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De la contratapa

La Primera Guerra Mundial, heraldo mortífero de una nueva era, sigue

cautivando a los lectores. En este libro intenso, Michael Neiberg ofrece una

historia concisa, basada en las últimas investigaciones y deteniéndose en los

soldados, los mandos, las batallas y la actividad diplomática durante la Gran

Guerra. Neiberg analiza la guerra paso a paso, desde Verdún a Salónica,

desde Bagdad al Africa Oriental Alemana, para explicar la naturaleza global

del conflicto. Fueron cuatro años de una carnicería sin sentido en las

trincheras del frente occidental, pero la Primera Guerra Mundial también es

el primer conflicto bélico en tres dimensiones: por aire, en el mar y mediante

la guerra terrestre mecanizada. Nuevos sistemas de armamento conformaron

el entorno bélico. Con el afán de superar la imagen habitual de los generales

de la guerra como «carniceros e ineptos», Neiberg nos ofrece una exposición

matizada sobre unos oficiales presionados por la enorme envergadura de tan

complejos acontecimientos. Los diarios y las cartas de soldados que

lucharon en el frente reproducen las historias personales y las brutales

condiciones —desde las nieves alpinas a las arenas de Mesopotamia— en

las que aquellos hombres vivieron, lucharon y murieron.

Ampliamente ilustrado y con muchas fotografías inéditas, este libro es una

combinación impresionante de análisis y narración. Una delicia para todo

lector interesado en la historia militar de la guerra que todo el mundo deseó

que fuera la última.

Michael S. Neiberg
La Gran Guerra
Una historia global (1914-1918)

PAIDOS

Barcelona • Buenos Aires • México

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sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio
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procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de

ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2005 by the President and Fellows of Harvard College

© 2006 de la traducción, Martín Rodríguez-Courel Ginzo

© 2006 de todas las ediciones en castellano,

© 2014 Edición digital por Capitán Cavernícola

Ediciones Paidós Ibérica, S. A.,

Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona

http://www.paidos.com

ISBN: 84-493-1890-4

Depósito legal: B. 6.753/2006

Impreso en A & M Gráfic, S. L.

08130 Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain


Sumario
Agradecimientos

Lista de abreviaturas

Introducción: un intercambio de telegramas

Una desilusión cruel: la invasión alemana y el milagro del Marne

Sueltos como fieras salvajes: la guerra en Europa oriental

El territorio de la muerte: el estancamiento del frente occidental

Enviados a la muerte: Gallípoli y los frentes orientales

Los nudos gordianos: la neutralidad norteamericana y las guerras por el imperio

Francia desangrada: la agonía de Verdún

Una guerra contra la civilización: las ofensivas de Chantilly y el Somme

La expulsión del demonio: el desmoronamiento del Este

Salvación y sacrificio: la entrada de los norteamericanos, la cresta de Vimy y el Chemin des Dames

Unos pocos kilómetros de barro líquido: la batalla de Passendale

Una guerra como no conocíamos: la amenaza de los U-booten y la guerra en Africa

El turno de Jerry: las ofensivas de Ludendorff

A cien días de la victoria: de Amiens al Meuse-Argonne

Conclusión: un armisticio a cualquier precio

Lista de ilustraciones

Cronología de los principales acontecimientos

Personalidades

Fuentes principales

Indice analítico y de nombres


Agradecimientos
Empecé la etapa de escritura de este libro poco después de dos estimulantes experiencias
intelectuales. En junio de 2003

asistí a la II Conferencia Europea de Estudios sobre la Primera Guerra Mundial, celebrada en la


Maison Francaise de

Oxford. Pierre Purseigle organizó y dio cobijo a la conferencia más estimulante, intelectualmente
hablando, de cuantas

haya asistido jamás. Como él y Jenny Macleod habían hecho en Lyon en 2001, Pierre reunió a un
increíble elenco de

eruditos de todas las disciplinas y nacionalidades. Tengo que agradecer a Pierre y a Jenny, y a todos
los asistentes a esa

conferencia —incluidos Nicolás Ginsburger, Adrián Gregory, Keith Grieves, Heather Jones, Jennifer
Keen, Gary

Sheffield, Dennis Showalter, Len Smith, Hew Strachan, Jeffrey Verhey y Vanda Wilcox—, que
compartieran sus ideas

conmigo.

Poco tiempo después de la conferencia, Dennis Showalter y yo recorrimos en coche el frente


occidental, empezando en

Ypres y terminando en el cementerio norteamericano de Bony, en la Línea Hindenburg. Desde que lo


conocí en 1998,

Dennis ha sido para mí un maestro, un estudioso, un colega y un amigo ejemplar. Aceptó con
generosidad leer este

manuscrito y poner a mi disposición su erudición inigualable. Por todo lo que ha hecho por mí y por
toda una generación

de estudiantes de la Universidad de Colorado, de la Academia del Aire de Estados Unidos y de la


Academia Militar de

Estados Unidos, le dedico este libro con el mayor de los respetos.

Hubo varios otros estudiosos de la Primera Guerra Mundial que me ayudaron a elaborar este libro, y,
entre ellos, mis

colegas John Abbatiello, Bill Astore y Mark Grotelueschen, con quienes he compartido el placer de
enseñar y trabajar.

Robert Bruce y yo hace mucho tiempo que mantenemos correspondencia a través del correo
electrónico, gracias a lo cual

he llegado a comprender mejor algunos matices sutiles de la guerra. William Philpott y Martin
Alexander actuaron como

magníficas cajas de resonancia mías durante nuestra estancia conjunta en París. También he de hacer
extensivo mi

agradecimiento a Emmanuel Auzais, Virginie Peccavy y Hugues y Joélle de Sacy, del Ejército del
Aire francés; a Bobby

O. Bell de la American Battle Monuments Commission; y a Laurent Henninger y a André Rakoto, por
su amistad y

generosa hospitalidad durante mis estancias en Francia. Entre otros amigos que me ayudaron a lo
largo del camino están

Jeremy Black, Lisa Budreau, Jeannie Heidler, John Jennings, Michelle Moyd, Betsy Muenger y John
Shy. Gracias

también a Debbie Oliner, por su trabajo cartográfico, y a la familia Rolfe por compartir una casa y un
perro en Gran

Bretaña y por proporcionarme algunas de las fotos.

El personal del Liddell Hart Centre for Military Archives, del Imperial War Museum y del Service
Historique de

l’Armée de Terre de Vincennes fueron de una ayuda sin tacha, y agradezco profundamente el permiso
de estas

instituciones para citar su material. Me siento especialmente agradecido a Sabine Ebbols, del
LHCMA, y a Stephen

Walton y a Tony Richard, del IWM. Elwood White, John Beardsley y Marie Nelson me
proporcionaron la misma ayuda

maravillosa que siempre he recibido de la Biblioteca McDermott de la Academia del Aire. Este
libro no habría sido posible

sin el apoyo de Kathleen McDermott, de la Harvard University Press, y de mis colegas de la


Academia del Aire de Estados

Unidos, incluido el director de mi departamento, el coronel Mark Wells, y el subdirector, el teniente


coronel Vanee

Skarstedt. Holger Herwig y Edward M. Coffman son autores de eficaces informes que mejoraron el
libro; si subsiste algún

error, la responsabilidad es mía.

Y como siempre, el mayor agradecimiento va para mi familia. A mi esposa, Barbara, y a mis dos
hijas, Claire y Maya,

que soportaron con alegría las visitas a los campos de batalla y a los archivos, aunque me parece que
París fue sólo un

sacrificio menor. Mi familia, Larry, Phyllis y Elyssa Neiberg, y mi familia política, John, Sue, Brian
Michele y Justin

Lockley me han dado su apoyo incondicional en todos mis empeños. Gracias a todos.
Lista de abreviaturas
Abreviaturas utilizadas en las notas:

IWM

Imperial War Museum, Londres.

LHCMA

Liddell Hart Center for Military Archives, Kings College, Londres.

SHAT

Service Historique de l'Armée de Terre, Cháteau de Vincennes.

Introducción
Un intercambio de telegramas
El 29 de julio de 1914 el zar Nicolás II de Rusia envió un telegrama a su primo, el kaiser Guillermo
II de Alemania,

pidiéndole ayuda:

En este momento tan grave, apelo a ti para que me ayudes. Se ha declarado una guerra innoble a un
país débil. La

indignación en Rusia, que comparto por completo, es inmensa. Preveo que muy pronto la presión a la
que me veo sometido

acabará abrumándome y me veré obligado a tomar medidas extremas que conducirán a la guerra. Con
la única intención de

evitar una calamidad de tal magnitud como sería una guerra europea, te suplico que, en nombre de
nuestra antigua amistad,

hagas cuanto esté en tus manos para impedir que tus aliados vayan demasiado lejos.

Este telegrama fue el primero de una serie de diez que los dos monarcas europeos se intercambiaron
durante los tensos

días entre el 29 de julio y el 1 de agosto. La crisis de la que hablaban los dos hombres no era
consecuencia del asesinato en

Sarajevo, el 28 de julio, del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando, sino del ultimátum
lanzado por

Austria-Hungría a Serbia el 23 de julio. En Europa fueron pocos los que pensaron en ese momento
que el asesinato

conduciría a la guerra. Las ideas políticas del archiduque no eran bien vistas en la corte vienesa, y
las monarquías europeas

habían desairado con frecuencia a Francisco Fernando a causa de su matrimonio con una mujer de
condición social

inferior. Aunque ella murió también a manos del mismo asesino y dejaba tres hijos de corta edad, la
monarquía austríaca se

negó a colocar su cuerpo al lado del de su marido en la cripta de la familia real.

Ninguno de los principales militares ni de las figuras políticas europeas consideraron que el
asesinato fuera un
acontecimiento lo bastante relevante para asistir al funeral o cancelar sus vacaciones estivales. Al
principio, el Imperio

austrohúngaro minimizó su significado; el propio emperador ni siquiera asistió al funeral de su


sobrino. El clima de

indiferencia pareció hacerse patente en todo el continente. El general ruso Alexei Brusilov, a la
sazón de vacaciones en

Alemania, observó que la gente del balneario donde veraneaba «se había mostrado indiferente» a los
acontecimientos de

Sarajevo1. Durante un tiempo, pareció que Europa podría sobrevivir a otra crisis más; o que, si tenía
que estallar la guerra,

ésta podría constreñirse a los Balcanes.

Sin embargo, el ultimátum cambió la situación en Europa de manera espectacular. La resolución


establecía unas

condiciones de gran severidad contra Serbia, un país que, según creía la mayoría de los
austrohúngaros, había precipitado

el asesinato. Entre ellas, se incluía la exigencia de que se permitiera participar a los oficiales
austrohúngaros en la

investigación serbia del asesinato. Las condiciones eran una bofetada en pleno rostro tanto para
Serbia como para Rusia, la

autoerigida protectora de aquélla. Con la esperanza de que Serbia rechazaría las condiciones y, por
tanto, les daría la

excusa para la guerra, los austrohúngaros habían empezado a movilizarse aun antes de que hubiera
vencido el plazo fijado

para que los serbios respondieran. Brusilov consideró que el ultimátum había cambiado lo suficiente
la situación para

obligarle a poner fin a sus vacaciones antes de lo previsto y volver a su unidad. Al pasar por Berlín,
se encontró con

manifestaciones multitudinarias que pedían la guerra contra Rusia.

La tensión siguió en aumento cuando las multitudes serbias y bosnias quemaron banderas
austrohúngaras, y en Viena

la muchedumbre hizo otro tanto con las serbias. En esta última ciudad, una turba cifrada en unas mil
personas intentó

asaltar la legación serbia. Como medida precautoria, la Royal Navy (Armada Británica), que por
casualidad realizaba unas

prácticas programadas de movilización, se hizo a la mar el 29 de julio. La crisis internacional


repercutió incluso en Nueva

York. El 30 de julio la Bolsa registró su primer cierre no programado en cuarenta años. El mismo
día, Gran Bretaña

interrumpió sus conexiones telegráficas con Alemania, y el gobierno alemán exigió a Rusia que
expusiera sus intenciones

antes de veinticuatro horas. La situación ya había alcanzado un punto de suficiente tensión para que
los estadistas y

militares de toda Europa cambiaran sus planes y volvieran al trabajo a toda prisa. Las tropas fueron
acuarteladas, se

cancelaron los permisos, y se advirtió a los reservistas que no se alejaran de sus hogares. Podía
ocurrir cualquier cosa.

El asesinato del archiduque Francisco Fernando y el subsiguiente ultimátum austrohúngaro no tenían


por qué haber

1Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Green Press 1
V71 pág. 4.
provocado la guerra. La serenidad había prevalecido durante dos incidentes acaecidos en Marruecos
(1905 y 1911), en la

anexión de Bosnia por Austria-Hungría en 1908, y en las dos guerras de los Balcanes (1912-1913).
Cualquiera de estas

crisis podía haber conducido a una guerra generalizada, pero todo había discurrido pacíficamente. En
1914, sin embargo,

tanto alemanes como austrohúngaros habían decidido que la guerra convenía más a sus intereses que
la paz. El año

anterior, el embajador francés en Alemania, Jules Cambon, había advertido de un cambio en la


actitud alemana. El

diplomático informó a su gobierno que «a Guillermo II se le ha convencido de que la guerra con


Francia es inevitable, y

que ésta habrá de llegar un día u otro... [El jefe del Estado Mayor] el general [Helmuth von] Moltke
se ha expresado en

idénticos términos que su soberano. También ha declarado que la guerra es necesaria e inevitable»2

En 1914 Alemania y Austria-Hungría tenían decidido que el momento de aquella guerra que
consideraban inevitable
ya había llegado. Ambos países temían la modernización en marcha del ejército ruso, cuya
culminación estaba prevista

para 1917. Si se garantizaba el apoyo de Alemania, Austria-Hungría pensaba que la guerra podía
incrementar su influencia

en los Balcanes y terminar con la amenaza paneslava representada por Serbia. Por su parte,
Alemania confiaba en reducir

a uno de sus principales rivales continentales, con toda probabilidad Francia, a una condición de
mediocridad; pero esta

última había realizado también reformas militares recientes. La más destacable, aprobada en 1913 en
respuesta a la

segunda crisis marroquí, ampliaba el período de prestación del servicio militar obligatorio de dos a
tres años. Una vez

aplicada en su totalidad, la ley de los tres años prometía aumentar el número de soldados franceses
en activo en casi un

tercio.

Por consiguiente, los oficiales alemanes ya habían dado todo su apoyo a sus aliados austrohúngaros
el 5 de julio, aun

cuando semejante actitud implicaba la amenaza de guerra con Rusia. Incluso mientras los soberanos
de Rusia y Alemania

buscaban una forma de evitar la guerra a través de su correspondencia telegráfica, los militares de
sus países se estaban

preparando para el conflicto armado. El kaiser Guillermo se reunió con su general de mayor rango,
Helmuth von Moltke,

sobrino del legendario general que había conducido los ejércitos prusianos a brillantes victorias
sobre Dinamarca, Austria

y Francia entre 1864 y 1871. El kaiser pidió a Moltke que se preparara ante la contingencia de una
guerra con Rusia.

Moltke informó al kaiser de que no era posible una contienda sólo con Rusia, toda vez que los planes
de guerra alemanes

exigían primero enfrentarse con Francia, a fin de eliminar al principal aliado de aquélla. El plan
requería también un ataque
a través de Bélgica para amenazar los flancos de las defensas francesas, lo que supondría una
amenaza de guerra con Gran

Bretaña, a la que preocupaba mantener limpio de barcos alemanes el litoral británico del canal de la
Mancha.

Los reservistas alemanes se dirigen al frente en 1914 entre las aclamaciones de la multitud. Los
planes de guerra alemanes

se apoyaban en la utilización de las reservas en las operaciones ofensivas, a fin de colocar el mayor
número posible de

hombres en Bélgica y Francia durante las primeras semanas del conflicto. (National Archives)

Las aspiraciones globales de Alemania y la torpe diplomacia del kaiser habían colocado a Moltke y
a sus predecesores

en la difícil posición de tener que encarar una guerra de múltiples frentes en inferioridad numérica,
tanto por tierra como

por mar. Los enfrentamientos bélicos previos de prusianos y alemanes se habían visto favorecidos
por los objetivos

2 Cambon, citado en Francis Halsey, The Literary Digest History of the World War, vol. 1, Nueva
York, Funk and

Wagnalls, 1919, pág. 101.


limitados de sus generales y las rápidas victorias. Bajo el reinado de Guillermo II, Alemania se
había hecho poderosa, pero

sus ambiciones habían sobrepasado su poder. La firma en 1907 de la Triple Entente (Rusia, Francia y
Gran Bretaña) había

unido a los tres rivales más poderosos de Alemania. Por tanto, Moltke daba por sentado que la
guerra con uno significaba

la guerra con todos. Por consiguiente, le dijo al kaiser que él no podía preparar una guerra sólo con
Rusia, ni siquiera podía

desviar el grueso de las tropas germanas hacia el este para combatir con los rusos primero. Si
Alemania iba a ir a la guerra,

tendría que empezar por combatir en Bélgica y en Francia. El kaiser le respondió, diciéndole: «Tu
tío me habría dado una

respuesta diferente». La reprimenda llevó a Moltke a confiar a su esposa que se había sentido «un
hombre deshecho y he

vertido lágrimas de desesperación... Mi confianza e independencia han sido destruidos»3 . Con


semejante estado de

ánimo, Moltke partió hacia el campo de batalla al mando de los ejércitos alemanes.
La situación de París —objetivo de las operaciones alemanas en 1914— la hacía en buena medida
indefendible. Los

estrategas franceses, confiando en asumir la ofensiva, habían preparado la defensa de la capital de


manera inadecuada.

(United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales).

En Rusia, el primo del kaiser se enfrentaba a un dilema parecido. El zar había ordenado a sus
generales que preparasen

sólo la movilización de los cuatro distritos militares que tenían frontera con el Imperio
austrohúngaro. Nicolás II confiaba

en que el optimismo que se desprendía de los telegramas del kaiser pudiera conducir a las
negociaciones o, en el peor de

los casos, a una guerra sólo entre Austria-Hungría y Rusia. El ministro de la Guerra ruso, Alexander
Sazonov, no tardó en

hacer añicos esas ilusiones. Advirtió al zar que una movilización parcial crearía un peligroso estado
de confusión. Rusia

necesitaba tiempo para organizarse a lo largo y ancho de su enorme territorio y, en comparación con
Alemania, sus activos

ferroviarios eran limitados. Si Rusia no ordenaba una acción total, no tardaría en encontrar
indefendibles sus fronteras con

Alemania. El zar se avino a regañadientes, y el 30 de julio ordenó una movilización general.

Aunque ninguno de los dos comprendió del todo las consecuencias de sus acciones, el zar y el kaiser
habían dado los

primeros pasos hacia su propia desaparición. En contraste directo con su triunfal historia militar,
Alemania estaba a punto

de embarcarse en una guerra general contra la fuerza conjunta de tres enemigos poderosos. Sus
únicos aliados eran el

tambaleante Imperio austrohúngaro, que se abocaba a su extinción, y una nada fiable Italia, que no
tardó en cambiar de

bando. El alto mando alemán sabía que cuanto más durase la contienda, más se inclinarían las
posibilidades de victoria del

bando enemigo. Tendrían que ganar la guerra en Bélgica y Francia con rapidez o se arriesgarían a no
ganar nada.

En noviembre de 1918 tanto Nicolás como Guillermo habían pagado caro la guerra que iniciaron. En
marzo de 1917 la

revolución y la derrota militar condujeron a Nicolás a abdicar del trono; los bolcheviques lo
asesinarían, junto con su

familia, en julio del 1918. El reinado de Guillermo se prolongó sólo algunos meses más. El 10 de
noviembre de 1918,

pocas horas antes de que el nuevo gobierno alemán firmara el armisticio que ponía fin a la guerra que
él había comenzado,

Guillermo abdicó del trono y partió al exilio en Holanda. Los monarcas de Austria-Hungría y del
Imperio otomano

correrían suertes parecidas.

Los vencedores de la Primera Guerra Mundial fueron los estados democráticos de Gran Bretaña,
Francia y Estados

3 Moltke, citado en Robert Asprey, The First Battle of the Mame, Filadelfia, Lippincourt, 2, pág. 34.
Unidos. Estos países, aunque aquejados de sus propias deficiencias estructurales, dependían menos
de la autoridad de

anticuados regímenes monárquicos. Fueron, por tanto, capaces de modificar o cambiar de gobierno
cuando las situaciones

lo exigieron, sin tener, al mismo tiempo, que desembarazarse de sistemas enteros. En consecuencia,
no sufrieron

revoluciones y pudieron formar gobiernos capaces de trabajar con los generales en aras de la
victoria. Cuando falló un

sistema de organización, crearon otro, hasta que terminaron por encontrar la fórmula del éxito.

Por irónico que parezca, ninguno de los tres vencedores más poderosos de la Primera Guerra
Mundial había buscado el
conflicto en 1914. El gobierno francés, deseoso de evitar la guerra a menos que su territorio fuera
amenazado, ordenó a sus

unidades que se retiraran casi diez kilómetros de la frontera germana y que se quedaran allí salvo que
Alemania invadiera

realmente Francia. Aunque algunos nacionalistas franceses creían que la guerra con Alemania podía
vengar la derrota en la

guerra franco-prusiana de 1870-1871 y recuperar las provincias que se le habían arrebatado a su país
tras aquel conflicto,

lo cierto es que Francia había descartado hacía tiempo una guerra ofensiva para conseguir tales
objetivos. Francia

defendería sus fronteras, pero no iniciaría ningún conflicto bélico por su cuenta.

Si la guerra iba a ser tan corta como predecían la mayoría de los expertos, el activo militar más
importante de Gran

Bretaña, su poderosa armada, tendría una participación escasa. Su pequeño ejército profesional no
estaba diseñado para

librar una gran guerra en el continente, y eso a pesar de la creación en 1907 de una Fuerza
Expedicionaria Británica (BEF)

para facilitar su rápido despliegue. Los alemanes desdeñaban al Ejército británico y no hicieron
ningún intento por hundir

los transportes que trasladaron las tropas británicas a Francia y a Bélgica. Mejor era, creían Moltke
y sus colegas, destruir

la armada británica una vez llegara al continente, si es que el gobierno británico se atrevía en
realidad a enviarla.

En agosto de 1914 los oficiales británicos condujeron a su pequeño ejército contra el grueso del
avance alemán en Francia

y Bélgica; en la acción sufrieron un gran número de bajas. En 1916 un periodista comentó que el
Ejército británico de antes

de la guerra no era más que un «recuerdo heroico». (© Corbis)

Ni Gran Bretaña ni Francia acabaron de comprender en 1914 cuáles eran sus objetivos bélicos ni la
forma de

ejecutarlos. En ese mismo año, Brusilov creía que Francia estaba «muy lejos de estar preparada»
para la guerra4. La

descripción que hace Douglas Porch del Ejército francés como «incapaz de decidir en qué época
histórica vivía», podría

aplicarse también a Gran Bretaña5. Las unidades de élite del Ejército francés fueron a la guerra en
1914 luciendo uniformes

4 Brusilov, op. cit,, pág. 1.

5 Douglas Porch, Marcb to the Mame. French Army, ISH-1914, Cambridge, Cambridge University
Press, 1981, pág.

de llamativos colores, más propios de sus colonias africanas que de la moderna guerra de acero. Los
británicos, por su

parte, seguían comandados por héroes coloniales con una escasa comprensión de las complejidades
de la política del

continente, como era el caso del secretario de Estado para la Guerra, Horario Kitchener, y de sir
William Robertson, que

hablaba seis dialectos hindis, pero ni francés ni alemán. El Ejército británico no había combatido en
el continente desde la

guerra de Crimea de 1854-1856. Tanto británicos como franceses pagaron un precio muy alto por las
elevadas curvas de
aprendizaje que sufrieron desde 1914 a 1917.

El teniente Benjamín Foulois (izquierda) y un instructor de Wright Aviation guían el único avión que
poseía el Ejército

norteamericano en 1910. Al cabo de una década, estos modestos inicios habían dado paso a una
nueva forma de hacer la

guerra, y Foulois se había convertido en el jefe del Servicio Aéreo de la Fuerza Expedicionaria
Norteamericana. (United

States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

Hacia finales de 1917, sin embargo, aquella curva de aprendizaje casi se había completado. Francia,
Gran Bretaña y

Estados Unidos habían desarrollado unas estructuras industriales, políticas y militares que les
ayudaron a sobrellevar la

crisis de 1918. La victoria fue fruto de la combinación del perfeccionamiento en la destreza militar y
de la evolución de un

sistema de apoyo administrativo, económico y social que condujo al éxito en el campo de batalla. Se
había avanzado

mucho desde agosto de 1914, cuando el general Henry Wilson hizo su comentario acerca de la
reunión en la que la máxima

autoridad británica se había decidido por la guerra. La describió como «una reunión histórica de
unos hombres que, en su

mayoría, ignoraban por completo lo que estaban tratando»6. En 1917-1918 su descripción ya no


encajaba con los máximos

dirigentes civiles y militares de las potencias aliadas7. Unos dirigentes que supervisaban unos
enormes aparatos militares,

con la infraestructura para mantenerlos. Como consecuencia de la creación aliada de un sistema


conjunto civil y militar, en

noviembre de 1918 el mariscal francés Ferdinand Foch condujo a los representantes del nuevo
gobierno alemán hasta un

claro en el bosque cerca de Compiégne. Allí, en un vagón de ferrocarril, el gobierno alemán se


rindió, poniendo fin así a la

guerra en cuyo desencadenamiento había desempeñado un papel tan significativo.


Capítulo 1

Una desilusión cruel La invasión alemana y el milagro del Mame

VII.

6. Wilson, citado en Asprey, op. cit., pág. 40.

7 La Triple Entente hace referencia al acuerdo diplomático entre Gran Bretaña, Francia y Rusia. En
septiembre de 1914

estos países firmaron el Pacto de Londres, en virtud del cual se creaba la Alianza de la Entente. A
partir de entonces, estas

naciones y las que lucharon a su lado fue ron conocidas como los aliados.

El soldado francés no ha perdido ninguna de las cualidades militares de su estirpe; conserva todo su
valor y ardor atacante,

pero estas mismas cualidades han de ser dirigidas con prudencia sobre el moderno campo de batalla
o conducirán a un

rápido desgaste de fuerzas.

Boletín de operaciones francés del cuartel general del general Joffre a los jefes de las unidades, 21
de septiembre de 19148

Dado que los planes de guerra alemanes asumían que el enfrentamiento con uno de los miembros de
la Triple Entente

implicaba la guerra con todos ellos, las primeras operaciones de importancia que realizaron los
alemanes se dirigieron

hacia el oeste, contra Bélgica y Francia, dos países involucrados sólo de manera indirecta en la
crisis precipitada por el

ultimátum austrohúngaro. Para Alemania, el único delito de Bélgica era su desafortunada posición
geográfica, y las

condiciones de la Triple Entente obligaban a Francia a movilizarse sólo en el caso de una


movilización alemana, y a atacar

si Alemania atacaba a Rusia. Francia no tenía que haberse visto involucrada en absoluto en la crisis
de julio. Aunque

resulte irónico, el inicio de la guerra por parte de Rusia —el principal problema diplomático de los
alemanes durante dicha
crisis— supuso únicamente una preocupación secundaria para Alemania; mientras siete ejércitos
alemanes se dirigieron

hacia el oeste, sólo el octavo se encaminó hacia el este.

Combatir según lo previsto

Los planes de guerra alemanes siguen siendo objeto de una intensa controversia histórica, aunque los
estudiosos han

alcanzado un consenso general sobre tres puntos. Primero, que los alemanes asumieron la necesidad
de derrotar a Francia

antes que a Rusia porque suponían que aquélla se movilizaría con más rapidez que ésta. Segundo, que
Alemania asumió

que tenía que flanquear las fortificaciones francesas violando la neutralidad de Bélgica siempre que
fuera para derrotar a

Francia con la suficiente rapidez para volver al este y enfrentarse a los rusos. Tercero, que Alemania
supuso o que Gran

Bretaña no lucharía por la neutralidad belga (con la memorable alusión del kaiser al tratado de 1839
como «un pedazo de

papel»), o que, si lo hiciera, los alemanes derrotarían a la pequeña Fuerza Expedicionaria Británica
(BEF) en cualquier

parte del continente. Para los estrategas alemanes, la posible intervención del Ejército británico no
suponía, por tanto, un

desafío de importancia.

Para conseguir este ataque relámpago sobre Bélgica y Francia, el 2 de agosto los alemanes
empezaron a desplegar siete

de sus ocho ejércitos hacia el oeste. Las unidades responsables del principal avance a través de
Bélgica fueron el I y II

Ejército, con 320.000 y 260.000 hombres, respectivamente. Dos ejércitos más, el III y el IV,
prestaban su apoyo

atravesando Luxemburgo y el sur de Bélgica, mientras que al V, VI y VII se les encomendó la defensa
de Alsacia y Lorena.

Moltke estableció su cuartel general en Luxemburgo, que resultó hallarse demasiado lejos de sus
ejércitos para ejercer un
control real sobre ellos, y demasiado lejos de Berlín para conservar una comprensión cabal de la
situación general.

Aunque la acción violaba un tratado firmado por Alemania, un ataque a través de la neutral Bélgica
ofrecía diversas

ventajas de importancia. La línea más poderosa de fortificaciones de Francia discurría a lo largo de


la frontera alemana,

desde Verdún a Toul y desde Epinal a Belfort. A excepción de Maubeuge, los fuertes existentes en el
noroeste de Francia

se hallaban en un estado de deterioro general, puesto que los franceses habían concentrado su gasto
militar en armas

ofensivas. Además, las fuerzas francesas se concentraban a lo largo de la frontera con Alsacia y
Lorena. Si los alemanes

eran capaces de moverse con rapidez, los ejércitos franceses podrían estar demasiado lejos de París
para evitar que los

alemanes tomaran o rodearan la capital.

Bélgica parecía propicia para la ocupación. Tenía una fuerza militar pequeña, que ascendía a
117.000 hombres, una

cifra que no era ni la mitad de la del II Ejército alemán. Carecía, además, de muchas de las armas de
guerra modernas, y la

preparación de su Estado Mayor y de sus servicios auxiliares se situaba muy por debajo de los
niveles de sus vecinos más

poderosos. Celosa de su neutralidad, Bélgica no había mantenido negociaciones de importancia antes


de la guerra ni con

Francia ni con Gran Bretaña. Algunos alemanes habían esperado, incluso, que los belgas tal vez
permitieran a los ejércitos

alemanes atravesar libremente su país, en lugar de intentar resistirse.

En contra de tales expectativas, y pese a la abrumadora desigualdad a la que se enfrentaban, los


belgas se prepararon

para resistir. Sus esperanzas resultaron ser una serie de ciudades fortificadas que protegían los
principales ríos, carreteras y

líneas ferroviarias del país. Entre las más fuertes se encontraba Lieja, con doce fuertes
independientes, 400 piezas de

artillería y capacidad para mantener a una guarnición de 20.000 hombres. Namur, al sudoeste de
Lieja, tenía nueve fuertes

que, según creían los comandantes belgas, podrían resistir durante nueve meses sin refuerzos. Tanto
Lieja como Namur se

levantaban en la línea de avance del II Ejército alemán. La más impresionante de todas las
fortificaciones belgas se erigía

8 El epígrafe está extraído del Boletín de Operaciones de 21 de septiembre de 1914 «Opérations du


2 au 25 aoüt 1914»,

SHAT fondos BUAT 6N9, caja 8, exp. 5.

más al norte y protegía a la ciudad portuaria de Amberes. Sus defensas estaban integradas por más de
43 km de líneas

exteriores, 17 fuertes independientes y casi 13 km de murallas interiores.

Los alemanes no pretendían asediar las fortificaciones belgas; lo que planeaban era arrasarlas con
artillería moderna

fabricada con ese propósito. Los obuses de 280 mm alemanes podían disparar sus proyectiles hasta
una distancia de casi 10

km, un alcance que sobrepasaba con creces la capacidad de respuesta de los cañones de las
fortalezas belgas. Los

proyectiles de estos obuses pesaban 336 kg y viajaban a una velocidad de 345 m/s, produciendo una
energía de choque de

más de seis mil toneladas. Una batería alemana experta podía disparar hasta veinte proyectiles por
minuto.

Soldados alemanes en su avance a través de Bélgica. Las prisas excesivas y el miedo provocado por
las acciones de los

partisanos pusieron nerviosos a los jóvenes soldados alemanes, lo que llevó a cometer atrocidades y
represalias contra la

población civil belga. (Library ofCongress)

Lieja defendía los accesos que cruzaban el río Mosa y era el primer gran obstáculo para el avance
alemán a través de

Bélgica; estaba situada también junto a la principal línea ferroviaria que unía Colonia con Bruselas
y, en consecuencia, era

crucial para las rutas de suministro alemanas hacia Francia. Su posición tenía una significación
estratégica de tal calado,

que el jefe del Estado Mayor de la movilización alemana había visitado la región en 1909,
haciéndose pasar por turista.

Cinco años después, el general Erich Ludendorff hizo buen uso de la información adquirida durante
aquel recorrido

turístico como jefe de la XIV Brigada, a la que se le había encargado la toma de la fortificación.
Ludendorff se

vanagloriaba de que su artillería podía obligar a Lieja a rendirse en cuarenta y ocho horas. Además
de los obuses de 280

mm, disponía de cinco cañones de 420 mm, fabricados específicamente para destruir las
fortificaciones de Lieja, y de

cuatro baterías de morteros de gran ángulo de tiro de 305 mm. A esta potencia de fuego se sumaron
los zepelines, que

convirtieron a Lieja en la primera ciudad de Europa en ser bombardeada desde el aire9.

Lundendorff estuvo a punto de cumplir su promesa cuando sus hombres, tras una sucesión de ataques
audaces, se
infiltraron en Lieja. El mismo condujo varias de las cargas, y el 7 de agosto golpeaba las puertas
principales de la ciudadela

de Lieja con la empuñadura de su espada, exigiendo su rendición. El éxito en Lieja convirtió de la


noche a la mañana a

Ludendorff en héroe de Alemania, y lo catapultó a un meteórico ascenso que no tardaría en


conducirlo a responsabilidades

mucho mayores. Pero el problema inmediato de Alemania subsistía. Pese a la pérdida de la


ciudadela, los fuertes a ambos

lados del río Mosa seguían estando en manos belgas, aunque el intenso fuego de artillería alemán
estaba ocasionando

enormes daños en las fortificaciones y tremendas bajas entre las guarniciones belgas. Las últimas
fortalezas de los

alrededores de Lieja no se rindieron hasta el 16 de agosto. Namur apenas supuso un problema y se


rindió apenas dos días

después.

Pero el problema mayor para los alemanes, tan preocupados por la rapidez, lo constituyeron el
Ejército y las fuerzas

irregulares belgas, los franctireurs [francotiradores], con su negativa a someterse al mayor poderío y
contingente del

Ejército alemán. Las acciones de los franctireurs enfurecieron de manera especial a los jefes de las
unidades alemanes, que

se acordaban de los tremendos problemas que los irregulares franceses les habían ocasionado en la
guerra franco-prusiana

de 1870-1871. Los jóvenes reclutas alemanes, aterrorizados por aquel fuego de fusiles, que llegaba
desde cualquier ángulo

9 Ilew Strachan, The First Wold War, vol. 1, To Arms, Oxford, Oxford University Press, 2001, (trad.
La Primera

Guerra Mundial, Barcelona, Crítica, 2004).


y en el momento más inesperado, estaban cada vez más asustados y nerviosos. Temeroso del impacto
que producía entre

sus hombres y de los trastornos ocasionados a su preciado calendario bélico, el Ejército alemán
reaccionó con una

campaña premeditada de Schrecklichkeit, o terror, contra la población civil belga, política que había
sido aprobada por los

máximos responsables tanto del ejército como del gobierno.10

La ciudad de Lovaina padeció todo el peso del Schrecklichkeit. Los alemanes fusilaron al
burgomaestre, al rector de la

universidad y a todos los oficiales de policía de la ciudad. Luego, prendieron fuego a la biblioteca
de la universidad, y

destruyeron los preciosos edificios y los irreemplazables manuscritos góticos y renacentistas que
contenían. Los alemanes

deportaron a miles de ciudadanos belgas a campos de trabajo y fusilaron a otros tantos miles, la
mayoría por motivos

intrascendentes. A finales de agosto, detuvieron a una enfermera británica Edith Cavell, y la acusaron
de espionaje, una

acusación a todas luces injusta, incluso para muchos alemanes. Los oficiales germanos se negaron a
revelar las pruebas en
las que se habían basado para detenerla y no permitieron la presencia de abogados u observadores
británicos durante el

juicio. Fusilaron a Edith Cavell en octubre de 1915, provocando la indignación de la Entente y de las
naciones neutrales,

así como el mayor número de alistamientos en Gran Bretaña desde el estallido de la guerra. Los
intentos alemanes de

justificar sus acciones como actos de legítima defensa sonaron falsos. «Estamos en un estado de
necesidad —proclamó el

canciller alemán Theobald von Bethmann Hollweg—, y la necesidad no sabe de leyes.».11

El gobierno británico declaró la guerra a Alemania en cuanto las tropas de ésta entraron en Bélgica.
La crueldad con

que había violado la neutralidad de un país que no representaba ninguna amenaza razonable para ella
conmocionó a los

británicos, aunque en un plano más práctico; lo que llevó a Gran Bretaña a actuar fue el temor de que
Alemania se hiciera

con el control de la costa meridional del canal de la Mancha. Cuando las historias (tanto reales como
exageradas) de las

acciones de los alemanes en Bélgica se difundieron, la causa de los belgas no tardó en convertirse,
según un escritor de la

época, «en una manera conveniente de referirse a los problemas morales de la guerra».12 La defensa
de los derechos de

Bélgica se identificó enseguida con el honor de Gran Bretaña y, al menos durante los primeros meses
de la guerra, llevó a

miles de jóvenes británicos a alistarse como voluntarios en el servicio militar.

La ejecución de la enfermera británica Edith Cavell en octubre de 1915 a manos de los alemanes
originó un repentino

aumento del reclutamiento en Gran Bretaña y proporcionó a los aliados un importante instrumento en
la guerra de

propaganda, (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, 86/28/2)

Mientras se procedía al alistamiento de jóvenes por toda Gran Bretaña, 100.000 soldados
profesionales y reservistas de
la Fuerza Expedicionaria Británica desembarcaron en el continente entre el 11 y el 17 de agosto,
aunque los alemanes no

10

John Horne y Alan Kramer, Germán Atrocities, 1914: A History of Denial, New Haven, Yale
University Press,

2001, pág. 53.

11 Bethmann Hollweg, citado en Francis Halsey, The Litera/y Digest History ofthe World War, vol.
1, Nueva York,

Funk and Wagnalls, 1919, pág. 255.

12

Sophie de Schaepdrijver, «The Idea of Belgium», en Aviel Roshwald y Richard Suites (comps.),
European

Culture in the Great War: The Arts, Entertainment, and Propaganda, 1914-1918, Cambridge,
Cambridge University

Press, 1999, págs. 267-294, cita en pág. 268.

fueron conscientes por completo de su presencia hasta el 22 de ese mes. El soldado Reeve, de la
Real Artillería de

Campaña británica, recordaba más tarde que, mientras avanzaban por las carreteras del norte de
Francia, los soldados

británicos «recibimos en todo momento una bienvenida frenética [,] la gente se volvía loca de
alegría. En todas las

estaciones nos recibían con banderas, cigarrillos, tabaco, fruta y vino».13 No obstante este
entusiasmo, la integración de

los Ejércitos francés y británico se reveló como un proceso de extrema dificultad. Antes de la guerra
apenas había existido

una planificación conjunta, y sí muchas suspicacias mutuas entre los altos mandos de los respectivos
ejércitos. El jefe del

Ejército francés destacado más al norte (el V), Charles Lanrezac, desconfiaba de los británicos tanto
como el comandante

de la BEF, sir John French, desconfiaba de los franceses. Nada más llegar la BEF, el jefe del Estado
Mayor de Lanrezac

recibió a su homólogo inglés con frialdad, diciéndole: «Por fin han llegado... Si nos derrotan, todo se
lo deberemos a

ustedes». 14

A pesar de tales problemas, la BEF avanzó hacia Bélgica desde una línea que se extendía entre la
fortaleza francesa de

Maubeuge y la ciudad de Le Cateau. Los hombres de la BEF eran duros, tiradores expertos y estaban
bien entrenados.

Todos se habían presentado voluntarios para el servicio militar; y venían de una tradición de los
regimientos británicos que

exaltaba la lealtad a la unidad, lo que garantizaba que los hombres lucharían, y que lo harían con
denuedo. En todos los

sentidos, se trataba de algunos de los mejores soldados de Europa, y el kaiser no tardó en lamentar su
despreocupado y

desdeñoso comentario de que la BEF era un «pequeño ejército despreciable».

La principal debilidad de la BEF provenía de lo más alto. El mariscal de campo sir John French
debía más su

nombramiento como comandante de la fuerza expedicionaria a su renuncia por cuestiones de


conciencia durante un conato

de amotinamiento militar en el Ulster, que a su aptitud para encargarse de una misión tan seria. La
mayoría de sus colegas

de alto rango creían que era de una lamentable ineptitud para semejante puesto. Uno de ellos, el
general Douglas Haig, se

había quejado infructuosamente del nombramiento directamente al rey. Apuesto oficial de caballería
en las colonias

durante su juventud, sir John contaba 64 años en 1914 y había permanecido en el servicio activo
desde su alistamiento

como guardiamarina en la Royal Navy en 1866. En ese momento, llegaba a Francia con un ejército
cuyos jefes de

divisiones y cuerpos no acababan de creer en él para combatir junto a un aliado que tampoco lo tenía
en alta estima.
El 22 de agosto el V Ejército francés tomó las ciudades belgas de Dinant y Charleroi; lo que quedaba
del Ejército belga

se estableció al sur de Namur, y la BEF avanzó hasta la ciudad de Mons. Al día siguiente, el II
Cuerpo de la BEF, integrado

por 30.000 hombres, se encontró directamente en la línea de avance de todo el I Ejército alemán en
un área abandonada por

un general de brigada que no se sintió «favorablemente impresionado por sus posibilidades de


defensa».15 El comandante

del II Cuerpo al mando de este sector, Horace Smith-Dorrien, había sido uno de los cinco únicos
oficiales que

sobrevivieron en 1879 a la masacre de 1.750 europeos en la batalla de Isandhlwana, durante la


guerra Zulú. Había ido

ascendiendo hasta convertirse en uno de los más respetados comandantes de campaña del Ejército
británico, y en Mons no

fue presa del pánico. Como tampoco sus soldados. A pesar de las escasas posibilidades que tenían,
los profesionales

británicos del II Cuerpo utilizaron sus fusiles con pericia, y sufrieron 1.500 bajas, aunque
mantuvieron el frente.

Pese a estos actos heroicos, la BEF se encontraba en una posición peligrosa. A primeras horas de la
mañana siguiente,

sir John se enteró de que el V Ejército de Lanrezac, situado a su derecha, empezaba a retirarse. La
retirada dejaba el flanco

derecho del II Cuerpo peligrosamente al descubierto. Furioso con Lanrezac y cada vez más
descorazonado acerca del

futuro de su ejército, sir John ordenó al II Cuerpo que se retirara. Al mismo tiempo, el jefe del I
Ejército alemán, Alexander

von Kluck, intentó rodear a las fuerzas británicas y aislar a Smith-Dorrien del cercano I Cuerpo de
Douglas Haig. El

movimiento estuvo a punto de tener éxito. Al ver la amenaza que se cernía sobre el II Cuerpo, sir
John ordenó a

Smith-Dorrien que se retirara. Sin embargo, cuando llegó la orden, el II Cuerpo se encontraba
combatiendo de manera
desesperada por sobrevivir. Los hombres de Smith-Dorrien, ya agotados desde Mons, ocupaban un
área cuyo terreno

ofrecía muchas dificultades de defensa y no podían contar con fuerzas de reserva que acudieran en su
auxilio. Incapaz de

dejar de combatir a los alemanes que tenía enfrente, Smith-Dorrien desobedeció la orden de French y
siguió combatiendo.

La subsiguiente batalla de Le Cateau, librada el 26 de agosto, se convirtió en la de mayor


envergadura en la que hubiera

intervenido el Ejército británico desde la de Waterloo, acaecida cien años antes. Bajo una lluvia
torrencial, los hombres del

II Cuerpo combatieron en una dura acción de retirada contra 140.000 alemanes. Los británicos
perdieron 8.000 hombres;

pocos para los parámetros posteriores de la Primera Guerra Mundial, pero un número enorme para
un ejército con un

contingente inferior a 100.000 hombres y que ya había derramado abundante sangre en Mons. El duro
combate de Le

Cateau permitió que los demás elementos de la BEF se retirasen al interior de Francia y se
reorganizaran. La decisión de

13 Diario de A. Reeve, IWM W/21/1, pág. 1.

14 Citado en Robert Asprey. The First Beittk of the Mame, Filadelfia, Lippincourt, 1962, pág. 42.

15 General sir Henry de Beauvoir de Lisie, «My Narrative of the Great German War», 1919,
LIICMA, Colección de Lisie,

Parte I, pág. 5.
Smith-Dorrien de permanecer y luchar salvó con toda probabilidad a la BEF, aunque su comandante
nunca le perdonó del

todo que desobedeciera una orden.

Los británicos iniciaron entonces una larga retirada hacia París. El soldado Reeve, el artillero de
campaña que había

constatado la euforia con que había reaccionado la población civil francesa ante la llegada de los
británicos, escribía una

semana después que «casi todos los lugares en los que nos habían dado la bienvenida al llegar, están
ahora desiertos».16

Otro soldado británico, un irlandés veterano de las guerras de la India y Sudáfrica, dejaba constancia
de la trágica visión de

un ejército que se retiraba hasta 37 km cada día sin víveres, subsistiendo con las patatas que
encontraban por el camino. La

mayoría de los soldados seguían vistiendo las mismas ropas que llevaban al salir de Gran Bretaña.
La singularidad de la

escena se vio agudizada cuando muchos de los más veteranos de su unidad se deshicieron de sus
abrigos y gorras y

sustituyeron éstas por pamelas, a fin de protegerse del insólito calor de aquel tórrido agosto. Sin
embargo, escribió el
soldado, «en las ocasiones señaladas en las que esos mismos hombres agotados tuvieron que darse la
vuelta y combatir, no

se abandonaron y lo hicieron bien».17 El Ejército británico estaba herido, pero no derrotado.

El avance alemán desplazó a miles de familias que tuvieron la

desgracia de verse atrapadas en el camino de los ejércitos

alemanes. Estos niños franceses se contaron entre los refugiados.

(National Archives)

El hecho de que Lanrezac no informara a los británicos de su retirada provocó que las relaciones
entre los aliados se

tensaran durante meses, por más que la retirada en sí fuera perfectamente recomendable desde el
punto de vista militar a la

luz de los fracasos franceses en el sudeste. Los planes de guerra franceses han recibido todo tipo de
condenas por parte de

los historiadores, y con razón. Sin embargo, los estrategas galos se enfrentaron a obstáculos políticos
y sociales de mucha

más envergadura que aquellos que tuvieron que encarar sus homólogos alemanes. Los políticos
franceses prohibieron al

ejército que violara la neutralidad de Bélgica hasta que los alemanes lo hubieran hecho. A mayor
abundamiento, Francia

carecía de la ambición continental de Alemania y, por consiguiente, no tenía más objetivo bélico
evidente que el de la

legítima defensa y el de la reconquista de Alsacia y Lorena, las dos provincias en poder de Alemania
desde 1871.

Aunque los objetivos bélicos de Francia fueran esencialmente defensivos, los generales franceses no
tenían intención

de llevar a cabo un plan de guerra defensivo. Su análisis de la debacle de 1870-1871 había llevado a
la conclusión de que

la postura defensiva de Francia en las primeras semanas de la guerra había cedido la iniciativa al
enemigo y que esto, por

ende, había sido la causa principal de la derrota. En consecuencia, el Plan XVII de Francia exigía
una concentración de

fuerzas al sur de la frontera belga, a lo largo de un frente que discurría desde Sedán a Belfort.
Aunque dicho plan dejaba

expuestas las regiones de Picardía y Artois, ofrecía al oficial al mando francés, Joseph Joffre, la
posibilidad de escoger

entre adentrarse en Alsacia-Lorena o, si los alemanes violaban de hecho la neutralidad belga, entrar
en Bélgica por el

noreste para aislar a los alemanes desde la retaguardia.18

16 Diario de A. Reeve, pág. 2.

17 Diario de John Mrflwain.IWM 96/29/1, anotación del 2 de septiembre, pág. 12.

18 Para una excelente perspectiva general del plan, véase Robert Doughty, «French Strategy en 1914:
Joffre's Own»,

Jounal of Military ¡listón- n" 67, abril de 2003, págs. 427-454.

Las motivaciones políticas, culturales y económicas convertían el avance sobre Alsacia-Lorena en la


opción más

evidente para los franceses. La devolución de estas dos «provincias perdidas» era el único objetivo
bélico, aparte del

evidente de la legítima defensa, que aglutinaba a la ciudadanía. Además, más de un tercio del mineral
de hierro de los

alemanes procedía de Alsacia y Lorena, por lo que la toma de las minas de hierro podía paralizar la
producción bélica

alemana. Desde un punto de vista militar, el control de Alsacia-Lorena llevaría a las fuerzas
francesas hasta el Rin,

afectando así a la capacidad alemana para reforzar y reabastecer a sus ejércitos. Asimismo, la acción
coincidía con los

acuerdos alcanzados con Rusia antes de la guerra, conducentes a presionar a Alemania lanzando
ofensivas simultáneas

desde el este y el oeste.

Entre el 7 y el 14 de agosto, mientras las fuerzas alemanas cruzaban Bélgica, los franceses
culminaban sus
concentraciones. El 14 de agosto Joffre y su Estado Mayor seguían pensando que carecían de la
información suficiente

para juzgar las intenciones alemanas en Bélgica de manera precisa y creyeron que la situación
parecía inclinarse a favor de

Francia. No podían —o no querían— descartar la posibilidad de que el avance alemán en Bélgica


fuera sólo un amago, y al

mismo tiempo creían que los alemanes no tenían la fuerza suficiente para atravesar Bélgica,
defenderse contra un ataque

en toda regla en Alsacia-Lorena y rechazar a los rusos en el este, todo al mismo tiempo. Además, en
ese momento algunas

de las fortalezas de Lieja seguían resistiendo, y los alemanes no habían intentado todavía atacar
Namur. Así pues, Joffre

subestimó la importancia de las operaciones en Bélgica y ordenó a sus fuerzas que entraran en
Alsacia-Lorena.

Con la esperanza de liberar Alsacia-Lorena, los soldados más selectos de Francia se concentraron en
cuatro ejércitos

frente al VI y el VII Ejército de los alemanes. Los cadetes de la academia militar francesa de St. Cyr
se presentaron para la

batalla vestidos con sus uniformes de gala, dispuestos a sacrificar sus vidas por Francia. A medida
que avanzaban por

Alsacia, los lugareños lanzaban vino y flores a su paso. Joffre publicó una proclama dirigida a la
población de Alsacia que

rezaba así:

Después de cuarenta y cuatro años de penosa espera, los soldados franceses pisan de nuevo el suelo
de esta

tierra noble. Ellos son los pioneros de la gran tarea de la venganza... La nación francesa los ha
alentado de manera

unánime, y en los pliegues de sus banderas están escritas las palabras mágicas: «Ley y Libertad.
¡Larga vida a

Alsacia! ¡Larga vida a Francia».19

Los cuatro combates independientes que siguieron entre el 14 y el 27 de agosto, conocidos en


conjunto como la batalla

de las Fronteras, empezaron de forma esperanzadora para Francia, pero acabaron en un desastre
lamentable. El VI y el VII

Ejército alemanes habían esperado defenderse en este sector y habían preparado el terreno en
consecuencia. Las colinas,

montañas y bosques de Alsacia proporcionaban unas posiciones excelentes a los defensores


alemanes, pese a lo cual los

franceses avanzaron con arrojo. El Ejército de Alsacia del manco general Paul-Marie Pau avanzó
hasta Mulhouse. Al norte

de él, las formaciones francesas más poderosas, el I y el II Ejército, que sumaban un tercio de la
fuerza total francesa,

avanzaron hacia el nordeste desde posiciones situadas a ambos lados del río Mosela. El III y el IV
Ejército, por su parte, se

prepararon para atacar el que se suponía débil centro de los alemanes, situado en los bosques de las
Ardenas.

Durante la primera semana los galos creyeron que su ofensiva estaba dando muestras de éxito. Gran
parte de éste, sin

embargo, era ilusorio, ya que las fuerzas francesas no habían alcanzado todavía las posiciones
principales de los alemanes.

Lo hicieron el 20 de agosto en dos sitios. El II Ejército francés atacó los cerros de Morhange, al
nordeste de Nancy,

mientras que el I Ejército se encontró con las fuertes posiciones alemanas de las cercanías de
Sarrebourg, entre Nancy y

Estrasburgo. Ningún soldado luchó jamás con tanto denuedo; pero, como ocurriría en tantas batallas
posteriores en esta

guerra, el entusiasmo de los combatientes no podía compensar las dificultades a las que se
enfrentaron. En las colinas y

valles de Alsacia, las unidades acabaron separándose, y las comunicaciones se interrumpieron


enseguida. Los inexpertos

soldados, muchos vestidos con relucientes uniformes nada adecuados para la guerra moderna,
cargaron contra nidos de
ametralladoras camuflados con los resultados predecibles.

Tras ser obligados a retroceder en Morhange y Sarrebourg, los franceses tuvieron que hacer frente a
los decididos

contraataques del VI y el VII Ejército alemanes. Lo que éstos buscaban era aprovecharse de las bajas
francesas, tomar la

trascendental ciudad de Nancy, y atravesar lo más deprisa posible el Trouée de Charmes, una región
apenas fortificada al

sudoeste de Nancy, entre Toul y Epinal. Joffre tenía que manejar esta crisis además de la que tenía
lugar en Bélgica, donde

los alemanes se disponían a cruzar el río Mosa y a avanzar sobre Mons. La situación se había vuelto
desesperada.

El 24 de agosto, el mismo día en que la BEF mantuvo sus líneas en Mons, los alemanes atacaron
Trouée de Charmes,

cuya posición Joffre ordenó que se defendiera a toda costa. El jefe del II Ejército, Edouard Noel de
Castelnau, encomendó

la defensa de Nancy al inteligente y agresivo comandante de su XX Cuerpo, Ferdinand Foch. Este


había abandonado el

colegio en 1870 para alistarse voluntario como soldado raso en la guerra franco-prusiana, aunque no
llegó a entrar en

combate. Después de la guerra volvió al colegio en Nancy, donde se preparó para los exámenes de
acceso al cuerpo de

oficiales francés, mientras las bandas de la ocupación alemana se burlaban a diario de la población
interpretando el toque

19 Joffre, citado en Halsey, op. át., vol. I, pág. 279.


de «retirada». Foch conocía bien el terreno de los alrededores de Nancy y ardía en deseos de
venganza.20 Pero también se

veía favorecido por sus excelentes relaciones con Joffre, que disculpaba de buen grado muchos de
sus defectos. A

principios de agosto de 1914, Foch había ignorado la orden del gobierno de alejar 10 km de las
fronteras a sus unidades, y

en Morhange insistió en avanzar cuando Castelnau le había ordenado que se retirara. Por
consiguiente, Castelnau le

culpaba en buena medida de la pésima situación que ocupaba en ese momento su II Ejército.

Foch reorganizó la retirada de las unidades francesas haciéndoles rodear una cadena de colinas
boscosas de 300 a 400

metros de altura situadas al nordeste de Nany, conocidas en conjunto como la Grand Couronné. El I y
el II Ejército

restablecieron entonces el contacto y se prepararon para recibir el ataque de los alemanes. El 25 de


agosto éstos estuvieron
a punto de romper las líneas francesas, pero Foch reaccionó. Ordenó a su XX Cuerpo que
contraatacara, con la esperanza

de que la confusión generada por su ataque desbaratara los planes alemanes. Su maniobra funcionó:
los franceses

consiguieron conservar Nancy y Trouée de Charmes tras una sucesión de sangrientos enfrentamientos
que se prolongaron

hasta el 12 de septiembre.

A pesar de este éxito, los franceses no consiguieron retomar Alsacia-Lorena y pagaron un


descomunal precio en vidas

humanas en la batalla de las Fronteras. Los oficiales franceses, imbuidos en la creencia de que el
mando significaba estar

dispuesto a atacar y a morir con las botas puestas, dirigieron un ataque sangriento tras otro. La
doctrina ofensiva francesa

se desmoronó ante la artillería de campaña y las ametralladoras alemanas. Se estima que las bajas
francesas fueron de

200.000 hombres y de 4.700 de los 44.500 oficiales que había antes de la guerra. Los mejores
hombres del Ejército francés

habían sacrificado sus vidas en un intento de recuperar Alsacia y Lorena, sólo para descubrir que la
verdadera amenaza

estaba en otra parte.

El ingente número de heridos de las primeras semanas desbordó

por completo a un sistema sanitario carente de toda preparación

para la guerra. Esta iglesia francesa sirvió de improvisado hospital

de campaña. (National Archives)


El milagro del Mame
Joffre reaccionó ante la sucesión de emergencias coincidentes a las que se enfrentaba sin perder la
calma. Aquel hombre de

físico imponente, presencia militar y una calma casi inhumana, hizo balance de las crisis simultáneas
que se habían

desarrollado en Bélgica y Alsacia sin perderse ni sus descomunales almuerzos ni sus siestas diarias.
Al darse cuenta

tardíamente de que la principal amenaza procedía del ala derecha alemana, que avanzaba hacia París
desde el nordeste,

ordenó a sus fuerzas que permanecieran a la defensiva desde Verdún a Belfort. Reemplazó a toda
prisa a una docena de

20 Para más información sobre Foch, véase Michael Neiberg, luich: Supreme Allied Covimav-'r tu
the Great War, Dulles.

Virginia, Brassey's, 2003.

oficiales, incluidos Lanrezac y Pau, por considerar que no habían sabido hacer frente al desafío de
las primeras semanas de

la guerra. Por otro lado, disolvió el ejército de Alsacia de Pau y envió a la mayoría de sus hombres a
París, donde

contribuirían a la formación de un nuevo VI Ejército que protegería los accesos nororientales a la


capital. Asimismo,

asignó a Foch al mando de otra nueva unidad, el IX Ejército, que se estaba formando en el este de
París, entre el IV y el V

Ejército.

De acuerdo con el calendario previsto, los alemanes estaban cerca de una tentadora victoria en el
oeste. El 31 de agosto

un piloto alemán se atrevió a lanzar sobre el mercado de Les Halles de París una bandera con la
inscripción: «Los alemanes

estarán en París dentro de tres días».21 Aun así, la capital francesa empezaba a figurar cada vez
menos en los planes

alemanes. Al creer que había aplastado a la BEF, Kluck decidió cambiar de estrategia y optó por no
dirigirse hacia el norte

y el oeste de París, como estaba planeado; en su lugar, cambió el eje del ataque hacia el sur y el este
de la capital, con la

intención de aplastar al V Ejército francés, al que, erróneamente, consideraba el Ejército aliado


menos capacitado de los

establecidos en las cercanías de París. El reconocimiento aéreo y las patrullas de caballería


franceses no tardaron en

informar del cambio en los movimientos de Kluck.

El cambio de rumbo alemán fue una grata noticia para el gobernador militar de París, el general
Joseph Gallieni, un

héroe de las guerras coloniales francesas al que se había devuelto al servicio activo a pesar del
rápido deterioro de su salud.

El 1 de septiembre Gallieni había informado a Joffre que París no podía defenderse con los recursos
de que disponía. Pero

la noticia del movimiento alemán hacia el sudeste, que Gallieni recibió el 3 de septiembre,
significaba que la batalla

principal podría librarse en las afueras de París y que la capital no tendría que sufrir un sitio para el
que estaba

lamentablemente preparada. Tanto Joffre como Gallieni vieron la oportunidad de aplastar la, a esas
alturas, desprotegida

ala derecha alemana, aunque Joffre siguió recomendando que se evacuara al gobierno francés a la
ciudad de Burdeos,

situada casi 600 km al sudoeste.

Al mismo tiempo, sir John, cada vez más desanimado, estaba considerando la posibilidad de mover a
la Fuerza

Expedicionaria Británica en dirección al puerto de Le Havre, en el canal de la Mancha, de donde


podría ser evacuada por la

Royal Navy. El 31 de agosto telegrafió al secretario de Estado de la Guerra británico, lord


Kitchener, admitiendo que «mi

confianza en la capacidad de los mandos del Ejército francés para conducir al éxito esta campaña
disminuye a marchas
forzadas».14 Kitchener, un militar de proporciones legendarias, comprendió de inmediato que si la
BEF procedía a la

retirada propuesta por sir John, se abriría una peligrosa brecha entre el V y el VI Ejércitos franceses,
dejando a París en una

arriesgada situación de desprotección. Por lo tanto, dio el insólito paso de dirigirse a toda prisa a
Francia para convencer

personalmente a sir John de que se quedara. Aunque, a la sazón, Kitchener formaba parte del
gobierno en calidad de civil,

se presentó en Francia ataviado con su uniforme de mariscal de campo, a fin de dejar bien claro ante
sir John cuál era su

idea de la cadena de mando. Kitchener consiguió que sir John cambiara de opinión, y la BEF asumió
las posiciones

defensivas del este de París.

El 4 de septiembre los dos ejércitos enemigos estaban desplegados, como unas tensas cintas
elásticas, a un lado y a otro

de un frente de 320 km que discurría desde París a Verdún. El modificado plan alemán preveía
replegar sobre sí mismos

los dos flancos de la línea aliada, comprimiendo así uno contra otro a los ejércitos aliados. La
maniobra prometía destruir

a las fuerzas aliadas frente a París, pero exigía un gran esfuerzo de los soldados alemanes, que
llevaban caminando y

combatiendo desde hacía un mes. El I, el II y el III Ejércitos estaban integrados por miles de hombres
que ya no tenían las

fuerzas con las que habían empezado la guerra; muchas unidades habían agotado sus provisiones y
estaban viviendo de lo

que les daba la tierra, y los soldados estaban cansados, hambrientos y escasos de munición.

Por su parte, los hombres de Joffre estaban tan cansados como sus enemigos alemanes, pero tenían
más cerca sus líneas

de abastecimiento, y los refuerzos provenientes de las provincias francesas iban camino de París.
Con la capital fuera ya

del punto de mira del I Ejército alemán, Joffre y Gallieni se la jugaron: el 4 de septiembre ordenan a
los hombres de la

guarnición de París que «mantengan el contacto con el Ejército alemán y se preparen para intervenir
en la batalla que se

avecina».22 Gallieni se reunió entonces con el jefe del Estado Mayor de sir John y acordaron un plan
para actuar de manera

conjunta cuyos detalles Joffre y sir John ratificaron de inmediato. El cambio de orientación revitalizó
a los hombres de la

BEF, que se alegraron de seguir adelante en lugar de retroceder. «Sólo aquellos que habían
intervenido de verdad en la

retirada [de Mons] -recordaba un oficial británico-, pudieron experimentar en toda su intensidad la
sensación cuando se

nos dijo que íbamos a suplir nuestras carencias y a prepararnos para avanzar.23 A pesar de la fatiga,
los hombres de la BEF

21 Ministére de la Guerre, Les Armées Francaises dans la Grande Guerre, serie I, vol. 2, París,
Imprimcne Nationale, 1925,

pág. 587.

22 French, citado en Asprey, op. át, págs. 80-81.

23 Les Armées Francaises, op, cit. serie I, vol. 2, pág. 627.


no habían perdido su ardor guerrero.24

El Frente Occidental, 1914.

La subsiguiente batalla del Marne se extendió a ambos lados de todo el frente, desde el río Ourcq
hasta Verdún, y, en su

momento, constituyó la mayor batalla jamás librada, con un millón de hombres combatiendo en cada
bando. Lo que estaba

en juego era descomunal. Si los alemanes tenían éxito en envolver a los ejércitos aliados, el hecho
podía conducir a un

desastre de una magnitud sin precedentes; si fracasaban, los alemanes se verían obligados a retirarse
más allá del río

Marne, y París estaría a salvo. La orden general del V Ejército el día 5 de septiembre transmitía una
sensación apremiante:

«Antes de esta batalla, cada soldado ha de saber que el honor de Francia y la salud de la Patria
descansan en el vigor con
que mañana afronte la batalla. El país confía en que todos los hombres cumplan con su deber».25 El
futuro de Francia

pendía de un hilo.

La mañana del domingo 6 de septiembre, los ejércitos aliados avanzaron a lo largo de todo el frente.
El mismo kaiser se

había personado en el flanco izquierdo alemán con la esperanza de encabezar una marcha triunfal
sobre Nancy, pero los

franceses, sin dejar de combatir sobre el Grand Couronné, le negaron la posibilidad. Tras haber
aprendido la lección de

Bélgica, las fuerzas francesas abandonaron sus fortificaciones y lucharon desde trincheras y
terraplenes de hasta casi siete

metros de profundidad. Los enérgicos ataques de las fuerzas alemanas llevaron a éstas a menos de 10
km de Nancy, pero

los franceses resistieron a pesar de la abrumadora superioridad alemana tanto en hombres como en
piezas de artillería. El

contratiempo sufrido cerca de Nancy no sólo fue una humillación para el kaiser, sino que implicó que
la pinza oriental del

doble envolvimiento alemán no había conseguido su propósito.

La clave de la batalla se produjo más al oeste, cerca de París. El I Ejército de Kluck había perdido
contacto con el II

Ejército del general Bülow, de resultas de lo cual entre ambos se abrió una brecha desguarnecida de
19 km. Moltke, a la

sazón aislado en Luxemburgo, no podía recibir la información lo bastante deprisa para manejar la
situación, pero Joffre,

que estaba más cerca del frente, sí. En consecuencia, éste asignó el IX Ejército de Foch para
inmovilizar al II Ejército

alemán en su posición, mientras el V Ejército francés y la BEF se metían en la brecha entre los dos
ejércitos alemanes. El

destino de París, y quizá el de la misma guerra, se decidiría a la mañana siguiente, el lunes 7 de


septiembre.

Al amanecer, los ejércitos aliados avanzaron. Kluck vio el peligro y contraatacó hacia el oeste,
infligiendo enormes

bajas a los franceses. El jefe del VI Ejército galo, Michel Joseph Manoury, se planteó la retirada,
pero la planificación de

Gallieni lo salvó. El 1 de septiembre, el gobernador militar había ordenado que todos los taxis y
chóferes de París

estuvieran preparados para un eventual servicio, y el 6 de septiembre ordenó que 1.200 taxis y sus
conductores se

congregaran en las estaciones de ferrocarril de la capital. En lo que acabó conociéndose como el


«Milagro del Marne»,

24 Frank Pusey, «A Long and Happy Life», 1978, IWM 79/5/1, pág. \2. La cursiva es del original

25 Les Armées Francaises, op. dt., tomo 1. vol. 2, pág. 681.

Gallieni utilizó aquellos taxis para llevar a toda prisa hasta Manoury a 5.000 hombres de refuerzo
recién llegados, a tiempo

de frenar el contraataque de Kluck, ganándose para siempre el título de «Salvador de París».

Al mismo tiempo que los refuerzos de Gallieni estaban salvando París, la BEF amenazaba el flanco
izquierdo de Kluck.

El comandante del I Cuerpo, Douglas Haig, hizo penetrar a la BEF casi 13 km en la brecha abierta
entre el I y el II Ejércitos

alemanes. Aunque los acontecimientos del 7 de septiembre no habían ganado todavía la batalla, sí
que habían cambiado la

situación de manera espectacular. Los aliados amenazaban con cercar al I Ejército alemán; el
mujeriego hijo del kaiser, el

príncipe heredero Guillermo, jefe del V Ejército, se vio obligado a aparcar su proyecto de una
marcha triunfal por los

Campos Elíseos, trasunto de otra que había realizado el Ejército prusiano en 1871. París estaba
salvado.

Al igual que el príncipe heredero, en la retaguardia, en Luxemburgo, Moltke comprendió que la


batalla no se estaba

inclinando de su lado. Alejado de las líneas del frente, tenía una imagen de los acontecimientos
mucho menos clara que la
de Joffre o sir John. El general alemán Erich von Falkenhayn, que no tardaría en reemplazar a
Moltke, comentó con

mordacidad que «nuestro Estado Mayor General ha perdido definitivamente la cabeza. Las notas de
Schlieffen ya no son

de ninguna ayuda, así que el ingenio de Moltke ha llegado a su fin».26 Para lograr una mejor
comprensión de la situación,

Moltke envió al frente a uno de los oficiales más capaces de su Estado Mayor, el teniente coronel
Richard Hentsch. Al

recorrer el frente el 8 y 9 de septiembre, Hentsch encontró a Bülow y a Kluck enzarzados en culparse


mutuamente por la

brecha que se había abierto entre ellos. Los alemanes carecían de reservas para cerrarla y admitieron
su incapacidad para

echar a los franceses de sus posiciones en el este. El 9 de septiembre fracasó un decidido ataque
contra el centro de los

aliados, al conseguir mantener su posición el IX Ejército de Foch; entonces, éste sorprendió a los
alemanes

contraatacando. Bülow decidió retirarse detrás del río Marne y, al hacerlo, ensanchó la brecha entre
él y Kluck. Hentsch,

en nombre de Moltke, ordenó entonces a Kluck que se retirase también.

Durante los dos días siguientes los ejércitos aliados avanzaron con lentitud y prudencia después de
cruzar el Marne.

Joffre y sir John no estaban preparados todavía para creer que los alemanes habían admitido su
derrota y que, de hecho, se

estaban retirando y no reorganizándose para otra ofensiva. Más tarde, sus detractores culparon a
Joffre por no perseguir a

los alemanes en su retirada, pero los que así obraron no tuvieron en cuenta las enormes pérdidas
sufridas por los aliados.

En sólo unas tres semanas de combate activo, los aliados y los alemanes habían perdido más de
medio millón de hombres

cada uno. Los dos ejércitos estaban agotados, escasos de suministros y sin saber muy bien qué debían
hacer a continuación.
Joffre y los ejércitos aliados había detenido a los alemanes y salvado a París. Haberles pedido más
hubiera excedido las

capacidades de unos hombres que ya habían sufrido demasiado.

Moltke comprendió de inmediato el significado de la retirada alemana. De manera profética, escribió


a su esposa: «La

guerra que había empezado con tan buenas expectativas, al final se volverá en contra nuestra...
Seremos aplastados en

nuestra lucha contra Oriente y Occidente... Nuestra campaña es una desilusión cruel. Y tendremos
que pagar por toda la

destrucción que hemos causado».27 La derrota en el Marne significó también el final del mando de
Moltke, que, tras sufrir

una crisis nerviosa, fue sustituido por Falkenhayn el 13 de septiembre. La guerra planeada por los
generales había

acabado; la guerra de la improvisación estaba a punto de comenzar.


La carrera hacia el mar
Como sucedió tan a menudo en la Primera Guerra Mundial, en los días posteriores a la batalla del
Marne las ventajas se

pusieron del lado de los defensores. Los ríos Aisne y Oise, al norte del Marne, bajaban aquel
septiembre con un inusitado

caudal, consecuencia de las copiosas lluvias caídas durante el verano, creando así una sólida línea
natural de defensa para

los alemanes. Mientras se retiraban, éstos pusieron en práctica una política de tierra quemada,
dejando tras de sí un

territorio desprovisto de pozos de agua, alimentos y líneas de comunicación. Los germanos se


permitieron el lujo de

atrincherarse en un terreno de su propia elección y escogieron unas excelentes posiciones defensivas.

A mediados de septiembre, Joffre intentó rodear por la derecha la línea alemana, la cual se
encontraba desprotegida en

las cercanías de la ciudad de Noyon. La idea de una maniobra como ésta para amenazar los flancos,
consiste en mover las

fuerzas alrededor de las líneas enemigas y cortarle las comunicaciones. Una vez conseguido, las
fuerzas enemigas no se

pueden reforzar ni reabastecer. Los cansados soldados franceses respondieron, una vez más, a la
llamada de su

comandante y atacaron. En la primera batalla del Aisne (del 14 al 18 de septiembre) los franceses
tuvieron una prueba de

26 Falkenhayn, citado en Asprey, op. cit., pág. 126. El conde Alfred von Schlieffen había sido el
predecesor de Moltke

como jefe del Estado Mayor General alemán. Sus detalladas notas y planificaciones siguieron
influyendo en el

pensamiento alemán, como el propio Schlieffen, a quien Moltke consultaba de manera regular hasta
la muerte de aquél

en 1913.

27 Moltke, citado en Asprey, op- cit., pág. 153.


las dificultades a las que se enfrentaban unos atacantes que intentaban avanzar contra una línea de
trincheras asentada. El

ataque fracasó y se saldó con numerosas bajas, que obligaron a Joffre a improvisar otro enfoque.

E. R. Heaton en una fotografía tomada poco después de alistarse

voluntario para servir en los Nuevos Ejércitos. El y casi otros

veinte mil británicos más murieron el primer día de la batalla del

Somme, el 1 de julio de 1916. (Imperial WarMusem, propiedad


de la Corona).

Durante el resto de septiembre y octubre, ambos bandos desplegaron sus fuerzas hacia el norte,
tratando de encontrar

los puntos débiles de los flancos enemigos, mientras se esforzaban en defender al mismo tiempo los
propios. Hacia el 8 de

octubre los dos bandos habían extendido sus líneas hasta Lille y la frontera franco-belga. Esta serie
de maniobras,

conocidas con cierta imprecisión como «la carrera hacia el mar [del Norte]», crearon en el frente un
gigantesco

abultamiento, lo que en términos militares recibe el nombre de saliente. Más o menos al mismo
tiempo, los

enfrentamientos en el norte de Bélgica terminaron en la práctica. Las formidables defensas de


Amberes habían resistido

los sitios a los que la habían sometido los alemanes a lo largo de las primeras semanas de la guerra.
Sin embargo, el 1 de

octubre la línea exterior de las defensas de la ciudad cayó. Dos días después, 12.000 infantes de
Marina británicos llegaron

en ayuda de la guarnición. El cerebro de la operación, el joven y desenvuelto primer lord del


Almirantazgo [ministro de

Marina], Winston Churchill, se personó en Amberes decidido a que la ciudad resistiera. Esta no lo
consiguió; Amberes

acabó rindiéndose el 9 de octubre, y la mayor parte de los infantes de Marina británicos abandonaron
la ciudad por mar, tal

y como habían llegado. Lo que quedaba del Ejército belga se retiró hacia el oeste, seguido de cerca
por cinco divisiones de

infantería alemanas y los terroríficos cañones de asedio que habían utilizado para destruir las
defensas del puerto.

El centro de las operaciones no tardó en trasladarse a una pequeña franja de territorio belga en el
mar del Norte, en los

alrededores de la ciudad de Ypres, por detrás del río Yser. Allí, un saliente aliado se introducía en
las líneas alemanas.
Falkenhayn planeó atacar frontalmente el saliente y penetrar hasta los puertos del canal de la Mancha
de Dunkerque,

Calais y Boulogne, este último el principal puerto de abastecimiento de la BEF. Una vez más, el
kaiser apareció en las

líneas del frente, en esta ocasión esperando conducir a sus hombres dentro de Ypres. Y de nuevo, se
llevaría una

decepción.

Para defender el área comprendida entre Ypres e Yser, Joffre envió a Foch al norte para que se
hiciera cargo de lo que

llegó a conocerse como el Grupo de Ejércitos del Norte, que estaba compuesto por los restos
desorganizados del Ejército

belga, la BEF y el X Ejército francés. De hecho, Foch tenía menos rango que sir John, que era
mariscal de campo, y que el

comandante del Ejército belga, el rey Alberto I. Sin embargo, Francia tenía a sus mejores hombres en
aquel sector, y Foch

conocía bien el terreno. Este se dio cuenta enseguida de que la posición aliada exigía la
conservación de las ciudades

francesas de Lille y Dunkerque y la belga de Dtxmunde, situada al norte de Ypres. En consecuencia,


envió rápidamente

refuerzos a las tres con la orden de que resistieran a toda costa.

Conseguir que tres ejércitos funcionaran conjuntamente suponía un reto de consideración. Las
posturas británica y

belga diferían de manera sustancial. Como cabía esperar, a sir John le preocupaba la seguridad de
los puertos del Canal y

quería evacuar el sector de Ypres para concentrarse a lo largo de la costa. Sin embargo, el rey
Alberto estaba decidido a

aferrarse a cualquier precio a la última franja de territorio de su país fuera del control alemán. El 17
de octubre, mientras

Foch reorganizaba las fuerzas aliadas en Ypres y de sus alrededores, las fuerzas de Falkenhayn
atacaron. La oportunidad

de destruir a los agotados británicos, a quien el príncipe Rupprecht de Bavaria denominó «nuestros
más odiados

enemigos», fue un estímulo añadido para la ofensiva alemana.28

La campaña resultante consistió en dos batallas coincidentes, la primera de Ypres y la batalla de


Yser (del 17 de

octubre al 12 de noviembre). El terreno relativamente llano y monótono del sector de Ypres


favorecía a los atacantes

alemanes, porque la presencia de capas freáticas a muy escasa distancia de la superficie hacía inútil
el atrincheramiento.

Foch comprendió que sus tropas carecían de fuerza para contraatacar, así que tendrían que resistir,
combatir y sobrevivir

como fuera. El combate más desesperado se produjo entre el 21 y el 29 de octubre. La situación


parecía tan mala que, en un

momento dado, sir John se volvió hacia Foch y le dijo: «No puedo hacer nada más excepto
acercarme y que me maten con

el I Cuerpo».29 El mismo Foch, por lo general un dechado de optimismo, era también cada vez más
pesimista a causa de la

llegada inminente de las fuerzas alemanes del sector de Amberes, de la baja moral de muchas
unidades belgas y de lo que

los franceses consideraban una concentración escasa de fuerzas británicas en la región.

La posición aliada resistió en buena medida gracias al valor de un grupo de zapadores belgas. El 29
de octubre este

grupo se dirigió hacia los mecanismos de accionamiento hidráulico de Nieuport, en la costa del mar
del Norte. En su

avance pasaron tan cerca de las líneas alemanas que podían oír los movimientos del enemigo. A las
19:30 horas de aquella

tarde abrieron las compuertas que evitaban que el mar del Norte anegara la región de Flandes. En
cuestión de pocas horas,

más de 700.000 metros cúbicos de agua inundaron toda la región, cubriendo un área de 35 km de
longitud. Los zapadores

se quedaron el tiempo suficiente para cerrar las compuertas antes de que los reflujos volvieran a
sacar el agua. Su acto de
audacia creó la línea de defensa temporal que los aliados necesitaban para reagruparse y mantener su
línea.30

El clima invernal llegó a mediados de noviembre, y con él el agotamiento para todos. Los dos bandos
tuvieron la

oportunidad de valorar cuál era su posición. Sus planes de guerra, que habían sido preparados con
tanto cuidado por las

mejores mentes militares a lo largo de muchos años, no habían conseguido producir las rápidas
victorias prometidas por

sus autores. Las enormes bajas del primer año de guerra destruyeron, de hecho, los núcleos de los
ejércitos europeos de

antes de la guerra. Sería necesario formar, entrenar y enviar a combatir a nuevos ejércitos de
voluntarios y de recluta

obligatoria. Llegar a esta conclusión resultó especialmente doloroso para Gran Bretaña, que durante
tanto tiempo se había

resistido a la tendencia general de grandes ejércitos de reclutamiento obligatorio, en lugar de una


fuerza pequeña y

profesional. Esa fuerza ya no existía. Su lugar lo ocuparon nuevos ejércitos de voluntarios que
vincularon de forma tan

íntima a las fuerzas armadas de la nación y a su sociedad.

Para Francia el año acabó con la ocupación alemana de la mayor parte de la zona industrial del
noroeste del país. La

región incluía a la décima parte de la población de Francia, al 70 % de sus yacimientos carboníferos


y al 90 % de sus minas

de hierro. Para acabar con la ocupación, Francia tendría que asumir la ofensiva en 1915, una
posibilidad que los últimos

meses habían demostrado su dificultad. El daño para Francia, tanto moral como material, ya era
elevado. La ciudad de

Reims, en el corazón de Champaña, había sufrido ya la destrucción de 300 edificios y la muerte de


700 ciudadanos a causa

de la artillería alemana. Hacia finales de 1914 la urbe, que había tenido 110.000 habitantes antes de
la guerra, era, en la
28 Rupprecht, citado en CQG de Arniées de L'Esc, «La Bataille des Flandres> 19 de noviembre de
1914, SHAT Fondos

BUAT, 6N9, pág. 4.

29 French, citado en Martin Gilbert, The First Wold War: A Complete History, Nueva York, Henry
Holt, 1994, pág. 97

(trad. cast.: La Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004).

30 Robert Cowley, «Albert and the Yser», Military History Quarterly, vol. I, N° 4, verano de 1989,
págs. 106-117.

práctica, una ciudad fantasma. Su magnífica catedral, lugar de coronación de 27 reyes franceses,
había resultado

gravemente dañada por los proyectiles, en buena medida de forma intencionada. Entre 1914 y 1918
los alemanes lanzaron

más de cien mil proyectiles sobre Reims.

Soldados franceses atrincherados cerca de Reims, en Champaña.

Adviértanse los daños en el edificio del fondo, víctima del fuego

artillero. (Library of Congress)


Pese al éxito de sus operaciones, Alemania se encontraba en una posición igual de incómoda. Toda
su estrategia había

dependido de la rapidez de su victoria en el oeste. Como el propio Moltke comprendió, el no


conseguirlo les exigía

combatir contra las potencias industriales de Gran Bretaña y Francia por un lado, mientras tenían que
rechazar los masivos

ataques de los rusos en el este. Por otra parte, una guerra larga permitiría a los británicos establecer
un bloqueo y atacar así

a la economía germana. En consecuencia, los tres países se comprometieron a seguir luchando en


1915, aun cuando poca

gente era capaz de recordar con exactitud cómo el asesinato de un impopular archiduque austríaco les
había puesto en

semejante apuro.

Capítulo 2
Sueltos como fieras salvajes
La guerra en Europa oriental
No hay pueblo que no muestre la marca de la

destrucción gratuita de la vida y de la propiedad:

casas quemadas, otras saqueadas; sus muebles

sacados a la calle y destrozados una vez allí. Los

interiores de las iglesias han sido arrasados y

profanados de forma invariable.

Artículo escrito desde Polonia en octubre de 1914

por el corresponsal del Daily Chronicle

londinense, PERCIVAL GIBBBON 31

En 1914 el movimiento de las grandes potencias en la Europa oriental dependía en gran medida de la
rapidez con que el

Ejército ruso concluyera la movilización. Dicho de manera sucinta, la movilización es el tiempo que
transcurre entre la

decisión de un país de preparar sus fuerzas armadas para la guerra y la finalización de esos
preparativos. Rusia tenía un

ejército inmenso de más de seis millones de hombres, pero estaba desplegado a lo largo y ancho de
la masa continental del

Estado más grande del mundo. Las inversiones anteriores a la guerra (muchas de ellas de empresas
francesas) para mejorar

la red de ferrocarriles rusos habían ayudado a incrementar su rapidez y eficacia, pero la


infraestructura de transporte rusa

seguía siendo lamentablemente inadecuada para la tarea de la movilización.

Una vez organizado, el Ejército ruso siguió afrontando un sinfín de problemas. Sus mandos estaban
divididos por

diferencias ideológicas, sociales y personales; varios de sus oficiales de mayor rango casi ni se
hablaban. Además, las

mismas dificultades de transporte que retrasaban la movilización garantizaban que, aun cuando los
rusos tuvieran el

material que necesitaban, las armas adecuadas rara vez llegaran a las unidades correctas y en el
momento debido. La

mayoría de las fortificaciones rusas estaban obsoletas, y el país seguía teniendo semejante fe en la
caballería (una fe que

pronto se revelaría anacrónica), que en los primeros días de la guerra un historiador escribió: «...los
ferrocarriles que

podrían haber enviado rápidamente al frente a la infantería, en su lugar fueron cargados con los
caballos y su forraje».32

Rusia tenía muchos militares dignos de admiración, pero tenía muchos más que debían sus puestos a
las intrigas

palatinas o a los contactos personales. Alexei Brusilov, uno de los oficiales rusos más competentes,
advirtió en los años

previos a la guerra que el sistema de promoción no valoraba «ni la independencia, ni la iniciativa, ni


la firmeza de ideas, ni

[la fuerza de] la personalidad». La visión del mundo del soldado de infantería ruso medio no le había
preparado para

comprender la guerra o el lugar que ocupaba en ella. Brusilov advirtió que los reclutas del interior
del país no tenían ni idea

de por qué estaban luchando. «Casi ninguno de ellos sabía quiénes eran esos serbios [en cuyo
nombre Rusia había entrado

de manera ostensible en la guerra]; de igual manera, tenían serias dudas acerca de lo que era un
eslavo.»33 A pesar de

ciertos sentimientos antigermanos en el seno del gobierno, eran pocos los soldados rusos que se
dedicaban a pensar en

exceso en los alemanes, y menos aún los que los odiaban. Los miembros de los estratos más elevados
de la sociedad

sentían escasa animadversión hacia los alemanes, tal y como se reflejó en el amistoso intercambio de
telegramas del zar

con su primo el kaiser, y varios miembros de la corte rusa, incluida la zarina, eran demostrablemente
germanófilos.
Los alemanes, por su parte, lo único que temían del Ejército ruso era su tamaño. La metáfora de
Dennis Showalter

sobre el Ejército ruso, como la de un boxeador de los pesos pesados sin ningún juego de piernas
elaborado ni

sincronización, es acertada. Los alemanes se veían a sí mismos como un habilidoso peso medio,
capaz de aprovecharse de

31 El epígrafe está extraído de una cita en Francis Halsey, The Litmny Digest History of the World
War, vol. 7, Nueva

York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 40.

32 Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág. 36.

33 Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 1914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Greenwood


Press, 1971, págs. 22 y

37.

un contrincante que, pese a su mayor tamaño, era más lento.34 Incluso sus aliados cuestionaban la
capacidad de los rusos

para proporcionar una ayuda militar significativa en caso de guerra. La mayoría de los observadores
franceses y británicos

de antes de la guerra consideraban primitiva la operatividad de los rusos, así como insuficiente su
estructura de apoyo, para

las exigencias de la guerra moderna.

El Ejército ruso estaba aquejado también de inmensos problemas en el frente interior. La guerra ruso-
japonesa de

1904-1905 había originado la creación de un Parlamento electo, pero apenas había contribuido a
compensar la fragilidad

del Estado. Mientras que en 1914 eran pocos los que predecían la magnitud de la revolución que
invadiría el país en 1917,

muchos creían que la estructura del Estado ruso estaba demasiado debilitada para sobrevivir a una
guerra prolongada.

Irónicamente, esta debilidad fue la que llevó a muchos miembros de la aristocracia rusa a sufragar la
guerra, con la
esperanza de que una emergencia nacional pudiera congregar al pueblo ruso alrededor del zar y de la
clase dirigente.

No obstante todos estos problemas, Rusia se sorprendió incluso a sí misma con un vigoroso esfuerzo
en los días y

semanas que siguieron a la orden de movilización del zar del 30 de julio. Cientos de miles de rusos,
procedentes en un

número desproporcionado de las ciudades, se alistaron voluntarios al servicio militar, y el número


de reservistas que no se

presentó a sus unidades según lo ordenado fue sustancialmente más bajo que lo que se había
esperado. Una semana

después de la promulgación de la orden de movilización, el zar recibió a los líderes de los


principales partidos

parlamentarios, muchos de los cuales le habían sido hostiles sin ambages. Todos acordaron aparcar
las diferencias

políticas y unirse para apoyar la guerra. Incluso los antisemitas más furibundos se refirieron
elogiosamente a los judíos del

país como súbditos compatriotas con un interés común en ganar la guerra.

Desde un punto de vista geográfico, Rusia ocupaba una posición que ofrecía ventajas e
inconvenientes por igual. La

frontera occidental incluía el saliente polaco, una protuberancia de unos 160 km que penetraba en la
frontera de Alemania

con Austria-Hungría. Por lo tanto, se exponía a un ataque conjunto del enemigo, aunque daba también
a los estrategas

rusos la opción de atacar por el norte, adentrándose en la provincia alemana de Prusia oriental, el
hogar tradicional de la

aristocracia alemana, o por el sur, a través de los Cárpatos, y penetrar en el centro agrícola de
Hungría. Los estrategas rusos

estaban divididos acerca de cuál de las dos opciones ofrecía las mejores posibilidades de éxito.
Casi todos los rusos

pensaban que los austrohúngaros serían más fáciles de derrotar, pero el terreno montañoso de los
Cárpatos era un
inconveniente. Un ataque contra Alemania, sin embargo, se revelaría como la mejor ayuda para
Francia; si Alemania fuera

derrotada, lo más probable es que Austria-Hungría no tuviera otra alternativa que rendirse.

Incapaces de decidirse entre las dos opciones, los rusos se decantaron por un plan bélico flexible, el
llamado Plan 19.

Este contenía dos variantes: una variante «A» contra Austria, y una variante «G», que implicaba un
ataque contra Prusia

oriental. La clave del Plan 19 radicaba en una movilización por etapas. Al contrario que los
alemanes, los rusos prefirieron

no esperar a que todas sus unidades se hubieran movilizado antes de empezar las operaciones
ofensivas. Veintisiete

divisiones rusas estuvieron listas para el combate antes de quince días; otras 25 se prepararon para
unirse a ellas ocho días

después. Menos de dos meses después de la decisión de movilización, el Ejército ruso tenía 90
divisiones en la saliente

polaca, y 20 más en la Transcaucasia, para protegerse de la contingencia de que el Imperio otomano


entrara en la guerra.

No obstante el éxito de la movilización, la campaña contra Prusia oriental tuvo problemas aun antes
de empezar. El zar

había convencido a su tío, el gran duque Nikolai, para que asumiera el mando de los ejércitos rusos.
Nikolai tenía una

impresionante carrera militar que se remontaba a la guerra ruso-turca de 1877-1878. Había sido el
responsable de muchas

de las importantes reformas militares que los rusos habían llevado a cabo tras el desastre de 1904 y
1905. Sin embargo, en

1909, como consecuencia de otra de las innumerables rivalidades internas, el nuevo ministro de la
Guerra, V. A.

Sukhomlinov, había relegado a Nikolai al desempeño de un papel secundario. Su marginación había


sido tan absoluta, que

cuando Nikolai aceptó el puesto de comandante en jefe el 2 de agosto, tuvo que ser informado sobre
el Plan 19, puesto que
no estaba familiarizado con sus detalles. Aunque se vio incapaz de declinar la petición de su sobrino,
se sintió

completamente abrumado por sus nuevas responsabilidades.

Nikolai ordenó que los ejércitos rusos entraran en combate antes de que se hubiera completado la
movilización,

presionando de inmediato tanto a Alemania como a Austria-Hungría. Al I y al II Ejércitos rusos se les


había encargado que

invadieran Prusia oriental. El jefe del I Ejército, Pavel Rennenkampf, era oriundo del Báltico
alemán; más tarde, esta

ascendencia conduciría a que fuera acusado sin fundamento de sentir simpatías por los alemanes y de
que sus errores

habían sido producto de una traición y no de un mal ejercicio del mando. Rennenkampf había ido
ascendiendo por el

sistema del Estado Mayor General ruso y estaba vinculado tanto al zar como a Nikolai. Por el
contrario, el jefe del II

Ejército, Alexander Samsonov, era un protegido del adversario de Nikolai, Sukhomlinov. La


rivalidad entre estos dos

últimos se había ido filtrando entre sus protegidos, y se había hecho tan profunda, que se había
convertido en una práctica

habitual el que a un jefe de ejército nombrado por el Ministerio de la Guerra se le asignara un


segundo al mando

34 Véase Dennis Showalter, Tanneberg: Clash of Empires, edición corregida, Dulles, Virginia,
Brnssey's, 2003, págs.

63-65.
procedente del Estado Mayor, y viceversa, a fin de minimizar las consecuencias negativas de la
rivalidad entre las

facciones. La muy difundida anécdota de que Rennenkampf y Samsonov se habían peleado a


puñetazos en el andén de una

estación de ferrocarril durante la guerra ruso-japonesa era falsa, pero la aversión mutua que se
profesaban era lo bastante

intensa para que las personas que conocían a los dos hombres se la creyeran sin dificultad.

El hombre sobre el que recayó la responsabilidad directa de superar estos problemas, el comandante
del frente

noroccidental, Yakov Zhilinski, apenas podía haber sido menos idóneo para el cometido. Feroz
defensor de la opción G

del Plan 19, tenía más ambición que aptitudes, y debía en buena medida su puesto al conocimiento
que tenía de los planes

y necesidades de los franceses. Sin embargo, era un hombre con quien resultaba difícil trabajar y que
tenía el mérito

notable de haberse granjeado la antipatía tanto de la camarilla de Sukhomlinov como de la de


Nikolai. A lo largo de toda la

campaña de Prusia oriental no consiguió coordinar los movimientos del I y del II Ejércitos, con unos
resultados

desastrosos.

Los soldados alemanes establecen una línea de fuego en Prusia oriental

en 1914. Las aplastantes victorias alemanas en el este compensaron en

parte los fracasos en el oeste, aunque no tuvieron fuerza suficiente para

obligar

Rusia

abandonar

la

guerra.

Colección

Hulton-Detitsch/Corbis)

Si los alemanes hubieran enviado a siete de sus ocho ejércitos al este, en lugar de al oeste, como
hicieron, lo más

probable es que estos desastres se hubieran producido antes. Enfrentado a una inferioridad numérica
de cuatro a uno, el

comandante del VIII Ejército alemán, Max von Prittwitz, decidió atraer a Rennenkampf al interior de
Prusia oriental e

intentar destruir allí su I Ejército. Combatir en Prusia oriental situaba a los alemanes en un territorio
familiar y les permitía

ser abastecidos por sus propios trenes; algo que quedaba vedado a los rusos, cuyas líneas
ferroviarias tenían un ancho de

vía diferente. La existencia de una cadena de lagos de más de 96 km, conocidos como los Lagos de
Masuria, limitaba las
vías de acceso de los rusos, lo que obligó a Rennenkampf a rodear los lagos hacia el norte, mientras
Samsonov se dirigía

hacia el sur, neutralizándose así la superioridad numérica de los rusos. Los alemanes habían
planeado y ensayado una

defensa activa de Prusia oriental durante años; el Estado Mayor de Prittwitz conocía a la perfección
lo que se suponía

tenían que hacer.

El plan era bastante sensato, pero al comandante del I Cuerpo alemán, Hermann von Francois, cuyo
nombramiento se

hace difícil de comprender, eso le traía sin cuidado. Su odio hacia los eslavos anuló su sentido de la
obediencia y el 17 de

agosto de 1914, desoyendo las órdenes de su superior, avanzó hacia la frontera rusa. A esas alturas,
Rennenkampf se había

adentrado en Prusia oriental, pero, ante la escasez de suministros y el agotamiento de sus hombres
tras una semana de

marcha, el 20 de agosto ordenó detenerse. El Estado Mayor de Francois interceptó una transmisión
de radio comunicando

la orden de detención, que los rusos no se habían molestado en codificar; sobre la base de ésta,
Francois convenció a

Prittwitz de que le permitiera atacar a los rusos que descansaban en la ciudad de Gumbinnen, a unos
40 km al oeste de la

frontera ruso-alemana.

Las catorce horas de combate que siguieron proporcionaron a los rusos una madrugadora, aunque
efímera, inyección de

confianza. Pese al rudimentario apoyo de la artillería rusa y a las tácticas de infantería aún más
rudimentarias, la

superioridad numérica de Rennenkampf se impuso, y Francois tuvo que admitir que carecía de la
fuerza necesaria para

empujar a los rusos al otro lado de la frontera. Mientras tanto, el II Ejército de Samsonov continuó su
avance por el sur de

los Lagos de Masuria, amenazando con envolver al VIII Ejército alemán. Prittwitz, considerando que
la situación era lo

bastante grave, se puso en contacto con Moltke, que en ese momento se concentraba en el avance
alemán en Bélgica, y le

informó de que, para evitar el envolvimiento, había ordenado una retirada general del VIII Ejército
de más de 100 km,

hasta posiciones seguras por detrás del río Vístula.

En retrospectiva, muchas de las decisiones que Moltke tomó en agosto de 1914 parecen erróneas,
aunque no así su

reacción ante la llamada de Prittwitz. Tras relevar a éste de sus funciones de inmediato, llamó al casi
septuagenario Paul

von Hindenburg, en aquel tiempo retirado del servicio después de una impresionante carrera militar
de cincuenta y un

años. Hindenburg había pasado gran parte de su jubilación en una finca que tenía en Prusia oriental,
entretenido en los

detalles de las diferentes posibilidades de invasión de su tierra natal por los rusos. Entusiasta,
inteligente y con una

presencia física imponente, había estado esperando con impaciencia un nombramiento desde el
estallido de la guerra. Era

la elección perfecta para asumir el mando del VIII Ejército. En otra decisión inspirada, Moltke
ordenó a Erich Ludendorff,

el héroe de Lieja, que se uniera a Hindenburg en calidad de jefe de su Estado Mayor. Los dos
hombres se encontraron por

primera vez el 23 de agosto, en el tren que los transportaba de Hannover al este.


Victoria en Tannenberg
Hindenburg y Ludendorff coincidieron en todo lo concerniente a la situación a la que se enfrentaba el
VIII Ejército. Aun

antes de encontrarse con Hindenburg, Ludendorff había asumido la responsabilidad de ordenar que
dicha unidad empezara

a concentrarse frente al II Ejército de Samsonov. Nada más que una solitaria división de caballería
se estableció frente al I

Ejército de Rennenkampf, el cual, en opinión de Ludendorff, había sufrido un número considerable de


bajas en la batalla

de Gumbinen para impedir que se moviera con rapidez en un futuro inmediato. Hindenburg aprobó
las nuevas

disposiciones enseguida, y nada más llegar al cuartel general del VIII Ejército, los dos generales
descubrieron que el jefe

de operaciones, el teniente coronel Max Hoffmann, había llegado por su cuenta a la misma estrategia
general y había

empezado los preparativos para una concentración frente a Samsonov.

Moltke tomó otra decisión que nunca ha perdido su carácter controvertido. En la creencia de que
disponía de efectivos

más que suficientes para tomar París, retiró dos cuerpos del ala derecha del avance alemán en
Francia y los envió al este.

Ambos cuerpos servirían de protección a Prusia oriental en el caso de que las audaces operaciones
ofensivas del VIII

Ejército contra los rusos fracasaran. Sin embargo, los dos cuerpos invirtieron todo el final de agosto
en trasladarse del

oeste al este y, en consecuencia, no se pudo contar con ellos ni para la batalla del Marne ni para la
que se estaba fraguando

contra Samsonov.

Samsonov, por su parte, se encontraba casi a oscuras sobre los acontecimientos que se desarrollaban
delante de él. Las

comunicaciones rusas eran tan primitivas, que Zhilinski tenía que enviar muchos de sus mensajes por
vía telegráfica hasta

Varsovia, donde eran decodificados y enviados al norte en automóvil, por carreteras mal
pavimentadas, hasta el cuartel

general de Samsonov. El 24 de agosto, mientras los británicos resistían en Mons, Bélgica, Zhilinski
informó a Samsonov

que en su sector sólo había un «número insignificante de fuerzas».35 Por lo tanto, Samsonov adelantó
el centro de su línea,

exponiendo peligrosamente sus flancos a un peligro cuya existencia ignoraba.

El alto mando alemán se dio cuenta de que las fisuras geográficas y personales entre los ejércitos
rusos ofrecía una

oportunidad de oro. Tras un momento inicial de duda, el 27 de agosto, el agresivo Francois condujo
el ataque que cortó las

líneas de retirada al flanco izquierdo y al centro del II Ejército. Al día siguiente, y desobedeciendo
de nuevo una orden, esta

vez de Lundendorff, de que ayudara a una unidad de reserva alemana amenazada, continuó el ataque
contra la retaguardia

de los rusos. Con apenas información fiable sobre su situación, Samsonov se movió con lentitud y no
consiguió frenar la

alarma creciente entre las filas rusas. El 29 de agosto el II Ejército estaba completamente rodeado.
Al darse cuenta del

desastre al que se enfrentaba, Samsonov se desmoronó. Después de decirle a su jefe del Estado
Mayor: «El emperador

confió en mí. ¿Cómo puedo mirarle a la cara después de semejante desastre?», desapareció en el
bosque y se suicidó.

Sin jefe, rodeados y sin ninguna esperanza de recibir refuerzos, los rusos fueron presas del pánico.
En muchos puntos,

el cerco alemán era demasiado débil para resistir un ataque decidido de los rusos, pero no se
produjo ninguno. De los

135.000 rusos atrapados en la bolsa, sólo escaparon 10.000 soldados; más de 100.000 hombres se
rindieron, junto a 500

piezas de su preciada artillería. A pesar de su superioridad numérica, el II Ejército ruso había


actuado de una manera

lamentable, sufriendo una derrota aplastante. El tamaño del inmenso Ejército ruso implicaba que la
derrota sólo afectaba a

cuatro de los treinta y siete cuerpos del país, pero las repercusiones psicológicas de la pérdida
sobrepasaron con creces las

materiales. El pesimismo se apoderó de los rusos, que empezaron a creer que no podrían contra la
mayor destreza militar

de los alemanes, una conclusión que compartían muchos en Francia y en Gran Bretaña.

35 Stone, op. cit.,


El alto mando del VIII Ejército alemán propuso el nombre de la batalla de Tannenberg en recuerdo
de otra librada en las

cercanías quinientos años antes, y en la que los caballeros polacos y lituanos habían derrotado a los
caballeros teutones.

Hindenburg, Ludendorff y Hoffmann creían que los alemanes habían devuelto la humillación que los
eslavos habían

inferido a sus antepasados. Ninguno de los tres estaba aquejado de falta de confianza en sí mismo, así
que se jactaron por

igual de haber planeado y llevado a cabo una de las mayores victorias de la historia militar, y no
tardaron en convencerse

de la superioridad de la organización y métodos alemanes sobre los de un enemigo hacia quien no


sentían ningún respeto

profesional ni sentimiento humanitario. Acaso, lo más importante de todo fue que el tamaño de Rusia
ya no los intimidaba.

«Tenemos una sensación de absoluta superioridad sobre los rusos», proclamó Hoffmann aquel otoño.
«Debemos ganar y

ganaremos.»36

El frente oriental, 1914.

36 Hoffrnann, citado en Francis Ilafscy, The Literary Digest History of the World War, vol. X New
York Funk and

Wagnalls, pág 59.

Exultantes con su magnífica victoria, los alemanes decidieron girar hacia el norte y realizar de nuevo
el mismo truco,

esta vez contra el I Ejército de Rennenkampf. Sin saber muy bien qué era lo que estaba ocurriendo en
el sur, y con sus

líneas de suministros amenazadas por la guarnición alemana de la fortaleza de Konigsberg, situada al


norte, Rennenkampf

se movió con lentitud y cautela. El 30 de agosto Zhilinski le informó de la magnitud de la derrota de


Samsonov, aunque el

cuartel general ruso supuso de manera equivocada que el siguiente movimiento de los alemanes sería
dirigirse al sur en
dirección a Varsovia. A fin de anular la maniobra, Zhilinski indicó a Rennenkampf que se adentrara
en Prusia oriental.

Una disposición ofensiva que desguarneció temporalmente los flancos de Rennenkampf. Por tercera
vez en menos de

un mes, el comportamiento agresivo y casi temerario de Francois le volvió a colocar en el centro de


los acontecimientos.

Después de hacer recorrer a sus hombres más de 100 km en cuatro días, sorprendió al flanco
izquierdo ruso y lo hizo

retroceder. Sin embargo, Rennenkampf, al contrario que Samsonov, no fue presa del pánico. Como
veterano de la rebelión

Bóxer que se había ganado el favor del zar en 1905 al arrebatar brutalmente parte del ferrocarril
transiberiano a los

revolucionarios, Rennenkampf había sobrevivido a varias quiebras personales y a cuatro fracasos


matrimoniales. Las

crisis no le eran ajenas, así que mantuvo la cabeza en su sitio a pesar del deterioro creciente de sus
posiciones estratégicas.

Deseoso de evitar la suerte de Samsonov, ordenó a dos divisiones que libraran una acción de
retaguardia, a fin de

permitir que el resto de sus tropas escaparan sanas y salvas. Del 10 al 12 de septiembre, su ejército
se retiró más de 80 km

hacia el interior de Rusia. En lo que llegaría a conocerse como la batalla de los Lagos de Masuria, el
I Ejército perdió a casi

150.000 hombres y 150 cañones. Los alemanes persiguieron al I Ejército en retirada hasta el interior
de Rusia, lo que les

hizo perder la ventaja del ferrocarril con el ancho de vía alemán. La abundante lluvia no tardó en
darle cierto respiro a los

rusos, y permitió que Rennenkampf reagrupara sus tropas y contraatacara el 1 de octubre en el bosque
de Augustow,

consiguiendo expulsar a las fuerzas alemanas de Rusia. La mala suerte del kaiser continuaba. Se
había unido al VIII

Ejército demasiado tarde para presenciar las victorias de Tannenberg y de los Lagos de Masuria,
pero llegó a Augustow a
tiempo de escapar de una carga de la caballería rusa.

Los primeros movimientos en el este habían desangrado a los rusos, pero éstos seguían conservando
sus enormes

reservas humanas. Los alemanes les habían infligido dos grandes derrotas, pero cuando llegó el
invierno, los rusos habían

conseguido redimirse limpiando su patria de tropas alemanas. Esta hazaña supuso un pobre consuelo
para sus aliados

británicos y franceses, que cada vez estaban más convencidos de la incompetencia incurable de los
rusos. Si los aliados

querían mantener el frente ruso activo, tendrían que proporcionar al Ejército ruso ayuda material
directa y tanto

asesoramiento como los rusos estuvieran dispuestos a aceptar. Según un viejo proverbio ruso, Rusia
nunca es tan fuerte

como parece, pero tampoco tan débil como deja entrever. A finales de 1914 la máxima era un fiel
reflejo tanto de la nefasta

situación de Rusia en el norte como de su capacidad para soportar más castigo.

La campaña de Serbia

Los rusos confiaban en obtener más éxitos contra el Ejército austrohúngaro que contra el alemán. El
Imperio

austrohúngaro estaba aquejado de tantos problemas, que incluso su emperador, Francisco José, de 84
años, albergaba

serias dudas acerca de su supervivencia. Hermano del infortunado emperador Maximiliano de


México, Francisco José

ocupaba el trono desde 1848, lo que le convertía en el monarca europeo con más años de reinado. El
emperador era la

cabeza visible de un imperio multiétnico, con tres ineficientes administraciones que utilizaban tres
idiomas distintos: el

alemán, el húngaro y el croata. A su vez, el ejército tenía que utilizar once idiomas si quería dar
cabida en su seno a las

principales minorías étnicas del imperio, muchos de cuyos miembros esperaban de forma activa su
desmembración. El
antihéroe creado por el escritor y veterano soldado checo Jaroslav Hasek en su obra El soldado
Schweik (escrita en la

década de 1920) reaccionaba ante la noticia del asesinato de Fernando diciéndole a su asistenta que
él conocía a dos

Fernandos, uno que se había bebido por equivocación una botella de tinte para el pelo, y otro que
recogía estiércol.

«Ninguno de los dos sería una gran pérdida», añadía. La sátira de Hasek captaba los sentimientos
contrapuestos de tantos

austro-húngaros hacia la guerra y el propio imperio.37

La economía del Imperio austrohúngaro, en su mayor parte agrícola, obligaba a éste a mantener los
gastos militares al

mínimo. Su dispendio per cápita en defensa era el más bajo de todas las grandes potencias. Esta falta
de recursos, junto con

la necesidad de trabajadores agrícolas, significaba que tenía también el porcentaje más bajo de
hombres en el ejército de

todas las potencias continentales. El imperio entrenaba anualmente sólo al 22 % de los hombres
aptos para el servicio

militar, en comparación con el 40 % de Alemania y el 86 % de Francia.38 La famosa pulla de


Napoleón acerca de que los

37 Jaroslav Hasek, The Good Soldier Schweik (1930), Nueva York, Doubleday, 1963, pág. 21 (trad.
cast.: Las

aventuras del valeroso soldado Schweik, Barcelona, Destino, 1980).

38 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-1918, Londres,
Edward Arnold, 1977, pág.

12.
austríacos eran siempre un ejército, una cosecha y un concepto demasiado tardíos, seguía siendo
aplicable al imperio en

1914.

A pesar de estas deficiencias, los miembros de la élite gobernante austro-húngara ambicionaban


aumentar su poder, en

especial en los Balcanes. En 1908 el imperio se había anexionado la provincia de Bosnia-


Herzegovina tras arrebatársela al

declinante Imperio Otomano. La incorporación de cerca de 500 km de costa en el mar Adriático daba
al Imperio
austrohúngaro bases navales adicionales y una lengua de tierra que era una amenaza para Serbia; no
por casualidad, dejaba

también a esta última sin salida al mar. El jefe del Estado Mayor General del Ejército austro-
húngaro, el general Franz

Conrad von Hotzendorf, era de la creencia de que el imperio debería haber seguido adelante hasta
conquistar Serbia en su

integridad. A partir de entonces, presentaba cada año al emperador unos planes para una guerra
preventiva contra Serbia

«con la regularidad de un almanaque».39

El conde Franz Conrad von Hotzendorf, jefe del Estado

Mayor General austrohúngaro, había instado durante años a

su gobierno a librar una guerra preventiva contra Serbia. El

fracaso de su plan de guerra en alcanzar alguno de los

objetivos del Estado austríaco condujo a su destitución a

finales de 1918 (© Corbis)

La guerra de los Balcanes de 1912-1913 tuvo como resultado la conquista por parte de Serbia de dos
antiguas

provincias otomanas, Novibazar y Macedonia. De este modo, Serbia duplicó su tamaño y aumentó su
confianza. Sus

llamamientos a la unificación de todos los eslavos en un Estado de predominio serbio se fueron


haciendo cada vez más

estridentes. Tal retórica amenazaba la viabilidad interna de Austria-Hungría, donde los eslavos
representaban una de las

minorías étnicas más numerosas. El ejército dependía, en buena medida, de los eslavos para la clase
de tropa, aunque los

alemanes y los magiares dominaban el cuerpo de oficiales. Por consiguiente, los austríacos creyeron
que el asesinato del

39 C. R. M. F. Cruttwell, A History of the Great War; 1914-1918, Oxford, Clarendon Press,


l934.pág.4.
archiduque por un grupo de eslavos, que suponían relacionados con oficiales serbios, no podía
quedar sin respuesta.

Conrad y otros austrohúngaros partidarios de la línea dura vieron en el asesinato una oportunidad de
arreglar cuentas

con Serbia. Conrad era un oficial de Estado Mayor inteligente y capaz, pero no había conseguido
nunca meterse en la

cabeza la famosa sentencia de Clausewitz de que la guerra es una prolongación de la política por
otros medios; para él, la

guerra era, o debería haber sido, la fuerza rectora de la política de Estado. Sólo el ejército, había
argumentado de manera

reiterada, podía unificar las muchas nacionalidades recíprocamente antagónicas del imperio en un
todo leal. Mediante la

guerra contra cualquier alianza de Serbia, Rusia e Italia, confiaba en repetir el gran éxito de Otto von
Bismarck durante las

guerras de la unificación alemana y crear un imperio poderoso que devolviera a Austria a la


categoría de las potencias de

primer orden.

En julio de 1914 Conrad consideró que sus oportunidades se estaban desvaneciendo, mientras que el
relativo poder de

Austria en Europa sólo iría a menos en los años venideros. Muchos alemanes estaban de acuerdo con
él. Cuanto más

tiempo dieran a los rusos para modernizar su ejército y construir líneas ferroviarias, más difícil se
haría la labor de Austria.

Fueron muchos los que creyeron que era mejor combatir en 1914 que en 1917, cuando el programa de
modernización de

los rusos preveía obtener sus frutos. La última crisis de los Balcanes provocada por el asesinato
daba a los líderes

austrohúngaros la oportunidad de establecer las condiciones para la guerra. El rechazo de Serbia al


duro ultimátum les

proporcionó la apariencia de justificación que necesitaban para dar los últimos pasos. Así pues,
Conrad tuvo una

oportunidad para promulgar su último plan para aquella guerra que deseaba más que casi cualquier
otro en Europa.

La aversión mutua entre Austria-Hungría y Serbia proporcionó la causa

inmediata para la guerra y alimentó la enconada campaña de los Balcanes.

Los soldados austrohúngaros, como los que se muestran en la foto, rara vez

hacían prisioneros serbios. (National Archives)

Al menos sobre el papel, el plan era bastante refinado y resolvía una contradicción del pensamiento
austrohúngaro.

Conrad ansiaba en cuerpo y alma enviar a su ejército al sur para conquistar y someter a los
detestados serbios. Sin

embargo, era consciente de que tenía que precaverse contra la posibilidad de un movimiento masivo
de los rusos a través

de los Cárpatos. Había confiado en que Alemania pudiera aceptar la responsabilidad primordial de
controlar esa

posibilidad, mientras él actuaba contra Serbia. Pero durante los años previos a la guerra las
conversaciones entre los

Estados Mayores de los dos aliados habían sido limitadas; entre 1897 y 1907 no se habían reunido ni
una sola vez. Y, a

partir de entonces, las conversaciones siguieron siendo limitadas, porque los alemanes sospechaban
que los espías rusos se

habían infiltrado en el Estado Mayor de los austríacos. De resultas de todo ello, tanto Alemania
como Austria-Hungría

dieron por sentado que el otro se enfrentaría al gigante ruso mientras que el ejército propio iba a la
caza de su presa

fundamental. La mera existencia de tan gran malentendido pone de relieve la naturaleza problemática
de la alianza

germano-austríaca.

Dada su incapacidad para predecir tanto los movimientos de los rusos como la ayuda alemana,
Conrad desarrolló un

plan que le permitía atacar Serbia, amenazara Rusia a Austria-Hungría o no. El plan dividía al
ejército en tres grupos. El

Minimalgruppe Balkan, compuesto por nueve divisiones, avanzaría sobre la capital serbia, Belgrado,
y la tomaría,

neutralizando así a los serbios. El A-Staffel, con veintisiete divisiones, avanzaría hacia el sur de
Polonia, presumiblemente

con una significativa ayuda alemana, para impedir las operaciones rusas allí. El último grupo, el B-
Staffel, integraba a diez

divisiones. Si los rusos se desplegaban con rapidez, esta última unidad se uniría al A-Staffel para
defender los Cárpatos; de

lo contrario, se uniría a la guerra contra Serbia o se desplegaría contra Italia, en el esperado supuesto
de que ese país

incumpliera los compromisos de la Triple Alianza firmada con Alemania y Austria.


Con este plan, el tambaleante Imperio austrohúngaro entró en la guerra. El Minimalgruppe Balkan
marchó

amenazadoramente hacia Serbia bajo el mando del general Oskar von Potiorek, el hombre
responsable del destacamento

de seguridad del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. Daba la casualidad de que la


vanguardia de las fuerzas

austrohúngaras estaba integrada en su mayor parte por el VIII Cuerpo checo, de cuyos soldados el
alto mando austríaco

barruntaba su «inclinación a la traición».40 Hacía mucho tiempo que los checos reclamaban mayor
autonomía dentro del

imperio, y su lealtad no dejó de cuestionarse a lo largo de toda la guerra. Sin embargo,


desempeñaron el papel principal
cuando la fuerza de 200.000 hombres de Potiorek entró en Serbia desde el oeste y el noroeste al
mismo tiempo. Su objetivo

final, Belgrado, se levantaba cerca de la frontera austrohúngara y su deficiente fortificación condujo


a Potiorek a predecir

una victoria fácil.

Enfrente del Ejército austrohúngaro estaban los 250.000 correosos soldados del Ejército serbio y
50.000 hombres más

procedentes de su pequeño aliado balcánico, Montenegro. Al contrario que los soldados


austrohúngaros, los serbios habían

tenido éxitos bélicos recientes en las guerras de los Balcanes y, por consiguiente, estaban más al
tanto de la naturaleza de la

guerra moderna. Su comandante, Radomir Putnik, había sido en buena medida el responsable de las
grandes victorias de

las guerras de los Balcanes desde su puesto como ministro de la Guerra. No obstante, después de la
segunda guerra de los

Balcanes su salud había sufrido un rápido deterioro; cuando empezó la crisis de julio, estaba
recibiendo tratamiento en un

balneario austríaco. Las autoridades austrohúngaras lo habían detenido temporalmente, pero tanto
Francisco José como

Conrad autorizaron su liberación, al parecer, por suponer que a su edad (67 años), y en su estado de
debilidad, no suponía

ninguna amenaza.

Radomir Putnik, jefe del Estado Mayor General

serbio, modernizó el ejército durante los años

anteriores a la contienda y lo condujo a la victoria

en las guerras de los Balcanes. También lo dirigió

con habilidad en los meses iniciales de la Primera

Guerra Mundial, pero fue relevado del mando

cuando las fuerzas serbias tuvieron que huir a


Corfú. (Library of Congress)

40 John R. Schindler, «Disaster on the Drina: The Austro-Hungarian Army in Serbia, 1914», War in
History, N° 9, 2002,

pág. 159.

Supusieron mal. A Putnik le quedaba todavía abundante ardor guerrero, y organizó a sus fuerzas en
una sucesión

impresionante de defensas de campaña. Luego, permitió que los austríacos avanzaran, extendieran
sus líneas de

abastecimiento y desguarnecieran sus flancos. Aunque la artillería y los ataques aéreos austríacos
destruyeron 700

edificios en Belgrado, Putnik consiguió hacer retroceder a los invasores en un enfrentamiento


conocido como la batalla del

Jadar, que tuvo lugar del 16 al 23 de agosto. Putnik había conseguido defender el territorio serbio a
pesar de la inferioridad

numérica y de la carencia casi total de piezas de artillería pesada modernas, tomó, entonces, la
imprudente decisión de

adentrarse en la Bosnia controlada por los austríacos, con la esperanza de hacer realidad la retórica
serbia de librar una

guerra de liberación eslava y confiando en provocar una revuelta local.

Potiorek aprovechó el avance de las fuerzas serbias para volver a atacar. Durante diez días (del 10
al 17 de septiembre)

de lucha implacable, los dos ejércitos combatieron por controlar las cabezas de puente austríacas a
ambos lados de los ríos

Save y Drina. Si las municiones de los serbios no hubieran empezado a escasear, lo más probable es
que éstos hubieran

repetido el éxito de las operaciones de los meses anteriores. Por el contrario, Putnik tuvo que admitir
que carecía de la

fuerza necesaria para hacer retroceder a los austríacos. Así que optó por la prudencia y se retiró a
posiciones defensivas en

las montañas, confiando en obligar al enemigo a desgastarse en un terreno difícil. En cuanto se


presentara la ocasión,
Putnik tenía planeado contraatacar y volver a perseguir a las fuerzas austrohúngaras hasta echarlas de
Serbia.

En el ínterin, el plan de Conrad se había desmoronado ante la realidad de la guerra moderna. A fin de
proporcionar la

máxima flexibilidad y la mayor rapidez de maniobra posibles, su Estado Mayor decidió organizar a
los hombres asignados

al B-Staffel en Galitzia. La región contaba con una red ferroviaria lo bastante extensa para permitir el
despliegue de

grandes formaciones hasta casi cualquier punto del imperio. Esa decisión obligó a las formaciones
subordinadas del

B-Staffel a trasladarse al extremo norte del imperio, sólo para organizarse y ser transportadas al sur
cuando los fracasos de

Potiorek hicieron necesaria su presencia en Serbia; a finales de agosto, seguían intentando


organizarse en Galitzia. La

niebla y los condicionamientos de la guerra impidieron que se cumplieran los complicados


calendarios de los que había

dependido Conrad. En consecuencia, el B-Staffel, que se había creado para que luchara tanto en el
norte como en el sur, se

pasó el tiempo en tránsito y no llegó a combatir ni una sola de las veces que se le necesitó en uno u
otro sitio.

A pesar de todos sus esfuerzos, Putnik no pudo conservar Belgrado, y los austríacos entraron
finalmente en la ciudad el

2 de diciembre. Estos habían conseguido un objetivo que podría haber puesto fin a la guerra, si
Alemania y Rusia hubieran

mantenido la neutralidad; a esas alturas, la toma de Belgrado tuvo escasa trascendencia en un


panorama bélico mayor que

se expandía con rapidez. No obstante, para los mandos austrohúngaros la toma de la capital de
Serbia representaba una

oportunidad de catarsis. Belgrado era el hogar de los enemigos más implacables del imperio y, en
consecuencia, los

militares austrohúngaros la eligieron para dar un escarmiento ejemplar. Un corresponsal de guerra


norteamericano que
viajaba para escribir un famoso artículo sobre la revolución bolchevique, y que se encontraba en
Serbia aquel diciembre,

escribió:

Los soldados [austríacos] andaban sueltos por la ciudad como fieras salvajes, quemando y
saqueándolo

todo, violando... Vimos el Hotel d'Europe después de su saqueo, y también la ennegrecida y mutilada
iglesia

donde tres mil personas, entre hombres, mujeres y niños, fueron encerradas durante cuatro días sin
comida

ni bebida, antes de ser dividas en dos grupos: unos fueron enviados a Austria como prisioneros de
guerra; a

los otros se le hizo caminar por delante del ejército mientras éste se dirigía hacia el sur a luchar
contra los

serbios.41

Aquello fue el principio de un terrible suplicio para Serbia. En 1914 el país sólo disponía de 350
médicos debidamente

cualificados, y más de cien habían servido y muerto en el ejército. Los medicamentos y los hospitales
bien equipados

escaseaban en igual medida. La sanidad y la salud públicas, ya precarias de por sí, se hundieron por
completo. El tifus, el

cólera y otras enfermedades no tardaron en estar fuera de control. Según un cálculo aproximado de la
época, sólo el tifus

aquejaba al 65 % de la población.42

Pero si los austríacos pensaron que habían eliminado a los serbios, pronto se dieron cuenta de su
error. Francia y Gran

Bretaña se apresuraron a enviar a Serbia munición y a cientos de enfermeras y médicos para contener
las derrotas militares

y aliviar el sufrimiento de la población. Putnik esperó a que el río Kolubra, en la retaguardia de los
austríacos, empezara a

desbordarse; entonces, el 3 de diciembre lanzó un ataque feroz contra las líneas enemigas. Con el río
crecido detrás de
ellos, impidiéndoles una retirada ordenada, y un clima invernal que complicaba el reabastecimiento,
los austríacos

combatieron de manera desesperada durante seis días, sufriendo un número de bajas espantoso. El 15
de diciembre las

fuerzas serbias volvieron a entrar en Belgrado mientras los austríacos lograban por fin encontrar la
manera de vadear los

ríos con relativa seguridad. El plan de Conrad para aniquilar a su enemigo más odiado había
fracasado.

41 John Reed, citado en Martin Gilbert, The First World War: A Complete History. Nueva York,
Henry Holt, 1994, pág.

III (trad. cast.: Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004).

42 Halsey, op. cit., vol. I, pág. 93.


La campaña de Serbia sirvió como intenso ejemplo de la desmodernización de la guerra. Lejos del
frente occidental, el

combate en la Primera Guerra Mundial se parecía más al de los siglos XVIII y XIX que a la guerra
mecanizada de aquél.
La enfermedad, las largas marchas y el salvaje combate cuerpo a cuerpo dominaban esta campaña,
como lo harían en

muchas otras del frente oriental. La movilidad de las líneas del frente implicaba mayores penurias
para la población civil,

que no podía huir ni esconderse de la guerra. Los pueblos cambiaban de manos con frecuencia, y los
mal aprovisionados

soldados cogían lo que necesitaban, incluso arrebatándoselo a la gente que se suponía estaban
defendiendo.

Las pérdidas austríacas, en lo que se presumía iba a ser la más fácil de sus dos opciones de guerra,
fueron atroces.

Según estimaciones recientes, las bajas austríacas durante la campaña serbia de 1914 fueron de
227.000 hombres o, lo que

es lo mismo, cinco veces las sufridas a lo largo de toda la guerra con Prusia en 1886. Conrad
sustituyó a Potiorek por el

archiduque Eugen, que se estableció en los cuarteles de invierno e intentó reorganizar su nuevo
ejército. Conrad decidió a

regañadientes que sus fuerzas tendrían que permanecer a la defensiva contra Serbia y buscar un
desenlace contra Rusia,

donde su A-Staffel había salido poco mejor parada que el Minimalgruppe Balkan.

Las campañas de los Cárpatos y de Polonia

A mediados de agosto los rusos habían reunido en el sur a más de 400.000 hombres en cuatro
ejércitos distintos, todos bajo

el mando absoluto del jefe del frente sudoccidental, Nikolai Ivanov. Este debía su puesto al éxito
obtenido en la represión

de un amotinamiento naval en la base del mar Báltico de Kronstadt, en 1906. A pesar de su mediocre
hoja de servicios en

la guerra ruso-japonesa y de su evidente carencia de ideas y entusiasmo, conservó el mando. De los


cuatro jefes de los

ejércitos bajo su mando, tres eran, siendo generosos, de una capacidad desigual. Por suerte para
Ivanov y los primeros
éxitos de Rusia, el frente sudoccidental también incluía al mejor general ruso de la guerra, Alexei
Brusilov, a la sazón al

mando de la unidad más meridional, el VIII Ejército.

Los planes de los rusos preveían avanzar contra la línea de fortificaciones que los austríacos tenían
en el norte de los

Cárpatos, en Galitzia. Las defensas de esta región se levantaban en torno a cuatro puestos de
avanzada principales. De este

a oeste, éstos eran Lemberg, Przemysl, Tarnów y Cracovia. Si los rusos eran capaces de llegar a
Cracovia con un nutrido

número de efectivos, se les abrirían dos opciones tentadoras. Por un lado, podrían desplazarse hacia
el sudoeste, siguiendo

las estribaciones occidentales de los Cárpatos, hasta entrar en el valle del río Oder, situado entre
Austria y Hungría. Hacer

esto supondría amenazar la cosecha del granero de Austria-Hungría e imponer a su enemigo unas
privaciones enormes. La

otra alternativa era desplazarse hacia el noroeste, adentrarse en las tierras bajas de Silesia, región
histórica de gran riqueza

mineral, y dirigirse a Breslau. Semejante maniobra pondría en peligro el buen funcionamiento de la


industria alemana y

presionaría a Alemania para que defendiera Berlín desde una dirección donde había pocos fuertes y
menos defensas

naturales.

Para conseguir este objetivo, los rusos tenían que tomar primero Lemberg, la capital de Galitzia y
una de las ciudades

más grandes del Imperio austro-húngaro. Lemberg estaba protegida por una sucesión impresionante
de fortificaciones bien

provistas de artillería y conectadas con Austria por cuatro líneas de ferrocarril diferentes, la más
importante de las cuales,

en orden al abastecimiento de la guarnición, era la que discurría hacia el oeste, en dirección a


Przemysl. Lemberg había

sido también uno de los puntos en los que se había congregado el IV Ejército austrohúngaro. La
presencia de tropas rusas

en la zona obligó a efectuar otro cambio más en el plan de guerra austrohúngaro.

Para anticiparse a un avance ruso sobre los Cárpatos, Conrad ordenó una ofensiva contra la Polonia
rusa. Entre el 23 de

agosto y el 1 de septiembre, el I y el IV Ejército austríacos lograron hacer retroceder a los rusos casi
160 km en distintos

lugares. Más al sur, sin embargo, el avance no fue tan bien, obligando a los austríacos a retirarse
hacia la supuesta

seguridad de Lemberg. Dejando una guarnición detrás para defender la fortaleza, el II y III Ejércitos
austríacos

retrocedieron a su vez casi 160 km, lo que les dejó literalmente con las espaldas contra los Cárpatos.

Rodeada y en una inferioridad numérica abrumadora, la guarnición de Lemberg conmocionó a los


mandos del Ejército

austrohúngaro al rendirse sin disparar un solo tiro en su defensa. Los cálculos aproximados sobre la
magnitud de las bajas

austríacas varían sobremanera: según fuentes de la época, 600.000 soldados austrohúngaros fueron
hechos prisioneros de

guerra, y los rusos se apoderaron de 637 piezas pesadas de artillería. Para éstos, Lemberg era una
base ideal desde la que

ejecutar las operaciones hacia el oeste, toda vez que sus líneas ferroviarias la conectaban con los
centros de abastecimiento

rusos de Kiev y Varsovia. Przemysl, la siguiente fortaleza en el eje del avance ruso, se erigía a sólo
112 km al oeste.

La victoria de los rusos en Lemberg constituyó uno de los primeros éxitos de importancia de los
aliados en la guerra, lo

que proporcionó a Rusia un mínimo de confianza en sí misma tras el desastre de Tannenberg. Los
rusos restituyeron a la

ciudad su antiguo nombre eslavo de Lvov, eliminando así, de manera simbólica, cualquier vestigio
de sus lazos con los

germanos. En un movimiento parecido, los rusos rebautizaron San Petersburgo, poniéndole el nombre
ruso de Petrogrado.
La mayoría de los habitantes de Lvov recibieron a los rusos como liberadores, ya que la Galitzia
oriental tenía una gran

población de rutenos [habitantes ucranianos de Polonia], que, en su mayoría, alimentaban


sentimientos prorrusos.

La campaña de los Cárpatos se cobró numerosas víctimas civiles. Los numerosos judíos de la región
apoyaban a

Austria-Hungría, la cual permitía —caso único entre las grandes potencias— que éstos sirvieran en
el ejército como

oficiales de alto rango. Los judíos de Galitzia temieron ser víctimas del virulento antisemitismo del
régimen zarista, que,

sólo en los últimos tiempos, acababa de cometer terribles atrocidades durante los bien conocidos
pogromos. El grupo

étnico más numeroso de Galitzia, el polaco, carecía de Estado, después de que las tres grandes
potencias del frente oriental

se hubieran repartido Polonia a finales del siglo XVIII. En consecuencia, los polacos servían en los
tres ejércitos, a menudo

a regañadientes. La declaración del zar en agosto de 1914, en virtud de la cual se concedía la


autonomía a Polonia dentro

del Imperio ruso a cambio de la lealtad de sus habitantes, influyó en algunos de los polacos menos
cínicos. Los más cínicos

entre sus dirigentes se afanaron en encontrar el medio por el cual la victoria de un lado pudiera
conducir de nuevo a la

independencia de Polonia. Así las cosas, colaboraron con y en contra de ambos bandos, sufriendo a
menudo terribles

represalias cuando los pueblos y ciudades cambiaban de manos.

Tras la caída de Lemberg/Lvov, los dos bandos centraron su atención en Przemysl. El VIII Ejército
de Brusilov avanzó

hasta la mitad del camino a Przemysl y se apoderó de la ciudad de Grodek el 12 de septiembre. Los
alemanes se

apresuraron a enviar refuerzos a Przemysl y a Cracovia para levantar a los desmoronados austríacos
y evitar un gran
avance ruso. Las fuerzas austríacas y alemanas siguieron retirándose hasta casi 160 km más.
Abandonaron la fortaleza de

Przemysl con 120.000 hombres y suficiente comida hasta la primavera. Aunque rodeada y con pocas
esperanzas de llegar

a ser liberada, Przemysl resistió todo el invierno, amenazando las líneas de suministros rusas e
inmovilizando a decenas de

miles de soldados rusos. En marzo de 1915 un observador británico escribió de los defensores de la
fortaleza: «No he visto

nunca una gente más abatida y desesperada».43 Przemysl acabó rindiéndose a los rusos el 22 de
marzo de 1915.

Cosacos rusos en la ciudad-fortaleza austríaca de Lemberg en

1915, tras la primera victoria clara de los aliados en la guerra.

La presión rusa sobre los austríacos obligó a Alemania a

acudir en ayuda de sus atribulados aliados. (© Colección

Hnlton-Deutscb/Corbh)

El avance hacia el oeste de la ofensiva rusa no tardó en ralentizarse. Los trenes rusos y austríacos
utilizaban un ancho
de vías diferente (los austríacos, como era lógico, compartían el alemán), lo que ocasionaba enormes
problemas de

abastecimiento a los rusos. A la mayoría de las unidades se les estaban acabando los proyectiles de
artillería, así como la

munición de bajo calibre.

La falta de ropa de invierno hizo imposible una maniobra a través de los puertos de montaña de los
Cárpatos para

adentrarse en Hungría; además, los soldados magiares defendieron su patria con un ardor cada vez
mayor. Las

enfermedades, las congelaciones y las privaciones se convirtieron pronto en el destino de ambos


ejércitos. La ofensiva rusa

se detuvo en octubre, cuando las patrullas de su caballería llegaron a poco más de 30 km de los
alrededores de Cracovia.

La campaña de los Cárpatos destruyó los ejércitos profesionales de antes de la guerra tanto de Rusia
como de

Austria-Hungría. Murieron miles de oficiales y, lo que fue aún más importante, de suboficiales bien
entrenados, a los que

no se pudo reemplazar. En lo referente a 1914, las bajas austríacas se estimaron en 250.000 muertos
(muchos por

enfermedad) y heridos y en casi 100.000 prisioneros de guerra. Aunque no hay acuerdo con respecto
al número de bajas

rusas, hay que considerar que cuando menos fueron equivalentes. Brusilov se refería a los dos
ejércitos cuando describió a

los hombres que habían sustituido a los soldados de antes de la guerra de la siguiente manera: «Cada
vez se parecían más

a una especie de milicia mal adiestrada... Muchos soldados ni siquiera sabían cargar sus rifles; en
cuanto a dispararlos,

cuanto menos se diga al respecto, mejor». 44

Los enfrentamientos también hicieron estragos en el corazón del saliente polaco. A mediados de
septiembre,

Hindenburg trasladó parte del VIII Ejército al sur de Varsovia y lo convirtió en el IX Ejército
alemán; el 28 del mismo mes,

la unidad se encontraba lista para avanzar, pese a la superioridad numérica de las fuerzas rusas que
tenía enfrente.

Hindenburg había albergado la esperanza de conseguir alejar a los rusos de Varsovia, ciudad que
deseaba ocupar para

establecer en ella el cuartel de invierno del IX Ejército. A mediados de octubre su avance se topó
con unas fuerzas rusas

más numerosas, y ordenó prudentemente la retirada hacia el noroeste. Al marcharse, los alemanes
devastaron Polonia,

quemando la tierra tras ellos tal y como habían hecho en Francia después del contratiempo sufrido en
el Marne.

El contraste evidente entre el comportamiento militar alemán, diestro incluso en la retirada, y los
caóticos movimientos

iniciales de los austríacos, desembocó el 1 de noviembre en la creación de un mando conjunto.


Hindenburg asumió el

papel de comandante en jefe de las fuerzas germano-austríacas en el frente oriental. La medida llevó
a un oficial ruso a

43 Citado en Stone, op. cit., pág. 114.

44 Brusilov, op. ib., págs. 93-94.

informar a un homólogo británico que el Ejército austrohúngaro «ha dejado de existir como fuerza
independiente».45 La

fusión de los dos ejércitos hirió el orgullo austrohúngaro, pero mejoró el trabajo y preparación de su
Estado Mayor de

forma inconmensurable. Hindenburg entregó el mando del IX Ejército a August von Mackensen,
profesional consumado y

favorito del kaiser, que había servido de manera distinguida en Tannenberg y en los Lagos de
Masuria.

Con esta nueva organización, Hindenburg planificó una última ofensiva en el este para 1914. El 11 de
noviembre

ordenó que el IX Ejército realizara un ataque entre el I y el II Ejércitos rusos, en ese momento
reacondicionándose tras las
derrotas aplastantes sufridas en agosto y septiembre. Para entonces los rusos estaban planeando
reanudar la ofensiva y

habían dejado desguarnecidos los flancos. El infortunado Pavel Rennenkampf vio en peligro una vez
más a su ejército,

cuando los alemanes envolvieron al II Ejército al sur de donde él se encontraba; de nuevo, sus
unidades estaban situadas

demasiado al norte para servir de alguna ayuda significativa.

El 15 de noviembre los rusos se replegaron hacia el centro de suministros de Lodz, situado a unos
doscientos

kilómetros al sudoeste de Varsovia. El moverse a marchas forzadas y cierta rapidez de ideas


permitieron a los rusos

congregar a siete cuerpos en torno a la ciudad antes de que los alemanes pudieran llegar allí con un
número considerable de

efectivos. Ludendorff creyó por error que los rusos se estaban retirando de manera precipitada hacia
Varsovia y ordenó a

sus unidades que se metieran por detrás de ellos y les cortaran las vías de retirada. Esta decisión
dejó a las fuerzas alemanas

diseminadas, agotadas y lejos de las líneas de suministro. Por un momento dio la sensación de que
los rusos podrían

obtener una gran victoria.

Pero la rapidez mental del comandante de un cuerpo de reserva alemán, Reinhard von Scheffer-
Boyadel, cambió la

situación. Al darse cuenta de que los rusos se estaban moviendo con la intención de rodearlo, y no de
retirarse hacia

Varsovia, atacó allí donde la línea rusa estaba defendida únicamente por dos unidades cansadas y
mediocres. Su unidad

combatió durante nueve días en medio de una fuerte ventisca, evitando no sólo que los rodearan, sino
haciendo prisioneros

a 16.000 rusos y apoderándose de 64 piezas de artillería mientras se abría paso hasta posiciones más
seguras. El I y el II

Ejército rusos habían vuelto a sufrir unas derrotas monumentales, perdiendo entre los dos 100.000
hombres. Los rusos

abandonaron Lódz el 18 de noviembre y se retiraron hacia Varsovia. Los alemanes vieron frustrado
su esfuerzo de tomar

Varsovia, pero alejaron lo suficiente de la frontera a los rusos para proteger su patria. Aunque en ese
momento no lo sabía

nadie, las fuerzas rusas no volverían a acercarse tanto a Alemania. Las dos derrotas aplastantes
significaron también el fin

de Rennenkampf. Procesado por ciertas incorrecciones relacionadas con algunos contratos de guerra,
utilizó sus

influencias para evitar la cárcel, y llegó incluso a ser gobernador de Petrogrado, aunque no volvió a
tener tropas a su

mando nunca más. Tiempo después, los bolcheviques le ofrecieron el mando de la Armada Roja; al
no aceptarlo, lo

ejecutaron por traidor.

Los acontecimientos de 1914 devastaron Polonia, cuyo sufrimiento se vio incrementado por un
invierno glacial y por

los enfrentamientos permanentes en diez de los once distritos del país. Los cálculos aproximados de
la época estimaron en

doscientas las ciudades destruidas, mientras que el número de pueblos que corrieron igual suerte se
cifró en 9.000

poblaciones. Más de doscientos mil polacos se quedaron sin hogar, y la pérdida de más de dos
millones de cabezas de

ganado eliminó en la práctica la leche y la carne de la dieta de los campesinos.4615 Las grandes
distancias de Polonia

determinaron que los sistemas de trincheras no fueran tan compactos como los de Francia, aunque la
mayor fluidez de las

líneas acarreó un tremendo sufrimiento a la población civil. Al igual que en el oeste, 1914 acabó sin
que los elaborados y

cuidadosos planes de los generales produjeran victoria alguna.

45 Citado en Halsey, op. cit., vol. 7, pág. 93.


46 Estas cifras son de ibid, págs. 94-97.

Capítulo 3
El territorio de la muerte
El estancamiento del frente occidental
El resultado de los combates que se libran aquí [en Artois] es demostrar que se

puede obligar a los alemanes a retirarse a costa de un esfuerzo tremendo, pero

que la cosa es posible... En Gran Bretaña la gente debe prepararse para una

guerra larga, y me temo que no hay que esperar ninguna victoria brillante ni

repentina; al final, ganarán los más perseverantes.

Carta del general británico sir Charles Grant a su suegro, fechada el 15 de abril

de 191547

Al finalizar 1914 el problema al que se enfrentaban los ejércitos aliados era, al mismo tiempo,
sencillo en apariencia e

inmensamente complicado. La sencillez radicaba en la necesidad evidente de expulsar a los alemanes


de todos aquellos

lugares de Francia y Bélgica que ocupaban. Británicos, franceses y belgas coincidían en este objetivo
bélico, lo que les

unía al menos en este único nivel. La complicación provenía de los inmensos desafíos operacionales
y tácticos que

planteaba el nuevo estilo de guerra. Al finalizar el año, una sólida línea de defensas alemana se
extendía desde el Mar del

Norte hasta el infranqueable terreno de los Alpes. Ya no había flancos que rodear; en consecuencia,
las maniobras

envolventes estratégicas, como aquella que los alemanes habían realizado con tanta audacia en
Tannenberg, eran

virtualmente imposibles. Para complicar aún más el problema, en 1914 y 1915 los aliados no
pudieron contar con ninguna

superioridad en cuanto a número de efectivos ni tuvieron acceso a ningún arma que los alemanes no
tuvieran también.

Estos habían decidido que su ofensiva principal para 1915 la acometerían en el este y, por ende,
dispusieron la

fortificación de sus posiciones defensivas en el oeste. Conectaron y mejoraron el irregular sistema de


trincheras de

campaña que habían desarrollado durante la Carrera hacia el Mar y las protegieron con densas
marañas de alambradas de

espino. Asimismo, reforzaron algunas posiciones con hormigón y enterraron las líneas telegráficas y
telefónicas para

protegerlas del fuego de artillería enemigo. El sistema de trincheras típico adoptaba una disposición
en zigzag, tanto para

evitar los ataques con fuego directo desde los flancos como para crear zonas de fuego entrelazadas
mediante las cuales se

pudiera cubrir cualquier punto dado por más de una ametralladora, rifle o pieza de artillería. De esta
manera, el terreno

entre dos sistemas de trincheras, conocido como «tierra de nadie», podía ser observado de manera
permanente, y se podía

batir cualquier punto por múltiples armas al mismo tiempo. Las defensas de primera línea incluían a
menudo hasta tres

líneas paralelas de trincheras diferentes, conectadas por trincheras de comunicaciones que


discurrían, por lo general, en

perpendicular al frente.

La guerra de trincheras no fue una innovación del frente occidental, ni la mayoría de los europeos
desconocían por

completo de qué se trataba. Tanto la guerra civil norteamericana, en sus últimas etapas, como la
guerra ruso-japonesa

habían sido testigos de extensos sistemas estáticos de trincheras de campaña. Este último conflicto en
especial hizo presa

en las mentes de los oficiales más clarividentes de la Gran Guerra, algunos de los cuales habían sido
observadores de su

desarrollo. La mayoría de los mandos de alto rango, sin embargo, creían que la guerra de trincheras
era una aberración

pasajera, y no la condición normal del combate. Para los hombres, las trincheras a principios de
1915 no eran todavía los

lugares miserables, embarrados y llenos de ratas y piojos que llegarían a convertirse, con el tiempo,
en símbolo de la

guerra. En 1914 y a principios de 1915, las trincheras ofrecían una protección vital contra las
ametralladoras, la artillería y

los elementos. Un soldado alemán observaba en las primeras semanas de la guerra que la vida en las
trincheras era «más

agradable que una larga marcha; uno se acostumbra a esa existencia, siempre y cuando los cuerpos de
los hombres y de los

caballos no huelan demasiado mal». 48 A comienzos de 1915 las trincheras no se asociaban aún a la
paralización

indefinida. Incluso en la guerra ruso-japonesa, donde se imponía a menudo la potencia de fuego


defensiva, determinaron

que la infantería tomara con frecuencia las trincheras y obras de campaña del enemigo, si bien es
cierto que con grandes

47 El epígrafe está extraído de LHCMA 2/1/1-41. El suegro de Grant era lord Rosebery.

48 Fragmentos del diario de un soldado alemán, CLX Regimiento de Infantería, VIII Cuerpo,
encontrado en una trinchera

cerca de Souain, SHAT 19N159, caja 1, exp. 6, anotación del 9 de septiembre de 1914.
pérdidas.

Por lo tanto, en los primeros días de la guerra de trincheras en el frente occidental, muchos oficiales
vieron éstas como

un problema por superar, aunque, sin duda, no como una dificultad insalvable. Una vez se hubieran
neutralizado o evitado

las trincheras del enemigo, esperaban volver de lleno a la guerra de maniobra. Durante todo el
conflicto, los planes

operacionales exigieron una y otra vez la concentración de la caballería para explotar cualquier
brecha que la artillería y la

infantería abrieran en el sistema de trincheras del enemigo. Pero la realidad fue que en el frente
occidental la caballería

desempeñó sólo un papel de persecución significativo en muy contadas ocasiones, aunque la


exigencia permanente de su
preparación da fe de la perseverancia en la creencia de que podían romperse los sistemas de
trincheras.

Aunque las trincheras empezaron como una obra irregular para proteger

a los hombres de los elementos y del fuego enemigo, no tardaron en

hacerse sofisticadas, tal y como de muestra este diagrama de un sistema

de trincheras ideal. (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, E.

R. Heaton)

Así pues, uno no debería criticar a los generales del frente occidental sin valorar primero en toda su
extensión los

problemas a los que se enfrentaban. Pocos generales aliados podían confiar en conservar sus puestos
por mucho tiempo, si

se empeñaban en seguir como abogados inexorables de la guerra defensiva. Los ciudadanos y


gobernantes de las naciones

aliadas esperaban de sus mentes militares, a la mayoría de las cuales seguían teniendo en gran
estima, que encontraran una

solución a la paralización y liberaran las regiones ocupadas. La guerra de trincheras colocó a


aquellos hombres en un

terreno intelectual que cada vez les era menos familiar. Muchos no consiguieron efectuar los cambios
necesarios, y fueron

numerosos los generales ineptos que mantuvieron sus puestos durante mucho más tiempo del que
deberían. Que siguieran

al mando a pesar de sus defectos fue, a menudo, cuestión de que no hubiera nadie con mejores
soluciones evidentes que

ocupara sus puestos.

En los últimos tiempos, los historiadores se han esforzado en demoler el estereotipo tradicional del
general insensible,

a salvo detrás de las líneas, que ignoraba alegremente las cifras de bajas que se le presentaban.49
Como en cualquier

conflicto bélico, la Primera Guerra Mundial tuvo su cuota de generales eficaces y de generales
ineptos. Aquellos que
49 Véase especialmente Gary Sheffield, Porgotten Victory: The First Wold War, Myth and Realitics,
Londres,

Headline, 2001, y Brian Bond, The Unquiet Western Front, Cambridge, Cambridge University Press,
2002.

triunfaron tuvieron a menudo que volver a aprender todo lo que creían que sabían sobre la guerra
moderna. Los pocos

cuyas experiencias formativas habían sido adquiridas en las guerras de la unificación alemana (1864-
1871) se encontraron

tratando con tecnologías, doctrinas y escalas operacionales completamente nuevas. En cuanto a los
que eran demasiado

jóvenes para haber combatido en aquellas guerras, muchos se habían hecho famosos en operaciones
coloniales en Africa o

Asia, una preparación apenas adecuada para el frente occidental. Varios habían alcanzado el rango
de general sin haber

oído siquiera un disparo en combate.

El comandante francés Joseph Joffre era uno de aquellos generales cuyas experiencias en
Madagascar e Indochina
habían configurado su punto de vista. Su plan de librar una guerra de estratagemas en 1914 había
conducido a su ejército al

callejón sin salida en el que se encontraba al finalizar el año. Nada proclive a quedarse sentado
ociosamente mientras el

enemigo ocupaba una buena franja del territorio de su país, Joffre buscó un lugar en el frente en el
que una ofensiva tuviera

todas las posibilidades de cambiar la situación a favor de Francia. El mayor peligro para su patria,
creía Joffre, residía en el

saliente gigante que, extendiéndose desde Arras a Craonne, sobresalía hacia Compiégne y llegaba, en
su extremo más

septentrional, a 10 km escasos de París. El frente de este saliente se situaba entre las ciudades de
Noyon, en el lado alemán

de la línea, y Soisson, en el lado aliado.

Un avión Spad II francés patrulla el frente occidental.

Adviértase que el artillero apunta su ametralladora por detrás del

avión. En 1916 los alemanes presentaron una ametralladora

provista de un mecanismo que evitaba el disparo cuando la pala

de la hélice estaba en la línea de mira. Tal dispositivo permitía a

los pilotos disparar a través del círculo descrito por la hélice,

dando origen así al verdadero caza. (United States Air Forcé

Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

La ofensiva de Champaña y Neuve Chapelle

El 20 de diciembre de 1914 Joffre ordenó una serie de ataques contra el saliente con la esperanza de
lograr una penetración.

Los ataques por el norte se dirigieron contra Noyon, mientras que los del sur presionaron la línea
entre Reims y Verdún.

Estos ataques, que no pasaron de ser unos avances mal coordinados contra unas posiciones
fuertemente defendidas,
recordaron más a las frustraciones de la batalla de las Fronteras que a la fluidez de la del Marne. Su
fracaso demostró que

los asaltos frontales no sólo ocasionaban unas bajas tremendas a las desprotegidas unidades de
infantería, sino también que

no tenían muchas posibilidades de abrir brecha alguna en las líneas enemigas.

El 8 de enero los alemanes aprendieron una lección parecida al intentar lograr su propia ruptura en
una ofensiva

lanzada contra Soissons. Aunque consiguieron hacerse con algunas pequeñas cabezas de puente al sur
del río Aisne y

conservar Soissons hasta septiembre, no lograron penetrar más de lo que lo habían logrado los
franceses. Una vez más, el

desventurado kaiser había sido invitado por su Estado Mayor para que se acercara al frente y fuera
testigo de la toma de un

objetivo importante, esta vez la ciudad de Reims, en Champaña. De nuevo, tuvo que asistir al fracaso
de las tropas

alemanas para culminar su misión. Tanto en el ataque francés como el contraataque alemán la defensa
había mantenido la

supremacía, subrayando la desventaja táctica en que las armas modernas colocaban a los atacantes.

En la carta que un soldado francés escribió a un amigo en febrero de 1915, se pone de relieve el
impacto que estaba

teniendo la guerra sobre la naturaleza y los combatientes:

Cuando llegamos aquí en el mes de noviembre, esta llanura era magnífica, sus campos rebosaban de
remolacha

hasta donde la vista alcanzaba, había granjas prósperas diseminadas por doquier y abundaba el trigo.
Ahora, es la

tierra de la muerte. Todos sus campos están reventados, pisoteados, las granjas han sido quemadas y
arruinadas y es

otro el cultivo que crece: pequeños montículos coronados por una cruz o tan sólo por una botella
puesta del revés,

en la que alguien ha colocado los papeles del hombre que yace allí. La muerte me ha rozado muchas
veces con sus
alas cuando me arrastro a toda prisa por las trincheras o los senderos para evitar la metralla de las
granadas o las

ráfagas de las ametralladoras.50

Quien escribió esto fue uno de los afortunados. Sobrevivió a la guerra. La ofensiva de Champaña
demostró sin ningún

género de duda las dificultades que planteaban los ataques. «La existencia del frente sigue
impidiendo realizar cualquier

maniobra», concluía un estudio interno francés sobre la campaña. «Sólo siguen siendo posibles los
ataques frontales.

Prepararlos y llevarlos a cabo requiere un trabajo rudimentario.» La potencia de fuego, sobre todo de
las ametralladoras,

convertía casi cualquier avance en un suicidio. «Mientras siga en acción una sola ametralladora
[después de la fase de

artillería]», finalizaba el mismo estudio, «las bajas pueden ser considerables.»51 Las grandes cargas
napoleónicas que los

generales habían estudiado en clase, y que emulaban en los simulacros de combate, sencillamente no
funcionaban en la era

de las armas automáticas. De ahí en adelante, la guerra asistiría a los enérgicos esfuerzos por todos
los lados, en especial

por el de los aliados, para neutralizar o eludir aquella potencia de fuego.

Mientras este proceso de cambio doctrinal daba comienzo, otros reformaban los ejércitos, que se
convirtieron en

instrumentos de experimentación de los generales. En agosto de 1914 el secretario de Estado de la


Guerra británico,

Horado Kitchener, había hecho un llamamiento en petición de voluntarios para los Nuevos Ejércitos,
los hombres que

sustituirían a los soldados profesionales de la BEF. Kitchener y el gobierno británico confiaban en


alistar a 100.000

hombres, pero, en su lugar, y en menos de cinco meses, en Gran Bretaña se incorporaron a filas
1.186.000 hombres. Al

finalizar 1915, 2.466.719 británicos se habían alistado en el servicio militar como voluntarios, a los
cuales se unieron

458.000 más procedentes de Canadá y 332.000 australianos.52 Dado que Gran Bretaña no tenía un
servicio militar

generalizado antes de la guerra, pocos de aquellos hombres conocían siquiera los detalles más
elementales de la vida

militar; muchos no sabían ni disparar un rifle.

Lo que a estos hombres les faltaba de experiencia, les sobraba de fría determinación. El periodista
Philip Gibbs

describió la actitud de aquellos soldados como de menos militar que resignada. Pocos de los
hombres a los que entrevistó

Gibbs afirmaron comprender la concatenación de acontecimientos diplomáticos que había conducido


a Gran Bretaña a la

guerra, y algunos mostraron casi tanta desconfianza hacia Francia como hacia los alemanes. Sin
embargo, a un profundo

nivel personal comprendían que su país estaba en peligro y que los había llamado a filas. La idea de
que el Imperio

Británico estaba en peligro fue, advirtió Gibbs, el «verdadero llamamiento» que llevó a aquellos
hombres a alistarse. Gibbs

resumía la actitud de éstos con la frase: «Detesto la idea, pero hay que hacerlo».53

Aun cuando no combatieron mucho hasta el otoño, la mera creación de los Nuevos Ejércitos cambió
de manera radical

el sistema militar británico. Las guerras de Gran Bretaña habían sido, por tradición, responsabilidad
de los profesionales

voluntarios, que siempre se habían mantenido distanciados de la sociedad británica. En ese momento,
el ejército era una

fuerza enorme de ciudadanos con íntimas conexiones con la sociedad en general. Como tal, la
ciudadanía exigía cambios

en la naturaleza de las operaciones del ejército. En 1914 Kitchener había conseguido mantener
alejados del ejército a los

periodistas, pero casi no había un británico que no tuviera un amigo o un pariente en los Nuevos
Ejércitos, y querían estar
informados de las actividades de aquellos a los que amaban. En consecuencia, en marzo de 1915 el
Ejército británico

acreditó a regañadientes a sus primeros cinco corresponsales de guerra. Aunque Gibbs señaló que en
la consideración del

cuartel general británico los periodistas «apenas estaban por encima de los espías», los generales no
tuvieron más remedio

que aceptar este vínculo entre el ejército y la sociedad que lo sustentaba.54

Mientras los Nuevos Ejércitos se entrenaban y preparaban, los profesionales lo intentaron una vez
más. Los británicos

50 Jean-Pierre Guéno e Yves Lapluine (comps.), Paroles de Poilus: Lettres et Carnets du Front,
1914-1918, París, Librio y

Radio Franco, 1998, pág. 90.

51 Grand Quartier General [Cuartel General] Army of the East, «The war of February to August,
1915», SHAT Fondos

BUAT 6N9, págs. 2 y 10.

52 Sheffield, op.cit., pág. 43.

53 Philip Gibbs, Now It Can Be Told, Nueva York, Harper, 1920, pág. 69.

54 Ibid., pág. 13.


cubrieron las bajas sufridas por la BEF en 1914 trasladando soldados desde la India, lo que
proporcionó por un tiempo los

refuerzos necesarios mientras los nuevos reclutas terminaban su entrenamiento. Con estos refuerzos,
el I Ejército de

Douglas Haig elaboró un plan meticuloso para apoderarse de los alrededores de la ciudad de Neuve
Chapelle. El Estado

Mayor de Haig levantó una detallada cartografía de la zona para que fuera estudiada por los oficiales
y la complementaron

con precisas fotografías aéreas de la topografía y de las defensas alemanas. Los preparativos
británicos impresionaron

tanto a Joffre, que éste ordenó que el plan se trasladara y distribuyera entre los integrantes de su
propio Estado Mayor

como modelo para seguir. De hecho, la calidad de los preparativos británicos debería arrumbar el
repetido estereotipo de

que los oficiales de la Primera Guerra Mundial eran de una incompetencia manifiesta.

El plan de Haig preveía realizar una penetración no por la fuerza bruta, como había hecho Joffre en
Champaña, sino

mediante toda la astucia que permitían las operaciones militares en 1915. Haig planeaba hacer de la
virtud necesidad,
limitando su descarga de artillería previa al ataque a sólo treinta y cinco minutos. Un bombardeo
breve daría a los

alemanes un tiempo limitado para reforzar el sector; en cualquier caso, la escasez de munición de
artillería de alta potencia

impedía que la descarga fuera mucho más larga. A fin de ocultar sus verdaderas intenciones, Haig
proyectó varios ataques

de diversión al norte y al sur de Neuve Chapelle. Por su parte, la aviación británica limpiaría el
cielo de pilotos enemigos,

garantizando que los alemanes no pudieran observar los movimientos británicos. El ataque principal
se iba a producir en

un estrecho frente de unos dos kilómetros y sería llevado a cabo por un gran contingente de 45,000
hombres con caballería

de reserva. Al ocultar la verdadera intención de su plan, Haig confiaba en concentrar sus fuerzas en
una parte pequeña del

frente, algo que le permitiría conseguir una superioridad numérica local en el punto de ataque. Una
vez atravesaran Neuve

Chapelle, sus hombres se dirigirían hacia el sudoeste, cruzando por la pared meridional de una
elevación del terreno

conocida como la colina de Aubert.

La fuerza de la operación de Neuve Chapelle residía en sus objetivos. Haig no pretendía aplastar el
frente del saliente

con la intención de matar todos los alemanes que pudiera, antes confiaba en que su penetración
amenazara y acabara

cortando la línea ferroviaria que discurría de norte a sur al este de Neuve Chapelle. Toda la posición
alemana en ese sector

dependía de los suministros que llegaban por aquella línea ferroviaria. Al cortar las comunicaciones
alemanas con los

centros de abastecimiento de Lille y Douai, Haig esperaba obligar a una retirada general de su
enemigo sin sufrir grandes

bajas.

El plan funcionó casi por completo, gracias, en buena medida, a que el I Ejército británico seguía
teniendo una dotación

bastante nutrida de profesionales, los cuales podían entender semejante serie de preparativos
cuidadosamente elaborados

y, por tanto, complejos. Aunque limitada a sólo treinta y cinco minutos, la descarga de la artillería
británica fue intensa. En

esa algo más de media hora, los británicos dispararon más proyectiles de artillería que los que
utilizaron en toda la guerra

Bóer, en una demostración de hasta qué punto la guerra moderna había llegado a depender de la
industria. A las 07:30 de la

mañana del 10 de marzo de 1915, la infantería británica empezó a avanzar en la confianza de que la
artillería hubiera

destruido las alambradas de espino que los alemanes habían desplegado delante de ellos, e impedido
los intentos de éstos

de reforzar el sector de Neuve Chapelle.

Los globos de reconocimiento como éste podían controlar los

movimientos de las unidades enemigas y al mismo tiempo

corregir la precisión del fuego artillero. Pronto se convirtieron

en objetivos de los cazas enemigos. (National Archives)

Al principio todas las señales indicaban que Haig y su Estado Mayor habían elaborado una obra
maestra. Tal y como

Haig había esperado, sus preparativos pillaron completamente por sorpresa a los defensores
alemanes, obligándolos a una

retirada precipitada. La ciudad de Neuve Chapelle cayó en manos británicas en sólo treinta minutos,
un logro notable para

esta guerra desde cualquier punto de vista. En la parte oriental de la ciudad, las unidades alemanas,
cogidas por sorpresa y

en inferioridad numérica, se retiraron más aprisa de lo que los británicos podían perseguirlas.

Sin embargo, a pesar de este éxito madrugador, la batalla degeneró enseguida. El refinamiento del
plan para Neuve
Chapelle no tardó en volverse en su contra. La relativa escasez de proyectiles de artillería había
conducido a Haig y a su

Estado Mayor a centralizar su utilización en el cuartel general del I Ejército, de manera que los
comandantes locales no

podían redirigir el fuego hacia donde lo necesitaban. Por otro lado, la carencia de radios de campaña
obligó a diseñar un

plan demasiado rígido, que fijaba unos objetivos para cada jefe de unidad, pero que no les dejaba ir
más allá sin las

instrucciones de los superiores del cuartel general. En muchos lugares las unidades británicas
avanzaron tan deprisa, que

tuvieron que esperar a que cesaran sus descargas de artillería preestablecidas antes de seguir
avanzando. En otras zonas no

encontraron ninguna oposición, pero no pudieron recibir la autorización de avanzar con la suficiente
rapidez para explotar

las oportunidades que se abrían ante ellos.

La demora británica dio tiempo a los alemanes a reaccionar, y a las 17:30 de la tarde, después de
trasladar hombres,

artillería y ametralladoras al sector de Neuve Chapelle, consiguieron detener el avance británico a


mitad de camino entre

Neuve Chapelle y la colina de Aubert. En ese momento, las fuerzas británicas quedaron expuestas en
un área sin

trincheras, lo que las dejó sin posibilidad de defensa contra los contraataques alemanes del 11 y el
12 de marzo. Tales

ataques obligaron a los británicos a retirarse hasta casi la línea inicial de partida. A cambio de
13.000 bajas (de las cuales,

aproximadamente 4.000 fueron hindúes), los británicos habían estado a punto de conseguir sus
objetivos, pero, en lugar de

ello, todas sus ganancias se redujeron a una franja insignificante de terreno de apenas 1 km de fondo
y 3 km de largo. Las

bajas de los alemanes, alrededor de 15.000, fueron ligeramente más elevadas.

Para los británicos, Neuve Chapelle fue, por igual, una «victoria gloriosa» y un «fiasco
sangriento».55 La ofensiva

había demostrado lo que se podía lograr con unos preparativos cuidadosos, aunque también la
rapidez con que un éxito

podía degenerar en fracaso. Neuve Chapelle ayudó a acabar con la ilusión de que la guerra podría
concluir tras una gran

batalla como Sadowa, Sedán o Waterloo; la guerra, empezaron a creer muchos, no acabaría pronto.
Después de la batalla,

uno de los generales del Estado Mayor de Haig concluyó que «me temo que Gran Bretaña tendrá que
acostumbrarse a

pérdidas mucho mayores que las de Neuve Chapelle, antes de que consigamos aplastar al Ejército
alemán».56 Por sutil que

fuera el plan de Neuve Chapelle, no se había traducido en la victoria que había buscado Haig.

No obstante, éste y su Estado Mayor llegaron a la conclusión, no sin justificación, de que su plan no
había fracasado.

«Valoramos la operación como un éxito», recordaba uno de sus artífices, «y estábamos convencidos
de que habríamos

logrado nuestro objetivo de no haber sido por la mala suerte y unos pocos errores.»57 La culpa de no
haber conseguido

más en Neuve Chapelle, adujeron muchos oficiales del Estado Mayor, se había debido al suministro
inadecuado de

proyectiles de artillería. Semejante análisis ignoraba la centralización de su artillería por parte de


Haig una vez iniciada la

fase de infantería, pero hacía hincapié en un problema de abastecimiento. En solo tres días, los
británicos habían disparado

a lo largo de un frente estrecho una sexta parte de sus reservas totales de munición artillera. A
principios de mayo, la

industria británica había suministrado únicamente dos millones de proyectiles de los seis millones
prometidos para

reemplazar a los utilizados en los primeros meses de la guerra. Sir John French manifestó a Charles
Repington, el

influyente corresponsal de guerra del londinense Times, su frustración hacia los políticos británicos,
a quienes culpaba de

la escasez y baja calidad de los proyectiles que había recibido la BEF. Repington publicó las
acusaciones, acuñando la

expresión «crisis de proyectiles», la cual contribuyó a generar una crisis de confianza en el gobierno
británico.

55 Francis Halsey, The Literary Digest History of the World War, vol. 2, Nueva York, Funk and
Wagnalls, 1919, pág. 283.

56 El general John Charteris citado en Martin Gilbert, The First World War: A Complete History,
Nueva York, Henry

Holt, 1994, pág. 133 (trad. cast.: La Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros,
2004).

57 General sir Henry de Beauvoir de Lisie, «My Narrative of the Great German War», 1910,
LHCMA, Colección de Lisie,

Parte I, pág. 59.

El frente occidental, 1915.


El estancamiento y el comienzo de la guerra química

Más al norte, en Flandes, los británicos estaban convencidos de que tenían la situación bien
dominada. Lo acontecido en

1915 hasta ese momento parecía demostrar que los alemanes seguirían a la defensiva en todo el
frente occidental. Los

británicos aprovecharon esta aparente inactividad para mejorar su posición y, a tal fin, triplicaron el
número de soldados

que tenían en el área de Ypres y tomaron el cercano Cerro 60 (llamado así porque se elevaba hasta
sesenta metros de

altura), una de las escasas elevaciones del terreno de Flandes.

Estos preparativos fortalecieron el saliente de Ypres, aunque Horace Smith-Dorrien siguió


considerando una

imprudencia basar allí las defensas británicas. El saliente se proyectaba hacia el interior de las
líneas alemanes formando

una «C» invertida especialmente bien definida, lo que, en consecuencia, la exponía a los ataques
desde el norte, el este y el

sur. Smith-Dorrien propuso retirarse hasta detrás del canal de Ypres, que discurría por la retaguardia
del II Ejército

británico, y enderezar así la línea para dar a los alemanes menos opciones de ataque. Sir John, que
seguía enfadado con

Smith-Dorrien por su desobediencia en Le Cateau el verano anterior, se negó a considerar la idea.

En la creencia de que los alemanes seguirían a la defensiva en Flandes, Foch invirtió buena parte de
marzo y principios

de abril en planificar un ataque contra la cresta de Vimy, una cadena de colinas situada en el norte de
Arras, desde la que

los alemanes podían observar todos los movimientos de los aliados en la zona. Las fuerzas alemanas
habían utilizado

también esas montañas para bombardear Arras, lo que se saldó con la práctica destrucción de las dos
magníficas plazas de

la población. Si los aliados eran capaces de aliviar la presión sobre la ciudad, podrían utilizarla
como una base fiable de
comunicaciones y abastecimiento para las operaciones contra el este. Foch llegó a obsesionarse con
tomar la cresta de

Vimy y la cercana cadena montañosa de Notre Dame de Lorette; esta pretensión hizo que ignorara las
amenazas existentes

en otros sectores.

La concentración de los aliados en Arras se reveló costosa. Pronto empezaron a recibirse pruebas de
que quizá los

alemanes no fueran a quedarse de brazos cruzados en Flandes. Durante una incursión a pequeña
escala a las trincheras

alemanas, los soldados franceses habían capturado a un soldado enemigo que llevaba una máscara
antigás rudimentaria.

Otros prisioneros habían informado a los interrogadores franceses que las máscaras estaban
pensadas para proteger a las

fuerzas alemanas de los gases venenosos que éstas habían estado concentrando en la zona de Ypres.
En un asalto a las

trincheras realizado por los británicos se descubrieron incluso unos cilindros que los alemanes
planeaban utilizar para

lanzar el gas. Pese a todo, los cuarteles generales británico y francés emitieron sólo vagas
advertencias de la posibilidad de

que se utilizaran armas químicas en el sector de Ypres.

Es probable que los mandos aliados interpretaran la información considerando que lo del gas era una
añagaza. Las

armas químicas contravenían las leyes internacionales sobre la guerra, y aunque todas las grandes
potencias tenían algunos

arsenales químicos, los británicos y los franceses no habían planeado utilizarlas y es probable que
dieran por sentado que

los alemanes no utilizarían las suyas por humanidad. Desde un punto de vista operacional, el único
sistema de liberar el gas

implicaba soltarlo de los cilindros dentro de sus propias líneas y confiar en un viento favorable que
lo transportara. Los

alemanes tenían la desventaja de estar en el este, lo que les situaba de cara a los vientos,
generalmente predominantes, del

oeste.58 Por la razón que fuera, los aliados se equivocaron de manera estrepitosa al juzgar las
intenciones de los alemanes

respecto a las nuevas armas. Su error les costó miles de bajas y a punto estuvo de costarles también
todo el sector de Ypres.

El comandante alemán Erich von Falkenhayn tenía tres objetivos en su ofensiva. En primer lugar,
esperaba reducir la

penetración del saliente de Ypres en sus líneas, que representaba un obstáculo para sus vías de
comunicación. Además,

pretendía alejar la atención del traslado al este de cuatro de sus cuerpos para unirse a la gran
ofensiva oriental alemana en

Gorlice-Tarnów. Y, por último, quería infligir un gran número de bajas al Ejército británico que
defendía Ypres.

Falkenhayn, al igual que muchos miembros de la élite alemana, consideraba a los británicos como el
enemigo más

implacable de Alemania en la lid imperialista y del comercio internacional. En palabras del canciller
Bernhard von Bülow,

Falkenhayn acusaba a los británicos de negarle a Alemania una posición destacada en el mundo.

Al igual que el plan de Haig para Neuve Chapelle, los preparativos de Falkenhayn para lo que
acabaría conociéndose

como la segunda batalla de Ypres pusieron de relieve cierta destreza, pero también tuvieron algunos
defectos. Falkenhayn

decidió alcanzar el decisivo elemento sorpresa no acumulando grandes reservas en el sector de


Ypres. En consecuencia,

los aviones de reconocimiento británicos y franceses que sobrevolaban las líneas enemigas no
advirtieron ninguna

actividad inusitada. El general alemán esperaba utilizar el gas de manera coordinada con un intenso
bombardeo de

artillería, a fin de abrir brechas en las líneas enemigas. Cuanta mayor conmoción y pánico provocara
la novedad de la

guerra química, más posibilidades tendrían los alemanes de desguarnecer y explotar la posición del
enemigo.

El ataque se inició con una descarga convencional de fuego artillero el 22 de abril de 1915. Más
tarde ese mismo día,

cuando los vientos empezaron a soplar del este, los soldados alemanes abrieron 5.000 botes de gas
cloro. La nube verde

provocó que una unidad territorial africana francesa se dejara llevar por el pánico y abriera una
brecha de más de 6 km en

las líneas aliadas al norte de Ypres. Los alemanes avanzaron con prudencia, ya que no querían
meterse en la nube de gas y

porque temían que un cambio en la dirección del viento hiciera retroceder el gas sobre ellos. Aun
así, al cabo de

veinticuatro horas habían tomado el tercio septentrional del saliente y se establecían sólo a unos 5 km
de la propia Ypres.

El plan de Falkenhayn, al igual que el de Haig, albergaba la simiente de su propio fracaso. La


decisión alemana de no

acumular reservas en el sector de Ypres había conseguido la sorpresa buscada; la falta de ellas, sin
embargo, limitó la

fuerza de Falkenhayn para aprovecharse de la brecha provocada por el gas. Los soldados británicos
aprendieron enseguida

a improvisar máscaras antigás provisionales, empapando trozos de tela en cualquier líquido que
tuvieran a mano. La I

División canadiense, que contaba entre sus generales de brigada con el vendedor de pisos fracasado
Arthur Currie, se

desplegó por el norte de Ypres y retrasó el avance alemán. Currie fue nombrado jefe del Cuerpo
Canadiense en junio de

1917 y logró conducirlo a victorias espectaculares. Bajo su mando, el cuerpo de canadienses se


convirtió, a juicio de

Dennis Showalter, en «la gran unidad de combate más perfecta de la historia moderna, en relación a
sus circunstancias».59

Foch y sir John ordenaron contraataques que se saldaron con un gran número de bajas, si bien
consiguieron disminuir
el ímpetu de los ataques alemanes. Nuevos ataques en mayo permitieron a los alemanes apoderarse
del tercio oriental del

saliente, aunque la ciudad permaneció en manos aliadas. La segunda batalla de Ypres fue una victoria
para los aliados sólo

en la medida en que lograron mantener su posición, pero había sido un combate cruento
(aproximadamente 15.000 bajas

por cada bando), y el lamentable fracaso de los aliados en prepararse para la nube de gas requería
una cabeza de turco.

Como era lógico, sir John ofreció la de Smith-Dorrien, al que se le informó de su destitución por
telegrama.

Para ocupar su puesto, sir John, cuyos propios días estaban contados, ascendió a Herbert Plumer. A
pesar de su

corpulencia y un aspecto a todas luces nada militar, Plumer tenía una mente astuta y era un estratega.
Desde entonces, casi

todos los observadores del Ejército británico se han deshecho en elogios hacia él y Tim Harrington,
su talentoso jefe del

Estado Mayor. Incluso Philip Gibbs, que se pasó gran parte de la guerra como periodista observando
y criticando el

funcionamiento interno del generalato británico, consideraba que formaban un equipo magnífico. El
ascenso de Plumer

compensó en parte la injusticia cometida con Smith-Dorrien.

Ni Plumer ni la mayoría de los oficiales británicos percibieron la trágica ironía implícita en el casi
éxito de Neuve

Chapelle: la de que la acción había sido lo bastante satisfactoria para conducir a más ataques
frontales contra posiciones

enemigas preparadas. Esta lección planteaba el menor de los retos para el pensamiento militar
tradicional y, por lo tanto, se

58 Por lo general, la situación de los alemanes en el levante se reveló como una gran ventaja: los
ataques aliados al

amanecer avanzaban en línea recta hacia el resplandor de la salida del sol.

59 Dennis Showalter, «Mastering the Western Front: German, British and French Approaches»,
comunicación presentada

en la II Conferencia Europea sobre los estudios de la Primera Guerra Mundial, Universidad de


Oxford, Inglaterra, 23 de

junio de 2003.

convirtió en la interpretación habitual entre los generales aliados de mayor rango. Los más agresivos
entre ellos querían

repetir el plan operacional de Neuve Chapelle, con algunas modificaciones en cuanto a la


envergadura de la preparación

artillera, en otro punto de la línea. Terminada la segunda batalla de Ypres, Foch volvió a centrar su
punto de mira sobre la

cresta de Vimy.

Los ataques con gas, como éste observado desde el aire, dependían

de que las condiciones climatológicas fueran favorables. La

imprevisibilidad de los vientos limitaba la utilidad y letalidad del

gas, pese a lo cual siguió provocando tremendos sufrimientos.


(National Archives)

Como en Neuve Chapelle, los Estados Mayores aliados pretendían interrumpir las líneas laterales de
abastecimiento

alemanas que discurrían paralelas al frente occidental. Sin esas líneas de suministros, confiaban los
aliados, tal vez los

alemanes se vieran obligados a retirarse a campo abierto, donde la caballería podía perseguirlos. En
esta ocasión,

británicos y franceses planificaron coordinar dos ofensivas más o menos simultáneas y


aproximadamente en la misma área

general, con la intención de impedir la capacidad de los alemanes para concentrar los refuerzos.
Mientras Foch y los

franceses atacaban las colinas de Vimy, los británicos atacarían de nuevo en las cercanías de Neuve
Chapelle, esta vez

frente a la ciudad de Festubert.

Los británicos introdujeron otra modificación en su doctrina. Después de haber comprobado la


dificultad que

entrañaban las acciones ofensivas, desarrollaron el concepto de los ataques de «morder y resistir».
La idea implicaba

apoderarse de un trozo de terreno de fácil defensa e incitar entonces al enemigo al contraataque; si


éste mordía el anzuelo,

tan ingeniosa táctica le traspasaba la carga del ataque. Aunque fueron muchos los oficiales que
trabajaron en la idea, es al

general Henry Rawlinson a quien hay que reconocerle su paternidad. Rawlinson, otro de los
generales a los que

despreciaba sir John, había mandado uno de los cuerpos que intervinieron en Neuve Chapelle. De
esta manera, Festubert

supuso una oportunidad para que los británicos empezaran a cambiar su doctrina militar.

En Festubert, Rawlinson comandó un cuerpo bajo el mando global de Haig. Aunque los dos hombres
mantenían

desacuerdos, ambos compartían hasta ese momento el mismo desdén por las dotes de mando de sir
John, lo que les había
acercado profesionalmente. Tras concluir que el revés de Neuve Chapelle había sido consecuencia
de la deficiente

artillería, Haig y Rawlinson no estaban dispuestos a cometer dos veces el mismo error. Sin embargo,
siguieron enfrentados

al mismo problema de la escasez de proyectiles, sobre todo de los de alto explosivo, necesarios para
dañar las trincheras y

alambradas alemanas. En su lugar, los británicos disponían de una cantidad desproporcionada de


granadas de metralla,

efectivas para matar a los hombres a la intemperie, pero inútiles para hacerlo en las trincheras y en
los refugios

subterráneos. Para el ataque de Festubert, los británicos contaron nada más que con 71 cañones de
más de 120 mm de

calibre; y el 92 % de los proyectiles que dispararon fueron granadas de metralla.60 La escasez de


munición limitó la

preparación artillera del ataque a sólo cuarenta minutos, apenas una mejoría respecto al que habían
utilizado en Neuve

Chapelle. Otras fuentes sitúan el porcentaje de proyectiles con metralla en el 75 %, pero la idea
general de la excesiva

dependencia de los británicos en la metralla sigue siendo cierta.

El 9 de mayo de 1915 asistió al avance de los ejércitos francés y británico contra sus respectivos
objetivos.

(Casualmente fue también el día en que los primeros hombres de los Nuevos Ejércitos embarcaron
hacia Francia.) Los

británicos no tardaron demasiado en descubrir que sus escasas reservas de proyectiles eran nada más
que una parte del

problema. Muchas de las piezas de artillería habían disparado más proyectiles en los primeros meses
de la guerra que lo

que estaban diseñadas para disparar a lo largo de su vida útil; en consecuencia, los tubos de muchas
de ellas estaban

combados y disparaban los proyectiles sin ninguna precisión. A esto vino a sumarse que mucha
munición no estalló
porque era defectuosa. Un informe de la época aseguró que los soldados habían visto muchos
proyectiles llenos de serrín,

y no de explosivos, aunque es posible que esta historia fuera sólo un rumor de campo de batalla,
alentado para desviar las

culpas por las derrotas de 1915 hacia los saboteadores o los que especulaban con la guerra.

Como consecuencia de la mala calidad del apoyo artillero, el avance de la infantería fue incapaz de
repetir el éxito

inicial de Neuve Chapelle. Además, los alemanes, que habían aprendido de su experiencia, se habían
atrincherado a más

profundidad para protegerse de la artillería enemiga. Los británicos y los soldados hindúes
avanzaron en una formación tan

apretada, que los mandos alemanes dieron la orden de «disparar hasta que los cañones [de las
ametralladoras] revienten».

Durante la batalla, Rawlinson preguntó al jefe de una brigada la razón de que sus hombres no
avanzaran. El general

contestó: «Porque yacen fuera de combate en tierra de nadie, señor, y la mayoría no volverá a
levantarse». Los informes

del reconocimiento aéreo, que informaron de que los alemanes estaban reforzando el sector,
indujeron a Haig a suspender

la batalla. El Ejército británico sufrió casi 12.000 bajas en un día. Y los beneficios que compensaran
aquel sacrificio eran

nulos.61

Más al sur, cerca de Arras, a los franceses les había ido aún peor, a pesar de disponer de unas
reservas más abundantes

de munición artillera. Tras renunciar al elemento sorpresa, Foch ordenó un bombardeo artillero de
seis días, durante los

cuales los artilleros franceses dispararon más de 300.000 proyectiles contra las posiciones
alemanas. Foch predijo con

seguridad que la artillería cortaría las alambradas alemanas, permitiendo así que la infantería
rompiera las líneas enemigas.

También le dijo a Joffre que el éxito de su operación de la cresta de Vimy acabaría con la guerra en
el frente occidental en

tres meses.

Los franceses hicieron algunos avances, tomando temporalmente una de las tres colinas principales
de la cadena de

Vimy y consiguiendo ascender por la ladera de otra cercana. El 15 de mayo las fuerzas de Foch
habían movido la línea casi

5 km, pero el coste humano fue tremendo. El fracaso británico en Festubert permitió a los alemanes
trasladar refuerzos

hasta las colinas de Vimy, lo que fortaleció enormemente la línea. De todos modos, Foch creyó que
la línea alemana estaba

a punto de romperse y ordenó otro ataque. El general francés siguió con la ofensiva hasta junio,
aunque cada vez con

menos ganas. En total, Francia sufrió unas espantosas 102.000 bajas, mientras que las que infligió a
su enemigo no

llegaron ni a la mitad de esa cifra.

Con todas las partes escasas de munición y de reservas humanas, el verano transcurrió en una
tranquilidad relativa.

Ambos bandos necesitaban reaprovisionarse de munición y de repuestos ferroviarios, aunque


también de ideas. Aunque

los planes para 1915 representaron avances significativos respecto a los enfoques más que
rudimentarios de 1914, no

habían conseguido los resultados prometidos. Los generales aliados, que hasta ese momento habían
conseguido librarse de

que se los cuestionara en serio por la manera de dirigir la guerra, empezaron a ser objeto de un
examen cada vez más

minucioso. Tanto sir John como Joffre y Foch perdieron el halo de competencia que los había
acompañado durante los

primeros desastres. Por su parte, los generales culpaban de todo a la insuficiente artillería. En otoño
de 1915 la producción

diaria de proyectiles en Gran Bretaña era únicamente de 22.000 unidades; los alemanes estaban
produciendo más de diez
veces esa cantidad.62 La «crisis de los proyectiles» se convirtió con rapidez en el tema de
conversación más importante de

los Estados Mayores de los cuarteles generales aliados y de sus capitales.

Los problemas de los proyectiles y de la artillería afectaron también a Francia. El puntal del Ejército
francés había sido

su pieza de artillería de campaña de 75 mm, un arma ágil y precisa de tiro rápido, que se ajustaba a
la perfección a la

doctrina ofensiva francesa previa a la guerra. Sus proyectiles de trayectoria rasante de 75 mm, sin
embargo, no podían

dañar las defensas profundas de las líneas alemanas. En enero de 1915 Francia tenía sólo diecisiete
cañones que disparasen

60 C.R.M.F. Truttwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934, pág.
158.

61 El general de brigada Oxley, citado en Gilbert, op. cit., pág. 160.

62 Albert Palazzo, Seeking Victory on the Western Front: The British Army and Chemical Warfare in
World War I,

Lincoln, University of Nebraska Press, 2000, pág. 55. Los franceses estaban produciendo 100.000
por día.
proyectiles de más de 155 mm. Joffre y sus generales echaron las culpas de sus primeros fracasos en
1915 a la falta de

cañones de gran calibre, aunque los políticos señalaron con acierto que el mismo Joffre había
apoyado la dependencia de

Francia del cañón de 75 mm en los años anteriores a la contienda. El reiterado argumento de Joffre
de que la falta de

municiones le había impedido ganar la guerra con rapidez se tornó poco convincente. El primer
ministro francés, Rene

Viviani, comentó al presidente Raymond Poincaré que Joffre «quiere hacernos creer que el fracaso
de su ofensiva es culpa

nuestra. Cuando empezó la ofensiva [de Champaña] conocía a la perfección las municiones de las
que disponíamos. Lo

que quiere es culpar al gobierno de los errores que él mismo ha cometido».63

Al contrario que sus homólogos de la metrópoli, que lucían brillantes

colores, los soldados africanos del Ejército francés fueron a la guerra

ataviados con uniformes caqui. Concebida para la guerra de Africa,

esta indumentaria demostró ser muy adecuada para el frente

occidental. (© Bettmann/Corbis)

El estado de tensión que se suscitó a raíz de la crisis de los proyectiles contribuyó a la remodelación
de los gobiernos de

Francia y Gran Bretaña. El 9 de mayo los británicos formaron un gobierno de coalición, y un mes
más tarde se creó un

Ministerio de Municiones. Al frente de éste se colocó al ministro de Economía, David Lloyd George,
antiguo opositor a la

guerra Bóer. Como medida provisional, el dinámico Lloyd George aumentó de manera espectacular
los encargos de

proyectiles a las fábricas de Estados Unidos, y empezó a reorganizar la industria del país, para lo
cual se apoyó en la mano

de obra femenina a fin de sustituir a los hombres que habían partido para el frente.
Al iniciarse la guerra, prácticamente todos los órganos legislativos electos dieron muestras públicas
de solidaridad para

ayudar a sus gobiernos a actuar con más dinamismo. Las treguas no sólo eliminaron los debates
partidistas, sino que

retiraron de hecho a los parlamentos de los procesos decisorios durante los primeros años de la
guerra. La autoridad de los

ejecutivos empezó también a disminuir, en buena medida a causa de que eran pocos los responsables
políticos que

entendieran el intrincado funcionamiento del ejército. Ni el primer ministro británico, Herbert


Asquith (primer ministro de

1908 a 1916), ni el presidente francés, Raymond Poíncaré, llegaron a comprender a fondo los
cambios económicos,

sociales y políticos que se estaban produciendo a su alrededor. El primer ministro, Rene Viviani,
apenas si desempeñó

algún papel en la toma de decisiones de alto nivel y acabó dimitiendo a favor del ministro de
Asuntos Exteriores, Aristide

Briand, en octubre de 1915.

Los estados monárquicos sufrieron aun con mayor intensidad el creciente vacío de autoridad. El
kaiser Guillermo II

creía que sabía mucho más sobre el ejército de lo que en realidad alcanzaban sus conocimientos. La
costumbre del Estado

Mayor General en los años anteriores a la guerra de amañar los simulacros de combate, de manera
que ganara siempre el

bando del kaiser, no ayudó a que el monarca entendiera el ejército tal cual era, que en nada se
parecía a lo que él deseaba

que fuera. Ya desde el proceso de movilización, los limitados conocimientos del kaiser condujeron a
su creciente

63 Citado en Pierre Miquel, Les Poiliis: La France Sacrífiée, París, Plon, 2000, págs. 20-21.
marginación. Una vez que el propio Reichstag [cámara baja del Parlamento] dejó patente su propia
írrelevancia, el ejército

tomó cartas en el asunto. En consecuencia, a medida que la guerra se fue alargando, el ejército
empezó, por fuerza, a

asumir más y más responsabilidades en la dirección política y económica de la guerra.

La marcha al frente de los trabajadores fabriles, junto con la

cada vez mayor necesidad de municiones, provocó profundos

cambios en la población activa durante la guerra. Todos los

bandos pasaron a confiar en la mano de obra femenina para la

fabricación de munición, como muestra esta factoría británica.

(National Archives)

Las batallas de Artois y Loos

En los primeros días de otoño los aliados creyeron que estaban listos para volver a atacar. Su plan
requería llevar a cabo la

mayor operación realizada hasta el momento. El ataque principal se lanzaría contra el saliente de
Noyon, en Champaña, e
intervendrían 35 divisiones de infantería francesas, que sumaban un total de 500.000 hombres. A
modo de maniobra de

diversión, Foch reanudaría sus ataques en las cercanías de la cresta de Vimy, mientras que los
británicos atacarían justo al

norte, cerca de la trascendental ciudad minera de Lens. Los aliados confiaban en que sus ataques
contra este sector hicieran

creer a los alemanes que el área de la cresta de Vimy-Lens volvía a ser el objetivo principal y, de
esta manera, tal vez

podrían dejar la región de Champaña con una defensa menos sólida.

Haig y varios generales más de la Fuerza Expedicionaria Británica se opusieron al plan, arguyendo
que, si los ataques

de esa naturaleza habían fracasado en la misma región durante la primavera, sólo podían volver a
fracasar, y que esto

redundaría en el fortalecimiento de las posiciones alemanas y en la disminución de las reservas


artilleras de los aliados.

Muchas de sus baterías artilleras contaban sólo con la mitad de las asignaciones de proyectiles
autorizadas, y los británicos

seguían dependiendo en exceso de las granadas de metralla. No obstante, Joffre insistió en que los
británicos lanzaran su

ofensiva para apoyar la suya en Champaña y, de paso, aliviar un tanto a los rusos, que se encontraban
entonces en una

situación desesperada. No sería la última vez en la guerra que un ejército lanzaba una ofensiva que
no había escogido con

el fin de ayudar a un aliado en apuros.

Pese a sus reservas, sir John y sus generales decidieron que no les quedaba más remedio que atacar.
Lanzar la ofensiva

con la artillería que disponían, sin embargo, sería dejar a la infantería sin el adecuado apoyo de
fuegos, lo que condenaría

a su ejército a una carnicería segura. Asimismo, la ofensiva vería la primera aparición a gran escala
en combate de los

Nuevos Ejércitos. Los británicos no esperaban demasiada sofisticación táctica de estos hombres,
razón de más para que un

apoyo adecuado adquiriese una trascendencia mayor. A fin de hacer lo imposible y de vengarse de la
segunda batalla de

Ypres, los británicos recurrieron a un gas asfixiante; la sorpresa del gas, confiaban, proporcionaría a
la infantería la

cobertura que la deficiente artillería no podía darle.

Las ofensivas coordinadas de los aliados empezaron el 25 de septiembre. En la batalla de Loos, los
británicos utilizaron

por primera vez gas venenoso. Tal y como habían hecho los alemanes en Ypres, la mayor parte del
gas que lanzaron los
británicos iba contenido en botellas de gas a presión. Allí donde las condiciones fueron favorables,
el gas obligó a los

alemanes a abandonar sus posiciones; los cambios del viento y las dificultades técnicas, sin embargo,
condujeron a un
considerable número de bajas propias. La consecuencia de que los británicos hubieran utilizado el
gas en lugar de los

ataques artilleros a gran escala, fue que los sistemas de alambradas y trincheras de los alemanes
apenas resultaron dañados.

Los británicos sufrieron más de 60.000 bajas en Loos, más del doble de las que infligieron.

Este soldado, en una fotografía a todas luces preparada, posa

con una máscara antigás mientras pela patatas. En un letal

juego del ratón y el gato, los ejércitos compitieron en el

desarrollo de mejores máscaras antigás, al tiempo que

sacaban nuevos gases capaces de penetrar las máscaras del

enemigo. (National Archives)

Los británicos no volvieron a utilizar botellas de gas a presión. Los dos bandos se dieron cuenta del
efecto devastador

que el gas venenoso producía en aquellos que se exponían a él; además, los hombres que no morían
por el gas, se dejaban

llevar a menudo por el pánico y salían huyendo. Así que ambos lados empezaron a investigar en la
guerra química,

desarrollando lanzagases capaces de enviar el gas a largas distancias que redujeran el riesgo de
exponer a las propias tropas

a sus efectos. También empezaron un mortífero juego del ratón y el gato, en una carrera por producir
gases que fueran

capaces de penetrar las máscaras antigás existentes. Cuando un bando mejoraba sus máscaras antigás
para hacer frente al

desafío, el juego volvía a empezar.

La ofensiva de Joffre en Champaña no dependió tanto del gas embotellado a presión como la de
Loos, pero también

fracasó. El Ejército francés había preparado el terreno con lo que, en ese momento, constituyó la
mayor concentración de

fuego artillero de la historia. Al eximir del servicio militar a los trabajadores fabriles, la industria
francesa había

aumentado la producción de cañones pesados e incrementado la de proyectiles, pasando de las 3.000


unidades diarias de

munición pesada en diciembre de 1914 a 52.000 unidades diarias un año después. En consecuencia,
Joffre dispuso de

abundantes reservas para las más de 900 piezas de artillería pesada y los 1.600 cañones de campaña
que batieron las líneas

del frente alemán. En un alarde de confianza, Joffre congregó a sus divisiones de caballería para
aprovechar las brechas

que esperaba abriría la artillería. Los alemanes reaccionaron retrocediendo hasta su segunda y
tercera línea de trincheras,

unos 10 km hacia su retaguardia. De hecho, entregaron su primera línea, pero, al retirarse,


convirtieron gran parte del

bombardeo francés en algo verdaderamente inútil. Cuando las tropas francesas avanzaron, vieron un
cartel en la

abandonada primera línea de trincheras alemanas que rezaba así (en francés): «Terreno en venta,
pero a un alto precio».64

Los franceses consiguieron abrir brechas en algunos puntos de las líneas alemanas, pero la abundante
lluvia dificultó

que tanto la infantería como la artillería se movieran con rapidez. De este modo, las fuerzas francesas
tuvieron que avanzar

sobre un terreno que su propio bombardeo había contribuido a embarrar y a accidentar. En


conclusión, las ofensivas de

septiembre, entre ellas el segundo intento fallido de Foch en la cresta de Vimy, habían resultado un
desastre. El número

total de bajas ascendió a 100.000 franceses, 60.000 británicos y 65.000 alemanes.

Las repercusiones de estas bajas fueron de gran calado, y la de mayor rango acabó siendo la de sir
John French. Uno de

sus subordinados, Haig, había estado intrigando desde hacía tiempo para que destituyeran al que
otrora fuera su amigo.

Lady Haig tenía una estrecha amistad con la familia real, y el propio Haig había mantenido, por
invitación regia, una

correspondencia personal con el rey Jorge V. En diversas cartas dirigidas a éste, al primer ministro
Asquith y a Kitchener,

Haig se había quejado de la manera de French de dirigir la guerra. Por otro lado, las críticas
públicas de sir John sobre la

incapacidad del gobierno para proporcionarle la cantidad y calidad adecuadas de proyectiles no


contribuyeron a afianzarle

en su posición, y tampoco le ayudó el que Joffre y el gobierno francés ya no confiaran en él. En


consecuencia, el 17 de

diciembre el gobierno le quitó el mando de la Fuerza Expedicionaria Británica y lo nombró


comandante en jefe de las

fuerzas del Reino Unido. En mayo de 1918, después de que estallara la guerra civil que asolaba la
isla, recibió el nada

envidiable nombramiento de virrey de Irlanda.

Para sustituirlo, el gobierno nombró a Haig, la misma persona cuyas intrigas habían provocado en
parte la destitución

de sir John. Graduado con las máximas calificaciones en Sandhurst [Real Academia Militar] e hijo
de un rico destilador

escocés, Haig era un militar en el sentido más amplio de la palabra. Figura controvertida entonces,
sigue siéndolo todavía

en la actualidad. Pocos generales han inspirado alguna vez tanta lealtad de los que los rodeaban y
tanta repulsa de

periodistas, políticos y muchos historiadores. Haig se cohibía tanto en presencia de los políticos
británicos, que Lloyd

George llegó a pensar que era un burro. Atento y creativo en ocasiones, Haig podía ser también frío,
distante y arrogante.

Sus virtudes más destacadas en diciembre de 1915 fueron su mayor capacidad (comparado con sir
John) para trabajar con

Joffre y su fe absoluta en la eventualidad de una victoria británica.

Joffre sobrevivió a 1915, pero no sin ciertas dificultades. Pese a las enormes bajas y a los mínimos
beneficios del año,
seguía gozando de la aceptación de los hombres del Ejército francés. Por supuesto, y como sucedía
en todos los ejércitos,

pocos eran los soldados que veían alguna vez a su comandante. Joffre pasaba la mayor parte del
tiempo en el suntuoso

castillo de Chantilly, disfrutando de los manjares y de las artistas del cercano París. De todas
maneras, sus hombres

seguían refiriéndose a él como «papá» y, en la medida en que pensaran en él, en líneas generales
creían que era un

comandante todo lo bueno que podían esperar.

El mayor problema de Joffre tenía que ver con sus malas relaciones con los políticos franceses. El
creía que la guerra

era una competencia exclusiva de los militares y reaccionaba con enojo ante la mera sugerencia de
que el ministro de la

Guerra, el primer ministro, la Asamblea Legislativa o, incluso, el presidente, tuvieran autoridad para
cuestionar sus

criterios. Durante el exilio de cuatro meses del gobierno francés en Burdeos, Joffre había creado una
«Zona de los

ejércitos» en el nordeste de Francia, que dirigía de forma dictatorial. Prohibió la entrada en la zona a
muchos políticos

influyentes y, en una ocasión, amenazó al presidente Poincaré con encarcelarlo si se apartaba del
orden del día que Joffre

y su Estado Mayor habían fijado para él. Y también intentó destituir al general Maurice Sarrail,
favorito de la mayor parte

de los políticos izquierdistas de Francia. En venganza, en octubre de 1915, el Parlamento obligó a


dimitir a Alexandre

Millerand, un firme partidario de Joffre, como ministro de la Guerra, sustituyéndolo por el ancestral
enemigo de éste,

Joseph Gallieni, el héroe del Marne. Las derrotas en el campo de batalla de Joffre y sus intentos de
situarse por encima del

gobierno francés debilitaron su posición, pero su popularidad entre los soldados y en el frente
interior le libró del destino
de sir John durante otro año.

No obstante, los días de Joffre también estaban contados. Durante el invierno de 1915 a 1916 se
amontonaron las

64 Cruttwell, op. pág. 167.

pruebas de que se estaba produciendo una importante concentración de fuerzas alemanas cerca de
Verdún, Joffre desechó

la posibilidad de un ataque alemán allí y reaccionó con furia ante las acusaciones de que no estaba
prestando la suficiente

atención a la zona. Su especial susceptibilidad a estas acusaciones provenía del hecho de haber
despojado de su artillería

pesada al anillo de poderosas fortalezas de Verdún, a fin de proporcionar una mayor potencia de
fuego a su fracasada

ofensiva de Champaña. Sin embargo, los detractores de Joffre tenían razón: los alemanes estaban
planeando una ofensiva

en Verdún para 1916. Y ésta se convertiría en la más larga, sangrienta e importante de la guerra.

Capítulo 4
Enviados a la muerte
Gallípoli y los frentes orientales

¿Qué diablos hemos venido a hacer aquí?

Un soldado francés en Salónica, 1915.65

Las frustraciones del frente oriental obligaron a los generales y a los políticos a buscar otros lugares
para forzar un

desenlace. Los acontecimientos de 1915 habían convertido el frente de más de 700 km de Francia y
Bélgica en una línea de

fortalezas subterráneas prácticamente inexpugnable. Incluso los planes más cuidadosos, como los
elaborados para Neuve

Chapelle, no habían producido más que éxitos efímeros. Sin embargo, la mayoría de los generales
del frente occidental

seguían insistiendo en que la guerra se ganaría o perdería sólo en Francia. Los políticos aliados,
muchos de los cuales se

sentían cada vez más frustrados con lo que consideraban fracasos de sus oficiales de mayor
graduación, no estaban de

acuerdo y empezaron a mirar a otros lugares.

Como era lógico, la mayoría de los políticos y generales franceses insistieron en que el frente
occidental siguiera

siendo el principal centro de atención aliado. De todos modos, incluso muchos franceses llegaron a
reconocer el valor de

buscar una acción decisiva en otro emplazamiento. Por su parte, cuanta menor era la amenaza directa
sobre los británicos,

más impacientes se mostraban éstos por experimentar. Su ejército se iba haciendo cada vez más
fuerte, a medida que los

Nuevos Ejércitos se entrenaban y aprendían a combatir, mientras que su activo militar más
importante, la dominante Royal

Navy, esperaba más o menos inactivo. Aunque la marina británica tenía encomendado el bloqueo a
Alemania y la

protección de las rutas de navegación, muchos de sus jefes de mayor rango se mostraban anhelantes
por hacer mucho más.

En consecuencia, el gran plan británico para una operación en el este en 1915 provino del
Almirantazgo, y no del

ejército. El primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, creía que la Royal Navy podía lograr
un gran éxito contra el

Imperio Otomano a un coste limitado. El plan, en el que tenía depositadas grandes esperanzas,
consistía en hacer cruzar a

toda prisa el estrecho de los Dardanelos a un escuadrón de la Marina y amenazar Constantinopla.


Churchill confiaba en

que la presencia de la Royal Navy pudiera dar pie a un gran número de transformaciones: eliminando
las amenazas

otomanas contra el canal de Suez; abriendo una ruta directa de navegación en aguas calientes hacia
Rusia; incitando a

Bulgaria, Rumania y/o Grecia a unirse a los aliados; provocando una revuelta entre las minorías
griega, kurda, armenia y

árabe del Imperio otomano y, presionando, en fin, a un gobierno turco que Churchill consideraba lo
bastante débil para

rendirse.

Al igual que muchos dirigentes con puestos de responsabilidad aliados, Churchill subestimaba en
exceso la resolución

del Imperio Otomano. En honor a la verdad, desde la perspectiva de 1914, el Imperio otomano,
conocido como el

«enfermo de Europa», parecía no poder competir con el Imperio británico. Durante los últimos
cincuenta años había

experimentado un declive en picado. Una derrota militar ante Rusia en 1878 le obligó a reconocer la
independencia de

Montenegro, Serbia, Rumania y Bulgaria; a su vez, Rusia se había quedado también con las
estratégicas regiones

caucásicas de Ardahan, Kars, Batum y Bayazidn. La debilidad del Estado otomano le había impedido
evitar la anexión de

Bosnia por Austria-Hungría en 1908, la anexión italiana de Libia y de las islas del Dodecaneso y la
influencia cada vez

mayor de Gran Bretaña en Egipto y Persia, estos dos últimos todavía protectorados otomanos sólo
nominalmente.

Las derrotas militares de los otomanos condujeron a la ascensión de los Jóvenes Turcos, un grupo de
reformadores

nacionalistas que aspiraban a restaurar la gloria perdida de Turquía. Este grupo tomó el poder en
1908, pero sus reformas

65 El epígrafe está extraído de una cita en Dennis Showalter, «Salónika», en Robert Cowley (comp.),
The Great War:

Perspectives on the First World War, Nueva York, Random House, 2003, pág. 235

no contuvieron la oleada de frustración de los turcos. En 1912 y 1913 el Imperio otomano luchó
contra Bulgaria, Serbia,

Grecia y Montenegro, unidas sin mucha rigidez en lo que se llamó la «Liga de los Balcanes». Los
turcos perdieron la

primera Guerra de los Balcanes y tuvieron que ceder todos sus territorios europeos, excepto la
península de Gallípoli y el

área que rodeaba justo la capital, Constantinopla. Las luchas intestinas entre los miembros de la Liga
de los Balcanes

condujeron a la segunda Guerra de los Balcanes en 1913, en la que las fuerzas turcas recuperaron la
importante ciudad de

Adrianópolis.66

Las guerras de los Balcanes supusieron un altísimo coste para todas las partes beligerantes, pero el
que más sufrió fue

el Imperio otomano. Se calcula que éste perdió 100.000 hombres entre las dos guerras, muchos por
enfermedad, y el

Ejército otomano perdió también enormes reservas de equipamiento militar. En consecuencia, en


1914, los turcos apenas

llegaban a las 280 piezas de artillería pesada, 200 ametralladoras y 200.000 rifles. Los cuerpos de
administración e

intendencia otomanos estaban muy por debajo de los niveles occidentales y sus líneas de
comunicación internas eran tan
primitivas, que el transporte rápido de hombres y suministros a lo ancho del vasto imperio se
convirtió en algo casi

imposible.67 Además, el desguarnecido Imperio otomano tenía que proteger varias zonas
estratégicas, que incluían su

frontera europea contra una invasión búlgara o griega; la costa del mar Negro y las regiones del
Cáucaso contra los rusos;

la península de Gallípoli, que protegía los accesos a Constantinopla; y las regiones de Persia-
Mesopotamia y de

Arabia-Suez contra los británicos.

Así las cosas, cabría perdonar a Churchill por creer que el Imperio otomano no podría resistir un
ataque decidido de los

británicos. Sin embargo, a pesar de sus deficiencias evidentes, aquél seguía teniendo una fuerza
considerable. Tras el final

de la segunda Guerra de los Balcanes, los Jóvenes Turcos iniciaron un agresivo plan de reformas,
entre las que se contó la

sustitución de 1.300 oficiales. Varios hombres de talento, entre los que destacaba por su importancia
Mustafá Kemal,

ascendieron a puestos de alta responsabilidad. Y lo más importante de todo fue que en ese momento
el ejército tenía un

núcleo de hombres endurecidos por el combate, muchos de los cuales habían combatido con eficacia
en las guerras de los

Balcanes cuando se les había dado la oportunidad de hacerlo, sobre todo cuando luchaban cerca de
su país.

Los otomanos respondieron a sus deficiencias militares acercándose cada vez más a Alemania. Los
dos países

compartían la misma desconfianza hacia los rusos y el deseo de incrementar su influencia en los
Balcanes. En verano de

1914 una misión militar alemana de setenta oficiales, soldados rasos y técnicos expertos llegaron a
Turquía para ayudar a

la modernización del Ejército otomano. Los oficiales elaboraron para éste el plan de movilización de
1914, y tres coroneles
germanos asumieron el mando de sendas divisiones de infantería otomanas. El general Otto Liman
von Sanders estaba el

mando de la misión y no tardó en asumir un papel decisivo en el desarrollo de la estrategia,


operaciones y tácticas

otomanas.

Las relaciones entre los otomanos y Alemania condujeron a la firma de un tratado secreto el 2 de
agosto de 1914,

cuando las tropas alemanas entraron en Bélgica. El tratado (escrito en el idioma diplomático
europeo, el francés)

garantizaba que ambos firmantes acudirían en ayuda recíproca si Rusia atacaba a alguno de los dos.
Turquía aceptaba

también mantener la neutralidad en la guerra entre Austria-Hungría y Serbia. Al mismo tiempo, se


produjo un aumento en

la tensión con los británicos a consecuencia de la decisión de Churchill de incautarse dos modernos
acorazados que se

estaban terminando de construir en astilleros británicos por encargo de los otomanos. Estos habían
contado con ambos

barcos para mejorar la posición de su marina con respecto a la de los griegos y los rusos. A mayor
abundamiento, los

navíos se habían financiado en parte por suscripción pública, lo que hizo que la decisión de
Churchill pareciera una

bofetada en pleno rostro al pueblo otomano.

Por su parte, los alemanes sacaron un considerable provecho político de la situación al enviar dos de
sus propios

acorazados a Constantinopla y ponerlos bajo el mando otomano. Tras esquivar a los barcos de la
Royal Navy encargados

de seguirlos, el Goeben y el Breslau atravesaron el estrecho de Messina después de bombardear


posiciones francesas en

Argelia. Los dos barcos llegaron a Turquía el 10 de agosto de 1914 e influyeron poderosamente en el
deseo de los Jóvenes

Turcos de alejarse de la Entente y acercarse a Alemania. El paso más directo hacia la guerra entre
los aliados y el Imperio

otomano se produjo el 1 de octubre, cuando este último cerró los Dardanelos a la navegación
internacional, una medida

que cortaba la única conexión por aguas calientes entre Rusia y sus aliados occidentales. El
bombardeo naval otomano

sobre posiciones rusas en el mar Negro incrementó la tensión. El 5 de noviembre el Imperio otomano
ya estaba en guerra

con Gran Bretaña, Francia y Rusia.

El plan de Churchill de 1915 de cruzar a toda prisa el estrecho concitó la mayor concentración de
poderío naval que se

66 The Balkan Wars, 1912-1913: Pirhuk in the First World War, de Richard Hall (Londres,
Routledge, 2000), es una

introducción excelente a estas trascendentales guerras, a menudo poco estudiada.

67 Edward Erickson, Ordered to Die: A History of the Ottoman Army in the First War, Westport,
Connecticut, Greenwood

Press, 2001, pág. 8.


hubiera producido jamás en el mar Mediterráneo. La armada británica y francesa contaba con el
flamante acorazado de la

clase Dreadnought, además de un crucero de combate, 16 acorazados anteriores a la clase


Dreadnought, 20 destructores y

35 dragaminas. Para la defensa del estrecho, el Ejército turco disponía de 11 fuertes, 72 piezas de
artillería, 10 campos de

minas compuestos de 373 minas y una gruesa red subacuática para detener a los submarinos. Los
viejos fuertes exteriores

apenas suponían un desafío, si se comparaban con los fuertes del estrecho, un paso de apenas un
kilómetro y medio de

ancho. Para complementar estos fuertes, los alemanes enviaron unas baterías de obuses de 150 mm
—cuyo fuego de gran

ángulo se reveló mortífero para los barcos y cuya movilidad dificultó a los británicos su localización
y destrucción—,

además de 500 especialistas en defensa costera. Los turcos habían colocado a su veterano III Cuerpo
en la región de

Gallípoli. Esta unidad era la única del Ejército turco que había sobrevivido intacta a las guerras de
los Balcanes y la única,

también, que en agosto de 1914 había cumplido a tiempo con todos sus objetivos de movilización.68

En los Balcanes, la Primera Guerra Mundial se convirtió a menudo en

una prolongación de los odios tradicionales de la región y de las

situaciones que las guerras de los Balcanes dejaron sin resolver. Estos

búlgaros combatieron del lado de los Imperios centrales como

irregulares. (© Colección Hidton-Deutsch/Carbis)

La flota aliada se proponía destruir los fuertes y atravesar a toda máquina el estrecho para evitar así
un combate

prolongado con los veteranos soldados del III Cuerpo. Mediante sus modernos cañones navales, los
almirantes aliados

tenían planeado destruir primero los fuertes turcos y, luego, proteger la mayor vulnerabilidad de los
dragaminas cuando
éstos cruzaran por la angostura. La flota se aproximó a la península de Gallípoli el 19 de febrero de
1915. Al cabo de una

semana, los británicos habían neutralizado los fuertes que protegían la entrada a los Dardanelos, lo
que llevó a un confiado

marinero británico a escribir a sus padres que «si quisierais venir a verme, me encantará reunirme
con vosotros en

Constantinopla».69 Quien escribió todo esto no podía saber que se encontraba en el mejor momento
de la campaña

británica en los Dardanelos. Sólo dos semanas después de enviar esta carta, el marinero vio cómo
tres viejos acorazados

aliados chocaban con sendas minas, y lo peor era que los aliados no podían descartar la posibilidad,
mucho más peligrosa

(y que resultó ser falsa), de que los submarinos alemanes estuvieran en la zona. No queriendo
arriesgarse a sufrir unas

pérdidas navales mayores, la flota aliada dio marcha atrás.

Los aliados se encontraron, por lo tanto, en un aprieto nada envidiable. Los acorazados no podían
seguir adelante a

causa del peligro que entrañaban las minas, pero no habían inferido suficiente daño a los fuertes y a
los manejables obuses

para permitir que los dragaminas avanzaran con seguridad. Estaban convencidos, además, de que
habían invertido

demasiado capital moral para abandonar la operación en una fase tan temprana. El almirante mayor
de la mar, sir John

Jackie Fisher, que solía decir que la moderación en la guerra era una imbecilidad, abogó por el
despliegue del ejército en la

península de Gallípoli, a fin de eliminar los fuertes mediante un ataque terrestre. En un principio.
Kitchener se opuso a

68 Ibid., págs. 76-77.

69 W. L. Berridge a sus padres, 4 de marzo de 1915, IWM P73.


enviar al ejército, aunque acabó por ceder. Como jefe de la operación se nombró a Ian Hamilton, un
viejo protegido de

Kitchener, que conocía bien el Mediterráneo oriental (había nacido en la isla de Corfú) y era
veterano de guerras en zonas

tan diferentes como Afganistán, Sudáfrica y Burma. Inteligente, encantador y elocuente, Hamilton se
antojó la elección
perfecta.

Mientras los británicos y los franceses reunían un ejército de 75.000 hombres para enviar a
Gallípoli, los turcos no

permanecieron ociosos. El Imperio otomano había planeado la defensa de la península contra Grecia
durante las guerras de

los Balcanes, y en 1914 la había designado como una de las cuatro zonas de fortificación
fundamentales (junto con

Adrianópolis, el Bosforo y Erzurum). Liman von Sanders asumió el control de un reorganizado V


Ejército, con tres

comandantes de cuerpo alemanes bajo su mando, cada uno con base en sendas zonas probables de
desembarco aliado:

Bulair, en el cuello de la península; Kum Kale, en la parte asiática de la entrada; y Seddel Bahir, en
la otra orilla del

estrecho, en el lado europeo. Junto con los refuerzos, los otomanos recibieron equipos de trabajo
para construir carreteras,

plantar minas y mejorar las defensas marítimas de la península; por su parte, los soldados otomanos
cavaron trincheras en

todas las elevaciones de terreno importantes. El alto mando otomano-germano planeaba una defensa
superficial de la costa

a fin de evitar el fuego de desgaste de los acorazados británicos, para contraatacar luego con fuerzas
situadas de tres a cinco

kilómetros por detrás de las líneas. Tras obligar a retirarse a la poderosa Royal Navy y con la
responsabilidad de estar

defendiendo a su patria, la moral de los turcos era alta.

La campaña de Gallípoli, 1915.

La moral de los británicos, también. No queriendo debilitar el frente occidental, Kitchener confió en
los voluntarios del

Cuerpo de Ejército australiano y neozelandés (Anzac) para que pecharan con la responsabilidad.
Como se estaban

entrenando en ese momento en Egipto, donde los agentes otomanos vigilaban de cerca todos sus
movimientos, la elección

parecía natural. Kitchener escogió a William Birdwood, otro protegido suyo, para que comandara al
Anzac. Birdwood, un

sedicente «general de soldados», no puso gran empeño en aplicar la disciplina británica al pie de la
letra a los

individualistas integrantes del Anzac; en consecuencia, Birdie se hizo muy popular entre sus
hombres, la mayoría de los

cuales se enorgullecía de no ser profesionales. Al igual que sus enemigos turcos, los hombres del
Anzac eran duros,

resueltos y estaban ansiosos por entrar en combate.

Gallípoli y Salónica
El tan esperado desembarco aliado se produjo el 25 de abril de 1915 en seis lugares distintos para
confundir a los otomanos

y ralentizar el envío de refuerzos. Las tropas francesas desembarcaron en el lado asiático con la
intención de distraer la

atención de los turcos. El alto mando otomano-germano había supuesto que el ataque principal se
produciría en Bulair, sin

embargo, el grueso de las fuerzas lo hizo en la punta de la península, en el cabo Helles, y en mitad de
su costa occidental,

en un lugar que no tardaría en ser rebautizado como la cala del Anzac. La operación empezó de forma
poco propicia; en

lugar de desembarcar en un terreno llano en Gaba Tepe, los Anzac lo hicieron, por error, más al
norte, frente a la

importante elevación de terreno de Chunuk Bair. Pese a todo, las turcos opusieron sólo una ligera
resistencia; las fuerzas

allí establecidas, que no esperaban un desembarco de importancia en su sector, disponían de pocos


suministros y se

quedaron enseguida sin municiones.

Judío, entrenado en las milicias civiles e ingeniero

de profesión, John Monash era un intruso en el

mundo militar que estuvo al mando de la IV

Brigada de Infantería australiana en Gallípoli.

Tras diversos ascensos, en 1918 asumió el mando

del Cuerpo de Ejército australiano, desde el cual,

y gracias a sus ideas innovadoras sobre la guerra,

contribuyó a la victoria aliada. (Autstralian War

Memorial, negativo n° A01241)

Cabe pensar que los Anzac hubieran tomado la loma de Chunuk Bair de no mediar la intervención de
uno de los
hombres más notables de la guerra, el teniente coronel Mustafá Kemal, que estaba al mando de la
XIX División de

Infantería turca. Kemal llegó a Chunuk Bair en el momento preciso en que sus hombres empezaban a
huir. Kemal se hizo

con la situación, diciéndoles que, si no tenían balas, lucharían con las bayonetas. Pero antes de
comunicarles que se iban a

quedar y luchar, envió un correo al cuartel general del V Ejército informando de la situación. Cuando
uno de los soldados

se quejó de que no tenían fuerzas para atacar, Kemal le replicó: «No os ordeno que ataquéis, os
ordeno que muráis. Para

cuando nos hayan matado a todos, ya estarán aquí otras unidades y mandos que ocuparán nuestro
lugar».70 Los otomanos

defendieron sus líneas en Chunuk Bair, al igual que en los demás frentes. El V Ejército turco había
conservado el control

de todo el terreno elevado y había acorralado a los aliados en cinco pequeñas cabezas de playa.

Dos ofensivas británicas, el 28 de abril y el 6 de mayo, fracasaron por igual, dejando a la península
de Gallípoli

bloqueada en el mismo punto muerto de trincheras que se suponían tenían que haber paliado. Los
problemas de
abastecimiento se multiplicaron, y el agua potable tuvo que ser transportada, incluso, desde lugares
tan alejados como

Egipto. El Ejército otomano intentó sus propias ofensivas en mayo, junio y julio, pero se encontró
con que carecía de la

fuerza suficiente para expulsar a los británicos de sus cabezas de playa. Ambos bandos siguieron
combatiendo durante el

verano bajo un sol abrasador, cada vez más castigados por las enfermedades y las privaciones.

El 6 de agosto los británicos emprendieron un intento de romper el estancamiento. Tras concentrar un


desembarco en la

bahía de Suvla, justo al norte de la cala de los Anzac, dirigieron dos importantes operaciones de
diversión en otros

emplazamientos. Pero, cuando las lanchas de desembarco volvieron a dejar a las tropas en las playas
equivocadas, cundió

el desconcierto. Hasta que recibieron refuerzos, menos de 1.500 turcos consiguieron resistir ante
20.000 soldados

británicos desorientados. Otra carga heroica de los hombres de Kemal la tarde del 10 de agosto hizo
retroceder a la

ofensiva y los otomanos volvieron a tomar todo el terreno elevado que habían perdido por la
mañana.

El heroísmo de Mustafá Kemal (el cuarto por la izquierda) en Gallípoli lo

catapultó a un ascenso meteórico. Después de la guerra se convirtió en el

primer presidente del Estado moderno de Turquía y ordenó la

construcción de un monumento en la península de Gallípoli en memoria

del heroísmo de los australianos, sus antiguos enemigos. (Australian War

Memorial, negativo n° P01141.001)

El fracaso de los desembarcos en la bahía de Suvla acabó definitivamente con cualquier esperanza
de los aliados de

vencer en Gallípoli, a pesar de los nuevos ataques que lanzaron durante todo el mes.71

En septiembre Bulgaria se unió a los Imperios centrales, lo que permitió a los otomanos trasladar las
fuerzas que tenían

en Tracia a Gallípoli, consolidando aún más su posición en la península y abriendo líneas de


comunicación más directas

con Alemania. Los generales aliados se sentían defraudados ante la falta de éxito, lo que condujo al
general Alexander

Godley a comentar que todo lo que habían reportado los esfuerzos aliados eran dos hectáreas de
pastizales. Los británicos

no habían previsto tener que abastecer a ocho divisiones en Gallípoli durante todo el invierno, así
que cuando, en

noviembre, una tormenta de nieve azotó la península, más de 10.000 hombres sufrieron síntomas de
congelación. A raíz de

esto, un corresponsal de guerra australiano, Keith Murdoch, envió una dura crítica a la prensa
británica, además de a los

primeros ministros de Gran Bretaña y Australia, H. H. Asquith y William Hughes, respectivamente,


sobre la forma en que

los británicos estaban llevando la campaña.

70 Kemal, citado en Andrew Mango, Ataturk, Londres, John Murray, 1999, pág. 146.

71 Tim Travers, «Gallipolí», en Robert Cowley (comp.), The Great War: Perspectives on the First
World War, Nueva

York, Random House, 2003, pág. 191.


La campaña de Gallípoli se había terminado para estos soldados

turcos capturados por las fuerzas británicas en 1915, aunque los

problemas de estrategia, tácticos y de intendencia se sumaron para

condenar al fracaso los esfuerzos británicos de obligar a rendirse al

«enfermo» de Europa. (National Archives)

Para resolver la controversia, el gobierno británico envió al general Charles Monro a Gallípoli con
la orden de que le

proporcionara una valoración de la situación. Monro fue el primer general en visitar la bahía de
Suvla, la cala del Anzac y

el cabo Helle en el mismo día, y eso a pesar de los escasos 24 km que separaban las posiciones,
claro indicio de los

problemas existentes entre los mandos británicos. Lo que vio Monro fue a unos hombres cansados y
desmoralizados,

escasos de munición y sin el equipamiento necesario para combatir en invierno. Escuchó una vez más
un plan del

almirante Roger Keyes para atravesar el estrecho rápidamente, pero su consejo a Kitchener fue que
se cancelara toda la

operación de Gallípoli antes de final de año. Más tarde, Churchill denigraría a Monro con la famosa
imputación de que el

general «llegó, vio y capituló», pero éste no había tenido muchas alternativas.

En diciembre de 1915 los británicos evacuaron a casi 83.000 hombres sin una sola baja, aunque los
turcos tardaron casi

dos años en retirar todo el equipamiento pesado que los británicos habían dejado tras ellos. Los 259
días de campaña

habían costado 250.000 bajas a los británicos, 47.000 bajas a los franceses y alrededor de unas
251.000 bajas a los turcos.

Ante la insistencia del Partido Conservador, Churchill había tenido que dejar el cargo de ministro de
Marina en mayo y

aceptar un puesto secundario; en noviembre abandonó el gobierno totalmente en protesta por la


decisión de evacuar

Gallípoli. Más tarde, Churchill prestó servicio como comandante del VI Batallón de los Reales
Fusileros Escoceses en el

frente occidental. Su aventura de Gallípoli le costó muchos aliados políticos y su puesto al frente del
Almirantazgo, aunque

se recuperó de la adversidad y, en 1917, era nombrado ministro de Municiones. Su carrera en el


gobierno distaba mucho de

haber llegado a su fin.

La desafección de Francia con la operación de Churchill en los Dardanelos condujo a la decisión del
gobierno de retirar

sus tropas del escenario de operaciones en octubre. Al mismo tiempo, Serbia se enfrentaba a un
nuevo ataque triple de los

Imperios centrales desde Bulgaria, Alemania y Austria-Hungría. Bulgaria encaraba una escasez casi
insuperable de toda

clase de pertrechos para la guerra moderna, pero tenía un ejército numeroso y experimentado y que
estaba deseoso de

vengar lo que sus mandos consideraban el pérfido comportamiento de Serbia durante la segunda
Guerra de los Balcanes.
Si sus aliados no encontraban una manera de ayudarlos, los serbios se enfrentaban a la aniquilación
de su ejército. Los

gobiernos aliados decidieron entonces trasladar una división de infantería británica y otra francesa a
la ciudad portuaria

griega de Salónica. Desde allí, esperaban poder abastecer a los serbios a través de una única vía
ferroviaria.

El primer problema de este plan radicaba en la reacción del gobierno griego. El primer ministro,
Eleutherios Venizelos,

consideraba que los aliados eran la mejor opción para favorecer los intereses expansionistas griegos
a expensas de

Bulgaria y Turquía. Por lo tanto, invitó a los aliados a desembarcar en Salónica con la esperanza de
que, a cambio, Gran

Bretaña y Francia pudieran ayudarlo a apoderarse de las islas del Egeo, Macedonia y Esmirna. Con
posterioridad, estas

ambiciones complicarían las relaciones de los aliados con Grecia y conducirían a una guerra entre
ésta y Turquía, aunque

en 1915 Venizelos ofrecía a los aliados una manera de resolver la neutralidad técnica de Grecia.

Los soldados australianos de Gallípoli no habían previsto la

tormenta de nieve que azotó la península al final de la campaña;


sus oficiales de intendencia, tampoco. Las noticias sobre los

padecimientos de la campaña difundidas por los periodistas

australianos contribuyeron a la decisión británica de abandonar la

operación. (Australian War Memorial, negativo N° P00046.040)

Venizelos, sin embargo, no consiguió que el rey Constantino de Grecia autorizara su decisión. El rey,
que se había

graduado en la Academia de la Guerra prusiana y estaba casado con la hermana del kaiser, compartía
las ansias

expansionistas de Venizelos, pero no los medios que había escogido el primer ministro para
satisfacerlas, dada la evidente

influencia conyugal en su acusada germanofilia. Constantino confiaba en mantener neutral a Grecia y


consideraba los

desembarcos aliados como una invasión que violaba tal neutralidad. Los aliados, por lo tanto,
estarían operando en un país

cuyo jefe de Gobierno estaba de su lado, pero no así el jefe de Estado. Constantino obligó a dimitir a
Venizelos como

primer ministro, con lo cual éste se marchó a Salónica y formó un gobierno griego disidente que no
tardó en ser reconocido

por británicos y franceses.

El segundo problema estribaba en el jefe de la expedición a Salónica, el general francés Maurice


Sarrail. Este había

tenido un buen comportamiento durante los primeros días de la guerra, cuando, como jefe del III
Ejército, había mantenido

sus posiciones en el bosque de Argonne y Verdún. Sarrail era tan competente como la mayoría de los
generales de la

guerra y bastante mejor que muchos; sin embargo, sus intrigas políticas le habían hecho impopular
entre sus compañeros

del generalato. Republicano vociferante y francmasón, sus íntimas relaciones con los políticos
socialistas le habían llevado

a ascender con mucha más rapidez que buena parte de sus iguales. La mayoría de los generales
franceses lo consideraban

poco más que un político con uniforme; la mayor parte de sus soldados pensaban que se sentía más
atraído por las batallas

de alcoba que por las otras.

Las intrigas de Sarrail determinaron que Joffre lo cesara como jefe del III Ejército en el verano de
1915. Los aliados

políticos de Sarrail valoraron la destitución como una medida nefanda que tan sólo buscaba eliminar
a uno de los críticos y

rivales de Joffre. El primer ministro francés, Aristide Briand, decidió devolver el mando de una
unidad a Sarrail, al que

consideraba más fiable políticamente que Joffre. Así que, en octubre, lo envió a Salónica al mando
del denominado, no sin

grandilocuencia, Ejército de Oriente, una fuerza que, a finales de año, ascendía a 150.000 hombres.
Briand complicó aún

más la situación al nombrar a Joffre comandante en jefe de todas las fuerzas francesas (y no sólo de
las del frente

occidental), responsabilizando así a éste del éxito de Sarrail. Por consiguiente, Joffre tenía a sus
órdenes a un hombre del

que desconfiaba tanto, que lo había cesado, y Sarrail, a un superior contra el que había intrigado para
que fuera destituido

del cargo. Antes, incluso, de que las fuerzas de Salónica entraran en combate, todos los augurios
apuntaban en la dirección

equivocada.

Y el primer invierno demostró que los augurios no estaban equivocados. La fuerza llegó a Salónica
con demasiada

lentitud para completar su misión inicial de proporcionar ayuda a los serbios. Acosado por tres
ejércitos y los guerrilleros

albaneses, el Ejército serbio recorrió 320 km hasta la costa adriática con apenas comida y
medicamentos. Desde allí, los

barcos aliados trasladaron a seis divisiones serbias hasta la isla de Corfú, para, en abril de 1916,
llevarlas hasta Salónica,
donde se unieron a cuatro (que pronto aumentarían a nueve) divisiones francesas, cinco británicas,
una italiana y una

brigada rusa. Todas aquellas fuerzas se establecieron allí, sin ninguna misión evidente, y rodeadas de
soldados griegos,

muchos de los cuales apoyaban a su rey y mostraban una evidente simpatía por los Imperios
centrales.

Al principio, la fuerza de Salónica sólo entró en combate en contadas ocasiones, limitadas sus
posibilidades como

estaban por la insuficiencia de los suministros de Sarrail y los problemas de la alianza. La fuerza
multinacional a la que se

enfrentaba prefirió no atacar, contentándose, en cambio, con permitir que la guarnición aliada se
convirtiera en lo que los

alemanes denominaron el «mayor campo de internamiento de la guerra». La inactividad no tardó en


abocar a los soldados

al alcohol y a las prostitutas, lo que provocó que las enfermedades venéreas se sumaran al tifus, el
cólera y la malaria como

causas de la sobresaturación de los hospitales de Salónica. Tampoco tardaron mucho los hombres en
empezar a hablar con

nostalgia del frente occidental, que, aunque mucho más peligroso, tenía el propósito más elevado de
defender a Francia, y,

al menos, permitía la regularidad en el correo y las ocasionales visitas al hogar.72 Las divisiones
aliadas entraron por fin en

combate en agosto de 1916, cuando las fuerzas búlgaras atacaron sus posiciones para cubrir la
invasión alemana de

Rumania. Pese a mantener las posiciones, un contraataque de Sarrail acabó en fracaso.

En 1917 el aspecto militar seguía estancado, aunque el político asistió a unos acontecimientos
espectaculares. Los

aliados amenazaron con marchar sobre Atenas si Constantino no cesaba en sus actividades pro
germanas. En junio, se

obligó a abdicar al rey, que se exilió a Suiza, donde permaneció hasta el final de la guerra. Su
marcha allanó el camino para
que Grecia entrara en la guerra del lado aliado. Venizelos volvió a Atenas y ordenó la movilización
general del Ejército

griego. En el ínterin, la situación militar no hizo sino deteriorarse, lo que provocó que el primer
ministro francés, George

Clemenceau, se refiriese con sorna a la guarnición aliada como «los jardineros de Salónica».

En diciembre de 1917 Clemenceau sustituyó a Sarrail, y para ocupar su puesto se decidió al final por
el general más

próximo al polo opuesto del destituido que tenía el ejército francés, Louis Félix Marie Francois
Franchet d'Esperey,

apodado Frankie el desesperado. Católico, realista y enérgico, Franchet d'Esperey había revitalizado
al V Ejército francés

después de reemplazar al general Charles Lanrezac en 1914. A pesar de todas las evidencias a lo
largo de la guerra, se

mantuvo como firme defensor de la ofensiva y llevaba tiempo apoyando la reanudación de los
ataques en Salónica. En ese

momento, tenía su oportunidad, si bien es cierto que con una fuerza que hasta el momento no conocía
otra cosa que el

fracaso.

Sin inmutarse ante las condiciones que se encontró en Salónica, Franchet d'Esperey les dijo a sus
hombres que esperaba

de ellos una «energía feroz» y adoptó la insólita medida de poner a dos divisiones de infantería
francesa bajo mando

serbio.73 Valiéndose de los lanzallamas y de la caballería, las fuerzas aliadas se centraron en los
atribulados búlgaros, cuya

situación era tan desesperada que muchos de ellos carecían de ropa y calzado. El 18 de septiembre
de 1918 el ataque aliado

abrió una brecha en el frente y obligó a los búlgaros a una retirada precipitada. Al cabo de dos
semanas, se firmaba un

armisticio que ponía fin a la lucha en Salónica. Aunque la campaña terminó con una nota alta, la
experiencia de Salónica

les había costado a los aliados mucho más de lo que habían ganado. Es posible que Sarrail no
hubiera podido resumir

mejor las frustraciones de Salónica que cuando comentó a Clemenceau: «Desde que he comprobado
cómo funcionan las

alianzas, he perdido algo de mi admiración por Napoleón».

Gorlice-Tarnów y la gran retirada de Polonia

Al mismo tiempo que tenía lugar la aventura británica y francesa en Gallípoli, el Ejército alemán
planeó su propia ofensiva

oriental. Los máximos dirigentes alemanes se habían vuelto tan pesimistas en cuanto a las
perspectivas de conseguir un

desenlace en el frente occidental como muchos de sus homólogos franceses y británicos. Por el
contrario, ellos ya habían

conseguido tres grandes victorias en el este, en Tannenberg, en los Lagos de Masuria y en Lódz; y
tenían un mando sólido

y seguro de sí mismo, encabezado por el dinámico equipo formado por Hindenburg y Ludendorff.
Además, los espacios

relativamente abiertos del este se acomodaban mucho mejor a la doctrina y preparación del Ejército
alemán que el

estancamiento occidental.

A mayor abundamiento, la ofensiva oriental prometía proporcionar el socorro necesario al


tambaleante aliado

austrohúngaro de Alemania. Holger Herwig calcula que las batallas de 1914 habían costado al
Ejército austrohúngaro

190.000 muertos, 50.000 heridos y 278.000 prisioneros de guerra. Estas cifras incluyen el 75 % de
los capitanes y tenientes

de antes de la guerra.74 Los fracasos del Ejército austrohúngaro llevaron a un aumento de las
tensiones con Alemania, lo

que dio lugar a que el kaiser comentara que la cordillera de los Cárpatos no valía los huesos de un
simple granadero

pomerano.

La inminencia de la entrada de Italia en la guerra del lado aliado hizo que la situación de los
austrohúngaros se agravara

aún más. Los intentos germanos de convencer a Austria-Hungría para que aplacara a los italianos con
algunas concesiones

territoriales no hicieron sino tensar las relaciones. Alemania ofreció entonces a Italia territorio
austríaco en Trentino y

72 Dennis Showalter, «Salonika», en Robert Cowley (conip.), The Great War: Perspectives on The
First World War,

Nueva York, Random House, 2003, pág. 235.

73 Ibid.,pág.242.

74 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-1918, Londres,
Edward Ainold, 1997,

págs. 119 y 137.

Gradisca, la ribera occidental del río Izonso, mano libre en Albania y la conversión de Trieste en
puerto franco. La

indignación de los austríacos ante las ofertas de territorio austríaco a una nación que en 1914 había
incumplido los

compromisos adquiridos en su alianza, aumentó cuando Italia aceptó unas condiciones incluso más
generosas de Gran

Bretaña y Francia. Italia no tardó en convertirse en el enemigo capaz de concitar el odio de todas las
minorías del imperio.

Pese a la despectiva valoración que el kaiser había hecho de los Cárpatos y de las crecientes
tensiones entre Alemania

y Austria-Hungría, los alemanes no podían permitirse perder a su aliado más importante. A fin de
proporcionar una ayuda

inmediata, decidieron continuar con un ataque en el este de Cracovia, entre las ciudades de Gorlice y
Tarnów. En caso de

tener éxito, el ataque salvaría la posición austrohúngara en los Cárpatos y terminaría con la amenaza
rusa a Hungría y

Silesia. Una ofensiva llevada a cabo en enero por los alemanes en dirección a Varsovia atrajo la
atención de los rusos hacia
el norte, al igual que una segunda batalla en los Lagos de Masuria en febrero.

Falkenhayn llegó al este para supervisar los preparativos de la nueva ofensiva. Ordenó que el VIII
Ejército de

Hindenburg mantuviera la presión sobre los rusos en el norte de Varsovia y creó un nuevo XI
Ejército, a cuyo frente

designó a Mackensen. El XI Ejército estaba integrado por una gran cantidad de tropas trasladadas
desde el oeste, un

movimiento que la segunda batalla de Ypres había logrado ocultar con éxito. Sin la menor confianza
en los austríacos,

Falkenhayn traspasó también el control del IV Ejército austrohúngaro, situado a la izquierda de


Mackensen, al cuartel

general del XI Ejército. A Conrad no le quedó más opción que consentirlo.

Enfrente de esta acumulación de tropas estaban los rusos, ajenos en buena medida al ataque que se
avecinaba y en un

estado lastimoso. Uno de cada tres soldados rusos carecía de un rifle en condiciones, y aquellos de
los que disponían

procedían de fuentes diferentes y utilizaban varios calibres distintos, lo que complicaba sobremanera
la manufactura y

suministro de munición. El sitio de Przemysl continuó hasta el 22 de marzo, ocupando la atención de


los rusos y

proporcionando una engañosa inyección de moral cuando la ciudad cayó finalmente. Poco después, el
zar efectuó una

visita de Estado a Galitzia, lo que no hizo sino distraer aun más la atención de los oficiales del
Estado Mayor.

El 2 de mayo de 1915 los alemanes empezaron la ofensiva de Gorlice-Tarnów con una descarga de
artillería que duró

cuatro horas. Por primera vez en la guerra, complementaron el fuego artillero con bombardeos de la
aviación contra las

líneas de comunicación rusas. El XI Ejército concentró sus ataques en una zona de 45 km de longitud
situada entre las dos

ciudades y consiguió abrir una brecha en el mediocre X Cuerpo ruso. La rápida caída de esta unidad
creó los flancos que

los comandantes de la Primera Guerra Mundial buscaban con tanta impaciencia. Rodeados por los
alemanes y sin reservas

disponibles para taponar las brechas, la unidad matriz del X Cuerpo, el III Ejército, optó por una
retirada en masa.

La derrota que se cernía sobre los rusos condujo enseguida al caos, a la confusión y a las malas
decisiones. La retirada

ordenada en algunas zonas devino en desbandada en otras. Al cabo de dos semanas, los alemanes
habían disparado más de

dos millones de proyectiles de artillería, avanzado más de 150 km y capturado a 153.000 rusos y 128
cañones de campaña.

El gran número de prisioneros daba fe del creciente hastío por la guerra entre los soldados rusos y su
cada vez mayor

alejamiento del régimen y de sus propios oficiales. En general, el cuerpo de oficiales rusos
reaccionó mal a la crisis y no

tardaron en perder el control de la situación dentro de sus propias unidades.

Como consecuencia de la caída del III Ejército, toda la cara meridional del saliente polaco cayó en
manos de los

alemanes. Los sistemas de abastecimiento y refuerzos rusos se vinieron abajo por completo, dejando
sin comida,

municiones y suministros médicos a muchas unidades. Las fuerzas alemanas y austrohúngaras


retomaron Przemysl el 3 de

junio y Lvov (de nuevo rebautizada Lemberg) el 22 de junio, y un día después cruzaron el río
Dniéster. Detrás de estas

líneas se levantaba una sucesión de fortalezas rusas obsoletas que no pudieron resistir la oleada
alemana. Para complicar

aún más la situación, los alemanes iniciaron una ofensiva general con ocho ejércitos a lo largo de los
más de 1.100 km del

frente oriental.

Las fuerzas alemanas habían alcanzado los suburbios occidentales de Varsovia hacia finales de julio.
Cuando otro
contingente alemán se desvió hacia el norte para cortar la retirada a los defensores rusos de la
ciudad, más de 350.000

habitantes salieron huyendo hacia el este. Las líneas rusas contenían múltiples brechas de fácil
aprovechamiento por las

fuerzas enemigas que avanzaban, así como una crítica escasez de munición de artillería que hacía
imposible una defensa

activa de la ciudad. El 5 de agosto los rusos se retiraron a la orilla oriental del río Vístula y
destruyeron los puentes de toda

la ciudad para cubrir su retirada. Dos días después, los últimos soldados rusos abandonaban de
forma voluntaria Varsovia.

Al hacerlo, renunciaron a un importante símbolo de Rusia en Europa oriental, pero habían salvado al
Ejército ruso de ser

rodeado.

En respuesta a la deteriorada situación existente a lo largo de todas sus líneas, el Estado Mayor ruso
ordenó a

regañadientes la evacuación de todo el saliente polaco. La retirada desplazó las líneas casi 800 km
hacia el este en

beneficio de Alemania. Brest-Litovsk cayó el 25 de agosto, y Vilna, el 19 de septiembre. Por fin, el


oportunismo del kaiser

le sirvió de algo cuando presenció la caída de la fortaleza rusa de Novogeorgievsk, en el noroeste de


Varsovia, junto con

sus 700 piezas de artillería. Los ejércitos rusos, sin embargo, habían sobrevivido, y eso a pesar de
que las bajas se
estimaron en más de dos millones de hombres, la mitad de los cuales fueron hechos prisioneros. Las
unidades rusas

establecieron una línea recta (sin salientes expuestos) que discurría desde Riga, en el norte, hasta
Chernovtsi, al sur. Al

final, los resultados del ataque de Gorlice-Tarnów habían sobrepasado las fantasías más desbocadas
de Falkenhayn.

El frente oriental, 1915.

Sin embargo, y a pesar de su gran éxito, Falkenhayn no se dejó llevar en absoluto por el entusiasmo.
Entre sus

aspiraciones no se encontraba repetir el error de Napoleón de perseguir a los rusos hasta el interior
de su país. En ese
momento, la extensión de las líneas de suministro y la proximidad del invierno hacían que el dilema
de la guerra en dos

frentes se hiciera más acusado. Falkenhayn se dio cuenta de que los rusos lucharían con más valor en
suelo ruso que del

que habían hecho gala en Polonia, y que el frágil sistema de suministros rusos saldría beneficiado por
las distancias más

cortas que tenía que cubrir en ese momento. Falkenhayn había infligido un golpe terrible a los rusos,
pero éstos habían

sobrevivido, lo que significaba que Alemania sería incapaz de dedicar en 1916 tantos recursos al
frente occidental como él

tenía previsto.

De hecho, a finales de septiembre los rusos habían reaccionado con una agresiva sucesión de
acciones que se

tradujeron en la construcción de un cinturón defensivo de cuatro escalones alrededor de Riga, la


reorganización de las

reservas de hombres que les quedaban, la realización de nuevas levas obligatorias y el


fortalecimiento del puerto libre de

hielos de Murmansk, al que dotaron incluso de nuevas conexiones ferroviarias y por trineo para
conectarlo con los centros

de suministros rusos. De esta manera, conservaban una ventana abierta a los convoyes de suministros
procedentes del

oeste. A los mandos militares ineficaces, como el jefe del frente sudoccidental, Nikolai Ivanov, se
les asignaron nuevos

destinos o fueron destituidos, y los competentes, como Alexei Brusilov, fueron ascendidos.

El 1 de septiembre, el zar anunció, para el asombro de muchos, que había asignado a su tío, el gran
duque Nicolás, al

escenario del Cáucaso;75 a partir de ese momento, el zar en persona mandaría a los ejércitos rusos.
Brusilov consideró la

noticia como «de lo más dolorosa e incluso deprimente». El gran duque, a pesar de todos sus
defectos, era muy querido en

el ejército; y, no obstante el desastre de Gorlice-Tarnów, le correspondía gran parte del mérito de


haber evitado que el

75 Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág. 187.

Ejército ruso fuera víctima de una maniobra envolvente. El zar, según Brusilov, «no sabía
literalmente nada de cuestiones

militares».76 Por lo tanto, tendría que confiar en buena medida en su competente, aunque
fiscalizador, jefe del Estado

Mayor, Mijail Alekseev. La asunción del mando por parte del zar estableció una relación directa
entre el éxito de la guerra

y el prestigio del régimen; no habría nadie más a quien culpar si el destino bélico ruso no mejoraba
con rapidez.

Los Imperios centrales reformaron también su sistema de Estado Mayor. El gran éxito de Gorlice-
Tarnów había sido

consecuencia del sistema de Estado Alayor alemán, un hecho que los alemanes recalcaban con
insistencia a sus aliados
austrohúngaros. Falkenhayn consideraba que el triunfo de Gorlice-Tarnów se había producido a
pesar de, y no gracias a, la

ayuda de los austro-húngaros. En su opinión, el Estado Mayor general austrohúngaro no era más que
un grupo de «pueriles

soñadores militares» y los austríacos, un pueblo «endemoniado»;77 así las cosas, se las ingenió para
incrementar el

dominio de Alemania sobre los austríacos. En junio, Mackensen y el Estado Mayor general alemán
asumieron el control

del II Ejército austríaco.

En septiembre ya no existía en la práctica un Ejército austrohúngaro independiente. Los oficiales del


Estado Mayor

alemanes tomaban la mayor parte de las decisiones fundamentales y reorganizaron el sistema


austríaco a lo largo de sus

propias líneas. Conrad permanecía a oscuras sobre las decisiones de sus homólogos alemanes
(Falkenhayn ni siquiera se

molestó en informarle de la gran ofensiva que estaba planeando entonces para Verdún), pero él tenía
que coordinar todos

sus planes con los oficiales alemanes. Aunque Gorlice-Tarnów había sido un éxito tremendo,
significó también el fin de

Austria-Hungría como gran potencia. Pocos austríacos se percataron entonces de la ironía de que se
hubiera producido la

brusca decadencia de su imperio a pesar de la consecución de dos de sus más importantes objetivos
desde 1914: el fin de

una Serbia independiente y la humillación de Rusia.

El frente turco, 1915-1918.

La campaña del Cáucaso

Turquía tuvo también su frente oriental. La cordillera del Cáucaso representaba un antiguo punto de
convergencia de

cristianos y musulmanes, que, como tales, habían estado combatiendo a lo largo de los siglos. En
1701 los turcos otomanos
consiguieron una victoria crucial en la zona sobre los bizantinos, en la ciudad de Manzikert. En 1878
el Imperio otomano

76 Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 1914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Greenwood


Press, 1971, págs.

170-171.

77 Falkenhayn, citado en Herwig, op. at., pág. 148.

había perdido algunas partes importantes del Cáucaso en beneficio de Rusia. Su rápida reconquista
se convirtió enseguida

en un objetivo primordial para las fuerzas otomanas, sobre todo para su ministro de la Guerra, Enver
Bajá, un ambicioso

líder del movimiento de los Jóvenes Turcos y el político más influyente del país. Enver aspiraba a
crear un gran Imperio

panturco en el este que compensara las pérdidas otomanas en los Balcanes.

Sin embargo, el Cáucaso no se presta a victoriosas campañas militares. Las temperaturas pueden
caer hasta los 50

grados bajo cero, y las nieves invernales suelen alcanzar el metro de altura o incluso superarlo. Las
comunicaciones

ferroviarias y por carretera hacia el Cáucaso desde la Turquía central y occidental eran escasas,
además de primitivas. A
pesar de todo, Enver planeó una gran ofensiva para destruir las unidades rusas en la zona y recuperar
la cordillera para el

Imperio otomano, pero los rusos le ganaron por la mano, al lanzar una eficaz ofensiva contra la
fortaleza otomana de

Erzurum. Enver, que había desempeñado un papel trascendental en la recuperación de Adrianópolis


durante la segunda

Guerra de los Balcanes, se trasladó al este para dirigir personalmente a las fuerzas otomanas. Una
vez allí, planeó un

ataque contra la ciudad de Sarikamish que guardaba evidentes reminiscencias con el de Tannenberg:
mientras un cuerpo

inmovilizaba a los rusos, otros dos los rodearían y les cortarían la retirada.

La batalla subsiguiente estableció la pauta para el resto de la guerra en el Cáucaso. Cuando los
otomanos iniciaron el

avance el 22 de diciembre de 1914, las temperaturas habían caído hasta los 26 grados bajo cero, y
los más de treinta

centímetros de nieve ralentizaron su ataque. Los rusos contraatacaron e hicieron retroceder a los
otomanos, cuyas fuerzas

perdieron a casi un tercio de sus hombres, muchos por congelación. Un brote de tifus vino a sumarse
a las penurias de los

contendientes. La inquietud creciente entre las fuerzas otomanas, al temer tanto un contraataque
masivo de los rusos como

una rebelión entre la población local armenia, hizo que no tardaran en utilizar el pretexto del
descubrimiento de

armamento de fabricación rusa en los hogares armenios para implantar una brutal política de
represión.

En abril de 1915 Enver anunció la detención de importantes líderes armenios y el traslado forzoso de
toda la población

armenia del Cáucaso hasta Siria y Mesopotamia. Se suponía que los jefes locales tenían que asumir
la responsabilidad del

bienestar de los armenios durante el éxodo, pero fueron pocos los que se molestaron en procurárselo;
el resultado
inevitable fue el exterminio de la comunidad armenia de Turquía. Privados de comida, agua,
medicinas y ropa apropiada,

cientos de miles de hombres, mujeres y niños encontraron la muerte. Los periodistas y observadores
extranjeros

documentaron todo el trágico proceso, como los malos tratos intencionados infligidos a los armenios
por los mismos

oficiales locales encargados de cuidarlos. Los gobiernos aliados, a la sazón en guerra contra los
otomanos en Gallípoli, no

pudieron hacer mucho; y los alemanes, por su parte, optaron por no presionar a sus aliados. Hasta
qué punto los turcos

habían planeado exterminar (y no trasladar) a los armenios sigue siendo hoy día objeto de un
acalorado debate; aunque, ya

fuera por dolo, ya por indiferencia, el resultado final fue el mismo.

Unos huérfanos armenios abandonaban Turquía en barcazas rumbo a Grecia.

Cientos de miles de armenios murieron al ser obligados a abandonar sus

hogares, sin que los oficiales otomanos encargados de su cuidado se

preocuparan lo más mínimo por su bienestar. (Library of Congreso)

Los combates en el Cáucaso se prolongaron a lo largo de 1915, y durante ese año los rusos
dominaron la situación.

Cuando cesó la amenaza británica sobre Gallípoli, los turcos pudieron reubicar sus fuerzas y
suministros, por lo que a

mediados de 1916 casi la mitad de todas sus fuerzas estaban en el Cáucaso.78 A consecuencia de la
victoria de Gallípoli,

los otomanos tenían la moral bastante alta, aunque estaban combatiendo al mismo tiempo en
Mesopotamia, el Sinaí,

Galitzia, Rumania, Macedonia, Persia y Arabia. Sólo el Imperio británico enviaba a sus hombres a
combatir a tantos

lugares y tan apartados.79 Pero a Turquía se le siguieron acumulando los problemas, sobre todo
cuando la frágil red de

transportes del imperio empezó a desmoronarse bajo el peso de tantos despliegues a lo largo y ancho
de un territorio tan

vasto. Incluso con la mitad del ejército estacionado allí, la región del Cáucaso seguía siendo
demasiado grande para llevar

a cabo una defensa minuciosa. En consecuencia, el ejército otomano se limitó a controlar las
principales carreteras y

estableció sus posiciones alrededor de la antigua fortaleza de Erzurum. El complejo defensivo


albergaba a más de 40.000

hombres y 235 piezas de artillería pesada y estaba integrado por veinte fuertes y puestos de
avanzadas independientes. Con

la confianza de que Erzurum resistiría de manera indefinida, Enver no se dio prisa en enviar
refuerzos hasta allí. En febrero

de 1916 los rusos dejaron anonadados a los turcos al efectuar un ataque de cinco ejes contra la
fortaleza, que tardó sólo

cinco días en caer. Los otomanos perdieron 15.000 hombres y prácticamente toda la artillería que
tenían en la región del

Cáucaso. La pérdida de Erzurum sumió en el desconcierto a los jefes militares otomanos, cuya
incapacidad para trasladar

con rapidez hombres a la región condujo a la pérdida de más posiciones estratégicas. Al llegar el
verano, las bajas

acumuladas por los otomanos durante 1916 superaban los 100.000 hombres. Enver reaccionó
nombrando a Mustafá

Kemal comandante del II Ejército con la responsabilidad de invertir la marcha de los


acontecimientos en el Cáucaso.

La buena estrella de Kemal continuó cuando un invierno de una insólita crudeza detuvo la actividad
de los rusos hasta

1917. Para cuando mejoró el tiempo, la situación política rusa había sufrido tal deterioro, que sus
tropas ya no

representaron ninguna amenaza para las turcas. En el ínterin, los otomanos siguieron con sus reformas
y reorganización, y,

en enero de 1918 Enver consideró que las condiciones eran favorables para lanzar una nueva
ofensiva en la región. La
desintegración de la Marina rusa a raíz de la revolución bolchevique permitió a los otomanos
trasladar hombres y

suministros por el mar Negro, superando así las deficiencias de sus sistemas de comunicaciones por
tren y carretera. Con la

única oposición de un pequeño ejército de armenios rusos, los otomanos se movieron con rapidez; en
marzo ya habían

retomado Erzurum y en abril penetraron en Persia por el nordeste del país.

Aunque resulte irónico, los alemanes contemplaron el éxito de sus aliados turcos con inquietud, ya
que temían que el

avance turco hacia el interior de Rusia pudiera conducir a esta última a invalidar el recién firmado
tratado de Brest-Litovsk

y a entrar en la guerra de nuevo. En consecuencia, hicieron de intermediarios en un insólito acuerdo


para crear un estado

independiente de Georgia bajo protección alemana. Los otomanos se enfurecieron, pero decidieron
no desafiar el nuevo

arreglo y, en su lugar, marcharon sobre el centro petrolero de Bakú, en el mar Caspio. Los británicos
enviaron una pequeña

fuerza desde Mesopotamia para defender la ciudad, aunque la evacuaron sabiamente en septiembre.

De esta manera, y aun cuando la guerra estaba teniendo un desenlace negativo para Turquía en
Palestina, acabó con un

férreo control del Ejército otomano sobre el Cáucaso. Como en el caso de Austria, los otomanos
habían perdido la guerra

a pesar de lograr los objetivos fundamentales que se habían fijado con anterioridad al conflicto. En
la Conferencia de Paz

de París, el presidente norteamericano Woodrow Wilson rechazó un plan británico para que Estados
Unidos asumiera el

control del mandato para la creación de un estado armenio ampliado, que habría incluido a Erzurum
como su centro y a un

tercio de la costa meridional del mar Negro. Sin un patrocinador internacional, el estado armenio
tenía pocas posibilidades

de sobrevivir. El nuevo estado de Turquía, con su presidente a la cabeza, el héroe de Gallípoli,


Mustafá Kemal, firmó un

acuerdo con la Unión Soviética en 1922, en virtud del cual se reconocía la incorporación a esta
última de la mayor parte de

Transcaucasia, así como la división de Armenia entre ambos firmantes.

La falta de certidumbre sobre cómo resolver los antiguos odios de la región, llevó al diplomático
británico lord Curzon

a sugerir humorísticamente en la Conferencia de Paz de París que la mejor solución era «dejarlos que
se degollaran unos a

otros». La seca respuesta del ministro de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour, le dejó sin habla:
«Estoy completamente de

acuerdo con eso».80 Armenia y el Cáucaso estaban demasiado lejos y demasiado empobrecidos para
merecer la atención

permanente de las potencias victoriosas.

78 UlricoTrampener, «Turkey's War», en Hew Strachan (comp.), The Oxford Illustrated History of
the First World War,

Oxford, Oxford University Press, 1998, pág. 85.

79 Erickson, op. dt., pág. 119.

80 Citado en Margaret Macmillan, Peacemakers, Londres, John Murray, 2001, pág. 454.

Capítulo 5
Los nudos gordianos
La neutralidad norteamericana y las guerras
por el imperio
Exigimos que los alemanes no sigan haciendo la

guerra como salvajes sedientos de sangre; que

cesen de perseguir el logro de sus fines mediante el

asesinato de los no combatientes y los neutrales.

Editorial del New York Times después del

hundimiento del Lustttinw por los alemanes.81

Entre el año 1900 y el estallido de la Primera Guerra Mundial, la Royal Navy británica llevó a cabo
una revolución

espectacular en materia naval. Ya soberanos incuestionables de los mares, en 1906 los británicos
botaron el HMS

Dreadnought. Rápido, ágil, con un gran blindaje y grandes cañones montados en torretas giratorias, el
nuevo acorazado

podía destruir cualquier barco de la época sin necesidad de situarse dentro del alcance de los
cañones enemigos. El

Dreadnought dejaba obsoletos a todos los acorazados existentes. La Royal Navy, a la que le gustaba
afirmar que las costas

enemigas eran las fronteras británicas, disponía en ese momento de un arma sin parangón en el
mundo.

Como era de esperar, el Dreadnought inspiró a los imitadores. Alemania aprobó un enorme programa
de construcción

naval que, pese a su elevadísimo coste, no le permitió equipararse, ni siquiera de lejos, a la Marina
británica. El kaiser

sentía una envidia infantil por el poderío naval de su primo el rey Jorge V, y destinó
imprudentemente unos fondos

desproporcionados para conseguir una «flota de lujo», cuya fuerza fue siempre más disuasoria que
ofensiva y más

simbólica que efectiva. El Parlamento británico contrarrestó con creces la amenaza alemana al
subvencionar un «modelo
de doble potencia», que garantizaba a Gran Bretaña mantener más tonelaje de guerra que las dos
siguientes potencias

navales juntas. El primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, resaltó la importancia de los
acorazados de la clase

Dreadnought en el planteamiento británico con su inimitable estilo: «El Almirantazgo pidió seis, el
gobierno propuso

cuatro y nosotros aceptamos ocho».821

La geografía ha servido siempre a los intereses de la Royal Navy, y en su rivalidad naval con
Alemania lo hizo de una

manera excepcionalmente favorable. Alemania tenía una costa estrecha con sólo dos salidas hacia
Gran Bretaña: el acceso

oriental, que implicaba un largo recorrido entre Dinamarca y Suecia para penetrar en el mar del
Norte por el sur de

Noruega; y el acceso occidental, que incluía unas pocas rutas estrechas a través de los bajíos
arenosos de la bahía de

Helgoland. En consecuencia, la Royal Navy podía controlar cualquier actividad a gran escala de la
Marina alemana. Para

conectar los dos accesos, los germanos habían construido el canal Kaiser Guillermo en Kiel. La
obra, terminada poco antes

del inicio de la guerra para permitir el paso de los descomunales Dreadnought alemanes, no resolvió,
sin embargo, el

dilema estratégico esencial de Alemania.

La guerra en el mar y los derechos de los neutrales

Los británicos tenían suficientes barcos de guerra para dividir la Royal Navy en dos flotas. La Flota
de Aguas

Jurisdiccionales, como su nombre implica, tenía la responsabilidad de la vigilancia de la costa


británica. A la Gran Flota se

le encomendó la tarea de contener a los alemanes y de asegurar las rutas navales que alimentaban y
suministraban a las

islas nacionales. En total, en 1914 los británicos sobrepasaban en potencia de fuego a los alemanes
en 11 Dreadnought, 18
acorazados de clases anteriores a ésta, 61 cruceros, 157 destructores y 48 submarinos. La
superioridad en la construcción

naval de los británicos significaba que seguirían dejando atrás a sus rivales durante la guerra. Los
británicos tenían,

además, la ventaja de su alianza con las Marinas francesa, rusa e (después de 1915) italiana.

Pero la oportunidad y las circunstancias ayudaron también a los británicos. Al estallar la crisis de
julio, la Royal Navy

81 El epígrafe está extraído de una cita en Francis Halsey, The Literary Digest History of the World
Wat; vol. 9, Nueva

York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 257.

82 Churchill, citado en Geoffrey Parker, The Cambridge Illustrated History of Warfare, Cambridge,
Cambridge University

Press. 1W5, pág. 258.

llevaba a cabo unas prácticas de movilización. Estas tenían como objetivo comprobar cuánto
tardaban los reservistas en

presentarse a sus puestos de servicio y el nivel en el desempeño de sus funciones. En consecuencia,


la Royal Navy estaba

movilizada aun antes de que se requiriesen sus servicios. Los reservistas estaban en sus puestos, y
muchos de los
problemas derivados de preparar a la Marina para la guerra ya se habían resuelto. Churchill decidió
con prudencia no

adelantar el fin del ejercicio, que estaba programado para finales de julio, y, en su lugar, mantuvo a
los reservistas en sus

barcos e hizo que se desplegaron por el mar del Norte coincidiendo con la declaración de
hostilidades, lo que dio a Gran

Bretaña una ventaja inicial fundamental.

La «flota de lujo» alemana, a la que vemos en Kid, L-II 1914, exigió unos recursos

enormes para su construcción y mantenimiento, aunque nunca consiguió igualarse

a la Royal Navy británica. Las dos marinas sólo mantuvieron un gran

enfrentamiento, la inconclusa batalla de Jutlandia de 1916. (National Archives)

No obstante este dominio, la Royal Navy fue prudente y permaneció a la defensiva. Casi las dos
terceras partes de los

alimentos necesarios para el mantenimiento de los británicos procedía de ultramar, y la


responsabilidad del imperio

alcanzaba a todos los rincones del globo. La Royal Navy tenía también que desplegar y suministrar
tropas a cuatro

continentes. En otro orden de cosas, las costas orientales de Inglaterra y Escocia no contaban con
unas defensas sólidas, y

las bases allí establecidas no estaban debidamente equipadas para la guerra antisubmarina; por lo
tanto, una gran derrota

naval dejaría a las islas nacionales en una situación de vulnerabilidad peligrosa. En diciembre de
1917 los estrategas

británicos aún seguían sin estar dispuestos a eliminar la posibilidad de un desembarco anfibio
alemán en las islas.83 Por

esta razón, Churchill describió al almirante jefe de la Gran Flota, sir John Jellicoe, como el único
hombre capaz de perder

la guerra en una sola tarde. Jellicoe tenía la responsabilidad de utilizar la poderosa Royal Navy para
destruir la Flota de

Altamar alemana sin sufrir pérdidas que colocasen a Gran Bretaña en peligro. La suya no era una
posición envidiable.

De resultas de todas estas limitaciones, Jellicoe y los almirantes de la Royal Navy se decidieron por
una estrategia de

ataque mediante defensa. Las principales prioridades de la Marina siguieron siendo la defensa de las
islas nacionales y el

control permanente de las rutas de navegación. Al mismo tiempo, la Royal Navy impuso un bloqueo
de superficie a

Alemania para privarla de los productos alimenticios y bienes de equipo del exterior; el
Almirantazgo desplegaría a la

Gran Flota de manera que obligara a permanecer en puerto a la flota alemana. Los británicos no
picarían el anzuelo de

atacar a los alemanes en sus puertos o cerca de sus defensas exteriores. En su lugar, la Royal Navy,
tal y como escribió un

historiador, «buscaría combatir sólo cuando dispusiera de una fuerza abrumadoramente superior y las
circunstancias

fueran exactamente las adecuadas».84 Una flota alemana confinada a perpetuidad en sus puertos
nacionales, razonaba el

Almirantazgo, era casi tan buena como una flota alemana destruida en combate.

Una de las ventajas fundamentales de Alemania radicaba en sus submarinos; sólo éstos podían
escapar de manera

regular de los puertos alemanes sin ser observados por la Armada británica. Aunque los británicos
tenían más, los

consideraban más apropiados para la defensa costera y, en consecuencia, 65 de los 78 submarinos de


que disponían fueron

83 C. R.M. E. Crutwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934,
pág. 68.

84 Hew Strachan, The First World War, vol. 1, To Arms, Oxford, Oxford University Press, 2001,
pág. 393 (trad. cast.: La

Primera Guerra Mundial, Barcelona, Crítica, 2004).


asignados a la Flota de Aguas Jurisdiccionales. Además, la Royal Navy buscaba hacer la guerra
mediante el bloqueo de

superficie, que estaba reconocido por las leyes internacionales y era un elemento tradicional en la
manera de luchar de los

británicos. Para ser legal, un bloqueo tenía que ser efectivo, declarado, visible y respetuoso con los
derechos de los barcos

neutrales. Los submarinos, claro estaba, no podían seguir estas leyes, por lo que su utilización para
realizar el bloqueo era

técnicamente ilegal. Al poseer una flota de superficie enorme y ejercer un control férreo sobre el mar
del Norte, los

británicos se podían permitir el lujo de respetar las leyes del bloqueo y seguir siendo efectivos. Sólo
en 1915, la Royal

Navy interceptó 3.098 barcos que se dirigían a puertos alemanes, y sus responsables aseguraron, es
probable que con

exactitud, que ni un solo barco de superficie había atravesado el estrecho de Dover sin permiso
británico.85

El almirante John Jellicoe se convirtió en jefe de la Gran Flota

al estallar la guerra. Aunque tildado por algunos de demasiado


prudente, se le adjudicó gran parte del mérito por la victoria

menor de Jutlandia; sin embargo fue destituido más tarde por

su incapacidad para neutralizar la amenaza de los U-boot

alemanes. (Imperial War Museutm, Q67791)

Alemania no se encontraba en una situación tan ventajosa. Por lo tanto, los submarinos se
convirtieron en la manera

más lógica de atacar las líneas de suministro británicas. Los submarinos se podían acercar en
silencio, atacar con rapidez y

huir sin peligro. Sin embargo, eran vulnerables al fuego enemigo si se les detectaba y no podían
respetar las leyes de la

guerra en lo relacionado con los hundimientos, apresamientos y trato a las tripulaciones. Además, los
capitanes de los

submarinos disponían de mucho menos tiempo para decidir si el barco que tenían a la vista
pertenecía a un enemigo

beligerante o a un país neutral. Las apariencias solían ser engañosas. La práctica británica de hacer
ondear una bandera

norteamericana en sus mercantes para engañar a los submarinos alemanes, se convirtió en algo tan
corriente que el

presidente Woodrow Wilson presentó una queja formal. El tardío despliegue de mercantes británicos
con cañones ocultos

y personal militar en ropa de paisano (los llamados barcos Q) contribuyó a aumentar la confusión de
los capitanes de los

submarinos. Cuanto más tiempo permanecía un submarino en la superficie, mayor era su período de
desventaja.

Al principio, los alemanes autorizaron a sus submarinos para que atacaran únicamente a los barcos
de guerra. Durante

los primeros meses de la guerra, hundieron cuatro cruceros y un acorazado anterior a la clase
Dreadnought, y dieron así

amplias muestras del potencial de la guerra submarina contra los buques mercantes desarmados.
Otros acontecimientos
madrugadores sugirieron que no obstante las desventajas, los alemanes tal vez pudieran obtener
importantes ventajas

marítimas. La rápida y audaz travesía del Goeben y el Breslau hasta aguas turcas había sido una
importantísima inyección

de moral para los alemanes y una humillación para la Armada británica. Los cruceros alemanes
empezaron a acosar a los

navíos británicos en Sumatra, Zanzíbar, Madras y Brasil. En Noviembre los alemanes consiguieron
hundir dos cruceros

británicos más en las costas de Chile durante la batalla de Coronel.

El almirante mayor de la mar John Jackie Fisher y la Royal Navy respondieron con la clase de
acción agresiva que

Gran Bretaña esperaba de ellos. Fisher envió rápidamente a Sudamérica una escuadra, que llegó a
las Islas Malvinas sólo

85 Crutwell, op. cit., pág. 188.


tres semanas después de haber partido de Portsmouth. Una vez allí, dieron caza a los cruceros
alemanes, hundieron a

cuatro de ellos y terminaron de hecho con la amenaza germana a las líneas de convoyes británicos en
Sudamérica y el

Pacífico oriental. Sin que lo supieran los alemanes, los rusos habían proporcionado a Gran Bretaña
un juego de códigos del

enemigo común, después de obtenerlos de un barco alemán que había naufragado en el mar Báltico.
A raíz de esto, los

británicos crearon un departamento secreto, denominado la Habitación 40, encargado de descifrar los
códigos alemanes y

de adivinar las actividades de su marina.

En enero de 1915 la Habitación 40 produjo su primera victoria importante. Una escuadra de cruceros
alemana se

adentró en el mar del Norte para limpiar la zona de patrullas británicas y sembrar de minas sus rutas
de acceso. Gracias a la

Habitación 40, los británicos siguieron los movimientos de la escuadra desde Whitehall y, mediante
comunicaciones de

radio, pudieron dirigir los barcos de guerra británicos hacia los navíos alemanes que navegaban
hacia ellos. Gracias a sus

Dreadnought, los británicos ganaron el enfrentamiento subsiguiente, conocido como la batalla de


Dogger Bank. Los

Dreadnought británicos resultaron tan devastadores, que los alemanes apodaron a sus acorazados de
clases anteriores

como «barcos de cinco minutos», en referencia a su previsible período de supervivencia en combate.


Los alemanes

perdieron el crucero Blücher (al que, irónicamente, habían bautizado así en honor del mariscal de
campo prusiano que

combatió en Waterloo al lado de los británicos contra Napoleón) y a 950 marineros de su


tripulación. Los británicos no

perdieron ningún barco y sólo a 15 marineros. A raíz de esto, la flota de superficie germana se
recluyó tras sus defensas
durante el resto del año.

Los británicos dependían de su preponderancia en el mar para ganar la guerra

económica. Un equipo de rodaje británico filmó el hundimiento del crucero

Blücher en 1915, en donde murieron ahogados 950 alemanes. Este fotograma de

aquella película se grabó en las cajetillas de cigarrillos de muchos oficiales de la

Armada británica. (NationalArchives)

En la otra punta del mundo, en el Pacífico occidental, la Marina alemana sufrió repetidas derrotas.
Japón, a la sazón

aliado de Gran Bretaña en virtud de un tratado naval firmado en 1902, declaró la guerra a Alemania
en agosto de 1914.

Antes de que terminara el año, los japoneses recibieron la promesa de Gran Bretaña de que podrían
anexionarse cualquier

colonia alemana al norte del ecuador que conquistaran. Japón derrotó enseguida a las fuerzas navales
alemanas y

desembarcó tropas en la península china de Shandong y en las islas Marshall, Carolinas y Marianas,
además de en las

Palau. Las fuerzas australianas y neozelandesas tomaron la Nueva Guinea alemana, el archipiélago
Bismark, las islas

Salomón y la Samoa alemana. Sin esas bases del Pacífico, a los alemanes no les quedaba ninguna
esperanza de poder

inhabilitar las rutas marítimas de los británicos en aquellas aguas ni sus trascendentales enlaces con
la India y Australia.

Por lo tanto, si Alemania iba a utilizar su Marina para obstaculizar el comercio británico, tendría que
confiar más en sus

submarinos. El 4 de febrero de 1915 Alemania anunció una guerra submarina ilimitada (GSI) al
declarar las aguas que

rodeaban Gran Bretaña como zona de guerra. Los alemanes señalaron que la GSI habría de ser «de
una atrocidad máxima»

y que tendría como objetivo todo tipo de embarcaciones, incluidas las de los países neutrales;86 en
consecuencia, la
Marina informó a los capitanes de sus submarinos que no se les pediría responsabilidades por el
hundimiento de ningún

barco neutral. La protesta de Estados Unidos no se hizo esperar, manifestando que tenía derecho a
comerciar con cualquier

país que quisiera y que sus ciudadanos tenían derecho a viajar en cualquier barco, fuera cual fuese su
nacionalidad. El

presidente Wilson advirtió a Alemania que la haría responsable por cualquier pérdida de
propiedades o vidas

norteamericanas.

La GSI y el bloqueo de superficie británico, por tanto, plantearon una serie de delicadas cuestiones
de neutralidad y

legalidad. La neutralidad admitía más de una definición, e igual podía significar un impacto similar
sobre la guerra para

todos los contendientes, que ningún impacto en absoluto, que la libertad de comerciar con todos y
con cada uno de los

contendientes. Los norteamericanos insistieron con firmeza en esta última definición. En la práctica,
las empresas

norteamericanas comerciaban con mucha más frecuencia con Gran Bretaña y Francia que con los
Imperios centrales, lo

que llevó a argumentar a los alemanes que en realidad Estados Unidos no era neutral, puesto que sus
políticas beneficiaban

financieramente a los aliados.

Gran Bretaña respondió a los intentos alemanes de comerciar con Estados Unidos obligando a los
barcos

norteamericanos a fondear en los puertos británicos para inspeccionarlos. Si descubrían cualquier


artículo de contrabando

con destino a Alemania, se incautaban de los bienes y cancelaba cualquier futuro contrato
gubernamental con el fabricante

de los artículos. Semejante política irritó a los empresarios norteamericanos, aunque, de acuerdo con
las leyes

internacionales, la actuación era legal. Británicos y norteamericanos disentían también en la


definición de lo que eran

bienes de contrabando. Los segundos insistían en que el algodón y los alimentos no podían ser
calificados de tales, aunque

los primeros tenían un punto de vista más restrictivo e incluían ambos productos. Los británicos
apresaban también los

barcos que se dirigían a Holanda, un país neutral a través del cual Alemania esperaba recibir gran
parte de sus mercancías.

Así las cosas, Estados Unidos tenía motivos de quejas con ambos bandos por la guerra económica
que se estaba librando

en alta mar.

Tal y como los alemanes veían la situación, la «neutralidad» norteamericana beneficiaba en


semejante medida a los

aliados, que convertía a los norteamericanos prácticamente en beligerantes. A pesar del


aislacionismo, a muchos alemanes

les irritaba lo que consideraban una política exterior permisiva hacia Gran Bretaña por parte de
Estados Unidos. Una tira

cómica de propaganda alemana de la época satirizaba el comportamiento norteamericano mostrando


a dos matones

británicos robando al Tío Sam en la esquina de una calle. Los delincuentes decían: «¡Alto, Tío Sam!
Llevas encima

artículos de contrabando. Así que no tenemos más remedio que quitarte todo lo que necesitamos».
Una vez que los

ladrones se habían marchado, el Tío Sam decía: «Por suerte, me han dejado la pluma. ¡Así podré
escribir una enérgica

protesta!».87

Dada la insistencia de los norteamericanos en interpretar su neutralidad con la máxima flexibilidad,


la escalada en la

conflictividad con Alemania era absolutamente inevitable. Las distinciones entre submarinos y
barcos de superficie

también se revelaron trascendentales. Los primeros no admitían escoltas y carecían de espacio para
almacenar artículos de
contrabando o resguardar a la tripulación de un barco; sólo podían hundir un barco o dejarlo pasar.
El 7 de mayo de 1915

los alemanes hundieron el barco de pasaje Lusitania cerca de la costa irlandesa, en el que murieron
1.198 personas, entre

ellas 128 norteamericanos. Wilson sabía que el navío transportaba artículos de contrabando, pero la
pérdida de vidas

humanas le obligó a pasar por alto el cargamento. La insensible reacción de Alemania, que acuñó una
medalla

conmemorativa y continuó con la GSI aun cuando el mar seguía arrojando cadáveres a la costa
irlandesa, sirvió sólo para

avivar la ira de los norteamericanos, que tampoco aceptaron el argumento alemán de que no eran
responsables del destino

fatal de los pasajeros del Lusitania, toda vez que su gobierno había insertado anuncios en los
periódicos advirtiendo del

peligro de navegar por el Atlántico.

Pero, aunque Estados Unidos no intervino en la guerra a causa del Lusitania, el incidente provocó
suficiente presión

diplomática y económica sobre Alemania para obligarla a reconsiderar la utilización de la GSI. El


19 de agosto los

submarinos alemanes torpedearon el barco de pasaje británico Arabic, en cuyo hundimiento


perdieron la vida otros tres

norteamericanos. La retórica de Estados Unidos se volvió ya más belicosa. El crítico más acérrimo y
rival del presidente

Wilson, el ex presidente Theodore Roosevelt, empezó a apoyar con contundencia la preparación de


Norteamérica. «Es casi

seguro que lo que les ocurrió a Amberes y a Bruselas —escribió— le ocurrirá algún día a Nueva
York, a San Francisco y

puede que también a muchas otras ciudades del interior.»88 Roosevelt no tardó en convertirse en uno
de los líderes de un

86 El subsecretario de Asuntos Navales alemán, Alfred üallin, citado en B. J. C. McKercher,


«Economic Warfare», en
Hew Strachan (comp.), The Oxford Illustrated History of the First World War, Oxford, Oxford
University Press, 1998,

pág. 381.

87 «America and Britain», Archive de la Grande Guerre, serie 1, París, E. Chrion, 1919, pág. 381.

88 Roosevelt, citado en Martin Cillbert, The First World War: A complete History, Nueva York,
Henry Holt, 1994, pág.

movimiento favorable a la preparación que no encontró muchos valedores en la Administración


Wilson, pero que contó
con un considerable apoyo económico de la élite nacional. Añorante de su etapa de los Rough Rider
(regimiento de

voluntarios de caballería en la guerra de Cuba en 1898), Roosevelt exigió la creación de al menos


una división de

voluntarios estadounidenses dispuestos a combatir en Europa en cuanto se hiciera necesario.

«Nuestro amigo mutuo»: esta caricatura describe la

frustración norteamericana respecto a las políticas navales

tanto de británicos como de alemanes. Sin embargo, el

hundimiento

del

Lusitania

provocó

que

muchos

estadounidenses criticaran la política germánica porque

parecía tener como objetivo a las personas y no sólo al

comercio. (Library of Congress)

Sin embargo, Wilson, aunque seguía sosteniendo que Estados Unidos era «demasiado orgulloso para
combatir»,

protestó por los hundimientos ante el embajador alemán con la suficiente contundencia para
convencer al diplomático de

que su país podría, en efecto, llegar a declarar la guerra si la GSI continuaba. El embajador, el conde
Johann von

Bernstorff, llevaba en el puesto desde 1908, estaba casado con una estadounidense y sabía por
experiencia directa que

Estados Unidos tenía sentimientos aislacionistas, pero también un potencial económico y militar
tremendo si se decidía a

utilizarlos. Como político moderado y contrario a la utilización de la GSI, Bernstorff advirtió al


gobierno alemán que diera

un nuevo giro a su política. El 1 de septiembre de 1915 los alemanes hicieron pública la promesa de
cumplir las leyes de la

guerra, lo que significaba que un barco recibiría un aviso antes de ser hundido y que se permitiría al
pasaje subir a los botes

salvavidas. En la práctica, los alemanes pusieron fin por completo a la GSI e incluso ofrecieron una
indemnización por los

fallecidos. Al menos por el momento, la GSI había terminado. El incidente del Lusitania no había
predispuesto a los

estadounidenses a buscar la guerra para apoyar la causa de los aliados, aunque hizo imposible las
simpatías de Estados

158 (trad. cast.: La Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004).

Unidos hacia Alemania. Los norteamericanos seguían protestando por la política británica; pero
como el mismo Wilson

apuntó, las políticas británicas sólo causaban inconvenientes a las personas; las alemanas, las
mataban. Wilson siguió

insistiendo en la neutralidad de Estados Unidos, hasta el punto de impedir incluso al Estado Mayor
general del ejército que

elaborase planes de guerra. Wilson contendió con orgullo en la campaña para la reelección en 1916
bajo el eslogan: «El

nos ha mantenido al margen de la guerra». Su apretada victoria sobre el republicano Charles Evans
Hughes aquel otoño, lo

devolvió a la Casa Blanca después de una campaña en la que los demócratas habían acusado con
insistencia a los

republicanos de estar vinculados a «extremistas militaristas» como Roosevelt.89 Lo apretado del


resultado puso de

manifiesto las crecientes diferencias de opinión entre los norteamericanos en relación a la guerra
europea.

Jutlandia y la reanudación de la GSI

Las frustraciones navales de los alemanes obligaron a éstos a reconsiderar la situación y a efectuar
cambios en la cúpula de
la Marina. En enero de 1916 el almirante Reinhard Scheer sustituyó al desahuciado Hugo von Pohl
como jefe de la Flota

de Alta Mar. Scheer propuso una renovada guerra de superficie contra la Royal Navy y abogó de
inmediato por la

reanudación de la GSI. El comandante en jefe del Ejército alemán, Erich von Falkenhayn, estuvo de
acuerdo. Sin embargo,

en marzo, el kaiser se opuso a dicha reanudación tras el hundimiento accidental del Sussex, un
transbordador que el

capitán de un submarino había confundido con un transporte militar. Entre las cincuenta personas
fallecidas había tres

estadounidenses, lo que provocó que el presidente Wilson volviera a exigir a los alemanes que
renunciaran a los

submarinos; el Reichstag respondió con la exigencia de que se reanudara de inmediato la GSI. Sólo
dos días más tarde, un

submarino alemán hundía un barco hospital, con el resultado de 115 muertos entre pacientes,
enfermeras y tripulación. La

indignación internacional fue esta vez suficiente para obligar al gobierno germano a hacer pública en
mayo una nueva

promesa de que respetarían las leyes de la guerra.

Scheer y los almirantes alemanes no estuvieron de acuerdo con la decisión y consideraron que los
políticos habían

constreñido el mejor activo naval de Alemania, sus submarinos. Scheer era consciente de que la
inferioridad, tanto en

número como en calidad, de la flota de superficie alemana colocaba a ésta en una situación de
enorme desventaja. Pese a

todo, no quería que la Flota de Alta Mar permaneciera ociosa. Cuanto más tiempo esperase Alemania
para entrar en

acción, argumentó, mayor sería el hueco que se abriría entre el poderío naval británico y el alemán.
En consecuencia, urdió

un agresivo y ambicioso plan para derrotar a la Royal Navy mediante la disgregación de los
elementos que la constituían.
Scheer no creía que pudiera destruir a la Armada británica, pero sí infligirle el daño suficiente para
empezar a invertir la

tendencia de la superioridad naval del lado de Alemania.

El 3 de mayo de 1916 los elementos de la flota alemana abandonaron sus bases en dos grupos. Al
primero, comandado

por el almirante Franz von Hipper, se le había asignado la función de actuar de cebo. Hipper se
dirigiría a toda máquina

hacia el norte a fin de atraer tras él a los cruceros de combate británicos del mar del Norte, tras lo
cual viraría hacia al sur y

conduciría directamente a sus perseguidores de lleno contra el segundo grupo alemán, comandados
por el propio Scheer.

El grupo de Hipper estaba integrado por 40 barcos rápidos de superficie y 16 submarinos. Estos
últimos se desplegarían

por delante de la escuadra de superficie e impedirían cualquier intento de los barcos principales de
la Gran Flota de acudir

al rescate de los cruceros de combate. Scheer confiaba en que el daño físico y psicológico infligido
así a la Royal Navy

daría la oportunidad a Alemania de lograr otra victoria en el momento y lugar de su elección.

Los criptógrafos de la Habitación 40 avisaron por adelantado de los planes de Scheer. El 16 de mayo
descubrieron la

partida de los submarinos alemanes e identificaron sus localizaciones aproximadas. En consecuencia,


los cruceros de

combate británicos simularon caer en la trampa, pero eludieron con pericia la red de submarinos e
hicieron otro tanto con

los acorazados que los seguían.

Por lo tanto, un elemento clave del plan de Scheer había fallado desde el principio. Los británicos
sabían también que

Hipper iba al mando de la escuadra cebo. El bombardeo que el almirante alemán había dirigido
contra la costa británica en

1914 ocasionó las que, en el momento, fueron consideradas cuantiosas víctimas civiles y que le
hicieron ganarse el apodo
del «asesino de niños» en la prensa británica. En ese momento, la Royal Navy tenía la oportunidad
de vengarse.

Al mando de los cruceros de combate británicos estaba el almirante David Beatty, el auténtico
prototipo del oficial de

la Marina británica. Apuesto, elegante y atrevido, Beatty contaba con la absoluta confianza de
Jellicoe, Fisher y Churchill.

Gracias a la rápida reacción a la inteligencia de la Habitación 40, los británicos conservaron una
ventaja numérica

considerable. La fuerza de exploración de Beatty contaba con 52 barcos, entre ellos cuatro flamantes
Dreadnougth.

Jellicoe le seguía con la principal fuerza de choque de 99 barcos, entre ellos 24 Dreadnought. La
escuadra trampa de

Hipper condujo a los británicos hasta la fuerza principal de Scheer, compuesta de 59 barcos,
incluidos 16 Dreadnought

alemanes. De esta manera, Gran Bretaña conservaba una ventaja de 12 Dreadnought y de 15


cruceros. Gracias a la

Habitación 40, los 45 submarinos germanos nunca llegaron a entrar en combate.

89 Robert Zieger, America's Great War: World War I and the American Experience, Nueva York,
Rowan and Littlefield,

2001, pág. 44.


Los submarinos alemanes se ahorraron los horrores del frente

occidental, aunque, tal y como muestra la imagen, tampoco tuvieron

una guerra cómoda. Perdieron 178 U-boot y sus tripulaciones durante

la guerra. (National Archives)

Los planes de combate de cada bando eran, por lo tanto, espectaculares. El plan de Hipper consistía
en tender una

emboscada a los británicos, los cuales, tras enterarse de sus intenciones, le habían tendido una
trampa. Lo más probable es

que los británicos hubieran conseguido una victoria aplastante de no ser por un fallo de diseño que se
reveló mortal. Los

cruceros británicos entraban en combate sin ninguna protección contra el fuego que descendía desde
las torretas de los

cañones a las santabárbaras situadas debajo; las zonas de almacenaje de munición de alto explosivo
quedaban así

peligrosamente expuestas. El preciso fuego alemán se inició a las 15:30 horas de la tarde del 31 de
mayo, destruyendo tres

cruceros británicos y casi hundiendo el buque insignia del propio Beatty. «Parece que hoy hay algo
que no funciona en

nuestros condenados barcos», comentó memorablemente el almirante británico.

Al darse cuenta de su desventaja, Beatty viró hacia el norte para atraer a los alemanes hacia la
poderosa fuerza de

Dreadnought de Jellicoe. Hipper, y Scheer tras él, lo siguieron, ajenos a la presencia de Jellicoe en
el norte. Una vez dentro

de su alcance, los barcos de éste realizaron por dos veces la elegante maniobra naval de «cruzar la T
del enemigo», lo que

en términos navales significaba que sus barcos podían desatar toda su furia. Los Dreadnought
británicos, además, no

estaban aquejados del defecto que había inutilizado los cruceros de Beatty. Durante el segundo cruce
de la T, Jellicoe

consiguió veintisiete impactos por dos de Scheer. La flota británica empezó, entonces, a situarse
entre Scheer y sus puertos

nacionales, con la esperanza de aislar los barcos alemanes y destruirlos. La caída de la noche
permitió a Scheer escapar de

la soga que tenía alrededor del cuello y regresar a sus bases.

Desde un punto de vista táctico, Jutlandia podría considerarse una victoria alemana. Gran Bretaña
perdió tres cruceros

de combate, tres cruceros ligeros, ocho destructores y 6.784 marineros. Por su parte, las pérdidas de
Alemania ascendieron

a un acorazado de clase anterior a los Dreadnought, un crucero de combate, cuatro cruceros ligeros,
cinco destructores y

3.039 marineros. El kaiser, que consideró Jutlandia como un éxito alemán, repartió condecoraciones
y declaró que se había

roto «la magia de Trafalgar».90 La flota alemana, con la esperanza de que el kaiser tuviera razón,
volvió a salir en agosto,

pero los criptógrafos británicos detectaron una vez más el movimiento. En esta ocasión, sin embargo,
los zepelines

alemanes observaron el movimiento hacia el sur de los acorazados de Jellicoe, y Scheer desistió del
plan.
El encontronazo de agosto demostró que, cifras aparte, la batalla de Jutlandia fue de hecho un triunfo
británico, si bien

es cierto que no al estilo de Trafalgar. Después de Jutlandia, la Flota de Alta Mar alemana rara vez
volvió a abandonar la

seguridad de sus bases, dejando la superficie del mar del Norte a la Royal Navy. Además, los
británicos pudieron asimilar

con más facilidad las bajas, tanto de hombres como de barcos, lo que significó que Jutlandia no
consiguió reducir en

absoluto la ventaja relativa de Gran Bretaña. Al final, el principal combate naval de la guerra no
tuvo sobre ésta un gran

impacto estratégico; sin duda, no cambió la suerte de los ejércitos en el frente occidental ni permitió
romper a Alemania el

bloqueo de superficie británico, el cual estaba empezando a tener un impacto cada vez más profundo
sobre la vida de la

población civil alemana.

90 Guillermo II, citado en John Keegan. «Jutland», en Robert Cowley (eoinp.), The Great War:
Dectives on the First

World War, Nueva York, Random House, 2003, pág. 167.

A raíz de Jutlandia, el kaiser ascendió a Scheer y le concedió la más alta condecoración alemana, la
Orden del Mérito,

de inspiración francesa. Sin embargo, Scheer era consciente de que una victoria de superficie contra
Gran Bretaña era cada

vez más improbable; de ahí que reanudara sus argumentaciones a favor de la reintroducción de la
GSI. Scheer desestimaba

la posibilidad de que ésta condujera a Estados Unidos a entrar en la guerra, aunque no así el
canciller Theobald von

Bethmann Hollweg, quien, a finales de agosto, había conseguido evitar que el kaiser diera la orden
de reanudación. Sin

embargo, los argumentos a favor de la GSI contaban cada vez con más adeptos. Con la guerra
terrestre en punto muerto, y

la naval de superficie aparentemente imposible de ganar, el atractivo de la GSI aumentaba por


momentos.

En diciembre de 1916 la Marina alemana preparó y presentó el memorándum Holtzendorff. Su


principal artífice, el

almirante Henning von Holtzendorff, había vuelto al servicio activo en 1915 para dirigir la Marina
alemana. El kaiser

sentía mucho más respeto por él que el resto de sus compañeros del Almirantazgo, aunque
Holtzendorff compartía la

opinión general en la Marina de que tenía que reanudarse la GSI. El 9 de enero de 1917 le dijo al
kaiser que la GSI podía

obligar a Gran Bretaña a salirse de la guerra en seis meses o menos, mucho antes de que los
norteamericanos pudieran

tener alguna repercusión en el desarrollo del conflicto, aun cuando declarasen la guerra. Bethamnn
Hollweg reiteró sus

preocupaciones acerca del impacto de la GSI sobre la opinión pública norteamericana y advirtió al
kaiser de que la

reanudación podría conducir a Estados Unidos a entrar en la guerra, lo que tendría unas
consecuencias trágicas para

Alemania. Holtzendorff, por su parte, arguyó que la beligerancia norteamericana no haría otra cosa
que proporcionar más

objetivos a los submarinos alemanes, entre ellos los transportes de tropas. En uno de los errores de
cálculo más clamorosos

de la guerra, le dijo al kaiser: «Le doy a su majestad mi palabra de oficial de que ni un solo
norteamericano desembarcará

en el continente».91

El 1 de febrero de 1917 Alemania anunció la reanudación de la GSI. En abril los alemanes hundieron
881.000

toneladas de embarcaciones, frente a las 386.000 toneladas de enero. Holtzendorff había acertado al
sostener que unas

pérdidas cuantiosas de barcos afectarían a Gran Bretaña; pero Bethmann Hollweg, que para entonces
se había unido al

kaiser, Hindenburg y Ludendorff en el apoyo a la GSI, también había tenido razón: el 6 de abril
Estados Unidos declaraba

la guerra a Alemania. La carrera ya había empezado. Alemania tendría que ganar la guerra antes de
que los

norteamericanos pudieran traducir sus enormes recursos en activos militares.

La guerra en Oriente Medio y la revuelta árabe

La protección de las aguas que rodeaban a las islas nacionales seguía siendo la preocupación más
acuciante de la Royal

Navy, pero la seguridad del canal de Suez era prácticamente igual de importante, y eso por varias
razones. Como era

evidente, la pérdida del canal haría más largas las comunicaciones británicas por mar con Persia, la
India, Australia y otros

puntos de Oriente. Los británicos temían también que perder el canal pudiera desembocar en la
pérdida de todo Egipto.

Aunque este último país era bastante menos importante para el Imperio británico que la India, los
dirigentes británicos eran

conscientes de que la reconquista de Egipto por los otomanos les serviría a éstos como una
importante victoria de

propaganda para sus intenciones de definir la guerra como una lucha panislámica contra los aliados
cristianos. La

posibilidad de una revuelta islamista en la India obsesionaba a los estrategas británicos y daba al
kaiser otra razón para

apoyar al Imperio otomano. En una de sus invectivas menos coherentes, el kaiser manifestó con
virulencia: «Nuestros

cónsules en Turquía y en la India, nuestros agentes, etcétera, han de incitar a todo el mundo musulmán
a que se rebele (...);

si vamos a derramar nuestra sangre, al menos que Gran Bretaña pierda la India».92

La conexión entre la India y Egipto se hizo aún más intensa cuando los británicos decidieron utilizar
a los soldados

hindúes para proteger la región del canal de Suez. Aunque ocupado por Gran Bretaña, Egipto seguía
siendo legalmente una
provincia otomana bajo la orientación religiosa del sultán turco. El jedive [virrey] egipcio, Abbas
Himli II, era

abiertamente pro otomano y se encontraba en Constantinopla al empezar la guerra. Los británicos


forzaron entonces su

destitución a favor de su tío —un personaje más maleable—, y declararon la ley marcial en
noviembre de 1914. Henry

McMahon, que sustituyó a Kitchener como alto comisionado para Egipto cuando este último fue
nombrado secretario de

Estado para la Guerra, se decidió en contra de utilizar a los egipcios para defender Suez debido a las
supuestas

inclinaciones pro otomanas de éstos. Consiguientemente, dos divisiones de infantería indias pasaron
a constituir la

columna vertebral de la estrategia británica en Egipto, la cual establecía al propio canal como línea
principal de defensa y

renunciaba a la península del Sinaí en favor de los otomanos.

Con la esperanza de tomar Suez e incitar a una revuelta contra Gran Bretaña entre los egipcios, los
otomanos atacaron

el canal en febrero de 1915. Para evitar el fuego artillero de los barcos de guerra británicos,
dirigieron el ataque contra el

centro del canal. Pero ninguna de las dos compañías otomanas que lo cruzaron pudo defender su
posición, y, además, no se

produjo ningún levantamiento en Egipto, lo cual resultó ser significativo. La ofensiva, que los
británicos interpretaron

como poco más que una simple incursión, había fracasado. A pesar de la facilidad con que se había
defendido el canal,

91 Holtzendorff, citado en Gilbert, op. cit., pág. 306.

92 Guillermo II,. citado en Strachan, op. cit., vol. 1. pág. 696.


Gran Bretaña aumentó rápidamente las fuerzas que lo defendían hasta los 150.000 hombres, los
cuales estaban

espléndidamente abastecidos, al contrario que sus enemigos otomanos.

A lo largo de 1915 las frustraciones de Gallípoli obligaron a los británicos a sentir un renovado
respeto por sus

enemigos y a tomar la decisión de no limitarse a defender Suez sin más, sino también de protegerlo
penetrando en la

península del Sinaí. A tal fin, mejoraron las líneas ferroviarias de la región y abrieron más pozos de
agua para apoyar una

ofensiva; además, trasladaron varias lanchas cañoneras al interior del propio canal. Para organizar
esta fuerza, que en

enero de 1916 ya estaba integrada por doce divisiones, Kitchener envió al general sir Archibal
Murray, un veterano de las

operaciones coloniales británicas en todo el mundo y antiguo jefe del Estado Mayor de sir John
French. Murray se puso a

trabajar de inmediato para organizar el escenario egipcio tanto para la defensa del canal como para
iniciar una ofensiva

incluso hasta Palestina y Gaza.

Al mismo tiempo, los éxitos otomanos en Gallípoli convencieron a los turcos de que sus soldados
podían tomar el canal
con una nueva campaña, y, en esa idea, dedicaron todo el año a mejorar las comunicaciones por tren
y carretera entre la

línea del frente y el cuartel general del IV Ejército otomano, establecido en Beersheva. En abril de
1916 los otomanos

repelieron el avance británico sobre el oasis de Qatiya, en el este del canal, y, en agosto, se
acercaron lo bastante al canal

para castigarlo con fuego de artillería, aunque Murray los hizo retroceder y les causó 16.000 bajas.
Los británicos, que sólo

habían sufrido 1.500 bajas, decidieron no perseguirlos a causa de la falta de agua potable, un factor
de gran importancia en

el tórrido verano del Sinaí.

Hacia el este, los otomanos formaron un nuevo VI Ejército a fin de rechazar un avance británico
desde Basra, en

Mesopotamia. Su comandante era un mariscal de campo prusiano de 72 años, Colmar von der Goltz.
Antiguo gobernador

militar de la Bélgica ocupada, Von der Goltz había sido asignado a Constantinopla después de haber
caído en desgracia

ante los dirigentes políticos alemanes, cada vez más descontentos por lo que consideraban un trato
condescendiente del

militar hacia los belgas. Como jefe del VI Ejército, soñaba con dirigir, desde Mesopotamia, una
invasión otomana de

Persia y, quizá, incluso, de la joya de la corona del Imperio británico: la India.

Soldados australianos a camello durante su adiestramiento en Libia para participar

en la campaña de Palestina. Los regimientos de caballería ligera australianos

desempeñaron un papel crucial en los enfrentamientos de Oriente Medio.

(Australian War Memorial, negativo N° HI2853)

Sin embargo, Von der Goltz tenía primero que enfrentarse a una fuerza conjunta británica e india, al
mando de sir

Charles Townshend, que en julio de 1915 había entrado en las ciudades mesopotámicas de Nasiriya,
a orillas del Eufrates,
y de Amara, junto al Tigris. Desde Amara, Townshend se dirigió hacia Kut, a 240 km al norte,
localidad que tenía previsto

utilizar como base principal para una ofensiva contra Bagdad, situada sólo a 128 km río Tigris
arriba. El general otomano

Nurettin Bajá estableció su defensa 32 km al sur de Bagdad, en Ctesiphon. Al proteger su flanco


derecho asegurándolo

contra el río, Nurettin estableció dos sólidas líneas defensivas con 20.000 soldados, muchos de ellos
pertenecientes a las

unidades más avezadas de los otomanos.93

Pese a estar en inferioridad numérica, encontrarse en un territorio hostil y no tener esperanzas de


poder recibir

refuerzos, Townshend atacó con la confianza de que la moral otomana se resquebrajaría, tal y como
había ocurrido en

Nasiriya. A finales de noviembre la fuerza indobritánica había conseguido tomar la primera línea
otomana, aunque fue

93 Edward Erickson, Ordered to Die: A History of the Ottoman Army in tbe First World War,
Westport, Connecticut,

Greenwood Press, 2001, pág. 112.

incapaz de abrir brecha en la segunda. La moral otomana había resistido a pesar de sufrir el doble de
bajas que los

británicos.

Incapaz de tomar Bagdad, Townshend decidió retirarse a su base en Kut, a la que había llegado el 3
de diciembre. Con

el río Tigris a su espalda, Townshend tenía a su cuidado una guarnición de 11.600 soldados
británicos e indios, 3.300 no

combatientes y 7.000 vecinos, y según sus cálculos tenía munición y comida para sesenta días. El día
de Nochebuena, sus

fuerzas rechazaron sin esfuerzo un ataque de las fuerzas de Nurettin, lo que hizo que Townshend
confiara en su capacidad

para resistir a los otomanos hasta que se recibiera ayuda. Sin embargo, las fuerzas enemigas
rodearon rápidamente la
ciudad y sitiaron a la guarnición, mientras fuerzas adicionales desbarataban tres intentos británicos
de auxiliarla. En uno de

los casos, los otomanos interceptaron un barco que transportaba 270.000 toneladas de alimentos
extendiendo una cadena a

lo ancho del río Tigris. Por su parte, dos divisiones otomanas se dedicaron a desgastar a los
defensores de Kut obligándolos

a responder de manera permanente a ataques simulados.

Las reservas de comida para dos meses de Townshend disminuyeron con rapidez. Sus hombres
consiguieron llegar a

abril comiéndose a sus caballos y a cualesquiera otros desafortunados animales que vivieran en Kut.
Las enfermedades no

tardaron en asolar el campamento, y el cólera (que también afectó a los sitiadores, y acabó con la
vida de Von der Golz en

abril) contribuyó aún más al debilitamiento de los hombres. El gobierno británico, en un intento
desesperado por evitar la

humillación de una rendición en masa, ofreció a los otomanos dos millones de libras esterlinas en
oro a cambio de que

dejaran salir indemne de la ciudad a la guarnición. Los británicos prometieron también que, de ser
liberados, ninguno de

los hombres de Kut volvería al servicio para combatir contra Turquía. Los otomanos rechazaron la
oferta.

Al final, Townshend, junto con 2.591 soldados británicos y otros 6.988 indios, se rindió el 29 de
abril de 1916. De ese

grupo, más de la mitad murió, tanto durante el trayecto a los campos de prisioneros de guerra como
estando ya en

cautividad. Townshend fue uno de los supervivientes. En lugar de enviarlo a un campo de


prisioneros, los otomanos lo

instalaron en una villa de la isla de Prinkipo, cerca de Constantinopla, donde le prodigaron un


tratamiento excelente,

permitiéndole incluso salir de caza. El sentimiento de culpa por el contraste entre su cómoda
existencia y la experiencia
terrible de aquellos que habían estado a sus órdenes nunca abandonaría a Townshend, el hombre que
había firmado la que,

hasta ese momento, fue la capitulación más numerosa de la historia británica.

Incapaces de conseguir una solución militar rápida, y enfrentados a una determinación inesperada por
parte de los

otomanos, los británicos recurrieron a la diplomacia y a la intriga. En consecuencia, mientras los


alemanes intentaban

provocar una revuelta islámica en la India y en Egipto, los británicos hicieron lo propio para
desencadenar otra revuelta

islámica en Arabia. Aunque ninguna produjo resultados que satisficieran demasiado las expectativas
de sus autores, la

variante británica se reveló notablemente más efectiva. Desde la óptica de Gran Bretaña, una
revuelta árabe en la tierra de

las ciudades santas islámicas debilitaría las llamadas del califa otomano Alyihady, por ende,
escindiría al mundo islámico.

Podía ofrecer también la posibilidad de crear un imperio árabe de influencia británica, que
complementara el que Gran

Bretaña tenía ya en la India. Para Kitchener, el plan de un Egipto antiguo y un Sudán veterano tenía un
atractivo particular.

Aun antes de la guerra, Kitchener había estado en conversaciones con el emir Abdullah ibn-Hussein,
segundo hijo del

sharifá de La Meca, que ostentaba el título de rey de la Hejaz (una región que se correspondía más o
menos con la parte

occidental de Arabia). La familia de Hussein se enorgullecía de descender del profeta Mahoma y,


por consiguiente, tenía el

poder simbólico para oponer una voz islámica rival a los otomanos.94 La familia estaba resentida
también con los intentos

de los Jóvenes Turcos de suprimir la cultura árabe y de aumentar el control turco sobre sus
territorios, este último

simbolizado por la construcción del ferrocarril de la Hejaz (financiado en buena medida con dinero
alemán), que permitía
a los otomanos desplazar soldados a las tierras de los árabes con más rapidez. Por lo tanto, los
Hussein no apoyaron la

llamada nlyihad de los otomanos en noviembre de 1914, aunque les faltó muy poco para declarar su
apoyo a los aliados.

Durante los primeros meses de la guerra, el shariflíussem se enteró de los sentimientos


independentistas de muchos

oficiales árabes del Ejército otomano. En julio de 1915 envió una carta a McMahon en la que le
manifestaba su disposición

a iniciar una revuelta árabe, siempre y cuando los británicos estuvieran de acuerdo en apoyar, al
finalizar la guerra, la

independencia de un Estado árabe bajo la autoridad de su familia. McMahon aceptó la propuesta,


aunque se guardó muy

mucho de precisar las fronteras exactas de la futura nación árabe. Aunque suficiente para garantizarse
el apoyo de Hussein,

más tarde la carta de McMahon ocasionaría una gran confusión cuando las interpretaciones que
tenían árabes y británicos

acerca de las fronteras entraron en conflicto. El acuerdo de Hussein y McMahon contravenía también
la Declaración de

Balfour de 1917, en virtud de la cual el gobierno británico prometía apoyar un estado judío en
Palestina. Para terminar de

complicar las cosas, los británicos reconocieron al rival de Hussein, Ibn Saud, un soberano de
Arabia oriental, y firmaron

el acuerdo de Sykes-Picot, un pacto secreto con Francia por el que la mayor parte del territorio árabe
del Imperio otomano

acabaría dividiéndose entre Francia y Gran Bretaña.

Como no acababa de confiar en la honradez de Gran Bretaña, Hussein estuvo dudando en llamar a la
revuelta árahe

94 Esta familia Hussein no tienen ningún parentesco con el iraquí Saddam Hussein.

hasta el envío de tropas otomanas a la guarnición de la ciudad árabe de Medina en junio de 1916.
Hussein y su hijo mayor,

el emir Faisal, reaccionaron encabezando un ataque al ferrocarril de la Hejaz y aislando Medina.


Había empezado la

revuelta árabe. Un perspicaz oficial británico que hablaba el árabe con fluidez y que, según sus
colegas del ejército, «había

adoptado las costumbres de los nativos», llegó a la zona en octubre de 1916 como oficial de enlace
con los árabes. T. E.

Lawrence (Lawrence de Arabia) no tardó en señalar a Faisal como el más prometedor de los
dirigentes árabes. Ese fue el

inicio de una relación que terminó llevando a Lawrence a la Conferencia de Paz de París como
consejero de Faisal.

A pesar de la revuelta, la guarnición de Medina resistió, pero las fuerzas árabes, integradas por
50.000 hombres,

tomaron la ciudad santa de La Meca y tres puertos del mar Rojo antes de un mes. Los británicos
proporcionaron armas y

transportes de la Armada para atravesar el mar Rojo a fin de facilitar la campaña de los árabes.
Faisal, con Lawrence a su

lado, proporcionó un liderato acertado y demostró tener una gran aptitud para la guerra de guerrillas.
Los árabes cortaron

las líneas ferroviarias, distrajeron a miles de soldados otomanos e hicieron posible una ofensiva
británica en la península

del Sinaí. En agosto de 1914 dos mil árabes entraron en Aqaba, un puerto clave del mar Rojo, lo que
supuso un

espectacular punto de inflexión en la revuelta árabe.

Acto seguido, Lawrence atravesó el Sinaí a caballo y llegó a El Cairo para informar de la toma de
Aqaba y del éxito

más importante de la revuelta árabe. Allí se enteró del acuerdo secreto de Sykes-Picot, que
amenazaba con negar la

independencia árabe después de la guerra. Al encontrarse de nuevo con Faisal, Lawrence instó a las
fuerzas árabes a

avanzar más y con más decisión, confiando en que Gran Bretaña y Francia no podrían negar a los
árabes la independencia

de los territorios que ya estuvieran en su poder. Damasco, que de acuerdo con Sykes-Picot quedaba
en la zona de dominio

francés, se convirtió rápidamente en el objetivo de los árabes. En octubre de 1918 justo antes de que
terminara la guerra,

las fuerzas árabes entraron en la ciudad, lo que añadió más confusión a un ya complicado panorama
de posguerra en

Oriente Medio.

Los británicos hicieron muchas promesas contradictorias y confusas para ganar la guerra, promesas
que, después,

demostraron tener muchas complicaciones imprevistas; pero en el momento en que dio comienzo la
revuelta árabe, las

medidas británicas parecieron reportar unos beneficios tremendos. Gran Bretaña se había estado
preparando para una

ofensiva general contra el Sinaí, a un ritmo mensual de obras de 225 km de vía férrea y 24 km de
redes de distribución de

agua.95 En marzo de 1917, cuando la renovada ofensiva británica en Mesopotamia tomó por fin
Bagdad, los británicos

atacaron Gaza, donde disfrutaron de un éxito inicial que no consiguieron culminar. Un segundo ataque
en abril, éste con

carros de combate, gases y apoyo de fuego naval, también fracasó, y los británicos sufrieron 6.400
bajas.

La primera y segunda batalla de Gaza obligó a importantes cambios en ambos bandos. Los británicos
sustituyeron a

Murray por el general Edmund Allenby, cuyos fracasos en el frente occidental habían conducido a lo
que él consideró una

degradación por el destino remoto al que era enviado. El primer ministro británico, David Lloyd
George, cada vez más

frustrado por el estancamiento del frente occidental, le dijo al temperamental Allenby que no
considerase a Palestina como

un escenario menor. El primer ministro informó al general de que él apoyaría una ofensiva a gran
escala en la zona, pero

que esperaba que Jerusalén estuviera en manos británicas para Navidades. Lloyd George cumplió su
promesa y envió

carros de combate, aviones y refuerzos.

Los objetivos británicos en Palestina iban más allá de limitarse a asestar una derrota militar al
Imperio otomano. Las

negociaciones secretas entre Gran Bretaña y Francia habían situado ya a Palestina dentro de la zona
«internacional» que

sería administrada por los británicos. En realidad, el plan prometía añadir Palestina, TransJordania e
Irak al Imperio

británico a todos los efectos excepto en el nominal. Antes de abandonar Inglaterra, Allenby le dijo a
un colega que se

aseguraría de que «los 1.335 años de la ley de Mahoma [en Palestina] acaben en 1917».96 Sólo unas
semanas después de su

llegada a Oriente Medio, Allenby se enteró de la muerte de su único hijo, fallecido en combate en el
frente occidental. Tras

doblar el telegrama que le comunicaba la fatal noticia y metérselo en el bolsillo sin decir palabra, se
entregó en cuerpo y

alma a la toma de Jerusalén. Allenby trasladó su cuartel general, que Murray había establecido en la
habitación de un hotel

de El Cairo, a las líneas del frente y se hizo tan visible como cualquier otro mando británico durante
toda la guerra.

Mientras tanto, los Imperios centrales no permanecieron pasivos. En mayo de 1917 los otomanos
aceptaron la llegada

del general alemán Erich von Falkenhayn, que creó el Grupo de Ejércitos Yildrim (relámpago).
Falkenhayn colocó a 65

oficiales alemanes (frente a sólo nueve oficiales otomanos) en los puestos del Estado Mayor. Este
dominio alemán

provocó que Mustafá Kemal renunciara a su puesto de comandante de uno de los ejércitos del
Yildrim y que volviera a

95 Anthony Bruce, The Last Crusade: The Palestine Campaign in the First World War, Londres, Jonh
Murray, 2002, pág.

80.
96 Teniente general sir Henry de Beauvoir de Lisie, «Narrative of the Great German War», 1919,
LHCMA, documentos

de Lisie, vol. 2, pág. 36.

Constantinopla, quejándose de que Falkenhayn había convertido a Turquía en una «colonia


alemana».97 Falkenhayn situó

al Grupo de Ejércitos a lo largo de una línea entre Gaza y Beersheva, donde se enfrentaba a una
fuerza británica que en

infantería lo doblaba, y en caballería lo superaba en una proporción de ocho a uno.

La noche del 13 de octubre, con una luna llena que iluminaba el camino, Allenby lanzó un audaz
ataque contra

Beersheva. La temeraria carga de la caballería ligera australiana permitió que los británicos tomaran
la ciudad y, con ella,

sus vitales pozos de agua intactos. Al día siguiente, la artillería británica preparó un ataque sobre
Gaza con 15.000

proyectiles. Falkenhayn no tuvo más remedio que llevar a cabo una retirada de combate, lo que
permitió que las fuerzas

británicas entraran en Palestina y tomaran Jaffa, el principal puerto de Jerusalén, el 16 de noviembre.

Allenby planeaba tomar la propia Jerusalén por medio de un cerco rápido, tanto para ahorrarle daños
a la ciudad como

para cumplir la promesa hecha a Lloyd George. El primer intento británico, el 25 de noviembre,
fracasó, pero se hizo

patente que la moral otomana se estaba resquebrajando. El 8 de diciembre las fuerzas otomanas
empezaron a retirarse de la

ciudad santa, lo que permitió que Allenby entrara tres días después con dos semanas de adelanto
sobre lo previsto. Se ponía

fin así a cuatro siglos de dominio otomano en La Meca, Bagdad y Jerusalén.

En previsión de un ataque alemán en Francia durante 1918, los británicos hicieron regresar al frente
occidental a

muchos elementos de la fuerza de Allenby. Aun así, éste reanudó la ofensiva durante la primavera,
tomó Jericó en febrero
y asaltó Ammán en marzo, ocasionando con ello que Falkenhayn fuera degradado y enviado a
Lituania. Al final del

verano, las fuerzas árabes y británicas estaban actuando en equipo; mientras las primeras hostigaban
a las líneas de

comunicación otomanas, las últimas aportaban la artillería y aviación necesaria para resistir. En
septiembre, en la batalla

de Meggido, los británicos aniquilaron al VIII Ejército turco y abrieron las carreteras a Nazaret,
Haifa, Acre y Damasco.

Durante las últimas semanas de la guerra, los otomanos perdieron también Beirut, Aleppo y Mosul.

Las campañas de Palestina y Arabia representaron, por tanto, importantes victorias en lo militar para
Gran Bretaña. Sin

embargo, sus muchas promesas, realizadas a muchos grupos, no tardaron en crear una situación
insostenible. Los

británicos incumplieron las garantías implícitas en la correspondencia entre Hussein y McMahon, así
como la promesa

realizada a los 5.000 voluntarios de la Legión Judía de que podrían asentarse en Palestina después de
la guerra. También

retrasaron la ejecución de la Declaración de Balfour. En cambio, Gran Bretaña sí que permaneció


fiel al acuerdo

Sykes-Picot, que le otorgaba el control de Palestina, TransJordania y Mesopotamia, y a Francia, el


del Líbano y Siria. El

resultado fue una sucesión de rebeliones árabes contra los judíos en 1920 y 1921 y un nudo gordiano
que los británicos, sin

duda, no podían deshacer. Se había dado a luz al atormentado siglo XX de Oriente Medio.

97 Allenby, citado en Erickson, op. cit., pág. 171.

Capítulo 6
Francia desangrada
La agonía de Verdún

Amigos míos, debemos tomar Verdún. Antes de

que termine febrero, ha de estar culminada la

conquista. Entonces, vendrá el emperador y pasará

una gran revista en la plaza de armas de Verdún, y

allí firmaremos el tratado de paz.

El príncipe heredero Guillermo a sus tropas,

febrero de 191698

«Hemos hecho Italia —dijo Giuseppe Garibaldi poco después de la unificación italiana en la década
de 1860—; ahora,

tenemos que hacer italianos.» Medio siglo después, el proceso seguía lamentablemente inconcluso.
Los localismos no

habían perdido su fuerza, y las diferencias regionales anulaban a menudo los impulsos nacionalistas.
El concepto de una

nación italiana estaba todavía en estado embrionario en 1914, y los esfuerzos para formar un estado
unificado seguían

encontrando en su camino obstáculos de importancia. Al igual que en otros estados europeos


multiétnicos, las clases

dirigentes italianas previeron utilizar al ejército como fuerza unificadora, que enseñara a los hombres
y mujeres lo que

significaba ser italiano y, de manera más pragmática, cómo había que hablar y leer la lengua nacional
en lugar del dialecto

local. En algunos regimientos, este objetivo sustituyó ampliamente al de la eficiencia, lo que condujo
a un gran

desequilibrio en la calidad de las unidades italianas. En 1914 la unificación social y cultural de Italia
a través de una

experiencia militar común no había cristalizado todavía. La mayor parte de los italianos, en especial
los del sur, seguían
mirando al nuevo estado con más desconfianza que afecto.

Estas divisiones internas se combinaron con los problemas presupuestarios para perjudicar la
modernización del

Ejército italiano. Oficiales y tropa recibían un salario exiguo, y las más de las veces se les utilizaba
para romper huelgas y

sofocar revueltas internas, una función que apenas contribuyó a aumentar tanto la moral de las
unidades como el

sentimiento nacional. Desde un punto de vista material, el ejército andaba falto de casi todo, y en
1914 sólo poseía 595

vehículos a motor y 8 escuadrones de aviación. Y la industria italiana no estaba en situación de


corregir tales deficiencias.

En mayo de 1915 las fábricas italianas seguían produciendo 27.000 proyectiles menos por mes que la
cantidad mínima que

el ejército consideraba necesaria. Las relaciones entre civiles y militares se contaban entre las
peores de Europa, y el 1 de

julio de 1914, justo cuando la crisis continental empezaba a fraguarse, el ejército sufrió el golpe
inesperado de la muerte

del jefe de su Estado Mayor.

Con la crisis europea en pleno desarrollo, el gobierno italiano decidió llenar el vacío dejado en la
cúpula militar

nombrando comandante de sus ejércitos a Luigi Cadorna, hijo del legendario Raffaele Cadorna, el
general que había

tomado los Estados Vaticanos en 1870. Luigi estaba a punto de retirarse al producirse la inesperada
vacante. El apellido de

su padre, sus conexiones con la realeza y su linaje piamontés parecían ofrecer estabilidad y
previsibilidad; sin embargo,

fue una mala elección. Cadorna no sabía lo que era disparar un tiro en combate, y, en las maniobras
de guerra italianas de

1911 había recibido críticas muy duras por la simpleza de sus tácticas. Sus escritos eran fiel reflejo
de un concepto

mediocre y desfasado de la estrategia, que ponía el énfasis en las cargas frontales y minimizaba el
papel de la potencia de

fuego. Y lo que era aún peor, creía que sólo la disciplina más cruel podía conseguir hacer soldados
de los italianos

meridionales, en cuya valoración ocupaban un lugar apenas por encima de las mulas. Arrogante y
paranoico, Cadorna se

reveló como uno de los peores jefes supremos militares del siglo XX.

98 El epígrafe está extraído de una cita en Pierre Miguel, Les Poilus: La France Sacrifiée, París,
Plon, 2000, pág. 262.
Italia y el Isonzo
Al producirse la crisis de julio, Italia apenas tenía intereses de Estado imperiosos y no estaba
amenazada de manera directa

por ninguna de las grandes potencias. Como firmante de la Triple Alianza, estaba obligada por
tratado hacia Alemania y

Austria-Hungría, aunque pocos diplomáticos europeos creían que Italia fuera a cumplir con esas
obligaciones. Desde la

firma de la alianza en 1882, la cual se había concebido como protección contra Francia, las tensiones
entre Italia y

Austria-Hungría habían ido en constante aumento, entre otras razones, porque los nacionalistas
italianos se dedicaron a

provocar la ira popular contra la ocupación austríaca en zonas con poblaciones italianas
significativas, en especial la de la

estratégica región del Tirol, el valle del río Isonzo y las ciudades portuarias de Fiume y Trieste.
Como era de prever,

cuando la crisis de julio se agravó, Italia arguyó que, puesto que Austria-Hungría era la que había
agredido a Serbia y que

la Triple Alianza era un acuerdo defensivo, Italia no estaba obligada a entrar en la guerra. Los
oficiales austríacos y

alemanes expresaron en público su indignación ante lo que denominaron la deslealtad italiana,


aunque en privado fueron

pocos los que manifestaron sorpresa o tan siquiera una gran decepción.

La neutralidad les habría resultado más útil a los italianos, pero Cadorna y otros vieron la guerra
como una oportunidad

para anexionarse territorio «italiano» y aumentar su influencia en Albania. Una victoria de armas,
confiaban, impulsaría a

su joven país a la categoría de las grandes potencias de Europa y uniría al pueblo italiano. Dado que
la mayor parte del

territorio que ansiaban pertenecía al Imperio austrohúngaro, aliarse con Gran Bretaña y Francia
resultaba de lo más
razonable, eso sin contar con que la extensa y desprotegida costa italiana convertía la opción de una
guerra con Gran

Bretaña en algo especialmente desagradable. Los éxitos iniciales de los rusos en los Cárpatos
debilitaron a los austríacos,

que, con varios frentes abiertos, se antojaban un objetivo fácil.

En marzo de 1915, los italianos se dirigieron a Gran Bretaña con una propuesta para entrar en la
guerra con la

condición de que los aliados reconocieran la anexión por Italia del Tirol meridional, el Trentino,
Gorizia, Gradisca,

Triestre, Istria, Dalmacia y el puerto albanés de Valona. Tales condiciones tenían un alcance
considerable y socavaban la

propia lógica nacionalista de Italia, aunque a los aliados no les suponía ningún coste. Gran Bretaña,
deseosa de contar con

la Marina italiana como aliada y no como una amenaza a las líneas de comunicación del
Mediterráneo, convenció a Rusia

y Francia para que aceptaran las condiciones italianas. En el consiguiente tratado de Londres,
firmado en abril, los aliados

también se comprometieron a proteger la costa y las rutas de navegación italianas, a seguir con las
ofensivas rusas contra

Austria-Hungría para evitar que la última amenazara a Italia, a aumentar el Imperio italiano en Africa
mediante la

incorporación de Eritrea y Etiopía, y a prestar a Italia 50 millones de libras esterlinas con destino a
la modernización

militar. Al menos en el terreno de la diplomacia, Italia había salido muy bien parada.

Sin embargo, y para poder reivindicar todas esas promesas, Italia tendría que ganar en el campo de
batalla. Sobre el

papel, contaba con muchas ventajas. Los italianos podían concentrar su ejército de 900.000 hombres
contra un solo

enemigo, Austria-Hungría, mientras ésta luchaba ya contra Serbia y Rusia. A la inversa, el frente
italiano tendría que ser,

por fuerza, secundario para Austria, lo que daba a Italia la superioridad numérica. A mayor
abundamiento, las enormes

pérdidas sufridas por los austríacos en los Cárpatos durante 1914 habían destruido gran parte del
núcleo profesional de su

ejército. Cadorna predijo confiadamente una victoria fácil y afirmó que él y sus hombres se darían un
paseo hasta Viena

No todos los soldados se pasaron la guerra en las trincheras. Estos esquiadores de

élite italianos del frente del Isonzo estaban entrenados para infiltrarse en las líneas

enemigas y destruir las vías de comunicaciones y abastecimiento. (United States

Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

Sin embargo, el camino hasta Viena pasaba por el valle del río Isonzo y las cumbres de los Alpes
Julianos, un terreno

ideal para el defensor, pero cualquier cosa para los atacantes excepto apto para darse un paseo. Las
tropas austrohúngaras,

además, estaban indignadas por la entrada de Italia en la guerra, y no olvidaban que ésta se había
aprovechado de la

obsesión de Austria con Prusia en la guerra de 1866 para apoderarse de Venecia y de las regiones
circundantes. Italia no

tardó en convertirse en el enemigo contra el que todos los numerosos grupos étnicos del imperio se
unirían para combatir.

Por consiguiente, el conflicto bélico contra Italia devino en una parte de la guerra que los
austrohúngaros consideraron

«justa y necesaria», unidad de intereses que no existió nunca en los frentes contra los serbios y los
rusos.99

Los austríacos otorgaron el mando de la defensa del Isonzo a Svetozar Boroevic, un capacitado
general croata, uno de

los pocos generales austrohúngaros que había ejercido el mando de manera competente en los
Cárpatos en 1914, donde

evitó que una fuerza rusa mucho más numerosa cruzara la cordillera e hizo retroceder después a los
rusos hacia Cracovia.

Conrad, para quien el croata había caído en desgracia, creyó que la citada experiencia de Boroevic
en los Cárpatos le sería

útil contra los italianos en el Isonzo. En consecuencia, decidió darle otra oportunidad al croata como
jefe de un nuevo V

Ejército.

El frente italiano, 1915-1918.

Escaso de fuerzas y de munición, Boroevic se propuso sacarle la máxima utilidad al terreno. Por su
parte, Cadorna

decidió atacar antes de que las fuerzas italianas estuvieran totalmente movilizadas, pues confiaba en
lanzarse a través de

las posiciones austrohúngaras antes de que Boroevic pudiera establecerlas. Aun así, hacia finales de
mayo los austríacos

tenían dispuestos más de 114.000 hombres y 230 piezas de artillería pesada a lo largo del frente
italiano. El inexperto y mal
equipado ejército de Cadorna contaba con una gran superioridad numérica (en junio había ya
400.000 italianos en la

región), pero carecía de cortaalambradas, artillería pesada, munición, aviones de reconocimiento e


incluso de cascos de

acero. La primera batalla del Isonzo se prolongó desde el 23 de junio hasta el 7 de julio. Los
italianos alcanzaron algunas

posiciones estratégicas, pero perdieron 15.000 hombres y no consiguieron romper las líneas
enemigas. El fácil paseo de

Cadorna hacia Viena había tenido un mal comienzo.

Pese a todo, Cadorna lo volvió a intentar casi de inmediato. El acuerdo de Italia con los aliados
había estipulado que

Rusia la ayudaría mediante una presión continua sobre los austríacos, mas los reveses sufridos en
Gorlice-Tarnów

obligaron a los italianos a atacar antes de lo que querían a fin de aliviar las tribulaciones de los
rusos. En la segunda batalla

del Isonzo, los italianos consiguieron obligar a Austria a trasladar ocho divisiones más a la región a
finales de año, pero la

99 John Schindler, banzo: The Forgotten Sacrifice of the Great War, Westport, Connecticut, Praeger,
2001, pág. 14.
batalla no proporcionó más que beneficios temporales. Cadorna lanzó su tercera ofensiva en el
Isonzo en octubre, en esta

ocasión también sin la artillería precisa. De nuevo, la acción fue un fracaso.

El terreno del Isonzo planteaba graves problemas. Este remoto puesto de

avanzada de los Alpes Julianos ofrecía escasa protección contra el rigor

de los inviernos en las montañas. (United States Air Force Academy

McDermott Library. Colecciones especiales)

Cadorna intentó un nuevo ataque antes de finalizar el año. En noviembre, en medio de la nieve, de la
escasez de

alimentos y de un brote de cólera, los italianos hicieron retroceder a los austríacos, pero no
consiguieron tomar la ciudad

clave de Goritzia. Las primeras cuatro batallas del Isonzo le habían costado a Italia casi 230.000
bajas, entre muertos y

heridos. Cadorna no había sido el único general en sufrir grandes pérdidas en 1915, aunque sí el
único que se empeñó en

combatir sobre el mismo terreno, utilizando en esencia las mismas tácticas cuatro veces. Sus
ofensivas habían desangrado
a Italia, privándola de sus mejores oficiales y soldados de antes de la guerra, además de los
entusiastas voluntarios del

primer momento. A cambio, no había conseguido hacerse con ningún trozo de terreno importante y
había quedado como

un idiota por sus promesas iniciales de una guerra fácil.

La reacción de Cadorna consistió en culpar a todos los que le rodeaban, desde los periodistas y
oficiales subalternos

hasta los «holgazanes» italianos meridionales que constituían el grueso del ejército. En consecuencia,
estableció un brutal

sistema disciplinario que condenó a 170.000 hombres por diversos delitos, pronunció 4.028
sentencias de muerte y ejecutó

a más hombres que los ajusticiados en cualquier otro ejército. En algunos casos, los italianos
recurrieron a la antigua

práctica del Imperio Romano del «diezmo», introducida en el ejército por Cadorna en enero de 1916,
y en virtud de la cual

los hombres eran ejecutados de forma aleatoria, escogiendo a uno de cada diez soldados, como un
medio de castigar tanto

el comportamiento deficiente de toda una unidad como un delito individual cuando no se podía
descubrir al autor. Como la

guerra avanzaba a duras penas y el descontento de los hombres con la actuación de sus generales iba
en aumento, los actos

de indisciplina empezaron a ser más frecuentes, lo que condujo a las autoridades militares a
incrementar el número y

dureza de los castigos.

La propia aleatoriedad del sistema disciplinario italiano se volvió contra él. En teoría, los castigos
aleatorios estaban

pensados para amedrentar a los hombres, a fin de que éstos se comportaran como deseaba Cadorna.
En cambio, los

hombres empezaron a odiar con tanta intensidad a sus propios oficiales, que se perdió por completo
la efectividad en el

combate. Cadorna se negó a considerar cualquier otro método de subir la moral, tales como aumentar
los permisos o

mejorar el rancho. Aun cuando se aceptara la necesidad estratégica de que continuara con su
ofensiva, la nula disposición

de Cadorna a escuchar las quejas legítimas de sus soldados revela a un hombre que no estaba
dispuesto a aprender. La

severidad y la imprevisibilidad en el castigo siguió siendo la forma de tratar con sus soldados.100

Cadorna se sentía menos propenso a diezmar a sus oficiales, pero éstos tampoco escaparon a su
cólera. Los hombres

100 Mi agradecimiento a Vanda Wilcox por permitirme utilizar su comunicación «Discipline in the
Italian Army,

1915-1918», presentada en la II Conferencia Europea sobre los estudios de la Primera Guerra


Mundial, Universidad de

Oxford, Inglaterra, 23 de junio de 2003.

que se atrevieron a desafiar su opinión fueron degradados y trasladados a otros escenarios y, en


algunos casos extremos, se

les encarceló por insubordinación El cuartel general de Cadorna siguió siendo un lugar donde nadie
cuestionaba su punto

de vista ni su estrategia. El y su Estado Mayor citaban a menudo el viejo refrán piamontés de que «el
superior tiene siempre

razón, sobre todo cuando está equivocado». 101 Cadorna sustituyó a tantos oficiales, que las
unidades perdieron la

continuidad en el mando. Los programas para ascender a la oficialidad tuvieron que ser abreviados,
a fin de poder sustituir

tanto a los hombres que habían muerto como a aquellos otros a los que Cadorna había removido del
mando. De resultas de

todo esto, el Ejército italiano se encontró con una escasez terrible de mandos cualificados.

A principios de 1916, por tanto, Italia no estaba más cerca de realizar cualquiera de sus sueños de lo
que lo había estado

cuando se unió a los aliados. Sus propias ofensivas se habían estancado y acabado en fracaso, con un
elevado coste
humano; sus aliados británicos habían fallado en los Dardanelos y en el frente occidental; Rusia, de
quien los italianos

habían esperado que los ayudaran ocupando Austria, se había retirado de Polonia y no estaba en
disposición de prestar

ninguna ayuda valiosa; y por lo que respecta a Francia, había sobrevivido a la sangría de 1915, pero
en 1916 estaba a punto

de pasar por una prueba de fuego que nadie podía haber imaginado.

El lugar de ejecución: Verdún

El general Erich von Falkenhayn pasó los últimos días de 1915 evaluando de nuevo la posición
estratégica de Alemania. El

día de Navidad, elaboró un informe dirigido al kaiser en el que aseguraba que la entrada de Italia en
la guerra y el fracaso

alemán en obligar a Rusia a abandonarla habían proporcionado a los aliados unos recursos mayores,
algo que, tarde o

temprano, ellos, los alemanes, tendrían que afrontar. En enero de 1916 los aliados tendrían 139
divisiones en Francia y

Bélgica (incluidas las divisiones de los Nuevos Ejércitos británicos) en contraposición a las 117
divisiones alemanas. Sin

embargo, Falkenhayn conservaba el optimismo, toda vez que creía que uno de aquellos aliados,
concretamente Francia, se

encontraba al «límite de sus fuerzas». Según creía él, Francia podía ser derrotada en 1916 y, una vez
ocurriera esto, a Gran

Bretaña no le quedaría más alternativa que pedir la paz. «Para conseguir este objetivo —escribió—
el incierto método de

un avance en masa, por lo demás fuera de nuestro alcance, es innecesario.»102 Falkenhayn tenía
otras ideas.

Su plan consistía en un «morder y resistir» a un nivel espectacular. Su idea se basaba en atacar al


Ejército francés en un

lugar tan crítico para Francia que a Joffre no le quedase más remedio que combatir hasta el límite
para recuperarlo. Los

alemanes, entonces, estarían en situación de aprovecharse de su posición defensiva, tácticamente más


poderosa, y destruir

a los franceses cuando atacaran. De esta manera, escribió Falkenhayn, los alemanes podrían
«desangrar a Francia» y, en el

proceso, quitarle de las manos a Gran Bretaña «su mejor espada». En consecuencia, Falkenhayn
propuso introducir la

guerra de desgaste a una escala descomunal en el frente occidental. Lo que le preocupaba no era
romper las líneas

enemigas ni ganar terreno ni avanzar hacia los nudos de comunicaciones; en su lugar, lo que buscaba
era matar a los

franceses con más rapidez y eficacia de las que éstos pudieran emplear en eliminar a los
alemanes.103

Falkenhayn tenía fama de hombre inmisericorde. Había introducido el gas venenoso en Ypres,
abogado de manera

vehemente por la guerra submarina ilimitada y había patrocinado un plan para el bombardeo aéreo
aleatorio de las

ciudades aliadas. Las bajas, incluso las alemanas, le preocupaban aún menos que a la mayoría de sus
colegas. Despreciaba

a la mayor parte de los generales alemanes y apenas confiaba en alguno; más tarde, esas suspicacias
tendrían

consecuencias importantes. Pero Falkenhayn halagó al kaiser (mejorando así las posibilidades de que
su plan fuera

aprobado) al proponer que el ataque principal se pusiera bajo las órdenes del hijo de éste, el
príncipe heredero Guillermo.

Como no quería decirle al príncipe heredero que el plan de combate incluía la guerra de desgaste a
una escala nunca vista

hasta entonces, lo indujo a creer en su lugar que su tarea consistiría, nada menos, que en el honor de
conquistar el objetivo

principal. Por consiguiente, el príncipe heredero se hizo una idea peligrosamente errónea del plan de
Falkenhayn. «Rara

vez en la historia de la guerra —escribió el historiador más famoso de la batalla—, puede que se
haya engañado de manera
tan cínica al comandante de un gran ejército, como el príncipe heredero alemán lo fue por
Falkenhayn.»104

El objetivo principal, creía el príncipe heredero, consistía en tomar la ciudad de Verdún. Fortificada
desde tiempos de

los romanos, el mismo nombre de la región, Verdún, significa, en dialecto galo prerromano,
«fortaleza poderosa». La

ciudad estaba bisecada por el río Mosa y controlaba todas las comunicaciones desde Metz hasta
Reims y París, esta última

situada a 257 km al oeste. Las primeras defensas modernas de la ciudad, construidas durante el
reinado de Luis XIV, se

debían al gran ingeniero y arquitecto Vauban. Después de la guerra franco-prusiana, Francia había
vuelto a invertir en

101 Schindler, op. cit., pág. 109.

102 Erich von Falkenhayn, General Headquarters, 1914-1916, and Its Critical Decisions, Nueva
York, Dodd Mead, 1920,

págs. 209-211

103 Falkenhayn, citado en Alistair Horne, The Price of Glory: Verdún, 1916, Londres, Penguin,
1962, pág. 36.

104 7W¿.,pág.40.

Verdún, construyendo o mejorando 60 fortines y puestos de avanzada independientes, junto con miles
de corredores y

refugios subterráneos. La mayor de las fortificaciones individuales, Fort Douaumont, cubría más de
tres hectáreas de

terreno y podía dar protección a una guarnición de entre 500 y 800 soldados.

El verdadero significado de Verdún para los propósitos de Falkenhayn no radicaba en su valor


estratégico, sino en el

simbólico. Había sido allí donde, en el año 843, Carlomagno había dividido su imperio en tres
partes: dos de aquellas

partes constituyeron el núcleo de los futuros estados de Francia y Alemania, mientras que la tercera
se convirtió en el
campo de batalla intermedio que incluía a Alsacia y Lorena. En 1792 y 1870 Verdún había resistido
con heroísmo los

asedios alemanes antes de acabar cayendo. De acuerdo con la leyenda nacional francesa, el
comandante del fuerte en 1792

había preferido suicidarse que rendir Verdún al enemigo hereditario de Francia. En la entrada
principal del fortín estaba

inscrito el siguiente lema: «Vale más quedar enterrado bajo las ruinas del fuerte que rendirlo».

En los primeros días de la guerra, convertida a la sazón en la posición más oriental de Francia
durante la batalla del

Marne, Verdún había vuelto a resistir una vez más. De no haber sido por la defensa tenaz que
Maurice Sarrail había llevado

a cabo en la ciudad, el resto de la campaña del Ejército francés en el Marne podría no haber servido
para nada. La eficaz

defensa de Sarrail dejó a Verdún en el centro de un saliente que se adentraba considerablemente en


las líneas alemanas.

Durante la primera mitad de 1915 se produjeron enérgicos enfrentamientos en las cercanías de


Verdún, al intentar ambos

bandos, sin ningún éxito, mover las líneas en su favor. Sin embargo, al terminar el año, Verdún
carecía de la solidez que

aparentaba. De hecho, era más vulnerable a los ataques enemigos de lo que los alemanes podían
imaginar. Si de verdad

Falkenhayn la hubiera querido y hubiera planeado su conquista, Verdún estaba a su disposición.

La vulnerabilidad de Verdún se debía al abandono intencionado de las fortalezas por parte de las
personas encargadas

de su defensa. La rápida destrucción de los fortines de Bélgica por los alemanes en 1914 había
convencido a muchos

generales franceses de que las fortificaciones carecían de utilidad en la guerra moderna. Otros
generales, después de ver lo

bien que había resistido Verdún en 1914 y 1915, concluyeron que el orgullo de las fortalezas
francesas era inexpugnable.

Ambos argumentos supusieron que Verdún no mereciera ninguna atención primordial del Cuartel
General francés. Según

parecía, los alemanes habían aprendido la lección, y en 1915 habían desplazado su centro de
gravedad hacia el norte, a

Flandes. Verdún, concluyó el Cuartel General francés, ya no figuraba en los planes alemanes.

Tras decidir que Verdún seguiría siendo un sector tranquilo durante un futuro inmediato, Joffre retiró
muchas de las

piezas de artillería pesada de la fortaleza. La razón de que lo hiciera fue que pensó que así podría
compensar la carencia

general de artillería pesada de Francia y dar, por ende, mayores posibilidades de éxito a su ofensiva
de Champaña de 1915.

Pero también había despojado de hombres a la guarnición, dejando sólo el número suficiente de ellos
para que formaran

una única y delgada línea de trincheras al norte y al este de las fortificaciones principales. No había
una auténtica segunda

línea, tan sólo una serie de puestos de avanzada y puntos fortificados aislados mal conectados.
Además, los franceses

tenían escasos hombres para ocupar los densos bosques que había delante de su posición, lo que
permitió que los alemanes

se movieran y se reforzaran sin ser prácticamente detectados.

La vulnerabilidad del sector de Verdún preocupaba a muchos de los oficiales encargados de


defenderlo, sobre todo

cuando se empezó a hacer evidente la concentración alemana en la zona a finales de 1915. El


comandante de la Región

Fortificada de Verdún, un anciano general de artillería con un apellido a todas luces nada francés,
Herr, advirtió al Estado

Mayor de Joffre sobre la debilidad de su posición. Fort Douaumont, otrora uno de los fortines más
poderosos del mundo,

había quedado reducido a un único gran cañón de 75 mm. De los 500 hombres de la guarnición, 60
eran reservistas, la

mayoría con una edad que se consideraba demasiado avanzada para que prestaran servicio en las
trincheras.105 Cuando el
Estado Mayor de Joffre le reprendió por sus críticas, Herr informó al ministro de la Guerra, Joseph
Gallieni, de la nula

predisposición de Joffre a considerar lo apremiante de la situación de Verdún. «Cada vez que les
pido [al Estado Mayor de

Joffre] que refuercen la artillería, me contestan retirando dos baterías [de artillería] o dos baterías y
media; "A usted no lo

atacarán. Verdún no es el punto de ataque. Los alemanes no saben que Verdún ha sido
desarmado".»106

Que Joffre y su Estado Mayor ignoraran el creciente peligro que amenazaba Verdún se debió en parte
a la obsesión por

los planes para su propia ofensiva en 1916 a lo largo del río Somme. Joffre pareció dar por sentado
que los alemanes

permanecerían inactivos durante la primera mitad del año y, por lo tanto, cometió el error
fundamental de suponer que sus

enemigos harían lo que él quería que hicieran. Joffre y su Estado Mayor desoyeron las
preocupaciones de Herr en la

confianza de que el frente occidental permaneciera en una relativa calma hasta el momento en que
pudieran llevar a cabo la

ofensiva, planeada para mitad del verano.

Pero Herr no fue la única voz en alertar del desastre inminente. Otro en poner en entredicho la
decisión de Joffre fue el

teniente coronel Emil Driant, comandante del batallón destinado en los bosques de las afueras de
Verdún y miembro de la

Cámara de Diputados francesa. Driant escribió a sus colegas para advertirles del peligro al que se
enfrentaba Francia si,

105 Anthony Clayton, Paths of Glory: The French Army, 1914-1918, Londres, Cassell, 2003, págs.
100 y 104.

106 Herr, citado en Horne, op. ch., pág. 51.


como él predecía, los alemanes atacaban Verdún. En concreto, criticó a Joffre por no establecer una
segunda línea de

defensa sólida, y expuso con toda franqueza a los diputados que Francia carecía de la fuerza para
rechazar un decidido

ataque alemán contra aquel sagrado santuario nacional. Joffre no sólo montó en cólera ante lo que
consideró un acto de

insubordinación de un oficial bajo su mando, sino que también se negó a aceptar el consejo de
Gallieni, al que respondió

que el ministro de la Guerra no tenía derecho a cuestionar las decisiones operacionales del
comandante en jefe del ejército.

«Sólo pido una cosa —dijo con aire risueño a un comité de preocupados parlamentarios—, que ojalá
atacaran los

alemanes, y que ojalá atacaran Verdún. Díganselo así al gobierno.»107 Ataque que los alemanes
realizaron en la fase inicial
de lo que Falkenhayn denominó Operación Gericht (Castigo de Dios). El ataque se inició el 21 de
febrero de 1916 con la

mayor concentración artillera vista hasta la fecha, alrededor de 1.600 piezas de artillería. En un
cálculo aproximado, los

cañones alemanes dispararon 100.000 proyectiles por hora a lo largo de un estrecho frente de casi 13
km. La artillería

pesada alemana disparó proyectiles y gas contra las posiciones artilleras francesas, que se revelaron
ineficaces en la acción

conocida como tiro de contrabatería. Los morteros de trinchera de gran ángulo de tiro castigaron la
primera línea francesa,

mientras que los obuses bombardearon los escasos puestos de avanzada de la segunda. La casi
absoluta sorpresa táctica del

ataque dejó desprotegidas las posiciones francesas ante aquella descarga ingente de proyectiles.

Sin embargo, la artillería era sólo una parte del plan. Los soldados del Destacamento Especial de
Asalto alemán,

vulgarmente conocidos como tropas de asalto, fueron también un elemento esencial. Todos los
ejércitos habían estado

trabajando en la idea de formar pequeños grupos de tropas de élite de gran movilidad que pudieran
operar de forma

independiente sin esperar las órdenes de la unidad superior. En octubre de 1915 los alemanes habían
experimentado con

satisfacción con estas formaciones en acciones limitadas llevadas a cabo en los Vosgos. En Verdún,
el Destacamento

Especial de Asalto actuó con unidades de zapadores para infiltrarse en las líneas francesas. Su
misión consistió en cortar

las alambradas y en eliminar cualquier resistencia de las ametralladoras en bases de avanzada de


hormigón utilizando un

nuevo invento, el lanzallamas.108 Tras los zapadores y las tropas de asalto penetraron la infantería
más convencional para

ocupar el terreno así ganado, mientras que las tropas de refuerzo avanzaron con los suministros y el
material de
atrincheramiento.

Una de las innovaciones más terroríficas de la guerra, los lanzallamas, a menudo

resultaba tan peligrosa para el que la utilizaba como para el que se enfrentaba a

ella. La mayoría de las unidades de lanzallamas estaban formadas, irónicamente,

por hombres que habían sido bomberos en la vida civil. (National Archives)

107 Joffre, citado en C. R. M. E. Crutwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford,
Clarendon Press, 1934, pág.

243.

108 Bruce Gudmundsson, Stormtroop Tactics: Innovation in the German Army, 1914-1918, Westport,
Connecticut,

Praeger, 1989, págs. 50-60.

El plan funcionó demasiado bien. Al segundo día del ataque, los alemanes habían tomado en la
práctica todos sus

objetivos. La posición francesa se había desmoronado tan deprisa, que el general Herr ordenó a los
fortines que seguían en

manos francesas que estuvieran preparados para destruirlos. Este éxito colocó a Falkenhayn en una
posición inesperada. Si

los alemanes tomaban realmente Verdún, los franceses quizá decidieran que no podía ser
reconquistada y, por lo tanto, no

morderían el anzuelo de dejarse arrastrar a una lucha de desgaste. Por paradójico que pudiera
parecer, los alemanes

podrían perfectamente marchar victoriosos a través de Verdún, pero dejarían a Falkenhayn sin el
cruento triunfo que

buscaba.

Por suerte para Falkenhayn, y para tragedia de cientos de miles de hombres de ambos bandos, Joffre
aceptó el desafío.

Verdún ya se había convertido en el símbolo de otra guerra más. En el primer día del ataque, Driant y
sus dos batallones se

encontraban en el Bois de Caures, justo en el camino del ataque alemán que avanzaba hacia ellos.
Los franceses

combatieron en una clara inferioridad numérica, y cuando se acabó la munición, se defendieron con
las bayonetas. Driant

conservó la posición, se ocupó de los hombres heridos y quemó sus papeles antes de ser alcanzado
por un proyectil que le

causó la muerte. Su heroísmo había ralentizado el asalto alemán y establecido el modelo para el
comportamiento militar en

Verdún. En palabras del historiador francés Pierre Miquel, «la infantería supo entonces que sólo
tenía una responsabilidad:

morir como lo habían hecho Driant y sus hombres... El mecanismo del sacrificio estaba en
marcha».109

El 25 de febrero el orgullo y el prestigio de los franceses sufrieron otro duro revés cuando un
pequeño aunque audaz

grupo de soldados alemanes se introdujo en Fort Douaumont por un corredor desguarnecido. La


aturdida guarnición de 57

reservistas voluntarios rindió el fuerte sin disparar ni un tiro en su defensa. Famoso por ser el fuerte
más poderoso del

mundo, Douaumont había caído en manos alemanas con una facilidad asombrosa, y su pérdida puso
en peligro de

inmediato a toda la línea francesa. Asimismo, el fortín se convirtió en un importante símbolo en


Alemania, donde las

iglesias lanzaron las campanas al vuelo y se concedieron vacaciones escolares a los niños para
celebrar una victoria que

podía dejar expedito el camino hacia París y acabar con la guerra en cuestión de semanas.

Joffre, que había sido tan lento para ver el peligro en Verdún, reaccionó entonces con rapidez. El 25
de febrero envió

allí a su asistente, Edouard Noel de Castelnau, a fin de que evaluara la situación y recomendara las
medidas pertinentes. El

general Herr propuso abandonar la orilla derecha (oriental) del Alosa y concentrar las defensas en la
izquierda. Castelnau

no aceptó la sugerencia y ordenó que se defendiera cada palmo de las dos orillas del Mosa al precio
que fuera. Consciente

de la urgencia del momento, promulgó las órdenes pertinentes sin el visto bueno de Joffre, y optó
también por destituir a

Herr como comandante de la plaza.

En sustitución de Herr, Castelnau entregó el mando de ambas orillas del río a un inteligente aunque
pesimista general

llamado Henri Philippe Pétain. Este había empezado la guerra con el grado de coronel y en mala
disposición con la

jerarquía militar a causa de su decidido apoyo a la guerra defensiva. «La potencia de fuego mata» era
su máxima preferida.

En los días previos a la guerra, su opinión contradecía la ortodoxia aceptada en Francia, de ahí que
su carrera hubiera

sufrido un estancamiento. Sin embargo, su manera de pensar defensiva se acomodaba mucho mejor a
la guerra de 1914 y

1915 que la doctrina de la offensive a outrance (ofensiva a ultranza) de Joffre. Por lo tanto,
Castelnau consideró que Pétain

era el general perfecto para estar al frente de la defensa de Verdún. Mientras Castelnau llegaba a esta
conclusión, Pétain

estaba en un hotel de París con la mujer cuyo padre le había prohibido casarse con él, porque no
quería a un oficial del

ejército en la familia. Uno de los oficiales del Estado Mayor de Pétain lo encontró allí a las tres de
la madrugada y le

informó de su ascenso a comandante del II Ejército.

Pétain se dio cuenta de la funesta situación de Verdún tan bien como cualquiera, y vío enseguida la
necesidad de enviar

refuerzos, alimentos y munición a la región lo antes posible. Por el momento, su pesimismo remitió, y
su famosa

advertencia «¡No pasarán!» se convirtió en la consigna de Verdún. No obstante, y debido a su


situación en el saliente, la

región sólo podía ser reabastecida desde una dirección, el sudoeste. La única vía ferroviaria segura
del sector se
interrumpía en Bar-le-Duc, a casi 80 km de distancia, y, desde allí, una carretera de apenas siete
metros de ancho conducía

a Verdún. Si la ciudad iba a resistir, aquella carretera, que no tardó en ser bautizada como la Vie
Sacrée (la Vía Sagrada),

tendría que abastecer al sector con suficiencia.

Para asegurar el flujo constante de hombres y material a lo largo de la Vie Sacrée, Pétain movilizó al
mismo Service

Automobile que había llevado en taxi a los hombres hasta la batalla del Marne. Casi 9.000 hombres
trabajaron en la

carretera día y noche para añadir piedras que permitieran el transporte sobre el barro de la
primavera y el invierno, levantar

puestos mecánicos y manejar prensas hidráulicas por todo el recorrido para reparar los neumáticos.
En dos semanas, la Vie

Sacrée transportó a 190.000 hombres, 22.500 toneladas de munición y 2.500 toneladas de alimentos
y otros suministros.

Hacia el 1 de mayo, la carretera había permitido a Pétain hacer entrar y salir del sector de Verdún a
40 divisiones de

infantería. Aquélla fue una asombrosa proeza logística, que permitió a los franceses disparar más de
cinco millones de

109 Pierre Miquel, Les Poilus: La France Sacrifiée, París, 2000, pág. 270.
proyectiles de artillería en las primeras siete semanas de la batalla.110

Prisioneros franceses saliendo escoltados de Verdún. La enorme

sangría de los diez meses de combate afectó a todos los

acontecimientos posteriores a la guerra y dejó cicatrices que

trascendieron más allá de 1918. (Library of Congress)


Esta imponente cantidad de proyectiles y el traslado de tantos soldados franceses convirtieron la
región en un

sangriento combate de boxeo entre dos ejércitos casi parejos. En mayo los franceses iniciaron el
cruento proceso de

recuperar todo el terreno que habían perdido. Sin embargo, en lugar de atacar con rifles y bayonetas,
como ocurriera en

1914, lo hicieron con unas cantidades ingentes de artillería. Aunque no siempre consiguieron sus
objetivos inmediatos, los

millones de proyectiles disparados por los franceses causaron unas bajas a los alemanes que
Falkenhayn no hubiera

imaginado jamás. El comandante en jefe alemán había contado con matar a los franceses en una
proporción de cinco a dos,

y, de hecho, a finales de junio, había infligido unas terroríficas 275.000 bajas al enemigo; pero las
240.000 bajas de los

alemanes indicaban que éstos no lo habían pasado mejor.

Los franceses dejaron de confiar en su pieza de artillería ligera de 75

mm. Su lugar fue ocupado por cañones más grandes, como este

Schneider de 155 mm, que hizo su aparición mediada la contienda.

(United States Air Force Academy McDermott Library.

Colecciones especiales)

110 Véase Robert Bruce, «To the Limits of Their Strength: The French Army and the Logistics
Attririon at the Battle of

Verdun, 21 February-18 December 1916», Army History, N° 45, verano de 199X, págs. 9-21.

La «picadora de carne» en que se convirtió Verdún desgastó a los dos ejércitos. El intenso combate
continuó día tras

día, sin apenas respiro, y las unidades de refuerzos de ambos bandos podían ver, oír y oler la batalla
a kilómetros de

distancia mientras se acercaban al frente. La política de Pétain de hacer rotar a los hombres mantuvo
la cordura de la tropa,
aunque la conciencia del inminente retorno al combate contribuyó a la aparición de un síndrome
mental que los médicos

enseguida denominaron «neurosis de guerra». Los hombres sin heridas físicas se volvían insensibles,
aturdidos por la

fatiga y la presencia constante de la muerte. «A menudo, era más exacto referirse a aquellos hombres
como condenados a

muerte —recordaba un oficial francés— pues eran muchos los que tenían la inteligencia embotada y
la cara amarillenta.

Devorados por la sed, ya no tenían ni fuerzas para hablar. Les dije que con toda seguridad seríamos
relevados aquella

noche. La noticia los dejó indiferentes, lo único que deseaban era un litro de agua.»111

En un intento de retomar Fort Douaumont, los franceses dispararon en una semana 6,3 millones de
kilos de proyectiles

sobre un área de apenas 60 hectáreas, lo que vino a representar no menos de 120.000 proyectiles de
artillería. Aun así, el

fuerte resistió, pues los corredores subterráneos servían de refugio a sus defensores. Robert Bruce
señala la «trágica

ironía» de que las poderosas defensas de Douaumont, diseñadas para proteger a los franceses,
sirvieran entonces al

Ejército alemán para refugiarse de los cañones franceses.112 Douaumont siguió en manos de los
alemanes todo el verano;

la fortaleza adquirió el mismo significado simbólico para la resistencia alemana que había tenido una
vez para el poderío

francés.

No obstante el dominio de Douaumont, el gran plan de Falkenhayn había fracasado sin paliativos. El
Ejército alemán

no tomó Verdún ni infligió la clase de bajas fáciles a los franceses que aquél había previsto. Ya en
marzo, el príncipe

heredero había informado a su padre de su creciente pesimismo acerca de la campaña de Verdún,


movido, sin duda, por la

conciencia de que iba a tratarse de una sangrienta batalla de desgaste, y no de una conquista gloriosa.
La frustración del

príncipe heredero fue en aumento, al igual que su distanciamiento, y la mayor parte del tiempo se la
pasó persiguiendo a las

francesas de detrás de las líneas, mientras sus hombres morían a miles.

Descontento por el desarrollo de la campaña, el kaiser relevó a Falkenhayn en agosto y lo envió al


este a luchar contra

los rumanos. Para sustituirlo recurrió al equipo de Hindenburg y Ludendorff, que de esta manera
pasaron a estar ya al

mando de todas las operaciones del Ejército alemán. A Hindenburg la cabeza le dictaba que la mejor
medida era abandonar

las posiciones alemanas en Verdún y poner fin a la campaña; su corazón, no obstante, le decía que
allí habían muerto

demasiados alemanes para retirarse de manera voluntaria. Sentimentalmente, para Hindenburg el


honor de Alemania

estaba en juego, aun cuando la campaña hubiera perdido todo valor estratégico. De este modo, la
matanza de Verdún

continuó.

La habilidad de Pétain para salvar a Verdún en febrero le reportó el ascenso, en mayo, a comandante
del Grupo de

Ejércitos del Centro. Su puesto como jefe del II Ejército (que formaba parte del Grupo de Ejércitos
del Centro) lo ocupó el

agresivo Robert Nivelle. Al igual que Pétain, Nivelle había empezado la guerra como coronel. Su
hábil utilización de la

artillería había contribuido a la victoria aliada en el Marne, lo que le llevó a ascender con rapidez.
En Verdún, Nivelle

perfeccionó dos complejas tácticas de artillería que le hicieron muy popular entre sus superiores y el
primer ministro,

Aristide Briand. La primera, llamada bombardeo de «engaño», interrumpía el fuego artillero el


tiempo suficiente para

permitir a los alemanes devolver el fuego y revelar así sus posiciones, a las que los cañones pesados
de Neville silenciaban
acto seguido. La segunda, conocida como «barrera móvil», consistía en establecer una cortina de
fuego que precedía a la

infantería de manera acompasada. Si se hacía de manera correcta, una barrera móvil silenciaba las
ametralladoras

enemigas, permitiendo que la infantería avanzara hasta sus objetivos.

Nivelle colaboró estrechamente durante todo el verano con Charles Mangin, alias el Carnicero, en el
desarrollo de un

plan para reconquistar Douaumont. Este último se había ganado a pulso el sobrenombre. Herido tres
veces antes de la

guerra durante el servicio colonial en Africa, era bien conocida la temeridad con que arriesgaba la
vida de sus hombres. De

algún modo, el tiempo pasado en Africa le había convencido de que los africanos tenían un umbral de
resistencia al dolor

mayor que el de los europeos, y, allí donde era posible, utilizaba a los soldados africanos para la
primera oleada de un

ataque. Se decía que, después de la guerra, era el único general francés que podía pararse en la
esquina de una calle de París

con su uniforme de gala sin que se le acercara un solo veterano a estrecharle la mano. Cabe decir en
su descargo, que

Mangin no pedía a sus hombres nada que no hiciera él mismo. Con 50 años, dirigía las cargas
personalmente y rara vez

atacaba hasta no haber preparado cada detalle con meticulosidad.

En octubre Mangin tuvo el gran apoyo artillero que necesitaba para realizar otra carga contra
Douaumont. Entonces

Francia contaba con 300 piezas de artillería de más de 155 mm y había introducido los nuevos y
gigantescos cañones de

400 mm. El 24 de octubre Nivelle realizó su mejor bombardeo de engaño hasta ese momento,
destruyendo las piezas de

artillería alemanas situadas frente a la división de Mangin; luego, su barrera móvil protegió el
avance de las tropas de

111 Citado en Miquel, op. cit., pág. 287.


112 Bruce, op. cit., pág. 18.

Mangin hacia Douaumont. Los meses de bombardeo artillero habían convertido las obras exteriores
del fuerte de uno de

los edificios más sólidos del mundo en un montón de hormigón destrozado y arrancado de la tierra.
Aun así, seguía siendo

un efectivo refugio subterráneo y un grandísimo símbolo para ambos bandos.

El apacible pueblo de Vaux estaba situado en las líneas del frente de varias de las

principales ofensivas, incluida la de Verdún. La II División americana tomó

finalmente la ciudad para los aliados en julio de 1918. (United States Air Force

Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

Alrededor de las 16.30 horas de aquella tarde, los soldados franceses que se encontraban cerca del
fuerte de Souville

observaron cómo tres soldados vestidos con uniformes franceses ascendían a lo alto del montón de
escombros que una vez

había sido Douaumont y agitaban los brazos al aire. El fuerte volvía a ser francés. Las tropas de
apoyo movieron la línea

algo más de 3 km a favor de Francia. Una semana después, retomaron Fort Vaux, y con él se acabó de
recuperar en realidad

todo lo ganado por Alemania desde el verano.113

Cuando los dos ejércitos se agotaron por fin en diciembre, las líneas estaban situadas casi en el
mismo sitio que en

febrero. Un cálculo aproximado cifró el número de muertos y desaparecidos en 162.000 franceses y


142.000 alemanes. La

mayor parte de los desaparecidos fueron víctimas de una artillería tan poderosa, que resultó
imposible identificarlos con

suficiente precisión para enterrarlos en sus propias tumbas. Los restos anónimos de alrededor de
130.000 víctimas de

Verdún yacen en la actualidad en un enorme osario cerca de Douaumont.

Verdún se convirtió así en la batalla de desgaste prevista por Falkenhayn; sin embargo,
contrariamente a lo que él había

planeado, la batalla desgastó a ambos lados por igual. El colosal combate decidió los destinos de los
Ejércitos alemán y

francés a lo largo de 1917 y 1918 y mucho más allá. Provocó también la destitución de Joffre, a
quien se le reprochó su

falta de atención a Verdún en 1915 y se le hizo responsable de las enormes bajas de 1916. Para
suavizar la transición, el

gobierno resucitó el grado de mariscal, que estaba en desuso desde 1871, y convirtió a Joffre en el
primer hombre de la

Tercera República en ostentar el rango. Su lugar fue ocupado por Robert Nivelle, que prometió a los
políticos franceses y

británicos que podía repetir su fructífera fórmula de Verdún en todo el frente occidental.

Las repercusiones de la sangría de Verdún fueron más allá de los dos ejércitos directamente
implicados y tuvo también
un importante efecto sobre los Ejércitos británico, ruso, italiano, austrohúngaro y rumano. Verdún se
convirtió en

sinónimo de sacrificio, de muerte y de batallas que desafiaban las definiciones tradicionales de


victoria y derrota. El

recuerdo de la batalla de un veterano francés resume con precisión el estado de los Ejércitos francés
y alemán a principios

de 1917: «Esperábamos la llegada del momento fatal sumidos en una especie de estupor... en medio
de un tumulto

enloquecido. Todo el Ejército francés pasó por esta experiencia»114 En la mente de muchos, tanto en
el bando alemán

113 Hume, op. cit-, pág. 316.

114 Citado en Miquel. op. at., pág. 292.

como en el francés, permaneció la incógnita de si aquel ejército podría sobrevivir a 1917.

La guerra en la tercera dimensión

Entre otras características destacables de Verdún, se cuenta la de haber señalado el nacimiento del
concepto moderno de la

guerra aérea. Al iniciarse la contienda, fueron varios los generales que manifestaron su desprecio
hacia la aviación, a la que

consideraban poco más que un entretenimiento de las clases altas, impresión a la que habían
contribuido las abundantes y

lucrativas competiciones de velocidad y autonomía [tiempo de vuelo] de antes de la guerra. Sin


embargo, cuando la

caballería perdió su tradicional papel de reconocimiento en el campo de batalla, los aviones se


convirtieron en el recambio

lógico. La participación de los aviones en el descubrimiento del desvío hacia el sur de Kluck antes
de la batalla del Marne,

fortaleció los argumentos de sus partidarios de que los aviones podrían revelarse como un factor
decisivo en la guerra. En

los espacios abiertos del frente oriental no tardaron en erigirse en unos instrumentos trascendentales,
y tanto Ludendorff

como Joffre se contaron entre los más importantes conversos iniciales.

La importancia de la aviación condujo a un incremento enorme del gasto que buscaba aumentar tanto
la cantidad como

la calidad de los aparatos. En 1914 los beligerantes apenas tenían más de 800 aviones entre todos.
Sin embargo, a lo largo

de la guerra se construyeron casi 150.000 aparatos. Los motores aumentaron su potencia y el fuselaje
se hizo más largo y

resistente. Para ocuparse de estos aviones, las grandes potencias adiestraron a miles de pilotos,
mecánicos, observadores y

demás personal de apoyo, y se produjo un aumento descomunal de la aviación en todos los países
beligerantes. El Real

Cuerpo de Aviación británico pasó de 2.000 personas en 1914 a 291.000 en 1918, momento en el
cual se había convertido

en la primera fuerza aérea independiente del mundo.

Pero la aviación adquirió enseguida una complejidad que hizo necesaria la especialización en tres
áreas: la

observación, la persecución y el bombardeo. Los observadores no sólo localizaban e informaban de


los movimientos del
enemigo, sino que también ayudaban a dirigir el fuego de la artillería; al desarrollarse los sistemas
de comunicación con

los artilleros, los pilotos pudieron ayudar a corregir las imprecisiones de tiro. En consecuencia,
permitieron una utilización

más sistemática del «fuego indirecto», un procedimiento en el que el artillero no ve en realidad sus
objetivos. Al utilizar a

los observadores aerotransportados como sus ojos, la artillería podía ocultarse y proteger, por ende,
sus baterías del fuego

enemigo.

Al principio de la contienda, la misión de la aviación consistía en

localizar a la artillería y en observar los movimientos del enemigo. En

1916 las tácticas modernas para los aviones de combate ya se habían

perfeccionado, y en 1918 los aviadores habían previsto o practicado

todos los papeles de las fuerzas aéreas modernas a excepción del

repostaje en vuelo. (Cortesía de Andrew y Herbert William Rolfe)

Pero semejante sistema dependía del dominio del aire. Los aviones de persecución (o cazas) tuvieron
un desarrollo

precoz, con la misión especializada de eliminar del cielo a los aviones de observación enemigos y
de despejar el camino a

los observadores propios. El invento del diseñador aeronáutico holandés Anthony Fokker de un
mecanismo que evitaba el

disparo de la ametralladora cuando la pala de la hélice estaba en la línea de mira, permitió a los
alemanes sincronizar el

motor del avión y el arma. Por primera vez, el piloto podía disparar «a través» de las palas de la
hélice, lo que le permitía

volar y mantener apuntado el cañón al mismo tiempo. Hasta que los aliados perfeccionaron un
sistema parecido, el «azote

de los Fokker» concedió a los alemanes una ventaja decisiva en el aire.

Ya en 1915 los aviones habían adquirido la suficiente fortaleza como para permitir una tercera
misión: el bombardeo

aéreo. En mayo aviones británicos dirigieron su ataque contra una fábrica alemana de gas venenoso,
sobre la que lanzaron

87 bombas con resultados diversos. Hacia el final de la guerra, los bombardeos aéreos de objetivos
tanto militares como

civiles se habían convertido en algo habitual. Los bombarderos alemanes Gotha tenían el alcance
(distancia de vuelo) para

llegar a Londres y capacidad para transportar 450 kg de bombas. Las incursiones aéreas llevadas a
cabo por los

bombarderos y los dirigibles (zepelines) mataron a 1.400 civiles británicos. Aunque de aparición
demasiado tardía para

entrar en combate, el Handley Pager V/1500 británico tenía un alcance de 965 km y capacidad para
transportar casi 3.375

kg de bombas. Si la guerra hubiera continuado durante 1919, los británicos habrían tenido 36 V/l 500
listos para entrar en

combate y otros en camino.

Verdún asistió a los primeros esfuerzos coordinados de conectar la eficacia de las fuerzas aéreas a la
suerte de las tropas

terrestres. Los aviones de reconocimiento alemanes, protegidos por los aviones de persecución,
fotografiaron cada

centímetro del saliente de Verdún antes de atacar. Una vez iniciada la batalla, los bombarderos
alemanes complementaron

a la artillería atacando puentes, zonas de concentración y baterías enemigas. Cabe reseñar que no
atacaron nunca la Vie

Sacrée, dado que Falkenhayn no quería destruir los medios que permitían a Francia continuar
alimentando a los hombres

dentro del matadero que él había diseñado. Los franceses respondieron a la amenaza aérea alemana
creando escuadrones

de cazas que actuaban en equipo, lo que les permitía concentrar la potencia de fuego para obligar a
los aviones enemigos a

alejarse del frente. Entre estos escuadrones había una unidad de voluntarios norteamericanos, la
escuadrilla Lafayette,

cuya impresionante hoja de servicios en combate contribuyó a la fama de los estadounidenses que
combatieron del lado

francés.115

En marzo de 1916 Francia había ganado la guerra aérea sobre Verdún. La aparición del Nieuport II,
un aparato ágil con

una velocidad punta de casi 160 km/h, dio a los pilotos franceses una ventaja tecnológica hasta la
aparición del Albatross

III alemán a principios de 1917. Pese a los avances tecnológicos, la aviación siguió siendo un cuerpo
apto sólo para los más

audaces, puesto que la esperanza de vida de un piloto era aún más corta que la del encargado de una
ametralladora.

Solamente en accidentes de entrenamiento, Francia perdió a 2.000 pilotos. Aquellos que fueron
capaces de dominar la

nueva tecnología se convirtieron en héroes populares. Hombres como el francés Georges Guymener
(54 derribos), los

alemanes Oswald Boeicke (40 derribos) y el barón Von Richthofen (16 derribos) y el británico
Albert Ball (44 derribos)

innovaron, todos, el arte de la guerra aérea; los cuatro murieron en combate antes de finalizar la
guerra.

La potencia aérea se había convertido ya en 1917 en algo fundamental para el triunfo de cualquier
operación. A

principios de aquel año, Pétain le había dicho al nuevo ministro de la Guerra, Paul Painlevé: «La
aviación ha adquirido una

importancia trascendental; se ha convertido en uno de los factores indispensables del éxito... Se hace
necesario dominar el

aire».116 El general no tenía que convencer a Painlevé. Matemático y científico de gran talento,
Painlevé ya era uno de los

más grandes expertos en aviación del mundo, y en su condición de primer pasajero europeo de
Wilbur Wright, había

establecido un récord de autonomía de vuelo de una hora y diez minutos. Después de eso, pasó a
impartir el primer curso

de ingeniería aeronáutica de Francia. Bajo su dirección, Francia se situó a la cabeza de la aviación


militar, un componente

que resultó fundamental para el triunfo final aliado.

115 Véase Paul Ferguson y Michael Neiberg, «America's Expatriate Aviators», Military History
Quarterly, vol. 14, N° 4,

verano de 2002, págs. 58-63.

116 Pétain, citado en John Morrow, The Great War in the Air, Washington, DC, Smithsonian Press,
1993, pág. 199.

Capítulo 7

Una guerra contra la civilización Las

ofensivas de Chantilly y el Somme

Iban cantando, alegres, una melodía del

music-hall, mientras se dirigían hacia el

resplandor de todos aquellos proyectiles allá en la

lontananza, en donde habitaba la muerte. Los

observé pasar... a todos aquellos chicarrones de un

regimiento del norte de Inglaterra, y algo de su

espíritu pareció desprenderse de la oscura masa de

sus cuerpos en movimiento y estremecer el aire. Se

acercaban a aquellos lugares sin titubear, sin mirar

atrás y cantando. Qué hombres tan buenos y

maravillosos.

PHILIP GIBBS, The Historie First of july117

Al igual que Falkenhayn, Joffre y los demás generales aliados reflexionaron sobre el significado de
los acontecimientos de
1915. Joffre llegó a la conclusión de que el éxito de Alemania se había debido en buena parte a dos
factores. Primero, que

Alemania le había sacado partido a las líneas interiores, lo que implicaba que podían mover las
fuerzas entre los frentes por

medio de la excelente red ferroviaria de que disponían de una manera a todas luces vedada a los
aliados. De esta forma, los

alemanes habían podido concentrar las fuerzas para ofensivas como la de Gorlice-Tarnów. Segundo,
que los Imperios

centrales no se habían enfrentado nunca a una campaña conjunta de todos los ejércitos aliados al
mismo tiempo; se habían

dado el lujo de enfrentarse a un solo enemigo cada vez.

La reunión de Chantilly

Joffre no podía hacer mucho para cambiar la geografía de Europa, aunque sí para intentar coordinar
las ofensivas aliadas.

En consecuencia, en diciembre de 1915 su cuartel general de Chantilly acogió una reunión de alto
nivel a la que asistieron

los máximos responsables de los ejércitos y gobiernos de Gran Bretaña, Rusia, Italia y Serbia. Joffre
propuso que a

mediados del verano de 1916 los aliados estuvieran preparados para dirigir unas ofensivas
simultáneas contra múltiples

frentes, lo que impediría la capacidad alemana de trasladar fuerzas y ejercería presión sobre los
Imperios centrales desde

todos los frentes. Según él, al llegar el verano se darían tres condiciones que no sólo harían posible
tal estrategia, sino que

también garantizarían el éxito. Primero, los Nuevos Ejércitos británicos estarían por fin listos para un
combate a gran

escala; segundo, la industria francesa habría entregado ya suficientes piezas de artillería pesada, las
cuales él consideraba

vitales para el éxito; tercero, Rusia se habría recuperado lo suficiente de los desastres de 1915 para
reanudar la ofensiva. En

un segundo plano, el abandono de campañas secundarias como la de Gallípoli y Salónica podría


proporcionar más

hombres para las ofensivas previstas por Joffre.

En teoría, Chantilly representó un paso fundamental para que los aliados afrontaran la guerra como
una sola entidad;

sin embargo, se quedó corta en lo tocante a crear una estructura de mando unificado o incluso un
mecanismo permanente

de discusión estratégica. Al igual que todos los intentos aliados, el acuerdo de Chantilly supuso una
serie de compromisos.

Rusia aceptaba llevar a cabo una ofensiva conjunta en 1916 con todos sus aliados, sólo si Joffre se
avenía a mantener

abierto el frente de Salónica. Este aceptó a regañadientes, lo que suponía que las fuerzas establecidas
en Grecia

permanecerían allí en lugar de trasladarse a los escenarios previstos por Joffre como zonas de
combate prioritarias para

1916. Los británicos también lo obligaron a aceptar que algunas de las tropas evacuadas de Gallípoli
fueran enviadas a

Egipto y no a Francia.

Joffre y los generales presentes en Chantilly confiaban en poder esperar hasta mitad del verano para
lanzar sus grandes

ofensivas, lo que implicaba que los alemanes tendrían que obligarlos a permanecer a la defensiva.
Como hemos visto, no lo

117 El epígrafe está extraído de Philip Gibbs, The Rattles of the Somme, Nueva York, George H.
Doran, 1917, pág. 26.
hicieron, y Verdún puso en entredicho todas las conclusiones alcanzadas en Chantilly. El Ejército
francés, a la sazón en

una posición desesperada, no estaba para encabezar las ofensivas del verano. A partir de entonces,
las ofensivas de

Chantilly tenían que alejar los recursos alemanes de Verdún, dando así a los franceses la oportunidad
de sobrevivir.

Falkenhayn había contado con que los británicos lanzaran una ofensiva para ayudar a los franceses en
Verdún, y confió

en que atacando Verdún a principios de 1916 forzaría a los primeros a atacar de manera prematura,
antes de que sus

Nuevos Ejércitos y el apoyo artillero estuvieran a punto. Entonces, sus fuerzas podrían destruir a los
inexpertos británicos

mientras avanzaban. Los alemanes tendrían la ventaja del terreno elevado y de las posiciones
defensivas bien preparadas

en cualquier frente donde atacaran los británicos. Haig no mordió el anzuelo e insistió ante un Joffre
cada vez más fogoso

que él tenía que esperar hasta mitad del verano para lanzar su ofensiva. Cuando finalmente lo hizo el
1 de julio, durante los
primeros días la predicción de Falkenhayn se cumplió en términos generales.

La primera ofensiva de Chantilly llegó en marzo de 1916 y provino de Luigi Cadorna y los italianos.
A fin de ayudar a

su aliado francés, Cadorna inició la quinta batalla del Isonzo con varias semanas de antelación sobre
lo previsto, antes de

que el deshielo primaveral hubiera derretido las nieves alpinas. A Cadorna le preocupaba bastante
menos la suerte de los

franceses que la que correrían los italianos si los alemanes alcanzaban la victoria en el frente
occidental y podían, por

consiguiente, concentrar fuerzas adicionales contra Italia. A pesar de las terribles condiciones
climatológicas y de la

decreciente moral de su ejército, Cadorna se sintió insólitamente confiado. Conservaba una ventaja
de 250 batallones de

infantería, ventaja que en piezas de artillería era de 933 unidades.118 Por lo tanto, no le preocupó ni
la altura de la nieve ni

las complicaciones implícitas en el adelantamiento de una ofensiva unas cuantas semanas.

Cadorna siguió mostrando también una alegre despreocupación acerca de la solidez de las
posiciones austrohúngaras

en todo el terreno elevado. Desde esas posiciones, Boroevic y su Estado Mayor habían podido
controlar la concentración

de hombres y material para la ofensiva de los italianos, así que, cuando éstos empezaron el
bombardeo preparatorio, los

austrohúngaros alejaron a sus hombres de las posiciones del frente. Los proyectiles italianos cayeron
durante cuarenta y

ocho horas sobre la primera línea, dañando las trincheras y las posiciones; la mayoría de los
soldados, sin embargo, se

habían alejado de allí. Envuelto por la niebla y la nieve, y sin unos objetivos reales más allá de
dirigirse a la ciudad de

Gorizia, el Ejército italiano avanzó con lentitud e incertidumbre. Al cabo de cinco días, Cadorna
decidió que ya había

hecho suficiente para cumplir con el espíritu del acuerdo de Chantilly y suspendió el combate. La
batalla le costó a cada

bando miles de bajas sin sentido y no tuvo ninguna repercusión sobre la lucha en Verdún.

Unos soldados heridos del frente del Lsonzo esperan a que se les traslade

a un hospital de campaña. Millares de soldados de todos los ejércitos

murieron sin necesidad por heridas de escasa consideración a causa de la

ausencia de condiciones higiénicas y de la atención sanitaria adecuadas.

(United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones

especiales)

118 John Schintller, Isonzo: The Vorgotten Sacrífice oftbe (Great War, Westport, Connecticut,
Praeger, 2001, pág. 139.

El 19 de marzo Boroevic contraatacó y recuperó parte del terreno elevado ganado por los italianos.
Los austrohúngaros

tuvieron buen cuidado de limitar sus objetivos y los recursos que asignaban, y la operación fue un
éxito completo. Con

sólo 259 bajas, los austrohúngaros hicieron prisioneros a 600 italianos e infligieron un número igual
de muertos y heridos.

Los últimos fracasos del Isonzo disminuyeron el prestigio de Cadorna a ojos de los políticos
italianos, aunque el general

siguió insistiendo en que él respondía exclusivamente ante el comandante en jefe nominal de los
italianos, el rey Víctor

Manuel III.

El rey era un hombre triste, aunque de personalidad valerosa, que visitaba el frente a menudo y, en
ocasiones, bajo el

fuego enemigo. Aunque se dio cuenta de los problemas existentes en el cuartel general de Cadorna,
mantuvo una fe

injustificada en que el general aprendería de sus errores y solucionaría los problemas.

Contrariamente a lo que pudiera esperarse, Conrad y el Estado Mayor austríaco habían llegado a
sentirse tan
decepcionados por el estancamiento del Isonzo como el propio Cadorna. Presionado para que
demostrara a los alemanes su

valía como aliado, Conrad llevaba preparando su propia ofensiva desde hacía tiempo. Su
planteamiento confiaba en

aprovecharse de la concentración italiana en el valle del Isonzo para atacar la llanura de Asiago
desde el Tirol meridional.

De tener éxito, el Ejército austrohúngaro podría amenazar Verona, Padua y Vicenza y, tal vez, incluso
dividir la Italia

septentrional en dos zonas indefendibles. Conrad argumentaba que, creándoles un segundo frente a
los italianos, podría

reducir al mínimo la presión desde el Isonzo y hacerle estirar tanto sus líneas a Italia, que se haría
factible conseguir una

penetración decisiva en uno de los frentes. Falkenhayn mostró su desacuerdo con el plan, pero
permitió que Conrad

siguiera adelante mientras utilizara sólo a soldados austrohúngaros; los alemanes, ocupados con
Verdún, no participarían.

La gran ofensiva austríaca contra la llanura de Asiago empezó el 15 de mayo de 1916 y pilló a
Cadorna completamente

desprevenido. Dos ejércitos austrohúngaros arrollaron al I Ejército italiano, haciendo miles de


prisioneros y tomando

importantes zonas de terreno elevado. En un principio, Cadorna pensó que la ofensiva era un cebo.
Una ventisca de

primavera a final de mes hizo que la ofensiva se estancara y dio un respiro al Estado Mayor general
italiano, dando tiempo

a Cadorna para darse cuenta de la gravedad de la situación y reforzar el sector con ocho divisiones,
constituidas en un

nuevo V Ejército. Los italianos habían sufrido 148.000 bajas y perdido varias posiciones
estratégicas clave, aunque habían

conservado sus posiciones secundarias y habían causado 100.000 bajas a los austríacos, que estaban
al límite de sus

reservas humanas. Por suerte para Italia, la situación estratégica volvió a cambiar a principios de
junio, cuando los rusos
lanzaron su ofensiva de Chantilly bajo el mando de su general más imponente, Alexei Brusilov.
Las ofensivas de Brusilov
La atención de los austrohúngaros en la ofensiva de Asiago los llevó a malinterpretar diversos
indicios de importancia que

avisaban de un inminente ataque desde el frente sudoccidental de los rusos, comandados desde marzo
de 1916 por Alexei

Brusilov. Aristócrata y oficial de caballería de familia de militares, Brusilov poseyó el raro don de
comprender que las

tácticas del siglo XIX eran inadecuadas para el siglo XX. Al igual que Ferdinand Foch, Brusilov se
dispuso enseguida a

olvidar todo en lo que había creído una vez. Antes de que la mayoría de los rusos hicieran la
transición, Brusilov ya había

decidido que las ametralladoras, la artillería y un cuidadoso trabajo de Estado Mayor habían
sustituido al heroísmo

individual, al caballo y a la bayoneta. Como jefe del VIII Ejército había disfrutado de algún éxito
moderado y tenía fama

de ser el jefe militar más brillante del Ejército ruso.

A partir de los informes de inteligencia, que incluían los del reconocimiento aéreo, Brusilov se hizo
una imagen

razonablemente precisa de las intenciones de los austríacos. Y así, adivinó de manera acertada que
Italia se había

convertido en una obsesión para Conrad y su Estado Mayor, una idea que se vio reforzada por la
ofensiva de Asiago. Se

habían trasladado seis divisiones de infantería austrohúngaras hasta el frente de Asiago, dejando el
de Galitzia con unas

fuerzas insuficientes. Brusilov sabía también que en su frente sudoccidental las fuerzas austríacas se
componían de una

sólida y rígida línea de vanguardia, con apenas elasticidad defensiva en la retaguardia. Si era capaz
de romper el frente, tal

vez pudiera infligir una derrota a los austríacos, parecida a la que los alemanes habían inferido a los
rusos en
Gorlice-Tarnów.

Brusilov poseía también el raro don entre los militares rusos de la sutileza. No tenía ninguna
intención de librar la

batalla subsiguiente avanzando a base de grandes cargas de artillería y de hombres; de todas las
maneras, la escasez de

municiones de los rusos impedía semejante planteamiento. En su lugar, Brusilov adiestró con esmero
a sus hombres para

que se infiltraran en las líneas enemigas y rodearan a los defensores austríacos, a los que capturarían
vivos, con la

esperanza, además, de reducir las propias bajas. Hizo construir centros de instrucción
cuidadosamente proyectados detrás

de las líneas y, lo que era más importante, ocultó los elementos claves de su plan a los parásitos de
la corte del zar, entre los

que, sospechaba Brusilov, se contaban muchos simpatizantes de los alemanes.

En un principio, Mijail Alekseev y el zar se opusieron al plan de Brusilov, argumentando que Rusia
carecía de la fuerza

para llevar a cabo una gran ofensiva además de los señuelos a gran escala que tenía planeados
Brusilov. Ambos eran

partidarios de concentrar al máximo todos los esfuerzos rusos en un área pequeña. Brusilov insistió,
llegando incluso a

amenazar con la dimisión si Alekseev introducía alguna modificación de importancia en su plan. La


amenaza que suponía

para Italia la ofensiva de Asiago, y para los franceses, la de Verdún, obligaba a tomar una decisión:
el zar, finalmente,

aprobó la ofensiva de Brusilov. Los rusos creían que no tenían tiempo que perder y, por consiguiente,
la ofensiva fue

programada para el 4 de junio.

Brusilov planeó que el principal ataque se llevara a cabo cerca de las ciudades de Lutsk y Kowel; el
control de esta

última cortaría la línea ferroviaria que discurría de norte a sur y que abastecía Lemberg. En caso de
tener éxito, la ofensiva
tal vez permitiera incluso un renovado ataque contra Cracovia y Varsovia. La antigua unidad de
Brusilov, el VIII Ejército,

encabezaría el ataque bajo el mando de un protegido suyo, Alexei Kaledin. Enfrente de éste se
situaba el IV Ejército

austrohúngaro, al mando del archiduque José Fernando, ahijado del kaiser Guillermo. Al igual que
muchos aristócratas,

éste debía el puesto exclusivamente a su condición de noble, pero, al contrario que muchos
aristócratas, se negó a

compensar su ignorancia escuchando los consejos de los profesionales que lo rodeaban. Su


inclinación por la caza y la

presencia femenina en el cuartel general, antes que por las operaciones diarias de su ejército, dejaba
incluso a sus hombres

sin un jefe nominal. El absoluto desprecio del archiduque por los rusos hizo que los juzgara
incapaces de romper sus

defensas.

El archiduque recibió un cruel regalo el 4 de junio, el día que cumplía 44 años. Los artilleros rusos
hicieron de su

necesidad de munición virtud, mediante un intenso, preciso y breve bombardeo «huracanado». El


fuego de las piezas

pesadas se dirigió contra las baterías artilleras austrohúngaras, que los aviones rusos habían
localizado y señalado,

mientras que los cañones más ligeros atacaron las alambradas enemigas. Como Brusilov había
predicho, los soldados

austrohúngaros de la línea del frente buscaron protección contra el fuego artillero en sus profundos
refugios subterráneos,

lo que les incapacitó para hacer frente al avance de los rusos; cuando éstos rebasaron sus posiciones
y los rodearon, fueron

hechos prisioneros a miles. Checos, rutenios y serbios, descontentos con la guerra y hartos del mando
austrohúngaro,

fueron los primeros en rendirse, aunque todos los grupos étnicos padecieron por igual el peso de la
apisonadora rusa.
Al terminar el día, Brusilov había conseguido la penetración con la que la mayor parte de los mandos
de la Primera

Guerra Mundial sólo habían soñado; la brecha abierta en las líneas austríacas tenía una anchura de
32 km y una

profundidad de 8 km. Conrad se negó a creer los informes que llegaban a su cuartel general, porque
no creía capaces de

semejante éxito a los rusos. Aunque se hubieran producido pérdidas, afirmó, los contraataques no
tardarían en recuperar lo

perdido. «A lo sumo —le dijo a un oficial del Estado Mayor—, perderemos unos cuantos cientos de
metros de tierra.» Ni

él ni José Fernando consideraron que la crisis fuera tan grave como para justificar que abandonaran
la comida de

cumpleaños organizada en honor del archiduque.119

A los pocos días, sin embargo, Conrad se dio cuenta de su error. Sin ninguna defensa sólida detrás de
la primera línea

de trincheras, los hombres de Brusilov avanzaron con rapidez y, en sólo tres días, habían hecho
prisioneros a más de

200.000 desmoralizados austríacos. El IV Ejército austríaco casi había dejado de existir en la


práctica, después de que sus

110.000 hombres hubieran quedado reducidos a sólo 18.000 combatientes. El 8 de junio Conrad
viajó a Berlín en busca de

ayuda. No sin torpeza, pidió a Falkenhayn que trasladara algunas fuerzas alemanas a Asiago y las
pusiera bajo mando

austríaco, porque, argumentó, la ofensiva de Asiago estaba teniendo éxito, mientras que la de Verdún,
no. Falkenhayn le

amonestó con tanta dureza por su incompetencia para prevenir el ataque ruso, que, más tarde, Conrad
le dijo a su Estado

Mayor que preferiría que le dieran «diez bofetadas en pleno rostro», antes que volver a pedirle
ayuda a los alemanes.120

A pesar de su enfado con Conrad, Falkenhayn se dio cuenta de la realidad de la situación en los
Cárpatos y,
consiguientemente, trasladó cuatro divisiones de infantería desde Francia y cinco más de la reserva
general. Pero también

le dijo a Conrad que desistiera de su ofensiva en Asiago y trasladara cuatro divisiones desde aquel
sector a los Cárpatos.

Las nuevas fuerzas alemanas y austríacas fueron puestas al mando del general alemán Hans von
Seeckt, enviado por

Falkenhayn para asumir el control de todas las fuerzas de los Imperios centrales en el este. Conrad se
sintió profundamente

humillado por la reprimenda de Falkenhayn, aunque los refuerzos alemanes impidieron a Brusilov
cruzar los Cárpatos y,

casi con toda seguridad, salvaron al Imperio austrohúngaro del desmoronamiento total.

La primera fase de la ofensiva de Brusilov había producido unos resultados espectaculares, aun
cuando fueran a costa

de unos desmoralizados austríacos sin ninguna preparación. La segunda fase dependía de las
acciones del comandante del

frente del Ejército occidental ruso, Alexei Evert. El avance de Brusilov había sido tan espectacular,
que sus fuerzas habían

sobrepasado a sus líneas de abastecimiento y originado un saliente sin protección. Pese a haber
infligido un elevado

número de bajas, también las habían sufrido y estaban cansados, así que Brusilov ordenó a su
ejército que se detuviera y

descansara hasta el 9 de junio. Evert iba a entretener a las fuerzas austríacas y a cubrir el flanco
septentrional de Brusilov

avanzando con tropas de refresco y suministros. El también estaba bien aprovisionado para el ataque,
ya que poseía las dos

119 Conrad, citado en Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-
1918, Londres, Edward

Arnold, 1997, pág. 209.

120 Conrad, citado en Ibid., pág. 211.

terceras partes de las piezas de artillería del Ejército ruso y más de un millón de hombres.
Lo previsto era que Evert tenía que iniciar su ataque el mismo día que Brusilov se detuvo. En algunas
variantes del plan

de Brusilov, el Estado Mayor ruso había previsto que el ataque de Evert fuera el principal, y el de
Brusilov, una maniobra

de diversión previa; aquél tenía que atacar en el supuesto de que la ofensiva tuviera que contener su
ímpetu. Pero Evert

aseguró que sus fuerzas no estaban preparadas, quejándose de que su ejército no estaba bien
abastecido de proyectiles, algo

que no era cierto. La natural cautela de Evert había aumentado después de la derrota sufrida por sus
soldados en

Gorlice-Tarnów, donde, separados de los demás ejércitos rusos, habían tenido que combatir en una
acción de retirada

durante casi 500 km. Evert no deseaba participar en otra ofensiva en 1916 y siguió inventando
excusas para su inactividad.

Brusilov se quejó airadamente de él, y le dijo a Alkeseev que, si Evert no seguía el plan,
«convertiría en derrota lo que

había sido una victoria». Los hombres de Brusilov empezaron a referirse a Evert como traidor,
recalcando con desprecio

las resonancias germánicas de su apellido.121 Sin un ataque de apoyo en el norte y escaso de


suministros y refuerzos como

estaba, Brusilov no podía avanzar, y su unidad más septentrional, el VIII Ejército, no podía reanudar
la ofensiva ante el

riesgo de exponer un flanco. En consecuencia, Kaledin ordenó que se detuviera y empezara a


prepararse para un

contraataque enemigo. A Brusilov le enfureció la decisión, pero tuvo que consentirla.122

El 20 de junio los alemanes habían culminado una impresionante proeza logística al aumentar en diez
divisiones de

infantería las fuerzas que se enfrentaban a Brusilov. Bajo supervisión alemana, los austríacos habían
levantado unas líneas

defensivas sólidas, además de restablecer la disciplina y prepararse para el siguiente movimiento de


los rusos. Alekseev
ordenó imprudentemente a Brusilov que reanudara la ofensiva contra esas nuevas fuerzas el 28 de
julio. Las nuevas

divisiones de los Imperios centrales, a menudo al mando de los alemanes hasta el nivel de compañía,
repelieron el ataque

y causaron bajas notables a los rusos. Brusilov lo volvió a intentar en una sangrienta ofensiva que se
prolongó del 7 de

agosto al 20 de septiembre. Las fuerzas rusas se acercaron a los Cárpatos, pero estaban agotadas. La
ofensiva decayó en

octubre, cuando al grupo de ejércitos de Brusilov se le acabaron los suministros y los refuerzos. El
grupo de ejércitos

occidentales de Evert no atacaron nunca con el ímpetu suficiente para alejar a las fuerzas alemanas y
austríacas.

La ofensiva de Brusilov asestó un golpe tremendo a un Estado Mayor general austrohúngaro


incompetente que

comandaba a un ejército desmoralizado. Sin embargo, no había conseguido su objetivo principal, la


eliminación de la

guerra del Imperio austrohúngaro. Los traslados de tropas alemanas ocasionaron que Rusia no
pudiera confiar en tener una

superioridad numérica suficiente en el frente oriental para reanudar la ofensiva en un futuro próximo.
Incluso Brusilov

comprendió que «avanzar unos pocos kilómetros más o menos no tendría una importancia especial
para la causa

común».123 Alekseev y el zar consideraron que la ofensiva de Brusilov había sido un fracaso,
aunque si hubieran

responsabilizado a Evert, tal vez habrían estado más acertados.

Austria-Hungría siguió en la guerra, pero la ofensiva la había destruido como instrumento con
capacidad de ataque.

Los cálculos aproximados varían, pero es posible que en el transcurso de la campaña murieran,
resultaran heridos o fueran

hechos prisioneros un millón y medio de los dos millones doscientos mil hombres que componían el
Ejército
austrohúngaro. Rusia sufrió también enormes pérdidas, que ascendieron a casi un millón de hombres.
Y estas bajas tan

abrumadoras provocaron un importante incremento en los niveles de deserción e indisciplina en


ambos bandos. Brusilov,

al igual que tantos otros, culpó al atraso irremediable del régimen zarista de la incapacidad para
explotar las ganancias

iniciales de la campaña, y empezó a creer que sólo una revolución podría deponer al zar y darle a
Rusia una oportunidad

para modernizar su campaña militar antes de que fuera demasiado tarde.

El desastre de 1916 significó también el fin del mando para Conrad. El emperador Francisco José
seguía profesándole

un gran aprecio, pero éste murió en diciembre de 1916, a los 86 años de edad; y cuando su sucesor,
el emperador Carlos,

ocupó el trono, uno de sus primeros actos militares fue destituir a Conrad, al que envió a comandar
los debilitados ejércitos

del Tirol meridional, donde desempeñó un papel menor en los últimos años de la guerra. En cuanto a
los alemanes, la

ofensiva de Brusilov los había obligado a asumir aún más responsabilidad en el frente oriental,
aunque tal hecho no tuvo

una gran repercusión en su campaña en Verdún.

El esfuerzo al que Alemania se estaba viendo sometida era cada vez mayor. El bloqueo seguía
menguando tanto la

salud económica del Estado como —y esto era lo más importante— el suministro de alimentos del
pueblo alemán. Un

estudio terminado en 1928 calculó que el valor calórico de la ración diaria de los alemanes había
caído de las 3.000

calorías en la primavera de 1915 a sólo 800 calorías en febrero de 1917. El hambre y las
privaciones «se convirtieron en el

factor insoportable de la vida en el frente interior», tanto en Alemania como en Austria-Hungría.124


El terrible invierno de

121 Brusilov, citado en Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág.
257.

122 Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 1914-1918(1930), Westport, Connecticut, Greenwood


Press, 1971, pág. 243.

123 Ibid., pág. 257.

124 Roger Chickering, Imperial Germany and the Great War, 1914-1918, Cambridge, Cambridge
University Press, 1998,

págs. 142-143.

1916-1917 fue tan frío y difícil, que lo acabaron apodando el «invierno de los nabos», por ser esta
hortaliza la única fuente

alimenticia entre los suministros disponibles.

El kaiser y su familia se fueron desconectando cada vez más, lo que explicaría el comportamiento
juerguista del

príncipe heredero en Verdún. El mismo kaiser apenas comprendía la nueva manera de hacer la
guerra, y en una visita al

frente oriental en 1916, se pasó buena parte del tiempo sermoneando sobre un irritante proyecto para
suministrar armas al

Japón, si este país declaraba la guerra a Estados Unidos.125 Sus declaraciones nada realistas sobre
la guerra fueron

avergonzando de manera progresiva a aquellos que más preparados estaban de su entorno. El sistema
alemán se estaba

deshaciendo.

Dos años de preparación, diez minutos para su destrucción: los Nuevos Ejércitos en el Somme

Al mismo tiempo que contenían las ofensivas de Brusilov, los alemanes tuvieron que enfrentarse a
una nueva crisis. El 1 de

julio los británicos iniciaron, junto con los franceses, su mayor campaña bélica hasta el momento
desde ambas orillas del

río Somme, al sur, hasta el río Ancre, al norte. En un principio, Joffre había concebido el ataque
contra el Somme como el

más importante del frente occidental desde la conferencia de Chantilly. Dado que el río representaba
el punto de encuentro

aproximado del Ejército francés y del británico, participarían las dos fuerzas. Desde su primera
concepción, los generales

aliados diseñaron la del Somme como la «batalla de la coalición par excellence».126 En un


principio, Joffre había previsto

utilizar 40 divisiones de veteranos franceses para asumir el peso principal del ataque, mientras que
los inexpertos Nuevos

Ejércitos avanzarían hacia el norte.

El frente occidental, 1916-1917.

La gravedad de la situación en Verdún cambió las previsiones de manera espectacular. Joffre encaró
el desafío de

Verdún trasladando a un número creciente de unidades francesas al sector y, aunque seguía deseando
que Francia

desempeñara un papel en el Somme, Verdún obligó a que la parte de la ofensiva que recaía sobre los
franceses disminuyera

de 40 a 16 divisiones. En consecuencia, la parte de frente que quedaba establecida en el sector


francés se redujo también de

casi 34 km a sólo unos 13 km. Por lo tanto, los entusiastas pero inéditos Nuevos Ejércitos británicos
se adueñaron

progresivamente de la campaña. Sir Douglas Haig asumió el nuevo papel al comprender a la


perfección que Gran Bretaña

tenía que aliviar parte de la presión que suponía Verdún, si se quería que el Ejército francés siguiera
siendo una fuerza de

125 Herwig, op. cit., pág. 215.

126 William Philputt, «Why the British Were Really on the Somme: A Reply to Elizaberh
Greenhalgh», War in History,

2002, pág. 446-471, cita en pág. 447.

combate viable.

El comandante del II Ejército alemán, Fritz von Below, esperaba que se produjera un ataque en su
sector y, como la

mayoría de los generales alemanes, suponía que británicos y franceses intentarían llevar a cabo una
operación en algún

lugar del frente occidental para aliviar a Verdún. Su instinto le decía que los británicos tenían a su
sector en mente, y el

reconocimiento aéreo no tardó en confirmar sus sospechas. Falkenhayn, sin embargo, pensaba en una
operación cerca de

Arras o, más probablemente, en Alsacia. En consecuencia, no envió al II Ejército los refuerzos ni


suministros solicitados

por Below, y complicó aún más la posición de este último al decirle que el II Ejército debía
conservar su terreno en caso de

ser atacado y que cualquier territorio perdido tendría que reconquistarse a la mayor rapidez posible.

El terreno del Somme no invitaba a un ataque fácil por parte de los aliados. Los alemanes ocupaban
el terreno elevado

desde el Ancre al Somme desde 1914. Habían convertido los pueblos y granjas de la región en
sólidos reductos, y colocado

numerosas ametralladoras en la mayor parte de las espesas zonas boscosas. El suelo calcáreo de la
región permitía la

construcción de refugios subterráneos profundos y el emplazamiento bajo tierra de potentes nidos de


ametralladoras.

Algunos de aquellos refugios estaban excavados a más de 9 m de profundidad y solían estar


reforzados con sólidas vigas

de maderas y hormigón. Un periodista británico que presenció la campaña vio refugios alemanes con
los muros revestidos

de madera, electricidad, bodegas, muebles y, en un caso, hasta un piano.127 Los alemanes habían
ocupado esas posiciones

durante dos años y se consideraban sus dueños. No tenían intención de rendirlas sin luchar.

Below reforzó su posición creando hasta siete líneas defensivas superpuestas. Los refugios
subterráneos y los reductos

independientes se comunicaban entre sí por corredores subterráneos, y algunos estaban conectados al


cuartel general por
líneas telefónicas enterradas. Nuevos rollos de alambre de espino, en algunos lugares de casi un
metro de grosor, protegían

muchos puntos fortificados. Las defensas se extendían desde el frente unos 8 km hacia la retaguardia.
Below situó seis

divisiones de infantería en las defensas de vanguardia para evitar una penetración de los aliados y
mantuvo cinco más en

reserva, las cuales podían o bien tapar brechas en el frente, o bien contraatacar, en el caso de que los
aliados tomaran

algunas posiciones.

Durante la guerra, los ejércitos beligerantes consumían los de artillería a

una velocidad asombrosa. En esta fábrica de munición se almacenan los

destinados a satisfacer el apetito insaciable de las piezas de artillería

británicas. (National Archives)

Los británicos y los franceses se dieron perfecta cuenta de la solidez de la posición alemana. Más
tarde, Winston

Churchill diría de la región del Somme que era «sin duda, la posición más sólida y mejor defendida
del mundo».128 Haig

tendría que atacar aquellas formidables posiciones con unos soldados bisoños, sin ninguna
experiencia en la guerra

127 Philip Gibbs, The Battles of the Somme, Nueva York, George H. Doran, 1917, pág. 43.

128 Winston Churchill, The World Crisis, vol. I, Nueva York, Scribner's, 1931, pág. 171.

moderna y sin mandos suficientes. Sólo quedaban 150 oficiales de la antigua BEF, que en julio de
1916 no era más que un

«recuerdo heroico».129 También los franceses comprendieron el reto que tenían delante. Ferdinand
Foch, jefe absoluto de

las fuerzas de la batalla, calificó su tarea de «imposible»; pero, al considerar la crisis de Verdún,
creyó que sus hombres

debían intentar lo imposible al precio que fuera. «Hemos hecho todo para conseguir evitar el
desastre [en Verdún] —-dijo
en mayo—, pero no hemos hecho nada para conseguir la victoria.»130

La solución, creía Haig, radicaba en la utilización de las enormes baterías de artillería que los
franceses y británicos

habían estado construyendo y montando desde hacía más de un año. Al parecer, había reservas
ilimitadas de munición

artillera amontonadas por doquier; la crisis de los proyectiles parecía haber tocado a su fin. En ese
momento, el fuego de la

artillería podría preparar el terreno de manera adecuada para la infantería. Los británicos planeaban
despejar el camino de

la suya aniquilando las posiciones alemanas con siete días de fuego artillero. Entonces, los
inexpertos hombres de los

Nuevos Ejércitos deberían ser capaces de atravesar prácticamente paseando la tierra de nadie y
ocupar las posiciones

alemanas.

A partir de ahí, los soldados mantendrían las posiciones alemanas que quedaran en pie o cavarían
unas nuevas y

repelerían los inevitables contraataques del enemigo. Para hacerlo, iban pertrechados con un pesado
equipo de

suministros, que incluía abundante munición, comida, herramientas para el atrincheramiento, alambre
de espino y

granadas. El pesado equipo, que superaba con creces los 27 kg de peso, ralentizaría la marcha de los
soldados en el

momento del asalto, pero los generales británicos creyeron que enviar al frente a sus inexpertos
hombres sin los

suministros adecuados los haría vulnerables a los ataques subsiguientes de los alemanes.

El bombardeo de la artillería, que empezó el 24 de junio, impresionó (o aterrorizó) a los que lo


presenciaron. Más de

1.500 cañones pesados efectuaron 1.627.824 disparos sobre un frente de apenas 16 km de longitud.
En la mañana del 1 de

julio, la descarga aumentó de intensidad, lo que llevó a un testigo presencial a comentar: «Se estaba
haciendo volar por los
aires al enemigo con un huracán de fuego. En lo más hondo de mi corazón sentía compasión por los
pobres diablos que

estaban allí, pese a lo cual me embargó una extraña y espantosa euforia porque aquello era obra de
nuestros cañones y

porque era el día de Inglaterra».131 Las fuerzas británicas atacaron a los alemanes también desde
abajo, al detonar siete

minas que habían colocado bajo las posiciones enemigas a través de unos túneles excavados en el
suelo calcáreo del

Somme. Las dos más grandes contenían 24 toneladas de explosivos cada una y, al explotar,
provocaron sendos cráteres de

casi 100 m de ancho.

Después de la detonación de las minas, los cañones británicos cambiaron a objetivos de la segunda
línea alemana, y la

infantería inició su avance. Muchos soldados británicos dedujeron con bastante lógica que nada
podía haber sobrevivido a

una semana de bombardeo artillero de aquella magnitud. Setenta mil soldados saltaron fuera de sus
trincheras e iniciaron

un lento avance hacia las líneas alemanas presumiblemente vacías. En un punto del frente, el capitán
Wilfred Nevill dio a

cada una de sus cuatro secciones sendos balones de fútbol, en los que había escrito las siguientes
palabras: «Gran copa de

Europa. Final. Los de Surrey Oriental contra los bávaros. El partido empieza a cero». Y ofreció un
premio en metálico para

la sección que llevara su balón más lejos.132

Nevill y sus hombres no imaginaron jamás el horror que les aguardaba. Lo que no sabía la infantería
es que una cuarta

parte de los proyectiles aliados eran defectuosos y no habían estallado, y que dos tercios de los
mismos todavía contenían

metralla.133 Si los alemanes hubieran estado en las trincheras, la metralla podría haber sido más
efectiva; sin embargo, sus

profundos refugios y reductos sólo podían ser destruidos por un impacto directo de los proyectiles
detonantes, de los que

los británicos seguían estando mal abastecidos. La atención de los aliados en los cañones pesados
también condujo a una

producción insuficiente de proyectiles de gas, que, de haber estado disponibles en el Somme, podrían
haber liberado gas

venenoso en el interior de los refugios, y causado numerosas bajas.134 Haig agravó el problema al
ordenar que el

bombardeo tuviera una profundidad de unos 2,5 km, la extensión de la posición alemana que confiaba
tomar el primer día.

En consecuencia, y tal y como escribió Gary Sheffield, «el apoyo de la artillería resultó fatalmente
poco profundo».135 Los

proyectiles de metralla impidieron que los alemanes suministraran agua y comida a muchos de sus
hombres, algunos de los

cuales se vieron privados de ambos durante una semana. Un buen número de éstos, algunos aturdidos
por el ruido y medio

enloquecidos por vivir durante una semana bajo tierra, se rindieron a los primeros soldados
británicos que los encontraron.

129 Gibbs, op. cit., pág. XI.

130 Foch, citado en Jean Autin, Foch, París, Perrin, 1987, pág. 179.

131 Gibbs, op. cit., pág. 30.

132 Uno de los balones, no se sabe cómo, ha llegado hasta nuestros días y se puede ver en el
National Army Museum, en

los cuarteles de Chelsea, Londres.

133 Gary Sheffield, Forgotten Victory: The First World War; Myths and Realities, Londres,
Headline, 2001, pág. 137.

134 Véase Albert Palazzo, Seekinq Victory on the Western Front: The British Army and Chemical
Warfare in World War

I, Lincoln, University of Nebraska Press, 2000, pág. 93.

135 Gary Sheffield, The Somme, Londres, Cassell, 2003, pág. 40.
Sin embargo, al bombardeo sobrevivieron suficientes alemanes como para convertir el avance
británico en cualquier

cosa menos en un paseo. Los supervivientes volvieron a apuntar sus ametralladoras y empezaron a
disparar a las lentas

hileras de soldados que tenían delante. En la mayor parte de los sitios, los sobrecargados soldados
británicos tuvieron que

avanzar sobre una tierra de nadie perforada por los proyectiles que, en muchos sectores, ascendía en
pendiente durante 200

o 400 m. Las bajas británicas fueron espeluznantes. Philip Gibbs, que fue testigo de lo ocurrido,
equipara de manera

reiterada el efecto de las ametralladoras al de las guadañas. El intenso bombardeo británico demolió
muchos de los pueblos

y granjas fortificados, pero había dejado montones de escombros, los cuales fueron aprovechados
por los alemanes para

ocultar más ametralladoras. Algunas unidades británicas que consiguieron avanzar dejaron sus
flancos desguarnecidos

contra el fuego de enfilada, a derecha e izquierda, de los alemanes; otras fueron abatidas desde la
retaguardia, después de

haber sobrepasado reductos de los que salieron los alemanes escondidos.

Pese a todo, el primer día se produjeron algunos éxitos, y así una división del Ulster tomó un
importante reducto,

mientras otros soldados se apoderaban de la llamada, con propiedad, Trinchera Crucifijo. Una vez
allí, las tropas británicas

lanzaron un cohete rojo para indicar que la trinchera estaba ya en manos británicas y que los
artilleros debían hacer avanzar

su fuego de apoyo. Por desgracia, una batería alemana vio también la señal e, intuyendo su
significado, disparó sin piedad

contra la posición. Como en tantos otros sitios aquel 1 de julio, los éxitos británicos se revelaron
efímeros.

Sólo en la primera hora, los británicos habían sufrido unas asombrosas 30.000 bajas; o lo que es lo
mismo, 500
hombres muertos, heridos o hechos prisioneros por segundo. El comandante del IV Ejército, sir
Henry Rawlinson, que

había sido jefe de un cuerpo en Neuve Chapelle y Loos, no acababa de comprender lo que estaba
sucediendo a todo lo

ancho del amplio frente. Defensor como era de que se limitaran los objetivos, había mostrado desde
el principio su

desacuerdo con el plan de Haig para la ofensiva, pues no creía que las fuerzas británicas pudieran
confiar en lograr la

penetración que este último sí veía posible. En ese momento, en las primeras horas de la batalla,
continuaba enviando

hombres al frente, y la guadaña seguía con su mortífera labor. Los británicos tomaron algunas partes
de la primera línea

alemana, pero sus logros palidecieron a la luz del coste humano.

El 1 de julio de 1916 sigue siendo el día más sangriento de la historia del Ejército británico. De los
más de 100.000

hombres enviados a luchar ese día, 57.470 engrosaron la lista de bajas; de éstos, 19.240, entre ellos
el capitán Nevill,

resultaron muertos. El combate continuó durante los días siguientes, mientras los británicos iban
tomando lenta conciencia

de la magnitud de las pérdidas del primer día. Tras el contraataque alemán el 5 de julio, en el que
sufrieron unas pérdidas

enormes, sobrevino una pausa relativa que permitió que ambos bandos se volvieran a atrincherar y se
reorganizaran.

Mientras, hacia el sur, los ataques franceses tuvieron mejores resultados, lo que dejó a Joffre «con
una sonrisa

radiante».136 El Grupo de Ejércitos del Norte, al mando de Foch, formado con veteranos del frente
occidental, combatió

con unas tácticas diferentes a las de sus homólogos británicos. Desde Verdún, los franceses habían
aprendido el valor de

avanzar en grupos pequeños en lugar de en línea, hombro con hombro; también se beneficiaron de
unas posiciones
alemanas más débiles y de un fuego artillero galo más poderoso, intenso y preciso. Los franceses
alcanzaron todos sus

objetivos el primer día, hicieron prisioneros a 4.000 alemanes y ni siquiera tuvieron que llamar a las
reservas.137 Por

desgracia, el ataque francés era sólo un movimiento secundario de la ofensiva mayor de los
británicos en el norte.

Tanto los británicos como los franceses emplearon todo el mes de julio para reforzar el sector del
Somme. Ante las

limitadas reservas de la infantería y las existencias cada vez más reducidas de munición artillera,
Haig redujo la zona de

ofensiva del Somme de 27 km a los 10 km más meridionales del frente; los 17 km más
septentrionales pasaron a formar

parte de la reserva, con una misión puramente defensiva. Esta interrupción en el ataque británico dio
tiempo a los alemanes

para reforzar y crear nuevas líneas de defensa; el 9 de julio las nuevas baterías artilleras ofrecían ya
una resistencia mayor

contra los ataques tanto de británicos como de franceses. El 10 de julio estos últimos llegaron a la
conclusión de que el

frente alemán era más sólido que al principio de la campaña.

A fin de salir de aquel estancamiento, los británicos siguieron apelando al esfuerzo de todo el
imperio. Las

nacionalidades y regiones que lo integraban no tardaron en conocer aquellos lugares del campo de
batalla del Somme

donde sus hombres estaban combatiendo y muriendo. En la actualidad, muchas de esas zonas están
ocupadas a perpetuidad

por esas nacionalidades; allí han erigido monumentos, y han construido cementerios prácticamente en
cada rincón de esa

parte de Francia. Así, Delville Wood quedará unida para siempre a Sudáfrica; Thiépval, al Ulster;
Beaumont Hamel, a

Terranova y Escocia, y Poziéres, a Australia. Aunque se suele asociar a las fuerzas australianas con
Gallípoli, éstas
perdieron en el Somme más hombres en seis semanas, que en ocho meses en los Dardanelos.138

136 Ibid pág. 65.

137 Ministre de la Guerre, Les Années Francaises dans la Grande Guerre, serie 4, vol. 2, París,
Imprimerie Nationnal,

1933, pág. 231.

138 Sheffield, op. cit., pág. 101.

El 14 de julio, el día de la fiesta nacional de Francia, los hombres del Imperio británico volvieron a
atacar. Rawlinson

preparó y supervisó un audaz e imaginativo ataque nocturno. En lugar de efectuar la ofensiva a lo


largo de todo el frente,

los británicos se concentraron en un sector de unos 6 km. Cada posición de esta parte de la segunda
línea alemana recibió

el quíntuplo de proyectiles que el 1 de julio. El apoyo artillero ascendió a 297 kg de proyectiles por
cada metro de frente

alemán, y las tropas británicas consiguieron tomar grandes porciones de la segunda línea alemana
con un coste

relativamente bajo. Un prisionero de guerra alemán explicó a Gibbs que, aunque los alemanes habían
evitado la

penetración de las fuerzas británicas, el «ejército de aficionados» de estas últimas les habían
asestado un golpe terrible.

«Los británicos —le dijo a Gibbs—, son más fuertes de lo que creíamos.»139 Sin embargo, los
británicos habían tomado

sólo unos cuantos cientos de metros de las dos primeras líneas alemanas; detrás había por lo menos
dos líneas más, a las

que los germanos fortalecían a diario con tropas de refuerzo.

Joseph Joffre (izquierda), Douglas Haig (centro) y Ferdinand Foch

(derecha) en una reunión durante la campaña del Somme. Haig y

Foch eran veteranos de algunas de las batallas más importantes del

frente occidental. El primero apoyó en 1918 el nombramiento del

segundo como generalísimo de las fuerzas aliadas. Aunque ambos

aprendieron a trabajar juntos, su relación personal nunca fue

cordial. (Australian War Memorial. Negativo n° 1 H08416)

El calor del verano ralentizó, aunque no detuvo, las operaciones, sobre todo a causa de la dificultad
de conseguir

abastecer con suficiente agua potable a los hombres de vanguardia. Esta calma relativa dio a Haig la
oportunidad de volver

a evaluar el combate. Tras resistirse a las peticiones francesas de reanudar la batalla como una
ofensiva conjunta

franco-británica, prefirió seguir con los ataques locales, donde las fuerzas británicas contaban con
ventajas temporales. A

mitad de agosto, informó a Joffre por escrito de que «las fuerzas de las que dispongo no me permiten
lanzar un ataque a lo

largo de un gran frente».140 Consiguientemente, los franceses cancelaron los planes para una
ofensiva conjunta y se

limitaron a las operaciones de apoyo a los británicos.


A esas alturas, Haig había inventado una nueva lógica para combatir. Si no podía conseguir una
ruptura espectacular de

las líneas alemanas, al menos podría desgastar al enemigo lo suficiente para hacer posible una
penetración en el futuro; en

cualquier caso, los problemas logísticos de la batalla hasta ese momento habían demostrado la
imposibilidad de apoyar una

penetración. Su nueva estrategia de desgaste podría tardar en dar resultados, pero los fracasos
aliados en conseguir una

penetración le habían dejado pocas opciones. Un oficial británico llegó a la misma conclusión en un
comentario que le hizo

a Gibbs en septiembre: «Lo que hacía insostenible nuestra posición era el fuego de la artillería
[alemana]. Pero, en

cualquier caso, hemos puesto fuera de circulación a una buena cantidad de boches, lo cual siempre
está bien y acerca un

poco más el fin de la guerra».141

139 Gibbs, op. cit., pág. 148.

140 Haig a Joffre, 6 de agosto de 1916, Ministére de la Guerre, [.es.-Írmeos Francaises, serie 4, u.l.
i, ain.-iulice2.942.

141 Gibbs, op. cit., pág. 253, «Boche» era una forma habitual de referirse con desprecio a los
alemanes entre franceses y

británicos.

Para que el desgaste surta efecto, sin embargo, o bien las bajas enemigas tienen que ser
significativamente mayores que

las propias, o bien el enemigo ha de ver reducida de manera notable su capacidad para
reemplazarlas. Si no, tal y como

dejó escrito de manera memorable Dennis Showalter, el desgaste se convierte en poco más que «en
la asignación recíproca

y mecánica de fuerzas, hasta que, en algún momento no precisado, los tres últimos soldados franceses
y británicos

supervivientes se tambalearían sobre sus piernas vetustas a través de la tierra de nadie y atravesarían
con sus bayonetas a
los dos alemanes que quedasen, tras lo cual brindarían por su triunfo con zumo de ciruelas
pasas».142 A mediados del

verano de 1916 tanto Verdún como el Somme se habían convertido sin duda alguna en batallas de
desgaste, pero seguía sin

estar nada claro qué lado se hundiría primero. Todos los ejércitos implicados habían sufrido unas
bajas tremendas y tenían

pocas reservas a las que recurrir. En Gran Bretaña la situación se hizo lo bastante grave como para
provocar que se

adoptara la medida sin precedentes de instaurar el servicio militar obligatorio. En resumen, que la
guerra de desgaste que

estaban llevando a cabo Falkenhayn, Haig y, en menor medida, Joffre, daba escasas muestras de estar
beneficiando nada

más que a un lado.

Las políticas de los generales de recuperar el terreno perdido desgastaron a sus propios ejércitos con
tanta efectividad

como las ofensivas enemigas. Los 330 contraataques independientes lanzados por los alemanes en el
Somme fueron los

responsables de la mayoría de las bajas después del 1 de julio. El deseo francés de recuperar cada
centímetro de su suelo en

Verdún se reveló igual de tremendamente costoso, aunque es más comprensible que la obsesión de
Falkenhayn por

conservar cada centímetro de terreno «alemán» en el Somme. Este último advirtió a Below de que
«el primer principio de

la guerra de trincheras ha de ser el de no rendir ni un palmo de terreno y, si no obstante se perdiera


ese palmo, asignar hasta

el último hombre a un contraataque inmediato».143 Los alemanes, al igual que los franceses y los
británicos, dudaban a

menudo entre la importancia de conservar terreno o la de eliminar al enemigo.

En un esfuerzo por ganar esa guerra matando hombres, los británicos recurrieron a una máquina
nueva. En septiembre,

y como parte de un tercer intento de importancia en el Somme, los británicos utilizaron sus primeros
carros de combate. Un

año antes, el corresponsal de guerra Ernest Swinton había desarrollado la idea de construir un
vehículo blindado con

orugas, que fuera capaz de subir por repechos de más de metro y medio y de salvar una trinchera. El
ejército acogió la idea

con prudencia, pero Churchill se dio cuenta de cuan prometedora era y desvió en secreto, y de
manera ilegal, 75.000 libras

esterlinas de los fondos del Almirantazgo para financiar los trabajos iniciales.144 Las máquinas
fueron enviadas por barco

a Francia en embalajes rotulados con la palabra «tanque» a fin de engañar a los curiosos en cuanto a
su contenido; este

nombre bastante insólito no tardó en ganar aceptación en el mundo anglosajón sobre el de «buque
terrestre», cuyas

resonancias navales no era una casualidad.

El 15 de septiembre, el primer día que se utilizaron los nuevos vehículos, éstos mostraron todavía
notables defectos de

diseño, con problemas que incluían la vulnerabilidad del depósito de combustible, un deficiente
sistema de dirección y una

visibilidad limitada. Aun así, los británicos se apresuraron a ponerlos en servicio en un intento de
invertir la marcha de los

acontecimientos en el Somme. El carro de combate Mark I, presentado en el Somme, llegó en dos


variantes, ambas con

casi 30 toneladas de peso y una dotación de ocho hombres. La versión «masculina» iba provista de
dos fusiles de seis tiros

y cuatro ametralladoras; la versión «femenina» llevaba seis ametralladoras. Los dos se desplazaban
a unos 3,2 km/h y si se

caían en una zanja, tenían que ser abandonados. La primera visión de aquellos carros movía con
frecuencia a la hilaridad,

observaba Gibbs, «porque eran monstruosamente cómicos, como sapos de un tamaño descomunal
salidos del limo

primigenio en la penumbra de los albores del mundo».145


De los 49 carros de combate que se llevaron al frente el 15 de septiembre, únicamente 18 entraron en
acción. El resto

fueron víctimas o de los problemas mecánicos o de la precisión del fuego artillero de los cañones
alemanes. Aquellos que

participaron en la refriega y sobrevivieron causaron un gran impacto en la moral de los hombres que
los vieron. Los

soldados alemanes salían corriendo aterrorizados, y los británicos corrían detrás riendo y gritando.
Un piloto británico

comunicó por señales al cuartel general lo siguiente: «Un carro de combate avanza por la calle
mayor de Flers con el

Ejército británico vitoreando detrás». El piloto colgó entonces un cartel en su avión que recordaba a
los quioscos de

periódicos de Londres, en el que se podía leer: «EDICIÓN ESPECIAL. GRAN DERROTA DE LOS
ALEMANES».146

Los carros de combate ayudaron a los británicos a romper la tercera línea alemana, pero su impacto
global estribaba más en

el potencial advertido por Haig y otros. El comandante inglés no tardó en presentar un informe a
Londres, pidiendo 1.000

unidades más.

142 Dennis Showalter, «Mastering the Western Front: German, British, and French Approaches»,
comunicación

presentada en la II Conferencia Europea de Estudios sobre la Primera Gue rra Mundial, Universidad
de Oxford, Inglaterra,

23 junio 2003.

143 Falkenhayn, citado en Herwig, op. cit., pág. 212.

144 C. R. M. E. Cratrwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934,
pág. 271.

145 Gibbs, op. cit., pág. 287.

146 Ibid.,pág.297 .
Presentados por primera vez durante la campaña del Somme, los

carros de combate acabaron convirtiéndose en instrumentos de gran


importancia para acabar con el estancamiento de la guerra de

trincheras. En la fotografía, un carro de combate británico aplasta una

alambrada para facilitar el avance de la infantería, (Imperial War

Museum, propiedad de la Corona, p. 396)

Los padres de E. R. Heaton, el voluntario de 1914 cuya foto aparece en la página 43, tardaron

nueve meses en saber dónde estaba enterrado. Los certificados del registro de sepulturas como

éste proporcionaban información acerca de la localización de la tumba y de la estación de

ferrocarril más cercana. (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, F. R. Heaton)

Poco después de la presentación de los carros de combate, los alemanes respondieron con sus
propias máquinas, una

nueva generación de aviones. El nuevo Halberstadt DII y el Albatross modelos DI y DII consiguieron
arrebatarles los

cielos a los pilotos británicos. El dominio del aire de estos últimos se había revelado decisivo en la
localízación de la

artillería y en la observación de los movimientos alemanes. Los nuevos aviones alemanes acabaron
con ese dominio,

dejando a ciegas en la práctica a los oficiales del cuartel general de Haig. Estos aparatos fueron los
primeros en ser

diseñados a partir de las experiencias del combate real en la guerra; además, los alemanes habían
organizado para entonces

a sus aviones en «escuadrones de caza» dirigidos por pilotos veteranos. Manfred von Richthofen, el
Barón Rojo, se anotó

sus primeros derribos formando parte del escuadrón del legendario as Oswald Boelcke.

Un fructífero ataque a finales de septiembre demostró que el Ejército británico había empezado a
aprender de sus

errores. El objetivo era una poderosa posición alemana en las colinas Thiépval, emplazamiento, en
la actualidad, de un

enorme monumento en el que están grabados los nombres de los 73.367 británicos muertos en el
Somme sin sepultura
conocida. En lugar de atacar la cadena con un asalto frontal, los británicos se acercaron desde el
este, tomando primero las

ruinas de la granja Bouquet. Las fuerzas británicas se apoderaron de las colinas gracias a una
cuidadosa preparación

artillera y a unos hombres entrenados de manera específica para apoderarse de ese objetivo
concreto, que había estado en

su punto de mira desde el primer día de la campaña del Somme.

Haig había confiado en que la toma de Thiépval (en el aniversario de Trafalgar, nada menos)
señalara una nueva fase

en la batalla. De nuevo volvía a buscar un lugar para infiltrarse, aunque pronto se hizo evidente que
no había por dónde

hacer una incursión. Los alemanes habían construido varias líneas más de defensa delante de la
ciudad de Bapaume, lo que

significaba que cualquier «penetración» sólo implicaría una nueva serie de ataques contra una nueva
serie de defensas. Las

copiosas lluvias de octubre convirtieron los campos levantados que rodeaban al Somme en un
cenagal y complicaron más

cualquier intento de movimiento. En noviembre otro ataque sangriento, éste llevado a cabo por los
escoceses en Beaumont

Llamel, acabó con la toma de una parte de la línea que había resistido las ofensivas británicas desde
el 1 de julio. Su toma,

sin embargo, no cambió el hecho de que no quedara ningún objetivo estratégico que valiera el
presumible coste en vidas

humanas.

De las 56 divisiones de infantería británicas, 53 combatieron en el Somme; más de 459.000 hombres


de aquellas

divisiones resultaron muertos, heridos o hechos prisioneros a causa de la batalla. Las bajas francesas
ascendieron a más de

200.000 hombres, mientras que las de los alemanes se estima que llegaron hasta las 600.000 bajas, a
las que hay que sumar

los 370.000 alemanes de Verdún. En total, las líneas no se movieron más de 11 km. Y en cuanto a la
única gran hazaña

estratégica de la que podían alardear los aliados, el corte de la carretera que unía Bapaume con
Péronne, ambas ciudades

podían ser abastecidas desde las carreteras que se dirigían al este, así que ni siquiera este logro
supuso gran cosa. Los

alemanes retiraron varias divisiones de Verdún, pero su ausencia no afectó de manera sensible a los
destinos de ninguno de

los dos bandos que allí combatían.

Afirmar que el Somme valió el sacrificio porque los aliados desgastaron a los alemanes tiene cierto
sentido, pero si se

tiene en cuenta que los propios aliados sufrieron casi las mismas bajas, se hace difícil encontrar
algún consuelo en la idea.

Al llegar 1917 no había más certeza que la de que la guerra proseguía sin ningún vencedor claro a la
vista; el asombroso

derramamiento de sangre de 1916 no había acercado a ningún bando a la victoria. Un prisionero


alemán del Somme

hablaba por miles de soldados cuando le dijo a Philip Gibbs: «Europa está siendo desangrada hasta
la muerte y quedará

empobrecida durante años. Esta es una guerra contra la religión y contra la civilización, y no le veo
fin».147

147 Ibid. Pág. 55

Capítulo 8

La expulsión del demonio


El desmoronamiento del Este
La desintegración de nuestros ejércitos sigue su

curso. Se me ha asegurado que en algunas

unidades los oficiales han sido asesinados

salvajemente por sus propios hombres. Hoy

mismo se me ha informado de que en una división

el jefe del Estado Mayor ha sido asesinado de esta

manera.

Diario del jefe del Estado Mayor del Ejército ruso,

MIJAH. ALEKSRFV, 10 de junio de 1917148

Las tremendas pérdidas de efectivos con las que se encontraron todos los lados implicados provocó
la búsqueda de nuevos

aliados. Rumania se contaba entre las naciones neutrales codiciadas por ambos bandos, aunque se
mantuvo fuera de la

guerra hasta 1916. Limítrofe con Rusia, Bulgaria, Austria-Hungría y Serbia, su posición geográfica
ofrecía muchas

posibilidades tentadoras. Si se unía a los Imperios centrales, una nueva ofensiva contra Rusia por el
sur —tal vez con el

apoyo búlgaro— se convertía en una posibilidad viable. De unirse a los aliados, una invasión por los
extremos orientales

de Austria-Hungría podría suponer una presión aún mayor sobre el debilitado imperio, sobre todo
porque Austria-Hungría

ya tenía un buen número de sus tropas combatiendo en Italia y en Galitzia.

Al igual que había hecho Italia, Rumania jugaba a esperar. En un conflicto tan empantanado como el
que había llegado

a ser la guerra en 1915, los países neutrales como Rumania, Bulgaria e Italia parecían ofrecer la
oportunidad de cambiar las

vicisitudes de la contienda mediante la posibilidad de abrir nuevos frentes. En consecuencia, los


neutrales adoptaron unas

posturas de negociación harto desproporcionadas con sus poderíos militares, pues de las naciones
neutrales en 1915, sólo

Estados Unidos contaba con un potencial económico y militar capaz de decidir el curso de la guerra.
Los países neutrales

de Europa se convirtieron en centro de atención de la actividad diplomática, con cada una de las
partes implicadas

confiando en que el estancamiento militar se pudiera romper por medios políticos.

Puesto que Rumania no se enfrentaba a ninguna amenaza inmediata a sus intereses, el gobierno
rumano se podía

permitir el lujo de esperar a que sus pretendientes reunieran la dote más lucrativa antes de tomar una
decisión. Desde el

punto de vista diplomático, Rumania estaba vinculada a los Imperios centrales mediante un tratado
defensivo firmado con

Austria-Hungría que databa de 1883. Dicho tratado era tan secreto, que sólo unos pocos miembros de
la clase dirigente del

país conocían sus condiciones concretas. El gobierno rumano, temeroso del expansionismo ruso y
otomano, había tenido

buen cuidado de renovar el pacto en 1913. Al estallar la guerra en 1914 los otomanos se habían
convertido en una amenaza

menor a causa de sus derrotas en las guerras de los Balcanes; sin embargo, los ancestrales recelos
entre rumanos y rusos

seguían vivos y habían conducido a una intensificación de los lazos diplomáticos, militares y
económicos entre Rumania y

Alemania.

La familia reinante en Rumania estaba emparentada con la dinastía alemana de los Hohenzollern, lo
que proporcionaba

unos vínculos poderosos en los días en que tales conexiones todavía podían importar. El kaiser
hablaba con frecuencia de

la confianza que tenía en que sus primos rumanos acabaran uniéndose a los Imperios centrales. El
primer ministro rumano,
Ion Bratianu, debía en parte el puesto a sus declarados sentimientos pro germanos, aunque al igual
que la mayoría de los

148 El epígrafe se ha extraído de una cita en W. Bruce Lincoln, Passage through Armgeddon: The
Russians in War and

Revolution, 1914-1918, Nueva York, Simon and Schuster, 1986, pág. 410.

rumanos seguía sin mostrar ningún entusiasmo por ayudar a los austrohúngaros. Sin embargo, todos
los indicios apuntaban

a que Rumania acabaría entrando en la guerra del lado de los Imperios centrales.

No obstante todos esos vínculos con los Imperios centrales, Rumania, al igual que Italia, alimentaba
expectativas

territoriales que sólo podían satisfacerse a costa de Austria-Hungría, pues aspiraba a los territorios
austrohúngaros de

Transilvania, Bucovina y el Banato. Transilvania, que acogía a un buen número de habitantes de etnia
rumana, seguía

siendo el premio más importante. En 1914, antes del inicio de la guerra, Rumania había solucionado
algunos de sus viejos

desacuerdos con Rusia intercambiando ciertas visitas de Estado y convenciendo al ministro de


Asuntos Exteriores ruso,

Sergei Sazonov, de que se encontrara con los descontentos rumanos que vivían bajo la férula
austrohúngara. Este

movimiento enfureció a los austríacos y los convenció de las intenciones rusas de encender las
pasiones nacionalistas en el

seno del imperio.

Cuando la guerra estalló, el gobierno rumano no pudo encontrar ninguna razón para cumplir con sus
obligaciones del

tratado y unirse a los beligerantes. Aunque muchos miembros de la minoría dirigente rumana seguían
profesando

sentimientos pro germanos, la idea de combatir junto a los austrohúngaros y sus antiguos enemigos,
los otomanos, seguía

resultándoles desagradable. Las promesas alemanas de dar a Rumania la Besarabia rusa a cambio de
que se uniera a los
Imperios centrales se quedó corta para las pretensiones territoriales de Rumania. Transilvania seguía
siendo la clave. En

consecuencia, Rumania se mantuvo al margen durante 1914 y 1915, y Alemania y Austria-Hungría se


contentaron con su

neutralidad. Parece que nunca se les ocurrió que un día los rumanos pudieran recurrir a los aliados,
así que dejaron la

frontera austro-húngara con Rumania casi desprotegida por completo.

Los primeros pasos de Rumania hacia su entrada en la guerra se produjeron a finales de 1914, a raíz
de la muerte del rey

Carol. Su sobrino y sucesor, el rey Fernando, mostraba unas simpatías más acusadas por los aliados,
aunque tenía un

espíritu más débil y poca disposición a tomar medidas importantes. Aunque se mostró incapaz de
disuadir a Bratianu de

sus sentimientos pro germanos, el rey estaba cada vez más influenciado por las inclinaciones pro
aliadas de su esposa,

nieta por igual de la reina Victoria de Gran Bretaña y de Alejando II de Rusia. Mientras tanto, la
situación familiar del

monarca contribuía poco a que éste se decidiera: dos de sus hermanos estaban sirviendo en el
Ejército alemán bajo el

mando de su primo, el kaiser Guillermo II.

A principios de 1915 los británicos llegaron a un compromiso secreto para entregar Transilvania a
Rumania si esta

última entraba en la guerra. La oferta impresionó tanto al rey como a Bratianu, que vieron por fin la
oportunidad de

anexionarse la codiciada región. Sin embargo, los rumanos siguieron mostrándose dubitativos, pues
por una parte querían

aún más y por otra no estaban muy seguros de que fueran a combatir del lado de los ganadores. La
insistencia de Bratianu

de añadir Bucovina y el Banato paralizó las negociaciones hasta bien entrado el año. Por entonces,
los rusos habían sido

expulsados de Polonia, y los británicos estaban estancados en Gallípoli. Bratianu decidió que no
había llegado todavía el

momento de que Rumania declarara sus intenciones e intensificó las relaciones comerciales con los
Imperios centrales a la

espera de unas circunstancias más favorables.

La campaña de Rumania

Los acontecimientos de 1916 cambiaron la situación de Rumania de manera espectacular. Por un


lado, los éxitos rusos en

las ofensivas de Brusilov desgastaron el Ejército austrohúngaro y, por otro, colocaron a Rusia en una
posición privilegiada

para reclamar las tierras que Rumania anhelaba, en especial, Transilvania y Bucovina. La neutralidad
no parecía ya la

mejor opción. En consecuencia, los rumanos firmaron un tratado con los aliados en agosto de 1916
mediante el cual estos

últimos prometían a Rumania las tres provincias que más pretendían y se comprometían a seguir
presionando a

Austria-Hungría desde los frentes de Rusia y de Salónica. Rumania declaró la guerra a Austria-
Hungría —pero no a

Alemania— el 27 de agosto.

El Ejército rumano, compuesto de 700.000 hombres, había combatido de manera irregular en la


guerra de los Balcanes.

La inexistencia de una amenaza inmediata y la falta de dinero habían determinado que el Estado
apenas invirtiera en la

modernización de su ejército en los meses previos al estallido de la Primera Guerra Mundial. Por lo
tanto, carecía de la

artillería adecuada y tenía un cuerpo de oficiales que se encontraba en un estado de preparación


lamentable para combatir

en 1916; por si esto fuera poco, las rudimentarias redes viaria y ferroviaria de Rumania dificultaban
los movimientos y los

suministros. En el ínterin, Rusia estaba cada vez más molesta con los rumanos, a los que criticaba
por haber entrado en la
guerra sólo después de que hubieran hecho el trabajo sucio. Para éstos, los rumanos eran poco
mejores que los buitres,

ansiosos por conseguir un territorio a costa de la sangre derramada por los soldados rusos. «Si su
majestad me ordenara

enviar a quince soldados heridos a Rumania —dijo Alekseev—, no consideraría enviar a un


decimosexto.»149 Su sentir

reflejaba con precisión el de la clase dirigente rusa, que, en su mayoría, seguía considerando a
Rumania un pobre aliado y,

por si fuera poco, uno con fuertes sentimientos pro germanos.

149 Alekseev, citado en C. R. M. K. Cruttwell, A History of the Great War; 1914-1918, Oxford,
Clarendon Press, 1934,

pág. 295.

A pesar de todos estos problemas, el Ejército rumano avanzó con rapidez hacia la mal defendida
frontera

austrohúngara. A mediados de septiembre, habían conseguido adentrarse 80 km en territorio enemigo


y controlaban

grandes porciones de Transilvania. Alemania, Bulgaria y Turquía respondieron declarando la guerra


a Rumania. Los

alemanes enviaron entonces a Erich von Falkenhayn, que acababa de ser destituido como jefe del
Estado Mayor, para que

aplastara a los rumanos con un nuevo IX Ejército. El implacable Falkenhayn echó mano de las
lecciones aprendidas en

lugares infernales como Ypres y Verdún y lanzó a sus veteranas fuerzas contra los rumanos, a los que
superaban en

número de forma aterradora. Un segundo ejército de los Imperios centrales, guiados por el veterano
de Gorlice-Tarnów

August von Mackensen, y que estaba integrado por alemanes, búlgaros y otomanos, entró en Rumania
por el sur.

Invadida por dos sitios por unas tropas experimentadas y bien dirigidas, Rumania no tardó en
desmoronarse. Al cabo de

sólo seis semanas de declarar la guerra, el movimiento de tenaza de los Imperios centrales había
invalidado todas las

ganancias rumanas. Rusia optó por no reforzar a los rumanos, dejándolos indefensos ante la fuerza
abrumadora del avance

de los Imperios centrales. El 23 de octubre los hombres de Mackensen tomaron el trascendental


puerto de Constanza, en el

mar Negro, y apenas dos semanas después, Falkenhayn rompió las últimas defensas rumanas en
Transilvania. El 6 de

diciembre, cuando no habían transcurrido ni cuatro meses de su entrada en la guerra, los rumanos
perdieron su capital,

Bucarest. Sus ejércitos no habían sido derrotados, habían sido destruidos y humillados. Rumania
perdió a más de 300.000

hombres entre muertos, heridos y prisioneros, y la única ayuda de los aliados consistió en unos
equipos de sabotaje

enviados para destruir los pozos petrolíferos de Ploesti, no fuera a ser que cayeran en manos
alemanas.

La facilidad con la que los Imperios centrales devastaron a los ejércitos rumanos determinó que la
campaña de

Rumania no tuviera un impacto significativo en la guerra general. No obstante, el trato dado por los
alemanes al país

vencido sí tuvo unas secuelas importantes. Tras aceptar firmar un armisticio, los rumanos no tardaron
en descubrir que se

habían convertido, en la práctica, en una colonia de los Imperios centrales. Furioso por la traición de
sus parientes, el kaiser

se volvió vengativo, y Hindenburg y Ludendorff abogaron por la total anexión de Rumania al Reich
alemán, aunque los

diplomáticos los convencieron para que permitieran mantener un ligero barniz de independencia a
Rumania y dividieran el

botín con Austria-Hungría y Bulgaria para proporcionar a los aliados alemanes el necesario socorro.

Los Imperios centrales empezaron de inmediato el proceso de sacar cientos de miles de toneladas de
grano de

Rumania, dejando a la población civil al borde de la hambruna. También repararon los pozos
petrolíferos dañados y se

adueñaron del petróleo que producían, lo que privaba a Rumania de su única fuente de ingresos. El
tratado de Bucarest,

firmado en abril de 1918, estableció las rigurosas condiciones de la ocupación, en virtud de las
cuales Alemania adquiría el

usufructo de los pozos petrolíferos, los minerales y otros recursos naturales de Rumania durante
noventa años. En el lapso

de dieciocho meses, los alemanes habían conseguido apoderarse de un millón de toneladas de


petróleo y de dos millones

de toneladas de grano. Estos recursos ayudaron al mantenimiento de la economía de guerra alemana


ante el bloqueo

británico; en realidad, los alemanes confiaban en utilizar a la Europa oriental para compensar las
pérdidas ocasionadas por

el bloqueo.

Los ajustes territoriales impuestos a Rumania no fueron menos rigurosos. En virtud de ellos, ésta
cedía a

Austria-Hungría ciertos puertos de montaña de los montes Cárpatos, además de gran parte de su costa
del mar Negro a

Bulgaria, de manera que las fronteras de Rumania quedaron prácticamente indefendibles. La mitad de
la región de

Dobruja, al norte de la ciudad de Constanza, sería gobernada como un protectorado conjunto por
Alemania, Austria y

Bulgaria; en consecuencia, Rumania perdía todo el delta del Danubio. Bulgaria se anexionaba por
completo la mitad

meridional de la región de Dobruja (perdida ante Rumania después de la segunda guerra de los
Balcanes). Durante las

últimas semanas de la guerra, con los Imperios centrales desmoronándose por doquier, Rumania
volvió a entrar en la

guerra del lado aliado, lo que le proporcionó ciertas influencias después de la guerra en la
Conferencia de Paz de París,

donde se resarció de las pérdidas de 1916 e, incluso, consiguió anexionarse Transilvania a costa del
ya extinto Imperio

austrohúngaro.

El trato brutal prodigado por Alemania a Rumania envió una grave señal de alarma a los aliados.
Rumania era una

nación relativamente pequeña y pobre, y aunque había incumplido las obligaciones del tratado con
Austria, en 1917 no

representaba ninguna amenaza evidente para ninguno de los Imperios centrales. Los alemanes la
habían tratado con una

crueldad inusitada, convirtiéndola en la práctica en un estado vasallo. El trato a Rumania, sin


embargo, se ajustaba en

general a la forma de actuar en la guerra de Alemania. Los germanos habían colocado a la fuerza a
120.000 franceses y a

100.000 belgas en sus fábricas y habían empezado el proceso de expulsar a los eslavos y a los judíos
de Polonia para

conseguir tierras donde reasentar a población alemana.150

El trato inferido por los alemanes a Rumania ponía de relieve la posibilidad de que el que
prodigasen a los aliados, si

los Imperios centrales ganaban la guerra, fuera con toda probabilidad aún más cruel. No era
necesario recordarle a ningún

francés los inmensos sacrificios y las humillaciones premeditadas que habían acompañado a la
victoria de Alemania en

150 Gary Sheffield, Forgotten Victory: The First World War, Myths and Realitíties, Londres,
Headline, 2001. págs. 50-60.
1871. Gran Bretaña, Francia y Rusia no tardaron en enterarse de las pretensiones de los alemanes de
anexionarse Bélgica,

Luxemburgo, Lituania, Courland y Polonia, de imponer «la más despiadada de las humillaciones a
Inglaterra» y de hacerse

con el control de los ricos yacimientos de hierro de Longwy-Briey de Francia.151 Sólo los
optimistas más alejados de la

realidad podían seguir albergando la esperanza de una paz de compromiso; a esas alturas, era una
guerra de supervivencia.

Y por malo que fuera para los aliados combatir en ella, peor sería aún que la perdieran.

Un soldado alemán, uno turco y otro búlgaro patrullan juntos en Rumania. La

entrada de varios ejércitos por tres frentes condenó a las mal preparadas y mal

equipadas

tropas

rumanas

a
su

destrucción.

Colección

Hahoii-Deutsch/Corbis) (HU040549)

La primera revolución rusa

Para los rusos la posibilidad de perder la guerra estaba más cerca. Las conquistas territoriales de la
ofensiva de Brusilov

habían servido de poco para convencer al pueblo ruso del valor del sacrificio continuado. Incluso
una victoria, era la

conclusión de muchos, sólo serviría para que la odiada familia Romanov se mantuviera en el poder.
En noviembre de 1916

Brusilov había alardeado públicamente de que «si se pudiera hacer votar a toda la población,
noventa y nueve de cada cien

rusos exigirían hoy que se continuara la guerra hasta conseguir una victoria final y definitiva sin
considerar el precio».152

En privado, sin embargo, había decidido ya que sus hombres no lucharían por el zar a menas que el
régimen pudiera

explicar sus objetivos y qué relación tenían éstos con el ruso medio. Brusilov no creía que tal cosa
pudiera suceder. La

zarina y dos antiguos primeros ministros eran de ascendencia alemana, y no tardó en extenderse el
rumor de que el

misterioso consejero de la zarina, Rasputín, estaba en la nómina de los agentes alemanes. Su muerte a
manos de los

conservadores rusos en diciembre de 1916 no contribuyó en exceso a disipar las sospechas de las
actividades pro

germánicas dentro de la corte.

De la misma manera que la dirección militar del zar tampoco ayudó a disipar tales rumores. Incluso
los observadores
ocasionales podían darse cuenta de su incompetencia en materia militar. Un chiste que circulaba por
Rusia sobre dos

judíos que vivían en la zona de guerra en Polonia refleja la actitud de la época hacia el zar y su
perspicacia militar. Uno de

los judíos, que es pro alemán, se enorgullece del kaiser, diciéndole a su amigo ruso (sin ninguna
exactitud) que el dirigente

alemán va de un ejército a otro, dirigiendo la contienda siempre desde el frente. El judío ruso se
vuelve hacia su amigo y

exclama: «Tu kaiser no tiene dignidad; no para de correr de aquí para allá como un pollo. En cambio,
nuestro zar se sienta

en el cuartel general ¡y es el frente el que va hasta él!».153

151 Colin Nicolson, The Longman Companion to the First World War: Europe, 1914-1918, Londres,
Longman, 2001, pág.

211.

152 Brusilov, citado en Francis Halsey, The Literary Digest History of the World War, vol. 7, Nueva
York, Funk and

Wagnalls, 1919, pág. 247.

153 Richard Srites, «Days and Nights in Wartime Russian Cultural Life, 1914-1917», en Aviel
Roshwald y Richard Suites

(ciimps.), European Culture in the Great War: The Arts, Entertainment, and Propaganda, 1914-1918,
Cambridge,
Alexei Brusilov dirigió la última gran ofensiva de Rusia en la guerra.

Aristócrata y oficial de caballería, desarrolló innovadoras tácticas de infantería

y artillería, pero con el tiempo acabó decepcionado por la mala dirección de la

contienda por parte del zar. (Library of Congress)

En palabras del miembro de la Duma Pavel Miliukov durante un discurso que pronunció en
noviembre, la cuestión era

si los fracasos del gobierno ruso se debían a «la estupidez o a la traición». En cualquier caso, en
Rusia se estaba llegando al

consenso sobre la necesidad del cambio. La incapacidad del gobierno para reaccionar ante los
sufrimientos causados por el

insólito frío del invierno de 1916-1917 hizo que se empezara a hablar abiertamente de la revolución
en todos los niveles de

la sociedad. La cosecha de 1916 había proporcionado comida suficiente, pero el sistema de


transportes, acuciado por una

fiscalidad excesiva, no fue capaz de llevar aquella comida desde el campo a las ciudades. Por otro
lado, la inflación
provocada por las políticas económicas eliminó del plato del ruso medio los alimentos que sí
llegaban a las ciudades.

Huevos, carne, azúcar, leche y fruta desaparecieron de la dieta de los trabajadores. «De producirse
una revolución

—profetizó un oficial ruso clarividente—, será espontánea, lo más probable es que sea una revuelta
provocada por el

hambre.»154

Las condiciones de vida del ruso medio, nunca lujosas, degeneraron en la indigencia absoluta. En
respuesta a este

deterioro, las huelgas se convirtieron en algo normal, lo que condujo a un descenso de casi el 50 %
de la producción

industrial en un momento en que el ejército necesitaba de manera desesperada proyectiles de


artillería y munición para las

armas de bajo calibre.155 En enero de 1917, 150.000 trabajadores se sumaron a una huelga en
Petrogrado. En las ciudades,

el descontento iba en aumento, y la elusión de la recluta obligatoria en el campo se convirtió en un


problema cada vez más

grave. Dentro del ejército, la deserción y la desobediencia experimentaron un brusco ascenso. Entre
los soldados que

permanecieron leales, la malnutrición condujo a un elevado porcentaje de enfermedades, lo que


privó al Ejército ruso de

más hombres.

Petrogrado se vio azotada por más huelgas en enero, programadas para que coincidieran con la nueva
convocatoria de

la Duma. Finalmente, el dique se rompió en marzo. Del 8 al 10 de marzo una oleada de huelgas
paralizó Petrogrado, y en

una importante y ominosa advertencia para el zar, las fuerzas de seguridad rusas se mostraron reacias
a disparar contra los

manifestantes. Las peticiones de abdicación del zar partieron de todos los lados, desde el de los
revolucionarios que

querían destruir el antiguo orden por completo, hasta el de los conservadores que buscaban una
manera más efectiva de

continuar la guerra. El 9 de marzo la Duma formó un gobierno provisional y detuvo a varios de los
ministros del zar.

Nicolás había salido hacia el cuartel general militar la víspera de que empezaran las huelgas de
marzo. Mal informado

sobre la realidad de la vida en Petrogrado, reaccionó con lentitud. El día 11 recibió la noticia de la
formación de un

gobierno provisional y respondió ordenando la disolución de la Duma; cuando ésta desobedeció la


orden, Nicolás regresó

a Petrogrado. En la ciudad de Pskov, los obreros pararon su tren y lo detuvieron. Alekseev y el


comandante del frente

septentrional, Nikolai Ruzsky, lo convencieron de que no tenía más alternativa que abdicar, algo que
hizo, en su nombre y

Cambridge University Press, 1999, págs. 8-31, cita en págs. 28-29.

154 Citado en W. Bruce Lincoln, Passage through Armageddon: The Russians in War and Revolution,
1914-1918, Nueva

York, Simon and Schuster, 1986, pág. 315.

155 Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág. 291.
en el de su enfermizo hijo, al día siguiente. Nicolás instó entonces a su hermano pequeño, el gran
duque Miguel, para que

asumiera el trono. Sin ningún interés por el poder ni su boato, Miguel temía por su seguridad,
convencido de que el pueblo

ya no aceptaría por mucho tiempo a los miembros de la familia Romanov como sus gobernantes
elegidos por la divinidad.

El vínculo mítico que había unido a gobernantes y gobernados, resolvió Miguel, se había roto para
siempre. En

consecuencia, el gran duque, a quien Nicolás había desterrado de Rusia durante varios años por
casarse con una plebeya

divorciada dos veces, rechazó la petición de su hermano. El poder recayó a partir de ese momento en
el gobierno

provisional.
El príncipe Georgi Lvov, que había criticado abiertamente al zar por su manera de dirigir la guerra,
se convirtió en el

primer ministro del nuevo gobierno. Alexander Kerensky, que entonces contaba 36 años, y que era
miembro de la Duma

desde 1912, se convirtió enseguida en uno de los funcionarios más enérgicos del gobierno. Político
centrista y orador

brillante, Kerensky había pasado parte de la guerra en Finlandia, convaleciendo de una enfermedad.
Al volver, se encontró

con un sistema que se había descompuesto por completo a consecuencia de las presiones de la
guerra, lo que le llevó a

exigir el fin de lo que denominó el sistema «medieval» zarista. Tras aceptar el cargo de ministro de
la Guerra en mayo,

aseguró a los aliados que Rusia continuaría combatiendo y que cumpliría con todos sus
compromisos. Después, se dirigió

al frente y pidió a los hombres que demostraran al mundo que «en la libertad hay fuerza y no
debilidad». Bueno, lo que les

vino a decir a los soldados rusos fue que ya no lucharían por el zar, sino por su libertad y el futuro de
su patria. Sus palabras

condujeron a miles de soldados a un «patriotismo histérico» y pareció abrirse una nueva era para
Rusia.156 Kerensky

también persuadió a importantes personajes civiles y militares para que permanecieran al lado del
gobierno y convenció a

Brusilov, que había estado pensando en retirarse, de que aceptara el mando supremo de las fuerzas
rusas.

La escasa preparación militar del zar Nicolás II colocó a su gobierno en una

posición delicada después de que asumiera el papel de comandante en jefe en

1915. Su incapacidad, para cambiar el destino de los rusos le costó el trono y la

vida. (© Bettinann/Corbis)

La decisión de los rusos de seguir combatiendo obedeció en parte a la nula disposición de Alemania
a negociar una paz
indulgente. En su lugar, los Imperios centrales adoptaron lo que llegó a conocerse como el programa
Kreuznach.

Desarrollado en abril durante una reunión celebrada en dicha ciudad de Alemania, presidida por el
kaiser y a la que

asistieron personajes clave como el canciller Bethmann Hollweg y los jefes militares Hindenburg y
Ludendorff, el

programa perfilaba los objetivos de Alemania a la luz de los acontecimientos de Rusia. En


Kreuznach, los alemanes

156 Lincoln, op. cit., pág. 404.

decidieron culminar la anexión de Lituania, Courland y gran parte de Polonia; el resto de ésta
formaría un Estado satélite

vinculado política y económicamente a Alemania. Los participantes esbozaron también sus objetivos
de controlar parte de

Bélgica, Francia, Africa y los Balcanes. En un principio, Bethmann Hollweg puso objeciones,
señalando que sólo una

victoria militar absoluta podría conducir a tales resultados. Lo que preocupaba al canciller era que
Alemania tuviera que
luchar durante mucho tiempo y de manera innecesaria para lograr los ambiciosos objetivos trazados
en Kreuznach. Sin

embargo, los asistentes firmaron el protocolo y lo convirtieron en la política oficial de Alemania,


obligando a los dirigentes

alemanes a seguir combatiendo en el este en un momento en que Kerensky podría haber negociado.

Los alemanes pusieron en marcha también un activo programa para destruir el sistema ruso desde
dentro. En abril de

1917 trasladaron hasta Petrogrado en un tren precintado a tres docenas de revolucionarios rusos
exiliados. Entre aquellos

hombres estaba Vladimir Ilych Ulianov, más conocido como Lenin. Aunque Lenin provenía de una
familia adinerada, ya

tenía antecedentes familiares de agitación revolucionaria: su hermano mayor había sido ejecutado en
la horca por intentar

asesinar al zar Alejandro III en 1887. Cuando se enteró de la abdicación del zar, Lenin estaba
viviendo en Zurich, y los

alemanes se encargaron de trasladarlo a Rusia con la esperanza de que su «Belcebú» pudiera


ayudarlos a expulsar al

«diablo» Nicolás II.157 La apasionada discrepancia de Lenin con los llamamientos de Kerensky a
continuar la guerra le

proporcionó un importante punto de encuentro con los alemanes, que lo situaron entonces en posición
de hacerse con la

jefatura del partido bolchevique.

Lenin abogaba por el fin inmediato de la guerra y prometía llevar «pan, tierra y paz» al pueblo ruso.
Al día siguiente de

su llegada a Rusia publicó un editorial en el periódico bolchevique Pravda, en el que proclamaba la


intención de su partido

de no cooperar con el gobierno provisional y de hacerse con el poder, si fuera necesario, por la
fuerza. Desde las líneas del

frente, Brusilov advirtió de la creciente influencia entre sus soldados de las ideas y la retórica de
Lenin. Los llamamientos

a continuar la guerra de Kerensky habían cohesionado momentáneamente a los soldados de Brusilov,


pero aquello «no era

en absoluto lo que los soldados tenían en mente» para el largo plazo. Antes bien, empezaron a
apreciar cada vez más el

valor de la revolución propugnada por los bolcheviques, cuyo programa hasta el aristócrata Brusilov
podía ver como de

«una sencillez y franqueza maravillosas».158

La promesa de «paz, pan y tierra» de los Guardias Rojos bolcheviques

contribuyó poderosamente a la abdicación del zar. Su promesa de sacar a Rusia

de la guerra resultó tremendamente sugerente tanto para los obreros como para

los campesinos. (© Corbis)

Con los bolcheviques aumentando su poder e influencia a diario, Kerensky se decidió por lanzar una
ofensiva,

convencido de que había unido ya a los soldados rusos y les había dado un nuevo motivo para
combatir. Una victoria en el

157 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-1918, Londres,
Edward Arnold, 1997,

pág. 334.

158 Alexei Brusilov, A Soldier's Nutebook, 1914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Greenwood
Press, 1971, págs.

304-305.

campo de batalla sobre los Imperios centrales, razonó, restablecería la posición de Rusia y le daría a
él —lo cual era igual

de importante— alguna influencia contra los elementos internos más radicales del país. De tener
éxito, la ofensiva también

legitimaría al gobierno provisional a los ojos de británicos y franceses e incluso podría conducir a
éstos a suministrar más

armas a Rusia.

Pero conseguir una victoria no sería fácil. En el frente oriental los Imperios centrales acumulaban 80
divisiones, frente a
sólo 45 debilitadas divisiones rusas. El gobierno de Kerensky no podía identificar con exactitud
cuáles eran sus objetivos

operacionales, aunque conocían al hombre a quien deseaban confiar el destino de Rusia. Kerensky le
pidió a Alexei

Brusilov que preparase la ofensiva, confiando en que pudiera repetir alguno de sus éxitos del año
anterior. El propio

Brusilov se mostró muy poco optimista: «A decir verdad -observó-, el propio gobierno no sabía con
certeza lo que

quería».159

Consciente de su abrumadora inferioridad en hombres y armamento, Brusilov se decidió por


concentrar su intento

frente a los agotados austríacos. Tal y como había hecho en 1916, Brusilov confiaba en ganar una
batalla contra unas

tropas mediocres, en este caso las del II y el III Ejército austríaco. Atacar a esas unidades también le
permitía albergar la

esperanza de tomar los campos petrolíferos de Drohobyczy, tras ellos, la ciudad de Lemberg,
pletórica de significado

simbólico. Brusilov ya había derrotado de forma aplastante en 1916 al comandante de ese sector, el
mariscal de campo

austríaco, nacido en Italia, Eduard Bóhm-Ermolli. Una vez que el héroe de 1915 volvió a tomar
Lemberg, la carrera de

Bóhm-Ermolli había caído en picado al año siguiente. Después de que las ofensivas de Brusilov
aquel año hubieran

aplastado las deficientes líneas de Bóhm-Ermolli, éste había sido relevado del mando ante la
insistencia de los alemanes.

Superada la crisis inmediata, la familia real austro-húngara convenció a los alemanes para que
reconsiderasen su postura, y

no sólo se permitió a Bóhm-Ermolli que regresara al II Ejército, sino que su cuartel general fue uno
de los pocos del

Ejército austrohúngaro que permaneció relativamente a salvo de la supervisión alemana.

Más le hubiera valido al desafortunado mariscal de campo que alguien le hubiese aconsejado seguir
en la reserva, por

cuanto iba a ser el objetivo de Brusilov una vez más. El 1 de julio de 1917 dos ejércitos rusos
atacaron a las fuerzas

austrohúngaras establecidas en Galitzia. Las tropas rusas estaban cansadas y andaban tan escasas de
equipamiento que

muchos hombres avanzaron sin rifles; sus mandos dudaron incluso de que llegaran a combatir. Los
agitadores políticos

bolcheviques se habían infiltrado entre la tropa, predicando la revolución y el amotinamiento, así que
los oficiales

recibieron la visión del avance de sus hombres hacia el enemigo con un suspiro de alivio.

Pero los rusos no sólo avanzaron, sino que tuvieron un gran éxito. Tras romper las líneas enemigas en
un frente de 72

km, en algunos lugares hicieron retroceder al enemigo 32 km. En parte, su victoria se produjo por la
concentración que

hizo Brusilov de hombres y piezas de artillería a lo largo del eje principal del ataque. Al despojar de
recursos a otros

frentes, los rusos disfrutaron de una ventaja numérica tanto en hombres como en proyectiles que
podían disparar contra la

zona inmediata del ataque. Los rusos introdujeron también a la llamada Legión Husita, una unidad
integrada por hombres

reclutados entre los prisioneros de guerra austrohúngaros de ascendencia checa y eslovaca. Estos
hombres, que creían estar

luchando por la creación de un estado checoeslovaco independiente después de la guerra, gozaban de


una moral alta. Los

rusos los colocaron justo enfrente de la XIX División de Infantería austrohúngara, que también estaba
integrada por un

elevado número de checos. En lugar de combatir contra sus compatriotas, un buen número de
hombres de la XIX División

salieron huyendo o se rindieron.160

Sin embargo, y como había ocurrido con tanta frecuencia en esa guerra, una penetración temporal no
condujo a
ninguna otra ganancia mayor. De nuevo, las dificultades para el suministro y la ausencia de algún
objetivo decisivo

limitaron el éxito de los atacantes. El avance de los rusos los situó en zonas sin defensas terrestres,
lejos de sus suministros

y expuestos a la dureza de los contraataques del enemigo. Estos ataques se produjeron el 19 de julio
bajo el mando del

general Max Hoffmann, el mismo que había desempeñado un papel tan decisivo en la derrota
aplastante de los rusos en

Tannenberg en 1914. Su fuerza de contraataque contaba con un gran apoyo artillero y estaba
compuesta de nueve

divisiones alemanas y dos austrohúngaras. A Brusilov no le quedó más remedio que empezar a
retroceder hasta sus líneas

iniciales.

El fracaso de esta ofensiva acabó con el mando de Brusilov. Agotado tanto física como
emocionalmente, dimitió como

jefe de las fuerzas rusas en favor del general monárquico Lavr Kornilov. Como comandante en jefe
del ejército, Kornilov

hizo un uso excesivo de la pena de muerte con los soldados sospechosos de haber desertado o
desobedecido las órdenes.

Sus grandilocuentes discursos políticos exigiendo el regreso del zar lo hicieron parecer una amenaza
para el mismo

gobierno al que se suponía estaba sirviendo. Bajo el mando de Kornilov, la capacidad de combate
del Ejército ruso

disminuyó aún más, mientras la situación política en Petrogrado se debilitaba por momentos.
Kerensky comprendió que su

frágil gobierno de compromiso tal vez no tuviera la fuerza para sobrevivir a otra crisis.

159 Brusilov, citado en Lincoln, op cit, pág. 408.

160 Herwig, op. cit., págs. 334-335.


La crisis que Kerensky temía se produjo en septiembre, en la ciudad portuaria de Riga, en el mar
Báltico, situada a unos

320 km al sur de Petrogrado. Los alemanes encabezaron su ataque a Riga con un destacamento de
asalto recién

organizado. El éxito obtenido por las tropas de asalto en Verdún indujo la creación de quince
batallones de asalto en

febrero de 1917. Todos los hombres eran voluntarios, y, a cambio de la mayor peligrosidad de su
cometido, recibían doble

ración y permisos extras, además de estar exentos de los trabajos de fajina y de las guardias. La
aparición de las

ametralladoras ligeras, los lanzallamas y los morteros ligeros dio a esas tropas la potencia de fuego
móvil necesaria para

atravesar la tierra de nadie y penetrar por la retaguardia de las líneas enemigas.161 Estas tácticas
fueron desarrolladas por

varios ejércitos, aunque resultaron especialmente efectivas en los espacios más abiertos del frente
oriental. Dada la baja

moral de las tropas rusas y del lamentable estado material en el que se encontraban, un ataque
coordinado, llevado a cabo

por soldados de élite, podía producir unos resultados descomunales.

Los dos hombres asociados con más frecuencia a estas tácticas novedosas fueron el general Oskar
von Hutier y el

coronel Goerg Bruchmüller. Aquél perfeccionó el concepto de la preparación de pequeños grupos de


soldados de élite que

se infiltrarían en las líneas enemigas y destruirían sus sistemas de comunicaciones y suministros.


Partiendo de

innovaciones francesas, británicas e italianas, convenció al Estado Mayor alemán para que destinara
importantes recursos

al proyecto. Bruchmüller, que ya estaba retirado al estallar la guerra, se reveló como un importante
innovador en la

utilización de la artillería, y perfeccionó el uso del humo, el gas y los proyectiles convencionales
para neutralizar los

puestos de mando del enemigo, las zonas de concentración, los nudos de comunicación y los cruces
de carretera. Los

perfeccionamientos de los que ambos hombres fueron pioneros iban dirigidos a ganar las batallas
aislando y rodeando al

enemigo, en lugar de hacerlo mediante el combate individual. De esta manera creían que los
alemanes podrían ganar una

guerra en múltiples frentes contra una asociación de enemigos que, juntos, contaban con cantidades
superiores de hombres

y material.

Alexader Kerensky (derecha) intentó encontrar un espacio intermedio entre la

autocracia zarista y el bolchevismo. Su entusiasmo levantó durante un tiempo

la moral de los rusos, pero el fracaso de su ofensiva de 1917 acabó con su

gobierno. (© Colección Hulton-Deustch/ Corbis)

En consecuencia, el 1 de septiembre de 1917 la artillería de Bruchmüller utilizó en Riga una


diversidad de métodos
para apoyar el XIII Ejército de Hutier. La artillería empezó disparando 20.000 proyectiles de gas a
fin de aterrorizar o

eliminar la oposición rusa. El gas presentaba la ventaja adicional de dejar el terreno intacto para el
avance de las tropas de

asalto. Los hombres especialmente entrenados de la vanguardia de Hutier cruzaron entonces el río
Dvina en botes y

tomaron la orilla norte. Una vez allí, dispararon varios cohetes para indicar el éxito de su misión y
empezaron a construir

un puente de pontones para permitir que la infantería regular cruzara el río tras ellos. Al ver los
cohetes, los artilleros de

Bruchmüller iniciaron una barrera móvil para cubrir el avance alemán.

161 Bruce Gudmundsson, Stormtroop Tactics: Innovation in the German War 1914-1918, Westport,
Connecticut,

Praeger, 1989, págs. 84-87.

Tal y como Hutier y Brüchmuller habían predicho, el plan tuvo un éxito asombroso con un coste
reducido. Seis

divisiones de infantería cruzaron el río en un día, a las que siguieron otras tres la segunda jornada. Al
tercer día de la

operación, las fuerzas alemanas habían entrado en Riga. Con sólo 4.200 bajas, el XIII Ejército había
infligido 25.000 bajas

a los rusos y se había apoderado de más de 250 piezas de artillería, el equivalente a cinco divisiones
enteras. Aunque el

éxito se había logrado contra un ejército cansado y desmoralizado, la victoria de Riga representó una
de las más decisivas

y espectaculares de toda la guerra. Para celebrarlo, el gobierno alemán declaró la primera fiesta
nacional desde la derrota

de Rumania.

Hutier y Bruchmüller parecían haber perfeccionado una nueva manera de hacer la guerra. Aunque
ninguno de los

elementos utilizados en Riga era, por separado, especialmente novedoso, la integración del sistema
supuso un cambio
sustancial en las tácticas del campo de batalla. Por primera vez y a gran escala, la artillería, las
tropas de asalto y la

infantería convencional habían combatido juntas en un sistema integrado; si la fórmula se podía


repetir, Riga auguraba un

gran éxito. Después de Riga, Hindenburg ordenó que Hutier y Bruchmüller fueran asignados al frente
occidental, donde

empezaron a preparar a los ejércitos establecidos en Francia para que repitieran la magia de aquella
victoria. Cuatro

divisiones del XIII Ejército los siguieron, además de otras tres que se dirigían a Italia.162

Sin embargo, ni siquiera la toma de Riga prometía una rápida victoria alemana. El pavoroso invierno
ruso se acercaba

con rapidez, y pocos generales alemanes estaban lo bastante seguros como para predecir una toma
fácil de Petrogrado o

Moscú. El recuerdo de la campaña rusa de Napoleón un siglo antes todavía rondaba en la mente de
los oficiales alemanes,

así que el dilema de los dos frentes continuó. Para lo que sí se sintieron lo bastante seguros los
alemanes fue para revocar

su poca entusiasta oferta de crear un reino independiente de Polonia; el hecho de que los polacos no
hubieran respondido a

la oferta uniéndose al Ejército alemán decidió su destino. Alemania dividió Polonia entre ella (que
ocupó el 90 % del

territorio polaco) y Austria-Hungría (que se quedó con el 10 % restante) y transfirió la corona del
rey de Polonia a la

familia real austrohúngara.

La segunda revolución rusa

Lo que significaba Riga para los rusos estaba claro. La caída de la ciudad, a la que se consideraba
desde hacía tiempo un

semillero de agitación alemana, tenía sólo una importancia militar menor; sin embargo, las
consecuencias para Kerensky y

su gobierno fueron dramáticas. El fracaso de la ofensiva de 1917 y la pérdida de Riga demostraron


que su plan de invertir
la posición de Rusia permaneciendo en la guerra había sido un fiasco. «Si la inestabilidad de nuestro
ejército nos hace

imposible mantener nuestras defensas en el golfo de Riga — exclamó Kornilov—, entonces el


camino a Petrogrado estará

expedito. No podemos permitirnos perder tiempo. No se puede desperdiciar ni un instante.»163 Pero


los rusos no se ponían

de acuerdo sobre la manera de resolver la crisis provocada por la caída de Riga. Muchos soldados,
sobre todo de las

minorías finesa, polaca y ucraniana, se rindieron en bloque y desertaron.

Kornilov se contaba entre aquellos rusos que creían que el mejor rumbo que se debía seguir
implicaba el retorno de la

monarquía. Su envío de la caballería a Petrogrado en septiembre, en apariencia para protegerla de


una incursión alemana,

asustó a los líderes revolucionarios, que creyeron que el verdadero objetivo de Kornilov era la
destrucción de la revolución

propiamente dicha. El líder bolchevique León Trotsky reaccionó organizando a soldados, marineros
y obreros urbanos

simpatizantes en una fuerza de defensa de la Guardia Roja. Acto seguido, Kornilov envió más
hombres a Petrogrado;

aunque la mayoría, cansada, hambrienta y desmoralizada, se fue a casa sin más.

La «rebelión» de Kornilov condujo a la caída del gobierno provisional y a la creación del vacío de
poder que

necesitaban los bolcheviques. A mediados de octubre, la jefatura bolchevique decidió hacerse con el
poder en Petrogrado

por la fuerza. «El tiempo de las palabras ha pasado —dijo Trotsky a una enorme audiencia en
Petrogrado—. Ha llegado la

hora de un duelo a muerte entre la revolución y la contrarrevolución.»164 El 7 de noviembre la


Guardia Roja tomó

posiciones en la ciudad y detuvo a los miembros clave del gobierno provisional, si bien Kerensky
logró escapar bajo la

protección de la bandera que ondeaba en el coche de un diplomático estadounidense. Al terminar el


día, los bolcheviques

tenían el control del gobierno.

El nuevo gobierno de Lenin no se demoró en proclamar sus intenciones de acabar con la


participación rusa en la guerra

y dar por canceladas sus deudas de guerra con los aliados. Acto seguido, publicó las condiciones de
muchos tratados

secretos encontrados en el Ministerio de Asuntos Exteriores, incluidos aquellos que prometían el


apoyo aliado para que

Rusia consiguiera el control sobre Constantinopla. Los bolcheviques no tardaron en convertirse en un


problema político de

primer orden para los aliados. Los tratados secretos demostraron ser un verdadero engorro para los
diplomáticos británicos

y franceses, que intentaron mantener la posición de superioridad moral, sobre todo con su nuevo
socio, Estados Unidos. En

consecuencia, los aliados se apresuraron a iniciar un activo programa de apoyo de los enemigos más
poderosos de Lenin,

162 Ibid., págs. 114-125.

163 Kornilov, citado en Lincoln, op. cit., pág. 417.

164 Trotsky, citado en Lincoln, op cit., pág. 433.

las fuerzas antirrevolucionarias «blancas», comandadas por muchos antiguos oficiales zaristas, entre
ellos Kornilov.

La toma del poder por los bolcheviques planteó a Alemania tantas oportunidades como desafíos. El
haber introducido

a Lenin en la vorágine rusa había conducido, tal y como habían esperado los alemanes, al
derrumbamiento del gobierno

provisional pro aliado. Sin embargo, el llamamiento de los bolcheviques a la revolución mundial,
prometía tener una grave

reacción violenta en Alemania, donde ya existían los espartaquistas, un movimiento pequeño, aunque
resuelto, de

tendencia bolchevique. Este movimiento se había opuesto a la participación continuada de Alemania


en la guerra y

empezó a reclutar adeptos entre las clases urbanas trabajadoras. Muchos alemanes encontraron
enseguida motivos para

lamentar su conexión con el Belcebú ruso.

La oportunidad radicaba en la evidente disposición de Lenin a terminar la guerra. En diciembre, los


dos bandos

iniciaron las negociaciones conducentes a un armisticio en el frente oriental, reuniéndose en la


ciudad de Brest-Litovsk, a

la sazón en manos alemanas. Si los alemanes hubieran estado dispuestos a ofrecer a Lenin unas
condiciones razonables, es

posible que éste hubiera aceptado rápidamente. Sin embargo, los alemanes vieron entonces la
oportunidad no sólo de

lograr sus objetivos de Kreuznach, sino, tal vez, de obtener incluso algo más. El ministro de Asuntos
Exteriores alemán,

Richard von Kühlmann, comunicó a Trotsky que Rusia, como nación derrotada, no podía esperar
negociar en igualdad de

condiciones. El kaiser vino a decir lo mismo, aunque con menos elegancia, cuando afirmó con un
bramido que Alemania

«aporreará con puño de hierro y espada brillante las puertas de aquellos que no tendrán paz».165
Los ejércitos alemanes

siguieron avanzando y, en febrero de 1918 llegaron a 112 km de Petrogrado, tomando la ciudad


portuaria de Odessa, en el

mar Negro, como paso previo a la ofensiva contra las fuerzas británicas en Persia.

En una reunión celebrada en febrero en Bad Homburger, los alemanes ya estaban planeando algo
más. Hindenburg

exigió la anexión y ocupación de los Estados Bálticos «para facilitar la maniobrabilidad de mi ala
izquierda en la siguiente

guerra». Ludendorff anunció que tenía las promesas de ricos industriales alemanes para financiar una
expansión alemana

aún mayor. Aquellos hombres, proclamó, proporcionarían dos mil millones de marcos para la
conquista y explotación de
Armenia, Georgia y el petróleo de la región del mar Caspio. Puesto que ya habían servido a los
propósitos de Alemania, y

ayudado a expulsar al zar, el kaiser propuso librar una guerra contra los bolcheviques, para
perseguirlos y matarlos como

«en una cacería de tigres»;166 los éxitos en el este no habían hecho más que avivar las ansias de la
minoría dirigente

alemana.

Lenin era partidario de detener el avance alemán concediendo a Alemania todo lo que pidiera en
Brest-Litovsk.

Trostky, aunque consciente de la inutilidad de intentar seguir luchando, propuso, no obstante, perder
tiempo a fin de

aumentar las oportunidades de una revuelta pro bolchevique entre los soldados del Ejército alemán o
en la misma

Alemania. Sin embargo, la revolución alemana de Trostky sólo existía en sus pensamientos; por lo
tanto, los argumentos

de Lenin a favor de la capitulación acabaron prevaleciendo. El 3 de marzo Rusia expuso a la


delegación alemana su

intención de firmar el tratado de paz en los términos propuestos por Alemania. El delegado ruso,
Gregori Sokolnikov, se

puso en contacto con el general Hoffmann y le pidió que detuviera las hostilidades de inmediato, en
lugar de esperar a la

firma formal del tratado. Hoffmann se negó, así que Sokolnikov llegó a Brest-Litovsk e informó a los
alemanes de que

firmaría «una paz que Rusia se ve forzada a aceptar con los dientes apretados».167 La participación
de Rusia en la guerra

había acabado; su guerra civil entre los Blancos y los Rojos estaba a punto de empezar.

Junto con el tratado de Bucarest, firmado poco después, el de Brest-Litovsk demostró a los aliados el
elevadísimo coste

de perder la guerra. En virtud de las condiciones del tratado, Rusia entregaba sus antiguos territorios
de Finlandia, Ucrania,

Besarabia, los estados bálticos, Galitzia y toda la península de Crimea. En total, Rusia perdía casi
dos millones seiscientos

mil kilómetros cuadrados y 62 millones de habitantes. Por cierto, gran parte de esta población no era
rusa desde el punto de

vista étnico, aunque tampoco eran muchos los alemanes que englobaba. Rusia también entregó a
Alemania enormes

reservas de petróleo, grano, locomotoras, cañones pesados y munición, suministros que los alemanes
preveían utilizar para

compensar el bloqueo británico y preparar una ofensiva en 1918 contra el frente occidental.

Los alemanes esperaban que Brest-Litovsk mejorase su posición en el oeste, al permitir el traslado
de gran cantidad de

hombres y material al frente occidental. Sin embargo, la crueldad del trato prodigado a los territorios
recién ocupados

impidió la asignación en masa de tropas. Los hambrientos campesinos se negaron a cooperar con los
alemanes

comerciando con el grano, y mucha gente no aceptaba sin más la sustitución de sus antiguos amos, los
Romanov, por los

nuevos, los Hohenzollern. A raíz del descontento en el este, los planes alemanes de trasladar a 45
divisiones desde Rusia a

Francia entre noviembre de 1917 y marzo de 1918 tuvieron que revisarse a la baja, quedando
reducidas a 33 divisiones.

Una política de ocupación más indulgente en el este habría liberado a muchas más tropas, pero
semejante política no habría

sido consecuente con los objetivos expansionistas alemanes. El resultado fue que los alemanes
siguieron sin ser capaces de

165 Guillermo II, citado en Halsey, op. cit., vol. 7, pág. 332.

166 Guillermo II, citado en Herwig, op cit,, pág. 383.

167 Sokolnilov, citado en Lincoln, op. cit., pág. 502.


resolver su dilema de los dos frentes.168

León Trotsky (en el centro, con bufanda) llegó a Brest-Litovsk para

negociar con Alemania. Sabedores de que Rusia estaba al borde del

desmoronamiento, los alemanes pudieron imponer unas tremendas

condiciones que Trotsky no tuvo más remedio que aceptar. (© Corbis)

La situación en Ucrania mostró más claramente la realidad de esos problemas. El hecho de que los
bolcheviques no

estuvieran dispuestos a apoyar los deseos independentistas de los ucranianos condujo a una guerra
civil en la región y al

establecimientos de varios gobiernos rivales al mismo tiempo. En febrero de 1918 los alemanes
reconocieron a uno de

ellos a cambio de que les proporcionara grano y minerales durante casi seis meses, así como de
liberar a los ucranianos que

se encontraban en los campos de prisioneros de los Imperios centrales. La reacción de los


bolcheviques consistió en
invadir Ucrania, ocupando Kiev y persiguiendo al gobierno patrocinado por los alemanes. En marzo
Alemania y Austria

respondieron con su propia invasión, no tanto por su preocupación hacia los ucranianos como por su
deseo de garantizar el

flujo de los suministros prometidos.

La ofensiva funcionó, pero los campesinos ucranianos, temiendo que otro ejército atravesara sus
campos en un futuro

próximo, se mostraron reacios a volver a sus granjas. Los alemanes decidieron entonces eliminar al
intermediario y

disolvieron al mismo gobierno en cuya formación había desempeñado un papel tan decisivo. El
mariscal de campo

Hermann von Eichhorn y su asistente, Wilhelm Groener, declararon la ley marcial y colocaron un
nuevo gobierno

marioneta presidido por un antiguo general de los cosacos zaristas, Pavlo Skoropadsky. Los
alemanes y sus aliados

ucranianos intentaron restaurar el orden, pero el conservadurismo social de Skoropadsky, el


antirrepublicanismo del

gobierno y la evidente dependencia de los alemanes socavaron tales esfuerzos y condujeron a más
violencia.

Los agitadores bolcheviques se aprovecharon del descontento de los ucranianos con Skoropadsky,
argumentando que

el futuro de Ucrania radicaba en una relación renovada con el nuevo régimen de Rusia. Tal opción no
era del agrado de la

mayoría de los ucranianos, pero los fracasos manifiestos del gobierno de Skoropadsky seguían
acumulándose. El

descontento con los ocupantes alemanes también fue en aumento y culminó el 30 de julio con el
asesinato de Eichhorn a

manos de un nacionalista ucraniano.

La agitación en Ucrania obligó a los alemanes a dedicar más recursos de los que les habría gustado.
Los Imperios

centrales tenían destacados allí un total de 650.000 soldados, que consumían más comida que la que
Ucrania exportaba a

Alemania. Por lo tanto, los trastornos en Ucrania impidieron a los alemanes, tanto directa como
indirectamente, recoger la

tremenda cosecha que habían esperado; de manera aproximada, se podría cifrar que sólo llegaron a
ver una décima parte

del grano que habían previsto.169 Pero los sufrimientos de Ucrania tampoco habían acabado. La
república se convirtió en

168 Tim Travers, «Reply to John Hussey: The Movement of German Divisions to the Western Front,
Winter 1917-1918»,

War i n History, vol. 5, N° 3, 1998, pág. 168. El debate en War in History entre Travers, Hussey y
Giordon Fong demuestra

que el tema sigue siendo controvertido. Las estimaciones de Travers parecen las más razonables de
las tres.

169 Hewig, op. cit., pág. 386.

un campo de batalla de importancia entre las fuerzas Rojas y Blancas en el transcurso de la guerra
civil rusa y fue escenario

de una hambruna terrible en los años de entreguerras.

No obstante la duradera agitación en el este, los alemanes habían disfrutado allí de una sucesión
notable de victorias;

también habían probado un sistema táctico nuevo que había producido unos resultados devastadores.
Su tarea en aquel

momento consistía en ajustar tal sistema a las condiciones de los frentes restantes, en especial en
Italia y en el frente

occidental. Además, supieron que tendrían que ganar la guerra con rapidez, puesto que unas
cantidades enormes de

descansados y entusiastas soldados norteamericanos estaban empezando a llegar a Francia. Por


suerte para Alemania,

1917 había sido un año terrible para los aliados en el frente occidental, lo que daba a los alemanes el
respiro que

necesitaban para volver a adaptarse y prepararse para lo que sabían sería el año decisivo.
Capítulo 9

Salvación y sacrificio

La entrada de los norteamericanos, la cresta de

Vimy y el Chemin des Dames

El general Nivelle está convencido de que puede, y que

obtendrá, un resultado decisivo. ¿Debería uno preguntarle

en qué basa su confianza? Yo lo hice, no porque no lo

creyera capaz del éxito que todos deseábamos, sino

porque ya habíamos oído el mismo lenguaje con

anterioridad a otras ofensivas que no obtuvieron ningún

éxito particular. [Me respondió que] ya es posible

emplear otros métodos.

Informe del diplomático británico lord George Curzon

sobre una reunión celebrada en Londres el 15 de enero de

1917170

El general francés Roben Nivelle, un raro protestante francés, de padre medio italiano y madre
inglesa, había seguido una

carrera militar aceptable, aunque nada espectacular, antes de la guerra. Ascendido a coronel en 1914,
había obtenido el

mando de un regimiento de artillería, pero se encaminaba hacia el retiro cuando la guerra provocó la
prolongación de su

carrera. A lo largo de sus treinta y nueve años de servicio, Nivelle no había gozado de demasiadas
simpatías entre sus

iguales a causa de su supuesto prejuicio anticatólico, un rasgo conflictivo cuando tantos oficiales de
alto rango franceses,

como Foch y Castelnau, eran católicos devotos. Su fama como uno de los mejores jinetes del ejército
le fue de notable
utilidad en la plaza de armas, aunque no tardó en hacerse evidente que sus habilidades ecuestres no
eran necesarias en el

campo de batalla moderno.

Sin embargo, sus buenas dotes de mando en combate durante los primeros meses de la guerra lo
llevaron a una rápida

promoción en el escalafón. Sus baterías de artillería en el VI Ejército habían desempeñado un papel


trascendental en la

batalla del Marne durante 1914; sus superiores, impresionados por la creativa utilización táctica de
las piezas de artillería

de campaña de la que hizo gala, lo ascendieron a general de división en 1915. En Verdún, Nivelle se
convirtió en un

apellido familiar, al conseguir recuperar posiciones fundamentales como los fuertes de Douaumont y
Vaux con un coste

relativamente bajo. El talento, la habilidad y el innovador concepto con que había desempeñado cada
uno de sus nuevos

cometidos respaldaron su afirmación de que había descubierto una fórmula nueva para combatir en la
guerra moderna. Tal

cualidad le permitió sobresalir junto a comandantes de mayor rango como Foch, Franchet d'Esperey y
Castelnau, que

carecían de ideas nuevas. A mayor abundamiento, la confianza de Nivelle presentaba un acusado


contraste con la

prudencia extrema de generales como Fayolle y Pétain. Nivelle era el único que afirmaba poder
ganar la guerra con rapidez

y a un coste relativamente bajo.

Nivelle prometía también mejorar las relaciones del Ejército francés con sus aliados británicos. El
hecho de tener una

madre británica, permitía a Nivelle comprender las costumbres sociales de las islas y hablar un
inglés fluido y castizo; que

su abuelo materno hubiera combatido como oficial bajo el mando del legendario duque de
Wellington, no hizo sino

granjearle aún más el aprecio de los oficiales y políticos británicos. (En aras de la armonía aliada,
era mejor no pensar

demasiado en la ironía de que Wellington hubiera sido el responsable de la derrota de la Francia


napoleónica en Waterloo

170 Citado en Pierre Miquel, Le Chemin des Dames: Enquíte sur la Plus Effroyable Hecatombe de la
Grande Guerre, París,

Perrin, 1997, pág. 95.

en 1815.) El oficial de enlace del Ejército británico con el cuartel general francés pensaba que
Nivelle era «inteligente,

convincente y tranquilo». David Lloyd George, a la sazón primer ministro británico, lo consideraba
el militar más brillante

del Ejército francés: «¡He aquí, por fin —exclamó en una ocasión—, un general cuyos
planteamientos puedo

comprender!».171

Lloyd George veía también en Nivelle una oportunidad de menoscabar la autoridad de su propio
comandante, Douglas

Haig. El primer ministro no había apoyado nunca a Haig, pero tenía la sensación de que los lazos del
mariscal de campo

con la familia real y con los políticos conservadores, de quienes dependía el gobierno de coalición
que presidía, hacían

imposible su destitución. La sangría del Somme convenció a Lloyd George de que Haig era un
«burro», cuya falta de

imaginación a la hora de planificar provocaba la pérdida innecesaria de soldados británicos.172 El


mandatario británico

había humillado públicamente a Haig al viajar hasta Francia y reunirse con Foch para preguntarle las
razones de que las

fuerzas francesas hubieran avanzado en el Somme más que las británicas (Foch se había negado a
responder). Si a Lloyd

George no le quedaba más remedio que mantener a Haig como comandante de las fuerzas británicas,
al menos podía

subordinarle colocándolo por debajo de un mando conjunto aliado a las órdenes de Nivelle. «Nivelle
ha demostrado en
Verdún ser un hombre con mayúsculas —le dijo Lloyd George a su secretario particular—, y cuando
uno tiene a todo un

hombre frente a otro que no ha demostrado su valía, pues bien, apoya al hombre con
mayúsculas.»173

Aunque dispuesto a coordinar sus acciones con los aliados franceses e, incluso, a aceptar que éstos
marcaran la

estrategia general, Haig insistió en mantener el control absoluto sobre las operaciones británicos.
Lloyd George tendió una

trampa a Haig en la conferencia de Calais, celebrada el 26 de febrero de 1917. Lloyd George planeó
utilizar la conferencia

—concebida, en un principio, para la prosaica aunque importante función de coordinar la logística


ferroviaria— para darle

a Nivelle el control sobre todas las operaciones aliadas en el frente occidental. El primer ministro
británico había

preparado ya un informe en el que le otorgaba a Nivelle el control sobre las operaciones, suministros
y administración de

los británicos desde el 1 de marzo. Antes de partir para Calais, había conseguido en secreto la
aprobación del plan por el

consejo de ministros, aunque, a ese respecto, había mantenido al jefe del Estado Mayor general del
imperio, el general

William Robertson, completamente a oscuras. Nada más comenzar la conferencia, Lloyd George se
deshizo a toda prisa de

los expertos ferroviarios; entonces, él y Nivelle presentaron el plan conjunto al unísono, dejando a
Haig sin más autoridad

que la de ejecutar las órdenes de Nivelle.

Haig, al que nunca le había fascinado Nivelle, reaccionó con horror; él y Robertson, que detestaban
por igual a Lloyd

George, se quedaron atónitos. Después de concluir la reunión, Haig se quejó del plan de Lloyd
George de subordinarlo a

Nivelle en una carta personal al rey Jorge V. Este prometió apoyarlo, pero le dijo que bajo ningún
concepto podía crear una
crisis de autoridad dimitiendo como había amenazado hacer. Robertson intervino, y obtuvo el
consentimiento de Lloyd

George de mantener en vigor las condiciones sólo mientras durase la ofensiva prevista para la
primavera. En la práctica,

Nivelle rara vez insistió en supervisar las operaciones británicas, siempre y cuando éstas se
ajustaran a su visión

estratégica general.

A Nivelle, su comportamiento político le fue más útil con los políticos franceses que con los
generales británicos. En

agradecimiento por la confianza inicial depositada en él, creó una atmósfera de transparencia en el
cuartel general francés,

que, a tal fin, trasladó desde el palaciego castillo de Chantilly de Joffre a unas dependencias más
pequeñas y menos

majestuosas cerca del frente de Beauvais. Al contrario que aquél, que en una ocasión había
amenazado con detener a los

políticos que aparecieran por sus instalaciones sin previo aviso, Nivelle les daba la bienvenida y les
acompañaba

personalmente en una visita guiada por el cuartel general, mostrando una sagacidad política y un
carisma del que Joffre, a

todas luces, carecía. Nivelle tenía también un don especial para los símbolos y el lenguaje, y en una
de sus reformas

lingüísticas más espectaculares, cambió el nombre del GAR, acrónimo del Groupe d'Armées de
Reserve [Grupo de

Ejércitos de Reserva], por el del más agresivo y sonoro de Groupe d'Armées de Rupture [Grupo de
Ejércitos de Ruptura].

Nivelle aspiraba a destruir todo el saliente de 112 km de longitud que, sobresaliendo hacia el oeste,
se introducía en las

líneas aliadas desde Arras a Craonne. Con esa idea, pidió a los británicos que atacaran la curva
septentrional del saliente

poco antes de que las fuerzas francesas atacaran la meridional, de manera que el doble ataque
impidiera que los alemanes
se concentraran en uno de los dos. Mediante los métodos que aseguraba haber perfeccionado en
Verdún, conseguiría «una

ruptura [de las líneas alemanas] en un plazo de veinticuatro a cuarenta y ocho horas con el impacto
de un ataque rápido».

De esta manera, Nivelle esperaba forzar al enemigo a retirarse de todo el saliente. Su Estado Mayor
se pasó los primeros

meses de 1917 entrenando a los hombres en los nuevos métodos, reuniendo los suministros
necesarios, construyendo

171 Lloyd George, citado en C. R. M. K. Crutwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford,
Clarendon Press,

1934, pág. 398.

172 James Marshall Cornwall, Ilais Military Commander, Nueva York, Grane, Russell and 1973,
pág. 84.

173 Lloyd George, citado en A. J. P. Taylor (comp.), Lloyd George: A Diary by Frunces Stevenson,
Nueva York, Harper

and Row, 1971, pág. 139.

carreteras e inculcando en las fuerzas francesas un espíritu de «violencia, brutalidad y rapidez».174

Como muestra de su confianza, el gobierno asignó nuevos destinos a diversos generales en los que
Nivelle no confiaba

mucho. Así, a Foch, el antiguo comandante del Grupo de Ejércitos del Norte, le encomendó la
ímproba tarea de preparar

un plan de guerra para el supuesto, harto improbable, de una violación de la neutralidad suiza por
parte de los alemanes.

Marie-Emille Fayolle, que contaba con las simpatías de la tropa porque no ordenaba ataques
innecesarios, fue ascendido y

se le dio el mando del Grupo de Ejércitos del Centro, la antigua unidad de Nivelle en Verdún. En
realidad, Nivelle quería

a Fayolle en el sector de Verdún porque no preveía que se produjera ningún ataque allí; por lo tanto,
Fayolle empezó 1917

en una relativa inactividad. Por una feliz coincidencia, el gobierno francés decidió enviar a Joffre a
una gira de
conferencias por Estados Unidos; por lo tanto, el antiguo comandante en jefe no estaría por allí en
medio, husmeando por

encima del hombro de su sustituto.

Nivelle creía que la clave para romper el frente occidental radicaba en una sierra que se levantaba
entre los ríos Aisne

y Ailette. Por allí discurría un camino rural panorámico conocido como Chemin des Dames (el
Camino de las damas),

llamado así en honor de las hijas de Luis XV, para quienes la zona había sido un lugar predilecto
para pasear a caballo y

organizar comidas campestres. Allí, la línea del frente discurría de oeste a este, siguiendo el río, y no
de norte a sur, como

en la mayor parte del frente occidental. Nivelle confiaba en que, debido a que la región había
permanecido en calma

durante gran parte de la guerra, las defensas alemanas en la zona fueran insuficientes para oponer
resistencia a los hombres

entrenados para ejecutar sus nuevos métodos. Pero, igual que el magnífico paisaje que se veía desde
el camino había

ofrecido a las hijas de Luis XV un agradable paseo a caballo, también proporcionaba a los
defensores alemanes una cofa

perfecta —a 600 m de altura sobre las llanuras de abajo— desde la que observar los movimientos
franceses. Los alemanes,

además, habían defendido la región desde 1914 y conocían cada grieta y ladera a la perfección.

Los alemanes habían empezado ya a socavar los principios del plan de Nivelle al retirarse a un
poderoso y equipado

conjunto de defensas al que conocían como Línea Sigfrido, y los aliados, como Línea Hindenburg. En
algunos lugares, la

retirada hacia la Línea Hindenburg obligó a los alemanes a ceder hasta 64 km, pero al fortalecer la
línea y retirarse a unas

defensas más sólidas, liberaron hasta 13 divisiones de infantería de sus obligaciones de defensa
estática. A medida que se

iban retirando, los alemanes destruyeron todo cuanto encontraron a su paso, envenenando los pozos
de agua, arrasando los

edificios, poniendo bombas trampas y dinamitando los puentes. En febrero de 1917 las fuerzas
australianas entraron en la

ciudad de Bapaume, importante objetivo de la ofensiva del Somme, sin disparar un solo tiro; la
ciudad era una completa

ruina.

La construcción de la Línea Hindenburg, en su mayor parte realizada por prisioneros de guerra


obligados a trabajos

forzados, supuso que, al evacuar gran parte del saliente de forma voluntaria, los alemanes habían
eliminado las

justificaciones estratégicas de la ofensiva de Nivelle. Este anunció que su ofensiva seguiría adelante
a pesar de todo de

acuerdo con lo previsto, aun cuando eso significaba que entonces las fuerzas aliadas tendrían que
atacar unas posiciones

mucho más fuertes. Nivelle creía que sus 49 divisiones de infantería y las 5.300 piezas de artillería,
en combinación con

sus nuevas tácticas, se revelarían suficientes para superar las defensas tanto de las mismas colinas
del Chemin des Dames

como las de la Línea Hindenburg que se levantaban detrás.

Huber Lyautey, un héroe de las operaciones coloniales francesas nombrado ministro de la Guerra en
diciembre de

1916, consideró que el plan era temerario e imprudente. Lyautey no había participado en la decisión
de otorgarle el mando

a Nivelle y no se sentía tan atraído por la personalidad del militar como el resto de los políticos
franceses. Después de

haber sido informado acerca del plan de Nivelle, se refirió a él de manera despectiva denominándolo
«un plan para el

ejército de la duquesa de Gerolstein», en referencia nada halagüeña, a una ópera cómica de 1867 de
Jacques Offenbach.175

Lyautey consideró sustituir a Nivelle, pero se dio de bruces contra una dura oposición por parte de
los poderosos miembros
del Parlamento francés. En parte para protestar por la ofensiva sin hacer públicas sus objeciones,
Lyautey dimitió como

ministro de la Guerra en marzo de 1917 y regresó a su puesto de gobernador general de Marruecos.

La dimisión de Lyautey contribuyó a la caída del gobierno de Briand. El nuevo gobierno contaba
entre sus miembros

con el matemático y experto en aeronáutica Paul Painlevé como ministro de la Guerra. Este era el
séptimo ministro de la

Guerra desde 1914 y el primer civil en ocupar el cargo en ese tiempo. Painlevé transmitió a Nivelle
sus preocupaciones

acerca de la operación e informó al general de la ineficacia de su Estado Mayor a la hora de


mantener el secreto. Varios

elementos del plan, incluida la fecha de inicio, eran ya del dominio público en círculos parisinos en
los que normalmente

174 Nivelle, citado en Allain Bernede, «Les F rancais a l'Assaut du Chemin des Dames, 16 avril
1917», 14-18: Le

Magazine de la Grande Querré, n° 3, agosto-septiembre de 2001, págs. 6-15, cita en pág.

175 Lyautey, citado en Anthony Clayton, Paths of Glory: The French Army, 1914-1918, Londres,
Cassell, 2003, pág. 125.

En La grande Duchesse de Gerobteiti, la protagonista asciende al soldado Fritz, su último amante, a


mariscal de campo. La

opereta es una sátira del ejército y de su mecanismo de toma de decisiones.

no se tenía acceso a esa clase de información; además, en Londres habían aparecido al menos diez
copias del plan.176 Y

eso que Painlevé ignoraba que los detalles del plan eran también del dominio alemán. En dos
incursiones separadas contra

las trincheras francesas, los alemanes habían conseguido apoderarse de varias copias íntegras del
mismo; copias que, de

manera inexplicable, se habían entregado a los oficiales de los refugios del frente. Nivelle siguió
expresando su

optimismo, y Painlevé, no queriendo provocar una crisis política de importancia apenas ocupado el
cargo, cedió.
Painlevé no tardó en enterarse de que muchos generales franceses, entre ellos algunos de los que
tenían la

responsabilidad de dirigir los ataques, no compartían la confianza de Nivelle. Podría decirse que la
oposición de Pétain

formaba parte del acostumbrado pesimismo del general y de la desconfianza que sentía hacia
cualquier cosa que contara

con el apoyo de los políticos, pero no así de la del agresivo Franchet d'Esperey y la del muy
respetado Joseph Micheler. El

4 de abril Painlevé se reunió con Nivelle para hacerlo partícipe de estas dudas y pedirle al general
que recortara la ofensiva

y sus objetivos. A sólo cinco días de iniciarse la fase artillera preliminar de la ofensiva británica,
Nivelle protestó

furiosamente y amenazó con dimitir si el gobierno imponía cambios a su plan. «Mi único temor —le
dijo a Painlevé—, es

el desalojo del enemigo. Cuantos más alemanes haya, mayor será la victoria.» El ministro volvió a
transigir, pero le pidió

a Nivelle que aceptara detener la ofensiva si no se producía la incursión en el Chemin des Dames
antes de las cuarenta y

ocho horas. Nivelle le dio su palabra de que así lo haría. «No tengo intención de reanudar la batalla
del Somme», dijo

Nivelle.177

Dos días después de la reunión, el 6 de abril de 1917, el Congreso de Estados Unidos aprobaba por
abrumadora

mayoría la petición del presidente Wilson de declarar la guerra a Alemania en respuesta a la


reanudación de la guerra

submarina ilimitada. Aunque a los estadounidenses les llevaría tiempo hacer sentir su presencia, la
noticia recorrió Francia

como una oleada de emociones. Para celebrar el acontecimiento, el primer ministro Alexandre Ribot
pidió la convocatoria

de una sesión especial de la Cámara de Diputados. Cuando se celebró, varios de los escaños
aparecieron vacíos, porque los
hombres que los ocupaban normalmente habían partido para servir en el ejército; en otros había
coronas de flores que

conmemoraban las muertes en combate de aquellos (como Emil Driant) que los habían ocupado
antaño. Cuando Ribot

pronunció por primera vez la palabra «Norteamérica», los diputados «se levantaron al unísono» y se
volvieron hacia el

embajador de aquel país, William Graves Sharp, haciéndole reverencias con la cabeza y
aclamándolo.

En el ejército, los sentimientos no fueron menos intensos. Nivelle envió una carta al jefe del Estado
Mayor

norteamericano, el general Hugh Scott, que decía así:

El Ejército francés ha oído con la emoción más profunda las nobles y conmovedoras palabras
dirigidas por el

presidente Wilson al Congreso. Su alegría es inmensa al enterarse de que el Congreso ha declarado


la guerra a

Alemania. Nuestro ejército mantiene fresco el recuerdo de la fraternidad militar sellada hace más de
un siglo por

Lafayette y Rochambeau en suelo estadounidense, y que se hará aún más firme sobre los campos de
batalla de

Europa.178

Según Robert Bruce, Estados Unidos «significaba para Francia algo más que un mero aliado nuevo;
simbolizaba la

salvación».179 A muchos franceses, la entrada de Estados Unidos les pareció un buen presagio para
la ofensiva que estaban

a punto de comenzar.

El plan de Nivelle requería que los británicos iniciaran la ofensiva de primavera con un ataque cerca
de la ciudad de

Arras. La clave para Arras y la llanura de Douaí, situada al este, radicaba en la cresta de Vimy, una
elevación de terreno

con una cima de 100 hectáreas, y que en la actualidad posee a perpetuidad el Estado canadiense. El
evidente valor
estratégico de la cresta de Vimy la convirtió en un importante premio para los alemanes durante la
carrera hacia el mar.

Más tarde, llegó a ser el escenario de tres batallas entre 1915 y 1916. En 1915 los franceses
perdieron a casi 150.000

hombres en un intento inútil de retomarla; en 1916 el sector de Arras cayó en manos británicas como
consecuencia de un

acortamiento del frente francés, pensado para liberar más unidades que combatieran en Verdún y en
el Somrne. Una

ofensiva de los alemanes en mayo de aquel año recuperó Vimy para vergüenza de los generales
británicos, que habían

prometido conservarla.

Aunque Haig seguía descontento por el acuerdo sobre el ejercicio del mando durante la primavera,
se dio cuenta del

valor de retomar tanto Arras como la cresta de Vimy, y asignó la tarca de apoderarse de esta última a
uno de sus protegidos,

el general Henry S. Horne, que estaba al mando del I Ejército británico. Para tomar un objetivo tan
poderoso como la cresta

de Vimy, Horne recurrió a su mejor unidad, el Cuerpo de canadienses, que estaba combatiendo casi
como una fuerza

176 Cruttwell, op. cit., pág. 409.

177 Nivelle, citado en Bernede, op. cit., págs. 11-12.

178 Nivelle, citado en Robert Bruce, A Fraternity of Arrns: America y France in the Great War,
Lawrence, University

Press of Kansas, 2003, págs. 32-34. Los oficiales franceses marqués de La fayette y conde Jean
Baptiste de Rochambeua

habían ayudado a los norteamericanos a ganar la guerra de la independencia contra Gran Bretaña.

179 Ibid.
independiente a las órdenes de Ottawa, aunque comandada por un británico, el general Julián Byng.
Veterano de la guerra

Bóer, de la primera batalla de Ypres y de Gallípoli, Byng tenia cuatro divisiones de unos soldados
canadienses que se

habían ganado la fama de una eficacia y cohesión en el combate insuperables.

Unos soldados de la Real Artillería de Campaña británica mueven a mano una

pieza durante la preparación del asalto a la cresta de Vimy de abril de 1917. La

artillería de campaña tenía encomendada la destrucción de las alambradas

enemigas y el apoyo artillero directo durante la ofensiva. (Imperial War

Museum, propiedad de la Corona, p. 396)

El ataque contra la cresta de Vimy demostró la creciente complejidad de las operaciones militares
británicas. El Real

Cuerpo de Aviación británico consiguió primero la superioridad en el aire, lo que permitió a la


artillería una meticulosa

localización de los objetivos y una considerable mejora en la precisión de la descarga. Los artilleros
británicos
concentraron un cañón pesado por cada 21 m de frente enemigo, en contraposición al cañón por cada
57 m del Somme.180

En la preparación artillera de una semana hubo menos proyectiles defectuosos y más de alto
explosivo, lo que permitió que

la artillería neutralizase un porcentaje mucho mayor de baterías enemigas que en cualquier otro
momento de la guerra

hasta entonces; también cortó las alambradas alemanas con mucha más efectividad que en el Somme.
Asimismo, el trabajo

del Estado Mayor experimentó una mejoría notable, en clara demostración de lo bien que los
británicos habían asimilado

las lecciones del Somme y de lo mucho que habían aprendido en los meses transcurridos.

La preocupación alemana por el esperado ataque francés en las cercanías del Chemin des Dames
abrió posibilidades de

éxito para los británicos. Al redirigir sus fuerzas hacia el sector del río Aisne, los alemanes dejaron
el de Arras débilmente

protegido; en consecuencia, los británicos disfrutaron de la ventaja de disponer de cuatro divisiones


de infantería más que

los alemanes, aparte de su ya considerable superioridad en piezas de artillería. Por otro lado, el
bombardeo artillero

británico obligó a los mandos del VI Ejército alemán a retrasar tanto sus reservas que, en la práctica,
no podían

contraatacar.

El ataque de la infantería empezó el domingo de Pascua 9 de abril, tras una cuidadosa preparación
por parte de Byng y

su Estado Mayor. El bombardeo con proyectiles de gas clavó a los alemanes en sus posiciones y
mató a muchos de sus

desprotegidos caballos, impidiendo así el reabastecimiento de munición y de otros suministros a los


hombres del frente.

Una barrera móvil de artillería protegió el avance de la infantería, cobertura que se vio reforzada por
la intervención de 48

carros de combate, pese a que muchas de estas máquinas seguían aquejadas de diferentes problemas
mecánicos. Los

canadienses atacaron la cresta y consiguieron unos resultados notables para una operación prevista
en un principio como

de diversión. Después de la primera hora, tomaron la línea alemana precedente, que estaba situada
pocos metros más allá

de la tierra de nadie.

Los canadienses, tras lograr sobrepasar en su avance tres líneas alemanas situadas en la cumbre de
Vimy, hicieron

prisioneros a 9.000 alemanes y recuperaron toda la cresta, donde hoy se levanta uno de los
monumentos más grandes del

180 Gary Sheffield, Forgotten Victory: The First World War; Myths and Realities, Londres,
Headline, 2001, págs.

162-163.

frente occidental. El III Ejército británico llevó a cabo su ataque más cerca de Arras e hizo
prisioneros a otros 4.000

alemanes. En total, entre las dos unidades se apoderaron de 200 piezas pesadas de artillería y
consiguieron mover la línea
casi 5 km. Sin embargo, no se logró ninguna penetración. Aunque las líneas alemanas se mostraron
vulnerables a los

ataques iniciales, conservaron no obstante la fuerza suficiente para repeler una carga de caballería y
evitar una incursión

completa de los británicos. El mal tiempo del 2 de abril lentificó a estos últimos y dio a Ludendorff
la oportunidad de

encarar una situación que consideraba crítica.

La toma de la cresta de Vimy supuso para los británicos la mayor ganancia territorial en un día hasta
esa fecha. Había

sido un ataque heroico y bien planeado, pero no condujo a mayores conquistas. Los alemanes fueron
capaces de estabilizar

sus líneas sin retirar hombres del sector del Chemin des Dames, y el impulso de las ofensivas
británicas decreció

enseguida. Los intentos aliados de apoderarse de los centros de comunicaciones de Douai y Cambrai
fracasaron. Sin

embargo, las fuerzas británicas voluntarias habían demostrado una destreza que impresionó a los
alemanes. El príncipe

heredero de Baviera, Rupprecht, al mando de todas las operaciones alemanas al norte del río Oise,
confesó en su diario:

«¿Tiene alguna utilidad proseguir con la guerra en tales circunstancias?».181

Para que el éxito británico en Arras tuviera una repercusión mayor sobre la guerra, Nivelle tendría
que conseguir una

victoria similar. A medida que se acercaba el 16 de abril, día escogido para el inicio de la ofensiva,
la moral de los

franceses aumentaba. Los norteamericanos se habían unido a la guerra, y los canadienses habían
logrado una de las

victorias más espectaculares del frente occidental al retomar la cresta de Vimy. Tal vez la inercia
hubiera cambiado, y el

ataque francés contra el Chemin des Dames se convirtiera, de hecho, en la última ofensiva de la
guerra. «Una fiebre épica

se ha apoderado de todos nosotros —señalaba un soldado francés—. Oficiales y soldados se niegan


a marcharse para no

perderse la gran ofensiva.»182 Un general de división francés, llevado de su fe en el triunfo, había


contratado a una banda

de música para que interpretara La Marsellesa cuando su unidad entrara triunfante en la ciudad que
tenían señalada como

objetivo principal para el primer día. Nivelle y sus partidarios creían que las circunstancias rara vez
habían favorecido

tanto a un general en toda la historia de la guerra.

Al igual que su homólogo australiano John Monash, el canadiense Arthur

Currit; fue ascendiendo de rango a pesar de no ajustarse al ideal británico del

militar. En un premeditado intento por potenciar este distanciamiento, se negó

a dejarse crecer el bigote que lucían sus iguales británicos. (Australian War

memorial, negativo N° H06979)


El Chemin des Dames
Pero no todos los indicios eran positivos. Un avión alemán había sobrevolado las líneas alemanas,
dejando caer una nota

que decía: «¿Cuándo van a empezar su ataque?».183 Una mezcla de nieve, lluvia y niebla convirtió
el terreno en una

ciénaga de barro frío. El mal tiempo puso fuera de servicio a los 500 aviones y 40 globos de
observación de la flota

francesa, la mayor que habían conseguido reunir hasta la fecha. Por si fuera poco, la maniobra de
diversión de la cresta de

181 Rupprecht, citado en Cruttwell, op. itt., pág. 405.

182 Citado en Bernéde, op. cit., pág. 12.

183 Citado en ibid., pág. 12.

Vimy no había conseguido —como era la esperanza de Nivelle— que los alemanes retiraran fuerzas
del Chemin des

Dames. Y como golpe final, un sargento de uno de los ejércitos franceses que llevaba una copia
completa del último plan

a su regimiento, fue hecho prisionero de guerra a consecuencia de una incursión de trincheras


alemana. Por lo tanto, no
había ni que hablar de factor sorpresa.

Al enterarse del plan aliado por adelantado, los alemanes no sólo supieron cuándo atacarían los
franceses, sino también

cómo detenerlos. Los pilotos alemanes habían visto lo suficiente antes de que cerrara la niebla para
proporcionar a su

Estado Mayor una imagen precisa de la disposición de las fuerzas francesas. Las tropas alemanas
procedieron entonces a

reforzar los emplazamientos de hormigón en los que tenían instaladas las ametralladoras con campos
de fuego cerrado,

afianzaron también las cuevas de caliza naturales en las que tenían previsto protegerse de la artillería
francesa y, asimismo,

trasladaron más hombres al sector desde la reserva general, multiplicando por cinco el número de
fuerzas en el Aisne.

Mientras que en febrero los alemanes habían tenido sólo 9 divisiones en el sector para enfrentarse a
44 divisiones

francesas, en abril disponían de 43. Muchas de estas divisiones estaban especialmente entrenadas
para realizar

contraofensivas, una muestra de la confianza de los alemanes en su capacidad para repeler el ataque.

Aun así, Nivelle no perdía el optimismo, y modificó su famoso grito de Verdún: «On les aura» («Los
atraparemos»)

por «On les a» («Ya los tenemos»). El y el agresivo general Charles Mangin confiaron la primera
oleada del ataque a los

veteranos de las unidades que habían demostrado su valía en Verdún y, entre ellas, incluyeron a las
tropas coloniales

preferidas de Mangin. Para mantenerse a la par de la barrera móvil de la artillería, aquellos hombres
tendrían que avanzar

cuesta arriba, en un terreno enlodado y a un paso de cien metros cada tres minutos para cruzar un
frente completo de unos

24 km. El VI Ejército de Mangin formaba la parte más occidental del ataque y era el responsable de
la toma de la posición

individual más poderosa de la línea, el fuerte de Malmaison. En el centro se situaba el X Ejército del
general Denis

Duchéne. Graduado en la Academia Militar de St. Cyr, Duchéne pertenecía a la vieja escuela para la
que la ofensiva era el

único medio de conducirse en la guerra. La parte más oriental del frente pertenecía al V Ejército, que
estaba bajo el mando

de un general de caballería cuya falta de familiaridad con la infantería y la artillería había hecho que
sus subordinados no

confiaran en él.

El día del ataque amaneció con unas condiciones climatológicas aún peores. El tiempo nublado y
nevoso volvió a dejar

a la aviación francesa fuera de servicio, lo que significaba que los artilleros tenían que disparar
contra las últimas

posiciones conocidas de sus objetivos, circunstancia que los alemanes aprovecharon trasladando
muchos de sus cañones.

De este modo, el fuego de la artillería francesa ni podía hacer impacto en sus objetivos ni corregir su
fuego a partir de la

información proporcionada por los pilotos. La lluvia helada hizo sufrir de manera especial a los
soldados franceses; la

mayoría llevaba varios días sin dormir. Aun así, abandonaron las trincheras con una moral bastante
alta; una batalla más, y

el frente occidental tal vez acabaría rompiéndose de una vez.

En contra de las optimistas proclamaciones de Nivelle, los ataques franceses

de 1917 en Champaña acabaron en unos cruentos desastres, que condujeron al

amotinamiento generalizado y a la sustitución de Nivelle por Henri Philippe

Pétain. (National Archives)

El gran optimismo que había arrastrado a tantos soldados franceses ayuda a explicar la desilusión
subsiguiente. Su

ataque no tardó en desvanecerse ante el intenso fuego de ametralladora alemán. «Los regimientos se
vieron atrapados, casi
de inmediato, bajo el fuego de innumerables ametralladoras, protegidas de los bombardeos por
casamatas de hormigón y

cuevas naturales», informó un general.184

Bajo semejante fuego, la infantería no podía esperar avanzar al paso que se le había fijado, lo que
ocasionó que la

barrera móvil de la artillería se moviera demasiado deprisa hacia delante y no pudiera ofrecer una
protección significativa.

Los alemanes tuvieron tiempo más que de sobra para apuntar sus armas y seleccionar el blanco entre
los grupos de

soldados franceses que avanzaban lentamente hacia ellos. El servicio médico francés, al recibir un
número de heridos

varias veces superior a aquel para el que se le había dicho que se preparase, se vio desbordado
enseguida, lo que se vino a

sumar al sufrimiento. Hacia el mediodía, muchas unidades francesas se encontraron con la dificultad
adicional de rechazar

los contraataques que formaban parte del plan de los alemanes. El único logro francés de la primera
jornada provino de las

bajas sufridas por los alemanes a consecuencia de aquellos contraataques, y de los prisioneros que,
como en el Somme, se

habían refugiado de la artillería en sus profundos refugios y rendido a los primeros soldados que
invadieron sus posiciones.

Al anochecer, ninguna unidad francesa estaba situada en los objetivos fijados para el primer día o ni
siquiera se había

aproximado a ellos; hasta las fuerzas coloniales de Mangin habían fracasado. Nivelle decidió
reanudar los ataques el

segundo día. Incluso si hubiera pretendido mantenerse fiel a la promesa hecha a Painlevé, seguía
teniendo veinticuatro

horas para romper el frente alemán. Los franceses volvieron a atacar al segundo día, esta vez en
unidades formadas a toda

prisa con los restos de las que habían sido destrozadas la víspera; faltaban oficiales y las baterías de
artillería carecían de
las reservas de proyectiles necesarias para apoyar el ataque. Nivelle rompió su promesa y volvió a
repetir el ataque el 18 de

abril, lo que condujo a Painlevé a intentar en vano detener el ataque el 20 de abril. Finalmente, el día
23 el presidente

Raymond Poincaré, en una medida absolutamente insólita, ordenó que se parase la ofensiva.

En siete días de ataques contra el Chemin des Dames, los franceses sufrieron 30.000 muertos,
100.000 heridos (al

cuerpo médico se le había dicho que se preparase para 15.000 heridos) y 4.000 prisioneros. Como el
plan de Nivelle había

situado a los mejores soldados de Francia en la primera oleada, las pérdidas afectaron a las unidades
de élite de manera

desproporcionada. Ante el asombro de su Estado Mayor y del gobierno, Nivelle anunció que
reanudaría los ataques de

mayo y desvió todas las culpas hacia los jefes de sus ejércitos, acusando a Mangin de haberse
equivocado en la conducción

de las tropas y relevándolo del mando.

Para proteger al Ejército francés de una concentración inmediata de fuerzas alemanas, los británicos
atacaron de nuevo

Arras, y continuaron con sus ofensivas hasta bien entrado mayo, lo que les llevó a sufrir algunas de
las bajas más

numerosas de la campaña, fruto de aquellos ataques ad hoc. El fracaso de Nivelle había confirmado
las suspicacias de

Haig, pero las bajas sufridas por proteger a los franceses le dieron pocos motivos para regodearse;
tal circunstancia, sin

embargo, unida al éxito de la cresta de Vimy, consolidó su posición frente a Lloyd George y le
garantizó que este último

—y salvo que tuviera un fracaso tan espectacular como el de Nivelle— no pudiera hacer nada para
sustituirlo.

Los fracasos obtenidos contra el Chemin des Dames provocaron una crisis en el Ejército francés. Las
bajas revelaron

que el encanto de Nivelle no era más que mera ingenuidad, que su carisma no pasaba de ser una pose
cínica e insustancial

y que su sagacidad militar se adecuaba mejor al período napoleónico. Nivelle desoyó todas las
voces que pedían su

dimisión e insistió en que todavía podía conseguir una penetración estratégica; pero el hombre con la
fórmula para la

victoria había sido desenmascarado, resultando ser un simple charlatán. Había llegado el momento
de un cambio en el

mando, y Nivelle fue enviado a Argelia. El gobierno francés tenía que encontrar ya a un hombre que
gozara de la confianza

de la tropa y que no propugnara ninguna ofensiva más.

Francia se volvió entonces hacia Pétain, que fue nombrado comandante en jefe del Ejército francés el
15 de mayo. El

éxito obtenido en la defensa de Verdún hacía de él una elección popular, tanto entre los soldados
como para la población

en general. Pétain no había creído nunca que en 1917 existiera la posibilidad de penetrar las líneas
alemanas en el Chemin

des Dames ni en ninguna otra parte. Los políticos que apoyaron su nombramiento podían, en
consecuencia, contar con que

no reanudaría la ofensiva de manera prematura. Sin embargo, Pétain llegaba al cargo con algunos
inconvenientes de los

que no se sabía absolutamente nada fuera del círculo de dirigentes políticos y militares que mejor lo
conocían. Por lo

pronto, sentía una profunda desconfianza hacia la República Francesa como forma de gobierno y
despreciaba a casi todos

los principales dirigentes políticos, características ambas que le costarían muy caras a Francia en
1940. Por si esto fuera

poco, sentía por los británicos un recelo igual de profundo, lo que originó que a lo largo de 1917 y
buena parte de 1918 los

dos ejércitos libraran sendas guerras con apenas conexión entre ellas.

Los ejércitos franceses que comandaba Pétain se enfrentaban entonces a una enorme crisis de moral
como
consecuencia del fracaso en el Chemin des Dames. Poco antes de que Pétain asumiera el mando,
varias unidades del

Ejército francés habían iniciado lo que los oficiales denominaron «actos de indisciplina colectiva».
Los soldados no

desertaban ni rehusaban abandonar las posiciones desprotegidas, pero sí que se negaban a reanudar
la ofensiva o, en

muchos casos, a avanzar hasta las líneas del frente.

184 Citado en Pierre Miquel, Le Chemin des Dames: Enquite Sur la Plus EJfr&yable Hecatombe de
la Grande Guerre,

París, Perrin. 1<W, pág. 162.

En su excelente estudio sobre la V División de Infantería francesa, Leonard Smith sostiene que los
amotinamientos

fueron consecuencia de la creencia extendida entre los soldados de que se había roto la
proporcionalidad. Los soldados,

argumenta Smith, habían arriesgado sus vidas en el pasado, y seguirían haciéndolo para expulsar a
los alemanes de suelo

francés, pero se negaban a hacerlo en las circunstancias que habían visto en el Chemin des Dames.
Los hombres

comprendían que en la guerra los soldados morían; mas lo que no entendían era de qué manera sus
muertes en operaciones

insensatas, como la del Chemin des Dames, acercaban a Francia a la victoria.185 Lo cual quedó de
manifiesto en las

palabras de un soldado francés: «Después de lo que he visto, ya no puedo creer en una victoria de las
armas».186

Entre los soldados franceses empezó a estar cada vez más arraigada la convicción de que su destino
consistía en elegir

entre un aparente y eterno «encarcelamiento en las trincheras» o una sucesión de fracasos sangrientos
como el del Chemin

des Dames. Los amotinamientos fueron un intento de encontrar una tercera vía, una expresión de la
negativa de los

soldados a seguir combatiendo en la guerra a la manera de los generales.187 A sus ojos, el Estado y
el Ejército franceses

habían dejado de considerarlos individuos y ciudadanos de la República; teniendo en cuenta lo


miserable de su paga,

alimentación y alojamiento, los soldados concluyeron que sus oficiales habían acabado por
considerarlos apenas algo más

que animales. Como decía una canción de los amotinados:

Adieu la vie, adieu l’amour

Adieu, toutes les femmes

C'en est fini et pour toujours

Dans cette guerre infame

C'est a Craonne sur le platean

Qu 'on va laissez le pean

Car nous sommes tout condamnés

C'est nons les sacrifiés

Adiós a la vida, adiós al amor

Adiós, oh, mujeres, adiós

En esta guerra infame

Ya todo se acabó

En la meseta de Craonne

Quedará nuestra piel

Como estamos todos condenados

Somos los sacrificados.188

En un principio, el cuartel general francés culpó a los agitadores pacifistas de estar en el origen de
los amotinamientos.

Sin embargo, Pétain y otros se dieron cuenta enseguida de que los amotinados pertenecían a algunas
de las mejores
unidades francesas. Muchos eran veteranos de Verdún y el Somme que habían recibido las más altas
condecoraciones, así

que tratarlos de cobardes o descontentos no sería aceptable. En un momento dado, durante los meses
de mayo y junio,

hasta 68 divisiones quedaron inservibles para el servicio, lo que hizo de los amotinamientos algo
demasiado corriente para

despreciarlos como una serie de incidentes aislados. Estudios posteriores sobre el Ejército francés
identificaron los rasgos

más comunes entre los amotinados: destinados en unidades de infantería (la artillería y la caballería
no se vieron

afectadas); destinados en unidades que habían servido en el Chemin des Dames o en uno de los
ataques de apoyo; y

destinados en unidades cuyos oficiales habían desempeñado el mando deficientemente en las


ofensivas recientes. Los

hombres casados eran más proclives al amotinamiento que los solteros, reflejo de la ausencia de
permisos, que ocasionaba

que los hombres pasaran meses, e incluso años, sin ver a sus familias. Los estudios no encontraron
correlación entre los

amotinamientos y aquellas unidades que, según el cuartel general, contenían elementos pacifistas.

185 Véase Leonard Smith, Between Mutiny and Obediente: The Case of the French Fifth Infantry
División during World

War I, Princeton, Princeton University Press, 1944, págs. 156-168. Véase también Guy Pédroncini,
Les Mutinieries de

1917, París, Presses Universitaires de France, 1974.

186 Citado en Pierre Miquel, Les Poilus: La France Sacrifiee, París, Plon, 2000, pág. 339.

187 Smith, op. cit., págs. 162-168.

188 Citado en Miquel, op. cit., pág. 340. Craonne es una de las mayores poblaciones del Chemin Des
Dames.

Los amotinados franceses habían tenido mucho cuidado de no revelar su actividad a los alemanes ni
de dar al enemigo
la oportunidad de explotar la situación militarmente. «Los soldados están resentidos —dijo uno—,
pero los boches siguen

ahí, y no podemos dejarlos pasar.» Más tarde, Ludendorff recordaría que hasta él habían llegado
«débiles ecos» de los

disturbios que acaecían a escasos kilómetros de las posiciones alemanas. Por consiguiente, los
amotinamientos tuvieron un

impacto mínimo sobre la situación estratégica general.189

A menudo, las quejas de los soldados tenían también cierto trasfondo político. Así, había pequeños
grupos que

cantaban La internacional o mostraban su apoyo a los bolcheviques haciendo ondear banderas rojas,
pero seguían siendo

una clara minoría; y muchos amotinados apoyaban sin ambages el final de la guerra, aunque no la paz
a cualquier precio.

En general, pedían una paz sin anexiones, aunque, de forma reveladora, muchos exigían que Francia
recuperara Alsacia y

Lorena como condición para terminar la guerra. Tales demandas demostraban que los soldados
franceses mantenían un

prudente vínculo con los objetivos políticos del Estado francés, y que no consideraban que la
incorporación de Alsacia y

Lorena a Francia fuera una «anexión». En cualquier caso, las reivindicaciones más frecuentes eran la
devolución de la

independencia a Bélgica y la evacuación por los alemanes de todo el territorio ocupado desde 1914.

Lo que sí tuvieron los amotinamientos fue un impacto espectacular sobre el propio Ejército francés.
Pétain consiguió

desterrarlos con una mezcla de tosquedad y preocupación por las quejas legítimas de los hombres.
Autorizó la ejecución de

27 hombres (de 499 condenados a muerte por tribunales militares) que habían cometido delitos
graves, tales como

amenazar a los oficiales o alentar a la deserción en masa; a casi 3.000 más, a los que se les encontró
culpables de delitos

menos graves, se les impuso penas de prisión o fueron condenados a trabajos forzados.
Pétain cambió también las condiciones en el frente. Autorizó una mayor frecuencia en los permisos y
aumentó su

duración para los hombres que vivían lejos del frente, de manera que no invirtieran la mayor parte
del permiso en esperar

en las estaciones de tren o en el trayecto a casa. Asimismo, ordenó que se mejorasen las comidas y
que se incluyeran más

vegetales frescos en la dieta de los soldados. A partir de un informe que culpaba de muchos de los
disturbios a la

embriaguez, tomó medidas para controlar el acceso de los soldados a su amado pinard, un vino
barato rebajado con agua.

Además de todo esto, destituyó a docenas de oficiales, entre ellos dos generales, y a los restantes les
dijo que tenían que

tomarse mayor interés en el bienestar de sus hombres y que se les habría de ver en el frente con más
regularidad. Y, al

cancelar una ofensiva prevista para mediados de junio, proporcionó al ejército un descanso más que
necesario.

Es bien sabido que Pétain les dijo a sus hombres que Francia esperaría a recibir carros de combate y
a la llegada de los

norteamericanos antes de volver a atacar. Sin embargo, ordenó tres ofensivas limitadas, planificadas
con meticulosidad. La

primera utilizó a hombres del norte que no se habían visto afectados por los amotinamientos para
apoyar las operaciones

de verano de Haig en Ypres. La segunda retomó dos importantes posiciones en Verdún que seguían
en manos de los

alemanes, la Colina 304 y la cresta del Mort Homme. En octubre, y a sabiendas de que los alemanes
habían despojado

notablemente sus defensas del Chemin des Dames a fin de reforzar Ypres, Pétain se atrevió incluso a
intentarlo de nuevo

en tan infausto sector. El ataque tuvo éxito, y Pétain tomó toda la cresta en una semana, con un coste
de 2.240 soldados

franceses muertos. En las unidades encargadas del avance no se produjo ningún indicio de
amotinamiento. Los ataques, en
especial el dirigido contra el Chemin des Dames, proporcionó al Ejército francés una inyección de
moral de la que andaba

muy necesitado.

Pétain empezó también el tardío proceso de modernizar el Ejército francés. Su primera medida
consistió en entrenar a

los soldados en operaciones combinadas de las diferentes armas, en las que se integraban la
infantería con la artillería, la

aviación y las unidades blindadas. Las piezas de artillería más grandes y los carros de combate
proporcionaban el apoyo de

fuego pesado, mientras que los morteros de trincheras y las ametralladoras prestaban a la infantería
un armamento con

movilidad para el ataque. Pétain ordenó la creación de defensas elásticas escalonadas como las
utilizadas por los alemanes

en el Somme. Las primeras líneas se encargarían de parar el ataque del enemigo, mientras que las
segundas presentarían la

resistencia principal y las terceras contraatacarían allí donde fuera viable. Las ofensivas francesas,
limitadas y localizadas,

actuarían sólo con la inteligencia y el apoyo logístico propios. Fueran cuales fuesen sus defectos y,
pese a sus delitos en la

siguiente guerra mundial, Pétain había apartado al Ejército francés del precipicio del amotinamiento.
La moral mejoró, y

Pétain restableció «la dignidad del soldado individual, cuando no su sensación de aislamiento
respecto de la sociedad».190

El Ejército francés había sobrevivido.

De la sexta a la undécima batalla del Isonzo

El italiano Cadorna hizo todo lo que pudo para rivalizar con el francés Nivelle en tozudez e
insensibilidad hacia el

bienestar de sus hombres. Entre agosto de 1916 y agosto de 1917 lanzó seis ataques más en el valle
del río Isonzo. Aunque

ninguna de esas batallas produjo el resultado necesario para permitir a Cadorna realizar su
prometido paseo hasta Viena,
cada una de ellas tuvo el éxito suficiente para justificar la sucesión. Por lo tanto, Cadorna consideró
cada uno de aquellos

189 Citado en ibid., págs. 342 y 347.

190 Clayton, op. cit., pág. 143.

enfrentamientos cruentos no como un contratiempo, sino como una victoria y una prueba de la
capacidad de combate en

desarrollo del Ejército italiano. Cada nueva ofensiva que planeaba parecía ofrecer la posibilidad de
ser la última.

La aviación provocó la aparición de los artilleros antiaéreos, como estos

soldados británicos del frente occidental. Adquirieron mayor relevancia

cuando los pilotos aprendieron a bombardear las posiciones terrestres

desde el aire. (United States Air Force Academy McDermott Library.

Colecciones especiales)

El ataque de agosto de 1916, el que supuso la sexta batalla del Isonzo, produjo las primeras
ganancias sustanciales de

Italia en la guerra. Las ofensivas de Brusilov habían distraído la atención de los austríacos, y la
capacidad de los italianos
para mantener sus posiciones en la llanura de Asiago había conducido a un perceptible aumento de la
moral. Los soldados

italianos, además, estaban «ansiosos por vengar» a los 6.900 camaradas víctimas, a finales de junio,
de un ataque sorpresa

con gas de los austrohúngaros. Los fuertes vientos de las montañas originaron unas condiciones
climatológicas que habían

impedido prever un ataque con gas, y su utilización por los austríacos supuso el primer ataque de este
tipo en el Isonzo. Los

soldados italianos, que tenían pocas máscaras antigás, tuvieron una muerte «lenta y horrible»; según
cuenta un historiador

militar, el gas les quemó los ojos y los pulmones.191

Con esta motivación, los soldados italianos combatieron bien y tomaron los montes San Michele y
Sabatino, además de

la ciudad más importante de la región, Gorizia. Aunque la población estaba casi desierta y para
entonces ya había sufrido

muchos daños, su toma, al tratarse de la primera ciudad austro-húngara que caía en manos italianas,
representó, pese a

todo, una victoria importante. Los italianos lograron así el control de la orilla oriental del río Isonzo,
lo que obligó a los

austrohúngaros a montar una nueva línea defensiva.

Cadorna volvió a atacar en septiembre (la séptima batalla del Isonzo), confiando en sorprender a los
austríacos antes de

que pudieran establecer sus nuevas defensas; los italianos lograron algunos éxitos, pero no pudieron
penetrar. Dos

ofensivas más en el otoño les permitieron ganar casi 5 km más, aunque con un coste elevado de
bajas. El hastío por la

guerra de los italianos se convirtió en un problema serio, aunque no surgió ninguna señal de
amotinamiento. Desde su

observatorio londinense, Lloyd George quedó bastante impresionado por los logros italianos como
para apoyar el envío de

soldados británicos y piezas de artillería para reforzar a Cadorna y darle a los italianos la
oportunidad de conseguir una

penetración de importancia.

El clima invernal aminoró el ritmo de las operaciones y dio tiempo suficiente a Haig y a Robertson
para detener las

previsiones del primer ministro. Cadorna volvió a atacar en la primavera de 1917, en lo que
constituyó la mayor campaña

italiana hasta la fecha. En mayo, después de que la ofensiva de Nivelle y la de los británicos en
Arras hubieran acabado,

Italia dio comienzo a la décima batalla del Isonzo. Las fuerzas italianas consiguieron adentrarse en la
meseta de Bainsizza,

al nordeste de Gorizia, aunque con un coste muy elevado; los italianos sufrieron 157.000 bajas frente
a 75.000 de los

austrohúngaros. Pero, convencido de que éstos se encontraban al límite de sus posibilidades,


Cadorna decidió intentarlo

una vez más.

En la undécima batalla del Isonzo, librada en agosto, Cadorna estuvo a punto de lograr sus objetivos.
Con unos

191 John Schindler, Isonzo: The Forgotten Sacrifice of the Great War, Westport, Connecticut,
Praeger, 2001, pág. 153.
efectivos superiores a los que habían integrado todo el Ejército italiano en 1915, más de 530.000
hombres atacaron a lo

largo de un frente de 48 km. El agresivo general Luigi Capello, otrora desterrado por Cadorna, había
vuelto para ponerse al

mando del II Ejército. Sus hombres tenían la responsabilidad de tomar las posiciones que les
quedaban a los

austrohúngaros en la meseta de Bainsizza. El duque de Aosta, a quien Capello le había robado el


mérito de la toma de

Gorizia, atacaría por el sur con su III Ejército, sirviendo de apoyo a Capello y moviéndose entre
Gorizia y Monfalcone.

Soldados italianos del frente del Isonzo escudriñan las líneas austríacas,

visibles al fondo, desde detrás de unas pantallas antibalas. Adviértase la escasa

profundidad de las trincheras excavadas en la roca. (United States Air Force

Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

En medio de unas bajas tremendas, las fuerzas de Boroevic consiguieron detener al III Ejército; sin
embargo, Capello

tornó toda la meseta de Bainsizza, y sólo se detuvo cuando a sus hombres se les acabaron los
suministros. El momento
culminante de la batalla para los italianos se produjo cuando los soldados establecidos en el valle
situado debajo del Monte

Santo oyeron, proveniente de la cima, la música marcial de los italianos que, a pesar del bombardeo
austrohúngaro, siguió

sonando. Las aclamaciones procedentes del valle animaron a seguir al director de la banda, el
famoso Arturo Toscanini,

que, con 50 años, había subido la montaña de 700 m para enardecer a los soldados italianos y
llevarlos hasta la victoria.22

Aquello marcó el punto álgido del esfuerzo bélico italiano.

Los austríacos, incapaces de mantener ya sus líneas sin apoyo, recurrieron, y no por primera vez en
la guerra, a los

alemanes. Si los británicos y los franceses reforzaban el sector italiano, la posición austrohúngara no
tardaría en

encontrarse en una situación desesperada. Después de once intentos y unas bajas aproximadas de
460.000 italianos

muertos y otros 960.000 heridos, Cadorna había conseguido agotar por fin al Ejército austrohúngaro.
Seguía estando

bastante lejos de Viena, aunque parecía haber conseguido una gran victoria de desgaste. Los
alemanes, sin embargo, tenían

otros planes. Habían formado un nuevo XIV Ejército bajo las órdenes del general Otto von Below.
Las nuevas fuerzas

alemanas, entre las que se contaba un elevado número de tropas de asalto, empezaron enseguida a
planear su propia

ofensiva de Isonzo, la cual iba a provocar una de las victorias más desiguales de la guerra.

Capítulo 10

Unos pocos kilómetros de barro líquido


La batalla de Passendale
¿E irás a Flandes, mi querida Mally?

¿Para ver a los grandes generales, mi preciosa

Mally?

Lo que verás serán las balas volar,

y a las mujeres oirás llorar,

y a los soldados morir verás,

mi querida Molly.

Canción de los soldados del duque de

Marlborough, principios del siglo XVIII192

Por el lado de los aliados, el desastre de la ofensiva de Nivelle y el subsiguiente hundimiento de la


moral francesa que

culminó con los amotinamientos arrojó el peso de ganar la guerra en 1917 sobre el Ejército británico.
Haig y su Estado

Mayor recurrieron a un plan que habían estado desarrollando desde los últimos estertores de la
campaña del Somme, en el

otoño anterior. Así que volvieron su atención hacia el norte, hacia Flandes y el saliente de Ypres,
escenario de dos

sangrientas batallas. Flandes, que estaba más cerca de los centros de suministros británicos y
defendía los trascendentales

puertos del canal de la Mancha, nunca estaba demasiado lejos del pensamiento estratégico de Haig.
Los alemanes habían

permanecido en relativa inactividad en ese sector desde la segunda batalla de Ypres, acaecida en
abril de 1915. Esa era la

razón de que Haig creyera que los alemanes serían vulnerables a una gran operación en la zona
durante 1917.

La reanudación por los alemanes de la guerra submarina ilimitada proporcionó un motivo más para
llevar a cabo una
ofensiva en Flandes. Sólo en 1917, el tonelaje de barcos aliados hundidos por los alemanes ascendió
a 250.000 toneladas,

y desde mayo a diciembre, la GSI se cobró otros 500 mercantes británicos, muchos de los cuales
navegaban cerca de su

país, por el canal de la Mancha o a escasa distancia de la costa meridional de Irlanda. Los
hundimientos pusieron en peligro

el abastecimiento de alimentos de Gran Bretaña, lo que llevó al almirante norteamericano William


Sim a comentar: «Yo

estaba atónito, porque no me había imaginado jamás algo tan terrible».193 Sims había seguido con
atención la guerra

submarina, y establecido unas estrechas relaciones con los almirantes de la Royal Navy, de los que
aprovechó su

experiencia. Más tarde, se convertiría en un experto en crear las técnicas necesarias para librar la
guerra antisubmarina con

efectividad, técnicas de las que los aliados andaban necesitados, porque el éxito de la GSI hizo que
muchos británicos y

norteamericanos se preguntaran si los aliados podrían sobrevivir más allá del otoño.

Haig prometió que su ofensiva ayudaría a solucionar la amenaza de la guerra submarina. Con esta
idea, planeó una

operación en tres etapas que obligaría a retroceder a los alemanes en Bélgica hasta Courtrai y
Zeebrugge. En caso de tener

éxito, la operación daría a los británicos el control de una importante franja de la costa belga,
privando así a la flota

alemana de las bases submarinas de Ostende y Zeebrugge. En la primera fase, las fuerzas británicas
abrirían una gran

brecha en Ypres; en la segunda, la Royal Navy desembarcaría al IV Ejército por detrás de las líneas
alemanas en las

192 Citado en Eye-Witness Accounts of the Great War: Guide to Quotations, Ypres: en Flanders
Field Museum, Cloth

Hall, Market Square, sin fecha, pág. 2.

193 Sims, citado en CARF Cruttwell, A History of the Great War I 1917-1918, Oxford, Clarendon
Press, 1934, pág. 384.

cercanías de Ostende; y en la última, las dos fuerzas explotarían su éxito dirigiéndose a Gante y
moviendo el frente más de

64 km, lo que permitiría a los británicos el control de las trascendentales bases navales alemanas en
Bélgica.

Como la mayor parte de la gente que estaba familiarizada con estos pormenores comprendió, el plan
era demasiado

ambicioso para la realidad de la guerra en 1917. Lloyd George no tardó en poner objeciones, y el
jefe del Estado Mayor
Imperial, sir William Robertson, ayudó a convencer a Haig para cancelar la fase anfibia, lo que, por
fuerza, imponía la

cancelación de la marcha conjunta hacia Gante. Robertson, hijo de un sastre que había ido
ascendiendo en el escalafón

hasta alcanzar los más altos entorchados, era un hombre autoritario. Como Haig, detestaba a Lloyd
George, al que en una

carta dirigida al jefe del Estado Mayor de aquél denominó «cabrón malcriado».194 Sin embargo, y a
pesar de su común

animadversión hacia el primer ministro, Robertson contuvo a Haig en sus ilusorias pretensiones,
convencido de que el plan

de este último no tenía ninguna posibilidad de conseguir todos sus ambiciosos objetivos.

Lloyd George, comprendiendo la necesidad de obstaculizar a la flota submarina alemana por


cualquier medio, prestó

su apoyo a la operación a regañadientes, aunque dejó bien sentado que, si la ofensiva no tenía éxito,
se reservaba la opción

de trasladar las fuerzas británicas desde el frente occidental a Italia, Salónica o Palestina. Deseoso
de que el Ejército

francés tomara parte en una operación exitosa, Pétain envió al fiable y efectivo V Ejército para que
operara en el flanco

izquierdo británico.

William Robertson (izquierda) y Ferdinand Foch (derecha) compartían una

profunda desconfianza hacia los políticos, así como el deseo de alcanzar una

resolución satisfactoria de la guerra. Ambos hombres habían iniciado sus

carreras militares como soldados rasos y ascendido hasta llegar a mariscales.

Rubertson fue el primero en la historia de Gran Bretaña en conseguirlo.

(Australian War memorial negativo n° H09473)

194 Robertson a Launcelot Kiggell, 9 agosto 1917, LHCA1A, documentos Kiggell, 3/I-U.

La alteración de la geografía: Plumer en Messines


La geografía del saliente de Ypres dificultaba cualquier ofensiva. Como ocurriera en la última
batalla de Ypres de 1915, el

saliente británico sobresalía hacia el interior de las líneas alemanas, formando una C invertida de
casi cinco kilómetros de

largo, desde Boesinghe hasta St. Eloi. Al sur del saliente británico había otro alemán de similares
características, con base

en los alrededores de las ciudades de Wytschaete y Messines. El saliente alemán era una amenaza
para cualquier operación

de los británicos hacia el este y afectaba a todas las comunicaciones con el sur; suponía, por tanto, un
obstáculo enorme

para los estrategas de la ofensiva. Los alemanes conservaban la mayor parte del suelo elevado que
existía alrededor de

Ypres, y tenían establecidas sus posiciones a lo largo de las colinas que discurrían hacia el nordeste,
desde Messines hasta

el pueblo de Passendale. El terreno del sector rara vez se elevaba por encima de los 60 m, lo que
implicaba que incluso esas

pequeñas elevaciones tenían una importancia estratégica trascendental. Y lo más importante era que
la posesión alemana

de las colinas permitía a éstos observar los movimientos británicos.

Antes de que cualquier operación pudiera ser puesta en marcha, los británicos tenían que neutralizar
la amenaza que

representaba para la parte meridional de sus posiciones el saliente de Messines. La responsabilidad


recayó sobre un

corpulento general de aspecto a todas luces nada militar, pero que era tan querido por sus hombres
que terminó siendo

conocido como «Papaíto». Herbert Plumer llevaba desde 1915 en el sector de Ypres, donde había
ascendido a comandante

del II Ejército. Metódico e inteligente, Plumer y su brillante jefe del Estado Mayor, Charles Tim
Harrington, habían

convertido al II Ejército en una de las grandes unidades más brillantes de todo el frente occidental en
1917. Philip Gibbs,
que criticó con dureza a la mayor parte de los mandos de la cúpula militar británica, destacó al II
Ejército por «una

meticulosidad en el método, una minuciosidad en la atención al detalle, [y] una preocupación por la
comodidad y el ánimo

de los hombres» del que carecían por lo general, creía el periodista, la mayoría de las unidades
británicas.195

Plumer y su meticuloso Estado Mayor habían concebido un plan novedoso para eliminar las defensas
alemanas en las

colinas de Messines. Si las dos primeras batallas de Ypres habían demostrado la dificultad de
destruir las posiciones

enemigas desde la superficie, entonces los británicos las destruirían desde abajo. En 1915 los
hombres de Plumer habían

empezado una inmensa labor de tunelización debajo de las posiciones alemanas; en 1916 ya tenían
construidos 8 km de

túneles, capaces de albergar más 450.000 kg de explosivos. El concienzudo trabajo de perforación


proseguía a un ritmo de

tres a cuatro metros y medio por día. El éxito obtenido por las operaciones de minado en el Somme
proporcionó más

incentivos a Plumer para continuar con el proyecto. Sin embargo, después del Somme, los mineros
británicos ya no podían

contar con el factor sorpresa, así que tuvieron buen cuidado de no revelar su plan a las fuerzas
alemanas, las cuales se

situaban a menudo a sólo 9 m por encima de ellos. Las contramedidas alemanas descubrieron uno de
los túneles y lo

bloquearon, pero el hallazgo no les llevó a sospechar la enorme escala del proyecto de Plumer.

El 21 de mayo de 1917 los británicos empezaron la ofensiva en Messines. Más de 300 aviones del
Real Cuerpo de

Aviación despejaron los cielos e iniciaron el proceso de corregir la precisión de la artillería. Plumer
había concentrado 756

cañones pesados y 1.510 cañones de campaña en el sector para enfrentarse a 400 cañones pesados y
344 de campaña de los
alemanes.196 Tal concentración venía a ser lo mismo que una pieza por cada 20 m de terreno, en un
frente de casi 15 km.

En total, la imponente artillería británica disparó 144.000 toneladas de proyectiles. Sin embargo,
esta potencia de fuego era

un mero complemento de la operación subterránea principal. En la noche del 6 de junio, Harrington


supervisó la

preparación definitiva de las minas. «No sé si mañana cambiaremos la historia, pero lo que sí es
seguro es que alteraremos

la geografía.»197

A la mañana siguiente, los habitantes de Lille, ciudad situada a más de 24 km de distancia,


informaron a los ocupantes

alemanes de que se había producido un terremoto. En el oriente de Inglaterra, Vera Brittain advirtió
«un impacto extraño

por la mañana temprano»; hubo gente en Londres que oyó también el insólito ruido. Lo que unos y
otros habían oído y

sentido no era un terremoto (aunque el temblor de tierra se percibió hasta en los alrededores de
Londres) sino la detonación

simultánea de diecinueve minas colocadas bajo las colinas de Messines que contenían, en total, más
de 500 toneladas de

amonal de alta concentración. Inmediatamente después de las detonaciones, los británicos iniciaron
un bombardeo con sus

2.266 cañones.

Los efectos fueron devastadores. Uno de los cráteres ocasionados por las explosiones de las minas
midió más de 130 m

de diámetro. Las dimensiones medias de los cráteres fueron de unos 76 m de ancho por 26 m de
profundidad; según

observó un comentarista, algunos eran lo bastante grandes «para contener un edificio de cinco
plantas»198 Casi 10.000

195 Philip Gibbs, Now It Can Be Told, Nueva York, Harpers, 1920, pág. 477.

196 Robin Prior y Trevor Wilson, Passchendaele: The Untold Story, New Haven, Yale University
Press, 1996, pág. 59.
197 Harrington, citado en Gary Sheffield, Forgotten Victory: The First World War I Myths and
Realities, Londres,

Headline, 2001, pág. 169.

198 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-1918, Londres,
Edward Arnold, 1997,

pág. 330.

alemanes murieron a causa de la explosión o fueron sepultados vivos por la tierra levantada;199 más
de 7.500 alemanes,

demasiado aturdidos para combatir, se rindieron, y el primer kilómetro y medio de las líneas de
defensa alemana en

Messines se desmoronó. Los enfrentamientos en las laderas orientales de la cadena y más allá se
prolongaron durante otros

diez días, aunque los resultados obtenidos por los británicos fueron disminuyendo a medida que
avanzaban. De nuevo, se

hizo evidente la dificultad de alcanzar una penetración, y los británicos fueron acumulando bajas al
tiempo que los
alemanes endurecían la resistencia. En total, los británicos tuvieron 17.000 bajas, mientras que los
alemanes perdieron más

de 25.000 hombres. El II Ejército había conseguido un fenomenal éxito local y, sin duda, cumplió con
la promesa de

Harrington de alterar la geografía de las colinas de Messines, pero, a aquel ritmo, las fuerzas aliadas
llegarían a Bruselas

—por no hablar de Berlín— al cabo de décadas, no de semanas.

El éxito de Messines significaba que Haig tenía ya su flanco meridional asegurado para la gran
penetración desde el

saliente de Ypres, pero se movió con una lentitud glacial: esperó casi siete semanas para explotar el
éxito de Messines. Y,

al hacerlo así, desperdició un tiempo valiosísimo y renunció a cualquier esperanza de lograr el factor
sorpresa en el sector

de Ypres. Este fue el primero de los muchos errores cometidos por Haig en esa campaña, la cual se
reveló como una de las

peor dirigidas de toda la guerra. A partir de ese momento, la penetración en las líneas enemigas, tan
difícil de conseguir en

cualquier circunstancia, se convirtió en algo casi imposible. Messines, un único éxito con más de dos
años de preparación,

no se podría repetir. Por lo tanto, la tercera batalla de Ypres empezó en unas condiciones que no
eran, ni mucho menos, las

ideales, y los problemas no tardaron en verse agravados por las decisiones desastrosas adoptadas
por los mandos de más

alto rango del Ejército británico.

Parte del retraso se debió a la imprudente decisión de Haig de cambiar a los jefes de las unidades.
La prudencia y

minuciosidad de Plumer habían sido fundamentales para el éxito de Messines; sin embargo, Haig
creía que esas mismas

virtudes podrían impedir que Plumer atacara y aprovechara la oportunidad con la clase de ardor que
él esperaba. Por lo

tanto, y a pesar de la familiaridad sin parangón de Plumer con el saliente de Ypres, de la


superioridad del trabajo de su

Estado Mayor y de la confianza que sus hombres tenían en él, Haig decidió cambiar al jefe de la
operación. Así que ordenó

que el II Ejército de Plunier se dirigiera al sur, fuera del sector de Ypres que tan bien conocía.

El aeródromo aliado que se muestra aquí estaba todavía en fase de

construcción cuando se tomó esta fotografía en 1918. Los hangares no se

habían terminado de construir, pero a izquierda y derecha de la parte inferior

de la imagen se pueden distinguir los fosos de protección para las

ametralladoras antiaéreas. (United States Air Force Academy McDermott

Library. Colecciones especiales)

199 Martin Gilbert, The First World War: A Complete History, Nueva York, Henry Holt, 1994, pág.
336 (trad. cast.: La

Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004). Dos minas no llegaron a explotar.
Una fue localizada y

detonada de manera controlada en 1955. La localización exacta de la otra continúa siendo un


misterio. En la actualidad

sigue sin explotar en alguna parte del subsuelo de Flandes, cerca del bosque de Ploegsteert.

En lugar del II Ejército, Haig asignó al V Ejército de Hubert Gough para ocupar el saliente de Ypres.
Gough pertenecía

a una notable familia de militares. Uno de sus antepasados había dirigido la conquista del Punjab, y
tanto su padre como su

hermano, su tío y su primo habían ganado la Cruz Victoria, la más alta condecoración del Imperio
británico. Alumno de

Eton y graduado en Sandhurst, Gough consiguió sobrevivir a las graves heridas recibidas en la guerra
Bóer, donde había

combatido de manera distinguida. Más tarde, había enseñado en la prestigiosa Escuela del Estado
Mayor británica de

Camberley. En teoría, era el militar ideal.


Sin embargo, el que Gough tuviera un empleo en 1917 se debía sólo a la intervención de Haig. En
marzo de 1914

Gough estaba al mando de la III Brigada de Caballería, destacada en el cuartel de Curragh, Irlanda.
Cuando a Gough y a

otros oficiales de la brigada les pareció que el gobierno estaba a punto de hacer pública una
declaración de apoyo al Home

Rule irlandés [Ley de Autogobierno para Irlanda], él y otros 65 oficiales amenazaron con
desobedecer la orden y dimitir.

Cuando el gobierno se disponía a responder a la bravata de los militares, Haig protestó y advirtió al
entonces jefe del

Estado Mayor imperial, sir John French, que si el ejército castigaba a Gough y a los otros
amotinados, provocaría una

avalancha de dimisiones en la oficialidad del ejército. El escándalo resultante, que el rey Jorge V
tildó de «catástrofe

desastrosa e irreparable», condujo a las dimisiones tanto de sir John como del secretario de Estado
para la Guerra, J. E. B.

Seely.200 (La enorme admiración despertada por la dimisión por motivos de conciencia de sir John
contribuyó a que fuera

nombrado comandante de la Fuerza Expedicionaria Británica en agosto de ese año.)

Sin embargo, Gough consiguió sobrevivir gracias, en buena medida, al apoyo de Haig; de hecho, en
lugar de ser

expulsado del ejército, que tan merecido se lo tenía por su comportamiento en Curragh, ascendió con
rapidez en el

escalafón. Los sucesivos y rápidos ascensos le llevaron de comandar una división en Festubert a un
cuerpo de ejército en

Loos y, de ahí, al V Ejército durante la campaña del Somme. Gough era el comandante más joven del
Ejército británico,

con seis años menos que Rawlinson, nueve menos que Allenby, y trece menos que Plumer. Con todo,
albergaba sus

propias dudas acerca de los ambiciosos objetivos de Haig para la ofensiva, y creía que Plumer, que
conocía Ypres y
acababa de tener un éxito en Messines, debería haber conservado el mando de la operación.201

Los problemas con el mando se vieron agravados por la tardanza con que Haig había tomado la
decisión. Gough ni

siquiera estableció un cuartel general en Flandes hasta el 1 de junio, sólo seis días antes del inicio
del ataque en Messines.

Además de carecer de experiencia en el saliente de Ypres, su impopularidad entre los soldados


rasos, subordinados y

colegas sólo era comparable con el desafecto del jefe de su Estado Mayor, el sarcástico e indómito
Nelly Malcolm. Gibbs

describió a los oficiales del Estado Mayor de Gough como «un grupo de arrogantes y altaneros sin
ningún atisbo de

inteligencia. De tener alguna sabiduría, ésta quedaba totalmente camuflada por un halo de
incompetencia; si poseían algún

conocimiento, lo escondían como si se tratara de un secreto íntimo».202 Nuevo en la región y nada


dispuesto a pedir

consejo a Plumer, Gough tenía mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo.

Los alemanes se aprovecharon del retraso del bando británico para fortalecer lo que era ya una de
las mejores

posiciones defensivas del mundo. Dado que las capas freáticas de Flandes dificultaban el
atrincheramiento, los alemanes

habían establecido un sistema elástico de defensas basado en granjas fortificadas, fortines de


hormigón y refugios

reforzados. Su idea consistía en absorber el peso de los ataques enemigos con tres cinturones
principales, separados unos

de otros alrededor de dos kilómetros. Hasta cuatro líneas más de defensa protegían los lugares clave.
Comprendiendo que

el Ejército francés se mantendría inactivo durante el verano a consecuencia del desastre del Chemin
des Dames, los

alemanes trasladaron fuerzas adicionales al sector. Más de setenta divisiones alemanas acabarían
combatiendo en la

tercera batalla de Ypres, conocida también como la batalla de Passendale.


Dos trabajos actuales sobre la campaña han concluido que «la distancia entre las aspiraciones del
alto mando y su

capacidad para lograrlas casi no podía haber sido más evidente».203 La sorpresa era imposible por
completo, tal y como se

desprende de la carta enviada por Robertson al jefe del Estado Mayor de Haig desde el famoso hotel
Crillon de París:

«Aquí todo el mundo parece saber la fecha [de inicio], incluido el ascensorista».204 Sin embargo,
los británicos siguieron

adelante con la ofensiva, que empezó el 22 de julio con un bombardeo previo de la artillería durante
diez días. El V

Ejército de Gough contaba con una batería de artillería impresionante que ascendía a 3.000 piezas,
de las que casi un tercio

eran cañones pesados. Los pilotos británicos, sin embargo, no lograron la superioridad aérea, y el
mal tiempo dejó fuera de

servicio a muchos aviones. En consecuencia, las posiciones alemanas permanecieron intactas, y la


mayoría seguía

operativa cuando la fase de preparación artillera concluyó el 31 de julio.

200 Jorge V, citado en Richard Holmes, The Little Field Marshidl: Sir John French, Londres,
Jonathan Cape, 1981, pág.

182.

201 Philip Warner, Pusschemlaek, Hertíordshire, Wordsworth, 1987, pág. 39.

202 Gibbs, op. cit, págs. 476-477.

203 Prior y Wilson, op. cit., pág. 85.

204 Robertson a Kiggell, 27 de julio de 1917, LHCMA, documentos Kiggell, 3/1-11


El bombardeo no había conseguido neutralizar a los alemanes, aunque a todas luces sí que había
logrado machacar el

terreno sobre el que tenían que avanzar los soldados. Al destruir el sistema de drenaje de Flandes, la
artillería británica dejó

el terreno sin protección frente a las fuertes lluvias. Estas, que enseguida quedarían asociadas
estrechamente a la ofensiva

de Passendale, cayeron con fuerza durante la primera jornada de la fase de infantería, que se inició el
31 de julio, y

siguieron durante todo el mes de agosto a excepción de tres días. El sector de Passendale, que tenía
un índice pluviométrico

medio de 70 mm durante ese mes, recibió 127 mm aquel agosto. El terreno se convirtió pronto en un
cenagal en el que

hombres, caballos y vehículos lucharon (a menudo en vano) por no morir ahogados.

El mal tiempo limitó el apoyo artillero disponible para el avance de la infantería. El barro impidió
que 136 carros de

combate de Gough se unieran a la batalla; sólo 19 carros, de los 52 asignados a la primera oleada,
consiguieron avanzar. El

lodo tendía también a absorber el impacto de los proyectiles de artillería, y la lluvia permanente
impidió el reconocimiento
aéreo. El primer día, en la mayor parte de los sitios los británicos adelantaron sus líneas sólo unos
pocos cientos de metros,

aunque por su izquierda consiguieron avanzar casi cinco kilómetros, y tomaron la ciudad de Pilckem.
Sin embargo, ese día

sufrieron 27.000 bajas y no fueron capaces de perforar, o ni siquiera de amenazar de manera


significativa, la segunda línea

alemana; y la incapacidad del flanco derecho para penetrar en la llanura de Gheluvelt dejó el centro
británico

peligrosamente expuesto.

Las lluvias torrenciales y la destrucción de los sistemas de drenaje provocaron

la inundación del saliente de Ypres durante la campaña de Passendale de 1917,

provocando que algunos hombres afirmaran con sarcasmo que habían visto

submarinos alemanes en las trincheras. (Imperial War Museum, propiedad de

la Corona, p. 396)

Debería haber resultado evidente desde el primer día que no se produciría ninguna ruptura de las
líneas alemanas. El

propio Gough dudó de que la batalla tuviera alguna posibilidad de cumplir con las elevadas
expectativas que Haig tenía

depositadas en ella. Sin embargo, éste no consideró los recelos de sus oficiales, y tampoco recibió
una gran ayuda de su

Estado Mayor. Su jefe de inteligencia, John Charteris, insistió durante toda la campaña en que la
moral de los alemanes era

débil, y que tanto las reservas como la efectividad en combate del enemigo estaban a punto de
agotarse, O Haig quiso creer

lo que se le decía —pese a todas las evidencias de lo contrario— o fue engañado por un mal Estado
Mayor cuyas

aseveraciones no se molestó en comprobar personalmente.

La campaña de Passendale pone de relieve las dificultades inherentes a las estructuras del mando en
la guerra moderna.
Un siglo antes, en otro rincón de la pequeña nación belga, Wellington había podido observar a
Napoleón a través de un

catalejo mientras éste cabalgaba por el campo de batalla, al tiempo que comentaba las tácticas con
sus principales oficiales

en la campaña. En la guerra civil norteamericana, medio siglo antes, semejante disposición de mando
siguió siendo el

estilo preferido de Robert E. Lee y sus generales confederados. En 1917, sin embargo, los campos de
batalla se habían

hecho tan grandes, y el flujo de información tan desmesurado, que el estilo de mando personal
practicado en el siglo XIX

se había hecho imposible. Al igual que la mayoría de los jefes de alto rango, Haig vio poco del
campo de batalla real, no

por cobardía, sino porque no podía dirigir una batalla tan descomunal desde el frente.

Esta fue la razón de que los jefes supremos pasaran a depender más que nunca de las aptitudes de los
oficiales de su

Estado Mayor. Cuando éstos lo hacían mal, de hecho dejaban a ciegas a sus jefes o los obligaban a
actuar sin la suficiente
información. No por casualidad, la mayor parte de los grandes comandantes de la guerra contaron
con unos excelentes

jefes en sus Estados Mayores. La confianza de Hindenburg en Ludendorff, la de Foch en Máxime


Weygand y la de Plumer

en Harrington, mejoró notablemente la capacidad de los tres para tomar decisiones basándose en la
mejor información

disponible. Ninguno de esos jefes del Estado Mayor asumieron el mando de ejército alguno, en parte
por lo valiosos que

eran para sus jefes. Sin embargo, Haig dependió en Passendale de un optimista contumaz como
Charteris y de un jefe del

Estado Mayor inexperto, Launcelot Kiggell. Este último no había oído jamás un tiro en combate a lo
largo de toda su

carrera militar de 35 años y no paró de aconsejar mal a Haig de manera sistemática durante toda la
campaña.205

La manifiesta falta de carácter de los oficiales del Estado Mayor condujo a lo que Gibbs describió
como «una sensación

de enorme depresión entre los muchos oficiales y hombres con los que he tenido contacto».206 La
desconfianza entre el

frente y el Estado Mayor, siempre presente en cualquier ejército, se convirtió en un problema grave.
Al final, se acabó por

extender entre los hombres el rumor de que los dos bandos habían acordado en secreto no
bombardearse los respectivos

cuarteles generales. «El alemán se lleva el duro y las cinco pesetas», proseguía el chiste. «Su Estado
Mayor está a salvo, lo

cual lo beneficia. Y nuestro Estado Mayor está a salvo, lo cual también lo beneficia.»207

En esta fotografía de propaganda, el kaiser Guillermo IT (centro) intenta

adoptar un aire competente, mientras esconde su brazo atrofiado. Paul von

Hindenburg (izquierda) y Erich Ludendorff (derecha) estaban dirigiendo la

guerra en 1918 sin informar de manera regular al kaiser de sus acciones.

(National Archives)
Corría también el rumor de que Kiggell había abandonado la seguridad del cuartel general en mitad
de la campaña para

comprobar por sí mismo la razón de que los hombres no estuvieran avanzando. Al llegar al borde de
la zona de combate, su

coche se quedó atascado en un lodazal. Entonces, se volvió a un oficial y gritó: «¡Huy, Dios! ¿De
verdad hemos enviado a

los hombres a luchar en esto?». Sin esperar un segundo, un veterano de la campaña le contestó: «Peor
es avanzar contra los

superiores».208 El incidente no ocurrió jamás, pero la asunción de la incompetencia del Estado


Mayor prestó credibilidad a

la historia.

Un segundo gran intento de las fuerzas británicas a mediados de agosto tomó el montón de escombros
que en otros

tiempos había sido la ciudad de Langemark y ganó casi kilómetro y medio de terreno a cambio de
15.000 bajas. La

frustración de Gough hizo que resurgiera su inquina hacia los irlandeses y culpó a las tropas
irlandesas de la incapacidad

para romper las líneas alemanas. Tiempo después, el propio Haig mostró su inclinación anticatólica
al culpar del

pesimismo de la Oficina de la Guerra sobre la ofensiva de Passendale al católico director de


Información militar, el

205 Véanse los recuerdos de otro oficial del Estado Mayor de Haig, James Marshall-Gornwall,
Haigus Military

Commtimler, Nueva York, Grane, Russell and Go., 1973.

206 Gibbs, op. cit., pág. 485.

207 Warner, op. cit., pág. 173.

208 Hay muchas versiones de esta anécdota. Esta aparece en Paul Fusseü, The Great War and
Modern Meiwwy, Oxford,

Oxford University Press, 1975, pág. H4.


prudente pero competente George Macdonough.209 Haig acusó a Macdonough de obtener su
información de sospechosas

mentes «católicas». Sin duda, los juicios que llegaban a la oficina de Macdonough contrastaban
sobremanera con las

optimistas afirmaciones de Charteris.

Para salir del punto muerto al que se había llegado en Passendale, Haig decidió a regañadientes
reducir la zona de

operaciones del V Ejército y ampliar la del II Ejército de Plumer, dando a éste una tardía autoridad
sobre la parte

meridional del saliente de Ypres. Plumer se dispuso a trabajar con su meticulosidad característica, y,
en lugar de romper las

líneas alemanas, planeó cruzar la llanura de Gheluvelt de manera escalonada en tres medidos saltos
de apenas kilómetro y

medio cada uno. Una vez estuviera la llanura en manos británicas, Gough tendría protegido su flanco
derecho para

acometer un nuevo intento contra el obstáculo principal, la cresta de Passendale. Plumer organizó una
concentración de
artillería tres veces mayor que la utilizada el 31 de julio y disparó más de 1,6 millones de
proyectiles para apoyar al primer

escalón. Los británicos emplearon también un proyector Livens, un aparato eléctrico, parecido a un
tirachinas, que

disparaba proyectiles de gas. Potente pero impreciso, podía lanzar proyectiles de 90 kg hasta casi
2.000 m, una distancia

suficiente para evitar que el gas se volviera contra los soldados propios, un problema crónico con
los botes de humo.

Plumer dirigió dos ataques en septiembre y octubre de 1917, el primero para controlar el camino de
Menin, y el

segundo para apoderarse del bosque de Polygon. Los combates subsiguientes se convirtieron en unos
de los más

enconados de la campaña. Los alemanes introdujeron el gas mostaza en grandes cantidades, y el


parón de las lluvias

permitió un fuego de artillería más preciso. Plumer consiguió tomar los dos objetivos hacia el 4 de
octubre, pero las bajas

habían sido tremendas. Las primeras siete semanas de campaña ya les habían costado a los británicos
86.000 bajas, y el

ataque de Plumer contra el bosque de Polygon añadió otras 15.000. En total, la campaña se había
saldado con 1.699 bajas

británicas por kilómetro cuadrado de territorio belga arrasado y anegado por las aguas.210

Los aliados atacaron el frente occidental en 1917 con unos resultados

catastróficos, pero los alemanes padecieron también sufrimientos

terribles. Alemania confiaba en poder trasladar tropas desde el frente

oriental para compensar las bajas. Los aliados contaban con los

norteamericanos. (© Bettmawn/Corbis)

El tremendo coste pagado por unas ganancias tan exiguas hizo que Lloyd George y el Ministerio de la
Guerra se

plantearan hacer cambios. El primer ministro comparó el avance poco favorable de Haig con el de
Nivelle de aquella
primavera. Sin pretender cuestionar el plan operacional de Haig —lo cual se consideraba de
dominio exclusivo de los

militares—, Lloyd George contempló cómo se retiró gran parte de la artillería pesada del V Ejército
y se envió a Italia. Al

hacerlo, confiaba el primer ministro, impediría que Haig reanudara la ofensiva, salvo que colocara a
los soldados

británicos en una posición vulnerable frente a un posible contraataque de los alemanes. Sin embargo,
Haig seguía

manteniendo el optimismo e incluso había advertido a la Royal Navy para que se preparase para un
desembarco en la costa

belga, a fin de apoyar la incursión que él creía inminente.

209 Prior y Wilson, op. át., pág. 166.

210 Ibid., pág. 131.

El retorno de las lluvias en octubre condenó al fracaso un rápido avance sobre el tercer escalón de
Plumer, la ciudad de

Broodseinde, justo al sur de Passendale. Durante todo el mes siguieron unos aguaceros torrenciales
que parecían no tener

fin, lo que no hizo sino aumentar los sufrimientos de la campaña. La batalla había perdido todo
significado estratégico,

aunque el objetivo simbólico del pueblo de Passendale, que, supuestamente, tenía que haber sido
tornado al cuarto día,

siguió en manos alemanas. El 30 de octubre las fuerzas británicas y canadienses sufrieron 2.000
bajas para mover la línea

apenas 500 m. Plumer prosiguió con su lento y cruento avance hacia Passendale, al que por fin tomó
el 4 de noviembre.

Para entonces, la población se había convertido en un premio insignificante que no presagiaba más
ganancias para los

británicos. En palabras de un general británico, se había convertido en «una posición de verdad


indefendible», en un

saliente peligrosamente desprotegido.211


La batalla de Passendale permanece como un símbolo de la inutilidad. En palabras del militar e
historiador Basil Henry

Liddell Hart, la batalla se convirtió en «sinónimo del fracaso militar».212 Las pérdidas aproximadas
de los británicos se

calculan en 275.000 hombres, entre muertos, heridos y prisioneros, a cambio de unas conquistas
insignificantes. Como

resumió con acierto un veterano, Passendale representó un desperdicio aparentemente inútil de vidas
humanas: «El campo

de batalla de Ypres era como un inmenso cenagal de desaliento, en el que un sinfín de batallones,
brigadas y divisiones de

infantería luchaban por no hundirse, para terminar saltando por los aires hechos pedazos o morir
ahogados; hasta que, al

final, después de una matanza inconmensurable, habíamos ganado unos pocos kilómetros de barro
líquido».213

Passendale supuso también un coste terrible para los alemanes, cuyas bajas ascendieron a 200.000
hombres. Habían

alternado 73 divisiones, pero no habían entregado ningún territorio de relevancia estratégica. 214 Y
lo que era más

importante aún: los abrigos de hormigón armado para los submarinos seguían seguros.

«Una pasajera ilusión de triunfo»: la penetración en Caporetto

Las etapas finales del sangriento revés sufrido por los británicos en Passendale transcurrieron casi al
mismo tiempo que

otro contratiempo aliado: el de una importante penetración de los Imperios centrales en Italia. Estos
habían llegado a la

conclusión de que las ofensivas de Cadorna en el Isonzo estaban logrando desgastar al Ejército
austrohúngaro. La

undécima batalla del Isonzo había obligado a Boroevic y sus hombres a abandonar sus principales
posiciones defensivas,

mientras que los italianos estaban listos para volver a atacar, con una ventaja numérica de 608
batallones y 3.700 piezas de

artillería frente a 249 batallones y 1.500 piezas de artillería.215 La mayoría de los alemanes y de los
austrohúngaros creían

que otro ataque italiano rompería sus líneas y conduciría a la pérdida del trascendental puerto de
Trieste. Para los últimos,

la reanudación de la ofensiva parecía el único medio de detener el impulso italiano, pero en


semejante inferioridad

numérica, tendrían que volver a recurrir a su dominante aliado alemán; por su parte, los alemanes
consideraban una

ofensiva contra Italia de una importancia, a todas luces, de tercer orden. En consecuencia, se
avinieron a ofrecer sólo un

apoyo pasajero, a fin de aliviar la crisis inmediata, pero no dedicarían recursos de importancia al
escenario italiano.

Los Imperios centrales crearon un XIV Ejército conjunto, compuesto de siete divisiones de infantería
alemanas y otras

ocho austrohúngaras, bajo mando alemán. Como comandante de la unidad eligieron a Otto von
Below, hermano del

comandante alemán en el Somme y respetado veterano de guerra de Rusia, Francia y Salónica. Las
unidades alemanas

contaban entre sus filas con hombres familiarizados con las tácticas de asalto utilizadas con tanto
éxito en Riga; tres de las

divisiones alemanas habían participado en aquella victoria. El XIV Ejército contaba con un apoyo
artillero tres veces

mayor del que habían disfrutado los alemanes en aquella batalla y tenían también más de mil
unidades de un proyector de

gas que imitaba el sistema Livens de los británicos.216 Las fuerzas aéreas germanas proporcionaron
un escuadrón por cada

kilómetro de frente, una concentración de potencia aérea desconocida hasta entonces por los
alemanes y una valiosa baza

de reconocimiento para el terreno montañoso en el que combatirían.

La concentración de fuerzas de los Imperios centrales pilló a los italianos en una insólita situación de
desprotección.

Aunque la inteligencia italiana había adivinado la envergadura de las fuerzas trasladadas frente a
ellos, los italianos no

preveían una gran ofensiva enemiga. Cadorna esperaba que, después de la derrota sufrida por los
austrohúngaros en el

verano, éstos se retirarían a los cuarteles de invierno a finales de 1917; su ceguera prosiguió aun
después de que algunos

desertores hubieran proporcionado detalles fundamentales del plan de los Imperios centrales.217
Cadorna suponía que, si

211 El general Henry Rawlinson, citado en Prior y Wilson, op. cit., pág. 181.

212 Basil Henry Liddell Hart, The Real War: 1914-191S, Boston, Little, Brown and Co., 1930, pág.
337.

213 Charles Miller, cita del monumento en el Irish Peace Park, Messines, Bélgica.

214 Herwig, op. cit., pág. 332.

215 Mario Morselli, Caporetto, 1917: Victory or Defeat, Londres, Kranlc Cass, 2001, pág. 8. La cita
en el encabezamiento

de esta sección es de la pág. XII.

216 Bruce Gudmunsson, Stormtroop Tactics: Innovation in the German Army, 1914-1918, Westport,
Connecticut,

Praeger, 1989, págs. 131-132.

217 Morselli, op. cit., pág. 23.


el enemigo atacaba, el golpe se produciría en el Trentino. Para complicar aún más los problemas,
Luigi Capello, el

comandante de la unidad ante la que se habían concentrado los Imperios centrales, se pasó los días
previos al ataque en
Padua, recibiendo tratamiento por una dolorosa afección renal.

La artillería dominó los campos de batalla de la Gran Guerra. Las

grandes piezas como ésta eran demasiado pesadas para moverlas

por otro procedimiento que no fuera el de los raíles. (National

Archives)

El 24 de octubre los Imperios centrales iniciaron una poderosa descarga de artillería que pilló a los
italianos

completamente desprevenidos. Dos cuerpos austrogermanos avanzaron con rapidez hacia la ciudad
de Caporetto, mientras

otros dos se trasladaban hacia el sur para tomar el terreno elevado.

Algunas unidades italianas lucharon mucho mejor de lo que sugeriría su reputación por esta batalla,
pero otras se

desmoronaron sin más. El pánico se extendió con rapidez, y la ordenada retirada dirigida por
Capello y Cadorna pronto se

convirtió en una «salvaje bacanal» de embriaguez, amotinamientos y saqueos.218 Al cabo de cuatro


días, las fuerzas

austrohúngaras habían avanzado hasta el cuartel general de Cadorna en Udine, abandonado por el
general italiano pocas

horas antes.

La asombrosa rapidez con que se desmoronó el Ejército italiano tras la penetración inicial
austrohúngara ha empañado

218 John Gooch, citado en Morselli, op. cit., pág. IX.


para siempre el honor de las fuerzas armadas de ese país. En sólo cuatro días, tal y como observó
Holger Herwig, Cadorna

«abandonó todo el territorio que había tomado en los últimos treinta meses» y mucho más.219
Alrededor de 275.000

italianos fueron hechos prisioneros de guerra, y otros 350.000 desertaron; además, entregaron 3.152
piezas de artillería

(casi la mitad de las que tenían), 3.000 ametralladoras, 1.700 morteros y 22 aeródromos. El II
Ejército al completo, el

mayor de Italia, dejó de existir como formación militar, y la moral, tanto en otras unidades como en
el frente interior,

amenazó con quebrarse también.

Pero los italianos se recuperaron. Cadorna ordenó el reagrupamiento de las fuerzas italianas por
detrás del río

Tagliamento, que aquel otoño bajaba con un caudal insólito a causa de la elevada pluviosidad. Si las
unidades italianas
eran capaces de cruzar el río y destruir los puentes, tenían una oportunidad excelente para
recuperarse y reagruparse. Los

Imperios centrales, además, no habían previsto el abastecimiento de sus hombres hasta unas
posiciones tan avanzadas y

carecían de la caballería con la que llegar hasta los puentes, destruirlos antes de que los italianos
pudieran atravesar el río

y, de este modo, atraparlos; de haberlo hecho así, la derrota habría sido absoluta. Los italianos
cruzaron el Tagliamento el

3 de noviembre y destruyeron los puentes. Sin embargo, la persecución continuó cuando los
exploradores de los Imperios

centrales encontraron por dónde vadear el río. Con las fuerzas enemigas sin dejar de perseguirlos,
los italianos decidieron

reagruparse más al sur, por detrás del río Piave.

Soldados italianos cruzan un río durante la retirada de Caporetto en

1917. El desmoronamiento del II Ejército italiano obligó a una retirada

precipitada de las fuerzas italianas, aunque éstas consiguieron

recuperarse y reorganizarse bajo el mando de Armando Díaz. (United

States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones

especiales)

La crisis de Caporetto obligó a los aliados a ejecutar un plan desarrollado por Foch aquella
primavera para el supuesto

de que surgiera una emergencia semejante. A los tres días de la penetración de los Imperios
centrales, los aliados enviaron

a toda prisa a Italia seis divisiones de infantería francesas y cinco británicas, además de 44 baterías
de artillería. El propio

Foch asumió el mando de las unidades francesas, y los británicos enviaron a Plumer. Cadorna
confiaba en utilizar aquellas

tropas para llevar a cabo un contraataque a lo largo del Piave, pero Foch y Plumer le dijeron que
aquéllas permanecerían
fuera de la cadena de mando italiana y que, ante todo, servirían para asegurar la trascendental ciudad
de Venecia y evitar

una supuesta ofensiva de los Imperios centrales en el Trentino. Así las cosas, no atacarían hasta que
los italianos hubieran

demostrado que podían asegurar el Piave y restablecer el orden. Los italianos llegaron al Piave el 9
de noviembre, el

mismo día en que el gobierno italiano sustituyó por fin a Cadorna. Para ocupar su puesto se designó a
Armando Díaz, un

hombre poco conocido fuera del cuerpo que mandaba, pero muy querido por los hombres de dicha
unidad. Díaz manejó la

situación con firmeza y estableció una sólida línea defensiva con base en el Piave y el estratégico
terreno elevado del

monte Grappa. Las nuevas posiciones italianas rechazaron los ataques de los Imperios centrales en
diciembre y la batalla

219 Herwig, op. cit., pág. 342.

finalizó el día de Navidad. Se había detenido al enemigo, y las importantes ciudades de Venecia y
Padua permanecían en

manos italianas.

Superada la crisis inmediata, Díaz se dedicó a recuperar a su maltrecho ejército. Por lo pronto,
ofreció una amnistía a

los soldados que «se hubieran separado de sus unidades», una manera eficaz de conseguir que los
hombres volvieran a

ellas con honor, en lugar de tener que enfrentarse al castigo por su deserción. La medida consiguió
que miles de soldados

retornaran al servicio. A continuación, Díaz mejoró el rancho, los espectáculos y el esparcimiento y


la paga de los

soldados. Condecoró a los hombres que habían luchado con bravura, apoyó la concesión a la tropa
del derecho al voto, y

patrocinó el establecimiento de programas gubernamentales que proporcionaran seguridad y tierras a


los veteranos

después de la guerra. Uno de los oficiales del Estado Mayor de Cadorna, que siguió en el de Díaz,
señaló que «Díaz está

tomando decisiones con tranquilidad y frialdad... Se está recuperando la confianza».220 El Ejército


italiano había sufrido

una derrota terrible, pero había sobrevivido y todavía habría de desempeñar un papel decisivo en la
victoria final.

Cambrai y el nacimiento de la guerra mecanizada

Pese a las inmensas bajas sufridas en Passendale, Haig seguía creyendo que las posibilidades de
ganar la guerra en 1917

seguían estando del lado de Gran Bretaña. Hacia la primavera de 1918 los alemanes habrían
trasladado desde el este

fuerzas suficientes para hacer posible una gran ofensiva en Francia. Los franceses seguían
necesitando tiempo para

recuperar la confianza e incorporar nuevas armas en su entrenamiento; los italianos no podrían, de


ninguna de las maneras,

reanudar la ofensiva antes de varios meses, y eso si finalmente lo conseguían; y los norteamericanos
no habían llegado

todavía en cantidad suficiente para influir de manera real en el frente occidental. Si la guerra se iba a
ganar en 1917,

sostenía Llaig, tendría que ser el Ejército británico quien la ganara. Sin embargo, la sangría de
Passendale impedía otro

asalto a gran escala de la infantería, así que Haig se enfrentaba al dilema provocado por su deseo de
reanudar la ofensiva y

la falta de hombres para llevarla a cabo.

Dos hombres creyeron haber encontrado la solución al problema de Haig. El de mayor rango de los
dos era un

protegido de Robertson de 36 años, un hombre con mucho desparpajo y categórico. Hugh Elles había
formado parte de un

grupo creado por Robertson en 1915 para recorrer el frente occidental e informarle de las
condiciones que vieran allí. Los

hombres eran tan jóvenes en relación con la responsabilidad que se les asignaba, que el grupo
terminó siendo conocido
como La Creche, «guardería» en francés. Elles regresó a Inglaterra en 1916 para convertirse en el
oficial de enlace de Haig

con el grupo encargado de perfeccionar los carros de combate. En septiembre de 1916 fue ascendido
a general de brigada

y nombrado jefe del Cuerpo de Carros de Combate.

El segundo hombre era un excéntrico ratón de biblioteca, graduado de Sandhurst y fascinado por las
ciencias ocultas, al

que le disgustaban la mayoría de los aspectos de la vida militar. Descontento por el coste humano de
la guerra, J. F. C.

Fuller se dedicó a desarrollar ideas para ganar el conflicto bélico mediante la unión de más de 3.000
carros de combate y el

apoyo de grandes cantidades de aviones, ideas que codificó en un estudio denominado Plan 1919.
Nombrado jefe del

Estado Mayor de Elles, Fuller siguió trabajando en las formas de ganar la guerra combatiendo con
máquinas, y no con

hombres. Ultimó planes para incursiones con carros de combate, no en grupos pequeños y separados
como en el Somme,

sino todos como un arma de guerra en sí misma, con un jefe del Cuerpo de Carros de Combate y un
Estado Mayor

adiestrado en la doctrina de la guerra blindada.

El comandante del III Ejército, Julian Byng, tomó la idea inicial de Fuller y la perfeccionó en una
ofensiva a gran

escala. Muy respetado ya por haber sido el máximo responsable de la toma de la cresta de Vimy
aquella primavera, Byng

previó entonces utilizar los carros de combate para abrir una brecha de más de 9 km en las líneas
alemanas en el terreno

firme y seco cercano a la ciudad de Cambrai. Aunque esta última había permanecido en calma
durante gran parte de la

guerra, los alemanes tenían seis divisiones de infantería en el sector. Byng concentró 19 divisiones
de infantería y cinco de

caballería, además de 400 carros de combate. Estos se concentraron en los bosques cercanos con el
mayor disimulo

posible, al cual contribuyeron los aviones británicos, que sobrevolaron la zona a fin de disimular el
ruido de los motores de

los carros y aumentar así el sigilo de la operación.

El plan para Cambrai implicaba lograr el factor sorpresa utilizando los carros de combate, en lugar
de la artillería, para

abrir una brecha que poder explotar. Los británicos seguían planeando concentrar una enorme batería
artillera de 1.000

cañones que se opusiera a las 34 piezas Alemania, pero debido a que los carros de combate serían
quienes proporcionaran

el impacto, los cañones podrían dirigir una breve aunque intensa descarga contra las líneas del frente
alemán, antes de

cambiar a objetivos situados más hacia la retaguardia. Una vez que los carros de combate hubieran
abierto las brechas, la

infantería iría detrás para reducir a cualquier unidad enemiga que quedara. Por último, la caballería
lanzaría una carga,

atacaría a las unidades alemanas en retirada y convertiría la victoria en una derrota aplastante.

El 20 de noviembre los carros de combate abandonaron su tapadera y combatieron como una unidad
independiente por

220 Angelo Gatti, citado en Morselli, op. cit., pág. 23.

primera vez en la historia. Avanzaron en 120 equipos de tres carros de combate cada uno. El primer
carro de cada equipo

se acercaba a la primera línea del enemigo y dejaba caer una fajina —un gran haz de leña— en la
trinchera, a fin de

rellenarla para el siguiente carro de combate; luego, giraba a la izquierda y avanzaba en paralelo al
lado más próximo de la

línea alemana, aplastando las alambradas a su paso. El segundo carro de combate dejaba caer su
propia fajina, atravesaba

la trinchera enemiga, giraba a la izquierda y avanzaba a lo largo del lado más alejado. El tercer carro
iba detrás para prestar
fuego de apoyo o asumir la función de un carro que sufriera alguna avería mecánica.

La sorpresa fue casi absoluta, y la infantería alemana de las trincheras no tenía ninguna arma lo
bastante poderosa para

inutilizar el grueso blindaje de los Mark IV. Por otro lado, las bajas de carros a causa de averías en
el motor fueron mucho

menores que en el Somme. La infantería alemana se desmoronó y salió corriendo, dejando a menudo
a la británica en el

insólito aprieto de carecer de blancos; el primer día muchos soldados británicos ni siquiera
dispararon sus armas. Se abrió

una brecha de ocho kilómetros en la línea enemiga, pero los británicos carecían de las reservas de
infantería suficientes

para explotar el éxito con la rapidez necesaria, porque Passendale había agotado los efectivos del
ejército. Byng lanzó a la

caballería hacia delante, pero incluso bajo aquellas circunstancias relativamente favorables, la fe de
los británicos en el

valor táctico de los caballos seguía estando equivocada. Obligada a abandonar sus caballos y a
combatir a pie, la caballería

sólo consiguió tomar una batería de artillería alemana y a un puñado de prisioneros.

Como el propio Fuller reconocería más tarde, había cometido un error decisivo al no dejar ningún
carro de combate en

la reserva. Por consiguiente, los británicos no tuvieron medios con los que continuar la batalla en
condiciones favorables.

Aun cuando no tenía ningún objetivo claro ante él, Haig ordenó continuar la batalla, en buena medida
porque no podía

renunciar a una ventaja tan impresionante. También necesitaba ganar en Cambrai para recuperar el
ímpetu después de

Passendale y reafirmar su posición política frente a Lloyd George. Haig sabía que el primer ministro
no sólo quería

destituirlo, sino que también deseaba permanecer a la defensiva en el frente occidental y volver a
concentrar las ofensivas

británicas en otros sitios.


Byng no había contado con que los alemanes tuvieran suficiente fuerza para contraatacar y, por lo
tanto, sus fuerzas se

encontraron desprotegidas ante un fiero ataque de veinte divisiones lanzado el 26 de noviembre por
un II Ejército alemán

que se había reforzado con rapidez. Las unidades alemanas se apresuraron a improvisar defensas
contra los carros de

combate, incluyendo la excavación de trincheras más anchas y profundas y la utilización de los


cañones de campaña contra

los propios carros de combate. También introdujeron un gran número de aviones que atacaran los
objetivos terrestres en

vuelo rasante. Al final, los alemanes recuperaron tres cuartas partes del territorio perdido en la
batalla y, en algunos

lugares, incluso tomaron terreno que había sido británico el primer día. Cuando terminó la batalla el
5 de diciembre, los

británicos tenían poco que mostrar pese a sus innovadoras e imaginativas tácticas.

Algunos observadores de la batalla de Cambrai, entre ellos muchos alemanes que desempeñaron
papeles clave en el

perfeccionamiento de las tácticas de la guerra relámpago en la década de 1930, comprendieron


enseguida el significado del

nuevo estilo de hacer la guerra. Winston Churchill se convirtió de inmediato a la nueva doctrina.
Cuando después de la

guerra se le preguntó cómo se hubiera podido evitar el derramamiento de sangre del frente
occidental, contestó:

«Señalando la batalla de Cambrai, [digo]: "Se podría haber hecho esto." Esto con muchas variantes;
se debería haber hecho

esto mejorándolo y a mayor escala, si los generales no se hubieran contentado con combatir las balas
de las ametralladoras

con los pechos de unos hombres aguerridos y con pensar que eso era hacer la guerra.»221

Haig, a quien Fuller tildaba de «estúpido», apreciaba la importancia de los carros de combate en
tanto que

complemento de la infantería, pero no fue capaz de percibir lo ocurrido en Cambrai como un hito
trascendental en las

operaciones militares. «No habrá ningún cambio a mejor en el Ejército británico —concluyó Fuller
—, hasta que no reciba

un nuevo cerebro en la figura de un nuevo comandante en jefe.»222

Las consecuencias de Passendale y Cambrai desembocaron en una intensificación de la desconfianza


de Lloyd George

hacia los dos hombres que él consideraba los máximos responsables de la debacle, Haig y
Robertson. Una investigación

ordenada por el consejo de ministros sobre los problemas de Cambrai puso de relieve errores de
mando y, sobre todo, de

inteligencia. Todavía sin el respaldo político suficiente para sustituir a Haig, en enero de 1918 Lloyd
George forzó, en su

lugar, la destitución de Charteris y Kiggell como miembros del Estado Mayor de aquél; al mes
siguiente, el primer

ministró orquestó también la sustitución de Robertson como jefe del Estado Mayor general del
imperio.

Haig y sus partidarios defendieron las acciones del primero en 1917 argumentando que, a modo de
prolongación del

Somme, las batallas de ese año habían desgastado al Ejército alemán, ayudando así a crear el marco
para la victoria de

1918. Pero los británicos habían sufrido más bajas en el frente occidental en aquel año que las que
habían infligido a sus

221 Churchill, citado en Martin Gilbert, The Routledge Atlas of the First World War, Londres,
Routledge, 2002, pág. 93

(trad. cast: La Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004). La cursiva es del
original.

222 Fuller, citado en Tim Travers, How the War Was Won: Commandand Technology in the British
Army on the Western

Front, 1917-1918, Londres, Routledge, 1992, pág. 45.

enemigos, lo que significaba que la macabra lógica del desgaste podía funcionar sólo si Gran
Bretaña era capaz de
reemplazar sus muertes más deprisa que Alemania. Como bien sabía Haig, los británicos habían
explotado sus últimas

reservas de efectivos introduciendo el servicio militar obligatorio en 1916. Sin embargo, los
alemanes tenían una fuente de

efectivos en las decenas de miles de soldados que estaban en camino hacia el oeste procedentes del
frente ruso. Los

argumentos sobre el desgaste de Haig sonaron, por tanto, hueros, en parte porque el desgaste no
figuraba en sus planes

iniciales ni para el Somme ni para Passendale, y porque, además, sus sangrientos cálculos habían
matado a sus propios

hombres en un porcentaje demasiado elevado para hacer del desgaste una estrategia viable a largo
plazo. Sólo la llegada de

los norteamericanos prometía compensar las bajas sufridas por los aliados en 1917. Sin embargo,
estaba por ver si

llegarían a tiempo.

Capítulo 11

Una guerra como no conocíamos

La amenaza de los U-booten


y la guerra en Africa
D. [David Lloyd George] también vio al general

Haig y mantuvo una conversación muy seria con

él. Dejó muy claro que había llegado el momento

en que iba a hacerse valer, y que, si era necesario,

dejaría que el público supiera la verdad sobre los

militares y sus estrategias.

Diario de Frances Stevenson, 5 de noviembre de

1917223

Las frustraciones en el campo de batalla de los aliados durante 1917 condujeron a la creación de
nuevas formas de control

civil sobre la gestión de la guerra. Antes de ese año, los generales aliados habían podido alegar en
buena medida que,

dados sus conocimientos especializados, ellos, y sólo ellos, podían tomar las decisiones militares
necesarias para

conseguir la victoria. Sin embargo, después de la sangría de 1915 y 1916 y de las tremendas derrotas
de 1917, los generales

perdieron el monopolio de la toma de decisiones en lo militar que habían poseído hasta ese
momento. En Gran Bretaña y

en Francia, y en menor medida también en Italia, los civiles pasaron a compartir importantes
funciones con el ejército y

empezaron a influir, incluso, en terrenos operacionales y estratégicos anteriormente exclusivos de los


militares. Aunque el

aumento de la autoridad civil provocó roces entre los «levitas» (políticos) y los «mandamases»
(generales), permitió que la

pericia de los civiles complementara la de los militares. El resultado fue una relación, aunque
polémica en ocasiones,

dinámica, que permitió a los aliados ganar la guerra.


En Alemania no se implantó semejante sistema; antes bien, los militares llegaron a asumir cada vez
más poder sobre

todos los elementos de la sociedad alemana. A finales de 1917 Hindenburg y Ludendorff se habían
convertido en la

práctica en dictadores de Alemania y de las tierras ocupadas por ésta. Los civiles inteligentes y
diligentes como Walter

Rathenau, jefe del Departamento de Materiales de Guerra, vieron cómo su influencia se desvanecía.
El káiser apenas si

tenía una participación real en el gobierno del país y, con el transcurso de la guerra, se convirtió en
una mera figura

decorativa. En julio de 1917 Hindenburg y Ludendorff anularon también la figura del primer ministro,
cuando obligaron a

dimitir al influyente canciller Theobald von Bethmann Hollweg. En su lugar, colocaron al


acomodaticio Georg Michaelis,

un plebeyo a quien el kaiser ni siquiera conocía. Michaelis asumió de este modo la cancillería, «un
puesto», señaló un

estudioso, «para el que su única cualificación era la sumisión ciega a Ludendorff».224 Alemania se
había convertido en una

dictadura militar en todo excepto en el nombre.

A mayor abundamiento, el sistema alemán descansaba en unos principios que demostraron su


inadecuación a los

rigores de la guerra moderna. Las primeras grietas en la organización política alemana empezaron a
hacerse evidentes ya

en el período de la movilización. El kaiser había sufrido errores de comprensión fundamentales en


cuanto a las necesidades

de movilización y la naturaleza de la guerra moderna. A medida que avanzó la contienda, a la clase


dirigente alemana se le

223 El epígrafe está extraído de Frances Lloyd George, Lloyd George: A Diary by Frances
Stevenson (comp.), A. J. P.

Taylor, Nueva York, Harper and Row, 1971, pág. 163.

224 J. M. Bourne, Who's Who in World War One, Londres, Routledge, 2001, pág. 204.
hizo cada vez más evidente que sólo los militares comprendían de verdad los problemas que
planteaba a Alemania el

conflicto bélico. El Parlamento, el Reichstag, era una institución débil; ya antes de la guerra había
tenido bastante menos

poder que sus homólogos de la Europa occidental, y durante el conflicto, su participación en la


dirección de la campaña

militar fue mínima. Sin ninguna otra institución capaz de asumir las riendas del poder, los militares
alemanes, en especial

el ejército, asumieron el mando.

Los sistemas francés y británico, por el contrario, gozaban de una flexibilidad y adaptabilidad que
les permitió

amoldarse a las circunstancias. Al principio de la contienda, ambos gobiernos cedieron gran parte de
su autoridad a los

generales; sin embargo, hacia 1916 los Parlamentos de ambas naciones habían empezado a reafirmar
su control, formando

comités para supervisar los diversos aspectos de la guerra y creando nuevos organismos
gubernamentales para resolver

problemas concretos. La creación por los británicos de un Ministerio de Municiones demostró ser de
especial importancia,

al mejorar los graves problemas ocasionados por la crisis de los proyectiles y proporcionar a los
soldados las armas que

necesitaban. Civiles como sir Eric Geddes en Gran Bretaña, y Albert Thomas en Francia, tuvieron
una participación

trascendental en la reorganización del ejecutivo y de las estructuras económicas para que sirvieran
mejor a las necesidades

de la guerra.
La cabra y el tigre
Los cambios más importantes se produjeron en los niveles más elevados del ejecutivo. El británico
David Lloyd George

(nombrado primer ministro en diciembre de 1916) y el francés Georges Clemenceau (que accedió a
idéntico cargo en su

país en noviembre de 1917) aportaron un liderazgo civil ausente prácticamente en Alemania. Ambos
retuvieron también

para sí la cartera de la Guerra de sus respectivos países, lo que les confirió la autoridad legal sobre
los militares; al

contrario que la mayoría de sus predecesores, ninguno de los dos dudó en utilizar ese poder.
Decididos a ver el final de la

contienda, reorganizaron sus países para la guerra total que había surgido hacia 1917. Su liderazgo, a
veces controvertido,

resultó ser un factor decisivo para el triunfo final de los aliados.

Tanto Lloyd George como Clemenceau mantenían viejas controversias con la cúpula militar de sus
respectivos países.

La oposición de aquél a la guerra Boer, su defensa del Home Rule irlandés y el decidido apoyo al
incremento del gasto en

programas sociales le habían enfrentado a los militares en los años previos a la guerra; sus orígenes
políticos en las

comunidades mineras de Gales le granjearon la rotunda desconfianza de las clases dirigentes


británicas. Conocido como

«la cabra» por sus detractores, Lloyd George popularizó el uso peyorativo del término establishment
o sistema establecido.

Inclusión hecha de Haig, veía a los generales británicos como a unos representantes del sistema que
desperdiciaban las

vidas de los obreros que tenían a su cargo.

De modo parecido, Clemenceau, apodado «el tigre» por su estilo político tenaz y combativo, había
sido un enérgico

adversario de la cúpula militar francesa durante el infausto proceso Dreyfus. Clemenceau tuvo un
papel destacado en el

punto álgido del escándalo, al sacar a la luz la maniobra del Ejército francés para encubrir las
pruebas que habrían absuelto

al capitán alsaciano de origen judío, Alfred Dreyfus, de la acusación de espionaje que lo había
enviado a la infausta prisión

de la isla del Diablo. Clemenceau consideraba a los generales demasiado conservadores, demasiado
católicos (él era el

líder del movimiento anticlerical francés) y demasiado carentes de imaginación. Fue partidario de
que se hiciera el

máximo esfuerzo para ganar la guerra, pero criticó con ferocidad a la cúpula militar, en especial de
Joffre. Al contrario que

muchos políticos franceses, a Clemenceau no le intimidaban los militares y no tenía ningún temor en
leerles la cartilla en

público si lo consideraba necesario para la defensa nacional.

No obstante los recelos que sentían hacia sus respectivos ejércitos, los dos primeros ministros eran
patriotas fervientes

y firmes partidarios de la defensa nacional. Como ministro de Hacienda en 1909, Lloyd George
encontró de manera

sistemática el dinero para igualar y superar las partidas presupuestarias de Alemania durante la
carrera armamentística

naval en los años previos a la guerra. Asimismo, fue uno de los primeros funcionarios del gobierno
en comprender que la

guerra duraría años, y no meses, y que exigiría un cambio radical en la filosofía del «aquí no pasa
nada» del gobierno de

Asquith. Clemenceau, por su parte, era uno de los últimos miembros supervivientes de la Asamblea
Nacional de 1871 que

había votado la cesión de Alsacia y Lorena a Alemania como precio por la finalización de la guerra
franco-prusiana.

Clemenceau formaba parte de la minoría que había votado en contra de la medida y que era
partidaria de seguir luchando

a toda costa. También había desempeñado un papel destacado en 1911 en la unión de la opinión
pública contra los intentos

del kaiser de aumentar la influencia alemana en Marruecos, y dos años más tarde se mantuvo al lado
del ejército para

apoyar la ampliación del servicio militar obligatorio de dos a tres años.

Quizá lo más importante fue que ninguno de los dos mandatarios dejaron incólumes ni a los
funcionarios militares ni a

las operaciones de éstos. «La guerra —solía decir Clemenceau—, es un asunto demasiado importante
para dejarlo en

manos de los generales.» Ambos hombres tenían sus propias ideas acerca de cómo debía llevarse la
guerra y no perdían la

ocasión de hacer saber sus puntos de vista. Clemenceau había sido periodista en la guerra civil
norteamericana y alcalde

del sector de Montmartre durante la guerra franco-prusiana y la Comuna de París. En consecuencia,


creía haber visto más

de la guerra que la mayoría de los generales. Solía recordarles a éstos que a él le cabía la
responsabilidad constitucional de

la defensa nacional e, incluso a sus 76 años, insistía en ir al frente casi una vez por semana, donde
hablaba tanto con los

soldados británicos como con los franceses a fin de escuchar sus puntos de vista sin que pasaran por
el filtro de la cadena

de mando militar, ganándose el respecto de la tropa por acceder a posiciones tan adelantadas, que en
ocasiones llegaba a

entrar en la línea de fuego.

A pesar de las controvertidas posiciones políticas y las decisiones a menudo impopulares de ambos
dirigentes, Lloyd

George y Clemenceau eran los hombres idóneos para el momento. El general británico Charles Grant
pensaba que Lloyd

George tenía cierto aire de «intrigante desagradable», aunque hizo notar que era un rasgo que se
podía perdonar «si los

fines justifican los medios». Grant sabía que Lloyd George disfrutaba de una gran popularidad entre
la tropa. «Los
soldados que no hicieron más que insultar a Lloyd George en 1912 o 1913 —escribió Grant a su
suegro—, lo miran ahora

como al salvador de su patria, un papel que, me imagino, a él no le desagrada interpretar.»225 Otro


general británico

observó que después «del follón del gobierno de Asquith, era el momento de que un hombre fuerte
gobernara el país, y

todos sentimos que en Lloyd George teníamos ai hombre adecuado».226 Es probable que ninguno de
esos generales

hubiera apoyado a Lloyd George antes de 1914; sin embargo, la emergencia nacional de la guerra los
llevó a pasar por alto

las preferencias personales y partidistas en nombre de las necesidades de la nación.

Tal vez Clemenceau tuviera más enemigos políticos internos que ningún otro dirigente de Europa. A
lo largo de los

años había sido el responsable de la caída de un gobierno francés tras otro; sin embargo, al igual que
Lloyd George, tenía

el carisma y las dotes de mando para hacer que la gente olvidara sus agravios ante una crisis
nacional. En palabras que

recuerdan sorprendentemente a aquellas otras de Winston Churchill veintidós años después,


Clemenceau le dijo a los

franceses durante la crisis de la primavera de 1918 que incluso la pérdida de París no sacaría a
Francia de la guerra.

«Después de París, lucharemos en el Loire; después del Loire, en el Garona, y, después del Garona,
en los Pirineos; al

final, si no queda más tierra, lucharemos en el agua.»227 Su discurso más famoso lo pronunció en el
Parlamento francés en

marzo de 1918, en respuesta a una proposición pacifista de acabar la guerra:

Lo más importante es la libertad. En segundo lugar, la guerra. Por tanto, debemos sacrificarlo todo a
la guerra

para garantizar el triunfo de Francia... ¿Ustedes quieren la paz? Yo, también. Sería criminal tener
otro deseo. Pero

no es diciendo entre gemidos la palabra «Paz» como puede uno silenciar el militarismo prusiano...
Mi fórmula es la

misma en todas partes. ¿Políticas internas? Yo hago la guerra. ¿Asuntos exteriores? Yo hago la
guerra. Siempre

hago la guerra.228

Aunque tanto Lloyd George como Clemenceau cometieron errores, sus criterios estratégicos
demostraron no ser peores

que los de la mayoría de los generales. Los dos eran nacionalistas fervientes y veían la alianza, ante
todo, como un medio

de servir a los intereses nacionales y estatales. Entre ellos mantuvieron una relación profesional
cordial, pese a que en

muchos asuntos no estaban de acuerdo, sobre todo en aquellos relacionados con sus puntos de vista
sobre la paz en la

posguerra. Sin embargo, juntos infundieron vigor a los gobiernos francés y británico, mantuvieron la
moral demostrando

su determinación de conducir la guerra a un final satisfactorio y establecieron vínculos importantes


entre las naciones

aliadas. La cabra y el tigre aseguraron así la viabilidad de sus países y tuvieron una participación
trascendental en la

victoria final.

Movidos por el recelo común hacia los generales aliados, Lloyd George y Clemenceau trabajaron en
equipo para crear

un organismo de gobierno supremo que dirigiera la guerra. El desastre italiano en Caporetto y el


envío de soldados

británicos y franceses para detener el subsiguiente desmoronamiento italiano puso de relieve la


necesidad de alguna

especie de organismo de concertación interaliado. Lloyd George tomó la iniciativa al convocar una
reunión en la ciudad

italiana de Rapallo en noviembre de 1917 para discutir la formación de dicho organismo. Dicha
reunión tuvo como

resultado la creación de un Consejo Supremo de la Guerra, integrado por diferentes comités


interaliados encargados de
regular los recursos económicos, los alimentos, las municiones, el transporte y la guerra naval (en
especial la

antisubmarina). La misión oficial de este consejo era la de «velar por la dirección general de la
guerra» y elaborar

«sugerencias para las decisiones de los gobiernos».229 En otras palabras, el Consejo Supremo de la
Guerra serviría como

alternativa a los Estados Mayores francés y británico, en los que ni Lloyd George ni Clemenceau
confiaban.

El verdadero objetivo del Consejo Supremo de la Guerra, por consiguiente, era el de restablecer el
control civil sobre

los militares creando un organismo que estuviera por encima de los Estados Mayores tradicionales.
El Consejo estaba

225 Grant a Lord Roschery, 13 de noviembre de 1916, LHCMA, documentos Grant, 2/1/1-41.

226 Henry de Beauvoir de Lisie, «My Narrative of the Great German War», LHCMA, documentos de
Lisie, vol. 2, 1919,

pág. 19.

227 Clemenceau, citado en el general Mordacq a Clemenceau, 9 de octubre de 1918, SHAT, 6N55,
Fondos Clemenceau,

exp. Instancias.

228 General Mordacq, Le Ministere Clemenceau: Journal d'un Témoin, París, Plon, 1936, págs. 203-
205.

229 Citado en John Terraine, I World War: 1918, the Year of Victory (1978), Londres, Cassell,
2003, pág. 46.

integrado por el jefe de Gobierno, otro político y un representante militar permanente de Gran
Bretaña, Francia, Estados

Unidos e Italia. Los políticos, por tanto, superaban a los generales en dos a uno. Como era natural,
Lloyd George y

Clemenceau seleccionaron al representante político de sus países de entre sus aliados más leales.
Los generales estaban en

el Consejo Supremo de la Guerra sólo para aconsejar en «cuestiones técnicas».


Haig y Pétain, ocupados en las necesidades diarias de dirigir sus ejércitos, no tuvieron voz directa en
el Consejo

Supremo de la Guerra, el cual se reunía en Versalles, lejos de las líneas del frente. Como
representante militar permanente

por Francia, Clemenceau escogió al jefe del Estado Mayor del Ejército, Ferdinand Foch, un hombre
cuya personalidad y

temperamento lo habían llevado a enfrentarse a menudo con Pétain; de todas formas, Clemenceau
actuó con rapidez para

asegurarse de que Foch no tuviera un papel importante en el consejo. Nada más producirse la
primera intervención de Foch

en las deliberaciones del Consejo, Clemenceau se inclinó hacia él y le dijo: «Estese callado. El
representante de Francia

soy yo».230 Lloyd George se movió en una dirección parecida. Como representante militar
permanente de Gran Bretaña

escogió al mariscal de campo Henry Wilson, un hombre que había criticado con dureza tanto a Haig
como al Estado Mayor

británico. Haig había esperado que Lloyd George nombrara a un íntimo aliado suyo, William
Robertson; el nombramiento

de Wilson, por lo tanto, dejaba a Haig al margen de las deliberaciones del Consejo... tal y como,
claro estaba, había

pretendido Lloyd George.

Sin embargo, los generales del Consejo Supremo de la Guerra no tenían ninguna intención de
cruzarse de brazos

mientras los políticos decidían sus destinos. Wilson y Foch eran viejos amigos, y habían estado
debatiendo la posibilidad

de una cooperación franco-británica en tiempos de guerra desde hacía más de una década. Los dos
hombres coincidían en

la necesidad de una mayor coordinación entres ambos ejércitos; también estaban de acuerdo en la
importancia de crear una

reserva general de hombres procedentes de todos los países aliados para ser enviada a cualquier
punto donde fuera
necesaria su presencia, tanto para rechazar un ataque alemán como para reforzar el de un aliado. La
idea mereció la

aprobación del Consejo, aunque tanto Haig como Pétain se opusieron enérgicamente a ella. Haig
llegó a amenazar incluso

con dimitir si los soldados a sus órdenes eran puestos bajo la tutela de la reserva general a las
órdenes de otro que no fuera

él. La consecuencia fue que la reserva general llegó a existir sólo sobre el papel.

Wilson y Lloyd George utilizaron también el Consejo Supremo de la Guerra para sugerir una
reorientación de las

campañas aliadas lejos del frente occidental. Ambos creían que se podrían obtener mejores
resultados forzando un

desenlace contra Turquía o presionando al moribundo Imperio austrohúngaro a través de los


Balcanes. Wilson había

llegado a la conclusión de que en 1918 los alemanes atacarían en el este, hacia el mar Negro, antes
de atacar en Francia,

una idea que Haig había tildado de «ridicula de no ser por lo seria que es».231 Foch, a quienes los
informes de su propia

inteligencia le sugerían que los alemanes estaban preparando una gran operación en el frente
occidental para 1918, estaba

de acuerdo con Haig y se opuso con tenacidad a llevar a cabo cualquier operación fuera de Francia.
Los estadounidenses,

que no estaban oficialmente en guerra con el Imperio otomano, se opusieron también a cualquier
operación en el este.

Aunque el Consejo Supremo de la Guerra provocó mucha acritud y puso de relieve la falta de
sintonía entre los países

y entre los levitas y los mandamases, cumplió diversas funciones de importancia. Aun cuando la
mayoría de las veces

estaban en desacuerdo, los diferentes representantes nacionales tuvieron la oportunidad de limar sus
discrepancias y

avanzar hacia un compromiso. El Consejo Supremo de la Guerra ayudó también a iniciar a los
norteamericanos en los
complejos problemas de dirigir una guerra multinacional a gran escala. La delegación
norteamericana estaba encabezada

por el asesor de más confianza del presidente Wilson, Edward House, y el inteligente y competente
jefe del Estado Mayor

del Ejército de Estados Unidos, el general Tasker Howard Bliss. De esta manera, el Consejo
Supremo de la Guerra dio a

los europeos y a los estadounidenses la ocasión de llegar a conocerse unos a otros y de trabajar en
soluciones conjuntas a

los problemas comunes.

El Consejo Supremo de la Guerra supuso un paso adelante hacia la creación de un único esfuerzo
bélico aliado, aunque

Haig y otros sostuvieran que ese paso en concreto tal vez había sido peor que no dar ninguno en
absoluto. El verdadero

valor del Consejo Supremo de la Guerra se hizo evidente en la primavera de 1918, cuando empezó la
ofensiva alemana que

Foch y otros habían previsto. Las relaciones personales que se crearon y los debates profesionales
que habían tenido lugar

en las reuniones del consejo pusieron las bases que permitieron a los aliados hacer frente a la
ofensiva alemana como una

sola entidad. Permitió también que Estados Unidos se integrara con rapidez en el empeño bélico
aliado, a pesar de los

desacuerdos continuos acerca del papel exacto que deberían desempeñar los norteamericanos.

La eliminación de la amenaza submarina

Antes de que los norteamericanos pudieran confiar en tener un papel decisivo en el campo de batalla,
las marinas aliadas

tuvieron que encontrar una manera de neutralizar la amenaza submarina alemana. En el tercer
trimestre de 1916, los

230 Clemenceau, citado en Basil Henry Liddell Hart, Foch: The Man of Orleans, Boston, Little,
Brown and Co., 1932, pág.

261.
231 Haig, citado en Terraine, op. cit., pág. 47.

alemanes habían hundido 600.000 toneladas de embarcaciones aliadas; en el mismo período, los
aliados y los

norteamericanos juntos habían construido sólo 450.000 toneladas de buques mercantes. Los
hundimientos de los buques

aliados aumentaron de manera espectacular cuando los oficiales de los submarinos alemanes se
hicieron más agresivos a

finales de 1916. Las pérdidas navales de los aliados durante el primer trimestre de 1917 ascendieron
a 1.650.000 toneladas,

mientras que la construcción nueva sólo llegó a las 600.000 toneladas. El 1 de febrero de 1917 los
alemanes reanudaron de

forma oficial la guerra submarina ilimitada, lo que condujo a que las pérdidas navales aliadas
alcanzaran un récord en

tiempos de guerra de 2.200.000 toneladas en el segundo trimestre de 1917.232

La continuación por parte de Alemania de la guerra submarina ilimitada

ocasionó problemas de abastecimiento a los aliados, pero condujo también a la


beligerancia de Estados Unidos. A pesar de las afirmaciones de sus máximos

responsables, la flota de U-booten no consiguió impedir que los

estadounidenses llegaran a Francia a un ritmo de hasta 20.000 hombres por día.

(National Archives)

Tal vez los almirantes hubieran exagerado la gravedad de la amenaza que representaban los U-
booten [submarinos

alemanes] para los esfuerzos de guerra aliados, pero dada la necesidad de transportar a los soldados
norteamericanos a

través del Atlántico sanos y salvos, su preocupación era comprensible.233 La misión naval
norteamericana enviada a Gran

Bretaña había estado siguiendo el problema durante meses antes de que se declarase la beligerancia
de Estados Unidos. En

cuanto los norteamericanos entraron en la guerra, el almirante William Síms preguntó al almirante
británico John Jellicoe

cuál era la solución para resolver el problema de los U-booten. «Que seamos capaces de ver en este
momento, ninguna en

absoluto», contestó Jellicoe.234 El almirante británico se sentía cada vez más desanimado acerca de
las posibilidades de

Gran Bretaña para sobrevivir más allá de noviembre de 1917 si no se acababa con rapidez con la
amenaza submarina. La

casi total dependencia británica de la seguridad de las rutas marítimas para abastecerse de alimentos,
combustible y

materias primas lo preocupaba aún más que la necesidad de garantizar la seguridad del transporte de
las tropas

norteamericanas a través del Atlántico.

Por suerte para Jellicoe y el esfuerzo de guerra de los aliados, Sims tenía la solución. Este instó a los
británicos para que

adoptaran el sistema de convoyes, por medio del cual los navios mercantes serían —como el mismo
nombre del sistema

implicaba— escoltados a través del océano por buques de guerra, que los protegerían de los
submarinos. Los británicos

habían estado considerando recurrir a los convoyes durante años, pero el sistema planteaba varios
problemas. Los buques

que navegaban en convoy se tenían que desplazar, como era evidente, a la misma velocidad, lo que
limitaba la velocidad

de todo el convoy a la del barco más lento. Por otro lado, una vez que llegaban a puerto en masa,
saturaban las

instalaciones de atraque y descarga, lo que implicaba que algunos navios se vieran obligados a
permanecer parados con su

232 La cita de Jellicoe está en ibib pág. 377.

233 Cifras extraídas de Girad McEntee, Military History of the World War, Nueva York. Scribner's,
1943, pág. 375.

234 Para una versión que sugiere que los temores británicos eran en buena medida infundados, véase
Avner Offer, The

First World War: An Agravian Interpretation, Oxford, Clarendon Press, 1989.


necesitado, y a veces perecedero, cargamento a bordo, mientras descargaban otros barcos. Y lo más
importante era que el

orgullo y fortaleza de la Royal Navy estribaba en sus acorazados, y la mayoría de ellos eran
demasiado lentos para las

labores de escolta.

Sims se puso a trabajar con el Consejo Naval aliado —una sección del Consejo Supremo de la
Guerra— para resolver

todos estos problemas. Como primera medida, destinó la flota de destructores norteamericana a las
misiones de escolta.

Rápidos y lo bastante potentes para enfrentarse a los submarinos, los destructores demostraron ser
unos buques de escolta

fiables. Sims y las marinas aliadas formaron entonces convoyes de tres velocidades para integrar
diferentes tipos de navios

y aliviar la congestión portuaria. En mayo de 1918 los aliados confiaban lo suficiente en el


canadiense de nacimiento Sims

como para nombrarlo comandante de todos los buques antisubmarinos y de escolta aliados en aguas
europeas. El sistema

produjo resultados inmediatos. Durante el viaje, en las dos últimas semanas de mayo, de un convoy
experimental, las

pérdidas de barcos mercantes en la ruta Gibraltar-Gran Bretaña (por lo general de un 33 % cuando


iban sin escolta) cayó a

sólo el 1,5 % yendo escoltados. El experimento convenció a los que seguían teniendo dudas y
condujo a la utilización de

convoyes a gran escala.

Pese a haber tenido una actuación desigual en Jutlandia, el almirante David

Beatty sustituyó a John Jellicoe como comandante de la Gran Flota. Junto con

el almirante norteamericano William Sims, aprobó el sistema de convoyes que

protegió a los barcos aliados y ayudó a acabar con la amenaza submarina.

(Imperial War Museum, Q1957U)

El sistema de convoyes se hizo paulatinamente más complejo a medida que el éxito en su


experimentación obligó a los

jefes de la Marina a dedicarle más recursos. Los grandes convoyes incluían hasta cincuenta barcos
mercantes y de

transporte de tropas, escoltados por un crucero, seis destructores, once barcos rastreadores, dos
lanchas torpederas y varios
globos aerostáticos encargados de detectar las delatoras estelas ocasionadas por los periscopios de
los submarinos. Al

final, se construyeron ocho centros de escolta en lugares tan alejados entre sí como Hampton Roads,
Virginia, Halifax,

Nueva Escocia, Panamá, Río de Janeiro; Murmansk, Port Said; Gibraltar, y Dakar.235 Más que casi
ningún otro elemento,

el sistema de convoyes puso de relieve la verdadera naturaleza global de la Primera Guerra Mundial.

En un trabajo de estrecha colaboración con Jellicoe, el almirante jefe de la Gran Flota, David Beatty,
y el Estado Mayor

de la Marina francesa, Sims utilizó esas bases para extender el sistema de convoyes por todo el
océano Atlántico. Del

récord de las 2.200.000 toneladas del segundo trimestre de 1917, las pérdidas navales del tercer
trimestre cayeron por

primera vez en un año hasta 1.500.000 toneladas. En el cuarto trimestre volvieron a caer, esta vez
hasta 1.240.000

toneladas, y lo mismo sucedió al siguiente, en el que sólo se registraron 1.100.000 toneladas


perdidas. En la primavera de
1918 la construcción naval superó a las pérdidas por primera vez desde principios de 1915. Entre el
momento en que se

hizo a la mar el primer convoy y la firma del armisticio, los buques aliados escoltaron a 88.000
barcos a través del

Atlántico, perdiendo sólo 436 navios; de 1.100.000 soldados norteamericanos enviados al otro lado
del océano, sólo se

perdieron 637 a causa de los submarinos alemanes.

La guerra ofensiva contra los submarinos también maduró. En 1916 los británicos ya habían
desarrollado y puesto en

servicio la primera carga de profundidad efectiva. Destructores equipados con eyectores de cargas
de profundidad podían

sembrar un anillo de cargas preparadas para explotar a diferentes profundidades. Si una de las cargas
explotaba a 12 m de

un submarino, dañaría la embarcación; si lo hacía a cinco metros del submarino, destruiría su


objetivo. Las cargas de

profundidad consiguieron hundir 28 U-booten, más que los hundidos por cualquier otra causa entre
1916 y 1918. La

simple presencia de los destructores provistos con cargas de profundidad era suficiente a menudo
para mantener

sumergido a un submarino sin que hiciera ningún daño. Los británicos trabajaron también en un
sistema (conocido como

asdic por los británicos y sonar por los norteamericanos) para mejorar la precisión de las cargas de
profundidad mediante

la determinación de la profundidad y demora de una embarcación enemiga. El sistema, que no estuvo


operacional hasta

1919, no tuvo consecuencias significativas en la campaña antisubmarina de la Primera Guerra


Mundial, aunque tuvo un

efecto trascendental durante la Segunda Guerra Mundial.

La declaración de guerra de Estados Unidos supuso una inyección de moral

para franceses y británicos, aunque los norteamericanos tenían todavía que


convertir su deseo de luchar en capacidad para hacerlo. En la fotografía,

soldados estadounidenses se mantienen alerta ante la aparición de los

U-booten alemanes durante su travesía del Atlántico. (United States Air Force

Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

Los esfuerzos aliados no acabaron con el problema de los U-booten alemanes, pero lograron
mantener las pérdidas en

un nivel razonable. El dominio aliado de la guerra en el mar significó que el bloqueo submarino
alemán había sido roto,

mientras que el bloqueo de superficie aliado a Alemania continuaba, cortando de manera efectiva
todas las importaciones

exteriores y aumentando el sufrimiento del pueblo alemán. Los temores de Jellicoe de que Gran
Bretaña se muriese de

235 Martin Gilbert, The First World War: A Complete Revision, Nueva York, Henry Holt, 1994,
pág. 329 (trad. cast.: La

Primera Guerra Mundial. Madrid, La Esfera de los Libros, 2004).

hambre antes de acabar noviembre se desvanecieron con la misma rapidez que la promesa del
almirante alemán Henning

von Holtzendorff al kaiser en enero de 1917 de que los U-booten podían garantizar que «en el
continente no desembarcará

ni un solo norteamericano». De esta forma, dos puntales de la estrategia alemana, matar de hambre a
Gran Bretaña e

impedir que desembarcara un gran contingente de norteamericanos en el continente, habían fracasado.

Como lo hizo un tercer puntal, el de incitar a una rebelión en Irlanda. La Primera Guerra Mundial
empezó en un

momento crítico de las relaciones británico-irlandesas. En las semanas previas al asesinato del
archiduque Francisco

Fernando, la controversia sobre el Home Rule irlandés había ocupado el primer plano de la política
británica. El Home

Rule significaba el traspaso del gobierno nacional de Irlanda al Parlamento irlandés, con sede en
Dublín. En cuanto el
Home Rule se hiciera efectivo, el Parlamento de Dublín tendría también el control sobre el Ulster,
donde la mayoría de la

población era protestante. Por consiguiente, el Home Rule otorgaría el control efectivo de toda
Irlanda a los católicos

irlandeses, aunque las relaciones internacionales y la política militar seguirían dependiendo del
gobierno de Londres.

Como solución de compromiso era más que recomendable, sobre todo porque ofrecía unas
inmejorables perspectivas para

evitar otro estallido de violencia.

Muchos nacionalistas irlandeses consideraban el Home Rule como el primer paso lógico y pacífico
hacia la

independencia total de Inglaterra. Por esta razón, los unionistas del Ulster, entre los que se contaban
muchos de los

generales de mayor rango del ejército, temían que el Home Rule condujera al inicio de sangrientas
represalias contra la

población protestante de Irlanda, y, finalmente, a la eliminación de la presencia protestante en la isla.


A fin de resistirse a lo

que, con frecuencia, tildaban sarcásticamente de Rome Rule, los grupos protestantes, muchos de los
cuales mantenían

estrechos lazos con el ejército, empezaron a armarse. Estos grupos, conocidos como los Voluntarios
del Ulster, eran

ilegales, pero contaban con enormes simpatías entre la población protestante en su conjunto y entre
muchos de los que

ocupaban cargos clave en el gobierno.

John French, Hubert Gough y Henry Wilson se contaban entre los generales de estirpe anglo-
irlandesa que veían el

Home Rule como un peligro. Otros generales de alto rango, aun no siendo anglo-irlandeses, lo
consideraban un mal

augurio para el futuro del Imperio británico. Gough y Wilson dejaron claro al gobierno que el Home
Rule podía

convertirse en un barril de pólvora potencial, si el gobierno pedía a sus oficiales anglo-irlandeses


que desarmaran a sus

amigos protestantes para darles el poder a los católicos.

El proyecto de ley del Home Rule ya había pasado el trámite parlamentario en 1913 y estaba previsto
que entrara en

vigor en junio de 1914. Tres meses antes, Gough, a la sazón comandante de la brigada de caballería
destacada en el cuartel

de Curragh, en el condado de Kildare, anunció a los oficiales de la unidad su intención de dimitir si


el gobierno le ordenaba

dirigirse al norte para desarmar a los Voluntarios del Ulster. Cincuenta y ocho de los setenta
oficiales de la brigada

acordaron apoyarlo. El hermano pequeño de Gough estaba sirviendo entonces como jefe del Estado
Mayor de Haig, y le

dijo a éste que, si su hermano dimitía, él también. El «amotinamiento de Curragh» sacudió a todo el
Ejército británico.

Haig advirtió al gobierno que cualquier intento de castigar a Gough por su acción podía ser
respondido con una dimisión

masiva en la oficialidad británica. El rey, enfurecido por el incidente, instó no obstante al Parlamento
para que suspendiera

la entrada en vigor del Home Rule hasta que se terminaran las investigaciones.

La crisis de julio y el inicio de la Primera Guerra Mundial aparcaron por el momento los asuntos
irlandeses. La guerra

congregó de manera temporal a la opinión irlandesa en torno a la bandera británica cuando los
irlandeses, tanto católicos

como protestantes, se presentaron voluntarios al Ejército británico. En un principio, el movimiento


nacionalista irlandés

Sinn Féin apoyó la participación de los católicos en la guerra, en la confianza de que el gobierno
británico viera a Irlanda

como un aliado y, por tanto, se mostrara más predispuesta a promulgar el Home Rule una vez
terminada la contienda. Sin

embargo, un grupo de irlandeses vio la guerra no como una oportunidad para que un gobierno de
Londres, reacio a hacerlo,
concediera el Home Rule, sino para agarrar la independencia con sus propias manos. Encabezados
por Roger Casement,

los separatistas irlandeses recolectaron dinero en la comunidad irlandesa de Estados Unidos, se


armaron y abrieron canales

de comunicación con Alemania.

Al igual que con la introducción de Lenin en Rusia en 1917, Alemania confiaba en introducir a
Casement en Irlanda a

su debido tiempo, cuando tal medida pudiera producir resultados importantes. Incitar a la rebelión en
Irlanda prometía

reportar pingües beneficios, entre ellos el de apresar a miles de soldados británicos y privar a Gran
Bretaña del servicio

militar de varios miles más de voluntarios irlandeses. Asimismo, podría servir de mente de
inspiración a otros

nacionalismos por todo el Imperio británico, muy especialmente en la India. Dadas las tensiones
provocadas por el

amotinamiento de Curragh, una rebelión en Irlanda podría también enfrentar a los jefes militares de
más alto rango del

Ejército británico con su propio gobierno. En consecuencia, los alemanes prometieron apoyo y armas
a los nacionalistas

irlandeses. En abril de 1916, unos buques de guerra británicos capturaron un barco alemán cargado
de armas destinadas a

Irlanda, lo que no hizo sino aumentar la preocupación en Gran Bretaña por la rebelión.

Otros dos acontecimientos de 1916 echaron leña a la ya tensa situación de Irlanda. A principios de
año, el gobierno

británico reconoció una versión más limitada del Home Rule al Parlamento de Dublín, pero no lo
hizo extensivo al Ulster.

Al sentirse traicionados, los nacionalistas irlandeses consideraron la medida como el principio de


una división permanente

de su isla y reaccionaron con furia. Poco después, Gran Bretaña introdujo el servicio militar
obligatorio para cubrir las

enormes necesidades de efectivos de la estrategia de desgaste de Haig. Aunque los nacionalistas


irlandeses consentían el

servicio militar voluntario de irlandeses en el Ejército británico, se sintieron horrorizados ante la


perspectiva de que el

gobierno inglés obligara a la prestación de dicho servicio. Gran Bretaña no intentó la recluta
obligatoria en el sur de Irlanda

hasta 1918, pero su introducción en otros lugares aumentó igualmente la tensión de manera
espectacular.

Los problemas llegaron a un punto crítico en abril de 1916, cuando la policía detuvo a Casement y a
otros dos

independentistas después de ser sorprendidos desembarcando en Irlanda con la ayuda de un U-boot


alemán. Casement

aseguró que los alemanes le habían decepcionado y que llegaba para advertir a las autoridades del
plan alemán para incitar

a una revuelta. Los británicos, por supuesto, lo acusaron de traición y sospecharon que la rebelión
inducida por los

alemanes era inminente.

El Ejército británico inició los preparativos para enfrentarse a la sublevación con un gran número de
efectivos. Tres

días después, el 24 de abril, los nacionalistas irlandeses tomaron la oficina central de Correos en
Dublín y declararon a

Irlanda independiente del Imperio británico. Ya en estado de alerta, las unidades británicas
respondieron con un gran

despliegue de fuerzas, evacuaron Dublín casa por casa y destruyeron las posiciones fortificadas de
los nacionalistas con

fuego de artillería disparado desde embarcaciones fluviales. Sin perder tiempo procedieron a
ejecutar a los líderes de la

rebelión pasándolos por las armas, y, en agosto, también juzgaron, condenaron y ahorcaron a
Casement.

La brutal represión de lo que acabó conociéndose como el Levantamiento de Pascua marcó a una
nueva generación de

nacionalistas irlandeses. Encabezados por Eamon de Valera y Michael Collins, emprendieron una
guerra de guerrillas

contra Gran Bretaña, que reaccionó con la revocación del Home Rule limitado y el envío de miles de
soldados a Irlanda.

En 1918 los británicos ampliaron el servicio militar obligatorio a Irlanda, lo que desencadenó otro
nuevo estallido de

violencia. De resultas de todo esto, el final de la Primera Guerra Mundial no llevó la paz a Irlanda,
sino una guerra civil que

se tradujo, en 1922, en la división de Irlanda en el Estado Libre de Irlanda, con capital en Dublín, y
la República de Irlanda

del Norte, cuya capital se estableció en Belfast y que siguió formando parte del Reino Unido. Los
acontecimientos de

Irlanda pusieron de relieve la expansión de una serie de conmociones a consecuencia de la guerra.

«Una guerra como no conocíamos»: la guerra en África

Conmociones que también sacudieron a Africa, donde la Primera Guerra Mundial fue, en realidad,
varias guerras

traslapadas. La guerra declarada enfrentó los intereses coloniales aliados a los mismos intereses de
los alemanes. Las

fuerzas británicas combatieron también contra los separatistas boers, que, como escribió J. J.
Collyer, vieron en la

contienda «una oportunidad enviada por el cielo para intentar recuperar la independencia absoluta
que consideraban haber

perdido» en el transcurso de la guerra Boer, acaecida durante el cambio de siglo.236 Pero ambos
bandos combatieron

también contra la naturaleza, porque los europeos sucumbieron en bastante mayor número a las
enfermedades que a las

acciones del enemigo. Y, por último, cada una de las potencias blancas tuvo que luchar contra las
aspiraciones de una

autonomía mayor o de independencia de los africanos. Los colonos blancos, en minoría en todo el
continente, no tenían

ninguna intención de derrotar a su enemigo europeo sólo para acabar viendo que la consecuencia era
que los nativos
africanos conseguían mayores cotas de poder.

Hacía mucho que Africa se había convertido en una zona de interés para el expansionismo alemán. A
mediados del

siglo XIX, los barcos de vapor, las nuevas armas y la producción industrial de medicinas como la
quinina habían permitido

a los europeos adentrarse en el corazón del continente africano y extender su poder hasta allí. Las
tensiones originadas por

la «pelea por Africa» condujeron a que las grandes potencias europeas decidieran el futuro del
continente mediante la

diplomacia. Eran muchos los alemanes que creían que en la Conferencia sobre Africa de 1884-1885
(celebrada en Berlín,

nada menos) los diplomáticos franceses e ingleses se habían quedado con los mejores territorios. Las
cuatro colonias

alemanas (Togolandia, el Africa sudoccidental alemana, el Africa oriental alemana y Camerún)


lindaban todas con

colonias británicas más grandes y poderosas. El kaiser Guillermo II recriminó a los británicos que le
negaran a Alemania

«una posición destacada», pero no pudo hacer gran cosa para cambiar la situación hasta que el
estallido de la Primera

Guerra Mundial le brindó la oportunidad.

Para desgracia de Alemania, en Africa la mayor parte de las ventajas estaban del lado de Gran
Bretaña. Unas rutas

marítimas relativamente seguras le permitían transportar hombres y materiales por toda la costa
africana; las alianzas con

Bélgica y Portugal le aseguraban las fronteras comunes, y las mayores reservas de efectivos en
grandes colonias como

Kenia, Sudáfrica y Rodesia le garantizaban la primacía en el continente. Los británicos contaban


también con bastantes

más colonos blancos que los alemanes. La mayor parte de éstos temían que, si Gran Bretaña perdía la
guerra, pudieran ser

puestos bajo control alemán como parte de un acuerdo de paz; por lo tanto, un gran número de ellos
se presentó voluntario

para luchar (con la notable excepción de los boers) e hicieron generosas aportaciones económicas.

236 J. J. Collyer, The Campaign in German Southwest Africa: 1914-1915, Londres, Imperial War
Museum, 1937, pág. 5.

Soldados británicos se parapetan tras una barricada durante el Levantamiento

de Pascua. Las tensiones en Irlanda distrajeron la atención de los británicos en

los últimos años de la guerra, pero no condujeron a la rotación masiva de

soldados del frente occidental, tal y como esperaban los alemanes. (©

Bettmann/Corbis)

La inmensidad y el relativo escaso desarrollo de los territorios de Africa hacían absurdo cualquier
pensamiento de

conquista y ocupación. Las operaciones militares, por lo tanto, giraron en torno a objetivos
estratégicos concretos, tales

como estaciones de radio, puertos y líneas ferroviarias. Los problemas derivados de las distancias,
las enfermedades, el
abastecimiento y el reconocimiento limitaban por igual la capacidad de los europeos para actuar en
el escenario africano.

En Africa no existía ningún Estado Mayor en el sentido europeo del término, y la mayoría de los
soldados blancos allí

destacados estaban entrenados para reprimir a los africanos, no para combatir contra otros europeos.
El Africa

sudoccidental alemana, por ejemplo, tenía sólo 140 oficiales alemanes y 2.000 soldados entrenados,
suficiente para

mantener el control sobre la colonia, pero no para amenazar la Sudáfrica británica.237

La ausencia relativa de europeos implicó que la mayor parte del combate recayera sobre los
africanos, reclutados con

prodigalidad por ambos bandos como soldados y porteadores. Los europeos asumían que al alistar
africanos corrían el

riesgo de estar adiestrando para el combate a los mismos pueblos a los que sojuzgaban. Sin embargo,
y dada las

limitaciones de efectivos en otros frentes más importantes, no tuvieron elección. A un oficial


británico recién llegado se le

dio el mando de una sección de sesenta hombres que habían sido reclutados en treinta tribus distintas.
Los problemas

idiomáticos inherentes a semejante mando convirtieron a sus fuerzas en lo que él denominó una
«ópera cómica». Además,

la mayor parte de los mandos europeos eran veteranos de la guerra Boer demasiado mayores ya para
marchar a través del

difícil terreno de Africa oriental, así que dirigían los movimientos de sus unidades mediante radio
desde Dar es Salaam. La

situación, recordaba el oficial, estaba lejos de ser la ideal, porque «el combate a campo abierto de la
guerra Boer era tan

diferente del de Africa oriental como lo era del de Francia». La escasez de sistemas de suministro
significó que las fuerzas

tipo guerrilla y las expedicionarias al estilo boer combatieran mucho mejor que las fuerzas
convencionales. Tal y como
recordaba aquel veterano del Somme, no era «una guerra como la que conocimos en Francia, sino
una lucha permanente

contra las enfermedades».238 Allí donde los británicos podían trasladar sus ventajas convencionales
para resistir con

facilidad, conseguían un rápido éxito. Debido a que las relaciones entre las colonias blancas habían
sido bastante amistosas

en los años previos a la guerra (a menudo, las colonias vecinas dependían unas de otras para el
comercio), los alemanes

mantenían sólo una pequeña presencia militar en Togolandia y Camerún. Ambas colonias eran
fronterizas de colonias

británicas más grandes y pobladas y carecían de defensas a lo largo de sus fronteras. En


consecuencia, los británicos se

hicieron con el control efectivo de Togolandia y de casi toda la costa camerunense en cuestión de
semanas. Al finalizar el

primer verano de la guerra, los transmisores de radio de ambas colonias estaban en manos británicas.
Con esos objetivos

asegurados y habiéndose rendido por completo las pequeñas fuerzas alemanas de Togolandia, Gran
Bretaña y Francia se

repartieron las posesiones coloniales germanas y centraron sus esfuerzos en las otras dos colonias de
Alemania.

237 Ibid. pág. 20.

238 Autobiografía de J. Elliott, IWM, documentos Elliott, 67/25681, págs. 22-28.


En 1914 los comandos boers confiaban en aprovecharse de la guerra a fin de

conseguir la independencia para la Unión Sudafricana. El inicio de las

hostilidades en Europa desembocó en una guerra civil entre comandos como

éste y aquellos sudafricanos blancos complacientes que permanecieron leales a

los británicos. (© Colección Hulton-Deutsch/Corbis)

La guerra en el Africa sudoccidental alemana fue más compleja, toda vez que los británicos creían
que la colonia, en

palabras de Hew Strachan, había proporcionado «refugio a los intransigentes rebeldes boers».239 La
entrada de Gran

Bretaña en la guerra indujo al primer ministro sudafricano, Louis Botha, que otrora había combatido
contra los británicos,

a enviar soldados sudafricanos al frente occidental como parte del contingente británico. La petición
de Gran Bretaña para

que las fuerzas sudafricanas invadieran el Africa sudoccidental alemana era una invitación potencial
a la guerra civil entre
los boer que, como Botha, habían hecho las paces con los británicos de Sudáfrica y aquellos otros
que habían huido a la

colonia alemana. La historia oficial británica de la campaña en el Africa sudoccidental calcula que
unos 11.000 boers se

levantaron en armas contra Gran Bretaña durante la guerra.240

La existencia de un enemigo común condujo a la comunidad boer antibritánica a unirse a los


alemanes. El South West

Messenger, un periódico boer, definió la guerra como «una oportunidad para ajustar las cuentas» con
el Imperio británico,

el cual, confiaba el periódico, «ojalá reciba ahora el golpe de muerte, la puñalada que le atraviese el
corazón». Más tarde,

estos sentimientos encontraron su réplica en el comandante de los boers, Andries de Wet, que exhortó
a sus hombres «a

aceptar la mano del gobierno alemán para liberaros».241 Los alemanes tenían en los boers una
población bastante notable

con experiencia de combatir a los británicos. Los espacios abiertos del Africa sudoccidental,
además, eran ideales para el

tipo de tácticas de guerrilla y expedicionarias por las que habían adquirido tanta fama los boers.

No obstante la amenaza de un levantamiento boer, Botha y el general Jan Smuts estaban decididos a
que Sudáfrica

apoyara al Imperio británico. Ambos hombres justificaron su posición alegando que los sudafricanos
descendientes tanto

de los boers como de los ingleses tenían que unirse para evitar que los alemanes se apoderaran de
sus tierras. Botha

confiaba en que la guerra pudiera servir para unir a los colonos blancos de Sudáfrica y asegurar así
su objetivo principal, la

subyugación de la mayoritaria población negra de la región. Botha preveía una derrota rápida de los
alemanes, seguida de

la cooperación mutua entre los blancos para reprimir a la aplastante mayoría negra. Gracias a la
utilización de caballos y

mulas para moverse y a que los boers tenían mucha más experiencia de combate que los alemanes,
las fuerzas de Botha

tomaron sin ninguna complicación la parte meridional de la colonia alemana; la ausencia de un gran
levantamiento boer

dentro de Sudáfrica permitió disponer de tropas adicionales para adentrarse en el Africa


sudoccidental alemana. En junio

239 Hew Strachan, The First World War, vol. I, To Antis, Oxford, Oxford University Press, 2001.
pág. 545 (trad. cast.: La

Primera Guerra Mundial, Barcelona, Crítica. 2004).

240 Collyer, op. cit., pág. 5.

241 Informe de la reunión celebrada en Windhoek, Africa sudoccidental alemana, 1 de diciembre de


1915, documentos R.

B. Turner, P252.

de 1915, Botha ganó una importante batalla que obligó a Alemania a admitir la derrota. El primer
ministro sudafricano

ofreció unas generosas condiciones de rendición, que los alemanes aceptaron en julio. A partir de
ese momento, Botha

inició una serie de políticas encaminadas a sustituir a los alemanes del Africa sudoccidental alemana
por boers. La victoria
militar fue para Botha un paso adelante en el programa más ambicioso de crear un Imperio
sudafricano dominado por los

blancos.

Soldados británicos escoltan a unos alemanes fuera de Togolandia en 1915.

Antes de la guerra, las relaciones entre los colonos británicos, franceses y

alemanes

en

Africa

apenas

eran

conflictivas.

Colección

Hulton-Deutsch/Corbis)

El último escenario de la guerra en Africa, el Africa oriental alemana, fue el que más duró. Allí, un
hábil especialista en

la guerra de guerrillas, Paul von Lettow-Vorbeck, se adentró en Kenia al mando de una fuerza de
soldados askari africanos,

inmovilizó a las fuerzas británicas, y atravesó el Africa oriental «prácticamente sin ser molestado»
por unas tropas

británicas muy inferiores y carentes de preparación. 242 Los soldados africanos de Lettow eran unos
combatientes

experimentados y fuertes, que habían sofocado de manera brutal las rebeliones de las naciones
nativas de los herero y de

los maji-maji. La forma de combatir de los askari le resultó muy útil a Alemania, pues al retirarse a
su propio territorio,

obligaban a los británicos a extender sus líneas de suministros y a exponer sus flancos cuando los
perseguían.
Aunque relatos posteriores escritos por europeos dejan caer una lluvia de alabanzas sobre Lettow y
los oficiales

alemanes de la unidad africana de los Schutztruppe, los askari demostraron estar idealmente
indicados para la guerra de

guerrillas. Veteranos experimentados de numerosas campañas africanas sabían moverse con rapidez
y seguridad por el

difícil terreno del Africa oriental. Tal y como ha señalado Michelle Moyd, los soldados alemanes,
muchos de los cuales

fueron educados en las teorías europeas de las diferencias raciales, se encontraron teniendo que
demostrar una

«flexibilidad y receptividad a ideas ajenas a la corriente dominante en la preparación de los


oficiales prusianos, así como

una disposición a cooperar con sus soldados negros» si querían tener éxito en aquel entorno
extraño.243

En 1916, frustrados por su incapacidad para localizar y destruir a los askari, los británicos
nombraron a Smuts, él también

un veterano guerrillero, para que mandara las tropas británicas en Africa oriental. Con la experiencia
bélica adquirida en el

Africa sudoccidental alemana, Smuts persiguió a los askari dentro del territorio del Mozambique
portugués. No obstante

sus limitaciones de abastecimiento y a estar diezmadas por las enfermedades, las fuerzas de Smuts
consiguieron poner a la

defensiva a Lettow, aunque las tropas de éste siguieron infligiendo daños a los intereses británicos a
lo largo de 1917 y

1918. Para perseguir —primero hasta el interior de Tanganika y, más tarde, de Rodesia— y contener
a las fuerzas de

Lettow, que nunca sobrepasaron la cifra de 3.000 alemanes y 11.000 askari, los aliados utilizaron a
130.000 soldados.

Lettow no se rindió hasta el 25 de noviembre de 1918, cuando se enteró por fin de la firma del
armisticio en el frente

occidental.
En 1918 la guerra en Africa oriental estaba bastante lejos del pensamiento de la mayoría de los
europeos. Esa

242 Autobiografía de J. Elliott, pág. 28.

243 Michelle Moyd, «A Uniform of Whiteness: Racisms in the German Officer Corps, 1900-1908»,
en Jenny Macleod y

Pierre Purseigle (comps.), Uncovered Fields: Pmpectives in First World Wur Studies, Amsterdam,
Brill Academia

Publishers, 2004, págs. 25-42, cita en la pág. 28.

primavera los alemanes intentaron un último esfuerzo para ganar la guerra. Desde la rendición de los
rusos en 1917, los

germanos habían trasladado 48 divisiones de infantería a Francia, lo que elevaba su fuerza total de
esta arma en el frente

occidental a 191 divisiones. Sin embargo, estos refuerzos enmascararon un problema más profundo
en el sistema alemán,

puesto que, sólo en noviembre de 1917, un 10 % de los soldados alemanes utilizaron el ferrocarril
para acercarse a casa y

desertar. El problema de la deserción se agravó durante el invierno, y los mandos militares se vieron
impotentes para
detenerlo. No obstante, los soldados alemanes que se quedaron mantuvieron la moral alta, ya que
confiaban en acabar la

guerra —«la causa de todo el dolor»— en pocas semanas.244

Unos oficiales alemanes entrenan a la milicia local en Nueva Guinea. Las

fuerzas australianas tomaron las colonias alemanas al sur del ecuador; los

japoneses hicieron otro tanto con aquellas situadas al norte. (Australian War

Memorial, negativo n° A02544)

Mientras las fuerzas alemanas en Francia se reforzaban, los escenarios secundarios de la guerra se
desvanecieron hasta

desaparecer. Todos los involucrados en la guerra comprendieron el significado de los traslados


alemanes desde el frente

oriental. El resultado de la contienda, como sabían por igual soldados y generales, no descansaba ni
en Africa ni en

Salónica ni en Italia; dependía de la capacidad de los aliados para rechazar un decidido esfuerzo de
los alemanes para ganar

la guerra en los primeros meses de 1918 o no ganarla nunca.

244 Wilhelm Deist, «The Military Collapse of the German Empire: The Reality behind the Stab-in-
the-Back Myth», Wariu

i listo/y, vol. 3, n°2. 1996, págs. 1H7-207, cita en la pág. 195.

Capítulo 12

El turno de Jerry
Las ofensivas de Ludendorff
Llegó un mensaje instándonos a prepararnos para

movernos enseguida; por dónde, no lo decía... En

cuanto salí [de mi trinchera] descubrí que

estábamos bajo un fuego de ametralladora muy

concentrado que parecía proceder de todas las

direcciones. Los hombres caían por doquier, pero

no cabía esperar más ayuda de la que cada uno

pudiera prestarse a sí mismo.

Carta del soldado M. F. Gower, IV División de

Infantería británica, a su hermana, abril de 1918245

El teniente Pat Campbell, artillero del V Ejército británico, había pasado la primera parte de 1918
respondiendo a una serie

de falsas alarmas. Los ocasionales bombardeos e incursiones a trincheras de los alemanes le habían
puesto un poco

nervioso, pero del cuartel general no había partido ninguna indicación de que se estuviera gestando
algo más grande.

Habían corrido rumores de que a finales de febrero —o en torno al segundo aniversario del
comienzo de la gran ofensiva

alemana en Verdún— se produciría un gran ataque de los alemanes. Pero febrero terminó sin ningún
incidente, y marzo

comenzó de la misma manera. Campbell, al igual que casi todos los soldados del frente occidental,
sabía que para que los

alemanes ganaran la guerra con los refuerzos traídos desde el frente de Rusia, tendrían que atacar
antes de que los

estadounidenses desembarcaran en Francia en un gran contingente. De hecho, casi deseaba que se


produjera una ofensiva

alemana. «Podría ser un cambio agradable si lo hicieran [atacar] —escribió más tarde—; nosotros
hemos iniciado todos los

ataques desde 1917. Un fracaso tras otro. Ahora, bien podía tocarles a los alemanes.»246

Sin embargo, ni siquiera a mediados de marzo se había materializado el ataque alemán, y Campbell
empezó a creer que

sus superiores dudaban de que el enemigo fuera a avanzar en algún momento. «Si nuestros generales
pensaran en realidad

que fueran a atacar, entonces las zonas de retaguardia habrían estado a rebosar de nuestras reservas.
Pero no veo ninguna.»

Un rápido viaje a la retaguardia demostró a Campbell que las líneas de defensa escalonadas
indicadas en el mapa existían

sólo sobre el papel; allí no había ninguna fuerza que se encargara de ellas. La primera línea de
trincheras era la única

resistencia que podía ofrecer el V Ejército. A Campbell le pareció que, a consecuencia de tantas
alarmas y rumores falsos,

el ejército estaba menos preparado para resistir un ataque de lo que lo había estado en las semanas
anteriores. Que en

marzo hubiera más hombres de permiso que en febrero, explicaba en parte la retaguardia vacía que
había visto; por otro

lado, el frente estaba tan tranquilo, que el teniente se puso la cómoda gorra de tela. «En una guerra
como ésta no es

necesario llevar un casco de acero.»

La mañana del 21 de marzo se inició con un bombardeo alemán, algo que, en sí mismo, no era un
suceso insólito. Sin

embargo, el fuego de aquella mañana era más intenso que el de las semanas anteriores y, por primera
vez en el sector de

Campbell, muchos de los proyectiles estaban cayendo por detrás de las líneas británicas, dirigidos,
como no tardó en

descubrir el teniente, contra los enlaces ferroviarios y los puestos de mando británicos. Campbell se
dio cuenta enseguida

de que el bombardeo había cortado las líneas telefónicas que conectaban su puesto de observación
avanzado con el cuartel
general. No podía ver qué estaba ocurriendo delante de él a causa de una espesa niebla matinal y del
caos general del día.

245 El epígrafe es de M. F. Gower a Ada Gillett, principios de abril de 1918, IWM 88/25/2. 1. Pat
Campbell, The Ebb iwd

Flow of Battle, Devon, publicación propia, sin fecha, \ol IWMP91,pág. 1.

246 Ibid. , págs. 11, 12 y 17.

De igual manera, no podía hacerse una idea de conjunto precisa ni recibir siquiera nuevas órdenes
del cuartel general de su

división. «Me sentía solo y perdido», recordaría más tarde.

En el transcurso de la mañana los soldados británicos se fueron retirando por detrás de él cada vez
en mayor número,

aunque el teniente seguía sin tener una idea clara del panorama general. Campbell y su batería no
podían ayudar a los

soldados británicos que se retiraban porque no conocían las posiciones ni de las unidades alemanas
ni de las británicas.

Dirigir el fuego de artillería hacia coordenadas preestablecidas podía dar como resultado que se
batiera nada más que un
espacio vacío, y disparar de manera aleatoria hacia el frente podía ocasionar la muerte de los
soldados británicos en lugar

de la de los alemanes. «Sin duda, algo estaba ocurriendo allí delante —escribió más tarde—, y yo no
sabía qué era.»

Esa noche, la unidad de Campbell consiguió mantener su posición a pesar de la falta de reservas y de
cualquier

información acerca de la situación general del V Ejército. El artillero sabía que si el enemigo
atacaba por la mañana con un

gran despliegue de fuerzas «no seríamos capaces de rechazarlo». Por fin, había caído en la cuenta de
la verdadera

magnitud de la situación; al igual que un compañero oficial, que le dijo: «¡Dios mío! Esto va a ser
otro Sedán», en

referencia al desastre francés durante la guerra franco-prusiana.' Incapaz de dirigir el fuego por
carecer de comunicación

telefónica con el cuartel general de su división, y decidido a no retirarse porque no quería dejar a los
soldados británicos

sin el apoyo vital de la artillería, Campbell y sus hombres siguieron resistiendo con la esperanza de
que ocurriera un

milagro.

La ciudad de Arras, batida por el fuego artillero del frente durante la mayor

parte de la guerra, sufrió un castigo tremendo. Los alemanes no consiguieron

tomarla durante sus ofensivas de la primavera de 1918. (Imperial WarMuseum,

propiedad de la Corona, p. 396)

En la tarde del segundo día de la ofensiva, su equipo de transmisiones logró restablecer el contacto
con el cuartel

general, y Campbell pudo ver a las unidades alemanas avanzando por el valle que tenía delante. Sin
perder tiempo, dirigió

el fuego contra las nuevas coordenadas, sólo para que se le comunicara que la división ya había
recogido todos sus cañones

y munición para una retirada inmediata. Campbell consiguió convencer finalmente a sus superiores
de que le asignaran dos

cañones, aunque su comandante le conminó a que fuera prudente con la munición. «¡Prudente con la
munición!», escribió

más tarde. «Durante las últimas semanas habíamos estado disparando cientos de proyectiles cada
noche, sin saber si

causábamos una sola baja. Y, entonces, a plena luz del día, cuando tema a todo el Ejército alemán a
tiro, va y me dice que

sea prudente con la munición.» Campbell regló sus cañones y se dispuso a disparar los limitados
proyectiles de que

disponía, pero, antes de que pudiera hacerlo, recibió la orden de retirarse: su unidad se encontraba
en peligro inminente de

ser rodeada y aislada. Campbell disponía del tiempo justo para destruir sus cañones, aunque tuvo que
abandonar más de

2.000 proyectiles. «Hoy es el turno de Jerry», le dijo uno de sus hombres. «A nosotros nos volverá a
tocar mañana.»247

Ese «mañana» tardaría bastante en llegar. La confusión reinante en la unidad de Campbell se


reprodujo por toda la

línea del V Ejército. Ludendorff se había dirigido contra éste como parte de una gran operación, bajo
el nombre clave de

247 Ibid., págs. 21, 22 y 35.

Michael, que tenía como objetivo dividir en dos al III y V Ejércitos y, tras cortar sus comunicaciones
y vías de retirada y

destruirlos, seguir avanzando para atacar al I y II Ejércitos británicos por la retaguardia. Los
alemanes habían reunido 42

divisiones para llevar a cabo el ataque, encabezadas por los hombres del XVII Ejército, integrado en
su mayor parte por

veteranos de Caporetto. Los planes preveían utilizar las mismas tácticas de tropas de asalto
ejecutadas en Italia y en Rusia

un año antes. La artillería, por su parte, dirigiría su fuego contra los centros de suministros y los
nudos de comunicaciones,

mientras las tropas de élite rodearían los puntos fortificados del enemigo para aislar sus unidades
desde la retaguardia.

Sólo entonces avanzarían las unidades de infantería convencionales y atacarían a la aislada línea del
frente del enemigo. La

rapidez, la pericia y la sorpresa se impondrían.

La concentración demostró ser otro aspecto clave. Ludendorff tenía sus buenas razones para haber
escogido al V

Ejército. El comandante de éste, Hubert Gough, el hombre que había encabezado el amotinamiento de
Curragh y que tan

mal había dirigido la ofensiva de Passendale, no había conseguido implantar un sistema elástico de
defensa escalonada. Su

ejército tenía sólo 11 divisiones para cubrir un frente de 67 km. Gough consideró que carecía de las
reservas para

desarrollar una defensa escalonada, por lo que, ante la penetración alemana, al V Ejército no le
quedó más opción que

retirar aquellas unidades que seguían siendo capaces de moverse. Opción que no alcanzó a miles de
soldados británicos,

que no tuvieron más salida que la rendición cuando sus unidades fueron aisladas y rodeadas.

Los alemanes se encontraron con que el vecino del V Ejército, el III Ejército del general Julián Byng,
que se había

hecho famoso por su actuación en la cresta de Vimy, iba a ser un enemigo más correoso. Con un área
más reducida para

cubrir, Byng implantó un sistema de defensa mucho más sofisticado. Aun así, su ejército sufrió
enormes bajas, pero cedió

menos terreno. Ludendorff decidió reforzar su éxito y recondujo algunas unidades destinadas a
realizar operaciones contra

el III Ejército, enviándoias en su lugar a infligir tanto daño como pudieran al tambaleante V Ejército.
Si los alemanes eran

capaces de destruir a este último, Ludendorff calculó que podrían obligar al desprotegido III Ejército
a retirarse, aun

cuando éste sufriera menos bajas que las que él había previsto.
Haig había confiado en que el comandante en jefe del Ejército francés, Henri Philippe Pétain, hiciera
frente a la

emergencia enviando al norte las tropas francesas bajo su mando. En vez de eso, Pétain, temiendo un
ataque en su propio

frente, mantuvo a las unidades en sus puestos, lo que significó que el flanco meridional (o derecho)
del V Ejército no

recibió ningún apoyo de sus vecinos aliados franceses. En consecuencia, las enormes bajas del V
Ejército y su inevitable

retirada tuvieron el obligado correlato de la retirada ordenada del III Ejército. Los alemanes se
adentraron con rapidez en la

zona evacuada por los británicos y se aprovecharon de las oportunidades que se abrían ante ellos. A
principios de abril, la

ofensiva alemana había llegado hasta Mont-didier, y retomado toda el área del río Somme, con un
coste para los británicos

de 170.000 bajas (entre ellos los 21.000 prisioneros de guerra del primer día), 1.000 cañones
pesados y unos dos millones

de botellas de whisky, una pérdida que, más tarde, proporcionaría a los británicos un inesperado
beneficio de una

importancia fundamental.248

El ataque alemán había cogido inexplicablemente por sorpresa a Haig y a su cuartel general. Menos
de una semana

antes del ataque, este último había comunicado al V Ejército que no esperaba un ataque «en serio» en
el sector del Somme,

y el Estado Mayor de aquél había autorizado la concesión de permisos a más de 88.000 hombres,
causa de algunas de las

ausencias percibidas por Campbell.249 Las tremendas bajas de 1917 habían obligado a Haig a
reducir el tamaño de sus

divisiones de infantería de doce a nueve batallones. El desgaste a partir del cual Haig había
elaborado su estrategia había

recortado en las dos direcciones, dejando al Ejército británico demasiado debilitado para defender
el frente con la fuerza
necesaria para rechazar una ofensiva alemana.

La falta de preparación de los británicos tuvo unas consecuencias tremendas cuando el V y III
Ejército británicos se

trasladaron hacia el oeste y abandonaron todas sus defensas de vanguardia y la mayor parte del
armamento. La retirada a

través del terreno de las batallas del Somme que habían ganado a un precio tan alto dos años antes,
resultó especialmente

desmoralizadora. El periodista Philip Gibbs, que viajaba entonces con el V Ejército, recordaba que
la pérdida de las

posiciones del Somme «le helaba a uno el corazón», aunque también dejó constancia de que no
cundió el pánico.250 La

situación era una de las peores a las que se habían enfrentado los aliados desde 1914. «Parecía —
recordaba Campbell—,

como si tuviéramos que seguir retirándonos eternamente; no conseguía verle un final.»251

Los alemanes habían logrado una enorme victoria local con una rapidez de movimientos que no se
veía en el oeste

desde 1914. Todo parecía indicar que Ludendorff había diseñado otra obra maestra, al exportar a
Francia las tácticas que

248 Tim Travers, How the War Was Won: Command and Technology in the British Army on the
Western Front,

1917-1918, Londres, Routledge, 1992, pág. 89; y CMRF. Cruttwell, A History of the Great War,
1914-1918, Oxford,

Clarendon Press, 1934, pág. 152.

249 Cruttwell, op. cit., pág. 502; y Travers, op. cit., pág. 89.

250 Philip Gibbs, Now It Can Be Told, Nueva York, Harpers, 1920, pág. 498.

251 Campbell, op. cit., pág. 41.


tan bien habían funcionado en Rusia e Italia. Los británicos habían sido su objetivo principal y, en
ese momento, dos de sus

ejércitos se retiraban de manera precipitada. De acuerdo con las previsiones alemanas, una vez que
los británicos hubieran

sido derrotados, los franceses no tendrían más opción que seguirlos fuera de la guerra. Los
norteamericanos, que entonces

tenían únicamente tres divisiones de infantería en el frente, en la zona relativamente tranquila del sur
de Verdún, deberían

retirarse a través del Atlántico, dejando a Alemania como dueña de Europa. Pletórico de confianza,
el kaiser predijo una

victoria total y absoluta y comunicó a su séquito que, cuando la delegación inglesa fuera a pedir la
paz, «habrán de

arrodillarse ante la superioridad alemana, porque de lo que se trata aquí es de una victoria de la
monarquía sobre la

democracia». Para celebrarlo, Guillermo II decretó que se cerraran los colegios e impuso a
Hindenburg la Cruz de Hierro

con rayos de oro, condecoración otorgada por última vez un siglo antes al mariscal de campo
Blücher por, ironías del

destino, ayudar a los ingleses a librar al continente de Napoleón.252

Aunque maltrechos, los británicos estaban muy lejos de considerar el ponerse de rodillas ante el
kaiser. Siguieron
retirándose, pero, tanto en los niveles más altos como en los más bajos del ejército, los mandos se
hicieron con el control de

la situación y evitaron que la retirada se convirtiera en una desbandada. Los hombres que habían
perdido el contacto

consiguieron llegar a las unidades más cercanas y se reagruparon. En algunos casos, las unidades
británicas lograron llevar

a cabo contraataques locales que desequilibraron a los alemanes. Algunos puntos clave, como la
cresta de Vimy, situada en

el extremo más septentrional de la ofensiva alemana, permanecieron en manos británicas,


proporcionando unos lugares

razonablemente seguros para el reagrupamiento y reacondicionamiento. En consecuencia, el ataque


alemán hizo

retroceder a los ejércitos británicos casi 64 km, aunque no consiguió inutilizarlos como unidades
ofensivas.

Este descomunal carro de combate alemán de 1918 da una impresión falsa

acerca del poderío del arma acorazada de Alemania. La eficacia de los aliados

en la construcción de carros de combate y en el desarrollo de una doctrina para

su utilización les proporcionó una ventaja formidable durante los últimos

meses de la guerra. (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, 83/23/1)

Gough perdió su puesto como comandante del V Ejército el 28 de marzo, víctima por igual de unas
malas

circunstancias y de unas decisiones aún peores. Pese a todo, culpó de su derrota al hecho de que las
unidades francesas

situadas al sur no hubieran extendido sus posiciones hacia el norte, lo cual le habría permitido
acortar el frente que debía

cubrir su V Ejército. Pétain había visto el peligro que amenazaba a Gough, pero, temiendo que sus
propias posiciones

sufrieran un ataque, había decidido la prioridad de proteger los accesos a París sobre la petición de
Haig de mantener el

contacto entre las líneas francesas y británicas. Esta situación puso de relieve un problema cada vez
más relevante. La

ausencia de un único comandante en el frente occidental generó la aparición de líneas de dislocación


que los alemanes

explotaron a su conveniencia, y creó además la contingencia de la retirada de las unidades británicas


en dirección norte,

hacia el canal de la Mancha, y la de las francesas hacia el sur, a fin de proteger París. De retirarse
los dos ejércitos en

direcciones opuestas, se abriría una brecha enorme, y los flancos de ambos quedarían desprotegidos
frente a los ataques de

los alemanes.

Todos los generales del frente occidental eran conscientes del peligro, pero sólo los franceses habían
propuesto un

remedio. Su solución, la de nombrar un único jefe para el frente occidental, había encontrado la tenaz
oposición de

británicos e italianos. Dado que el Ejército francés era el que controlaba la mayor porción de frente y
el que tenía un

252 Guillermo II, citado en Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungry,
1914- 1918, Londres,

Edward Arnold, 1997. pág. 406.

ejército más numeroso, un comandante único tendría que ser, por fuerza, francés. Haig y sus colegas
tenían bien presente

el recuerdo del experimento de Nivelle el año anterior, algo que el propio Clemenceau admitió como
un «argumento muy

poderoso» para oponerse al mando conjunto. 253 El director de Operaciones Militares del
Departamento de Guerra

británico, el general Frederick Maurice, amigo íntimo tanto de Haig como de Robertson, reflejó el
sentimiento general de

sus compatriotas cuando se refirió a la idea llamándola «basura» y escribió que el mando conjunto
no era «más que un

intento por parte de los franceses de hacerse con el control, el cual ven ahora que se les escapa de
las manos».254 Lloyd
George se había opuesto también a la idea en un discurso pronunciado en la Cámara de los Comunes
en diciembre, y el

influyente político italiano Giorgio Sonnino describió el mando conjunto como «la herida más
profunda jamás inferida al

honor y el orgullo italiano».255

La espeluznante penetración alemana en el Somme cambió de manera espectacular la oposición


británica al mando

conjunto. El peligro de la inexistencia de una cooperación franco-británica pesó más que los
problemas de organización y

de orgullo nacional derivados del mando único. El 26 de marzo, el Consejo Supremo de la Guerra
celebró una reunión de

emergencia en la ciudad de Doullens, una localidad situada lo bastante cerca del combate como para
que los participantes

oyeran el ruido del fuego de la artillería. La situación apenas podía haber sido más grave. La
víspera, el gobierno francés

había iniciado los preparativos para evacuar Burdeos por segunda vez durante la guerra. Esa semana
también, los alemanes

habían acercado lo suficiente sus líneas a París como para empezar bombardeos aleatorios de
intimidación sobre la capital

con el «cañón de París». Esta gigantesca pieza de artillería de 210 mm y un tubo de más de 39 m,
podía disparar un

proyectil hasta casi 120 km. Demasiado impreciso para dirigir su fuego contra puntos concretos del
interior de París, su

única misión consistía en amedrentar e infundir el pánico entre la población. Aunque no lo consiguió,
al final mató a 256

civiles e hirió a otros 620 habitantes. Un solo proyectil del cañón de París mató a 70 parisinos que se
encontraban en una

iglesia celebrando la liturgia del Viernes Santo, lo que provocó nuevas acusaciones de «brutalidad
alemana».256

Doullens había albergado otrora el cuartel general de Foch, cuando éste había intentado fusionar las
operaciones de
británicos, belgas y franceses durante las campañas de Ypres e Yser en 1914. El y Clemenceau
habían supuesto que los

británicos cambiarían de forma de pensar acerca de un mando conjunto, si los franceses prometían el
traslado de tropas de

reserva al norte para detener la crisis inmediata provocada por el desmoronamiento del V Ejército.
En un principio,

Clemenceau se mostró partidario de encomendarle la tarea a Pétain, pero el general francés llegó a
Doullens mostrando su

pesimismo acerca de la capacidad de los aliados para ganar la guerra. En lugar de concentrarse en la
forma de reorganizar

las defensas aliadas, Pétain instó a Clemenceau a que considerase la evacuación de París. Haig, que
ya había llegado a la

conclusión de que el éxito inicial de los alemanes había convertido a Pétain en alguien «en quien no
se podía confiar»,

daba a Amiens, el lugar de confluencia de los ejércitos francés y británico, mucha más importancia
que a París.257

Haig ya tenía decidido apoyar al combativo Foch para el puesto de comandante en jefe, porque sabía
por experiencia

que el francés lucharía. Foch tenía muchos partidarios dentro del Ejército británico, entre ellos su
íntimo amigo Henry

Wilson, jefe del Estado Mayor General imperial en el momento de celebrarse la reunión de Doullens.
Puede que la

reputación de Foch en el seno del Ejército británico hubiera sido entonces aún mayor que la que tenía
dentro de su propio

ejército. El general británico Beauvoir de Lisie recordaba haberse reunido con Foch en 1916, cuando
éste se encontraba

«en malas relaciones [con el actual gobierno francés], pero aún en esa época, lo veíamos como al
mejor militar del Ejército

francés».258 A la mayoría de los generales británicos en el momento de celebrarse la reunión de


Doullens les parecía que

Foch era la mejor elección para dirigir los ejércitos aliados.


Por su parte, Foch prometió repetir su actuación de 1914 y unificar las diferentes operaciones aliadas
en un todo

coherente. Sus promesas de luchar por Amiens («Yo lucharía delante de Amiens; lucharía dentro de
Amiens; lucharía

detrás de Amiens», les dijo a los asistentes a la conferencia) y de no retirar a los ejércitos franceses
hacia París condujeron

a que Haig y Lloyd George cejaran en su oposición al mando conjunto y apoyaran a Foch para el
cargo. Haig ayudó a

elaborar el borrador del memorándum definitivo, el cual encomendaba a Foch «la coordinación de la
acción de los

ejércitos aliados en el frente occidental».259 Haig permaneció como comandante en jefe de las
fuerzas británicas, y Pétain

como el de las francesas, pero a partir de ese momento Foch estaba en posición de dirigir las
operaciones de ambos. Sin

perder tiempo, asumió el control de las fuerzas que Pétain había reservado para defender París y las
trasladó al norte para

253 Clemenceau, citado en general Mordacq, le Ministére Clemenceau: Journal d'un temoin, París,
Plon, 1936, pág. 126.

254 Frederick Maurice a Sydney Clive, 18 de agosto de 1917, LHCMA, documentos Clive,1/1/1.

255 Sonnino, citado en Mordacq, le Ministére Clemenceau, pág. 125, n. 1.

256 Herwig, op. cit., pág. 145.

257 Haig, citado en Philip Warner, Field Marshall Earl Haig, Londres, Cassell, 1991, pág. 254.

258 Teniente general sir Henry de Beauvoir de Lisie, «My Narrative of the Great German War», vol.
2, 1919, LHCMA,

documentos de Lisie, pág. 5.

259 Memorándum de 26 de marzo de 1918, citado en Michael Neiberg, Foch: Supreme Allied
Commander in the Great

War, Dulles, Virginia, Brassey's, 2003, pág. 63.


ayudar a cerrar las brechas en las líneas británicas. Foch dejaba claro así que los ejércitos aliados
no escogerían entre

defender París o los puertos del canal de la Mancha, sino que lucharían por ambos objetivos. «Luché
por ellos [los puertos

del canal de la Mancha] en 1914 —le dijo al oficial de enlace británico con su cuartel general—, y
lo volveré a hacer. »260

Las ofensivas de Ludendorff, 1918.

El nombramiento de Foch no resolvió de inmediato los problemas y mutuos recelos que habían ido
surgiendo entre los

franceses y los británicos. Sólo cuatro días después de Doullens, Haig le dijo a un colega que creía
que «es una puñeta

tener que combatir al lado de los franceses, y ahora ocurrirá lo mismo que en 1914, que salieron
corriendo».261 Pétain, por

su parte, seguía mostrándose renuente a trasladar las tropas francesas fuera de su sector para ir a
ayudar a los tambaleantes
británicos. Sin embargo, la creación de un mando conjunto y su concreción en la persona del
imperturbable Foch había

producido unos beneficios tan evidentes que, el 3 de abril, los aliados, en esta ocasión con la
incorporación de los

norteamericanos, ampliaron los poderes de Foch, otorgándole «la dirección estratégica de las
operaciones militares» o, lo

que era lo mismo, confiriéndole la potestad de efectuar contraataques cuando él juzgara oportuno.262

Dos días después, Ludendorff dio por concluida la primera fase de su operación. Dado el
estancamiento general del

frente occidental durante cuatro años, la capacidad de Alemania para adelantar sus líneas más de 80
km en dos semanas

aturdió a los mandos militares aliados. Los británicos habían sufrido alrededor de 178.000 bajas, y
los franceses, 70.000

bajas, eso por no hablar de la cantidad incalculable de piezas de artillería, carros de combate y
munición caídas en manos

alemanas. Pero los aliados no fueron presa del pánico ni se desmoronaron, gracias, en parte, a la
tranquilidad mostrada por

Foch en el manejo de la situación general.

De hecho, el plan de la gran ofensiva de Ludendorff ya había fracasado. Lo cierto es que había
carecido de una

estrategia global desde el principio, sabido como es que Ludenforff anunció que su única intención
había sido la de «abrir

un agujero [en el frente aliado]. En cuanto al resto, ya veremos».263 Tras haber conseguido abrir una
brecha considerable,

Ludendorff se encontró ante una encrucijada. Había infligido un número enorme de bajas, pero las
propias ascendieron a

más de 239.000 soldados, muchos de los cuales eran integrantes de las fuerzas de élite; a ese
respecto, el 21 de marzo de

1918 había resultado el día más caro para los alemanes desde el principio de la guerra. Incluso con
todas las posibilidades

a su favor, los alemanes se encontraron con que el ataque había sido muy oneroso. Y, lo que era aún
peor para ellos, no

260 Foch, citado en general sir Charles Grant, «Notes from a Diary, March 29th to August, 1918»»
anotación del V de

abril, LHCMA. documentos Grant, 3/1.

261 Haig, citado en ibid., anotación del í J de marzo.

262 Neiberg, op. cit., pág. 65.

263 Ludendorff, citado en Ilerwig, op. cit., pág. 400.

habían conseguido doblegar la voluntad de franceses y británicos y la ofensiva había provocado que
los norteamericanos

prometieran trasladar más hombres a Europa y con más rapidez.

Además, los soldados alemanes, rompiendo la disciplina, saquearon las ciudades francesas, y se
comieron y bebieron

las provisiones abandonadas por británicos y franceses. En comparación con las raciones propias,
por lo general más

exiguas, los aliados parecían contar con unos suministros ilimitados, lo que llevó a muchos alemanes
a dudar de las

afirmaciones de sus comandantes relativas a que la campaña de los U-booten estaba asfixiando a
Gran Bretaña. Los dos

millones de botellas de whisky abandonados por los británicos se revelaron como unas valiosas
armas cuando los

sedientos soldados alemanes se detuvieron para beber hasta saciarse, dando pie a lo que el
comandante de un grupo de

ejércitos alemanes denominó unas «repulsivas escenas de embriaguez».264 Un oficial médico


británico observó que el

poderoso Ejército alemán había sido derrotado por «algo que Ludendorff y los oficiales de se Estado
Mayor no habían

previsto», a saber, «la abundancia de bebidas espirituosas».265

Otra guerra de los cien años

El propio Ludendorff comprendió que, pese a sus conquistas territoriales, su fabuloso plan global tal
vez no pudiera

producir los resultados deseados. Había subordinado la estrategia global a la superioridad táctica
perfeccionada por el

Ejército alemán con las unidades de infantería de élite y de artillería. Ludendorff se dio cuenta de
que la unidad más elitista

del Ejército alemán, el XVII Ejército de Oskar von Hutier, «había sufrido demasiadas bajas» durante
los dos primeros días

de la ofensiva para que siguiera como formación principal en futuros ataques. También comprendió
que su éxito táctico no

había arrojado unos resultados acordes con ganar la guerra. «Desde el punto de vista estratégico —
observó—, no

habíamos conseguido lo que los acontecimientos del 23, 24 y 25 [de marzo] nos habían animado a
esperar.»266

A pesar de las decepciones de los primeros días, en esa coyuntura Ludendorff no podía ponerse a la
defensiva. Su

misión global, la de ganar la guerra antes de que pudiera aparecer un gran contingente de tropas
norteamericanas, no había

cambiado. Por tanto, el 9 de abril lanzó su segunda gran ofensiva, esta vez en Flandes. Una vez más
se centró en los

británicos, en la que llegó a conocerse como la batalla de Lys para éstos, y como Operación
Georgette para los alemanes.

Ludendorff iba en pos de un área defendida por dos divisiones enviadas al frente occidental por el
«aliado más antiguo» de

Gran Bretaña, Portugal. El ataque alemán sorprendió a los infortunados portugueses mientras estaban
siendo relevados; la

línea de su sector se desmoronó y desapareció en pocas horas.

El empeño británico entonces de responsabilizar del contratiempo a la inferioridad numérica de los


portugueses,

aporta sólo una explicación parcial. Los alemanes se infiltraron también en la línea británica cerca
de Ypres y se

apoderaron de la mayor parte del terreno al sur de la ciudad, entre otros la colina Kemmel, de gran
importancia estratégica,

y de la sierra de Messines, que la tenía también, aunque simbólica. Esta penetración amenazó al
puerto principal más

cercano del canal de la Mancha, Dunkerque, situado a sólo 35 km de aquel frente de movilidad
recién adquirida. La

Operación Georgette, por tanto, planteó una seria amenaza a las líneas de suministros de la Fuerza
Expedicionaria

Británica. Aunque los mandos británicos reorganizaron a sus hombres y establecieron nuevas líneas
de defensa, la

estructura del mando conjunto proporcionó una ayuda inmediata. Foch envió diez divisiones de las
tropas francesas al

frente de Flandes que tan bien conocía y ordenó a Pétain que se hiciera cargo de 120 km más de
frente occidental, a fin de

permitir que los británicos concentraran sus operaciones.

Haig y su Estado Mayor habían sido pillados por sorpresa una vez más. Habían esperado una nueva
ofensiva alemana

más al sur, en el sector de Arras y de la cresta de Vimy, subestimando así el peligro que corría el
sector de Lys, en parte por

haber supuesto que el valle de Lys no se secaría hasta mayo, como había sido el caso en los años
anteriores. Sin embargo,

el invierno relativamente seco de 1917-1918 había ocasionado que en marzo el suelo de la región
estuviera firme, un hecho

al que era del todo ajeno el Estado Mayor de Haig. Por ende, su cuartel general no había ordenado la
creación de una

defensa elástica escalonada en la zona. Algunos mandos militares locales habían tomado por su
cuenta y riesgo la

iniciativa de ordenar tales defensas y, donde existían, ofrecieron por lo general una mayor resistencia
a los alemanes.267

Haig intentó unir a los hombres con su bando del 11 de abril «Con el agua al cuello» y que, en parte,
decía así: «No

tenemos más alternativa que combatir. Cada posición deber ser defendida hasta el último hombre: no
puede haber retirada.

Con el agua al cuello como estamos y con el convencimiento de la justicia de nuestra causa, debemos
luchar hasta el fin.

La seguridad de nuestros hogares y la libertad de la humanidad dependen por igual de la conducta de


todos nosotros en este

264 Príncipe heredero Rupprecht, citado en Herwig, op. cit., pág. 410.

265 Oficial médico Stephen Westman, citado en Malcolm Brown, The Imperial War Museum Book
of 1918: Year of

Victory, Londres, Pan Books. 1998, pág. 101.

266 Ludendorff, citado en Everad Wyrall, «The History of de 62nd (West Riding) División, vol. 1,
sin fecha, págs.

148-149, LHCMA, documentos Leonard Humphreys.

267 Véase Travers, op. cit., págs. 93-99.

crítico momento».268 El bando era una declaración excepcional de un hombre nada dado por lo
general a la elocuencia

pública; y reflejaba la urgencia de la situación.

Sin embargo, para muchos de sus hombres, el bando de Haig sugería desesperación e incluso pánico,
y abundaba en los

miedos de que la situación pudiera ser aún peor de lo que muchos se atrevían a temer. La mayoría de
los soldados, observó

el comandante de un cuerpo, habían estado «con el agua al cuello desde marzo, y no necesitaban que
se lo dijeran», sobre

todo por un general instalado con relativa comodidad detrás de las líneas.269 La mayoría de los
hombres, que luchaban por

sus vidas y las de sus camaradas, tardaron varios días incluso en enterarse del bando. Pat Campbell
observó lacónicamente

que «nunca se lo vi leer a ninguno de nuestros hombres».270 Inspirados o no por Haig, los soldados
combatieron con

creciente decisión, contuvieron la ofensiva de Lys y conservaron tanto el mismo Ypres como el
decisivo enlace ferroviario
de Hazebrouck, situado al sudoeste.

Más al sur, los alemanes intensificaron sus esfuerzos para apoderarse de Amiens. La ciudad se
levantaba a orillas del

río Somme y controlaba una conexión ferroviaria trascendental. También era el punto de confluencia
de los Ejércitos

francés y británico y, por ende, estuvo siempre en el centro del pensamiento alemán. El 24 de abril
los germanos

concentraron sus magros activos mecanizados (sobre todo, modelos capturados a los británicos) y
tomaron la ciudad de

Viller-Bretonneux, una población situada sólo 16 km al este de Amiens. Hindenburg dijo que la
ciudad tenía que

conservarse «a toda costa, ya que desde sus cerros podemos controlar Amiens».271 Sin embargo, las
tropas australianas

retomaron la ciudad al día siguiente gracias a un decidido ataque sorpresa sin apoyo artillero. Este
hecho representó uno de

los grandes logros de la guerra, e hizo que un oficial británico que presenció el ataque lleno de
admiración dijera,

refiriéndose a los australianos, que «estoy encantado de que estén de nuestro lado.»272 Para los
alemanes, la pérdida de

Villers-Bretonneux acabó con el ímpetu de la Operación Georgette. El 29 de abril Ludendorff


suspendió la segunda parte

de su gran ofensiva sin que, una vez más, hubiera conseguido abrir una brecha entre los Ejércitos de
Francia y de Gran

Bretaña.

No obstante la pérdida de terreno, los británicos habían mantenido sus líneas. Gracias a los refuerzos
de Foch, podrían

asegurar los puertos del canal de la Mancha, y algunos oficiales empezaron a hablar con optimismo
incluso de reanudar la

ofensiva en un futuro cercano. El cuartel general de Haig archivó los planes de emergencia para
demoler Calais e inundar

la región situada al oeste de Dunkerque. Los dos primeros ataques alemanes de 1918 habían sido
tremendamente costosos,

pero no habían alterado de manera apreciable la estrategia de la guerra. Muchos soldados británicos
tuvieron la impresión

de que los alemanes tenían la fuerza para infligir grandes daños, pero no tanto como para forzar el
desenlace de la guerra.

Por su parte, los británicos podían seguir resistiendo, aunque estaban incapacitados para lanzar un
golpe decisivo por sí

solos. «Supongo —le dijo un oficial a Campbell—, que esto acabará siendo otra Guerra de los Cien
Años.»273

El coste humano de los dos primeros ataques de Ludendorff fue espantoso. El Ejército alemán sufrió
257.176 bajas en

abril, además de las 235.544 padecidas en marzo. Alemania era, lisa y llanamente, incapaz de
sustituir una pérdida de

efectivos a esa escala. El Ejército alemán empezó a experimentar unos índices de deserción más
elevados, y algunas

unidades informaron de que no podían asegurar que sus hombres obedecieran las órdenes en el
futuro. El cuartel general

del VI Ejército advirtió sin ambages a Ludendorff que «los hombres no atacarán».274 Aun así,
Ludendorff siguió adelante

y desvió su atención hacia el sur, a Champaña, donde confiaba en infligir una gran derrota a los
franceses que impeliera a

los británicos a estirar sus líneas para acudir en ayuda de aquéllos. Después de ocuparse de Francia,
Ludendorff planeaba

atacar una vez más al extendido Ejército británico en Flandes.

Ludendorff lanzó su tercera ofensiva, con el nombre clave de Blücher, a finales de mayo. Su objetivo
era el sector, de

infausta memoria, del Chemin des Dames, donde las fuerzas francesas se encontraban encajonadas
entre la sierra y el río

Aisne. El comandante francés, Denis Ausguste Duchéne, había estado al mando de un cuerpo en aquel
sector durante los

fallidos intentos de los franceses de tomar la sierra en abril de 1917. En ese momento, en su calidad
de comandante del VI

Ejército, Pétain le había instado a establecer una defensa escalonada. Duchéne se había resistido,
arguyendo que el terreno

del sector del Chemin des Dames no permitía una defensa de tales características. Tres divisiones
británicas, terriblemente

maltratadas en las dos primeras ofensivas alemanas, habían bajado hasta aquel sector para lo que sus
hombres confiaban

sería un período de descanso. Los jefes de las tres divisiones habían comprobado en sus propias
carnes los peligros de una

defensa adelantada como la que tenía Duchéne. Cuando plantearon sus preocupaciones y le pidieron
a éste que considerase

la creación de una defensa elástica, Duchéne los despachó con un nada elástico: «J'ai dit». («No
tengo más que decir.»)

268 Haig, citado en Warner, op. cit., pág. 257.

269 General Alexander Godley, citado en Brown, op. cit., pág. 97.

270 Campbell, op. cit., pág. 65.

271 Hindenburg, citado en John Termine, To Win a War, Londres, Cassell, 1978, pág. 65. '8. ("

272 Citado en Brown, op. cit., pág. 105

273 Campbell, op. cit.

274 Citado en Herwig, op. cit, pág. 414.


Esta foto aérea muestra Queant, un punto fortificado de la Linea Hindenburg.

Adviértanse los tres cinturones de alambradas entrelazados (de izquierda a

derecha en primer plano) pensados para proteger a las fuerzas alemanas

destacadas en la ciudad. (Cortesía de Andrew y Herbert Willam Rolfe)

La densa formación de las defensas del VI Ejército de Duchéne proporcionó un cúmulo de objetivos
a la

experimentada artillería alemana, que abrió su fuego más mortífero de toda la guerra la mañana del
domingo 26 de mayo.

Ludendorff había concentrado en el sector la asombrosa cantidad de 1.100 baterías artilleras y dos
millones de proyectiles

de artillería. Y lo que fue aún más increíble, es que los alemanes dispararon casi toda la dotación de
proyectiles en menos

de cinco horas, aniquilando las defensas de los franceses y sumiendo a sus fuerzas en el estupor.
Treinta y seis divisiones

de infantería alemanas, de las que 27 eran veteranas de las operaciones de primavera, avanzaron
contra 24 divisiones

aliadas diezmadas y aturdidas que estaban cubriendo el sector entre La Fére y Reims. En los días
siguientes, los alemanes

avanzaron hasta 64 km, cortaron las líneas ferroviarias francesas y llegaron a menos de 100 km de
París.

Los alemanes se habían anotado otro éxito táctico monumental, aunque éste no los había acercado
más a la victoria

final. Los franceses habían conservado las ciudades clave de Reims, Cháteau-Thierry y Epernay, y
contenido así el daño.

Además, el terreno sobre el que habían avanzado los alemanes ofrecía pocos recursos, ya que ese
mismo territorio lo

habían arrasado en su retirada hacia la Línea Hindenburg. Por consiguiente, las fuerzas alemanas, en
ese momento a 144

km de sus cabezas de línea ferroviarias, operaban sin un suministro regular de comida, agua y
municiones. El único

objetivo estratégico de esa región, París, se situaba a todas luces fuera de la capacidad del Ejército
alemán para tomarla o,

cuando menos, amenazarla con gravedad. Sin embargo, Ludendorff estaban tan entusiasmado con su
éxito, que lo reforzó

y retiró recursos de los objetivos estratégicos originales de sus ofensivas, a saber, Flandes y Amiens.
Esta decisión debilitó

al Ejército alemán en la zona de mayor importancia estratégica, lo que motivó que Foch le dijera al
oficial de enlace

británico con su cuartel general: «Me pregunto si Ludendorff conoce su oficio».275 Todo lo que
reportaron los esfuerzos en

el sur del Ejército alemán fueron dos salientes peligrosamente expuestos y un ejército agotado para
defenderlos. El 4 de

junio Ludendorff tuvo que interrumpir la ofensiva para reorganizar y decidir su siguiente movimiento.

«¡Y un cuerno retirada! Si acabamos de llegar»

Foch podía permitirse ser un caballero ante su adversario a pesar del rosario de éxitos tácticos de
este último, porque sabía
que él tenía un arma que Ludendorff no podía confiar en igualar. El Ejército norteamericano, bajo el
mando de su

extraordinario comandante, el general John Pershing, estaba por fin listo para entrar en combate.
Profesional consumado,

con fama de trabajador incansable y de mantenerse tozudamente fiel a sus creencias, Pershing había
sido muy madrugador

ya desde su nombramiento como primer capitán durante sus días de cadete en West Point. Su
matrimonio con la hija del

inveterado jefe del Comité de Asuntos Militares del Senado y el patrocinio del presidente Theodore
Roosevelt

275 Foch, citado en general sir Charles Grant, «Some Notes Made at Marshal Foch's Headquarters,
August to November

1918», LHCMA, documentos Grant, 3/2, pág. 5.


proporcionaron a Pershing los contactos políticos necesarios en el Partido Republicano, aunque
siempre tuvo cuidado de

mantenerse por encima de las políticas partidistas. A pesar de su fracaso en encontrar y detener a
Pancho Villa, su

sagacidad política durante la operación había hecho que se ganara también la admiración de la
Administración demócrata
de Wilson, lo que le convirtió en la elección evidente para mandar las fuerzas norteamericanas
destacadas a Europa.

Pershing era también un excelente juez del talento militar. Entre sus primeros nombramientos para
ocupar puestos en

Francia estuvo el del futuro general de cinco estrellas George Marshall y el del brillante y
enigmático George Patton.

El jefe de las Fuerzas Expedicionarias Norteamericanas (AEF), John J.

Pershing (derecha) se resistió obstinadamente a ver a su ejército bajo el mando

de los comandantes europeos. Con él aparece Benjamín Foulois, que llegó a

ser general de brigada y jefe de las fuerzas aéreas de la AEF. (United States Air

Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

Casi un año después de entrar en la guerra, Estados Unidos había resuelto por fin la infinidad de
problemas que

implicaba el despertarse de su sueño aislacionista para entrar en la refriega. Uno de los más serios
entre esos problemas

consistió en la determinación de la relación exacta entre Estados Unidos y sus aliados. Norteamérica
se había negado a

firmar el tratado de Londres, que constituía la base legal de la alianza, prefiriendo autodenominarse
«potencia asociada».

El presidente Wilson había dejado bien claro que no veía que los objetivos bélicos de su país fueran
del todo análogos a los

de Francia, Bretaña e Italia. El y Pershing habían aclarado también que los norteamericanos
lucharían sólo como una

entidad independiente y claramente diferenciada en cuanto a su nacionalidad. Ambos hombres se


resistieron con firmeza a

los planes europeos de «fusionar» el Ejército norteamericano, a nivel de batallón o compañía, en las
divisiones británicas y

francesas. La inexperiencia norteamericana, la ausencia de una doctrina adecuada y la escasez de


material de guerra
moderno ofrecían un tremendo contraste con su resistencia por principio a la fusión, aunque Pershing
se mantuvo firme.276

Al final, la controversia de la fusión produjo más ruido que nueces. Los norteamericanos habían
acordado desde un

principio que, si surgía la necesidad de afrontar una emergencia, aceptarían una fusión temporal y
limitada. «No deseamos

perder la identidad de nuestras fuerzas —escribía el secretario de la Guerra, Newton Baker, a


Pershing en diciembre de

1917—, aunque consideramos que es de una importancia menor que el hecho de que las fuerzas a su
mando se enfrenten a

cualquier situación crítica con la mayor eficacia posible.»277 En el punto álgido de la crisis, a
finales de marzo de 1918,

Pershing había ido a visitar a Foch para hacerle una oferta extraordinaria que contrastaba
sobremanera con la resistencia

norteamericana a la fusión. Pershing, en su vacilante francés, le dijo al nuevo comandante en jefe que
«el pueblo

norteamericano consideraría un gran honor que nuestras tropas combatieran en la presente batalla...
Infantería, artillería,

aviación, todo lo que tenemos es suyo; utilícelo como desee».278


Por su parte, los europeos accedieron a la creación de un ejército norteamericano independiente a las
órdenes de

mandos norteamericanos, aunque no, como Clemenceau le dijo a Pershing, «mientras el destino de mi
patria estuviera en

juego a cada momento en los campos de batalla, los cuales ya se han bebido la mejor sangre de
Francia».279 Foch y Pétain

habían sugerido que un ejército norteamericano independiente tenía sentido desde el punto de vista
operacional, ya que

cabía esperar que los soldados norteamericanos combatieran mejor si lo hacían a las órdenes de
oficiales de su país. Sin

embargo, la emergencia provocada por la ofensiva alemana tenía que ser detenida por todos los
medios necesarios antes de

que se pudiera crear un ejército norteamericano independiente. Así las cosas, las dos partes
convinieron en la inclusión

temporal de las divisiones norteamericanas (bajo el mando de oficiales norteamericanos) en los


cuerpos y ejércitos

franceses hasta que hubiera pasado la crisis inmediata.

Unos carros ligeros norteamericanos en pleno avance. Compárense

estos carros de combate con el mamotreto alemán de la página 299.

(National Archives)

Norteamericanos, británicos y franceses se pusieron de acuerdo también en lo concerniente a un


sistema para

transportar y equipar a los primeros lo más deprisa posible. El 2 de mayo Foch negoció un acuerdo
con Pershing en virtud

del cual los norteamericanos aceptaban enviar a Europa sólo tropas de infantería y así potenciar al
máximo el número de

infantes disponibles para enfrentarse a las ofensivas alemanas. Los británicos aceptaron
proporcionar los barcos necesarios

para transportar a la mitad de los norteamericanos, garantizando que casi 500.000 de ellos estarían
en Europa en julio, y
que otro medio millón más cruzaría el Atlántico al terminar el año. Al final, los norteamericanos
sobrepasaron esas

expectativas y desembarcaron a 300.000 hombres por mes. En virtud de las condiciones de un


acuerdo anterior, los

franceses proporcionarían las municiones necesarias a cambio del acero y las materias primas de los
estadounidenses.

Francia se convirtió en el proveedor de armas más importante del Ejército norteamericano, al que
terminó entregando

3.532 piezas de artillería de campaña, 40.884 armas automáticas, 227 carros de combate y 4.847
aviones. Sin estas armas,

a los norteamericanos les habría resultado harto difícil realizar alguna ofensiva.

276 Sobre la doctrina, véase Mark Grotelueschen, Doctrine Under Trini: American Artillery
Employment in World War I,

Westport, Connecticut, Greenwood Press, 2001.

277 Baker, citado en Robert Bruce, A Fraternity of Arms: America and France in the Great War,
Lawrence, University

Press of Kansas, 2003, pág. 151.

278 Pershing, citado en John S. D. Eisenhower y Joanne Thompson Eisenhower, Yanks: The Epic
Story of the American

Army in World War I, Nueva York, Free Press, 2001, pág. 114.

279 Clemenceau, citado en Bruce, op. cit., pág. 150.


La íntima amistad personal que se estableció entre Pershing y Pétain fortaleció la conexión entre las
Fuerzas

Expedicionarias Norteamericanas (AEF) y el Ejército francés. A finales de mayo, los dos ejércitos
cooperaron en la

primera gran operación de combate en la que intervino la AEF, cuyo escenario fue la ciudad de
Cantigny. Una fuerza

conjunta franco-norteamericana tomó la ciudad, tras lo cual la defendió contra seis intentonas
diferentes de los alemanes.

Los norteamericanos cometieron errores tácticos, pero demostraron la clase de ímpetu que pronto les
haría famosos tanto

entre los aliados como entre los alemanes. Tal vez hubieran sido patosos y dependientes de los
franceses en muchas

operaciones de apoyo, pero su inmadurez en el campo de batalla se resolvería con la práctica.


Cuando franceses, británicos

y alemanes los vieron en directo, fueron pocos los que dudaron de que estuvieran hechos «de la
pasta» que exigía combatir

en el frente occidental. Su número (por término medio, llegaba una división a Europa cada día) y su
aspecto saludable y
bien alimentado llevaron a sus aliados a verlos como a unos hombres «espléndidos», poseedores de
la moral y el espíritu

más elevados.280 Es casi imposible subestimar el efecto psicológico que tuvo la mera aparición de
tantos refuerzos

vigorosos.

Los norteamericanos demostraron enseguida ser un arma de combate formidable en la guerra contra
Alemania. Así,

tuvieron una intervención decisiva al cortar dos aproximaciones de los alemanes a París. Los
norteamericanos habían

cubierto una brecha cerca de un coto de caza llamado el bosque de Belleau, que los alemanes
conservaban con un gran

número de fuerzas. Según cuenta la leyenda del Cuerpo de Infantería de Marina, un ataque perpretado
por los alemanes el

2 de junio obligó a retirarse a las unidades francesas, cuyos oficiales instaron a los norteamericanos
a que lo hicieran

también a posiciones más sólidas. Según parece, un oficial del Cuerpo de Marines, el capital Lloyd
Williams, respondió:

«¡Y un cuerno retirada! Si acabamos de llegar». Al igual que todos los dichos ingeniosos de la
historia, puede que éste sea

apócrifo, pero su persistencia a lo largo del tiempo refleja el ardor y el espíritu con que los
norteamericanos combatieron

en el bosque de Belleau y en todas partes.

Los soldados norteamericanos, como estos que utilizan una ametralladora

ligera, sorprendieron por igual a aliados y enemigos por su entusiasmo,

temeridad e idealismo. La realidad de la guerra fue determinante para que los

mandos norteamericanos abandonaran sus ideas preconcebidas y aprendieran

de los franceses y los británicos. (National Archives)

El 5 de junio los norteamericanos lanzaron un ataque contra el bosque como parte de un avance
general del XXI
Cuerpo francés. Siguieron casi tres semanas de sangriento combate antes de que el jefe de los
marines pudiera comunicar

por señales que «el bosque ya es por completo del Cuerpo de Marines de Estados Unidos». El
inmenso cementerio

contiguo al bosque, ahora rebautizado oficialmente como el Bosque de la Brigada de Marines, se


levanta como prueba de

las enormes pérdidas sufridas por las fuerzas estadounidenses para detener el avance alemán. Los
marines perdieron a

4.600 hombres, casi la mitad de los soldados que intervinieron en combate. La victoria en el bosque
de Belleau, sin

embargo, detuvo a los alemanes en lo que fue su máximo acercamiento a París, a sólo 56 km de
distancia; no volverían a

acercarse tanto en lo que quedaba de guerra.

A pocos kilómetros del bosque de Belleau, los norteamericanos tuvieron la destacada actuación de
detener un nuevo

ataque alemán, esta vez en la ciudad de Chateau-Thierry, a orillas del Marne. Mientras sus
camaradas repelían los ataques

280 Informe de la misión británica a las ARF, citado en Grant, «Notes from a Diary», anotación del
24 de junio.

en el bosque de Belleau, los hombres de la II y la III División norteamericanas privaban a los


alemanes de la posibilidad de

cruzar el Marne en Chateau-Thierry. Otras unidades norteamericanas participaron también en la


batalla. Su insignia se

puede ver en la actualidad en el gran monumento erigido en la ciudad, dedicado a «la amistad y
cooperación entre los

Ejércitos francés y norteamericano». Un regimiento estadounidense defendió un meandro del río con
tanta fiereza, que se

ganó el sobrenombre de la «Roca del Marne». La enérgica presencia de las AEF en el campo de
batalla sirvió como prueba

concluyente de que la estrategia de Ludendorff había sido un vil fracaso. «Vosotros, los
norteamericanos —decía un
oficial francés a mediados de junio—, sois nuestra esperanza, nuestra fuerza, nuestra vida.»281
Incluso la derrota de los

británicos que con tanto ahínco había perseguido Ludendorff, no impediría a los norteamericanos
llegar en masa y

combatir con más pericia a cada mes que pasaban en Francia.

A pesar de que las bajas de junio sobrepasaron los 200.000 hombres, Ludendorff se decidió por
lanzar una cuarta

ofensiva. Tenía la esperanza de tomar Reims y luego avanzar contra París. El Ejército alemán,
sacudido por el derrotismo,

las deserciones y la misteriosa enfermedad que pronto se conocería como gripe española, no podría
repetir sus éxitos

anteriores. El desastre de Duchéne en el Chemin des Dames condujo a los aliados a redoblar sus
esfuerzos para crear unas

defensas elásticas; éstos, por fin, habían visto lo suficiente de los alemanes para saber ya cómo
contrarrestar sus tácticas.

Los desertores germanos (muchos de ellos alsacianos) proporcionaron a los franceses el momento y
el lugar exactos del

ataque. En consecuencia, los avances alemanes fueron insignificantes, y el kaiser observó con
frustración cómo sus

hombres volvían a fracasar en la toma de Reims. Ludendorff reaccionó culpando a los oficiales de su
Estado Mayor y

proclamando su esperanza de derrotar a los franceses en un futuro cercano y continuar luego con su
persecución de los

británicos, hasta la India si se hacía preciso.282

La quinta ofensiva de Ludendorff, esta vez sobre el Marne al este de Reims, no sorprendió a nadie.
Los desertores

alemanes, los informes de la inteligencia francesa y la propia intuición de Foch habían permitido a
los aliados adivinar el

plan de Ludendorff. Foch había dispuesto un recibimiento nada amable a los alemanes para el que
reunió infantería,

aviación y blindados de los cuatro países, incluidas seis divisiones norteamericanas bajo el mando
del VI Ejército francés.

En la segunda batalla del Marne (del 15 al 18 de julio), las bajas alemanas incluyeron a 30.000
desmoralizados prisioneros.

La victoria aliada acabó de una vez por todas con cualquier esperanza germana de tomar París y
obligó a Ludendorff a

cancelar su sexta ofensiva, prevista para ser lanzada contra los británicos en Flandes. El 24 de julio
Foch anunció a los

generales aliados que había llegado el momento de «abandonar nuestra actitud generalmente
defensiva, impuesta por

nuestra inferioridad numérica global hasta el momento, y de pasar a la ofensiva», a fin de presionar a
los alemanes

diariamente a lo largo de todo el frente y «no darles tiempo para que recompongan sus unidades».283
La última apuesta de

Alemania había fracasado, y los ejércitos aliados estaban preparados para reanudar la ofensiva. La
fase final de la guerra

había empezado.

281 Citado en Robert Zieger, Ammat's Great War, Lanham, Maryland, Rowan anit Littlefield, 2000,
pág. 97.

282 Herwig, np. cit., pág. 417.

283 Ministere de la Guerre, Les Armécs Francaise dans la Grande Guerre, serie 7, vol. 1, París,
Imprimerie Nationale,

1928, pág. 266.

Capítulo 13

A cien días de la victoria

De Amiens al Meuse-Argonne

En particular, los oficiales [alemanes capturados]

nos informan de la debilidad de sus fuerzas, de la

juventud de los reclutas y de la influencia de la


entrada de los norteamericanos. Se sienten

deprimidos por sus enormes bajas, la mala calidad

de la comida y la crisis interna de Alemania. Están

preocupados y empiezan a dudar del poder

alemán... El alemán está empezando a comprender

que no puede ganar, pero no está preparado para

renunciar y puede que siga resistiendo.

Informe del cuartel general francés sobre la moral

del Ejército alemán, 4 de septiembre de 1918284

Tras la victoria en la segunda batalla del Marne, los ejércitos aliados empezaron su propia ofensiva
general, en la que el

avance de los soldados fue mejor de lo que habían esperado los generales al mando. El Ejército
alemán opuso poca

resistencia más allá de una retaguardia decidida, prefiriendo, en su lugar, trasladarse hacia el este a
posiciones más

defendibles. El impedimento más serio a los movimientos aliados fueron las políticas de tierra
quemada de los alemanes,

conforme a las cuales hundían los puentes, arrasaban los pueblos y minaban las carreteras. La mera
visión del territorio

francés destruido con tanto descaro por su enemigo revitalizó el deseo del Ejército francés de hacer
que Alemania pagara

por sus crímenes. Los hombres del LXXVII Regimiento de Infantería francés recordaban sus
sentimientos al atravesar los

pueblos damnificados en agosto de 1918:

Los pueblos destruidos y saqueados mostraban el vandalismo de los alemanes, en su furia por haber
sido

obligados a retirarse, hasta con la última silla, la última ventana rota, [y] el último suelo levantado.
Había depósitos
de bombas de gas (con las espoletas reguladas para que liberasen el gas después de que los alemanes
se largaran)

escondidos en los bosques, cadáveres de caballos muertos por los alemanes en su retirada hacia el
Marne, frutales

arrancados de cuajo, [y] trigales cortados antes de madurar. Aquel espectáculo tan bien planeado no
hizo más que

aumentar nuestro odio hacia los boches.285

En la consideración de los hombres del LXXVII Regimiento, aquellas acciones deliberadas de los
alemanes caían fuera

de los límites de la guerra. La destrucción del ganado y de las cosechas en el verano de 1918 suponía
la amenaza de un

invierno muy difícil para los granjeros y aldeanos del este de Francia. En opinión de los franceses,
los alemanes debían ser

castigados por lo que habían hecho.

En su persecución de los alemanes, el LXXVII Regimiento contó con la ayuda de una bien saludada
novedad, el

transporte motorizado. Allí donde los ingenieros franceses podían reconstruir los puentes y garantizar
la seguridad de las

carreteras frente a las minas, el regimiento viajaba en camiones, un cambio positivo para cualquier
infante. Esta

innovación puso de relieve la importancia de la mecanización en el empeño bélico de los aliados. La


utilización de los

284 El epígrafe está extraído del Grand Quartier General, Second Burean, «Le morale de l'ar-mée
allemande», 4 de

septiembre de 1918, en el Ministére de la Guerre, Les Armées Franfaises dans la Grande Guerre,
serie 7, vol. 1, París,

Imprimerie Nationale, 1928, apéndice 960.

285 Historique du 77° Régiment iVhijiwterie, Nancy, Berger-Levrault, sin fecha, SHAT, 2ólVl"34.
!i° 72. caja 16,

pág, 66.
carros de combate en la segunda batalla del Marne se había mostrado como un factor decisivo
trascendental, al permitir

avanzar a los aliados con una potencia de fuego móvil a fin de abrir brechas para su explotación por
la infantería. La

aviación desempeñó también un papel importante.

Estos logros fueron, en parte, producto de las reformas económicas supervisadas por civiles en los
primeros años de la

guerra. El británico sir Eric Geedes, entre otros, reformó el sistema burocrático británico a fin de
permitir que en Gran

Bretaña se produjeran los suministros adecuados, se enviaran a los diferentes escenarios de la guerra
y fueran utilizados

por las unidades que los necesitaran. Geedes aportó su experiencia en la gestión ferroviaria a la
resolución de los

problemas de la dedicación temporal de la red ferroviaria británica, esencialmente civil, a fines


militares. Finalmente, llegó

a ser ministro de Marina, donde utilizó sus habilidades para resolver también los problemas de la
Armada británica. Las

reformas económicas y políticas de los aliados en 1915 y 1916, junto con la cooperación, ya sin
trabas, de la industria

norteamericana a partir de abril de 1917, empezaron a cambiar la cara de la guerra moderna, en gran
medida a favor de los

aliados.

La modernización de la guerra no alcanzó a todas las partes del campo de

batalla. Todos los ejércitos siguieron confiando en la fuerza humana y animal

para trasladar los suministros. (National Archives)

A pesar de estos logros, ninguno de los principales líderes aliados pensó que la victoria a mediados
de julio en la

segunda batalla del Marne ni la rápida persecución a que se sometió a los alemanes a final del mes,
conducirían a la derrota

de Alemania en 1918. Los más optimistas entre ellos preveían que la victoria se produciría tras una
descomunal campaña

en la primavera de 1919 dirigida por nuevas divisiones norteamericanas y encabezada por miles de
carros de combate,

camiones y aviones. Los líderes más pesimistas, incluido Lloyd George, empezaron a prever la
continuación de la guerra

en 1920. El premier británico ya había escuchado en el pasado demasiadas predicciones optimistas


de una victoria fácil, así

que en el verano de 1918 no estaba dispuesto a seguir contando con ellas; llegado el caso, quería
estar preparado para

dirigir a Gran Bretaña en una prolongación de la contienda.

Quizá fuera mucho más probable, por el contrario, que los líderes alemanes pensaran que la guerra
podría terminar, de

manera desfavorable para ellos, hacia final de año. Desde un punto de vista operacional, creían que
podían superar el

contratiempo sufrido en el Marne, pero la derrota sólo puso de relieve la quiebra de la estrategia
alemana. Después de la

segunda batalla del Mame, y el fracaso de sus ofensivas de la primavera, Alemania no tenía ninguna
alternativa estratégica

evidente y ningún plan de repuesto. Los aliados de Alemania, además, requerían una ayuda
descomunal sólo para no
derrumbarse. Austria-Hungría, Bulgaria y el Imperio otomano se encontraban todos al límite de sus
capacidades

operacionales. Eran pocos los alemanes que esperaban recibir la suficiente ayuda de ellos en las
semanas y meses que se

avecinaban. Cuando sus aliados empezaran a derrumbarse, los alemanes sabían que las potencias
enemigas tendrían las

manos libres para desviar aún más activos hacia el frente occidental o a operaciones pensadas para
atacarlos desde otras

direcciones. Estas últimas incluían planes elaborados por Lloyd George y Fienry Wilson dirigidos a
iniciar operaciones a

gran escala en los Balcanes. El triunfo de los aliados en tales escenarios podría tener importantes
consecuencias. Incluso

era posible que, si percibían la debilidad alemana, Rusia y Rumania volvieran a entrar en la guerra,
poniendo así en peligro

las conquistas en el este, que los alemanes confiaban en conservar después de la guerra aun cuando
perdieran ésta en el

frente occidental.

Desde el punto de vista material, la posición de los alemanes no daba pie a albergar ninguna
esperanza. La aparición de

los norteamericanos, junto con la fuerza económica de Gran Bretaña y Francia, inclinó la balanza en
el frente occidental

del lado de los aliados por primera vez en la guerra. En el verano de 1918 Alemania se enfrentaba a
una diferencia de

efectivos en el frente occidental de 3.576.900 soldados alemanes frente a 4.002.104 de los aliados,
inclusión hecha de los
786.489 norteamericanos establecidos en Europa el 1 de agosto; a lo largo del verano, éstos
aumentaron su número en casi

30.000 hombres por día. En consecuencia, el contingente aliado seguiría creciendo mientras el
alemán descendería. Las

divisiones norteamericanas, además, eran el doble de grandes que las alemanas, lo que
proporcionaba una garra y

resistencia mayores en el campo de batalla.

Por si fuera poco, numerosas unidades alemanas no estaban en condiciones de combatir. Agotadas
por los

enfrentamientos de la primavera, necesitaban varias semanas o meses para reponerse antes de poder
reanudar las

operaciones ofensivas. El reabastecimiento de estas unidades no sería una tarea fácil, ya que
Alemania se enfrentaba a unas

diferencias insuperables en carros de combate (5.646 aliados frente a 10 alemanes), ametralladoras


(37.541 de los aliados

por 20.000 de los alemanes) y reservas de gasolina.286 Además, los aliados tenían la capacidad de
añadir una gran cantidad

de modelos recientes de toda clase de armas de la guerra moderna a lo largo de 1918 y, si fuera
preciso, de 1919. Por el

contrario, los alemanes tendrían que confiar en las menguadas reservas de su cada vez más obsoleto
armamento, en

especial en lo tocante a carros de combate y aviones.

La crisis de 1918 obligó a los norteamericanos a enviar tropas lo más

rápidamente posible, a menudo sin suministros. Muchas unidades

estadounidenses dependieron de los suministros franceses y británicos, como

es el caso de la pieza de artillería de 75 mm francesa que aparece en la toto.

(National Archives)

A pesar de las tremendas bajas sufridas por los aliados en la primera mitad de 1918, Foch quería
aprovechar sus

ventajas con la mayor rapidez posible. En consecuencia, tras haber rechazado las últimas ofensivas
alemanas de la

primavera, ordenó a las tropas aliadas que asumieran la ofensiva. El sector del Marne ofrecía una
oportunidad tentadora,

debido a que el avance de los alemanes allí había dejado a éstos con un saliente que se introducía de
manera notable en las

líneas aliadas, lo que les dejaba desprotegidos por tres lados. La punta occidental del saliente, que
representaba el máximo

avance alemán, estaba situada en la ciudad de Cháteau-Thierry, junto al río Marne; el centro del
saliente, en la llanura de

Tardenois, unos 16 km al este. Pétain confiaba en atacar el saliente mediante una doble ofensiva,
contra la entrada

septentrional, una, y contra la meridional, la otra, de manera que las dos se encontraran en Tardenois.
El objetivo final, de

acuerdo con las órdenes de Pétain, no era sólo «perseguir [a los alemanes] desde la bolsa de
Chateau-Thierry, sino

cortarles la retirada hacia el norte y capturar al grueso de sus fuerzas».287

Para la operación, Pétain tenía a su disposición 18 divisiones de infantería francesas, tres


norteamericanas y dos

británicas. Los alemanes, percatándose del peligro, abandonaron todo el saliente de Chateau-Thierry
entre el 20 y el 11 de

julio. La necesidad de reacondicionarse y de sustituir las bajas había reducido las reservas
disponibles, que pasaron de 62

divisiones el 17 de julio a 42 divisiones sólo una semana después. El cuartel general alemán había
reducido también el

tamaño de los batallones en cien hombres, un indicio más de la grave disminución de los efectivos
alemanes. Asimismo,

sabía que no podía resistir un ataque aliado contra el saliente de Cháteau-Thierry ni permitirse las
catastróficas bajas que

286 Ministére de la Guerre, Les Arméis Francaises dans la Grande Guerre, París, Imprimerie
Nationale, 1928, serie 7, vol.

1, apéndice SV7, tabla 1.

287 Pétain a los comandantes del ejército, 20 de julio de 1918, /A/rf., pág- 91.
habrían sufrido en caso de aislar el saliente los aliados.

Avances aliados, 15 julio-ll noviembre 1918.

La reocupación aliada del saliente de Cháteau-Thierry tuvo diversas repercusiones de importancia.


Eliminada la

amenaza contra París, las dos divisiones británicas eran libres ya de volver bajo el mando británico
en las cercanías de

Amiens, a fin de apoyar las ofensivas en aquel sector. Así que fueron sustituidas por tres divisiones
norteamericanas

descansadas, lo que elevó el número total de estadounidenses en el sector a seis divisiones con el
doble de efectivos,

suficiente para desembocar en el hito de la creación del I Ejército norteamericano, aprobado por el
Consejo Supremo de la

Guerra el 25 de julio y ejecutado el 10 de agosto. Juntos, norteamericanos y franceses, persiguieron a


los alemanes que se
retiraban del sector del Marne desde el 15 de julio hasta el 5 de agosto, con el saldo final de 29.000
alemanes hechos

prisioneros y la captura de 612 piezas de artillería y 3.330 ametralladoras. De paso, recuperaron 177
cañones y 393

ametralladoras francesas perdidas durante la primavera. En total, la fuerza conjunta se apoderó de


más de seis millones de

balas para armas de bajo calibre y de casi un millón de proyectiles de artillería.288 Alemania no se
podía permitir esas

pérdidas.

Tras el fracaso alemán en tomar Cháteau-Thierry y en avanzar contra París, Ludendorff se fue
alejando cada vez más de

la realidad de la guerra y de su propio Estado Mayor, y se negó a interpretar las señales de un


ejército que había llegado a

la extenuación más absoluta, en particular, y sobre todo, los altos índices de deserción, la propensión
de los alemanes a

rendirse y los crecientes casos de hombres que se negaban a obedecer a sus oficiales. Negó que la
gripe española estuviera

afectando a los soldados y tampoco aceptó la realidad de que sus ofensivas hubieran acabado con la
mayoría de los

soldados de élite alemanes, dejando al ejército con cientos de miles de reservistas mal adiestrados
para enfrentarse a los

decididos ataques aliados que él sabía eran inminentes. Sin una estrategia ni medios para cambiar la
suerte de Alemania,

anhelaba una victoria alemana que no era capaz de lograr.289 La tensión alcanzó a toda la estructura
del mando alemán. El

asistente de Hindenburg sufrió una crisis nerviosa y varios otros oficiales perdieron la fe en
Ludendorff y en sus

grandiosos planes.

En el lado aliado, la fe en los mandos y la confianza en la posibilidad de la victoria iban en aumento.


Foch, Haig y

Pétain comprendieron, sin excepción, la necesidad de presionar a los alemanes antes de que éstos
pudieran recuperarse y

reorganizarse. Sabían lo cansadas que estaban sus propias fuerzas, pero creían que el tiempo que se
perdiera en julio y

agosto podía tener repercusiones de gran trascendencia. Pétain siguió siendo el más prudente de los
tres y argumentó que

sus hombres necesitaban más descanso antes de dirigirse al este. Foch lo empujó a seguir adelante,
diciéndole el 23 de julio

288 Ibid., pág. 370.

289 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungry, 1914-1918, Londres,
Edward Arnold, 1997, pág.

419.

que «es importante retomar el control de las operaciones con energía y sin dilación».290 Haig no
tardó en instar a sus tropas

a realizar un esfuerzo parecido y les dijo que «los riesgos que hace un mes habría sido un crimen
correr, deberían

contraerse ahora como responsabilidad».291 Si se movían con rapidez y presionaban en todos los
frentes, los aliados

podían darle la vuelta a la guerra y, tal vez, incluso ganarla antes de que llegara el invierno.
El día aciago y el avance hacia la Línea Hindenburg

Los alemanes habían sufrido a primeros de julio un revés bélico aparentemente menor al perder
frente a las fuerzas

australianas y norteamericanas un pueblo sin ninguna importancia llamado Le Hamel. La batalla de


este nombre, de la que

apenas tuvieron noticia la mayoría de los hombres del frente occidental, tuvo dos repercusiones de
importancia para el

combate en el futuro. La primera fue su originalidad e improvisación. El genio oculto detrás de la


batalla, un general judío

del Ejército australiano de nombre John Monash, utilizó su acostumbrado esmero en los preparativos
para trazar una

victoria «de libro».292 Monash combinó las operaciones de infantería, blindadas y aéreas con una
fluidez de la que nadie

había sido capaz hasta ese momento. En Le Hamel, los carros apoyaron los avances de la infantería
con mucha más

eficiencia de la que habían hecho gala en Cambrai o en la segunda batalla del Marne, lo que permitió
que se superaran los

importantes problemas de comunicaciones que habían limitado con anterioridad la cooperación entre
los carros y la

infantería. Monash y los jefes de su aviación dispusieron incluso que los pilotos de las Reales
Fuerzas Aéreas [RAF]

británicas lanzaran municiones a los hombres que estaban luchando en la batalla, ofreciendo el
reabastecimiento desde el

aire.

Los soldados norteamericanos combatieron en Le Hamel al lado de sus

camaradas australianos. A pesar de la exigencia de Pershing de que sus

unidades tuvieran independencia absoluta, los norteamericanos dependieron

en gran medida de las dotes de mando de los experimentados diggers

[excavadores] australianos. (Australian War Memorial, negativo n° E02690)


La segunda innovación supuso la incorporación de los norteamericanos. Monash integró a dos
regimientos

estadounidenses en la batalla bajo el control global de la veterana IV División de Infantería


australiana. Pershing había

pedido que sus fuerzas no fueran incluidas en la batalla porque no estaban bajo el mando global
norteamericano, pero

después de una intensa discusión, Haig y Foch rechazaron sus objeciones en aras de asegurar que los
australianos tuvieran

la fuerza suficiente para ganar la batalla. Los entusiastas norteamericanos combatieron


extremadamente bien (el 4 de julio,

nada menos) e impresionaron a sus aliados australianos. Sin embargo, Pershing siguió irritado por su
falta de control sobre

las unidades norteamericanas y juró que se aseguraría de que «no volviera a ocurrir nada
semejante».293 La furiosa

reacción del comandante norteamericano aguó lo que, por lo demás, fue una eficaz utilización de las
unidades

norteamericanas en el campo de batalla. Pese a todo, la indignación de Pershing no evitó que se


desarrollara una sólida

relación de comunicación entre los australianos y los norteamericanos, la cual proporcionaría


grandes beneficios en el

transcurso del año.

290 Ferdinand Foch, The Memoirs ofMarshalFoch, Carden City, NY, Doubleday, 1931, pág. 366.

291 Haig, citado en Malcolm Brown, The Imperial War Museum Book of 1918: Year of Victory,
Londres, Pan Books,

1998, pág. 205.

292 John Terrain, To Win a War: 1918, the Year of Victory, Londres, Cassell, 1978, pág. 89.

293 Pershing, citado en ibid.

Con la ayuda de los norteamericanos, la obra maestra de Monash funcionó como él había previsto. La
parte más

importante del enfrentamiento acabó en poco más de hora y media, y los soldados aliados tomaron
todos sus objetivos con

unas bajas asombrosamente leves. También hicieron prisioneros a más de 1.500 soldados alemanes,
muchos de ellos

ilesos, lo que indicaba la creciente predisposición de los alemanes a rendirse a la primera


oportunidad. Los australianos

que lucharon en Le Hamel percibieron la diferencia en la capacidad ofensiva germana, y llegaron a la


conclusión de que el

Ejército alemán «no era ya el formidable enemigo en defensa que había sido en 1916 y 1917».294
Por lo tanto, Monash

sugirió que la unidad matriz del Cuerpo australiano, el IV Ejército británico, debería aprovechar el
impulso conseguido por

la victoria en Le Hamel. Monash defendió que se probara su nuevo plan de operaciones combinadas
a una escala mucho

mayor y que se dirigiera contra un objetivo mucho más importante estratégicamente.

Monash desempeñó un papel clave en el desarrollo de la batalla subsiguiente, encaminada a asegurar


las líneas

laterales de comunicación que discurrían por el este de Amiens. Tales líneas eran las vías de
suministro de la mayor parte

de las unidades alemanas establecidas en las regiones de Picardía y Artois. El plan confiaba en pillar
a los alemanes por

sorpresa, por lo que no habría ningún bombardeo preparatorio de una gran batería artillera que
delatara el ataque; en su

lugar, los británicos planeaban realizar una gran concentración de carros de combate que
proporcionara una potencia de

fuego local. Foch ordenó que se ocultaran todos los detalles del plan a quien no necesitara
conocerlos, entre ellos varios

miembros clave de los ministerios de la Guerra aliados. Los comandantes aliados cambiaban de
manera permanente el

lugar de las conferencias y de las reuniones, de manera que nunca se les viera juntos dos veces en el
cuartel general del

mismo ejército o cuerpo.


Para garantizar el secreto acerca del lugar del ataque, los británicos restringieron sus movimientos a
las horas nocturnas

e hicieron que los aviones los sobrevolaran para ocultar el ruido de los motores de los carros. Los
soldados encontraron un

papelito en sus registros de salarios que rezaba: «Manten la boca cerrada», para recordarles que no
hablaran de la

operación cuando estuvieran en las zonas de descanso; los postes indicadores de las carreteras que
iban y venían de las

zonas avanzadas contenían el mismo mensaje. Los radiotelegrafistas británicos realizaron también
transmisiones falsas

que sugerían la inminencia de un ataque británico en Flandes; supieron que el señuelo había
funcionado cuando los

alemanes enviaron refuerzos a Flandes en lugar de al sector de Amiens.

El esmero en los preparativos tuvo su compensación; el ataque británico del 8 de agosto cogió casi
completamente por

sorpresa a los alemanes. La acción fue encabezada por el IV Ejército británico, bajo el mando de su
muy respetado

comandante, el general Henry Rawlinson. Este se había hecho cargo del destrozado V Ejército de
Gough a finales de

marzo, le cambió la denominación, lo reorganizó y le devolvió la confianza en sí mismo. Su papel


como ejército principal

en la ofensiva de Amiens demostró que se había recuperado de las bajas sufridas en la primavera.
Los fiables cuerpos de

canadienses y australianos, también bajo el mando del V Ejército, añadieron la autoridad de la


veteranía y a algunos de los

mejores soldados de los ejércitos aliados. Los canadienses, además, llevaban sin intervenir en la
sangrienta lucha desde

marzo y abril, así que estaban frescos. Por su parte, los australianos aportaron la experiencia
adquirida en Le Hamel y

desempeñaron un papel decisivo en Amiens, donde ocuparon la parte central del frente.

Rawlinson contaba con un total de 14 divisiones de infantería, 2.000 piezas de artillería y 450 carros
de combate, la

mayor concentración acorazada hasta el momento para una batalla. Entre los carros se contaban 342
unidades de los

nuevos modelos pesados Mark V, que, en palabras del historiador del IV Ejército, eran «fáciles de
manejar y capaces de

girar y de darse la vuelta con una rapidez que un año antes habría sido impensable». Los nuevos
carros eran tambien menos

vulnerables al fuego rasante, lo que permitía hacerlos avanzar más. A este arsenal, los británicos
sumaron 800 aviones,

algunos de los cuales se destinaron a apoyar el avance de los carros. En las semanas previas a la
batalla, las fotografías

aéreas habían localizado y señalado todas las defensas alemanas, haciendo «fácilmente perceptibles»
para los carros de

combate y la aviación de apoyo los puntos fortificados de los alemanes. La planificación se había
hecho con tanta

meticulosidad, y el secreto en el que se llevó a cabo la concentración de las fuerzas había sido tan
eficiente, que más tarde

se decía que «en realidad, la batalla de Amiens se ganó antes de que empezara el ataque».295

Para los hombres de los ejércitos aliados que encabezaron la ofensiva fue «maravilloso encontrarse
una vez más en la

confusión de un avance», después de meses de retiradas.296 La sorpresa casi absoluta y los


cuidadosos preparativos del IV

Ejército, que apenas dejaron algo al azar, convirtieron el avance en el más exitoso de la guerra en el
frente occidental. A la

01:30 de la mañana del 8 de agosto, los canadienses se habían apoderado de las dos primeras líneas
de defensa alemanas;

al terminar el día, habían avanzado unos extraordinarios 13 km en algunos lugares, abriendo brechas
que permitieron el

uso de la caballería para atacar las líneas de comunicación de las unidades alemanas que se
retiraban. El I Ejército francés,

294 General de división sir Archibald Montgomery, The Story of the Fourth Army in the Battles of
the Hundred Days, sin

fecha, LHCMA, Documentos Archibald Leslie, pág. 6-7.

295 Ibid., págs. 15,23 y 30.

296 Gordon Hassell, citado en Brown, op. cit., pág. 204.

operando bajo control británico para garantizar la unidad del mando, también tuvo éxito e hizo
prisioneros a hombres de

once divisiones alemanas diferentes.

El balance final de Amiens demostró dos cuestiones. Primero, que los alemanes habían sufrido lo que
su propia

monografía oficial sobre la batalla denominó «la mayor derrota del Ejército alemán desde el
comienzo de la guerra».297 En

un solo día, los alemanes habían perdido una media de más de 9 km a lo largo de toda la línea de
ataque y a 28.000

hombres, la inmensa mayoría de los cuales prefirió rendirse antes que luchar. Ludendorff se refirió a
aquel 8 de agosto
como «el día aciago» del Ejército alemán y concluyó que Alemania ya no podía confiar en ganar la
guerra. Una semana

después, el kaiser autorizó al ministro de Asuntos Exteriores para que se dirigiera a la familia real de
Holanda con la

esperanza de que el gobierno holandés pudiera servir de compasivo intermediario en las


negociaciones de un armisticio

con los aliados.

Esta foto muestra el momento en que un bombardero suelta su carga sobre las

posiciones de unos objetivos que aparecen numeradas sobre la fotografía. Los

bombardeos estratégicos planteaban problemas de precisión e identificación

de los verdaderos objetivos, aunque hacia el final de la guerra se convirtieron

en una parte fundamental de los planes aliados. (United States Air Force

Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

En segundo lugar, Amiens demostró que los aliados habían conseguido dominar el arte de la batalla
de laboratorio. La

actuación combinada de la aviación y las unidades acorazadas con la infantería proporcionó el


cúmulo de potencia de

fuego necesario para superar las defensas enemigas. Las sofisticadas técnicas de artillería, tales
como la localización por

los fogonazos o la localización acústica, permitieron a los artilleros ubicar las baterías alemanas con
precisión

considerable. Mediante la utilización de estas nuevas tácticas, el fuego de contrabatería aliado pudo
destruir con eficacia la

artillería enemiga y eliminar así unas de las principales amenazas para el avance de la infantería. En
Amiens, las tácticas

burdas de 1916 y 1917 habían dado paso a un estilo mecánico de la guerra que permitió a los aliados
mover a los hombres

con más rapidez, apoyar sus avances con un fuego artillero preciso y aplastante y continuar las
operaciones detrás de las
líneas enemigas. Los alemanes no tenían respuesta para esta nueva forma de guerra. Incapaces de
conservar las cercanías

de Amiens, se retiraron al terreno elevado que rodeaba San Quintín y Péronne, lo que les llevó de
nuevo a la línea de las

batallas del Somme en 1916. Esta retirada colocó a los alemanes a lo largo de parte del mismo
terreno que habían

defendido tan bien en una ocasión. Puede que el terreno hubiera sido el mismo de dos años antes,
pero los ejércitos ya no lo

eran. Los inexpertos y mal pertrechados Nuevos Ejércitos Británicos que combatieron en 1916 con
un material

insuficiente habían sido sustituidos ya por unidades veteranas bien provistas de armamento moderno
e integradas por

hombres instruidos debidamente en las técnicas que necesitaban aplicar. Por el contrario, los
alemanes se encontraban

cansados, y algunas de sus divisiones contaban nada más que con la cuarta parte de los efectivos que
habían tenido en la

primavera. En 1918 no podían confiar en rechazar a los británicos en los terrenos elevados que
rodeaban el río Somme con

el mismo tesón que habían empleado dos años antes.

297 Citado en Terraine, op. cit., pág. 114.

Los alemanes conservaban sólo una cabeza de puente al oeste del Somme, en la ciudad de Péronne.
Ludendorff preveía

mantener la ciudad temporalmente, mientras sus fuerzas establecían nuevas líneas defensivas al este
del Somme, pero al

oeste de la línea de defensas conocida como Línea Hindenburg, que discurría de manera intermitente
en dirección

sur-sudeste desde Lille hasta Metz. Dos factores complicaban su plan. El primero era que de las 44
divisiones de reserva

alemanas, sólo 19 estaban clasificadas como «frescas». Quince de las divisiones de reserva estaban
en plena

reconstitución, lo que significaba que estaban volviendo a ser formadas con los supervivientes de
otras unidades; y once

estaban «cansadas» o, lo que era lo mismo, no eran capaces de realizar ninguna operación ofensiva, y
sólo, y eso en caso de

emergencia, podrían llevar a cabo operaciones de defensa.298

El segundo problema de los alemanes estribaba en que los aliados no tenían intención de concederles
ningún tiempo

para descansar y reacondicionarse. Foch le había dicho ya a los comandantes aliados que «no den
respiro al enemigo»

después de una ofensiva y «respondan a la situación del momento» dirigiendo ataques locales.299
Para cumplir estos

objetivos, Foch sacó al VI Ejército francés de la reserva y lo añadió al cúmulo de unidades


disponibles para atacar; sacó

también a otras seis divisiones de infantería francesas y las asignó al Grupo de Ejércitos del Centro.
A las unidades

francesas se les comunicó que no debían esperar refuerzos antes de «un lapso imposible de
determinar», pero las

actuaciones de Foch dieron a los franceses la máxima capacidad para presionar a los alemanes a lo
largo de todo el frente

occidental.300 A fin de añadir contundencia al ataque británico, Foch trasladó también seis brigadas
de artillería pesada del

I Ejército francés a Flandes para ayudar a los británicos.

Una vez más, los australianos encabezaron la ejecución de las órdenes de Foch. En la noche del 30
de agosto, antes de

que los alemanes pudieran asegurar sus defensas alrededor de Péronne, los australianos cortaron las
líneas ferroviarias al

sur de la ciudad; sin un enlace ferroviario, los alemanes no podrían reabastecer a una guarnición
suficiente dentro de

Péronne. A la noche siguiente, las tropas británicas procedieron a un acercamiento a los cerros de
San Quintín, «un

auténtico bastión», como escribió el historiador del IV Ejército, «cuya toma nos permitiría enfilar las
posiciones del
enemigo [...] y amenazar la seguridad de toda su línea».301 Las tropas australianas dirigieron el
ataque una vez más y

tomaron los cerros a pesar de la diversidad de obstáculos, tanto naturales como artificiales. En lugar
de librar otra batalla

que él sabía no podía ganar, Ludendorff ordenó a las fuerzas alemanas que abandonaron las
posiciones del Somme, que se

retiraran hasta la Línea Hindenburg y se preparasen para resistir allí. En ese momento, las divisiones
alemanas capaces de

efectuar operaciones ofensivas ascendían sólo a nueve.

Más al sur, los aliados emprendieron la tarea de eliminar otro saliente, éste situado justo al sur de
Verdún y con base en

los alrededores de la ciudad de Saint-Mihiel. Ya desde el principio de la guerra, este saliente había
controlado los accesos

a los importantísimos yacimientos de hierro de Briey y al decisivo centro ferroviario de Metz. La


responsabilidad del

ataque para tomar Saint-Mihiel recayó sobre los norteamericanos, a quienes Pétain había prestado
cuatro divisiones de

infantería francesas en una demostración de «la inmensa fe que tenía en las aptitudes militares de la
AEF y en las dotes de

mando de Pershing y los comandantes de su cuerpo». La decisión de Pétain, consecuencia de la


íntima amistad que había

entablado con Pershing, fue un ejemplo de fusión a la inversa: las unidades francesas se pusieron a
las órdenes del mando

global norteamericano. El I Ejército de éstos que atacó Saint-Mihiel contó entre sus fuerzas y
pertrechos con 110.000

soldados, 3.100 piezas de artillería y la dotación de 113 carros de combate de los franceses.302 Los
norteamericanos

también tuvieron bajo su mando a toda la flota aérea aliada, la mayor de toda la guerra, que integraba
a 1.400 aviones de las

cuatro fuerzas aéreas.

Con este arsenal, el 12 de septiembre de 1918 los norteamericanos atacaron al mismo tiempo las
caras meridional y

occidental del saliente de Saint-Mihiel. Los alemanes se habían dado cuenta del peligro que
amenazaba el saliente y, tal y

como habían hecho en Cháteau-Thierry, decidieron evacuarlo en lugar de luchar. El ataque aliado
sorprendió a los

alemanes en las primeras etapas de la retirada, pese a lo cual perdieron 16.000 hombres, que fueron
hechos prisioneros, y

más de 460 cañones pesados. Al anochecer del 13 de septiembre, el I Ejército norteamericano había
recuperado más de

518 km de territorio francés, de resultas de lo cual se abrieron las carreteras que conducían a Sedán
y Metz, se acabó con la

amenaza meridional contra Verdún y los norteamericanos adquirieron una inmensa confianza en sí
mismos. Sin pérdida de

tiempo, empezaron el difícil proceso de planear una operación de continuación hacia el norte de
Saint-Mihiel, en el sector

del Meuse-Argonne. Pocos generales de ambos bandos se atrevían ya a cuestionar el valor de los
norteamericanos en el

esfuerzo bélico global de los aliados.

298 «Repartition des divisions allemandes sur le front occidental á la date du 31 aoüt 1918» 1 de
septiembre de 1918, en

Les Armées Francaises, serie 7, vol. 1, apéndice 922.

299 Foch a los ejércitos aliados, 31 de agosto de 1918, ibtd., anexo n° 898.

300 Ibid., pág. 277.

301 Montgomery, op. cit., pág. 107.

302 Robert Bruce, A fraternity of Arms: América and France in the Great War, Lawrence, University
Press of Kansas,

2003, págs. 258 y 262.


En 1918 la ciudad de San Quintín constituyó un centro de resistencia

fundamental contra la Línea Hindenburg. Estas ruinas testifican la intensidad

de los enfrentamientos que tuvieron lugar allí. (National Archives)

El ataque contra el saliente de Saint-Mihiel era el último de una serie de ofensivas limitadas
previstas por Foch en su

memorándum del 24 de julio. Después de la victoria lograda allí, Foch ordenó un ataque con todo,
encaminado a presionar

a los alemanes con la máxima fuerza; a esas alturas, ya estaba seguro de que los aliados podían ganar
la guerra en 1918.

Para conseguirlo, el general francés creía que había que cortar la línea férrea lateral que unía
Amberes con Metz y que

abastecía a las fuerzas alemanas en Francia, situar a las fuerzas aliadas a ambos lados del río Rin y
desgastar a los alemanes

hasta que no pudieran ofrecer una resistencia significativa. El obstáculo más importante para todos
estos objetivos era la

Línea Hindenburg. Foch era consciente de que, a menos que los aliados rompieran aquella línea antes
de la llegada del
invierno, su esperanza de ganar la guerra en 1918 se haría trizas.

«Inicien inmediatamente las negociaciones de paz»

El 11 de septiembre de 1918 las fuerzas aliadas ya habían eliminado la mayoría de los obstáculos
que protegían los accesos

a la Línea Hindenburg, inclusión hecha de los valles de los ríos Somme, Oise, Aisne y Vesle. Las
unidades francesas y

británicas habían establecido contacto en los cerros situados justo al oeste de la línea. Un clima
excelente permitió el

rápido movimiento de tropas y suministros, además de frecuentes vuelos de reconocimiento. Dichos


vuelos, en

combinación con ciertos documentos capturados a los alemanes, proporcionaron a los aliados
información fiable acerca de

los puntos fuertes y débiles de las defensas de la línea. El 18 de septiembre los australianos tomaron
un importante terreno

elevado situado enfrente de la Línea Hindenburg y al este de la ciudad de San Quintín. En la acción,
consiguieron adelantar

la línea unos 5 km a lo largo de 6 km de frente, capturando a 4.243 soldados alemanes, 87 piezas de


artillería y 300

ametralladoras.

Sin embargo, la línea en sí permaneció intacta. De acuerdo con los alemanes que la idearon —y que
la construyeron a

costa del trabajo de prisioneros de guerra rusos—, había sido diseñada para permitir «las
condiciones más favorables para

una defensa tenaz llevada a cabo por una guarnición mínima».303 Estaba compuesta por unos densos
cinturones de alambre

de espino, sólidos nidos de ametralladora de hormigón armado y una sofisticada red de trincheras
que, en algunos lugares,

llegaba a alcanzar un fondo de casi 1.900 m. En el sector australiano-norteamericano, este conjunto


de defensas se veía

incrementado por la presencia del túnel-canal de San Quintín, de casi 6,5 km de longitud, que se
extendía por detrás de las
defensas principales de la Línea Hindenburg. Una vez vaciado de agua, se convirtió en un espacioso
bunker subterráneo

que proporcionaba refugio incluso contra los bombardeos más violentos de la artillería. El túnel era
un lugar ideal para que

los alemanes situaran sus almacenes. En cuanto se mejoró, dotándolo de ventilación, calefacción,
electricidad y corredores

que lo conectaban con las trincheras, el túnel también proporcionó una ubicación perfecta para los
barracones. La acusada

pendiente del canal y las zanjas contracarro de los alemanes convirtieron el suelo en un terreno
difícil para los carros

aliados, lo que dejó a muchas unidades sin el apoyo blindando al que ya se habían acostumbrado. Los
carros de combate,

por lo tanto, sólo se utilizaron para aplastar las alambradas del lado derecho del canal.

303 Citado en Montgomery, op. cit., pág. 148.

La tarea de romper la línea en San Quintín volvió a recaer sobre Monash y sus australianos. El II
Cuerpo

norteamericano, compuesto de la XXVII División de Nueva York y la XXX de Tennesse y las dos
Carolinas, fue puesto

bajo mando australiano durante la operación. Dada la inexperiencia de muchos de los oficiales
norteamericanos, Monash

asignó a un oficial o suboficial a cada una de las compañías norteamericanas. Puesto que la artillería
británica no podía

atravesar el túnel, Monash planeó atacar las entradas de éste con gas y granadas de alto poder
explosivo a fin de

inmovilizar a los soldados alemanes en su interior. Entonces, los norteamericanos avanzarían y


tomarían los objetivos

iniciales, y una vez que los tuvieran en sus manos, los australianos los seguirían hasta la segunda
línea en una especie de

«juego de pídola».

La poderosa artillería británica empezó su trabajo el 26 de septiembre. Los británicos habían


concentrado una pieza de
artillería por cada tres metros de frente, el doble de lo que habían dispuesto en el Somme el 1 de
julio de 1916. Desde el 26

de septiembre hasta el 4 de octubre, los británicos dispararon 1.300.000 proyectiles, entre los de alto
poder explosivo y los

de gas. La fuerza salvaje del bombardeo obligó a muchos alemanes a buscar sitios cada vez más
profundos donde

esconderse, lo que neutralizó su efectividad para resistirse al asalto subsiguiente. En la noche del 28
de septiembre los

hombres de las dos divisiones norteamericanas ocuparon sus posiciones, recibieron los víveres y
escribieron a sus casas,

algunos por última vez.

Como hicieron en campañas anteriores, los norteamericanos combatieron con un entusiasmo que
compensó su

inexperiencia. Durante el primer día de la fase terrestre, el 29 de septiembre, la XXVII División


abrió una brecha de 6 km

de profundidad por diez de largo en las defensas alemanas y cruzaron al lado izquierdo del canal. En
algunas partes del

sector del ataque, la poca experiencia de los norteamericanos se reveló costosa. Algunas unidades no
consiguieron acabar

con todos los puestos de ametralladoras alemanes antes de sobrepasarlos; esta incapacidad para
«limpiarlos» provocó que

una unidad, el CVII Regimiento de la XXVII División, presentara el mayor porcentaje de bajas de un
regimiento

norteamericano durante la guerra. Sin embargo, a la mañana del segundo día, la entrada meridional al
túnel de San Quintín

y el punto fortificado septentrional conocido como el «Montículo» estaban en manos aliadas. La V


División australiana

saltó entonces por encima de los norteamericanos y prosiguió el ataque.

El combate terrestre en este sector continuó durante varios días más, hasta que, el 4 de octubre, los
alemanes ordenaron

una retirada general. La línea Hindenburg, que Ludendorff había esperado retrasara a los aliados
durante todo el invierno,

había caído en sólo unos días. La decisión de retirarse delsector de la Línea Hindenburg dejó a los
aliados, como observa

un historiador, en un área «sin líneas de defensa preparadas» por delante de ellos. El terreno, «muy
apropiado para el

empleo de la caballería y los carros de combate», ofrecía la clase de posibilidades para la


persecución que los generales del

frente occidental habían estado buscando durante cuatro años.304

Más al sur, los norteamericanos habían lanzado una ofensiva simultánea en el sector del Meuse-
Argonne, al noroeste

de Verdún. De tener éxito, una ofensiva en este sector cortaría lo que quedaba de las líneas férreas
que se ocupaban de las

fuerzas alemanas en el frente occidental y podría partir a éstas en dos. Dada la importancia del
sector, los alemanes no

tenían ninguna intención de rendirse de manera voluntaria, como habían hecho en los sectores de
Cháteau-Thierry y

Saint-Mihiel. Además, sus defensas se afianzaban en el oeste en los densos bosques de Argonne, en
el centro, en los cerros

de Montfaucon, y al este, en el río Mosa. Para reforzar estas defensas naturales los alemanes habían
construido tres sólidos

cinturones de trincheras, defendidas por nidos de ametralladoras y posiciones de artillería que se


apoyaban unas a otras; en

conjunto, constituían una de las más formidables disposiciones defensivas del frente occidental.

El I Ejército norteamericano atacó el sector de Meuse-Argonne el 26 de septiembre con 2.700 piezas


de artillería y 19

divisiones, 6 de las cuales eran francesas. Su nada envidiable tarea en el Mease-Argonne se vio
entorpecida por una

deficiente red de carreteras, que complicó sobremanera el abastecimiento y los movimientos. La


batalla por el sector de

Meuse-Argonne devino en una tremenda campaña de desgaste que los norteamericanos se podían
permitir, pero no así los
alemanes. Al final, el combate, que continuó hasta la firma del armisticio, vio la intervención de 22
divisiones

norteamericanas, 4 millones de proyectiles de artillería, 324 carros de combate y 840 aviones. En la


primera semana de

ofensiva, los norteamericanos consiguieron penetrar casi 13 km y tomaron los prominentes cerros de
Montfaucon. Tras

acercarse a la tercera línea defensiva alemana —que, en realidad, era una prolongación de la Línea
Hindenburg—, se

estancaron allí temporalmente hasta el 4 de octubre, pero, a pesar de sus deficiencias logísticas y
tácticas, la ofensiva de

Meuse-Argonne ya había servido a sus propósitos. El avance norteamericano había demostrado que
los alemanes, ante la

superioridad numérica y material de los aliados, ni siquiera eran capaces de conservar un territorio
que, como el del

Meuse-Argonne, era ideal para la defensa.

Al darse cuenta de la desesperada situación militar en la que se encontraban, los alemanes


empezaron a buscar una

solución diplomática. El 1 de octubre, la orden que Ludendorff remitió al Ministerio de Asuntos


Exteriores fue la de que

«inicien inmediatamente las negociaciones de paz». Ludendorff comunicó a los diplomáticos que «las
tropas siguen

304 Ibid., pág. 192.


resistiendo, pero nadie puede predecir qué ocurrirá mañana [...] El frente se puede romper en
cualquier momento». 305

Como la mayoría de los integrantes de la cúpula militar alemana, Ludendorff confiaba en negociar
con los menos

vengativos norteamericanos. Los Catorce puntos de Woodrow Wilson parecían dar pie a albergar la
esperanza de

conseguir una paz con cierto honor. Aunque Ludendorff no se había molestado en leer por sí mismo el
texto real de los

Catorce puntos, confiaba en que el llamamiento del presidente a las autodeterminaciones nacionales
podría permitir que

Alemania conservara las partes germano parlantes de Alsacia-Lorena y los territorios del este que
estaban entonces bajo el

control militar alemán.

Esta vista aérea de las trincheras del frente del Meuse-Argonne en 1918

muestra el característico dibujo en zigzag de las redes de trincheras. Los


norteamericanos confiaban en atravesar con rapidez este sector para evitar que

el atrincheramiento alemán adquiriese una gran profundidad, pero los

problemas de abastecimiento frustraron sus planes. (United States Air Force

Academy McDermott Library. Colecciones especiales)

Los Catorce puntos, que Wilson había hecho públicos por primera vez en un discurso presidencial
pronunciado el 8 de

enero de 1918, en realidad no daban pie a albergar tales esperanzas. El punto 8 especificaba que «el
agravio inferido a

Francia por parte de Prusia en 1871 en el asunto de Alsacia-Lorena [...] debería corregirse», y el
punto 6 exigía a los

alemanes que evacuaran todo el territorio ruso. El verdadero valor diplomático de los Catorce
puntos radicaba para

Alemania en el desacuerdo que provocó entre los norteamericanos y sus aliados europeos. Los
británicos estaban molestos

por el tono anticolonialista del punto 5, la eliminación de las barreras económicas que pedía el punto
3 y la «libertad de

navegación» exigida por el punto 2. En concreto, estos dos últimos puntos suponían una amenaza para
las mismísimas

piedras angulares del Imperio británico. Clemenceau, que desconfiaba del idealismo de Wilson y al
que le molestaba la

arrogancia de este último, había sido más rotundo. Nada más leer el texto, declaró: «El propio Dios
se contentó con

diez».306

El 6 de octubre el nuevo canciller alemán, el príncipe Max de Badén, solicitó a Wilson que se
encargara de conseguir

un armisticio y de organizar las negociaciones de paz sobre la base de los principios del documento.
Wilson contestó

diciendo que necesitaba garantías por parte de los alemanes de que estaban realmente dispuestos a
aceptar los Catorce

puntos como punto de partida para las negociaciones. La respuesta norteamericana enfureció por
igual a Clemenceau y a

Lloyd George, que se quedaron estupefactos ante el hecho de que Wilson entrara en conversaciones
bilaterales con los

alemanes; ambos dirigentes temían también que Wilson pudiera pactar un armisticio que fuera en
contra de sus intereses.

Dada la dependencia económica, humana y de recursos de Francia y Gran Bretaña respecto a Estados
Unidos, ambas

305 Ludendorff, citado en Mathias Erzberger, «La Débacle Militaire de l'Allemagne», Archives de la
Grande Guerre, N°

12, 1922, págs. 385-416, cita en la pág. 394.

306 Clemenceau, citado en Margaret MacMillan, Peacemaker: The Paris Conference of 1919 and its
Attempt to End War,

Londres, John Murray, 2001, pág. 41.

naciones podrían llegar a encontrarse en la tesitura de que no les quedara más remedio que aceptar
un armisticio que

Wilson negociara sin su participación. El tono político de la respuesta de Wilson, sin embargo, fue
recibido con agrado en

Berlín, donde el gobierno se aferró a ella como «una persona que se ahoga se agarraría a un cabo de
salvamento».307

El 12 de octubre el príncipe Max envió a Wilson un mensaje cuidadosamente redactado para no


comprometerse a nada,

pero que exponía bien a las claras el deseo de Alemania de alcanzar la paz sobre la base de los
Catorce puntos. En el mismo

se expresaba la voluntad de los alemanes de abandonar indeterminados territorios ocupados y ponía


de relieve que el

canciller, y no el kaiser (con quien Wilson se había negado a tratar), era el jefe del Gobierno alemán.
El cuartel general del

Ejército alemán había aprobado el texto del mensaje, lo que da una idea de lo grave que
consideraban era la situación. Casi

al mismo tiempo que Wilson recibía la segunda nota alemana, le llegó la noticia de que un U-boot
alemán había hundido al

buque de pasajeros Leinster, acción en la que murieron 200 personas.

Durante la mayor parte de la guerra, el nordeste de Francia permaneció bajo el

riguroso gobierno de los militares alemanes. Estos campesinos franceses dan

la bienvenida a sus liberadores después de cuatro años de ocupación. (National

Archives)

El hundimiento, además de la presión ejercida sobre él por Lloyd George y Clemenceau, llevó a
Wilson a adoptar un

talante menos conciliador. En su respuesta a la segunda nota exigió el fin inmediato de la guerra
submarina y la inmediata

evacuación de todos los territorios ocupados por Alemania desde 1914. El texto daba a entender
también que, a menos que

el kaiser abdicara, Alemania no podía albergar esperanzas de que se iniciaran las negociaciones. El
contraste del tono entre

la primera y la segunda nota de Wilson provocó el pánico en Berlín, donde los oficiales alemanes
supieron que ya no
podrían valerse de la moderación de Wilson para evitar la severidad de franceses y británicos.

El desmoronamiento, largamente previsto, de los aliados alemanes también había empezado. El 24 de


octubre un

revitalizado Ejército italiano atacó a los austrohungaros en Vittorio Véneto. El 3 de noviembre


habían hecho prisioneros a

80.000 soldados austro húngaros, y se habían apoderado de 1.600 piezas de artillería de las dos mil
que le quedaban a

Austria-Hungría. El 26 de octubre el conde Mihály Károlyi proclamó la independencia de Hungría;


Checoeslovaquia,

Eslovenia, Bosnia y Croacia siguieron su ejemplo. Por su parte, Bulgaria se rindió a los aliados el
29 de octubre, y el

Imperio otomano lo hizo un día después.

El mismo Estado alemán empezó a desintegrarse cuando las condiciones del frente interior
empezaron a hacerse

desesperadas y el Ejército fue incapaz ya de seguir ocultando la gravedad de la situación militar. El


motín de 600

marineros en Kiel el 29 de octubre fue seguido por un amotinamiento general el 4 de noviembre, en


el que participaron

100.000 marineros de diez puertos. Los amotinados se hicieron con el mando de los barcos,
asumieron el gobierno de las

ciudades y exigieron el fin de la guerra. El inconfundible cariz pro bolchevique de los motines —
como lo demostró la

creación el 7 de noviembre de un «Estado libre de Baviera» bajo el mando del socialista Kart Eisner
— provocó que varios

307 Herwig, op. cit., pág. 426.

miembros de la nobleza alemana huyeran del país, al temer el estallido de un bolchevismo de corte
soviético que el ejército

no estaba en posición de sofocar.

Como tampoco podía detener a la apisonadora aliada. El único factor que lentificaba a los ejércitos
aliados era la
incapacidad de éstos para proporcionar alimentos y munición a las unidades, que se movían tan
deprisa que habían dejado

atrás los centros ferroviarios designados para su reabastecimiento. Las unidades alemanas, por el
contrario, se veían cada

vez más acosadas por la enfermedad, la malnutrición, la falta de munición y una crisis de
desmoralización que no dejaba

lugar a dudas acerca del desenlace de la guerra. En la carta encontrada en el cuerpo de un oficial
alemán en la última

semana de la guerra, éste describía a su unidad:

Los hombres, que han llevado las mismas ropas sucias, rotas y llenas de piojos durante cuatro
semanas, ven

ahora sus cuerpos llenos de roña, y se encuentran sumidos en un estado de depresión a causa de la
permanente

amenaza de los cañones enemigos y de la diaria expectativa de que se produzca un ataque. De llegar
el caso, los

soldados apenas se encuentran en condiciones de cumplir con las tareas asignadas.308

Los alemanes tenían ante sí una elección descarnada: o aceptaban un armisticio en las condiciones
que los aliados

quisieran ofrecerles y evitaban así la invasión de la propia Alemania, a la que estaban instando
Pershing y otros, o seguían

luchando. La inutilidad absoluta de sostener un conflicto armado, junto con la perspectiva angustiosa
de una marcha

triunfal de los aliados a través de Berlín, determinó que los alemanes enviaran el 7 de noviembre una
radioseñal a París

indicando su predisposición a discutir las condiciones del armisticio.

Foch había sostenido con energía que los aliados debían firmar un armisticio tan pronto como los
alemanes aceptaran

las condiciones que él les planteara. Seguir luchando para lograr el gesto simbólico de invadir
Alemania se le antojaba

innecesario. «Yo no estoy haciendo la guerra por la guerra», le dijo a Edward House. «Si consigo,
por medio del
armisticio, las condiciones que deseamos imponer a Alemania, me doy por satisfecho. Una vez
conseguido este objetivo,

nadie tiene derecho a derramar una gota de sangre más.»309 Nada más recibir la señal alemana,
Foch reiteró a Clemenceau

su convicción de que un armisticio era un asunto puramente militar y que, por tanto, caía en el ámbito
de sus competencias,

y no en el de las del primer ministro francés. Este aceptó a regañadientes y dejó que Foch se
encargara de los preparativos

para el armisticio. El comandante en jefe aliado reunió a su Estado Mayor, les dio instrucciones
precisas para que se las

entregaran a los alemanes a través de las líneas aliadas y advirtió a los comandantes de su ejército
que tuvieran cuidado con

los trucos de aquéllos. Con la victoria tan cerca de la mano, Foch no dejó nada al azar.

308 Citado en Montgomery, op.cit, pág. 261, N° 3.

309 Foch, op. Cit., pág 463

Conclusión
Un armisticio a cualquier precio
A las 08:10 de la noche del 7 de noviembre de 1918, cinco automóviles que circulaban por la Route
Nationale 2 se

acercaron a la línea vigilada por la III Compañía del XVII Regimiento de Infantería francés. En el
primer coche ondeaba

una gran bandera blanca y, procedente de alguna parte de la caravana, los soldados franceses oyeron
el estridente toque de

«alto el fuego» lanzado por una corneta. La llegada de los cinco grandes coches alemanes se había
convenido para las

08:30 de esa mañana, casi doce horas antes, pero el mal estado de las carreteras del sector y las
enormes cantidades de

soldados alemanes en retirada habían provocado unos retrasos inevitables. Gran parte de éstos eran
resultado de la

actividad de los equipos de demolición alemanes, que había derribado árboles y minado
encrucijadas con la esperanza de

entorpecer la persecución de los aliados. En cada barricada, los conductores alemanes habían tenido
que convencer a los

comandantes locales de que limpiaran las carreteras y les indicaran un camino libre de minas.

La llegada de la legación alemana indujo a pensar a los hombres de la III Compañía que tal vez
fueran ciertos los

rumores de un armisticio inminente. Los soldados observaron cómo un hombre grande, ataviado con
el uniforme de

general alemán, salía del segundo coche y se disculpaba por su tardanza ante el capitán al mando de
la compañía. El

general procedió entonces a hacer las presentaciones, pero el oficial, sin dejarlo terminar, le dijo:
«General, no tengo

autoridad para recibirlo oficialmente. Por favor, súbase a ese coche y sígame». El general, pues, se
subió a un coche

conducido por un cabo francés y el convoy desapareció.310

El general era Detlef von Winterfeldt, el oficial de enlace entre el cuartel general del Ejército alemán
y la cancillería.

Antes de la guerra, había formado parte, como agregado militar, de la misión militar alemana enviada
a Francia; en

consecuencia, parecía una elección lógica para que asumiera la imponente responsabilidad de ser el
militar de alto rango

del equipo alemán enviado a firmar el armisticio. Desde mediados de septiembre, y siendo
conocedor del pesimismo

reinante en los cuarteles generales alemanes más importantes, había abogado por la firma de un
armisticio. Von

Winterfeldt había confiado en que una postrera victoria en el campo de batalla pudiera crear las
condiciones para conseguir

un armisticio favorable para Alemania; él y otros muchos oficiales confiaban en que tal armisticio tal
vez permitiera a

Alemania mantener el control de sus conquistas en el este, y que dejara el destino de Alsacia-Lorena
al albur de un

plebiscito. El estado deplorable del Ejército alemán, con algunas divisiones reducidas ya a menos de
500 hombres sanos,

había dado al traste con tales expectativas. En ese momento, Winterfeldt, sentado en un coche
conducido por un soldado

francés, sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba, se dirigía al encuentro del mariscal Foch para
negociar un

armisticio.

Tras él, en otro coche, iba el jefe de la misión alemana, Mathias Erzberger, una figura clave del
Centro Católico

Alemán, formación que se había hecho cargo del nuevo gobierno alemán. Ni el kaiser, que estaba
preparando la

abdicación, ni Ludendorff, que había huido a Suecia después de dimitir, estaban presentes para
asumir la responsabilidad

de poner fin a la guerra que con tanta ferocidad habían llevado a cabo. La tarea recayó, en su lugar,
sobre Erzberger, que el

5 de noviembre había sido nombrado jefe de la misión del armisticio por el consejo de ministros;
más tarde, Erzberger

recordaría que el gobierno no le había dado ni documentos oficiales ni órdenes. «A pesar de mis
deseos —escribió poco

después de la guerra—, no me dieron más instrucciones que la general de firmar un armisticio a


cualquier precio.»311

Sentado en un coche, en algún lugar de Francia, se dirigía también hacia un destino desconocido.

Erzberger y su legación llegaron por fin al claro de un bosque cerca de Compiégne, donde Foch y la
legación aliada los

estaban esperando en un vagón de ferrocarril de la época del Segundo Imperio. Foch, que esperaba
una embajada alemana

de más alto nivel, exigió a aquellas caras desconocidas que tenía delante que se presentaran; también
les pidió que le

mostraran las credenciales que los facultaban para hablar en nombre del gobierno alemán. Nada más
ver a Winterfeldt,

Foch exigió al oficial alemán que se quitara la Cruz de Oficial de la Legión de Honor francesa, con
la que había sido

condecorado antes de la guerra. A continuación, Foch les dijo a los legados alemanes que él no había
acudido a negociar,

sino a entregarles las condiciones mediante las cuales podrían conseguir un armisticio. Acto seguido,
el jefe de su Estado

310 Diario de marchas del CLXXI Regimiento de Infantería, SHAT, 26N708, caja 708, exp. 11.

311 Mathias Erzberger, «La Débácle Militaire de l'Allemagne», Archives de la Grande Guerre, "."
12, ¡922, págs. 385-416,

cita en la pág. 399.


Mayor, Máxime Weygand, les leyó en voz alta las condiciones.

Las condiciones incluían la total evacuación por los alemanes de Bélgica, Francia (con la inclusión
de Alsacia y

Lorena) y Luxemburgo en el plazo de quince días a partir de la firma del armisticio; la creación de
tres cabezas de puente

militares aliadas a ambos lados del Rin en Coblenza, Maguncia y Colonia; la entrega e internamiento
de la flota de guerra

alemana; la entrega de 5.000 cañones pesados, 30.000 ametralladoras, 5.000 locomotoras, 150.000
vagones de ferrocarril

y 150 submarinos como garantía de que los alemanes no utilizaran el armisticio como un respiro
antes de reanudar la

ofensiva. Foch les dijo entonces a los alemanes que las condiciones eran inalterables, que los
combates y el bloqueo

británico continuarían hasta que Alemania las aceptara y que el plazo de vigencia de tales
condiciones expiraba a las

setenta y dos horas. Luego les hizo retirarse.


Erzberger envió las condiciones del armisticio al gobierno alemán por medio de un radiotelegrama.
Después de la

guerra, los oficiales alemanes expresaron con total insinceridad que se habían sorprendido por la, a
su juicio, dureza de las

condiciones presentadas por Foch. Sin embargo, en noviembre de 1918 sabían que no tenían
elección. Aquel invierno sólo

auguraba más sufrimiento a causa del bloqueo aliado y más agitación política, incluso la posibilidad
de una revolución.

Los norteamericanos continuarían llegando en grandes contingentes, y si iba a haber una campaña
militar en 1919, los

aliados la llevarían a cabo con unas cantidades de carros de combate y aviones que, con toda
probabilidad, los alemanes no

podían confiar en igualar. El 10 de noviembre, Hindenburg contestó a Erzberger en un telegrama


cifrado, en el que le pedía

que mejorase las condiciones de Foch, sobre todo en lo tocante a permitir que Alemania siguiera
conservando más

ametralladoras, a fin de sofocar la rebelión bolchevique que estaba teniendo lugar en algunas
ciudades alemanas. «Si no

puede conseguir estos objetivos —concluía Hindenburg— debe firmar en cualquier caso.»3123

Los londinenses celebran la noticia del armisticio en noviembre de 1918. Los

perspicaces líderes de ambos bandos sabían que el armisticio sólo detendría las

hostilidades, y que la creación de una paz duradera exigiría un hercúleo

esfuerzo diplomático que igualase el efectuado en materia militar por los

aliados en 1918. (National Archives)

Poco después, llegó otro telegrama, éste sin codificar. En él se informaba a Erzberger de la
abdicación del kaiser y de

su posterior exilio a Holanda. A pesar de este acontecimiento, el telegrama comunicaba a Erzberger


que seguía

conservando la potestad para negociar y firmar un armisticio. Aunque Hindenburg era el autor del
texto, el telegrama iba
firmado por el Reichskanzler Schluss. El oficial francés que recibió el telegrama exigió saber quién
era el canciller Schluss

(los aliados no conocían a ningún político llamado así) y en virtud de qué legitimidad autorizaba a
Erzberger a continuar

con las negociaciones. Erzberger explicó al oficial francés que schluss significaba «conclusión» en
alemán y que sólo

indicaba el final del telegrama.

A las 02:15 de la mañana del 11 de noviembre, Erzberger tomó asiento frente a Foch y le pidió que
se modificara la

312 íbid., pág. 410.

cantidad de ametralladoras y de aviones de las condiciones. Foch aceptó modificar sólo detalles
insignificantes, y a las

05:12 horas Erzberger se avino a firmar. El armisticio entraría en efecto casi seis horas después, a
las once horas del día

once del mes once. La guerra había terminado. Foch telegrafió a Clemenceau para informarle que los
alemanes habían
firmado y que él emprendía viaje a París para presentar el armisticio al gobierno francés. A las ocho
de la mañana,

Clemenceau telegrafiaba a los jefes de los otros gobiernos aliados para informarles de la firma.
«Todavía no conozco los

detalles de las deliberaciones con los representantes plenipotenciarios alemanes», les decía. «Tan
pronto haya sido

informado, los pondré en su conocimiento.»313

Los hombres encargados de lograr la paz se reúnen en París. De izquierda a

derecha: David Lloyd George, de Gran Bretaña; Vittorio Orlando, de Italia;

Georges Clemenceau, de Francia, y Woodrow Wilson, de Estados Unidos.

(National Archives)

313 Clemenceau a David Lloyd George, Vittorio Orlando, Edward House y «Bélgica II de noviembre
de 1918, 0800,

SHAT, Fondos Clemenceau, 6N70, exp. 1.


El emir Faisal intervino en la Conferencia de Paz de París con su asesor

personal y aliado en tiempos de guerra, el coronel británico T. E. Lawrence, en

la foto, a la izquierda de Faisal. A pesar de los deseos de ambos hombres,

Arabia no consiguió la plena independencia después de la guerra. (© Corbis)

Unos alemanes destruyen hélices de avión en cumplimiento de la prohibición

establecida por el tratado de Versalles de que Alemania poseyera una fuerza

aérea propia. La cantidad de hélices da testimonio de la importancia alcanzada

por la aviación durante el último año de la guerra. {© Colección

Hulton-Deutsch/Corbis)

Habían transcurrido 1.597 días desde que el archiduque Francisco Fernando llegó a Sarajevo en
visita de Estado

oficial. Los acontecimientos de aquellos días habían transformado Europa para siempre y, con ella,
el mundo. Las

dinastías de los Hohenzollern, Romanov, Habsburgo y Vahdeddin (otomana) habían desaparecido. Su


lugar fue ocupado

por el bolchevismo, el autoritarismo, el inicio de los fascismos y las democracias frágiles. La


infraestructura de Europa

estaba sumida en el caos, y la economía del continente se encontraba en un estado precario. Lo peor
de todo, tal vez, es que

las cicatrices emocionales causadas por tanta muerte y destrucción podrían no curarse, porque los
europeos estaban poco

preparados para comprender y asimilar semejante trauma.

El armisticio no implicaba nada más que el fin de las hostilidades, no una paz definitiva. Muchos
observadores

inteligentes comprendieron que el fin de la matanza no había contribuido en absoluto a llevar una paz
definitiva al

continente europeo. Pocos eran los que esperaban que el armisticio o un tratado definitivo de paz
restableciera el orden

durante un lapso de tiempo significativo; antes siquiera de que se convocara la Conferencia de Paz,
ya se había acuñado el

término «Primera Guerra Mundial», señal inequívoca de las expectativas de muchos de que no podía
estar muy lejos una

Segunda Guerra Mundial. Ludendorff y otros derechistas alemanes habían empezado ya a propagar el
mito de que la

derrota alemana no se había producido en el campo de batalla, sino que era obra de los enemigos
internos, en especial de

los socialistas y los judíos.

La firma del armisticio, por tanto, contribuyó poco a mitigar los odios de Europa; tan sólo supuso un
respiro relativo en

la volátil historia del continente entre 1914 y 1945. La siguiente generación de jóvenes varones de
Rusia, Gran Bretaña,

Estados Unidos y Francia tendría que volver a luchar para contener la agresión alemana. Los líderes
de aquellos hombres

serían, casi sin excepción, veteranos de la Primera Guerra Mundial. Cabe concluir que no habría
sido necesaria la Segunda
Guerra Mundial de no ser por las frustraciones derivadas de aquélla; sin embargo, es un error
considerar a la Primera

Guerra Mundial como un conflicto bélico inútil y sin sentido, preludio de la lucha aún más titánica
que tuvo lugar veinte

años después. Con mayor motivo, es importante también no permitir que los heroicos logros aliados
de la Segunda Guerra

Mundial se difuminen al compararlos con los de la Primera Guerra Mundial.


Lista de ilustraciones
MAPAS
El frente occidental, 1914

El frente oriental, 1914

El frente occidental, 1915

La campaña de Gallípoli, 1915

El frente oriental, 1915

El frente turco, 1915-1918

El frente italiano, 1915-1918

El frente occidental, 1916-1917

Las ofensivas de Ludendorff, 1918

Avances aliados, 15 julio- 1 noviembre 1918

IMÁGENES

Los alemanes se dirigen al frente, 1914

París, 1914

Oficiales británicos, 1914

Benjamín Foulois y un instructor de Wright Aviation, 1910

Soldados alemanes en Bélgica

Cartel de Edith Cavell

Niños refugiados franceses

Iglesia francesa transformada en hospital

E. R. Heaton

Soldados franceses atrincherados cerca de Reims

Soldados alemanes en Prusia oriental, 1914

El conde Franz Conrad von Hótzendorf


Soldados austrohúngaros ejecutando a unos serbios

Radomir Putnik

Cartel «Save Serbia»

Cosacos rusos en Lemberg, 1915

Diagrama de un sistema ideal de trincheras

El avión francés Spad II

Globo de reconocimiento

Ataque con gases visto desde el aire

Soldados africanos del Ejército francés

Operarias en una fábrica de munición británica

Soldado con máscara de gas

Irregulares búlgaros

John Monash

Mustafá Kemal

Prisioneros turcos, Gallípoli

Soldados australianos en la nieve, Gallípoli

Huérfanos armenios abandonando Turquía

La «flota de lujo» alemana, 1914

John Jellicoe

El hundimiento del Blücher, 1915

Caricatura: «Nuestro amigo mutuo»

Tripulación de un U-boote alemán

Soldados australianos a camello, Libia

Tropas de alta montaña italianas en el frente del Isonzo


Un remoto puesto de avanzada en los Alpes Julianos

Lanzallamas

Prisioneros franceses saliendo escoltados de Verdún

Una pieza de artillería Schneider de 155 mm

El tranquilo pueblo de Vaux

Avión en patrulla aérea

Soldados heridos en el frente del Isonzo

Fábrica de munición

Joffre, Haig y Foch en el Somme

Carro de combate británico aplasta una alambrada

Certificado de registro de sepultura

Soldados alemán, búlgaro y turco en Rumania

Alexei Brusilov

El zar Nicolás II a caballo

Guardias Rojos bolcheviques

Alexander Kerensky

León Trotsky en Brest-Litovsk

Soldados moviendo la artillería, cresta de Vimy, 1917

Arthur Currie

Ataque francés, Champaña, 1917

Artilleros antiaéreos británicos

Soldados italianos en el frente del Isonzo

William Rorbertson y Ferdinand Foch

Aeródromo aliado en construcción


El saliente de Ypres

El alto mando alemán

Soldados alemanes heridos, frente occidental, 1917

Artillería movida por raíles

Retirada de tropas italianas, Caporetto, 1917

Un U-boote

David Beatty

Soldados norteamericanos vigilando la aparición de submarinos alemanes

Soldados británicos durante el Levantamiento de Pascua

Comandos bóers, 1914

Soldados británicos conducen fuera de Togolandia a los alemanes, 1915 ..

Oficiales alemanes adiestrando a la milicia local, Nueva Guinea

Las ruinas de Arras

Carro de combate alemán, 1918

Queant, en la Línea Hindenburg

John. J. Pershing con Benjamín Foulois

Avance de carros de combate ligeros norteamericanos

Soldados norteamericanos con ametralladoras ligeras

Fuerza bruta en el frente

Soldados norteamericanos con una pieza de artillería francesa

Norteamericanos y australianos en Le Hamel

Un bombardero suelta su carga

San Quintín, Línea Hindeburg, 1918

Vista aérea de las trincheras, frente del Meuse-Argonne, 1918


Campesinos franceses dan la bienvenida a sus liberadores

Los londinenses celebran el armisticio, noviembre de 1918

Lloyd George, Orlando, Clemenceau y Wilson en Versalles

El emir Faisal y T. E. Lawrence en la Conferencia de Paz de París

Alemanes destruyendo hélices de aviones después de la guerra

Cronología de los principales acontecimientos


1914
28 de junio
Asesinato del archiduque Francisco Fernando

23 de julio

Austria entrega el ultimátum a Serbia

4 de agosto

Invasión alemana de Bélgica

6 a 24 de agosto

Las batallas de las Fronteras

8 de agosto

Invasión británica de Togolandia y África Oriental

20 de agosto

Batalla de Gumbinnen

26 a 30 de agosto

Batalla de Tannenberg

4 a 10 de septiembre

Primera batalla del Marne

7 a 14 de septiembre

Batalla de los Lagos de Masuria

17 de sept. a 18 de oct.

La carrera hacia el mar

17 de oct. a 24 de nov.

Primera batalla de Ypres/Batalla del Yser

10 de dic. a 25 de mayo
Ofensiva francesa en Champaña
1915
19 de feb. a 20 de dic.

Campaña de los Dardanelos/Gallípoli Batalla

8 a 15 de marzo

de Neuve Chapelle Segunda batalla de Ypres

22 de abril a 25 de mayo Ofensiva de Gorlice-Tarmów Hundimiento del Lusitania por los alemanes

2 a 13 de mayo

Entrada de Italia en mayo la guerra Primera batalla del Isonzo

23 de mayo

Conquista británica del Africa sudoccidental alemana

9 de julio

Los alemanes toman Varsovia Batallas de Artois y Loos Desembarco de las tropas aliadas

5 de agosto

en Salónica
1916
18 de enero
Los aliados toman Camerún

21 de feb. a 15 de dic.

Batalla de Verdún

29 de abril

Rendición de la guarnición británica en Kut

31 de mayo a 1 de junio

Batalla de Jutlandia

4 de junio a 11 de agosto

Ofensiva de Brusilov

6 de junio

Comienzo de la revuelta árabe

1 de julio a 18 de nov.

Batalla del Somme

27 de agosto

Entrada de Rumania en la guerra

4 de septiembre

Los aliados toman Dar es Salaam

15 de septiembre

Aparición de los primeros carros de combate (Somme)

28 de noviembre

Primer ataque aéreo sobre Londres


1917
1 de febrero
Los alemanes reanudan el GSI

2 de marzo

Los británicos toman Bagdad

15 de marzo

Abdicación del zar Nicolás II

6 de abril

Estados Unidos entra en la guerra

9 de abril

Los canadienses toman la cresta de Vimy

16 de abril

Inicio de la ofensiva de Nivelle

1 a 18 de julio

Ofensiva de Kerenski

31 de julio a 10 de nov.

Tercera batalla de Ypres (Passendale)

1 a 5 de septiembre

Los alemanes toman Riga

24 de oct. a 10 de nov.

Batalla de Caporetto

16 de noviembre

Formación del gobierno bolchevique en Rusia

20 de nov. a 4 de dic.
Batalla de Cambrai

9 de diciembre

Los británicos toman Jerusalén


1918
8 de enero
Anuncio de los Catorce puntos de Wilson

3 de marzo

Firma del tratado de Brest-Litovsk

21 de marzo

Inicio de las ofensivas alemanas de primavera

26 de marzo

Foch es nombrado comandante en jefe aliado

2 a 24 de junio

Batallas de Cháteau-Thierry y del bosque de Belleau

15 de julio a 4 de agosto

Segunda batalla del Marne

8 a 12 de agosto

Batalla de Amiens

12 a 16 de septiembre

Toma de St. Mihiel por los norteamericanos

26 de sept. a 11 de nov. Batalla de Meuse-Argonne

3 de octubre

Ruptura de la Línea Hindenburg

30 de octubre

Rendición del Imperio otomano y de Austria-Hungría

11 de noviembre

Se firma el armisticio con Alemania


Personalidades
Alberto I Alekseev,

Rey de Bélgica

Mijail Allenby,

General ruso

Edmund Asquith,

Mariscal de campo británico

Herbert H. Baker,

Primer ministro británico

Newton Beatty,

Político norteamericano

David Bernstorff,

Almirante británico

Johann Bethmann

Diplomático alemán

Hollweg,

Theobald von

Canciller alemán

Birdwood, William

General británico

Bohm-Ermolli, Eduard

General austrohúngaro

Boroevic, Svetozar

Mariscal de campo austrohúngaro


Botha, Louis

General sudafricano

Bruchmüller, Georg

Coronel alemán

Brusilov, Alexei Byng,

General ruso

Julián Cadorna, Luigi

General británico

Capello, Luigi

General italiano

Casement, Roger

General italiano

Castelnau, Edouard

Nacionalista irlandés

Noel de Cavell, Edith

Churchill, Winston

General francés

Clemenceau, Georges

Enfermera británica

Conrad von Hótzendorf,

Político británico Primer

Franz

ministro francés

Currie, Arthur Diaz,


Armando Driant, Emile

General austríaco

Duchéne, Denis Auguste

General canadiense

Enver Bajá

General italiano

Soldado y diputado francés

General francés

General y estadista otomano

Erzberger, Matthias

Político alemán

Faisal, Emir Falkenhayn,

Príncipe árabe

Erich von Foch,

General alemán

Ferdinand Fokker,

Mariscal francés

Anthony Franchet

Diseñador aeronáutico holandés

d'Esperey, Louis

General francés

Francois, Hermann von

General alemán

Franciso Fernando
Archiduque austríaco asesinado

Francisco José I Frenen,

Emperador austrohúngaro

John Gallieni, Joseph

Mariscal de campo británico

Gibbs, Philip Goltz,

General francés

Colmar von der Gough,

Periodista británico

Hubert Grey, Edward

Mariscal de campo alemán/otomano

Guillermo II Guillermo,

General británico

príncipe heredero Haig,

Estadista británico

Douglas Hamilton, Ian

Kaiser alemán

Harrington, Charles

Hindenburg, Paul von

General alemán Mariscal de

Hipper, Franz von

campo británico General

Floffrnann, Max

británico General británico


Holtzendorff.

Mariscal de campo alemán

Henning von Hughes,

Almirante alemán General

William Hutier, Oskar

alemán

von Jellicoe, John Joffre,

Joseph Kemal, Mustafá

Almirante alemán

Kerensky, Alexander

Primer ministro australiano

Kitchener, Horatio Kluck,

General alemán

Alexander von Kornilov,

Almirante británico

Lavr Lanrezac, Charles

Mariscal francés

Lawrence, T. E. Lenin,

General y estadista otomano

Vladimir Lettow-

Político ruso

Vorbeck, Paul von Liman

Mariscal de campo británico

von Sanders, Otto I.íoyd


General alemán

George, David

General ruso

General francés Militar británico Revolucionario ruso General alemán General alemán Primer
ministro británico

Ludendorff, Erich

General alemán

Mackensen, August von

Mariscal de campo alemán

Mangin, Charles Max

General francés

de Badén, príncipe

Estadista alemán

Mitchell, William Billy

General norteamericano

Moltke, Helmuth von

General alemán

Monash, John Nicolás

General australiano

II Nikolai Nilolaevich

Zar de Rusia

Nivelle, Robert

Duque ruso, jefe del ejército

Painlevé, Paul

General francés
Pershing, John Pétain,

Político francés

Henri Philippe Plumer,

General norteamericano

Herbert Poincaré,

Mariscal francés

Raymond Princip,

General británico

Gavrilo Putnik,

Presidente francés

Radomir Rawlinson,

Asesino serbio

Henry Rennenkampf,

Mariscal de campo serbio

Pavel Robertson,

General británico

William Samsonov,

General ruso

Alexander Sarrail,

Mariscal de campo británico

Maurice Scheer,

General ruso

Reinhard Sims, William

General francés
Skoropadsky, Pavlo

Almirante alemán

Smith-Dorrien, Horace

Almirante norteamericano

Smuts, Jan Swinton,

Estadista ucraniano

Ernest Townshend,

General británico

Charles Trotsky, León

General sudafricano

Venizelos, Eleutherios

Creador del carro de combate británico

Wilson, Henry Wilson,

General británico

Woodrow Zhilinski,

Revolucionario ruso

Yakov

Primer ministro griego

Mariscal de campo británico Presidente norteamericano General ruso

IMPERIAL WAR MUSEUM, LONDRES

Bullock, A. V. (02/43/1)

Campbell, Pat(P91)

Christie-MiUer, Geoffrey (8/4/03 y 80/32/1)

Churchill, E. F. (83/23/1)
Cooke, Frederic Stuart (87/13/1)

Crowsley, S. W. (02/6/1)

ElliottJ. (67/256/1)

Ennor, F. H. (86/28/2)

Gameson, L. (P396)

Gower, M. F. (88/25/1 y 88/25/2)

Mcllwain, John (96/29/1)

Reynolds, L. L. C. (74/136/1)

Turner, R. B. (P252)

LIDDELL HART CENTRE FOR MILITARY ARCHIVES, KINGS COLLEGE, LONDRES

Clive, Sydney

De Lisie, Henry de Beauvoir Gracie, Archibald Grant, Charles Humphreys, Leonard Jacobs-
Larkcom, Eric Jones, John

Francis Kiggell, Laucenlot Maze, Paul Phillips, C. G.

SERVICE HISTORIQUE DE L'ARMÉE DE TERRE, CHÁTEAU DE VINCENNES

Fonds 2o D. I. (24N102)

Fonds 1 Io D. I. (24N210)

Fonds BUAT (6N9)

Fonds Cabinet du Ministére (5N66)

Fonds Clemenceau (6N55)

Fonds Clemenceau (6N70)

Fonds Gouvernement Mili taire de Paris (23N2O)

Fonds IVo Armée (19N731)

Fonds IXo Armée (19N1539)

Histoire du 171° R. I. (26N1736)


Historique du 65° R. I. (26N1734)

Historique du 77° R. I. (26N1734)

Historique Sommaire du 64° R. I. (26N1734)

Journal des Marches, 171° R. I. (26N708)

Le Io Régiment de Marche de Zouaves dans la Grande Guerre (26N1742)

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