo universal.

Para ese entonces Borges ya había dictado su conferencia “El escritor argentino y la
tradición”, esa joya que marcó un punto de quiebre en la concepción sobre nuestra literatura.
Es el famoso ensayo en el que dice que en el Corán no había camellos porque los camellos
están supuestos en el desierto, que nuestra tradición es toda la cultura occidental, que nuestros
temas son todos (el tiempo, el espacio, el mar, la noche) y que “podemos creer en la
posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local”.
Gombrowicz afirma que la literatura argentina no debe aspirar a la madurez, que es joven,
como el país y así debería comportarse, no como quiere Borges. Sin embargo insiste en que
no tiene nada contra él: “lo que me irrita son los borgianos, ese ejército de estetas,
cinceladores, expertos, iniciadores, relojeros, metafísicos, sabihondos, sibaritas”.

Ya son veinte los años que pasaron desde la cena y ahora Gombrowicz está en un congreso
de la asociación mundial de escritores. Dice que Borges no vino porque fue a hacer el
ridículo a Europa, a buscar el Nobel.”Qué imagen más patética la de ese ciego solitario con
su madre de casi noventa años metidos en esas gestiones aeronáuticas!” Dice que fue a mover
todos los resortes para que le den el premio, que Victoria Ocampo ya gastó una fortuna en
eso, que un diputado argentino quiso que el Congreso intercediera frente a la Academia
Sueca, que todo lo que hace Borges lo hace para ganar el Nobel y que no duda que lo
obtendrá porque su literatura es lo que todos esperan: “fríos fuegos de artificio, estallidos de
inteligencia inteligentemente inteligente, piruetas de un pensamiento retórico y muerto
incapaz de concebir ninguna idea vital”. También dice que el país entero está pendiente de
eso como si fuera un campeonato de fútbol.
“Resulta paradójico que en América del Sur, Borges, abstracto y exótico, desligado de sus
problemas, esté en el pináculo de la gloria, mientras que yo sólo tenga un puñado de
lectores.”

Del día de la partida, ese en el que supuestamente conminó a los escritores argentinos a matar
a Borges, lo que Gombrowicz recuerda es un café en el puerto y su mirada perdida en el agua.
Durante los años que siguieron, en Europa, su libro autobiográfico se fue desdibujando en
unas anotaciones que hace tiempo dejaron de ser un diario porque el objetivo está cumplido:
se ha convertido en el escritor que quería ser y en su personaje protagónico.

“Me disgusta cuando de vez en cuando me llega por correo lo que se escribe de mí en
Argentina. Como era de esperar, han hecho de mí un tipo bonachón, amigo de los jóvenes; en
esos recuerdos y articulitos soy el típico artista ‘incomprendido’ y rechazado por su medio.”

En las setecientas páginas de su Diario no son más que cinco las que dedica a Borges, pero
son suficientes, alcanzaron para construir el mito de un enfrentamiento que en realidad era
una peleíta de un solo lado. Cuando a Borges le preguntaron por Gombrowicz, contestó que
nunca lo había leído.
Porque al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.

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