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John Lewis Gaddis

LA GUERRA FRÍA
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Título original: The Coid War

© John Lewis Gaddis, 2-005


© traducción, Catalina Martínez Muñoz, 2008
© de esta edición: 2008, RBA Libros, S.A.
Pérez Galdós, 36 - 0 8 0 12 Barcelona
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Primera edición: marzo 2008

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sin permiso del editor.

Reí.: O N F I 197
978 - 84 - 9867 - 1 1 3 - 1
IS B N :
Depósito legal: B - 1 2 . 190-2008
Composición: David Anglés
Impreso por Novagráfik (Barcelona)
INDICE

M apas ii
Prefacio 13

PR Ó LO G O : LA VISIÓN D E L FU TU R O 17

I. EL REGRESO D EL M IE D O 21

II. LANCHAS SALVAVIDAS Y BARCOS DE LA MUERTE 6 3

III. AUTORIDAD FRENTE A ESPONTANEIDAD 97

IV. EL SURGIMIENTO DE LA AUTONOMÍA 131

V. EL RESTABLECIMIENTO DE LA EQUIDAD 16 7

V I. ACTORES 205

V II. EL TR IU N FO D E LA ESPERA NZA 247

EPÍLO G O : UNA MIRADA RETROSPECTIVA 269

Notas ¿ //
Bibliografía 3 I 3
Créditos fotográficos 331
Procedencia de los mapas 3 3 3
índice 3 3 5
MAPAS

CAMBIOS TERRITORIALES EN EUROPA ( 1 9 3 9 - 1 9 4 7 )


2,7

ALEMANIA D IVID IDA Y AUSTRIA 38

LA GUERRA DE COREA ( 1 9 5 O - 1 9 5 3 ) 58

ESTADOS UNIDOS Y LA URSS: ALIANZAS Y BASES


A COMIENZOS DE LA DÉCADA DE 1 9 7 0 no

2,15
ORIENTE MEDIO ( 1 9 6 7 , 1 9 7 9 )

219
CONVULSIÓN EN ORIENTE PRÓXIMO ( 1 9 8 0 )

229
PERSPECTIVA SOVIÉTICA DE LA DÉCADA DE I 9 8 °

2 Ó?
EUROPA TRAS LA GUERRA FRÍA
PREFACIO

Las tardes de los lunes y los miércoles del semestre de otoño doy clases
sobre la Guerra Fría a varios cientos de estudiantes de Yale. En esos
momentos me obligo a recordar que apenas ninguno de ellos tiene
memoria de los acontecimientos que describo. Cuando hablo de Stalin
y de Truman, incluso de Reagan o Gorbachov, es como si hablara de
Napoleón, César o Alejandro M agno. La mayoría de los alumnos del
curso de 2005 sólo tenían cinco años cuando cayó el muro de Berlín.
Saben que la Guerra Fría modeló sus vidas de distintas maneras, por­
que les han contado cómo afectó a sus familias. Algunos, muy pocos,
comprenden que en el caso de haberse tomado otras decisiones en de­
terminados momentos críticos a lo largo de aquel conflicto tal vez ni
siquiera habrían nacido. Lo cierto es que mis alumnos se matriculan
en esta asignatura sin apenas conocimientos de cómo empezó la Gue­
rra Fría, de lo que fue o de por qué concluyó como lo hizo. Para ellos
es tan sólo historia, y en ese sentido no es distinta de las Guerras del
Peloponeso.
Sin embargo, a medida que descubren la gran rivalidad que dominó
la última mitad del siglo x x , casi todos se sienten fascinados, muchos
horrorizados y algunos — normalmente después de la clase sobre la
crisis de los misiles cubanos— salen del aula temblando. «¡Caram ba!»,
exclaman (suavizo un poco su expresión). «¡N o teníamos ni idea de ha­
ber estado tan cerca!» Y a continuación añaden invariablemente: «¡Im­
presionante!». Porque sucede que la Guerra Fría es, para la generación
posterior a este período, algo lejano y peligroso al mismo tiempo. Se
preguntan si alguien tenía razón para temer a un Estado que resultó ser
tan débil, tan incompetente y tan «efímero» como la Unión Soviética;

13
pero también se preguntan y me preguntan: «¿Cómo logramos salir con
vida de la Guerra Fría?».
La intención de dar respuesta a estas preguntas me llevó a escribir
este libro, tanto como la de explicar — en un plano mucho menos cós­
mico— otras de las cuestiones que suelen plantearme mis alumnos. N o
escapa a su atención que ya he escrito varios libros sobre este asunto;
de hecho, suelo asignarles uno que abarca trescientas páginas y sólo
llega hasta 196%. A veces me preguntan cortésmente si no podía haber
cubierto un período mayor con menos palabras. Su pregunta es razo­
nable, y aún más me lo pareció cuando mi persuasivo agente literario,
Andrew Wylie, quiso convencerme de la necesidad de escribir un libro
breve, general y accesible sobre la Guerra Fría, lo cual no era sino un
modo diplomático de insinuar que los anteriores no lo habían sido. Y
como escuchar a mis alumnos y a mi agente es para mí casi tan impor­
tante como escuchar a mi mujer — a quien también agradó la idea— ,
pensé que valía la pena abordar el proyecto.
Este libro va destinado principalmente a una nueva generación de
lectores para quienes el período de la Guerra Fría nunca fue «un acon­
tecimiento actual». Confío en que resulte igualmente útil a quienes
vivieron esa época, pues como dijo en cierta ocasión M arx (Groucho,
no Karl): «Un libro es el mejor amigo del hombre, fuera de un perro.
Dentro de un perro está demasiado oscuro para leer». Era difícil sa­
ber lo que pasaba mientras se producía la Guerra Fría. Ahora que ha
concluido — y que han empezado a abrirse los archivos de la Unión
Soviética, China y los países Europa oriental— , sabemos mucho más;
tanto, en realidad, que es fácil sentirse abrumado. Y he aquí otra razón
para escribir un libro breve. M e he visto obligado a aplicar a todo este
nuevo caudal de información la sencilla prueba de la importancia que
popularizara mi colega de Yale, Robín Links: « ¿Y qué?».
Es oportuno señalar, por otro lado, todo lo que este libro no preten­
de ser. N o es una investigación académica original. Los historiadores
de la Guerra Fría encontrarán familiar mucho de lo que aquí se dice;
en parte porque me he nutrido ampliamente de su trabajo y en parte
también porque repito algunas cosas que ya he contado en otros libros.
Tampoco es mi intención buscar las raíces de fenómenos posteriores
a la Guerra Fría tales como la globalización, la limpieza étnica, el ex­
tremismo religioso, el terrorismo o la revolución de la información.

14
N o aporto nada nuevo a la teoría de las relaciones internacionales, un
campo que ya ha ocupado a suficientes expertos como para que yo me
sume a ellos.
M e complacería, sin embargo, que esta nueva visión del conflicto
como un todo arroje nueva luz sobre sus partes. En este sentido me ha
llamado especialmente la atención el optimismo, una cualidad que por
lo general no se asocia con este período. Estoy seguro de que el mundo
es un lugar mejor desde que este enfrentamiento se combatió como se
hizo y fue ganado por el bando que lo ganó. A nadie le preocupa hoy
la perspectiva de una nueva guerra global, o de un triunfo total de los
dictadores, o el posible final de nuestra civilización. N o era éste el caso
cuando comenzó la Guerra Fría que, pese a sus muchos peligros, atroci­
dades, costes, tácticas de distracción y compromisos morales — al igual
que la Guerra Civil estadounidense— fue una respuesta necesaria para
resolver de una vez por todas ciertas cuestiones fundamentales. N o hay
razón para que la olvidemos pero, a la vista de las alternativas, tampoco
hay razón para lamentar que ocurriera.
La Guerra Fría se libró a distintos niveles y de distintas maneras en
numerosos lugares durante varias décadas. Todo intento de reducir su
historia al papel de grandes fuerzas militares, grandes potencias o gran­
des líderes sería faltar a la justicia. Cualquier esfuerzo por apresarla en
un simple relato cronológico la convertiría en mero pastiche. En lugar
de eso he optado por abordar un asunto relevante en cada capítulo, de
tal modo que todas las cuestiones se solapan en el tiempo y se mueven
en el espacio. M e he tomado la libertad de desplazar alternativamente
el foco de atención de lo general a lo particular y viceversa, y no he
vacilado en escribir desde una perspectiva que en ningún momento
pierde de vista cuál fue el desenlace del conflicto. N o sé hacerlo de otra
manera.
Para terminar querría dar las gracias a todas las personas que han
inspirado y facilitado este libro, y que lo han esperado con paciencia.
Entre ellas incluyo naturalmente a mis alumnos, cuyo continuo interés
por esta materia sostiene también el mío. Le estoy muy agradecido a
Andrew Wylie, como lo estarán mis futuros alumnos, por haber suge­
rido este enfoque más amplio con una exposición más breve, así como
por haber ayudado desde entonces a algunos de mis antiguos alumnos a
publicar sus propios libros. Scott Moyers, Stuart Proffitt, Janie Fleming,

*5
Victoria Klose, Maureen Clark, Bruce Giffords, Samantha Jonson y
otros colegas de Penguin han sido extraordinariamente comprensivos
con mis retrasos sobre los plazos previstos y han abordado su-trabajo
con notable eficacia una vez el libro estuvo terminado. Difícilmente
lo habría escrito sin la ayuda de Christian Ostermann y sus colegas
del Proyecto Internacional sobre la Historia de la Guerra Fría, cuya
energía y rigor en la recopilación de documentos en todo el Inundo
— mientras escribo estas líneas acaba de llegar la última remesa de los
archivos albaneses— dejan en deuda con ellos a todos los historiadores
de este período histórico. Por último, pero no menos importante, doy
las gracias a Toni Dorfman por ser la mejor editora/lectora, además de
la mujer más adorable del mundo.
La dedicatoria conmemora a una de las principales figuras de la
Guerra Fría — y amigo de hace muchos años— , cuya biografía no me
compete a mí escribir.

J. L. G.
N ew Haven

16
PRÓLOGO

LA VISIÓ N DEL FUTURO

En el año 19 4 6 , un inglés de cuarenta y tres años llamado Eric Blair


alquiló una casa en un rincón del mundo, un lugar en el que esperaba
morir. Se encontraba en el extremo septentrional de la isla escocesa de
Jura, al final de una carretera sin asfaltar, inaccesible en automóvil, sin
teléfono ni electricidad. La tienda más cercana, la única de la isla, se
hallaba unos cuarenta kilómetros al sur. Blair tenía razones para desear
aislamiento. Estaba destrozado por la reciente muerte de su mujer; tenía
tuberculosis y pronto empezaría a toser sangre. Su país se recuperaba de
los costes de una victoria militar que no le había brindado ni seguridad,
ni prosperidad, ni tampoco la certeza de que la libertad sobreviviera
finalmente. Europa se dividía en dos bandos hostiles y el mundo parecía
irle a la zaga. La disponibilidad de bombas atómicas convertía en apo­
calíptica la perspectiva de una nueva guerra. Y Blair tenía una novela
que terminar.
Su título sería 1984, una inversión del año en que la concluyó, y
se publicó en Gran Bretaña y Estados Unidos bajo el pseudónimo de
George Orwell. Las críticas, señalaba The New York Times, fueron
«abrumadoramente de admiración — aunque— entre los aplausos se
oían también gritos de terror».1 N o había en ello nada sorprendente,
toda vez que 1984 evocaba una época, a tan sólo tres décadas y media
de distancia, en la que el totalitarismo había triunfado por doquier. La
individualidad quedaba aniquilada, junto con la ley, la ética, la creativi­
dad, la claridad lingüística, la fidelidad a la historia e incluso el amor...
salvo, claro está, ese amor que todos estaban obligados a sentir por el
dictador, muy parecido a Stalin, y sus correligionarios, que gobernaban
un mundo en guerra permanente. Mientras es sometido a otra implaca-

17
ble sesión de tortura, al héroe de Orwell, Winstón Smith, le dicen: «Si
quieres una imagen del futuro, piensa en una bota aplastando un rostro
humano [...] para siempre».1
Orwell falleció en los primeros meses de 1 9 5 0 — en un hospital
londinense, no en su isla— , sabiendo sólo que su libro había impresionado
y aterrado a sus primeros lectores. Quienes lo leyeron con posterioridad
respondieron de un modo similar: en el mundo surgido de la Segunda
Guerra Mundial, 1984 se convirtió en la visión más convincente de lo
que acaso se avecinaba. Así, cuando nos acercábamos realmente a ese
año, las comparaciones con la fecha imaginada por Orwell fueron ine­
vitables. N o todo el mundo había caído bajo el totalitarismo, pero buena
parte de él estaba en manos de dictadores. El peligro de una guerra entre
Estados Unidos y la Unión Soviética — dos superpotencias en lugar de
las tres anticipadas por Orwell— parecía mayor de lo que lo había si­
do en muchos años. Y ese conflicto sin final aparente conocido como
Guerra Fría, que se iniciara cuando Orwell aún estaba vivo, no tenía
visos de concluir.
Sucedió entonces que, en la noche del 1 6 de enero de 19 8 4 , un ac­
tor al que Orwell habría reconocido de sus tiempos de crítico de cine
compareció en televisión en su flamante papel de presidente de Estados
Unidos. La reputación de Ronald Reagan había sido hasta ese momen­
to la de un ardiente adalid de la Guerra Fría. Esa noche, sin embargo,
concibió un futuro distinto:

Imaginen conmigo por un momento que un hombre llamado Iván y una


mujer llamada Anya se encuentran, por ejemplo, en una sala de espera o
cobijándose de la lluvia o de una tormenta con un hombre llamado Jim
y una mujer llamada Rally, y que no existen barreras lingüísticas que les
impidan comunicarse. ¿Discutirían sobre las diferencias entre sus respec­
tivos gobiernos? ¿O hablarían de sus hijos y de cómo se ganaba la vida
cada uno? Puede que incluso decidieran reunirse a cenar en una noche
próxima. Demostrarían, por encima de todo, que los pueblos no hacen
las guerras.3

Fue ésta una invitación inesperadamente grata a que los seres humanos
prevalecieran sobre las botas, los dictadores y los mecanismos de la
guerra, y así, en el año orwelliano de 19 8 4 , se desencadenó la secuen­

18
cia de acontecimientos que haría posible alcanzar este objetivo. Justo
un año después de que Reagan pronunciara este discurso, un enemigo
acérrimo del totalitarismo llegó al poder en la Unión Soviética. En un
plazo de seis años el control de este país sobre la mitad de Europa se ha­
bía desmoronado y, en un plazo de ocho años, la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas (Unión Soviética o URSS), el país que en primera
instancia había provocado la siniestra profecía de Orwell, había dejado
de existir.
Estos hechos no sucedieron sólo porque Reagan pronunciara un dis­
curso o porque Orwell escribiese una novela: lo que resta de este libro
complica la cadena de causas. Sin embargo, no está mal partir de una
visión, pues las visiones generan esperanzas y temores. Es la historia
quien más tarde se ocupa de determinar lo que prevalece.

19
CAPÍTULO I

EL REGRESO D EL MIEDO

Esperamos a que desembarcaran. .Les veíamos las caras. Parecían


gente corriente. Los imaginábamos distintos. Bueno, ¡eran estado­
unidenses!
LIUBOVA KOZINCHENKA,
Ejército Rojo, 58a División de Guardias

Supongo que no sabíamos qué esperar de los rusos, pero si uno los
miraba y los observaba no notaba la diferencia [...] ¡Vestidos con
nuestro uniforme podrían haber pasado por estadounidenses!
AL ARONSON,
Ejército de Estados Unidos, 69a División de Infantería1

Así se suponía que debía concluir la guerra: con vítores, apretones de


manos, bailes, copas y esperanza. El Z5 de abril de 1 9 4 5 , los dos ejér­
citos se encontraron por primera vez en la ciudad alemana oriental de
Torgau sobre el Elba; convergían desde extremos contrarios del mundo
tras dividir en dos la Alemania nazi. Cinco años más tarde Adolf Hitler
se volaba la tapa de los sesos bajo los escombros de Berlín y, aproxi­
madamente una semana después, los alemanes se rendían de forma
incondicional. Los líderes de la victoriosa Gran Alianza, Franklin D.
Roosevelt, "Winston Churchill y Josef Stalin ya habían intercambiado
apretones de manos, brindis y deseos de un mundo mejor en dos cum­
bres celebradas durante la guerra: la de Teherán, en noviembre de 19 4 3 ,
y la de Yalta, en febrero de 19 4 5 . Sin embargo, estos gestos habrían
servido de poco si las tropas bajo su mando no hubieran sido capaces

zi
de escenificar su propia y mucho más bulliciosa celebración donde ver­
daderamente importaba: en el frente de un campo de batalla del que el
enemigo empezaba a retirarse.
¿Por qué, entonces, los ejércitos de Torgau se encontraron con tanto
recelo, como si esperasen la llegada de visitantes interplanetarios? ¿Por
qué las semejanzas que percibieron les sorprendieron... y tranquilizaron
tanto? ¿Por qué, a pesar de ello, sus mandos insistieron en celebrar por
separado las ceremonias de rendición, una para el frente occidental en
la ciudad francesa de Reims, el 7 de mayo, y otra para el frente oriental
en Berlín, el 8 de mayo? ¿Por qué intentaron las autoridades soviéticas
sofocar las manifestaciones espontáneas pro-estadounidenses que se
produjeron en Moscú tras el anuncio oficial de la capitulación del ejér­
cito alemán? ¿Por qué las autoridades de Estados Unidos suspendieron
bruscamente, una semana más tarde, el imprescindible envío de ayudas
y préstamos para la Unión Soviética, que más tarde reanudaron? ¿Por
qué la mano derecha de Roosevelt, Harry Hopkins, que había desem­
peñado un papel decisivo en el diseño de la Gran Alianza de 1 9 4 1 , tuvo
que viajar precipitadamente a Moscú seis semanas después de la muerte
de su presidente, en un intento de salvar el pacto? ¿Y por qué, en este
mismo sentido, Churchill titularía posteriormente sus memorias de estos
hechos como Triunfo y tragedia?
La respuesta a todas estas preguntas es en buena medida la mis­
ma: porque la guerra fue ganada por una coalición cuyos principales
miembros ya estaban en guerra, ideológica y geopolíticamente, si no
militarmente. Cualesquiera que fueran los triunfos de la Gran Alianza
en la primavera de 19 4 5 , su éxito dependió en todo momento de la per­
secución de objetivos compatibles por parte de sistemas incompatibles.
La tragedia era ésta: la victoria exigía a los triunfadores, o bien dejar
de ser quienes eran, o bien renunciar a buena parte de lo que esperaban
obtener tras esta guerra.I

En el caso de que un visitante alienígena hubiera estado presente en


las orillas del Elba ese día de abril de 1 9 4 5 , éste, ya fuera masculino o
femenino, ciertamente habría detectado semejanzas superficiales entre
los ejércitos soviético y estadounidense allí reunidos, así como en sus
sociedades de origen. Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética
habían nacido de una revolución. Ambos países profesaban ideologías
con aspiraciones globales que, 3 juicio de sus líderes, si funcionaban
en casa deberían funcionar igualmente en el resto del mundo. Ambos,
siendo Estados de dimensiones continentales, habían cruzado numero­
sas fronteras; ocupaban respectivamente el primero y el tercer puesto
mundial, por su extensión geográfica. Y ambos habían entrado en la
guerra como resultado de un ataque por sorpresa: la invasión alemana
de la Unión Soviética, que comenzó el z z de junio de 1 9 4 1 , y el ataque
japonés contra Pearl H arbor el 7 de diciembre de 1 9 4 1 , que Hitler
utilizó como excusa para declarar la guerra a Estados Unidos cuatro
días más tarde. Hasta ahí habrían llegado las semejanzas. Las diferen­
cias, como se apresuraría a señalar cualquier terráqueo, eran mucho
mayores.
La revolución estadounidense, acaecida cerca de un siglo y medio
antes, reflejaba una profunda desconfianza hacia la concentración de
autoridad. La libertad y la justicia, según insistieron los Padres Fun­
dadores, sólo se alcanzaban limitando el poder político. Merced a una
ingeniosa constitución, a su aislamiento geográfico de posibles rivales
y a una magnífica dotación de recursos naturales, Estados Unidos ha­
bía logrado convertirse en un país extraordinariamente poderoso, tal
como se puso de manifiesto durante la Segunda Guerra Mundial. Para
lograrlo fue preciso limitar severamente el control gubernamental sobre
la vida cotidiana, ya fuera mediante la propagación de las ideas, la orga­
nización de la economía o el manejo de la política. Pese al legado de la
esclavitud, el exterminio casi total de los pueblos indígenas americanos
y la persistente discriminación racial, sexual y social, los ciudadanos
de Estados Unidos acaso tenían razones para proclamar, en 19 4 5 , que
vivían en la sociedad más libre sobre la faz de la tierra.
La revolución bolchevique, ocurrida tan sólo un cuarto de siglo an­
tes, entrañaba por el contrario la concentración de la autoridad como
medio para derrotar a los enemigos de clase y consolidar las bases a
partir de las cuales la revolución proletaria se extendería por todo el
mundo. En el Manifiesto Comunista de 18 4 8 Karl M arx sostenía que la
industrialización puesta en marcha por los capitalistas había generado
la explotación de la clase obrera, que tarde o temprano terminaría por
liberarse. N o contento con esperar a que esto sucediera, Vladimir Illich
Lenin se propuso acelerar la historia en 19 x 7 , haciéndose con el control
de Rusia e imponiendo el marxismo en su país, aun cuando éste no en­
cajara en las predicciones de M arx, según las cuales la revolución sólo
podía darse en una sociedad industrial desarrollada. Stalin consolidó
a continuación el problema, diseñando una nueva Rusia acorde con
la ideología marxista-leninista y forzando a una nación esencialmente
agrícola y con una escasa tradición de libertad a convertirse en un país
industrializado sin ninguna libertad en absoluto. Como consecuencia de
ello, la URSS era, al término de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad
más autoritaria del planeta.
Si los países vencedores difícilmente hubieran podido ser más distin­
tos, lo mismo cabe decir de las guerras que libraron entre 1 9 4 1 y 19 4 5 .
Estados Unidos abordó dos contiendas simultáneas — contra Japón en
el Pacífico y contra Alemania en Europa— con un escaso número de
bajas; menos de trescientos mil estadounidenses murieron en combate
en los distintos escenarios de la batalla. Su país, geográficamente ale­
jado del conflicto bélico, no sufrió ataques significativos al margen del
inicial en Pearl Harbor. En alianza con Gran Bretaña (cuyo número de
víctimas de guerra se situó en torno a 3 57.000), Estados Unidos podía
elegir, dónde, cuándo y cómo combatir, lo cual reducía significativamen­
te los costes y los riesgos de la batalla. Sin embargo, a diferencia de los
británicos, los estadounidenses terminaron la guerra con una economía
boyante: el gasto bélico casi había duplicado su producto interior bruto
en menos de cuatro años. Si hubiera algo parecido a una guerra «bue­
na», sin duda que ésta lo fue para Estados Unidos.
La Unión Soviética no corrió la misma suerte. Peleó en un solo fren­
te, pero éste fue indiscutiblemente el más terrible que la historia había
conocido hasta la fecha. Con sus ciudades, pueblos y campos arrasados,
sus industrias arruinadas o precipitadamente trasladadas al otro lado
de los Urales, la única opción aparte de la rendición era una resistencia
desesperada, sobre un terreno y en unas circunstancias elegidos por
el enemigo. Las estimaciones de muertos, entre civiles y militares son
notablemente inexactas, pero es probable que cerca de 2,7 millones de
ciudadanos soviéticos murieran como consecuencia directa de la guerra,
lo que supone un número casi noventa veces superior al de víctimas es­
tadounidenses. La victoria difícilmente pudo ser más costosa; en 19 4 5 ,

24
la URSS era un país destrozado y afortunado por haber sobrevivido. La
guerra fue, según señaló un observador contemporáneo, «el recuerdo
más atroz, pero también el mayor motivo de orgullo para el pueblo
ruso».2.
Llegado el momento de establecer los acuerdos posbélicos, los ven­
cedores mostraron sin embargo más semejanzas de lo que estas asime­
trías pudieran presagiar. Estados Unidos no intentó revocar su larga
tradición de alejamiento de los asuntos europeos; de hecho, Roosevelt le
aseguró a Stalin en Teherán que las tropas estadounidenses regresarían
a casa dos años después de que terminase la guerra.3 Tampoco, tras la
depresión de la década de 19 3 0 , había ninguna certeza de que el boom
económico de .los años de la guerra pudiera prolongarse o de que la
democracia volviera a arraigar en los países — relativamente pocos— en
los que aún existía. El hecho innegable de que los estadounidenses
y los británicos no habrían podido derrotar a Hitler sin la ayuda de
Stalin contribuyó a significar que la Segunda Guerra Mundial fue una
victoria únicamente sobre el fascismo, no sobre el totalitarismo y sus
perspectivas para el futuro.
Entre tanto la Unión Soviética contaba con importantes bazas, pese
a las inmensas pérdidas sufridas. Sus fuerzas militares no se retirarían
de Europa, por ser parte del continente. Su economía había demostrado
ser capaz de mantener el pleno empleo, mientras que las democracias
capitalistas fracasaron en este sentido durante los años anteriores a la
contienda. Su ideología gozaba de un amplio respeto en Europa, puesto
que los comunistas lideraron ampliamente la resistencia contra los nazis.
Por último, la desproporcionada carga soportada por el Ejército Rojo
en la derrota de Hitler otorgaba a la Unión Soviética mayor legitimidad
moral para ejercer una influencia sustancial, incluso preponderante, en
el diseño de los acuerdos posbélicos. En 19 4 5 creer que el comunismo
totalitario sería la tendencia del futuro era tan fácil como creer que lo
sería el capitalismo democrático.
La Unión Soviética contaba además con una ventaja adicional, la
de ser el único país entre los vencedores que emergió de la guerra con
un liderazgo sólido. La muerte de Roosevelt, el 1 2 de abril de 1 9 4 5 ,
catapultó a la Casa Blanca al inexperto y mal informado vicepresidente
Harry S. Traman. Tres meses más tarde, la inesperada derrota de Chur-
chill en las elecciones generales británicas convirtió en primer ministro

2-5
al mucho menos formidable líder del Partido Laborista, Clement Attlee.
La Unión Soviética, por el contrario, contaba con Stalinj un gobernante
incontestado desde 19Z9, el hombre que transformó su país y lo llevó
a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Diestro, imponente y en
apariencia perseverante y sereno, el dictador del Kremlin sabía lo que
quería para la posguerra. Traman, Attlee y las naciones por ellos lide­
radas parecían mucho menos seguras.

II

¿Qué quería Stalin? Tiene sentido empezar por él, pues era el único de
los tres líderes que tuvo tiempo para considerar y establecer sus priori­
dades sin perder la autoridad. Con sesenta y cinco años al término de
la guerra, el hombre que dirigía la Unión Soviética estaba físicamente
exhausto, rodeado de sicofantes y personalmente solo, si bien conser­
vaba un férreo, incluso aterrador, control del país. El ridículo bigote,
los dientes descoloridos, la cara picada de viruela y los ojos amarillos,
según recuerda un diplomático estadounidense, «le conferían el aspecto
de un tigre marcado por viejas cicatrices de guerra [...]. Y un visitante
incauto jamás podría adivinar los abismos de cálculo, ambición, amor
al poder, envidia, crueldad y astuta venganza que acechaban tras aquella
fachada tan poco pretenciosa».4 Stalin había eliminado a todos sus riva­
les mediante una serie de purgas practicadas en la década de 19 3 0 . Sus
subordinados sabían que la elevación de una ceja o el movimiento de un
dedo podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Notablemen­
te corto de estatura — no pasaba del metro sesenta— este hombrecillo
viejo y barrigón era pese a todo un coloso montado a horcajadas sobre
un Estado colosal.
Los objetivos de Stalin para la posguerra eran su propia seguridad,
la de su régimen, la de su país y la de su ideología, exactamente en este
orden. Intentaba garantizar que ninguna acción interna amenazara de
nuevo su régimen personal y que ninguna acción externa amenazara
de nuevo a su país. Los intereses de los comunistas en otros lugares del
mundo, por admirables que fueran, jamás se antepondrían a las priori­
dades del Estado soviético tal como él las había establecido. En Stalin
se daban cita el narcisismo, la paranoia y el poder absoluto: 5 era enor-
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memente temido, pero también venerado, tanto en la Unión Soviética
como entre el movimiento comunista internacional.
El coste humano y financiero de la guerra, pensaba Stalin, debía
determinar en gran medida cuánto recibía cada cual una vez conclui­
da ésta: por tanto, fue mucho lo que recibió la Unión Soviética.6 N o
sólo recuperó los territorios ocupados por Alemania en el curso de la
contienda, sino que conservó además los que había conquistado como
resultado del oportunista aunque corto de miras «pacto de no agre­
sión» que Stalin firmó con Hitler en agosto de 19 3 9 , que incluía zonas
de Finlandia, Polonia y Rumania, además de los Estados bálticos. Esto
suponía que todos los países situados fuera de estas fronteras amplia­
das debían permanecer en la órbita de influencia de Moscú. Reclama­
ba asimismo concesiones territoriales a expensas de Irán y de Turquía
(incluido el control de los Estrechos turcos), así como las bases navales
del Mediterráneo. Y castigaba por último con la ocupación militar y
la expropiación de bienes a una Alemania derrotada y devastada, exi­
giendo indemnizaciones económicas y abordando la transformación
ideológica del país.
Todo ello situaba, sin embargo, a Stalin frente a un doloroso dilema.
Las pérdidas desproporcionadas sufridas por la Unión Soviética durante
la guerra podían transformarse en ganancias desproporcionadas, si no
fuera porque el país había perdido el poder necesario para garantizar
unilateralmente estos beneficios. La U RSS necesitaba paz, ayuda eco­
nómica y la aquiescencia diplomática de sus antiguos aliados. Por el
momento no tenía otra opción que la de seguir contando con la coope­
ración de estadounidenses y británicos; y así como ellos habían depen­
dido de Stalin para derrotar a Hitler, Stalin dependía ahora de la buena
voluntad de Estados Unidos para alcanzar sus objetivos posbélicos a
un precio razonable. N o quería, por tanto, ni una guerra caliente ni una
guerra fría.? Cuestión distinta es si contaba con la habilidad necesaria
para evitar cualquiera de estas opciones.
Lo cierto es que la percepción que Stalin tenía tanto de sus aliados
bélicos como de los objetivos de éstos para la posguerra respondía más a
las fantasías que a una evaluación precisa de las prioridades de Washing­
ton y Londres. Fue en este punto donde la ideología marxista-leninista
más influyó en Stalin, al ser sus ilusiones fruto de ésta. La principal
fantasía de Stalin era la creencia, arraigada en la ideología leninista, en

2.8
que los capitalistas no serían capaces de cooperar entre sí por mucho
tiempo. Su codicia inherente — la urgencia irresistible de anteponer los
beneficios a la política— prevalecería tarde o temprano, de ahí que los
comunistas sólo necesitaran paciencia mientras aguardaban la auto-
destrucción del adversario. «La alianza de nuestro país con la facción
democrática de los capitalistas funciona porque éstos tenían mucho
interés en evitar el dominio de Hitler — comentó Stalin cuando la guerra
se acercaba a su fin— . En el futuro nos enfrentaremos también a esta
facción de los capitalistas.»8
Esta idea de crisis del capitalismo tenía cierto fundamento. La Pri­
mera Guerra Mundial había sido, a fin de cuentas, una guerra entre ca­
pitalistas, lo que propició la oportunidad para que emergiera el primer
Estado comunista del mundo. La Gran Depresión dejó al resto de los
países capitalistas sumidos en una lucha por la propia supervivencia,
en lugar de fomentar la cooperación para salvar la economía global o
mantener los acuerdos posbélicos. El resultado fue el surgimiento de
la Alemania nazi. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Stalin creyó
que la crisis económica volvería a repetirse, en cuyo caso los capitalistas
necesitarían a la Unión Soviética, y no a la inversa. Por eso tenía plena
confianza en que Estados Unidos «prestaría» a la Unión Soviética varios
miles de millones de dólares para su reconstrucción, pues los estadou­
nidenses no encontrarían otros mercados para sus productos cuando
sobreviniera la siguiente crisis a escala global.?
Suponía además que la otra superpotencia capitalista, Gran Bretaña
— cuya debilidad subestimaba sistemáticamente— terminaría por rom­
per con su aliado estadounidense por cuestiones de rivalidad económi­
ca: «Sigue vigente la inevitable perspectiva de guerras entre los países
capitalistas», insistía todavía en 1 9 5 2 .10 Así, desde la óptica de Stalin,
las fuerzas de la historia compensarían a largo plazo la catástrofe que la
Segunda Guerra Mundial había supuesto para la Unión Soviética. Ésta
no necesitaría enfrentarse directamente a ninguna de las dos potencias
para alcanzar sus objetivos; le bastaría con espçrar a que los capitalis­
tas empezaran a pelear entre sí y a que el malestar de los europeos se
tradujera en la adopción del comunismo como alternativa.
El objetivo de Stalin no era por tanto restablecer el equilibrio de
poder en Europa sino dominar el continente por completo, tal como
pretendía Hitler. En un nostálgico aunque revelador comentario, pro-

29
nunciado en 1:947, reconocía que «si Churchill hubiese aplazado un año
más la apertura del Segundo frente en el Norte de Francia, el Ejército
Rojo habría ocupado el país [...]. Jugábam os con la ideá de llegar a
París».11 Sin embargo, a diferencia de Hitler, Stalin no seguía un calen­
dario fijo. Recibió con agrado el desembarco del Día D, aun cuando
ello impidiera al Ejército Rojo su entrada en Europa occidental, pues
la prioridad era en ese momento la derrota de Alemania. Y tampoco
renunció a la diplomacia para asegurar su objetivo, puesto que espe­
raba que, al menos por algún tiempo, Estados Unidos le ayudaría a
conseguirlo. ¿No había señalado Roosevelt que su país se abstendría
de establecer una esfera de influencia en Europa? Stalin tenía una gran
visión: el dominio de Europa por medios pacíficos como resultado de
la lógica histórica. Pero su visión era igualmente errada, al no consi­
derar la evolución de los objetivos estadounidenses una vez terminada
la guerra.

III

¿Qué quería Pistados Unidos después de la guerra? Sin duda seguridad,


aunque a diferencia de Stalin no sabía cómo conseguirla. La razón es­
tribaba en el dilema planteado por la Segunda Guerra Mundial: Estados
Unidos no podía seguir siendo un modelo para el resto del mundo en
tanto se m antuviera al margen del resto del mundo. Pero ésa había
sido la postura adoptada por Estados Unidos durante la mayor parte
de su historia como país. La seguridad no suscitaba una preocupación
especial, puesto que dos océanos separaban el país de sus enemigos po­
tenciales. Su independencia de Gran Bretaña fue, según predijo Thomas
Paine en 17 7 6 , resultado de la imposibilidad de que «un continente
estuviera perpetuamente gobernado por una isla».12-A pesar de su supe­
rioridad naval, los británicos nunca lograron proyectar la fuerza militar
suficiente a tres mil millas náuticas de distancia para conservar Estados
Unidos en el seno del imperio, ni para evitar que el joven país dominara
el N orte de América. La perspectiva de que otros europeos pudieran
hacerlo era aún más remota, pues los sucesivos gobiernos de Londres
acordaban con Estados Unidos el fin de la colonización en Occidente.
En este contexto, Estados Unidos pudo permitirse el lujo de conservar

30
una amplia esfera ele influencia sin amenazar por ello los intereses de
ninguna otra potencia.
Su búsqueda de influencia se produjo en el plano de las ideas: a
fin de cuentas, la Declaración de Independencia establecía un derecho
radical e inalienable: que «todos» los hombres fueron creados iguales.
Sin embargo, en el curso de sus catorce primeras décadas como nación
independiente Estados Unidos no se esforzó en hacer efectivo este dere­
cho. El país se convertiría en un ejemplo y el resto del mundo tendría que
decidir cómo y en qué circunstancias adoptaba esta ideología. «Desea­
mos la libertad y la independencia para todos — proclamó el secretario
de Estado John Quincy Adams en 18 2.1— , pero sólo la defendemos y
reivindicamos para nosotros mismos.»T* Así, pese a tener una visión de
alcance internacional, se optó por una estrategia aislacionista: el país aún
no había llegado a la conclusión de que su seguridad exigía la implanta­
ción de estos principios más allá de sus fronteras. Su política exterior y
militar era mucho menos ambiciosa de lo que cabría esperar de un país
de semejante tamaño y poder.
Esta pauta no se quebró hasta la Primera Guerra Mundial. Preocu­
pado porque la Alemania imperial pudiese derrotar a Gran Bretaña
y Francia, W oodrow Wilson convenció a sus compatriotas de que el
ejército estadounidense debía contribuir al restablecimiento del equi­
librio de fuerzas en Europa, pero incluso él justificaba este objetivo
geopolítico en términos ideológicos. Insistía en que el mundo debía ser
«seguro para la dem ocracia».^ Wilson propuso después, como base
para un acuerdo de paz, la creación de una Liga de Naciones que impu­
siera a los Estados — al menos a los ilustrados— algo parecido a la ley
que cada Estado impone sobre sus individuos. Confiaba en que la idea
de que el derecho emanaba sólo del poder terminara por desaparecer
finalmente.
Sin embargo, tanto esta visión como el restablecimiento del equili­
brio resultaron prematuros. La victoria en la Primera Guerra Mundial
no transformó la Unión Soviética en una potencia mundial, sino que
confirmó para la mayoría de los estadounidenses los peligros de un
exceso de obligaciones. La creación de un organismo colectivo como el
previsto por Wilson para garantizar la seguridad a raíz de la guerra iba
más allá de lo que los ciudadanos estadounidenses estaban dispuestos a
llegar. Entretanto, la decepción con los aliados tras la guerra — sumada

3i
a la tibia intervención militar contra los bolcheviques en Siberia y en
el norte de Rusia en 1 9 1 8 - 1 9 2 0 , mal concebida por Wilson— , agrió
los frutos de la victoria. Las condiciones internacionales alentaban la
vuelta al aislacionismo: las notorias desigualdades del Tratado de Paz
de Versalles, la llegada de una depresión mundial y el posterior auge
de Estados agresores en Europa y Asia oriental convencieron a los es­
tadounidenses de que era preferible evitar por completo cualquier tipo
de compromiso internacional. Fue ésta una extraña «dejación» de sus
responsabilidades internacionales por parte de un país tan poderoso.
Tras su llegada a la Casa Blanca en 1 9 3 3 , Franklin. D . Roosevelt
trabajó con ahínco — aunque de manera interrumpida— porque su país
tuviera una presencia más activa en la política mundial. N o fue tarea
fácil: «Tenía la sensación de buscar a tientas una puerta en un muro sin
fisuras» .15 Incluso después de que Japón entrara en guerra con China
en 1 9 3 7 y de que la Segunda Guerra Mundial estallara en Europa en
19 3 9 , Roosevelt sólo había progresado mínimamente en el intento de.
convencer a su país de que Wilson estaba en lo cierto: su seguridad po­
día verse amenazada por lo que ocurría en el otro extremo del planeta.
Hubo que esperar a que se produjeran hechos tremendos (la caída de
Francia, la Batalla de Gran Bretaña y por último el ataque japonés so­
bre Pearl Harbor) para que el país se comprometiera de nuevo con la
tarea de restablecer el equilibrio de poder más allá de Occidente. «He­
mos aprendido de nuestros errores pasados — prometió el presidente en
19 4 2 — . Esta vez sabremos hacer pleno uso de la victoria.»16
Roosevelt tenía cuatro grandes prioridades para la guerra. La prime­
ra era apoyar a sus aliados — principalmente a Gran Bretaña y la Unión
Soviética, y con menor éxito a la China nacionalista— , pues no había
otro modo de alcanzar la victoria: Estados Unidos no podía luchar en
solitario contra Alemania y Japón. La segunda era garantizar la coope­
ración aliada para establecer un acuerdo posbélico, sin el cual las pers­
pectivas de paz duradera serían escasas. La tercera tenía que ver con
la naturaleza de este acuerdo. Roosevelt confiaba en presentar a sus
aliados un pacto que eliminara las principales causas de guerras futu­
ras. Ello requería una nueva organización para la seguridad con poder
para impedir y, en caso necesario, castigar las agresiones, así como un
sistema económico mundial equipado para evitar una nueva depresión
internacional. Por último, la cuarta implicaba que el acuerdo debía ser

32
«vendible» al pueblo estadounidense: Roosevelt no estaba dispuesto a
cometer el mismo error que Wilson, en el sentido de llevar a su país más'
allá de donde estuviera dispuesto a llegar. Así, una vez concluida la Se­
gunda Guerra Mundial, no hubo vuelta al aislacionismo. Sin embargo,
ni Estados Unidos ni la Unión Soviética estaban preparados para aceptar
un tratado parecido al que se firmó antes de la guerra.
Unas palabras, para terminar, acerca de los objetivos británicos.
Eran, según los definió Churchill, mucho más sencillos: sobrevivir a toda
costa, aun cuando ello entrañara renunciar al liderazgo de la coalición
anglo-americana para dejarlo en manos de Washington; aun cuando ello
supusiera el debilitamiento del Imperio británico; y aun cuando impli­
cara también colaborar con la Unión Soviética, régimen que el joven
Churchill confiaba en aplastar tras el triunfo de la Revolución Bolche­
vique.1? Los británicos se proponían influir en los estadounidenses lo
máximo posible — aspiraban a interpretar el papel de los griegos como
tutores de los nuevos romanos— , pero bajo ningún concepto llegarían
a enfrentarse a Estados Unidos. Las expectativas de Stalin de una Gran
Bretaña independiente, capaz de resistir a Estados Unidos y con posi­
bilidad de entrar en guerra con este país habrían causado extrañeza
incluso para quienes diseñaron la gran estrategia británica durante la
guerra y una vez concluida ésta.IV

IV

Con estas prioridades, ¿qué perspectivas quedaban para alcanzar un


acuerdo que preservara la Gran Alianza? Roosevelt, Churchill y Stalin
sin duda esperaban el mismo resultado: nadie quería nuevos enemigos
cuando acababa de librarse de los antiguos. Sin embargo, su coalición
había sido, desde el principio, tanto un medio para cooperar en la derro­
ta del Eje como un instrumento merced al cual cada uno de los vencedo­
res buscaba asegurarse una posición de máxima influencia en el mundo
posterior a la contienda. Difícilmente podía ser de otro modo y, aunque
los Tres Grandes afirmaban públicamente que la política quedaba en
suspenso mientras la guerra continuara, ninguno creía en este principio
ni tenía intenciones de aplicarlo. Lo que intentaron — mediante encuen­
tros y conferencias generalmente a salvo de la mirada pública— fue con-

33
ciliar sus objetivos políticos divergentes al tiémpo que desempeñaban
una empresa militar común. Estos intentos fracasaron en su mayoría, y
es en ese fracaso donde se encuentran las raíces de la Guerra Fría. Las
principales cuestiones fueron las siguientes:

E l segundo frente y una paz dividida. A l margen de la derrota, el ma­


yor temor anglo-estadounidense era que la Unión Soviética* volviera a
establecer un pacto con la Alemania nazi, como ya hiciera en 19 3 9 ,
que habría dejado grandes zonas de Europa en manos de regímenes
totalitarios, de ahí lo importante que era para Roosevelt y Churchill
la participación de la Unión Soviética en la guerra. Esto significaba
proporcionarle toda la ayuda posible en forma de alimentos, ropa y
armamento, aunque fuera por medios desesperados y tuviera un elevado
coste — pues llevar los convoyes hasta Murmansk y Arcángel y eludir
al mismo tiempo a los submarinos alemanes no era empresa fácil— ; y
significaba también no oponerse a las exigencias de Stalin de recuperar
los territorios perdidos, a pesar de la incómoda circunstancia de que
algunos de ellos — las repúblicas bálticas, Polonia oriental y algunas zo­
nas de Finlandia y Rumania— habían llegado a manos soviéticas como
resultado del pacto entre Stalin y Hitler. Anticiparse a una paz dividida
exigía por último la apertura de un segundo frente europeo tan pronto
como fuera militarmente viable, pese a que Londres y Washington sa­
bían que para ello debían esperar hasta que el éxito se perfilara posible
a un precio aceptable.
En consecuencia, este segundo frente — que en realidad fueron va­
rios— se materializó despacio, provocando las iras de una Rusia acu­
ciada que no podía permitirse el lujo de reducir sus bajas. El primero de
estos frentes se abrió en el norte de África, ocupado por el gobierno de
Vichy, donde las tropas británicas y estadounidenses desembarcaron en
noviembre de 19 4 2 ; a esto le siguieron las invasiones de Sicilia y el sur
de Italia en el verano de 19 4 3 . Pero hasta junio de 19 4 4 , cuando se pro­
dujo el desembarco en Normandía, las operaciones conjuntas anglo-es-
tadounidenses no aliviaron significativamente la presión sobre el Ejército
Rojo, que llevaba largo tiempo conteniendo en solitario la batalla en el
frente oriental y se concentraba entonces en expulsar a los alemanes de
la Unión Soviética. Stalin felicitó a sus aliados por el éxito del Día D , si
bien no abandonó las sospechas de que el retraso había sido deliberado,

34
con intención de que sobre la U RSS recayera desproporcionadamente el
pesó del combate.18 El plan de Estados Unidos, en palabras posteriores-
de un analista soviético, había sido el de participar «sólo en el último
momento, cuando su intervención tuviera un efecto fácil en el resultado
de la guerra, garantizando así plenamente sus intereses». 19
La importancia política de los segundos frentes fue como mínimo
tan grande como la militar, pues significaba que estadounidenses y bri­
tánicos participarían, junto con la Unión Soviética, en la rendición y
ocupación de Alemania y sus satélites. Por razones más de convenien­
cia que de otra índole, el mando anglo-estadounidense excluyó a los
rusos de este proceso cuando Italia capituló en septiembre de 1 9 4 3 .
Esta circunstancia proporcionó a Stalin una excusa para hacer algo
que probablemente habría hecho de todos modos: negar a británicos
y estadounidenses un papel significativo en la ocupación de Rumania,
Bulgaria y Hungría cuando el Ejército Rojo entró en estos territorios
entre 19 4 4 y 19 4 5 .
Stalin y Churchill acordaron sin dificultad en octubre de 19 4 4 que
la Unión Soviética tendría una influencia predominante en estos países,
a cambio de que se reconociera la preponderancia británica en Grecia.
Bajo la superficie, sin embargo, las preocupaciones persistían. Roosevelt
protestó por no haber sido consultado sobre este pacto Stalin-Churchill
y, cuando británicos y estadounidenses comenzaron las negociaciones
para la rendición de los ejércitos alemanes en el norte de Italia, en la
primavera de 19 4 5 , la reacción de Stalin se acercó bastante al pánico:
podría alcanzarse un acuerdo, previno a sus mandos militares, en virtud
del cual los alemanes dejaran de combatir en Occidente al tiempo que
prolongaban su resistencia en el frente oriental.20 Con ello revelaba la
profundidad de sus temores en cuanto a una paz dividida. El hecho de
que considerara a sus aliados capaces de hacer algo así en fecha tan
tardía ponía de manifiesto la escasa seguridad que los segundos frentes
le habían proporcionado, tanto como la escasa confianza que estaba
dispuesto a ofrecer.

Esferas de influencia. Una Europa dividida en esferas de influencia — se­


gún iba implícito en el acuerdo Churchill-Stalin— dejaría a los euro­
peos muy poco espacio para decidir su futuro; de ahí la preocupación
de Roosevelt. Por más que hubiera podido justificar la guerra ante sí

35
mismo en términos de equilibrio de fuerzas, ante su pueblo la habría
explicado tal como hubiera hecho Wilson, como una lucha por la au­
todeterminación. Churchill aceptó este extremo en 1 9 4 1 al adherirse
a la Carta Atlántica, una reformulación de los principios wilsonianos
concebida por Roosevelt. Así, uno de los principales objetivos anglo-
estadounidenses era reconciliar estos ideales con las demandas territo­
riales de Stalin tanto como con su insistencia en una esfera de influencia
que garantizara la presencia de naciones «amigas» a lo largo de las
fronteras soviéticas posteriores al enfrentamiento bélico. Roosevelt y
Churchill presionaron repetidamente a Stalin para que permitiera la ce­
lebración de elecciones libres en las repúblicas bálticas, Polonia y otros
países de Europa oriental. Stalin aceptó en la Conferencia de Yalta, sin
la menor intención de hacer honor a su compromiso. «N o te preocupes
— le aseguró a su ministro de Exteriores Vyacheslav Molotov— . Ya lo
haremos a nuestra manera más adelante. El meollo de la cuestión es la
correlación de fuerzas.»2-1
Fue así como Stalin obtuvo los territorios y la esfera de influencia
que deseaba: las fronteras de la Unión Soviética se ampliaron casi mil
kilómetros hacia Occidente, mientras el Ejército Rojo instauraba regí­
menes serviles en el resto de Europa oriental. N o todos ellos eran por
entonces comunistas — el líder del Kremlin se mostró por el momento
flexible en este punto— , pero ninguno desafiaría la proyección de la
influencia soviética en el centro de Europa. Británicos y estadounidenses
esperaban un desenlace distinto, en el que Europa oriental, especialmen­
te Polonia (principal víctima de Alemania en la Segunda Guerra M un­
dial), decidiera su propio gobierno. Ambas posturas podrían haberse
conciliado si los países de Europa oriental hubieran estado dispuestos
a elegir líderes acordes con las exigencias de Moscú, como de hecho
hicieron Finlandia y Checoslovaquia. Pero Polonia difícilmente podía
seguir este camino, pues las propias acciones de Stalin habían eliminado
tiempo atrás cualquier posibilidad de que un Gobierno polaco depen­
diente de la Unión Soviética contara con algún respaldo popular.
Entre las ofensas figuraba el pacto nazi-soviético, que extinguió la
independencia de Polonia, así como el descubrimiento posterior de que
los rusos habían masacrado a cerca de cuatro mil oficiales polacos en
el bosque de Katyn en 19 4 0 , y otros once mil se hallaban desapareci­
dos. Fue ésta la razón por la cual en 19 4 3 Stalin rompió sus relaciones

36
con el Gobierno polaco en el exilio, afincado en Londres, y ofreció su
apoyo a un grupo de comunistas polacos establecidos en Lublin. Y no
hizo nada cuando en 19 4 4 los nazis derrocaron brutalmente al gobier­
no de Varsovia durante el levantamiento organizado por los polacos
londinenses, pese a que el Ejército Rojo se encontraba a las puertas de
la capital polaca. La insistencia de Stalin en apropiarse de un tercio del
territorio polaco después de la guerra despertó aún más la oposición del
país, y su promesa de compensación a expensas de Alemania no sirvió
para reparar el daño.
Como los polacos jamás elegirían un gobierno prosoviético, Stalin
lo impuso, a pesar de que el coste fuera una Polonia permanentemen­
te resentida, así como una creciente sensación entre sus aliados esta­
dounidenses y británicos de que no podían prolongar su confianza en
él. En palabras de un desilusionado Roosevelt dos semanas antes de
morir: «[Stalin] ha roto todas y cada una de las promesas que hizo en
Yalta».zz

Enemigos derrotados. En contraste con el control unilateral soviético


de Europa oriental, nunca hubo la menor duda — al menos con poste­
rioridad al Día D— de que la ocupación de Alemania sería conjunta. El
modo en que se produjo, dejó sin embargo a los rusos con la sensación
de haber sido engañados. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia (por
cortesía anglo-estadounidense) terminaron controlando dos tercios de
Alemania no como resultado de la sangre derramada durante la guerra,
sino por proximidad geográfica con el avance de sus ejércitos y también
porque Stalin había concedido a los polacos una porción significativa
de Alemania oriental. Si bien la zona de ocupación soviética cercaba
la capital, Berlín, este territorio no contenía más que un tercio de la
población de Alemania y un porcentaje aún menor de sus instalaciones
industriales.
¿Por qué aceptó Stalin este acuerdo? Probablemente porque creía
que el gobierno marxista-leninista que se proponía establecer en A le­
mania oriental actuaría como un imán para los alemanes de las zonas
ocupadas en Occidente y los movería a elegir líderes que con el tiempo
unificarían la totalidad del país bajo control soviético. La largamente
aplazada revolución proletaria que M arx había previsto para Alemania
se produciría finalmente. «Toda Alemania debe ser nuestra, es decir,

37
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soviética, comunista», dijo Stalin en 1946.z3 Esta estrategia planteaba
no obstante dos problemas sustanciales.
El prim ero se relacionaba con la brutal ocupación de Alem ania
oriental por parte del Ejército Rojo. Las tropas soviéticas no se limita­
ron a expropiar bienes y exigir reparaciones a escala indiscriminada,
sino que violaron a cerca de dos millones de mujeres alemanas entre
1 9 4 5 7 19 4 7 .24 Esto provocó el rechazo casi total de los alemanes y
generó una asimetría que persistió durante la Guerra Fría: el régimen
de Stalin instalado en el Este carecía de la legitimidad que su homólogo
en el Oeste no tardaría en conquistar.
El segundo problema guardaba relación con los aliados. El trata­
miento unilateral que los soviéticos otorgaron a sus asuntos en Alem a­
nia y Europa oriental provocó el hartazgo de británicos y estadouni­
denses en cuanto a la cooperación con M oscú para ocupar el resto de
Alemania. En consecuencia, aprovecharon todas las oportunidades a
su alcance para consolidar sus propias zonas, junto con las francesas,
asumiendo la división del país. El objetivo era preservar la mayor parte
posible de Alemania bajo control occidental, antes que exponerse al
peligro de que el país entero cayera en manos del dominio soviético. La
mayoría de los alemanes, conscientes de lo que significaría un gobier­
no estalinista, apoyaron a regañadientes esta política anglo-estadouni-
dense.
Lo ocurrido en Alemania y Europa oriental dejó a Estados Unidos
pocos incentivos para incluir a la Unión Soviética en la ocupación de
Japón. La URSS no había declarado la guerra a este país tras el ataque
a Pearl Harbor, ni sus aliados esperaban que lo hiciera en un momento
en que el ejército alemán se encontraba a las puertas de Moscú. Sin em­
bargo, Stalin había prometido entrar en la guerra del Pacífico tres meses
después de la rendición de Alemania, a cambio de lo cual Roosevelt y
Churchill consintieron en transferir a la Unión Soviética el control de
las islas Kuriles, pertenecientes a Japón, así como a devolverle la mitad
de la isla de Sajalín y otorgarle derechos territoriales y bases navales en
Manchuria, territorios perdidos por Rusia como resultado de su derrota
en la guerra ruso-japonesa en 1 904 19 0 5.
En Washington y Londres prevalecía la visión de que la ayuda del
Ejército Rojo — especialmente en la invasión de Manchuria, bajo ocu­
pación japonesa— sería decisiva para acelerar la victoria. Esto era antes

39
dé que Estados Unidos probara con éxito su primera bomba atómica
en julio de 1945. Una vez se supo que los estadounidenses poseían se­
mejante arma de destrucción, la necesidad de ayuda soviética se esfumó
por completo .25 Con los precedentes de decisiones unilaterales por parte
de los soviéticos aún recientes, la Administración Traman no tenía nin­
gún deseo de que algo similar pudiera repetirse en el noreste asiático,
y Estados Unidos aceptó entonces la ecuación del propio“Stalin, con­
sistente en influencia a cambio de sangre. Habían librado el grueso de
la batalla en la guerra del Pacífico, y por tanto ellos solos ocuparían el
país que desencadenó la contienda.

La bomba atómica. Entretanto, el lanzamiento de la bomba atómicá


intensificaba la desconfianza entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
Británicos y estadounidenses habían desarrollado la bomba en secreto
para utilizarla contra Alemania, pero los nazis se rindieron antes de
que el artefacto estuviera a punto. El Proyecto Manhattan no fue, sin
embargo, lo suficientemente secreto para impedir que la inteligencia so­
viética descubriera buena parte de sus detalles mediante sus labores de
espionaje; al menos en tres ocasiones los soviéticos lograron con éxito
burlar la seguridad de Los Álamos, donde se fabricaba la bomba.16 El
hecho de que Stalin pusiera en marcha una operación de espionaje a
gran escala para espiar a sus aliados en mitad de una guerra que estaban
librando juntos es otro claro indicio de su desconfianza, si bien hay que
reconocer que sus aliados no pensaban decir nada sobre la bomba hasta
que hubieran realizado con éxito su primera prueba en el desierto de
Nuevo México.
El líder soviético no se mostró por tanto muy sorprendido cuando
Truman le comunicó la noticia en la Conferencia de Potsdam, pues
sabía de la existencia de la bomba mucho antes que el nuevo presiden­
te estadounidense. N o obstante, Stalin reaccionó con firmeza cuando
Estados Unidos siguió adelante con su carrera nuclear y lanzó la bomba
contra Japón tres semanas más tarde. Una prueba en el desierto era algo
muy distinto de un ataque real. «La guerra es cruel, pero utilizar una
bomba atómica es una crueldad extrema», proclamó Stalin tras tener
conocimiento de la destrucción de Hiroshima. Este importante paso de
Estados Unidos supuso un nuevo desafío para la insistencia de Stalin en
que la influencia política debía ser proporcional a la sangre derramada,

40
cuando Estados Unidos alcanzó de pronto un poderío militar ajeno al
despliegue de los ejércitos sobre un campo de batalla. El cerebro huma­
no, y la tecnología militar que éste era capaz de desarrollar, cobraban
de pronto la misma importancia que la fuerza convencional. «Hiroshi­
ma ha estremecido al mundo entero — dijo Stalin a sus científicos para
lanzar un programa soviético de choque que les permitiera ponerse a la
altura de la situación— . El equilibrio se ha destruido [...]. N o podemos
tolerarlo.»17
Además de comprobar que la bomba acortaba la guerra, impidiendo
por tanto a los rusos desempeñar un papel significativo en la derrota
y la ocupación de Japón, Stalin comprendió que la bomba permitiría
a Estados Unidos exigir concesiones a la Unión Soviética una vez ter­
minada la guerra: «La política estadounidense consiste en el chantaje
mediante la bomba atómica».18 Tenía parte de razón. Truman había
utilizado la bomba principalmente para poner fin a la guerra, aunque
también con la esperanza de inducir una actitud más conciliadora en la
Unión Soviética. Truman no diseñó sin embargo ninguna estrategia para
producir este resultado, mientras que Stalin se apresuraba a hacerlo con
intención de impedirlo. Así, endureció aún más los objetivos soviéticos,
siquiera para demostrar que no se dejaba intimidar. «Es evidente — dijo
a sus principales consejeros a finales de 1 9 4 5 — que [...] no llegaremos a
ninguna parte si empezamos a ceder a la intimidación o damos muestras
de inseguridad.»19
El origen de la Guerra Fría en la Segunda Guerra Mundial contri­
buye a explicar por qué este conflicto afloró inmediatamente después
del armisticio. Las rivalidades entre las grandes potencias eran pese a
todo un patrón histórico tan normal en el comportamiento de las na­
ciones como el de estáblecer grandes alianzas de poder. De ahí que un
observador extraterrestre consciente de esta circunstancia hubiera de­
ducido de inmediato lo que estaba a punto de ocurrir. Para un analista
de las relaciones internacionales la situación no encerraba secretos. Lo
interesante es por qué los propios líderes de la guerra se mostraron tan
sorprendidos, incluso alarmados, cuando se produjo la ruptura de la
Gran Alianza. Esperaban de veras un desenlace distinto; de lo contrario
difícilmente se habrían esforzado tanto en alcanzar un acuerdo para la
paz mientras aún continuaban los combates. Sus esperanzas eran para­
lelas, pero no sus puntos de vista.

4i
El objetivo de Roosevelt y Churchill, en términos elementóles, era un
acuerdo que permitiera el equilibrio de poder sobre la base de unos prin­
cipios, con idea de impedir una nueva guerra, evitando lc¡s errores que
habían conducido a la Segunda Guerra Mundial. Para ello garantizarían
la cooperación entre las grandes potencias, revivirían la Liga de Wilson
transformada en una nueva organización de Naciones Unidas para la
seguridad y fomentarían en lo posible la autodeterminación política y la
integración económica, de manera que las causas de la guerra tal como
ellos las entendían desparecieran con el paso del tiempo. La visión de
Stalin era muy distinta. Buscaba un acuerdo que garantizase su propia
seguridad y la de su país, fomentando simultáneamente las rivalidades
entre los capitalistas, que en su opinión desembocarían en un nuevo
enfrentamiento bélico. El capitalismo fratricida, a su vez, garantizaría
el dominio soviético sobre Europa. La primera era una visión multila­
teral que contemplaba la posibilidad de intereses compatibles aun entre
sistemas incompatibles; la segunda no contemplaba nada por el estilo.

A los politólogos les gusta hablar de «dilemas de seguridad», situacio­


nes en las que un Estado actúa para garantizar su propia seguridad y, al
hacerlo, disminuye la seguridad de otros Estados, que a su vez intentan
reparar el daño adoptando medidas que reducen la seguridad del pri­
mero. El resultado es un creciente círculo vicioso de desconfianza del
que incluso los líderes con mayor visión y mejores intenciones tienen
dificultades para escapar, porque sus sospechas se retroalimentan. 3° Co­
moquiera que las relaciones de Estados Unidos y Gran Bretaña con la
Unión Soviética ya habían entrado en esta dinámica mucho antes de que
terminara la Segunda Guerra Mundial, no es fácil precisar en qué mo­
mento empezó la Guerra Fría. N o hubo ataques por sorpresa, ni decla­
raciones de guerra, ni siquiera ruptura de relaciones diplomáticas, pese
a lo cual la sensación de inseguridad en las altas esferas de Washington,
Londres y Moscú, generada por los esfuerzos de los aliados durante la
guerra para garantizar su propia seguridad una vez concluida ésta, iba
en aumento. Derrotado el enemigo y llegado el momento de pensar en
sí mismos, los aliados carecían de incentivos para mantener su ansiedad

42
bajo control. Cada nueva crisis alimentaba la siguiente, hasta que la
perspectiva de una Europa dividida se convirtió en realidad.

Irán, Turquía, el Mediterráneo... y la contención. Una vez obtenidas


las concesiones territoriales que Stalin quería en Europa oriental y el
noreste asiático, su principal prioridad en la posguerra consistió en
agitar la situación en el sur, una región que consideraba vulnerable.
Una crónica de la época describe cómo expresaba su satisfacción ante
un mapa que mostraba las nuevas fronteras de la Unión Soviética, pero
al mismo tiempo señalaba al Cáucaso y se lamentaba: « ¡N o me gusta
que nuestra frontera termine ahí!».?1 Tres fueron las iniciativas de Stalin
en este sentido: aplazó la retirada de las tropas soviéticas del norte de
Irán, donde se encontraban estacionadas desde 1942. como parte de
un acuerdo con Gran Bretaña para impedir el acceso de Alemania a
los suministros de petróleo; exigió concesiones territoriales a Turquía,
además de las bases que le garantizarían el control efectivo de los estre­
chos turcos; y solicitó intervenir en la administración de las antiguas
colonias de Italia en el norte de África para conseguir alguna que otra
base naval en el Mediterráneo oriental.
Resultó de inmediato evidente que Stalin había llegado demasiado
lejos. «No lo tolerarán», le advirtió su normalmente complaciente mi­
nistro de Exteriores en relación con los estrechos. «¡Presiónalos para
compartir la posesión! — replicó airadamente su jefe— . ¡Exígelo!»?2
Molotov así lo hizo, sin resultado alguno. Truman y Attlee rechazaron
de plano la exigencia de ajustes territoriales a expensas de Turquía, así
como la de establecer bases navales soviéticas en este país y en otras
zonas del Mediterráneo. Sorprendieron a Stalin trasladando la cuestión
de la ocupación soviética en el norte de Irán al Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas a comienzos de 19 4 6 , lo que supuso la primera inter­
vención decisiva del nuevo organismo mundial en la gestión de una crisis
internacional. Agotado su ejército y expuestas a la luz sus ambiciones,
Stalin ordenó una tranquila retirada de Irán meses más tarde, aunque
para entonces Truman había reforzado su propia posición desplegando
la Sexta Flota en el Mediterráneo oriental por tiempo indefinido. Esto
era un indicio inequívoco de que Stalin había llegado al límite de lo que
podía conseguir invocando la tradición de cooperación que presidió el
período bélico.??

43
La nueva firmeza de Washington coincidió con la búsqueda de expli­
caciones a la conducta soviética: ¿por qué se había roto la Gran Alian­
za? ¿Qué más quería Stalin? La respuesta llegó de George F. Kennan, un
respetado aunque todavía joven funcionario de Exteriores que prestaba
servicio en la Embajada de Estados Unidos en Moscú. En lo que más
tarde calificaría de «impresionante escalada telegráfica», Kennan res­
pondió a la última de una larga serie de peticiones del Departamento de
Estado con un cable de ocho mil palabras apresuradamente redactado,
que se despachó el 2Z de febrero de 19 4 6 . Decir que esto tuvo un gran
impacto en Washington es quedarse muy corto; el largo telegrama de
Kennan se convirtió en la base de la estrategia estadounidense con res­
pecto a la Unión Soviética para el resto de la Guerra Fría.34
La intransigencia de M oscú, subrayaba Kennan, no respondía a
ninguna acción que pudiera emprender Occidente; residía únicamente
en las necesidades internas del régimen estalinista, y nada de lo que
Occidente hiciera en el futuro próximo alteraría esta circunstancia. Los
líderes soviéticos necesitaban tratar al mundo exterior como una fuerza
hostil, pues era su única excusa para mantener «la dictadura, sin la cual
no sabían gobernar y las crueldades que no se atrevían a infligir y los
sacrificios que se veían obligados a exigir». Esperar que las concesiones
fueran recíprocas era un ingenuidad; no habría cambio alguno en la
estrategia soviética en tanto el país no cosechara una sucesión de fra­
casos y algún futuro líder del Kremlin — Kennan no albergaba grandes
esperanzas de que Stalin llegase a verlo— se convenciese de que esta ac­
titud no le permitía avanzar en la consecución de sus intereses. N o sería
necesaria una guerra para producir tal resultado. Lo necesario, según
sostenía Kennan en una versión de esta línea argumental publicada un
año más tarde, era «la contención a largo plazo, paciente pero firme y
vigilante, de las tendencias expansionistas rusas».35
Kennan no sospechaba que uno de sus más atentos lectores sería el
propio Stalin. La inteligencia soviética no tardó en tener acceso al lar­
go telegrama, una tarea relativamente sencilla dado que el documento
circuló por todas partes pese a estar clasificado.36 Para no ser menos,
Stalin ordenó a su embajador en Washington, Nikolái Novikov, que
preparara su propio telegrama, recibido en M oscú el 2 7 de septiem­
bre de 19 4 6 . «La política exterior de Estados Unidos — afirmaba N o ­
vikov— refleja las tendencias imperialistas del capitalismo monopolista

44
estadounidense [y] su característica es [...] la lucha por la supremacía
mundial.» En consecuencia, Estados Unidos incrementaba sus efectivos
militares con un gasto «colosal», establecía bases fuera de sus fronte­
ras y había llegado a un acuerdo con Gran Bretaña para repartirse el
mundo en esferas de influencia. Sin embargo, la cooperación anglo-es-
tadounidense estaba «plagada de importantes contradicciones internas
y no puede durar [...]. Es muy posible que Oriente Próximo se convierta
en un foco de contradicciones para ambos países que haga explotar los
acuerdos entre Inglaterra y Estados Unidos».37
Las afirmaciones de N ovikov — que reflejaban el pensamiento de
Stalin y fueron urdidas en la sombra por Molotov— 38 tal vez expliquen
el clima de desconfianza con que el Kremlin recibió al recién designa­
do Secretario de Estado de Truman, George C. M arshall, cuando los
ministros de Exteriores de Estados Unidos, Gran Bretaña* Francia y la
Unión Soviética se reunieron en M oscú en abril de 1 9 4 7 . Stalin tenía
la antigua costumbre de juguetear con cabezas de lobos colocadas a
modo de tótem sobre un lápiz rojo cuando recibía a algún visitante
de relieve, y esto es lo que hizo mientras le aseguraba a Marshall que
el fracaso para establecer el futuro para la Europa de posguerra no
constituía un gran problema; no había ninguna urgencia. El callado,
lacónico y astuto ex general Marshall, principal estratega de la campa­
ña estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, no se quedó
tranquilo. «Se pasó todo el camino de vuelta a Washington — recordaba
más tarde uno de sus colaboradores— , hablando de la importancia de
desarrollar alguna iniciativa que evitara el hundimiento completo de
Europa occidental. »3?

La doctrina Truman y el Plan Marshall. Si Stalin hubiera prestado a


los informes de inteligencia sobre la conferencia de ministros de Exte­
riores la misma atención que prestó a la bomba atómica y al telegrama
de Kennan, tal vez habría podido anticiparse a lo que estaba a punto
de ocurrir. Marshall pasó muchas horas en Moscú con sus homólogos
británico y francés — al margen de las infructuosas negociaciones con
Molotov— discutiendo sobre la necesidad de cooperar en la reconstruc­
ción de Europa. Sin duda que en las habitaciones donde se reunieron
había micrófonos ocultos, pese a lo cual la ideología pudo más para
Stalin que el contenido de las escuchas. ¿N o había demostrado Lenin

45
que la cooperación entre capitalistas nunca era duradera? ¿N o había
confirmado este extremo el telegrama de Novikov? El jefe del Kremlin
tenía razones para mostrarse confiado.
Sin embargo, sus razones no eran buenas. Truman ya había anun­
ciado, el 1 2 de marzo de 1 9 4 7 , un programa de ayuda económica y
militar para Grecia y Turquía, después de que Gran Bretaña manifestara
inesperadamente que no podía seguir afrontando en solitario la ayuda a
estos países. El anuncio se formuló en términos sorprendentemente am­
plios, insistiendo en que en lo sucesivo «la política de Estados Unidos
debía centrarse en apoyar a los pueblos libres que soportan presiones
externas o intentos de dominación por parte de minorías armadas [...].
Debemos ayudar a los pueblos libres a forjar sus propios destinos a su
manera».40 Stalin prestó muy poca atención al discurso de Truman,
aunque esa primavera no dejó de insistir en la necesidad de reescribir
una historia de la filosofía recientemente publicada con el fin de mini­
mizar la complacencia con que en ésta se trataba a Occidente.41
Mientras Stalin abordaba esta tarea, Marshall — tomando el testigo
de Truman— urdía una gran estrategia para la Guerra Fría. El tele­
grama de Kennan había identificado el problema: la hostilidad hacia
el mundo exterior alimentada por la Unión Soviética, pero no ofrecía
una solución. Marshall pidió entonces a Kennan que la aportase, con la
única directriz de «no caer en trivialidades».41 La instrucción, justo es
decirlo, fue cumplida. El Programa de Recuperación Europeo, anuncia­
do por Marshall en junio de 19 4 7 , comprometía a Estados Unidos nada
menos que en la reconstrucción de Europa. El Plan Marshall, como se
le bautizó de inmediato, no distinguía en ese punto entre las zonas del
continente controladas por la Unión Soviética y las que no lo estaban,
aunque su concepción subyacente sí lo hacía.
Las premisas del Plan Marshall fueron varias: que la amenaza más
grave para los intereses occidentales en Europa no era la perspectiva de
una intervención militar soviética, sino la de que el hambre, la pobreza
y la desesperación llevara a los europeos a votar a los partidos comu­
nistas, quienes se plegarían obedientemente a los dictados de Moscú;
que la ayuda económica estadounidense tendría un beneficio psicológico
inmediato, además de otras ventajas materiales capaces de invertir esta
tendencia; que la Unión Soviética no aceptaría esta ayuda ni permitiría
que lo hicieran sus países satélites, con lo que las relaciones entre éstos

46
se resentirían; y que entonces Estados Unidos podría tomar tanto la
iniciativa geopolítica como la iniciativa moral en la Guerra Fría.
Stalin cayó en la trampa que el Plan Marshall le tendía; la de ayu­
darlo a construir el muro que dividiría a Europa. Desprevenido ante
la propuesta de M arshall, envió una amplia delegación a París para
discutir la participación soviética; retiró luego a su delegación, si bien
permitió la permanencia de los países de Europa oriental y prohibió
finalmente a estos países — con especial dramatismo a Checoslovaquia,
cuyos líderes volaron a M oscú para recibir el anuncio— la recepción
de esta a y u d a . 4 3 Fue ésta una actuación errática por parte del dictador
del Kremlin, normalmente firme y seguro, que reveló hasta qué grado
la estrategia de la contención, con el Plan Marshall en su núcleo, em­
pezaba a alterar sus prioridades. Las revisiones de los textos filosóficos
habrían de esperar.

Checoslovaquia, Yugoslavia y el bloqueo de Berlín. Stalin respondió


al Plan Marshall tal como Kennan había predicho: atenazando su do­
minio allá donde pudiera. En septiembre de 1 9 4 7 anunció la creación
del Kominform, una versión de última hora del antiguo Komintem
anterior a la guerra, cuya tarea consistía en imponer la ortodoxia en
el seno del movimiento comunista internacional. «N o desaprovechéis
vuestra posición — respondió Andréi Zhdanov, el portavoz de Stalin en
la nueva organización, a las protestas polacas— . En M oscú sabemos
mejor cómo aplicar el marxismo-leninismo.»44 El significado de estas
palabras quedó bien claro en febrero de 19 4 8 , cuando Stalin aprobó
un plan diseñado por los comunistas checoslovacos para hacerse con
el poder en el único país de Europa oriental que había conservado un
Gobierno democrático. Poco después del golpe de Estado, el cuerpo
destrozado del ministro de Exteriores Jan M asaryk (hijo de Thomas
Masaryk, fundador de la nación tras la Primera Guerra Mundial) fue
hallado en un patio de Praga; nunca llegó a saberse si saltó o lo defenes-
traron.45 Poco importaba en todo caso, puesto que cualquier perspectiva
de independencia bajo la esfera de influencia ae Stalin había muerto, al
parecer, con Masaryk.
No todos los comunistas se hallaban sin embargo en esta esfera. Yu­
goslavia había sido uno de los más fieles aliados de la Unión Soviética
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero su líder, Josip Broz

47
Tito, llegó al poder por sus propios medios. Fueron sus partisanos y él,
no el Ejército Rojo, quienes expulsaron a los nazis y, a diferencia del
resto de sus homólogos de Europa oriental, Tito no dependía del apoyo
de Stalin para continuar en el poder. Los esfuerzos por someterlo a la
ortodoxia del Kominform causaron la irritación de Tito, quien a finales
de junio de 19 4 8 rompió abiertamente con Moscú. Stalin no dio mues­
tras de inquietud. «Moveré el dedo meñique y no habrá más Tito.»*6
Mucho más que un dedo fue lo que se movió en la Unión Soviética y en
el seno del movimiento comunista internacional tras este primer acto
de desafío al Kremlin por parte de un comunista, pese a lo cual Tito
sobrevivió y no tardó en recibir la ayuda económica de Estados Unidos.
«Puede que el dictador yugoslavo sea un hijo de perra — admitió cáus­
ticamente el nuevo secretario de Estado estadounidense, Dean Acheson
en 19 4 9 — , pero se convirtió en nuestro hijo de perra.»*7
Entretanto Stalin había emprendido una aventura aún menos pro­
metedora: el bloqueo de Berlín. Hoy sus razones siguen sin estar claras.
Acaso confiara en forzar a estadounidenses, británicos y franceses a
abandonar sus respectivos sectores de la ciudad dividida, sirviéndose
para ello de la dependencia que todos tenían de las líneas de suministros
que pasaban por la zona de ocupación soviética. O tal vez pretendiera
dificultar sus esfuerzos para fortalecerse en sus sectores, pues parecían
capaces de producir un poderoso Estado en Alemania occidental sobre
el que Moscú no tendría ningún control. Cualesquiera que fueran sus
intenciones, el bloqueo de Stalin resultó un fracaso tan estrepitoso como
su intento de disciplinar a Tito. Los aliados occidentales improvisaron
un corredor aéreo para la capital asediada, con lo que se ganaron la
sincera gratitud de los berlineses y el respeto de la mayoría de los ale­
manes, cosechando así una victoria global frente a la cual Stalin quedó
retratado como incompetente y cruel. «Canallas — fue su respuesta
defensiva ante el despacho diplomático que le daba cuenta de lo ocu­
rrido— . Son todo mentiras [...]. N o se trata de un bloqueo sino de una
medida defensiva.»*8
Tal vez fuera una estrategia defensiva, pero el carácter ofensivo de
ésta y otras medidas adoptadas por Stalin en respuesta al Plan Mars-
hall no hicieron sino aumentar, en lugar de disminuir, los problemas de
seguridad de la Unión Soviética. El golpe de Estado en Checoslovaquia
convenció al Congreso estadounidense — que aún no había aprobado el

48
plan de Truman para la recuperación de Europa— de que debía actuar
con celeridad. Los acontecimientos en Praga, sumados al bloqueo de
Berlín, convencieron a los beneficiarios de la ayuda económica esta­
dounidense de la necesidad de recibir asimismo protección militar, y
esto los llevó a solicitar la creación de una Organización del Tratado
del Atlántico Norte, en la que Estados Unidos se comprometía por pri­
mera vez en la defensa de Europa occidental en tiempo de paz. Cuando
Stalin levantó a regañadientes el cerco sobre Berlín en mayo de 19 4 9 , el
Tratado del Atlántico Norte se había firmado en Washington, y la Re­
pública Federal de Alemania se había proclamado en Bonn, otro resul­
tado que Stalin no deseaba. La herejía de Tito seguía sin ser castigada,
lo que demostraba que los comunistas podían alcanzar cierto grado de
independencia con respecto a M oscú. Por otro lado, no había indicio
alguno de desacuerdo entre los capitalistas — o de guerra entre Estados
Unidos y Gran Bretaña— , tal como Stalin había llegado a creer, movido
por sus ilusiones ideológicas. Su estrategia para controlar la Europa de
posguerra se desmoronaba, y él era el principal responsable.

VI

Eso es lo que parece desde la distancia, si bien en su momento no se


pensaba igual. Los años 19 4 9 y 19 5 0 fueron de aparentes contratiem­
pos para Occidente, aunque ninguno revistió la importancia suficiente
para revocar el proceso mediante el cual Estados Unidos y sus aliados
habían tomado la iniciativa en Europa, donde en realidad importaba.
Sin embargo, quienes vivieron estos acontecimientos tenían la impresión
de que las victorias occidentales quedaron eclipsadas por la inesperada
expansión de la Guerra Fría de manera casi simultánea hacia diversos
frentes, de los cuales ninguno ofrecía perspectivas favorables.
El primero de estos frentes fue el de la tecnología militar. Estados
Unidos esperaba que su monopolio sobre la bomba atómica durase
entre seis y ocho años, de ahí que la extraordinaria fuerza convencional
del Ejército Rojo y su ventaja en Europa no fuera motivo de preocu­
pación. «Mientras seamos capaces de superar al mundo, controlar el
mar y atacar por tierra con la bomba atómica — señaló el secretario de
Defensa James Forrestal a finales de 1 9 4 7 — , podemos asumir ciertos

49
riesgos de otro modo inaceptables.»^ La premisa fundamental del Plan
M arshall era que Estados Unidos se concentrara tranquilamente en
la reconstrucción económica de Europa, aplazando cualquier esfuerzo
por alcanzar la capacidad militar del contingente soviético. La bomba
disuadiría a los rusos mientras Estados Unidos reanimaba a Europa y
le devolvía su confianza.
Pero el 29 de agosto de 19 4 9 , la Unión Soviética fabricó su pro­
pia bomba atómica. Stalin no autorizó la divulgación de sus pruebas
nucleares, realizadas con éxito en el desierto de Kazajstán, aunque en
cuestión de días los pilotos estadounidenses detectaron en sus vuelos
de reconocimiento unos niveles de radioactividad que revelaban inequí­
vocamente la explosión de una bomba atómica en territorio soviético.
Sorprendido por la prontitud de la respuesta soviética, pero temeroso
de las posibles filtraciones si intentaba ocultar la evidencia, el propio
Truman reveló la existencia de la primera arma nuclear soviética el 23
de septiembre, y el Kremlin confirmó los hechos.
Las consecuencias para Estados Unidos fueron desalentadoras. Pri­
vada del monopolio atómico, la Administración Truman debía ampliar
su capacidad militar convencional e incluso emplazar algunos efectivos
en Europa de manera permanente, contingencia ésta que no se había
previsto en el Tratado del Atlántico Norte. Y debía fabricar nuevas
bombas atómicas para conservar su liderazgo cuantitativo y cualitativo
sobre la URSS. Sopesó además una tercera y peligrosa opción, cuya exis­
tencia no había sido revelada por los científicos estadounidenses hasta
ese momento: el intento de construir lo que entonces se dio en llamar
una «superbomba»: una bomba termonuclear o bomba de hidrógeno,
en la terminología actual, que sería como mínimo mil veces más potente
que las que devastaron Hiroshima y Nagasaki.
Truman aprobó finalmente las tres opciones. Autorizó en secreto la
producción acelerada de bombas atómicas, puesto que en el momento
de realizarse las pruebas nucleares soviéticas su país contaba con un
arsenal inferior a las doscientas bombas, insuficiente, según un estudio
del Pentágono, para garantizar la derrota de la URSS en caso de guerra
real.5° Además, el 3 1 de enero de 19 5 0 el presidente de Estados Unidos
anunció el proyecto de fabricar una superbomba. La alternativa a la que
Truman se resistió por más tiempo fue la de incrementar sus efectivos
convencionales, principalmente por razones presupuestarias. La pro­


ducción de bombas atómicas, aun de bombas de hidrógeno, resultaba
más barata que la opción de devolver al Ejército de tierra, la Arm ada
y la fuerza aérea una capacidad militar semejante a la que tuvieron du­
rante la Segunda Guerra Mundial. Truman, que esperaba obtener de la
paz unos dividendos con los que equilibrar el presupuesto federal tras
varios años de déficit, asumía un gran riesgo con el Plan Marshall, que
entrañaba para Estados Unidos el compromiso de invertir en la recons­
trucción de Europa casi el diez por ciento anual de los presupuestos del
Estado. Era obvio que debía renunciar a algo (liquidez fiscal, desarrollo
militar o reconstrucción de Europa), pues resultaba imposible dar res­
puesta a todas estas prioridades y hacer frente al mismo tiempo a las
nuevas inseguridades generadas por la carrera atómica soviética.
Una semana después de que Truman anunciara la fabricación de
la bomba atómica por parte de la Unión Soviética, se produjo en Asia
oriental otra expansión simultánea de la Guerra Fría. El i de octubre
de 19 4 9 M ao Zedong proclamaba la constitución de la República Po­
pular China. Las celebraciones que tuvieron lugar en la pequinesa plaza
de Tiannamen marcaron el fin de una guerra civil entre nacionalistas
y comunistas que había durado casi un cuarto de siglo. El triunfo de
Mao sorprendió tanto a Truman como a Stalin, quienes suponían que
los nacionalistas, liderados por Chiang Kai Chek, continuarían gober­
nando China tras la Segunda Guerra Mundial. Tampoco previeron la
posibilidad de que, a sólo cuatro años de la rendición japonesa, los na­
cionalistas huyeran a la isla de Taiwan y los comunistas se dispusieran
a gobernar el país más poblado del mundo.
¿Significaba esto que China iba a convertirse en un satélite de la
Unión Soviética? Impresionados por lo ocurrido en Yugoslavia, Truman
y sus consejeros pensaron que no. «Moscú se enfrenta a una tarea for­
midable si pretende hacerse con el control absoluto de China — concluía
un análisis del Departamento de Estado realizado en 19 4 8 — , y ello por
la sencilla razón de que M ao lleva afianzado en el poder casi diez veces
más tiempo que Tito.»51 Ambos lideraban desde antiguo sus respectivos
partidos comunistas, ambos habían triunfado en las guerras civiles que
se libraron paralelamente a la Segunda Guerra Mundial y ambos habían
cosechado su victoria sin ayuda de la Unión Soviética. Conscientes de
las inesperadas ventajas que les proporcionaba la ruptura de Tito con
Stalin, los funcionarios estadounidenses se consolaron con el argumento

5i
de que la «pérdida» de China a manos del comunismo no se traduciría
en «ganancia» para la Unión Soviética. Pensaron que M ao bien podía
convertirse en el «Tito asiático», de ahí que la Administración Truman
no se comprometiera en la defensa de Taiwan, pese a que el poderoso
«lobby chino» en el Congreso de Estados Unidos, favorable a Chiang
Kai Chek así lo exigiera. En palabras del secretario de Estado Acheson,
Estados Unidos se limitaría sencillamente a «esperar basta que las aguas
se calmaran».5*
Este comentario fue un error, toda vez que M ao no tenía intención
de seguir el ejemplo de Tito. Aun cuando había construido su propio
movimiento con escasa ayuda de M oscú, el nuevo líder chino era un
marxista-leninista convencido y estaba más que dispuesto a delegar en
Stalin el liderazgo del movimiento comunista internacional. La nueva
China, anunció en junio de 19 4 9 , debe aliarse «con la Unión Soviética
[...] así como con el proletariado y las masas populares de todos los de­
más países para constituir un frente internacional unido [...]. Debemos
inclinarnos hacia un lado».53
Las motivaciones de M ao eran ante todo ideológicas; el marxis­
mo-leninismo le permitía vincular su revolución con aquella que, a su
juicio, había sido la de mayor éxito en toda la historia: la Revolución
Bolchevique de 19 x 7. La dictadura de Stalin proporcionaba a M ao otro
precedente útil, pues se proponía seguir sus pasos en China. Además, se
sentía traicionado por Estados Unidos, con quien mantuvo contactos
durante la guerra para ver cómo la potencia capitalista se decantaba
luego por Chiang Kai Chek y le prorrogaba su ayuda económica y mi­
litar. M ao no entendía que la Administración estadounidense actuara
bajo la presión del lobby chino cuando para entonces éste ya se había
convencido de que Chiang no podía vencer. El nuevo mandatario chino
concluyó que Truman preparaba una invasión del continente para de­
volver el poder a los nacionalistas. Nada más lejos de las intenciones de
Estados Unidos, preocupado por la reconstrucción europea y acuciado
por su debilidad militar en términos convencionales. Pero los temores
de M ao, junto con su determinación de demostrar sus credenciales re­
volucionarias y de emular la dictadura de Stalin, eran suficientes para
que se posicionara firmemente del lado soviético.54
Este anuncio alimentó en Estados Unidos los temores de que — pese
a la actitud de Tito— el movimiento comunista internacional fuera

52.
realmente una fuerza monolítica dirigida desde Moscú. Tal vez Stalin
planeara la victoria del comunismo en China como su «segundo frente»
en la Guerra Fría, ante el posible fracaso de su estrategia en Europa. «El
gobierno chino es en realidad un instrumento del imperialismo ruso»,
señaló escuetamente Acheson cuando M ao tomó el poder.55 N o hay
pruebas de que Stalin tuviera en mente una gran estrategia a largo plazo
para Asia, si bien no tardó en detectar las oportunidades que el éxito
de M ao le brindaba y en buscar la manera de explotarlas.
Su primera reacción, curiosamente, fue la de disculparse ante sus ca­
maradas chinos por haber subestimado su capacidad: «Nuestras opinio­
nes no son siempre correctas», proclamó ante una delegación de Pekín
en julio de 1949. Y acto seguido pasó a proponer el temido «segundo
frente» previsto por Estados Unidos.

Conviene que nos distribuyamos el trabajo [...]. La Unión Soviética no


puede [...] ejercer [en Asia] la misma influencia que China [...]. Análoga­
mente, China no puede tener en Europa la misma influencia que la Unión
Soviética. Así, en interés de la revolución internacional [...], vosotros po­
déis asumir una mayor responsabilidad en Oriente [...] y nosotros asumi­
remos una mayor responsabilidad en Occidente [...]. Dicho de otro modo,
tenemos la obligación insoslayable de hacerlo.*6

Mao se mostró dócil. Y en diciembre de 19 4 9 emprendió el largo viaje


a Moscú — era la primera vez que salía de China— para reunirse con el
líder del movimiento comunista internacional y diseñar una estrategia
conjunta. La visita duró dos meses y concluyó con un Tratado Chino-
Soviético — ligeramente análogo al Tratado del Atlántico Norte firma­
do un año antes— , en el que ambos países comunistas se obligaban a
prestarse ayuda mutua en caso de agresión.
Fue exactamente entonces — mientras M ao se encontraba en M o s­
cú y Truman tomaba la decisión de fabricar una bomba de hidróge­
no— cuando salieron a la luz dos importantes casos de espionaje, uno
en Estados Unidos y otro en Gran Bretaña. Un antiguo miembro del
Departamento de Estado estadounidense, Alger Hiss, fue condenado
por perjurio el 2.1 de enero, tras negar bajo juramento que hubiera sido
un agente soviético entre finales de los años treinta y principios de los
cuarenta. Tres días más tarde, el gobierno británico revelaba que un

53
científico alemán exiliado, Klaus Fuchs, confesó haber espiado para los
rusos mientras trabajaba en el Proyecto Manhattan durante la guerra.
Las preocupaciones por la labor de espionaje no eran una novedad;
ya durante la guerra habían aflorado acusaciones de espionaje sovié­
tico, y en 19 4 7 Truman puso en marcha un programa de controles de
«lealtad» en el seno de su Administración. Sin embargo, la confirma­
ción de espionaje no se produjo hasta los anuncios casi simultáneos de
la condena de Hiss y la confesión de Fuchs. N o era necesario un gran
salto para concluir — con bastante exactitud según se reveló— que fue­
ron los espías quienes permitieron a la Unión Soviética desarrollar tan
rápidamente su propia bomba atómica.^ ¿Habrían facilitado también
la victoria de M ao en China? El curso de los acontecimientos parecía
demasiado desastroso para ser una simple coincidencia. Una inquietante
cantidad de puntos empezaban a relacionarse en las mentes más críticas
con la Administración.
El principal conector de puntos fue el senador Joseph M cCarthy,
hasta entonces un desconocido republicano de Wisconsin que, en fe­
brero de 19 5 0 , empezó a plantear la cuestión de cómo la Unión So­
viética pudo obtener la bomba atómica con tanta celeridad como los
comunistas se hacían con el control de China. La respuesta que lanzó
ante el difícil foro del Club de Mujeres Republicanas de Wheeling, en
Virginia del Oeste, era «no que el enemigo hubiera enviado hombres a
invadir nuestras costas, sino la traición de quienes [...] habían gozado
de todos los beneficios que el país más rico del mundo podía ofrecer:
los mejores hogares, la mejor educación universitaria y los mejores
puestos en el Gobierno. »*8 L a Administración Truman pasó los meses
siguientes combatiendo las acusaciones de McCarthy, que empezaban
a cosechar credibilidad ante los desesperados esfuerzos del senador por
mantenerlas. Por mal que estuvieran las cosas, una supuesta traición
en las altas esferas parecía imposible hasta que el 2.5 de junio de 19 5 0
Corea del Norte invadió Corea del Sur.V I

VII

Corea, como Alemania, fue ocupada por una fuerza conjunta soviética
y estadounidense al término de la Segunda Guerra Mundial. El país

54
formaba parte del imperio nipón desde 1 9 1 0 y, cuando la resistencia
japonesa se derrumbó bruscamente en el verano de 1 9 4 5 , el Ejérci­
to Rojo, que planeaba invadir Manchuria, vio el camino abierto para
entrar también en Corea del Norte. Esta situación dejaba abiertas las
puertas de Corea del Sur para algunas de las tropas estadounidenses
inicialmente destacadas en la región para invadir las islas japonesas.
Así, la ocupación ele la península se produjo más por accidente que por
decisión, lo que tal vez explique el hecho de que Moscú y Washington
fueran capaces de acordar sin dificultad que el paralelo 38, que dividía
por la mitad la península coreana, serviría como línea de demarcación
hasta el establecimiento de un único Gobierno coreano y la posterior
retirada de las fuerzas de ocupación.
Esta retirada tuvo lugar entre 19 4 8 y 1:949, pese a que no hubo
acuerdo sobre quién gobernaría el país. Corea permaneció dividida y
Estados Unidos respaldó a la República de Corea en su control del sur
mediante unas elecciones sancionadas por Naciones Unidas, mientras
que la Unión Soviética apoyaba a la República Democrática de Corea
en el Norte, donde no se celebraron elecciones. Lo único que unifica­
ba el país por aquel entonces era la guerra civil, en la que cada bando
proclamaba ostentar el Gobierno legítimo y amenazaba con invadir al
contrario.
Ninguno podía hacerlo, no obstante, sin ayuda de una superpoten-
cia. Estados Unidos negó este apoyo a sus aliados surcoreanos, prin­
cipalmente porque la Administración Truman había decidido liquidar
todas sus posiciones en el continente asiático y concentrarse en la de­
fensa de las principales islas, como Japón, Okinawa y Filipinas, pero
no en Taiwan. El presidente surcoreano, Syngman Rhee, empeñado en
la liberación del norte, solicitó repetidamente la ayuda de Washing­
ton y la del general Douglas M acArthur, comandante de las tropas
de ocupación estadounidenses en Japón, pero no llegó a conseguirla.
Lo cierto es que una de las razones por las que Estados Unidos retiró
sus efectivos de Corea del Sur fue el miedo a que el impredecible Rhee
pudiera «invadir el N orte», arrastrándolos así a una guerra en la que
no querían intervenir^
Su homólogo norcoreano, Kim Il-sung, tenía parecidas ambiciones
sobre el Sur y también, por algún tiempo, su experiencia con la super-
potencia defensora había sido similar. Una y otra vez buscó el apoyo

55
de Moscú para lanzar una campaña militár con el propósito de unifi­
car Corea, y en todas las ocasiones le había sido negado; hasta que en
enero de 19 5 0 su nueva petición de ayuda mereció una respuesta más
alentadora. La diferencia, al parecer, estribaba en que Stálin se había
convencido de la viabilidad de abrir un «segundo frente» en Asia orien­
tal, que al ser creado por sus apoderados sobre el terreno minimizaría
el riesgo para la URSS, puesto que Estados Unidos no podría responder.
A fin de cuentas no habían hecho nada por salvar a los nacionalistas
chinos, y el 12, de enero de 19 5 0 el secretario de Estado Acheson incluso
anunció públicamente que el «perímetro defensivo» estadounidense no
se ampliaría hasta Corea del Sur. Stalin leyó atentamente este discurso
— así como (por cortesía de espías británicos) el estudio de máximo
secreto elaborado por el Consejo de Seguridad Nacional en el que se
basaba— y autorizó a Molotov, su ministro de Exteriores, a discutir la
cuestión con M ao Zedong. El líder soviético informó posteriormente a
Kim Il-sung de que «según información procedente de Estados Unidos
[...] el estado de ánimo predominante es el de no interferir». El coreano,
por su parte, aseguró a StaÜn que «el ataque sería rápido y la guerra se
ganaría en tres días».60
La autorización de Stalin a Kim U-sung se enmarcaba en una estra­
tegia más amplia para Asia oriental, previamente discutida con China:
poco después de respaldar la invasión de Corea del Sur, Stalin animó
a Ho Chi Minh a intensificar la ofensiva del Viet M inh en Indochina
contra los franceses. Las victorias en ambos escenarios preservarían
el impulso generado por el triunfo de M ao el año anterior. Con ello
compensarían las dificultades que la Unión Soviética había encontrado
en Europa y contrarrestarían los crecientes esfuerzos de Estados Uni­
dos por atraer a Japón a su sistema de alianzas militares tras el fin de
la guerra. Esta estrategia tenía la ventaja principal de que no exigía la
participación directa de la Unión Soviética: los norcoreanos y el Viet
Minh podían tomar la iniciativa, actuando so pretexto de unificar sus
respectivos países. Los chinos, todavía ávidos por legitimar su revolu­
ción con la aprobación de Stalin, se mostraron más que dispuestos a
proporcionar su apoyo en caso necesario.61
Estos fueron en resumidas cuentas los acontecimientos que condu­
jeron a la invasión norcoreana de Corea del Sur. Lo que Stalin no había
previsto era el efecto que la acción tendría sobre Estados Unidos: el

56
inesperado ataque causó casi tanto impacto en el país como el de Pearl
Harbor nueve años atrás, y sus consecuencias en la estrategia de Was­
hington fueron igual de profundas. Corea del Sur carecía en sí misma de
importancia para el equilibrio de fuerzas internacional, pero el hecho de
haber sido invadida con tanto descaro — cruzando el paralelo 3 8, que
era una frontera respaldada por Naciones Unidas— se percibió como
una amenaza estructural para la seguridad colectiva. Un hecho pareci­
do había producido el colapso del orden internacional en la década de
19 3 0 y el posterior estallido de la Segunda Guerra Mundial. Traman
apenas necesitó pensar su respuesta: «No podemos fallar a las Naciones
Unidas», repetía sin cesar a sus consejeros.61 Su administración no tar­
dó sino unas horas en decidir que Estados Unidos acudiría en defensa
de Corea del Sur y que lo haría no sólo bajo su propia autoridad sino
también bajo el mandato de Naciones Unidas.
Dos fueron las razones que le permitieron reaccionar con tanta ra­
pidez. La primera es que ya disponía de un ejército convenientemente
desplegado en la zona, ocupando Japón, circunstancia que Stalin al
parecer había pasado por alto. L a segunda — otro error de cálculo por
parte de Stalin— fue que en ese momento no había ningún representante
soviético en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que pudiera
vetar la resolución, pues la U RSS se había retirado meses antes de la
organización cuando ésta impidió la incorporación de China. Una vez
recibida la aprobación de Naciones Unidas, la comunidad internacional
se movilizó en dos días para hacer frente a esta nueva amenaza para la
seguridad mundial, respuesta que Moscú tampoco había contemplado.
La acción militar resultó casi un fracaso. Las tropas estadounidenses
y surcoreanas tuvieron que replegarse hasta el extremo suroriental de la
península coreana y su retirada habría sido casi definitiva de no haberse
interpuesto una brillante maniobra militar del general MacArthur, que
sorprendió a los norcoreanos con un audaz desembarco anfibio en In-
chon, cerca de Seúl, a mediados del mes de septiembre. En poco tiempo
MacArthur había atrapado al ejército norcoreano por debajo del para­
lelo 3 8 y avanzaba con sus tropas hacia el norte sin encontrar apenas
resistencia. Alarmado por la evolución de los acontecimientos, Stalin a
punto de aceptar la derrota militar y rendirse ante la perspectiva de que
Estados Unidos pudiera ocupar Corea del Norte, un país con frontera
directa tanto con China como con la Unión Soviética. « ¿Y qué? — fue

57
su evasiva respuesta— . Que así sea. Dejemos que los estadounidenses
sean nuestros vecinos.»6?
Queda por despejar la incógnita de cuál iba a ser la reacción de
China. M ao había apoyado la invasión de Corea del Sur, e incluso antes
del desembarco en Inchon — al cual se anticipó y del cual previno a Kim
Il-sung para que estuviera preparado— ya había empezado a desplazar
tropas desde la costa china, frente a Taiwan, hacia la frontera norcorea-
na. «No debemos abandonar a los coreanos — dijo a sus consejeros a
principios del mes de agosto— . Debemos tenderles una mano, enviando
a nuestros soldados voluntarios.»64 En Washington preocupaba la posi­
bilidad de una intervención china, por lo que Truiiian ordenó a M acAr-
thur que no avanzara hasta la marca de la frontera chino-coreana, en
el río Yalu. Entretanto, diversos intermediarios del Departamento de
Estado intentaban disuadir la acción china señalando la perspectiva de
un terrible número de bajas. A M ao no le fue fácil convencer a sus con­
sejeros de la necesidad de intervenir, provocando que, a primeros de
octubre, Stalin aconsejara a Kim Il-sung una retirada completa de Corea
del Norte. Poco después M ao logró imponer su voluntad y comunicar a
rusos y norcoreanos que China no tardaría en acudir al rescate.6?
Así que, a finales de noviembre de 19 5 0 , dos ejércitos volvieron a
enfrentarse desde orillas opuestas de un río, con un recelo que en esta
ocasión no se diluyó en vítores, apretones de manos, copas, baile y
esperanza. Un oficial del ejército estadounidense recordaba: «Pensaba
que ganaríamos la guerra. Cuando llegó el día de Acción de Gracias
teníamos de todo para comer [...] como si estuviéramos en casa [...].
Nos acercábamos al río Yalu y eso significaba volver a casa».66 Sin em­
bargo, el ejército apostado al otro lado del río tenía esta vez ideas dis­
tintas. «Nuestro objetivo — explicó M ao Zedong a Stalin— es resolver
el conflicto [coreano], es decir, eliminar a las tropas estadounidenses en
Corea o expulsarlas hacia otros países junto con el resto de las fuerzas
agresoras.»67 El 2.6 de noviembre cerca de 300.000 militares chinos
cumplieron esta promesa entre toques de clarines, oleadas de hombres
al ataque y todas las ventajas del factor sorpresa. Dos días más tarde
MacArthur informaba al mando conjunto: «Nos enfrentamos a una
guerra completamente nueva».68

S9
vil
La victoria en la Segunda Guerra Mundial no acarreó ninguna sensa­
ción de seguridad para los vencedores. N i Estados Unidos, ni Gran Bre­
taña ni la Unión Soviética estaban en condiciones de aportar las vidas
o los recursos económicos que sirvieron para derrotar a Alemania y a
Japón en aras de su propia seguridad: los miembros de la Gran Alianza
eran ahora enemigos en la Guerra Fría. Los intereses habían resultado
incompatibles, las ideologías seguían tan polarizadas como antes de la
guerra y los temores a un ataque por sorpresa persistían en Washington,
Londres y Moscú. La competición por el destino de Europa tras la gue­
rra se extendía ahora a Asia. La dictadura de Stalin seguía siendo tan
firme — y tan dependiente de las pingas— como antes, aun cuando la
aparición del «macarthismo» en Estados Unidos y las irrefutables prue­
bas de espionaje a ambos lados del Atlántico no dejaban del todo claro
que las democracias occidentales conservaran la libertad de opinión y
el respeto a las libertades civiles que las distinguían de las dictaduras,
ya fueran fascistas o comunistas.
«La cuestión es que todos y cada uno de nosotros, aunque sea muy
dentro, llevamos oculto a un totalitario — dijo Kennan a sus alumnos
en el National War College en 19 4 7 — . Lo único que mantiene oculto a
este genio maligno es la alegre luz de la confianza y la seguridad [...]. Si
la confianza y la seguridad desaparecieran, no creáis que éste desaprove­
charía la oportunidad de ocupar su lugar.»6? Esta advertencia por parte
del fundador de la contención — que el enemigo por contener podía
hallarse tan fácilmente entre los beneficiarios de la libertad como entre
sus enemigos— mostraba lo persuasivo que se había vuelto el miedo
en el nuevo orden internacional surgido de la guerra, en el que tantas
esperanzas se habían depositado. Esto explica el inmediato triunfo li­
terario de 1984 de Orwell tras su publicación en 1949.7°
Sin embargo, la visión orwelliana aún contemplaba un futuro, por
lúgubre que éste fuera, mientras que a principios de la década de 1950
Kennan empezaba a pensar que tal vez no hubiese ningún futuro. En
un memorando de alto secreto preparado — aunque ignorado— por la
Administración Truman, Kennan señalaba que el uso de la fuerza había
sido históricamente «un medio para la consecución de un fin distinto
de la guerra [...], un medio que al menos no negaba el principio de la

60
vida en sí misma». Pero las bombas atómicas y de hidrógeno no tenían
esta cualidad:

Llegan mucho más allá de las fronteras de la civilización occidental, hasta


una concepción de la guerra familiar para las hordas asiáticas. En reali­
dad no pueden conciliarse con un propósito político dirigido a modelar,
en lugar de destruir las vidas del adversario. No tienen en cuenta la res­
ponsabilidad humana de los unos para con los otros, incluso para con los
errores y las equivocaciones de los otros. Implican el reconocimiento de
que el hombre no sólo puede llegar a ser, sino que de hecho es, su peor y
más terrible enemigo.

Kennan insistía en que se trataba de una lección shakesperiana:

Poder en voluntad, voluntad en apetito,


y el apetito, un lobo universal,
de voluntad y poder doblemente investido,
por fuerza busca presa universal
y a la postre se devora a sí mismo.?1

61
CAPÍTULO 2

LANCHAS SALVAVIDAS Y BARCOS DE LA MUERTE

p r e s i d e n t e t r u m a n : Daremos todos los pasos necesarios para

afrontar la situación militar, como siempre hemos hecho.


p e r i o d i s t a : ¿Incluirá eso la bomba atómica?

p r e s i d e n t e t r u m a n : Eso incluye todas las armas disponibles

El mando militar se hará cargo del uso de las armas, como


hasta la fecha.
Rueda de prensa presidencial,
30 de noviembre de 19 5o 1

El Ejército Voluntario Popular Chino — según su denominación oficial


aunque inexacta— había empezado a cruzar subrepticiamente el río
Yalu a mediados del mes de octubre. A finales de noviembre había
tomado posiciones y, al tiempo que las tropas de Naciones Unidas (in­
tegradas principalmente por Estados Unidos y Corea del Sur) se acer­
caban a la frontera norcoreana, los chinos atacaban por sorpresa con
resultados devastadores. El día en que Truman ofreció su rueda de
prensa, los ejércitos del General MacArthur se retiraban para evitar una
carnicería, mientras en Washington se debatían medidas desesperadas
para salvar la situación.
El 2 de diciembre, haciendo uso de la autoridad,que Truman le había
concedido, MacArthur ordenó a la Fuerza Aérea de Naciones Unidas el
lanzamiento de cinco bombas atómicas del tamaño de las lanzadas sobre
Hiroshima contra las columnas chinas que avanzaban por la península
coreana. Aunque no tan efectivas como lo fueron contra las ciudades
japonesas al final de la Segunda Guerra Mundial, las explosiones y el

63
fuego resultante sirvieron para contener la ofensiva. Cerca de 150 .0 0 0
soldados chinos perdieron la vida en el ataque, junto a un número des­
conocido de prisioneros de guerra estadounidenses y surcoreanos. Los
aliados de la O T A N se apresuraron a condenar la acción de MacArthur,
pues no había consultado con ellos, y sólo el veto de Estados Unidos
impidió que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas revocara de
inmediato la decisión, tomada seis meses antes, de autorizar una ac­
ción militar en defensa de Corea del Sur. La Unión Soviética, sometida
a intensas presiones por parte de su aliado chino para responder con
sus propias armas atómicas, lanzó a Estados Unidos un ultimátum de
cuarenta y ocho horas para poner fin a todas las operaciones militares
en la península de Corea o afrontar «las más severas consecuencias».
Expirado este plazo, el 2 de diciembre dos bombarderos soviéticos
despegaron de Vladivostok equipados cada uno con una bomba atómi­
ca primitiva pero en perfectas condiciones operativas. Sus objetivos eran
las ciudades surcoreanas de Pusan e Inchon, ambos enclaves críticos
para el suministro de las tropas de Naciones Unidas. Apenas quedó
nada tras el lanzamiento de las bombas. Ante un número de bajas que
duplicaba el producido por sus ataques contra el ejército chino, y con
su cadena logística casi completamente destruida, MacArthur ordenó
a los bombarderos estadounidenses estacionados en Japón un ataque
atómico sobre Vladivostok y las ciudades chinas de Shenyang y Harbin.
La noticia provocó disturbios contra Estados Unidos en todo Japón
— que también se hallaba en el radio de alcance de los bombarderos so­
viéticos— , en tanto que Gran Bretaña, Francia y los países del Benelux
anunciaban su retirada de la Alianza Atlántica. Esperarían para ello a
que se detectaran nubes en forma de hongo sobre las ciudades alemanas
de Frankfurt y Hamburgo, tal como, parafraseando a Kurt Vonnegut,
podría haber ocurrido.2-
Pero nada de esto llegó a ocurrir. Sólo el intercambio que tuvo lugar
durante la rueda de prensa y los acontecimientos descritos en el primer
párrafo sucedieron realmente. Lo siguiente es pura ficción. De hecho, la
Administración Truman se apresuró a tranquilizar a la prensa, al país,
a sus aliados e incluso a sus enemigos, asegurando que el presidente no
había elegido bien sus palabras, pues no había ningún plan de utilizar
bombas atómicas en Corea ni estaba previsto que los mandos militares
pudieran revocar unilateralmente esta decisión. Pese al impacto que

64
tuvo en Estados Unidos esta humillante derrota militar, la peor desde
la Guerra Civil, la Administración decidió limitar la guerra en Corea,
aun cuando ello implicara un impasse por tiempo indefinido. Cuando
en abril de 1 9 5 1 quedó claro que M acA rthur no coincidía con esta
política, Truman se apresuró a relevarlo del mando.
Los combates se prolongaron dos años más, en condiciones similares
a las de la lucha de trincheras de la Primera Guerra Mundial. Para cuan­
do chinos, estadounidenses y sus respectivos aliados coreanos acordaron
finalmente un armisticio, en julio de 19 5 3 , la guerra había devastado la
península sin que ninguno de los dos bandos se alzara claramente con
la victoria: la frontera entre las dos Coreas apenas había cambiado con
respecto a 19 50 . Según datos oficiales, 36.568 estadounidenses murieron
en combate. Resulta imposible calcular las bajas restantes con la misma
precisión, si bien es probable que cerca de 600.000 combatientes chinos
y casi dos millones de coreanos, entre civiles y militares, perecieran en
los tres años de guerra.? El único resultado decisivo del enfrentamiento
fue el precedente que estableció: aunque llegara a producirse un conflic­
to sangriento y prolongado entre países provistos de armas nucleares,
éstos no se decidirían a utilizarlas.I

El totalitarismo no era ni mucho menos el único motivo de temor para


el mundo cuando terminó la Segunda Guerra Mundial en 19 4 5 . Las
armas que provocaron la rendición japonesa (las bombas atómicas lan­
zadas sobre Hiroshima y Nagasaki) causaron tanta preocupación como
asombro pues, si una sola bomba era capaz de destruir una ciudad
entera, ¿qué cabía esperar para las guerras futuras? N o abundaban en
el pasado los ejemplos de que las armas se desarrollaran para no ser
utilizadas a continuación; el único precedente significativo era el del gas
en la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de su uso extenso
e incontrolado durante la Primera. En el resto de los casos, desde los
arcos y las flechas, pasando por la pólvora y la artillería, hasta los sub­
marinos y los bombarderos, siempre se hallaron ocasiones para hacer
uso de ellas.
La bomba atómica, sin embargo, no se parecía a ninguna otra arma

65
anterior. Era, según señaló el estratega estadounidense Bernard Brodie
en 19 4 6 , «varios millones de veces más potente,1en equivalencia kilo a
kilo, que cualquiera de los explosivos conocidos hasta la fecha».4 Su uso
generalizado podía cambiar literalmente la naturaleza de la guerra, pues
ponía en peligro no sólo las líneas del frente, sino también las líneas de
suministros y los complejos urbanos e industriales que las sustentaban.
Los combates debían circunscribirse al campo de batálláT.
Las guerras habían existido a lo largo de toda la historia. Acompa­
ñaron a las primeras tribus en sus asentamientos y persistieron mientras
surgían las ciudades, las naciones, los imperios y los Estados modernos.
Sólo variaban en cuanto a los medios disponibles, pues a medida que
avanzaba la tecnología aumentaba la capacidad letal del armamento,
con el resultado de que los gastos de la guerra eran proporcionales a
su tamaño. La primera guerra de cuyos detalles tenemos conocimiento
(la Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta en el siglo v a. de
C.) causó la muerte de unas 250.000 personas. Este número bien pudo
multiplicarse por 3 00 en el caso de las dos guerras mundiales del siglo
xx. La propensión a la violencia que impulsó estos conflictos y todos
los que mediaron entre ellos no experimentó grandes variaciones, tal
como predijo Tucídides, «siendo como es la naturaleza humana».* La
diferencia llegó con las «mejoras» armamentísticas, que incrementaban
el número de muertos.
Esta siniestra tendencia llevó al gran estratega prusiano Cari von
Clausewitz en el período posterior a las guerras napoleónicas a lanzar
la advertencia de que los Estados que recurrían a una violencia ilimi­
tada podían terminar consumidos por ella. Si el fin de la guerra era la
seguridad del Estado — ¿cómo no iba a serlo?— , las guerras debían ser
limitadas. A esto se refería Clausewitz cuando insistía en que la guerra
es «una prolongación de la política por medios distintos... La finalidad
de la política es el objetivo, la guerra es el medio para alcanzarlo, y el
medio no puede considerarse nunca separado de sus fines».6 Los pro­
pios Estados podían convertirse en víctimas de la guerra si las armas
llegaban en algún momento a ser tan destructivas como para poner en
riesgo los fines que se perseguían con la batalla. En tales circunstancias
el recurso a la fuerza podía destruir lo que debía defender.
Algo parecido ocurrió durante la primera mitad del siglo xx. Los
imperios alemán, ruso, austro-húngaro y otomano desaparecieron como

66
consecuencia de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Otros dos
imperios, el británico y el francés, salieron victoriosos, aunque seve­
ramente debilitados. La Segunda Guerra Mundial tuvo consecuencias
aún más catastróficas: no sólo la desaparición política de países ente­
ros, sino también su aniquilación física y, en el caso de los judíos, casi
su exterminio absoluto. M ucho antes de que Estados Unidos lanzara
las bombas atómicas sobre Hiroshima y N agasaki, las advertencias
de Clausewitz sobre los peligros de una guerra total habían quedado
ampliamente confirmadas.
Ñ o obstante su carácter revolucionario, estas bombas se fabrica­
ron de acuerdo con un supuesto antiguo y familiar: si funcionaban se
emplearían. M uy pocas de las miles de personas que participaron en el
Proyecto Manhattan pensaban que su trabajo fuera distinto del diseño
y la producción de armamento convencional. Las bombas atómicas
fueron concebidas para ser lanzadas, en cuanto estuvieran listas, sobre
cualquier objetivo enemigo.7 Es posible que la tecnología hubiera cam­
biado, no así el hábito humano de entrar en un proceso de escalada de
violencia.
Así, a los artífices de las bombas les habría sorprendido saber que
su utilización con fines militares el 6 y el 9 de agosto de 19 4 5 sería la
primera y la última en el siglo xx. A medida que los medios para librar
nuevas guerras producían un crecimiento exponencial de su capacidad
destructiva, la posibilidad de nuevos enfrentamientos disminuía hasta
desaparecer en última instancia. La naturaleza humana sí cambiaba,
en contra de la lección extraída por Tucídides de la mayor guerra de
su época, y fue el impacto que produjo lo ocurrido en Hiroshima y
Nagasaki lo que inició este proceso de cambio.I

II

El cambio exigía liderazgo, y los pasos más importantes en este sentido


llegaron del único individuo que hasta la fecha había ordenado el uso
de armas nucleares para matar. Harry S. Traman sostuvo el resto de su
vida que aquella decisión nunca le había quitado el sueño, si bien su
comportamiento sugiere lo contrario. El día que se realizó la primera
prueba nuclear en el desierto de Nuevo México, el presidente escribió

67
una nota personal en la que especulaba que «las máquinas se anticipan
en varios siglos a la moral, y es posible que para cuando la moral las
alcance no exista ya ninguna necesidad de armas». Un año más tarde
enmarcaba sus preocupaciones en un contexto más amplio: «El animal
humano y sus emociones no cambian demasiado de una época a otra.
Ahora debemos cambiar si no queremos enfrentarnos a una destruc­
ción absoluta y total y ver cómo los insectos se apoderan de la tierra
o ésta se transforma en un planeta sin atmósfera».8 «Es terrible — dijo
a un grupo de consejeros en 19 4 8 — , ordenar el uso de algo [...] tan
horrorosamente destructivo [...], mucho más destructivo que cualquier
cosa conocida [...]. Por eso debemos dar a estas armas un tratamiento
distinto al que damos a los rifles, los cañones o a cualquier otro arma­
mento convencional.»9
Sus palabras eran prosaicas — Truman era un hombre práctico— ,
pero tenían implicaciones revolucionarias. Los líderes políticos casi
siempre habían delegado en sus mandos militares la elección de las
armas en caso de guerra, sin reparar en la destrucción que pudieran
provocar. Las advertencias de Clausewitz apenas alteraron esta tenden­
cia en el curso de los años. Lincoln dio luz verde a sus generales para
que hicieran lo que fuese con tal de derrotar a la Confederación: cerca
de 600.000 estadounidenses murieron en la Guerra Civil. Fueron muy
pocas las limitaciones que los poderes civiles impusieron a los militares
en la Primera Guerra Mundial, de ahí que sus consecuencias resultaran
devastadoras: un número cercano a 2 1.0 0 0 soldados británicos per­
dieron la vida en un solo día — la mayoría en tan sólo una hora— en
la Batalla del Somme. Durante la Segunda Guerra Mundial, decenas
de civiles morían en plena noche a consecuencia de los bombardeos
estratégicos anglo-estadounidenses, sin que nadie despertara a Churchill
o a Roosevelt cada vez que esto ocurría. El propio Truman permitió
que la Fuerza Aérea determinara cuándo y cómo lanzar las primeras
bombas atómicas: los nombres de «Hiroshima» y «Nagasaki» eran tan
desconocidos para él como para el resto del mundo antes de los bom­
bardeos.10
A raíz de este momento, Truman exigió sin embargo un cambio
radical con respecto a las prácticas anteriores. Insistió en que fuera un
organismo civil, no los militares, quien controlara el acceso a las bom­
bas atómicas y la fabricación de nuevo armamento. En 19 4 6 propuso

68
asimismo que todo el arsenal atómico, así como los medios para su pro­
ducción, quedaran en manos de Naciones Unidas, si bien en virtud del
Plan Baruch (así llamado por su ideólogo, el estadista Bernard Baruch)
Estados Unidos no renunciaría a su monopolio en tanto se habilitara
un sistema de inspecciones internacionales con todas las garantías. En
el intervalo, y pese a las reiteradas peticiones de sus estrategas militares
cuya frustración iba en aumento, Truman se negó a desvelar en qué cir­
cunstancias serían autorizados a utilizar bombas atómicas en cualquier
guerra futura. La decisión seguiría siendo prerrogativa presidencial;
no quería Truman que «algún apuesto teniente coronel decidiera el
momento oportuno para lanzar una bomba».11
La posición del presidente no estaba exenta de contradicciones. Im­
pedía la integración de las armas nucleares en las fuerzas armadas, no
explicaba el uso que Estados Unidos pudiera hacer de su monopolio
nuclear para inducir una actitud de mayor cooperación política en la
Unión Soviética e impedía cualquier intento de disuasión: la Adminis­
tración confiaba en que, a la vista de la amenaza, Stalin se abstendría
de aprovechar la superioridad convencional del Ejército Rojo en Euro­
pa, aunque no se entendía cómo, pues el Pentágono quedaba excluido
incluso de la información relativa a la cantidad y capacidad de su ar­
senal. Es muy probable que durante los primeros años de la posguerra
la inteligencia soviética tuviera más información acerca de las bombas
atómicas estadounidenses que el propio Estado M ayor del país. Los
espías de M o scú :— que ya se habían infiltrado en las altas esferas de la
inteligencia británica— eran muy eficaces, mientras la determinación
de Truman de mantener la supremacía civil sobre su propio estamento
militar era ciertamente sólida.12.
Estos errores resultaron a la larga menos graves que los anteriores
en los que Truman había incurrido. Al negar a los militares el control
de las bombas atómicas reforzaba la autoridad civil sobre los combates
y, sin haber leído a Clausewitz — al menos que sepamos— , el presidente
recuperó para su época el principio fundamental de este estratega: que la
guerra debe ser un instrumento de la política y no a la inversa. N o había
en la trayectoria de Truman nada que permitiese augurar esta actitud.
Su experiencia militar era la de un capitán de artillería en la Primera
Guerra Mundial. Había fracasado en los negocios y había triunfado en
la política, sin ser un político brillante. Nunca habría llegado a la pre-

69
sidencia si Roosevelt no lo hubiera sacado del Senado para nombrarlo
vicepresidente en 19 4 4 y hubiera muerto poco después.
Tram an contaba sin embargo con una ventaja excepcional para
imponer la estrategia de Clausewitz: tras el lanzamiento de la bomba
atómica en agosto de 19 4 5 , una sola orden suya bastaba para provocar
mayor muerte y destrucción de las generadas por ningún individuo en
toda la historia. Fue la cruda realidad objetiva lo que permitió a un
hombre ordinario hacer algo extraordinario: invertir una antiquísima
pauta de conducta humana, cuyos orígenes se pierden en la bruma del
tiempo, como era que las armas se fabrican para ser utilizadas.

III

Que la situación durase no dependía exclusivamente de Traman. Alar­


mados por la cantidad de tropas que el Ejército Rojo tenía en Europa,
frente al escaso número de efectivos de Estados Unidos y sus abados,
los estrategas del Pentágono no tuvieron más opción que la de confiar
en que su comandante en jefe autorizara el uso de armas atómicas en el
caso de que la Unión Soviética intentase ocupar el resto del continente.
Es probable que esta actitud fuera correcta: el propio Traman reconoció
en 19 4 9 que, de no haber sido por la bomba «los rusos habrían tomado
Europa hace mucho tiempo».1? Dicho de otro modo, la respuesta de
Stalin era decisiva para determinar cómo sería una guerra futura.
Truman y sus asesores confiaban en que Stalin se percatara del po­
der de la bomba atómica y en consecuencia moderase sus ambiciones.
Animaron a los oficiales soviéticos a dar un paseo por las ruinas de
Hiroshima y les permitieron presenciar las primeras pruebas nucleares
realizadas en el Pacífico después de la guerra, en el verano de 19 4 6 . El
propio presidente estaba convencido de que «si logramos que Stalin y
sus muchachos lo vean, no habrá otra guerra».14 La fe de Truman en el
poder de una demostración visual subestimaba al viejo dictador, a quien
la experiencia había enseñado desde antiguo a no mostrar sus temores,
por más que los tuviera.
La existencia de estos temores resulta hoy evidente: la bomba ató­
mica era «un arma poderosa [...], ¡muy poderosa!», admitió Stalin en
privado.1? Su preocupación lo llevó a poner en marcha un plan a gran

70
escala para fabricar una bomba soviética, lo que representaba para la
arruinada economía de su país una carga considerablemente superior
a la que el Proyecto Manhattan había supuesto para Estados Unidos,
si bien los trabajos forzados, así como el desprecio absoluto de los
peligros para la salud y el medio ambiente eran rutina en la Unión So­
viética. Stalin rechazó el Plan Baruch — merced al cual Truman ofrecía
someter su arsenal atómico al control de Naciones Unidas— para evitar
inspecciones en territorio soviético. Le preocupaba la posibilidad de un
ataque preventivo sobre las instalaciones donde los soviéticos fabrica­
ban su bomba antes de que ésta estuviera a punto, una preocupación
injustificada a la vista de la escasa confianza de Washington en ganar
la guerra que podría haberse producido, aun cuando contara con el
monopolio atómico.16
Puede que los temores de Stalin lo llevaran asimismo a permitir la
apertura de un corredor aéreo durante el bloqueo de Berlín para actuar
sin obstáculos. Tal vez supiera, por sus espías, que los B-2.9 enviados por
Truman a Europa cuando se produjo esta crisis no estaban equipados
para el transporte de bombas atómicas; pero también sabía que derribar
un avión estadounidense podía provocar una respuesta con auténticos
bombarderos atómicos, y veía con pesimismo las consecuencias de un
ataque de estas características. Estados Unidos había arrasado Dresde
en 19 4 5 sin necesidad de bombas atómicas. ¿Qué podía hacer Moscú,
ahora que las tenía P1? Poco antes de que la Unión Soviética realizara
su primera prueba nuclear, Stalin dijo a una delegación china: «Si los
líderes permitimos una tercera guerra mundial, el pueblo ruso no lo
comprenderá. Incluso podría sublevarse. Por subestimar su esfuerzo
y su sufrimiento durante la guerra y después de ésta. Por tomarlo a la
ligera».18
Stalin debía ocultar sus temores, no fuera que sus enemigos ter­
minasen por descubrir su angustia. «Las bombas atómicas son para
asustar a los que tienen los nervios débiles», afirmó con desdén en una
entrevista ofrecida en 19 4 6 , a sabiendas de que Truman y sus asesores
la leerían.19 En el curso de los años siguientes la intransigencia preva­
leció sobre la cooperación en la diplomacia soviética: la palabra más
eficaz en la mayoría de las negociaciones era, al parecer, ¡nyet! N o se
aprecia claramente que Estados Unidos obtuviera ninguna ventaja po­
lítica de su monopolio nuclear, al margen del caso aislado del bloqueo

71
de Berlín. «Intentan asustarnos con la bomba atómica, pero no nos dan
miedo», aseguró Stalin a la misma delegación chiná a la que previno de
los peligros de una nueva guerra.10 Puede que su afirmación no fuera
cierta, pero su estrategia tenía sentido: había calculado sagazmente que
la bomba atómica era un arma casi inútil, salvo que de verdad estallara
una guerra.
Pese a todo, esta conclusión no bastó para mitigar sus temores
cuando en agosto de 1 9 4 9 los científicos soviéticos le proporcionaron
su propia bomba. «Si nos hubiéramos retrasado con [la prueba de] la
bomba atómica un año o año y medio, tal vez habríamos terminado
viendo cómo “ se probaba” contra nosotros.» Por esa misma época Sta­
lin formuló una observación más intrigante: «Si estallara una guerra, el
uso de las bombas atómicas dependería de los Truman y los Hitler en
el poder. El pueblo no permitirá que gente como ellos ostente el poder.
Difícilmente puede usarse una bomba atómica sin desencadenar el fin
del mundo».11
Es comprensible que Truman no lo entendiera: el presidente se guar­
dó sus dudas sobre la bomba atómica con tanto celo como Satlin guar­
daba sus temores. Sorprende en todo caso esta expresión de fe en el
pueblo estadounidense por parte del dictador soviético, si bien coincide
con esa otra posible «sublevación» del pueblo soviético caso de verse
expuesto a una nueva guerra. M ás extraordinaria todavía es la visión de
Stalin de que la bomba atómica podría suponer el fin del mundo, pues
de haberlo sabido Truman, sin duda habría coincidido plenamente. Los
«muchachos» de Moscú al parecer pensaban lo mismo.
Es posible que la posesión de una bomba atómica transforme a
quienes la poseen, sean quienes sean, en seguidores de Clausewitz. La
guerra debe ser un instrumento de la política, al margen de las diferen­
cias culturales, ideológicas, nacionales o morales, puesto que con armas
tan poderosas la alternativa puede ser la aniquilación total.IV

IV

La preocupación de la Administración Truman en el deprimente invier­


no de 1 9 5 0 a 1 9 5 1 no era tanto la perspectiva de aniquilación nacio­
nal o global como la posibilidad de que las tropas estadounidenses y

72.
surcoreanas fueran barridas por los cientos de miles de militares chinos
que lás perseguían — no hay otro modo de expresarlo— , obligándolas
a replegase en la península coreana. A finales de 1 9 5 0 Estados Unidos
contaba con 369 bombas atómicas operativas, todas ellas fácilmente
transportables desde las bases en Japón y Okinawa hasta los campos
de batalla coreanos o las líneas de suministro chinas. La Unión Sovié­
tica acaso no contara con más de cinco bombas por aquel entonces, y
sin duda no serían tan eficaces como las estadounidenses.22 ¿Por qué
entonces, con esta ventaja de 7 4 a 1 , Estados Unidos no empleó su su­
premacía nuclear para evitar la peor derrota militar sufrida en casi cien
años?
La convicción de Truman de que las bombas atómicas eran distin­
tas de todas las armas convencionales establecía un rechazo inicial a
su uso, aunque también podría haberse impuesto la necesidad militar:
si hubiera llegado a producirse una invasión soviética de Europa, el
desenlace habría sido casi sin duda inevitable. N o obstante, había difi­
cultades prácticas que desalentaban el uso de las bombas nucleares en
Corea. Una de ellas era sencillamente el problema de adonde dirigirla.
La bomba atómica se diseñó para ser utilizada contra ciudades, com­
plejos industriales, instalaciones o redes de transporte. Apenas había
nada de esto en la península coreana, donde las fuerzas de Naciones
Unidas se enfrentaban a un ejército que avanzaba esencialmente a pie,
portando sus propios suministros por primitivas carreteras e improvi­
sados caminos de montaña. «¿Dónde caería?», quiso saber un general
estadounidense. La respuesta no estaba clara, como tampoco parecía
evidente que lanzar una, varias o muchas bombas en tales circunstan­
cias pudiera ser decisivo.2?
Cabía la posibilidad de bombardear ciudades, industrias e instala­
ciones militares chinas al norte del río Yalu, y la Administración Tru­
man abordó un plan para poner en marcha esta operación, llegando a
transferir armas atómicas sin montar a sus bases del Pacífico occidental
en la primavera de 1 9 5 1 . El precio político habría sido sin embargo
demasiado alto. En palabras de un historiador: «Los aliados europeos
de Washington estaban aterrados ante la posibilidad de que la guerra
pudiera extenderse».^ Un ataque atómico contra China podía provocar
la intervención de la Unión Soviética — puesto que existía un tratado
chino-soviético de mutua defensa— , en cuyo caso Estados Unidos nece-

73
sitaría emplear sus bases en Europa occidental para alcanzar objetivos
soviéticos, y esto dejaría a los países de la O T A N expuestos a repre­
salias aéreas o incluso a una invasión a gran escala por vía terrestre. :
Habida cuenta de que la capacidad militar de la alianza era mínima
por aquel entonces, el uso de la bomba en Corea podía significar en
última instancia su repliegue forzoso como mínimo hasta el Canal de
la Mancha o aun más allá.
Otra de las razones para que no llegara a lanzarse la bomba atómica
en Corea guarda relación con la situación militar del país. En la prima­
vera de 1 9 5 1 las tropas chinas se quedaron sin suministros, y las fuerzas
de Naciones Unidas — esta vez bajo el mando del general Matthew B.
Ridgway— pasaron a tomar la ofensiva. N o lograron recuperar mucho
terreno, pero sí estabilizar el frente de batalla ligeramente por encima
del paralelo 38. Este hecho allanó el camino para una diplomacia dis­
creta a través de canales soviéticos, lo que permitió que en el mes de
julio se iniciaran las conversaciones para el armisticio. Sin embargo,
las negociaciones no fructificaron, y la guerra se prolongó otros dos
años, con gran coste para todos los combatientes y el pueblo coreano,
aunque sirvieron al menos para establecer el principio de que la guerra
no se extendería ni se utilizarían bombas atómicas.
El papel de Stalin en toda esta situación resulta ambiguo. Había sido
él quien inició la guerra coreana, autorizando la invasión de Corea del
Norte. La rápida respuesta de Estados Unidos lo pilló desprevenido y,
cuando todo parecía indicar que las tropas de M acArthur estaban a
punto de llegar al río Yalu, Stalin presionó a China para que intervinie­
ra en la confrontación, pues en caso contrario habría tenido que aban­
donar a Corea del Norte.25 El líder soviético aceptó la posibilidad de
que el enfrentamiento quedara en tablas al aprobar las conversaciones
para el fin de la guerra, aunque también veía las ventajas de mantener
a Estados Unidos ocupado militarmente en Asia oriental; por eso las
negociaciones se desarrollaron despacio. «La prolongación de los com­
bates — le explicó a M ao— ofrece a las tropas chinas la posibilidad de
estudiar las técnicas de la guerra contemporánea en el cambo de batalla,
además de desestabilizar el régimen de Truman en Estados Unidos y
dañar el prestigio militar de la alianza anglo-estadounidense.»26 En el
otoño de 1 9 5 2 chinos y norcoreanos estaban agotados por la guerra y
realmente dispuestos a ponerle fin, pero Stalin insistió en continuarla.

74
Sólo tras la muerte del líder sus sucesores aprobaron un alto el fuego,
que tuvo lugar en jubo de 1 9 5 3 .
N o hubo por tanto un enfrentamiento militar directo entre Estados
Unidos y la Unión Soviética en Corea, o al menos eso pareció durante
años. Pruebas recientes han obligado a revisar esta conclusión, pues otra
de las maniobras de Stalin consistió en autorizar el uso de aviones de
combate soviéticos, pilotados por mÜitares soviéticos, sobre la península
coreana, donde coincidieron con aviones de combate pilotados por es­
tadounidenses. De ahí que, a la postre, la Guerra de Corea sí fuera una
guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética; sólo en esta ocasión
las dos superpotencias se enfrentaron durante lá Guerra Fría. Ambos
bandos mantuvieron silencio. La Unión Soviética jamás publicitó su
intervención en estos combates aéreos, y Estados Unidos, plenamente
consciente de la situación, optó por hacer lo mismo.2? Juzgaban nece­
sario, aunque también peligroso, enfrentarse en combate, de ahí que
acordaran tácitamente encubrir el enfrentamiento.

La insólita idea de fabricar armas para no utilizarlas no puso freno a


la creencia general en la necesidad de explorar nuevas tecnologías con
fines militares. Fue esto lo que llevó a un grupo de científicos atómicos
estadounidenses, tras la prueba nuclear soviética en agosto de 19 4 9 , a
informar a Truman sobre un hecho del que éste no tenía conocimiento:
la posibilidad de construir una bomba termonuclear o superbomba.
El funcionamiento del artefacto no residiría en la división del átomo
—como hacía la bomba atómica— sino en su fusión. La explosión esti­
mada sería de tal magnitud que nadie fue capaz de decirle al presidente
qué usos podría tener un arma de semejantes características en caso de
guerra. Esto suscitó la oposición de Kennan, así como la de J. Robert
Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan, y otros asesores de
alto nivel, que no entendían cómo un arma potencialmente apocalíptica
encajaba en los postulados de Clausewitz, en el sentido de que las ope­
raciones militares no debían destruir lo que se proponían defender.2-8
Los partidarios de la superbomba no defendieron sin embargo su
posición en términos bélicos. Argumentaron que las armas termonu-

75
deares podían ser necesarias no militarmente sino psicológicamente.
N o contar con ellas podía producir el pánico de Occidente en el caso de
que la Unión Soviética llegara a desarrollarlas. Tenerlas proporcionaría
seguridad y disuasión: las ventajas que Stalin pudiera haber obtenido
de su bomba atómica quedarían anuladas, y Estados Unidos siempre
iría por delante en la carrera armamentista nuclear. Pero, ¿y si ambos
bandos desarrollaban estas superbombas? Traman concluyó que esta
posibilidad sería preferible a que la Unión Soviética ostentara el mono­
polio de la bomba termonuclear.
El presidente decidió al fin que, si Estados Unidos podía fabricar lo
que empezaba a conocerse como bomba de «hidrógeno» debía hacerlo.
Quedarse atrás en cualquier modalidad de armamento, o dar la impre­
sión de que eso ocurría, podía resultar desastroso. El problema estriba­
ba ahora no tanto en cómo derrotar al adversario como en convencerlo
de no entrar en guerra. Paradójicamente esto parecía exigir el desarrollo
de armas tan poderosas que nadie en el bando estadounidense alcanza­
ba a definir sus usos militares, y persuadir simultáneamente al bando
soviético de que si la guerra llegaba a producirse este tipo de armas se
emplearían sin lugar a dudas. La sinrazón, de acuerdo con esta lógica,
era el único modo de atenerse a la razón: un arma de destrucción total
tal vez permitiera que la guerra continuara siendo un instrumento de
la política. Traman lo formuló en términos más sencillos a principios
de 19 5 0 : «Teníamos que hacerlo [fabricar la bomba], aunque nadie
quiera utilizarla. La necesitábamos aunque sólo fuera para negociar
con los rusos».2-9
Resultó que los científicos soviéticos trabajaban en el desarrollo de
su propia superbomba desde 19 4 6 . En ningún momento se centraron, al
extremo de los estadounidenses, en la diferencia entre armas de fisión y
armas de fusión. Tampoco en el hecho de que las bombas de hidrógeno
fueran infinitamente más poderosas que las atómicas vieron nada que
las hiciera menos justificables desde el punto de vista moral. Puesto que
los soviéticos se habían adelantado, la carrera en el desarrollo de arma­
mento termonuclear fue mucho más reñida que la anterior. Esta vez los
rusos no confiaron tanto en el espionaje como en su propia experiencia.
La primera prueba realizada con una bomba de hidrógeno borró del
mapa una isla del Pacífico el 1 de noviembre de 1 9 5 3 . Las explosiones
cegaron y carbonizaron los pájaros en el cielo, circunstancia que, pese

76
a las consecuencias para las aves, ofrecía un pequeño aunque significa­
tivo atisbo de esperanza para la raza humana.
Observadores soviéticos y estadounidenses, impresionados por el
fenómeno, lo recordaban en términos casi idénticos: puesto que las
superbombas no podían utilizarse sobre personas, tal como se había
hecho con la bomba atómica, correspondía a las aves indicar cuáles
podían ser sus efectos para los seres humanos. Eran canarios en el pozo
minero más peligroso que hubiera existido jamás. Los testigos confir­
maron igualmente lo que los creadores de las armas termonucleares
ya sospechaban con anterioridad: que el uso de armas de semejante
magnitud en caso de guerra era del todo irracional y estaba fuera de
lugar. «Fue como si el horizonte se borrara por completo», recuerda un
físico estadounidense. Un científico soviético afirmó que la explosión
«traspasaba cierto tipo de barrera psicológica»^0 Daba la impresión de
que ambos habían presenciado el mismo acontecimiento en lugar de dos
pruebas realizadas a 14.000 kilómetros de distancia y con un intervalo
de nueve meses; como si no existiera la rivalidad geopolítica que ya
estaba polarizando el mundo. Las leyes de la física eran las mismas, al
margen de las diferencias que dividían el planeta.V
I

VI

Todo lo anterior hizo comprender a los científicos soviéticos y esta­


dounidenses lo que Truman y Stalin ya habían empezado a percibir,
aunque ninguno era consciente de las preocupaciones del otro: que las
nuevas armas nucleares podían hacer realidad la visión de Clausewitz
de una guerra total y por tanto inútil. Pero Truman abandonó la presi­
dencia de su país en enero de 1 9 5 3 y Stalin este mundo dos meses más
tarde. El poder en Washington y M oscú quedó en manos de nuevos
líderes que no se habían enfrentado todavía a las pesadillas que provoca
la responsabiÜdad nuclear ni a la necesidad de evitar ese abismo contra
el que Clausewitz nos había prevenido.
A diferencia de su predecesor en la Casa Blanca, Dwight D. Eisen-
hower había leído a Clausewitz cuando era un joven oficial. N o tenía
la menor duda de que los medios militares debían subordinarse a los
fines políticos, si bien le parecía posible incluir entre esos medios las

77
armas nucleares. Accedió a la presidencia sin la convicción de que la
naturaleza de la guerra había cambiado radicalmente, y presionó a sus
asesores militares en repetidas ocasiones durante los últimos meses de
la Guerra de Corea para que hallaran el modo de que Estados Unidos
pudiera utilizar tanto sus armas nucleares estratégicas como las otras
armas «tácticas» recientemente desarrolladas, acabando así con el con­
flicto. Permitió además que su nuevo secretario de Estados John Foster
Dulles, lanzara la insinuación de que estos planes ya estaban en marcha.
Eisenhower esperaba objeciones de, sus aliados, como es natural, pero
«había que destruir de un modo u otro el tabú que rodea el uso de las
armas atómicas».31
Las razones del presidente eran muy sencillas: Estados Unidos no
podía permitirse nuevas guerras limitadas como la de Corea. De ese
modo la iniciativa quedaba en manos de sus adversarios, quienes po­
drían decidir el momento, el lugar y los métodos de confrontación
militar más ventajosos. En tal caso el despliegue de los recursos esta­
dounidenses se vería condicionado por el adversario, lo que mermaría la
fuerza económica de Estados Unidos además de causar la desmoraliza­
ción de sus ciudadanos. La solución era invertir la estrategia: dejar bien
claro que Estados Unidos, en lo sucesivo, respondería a las agresiones
cuándo, dónde y cómo decidiera. Y su respuesta bien podía implicar el
uso de armas nucleares. Según afirmó Eisenhower en 1 9 5 5 : «Cuando
estas armas puedan utilizarse en cualquier combate sobre objetivos es­
trictamente militares y con fines estrictamente militares, no veo ninguna
razón para que no se utilicen, exactamente igual que usaríamos una
bala o cualquier otro tipo de arma».32
Sin embargo, cuando Eisenhower formuló esta declaración, la física
de la explosión termonuclear ya había hecho añicos su lógica. El acon­
tecimiento crítico, conocido como BRAVO , fue una prueba estadouni­
dense realizada en el Pacífico el 1 de marzo de 19 5 4 . El experimento se
descontroló y el resultado fue una explosión de 1 5 megatones: el triple
de los cinco esperados o 7 5 0 veces la potencia de la bomba atómica
lanzada sobre Hiroshima. La nube radiactiva se extendió en un radio
de más de mil kilómetros, contaminó a un pesquero japonés y mató a
un miembro de su tripulación. Los detectores de radiación localizaron
residuos menos peligrosos en todo el mundo. El enfrentamiento nuclear
suscitaba una duda muy seria: si una sola carga termonuclear podía

78
tener consecuencias ecológicas a escala global, ¿cuáles serían los efectos
empleando decenas, centenares o miles de armas nucleares?
La primera respuesta llegó, curiosamente, de Georgi Malenkov, un
apparatcbik con intereses petrolíferos y odiosos antecedentes que se
vio catapultado, más por fortuna que por capacidad, al triunvirato que
sucedió a Stalin. Doce días después de la prueba B R A V O , Malenkov
sorprendió a sus propios colegas tanto como a los observadores occiden­
tales al advertir públicamente que una nueva guerra mundial con «ar­
mas modernas» significaría «el fin de la civilización». Los científicos
soviéticos confirmaron de inmediato — en un informe de alto secreto
elaborado para el Kremlin— que la detonación de tan sólo cien bombas
de hidrógeno podía «generar en todo el planeta condiciones imposibles
para la vida».?3
Una conclusión similar empezaba a perfilarse simultáneamente en la
mente de un estadista notablemente más distinguido, cuyas tendencias
pacifistas eran desconocidas hasta la fecha. El primer ministro británi­
co, Winston Churchill, ya mayor, había alentado años antes a Estados
Unidos a provocar una confrontación militar con la Unión Soviética
en tanto el primer país ostentara el monopolio de la bomba atómi­
ca.34 Tras conocerse los resultados de BR AVO , Churchill cambió radi­
calmente de opinión, señalando a su aliado Eisenhower que bastarían
apenas unas cuantas explosiones en suelo británico para transformar
su país en un lugar inhabitable. Las noticias no eran necesariamente
malas. «El nuevo terror — afirmó el antiguo defensor de la guerra en la
Cámara de los Comunes— introduce cierta equidad en la aniquilación.
Por extraño que parezca, es precisamente esta capacidad de destrucción
universal lo que nos permite albergar esperanzas, incluso mostrarnos
confiados. »35
Era sin duda chocante que líderes tan disímiles como M alenkov
y Churchill formularan la misma advertencia casi aí mismo tiempo.
Sin embargo, las consecuencias de esta «equidad en la aniquilación»
eran claras para ambos: puesto que el uso de armas nucleares en un
enfrentamiento bélico podía destruir aquello que se proponía defender,
semejante confrontación jamás debía llegar a producirse. El sentido
común a la vista del peligro nuclear se impuso una vez más sobre las
diferencias culturales, nacionales, ideológicas y morales, así como sobre
el carácter en este caso. Ninguno de estos líderes se hallaba sin embargo

79
en posición de diseñar la estrategia para la Guerra Fría: los colegas de
Malenkov en el Kremlin no tardaron en relegarlo por su derrotismo,
mientras que Churchill se vio impelido por la edad y la impaciencia de
sus subordinados a abandonar el cargo de primer ministro a comien­
zos de 19 5 5 . Equilibrar las esperanzas y los temores que la revolución
termonuclear suscitaba quedaba en manos de Eisenhower y del hombre
que destituyó a Malenkov, Nikita Jruschov.

VII

Eisenhower cumplió con esta exigencia de un modo exquisito, aunque


aterrador, pues era el estratega más sutil, al tiempo que el más brutal,
de la era atómica. Las consecuencias físicas de las explosiones termo­
nucleares le horrorizaban tanto como a Malenkov y a Churchill: «Una
guerra atómica destruirá la civilización — insistió varios meses después
de la prueba BRAVO — . Provocará millones de muertos [...]. Si el Kre­
mlin y Washington llegan a enzarzarse en una guerra, los resultados
serán a tro c e s» .C u a n d o en 19 5 6 se le comunicó que un ataque sovié­
tico contra Estados Unidos acabaría con el Gobierno y mataría al 65
por ciento de la población estadounidense, Eisenhower reconoció que
«sería literalmente como resurgir de las cenizas para volver a empezar».
Poco después, el presidente le recordaba a un amigo que «la guerra
exige combate». Pero ¿de qué clase de combate hablamos cuando «el
resultado se acerca tanto a la destrucción del enemigo como al propio
suicidio»? En 19 5 9 afirmó en tono sombrío que si llegaba a producirse
una guerra «ya podemos salir a matar a todo el que se cruce con noso­
tros y pegarnos un tiro a continuación».3?
Estos comentarios parecían completamente impropios de un hom­
bre que hasta entonces había defendido el uso de las armas nucleares
en caso de guerra, «exactamente igual que una bala o cualquier otro
tipo de arma». Con esta clase de observaciones parecía insinuar que,
si de verdad había alguien tan estúpido para disparar una «bala» nu­
clear contra el enemigo, la misma bala lo alcanzaría a él. La posición
de Eisenhower se asemeja a la de Malenkov y Churchill excepto en un
punto: su insistencia en que Estados Unidos debía prepararse al mismo
tiempo para una guerra nuclear total.

80
Esta visión alarmaba incluso a sus colaboradores más próximos.
Todos coincidían en que una guerra nuclear sería catastrófica, pero tam- -
bién les preocupaba que Estados Unidos y sus aliados no fueran capaces
de igualar la potencia militar de la Unión Soviética, China y sus aliados
comunistas en número de efectivos humanos. Descartar por completo el
uso de las armas nucleares Suponía una invitación a un enfrentamiento
convencional del que Occidente nunca saldría victorioso. La solución,
a juicio de la mayoría, era la guerra nuclear «limitada». Diseñar es­
trategias que permitieran a Estados Unidos imponer su superioridad
tecnológica sobre el contingente militar del mundo comunista, de tal
modo que los adversarios se convencieran de la dureza de la respuesta
cualquiera que fuese el plano de enfrentamiento elegido, y evitar así el
suicido.
En 1 9 5 7 , cuando Eisenhower iniciaba su segundo mandato presi­
dencial, este consenso se amplió al secretario de Estado Dulles, la mayo­
ría de la Junta de Jefes del Estado M ayor y la emergente comunidad de
estudios estratégicos, al tiempo que el joven Henry Kissinger presentaba
lo que se dio en llamar «respuesta flexible» en un influyente libro titu­
lado Armas nucleares y política internacional. El postulado crítico de
esta corriente de pensamiento radicaba en que, a pesar de su potencial
destructivo, las armas nucleares podían seguir siendo un instrumento
racional tanto para la diplomacia como para la guerra. Todavía era
posible acomodarlas al principio de Clausewitz, según el cual el uso de
la fuerza — incluso las amenazas de recurrir a la fuerza— debía plegarse
a los objetivos políticos en lugar de aniquilarlos.
Por eso resultó de lo más sorprendente que Eisenhower rechazara
con tanta intensidad este concepto de guerra nuclear limitada. Incluso
en el caso de «una guerra bonita y dulce como la Segunda Guerra M un­
dial — espetó en cierta ocasión— sería a b s u r d o » .S i la guerra llegaba
a producirse, bajo cualquiera de sus formas posibles, Estados Unidos
pelearía con todo su arsenal disponible, porque la Unión Soviética se­
guramente haría lo mismo. El presidente se aferró a este argumento,
aunque reconocía el precio moral de ser el primero en lanzar un ataque
con armas nucleares, así como el daño ecológico y la imposibilidad de
evitar una represalia devastadora. Eisenhower parecía instalado en el
rechazo, como si hubiera caído en una especie de autismo nuclear, ne­
gándose a escuchar el consejo de las mentes más dotadas.

81
Un análisis con perspectiva sugiere que tal vez fuese Eisenhower la
mente más dotada* pues comprendía mejor que sus colaboradores la
verdadera realidad de la guerra. A fin de cuentas, ninguno de ellos ha­
bía organizado con éxito la primera invasión al otro lado del Canal de
la Mancha desde 16 8 8 , ni liderado los ejércitos que liberaron Europa
occidental. Tampoco ninguno de ellos había leído a Clausewitz con
tanta atención como él. Este gran estratega sin duda había insistido
en que la guerra debía ser un instrumento racional de la política, pero
sólo porque sabía de la facilidad con que factores irracionales como la
emoción, las tensiones y el miedo pueden provocar en las guerras una
escalada de violencia sin sentido. De ahí que invocara la abstracción de
una guerra total para intimidar a los hombres de Estado y obligarles a
limitar las guerras, de manera que sus países pudieran sobrevivir.
Eisenhower tenía el mismo propósito que Clausewitz, pero a dife­
rencia de éste vivía en una época en la que las armas nucleares habían
transformado la guerra total de una simple abstracción en posibilidad
harto real. Y como nadie podía tener la certeza de que las emociones,
las fricciones y el miedo no provocaran una escalada de violencia sin
fin aun en las guerras limitadas, era imprescindible obstaculizar esta
clase de guerras: es decir, «no» prepararse para ellas. He ahí la razón
por la que Eisenhower, el último seguidor de Clausewitz, insistiera en
prepararse «sólo» para la guerra total. Su intención era impedir cual­
quier tipo de guerra.39V
I

V III

Había fundadas razones para preocuparse por la influencia de la emo­


ción, la fricción y el miedo en la estrategia de la Guerra Fría. La Unión
Soviética había realizado su primera prueba con una bomba termonu­
clear, lanzada desde el aire, en noviembre de 1 9 5 5 , y para entonces ya
contaba con bombarderos de largo alcance capaces de impactar sobre
objetivos estadounidenses. En agosto de 1 9 5 7 lanzó con éxito el primer
misil balístico intercontinental, y el 4 de octubre del mismo año hizo
uso de otro de estos misiles para poner en órbita el Sputnik, el primer
satélite artificial terrestre. N o hacía falta ser un experto en cohetes
para predecir cuál sería el paso siguiente: dotar a este tipo de misiles de

82
caberas nucleares capaces de alcanzar cualquier objetivo en territorio
estadounidense en tan sólo media hora. Cuestión distinta era predecir
el comportamiento del nuevo líder del Kremlin.
Nikita Jruschov era un campesino con escasa formación, minero del
carbón y obrero en una fábrica, que llegó a convertirse en el protegido
de Stalin y más tarde en su sucesor, tras deponer a M alenkov y otros
rivales. Cuando llegó al poder apenas sabía nada de las armas nuclea­
res que se hallaban bajo su control, pero aprendió muy deprisa. La
perspectiva de su uso militar le horrorizaba tanto como a Eisenhower,
pues también él había visto demasiada carnicería en la Segunda Guerra
Mundial y sabía de la fragilidad de la razón en el campo de batalla.40
No estaba más preparado que el propio Eisenhower para declararse
pacifista, pero sí convencido como su homólogo estadounidense de que
este arsenal nuclear, pese a su inutilidad para la guerra, podía compen­
sar la debilidad nacional en situaciones de confrontación inminente.
Ahí terminaban las semejanzas entre ambos. Eisenhower tenía una
gran seguridad en sí mismo y controlaba en todo momento sus im­
pulsos, a su Administración y sin duda a su ejército. Jruschov, por el
contrario, era la personificación del exceso: podía ser grotesco y tempes­
tuoso, beligerante y empalagoso o inseguro y violento. Jamás conoció
la dignidad, y la política volátil del régimen posterior a Stalin nunca
le permitió estar seguro de su propia autoridad. Había además otra
diferencia entre ambos líderes. La debilidad que Eisenhower intentaba
compensar con fuerza nuclear era la inferioridad militar de Estados
Unidos y de sus aliados de la O T A N en número de efectivos humanos.
La debilidad que Jruschov confiaba corregir con su capacidad nuclear
era su propia incapacidad nuclear.
La Unión Soviética, en posesión de armas nucleares razonablemente
eficaces, contaba por el contrario con un escaso número de bombar­
deros de largo alcance, que además eran primitivos y sólo capaces de
alcanzar la mayor parte de los objetivos estadounidenses en misiones
de sentido único. Y aunque Jruschov se jactaba de producir misiles
«como salchichas», en realidad tenía muchos menos de lo que intentaba
aparentar y éstos carecían de la precisión necesaria para dotarlos de
cabezas nucleares. «Sonaba bien decir en público que nuestros misiles
eran capaces de alcanzar a una mosca a cualquier distancia — reconoció
posteriormente Jruschov— . M e gustaba exagerar un poco.» Su hijo

83
Serguéi, ingeniero de misiles, lo dijo sin pelos en la lengua: «Amenazá­
bamos con misiles que no teníamos».41
Jruschov utilizó este truco por primera vez en noviembre de 19 5 6 .
Las tropas soviéticas sofocaban una rebelión en Hungría, mientras bri­
tánicos, franceses e israelíes — sin informar a Estados Unidos— se hicie­
ron con el control del Canal de Suez en un intento fallido por derrocar
al líder anticolonialista egipcio, Cam al Abdel Nasser. En él calor del
momento, y con el propósito de desviar las miradas del baño de sangre
en Budapest, Jruschov amenazó a Gran Bretaña y a Francia con sus
«misiles» si no retiraban inmediatamente sus ejércitos del Canal. Fu­
rioso por no haber sido consultado, Eisenhower ordenó a sus aliados la
retirada de Suez so pena de severas sanciones económicas. Sin embargo,
puesto que las amenazas de Eisenhower no fueron públicas, el nuevo
líder del Kremlin concluyó que la causa de la retirada eran sus soflamas
y que podía convertir esta práctica en estrategia.42-
Entre 1 9 5 7 y 1 9 6 1 Jruschov lanzó repetidas y espeluznantes ame­
nazas de aniquilación nuclear sobre Occidente. Insistía en que la capa­
cidad de los misiles soviéticos era muy superior a la de Estados Unidos
y en que podía borrar del mapa cualquier ciudad de Europa o América.
Incluso detalló el número de misiles y de cabezas nucleares necesarias
para alcanzar cada objetivo. Pero el líder soviético también intentaba
ser amable: en cierta ocasión, mientras intimidaba a su visitante esta­
dounidense, Hubert Humphrey, se detuvo para preguntar de dónde era
su invitado. Cuando éste señaló Minneapolis en el mapa, Jruschov trazó
un círculo con un gran lápiz azul y dijo: «N o olvidaré ordenar que los
misiles dejen a salvo esa ciudad».4?
Este comentario era lógico, al menos en la mente de Jruschov, pues
la amabilidad formaba parte de su estrategia. A diferencia de Stalin, no
creía en que la guerra fuera inevitable; su objetivo era la «coexistencia
pacífica». Se tomaba muy en serio las observaciones de sus científicos
en cuanto a los peligros medioambientales que entrañaban las pruebas
nucleares. En mayo de 19 5 8 incluso anunció una moratoria unilateral
de estas pruebas, cierto que con astuta sincronía, pues Estados Unidos
se preparaba para realizar una nueva ronda de ensayos nucleares.44
En el mes de noviembre retomó su actitud beligerante, lanzando un
ultimátum a Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia para que en el
plazo de seis meses retiraran sus tropas de los sectores que aún ocupa-

84
ban en Berlín occidental; en caso contrario transferiría el control de los
derechos de acceso occidentales — una cuestión siempre delicada tras el
bloqueo de Stalin en 19 4 8 — a los alemanes del Este. Esperaba resolver
de este modo el problema cada vez más incómodo de contar con un
enclave capitalista en el centro de la Alemania comunista, y estaba con­
vencido de que los misiles soviéticos le permitirían conseguirlo. «Ahora
que contamos con los misiles intercontinentales — le había explicado
anteriormente a M ao— podremos agarrar por el cogote a Estados Uni­
dos. Hasta hoy se han creído intocables, pero no es verdad.» Y aseguró
a sus consejeros que «Berlín era el talón de Aquiles de Occidente». Era
«el pie americano sobre Europa, gravemente herido». M ás tarde recu­
rrió a una metáfora anatómica más sorprendente: «Berlín constituye
los testículos de Occidente. Cuando quiera oír cómo grita Occidente,
apretaré en Berlín».45
Pero sólo apretó hasta cierto punto, porque también deseaba una
relación más estable entre las superpotencias, además de respeto para su
país y su persona... y la oportunidad de visitar Estados Unidos. Cuando
Eisenhower se negó a ceder sobre Berlín, aunque extendió de mala gana
la invitación largamente esperada, Jruschov cazó al vuelo la ocasión de
recorrer el país que amenazaba con calcinar. «Esto es increíble — le dijo
a su hijo Serguéi— . Ahora tendrán que tomarnos en cuenta. Es nuestra
fuerza lo que ha conducido a esta situación [...], están obligados a re­
conocer nuestra existencia y nuestro poder. ¿Quién se iba imaginar que
los capitalistas me invitarían a mí, a un trabajador?»46
La visita de Jruschov a Estados Unidos en septiembre de 19 5 9 fue
una extravagancia surrealista. Preocupado por comportarse correcta­
mente, aunque también por recibir un buen trato, decidió no dejarse
impresionar por nada de lo que viera, pero de convencer asimismo a
sus anfitriones de que la Unión Soviética no tardaría en ponerse a su
altura. Insistió en volar a Washington en un avión nuevo que aún no
había sido probado, con intención de intimidar con el tamaño de la
aeronave. Durante el brindis en la Casa Blanca reconoció la riqueza de
Estados Unidos, pero predijo: «Mañana nosotros seremos igual de ricos.
¿Y pasado mañana? ¡Todavía más ricos!» Compareció ante los líderes
capitalistas sentado bajo un Picasso en unas dependencias municipales
de Nueva York, visitó — y se fingió impresionado por lo que allí había
visto— un plato en Hollywood, hizo mohines cuando por razones de

85
seguridad se le negó la ocasión de conocer Disneylandia, participó en
una competición de tiro con el alcalde de Los Ángeles, inspeccionó el
maíz en una granja de Iowa y discutió sobre la guerra y la paz con Ei-
senhower en Camp David... tras asegurarse de que una invitación a su
dacha era un honor en lugar de un insulto para su homólogo.47
N o surgió ningún acuerdo sustancial de estos encuentros, pero el
viaje sirvió para confirmar que la Unión Soviética tenía un nuevo líder
muy distinto de Stalin. Aún estaba por ver si por esta razón era más o
menos peligroso.

IX

Los recintos acorazados funcionan mientras nadie se asome a mirar más


allá de su coraza. La única posibilidad para Estados Unidos y sus alia­
dos de asomarse a la Unión Soviética en la época de Stalin eran sus vue­
los de reconocimiento fronterizos, los globos provistos de cámaras que
sobrevolaban el país o los espías que lograban infiltrarse en él. Ninguna
de estas medidas había dado resultado: los aviones eran interceptados
y, en ocasiones, derribados; el viento arrastraba los globos en dirección
contraria; y los espías eran detenidos, encarcelados y a menudo eje­
cutados, pues un agente soviético, Kim Philby, resultó ser el oficial de
enlace británico con la Agencia Central de Inteligencia estadounidense
(CIA).48 La URSS de Stalin seguía siendo una sociedad cerrada y opaca
para cualquiera que intentase mirarla desde el exterior.
La estrategia de Jruschov, consistente en amenazar con misiles que
no poseía, exigía mantener esta situación. De ahí que en su primera
cumbre de Ginebra en 1 9 5 5 , Jruschov rechazara la propuesta de Ei-
senhower de permitir mutuas misiones de reconocimiento aéreo en sus
respectivos territorios. Habría sido, protestó, «como dejarles ver lo que
pasa en nuestros dormitorios».49 Jruschov no sospechaba, sin embar­
go, que Eisenhower contaba con una baza secreta para respaldar esta
política de «cielos abiertos» que no tardaría en permitirle alcanzar sus
objetivos.
El 4 de julio de 19 5 6 un nuevo avión espía estadounidense, el U-z,
realizó su primer vuelo sobre Moscú y Leningrado (San Petersburgo),
tomando excelentes fotografías desde una altura muy superior al alcan­

86
ce de los bombarderos y los misiles antiaéreos soviéticos. Ese mismo día
Jruschov asistía a la recepción anual del Día de la Independencia en los
jardines de Spaso House, la residencia del Embajador de Estados Uni­
dos en Moscú. Nunca llegó a saberse si en las fotos se veía a Jruschov.50
Estos vuelos continuaron con regularidad en el curso de los cuatro años
siguientes. Los soviéticos, que detectaban los aviones en sus radares
pero no podían derribarlos, se limitaron a protestar someramente, pues
no deseaban airear su incapacidad para controlar su espacio aéreo. Los
estadounidenses, conscientes de que estos vuelos violaban la legislación
internacional, no decían ni media palabra al tiempo que recuperaban la
bonanza para sus servicios de inteligencia.
Las fotografías del U -2 confirmaron rápidamente la inferioridad de
los bombarderos soviéticos de largo alcance. Determinar la capacidad
de los misiles precisó más tiempo, puesto que estos misiles — en las can­
tidades anunciadas por Jruschov— sencillamente no existían. A finales
de 19 59 sus ingenieros sólo contaban con seis plataformas operativas
para el lanzamiento de misiles de largo alcance. Teniendo en cuenta que
cada misil tardaba casi veinte horas en llenarse de combustible, y entre­
tanto era vulnerable a un ataque de los bombarderos estadounidenses,
el número total de proyectiles en poder de Jruschov era exactamente
de seis.51
Lo que sí tenía por entonces la Unión Soviética era un misil antiaé­
reo mejorado. «Vamos a darles una buena lección a esos sabelotodos
— le dijo Jruschov a su hijo— . Eso se hace con el puño [...]. Dejemos
que vuelvan a meter las narices por aquí.»5* Los estadounidenses así
lo hicieron, el 1 de mayo de 19 6 0 , y los soviéticos derribaron lo que
bien pudo haber sido el último vuelo de un U -z autorizado por Eisen-
hower; capturaron al piloto, Francis Gary Powers, y amenazaron con
procesarlo por espionaje. Eisenhower había llegado a la conclusión de
que los misiles de Jruschov eran un fraude, pero también empezaba a
preocuparle la vulnerabilidad del U -z. Estados Unidos estaba a punto
de poner en órbita su primer satélite de reconocimiento, y Eisenhower
confiaba con buen criterio en que este nuevo artefacto dejara obsoleto
al U-z. De ahí que cuando el avión espía fue derribado, el U -z tenía sus
días contados, pero Jruschov transformó el incidente en una crisis.
La siguiente cumbre presidencial de las dos superpotencias debía
celebrarse en París dos semanas más tarde. Jruschov asistió con el único

87
propósito de reventarla. Justo antes de salir de M oscú decidió que el
episodio del U -z impedía mantener la cooperación con una Administra­
ción sin futuro como la de Eisenhower. «Estaba cada vez más conven­
cido de que nuestro orgullo y nuestra dignidad se verían amenazados si
celebrábamos la conferencia como si nada hubiese ocurrido.»53 Decidió
esperar el relevo de Eisenhower. La decisión, aunque impulsiva, refleja­
ba una incómoda realidad; tras comprobar la calidad de lasTotografías
realizadas por el avión derribado, Jruschov comprendió que su estrate­
gia «acorazada» estaba en peligro.
John E Kennedy supo aprovecharse de esta situación. Centró su
campaña presidencial, en 19 6 0 , en denunciar el supuesto «desfase»
en cuanto al número de misiles que Eisenhower había permitido crear.
Reconocer que tal inferioridad no existía nada más tomar posesión del
cargo resultaba embarazoso. Hubo además otra serie de contratiempos
que volvieron muy incómodos los primeros meses de Kennedy en la
Casa Blanca: el fallido desembarco en la Bahía de Cochinos contra Fidel
Castro en Cuba, en abril de 1 9 6 1 ; el éxito cosechado ese mismo mes
por la Unión Soviética, con el lanzamiento del primer satélite tripulado
alrededor de la Tierra; una mal llevada cumbre en Viena, en el mes de
junio, en la que Jruschov volvió a lanzar su ultimátum sobre Berlín; y
la construcción sin objeciones del muro de Berlín en el mes de agosto.
Cuando Jruschov anunció poco después que la Unión Soviética pronto
reanudaría sus pruebas nucleares con una explosión de 10 0 megatones
— casi siete veces superior a la de BRAVO — , Kennedy no pudo resistir
por más tiempo.
Denunció la mentira de Jruschov sobre la base de nuevas y copiosas
pruebas obtenidas por los satélites de reconocimiento. Hizo saber, a
través de un portavoz, que la capacidad nuclear de la Unión Soviética y
su arsenal de misiles nunca había estado cerca de superar la de Estados
Unidos: «Contamos con una capacidad de respuesta como mínimo tan
amplia como la que ellos pueden provocar atacando primero. Tenemos
por tatito la confianza de que los soviéticos no desencadenarán un gran
conflicto nuclear. »54 Jruschov respondió con la continuación de sus
pruebas nucleares y aunque mostró cierta responsabilidad ecológica al
reducir la carga de megatones a la mitad, esto no pasaba de ser mera
pose. «Puesto que Jruschov suponía que incluso su supuesta superiori­
dad estratégica podía ser decisiva — según ha señalado su biógrafo— la

88
ventaja real de Estados Unidos era doblemente nociva: Jruschov no sólo
perdía el instrumento de presión que había estado utilizando durante
cuatro años, sino que éste se hallaba ahora en manos de los estadouni­
denses. »55

Los historiadores creyeron durante años que fue esta circunstancia (el
descubrimiento de lo que se escondía bajo la poderosa fachada de la
URSS) lo que en 1 9 6 2 llevó a Jruschov a un desesperado intento de
recuperación, con el envío a Cuba de misiles de medio alcance, de los
que disponía en abundancia. «¿Por qué no meterle un erizo al Tío Sam
en los calzones?», dijo en el mes de abril, señalando que la Unión So­
viética tardaría una década en igualar la capacidad de los misiles de
largo alcance estadounidenses.*6 H oy se sabe, sin embargo, que ésta no
fue la razón principal por la que el líder soviético tomó tal decisión, lo
cual revela la facilidad con que los historiadores se apresuran a sacar
conclusiones. La crisis de los misiles cubanos es además un ejemplo
significativo de cómo las grandes potencias pueden errar en sus cálculos
cuando existen tensiones importantes y son muchos los intereses en jue­
go. Las consecuencias, como ocurrió en esta ocasión, pueden sorprender
a todo el mundo.
Lo que Jruschov pretendía esencialmente con este despliegue de mi­
siles, por increíble que parezca, era extender la revolución a todos los
países de Latinoamérica. Al Kremlin le sorprendió, aunque también le
estimuló y finalmente le llenó de júbilo, que la insurgencia marxista-le-
ninista se hiciera con el poder en Cuba por sus propios medios, sin ne­
cesidad de tantas presiones como habían necesitado los soviéticos para
establecer regímenes comunistas en Europa oriental. Poco importaba
que M arx no hubiera previsto esta circunstancia — pues había pocos
proletarios en Cuba— o que Fidel Castro y sus indisciplinados segui­
dores difícilmente encajaran en el modelo leninista de «vanguardia»
revolucionaria organizada. Bastaba con que Cuba hubiese adoptado el
comunismo «espontáneamente», sin ayuda de Moscú, lo que parecía
confirmar la teoría de M arx en cuanto al rumbo de la historia. Tras re­
unirse con Fidel Castro, el viejo bolchevique Anastas Mikoyan exclamó:

89
«Sí, es un auténtico revolucionario. Exactamente igual que nosotros.
¡Tuve la sensación de volver a la infancia!» .57
Pero la revolución castrista estaba en peligro. Antes de abandonar la
presidencia, Eisenhower había roto relaciones diplomáticas con Cuba,
impuesto sanciones económicas al país y comenzado a tramar el derro­
camiento de Castro. Kennedy continuó estos planes con el fallido de­
sembarco de anticastritas cubanos en el exilio en la Bahía de Cochinos,
una acción que no podía agradar a Jruschov. El líder soviético percibió
la maniobra como un intento de invasión que reflejaba la determinación
contrarrevolucionaria de Washington, y estaba seguro de que volverían
a intentarlo, con mucha más fuerza la próxima vez. «Me preocupaban
el destino de Cuba y el prestigio soviético en la región — recordaba
Jruschov— . Necesitábamos idear el modo de enfrentarnos a Estados
Unidos con algo más que palabras. Debíamos impedir de forma tangible
y eficaz la interferencia de Estados Unidos en el Caribe. Pero ¿cómo
exactamente?» Los misiles fueron la respuesta lógica.58
Estados Unidos no podía protestar, puesto que a finales de los cin­
cuenta la Administración Eisenhower — antes de concluir que no existía
ningún «desfase»— había desplegado misiles de medio alcance en Gran
Bretaña, Italia y Turquía, todos ellos dirigidos a la Unión Soviética.
Jruschov aseguró «que ahora aprenderían lo que significa vivir amena­
zado por misiles; no haremos nada más que darles un poco de su propia
medicina ».59
Kennedy y sus asesores desconocían el razonamiento de Jruschov,
y quienes sobrevivieron un cuarto de siglo más se llevaron una gran
sorpresa cuando las intenciones de Jruschov salieron a la luz al abrirse
los archivos soviéticos.60 Comprendieron entonces que el despliegue
de los misiles en Cuba — del que no tuvieron noticia hasta mediado el
mes octubre de 19 6 2 , a raíz de la nueva misión de los U -2 en vuelo de
reconocimiento sobre la isla— había sido la más peligrosa en toda la
cadena de provocaciones que comenzó seis años antes, con las amena­
zas de los líderes del Kremlin contra Gran Bretaña y Francia durante
la crisis del Canal de Suez. Y esta nueva provocación, a diferencia de
las anteriores, como mínimo duplicaba el número de misiles capaces
de alcanzar territorio estadounidense. «Los misiles ofensivos en Cuba
tienen un efecto político y psicológico muy distinto de los que puedan
dirigir hacia nosotros desde la Unión Soviética — advirtió Kennedy— .

90
El comunismo y el castrismo se extenderán [...] a medida que los go­
biernos asuntados por esta nueva demostración de poder [caigan] [...].
Esta provocación altera el delicado statu quo que ambos países han
mantenido hasta la fecha.»61
Hoy sigue sin estar claro lo que Jruschov se proponía con los misiles
en Cuba, pues era característico de él no pensar las cosas a fondo.62 N o
podía esperar que Estados Unidos se abstuviera de responder, puesto
que la URSS había enviado los misiles en secreto y mentido a Kennedy
con respecto a sus intenciones. Tal vez pretendiera utilizar los misiles
de medio alcance como arma disuasoria, pero también envió misiles de
corto alcance provistos de cabezas nucleares, que sólo podían usarse
para repeler un desembarco de tropas estadounidenses, ajenas a lo que
allí les esperaba. Por otro lado, Jruschov no tenía un control estricto
de sus armas nucleares en la isla caribeña, cuyos líderes locales podían
utilizar en respuesta a una invasión.6?
La mejor explicación es que el líder soviético permitió que su roman­
ticismo ideológico anulara su análisis estratégico, si es que tenía alguna
capacidad en este sentido. Tan intenso era su compromiso emocional
con la revolución castrista que puso en peligro su propia revolución, a
su país y acaso al mundo entero. «Nikita adoraba Cuba — reconoció
más tarde el propio Castro— . Sentía verdadera debilidad por Cuba [...]
porque era un hombre de convicciones políticas.»64 También Lenin y
Stalin fueron hombres de convicciones políticas y rara vez permitieron
que sus emociones determinaran sus prioridades revolucionarias. Jrus­
chov amenazaba con una capacidad de destrucción muy superior a la
de sus predecesores, pero se comportaba con mucha menos responsabi­
lidad. Era como un niño caprichoso jugando con un arma cargada.
Y como sucede con los niños, a veces terminaba consiguiendo lo que
quería. Pese a la abrumadora ventaja en cabezas nucleares y sistemas de
lanzamiento — según de qué manera se calcule Estados Unidos contaba
con entre ocho y diecisiete veces más armas nucleares que la Unión So­
viética— ,6j la perspectiva de que un par de misiles soviéticos apuntaran
directamente a objetivos estadounidenses bastó para que Kennedy se
comprometiera públicamente — a cambio de que Jruschov retirase sus
misiles de Cuba— a no realizar ningún otro intento de invadir la isla.
Además, Kennedy prometió en secreto desmantelar los misiles de alcan­
ce intermedio en Turquía, algo que Jrushov confiaba en presentar como

91
parte visible del acuerdo. Y mucho después de que Kennedy, Jruschov
y la propia Unión Soviética hubieran desaparecido de la escena, Fidel
Castro, a quien los misiles le fueron enviados para protegerse, seguía
vivo y conservaba el poder en La Habana.
Sin embargo, la crisis de los misiles cubanos tuvo en un sentido más
amplio la misma función que los pájaros cegados y carbonizados para
los observadores soviéticos y estadounidenses de las primefás pruebas
termonucleares una década antes. Convenció a todas las partes impli­
cadas — con la posible excepción de Castro, que años más tarde afir­
mó que estaba dispuesto a morir en un enfrentamiento nuclear— 66 de
que las armas desarrolladas por los dos bandos durante la Guerra Fría
constituían una amenaza para ambos mayor de lo que cada uno pudiera
hacerle al otro por separado. Esta improbable secuencia de aconteci­
mientos, hoy universalmente considerada el momento más próximo á
una tercera guerra mundial en toda la segunda mitad del siglo x x , per­
mitió entrever un futuro que nadie deseaba: el de un conflicto más allá
de la contención, la razón y la probabilidad de supervivencia.

XI

La Administración Kennedy no había previsto en absoluto este de­


senlace; de hecho el nuevo presidente ocupó el cargo en 1 9 6 1 con la
determinación de racionalizar la guerra nuclear. Alarmado al descubrir
que el único plan de guerra dejado por su antecesor Eisenhower reque­
ría el uso simultáneo de más de 3.000 armas nucleares contra «todos»
los países comunistas, Kennedy ordenó a sus estrategas que ampliaran
las opciones. La tarea recayó sobre el secretario de Defensa, Robert S.
M cN am ara, quien insistía en que no sólo debía ser posible idear un
espectro de posibilidades para librar una guerra nuclear sino también
acordar las reglas con los rusos en caso de combate. La idea básica,
propuso en 19 6 2 , era «combatir en la guerra nuclear de un modo muy
similar a como en el pasado se desarrollaban las operaciones militares
convencionales». El objetivo sería «la destrucción de la capacidad militar
del enemigo, no de su población civil».67
N o obstante, esta estrategia planteaba algunos problemas. Para
empezar, hacía tiempo que las guerras habían borrado la diferencia

9%
entre combatientes y no combatientes. En la Segunda Guerra Mundial
murieron tantos civiles como militares, y en caso de guerra nuclear la
situación sería mucho peor. M cNam ara y sus estrategas estimaban que
io millones de estadounidenses podían morir en un conflicto semejan­
te, aun cuando los ataques se concentraran en objetivos militares.68
En segundo lugar, no había garantías de alcanzar el objetivo con tanta
precisión. La mayoría de las bombas lanzadas en la Segunda Guerra
Mundial habían errado el blanco, y los sistemas de dirección de misiles
— especialmente en la Unión Soviética— eran todavía primitivos. Ade­
más, la mayor parte de las instalaciones militares en Estados Unidos,
así como en la Unión Soviética y en Europa, se encontraban dentro de
las ciudades o en los alrededores de éstas. A la postre, la doctrina de
McNamara, consistente en eludir las ciudades, sólo podía funcionar
si los rusos se atenían a las «reglas», absteniéndose de lanzar ataques
urbanos. Esto exigía que Jruschov pensara igual que M cNam ara, una
posibilidad altamente improbable.
La crisis de los misiles cubanos confirmó lo difícil que resultaría la
tarea, al sacar a la luz la distinta percepción de soviéticos y estadouni­
denses en este sentido. Lo que para Moscú parecía un comportamiento
«racional» se veía en Washington como peligrosamente «irracional» y
viceversa. Si tan difícil resultaba compartir un criterio de racionalidad
en tiempo de paz, ¿cuáles serían las perspectivas ante el caos de una gue­
rra nuclear? El propio M cNam ara recuerda que, mientras contemplaba
la puesta de sol el día más crítico de la crisis, se preguntó si sobreviviría
para presenciar alguna vez la misma escena.6? Él sí sobrevivió, mas no
así su convicción de que la guerra nuclear podía ser limitada, controlada
y «racional».
Fue el pánico irracional en ambos bandos lo que impidió un esta­
llido de la guerra en el otoño de 1962.. Esto es lo que Churchill había
previsto cuando depositó sus esperanzas en «la igualdad de la fuerza
destructora». Y también lo que comprendió Eisenhower cuando ordenó
la limitación de la guerra nuclear; su estrategia no dejaba otra opción
que una garantía de aniquilación total, por lo que era preferible evitar
cualquier estallido bélico antes que planificar los posibles niveles de
destrucción una vez que el conflicto se hubiera iniciado.
McNamara transformó en racional esta dependencia irracional tras
la crisis de los misiles cubanos. M ás tarde desechó la idea de atacar

93
sólo instalaciones militares y pasó a postular que cada bando debía
apuntar a las ciudades contrarias con intención de causar el mayor
número posible de bajas.70 La nueva estrategia terminó por conocer­
se como «Mutua Destrucción Garantizada», cuyo acrónimo inglés se
convierte perversamente en la palabra «LO C O ». La idea de fondo era
que si nadie podía estar seguro de sobrevivir a una guerra nuclear, ésta
no llegaría a producirse. Esto suponía una simple reformulación de la
lógica de Eisenhower: que tras la creación de las armas termonucleares
la guerra no podía seguir siendo un instrumento de la política; antes
bien, la supervivencia de los Estados dependía de que no hubiese nin­
guna guerra.
Hubo alarmas — incluso alertas— nucleares con posterioridad a
1 9 6 Z , si bien no se parecieron a las crisis nucleares que habían presi­

dido las relaciones entre las superpotencias desde finales de la década


de 19 4 0 . Se perfilaron por el contrario una serie de acuerdos soviético-
estadounidenses, primero tácitos y más tarde explícitos, en los que se
reconocía el peligro que entrañaban las armas nucleares para el mundo
capitalista y comunista por igual. Éstos incluían el pacto no escrito de
que ambos bandos tolerarían el reconocimiento por satélite, lo que su­
puso el triunfo de otra de las visiones de Eisenhower, convencido de que
una política de transparencia y «cielos abiertos» podía minimizar las
posibilidades de un ataque por sorpresa para ambos países.71
Se comprendió además que había llegado el momento, si no de es­
tablecer un control internacional sobre las armas nucleares, sí al menos
de acordar el modo de gestionarlas. El primer acuerdo se produjo en
1 9 6 3 con la firma del Tratado de Prohibición de Pruebas Limitadas, que
abolía los ensayos nucleares. A éste le siguieron el Tratado de N o Pro­
liferación Nuclear, en 1 9 6 8 , en virtud del cual las naciones que poseían
armas nucleares se obligaban a no ayudar a otros países a adquirirlas.
El Acuerdo Provisional para la Limitación de Armas Estratégicas, ra­
tificado en 1 9 7 Z , limitaba el número de misiles balísticos terrestres y
marítimos que podía tener cada país, al tiempo que establecía su veri­
ficación mediante el reconocimiento por satélite.
Lo intrigante, sin embargo, es que en 1 9 7 z Estados Unidos y la
Unión Soviética firmaron también un Tratado de Misiles Antibalísticos
que prohibía «defenderse» contra los misiles de largo alcance. Fue éste
el primer reconocimiento formal por ambas partes de que Churchill

94
y Eisenhower estaban en lo cierto, al suponer que la vulnerabilidad
consustancial a la perspectiva de una aniquilación instantánea podía
convertirse en la base de un acuerdo estable y duradero entre las dos
superpotencias. El acuerdo reflejó además que Moscú reconocía final­
mente los peligros de la Mutua Destrucción Garantizada, tras nume­
rosos intentos fallidos de convencer a los rusos de que defenderse era
una «mala» idea, intentos que transformaron las negociaciones en un
desafío de primer orden. El éxito del esfuerzo — que los mandatarios
estadounidenses pudieran educar a sus homólogos soviéticos en materia
de seguridad nacional— sugiere hasta qué punto llegaba el terror de am­
bos desde que comenzaran a desarrollarse las primeras armas nucleares,
en los primeros años de la Guerra Fría.
He aquí lo que, parafraseando a Kurt Vonnegut, podría haber
ocurrido. La Guerra Fría podría haber derivado en un enfrentamiento
feroz, que acaso hubiera acabado con la vida humana en el planeta.
Ahora bien, puesto que el temor a esa guerra resultó ser mayor que to­
das las diferencias que separaban a Estados Unidos, la Unión Soviética
y sus respectivos aliados, había razones para confiar en que ésta jamás
tendría lugar.

XII

Cuatro décadas después de la crisis de los misiles cubanos, otro nove­


lista, Yann Martel, publicaba Vida de Pi, la improbable historia de una
lancha salvavidas que pudo convertirse en un barco de la muerte.72
Los personajes principales eran un niño y un tigre de Bengala, víctimas
de un naufragio y obligados a navegar a la deriva en una pequeña em­
barcación por el Océano Pacífico. Al carecer de un lenguaje común no
podían mantener una discusión racional. Sus intereses eran sin embargo
compatibles: el del tigre consistía en que el niño pescara peces para
alimentarlo, y el del niño en que el tigre no lo devorara. Ambos lo com­
prendieron y, gracias a ello, lograron sobrevivir.
¿Una fábula sobre la Guerra Fría? Poco importa que ésa fuera
la intención de Martel, pues lo que distingue a una buena novela es
que permite a sus lectores ver en ella incluso aquello que trasciende
la visión del propio autor. Las armas atómicas hicieron ver a los Esta­

95
dos — aun en ausencia de un lenguaje, una ideología o un conjunto
de intereses comunes— que compartían la apuesta por su respectiva
supervivencia, porque habían creado un tigre y ahora debían aprender
a convivir con él.

96
CAPÍTULO 3

AUTORIDAD FRENTE A ESPONTANEIDAD

Dos países que no mantienen ninguna relación entre sí ni se pro­


fesan simpatía, que desconocen mutuamente sus costumbres, pen­
samientos y sentimientos, como si vivieran en zonas distintas o
habitaran distintos planetas, que provienen de una raza distinta,
se alimentan de manera distinta, se organizan de acuerdo con
costumbres distintas y no se rigen por las mismas leyes.
BENJAMIN DISRAELI

I8451

En lugar de unidad entre las grandes potencias —tanto en lo polí­


tico como en lo económico— , lo que tenemos después de la guerra
es una absoluta desunión entre la Unión Soviética y sus países
satélite, por un lado, y el resto del mundo por otro. Es decir, dos
mundos en lugar de uno.
CHARLES E BOHLEN,

I9472

Un mismo planeta compartido por superpotencias que antes también


compartían la manera de destruirse la una a la otra y ahora empiezan a
compartir el mismo interés por su supervivencia. Hasta aquí todo bien.
Pero ¿qué clase de supervivencia? ¿Cómo sería la vida bajo cada uno
de estos sistemas? ¿Cuál sería el espacio para el bienestar económico?
¿Para la justicia social? ¿Para la libertad de elegir la manera de vivir
la propia vida? La Guerra Fría no fue sólo una rivalidad geopolítica o
una carrera armamentista nuclear, sino una competición para dar res-

97
puesta a las preguntas anteriores. Lo que estaba en juego era casi tan
importante como la supervivencia humana: el mejor modo de organizar j
la sociedad humana.
«Les guste o no, la historia está de nuestro lado — alardeó en cierta
ocasión Nikita Jruschov ante un grupo de diplomáticos occidentales—.
Los enterraremos.» Pasó el resto de su vida explicando estas palabras.
Afirmó que no se refería a la guerra nuclear sino a la victoria del co­
munismo sobre el capitalismo, determinada por la historia. En 1961
reconoció que la Unión Soviética iba por detrás de Occidente, pero en
el plazo de una década habría superado su escasez, dispondría de bienes
de consumo en abundancia y su población gozaría de «bienestar mate­
rial». En dos décadas, la Unión Soviética «habrá alcanzado una altura
extraordinaria y estará muy por delante de los principales países capi­
talistas».? Sencillamente, el comunismo era la tendencia del futuro.
Pero las cosas no se orientaron en esa dirección. En 1 9 7 1 la eco­
nomía soviética y la de sus países satélite se había estancado. En 1981
el nivel de vida de la URSS se había deteriorado al extremo de que la
esperanza de vida descendía, lo cual constituía un fenómeno insólito en
una sociedad industrial avanzada. A finales de 1 9 9 1 , la Unión Soviética,
el modelo para el comunismo en todo el mundo, había dejado de existir.
Hoy es evidente que las predicciones de Jruschov eran puras ilusio­
nes y no el resultado de un análisis riguroso. Lo sorprendente es que
muchos las tomaron muy en serio, y no todos eran comunistas. John
F. Kennedy, por ejemplo, se sintió muy intimidado por la confianza
ideológica del líder soviético cuando se reunieron en 1 9 6 1 en la cum­
bre de Viena: «Me ha machacado por completo», reconoció el nuevo
presidente. Kennedy «parecía bastante aturdido», señaló poco después
el primer ministro británico Harold Macmillan, «como si se encontrara
por primera vez ante Napoleón en la cumbre de su poder».4 J. F. K. no
era el único; el comunismo llevaba todo el siglo intimidando a estadistas
y Estados. La razón debe buscarse en que el marxismo-leninismo había
inspirado — y despertado— a muchos ciudadanos de otros países, que
veían en esta ideología la promesa de una vida mejor. La intimidación y
la inspiración alcanzaron cotas máximas en los comienzos de la Guerra
Fría, que concluyó con muy pocas esperanzas para el comunismo y por
tanto nada que temer.

98
I

El mejor punto de partida para comprender el respeto que exigía el co­


munismo y los temores que suscitaba es otra novela. Se publicó en 18 4 5 ,
con el título de Sybil, antes de que su autor, Benjamín Disraeli, ocupara
el cargo de primer ministro británico. La novela llevaba el subtítulo de
Dos naciones, en referencia a los ricos y a los pobres, que coexistían
incómodamente en una sociedad donde la Revolución Industrial — el
gran hito británico del siglo precedente— ahondaba cada vez más la
brecha entre ambas. «El capitalismo prospera», se lamentaba uno de
sus personajes:

Acumula una riqueza inmensa, al tiempo que nosotros nos hundimos más
y más, nos convertimos en menos que bestias de carga, porque hasta las
bestias están mejor alimentadas y mejor cuidadas que nosotros. Y es justo
que así sea, porque son muy valiosas para el sistema. Sin embargo, nos
dicen que los intereses del Capital y del Trabajo son idénticos.5

Sybil lanzaba una advertencia: que un Estado cuyo progreso económico


se basa en la explotación de una parte de sus ciudadanos para que otros
se beneficien está abocado a tener problemas.
Karl M arx, quien por aquel entonces vivía en Inglaterra, presenció
el mismo fenómeno y también alertó sobre sus peligros, pero lo hizo
formulando una teoría, no a través de una novela. M arx afirmó que el
capitalismo produce a sus propios verdugos, porque distribuye la rique­
za de un modo desigual. La alienación social generada por las desigual­
dades económicas sólo puede tener como consecuencia una revolución:
«La burguesía no sólo ha forjado las armas para su propia destrucción
sino que ha dado vida a los hombres que empuñarán esas armas: a la
moderna clase trabajadora, al proletariado». Quienes cavaban la tum­
ba del capitalismo no tardarían en sustituirlo por el comunismo, un
sistema de organización social más justa, en el que la propiedad de los
medios de producción sería colectiva, en el que no existirían la pobreza
y la riqueza extremas y, por tanto, tampoco existiría el resentimiento,
y el género humano alcanzaría la felicidad. El colaborador de M arx,
Friedrich Engels, afirmaba que el comunismo supondría «el ascenso del
ser humano del reino de la necesidad al reino de la libertad».6

99
Esto no era para M arx y Engels simple profesión de fe sino verdade­
ra ciencia. La relación que M arx establecía entre progreso tecnológico,
conciencia social y consecuencias revolucionarias revelaba, a juicio de
estos ideólogos, cuál era el motor que impulsaba la historia. El motor
era la lucha de clases y, puesto que la industrialización y la aliena­
ción que ésta generaba eran irreversibles, este motor carecía de marcha
atrás.
El marxismo llevó esperanza a los pobres y miedo a los ricos, y situó
a los Gobiernos en algún punto intermedio. Gobernar únicamente en
beneficio de la burguesía parecía una garantía de revolución, lo cual
confirmaba la profecía de M arx; pero gobernar únicamente para el
proletariado significaba que la revolución augurada por M arx ya había
llegado. De ahí que la mayoría de los políticos no se definiera; ya fuera
en la Gran Bretaña de Disraeli, en la Alemania de Bismarck o en el país
donde el proceso de industrialización se desarrollaba con mayor rapi­
dez, Estados Unidos, los Gobiernos decidieron preservar el capitalismo
pero mitigar su dureza. El resultado fue el bienestar social, una estruc­
tura ya afianzada en la mayor parte del mundo industrializado cuando
sus principales exponentes entraron en guerra en agosto de 1 9 1 4 .
A pesar de los progresos realizados por el capitalismo para paliar la
brutalidad de la industrialización, la Primera Guerra Mundial puso de
manifiesto que el mundo capitalista aún no había aprendido a preservar
la paz. Las grandes potencias europeas — entre las que figuraban los
Gobiernos más progresistas del mundo en el plano social— cometieron:
el error de enzarzarse en la peor guerra que la humanidad había cono­
cido hasta la fecha, a pesar de la mutua dependencia que existía entre
ellas como consecuencia de un desarrollo económico sin precedentes.
La ingente cantidad de armamento que se producía en sus fábricas
permitió que la guerra se prolongara mucho más de lo que nadie espe­
raba. Fue entonces cuando pareció que la burguesía estaba cavando su
propia tumba.
Éste fue el argumento esgrimido por Lenin, primero desde el exilio
y luego desde la propia Rusia, tras derrocar al zar Nicolás II en 1917.
La diferencia entre Lenin y M arx y Engels residía en que aquél estaba
resuelto a pasar de la teoría a la acción: su golpe de Estado — pues eso
es lo que fue— en el mes de noviembre sigue siendo el ejemplo más
extraordinario de cómo un solo individuo puede cambiar el curso de la

100
historia. O, como habría dicho el propio Lenin, inspirándose en M arx,
de cómo «la vanguardia del proletariado consciente» puede acelerar la
historia hacia su conclusión científicamente predeterminada. La «re­
volución» bolchevique significó que un Estado iba más allá de salvar
al capitalismo, declarando la guerra contra el capitalismo mientras los
capitalistas peleaban entre sí. Y si las expectativas de Lenin y de sus
seguidores eran correctas, los ciudadanos de los demás Estados — amar­
gados por el capitalismo y golpeados por la guerra— no tardarían en
tomar el poder y hacer lo mismo que ellos. Así lo garantizaba el motor
irreversible de la historia.
Nadie percibió la importancia del momento con mayor claridad que
el presidente de Estados Unidos, W oodrow Wilson. Wilson compren­
dió, como Lenin, que las ideas podían mover naciones, pues ¿no había
llevado él mismo a su país a la guerra en abril de 1 9 1 7 , exigiendo «un
mundo más seguro para la democracia»? Sin embargo, este mundo, tal
como Wilson lo concebía, no sería seguro para la revolución proletaria
y lo mismo sucedería a la inversa. Pronto se vio envuelto en dos guerras,
una militar contra la Alemania imperial y sus aliados, y otra verbal con­
tra los bolcheviques. El discurso de los Catorce Puntos pronunciado por
Wilson en enero de 1 9 1 8 , la declaración más influyente de un ideólogo
estadounidense en todo el siglo xx , fue una respuesta directa al desafío
ideológico lanzado por Lenin. Comenzó así una guerra de ideas — un
enfrentamiento entre visiones distintas— que se prolongaría durante la
Primera Guerra Mundial, el período de entreguerras, la Segunda Guerra
Mundial y la mayor parte de la Guerra Fría.7 Estaba en juego la cues­
tión que había dividido a las dos naciones de Disraeli: cómo gobernar
las sociedades industrializadas para que «todos» los que vivían en ellas
pudieran beneficiarse.I

II

Lenin amplió los postulados de M arx: puesto que el capitalismo pro­


vocaba desigualdad y guerra, ni la justicia ni la paz podrían prevalecer
hasta que el capitalismo fuera derrocado. M a rx no llegó a concretar
cómo se produciría esta situación, pero Lenin proporcionó el ejemplo.
El partido comunista lideraría el proceso, y un único individuo, tal como

10 1
él había hecho en Rusia, lideraría el partido. La «dictadura» del prole­
tariado «liberaría» al proletariado. Y como los enemigos de la revolu­
ción jamás entregaban el poder voluntariamente, la dictadura emplearía;
todos los medios disponibles para conseguir sus objetivos: propaganda,
subversión, vigilancia, informadores, acción encubierta, operaciones
militares convencionales y no convencionales e incluso el terror. El fin
justificaría los medios. Sería por tanto una revolución «autoritaria» la
que liberaría a los de abajo, dirigiéndolos desde arriba.
El objetivo de Wilson, como el de Disraeli, era la reforma del capi­
talismo, no su destrucción. Wilson creía que para ello debía fomentar
la espontaneidad: el problema del capitalismo era que había dejado a
la gente muy poca libertad para dirigir sus propias vidas. Había cola­
borado con imperios que negaban a sus habitantes el derecho a elegir a
sus líderes. Había limitado la eficacia de los mercados con medidas pro­
teccionistas y precios fijos, y había producido sucesivos ciclos de auge y
decadencia. Además — Wilson coincidía con Lenin en este punto— , el
capitalismo no había logrado impedir la guerra, que es la negación defi­
nitiva de la libertad. Los planes de Wilson para la posguerra consistían
en promover la autodeterminación política, la liberalización económica
y la creación de una organización internacional para la seguridad con
facultades para garantizar que las rivalidades entre las naciones — que
nunca desaparecerían por completo— se abordaran en lo sucesivo pa­
cíficamente. Sería ésta una revolución «democrática» que abriría las
puertas para que los de abajo pudieran liberarse.
Para Lenin, al igual que para M arx, los intereses de clase eran in­
compatibles: puesto que los ricos siempre explotarían a los pobres, éstos
no tenían otra opción que suplantar a los ricos. Wilson, como Adam
Smith, pensaba lo contrario: que la persecución de los intereses indivi­
duales favorecía los intereses colectivos, erosionaba las diferencias de
clase y beneficiaba tanto a los ricos como a los pobres. He aquí dos so­
luciones radicalmente distintas para el problema de alcanzar la justicia
social en las sociedades industriales modernas. En los comienzos de la
Guerra Fría no estaba del todo claro cuál de las dos prevalecería. Para
comprender el porqué es preciso remontarnos a los legados de Lenin
y de Wilson, ambos fallecidos en 19 2 4 , en el curso de las dos décadas
siguientes.
A l término de la Segunda Guerra Mundial Wilson habría pasado

10 2
por un idealista fracasado. Fueron tantas las cesiones que hubo de hacer
en la negociación del Tratado de Versalles de 1 9 1 9 (la aceptación de
un áspero tratamiento por parte de Alemania, el reconocimiento de las
exigencias territoriales de los aliados vencedores y su voluntad mal dis­
frazada de perpetuar el colonialismo) que el acuerdo difícilmente podría
refrendar la autodeterminación política y la liberalización económica.8
Sus propios compatriotas rechazaron incorporarse a la Liga de N acio­
nes — un logro que era para Wilson el mayor motivo de orgullo— , de­
bilitando severamente con su negativa la capacidad de esta institución.
El capitalismo resurgió precariamente una vez terminada la guerra, para
desmoronarse en 192.9, desencadenando la mayor depresión económica
que el mundo ha conocido. Entretanto, el autoritarismo iba en ascenso,
primero en Italia, bajo el mando de Benito Mussolini, después en el
Japón imperial y finalmente en Alemania donde, tras acceder al poder
por la vía constitucional en 1 9 3 3 , Adolf Hitler abolió de inmediato la
constitución que le puso al mando del país.
Estados Unidos y otros países democráticos no se esforzaron dema­
siado en impedir la invasión japonesa de Manchuria en 1 9 3 1 , la toma
de Etiopía por Italia en 1 9 3 5 ni rápido rearme de lo que entonces
era la Alemania nazi, de tal modo que al final de la década este país se
había convertido en la potencia dominante en Europa continental. Y
cuando, previsiblemente, estalló la Segunda Guerra Mundial, británicos
y estadounidenses necesitaron de Stalin — que había colaborado con
Hitler entre 1 9 3 9 y 1 9 4 1 — para derrotar a Alemania. La victoria fue un
hecho cierto en 1 9 4 5 , no así la situación mundial durante la posguerra.
Habida cuenta del curso de los acontecimientos, recuperar la visión de
Wilson habría sido en el mejor de los casos una ingenuidad. En pala­
bras de uno de los principales teóricos de las relaciones internacionales
en los comienzos de la guerra: «Las democracias liberales diseminadas
por el mundo tras el acuerdo de paz de 1 9 1 9 eran producto de una
teoría abstracta, que no había llegado a echar raíces y se marchitaba
rápidamente».9
Del mismo modo, al término de la Segunda Guerra Mundial Lenin
habría pasado por un realista de éxito. Su sucesor, Stalin, desarrolló una
revolución en la Unión Soviética desde arriba, empezando por colecti­
vizar la agricultura, poniendo luego en marcha un programa de rápida
industrialización y recurriendo finalmente a una práctica de crueles

103
purgas para deshacerse de sus rivales, ya fuesen reales o imaginarios.
La revolución internacional proletaria esperada por Lenin no se había
producido, pero la U RSS era no obstante, a finales de la década de
1 9 3 0 , el Estado proletario más poderoso del mundo. A diferencia de
los países capitalistas, la Unión Soviética mantuvo su productividad a
pleno rendimiento y por tanto el pleno empleo durante la Gran Depre­
sión. Cierto que el ascenso de la Alemania nazi suponía ufia amenaza
grave, pero el pacto de Stalin con Hitler ofreció al líder soviético tiempo
y territorios, de manera que al producirse la invasión nazi, en 1 9 4 1 , la
Unión Soviética no sólo había sobrevivido sino que se hallaba en con­
diciones de combatir. Cuando la guerra tocaba a su fin, la URSS estaba
física y políticamente preparada para dominar la mitad de Europa. Su
influencia ideológica — a la luz de lo que un sistema autoritario había
demostrado ser capaz de conseguir— acaso podría extenderse mucho
más allá.
El marxismo-leninismo contaba por aquel entonces con millones
de partidarios en Europa. Fueron los comunistas españoles, franceses,
italianos y alemanes quienes lideraron la resistencia contra el fascismo.
La idea de revolución social — que los de abajo pudieran terminar arri­
ba— tenía un enorme atractivo incluso en un país como Polonia, pese
a su larga historia de antagonismo con Rusia.10 Además, a la vista de
la devastación provocada por la guerra, junto con la depresión que la
había provocado, no estaba del todo claro que el capitalismo democrá­
tico se hallara en situación de abordar el esfuerzo de la reconstrucción
durante la posguerra, puesto que la mayor democracia capitalista, Es­
tados Unidos, había demostrado en el pasado poca voluntad de respon­
sabilizarse de lo que ocurría más allá de sus fronteras.
Los propios estadounidenses albergaban muchas dudas. El New
Deal de Roosevelt había paliado, pero no curado, los problemas eco­
nómicos del país; esto fue posible gracias a los gastos bélicos, aunque
a medida que los presupuestos federales recuperaban la normalidad no
había garantías de que la depresión no volviera a producirse. El poder
del Gobierno había crecido extraordinariamente bajo el mandato de
Roosevelt, mientras que el futuro de los mercados, la espontaneidad
e incluso la libertad — para muchos críticos— no se perfilaban de un
modo claro. Un observador escribía en 1 9 4 3 : «Tenemos en conjunto
más libertad y menos igualdad que en Rusia. Rusia tiene menos liber­

104
tad y más igualdad. Es fuente de debate interminable si la democracia
debe definirse principalmente en términos de libertad o en términos de
igualdad».11
Este comentario bien pudo haberlo realizado el bien intencionado
aunque cándido vicepresidente Henry A. Wallace, que siempre vacilaba
ante este tipo de cuestiones. Su autor fue en realidad el duro teólogo
Reinhold Niebuhr, recordado por su férrea resistencia al comunismo
durante la Guerra Fría. El hecho de que Niebuhr se preguntara, duran­
te la Segunda Guerra Mundial, si la democracia debía definirse antes
por la libertad o por la igualdad es una buena ilustración de las escasas
perspectivas que alentaba, por aquel entonces, la visión de Wilson.

m
La Guerra Fría lo transformó todo, con el resultado de que a Wilson se
le recuerda hoy como un realista profético mientras las estatuas de Lenin
se cubren de moho en los vertederos del antiguo mundo comunista. Al
igual que la guerra nuclear que nunca llegó a producirse, el renacimiento
y el triunfo del capitalismo democrático fue un acontecimiento sor­
prendente, que muy pocos, en ninguno de los bandos ideológicamente
divididos de 19 4 5 , habrían podido prever. Las circunstancias vividas en
la primera mitad del siglo x x proporcionaron fuerza física y autoridad
política a las dictaduras. ¿Por qué habría de ser distinta la segunda
mitad del siglo?
Las razones no fueron un cambio fundamental en los medios de
producción, tal como argumentaría un historiador marxista, sino un
sorprendente cambio de actitud por parte de Estados Unidos hacia la
comunidad internacional. Aun cuando habían construido la economía
más fuerte y diversificada del mundo, los estadounidenses mostraron
muy poco interés antes de 1 9 4 1 por cómo se gobernaba en el resto del
planeta. Era lamentable que en algunos lugares se hubieran impuesto
regímenes represivos, pero éstos difícilmente podrían afectarles a ellos.
Ni siquiera su intervención en la Primera Guerra Mundial modificó esta
actitud nacional, según descubrió Wilson con vergüenza y pesar.
El cambio, inmediato e irrevocable, se produjo con el ataque japo­
nés sobre Pearl Harbor. Este acontecimiento hizo saltar por los aires la

10 5
ilusión de que la distancia garantizaba la seguridad de Estados Unidos,
que no importaba quién gobernase al otro lado del océano. La seguri­
dad de la nación se vio de pronto amenazada y, puesto qué era posible
que otros agresores pudieran seguir en el futuro el ejemplo japonés, cotí
fuerzas aéreas y navales, no cabía eludir el problema. Así, no había ape­
nas otra opción para Estados Unidos que la de asumir responsabilidades
a escala mundial. Esto pasaba por ganar la guerra contra Alemania y
Japón — Hitler declaró la guerra a Estados Unidos cuatro días después
del ataque a Pearl Harbor— , pero también por planificar un modeló
para la posguerra que garantizara la democracia y el capitalismo en el
mundo.
Wilson cobraba relevancia una vez más, pues había mucho que
aprender de los errores cometidos tras la Primera Guerra Mundial. Su
aspiración de convertir el mundo en un lugar seguro para la democra­
cia afirmaba de un modo implícito que las democracias no inician las
guerras. El período de entreguerras parecía confirmar esta afirmación;
pero ¿qué llevaba a los países a abandonar la democracia? Alemania,
Italia y Japón habían tenido en el pasado Gobiernos parlamentarios
que perdieron su prestigio con las crisis económicas de los años veinte
y treinta. Éstos y otros muchos países adoptaron entonces soluciones
autoritarias que más tarde desembocaron en una agresión militar. El
capitalismo no sólo había generado desigualdad social, como M arx ha­
bía predicho, sino que, de acuerdo con esta línea argumental, también
había desencadenado dos guerras mundiales.
¿Cómo evitar una tercera? La respuesta parecía obvia para la Ad­
ministración Roosevelt: construir un orden internacional en el cual el
capitalismo pudiera estar a salvo de sus tendencias autodestructivas, y
los ciudadanos a salvo de las desigualdades y por tanto de las tenta­
ciones de sublevarse y huir de la libertad; un orden que protegiera las
naciones de la agresión hacia la cual parecía tender el autoritarismo.
El secretario de Estado Cordell Hull advirtió en 19 4 4 : «Un mundo en
caos económico siempre será el caldo de cultivo para los conflictos y la
guerra».12- Roosevelt y sus asesores no lo admitirían fácilmente, aunque
atendieron tanto a la crítica marxista-leninista del capitalismo como a
la formulada por el propio Wilson. Pero ¿en qué situación dejaba esto
a Stalin?
El pragmático Roosevelt aceptó de buen grado la alianza con la

106
Unión Soviética durante la guerra: «N o puedo aceptar el comunismo; lo
mismo que tú — le dijo a un amigo— , pero con tal de cruzar este puente
soy capaz de aliarme con el d ia b lo » .S a b ía tan bien como cualquie­
ra que la colaboración con M oscú podía concluir una vez alcanzada
la victoria, pero quería que la responsabilidad residiera en Moscú, no
en Washington. Para ello ofreció a la URSS que se incorporara a tres
nuevos organismos internacionales a los que Roosevelt se proponía pro­
porcionar todo el respaldo de Estados Unidos: El Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y las Naciones Unidas.
Estas instituciones se crearon con el fin de alejar la posibilidad de
futuras depresiones mediante una rebaja de las tarifas arancelarias, la
estabilidad de las monedas y la coordinación gubernamental en el fun­
cionamiento de los mercados, al tiempo que la comunidad internacio­
nal se dotaba de los medios necesarios para contener y derrotar a sus
futuros agresores, llegado el caso. Se aunaban así dos de los pilares del
programa de Wilson: la liberalización económica y la seguridad colecti­
va. El tercero, la autodeterminación política, tendría que esperar a juicio
de Roosevelt, al menos para las naciones y los pueblos que habían caído
o podían caer bajo el poder soviético. Lo esencial era ganar la guerra,
asegurar la paz y garantizar la recuperación. Confiaba en que más tarde
habría espacio para la democracia.
Stalin celebró el ingreso de la Unión Soviética en Naciones Unidas en
calidad de miembro fundador: el derecho a veto en el seno del Consejo
de Seguridad dejaba a esta organización en manos de los vencedores de
la guerra. El Fondo y el Banco eran otra cuestión. Una vez Stalin com­
prendió que el objetivo de Naciones Unidas era salvar el capitalismo,
y no proporcionar una estructura que permitiera a la Unión Soviética
obtener ayudas de Estados Unidos para su reconstrucción,14 como cre­
yera inicialmente, el líder soviético no quiso incorporarse. Esta decisión,
sumada a su creciente y notoria determinación de imponer regímenes
autoritarios en Europa oriental, significaba que el esfuerzo de Roose­
velt por tender un puente entre Wilson y Lenin había fracasado. Pero
al menos fue posible recuperar la visión de Wilson: el enfrentamiento
ideológico entre sus postulados y los de Lenin durante la Primera Guerra
Mundial se prolongaría también a lo largo de la Guerra Fría. Así se puso
de manifiesto en tres importantes discursos que se pronunciaron en un
intervalo de trece meses, entre 19 4 6 y 19 4 7 .

107
Stalin ofreció el primero en Moscú, el 9 de febrero de 19 4 6 . Volvía
en él a los aspectos esenciales: resucitaba a M arx en la condena del ca­
pitalismo por su reparto desigual de la riqueza; reiteraba la afirmación
de Lenin de que esta situación desencadenaría guerras entre los capi­
talistas; concluía a partir de aquí que la paz sólo sería posible cuando
el comunismo hubiera triunfado en todo el mundo; subrayaba que el
proceso de industrialización en la Unión Soviética antes de la Segunda
Guerra Mundial había permitido a su país imponerse en el conflicto,
aunque no mencionaba la ayuda recibida de Estados Unidos y Gran
Bretaña; y terminaba con un llamamiento al pueblo soviético, a quien
pedía arduos sacrificios para recuperarse de los daños causados por la
última guerra al tiempo que se preparaba para esa otra guerra futu­
ra que las contradicciones del capitalismo seguramente terminaría por
desencadenar15
Winston Churchill ofreció el segundo discurso poco después de con­
cluir su mandato, en el pintoresco escenario de Fulton, Missouri, el 5 de
marzo de 19 4 6 , con el presidente Truman sentado a su lado. Con su ca­
racterística y portentosa cadencia, el antiguo primer ministro advirtió:

Un telón de acero ha caído sobre el continente europeo, desde Stettin, en el


Báltico, a Trieste, en el Adriático. Al otro lado de esa línea se encuentran
todas las capitales de los antiguos Estados de Europa central y oriental
[...]. Estas famosas ciudades y todas las poblaciones circundantes [...] están
sometidas de uno u otro modo no sólo a la influencia soviética sino a un
altísimo y creciente control por parte de Moscú.

Churchill reconocía que los rusos no deseaban la guerra, pero sí «los


frutos de la guerra y la expansión indefinida de su poder y su doctri­
na». Sólo la fuerza podía detenerlos: «Si las democracias occidentales
se unen [...] nadie podrá molestarlas. Si por el contrario se dividen o se
muestran vacilantes, si dejamos que estos años decisivos se nos escapen,
la catástrofe nos aplastará a todos».16
Fue el propio Truman quien pronunció el tercer discurso un año
más tarde, el i z de marzo de 19 4 7 , solicitando al Congreso ayuda para
Grecia y Turquía y presentando la doctrina de compromiso estadouni­
dense con las víctimas de agresiones o intimidación en cualquier lugar
del mundo. Su justificación ideológica para adoptar estas medidas era

108
wilsoniana: el mundo se hallaba dividido en «dos estilos de vida», no
el del comunismo frente al capitalismo, sino el de la democracia frente
a la dictadura, distinción que le permitía vincular esta nueva pauta de
participación en los asuntos europeos con sus intervenciones anteriores
en 1 9 1 7 y 1 9 4 1 . Su decisión era deliberada; uno de los hombres que
redactaron el discurso de Truman recordaría más tarde que era preciso
demostrar al mundo «que podíamos ofrecer algo positivo y atractivo,
más allá del anticomunismo» .J7
Este fue el pilar del Plan Marshall y de las decisiones simultáneas de
iniciar la reconstrucción de la Alemania y el Japón ocupados. Se trataba
de un esfuerzo en la línea propuesta por Disraeli, que habría merecido el
aplauso tanto de Wilson como de Roosevelt, pues iba dirigido a salva­
guardar el capitalismo y garantizar la democracia, impidiendo que, en
circunstancias tan poco prometedoras como las que se estaban viviendo,
las alternativas autoritarias pudieran hacerse con el poder, pese a sus
evidentes peligros para la libertad humana. «La idea no era tildar de
comunista a todo el que empleara el lenguaje de M arx o de Lenin — dijo
Charles E. Bohlen, asesor presidencial— , pues hay en el marxismo mu­
chos aspectos [...] que en modo alguno reflejan una creencia en la teoría
comunista o un compromiso con la organización del comunismo moder­
no.»18 El objetivo era crear una alternativa al comunismo, en el marco
de la democracia y el capitalismo, que acabara con la desesperación
económica y social que empuja a los pueblos hacia el comunismo en
primera instancia. Ello fue posible gracias a que Estados Unidos asumió
responsabilidades tras la Segunda Guerra Mundial más allá de su propio
hemisferio. La amenaza de Stalin contribuyó a conseguirlo.
«La brecha es insuperable — afirmaba uno de los personajes de Dis­
raeli en Sybil— , absolutamente insuperable.»19 Un siglo más tarde la
fractura entre ricos y pobres, entre los que disponían de los medios
necesarios para vivir bien y los que no, había cobrado una importancia
geopolítica a escala global, y dos visiones antagónicas competían para
cerrarla. Según afirmó Bohlen en el verano de 19 4 7 : «Hay dos mundos
en lugar de uno».20

10 9
E stad o s U n id o s y la U R SS
A l ia n z a s y b a s e s ,
ÁFRICA
C O M IE N Z O S DE LA D ÉC A D A DE 19 7 0

G r e c ia

A lb a n ia
Y ugoslavia
I t a l ia
IG u in e a
A l e m a n ia O c cid en ta l

OTAN

B é l g ic a
G k \n R u iia n a
C anadá
D inam arca
A l PMAN1A O i CJDKN 1711
G r e c ia
I S L A N D IA
I t a l ia
L uxem bu rg o
E sp a ñ a
H o landa , ;
P o r t u g a i.
T urq uía
E stad o s

CüB

¿16 '

T ratad o I n t e r -A m erica n o

2 4 J>A1SES
IV

Las dos ideologías que definían respectivamente a estos dos mundos se


proponían infundir esperanza, pues la esperanza es en primera instan­
cia la razón por la que uno se adhiere a una ideología. La diferencia
radicaba en que una de ellas necesitaba del miedo para funcionar. Esta
era la diferencia ideológica esencial de la Guerra Fría.
Nunca ha estado claro hasta qué punto se proponía Lenin ampliar
la dictadura del proletariado. Estaba convencido de que los fines de la
revolución justificaban sus medios, incluido el uso del terror.11 Pero ¿ha-'
bría sido partidario de que toda la autoridad se concentrase en manos
de un solo individuo con capacidad para encarcelar, exiliar o ejecutar
a cualquiera que cuestionara — o que a su juicio «pudiera» cuestio­
nar— este proceso? Lo que Lenin pudo haber hecho lo hizo más tarde
Stalin.
A finales de la década de 19 3 0 sus agentes habían detenido o asesi­
nado a unos 63.000 opositores al proceso de colectivización. En 1932,
había deportado a cerca de 1 ,2 millones de kulaks — término con el
que Stalin se refería a los campesinos «ricos»— a remotas regiones
de la U R SS. En 1 9 3 4 cinco millones de ucranianos habían muerto a
consecuencia de la hambruna resultante. M ás tarde Stalin inició las
purgas en el Gobierno y entre los mandos del partido, encarcelando a
otros 3,6 millones de individuos y ejecutando a casi 700.000 sólo entre
1 9 3 7 y 19 3 8 . Figuraban entre ellos muchos de los antiguos seguidores
de Lenin, con la excepción destacada de León Trotsky, a quien Stalin
persiguió y asesinó finalmente en México, en 19 4 0 . De acuerdo con las
estimaciones de un historiador, para entonces Stalin había destrozado
o terminado con las vidas de entre 10 y 1 1 millones de ciudadanos
soviéticos, todo ello con el fin de mantenerse en el poder.11
Era imposible conocer la magnitud de esta tragedia cuando terminó
la guerra, puesto que Stalin censuró su propio censo de población en
1:937, cuando detuvo a sus principales funcionarios y ejecutó a muchos
de ellos.1 ? Se sabía sin embargo lo suficiente para instilar tanto temor
como esperanza en los europeos que aguardaban la liberación del yugo
nazi por parte de un Estado cuyo historial no parecía tan negativo. El
comportamiento del Ejército Rojo en Alemania acrecentó estos temores;
los ejércitos rara vez se conducen con amabilidad cuando ocupan el

1 x2
territorio de un enemigo derrotado, pero los rusos se mostraron par­
ticularmente violentos en sus saqueos, agresiones físicas y violaciones
en masa.z4 La cultura de la brutalidad de la Unión Soviética se había
extendido, al parecer, más allá de sus fronteras.
La actuación del Ejército Rojo fue comprensible en cierto senti­
do, pues los alemanes se habían mostrado aún más brutales cuando
ocuparon la URSS durante la guerra. Pero el objetivo de Stalin no era
una justa retribución. Confiaba en difundir el marxismo-leninismo por
toda Europa, aunque sabía que no podría lograrlo únicamente con el
uso de la fuerza y la propagación del miedo, los métodos que con tanta
crueldad había empleado en su propio país. Los comunistas polacos,
checos, húngaros, rumanos y búlgaros, así como los alemanes a partir
de 19 4 9 , gobernarían Estados ostensiblemente independientes. Stalin
estaba seguro de poder controlarlos porque, pese a la oposición de Tito
y los yugoslavos, la mayoría de los comunistas seguía fielmente los dic­
tados de Moscú por aquel entonces. N o debía sin embargo excederse
en su dureza, pues ello podría provocar una revolución que exigiría ser
reprimida. Así, era muy importante que los comunistas cosecharan el
apoyo popular. «Con una buena agitación y la actitud adecuada puedes
obtener un número de votos co n sid e ra b le » ,le dijo Stalin en 19 4 5 al
líder comunista polaco W ladyslaw Gomulka.
Si esto era lo que el jefe del Kremlin esperaba precisamente de los
polacos, no sería a su juicio poco razonable confiar en que los alemanes
y otros europeos que vivían bajo su esfera de influencia militar y política
apoyasen también a los comunistas locales, otorgándoles directamente el
Gobierno o al menos su participación en coaliciones gubernamentales.
Eso sería preferible a una confrontación directa con estadounidenses
y británicos; además, la doctrina leninista sugería que los capitalistas
no tardarían en enfrentarse.2-6 La dictadura del proletariádo no podría
extenderse por esas regiones con los medios empleados por Stalin en la
Unión Soviética y Europa oriental. La «mayoría» de los europeos oc­
cidentales tendría que «elegirla».
La estrategia de Stalin no carecía de lógica, salvo en un aspecto.
Exigía que él dejara de ser quien era: un tirano que había ocupado el
poder mediante el terror y se mantenía en él por los mismos medios.
En cuanto observó los más leves indicios de independencia en los países
de Europa oriental — como cuando los checos solicitaron permiso para
participar en el Plan Marshall— , Stalin actuó con los responsables como
hiciera antes de la guerra con sus rivales, reales e imaginarios, en su pro­
pio país: apartándolos del poder, sometiéndolos a juicio, encarcelándo­
los y, en algunos casos, ejecutándolos. A buen seguro que habría hecho
lo mismo con Tito si Yugoslavia no se hubiera alejado de su alcance.
Se estima que un millón de comunistas de los países de Europa oriental
fueron sometidos a algún sistema de purga entre 19 4 9 y í 9 5 3 .27 Lo
mismo sucedía entretanto en la propia Unión Soviética, pues durante
los últimos años de Stalin se generalizaron las detenciones, los juicios,
las ejecuciones y, cuando no resultaba fácil justificar estas últimas, los
«accidentes». A la muerte del dictador las prisiones soviéticas estaban
más llenas que nunca.28
«Que tiemblen las clases dirigentes ante la revolución comunista
— proclamó M arx en 18 4 8 — . Los proletarios nada tienen que perder,
salvo sus cadenas.»29 Sin embargo, un siglo más tarde los proletarios
que aún no habían caído bajo la dictadura de Stalin tenían sobradas ra­
zones para temblar ante las cadenas con que éste había atado a quienes
ya habían sufrido la misma desgracia con anterioridad. N o es accidental
que el Gran Hermano de Orwell luciera un bigote como el de Stalin.V

Si eran precisas las cadenas para controlar a los proletarios de Stalin,


cuesta entender que esta ideología pudiera recibir algún apoyo en cual­
quier lugar del mundo. Pero la privación conduce a la desesperación y,
cuando la alternativa es la muerte por hambre o la represión, la elección
no siempre resulta fácil. Si deseaba convertirse en alternativa, la ideo­
logía estadounidense no podía limitarse a demostrar que el comunismo
suprimía la libertad; debía demostrar además que el capitalismo era
capaz de conservarla.
Nunca hubo en Washington un plan preconcebido en este sentido
Lo que había, por el contrario, eran objetivos contradictorios al fina
de la Segunda Guerra Mundial: castigar a los enemigos derrotados
cooperar con la Unión Soviética; reanimar la democracia y el capitalis
mo y fortalecer las Naciones Unidas. Y no todos ellos eran posibles sir
antes realizar ciertos reajustes y establecer el orden de las prioridades
El momento llegó a finales de 19 4 7 : el nuevo objetivo, magníficamente
articulado por Kennan (convertido para entonces en el principal estra­
tega político de Marshall) sería evitar que las instalaciones industriales
y militares de los antiguos adversarios (principalmente las de Alemania
y Japón) cayeran en manos del actual y futuro adversario, la Unión
Soviética. 3°
Pudo haberse destruido lo que quedaba de estas instalaciones, pero
eso habría supuesto la hambruna para Alemania y Japón e impedido la
recuperación económica de los aliados estadounidenses. También pudo
haberse restaurado el autoritarismo alemán y japonés para establecer
una colaboración posterior con estos regímenes, pero ello habría pues­
to en peligro los objetivos por los que se había librado la guerra. Así,
Estados Unidos encontró una tercera vía, Revitalizaría las economías
alemana y japonesa, asegurando con ello el futuro del capitalismo en
estos países y en las regiones circundantes, pero además transformaría
a los alemanes y a los japoneses en ciudadanos demócratas.
La estrategia era ambiciosa, incluso audaz, tanto que, si alguien la
hubiera anunciado públicamente, junto con la Doctrina Truman y el
Plan Marshall, se habría percibido como altamente improbable. Aunque
Alemania y Japón tuvieron sistemas parlamentarios antes de sucumbir a
las dictaduras en la década de 19 3 0 , la cultura de la democracia nunca
llegó a arraigar en ninguno de estos países, de ahí su fácil tránsito a la
dictadura. Sin embargo, estas dictaduras habían quedado desacredita­
das tras su derrota en la guerra, lo que proporcionaba a Estados Unidos
una impecable hoja de servicio y mano libre a través de la ocupación
militar. La respuesta de Estados Unidos fue idéntica a la de Stalin: con­
fiar en que lo que había funcionado en casa funcionaría también fuera.
Pero las instituciones estadounidenses no podían ser más distintas de
las soviéticas, como distintos eran los objetivos de Estados Unidos para
proceder a la ocupación.
La función del Gobierno era, a juicio de Estados Unidos, facilitar
la libertad. Ello tal vez pudiera exigir ciertas regulaciones económi­
cas, pero nunca al extremo de la Unión Soviética, cuya intervención
sobre la economía era total. La gente podría conservar la propiedad,
los mercados podrían distribuir sus recursos y el resultado sería una
mejora de la economía para todos: los líderes sólo ejercerían el poder
con el consentimiento de los ciudadanos; las leyes, administradas con
imparcialidad, garantizarían la justicia; y una prensa libre aportaría
transparencia y por tanto credibilidad. El Gobierno se sustentaría sobre
la esperanza, no sobre el terror. Ninguna de estas condiciones existía en
la Unión Soviética, sus países satélites o los territorios ocupados bajo
su Administración.
Sin embargo, de poco habría servido todo esto sin pasar a la acción.
Es aquí donde entra en escena el Plan Marshall, con la idea de impulsar
las economías europeas — y al mismo tiempo la de Japón— mediante
ayudas económicas sustanciales, siempre que los beneficiarios aceptaran
desde el principio las condiciones sobre el uso de esta ayuda. El único
requisito era la cooperación: la superación de los viejos antagonismos
a la vista de los nuevos peligros. El objetivo era restablecer la confian­
za, la prosperidad y la paz social por medios democráticos: demostrar
que, si bien existían dos mundos ideológicamente separados, no tenían
por qué existir dentro del mundo capitalista las naciones separadas de
los ricos y los pobres que habían propiciado el auge del marxismo. Y
tampoco había necesidad de guerras entre los capitalistas, tal como Le-
nin había insistido.
Sólo Estados Unidos tenía los recursos económicos — y tal vez la
ingenuidad— para abordar esta tarea. La Unión Soviética no se hallaba
en situación de competir, de ahí que Stalin respondiera con medidas
enérgicas en las zonas de Europa bajo su control. Los estadounidenses
contaban sin embargo con una ventaja adicional sobre los soviéticos
que nada tenía que ver con su capacidad material: su pragmatismo y
su confianza en la espontaneidad. Jam ás aceptaron que la sabiduría
o incluso el sentido común sólo se encontrasen arriba, ya fuera en el
escenario de la economía de mercado, de la política democrática o de
la cultura nacional. Les impacientaba la jerarquía, se sentían cómodos
con la flexibilidad y desconfiaban profundamente de la idea según la
cual la teoría debía determinar la práctica y no a la inversa.
Por eso no molestó a Truman y a sus consejeros que los mandos
militares estadounidenses en Alemania y Japón diseñaran sus propias
estrategias para la ocupación de estos países, acomodándolas a la rea­
lidad con la que se enfrentaban. N o hizo falta explicar las deficiencias
del modelo de «una misma talla para todos». Tampoco los políticos
de Washington, por más que fueran capitalistas acérrimos, se negaron
a trabajar con los socialistas europeos para contener el comunismo en

ii 6
Europa. Los resultados eran más importantes que la coherencia ideoló-
gicá y, cuando algunos países beneficiarios del Plan Marshall señalaron
que difícilmente podían fortalecer su confianza sin protección militar,
Estados Unidos accedió a proporcionar también este tipo de ayuda
mediante la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la primera
alianza militar que el país establecía en tiempo de paz desde que en
1800 concluyera la que mantuvo con Francia, que le permitió alcanzar
su independencia.
En marcado contraste con esta posición, Stalin suprimía la esponta­
neidad en la Unión Soviética allí donde ésta aparecía, por miedo a que
minara los cimientos de su régimen. Pero esto implicaba la aceptación
de que el propio Stalin era la fuente de toda sabiduría y sentido común,
tal como sus acólitos señalaban con frecuencia en los últimos años de su
vida. Con independencia de que Stalin los creyera o no, «el mayor genio
de la humanidad» era sin duda un hombre solo, engañado y temeroso,
adicto a pontificar sobre cuestiones de genética, economía, filosofía y
lingüística, sin conocimientos suficientes, dado a dilatadas cenas con
sus aterrados subordinados, donde se consumían ingentes cantidades
de alcohol, y curiosamente aficionado a la películas estadounidenses.
«Estoy acabado — reconoció en un momento de candor poco antes de
su muerte— . Ya ni siquiera confío en mí mismo.»?1
A esto quedaron reducidas las aspiraciones de M arx y las ambicio­
nes de Lenin: a un sistema que pervertía la razón, aniquilaba la con­
fianza y funcionaba mediante el terror, pero que ahora competía con la
esperanza que ofrecía el capitalismo.V I

VI

¿Y si el problema residiera en el propio Stalin, y el comunismo se hubie­


ra salvado con un líder distinto? Los hombres que aspiraban a suceder
al dictador creían que el diagnóstico era exacto y el remedio adecuado.
Todos estaban dispuestos a liberar el marxismo-leninismo del legado
estalinista. Descubrieron sin embargo que ambos estaban inextricable­
mente unidos; intentar separarlos entrañaba el peligro de matarlos a
ambos.
El primer líder postestalinista que lo intentó fue asesinado. Lavren-

n 7
tii Beria, jefe de la policía secreta de Stalin desde 19 3 8 , fue uno de los
hombres que asumieron el poder a la muerte del dictador, incorporán­
dose al triunvirato con Molotov y Malenkov. Beria, un asesino múlti­
ple y un depredador sexual, era también un magnífico administrador
y merecía más que nadie el mérito de la bomba atómica soviética. Se
mostraba asombrosamente crítico con el sistema que le había otorgado
semejante poder. Apenas podía ocultar su satisfacción por la muerte de
Stalin — ciertos historiadores incluso insinúan que él mismo la dispu­
so— 32 y de inmediato intentó acabar con algunos de los peores aspectos
del régimen estalinista.
Beria suspendió la última ronda de purgas absurdamente ordenada
por Stalin contra sus propios médicos. De acuerdo con sus colegas,
ordenó a continuación a chinos y norcoreanos poner fin a las negocia­
ciones de paz, estancadas desde hacía mucho tiempo, y acabar con la
Guerra de Corea. Publicó un artículo en Pravda en el que expresaba
sus esperanzas de establecer una mejor relación con Estados Unidos y
no contó con sus comandatarios para lanzar la propuesta de garanti­
zar a las nacionalidades no rusas en el seno de la Unión Soviética un
grado de autonomía muy superior al que Stalin había estado dispuesto
a concederles.33 Su acción más controvertida fue el intento de resolver
el dilema sobre el futuro de Alemania.
La formación de la República Federal de Alemania (Alemania occi­
dental) en mayo de 19 4 9 frustró cualquier esperanza de que el comu­
nismo pudiera extenderse a ese país por sus propios medios, tal como
pensaba Stalin. El nuevo Gobierno federal de Konrad Adenauer no
buscaba tanto la reunificación como la independencia de la Unión So­
viética, para lo cual intensificó sus lazos con Estados Unidos. A la vista
de la situación, Stalin no tuvo más opción que autorizar la formación
de la República Democrática Alemana (RDA o Alemania oriental) en el
mes de octubre, aunque lo. hizo con escaso entusiasmo. Seguía dispuesto
a sacrificar el régimen, encabezado por el veterano comunista alemán
Walter Ulbricht, con tal de impedir el ingreso de Alemania occidental
en la Alianza Atlántica. En marzo de 1952., con este objetivo en mente,
Stalin ofreció la reunificación a cambio de neutralización.^
La propuesta no prosperó; las motivaciones de Stalin eran demasia­
do transparentes, y Alemania oriental inició su proceso de transforma­
ción en Estado proletario, una tarea nada fácil puesto que se trataba

11 8
de una región principalmente agrícola y los rusos habían eliminado las
escasas industrias que existían. Ulbricht, un buen estalinista, insistía eñ
que los alemanes del Este resolverían el problema trabajando con mayor
ahínco, y estableció un programa de rápida industrialización similar
al que Stalin había emprendido en la Unión Soviética. Sin embargo,
pronto se puso de manifiesto que esto ahondaba la crisis económica,
provocando malestar y empujando a miles de alemanes orientales a
emigrar a Alemania occidental, lo cual todavía era posible a través de
la frontera que separaba los dos sectores de Berlín.
Los nuevos líderes del Kremlin ordenaron al reacio Ulbricht que
ralentizara este programa — cosa que hizo sólo parcialmente— , y en
mayo de 19 5 3 Beria lanzó una propuesta completamente radical: que
la Unión Soviética aceptase una Alemania reunificada «capitalista» a
cambio de neutralización. Beria se proponía abandonar a Ulbricht y los
comunistas de Alemania oriental. Pero antes dé que este plan pudiera
llegar a ninguna parte estallaron disturbios en Berlín oriental y el resto
de la Alemania comunista.?? Quienes protestaban eran principalmente
«proletarios», es decir, gente a quien la dictadura, al menos en teoría,
debía haber proporcionado libertad. En la práctica se la habían negado,
lo cual planteaba un dilema a los sucesores de Stalin, pues al menos
un régimen comunista se asentaba sobre un polvorín de resentimiento,
alimentado por el fracaso del marxismo-leninismo para cumplir sus
promesas. ¿Y si otros seguían el ejemplo?
Los colegas de Beria resolvieron el problema de inmediato, utili­
zando a las tropas soviéticas para aplastar los disturbios en Alemania
oriental, aun cuando esto significara un incómodo reconocimiento de
fracaso, tanto para ellos como para Ulbricht. Acto seguido detuvieron
al propio Beria, lo acusaron de ser un agente del imperialismo anglo-
estadounidense, lo juzgaron, lo condenaron y lo ejecutaron. Jruschov,
que había orquestado los acontecimientos, se alineó entonces estre­
chamente con el régimen represivo de Ulbricht, algo que Stalin nunca
había hecho.?6 N o fue un comienzo auspicioso para quienes pretendían
liberar el comunismo de las garras del estalinismo, pese a lo cual no
sería el último intento.
V II

Fue el propio Jruschov quien realizó el siguiente. Tras deponer y ejecutar


a Beria, se deshizo de Malenkov y M olotov en los dos años siguientes
— aunque no los mató— , de tal modo que a mediados de 19 5 5 era el
principal líder del Estado soviético posterior a Stalin. M uy distinto de
Stalin en lo personal, Jruschov era además sincero — y esencialmente
humano— en su determinación de recuperar el objetivo original del
marxismo: una vida mejor que la ofrecida por el capitalismo. Una vez
consolidada su autoridad en el Kremlin, se ocupó del legado de Stalin.
El 2 5 de febrero de 1 9 5 6 sorprendió a los delegados que asistían al
X X Congreso del Partido Comunista Soviético enumerando cándida­
mente primero los crímenes de Stalin para denunciarlos a continuación.
Al hacerlo derribó la fachada — producto del terror y la negación— que
hasta entonces había ocultado la verdadera naturaleza del régimen és-
talinista tanto para el pueblo soviético como para los comunistas del
mundo entero. Su intención era preservar el comunismo y pensaba
que la reforma sólo podía emprenderse si se reconocía el error. «Me vi
obligado a contar la verdad sobre el pasado, pese al riesgo que pudiera
entrañar para m í», recordaría más tarde.3? Pero el sistema que Jrus­
chov se proponía preservar se asentaba, desde los tiempos de M arx y
Engels, sobre el supuesto de que estaba exento de errores. Eso era lo
que significaba haber descubierto el motor que impulsaba la historia
hacia delante. Un movimiento basado en la ciencia ofrecía poco espacio
para la confesión, la contrición y la posibilidad de redención. Así, los
problemas que Jruschov generó para sí y para el movimiento comunista
internacional comenzaron casi en el mismo momento en que terminó
aquel discurso.
Una de sus consecuencias fue sencillamente el impacto que produjo.
Los comunistas no estaban acostumbrados a que en las altas esferas se
reconociese error alguno, y mucho menos a semejante escala. La expo­
sición de Jruschov fue, en palabras del secretario de Estado Dulles, «la
mayor condena del despotismo jamás realizada por un déspota».38 El
líder del partido polaco, Boleslaw Bierut, sufrió un ataque al corazón
mientras leía el discurso de Jruschov y murió poco después. El efecto
que tuvo para otros comunistas fue casi igual de devastador, pues el
nuevo líder soviético parecía estar diciéndoles que ya no bastaba con

12 0
afirmar, como proposición teórica, que la historia estaba de su parte.
Erá igualmente necesario contar con el apoyo del pueblo. «Estoy ple­
namente seguro — anunció Jruschov en el funeral de Bierut— de que
lograremos un cierre de filas sin precedentes tanto en nuestro propio
partido como entre la gente cercana a nuestro partido. »39
El Partido Comunista Polaco aprendió la lección al dedillo y, tras
la muerte de Bierut, empezó a liberar a los prisioneros políticos y a
destituir a los estalinistas de las posiciones de autoridad, lo que produjo
disturbios como los ocurridos en Alemania oriental en circunstancias
similares. En el caso polaco, sin embargo, los partidarios de la línea
dura no recuperaron el poder. Los polacos volvieron a Gomulka, que
había caído víctima de las purgas de Stalin, y le ofrecieron el liderazgo
del partido sin la aprobación de Jruschov. Enfurecido ante esta des­
obediencia, el líder soviético se presentó en Varsovia sin ser invitado,
montó una pataleta y amenazó con enviar a las tropas soviéticas, si bien
terminó por aceptar el nuevo Gobierno polaco, pues a fin de cuentas
sólo prometía lo que él mismo afirmaba desear. Dar «un rostro humano
al socialismo».
El problema de los polvorines, incluso de los que no estallan, es que
suelen estar cerca de otros. Con la esperanza de evitar nuevos distur­
bios, Jrushov dispuso en julio de 19 5 6 apartar del poder al líder estali-
nista húngaro Matyas Rákosi. Le dijo a Rákosi que estaba «enfermo»
y necesitaba «tratamiento» en M oscú.40 Esto no hizo sino provocar
nuevas demandas de concesiones, y a finales de octubre — inspirados
por los acontecimientos en Polonia— los húngaros organizaban una
rebelión a gran escala, no sólo contra sus propios comunistas, sino con­
tra la propia Unión Soviética. Las tropas del Ejército Rojo se retiraron
tras protagonizar sangrientos combates en las calles de Budapest, y por
espacio de unos días se pensó que Hungría recibiría la autorización para
retirarse del Pacto de Varsovia, la alianza militar creada por los rusos
el año anterior en respuesta a la O TA N . Jruschov dio muchas vueltas
a cómo actuar, pero finalmente, presionado por M ao, ordenó que el
ejército regresara a Hungría para sofocar la rebelión.
La intervención fue un éxito, pero costó la vida a 1.5 0 0 soldados
soviéticos y a 20.000 húngaros. El primer ministro Imre N agy, que
de mala gana asumió el liderazgo del régimen rebelde, fue detenido y
posteriormente ejecutado. Cientos de miles de supervivientes húnga-

121
ros intentaron desesperadamente escapar a Occidente, y los que no lo
lograron hubieron de soportar el retorno de la represión, al parecer
— según enseñaba la lección en Hungría— el único modo de gobernar
que conocía el marxismo-leninismo. Ser comunista era «inseparable de
ser estalinista», proclamó Jruschov ante una delegación china a prin­
cipios de 19 5 7 . «Dios quiera que cada comunista sea capaz de luchar
por los intereses de la clase obrera como luchó Stalin.»41 "No sabemos
lo que pensaba Dios al respecto, pero el fantasma del viejo dictador no
resultaba fácil de exorcizar.

VIII

Era lógico que los chinos tuvieran un papel tan importante en la deci­
sión de Jruschov para acabar con la rebelión en Hungría, pues también
M ao Zedong era un líder post-estalinista con ideas para salvar el comu­
nismo. Aunque su solución, en conjunto, consistió en emular a Stalin.
M ao no fue consultado previamente sobre el discurso de «desestali-
nización» pronunciado por Jruschov en febrero de 19 5 6 , como tampo­
co lo fue ningún otro líder comunista extranjero. El mandatario chino
respetaba y valoraba a Stalin, si bien nunca le resultó fácil tratar con él.
Stalin tardó en apoyar la revolución comunista china y se mostró muy
sorprendido de su éxito. Fue poco generoso en los términos del Tratado
Chino-Soviético de 19 5 0 y parco en su apoyo militar a China durante
la Guerra de Corea. Insistió en que la guerra debía continuar cuando
M ao y Kim Il-sung estaban dispuestos a concluirla. Y cuando en cierta
ocasión se preguntó al intérprete chino, Shi Zhe, si el presidente Mao
se entristeció al enterarse de la muerte de Stalin, la respuesta fue: «No
creo que el presidente se entristeciera».42-
Pese a todo, Stalin era útil para M ao en otro aspecto: como modelo
para la consolidación de la revolución comunista. M ao tuvo que inter­
pretar en China el papel de Lenin y de Stalin simultáneamente. Había
seguido el ejemplo de Lenin, dando el salto de la teoría marxista a la
acción revolucionaria, pero invirtió la secuencia de acontecimientos,
de tal modo que la guerra civil precedió en China a la toma del poder,
en lugar de sucedería. A diferencia de Lenin, M ao era fuerte y gozaba
de buena salud, lo que le permitió afrontar una tarea que el líder bol-

122
chevique no tuvo necesidad de encarar: cómo lograr que la revolución
arraigara en un país donde según la teoría marxista tal cosa no era
posible. Stalin lo hizo en Rusia, mediante el proceso de proletarización.
Construyó una gigantesca estructura industrial e incluso intentó trans­
formar la agricultura en industria al colectivizarla. Para cuando hubiese
terminado sus reformas no deberían quedar campesinos en Rusia, y lo
cierto es que estuvo cerca de alcanzar el objetivo.
M ao siguió una vía distinta. Su principal innovación teórica con­
sistió en afirmar que los campesinos eran proletarios, por tanto no
necesitaban ser transformados. Poseían una conciencia revolucionaria
que sólo necesitaba despertar. Su enfoque era muy distinto del de Stalin,
y acaso explique algunas de las fricciones que existieron entre ambos
líderes, si bien el soviético, frustrado porque los obreros no se hubieran
sublevado en Europa, hallaba cierto consuelo en la perspectiva de que
los campesinos pudieran hacerlo fuera de Europa.43 M ao sí se ciñó al
modelo soviético en la cuestión de qué hacer con la revolución tras
haber tomado el control de un país. Pensaba que la revolución china
fracasaría si no reproducía, con precisión mecánica, los pasos dados
por Lenin y muy especialmente por Stalin para consolidar la revolución
bolchevique.
Retomando la Nueva Política Económica de Lenin, el líder chino
permitió un breve período de experimentación con el capitalismo de
mercado en los primeros años de la década de 19 5 0 , que abandonó
luego en favor de un Plan Quinquenal de industrialización de choque y
un proceso de colectivización de la agricultura fiel a la línea de Stalin. A
la muerte del líder soviético y ante la escasa impresión que le causaron
sus sucesores en Moscú, M ao inició un proceso de «culto a la persona­
lidad» centrado en su figura no sólo como líder del Partido Comunista
Chino, sino como el dirigente más veterano y respetado del movimiento
comunista internacional.
Fue por tanto una desagradable sorpresa para M ao que Jruschov,
sin previo aviso, denunciara el «culto a la personalidad» de,Stalin en
19 56 e insistiese en que los comunistas debían alejarse de esto en todas
partes. «Sólo está empuñando la espada para otros, ayudando a los
tigres a hacernos daño. Si ellos no quieren la espada, nosotros sí la que­
remos [...]. La Unión Soviética puede atacar a Stalin, pero nosotros no
lo haremos», fue la respuesta de M ao.44 Se atuvo así al plan de seguir
el ejemplo de Stalin, aunque, tal vez inspirado en las ambiciones de
Jruschov de superar a Occidente tanto en misiles como en bienes ma­
teriales, decidió comprimir y acelerar el proceso. La Unión Soviética,
argumentaba, estaba perdiendo su filo revolucionario. China, el país
auténticamente revolucionario, no cometería el mismo error.
En consecuencia, junto con las campañas de industrialización y co­
lectivización M ao emprendió las purgas de posibles disidentes. «Que
florezcan un centenar de flores y se enfrenten un centenar de escuelas de
pensamiento», proclamó; pero acto seguido detuvo por «derechistas»
a los incautos críticos que confiaron en su palabra. Era una estrategia
diseñada para «hacer salir a las serpientes de sus madrigueras [...], de­
jar que crezcan primero las hierbas venenosas y destruirlas luego una
a una. Que se conviertan en fertilizante».45 Luego tomó una decisión
todavía más drástica: fundir las campañas de industrialización y colec­
tivización, transformando finalmente a los campesinos en proletarios
por medios mucho más radicales de lo que Stalin siquiera habría con­
siderado. Ordenó a todos los campesinos de China que abandonaran
sus cosechas, construyesen hornos en sus patios, utilizaran sus propios
muebles como combustible y fundieran en ellos sus herramientas agrí­
colas para producir acero.
El resultado del «Gran Salto Adelante» de M ao fue la mayor ca­
lamidad humana del siglo xx . El plan de colectivización emprendido
por Stalin causó la muerte de entre cinco y siete millones de personas
en los primeros años de la década de 19 3 0 . M ao sextuplicó esta cifra,
provocando una hambruna que entre 19 5 8 y 1 9 6 1 se cobró la vida
de casi treinta millones de chinos, sin duda la peor de la historia.46 Al
menos en este sentido M ao superó tanto a la Unión Soviética como al
resto del mundo, pero ningún ideólogo del marxismo, el leninismo, el
estalinismo o el maoísmo podía sentirse orgulloso de esta hazaña.IX

IX

Entretanto el resto del mundo apenas tenía conocimiento de lo que su­


cedía en China. La China de M ao era tan opaca para el mundo exterior
como la U R SS de Stalin, y las autoridades censuraban sus censos de
población con el mismo celo que el líder soviético. Hubieron de pasar
muchos años para que el coste del marxismo-leninismo en su versión
maoista pudiera apreciarse. Por entonces, las deficiencias de esta ideo­
logía se percibían mejor en el espacio transparente donde competían el
comunismo y el capitalismo: la ciudad dividida de Berlín.
Sólo las peculiaridades de la Guerra Fría — el modo en que conge­
ló los posibles acuerdos temporales al término de la Segunda Guerra
Mundial— pudieron dividir una ciudad en sectores estadounidense,
británico, francés y soviético, convirtiendo una mitad en el Estado de
Alemania oriental creado por Stalin en 19 4 9 y cercado por varios cien­
tos de miles de tropas soviéticas. Gracias a la ayuda del Plan Marshall,
así como a los generosos subsidios del gobierno de Alemania occidental
y su respaldo a las universidades, las librerías, los centros culturales y
las emisoras de radio y televisión estadounidenses — algunas de las cua­
les se financiaban én secreto a través de la C IA — , las zonas berlinesas
de ocupación occidental se convertían en un permanente escaparate de
las virtudes del capitalismo y la democracia en el seno de la Alemania
comunista. La existencia era sin embargo precaria en Berlín occidental,
pues nada impedía a los rusos — ni a los alemanes orientales si recibían
la oportuna autorización— cortar el acceso por tierra a la ciudad, tal
como hiciera Stalin una década antes. Esta vez estaba claro que un co­
rredor aéreo no serviría de nada; era imposible abastecer por vía aérea
a una ciudad notablemente más poblada y próspera de lo que era Berlín
en 1948. La causa de la vulnerabilidad de Berlín occidental residía en su
propio éxito. La ciudad sólo sobrevivió gracias al apoyo de Moscú.
También Berlín oriental, ocupada por los soviéticos, presentaba
puntos vulnerables, tal como reflejaron los disturbios de 1 9 5 3 . El des­
contento se produjo en buena parte porque los berlineses podían tran­
sitar libremente por la zona oriental y occidental de la ciudad. «Era
un sistema de locos. Bastaba con coger el metro o el tren [...] y estabas
en otro mundo [...]. Podías pasar del socialismo al capitalismo en dos
minutos»,47 recordaba un ciudadano de Berlín oriental. Además, era
fácil emigrar a Alemania occidental desde Berlín oriental. La evidente
disparidad en el nivel de vida provocó «una gran insatisfacción» en la
zona soviética, según reconoció el líder del Kremlin Georgi Malenkov
inmediatamente después de los disturbios, «lo cual resulta especial­
mente obvio ahora que la población ha empezado a huir de Alemania
oriental a Alemania occidental»A8

125
La cifra de exiliados aportada por Malenkov fue de 500.000 en
los dos años anteriores, si bien las estadísticas soviéticas mostraban a
finales de 19 5 6 que eran cerca de un millón de alemanes más los que
habían huido del Este. N o tardó en comprobarse además que los refu­
giados eran aquellos con la mejor educación y cualificación profesional,
y que sus motivos para abandonar el comunismo tenían tanto que ver
con la ausencia de libertades políticas como con la escasez económica.
Eligiendo con cuidado sus palabras, el embajador soviético en Alemania
oriental, Mijaíl Pervujin, resumió así la situación en 19 5 9 : «La presen­
cia en Berlín de una frontera abierta y esencialmente no controlada
entre el mundo socialista y el mundo comunista lleva erróneamente a la
población a establecer comparaciones entre las dos partes de la ciudad,
y lamentablemente éstas no siempre resultan favorables para el Berlín
democrático [oriental] ».49
Jruschov había intentado resolver este problema con el ultimátum
de 19 5 8 , cuando amenazó con poner fin a la ocupación cuadripartita
de la ciudad o con transferir el control de los derechos de acceso a los
alemanes del Este, que presumiblemente entonces podrían «estrujar»
— según sugerían vivamente sus diversas metáforas anatómicas— con
impunidad a estadounidenses, británicos y franceses. Pero esta iniciativa
fracasó tanto por la firmeza de la Administración Eisenhower como
por el deseo insaciable de Jruschov de visitar Estados Unidos. A su
regreso de este viaje, el líder soviético prometió a un decepcionado Ul-
bricht que para 1 9 6 1 «la República Democrática Alemana [Alemania
oriental] comenzaría a superar el nivel de vida de la República Federal
de Alemania [Alemania occidental]. Esto será una bomba para ellos.
Por eso necesitamos ganar tiempo».50 Pero en lugar de ganar tiempo lo
perdieron: en 1 9 6 1 cerca de 2,7 millones de alemanes del Este habían
huido por la frontera abierta a Berlín occidental y de ahí a Alemania
occidental. La población de la República Democrática Alemana había
pasado de 19 a 1 7 millones de habitantes desde 19 4 9 .51
Ello supuso una importante crisis para el propio comunismo, tal
como advirtió el viceprimer ministro soviético Anastas Mikoyan a los
alemanes orientales en julio de 1 9 6 1 : «Nuestra teoría marxista-leninista
debe verificarse en la RD A. Debemos demostrar que lo que dicen los ca­
pitalistas y los renegados es falso». A fin de cuentas «el marxismo nació
en Alemania [...]. Si el socialismo no triunfa en la RD A, si el comunis-

12 6
mo no demuestra aquí que es superior y vital, entonces no habremos
ganado. Es esencial para nosotros».5z Esto lo decía el mismo Mikoyañ
que con tanta emoción recibiera un año antes la revolución castrista
en Cuba, sorprendente pero determinada por la historia. Sin embargo,
la revolución peligraba ahora en la Alemania de M arx. AI parecer las
fuerzas de la historia no avanzaban en la dirección correcta, como se
había previsto.
Ulbricht tenía planes desde al menos 1 9 5 2 para detener el flujo de
emigrantes, construyendo un muro que separase Berlín occidental de
Berlín oriental y el resto de la Alemania comunista. Sin embargo, tanto
los soviéticos como los líderes de Europa del Este se habían resistido
a esta idea. En 19 5 3 M olotov advirtió que esto «generaría amargura
y descontento entre los berlineses hacia el gobierno de la R D A y las
tropas soviéticas en Alemania». Jruschov insistía en que el mejor modo
de combatir la amenaza de Alemania occidental era «intentar ganarse
el favor del pueblo mediante una cultura y unas políticas que creasen
mejores condiciones de vida». El líder húngaro János Kádár — quien
tras la revuelta de 19 5 6 había tenido que disciplinar a su descontenta
población— predijo ya en 1 9 6 1 que la construcción de un muro en
Berlín produciría «graves daños para la reputación del movimiento
comunista en su conjunto». El muro era «una cosa odiosa», admitía
Jruschov, pero «¿qué otra opción tenía? M ás de 30.000 personas, las
más cualificadas de la R D A , abandonaron el país en el mes de julio
[...]. La economía de Alemania oriental se habría desplomado si no
hubiéramos hecho nada para impedir esta huida en masa [...]. El muro
era la única alternativa».53
La construcción se inició en la noche del 12. al 1 3 de agosto de 1 9 6 1 ,
primero como una alambrada de espino y más tarde como un muro de
hormigón de unos tres metros de altura y más de 1 5 0 kilómetros de
longitud, protegido por torres de vigilancia, campos de minas, perros
policías y órdenes de disparar a matar a cualquiera que intentase cru­
zarlo. La decisión de Jruschov estabilizó la situación en Berlín al menos
en cuanto a las relaciones de la superpotencia durante la Guerra Fría.
Con Berlín occidental aislada de Berlín oriental y el resto de la R D A ,
Jruschov ya no tenía que preocuparse por expulsar de la ciudad a las
potencias occidentales, con los riesgos de enfrentamiento nuclear que
ello habría entrañado. Podía respirar con mayor facilidad, y lo mismo,
a decir verdad, sintieron los líderes occidentales. «No es una solución
agradable — reconoció Kennedy— , pero un muro es mil veces mejor
que una guerra.»54 Sin embargo, cuando el presidente visitó el muro
de Berlín en junio de 1 9 6 3 , no pudo resistirse a señalar: «Nosotros
nunca hemos tenido que construir un muro para evitar que el pueblo
nos abandonara». La fea estructura levantada por Jruschov era «la de­
mostración más nítida y obvia para el mundo entero de los fracasos del
sistema comunista».55

Al otro lado del muro el capitalismo triunfaba. N o hay una sola fecha,
estadística o acontecimiento que señale en qué momento se percibió con
claridad lo siguiente: lo significativo era lo que «no» había ocurrido
desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Resultó que pese a los te­
mores de los capitalistas, basados en la historia, y las esperanzas de los
comunistas, basadas en la teoría, la Gran Depresión no había regresado.
Era absurdo pensar que los capitalistas pudieran entrar en guerra unos
con otros, tal como Stalin, inspirándose en Lenin, había anunciado.
Fue Eric Hobsbawm, uno de los últimos grandes historiadores mar-
xistas, quien bautizó los primeros años de la posguerra como la «Edad
de Oro». Con esto quería decir que «todos los problemas que obsesio­
naban al capitalismo [...] parecieron diluirse y desaparecer». La pro­
ducción mundial se cuadriplicó entre comienzos de los cincuenta y los
sesenta. El comercio de productos manufacturados se multiplicó por
diez, la producción de alimentos crecía más deprisa que la población,
y ciertos bienes de consumo hasta entonces considerados artículos de
lujo (automóviles, frigoríficos, teléfonos, radios, televisores y lavadoras)
pasaron a ser comunes. El desempleo casi desapareció en Europa occi­
dental. «La mayor parte de la humanidad seguía viviendo en la pobreza
— señalaba Hobsbawm — , pero ¿qué significado podían tener en los
antiguos centros de la actividad industrial las palabras de la Interna­
cional [comunista] “ en pie famélica legión” para unos trabajadores que
ahora esperaban comprar su propio coche y pasar su mes de vacaciones
pagadas en las playas de España?» 56
Para Hobsbawm era más fácil señalar este fenómeno que explicarlo:

12 .8
«En realidad no hay ninguna explicación satisfactoria para la magnitud
del “ Gran Salto Adelante” de la economía capitalista, y tampoco sus
consecuencias sociales sin precedentes». Hobsbawm pensó que podía
tratarse de una fase de crecimiento inmersa en los largos ciclos de auge
y colapso económico que se sucedían desde hacía varios siglos, pero esto
no explicaba «las extraordinarias dimensiones del boom», tan distinto
del «período anterior marcado por crisis y depresiones». Tal vez fuera
fruto de los avances tecnológicos, si bien éstos fueron más importantes
en los setenta y ochenta, con la aparición de los ordenadores, que en los
años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Final­
mente decidió que la clave estaba en que «el capitalismo fue deliberada­
mente reformado durante los últimos años de la guerra por los hombres
que estaban en posición de hacerlo en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Es un error suponer que la gente no aprende de la historia ».57
Si Hobsbawm estaba en lo cierto, ¿qué quedaba entonces de M arx
y su insistencia en que el capitalismo produce a sus propios verdugos
en el proletariado furioso y resentido? ¿O de Lenin, quien sostenía que
la codicia capitalista engendraría finalmente la guerra? ¿O de Stalin,
Jruschov y M ao, que prometieron a su pueblo una vida mejor bajo el
comunismo? La premisa fundamental era para todos ellos que los ca­
pitalistas no aprendían de la historia. Sólo los comunistas, que habían
descubierto en la lucha de clases el motor del cambio histórico, eran
capaces de hacerlo. Sólo la teoría, que se abría camino entre la compleji­
dad al tiempo que abolía la ambigüedad podía apuntar en esa dirección.
Y sólo los dictadores, que ejercían la disciplina necesaria, podían garan­
tizar la llegada a ese destino deseado. Pero era mucho lo que dependía
de entender correctamente la historia, la teoría y a los dictadores. Si
cualquiera de ellos se equivocaba, la apuesta se venía abajo.
Y es aquí donde los capitalistas ganaron la partida: aprendieron más
de la historia que los comunistas, porque nunca se habían basado en una
única, sacrosanta y por tanto irrefutable teoría de la historia. Así, en el
curso del siglo que separó las dos naciones de Disraeli de los dos mun­
dos de Bohlen, se mostraron pragmáticos, adaptables y empeñados en
buscar la verdad en los resultados producidos antes que en los dogmas
propuestos. Cometieron errores, pero los rectificaron. «Las perspectivas
del socialismo como mundo alternativo dependían de su capacidad para
competir con la economía del mundo capitalista reformado tras la Gran
Depresión y la Segunda Guerra Mundial — concluyó Hobsbawm— . A
partir de 19 6 0 era evidente que el socialismo quedaba cada vez más
atrás. Había dejado de ser co m p etitivo ^8
Esta explicación es demasiado reducida, pues ni el marxismo ni
sus sucesores (el leninismo, el estalinismo y el maoísmo) pueden juz­
garse únicamente por su actuación económica. El coste humano fue
infinitamente más atroz. La aplicación práctica de estas ideologías a lo
largo del siglo x x supuso la muerte prematura de casi 10 0 millones de
personas. 59 Es imposible calcular cuántos sobrevivieron pero vieron su
existencia lastrada por esta ideología y la represión que justificaba. Hay
muy pocos ejemplos en la historia de mayor desgracia como consecuen­
cia de las mejores intenciones. El cartel que se exhibió en la fachada de
una fábrica de Alemania oriental justo después de la caída del muro
de Berlín era sin duda muy acertado, aunque llegaba demasiado tarde:
«Proletarios del mundo: lo siento». N o hacía falta firma alguna.

130
CAPÍTULO 4
EL SURGIM IENTO DE LA AUTONOMÍA

El poder militar desplegado en las altas esferas del sistema chocó


con [...] el poder todavía mayor basado en la voluntad popular.
Como sucede en el partido de croquet de A l i c i a e n e l P a í s d e l a s
M a r a v i l l a s , donde los mazos eran flamencos y las pelotas eran

erizos, los peones en esta partida [la Guerra Fría], erróneamente


tomados [por las superpotencias] por objetos inanimados, cobra­
ron vida y emprendieron una imparable carrera a escala mundial
en persecución de sus propios planes y ambiciones.
JONATHAN SCHELL1

¿Alguien se habría atrevido siquiera a soñar con decirle a Stalin


que tal vez debiera retirarse, porque había dejado de convenir­
nos? No habría quedado ni rastro de quien lo hubiera hecho.
Ahora todo es distinto. El miedo ha desaparecido y hoy podemos
hablar como iguales. Esa es mi aportación.
NIKITA JRUSCHOV
13 de octubre de 1964

Jruschov se aferraba desesperadamente a una esperanza cuando hizo


este comentario, el día en que sus colegas del Kremlin anunciaron su in­
tención de sustituirlo. «M e alegra que el partido haya llegado al punto
de poder controlar incluso a su secretario general — añadió— . Vosotros
me cubrís de mierda y yo os digo: “ Estáis en vuestro derecho” .»
Las acusaciones vertidas contra Jruschov sin duda merecían esta
descripción por parte del líder soviético. Se le atribuía crueldad, distrae-
ción, arrogancia, incompetencia, nepotismo, megalomanía * depresión,
carácter imprevisible y vejez. Había estimulado el culto a su persona y
ya no escuchaba a sus colaboradores. Había arruinado la agricultura
soviética y había llevado al mundo al borde de una guerra nuclear.
Había autorizado la construcción del muro de Berlín, una humillación
para el marxismo-leninismo. Se había convertido desde hacía mucho
tiempo en un obstáculo tanto para el país que intentaba "dirigir como
para el movimiento comunista internacional al que se proponía ins­
pirar. Y, según creyó necesario añadir su sucesor, Leónidas Brezhniev,
Jruschov había calificado a los miembros del comité central de «perros
que mean en las aceras».2
Fue una manera indigna y cruel de liquidar al líder de la segunda
potencia mundial, pero no hubo derramamiento de sangre, ni encarce­
lamientos ni exilio para nadie. Se permitió a Jruschov una retirada pací­
fica, aunque dolorosamente oscura. Siempre optimista, el líder depuesto
llegó a ver su mayor logro en el hecho de no haber podido conservar
su puesto, precisamente por las restricciones al ejercicio del poder que
él mismo impuso durante los años de su presidencia. Ya no era posible
que un solo hombre exigiera obediencia incondicional, ni tampoco que
esperase recibirla.
El destino de Jruschov era un reflejo microcósmico del destino de las
dos superpotencias entre finales de los años cincuenta y principios de
los sesenta. En el curso de este tiempo el sistema internacional «pare­
cía» funcionar de acuerdo con una bipolaridad en la que todo el poder
gravitaba en torno a Washington y Moscú, atraído como el hierro por
el imán. Sin embargo, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética
topaban con crecientes dificultades para manejar a otras potencias me­
nores, ya hubieran sido aliadas o neutrales en la Guerra Fría, al tiempo
que perdían en casa una autoridad que siempre habían dado por senta­
da. Los débiles empezaban a descubrir oportunidades para enfrentarse
a los fuertes. La naturaleza del poder se transformaba a medida que
disminuía el tradicional miedo al poder. Los mazos empezaban a con­
vertirse en flamencos y las pelotas en erizos.

132
I

Los primeros indicios de cambio llegaron con el declive y la posterior


desaparición del colonialismo europeo, un proceso que ya había co­
menzado antes de la Guerra Fría y que discurrió inicialmente paralelo
a ésta, aunque más tarde influyó en su evolución. El dominio europeo
del mundo se remontaba al siglo xv, cuando España y Portugal perfec­
cionaron los medios para el transporte de hombres, armamento y -—sin
saberlo— gérmenes a través de los mares que hasta entonces habían
mantenido separadas a las sociedades humanas.? A finales del siglo x ix
apenas quedaban territorios que no estuvieran controlados por euro­
peos o descendientes de europeos. Pero en 19 0 5 , Japón, una potencia
no europea emergente, ganó la guerra que había iniciado contra Rusia,
uno de los imperios más débiles de Europa. Esta victoria hizo saltar
por los aires la ilusión de que los europeos siempre saldrían vencedores
ante cualquier desafío.
La propia Europa acabó con otro espejismo —-el de su propia uni­
dad— al estallar la guerra en 19 x 4 . La Primera Guerra Mundial pro­
dujo a su vez dos justificaciones irrefutables para poner fin al dominio
colonial. Una de ellas surgió de la revolución bolchevique, cuando Le-
nin exigió el fin del «imperialismo» en cualquiera de sus formas. La
otra llegó de Estados Unidos cuando W oodrow Wilson incluyó entre
sus Catorce Puntos el principio de autodeterminación, cuya intención
era atajar el atractivo de los bolcheviques, pero sus palabras excitaron
a los enemigos del imperialismo en toda Asia, África y Oriente Medio.
Figuraban entre estos líderes regionales Mohandas Gandhi (Mahatma)
en la India británica, Ho Chi Minh en la Indochina francesa y Syngman
Rhee en la Corea ocupada por Japón, además de un joven y descono­
cido bibliotecario chino llamado M ao Zedong.4
Hubo que esperar hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial para
que el colonialismo se extinguiera de una vez por todas; la guerra puso
en marcha los procesos que en el curso de las dos décadas siguientes
acabaron con los imperios europeos que habían sobrevivido por espacio
de cinco siglos. El colapso del colonialismo coincidió por tanto con el
comienzo de la Guerra Fría, si bien no fue ésta su causa. Ya en 1 7 7 6
Thomas Paine había señalado el absurdo de que una isla gobernara
indefinidamente un continente,? y era harto improbable, en 19 4 5 , que

133
un continente devastado por la guerra continuara gobernando de formad
indefinida la mayor parte del mundo. El cambio habría sido inevitable'
aun cuando la ruptura de la Gran Alianza nunca hubiera llegado a
producirse.
La descolonización no fue una de las cuestiones significativas en
los comienzos de la Guerra Fría. La Unión Soviética seguía siendo an­
tiimperialista — ¿cómo no iba a serlo?— y llevar la revolución a lo que
pronto empezaría a llamarse el «Tercer Mundo» no era para Stalin en la
posguerra inmediata tan importante como recuperarse de la contienda y
ampliar su influencia en Europa. Estados Unidos, por su parte, tampoco
estaba dispuesto a defender el colonialismo europeo. Su historia como
país empezó con su rebelión contra un imperio y, aunque había tomado
algunas colonias a finales del siglo x ix — Filipinas fue la principal—,
prefería ejercer su influencia en el extranjero por medios económicos
y culturales. Así, ni Moscú ni Washington lamentaron el declive de los
imperios europeos ni el vacío de poder que empezaba a crearse fuera
de Europa suscitó en un principio sus preocupaciones.
Semejante situación difícilmente podía durar. A finales de 1949 la
pugna soviético-estadounidcnse por Europa había llegado a un callejón
sin salida, lo que despertaba tentaciones de aprovechar otras oportuni­
dades. Stalin sucumbió a éstas al autorizar a Kim Il-sung el ataque sobre
Corea del Sur, al tiempo que incitaba a Ho Chi Minh para que entrase
en guerra con Francia en Indochina. Pero el viejo dictador sabía muy
poco sobre el Tercer Mundo y no realizó un esfuerzo sostenido para
ampliar la influencia soviética en estas zonas. Jruschov se mostró más
enérgico. A diferencia de Stalin, le encantaba viajar al extranjero y rara
vez perdía la ocasión de hacerlo. Figuraban entre sus destinos predilec­
tos los países surgidos del imperio colonial europeo, que disfrutaban
de su recién adquirida independencia. «No soy un aventurero, pero es
nuestra obligación ayudar a los movimientos de liberación nacional»,
decía Jruschov.6
Esto era precisamente lo que temía Estados Unidos. Sus dirigentes
pensaban que el colonialismo era una institución anticuada, que sólo
servía para desacreditar a Occidente en los lugares en los que había
existido, al tiempo que debilitaba en Europa a los países que lo habían
practicado, y era precisamente allí donde más fuertes necesitaban ser.
Pero Estados Unidos no podía desligarse de sus aliados británicos, fran­

I 34
ceses, holandeses y portugueses por la razón de que éstos aún conser­
varan algunas posesiones coloniales, pues la prioridad era restablecer
la seguridad y la prosperidad en Europa. En esta situación, el riesgo de
que los «nacionalistas» del Tercer Mundo asociaran Estados Unidos
con el imperialismo era muy elevado. Tampoco había garantías de que
los resentimientos generados por la ocupación colonial a lo largo de
tantos siglos no transformaran el comunismo en una alternativa atract­
iva. Es posible que M arx hubiera exagerado las contradicciones del ca­
pitalismo, pero a la vista estaba que el colonialismo había propiciado su
propia destrucción. Era poco favorable para Estados Unidos — incluso
peligroso— que el colonialismo concluyera cuando la Guerra Fría crecía
en intensidad, pues los pecados cometidos por sus aliados en el pasado
podían hacerlos fácilmente vulnerables en el futuro. Aquí radicaban sin
duda las esperanzas de Jruschov.
Todo ello significaba que los nuevos Estados independientes po­
dían alterar el equilibrio de poder durante la Guerra Fría. Uno de los
aspectos más sorprendentes de la Guerra de Corea para Estados Unidos
fue la rapidez con que un interés periférico pasó a convertirse en vital.
Permitir que incluso un país subdesarrollado y sin capacidad industrial
o militar cayera bajo el control del comunismo podía causar inquietud
en el resto del mundo no comunista con respecto a su propia seguridad.
Esto es lo que Eisenhower tenía en mente cuando, en 1 9 5 4 , invocó la
más famosa de las metáforas sobre la Guerra Fría: «Es como una hilera
de fichas de dominó colocadas en vertical, tiras la primera y [...] la últi­
ma no tarda en caer. El resultado [...] es una desintegración que puede
tener consecuencias muy profundas.»7
Las fichas de dominó podían caer como consecuencia de una agre­
sión externa, como en Corea, o de una subversión interna, como esta­
ba ocurriendo en Indochina; pero también podían caer si los Estados
surgidos del colonialismo decidían inclinarse hacia la Unión Soviética
o China. Semejante posibilidad situaba la descolonización en un con­
texto inédito: la emergencia del nacionalismo, desde la perspectiva de
Washington, podía causar tantos problemas como la persistencia del co­
lonialismo. La Guerra Fría empezaba a alcanzar una magnitud global,
si bien provocaba la paradójica consecuencia de fortalecer al pueblo
—que hasta entonces carecía de cualquier poder— en nombre del cual
se lucharía en lo sucesivo. El procedimiento fue la «no alineación».

135
II

La estrategia de «no alineación» ofreció a los líderes de los países del


Tercer Mundo la posibilidad de inclinarse sin peligro de caer; la ideá
era no comprometerse con ninguno de los bandos enfrentados en lá
Guerra Fría, pero dejando abierta la posibilidad de hacerlo. De este mo­
do, si la presión por parte de una superpotencia resultaba excesiva, la
potencia menor siempre podría defenderse amenazando con alinearse
con la otra.
Fue Yugoslavia — que no era un Estado del Tercer M undo— , el
país que encabezó este proceso. Tito no buscaba la condena de Staíin
en 19 4 8 ; era, y continuó siendo, un comunista convencido, pero no
estaba dispuesto a sacrificar su soberanía por solidaridad ideológica
y, a diferencia de la mayoría de los líderes de Europa del Este, no tuvo
necesidad de hacerlo. A la vista de cómo Estados Unidos se apresuraba
a ofrecerle ayuda económica tras su ruptura con Stalin, Tito detectó lá
oportunidad de desarrollar una estrategia. ¿Se atreverían los rusos a
emplear la fuerza contra los yugoslavos si esto podía desencadenar una
guerra con Estados Unidos? La presencia de la Sexta Flota en las costas
yugoslavas daba a Stalin buenas razones para pensárselo dos veces antes
de intentar una invasión, y hay pruebas de que así lo hizo, conformán­
dose a cambio con urdir asesinatos, sin éxito alguno.8
Tito comprendió al mismo tiempo que no debía depender dema­
siado de Estados Unidos. ¿Podía tener la certeza de que la O TA N lo
defendería? ¿O de que Estados Unidos no exigiría la restauración dél
capitalismo a cambio de su ayuda? Juzgó así sensato dejar una puerta
abierta a la reconciliación con la Unión Soviética y, tras la muerte de
Stalin, Jruschov visitó Belgrado para disculparse por el comportamiento
de su predecesor y fue recibido con respeto por el líder Yugoslavo, pero
también como un igual. A partir de ese momento Jruschov se sintió
obligado a consultar con Tito; el ejemplo más notorio se produjo con
la crisis húngara, en 19 5 6 , cuando Jruschov y Malenkov emprendieron
un vuelo espeluznante a bordo de un pequeño avión en mitad de una
tormenta, y luego un tortuoso viaje en barco por mares embravecidos
para asegurarse de que Tito aprobaba la decisión soviética de sofocar la
sublevación. Tito estaba de «vacaciones» en su isla del Adriático y no
podía molestarse en viajar hasta Belgrado o Moscú. «Jruschov y Mal-

136
enkov parecían exhaustos — recordaba uno de los asesores de Tito— .
Especialmente Malenkov, que apenas se sostenía en pie.»9 He aquí una
nítida demostración de la capacidad de presión que proporcionaba la
«no alineación».
El interés de Tito en esta estrategia iba sin embargo más allá de Eu­
ropa del Este. Consciente de la pujanza del nacionalismo en Asia, Tito
ya se había asociado para entonces con dos líderes regionales, Jawahar-
lal Nehru, en India, y Zhou Enlai, en China, quienes tenían sus propias
razones para resistirse a la hegemonía de las superpotencias.
Las razones de Nehru guardaban relación con Estados Unidos y
Pakistán. Gran Bretaña había concedido la independencia a India y
Pakistán en 19 4 7 , y Nehru aspiraba a mantener el subcontinente com­
partido por ambos países lejos de la Guerra Fría. Pero los paquistaníes,
preocupados por las ambiciones de India, buscaron el apoyo de Estados
Unidos, proclamándose abiertamente anticomunistas y en posesión de
un ejército entrenado por los británicos, capaz de ofrecer bases a lo
largo de la sensible frontera meridional de la URSS. El contraste con
Nehru, de formación británica, pero socialista, pacifista y decidido a no
alinearse en la Guerra Fría, no podía ser mayor. A finales de 19 5 4 Pakis­
tán se había integrado en la Organización del Tratado Central (CEN TO )
así como en la Organización del Tratado del Sureste Asiático (SEATO),
ambas diseñadas por el secretario de Estado Dulles para establecer un
cerco de alianzas militares patrocinadas por Estados Unidos en torno a
la Unión Soviética. La posición de India entre los países «no alineados»
era para Nehru la manera de reprender tanto a Pakistán como a Estados
Unidos, al tiempo que señalaba al resto del Tercer Mundo la existencia
de otras alternativas.10
Las razones de Zhou Enlai para apoyar la estrategia de «no alinea­
ción» — que eran naturalmente las de M ao Zedong:—, se fundaban
igualmente en el temor a la hegemonía que, a juicio de China, podían
ejercer tanto Estados Unidos como la Unión Soviética. Washington ha­
bía seguido apoyando a Chiang Kai Chek y a los nacionalistas chinos
tras su huida a Taiwan en 19 4 9 ; la amenaza de reconquista del con­
tinente por parte de los nacionalistas respaldados por Estados Unidos
no podía desestimarse en Pekín. Sin embargo, M ao no estaba dispuesto
a confiar únicamente en la alianza chino-soviética para hacer frente a
este peligro. Era conveniente que China estableciera alianzas con los

137
nacionalistas en los antiguos países coloniales: «Su victoria — le señaló
Zhou a M ao— beneficiará al socialismo y [...] minimizará cualquier
intento de los imperialistas occidentales por completar su cerco sobre
Oriente».11
Fue esta convergencia de intereses, si no de objetivos finales, lo que
llevó a Tito, Nehru y Zhou a celebrar la primera conferencia de países
«no alineados» en Bandung, Indonesia, en abril de 19 5 5 , con el objetivo
de ampliar la autonomía estimulando la neutralidad en los tiempos de
la Guerra Fría. Entre los invitados figuraba el coronel egipcio Gamal
Abdel Nasser, quien pronto se revelaría como el más hábil estratega de
la «no alineación».
Egipto no había sido formalmente una colonia, aun cuando los
británicos ejercían su control sobre el país desde 18 8 0 . El Canal de
Suez, enteramente situado en territorio egipcio, era un paso clave entre
Oriente Medio, India y el sureste asiático. Una revolución nacionalista
concluyó en 1 9 5 2 con el derrocamiento del complaciente rey Faruk,
y dos años más tarde los británicos accedieron a desmantelar las bases
militares que aún conservaban en Egipto, reservándose el derecho de
desplegar sus ejércitos para proteger el canal si en algún momento éste
se veía en peligro. Para entonces Nasser ostentaba el poder en El Cairo
y aspiraba a convertirse en el principal líder nacionalista del mundo
árabe.
Egipto no podía por tanto aliarse con Estados Unidos, pues, si bien
había contado con el apoyo de la Administración estadounidense, los
vínculos de ésta con Europa eran demasiado evidentes y por tanto
susceptibles de, en palabras de Nasser, «molestar a alguna potencia
colonial».12- Fiel al espíritu de Bandung, Nasser resolvió permanecer
neutral, aunque explotó las esperanzas de Washington y Moscú, donde
no se descartaba la posibilidad de acercarlo a sus respectivas esferas de
influencia. Nasser convenció a Estados Unidos para que financiara la
construcción de la Gran Presa de Asuán en el Nilo, un proyecto crucial
para el desarrollo económico de Egipto; pero también decidió comprar
armas a Checoslovaquia. Estas dos decisiones desencadenaron la pri­
mera gran crisis en Oriente Medio durante la Guerra Fría.
El secretario de Estado Dulles, a quien ya había inquietado la pre­
sencia de Nasser en Bandung, se mostró preocupado por que los checos
pudieran convertir a Nasser en una «herramienta de los rusos», en cuyo

138
caso «nos veríamos obligados a revisar toda nuestra política». M ás
tarde Egipto reconoció la existencia de la República Popular China. Y
Dulles se enfureció: Nasser ha «hecho un pacto con el Diablo [...] con
la esperanza de crear un imperio que se extienda desde el Golfo Pérsico
hasta el Océano Atlántico». Poco después Estados Unidos canceló la
financiación de la Gran Presa de Asuán. Pero Nasser ya había logrado
para entonces que la Unión Soviética asumiera los costes del proyec­
to, lo que le dejaba las manos libres para vengarse de Estados Unidos
nacionalizando el Canal de Suez.13 Esto alarmó a su vez a británicos y
franceses, quienes, sin consultar con Washington, urdieron un complot
con Israel para que este país atacase el canal, dando así a Londres y a
París el derecho de «protegerlo», aunque el propósito real era la caída
de Nasser. Así lo expresó el primer ministro británico, Anthony Edén:
«Nunca tendremos un pretexto mejor para intervenir contra él» .*4 La
invasión anglo-franco-israelí tuvo lugar a finales de octubre de 19 5 6,
justo cuando la crisis en Polonia y Hungría alcanzaba cotas máximas.
Mal concebida, mal sincronizada y mal dirigida, la invasión casi
supone la ruptura de la O TA N . Eisenhower se enfureció al comprender
que se había dejado distraer por lo que pasaba en Europa del Este y
entretanto el colonialismo europeo resurgía. «¿Cómo vamos a apoyar
a Gran Bretaña y a Francia si con ello perdemos la totalidad del mundo
árabe?», preguntó.1? El mandatario estadounidense exigió el repliegue
de las tropas británicas y francesas del canal, así como la retirada de
Israel del Sinaí, so pena de severas sanciones económicas.16 Jruschov
ya había amenazado anteriormente con atacar a los invasores con mi­
siles nucleares si no cesaban de inmediato las operaciones militares. El
verdadero ganador fue, sin embargo, Nasser, quien conservó el canal,
humilló a los colonialistas y equilibró la fuerza de las superpotencias
en la Guerra Fría, al tiempo que consolidaba su posición como líder
incuestionable del nacionalismo árabe.
La incompetencia estadounidense confirió a Nasser un poder to­
davía mayor. En enero de 1 9 5 7 Eisenhower anunció que Estados Uni­
dos trabajaría con los países de la región para ahuyentar la amenaza
del comunismo. Sin embargo, habida cuenta de su falta de confianza
en el poder del nacionalismo, la «doctrina Eisenhower» cosechó pocos
apoyos. Según señaló la C IA meses más tarde, «es muy posible que la
mayoría de los árabes lo percibiera como un indicio de que la preocupa­

139
ción de Estados Unidos por el comunismo' impedía a su Administración
atender los problemas más acuciantes de la región.»1? Estados Unidos
realizó un último intento de contener el nacionalismo árabe con un
precipitado desembarco de marines en el Líbano, en julio de 1958* tras
el inesperado derrocamiento de un gobierno pro-occidental en Irak.
Tampoco esta maniobra dio frutos, y Eisenhower sacaba poco después
la conclusión correcta: «Puesto que estamos a punto de'ser expulsados
[de Oriente Medio], más vale que empecemos a creer en el nacionalismo
árabe».18
Lo que Nasser logró demostrar — junto con Tito, Nehru y Zhou
Enlai— es que ser una superpotencia en la Guerra Fría no siempre ga­
rantizaba que uno lograra salirse con la suya. Las exigencias de Moscú
o de Washington hacia otras potencias menores tenían sus límites, dado
que éstas siempre podían pasarse al otro bando o al menos amenazar
con hacerlo. Fue la compulsión con que Estados Unidos y la Unión
Soviética se lanzaron sobre estos países para incluirlos en su órbita lo
que les proporcionó el modo de escapar. La autonomía comenzaba a
ser posible en circunstancias aparentemente poco propicias. Las colas
iniciaban el movimiento de los perros, en lugar de lo contrario.I

III

La estrategia de «no alineación» no fue la única arma con que contaron


las pequeñas potencias a la hora de ampliar su autonomía a la sombra
de las superpotencias; su otra baza fue la posibilidad de hundimién-
to. Era imposible que anticomunistas acérrimos como Syngman Rhee
en Corea del Sur, Chiang Kai Chek en Taiwan o N go Dinh Diem en
Vietnam del Sur amenazaran con pasarse al bando contrario — por más
que Diem, desesperado por conservar el poder tras ser abandonado por
Estados Unidos en 19 6 3 , intentara la improbable empresa de abrir ne­
gociaciones con Vietnam del Norte— T? Era igualmente imposible que
anticapitalistas profesos como Kim Il-sung en Corea del Norte o Ho
Chi Minh en Vietnam del Norte anunciaran con alguna credibilidad la
intención de alinearse con Estados Unidos. Pero sí podían, en ambos
casos, alimentar el temor de que sus regímenes cayeran si no recibían el
debido apoyo de sus respectivas superpotencias aliadas. Las fichas de

140
¿dominó descubrieron que resultaba útil mostrar de vez en cuando su
propensión a caer.
Claro ejemplo de ello es la historia de Corea a raíz de la guerra.
Rhee se había opuesto rotundamente al armisticio de 1 9 5 3 que dejaba
su país dividido y, en un intento por sabotearlo, liberó a miles de pri­
sioneros de guerra norcoréanos para que no pudieran ser enviados a
su país en contra de su voluntad. Washington reaccionó con la misma
indignación que Pyongyang, puesto que Rhee actuaba por su cuenta y
riesgo. Rhee no logró desmontar el armisticio pero sí demostrar a la
Administración Eisenhower que el hecho de ser un aliado dependiente
no necesariamente lo convertía en un aliado obediente.2-0 Su argumento
más eficaz fue que Estados Unidos debía tragarse sus escrúpulos para
apoyarlo — a él y al régimen represivo que estaba imponiendo en Corea
del Sur— , de lo contrario su régimen caería y la posición de la superpo-
tencia en la península coreana se vería debilitada.
El argumento era persuasivo, puesto que no había una alternativa
cierta para Rhee. Estados Unidos podía «hacer algo para dar la impre­
sión [...] de que preparábamos la retirada de Corea, pero lo cierto es
que no podíamos marcharnos»,11 señaló Eisenhower con pesimismo.
Fue así como Rhee obtuvo un tratado de seguridad bilateral, además
del compromiso de Washington de que las tropas estadounidenses per­
manecerían en Corea del Sur todo el tiempo necesario para garantizar
la seguridad del país. Esto significaba la defensa por parte de Estados
Unidos de un régimen autoritario, puesto que Rhee tenía muy poca
paciencia o interés por los procedimientos democráticos. Corea del Sur
sería lo que él quisiera, no lo que quisieran los estadounidenses, para lo
cual Rhee diseñó una atractiva modalidad de chantaje: si me presionas
demasiado, mi Gobierno caerá y tendrás que lamentarlo.
Hoy se sabe que la Unión Soviética tuvo una experiencia similar con
Kim Il-sung en Corea del Norte. Permitió al mandatario norcoreano
construir un Estado estalinista basado en el culto a la personalidad justo
cuando Jruschov condenaba estas perversiones del marxismo-leninismo
en otros lugares. En consecuencia, Corea del Norte se convirtió en un
régimen autoritario, crecientemente aislado y dependiente al mismo
tiempo del apoyo económico y militar del resto del mundo comunista.
Poco este resultado se parecía al que habrían diseñado Jruschov o sus
sucesores de haber tenido la oportunidad. N o la tuvieron, porque Kim

141
respondía a cada sugerencia de reforma con la advertencia de que estos
cambios desestabilizarían su Gobierno y otorgarían la victoria a Corea
del Sur y Estados Unidos. Un funcionario soviético explicó en 19 7 3 :
«En aras de nuestros intereses comunes a veces nos vemos obligados a
pasar por alto sus estupideces».zz Así, Washington y Moscú terminaron
apoyando a sus respectivos aliados coreanos, por más que supusiera
una vergüenza para ellos. Fue ésta otra de las curiosas consecuencias
de la Guerra de Corea y un nuevo recordatorio de hasta qué punto los
débiles lograban imponerse sobre los fuertes durante el período de la
Guerra Fría.
Tampoco fue mayor el éxito de rusos y estadounidenses en el con­
trol de sus aliados chinos. Chiang Kai Chele había insistido en conservar
algunas islas frente a la costa china cuando se retiró del continente en
19 4 9 . Aseguró que servirían como escala en una eventual operación
para reconquistar la totalidad de la China continental. La Adminis­
tración Truman se mostró escéptica y no se comprometió siquiera a
defender Taiwan. Pero cuando M ao empezó a bombardear las islas en
septiembre de 1 9 5 4 , aparentemente como una demostración de fuerza
a raíz de las concesiones realizadas por China y Vietnam del Norte so­
bre Indochina en la Conferencia de Ginebra, Chiang insistió en que la
pérdida de las islas podía tener un efecto psicológico tan severo como
para provocar la caída de su régimen en Taiwan. Eisenhower y Dulles
respondieron como ya lo habían hecho en Corea del Sur: Chiang con­
siguió su tratado de mutua defensa, en virtud del cual Estados Unidos
se comprometía a defender Taiwan. Quedaba abierta sin embargo la
cuestión de la defensa de las islas.
M ao aprovechó la oportunidad, ocupando una de las islas y re­
forzando sus efectivos militares frente a las restantes. Convencidos de
que su propia credibilidad tanto como la de Chiang se hallaba en en­
tredicho, Eissenhower y Dulles anunciaron a comienzos de 1 9 5 5 que
estaban dispuestos a defender las principales islas, Quemoy y Matsu,
incluso con armas nucleares en caso necesario. M ao decidió entonces
rebajar la tensión, no sin antes haber establecido dos puntos significati­
vos. Primero, otro aliado volvía a obtener una vez más un compromiso
de protección por parte de Estados Unidos tras airear públicamente su
debilidad. En segundo lugar, Washington retrocedía ante la iniciativa
de M ao, pues, tal como el líder chino explicó más adelante, al asomar

142
la cabeza en Quemoy y Matsu, los estadounidenses le habían puesto la
soga que ahora podía aflojar — o tensar— a su antojo.2^
Y M ao decidió tensarla de nuevo en agosto de 19 5 8 , con el pro­
pósito evidente de desviar la atención de sus problemas económicos y,
curiosamente, de protestar contra el desembarco estadounidense en el
Líbano el mes anterior. *4 Cuando M ao inició los bombardeos sobre
las islas, Chiang reforzó su presencia militar, y Estados Unidos volvió
a amenazar con el uso de armas nucleares para defender, en palabras
previas de un irritado Dulles, «un puñado de rocas».25 Esta crisis no fue
sólo alarmante para Estados Unidos. M ao actuó sin consultar con los
rusos, quienes se pusieron muy nerviosos cuando insinuó casualmente
que una guerra con Estados Unidos tal vez no fuera tan mala idea. Los
chinos podían atraer a las tropas estadounidenses hacia su territorio
para que Moscú las aplastara «con todo su arsenal». M ao se jactó más
tarde de que las islas eran «dos batutas al son de las cuales bailaban
Eisenhower y Jruschov, corriendo de acá para allá. ¿Es que no veis que
son maravillosas ?».ZÉ
Jruschov respondió finalmente a las amenazas nucleares de Estados
Unidos sobre Quemoy y Matsu lanzando sus propias amenazas, no sin
antes haberse asegurado de que la crisis estaba a punto de resolverse.
Los enfrentamientos por estas islas entre los años 1 9 5 4 - 1 9 5 5 y 1 9 5 8
enseñaron a rusos y estadounidenses otra lección sobre los límites de la
autoridad de las superpotencias. Nadie, ni en Washington ni en M os­
cú, había instigado aquellos hechos; los responsables fueron Chiang
y Mao. Ningún líder soviético o estadounidense pensaba que las islas
merecieran desencadenar una guerra con armas nucleares, pero fueron
incapaces de contener sus mutuas amenazas porque no podían controlar
a sus propios «aliados». Una vez más eran las colas las que iniciaban el
movimiento de perros en Taiwan, como ya había ocurrido en Corea.
Algo muy similar, aunque con consecuencias mucho más devastado­
ras, sucedió en otro país del sureste asiático dividido por la Guerra Fría:
Vietnam. Tras la victoria de H o Chi Minh sobre los franceses en 1 9 5 4 ,
éstos, junto con estadounidenses, británicos, rusos y comunistas chinos
acordaron en Ginebra la partición del país por el paralelo 1 7 . Ho Chi
Minh estableció entonces un Estado comunista en el Norte, mientras
Estados Unidos emprendía la búsqueda de un régimen alternativo en el
Sur del país. El elegido resultó ser N go Dinh Diem, un exiliado limpio

143
de cooperacionismo con Francia y en quien Estados Unidos veía a; üti
aliado fiable, por ser de religión católica. Pero Diem era tan autoritario
como Rhee, y a principios de los años sesenta su Gobierno se había con­
vertido en un estorbo para la Administración estadounidense, además
de en objetivo para la insurgencia que renacía en Vietnam del Norte.
Consciente de que la credibilidad de Washington volvía a estar en la
cuerda floja, Diem, inspirado por Rhee y por Chiang, advirtió de que
su régimen podía caer si Estados Unidos no incrementaba su apoyo.
En 1 9 6 1 el asesor de Kennedy, Walt Rostow, señaló: «Aún no hemos
encontrado la manera de emplear nuestro gran poder negociador para
que nuestros socios hagan en sus países aquello que deben hacer pero
no desean».2-8
Las amenazas de hundimiento del régimen en Vietnam del Sur eran
muy limitadas. El Gobierno de Diem se había vuelto tan brutal — y tán
ineficaz al mismo tiempo— que la Administración Kennedy decidió
destituirlo finalmente. Cooperó para ello con un grupo de coroneles
survietnamitas que derrocaron al presidente, pero luego lo mataron,
en noviembre de 19 6 3 . Este desenlace inesperado, seguido por el ase­
sinato del propio Kennedy tres semanas más tarde, tuvo un impacto
notable en las autoridades estadounidenses, que no sabían qué rumbo
tomar. Se encontraban con una situación muy deteriorada en Vietnam
del Sur, que su propia retórica había elevado a la categoría de conflicto
de trascendencia global, y sin estrategia para resolverla.
La Administración liderada por Lyndon B. Johnson desarrolló gra­
dualmente esta estrategia en el curso del año siguiente: obtuvo la auto­
rización del Congreso para adoptar todas las medidas necesarias con tal
de salvar Vietnam del Sur, y poco después, tras la arrolladora victoria
de Johnson sobre Barry Goldwater en las elecciones de 19 6 4 , inició la
escalada militar. La primera acción fue el bombardeo de los puertos
y las líneas de suministros norvietnamitas, seguida del despliegue de
tropas terrestres en Vietnam del Sur, en el verano de 19 6 5 . A finales
de ese año 18 4.0 0 0 efectivos estadounidenses se encontraban sobre el
terreno y muchos más estaban en c a m in o .« S i nos expulsan de Viet­
nam, ninguna nación podrá volver a tener la misma confianza en [...]
la protección de Estados Unidos», proclamó Johnson. 3°
La debilidad de un aliado había llevado a Estados Unidos — con
reservas y aun profundas aprensiones por parte del presidente— a un

144
compromiso supremo en su defensa. Lady Bird, la esposa del presiden­
te, explicó que en julio de 1 9 6 5 su marido hablaba en sueños: «N o
quiero meterme en una guerra y no veo el modo de salir de ella. Tengo
que llamar a filas a 600.000 muchachos y obligarles a abandonar sus
hogares y a sus familias». Johnson era consciente de las consecuencias.
Días más tarde, aseguró: «Si esto sale mal, si nos vemos envueltos en
una guerra terrestre en Asia, todos mirarán en una sola dirección [...].
La mía».3J
Curiosamente, tampoco los líderes soviéticos estaban contentos
con la situación. Jruschov había intentado mejorar las relaciones con
Estados Unidos tras la crisis de los misiles cubanos — que sirvió para
quitarle el miedo al hundimiento— , y sus sucesores, Leónidas Brezh-
niev y Alexéi Kosigin, esperaban continuar el proceso. Sin embargo, al
proclamarse la guerra se sintieron obligados a apoyar a Vietnam del
Norte, en parte por razones ideológicas, pero también porque sabían
que, de no hacerlo, los comunistas chinos, enzarzados para entonces
en abierta polémica con los soviéticos, sabrían aprovechar la situación.
Según Tito, que estudió atentamente el escenario: «La Unión Soviética
no puede fallar a Hanoi, de lo contrario se vería expuesta al peligro de
quedar aislada en el sureste asiático y [aislada] de los partidos comu­
nistas de otros países ».3z
Fue así como fracasaron los primeros intentos por rebajar la tensión
en la Guerra Fría, por más que Washington y M oscú lo desearan, pues
las acciones de pequeños países atrapaban a las superpotencias en una
confrontación de la cual no tenían ni los medios ni la resolución para
escapar. «La situación era absurda — reconoció más tarde el embaja­
dor soviético en Estados Unidos, Anatoly Dobrynin— . La conducta de
nuestros aliados [...] bloqueaba sistemáticamente cualquier discusión
racional de otros problemas que eran de importancia clave para cual­
quiera de nosotros .»33VI

IV

Esta reflexión era muy cierta, pero las frustraciones de las superpoten­
cias no se limitaban en modo alguno a sus relaciones con sus aliados en
Asia o Latinoamérica. Estados Unidos y la Unión Soviética poseían un

145
poder desproporcionado, tanto en lo económico como en lo militar, en
el seno de la O T A N y del Pacto de Varsovia, pese a lo cual no les resul­
taba fácil controlar estas alianzas. Los problemas de ambos países con
sus respectivos socios alemanes ilustran magníficamente esta cuestión.
La Alemania de posguerra presentaba fortalezas y debilidades a un
tiempo. Había sido el país más fuerte de Europa hasta 1 9 4 5 , de ahí
que ninguna de las dos superpotencias se mostrara dispuesta a correr
el riesgo de que una Alemania unificada se aliara con su principal ad­
versario. En este sentido, la división del país se impuso desde fuera y
resultó inevitable una vez comenzada la Guerra Fría. Sin embargo, una
vez dividido el país, la debilidad de los alemanes se convirtió en forta­
leza. Puesto que el país se encontraba realmente al borde del colapso
— y con el paso del tiempo aprendió a «aparentarlo»— , los alemanes
tanto del Este como del Oeste podían convocar en cualquier momento
el espectro de un enemigo pasado al caer bajo el control de un enemigo
futuro.34
Según la perspectiva de Washington el peligro en Alemania occi­
dental residía en la posible derrota electoral del Gobierno cristiano-
demócrata del canciller Konrad Adenauer. Desde que tomó posesión
del cargo en 19 4 9 , Adenauer había dejado muy claro que prefería una
Alemania dividida, puesto que al parecer no había manera de que la
reunificación pudiera realizarse sin que la mitad occidental del país
se retirase de la O T A N y perdiera por tanto la protección de Estados
Unidos. Sostenía que era preferible contar con una mitad de Alemania
democrática y próspera, estrechamente vinculada a Estados Unidos y
a otras democracias de Europa occidental, a encarar los inciertos peli­
gros que a buen seguro entrañaría cualquier intento de unificar el país.
Adenauer no rechazaba las negociaciones con la Unión Soviética con
miras a la reunificación — si lo hacía podía perder el apoyo dentro de
su propio país— , pero se aseguraba de que éstas no prosperasen. En
palabras de uno de sus colaboradores: «Fingía flexibilidad para tener
la libertad de alinearse con Occidente».
El principal rival de Adenauer, el líder socialdemócrata Kart Schu-
macher, era un firme defensor de estas conversaciones, aun cuando el
precio del éxito fuera la retirada de la O T A N y la neutralidad en la
Guerra Fría. Tanto alarmaba a Estados Unidos esta perspectiva, que
Adenauer pudo emplearla en beneficio propio: hacia 1 9 5 5 ya había

146
obtenido la facultad de vetar virtualmente cualquier propuesta de nego­
ciación que Estados Unidos y el resto de sus aliados en la O T A N pudie­
ran presentar con respecto a la cuestión de Alemania en general y la de
Berlín en particular. Tras la visita de Jruschov a Estados Unidos en 19 59 ,
Eisenhower anunció que tal vez pudiera «alcanzar un acuerdo» con el
líder soviético «pero nuestros aliados no aceptarían una [nuestra] acción
unilateral [...]. N o podemos siquiera considerarlo, por mucho que nos
tiente, pues supondría la muerte para Adenauer».3é
Un modelo similar se desarrolló en Alemania oriental, aunque en
este caso lo que amenazaba con hundirse no era un partido político
—pues de hecho sólo existía uno— sino el sistema en su conjunto. La
intervención soviética salvó a Ulbricht en junio de 1 9 5 3 , aunque fue
esta demostración de debilidad lo que paradójicamente le proporcionó
su fortaleza; tal fue la alarma en el Moscú posterior a Stalin (y a Beria)
que los líderes del Kremlin no tuvieron otra opción que apuntalarlo.
El dirigente alemán pudo así, en lo sucesivo, chantajear a sus valedores
soviéticos cuando le vino en gana.
Ulbricht ya había jugado esta baza en 19 5 6 . Aprovechando el cre­
ciente malestar en Polonia y Hungría, advirtió a Jruschov de que una
ayuda económica insuficiente de la Unión Soviética «podía tener con­
secuencias muy graves para nosotros» y «facilitar la labor al enemigo».
Las materias primas y los bienes de consumo solicitados por Ulbricht,
que la URSS a duras penas podía proporcionarle, no tardaron en po­
nerse en camino.37 En el otoño de 1 9 5 8 presionó a Jruschov para que
resolviera la cuestión de la huida de alemanes orientales a través de
Berlín occidental, llegando al punto de elogiar los recientes bombardeos
de Mao Zedong en las islas cercanas a las costas de China:

Quemoy y Berlín occidental no sólo están siendo utilizados como centros


de provocación por parte de los ejércitos que hoy ejercen su fuerza sobre
ellas, sino que están convirtiéndose además en zonas [...] injustificable­
mente separadas de sus territorios. Ambas posiciones geográficas no sólo
comparten los mismos objetivos, sino también la misma debilidad. Ambas
son islas obligadas a sufrir las consecuencias de su aislamiento.38

A Jruschov, que ya tenía dificultades para controlar a M ao, esta analo­


gía no le pareció tranquilizadora. Pese a todo, en el mes de noviembre

147
de 19 5 8 lanzó su ultimátum sobre Berlín, principalmente en respuesta
a las exigencias de Ulbricht y acaso también porque su fracaso al tensar:
la «soga» en torno a Berlín pudiera suscitar el desprecio de los chinos,
que se mostraban cada vez más críticos. ¿De qué servían los misiles de
Jruschov, empezaba a preguntarse M ao, si los rusos no eran capaces de
exigir concesiones a Occidente en ninguna parte?39
El mismo pensamiento había asaltado a Ulbricht, exasperado por
las renuencias de Jruschov a imponer a los occidentales un acuerdo
sobre Berlín. En noviembre de 19 6 0 le espetó al líder del Kremlin: «Tú
sólo hablas de un tratado de paz, pero no haces nada por alcanzarlo »d°
A esas alturas Ulbricht ya había empezado a actuar por su cuenta: pro­
testó contra las políticas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia en
Berlín occidental sin consultar con Moscú; modificó unilateralmente los
procedimientos para el tránsito a Berlín oriental y, en enero de 19 61,
envió una delegación oficial a China, de la cual los rusos no tuvieron
noticia hasta que los alemanes hicieron escala en el aeropuerto de Mos­
cú. Con deliberación o sin ella, intentó además «incrementar» el flujo
de refugiados en el mes de junio cuando por primera vez reconoció pú­
blicamente la posibilidad de construir un muro, aunque insistió en que
nadie tenía intención de hacerlo. «Nuestros amigos [...] a veces se mues­
tran impacientes y algo parciales en sus enfoques — señaló el embajador
soviético en Berlín oriental poco después de que esto ocurriera— y no
siempre estudian los intereses del mundo socialista en su totalidad o de
la situación internacional en cada momento preciso.»41
Jruschov concluyó en consecuencia que debía lanzar a Kennedy
un nuevo ultimátum sobre Berlín en la cumbre de Viena. Y cuando
Kennedy dejó bien claro que, como Eisenhower, estaba dispuesto a de­
fender Berlín occidental aun a riesgo de una guerra nuclear, Jruschov se
convenció de que su única alternativa era permitir a Ulbricht aquello
que había prometido no hacer: separar Alemania oriental del enclave
capitalista que se hallaba en su centro. Su intención era aislar Berlín
occidental de Alemania oriental, no Alemania oriental de Berlín occi­
dental. Sin embargo, ya no quedaba ninguna opción y el muro señaló
dramáticamente hasta qué punto la Unión Soviética se había encadena­
do a un aliado débil pero capaz de utilizar su debilidad para imponer
su voluntad.
Lo que convirtió en fortaleza la debilidad alemana fue, natural­

148
mente, ia preocupación en Washington y M oscú por su credibilidad
internacional. Habían instalado en el poder a sus respectivos socios y
ligado su reputación a la de éstos, y no era fácil desvincularse cuando
los protegidos empezaban a perseguir sus propias prioridades. Estados
Unidos y la Unión Soviética adoptaron así la costumbre de permitir que
sus aliados alemanes determinaran los intereses alemanes y por tanto
las políticas alemanas.

Adenauer y Ulbricht no eran pese a todo los aliados más difíciles; esta
distinción corresponde a Charles de Gaulle y a M ao Zedong. Francia
y China se habían beneficiado ampliamente de sus relaciones con las
superpotencias. Estados Unidos financió la reconstrucción de Francia
en la posguerra, garantizó su seguridad a través de la O T A N y apoyó
en secreto el desarrollo de la capacidad nuclear francesa.42- La Unión
Soviética proporcionó la inspiración ideológica para la revolución Chi­
na y, tras la muerte de Stalin, la respaldó con generosas dotaciones
económicas y militares, además de ayuda técnica para el desarrollo de
una bomba nuclear, cuya fabricación China inició en 1955.43 Aun así, a
finales de los cincuenta y principios de los sesenta De Gaulle y M ao se
disponían a desmantelar las alianzas que habían nutrido a sus Estados
y protegido sus regímenes. Se proponían nada menos que romper el
equilibrio bipolar de la Guerra Fría.
La Cuarta República Francesa, proclamada tras la derrota de Fran­
cia y su ocupación por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, ha­
bía sido un éxito económico, pero un fracaso en el plano político. Los
Gobiernos integrados por coaliciones inestables se sucedieron con tan
desalentadora rapidez que la reforma constitucional resultó inevitable:
únicamente De Gaulle, el líder de la Francia libre durante la guerra,
tenía la autoridad y el prestigio necesario para abordarla. La Quinta
República, proclamada en 19 5 8 , confirió el poder necesario al presiden­
te y obtuvo además la bendición de Estados Unidos, que de este modo
confiaba en contar con un liderazgo más firme y previsible en París.
«Francia arrastra una situación de deterioro moral, político y militar
de casi doce años ininterrumpidos», señaló en esta ocasión el presidente

149
Eisenhower. Las circunstancias «exigían la presencia de un “ hombre
fuerte” [...] como De Gaule».44
El nuevo presidente francés sin duda aportó firmeza, pero no segu­
ridad. Washington apenas mostró objeciones cuando De Gaulle puso
fin hábilmente al largo pero inútil esfuerzo de conservar la última gran
colonia francesa: Argelia. A juicio de Estados Unidos, la guerra en este
país estaba agotando los recursos de Francia y alimentando el naciona­
lismo árabe, y era imposible ganarla. Sin embargo, esto fue lo único que
Washington pudo aprobar, porque De Gaulle no tardó en demostrar
que su siguiente objetivo era disminuir la influencia política estadouni­
dense en Europa. El hecho de que entretanto esperase seguir contando
con la protección de la O T A N no hizo sino exasperar a Estados Uni­
dos; y era precisamente eso, exasperar, lo que De Gaulle al parecer se
proponía. Estaba determinado a demostrar a Estados Unidos que, en
una época de fuertes superpotencias, había espacio no sólo para que
Francia afirmara su autonomía sino también para que alardeara de ello.
A mediados de 19 59 Eisenhower ya no soportaba el «mesianismo» del
presidente De Gaulle, a quien definió como un cruce entre «Napoleón
y Juana de A rco».4*
La lista de las ofensas de De Gaulle fue extensa. Se negó a coordinar
la estrategia nuclear de Francia — que realizó su primer ensayo atómico
en 1960 — con la de Estados Unidos y Gran Bretaña; lo que hizo, por
el contrario, fue preparar su pequeña forcé de frappe para «defenderse
en todas las direcciones», con el aparente objetivo de inquietar tanto a
los adversarios como a los aliados.46 Vetó el ingreso de Gran Bretaña
en la Comunidad Económica Europea, humillando así a un estrecho
aliado estadounidense y retrasando al menos en una década el pro­
ceso de integración de este país en el continente. Intentó persuadir al
envejecido Adenauer para que Alemania occidental aflojara sus lazos
con la O T A N , arguyendo que no podía confiarse en Estados Unidos
para resistir la presión soviética en Berlín. Proclamó luego una visión
de Europa que se extendería «desde el Atlántico hasta los Urales», lo
que planteaba la incómoda incógnita de dónde dejaba esto a Estados
Unidos y de paso a Alemania occidental. En 19 6 4 dio un impulso a
su diplomacia con el reconocimiento de la China de M ao, al tiempo
que protestaba airadamente contra la escalada militar estadounidense
en Vietnam. En 19 6 6 retiró por completo la cooperación militar de

150
Francia con la Alianza Atlántica, obligando a trasladar la sede de la ■
O TAN de París a Bruselas y expulsando a las tropas estadounidenses
que contribuyeron a liberar Francia en la Segunda Guerra Mundial.
El presidente Johnson ordenó a su secretario de Estado, Dean Rusk,
que le preguntara a De Gaulle: «¿Quieres que traslademos también los
cementerios estadounidenses de Francia?».47
La respuesta de Washington a estas provocaciones fue de todo punto
ineficaz. De Gaulle despreció los continuos esfuerzos de reconciliación y
se mantuvo impermeable a las presiones. Había calculado sagazmente
que Francia podía retirarse de la O T A N , mientras que Estados Unidos
y el resto de sus aliados no podían desvincularse del compromiso de
defenderla. De Gaulle fue el último «francotirador», un líder «profun­
damente egocéntrico, incluso con rasgos de megalomanía», en palabras
de un diplomático estadounidense, que celebró la confrontación con
Estados Unidos a fin de recuperar la identidad de Francia como gran
potencia.*8 Johnson concluyó que debía aguantar a De Gaulle, por más
que le disgustara. «N o tenemos control sobre su política exterior», se­
ñaló el senador Richard Russell al presidente en 19 64. Y Johnson hubo
de reconocer: «Eso es cierto; absolutamente ninguno».*9
Las dificultades de Estados Unidos con De Gaulle palidecen sin
embargo ante las que debió afrontar Jruschov para controlar a M ao
Zedong. Las tensiones entre Rusia y China contaban con una larga
historia de hostilidad mutua, sólo parcialmente superada por la afini­
dad ideológica; por muy comunistas que ambos fueran, tanto Jruschov
como Mao tenían todos los instintos y todos los prejuicios propios de
los nacionalistas. El legado de Stalin también suscitaba problemas. M ao
defendió al dictador muerto cuando Jruschov lanzó su ataque contra él
en 19 56, pero el líder chino también cultivaba — y exhibía con frecuen­
cia— el recuerdo de cada desliz, afrenta o insulto de Stalin. Era como si
para M ao, Stalin se hubiera convertido en una herramienta que podía
utilizar a su antojo cuando le convenía reforzar su autoridad, pero que
despreciaba cuando necesitaba invocar los peligros de la hegemonía
soviética. Al mismo tiempo, M ao trataba a Jruschov como a un adve­
nedizo insignificante y no desaprovechaba la ocasión de desconcertarlo
con pequeñas humillaciones, pronunciamientos crípticos y amenazas
veladas. Según Jruschov: «Nunca estaba seguro de lo que M ao se pro­
ponía [...]. Yo confiaba en él mientras que él jugaba conmigo».5°
Esto era cierto, al menos en parte, pues los enfrentamientos fuera del
país — tanto con adversarios como con aliados— permitían mantener la
unidad dentro de casa, y ésta era la principal prioridad de M ao cuando
puso en marcha el Gran Salto Adelante.51 He aquí una de las razones
que desencadenó la segunda crisis de las islas, que ya pusiera a China
al borde de una guerra con Estados Unidos en el verano de 19 5 8 . Pero
en esta segunda ocasión M ao ya había iniciado su particular pelea con
la Unión Soviética. Los rusos cometieron el error de proponer la cons­
trucción de una estación de radio de largo alcance en la costa de China,
junto con el despliegue de una flotilla de submarinos chino-soviética.
M ao le respondió enfurecido al embajador soviético: «¡Nunca confiáis
en los chinos!». Com o si M oscú le exigiera compartir la propiedad
«de nuestro ejército, nuestra marina y nuestra fuerza aérea, de nuestra
industria, agricultura, cultura y educación [...]. Os creéis que podéis
controlarnos porque disponéis de unas cuantas bombas atómicas».51
Cuando Jruschov se apresuró a viajar a Pekín con la intención de
suavizar la situación, M ao lo acusó de haber perdido su espíritu revolu­
cionario. «Es evidente que tenemos la ventaja sobre nuestros enemigos
— dijo M ao, que al recibir a Jruschov, un nadador torpe, en una piscina,
quiso señalarle al soviético su posición de desventaja— . Lo único que
tienes que hacer es provocar una acción militar de Estados Unidos, y
yo te daré todas las divisiones que necesites para aplastarlos.» Mientras
luchaba por mantenerse a flote, Jruschov intentó explicarle que «bas­
tarían uno o dos misiles para reducir a polvo todas las divisiones de
China». Pero M ao no se dio por vencido. «Era evidente que ni siquiera
escuchaba mis argumentos y que me consideraba un cobarde.»55
M ao desafió la lógica del equilibrio del poder en la esfera inter­
nacional porque buscaba un equilibrio distinto; creía que un mundo
dominado por el peligro, ya fuera el de Estados Unidos, el de la Unión
Soviética o el de ambos a la par, minimizaría el riesgo que suponía para
su régimen el desafío de sus rivales dentro de China.5* La estrategia
tuvo un éxito rotundo. N o obstante su mala gestión — si este eufemis­
mo puede definir las políticas que provocaron la muerte de hambre
de tantos de sus compatriotas durante el Gran Salto Adelante— Mao
sobrevivió como «gran timonel» de China. Lo que no sobrevivió fue la
alianza chino-soviética, que para el líder chino había perdido su utili­
dad. Temeroso de las consecuencias, Jruschov intentó desesperadamente

152-
reconstruir esta alianza hasta que fue destituido en 19 6 4 , pese a los
reiterados insultos, desaires e incluso ejemplos de sabotaje deliberado
por parte de M ao. 55 Finalmente tuvo que admitir — con mucha elo­
cuencia— que «cada vez resultaba más difícil ver a China a través de
la inocente y ávida mirada de un niño».56
¿Cómo fue posible que De Gaulle y M ao, líderes de medianas po­
tencias, pudieran tratar de este modo a las dos grandes? ¿Por qué las
formas de poder tradicionales (la fuerza militar, la capacidad económica
o la magnitud geográfica) resultaron tan inútiles en esta situación? Parte
de la explicación reside en la nueva correlación de fuerzas que empe­
zaba a perfilarse; la estrategia de De Gaulle — «defenderse en todas las
direcciones»— no difería tanto de la de M ao, que consistía en ofender
en todas las direcciones. Ambos veían en el desafío a la autoridad ex­
terior la manera de reforzar su legitimidad interna. Ambos aspiraban a
reconstruir la autoestima nacional, lo que a su juicio exigía despreciar
e incluso morder la mano que les había proporcionado comida y otras
formas de sustento.
La otra parte de la explicación debe buscarse en la desaparición del
miedo. En la década de 1960, Francia y China habían adquirido en el
seno de sus respectivas alianzas la fortaleza necesaria para desprenderse
de los temores que los llevaron a buscar esas mismas alianzas. Tanto
con el Tratado del Atlántico Norte de 19 4 9 como con el Tratado Chino-
Soviético de 19 5 0 las superpotencias pretendían ofrecer tranquilidad a
los países menos fuertes, lo que al menos en este sentido demuestra que
las alianzas habían cumplido sus objetivos a la luz de la conducta de
De Gaulle y M ao. Igualmente intervinieron en la cuestión factores de
personalidad, pues no todos los líderes habrían utilizado la seguridad
que se les proporcionaba para comportarse con la arrogancia que ellos
lo hicieron. Tanto De Gaulle como M ao entendían de un modo muy
similar la utilidad del cbutzpa, una palabra que carecía de un equiva­
lente preciso en sus respectivas lenguas y que podría definirse como el
arte de practicar la acrobacia sin red. Ello requería — De Gaulle y M ao
fueron auténticos maestros— no mirar hacia abajo.57

153
VI

Llegó sin embargo el momento en que ambos miraron hacia abajo, y


lo que vieron los dejó atónitos. En julio de 19 6 7 , el cuartel general de
M ao en la capital china, conocido como Zhongnanhai, fue asediado por
miles de miembros de la Joven Guardia Roja. Algunos de los más estre­
chos colaboradores presidenciales fueron humillados públicamente, in­
cluso agredidos, y el propio M ao tuvo que huir de la ciudad de Wuhan,
donde se encontraba con el propósito de aplacar el creciente malestar.
«N o me escuchan — se quejó, sin dar crédito— . M e han ignorado.»*8
De Gaulle vivió una experiencia similar en mayo de 19 6 8 , cuando ante
el temor de que las revueltas estudiantiles pudieran provocar la caída
del Gobierno se trasladó apresuradamente de París a una base militar
francesa en Alemania occidental. Reconoció que Francia sufría «una
parálisis total». Había «perdido el control por completo».59
Tanto M ao como De Gaulle recuperaron la autoridad tras estos in­
cidentes, pero nunca la excelencia acrobática. Tampoco eran los únicos
que atravesaban momentos difíciles. Ese mismo verano de 19 68 , Brezh-
niev y sus colaboradores preparaban la invasión de un Estado socialista
hermano, Checoslovaquia, con la intención de frenar las reformas que
ellos mismos habían estimulado; como ya ocurriera en Alemania orien­
tal en 1 9 5 3 , al igual que en Polonia y Hungría en 19 5 6 , las reformas
fueron más allá de lo previsto por Moscú y amenazaban con desesta­
bilizar Europa del Este, incluso la propia URSS. El líder del partido en
Ucrania, Petr Shelest, lanzó la siguiente advertencia: «Estamos hablando
tanto del destino del socialismo en un país socialista como del destino
del socialismo en todo el mundo socialista». Ulbricht, todo un experto
en esgrimir la amenaza de hundimiento, se mostró aún más enfático: «Si
Checoslovaquia continúa en esta línea, todos los aquí reunidos corremos
un gran peligro de hundirnos».60
Los líderes de Alemania occidental no pudieron alegrarse de la incó­
moda situación de Ulbricht, porque también ellos se veían acosados. Sus
universidades llevaban todo un año de protestas, y los principales dis­
turbios, motivados por la intervención de Estados Unidos en Vietnam,
se producían en la ciudad defendida por el ejército estadounidense:
Berlín occidental. La Universidad Libre de Berlín, fundada con ayuda
de Washington en pleno bloqueo de la ciudad, en 19 4 8 , se convirtió en

*54
un hervidero de actividad revolucionaria, mientras que la Casa de Amé­
rica, creada con el fin de fomentar el intercambio cultural con Estados
Unidos, era el blanco habitual de las manifestaciones y fue atacada en
varias ocasiones. Estados Unidos y sus aliados de Europa occidental se
habían convertido en «imperialistas», anunció el líder estudiantil Rudi
Dutschke. Los estudiantes alemanes debían unirse a los campesinos de
Vietnam — según el espíritu de M ao Zedong y Fidel Castro— «para
sublevar a las masas».61
La oposición a la Guerra de Vietnam se intensificó en Estados Uni­
dos a lo largo de ese verano hasta el punto de desafiar todas las fuentes
de la autoridad: gubernamentales, militares, empresariales y educativas.
Por aquel entonces cerca de 550.000 militares estadounidenses comba­
tían en Vietnam. Muchos de los estudiantes se encontraban en período
de prórroga y pronto serían llamados a filas. Los jóvenes estadouni­
denses tenían razones tanto ideológicas como personales para protes­
tar contra una guerra que muchos consideraban injusta e imposible de
ganar, pese a lo cual serían reclutados. Las prórrogas por estudios les
ofrecían cierta protección, pero a costa de ver cómo otros jóvenes me­
nos afortunados ocupaban sus vacantes. A l mismo tiempo estallaban
disturbios por temas raciales en todo el país, y dos líderes especialmente
admirados por la juventud, Martin Luther King y Robert F. Kennedy
eran asesinados.
El presidente Johnson, que había decidido no presentarse a la ree­
lección, estaba prácticamente prisionero en la Casa Blanca, cercado
de día y de noche por el ruido de los manifestantes, y sólo comparecía
públicamente desde bases militares celosamente protegidas. El congreso
del Partido Demócrata en el mes de agosto se convirtió en una batalla
campal, y la policía de Chicago apaleó a miles de jóvenes enfurecidos,
desilusionados y — para entonces— profundamente cínicos, a quienes
el desafortunado eslogan de la campaña de Hubert Humphrey («la
política de la alegría»),6z el candidato designado a dedo por Johnson,
no logró conmover en absoluto.
Richard M . Nixon derrotó a Humphrey en las urnas ese mismo oto­
ño, heredando un mundo en el que los instrumentos tradicionales del
poder estatal parecían extinguirse. Fue como si Estados Unidos hubiera
llegado a un punto — recordaría más tarde Henry Kissinger, el asesor
de Nixon en materia de seguridad nacional— «en el que las posibilida­

155
des aparentemente ilimitadas de la juventud sé hubieran estrechado de
pronto, y no quedaba más remedio que asumir la realidad de que no
todas las opciones continuaban abiertas».65 El presidente lo formuló
en términos más contundentes: «Vivimos en una época de anarquía»,
afirmó en su discurso a la nación el 30 de abril de 19 7 0 :

Estamos presenciando ataques indiscriminados contra todas las grandes


instituciones que las civilizaciones libres han creado a lo largo de quinien­
tos años. Incluso aquí, en Estados Unidos, las grandes universidades están
siendo destrozadas [...]. Si llegada la hora de la verdad Estados Unidos se
comporta como un gigante indefenso y lastimero, las fuerzas del totali­
tarismo y la anarquía amenazarán a todos los países libres y a todas las
instituciones libres del planeta.64

Nixon se sirvió de este discurso para anunciar la invasión conjunta de


Camboya por parte de Estados Unidos y de Vietnam del Sur, entre las.
medidas adoptadas para salir del atolladero militar en Vietnam. Esta ex­
tensión de la guerra suscitó nuevas oleadas de protestas que por primera
vez se saldaron con la pérdida de vidas humanas. El día 4 de mayo, la
Guardia Nacional de Ohio tiroteó a cuatro estudiantes de la Kent State
University. El país entero, junto con sus universidades, parecía a punto
de desmoronarse.
Cinco noches más tarde, el presidente de la nación, acompañado
tan sólo por su ayudante personal y un chófer, salió a hurtadillas de la
Casa Blanca para intentar razonar con los estudiantes que celebraban
una vigilia frente al Monumento a Lincoln. Tan nervioso estaba Nixon
que rozó la incoherencia, divagando sobre Churchill, la pacificación, el
surf, el fútbol, sus políticas medioambientales y las ventajas de viajar
en la época juvenil. Aunque sorprendidos por esta inesperada aparición
nocturna, los estudiantes se mostraron por su parte educados, seguros y
muy centrados: «Espero que comprenda usted — le dijo uno de ellos al
hombre más “ poderoso” del mundo— que estamos dispuestos a morir
por nuestras creencias».65
¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podía ser que los «chicos» trataran a
los líderes de las principales potencias de la Guerra Fría como si fueran
sus «padres», es decir, obligándolos a farfullar de impotencia, a desatar
su furia sin resultado alguno, a sentir pánico y a comprender con enor-

156
nie malestar que su autoridad había dejado de ser lo que era? ¿Cómo
podía ser que los jóvenes — tan poco coordinados entre sí— cobraran
tanta fuerza ante sus mayores?
Una explicación sencilla es que la población juvenil era mayor que
nunca. El baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial fue un
fenómeno internacional, no exclusivo de Estados Unidos. Los índices de
natalidad se dispararon al tiempo que los de mortalidad descendían, en
parte por la paz recuperada, pero también por los avances sanitarios.66
A finales de los sesenta y principios de los setenta la generación de la
posguerra rondaba los veinte años arriba o abajo, es decir, tenía edad
suficiente para crear problemas si se lo proponía.
Paradójicamente, fueron los Gobiernos quienes proporcionaron a
estos jóvenes tanto los medios como los motivos. Los Estados consi­
deraban desde antiguo la educación como un valor en sí mismo, pero
la Guerra Fría hizo especial hincapié en la educación «superior»; era
imprescindible seguir siendo competitivos en un contexto geopolítico
cada vez más dependiente de la ciencia y la tecnología. Las matricula-
ciones en las universidades de Estados Unidos se triplicaron entre 19 5 5
y 1970, financiadas en buena parte por el Gobierno Federal. El número
de universitarios en la Unión Soviética se multiplicó por 2 ,5 , mientras
en Francia se cuadriplicaba e incluso en China se duplicaba en 19 6 5 ,
antes de experimentar una caída en picado al rebufo de la Revolución
Cultural maoísta, que arruinó la educación a lo largo de toda una dé­
cada.67
Los Gobiernos no habían previsto que el aumento de una población
joven y dotada de mejor educación en un contexto de estancamiento
internacional pudiera desencadenar la insurrección. El aprendizaje no
puede parcelarse fácilmente: ¿cómo se prepara a los estudiantes para
que sean capaces de pensar de acuerdo con los fines aprobados por el
Estado — o por sus progenitores— , sin dotarlos al mismo tiempo de la
capacidad de pensar por sí mismos? A lo largo de la historia ha sido
frecuente que los hijos cuestionaran los valores de los padres, pero en
ese momento preciso la educación universitaria ponía en sus manos la
capacidad de hacerlo. El resultado fue el descontento con el mundo tal
como era, ya se hablara de armas nucleares, de injusticia racial, social
y económica, de la Guerra de Vietnam, de la represión en Europa del
Este o incluso de las propias universidades, convertidas para los jóve-

I 57
nes en herramientas de un orden obsoleto que era preciso derrocar. Se
trataba de un fenómeno nunca visto, de una revolución que trascendía
lo nacional para atacar directamente al poder, cualquiera que fuese su
ideología.
Sólo en China este proceso se produjo por decreto. En el verano de
19 6 6 M ao puso en marcha la Revolución Cultural, otra de sus manio­
bras periódicas para eliminar a sus posibles rivales. «M e encantan las
grandes revoluciones», dijo entre risas en esta ocasión.68 En su caso se
trataba de una revolución nacional, no internacional, y una vez inicia­
da M ao tuvo grandes dificultades para frenarla. Con este estímulo, la
Joven Guardia Roja atacó las instituciones gubernamentales y educati­
vas, pero también las del partido, todas ellas construidas por Mao. El
propósito, aseguró M ao, era evitar la burocratización y la consiguien­
te pérdida de ardor revolucionario, pero entre 400.000 y 1.000.000
de personas murieron como consecuencia de la violencia desatada, al
tiempo que el Gobierno casi se paralizaba y China transmitía al mundo
exterior la imagen de un Estado que se había vuelto completamente
loco.69 Fue como si, en un intento por aliviar la esclerosis del sistema,
M ao prescribiera la quimioterapia más agresiva, y el remedio resultó
peor que la enfermedad.
Un año m is tarde el líder chino intentaba recuperar el control del
movimiento que él mismo había iniciado y en 19 6 8 , insistió en que el
país debía «superar con resolución la falta de disciplina, que en algunos
lugares rayaba en la anarquía». A finales de 19 69 había restablecido el
orden en la mayor parte del país, pero sólo mediante la drástica medida
de desterrar a varios millones de antiguos Guardias Rojos (la elite edu­
cada de China) a las zonas rurales del país. Es «absolutamente necesario
— explicaba el Diario del Pueblo— , que los jóvenes sean [...] reeducados
por obreros, campesinos y soldados en la línea correcta, y transformen
por completo su viejo modo de pensar».70
Resulta así mucho más curioso que la juventud radical de Europa
occidental y Estados Unidos — bajo la cual no pesaba la condena de ser
reeducada por obreros, campesinos y soldados-— vieran a M ao como a
un héroe, distinción que el líder chino compartía con Fidel Castro y su
compañero de revolución, el Che Guevara, quien fracasó en el intento
de emprender una revolución a semejanza de la cubana en África cen­
tral y fue más tarde capturado y asesinado en Bolivia por la CIA, en

158
1967.71 N o era la competencia la cualidad que en este caso se admiraba;
era el romanticismo revolucionario, y tanto M ao como Fidel o el Che
constituían símbolos muy poderosos.
Ello ayuda a comprender por qué los revolucionarios de 19 6 7 y
1968 tuvieron tan poco éxito. Cierto que sacudieron el poder en todas
partes, pero al final no lograron derrocarlo; lo que hicieron fue conven­
cer a quienes ejercían el poder de la necesidad de cooperar para evitar
amenazas similares en el futuro. Entre los convencidos figuraban los
gobiernos de Estados Unidos, la Unión Soviética, Alemania occidental
y Alemania oriental, además del siempre flexible M ao Zedong.

VII

En marzo de 19 6 9 se produjeron choques entre tropas de la Unión So­


viética y China a lo largo del río Ussuri, la frontera que ambos países
compartían en el noreste asiático. Los combates pronto se extendieron
al río Amur y a la frontera de Xianjiang-Kazajstán. En el mes de agosto
corrían rumores de guerra total, posiblemente con armas nucleares, en­
tre los dos Estados comunistas más poderosos del mundo. M ao ordenó
que se cavaran túneles y se almacenaran alimentos en previsión de un
ataque soviético, hecho lo cual llamó a su médico personal, Li Zhisui,
y le planteó un dilema.
«Piensa en esto [...]. Tenemos a la Unión Soviética al Norte y al
Oeste, a India al Sur y a Japón al Este. ¿Qué crees que deberíamos hacer
si todos nuestros enemigos se aliaran para atacarnos desde el Norte, el
Sur, el Este y el Oeste?» Li confesó que no tenía respuesta. «Piénsalo
otra vez — le dijo M ao— . Detrás de Japón está Estados Unidos. ¿N o
aconsejaban nuestros antepasados que negociáramos con países lejanos
y peleáramos con los que tenemos cerca?» Li se sorprendió mucho, al
recordar la larga historia de hostilidad entre China y Estados Unidos,
y preguntó: «¿Cómo vamos a negociar con Estados Unidos?». A lo que
Mao respondió:

Estados Unidos y la Unión Soviética son diferentes [...]. El nuevo presidente


estadounidense, Richard Nixon, es un hombre de derechas, el líder de los
anticomunistas de allí. A mí me gusta tratar con los derechistas. Dicen lo

159
que piensan de verdad [...] no como los izquierdistas, que dicen una cosa
y piensan lo contrario.72

Cabe preguntarse qué habrían opinado de esta conversación los jóvenes


admiradores de M ao en Europa y Estados Unidos. Pero éste no fue el
único intercambio sorprendente que tuvo lugar durante el verano de
1 969.
Hubo otro en Washington, donde un funcionario soviético de rango
medio planteó en el transcurso de un almuerzo la siguiente cuestión a su
homólogo en el Departamento de Estado: «¿Cómo respondería Estados
Unidos si la URSS atacara instalaciones nucleares chinas?». La insólita
pregunta sólo podía formularse por orden directa de Moscú, y su des­
tinatario, al no tener respuesta, hubo de transmitirla a sus superiores,
quienes a su vez la trasladaron a la Casa Blanca, donde ya había sido
respondida. Días antes el presidente Nixon sorprendió a su gabinete con
el anuncio de que Estados Unidos no podía permitir que China fuera
«aplastada» en una eventual guerra chino-soviética. Kissinger comentó
más tarde: «Fue todo un hito en la política exterior estadounidense que
un presidente manifestara un interés estratégico en la supervivencia de
un gran país comunista, además de antiguo enemigo, con el que no
teníamos ningún contacto».7?
Es improbable que M ao contara con espías en las altas esferas de
Washington ese verano, así como que Nixon los tuviera en Pekín, pues
apenas existía comunicación entre ellos. Ambos tenían, sin embargo,
intereses convergentes. Uno era la Unión Soviética, a la que percibían
como una amenaza creciente. La invasión de Checoslovaquia en 1968
fue un éxito clamoroso, impresión que se vio reforzada en el mes de
noviembre cuando Brezhniev proclamó su derecho a violar la soberanía
de cualquier país con el objetivo de sustituir el capitalismo por el mar­
xismo-leninismo. «Esto ya no es un problema únicamente para la gente
de ese país, sino un problema común que concierne a todos los países
socialistas. »74 Entretanto la U RSS había alcanzado al fin la paridad
estratégica con Estados Unidos; si había algún «desfase» en cuanto al
número de misiles, la inferioridad sería probablemente para los estado­
unidenses. Y estaban además las amenazas de Moscú contra China, que
acaso traslucían una posibilidad real de aplicar la «doctrina Brezhniev»
y utilizar la capacidad nuclear soviética.

160
Otro de los intereses compartidos por China y Estados Unidos era
Vietnám. N ixon quería retirarse de allí, pero en términos que no su­
pusieran una humillación para su país; a esto se refería cuando en la
primavera siguiente habló del «gigante indefenso y lastimero». N o po­
día esperar ninguna ayuda de Vietnam del Norte, pero China — que
hasta el momento había sido el principal valedor económico y militar
de Hanoi— tenía una perspectiva diferente. N o deseaba que los com­
bates se extendieran por su frontera meridional en un momento en
que se auguraba un conflicto más profundo y peligroso con la Unión
Soviética. A comienzos de 19 7 0 Kissinger le recordó abiertamente a Le
Duc Tho, el principal negociador de Hanoi, que Vietnam del Norte no
podía seguir contando con «el respaldo unánime de los países que lo
apoyaban».75 Los chinos ya habían señalado que la guerra les entusias­
maba cada vez menos, y los mensajes se hicieron más directos con el
paso del tiempo. «Nuestra escoba es demasiado corta para barrer a los
estadounidenses de Taiwan — dijo M ao a sus aliados norvietnamitas a
finales de 1 9 7 1 — , pero la vuestra también lo es para hacer lo mismo
en Vietnam del Sur.»76
Nixon y M ao compartían asimismo el objetivo de restablecer el
orden económico en sus respectivos países. El ministro de Exteriores
chino, Zhou Enlai, así lo apuntó cuando Kissinger realizó su prime­
ra — y secretísima— visita a Pekín en julio de 1 9 7 1 . Zhou se esforzó
en garantizar a Kissinger que la Revolución Cultural había concluido.
Prometió además que China intentaría ayudar a Nixon a mejorar su
posición en casa; ningún otro líder occidental, y naturalmente ningún
otro líder estadounidense, sería recibido en Pekín antes que el presiden­
te de Estados Unidos.77 N ixon viajó a China en febrero de 1972., y de
inmediato congenió no sólo con Zhou, sino también con M ao.
«Yo voté por ti — bromeó M ao— cuando tu país se encontraba en
un buen lío, en la última campaña electoral [...]. En cierto modo me
alegra que la derecha llegue al poder.» «La derecha — reconoció N i­
xon— hace aquello de lo que la izquierda sólo habla.» Cuando Kissin­
ger insinuó que la izquierda podía oponerse a la visita de Nixon, M ao
se mostró de acuerdo. «Exacto [...]. En nuestro país también hay un
grupo de reaccionarios que se oponen a los contactos con vosotros.» Y
a continuación tuvo lugar el siguiente intercambio:
MAO: Yo creo que, en general, la gente como yo suena como grandes caño­
nes. Decimos cosas como «el mundo entero debe unirse para derrotar
al imperialismo y al revisionismo, y a todos los reaccionarios...».
nixon : Igual que yo...
MAO: Pero es posible que tú, como individuo, no figures entre aquellos a
los que nos proponemos derrocar [...]. [Kissinger] tampoco figura entre
aquellos a los que nos proponemos derrocar. Si fuerais derrotados nos
quedaríamos sin amigos.

«La historia nos ha unido — dijo N ixon al despedirse de M ao— . La


cuestión es si nosotros, con diferentes filosofías pero con los pies en la
tierra, y como hombres que proceden del pueblo, seremos capaces de
hacer algo significativo no sólo para China y Estados Unidos sino para
el mundo entero en los años venideros.» Y M ao respondió, aludiendo
al libro de Nixon, Seis crisis, escrito antes de su llegada a la presidencia:
«Tu libro no es un mal libro».?8

VIII

Fue un momento excepcional, pero... ¿qué habrían pensado de esto en


Moscú? Nixon y M ao sin duda se proponían desestabilizar a los rusos.
Poco sabían de la inquietud que ya se vivía entre los líderes del Kremlin,
quienes a pesar de las apariencias estaban profundamente preocupados
por conservar su autoridad en un mundo donde las formas de poder
tradicionales ya no parecían tener el mismo peso. Lo que en el resto del
mundo se percibió como un brutal indicio de seguridad y confianza, fue
su experiencia más traumática: Checoslovaquia. Brezhniev ordenó la in­
vasión por su sensación de vulnerabilidad — el temor a que las reformas
de la «primavera de Praga» pudieran extenderse a otros países— , y sin
embargo el mundo exterior tuvo la impresión de que con eso se había
resuelto el problema. En caso contrario, ¿por qué iba a transformarla
Brezhniev en doctrina de aplicación general en otros lugares?
Pero la invasión no salió bien. Los mandos del Ejército Rojo casi
perdieron el control de sus tropas cuando éstas fueron abucheadas, en
lugar de bienvenidas — tal como se les había dicho— en las calles de
Praga. Resultó más difícil de lo esperado encontrar a un puñado de che-

i6z
eos dispuestos a asumir el poder bajo la ocupación soviética. La acción
militar desató protestas en Yugoslavia, Rumania y China, así como en
los partidos comunistas y otros partidos de la izquierda de Europa occi­
dental, que normalmente aceptaban las decisiones de Moscú. Hubo una
pequeña manifestación frente al mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja,
un acontecimiento inédito que confirmaba las sospechas de los líderes
del Kremlin en el sentido de que el descontento, bajo la superficie, era
todavía mayor en la propia Unión Soviética.79
La doctrina Brezhniev ofrecía la fachada perfecta en esta situación,
aun cuando los líderes soviéticos fueran muy conscientes del coste que
podía tener si en algún momento se veían obligados a aplicarla. Su
principal prioridad en los años setenta fue asegurarse de que tal cosa
no ocurriera, y ello exigía mejorar las relaciones con Estados Unidos
y sus aliados en la O T A N . El marxismo-leninismo había fracasado en
sus expectativas; países como Polonia, Hungría y Alemania oriental
veían cómo su nivel de vida no sólo se estancaba sino que disminuía, y
la situación resultaba aún más deprimente en contraste con la prosperi­
dad del resto de Europa y Alemania occidental. La intervención militar
jamás resolvería este problema; de hecho era probable que lo agravara,
puesto que podía provocar sanciones económicas por parte de Occiden­
te. Era conveniente buscar la distensión con Estados Unidos, pues sólo
esto podía garantizar la estabilidad en el área de influencia soviética.
Alemania occidental ya había allanado el camino al insinuar que,
si la reunificación no era posible, tal vez Alemania oriental, los países
de Europa del Este e incluso la Unión Soviética cambiarían con el paso
del tiempo. Un flujo controlado de personas, bienes e ideas entre ambos
mundos podía rebajar las tensiones, ampliar las relaciones y moderar
a largo plazo el carácter autoritario de los regímenes comunistas. El
principal objetivo era la estabilidad geopolítica, y también la Ostpolitik,
tal como se dio en llamar a esta estrategia, que proporcionara acaso cierta
estabilidad social, al reducir el grado de frustración que a buen seguro
surgiría en las dos Alemanias cuando se confirmara definitivamente que
seguirían divididas. El principal arquitecto de la Ostpolitik, Willy Brandt,
se convirtió en canciller de Alemania occidental en 19 6 9 , momento en
el que ya existía una nueva razón para seguir este esquema: la de fre­
nar las protestas no sólo en su país sino en el resto de Europa, pues
los manifestantes habían llegado a convencerse de que la congelación

163
resultante de la Guerra Fría era el «poder» más opresivo de todos a
cuantos se enfrentaban.80
Nixon y Kissinger respondieron inicialmente con recelo a la Ostpo-
litik, quizá porque la idea no se les había ocurrido a ellos. Sin embargo,
, pronto comprendieron que este plan podía enmarcarse en una estrate­
gia más amplia; que la necesidad económica podía combinarse con la
apertura hacia China, lo cual forzaría a la Unión Soviética a negociar
con Estados Unidos una serie de cuestiones (la limitación de las armas
estratégicas, un acuerdo para el fin de la Guerra de Vietnam o el fortale­
cimiento del comercio Este-Oeste), al tiempo que aplacaría a los críticos
internos, que habían estado a punto de paralizar la política exterior
estadounidense en los últimos años de la presidencia de Johnson y los
primeros de Nixon. Las condiciones eran por tanto adecuadas para una
nueva estrategia de contención. Sin embargo, ésta debería ser impulsada
conjuntamente por los dos países rivales. Como ya hicieran antes con
el peligro de guerra nuclear, destinarían esta estrategia a combatir en
sus respectivas sociedades la amenaza de las revueltas juveniles que les
habían llevado a encontrarse en el mismo barco.
El presidente Nixon tomó posesión del cargo en enero de 1969, re­
suelto a sacar a Estados Unidos de Vietnam, a recuperar la iniciativa
en la Guerra Fría y a restablecer la autoridad del Gobierno en casa.
Cuando estaba a punto de cerrarse la siguiente campaña electoral, en
noviembre de 19 7 Z , N ixon se hallaba en condiciones de afirmar de
manera creíble que había cumplido los dos primeros objetivos y estaba
en vías de alcanzar también el tercero. Kissinger anunció que el acuerdo
de paz con Vietnam del Norte estaba «cerca». La lenta pero progresiva
retirada de las tropas estadounidenses de Vietnam del Sur, junto con
la eliminación del servicio militar obligatorio en Estados Unidos, restó
fuelle a las protestas internas contra la guerra, mientras que la «aper­
tura» de Nixon hacia China colocaba al país en la envidiable situación
de enfrentar a sus adversarios entre sí. Ese mismo año Nixon se había
convertido en el primer presidente de Estados Unidos que visitaba Pe­
kín y Moscú. Tenía capacidad para presionar — y eso siempre era algo-
bueno en política internacional— , inclinándose alternativamente hacia
la Unión Soviética o hacia China como mejor le conviniera, pues la
hostilidad entre los dos países comunistas había crecido a tal punto
que ambos competían por el favor de Washington. Fue una actuación

164
digna de Metternich, Castlereagh y Bismarck, los grandes estrategas a
los que Kissinger tanto admiraba en su faceta de historiador y sobre
quienes había escrito.
La confirmación había llegado el día de las elecciones, el 7 de no­
viembre de 1968, cuando Nixon aniquiló al candidato demócrata Geor-
ge M cGovern, obteniendo un 6 1 por ciento del sufragio frente al 3 7
por ciento de su adversario. La diferencia en votos reales fue aún más
impresionante, de 5 2 0 -1 7 , puesto que M cGovern sólo ganó en Mas-
sachusetts y en el distrito de Columbia. Dos años y medio antes, cuando
un atribulado N ixon advertía sobre la indefensión de su país, nadie
habría podido augurar semejante resultado. Kissinger felicitó por escrito
a su jefe, alabándolo no sin razón por el logro que suponía haber asu­
mido el mando de «una nación dividida, empantanada en una guerra,
privada de confianza y atormentada por intelectuales sin convicciones,
para proporcionarle un nuevo proyecto».81 Todo parecíá indicar que
el poder se consolidaba.
Pero el país no tardaría en ver a su presidente nuevamente acuciado,
esta vez de manera irreversible, no por los insurgentes vietnamitas ni
por los estudiantes radicales, sino por las consecuencias «legales» de
un delito menor que lo desalojaría de la Casa Blanca. La ley, al menos
en Estados Unidos, pesa más que los logros cosechados por una gran
estrategia. El caso Watergate fue tan sólo la punta de un iceberg a la
deriva, pues el rumbo de la Guerra Fría se vería marcado a lo largo de
las dos décadas siguientes por una fuerza superior al poder estatal: la
recuperación de un sentimiento «común» de equidad en el seno de un
sistema internacional que durante mucho tiempo había dado la impre­
sión de ser hostil a ello. La moral empezaba a convertirse en el mazo
en la partida de croquet de la Guerra Fría.

165
CAPÍTULO 5

EL RESTABLECIMIENTO DE LA EQUIDAD

Pues un hombre que desee obrar con bien en todos los sentidos
ha de verse destruido por tantos que no son igualmente buenos.
De ahí que sea necesario para un príncipe con vocación de per­
manencia aprender a no ser bueno y servirse de este conocimiento
y no emplearlo según la necesidad.
NICOLÁS MAQUIAVELO1

Un colapso tan repentino fue para los líderes soviéticos [...] una
desagradable sorpresa [...]. Hubo perplejidad en los hombres del
Kremlim, incapaces de comprender la mecánica que obligaba a
dimitir a un presidente poderoso como consecuencia de la pre­
sión pública y lo sometía a un complicado procedimiento judicial
basado en la Constitución [...], y todo por algo que ellos perci­
bían como un pequeño desliz. No había en la historia soviética
paralelismo alguno.
ANATOLY DOBRYNIN1

El caso Watergate sorprendió al propio Nixon tanto como al embajador


soviético y a los líderes del Kremlin. ¿Cómo podía caer el hombre más
poderoso del mundo por algo que su propio portavoz describió como
un «hurto insignificante», sólo detectado porque los torpes ladrones
habían precintado una puerta en sentido horizontal en lugar de verti­
cal, despertando con ello las sospechas del guardia de seguridad que
cubría el turno de noche? El descubrimiento de un robo a la una de la
madrugada del 1 7 de junio de 1972., en el edificio Watergate de Was­

16 7
hington, sede del Comité Democrático Nacional, desencadenó una serie
de acontecimientos que por primera vez en la historia obligaría a dimitir
a un presidente de Estados Unidos. La desproporción entre el delito y
sus consecuencias dejó a Nixon atónito. Poco después de abandonar el
cargo se compadecía de sí mismo en estos términos: «Todos los golpes
que hemos recibido no son nada en comparación con lo que hemos
conseguido y lo que podemos conseguir en el futuro no sólo en aras
de la paz mundial sino, indirectamente, también en aras del bienestar
de las personas en todo el mundo».? Tal vez, pero el caso Watergate
también puso de manifiesto que para los ciudadanos de Estados Unidos
el imperio de la ley estaba por encima del ejercicio del poder, por muy
elogiables que fueran sus intenciones. Los fines no siempre justificaban
los medios. Aun menos los hacían legítimos.
«Bueno, el hecho de que el presidente lo haga significa que no es
ilegal», argumentó N ixon poco después, en un pobre intento por jus­
tificar las escuchas telefónicas y los robos que había autorizado con el
fin de detectar posibles filtraciones en el seno de su Administración con
respecto a la gestión de la Guerra de Vietnam. «Si el presidente toma
una decisión por [...] razones de seguridad nacional o, como en este
caso, porque existe una amenaza de considerable magnitud para la paz
y el orden internos, entonces la decisión presidencial faculta a quienes
la llevan a cabo [a actuar] sin violar la ley.»4 Semejante argumento no
era nuevo. Todos los jefes del ejecutivo, desde Franklin D. Roosevelt ha­
bían refrendado acciones de dudosa legalidad en interés de la seguridad
nacional, y hasta el propio Abraham Lincoln lo hizo de la manera más
flagrante para preservar la unidad nacional. Pero Nixon cometió varios
errores enteramente propios. El primero fue exagerar el problema al que
se enfrentaba: la filtración de los Papeles del Pentágono al diario The
New York Times no constituía una amenaza comparable a la secesión
en 1 8 6 1 , ni tampoco a la perspectiva de subversión durante la Segunda
Guerra Mundial y los comienzos de la Guerra Fría. El segundo error de
Nixon fue servirse de unos agentes tan ineptos como para ser descubier­
tos. Y el tercero, el que puso fin a su mandato presidencial, fue mentir,
en un fútil intento de ocultar los hechos, una vez que se supo todo.5
El caso Watergate pudo haberse quedado en un incidente menor en
la historia nacional de no ser por un importante detalle: las diferencias
entre lo posible y lo correcto empezaban a influir en la conducta de las

168
superpotencias de la Guerra Fría. Los últimos años de la Administra­
ción Nixon señalaron por primera vez que ambos países se enfrentaban
a limitaciones derivadas no sólo del grave problema nuclear, del fracaso
de las ideologías a la hora de cumplir con sus promesas o de los desafíos
.que lanzaban los engañosamente «débiles» a los aparentemente «fuer­
tes», sino que procedían también de la creciente insistencia en que las
acciones de los Estados y de los individuos que ejercían la autoridad
debían someterse al imperio de la ley o cuando menos a unos principios
básicos de decencia humana.

Existía desde antiguo la esperanza de que las relaciones entre los países
rio estuvieran siempre presididas por el uso de la fuerza. «El principal
problema de la especie humana -—señalaba el filósofo Immanuel Kant
ya en 17 8 4 — es el de construir una sociedad civil capaz de administrar
la justicia a escala universal.»6 W oodrow Wilson pretendía que la Liga
de Naciones impusiera a los Estados miembros algunas de las restric­
ciones legales — al menos las más progresistas— que éstos imponían a
sus propios ciudadanos. Los fundadores de las Naciones Unidas inten­
taron corregir en este organismo las numerosas deficiencias que había
mostrado la Liga, al tiempo que preservaban sus fines originales. La
Carta de la nueva organización proclamaba «la igualdad de derechos
de hombres, mujeres y pueblos, grandes y pequeños por igual» y el es­
tablecimiento de unas condiciones «que permitan preservar la justicia y
el respeto a las obligaciones impuestas por los tratados y otras fuentes
del derecho internacional» .7 El orden surgido del equilibrio del poder
en el seno del sistema internacional dejaba de ser un fin en sí mismo; la
prioridad, en lo sucesivo, sería garantizar los acuerdos entre los Estados
que integraban dicho sistema, sobre la base de un principio de justicia
externo.
Hoy resulta difícil imaginar el optimismo que existía en el momento
de su fundación con respecto a la capacidad de las Naciones Unidas
para realizar esta tarea, a la luz del descrédito en que ha caído la or­
ganización para muchas mentes críticas. Sin embargo, en 19 4 6 la A d­
ministración Truman tenía la suficiente confianza en Naciones Unidas

169
para transferir el control del armamento atómico, así como de los me­
dios para producirlo — bajo determinadas condiciones— , a este nuevo
organismo internacional. Cuatro años más tarde, Estados Unidos se
apresuraba a trasladar al Consejo de Naciones Unidas la invasión de
Corea del Sur por parte de Corea del Norte para librar esta guerra en
los tres años posteriores bajo la bandera del organismo internacional. El
propio Truman tenía un hondo y emotivo compromiso con este modelo
de gobierno mundial; siempre llevaba en su cartera ese fragmento del
poema de Alfred Tennyson titulado Locksley Hall en el que se anhela
«el Parlamento del Hombre, la Federación M undial».8
La cruda realidad de la Guerra Fría no tardó en demostrar que el
sueño de Tennyson — como el de Truman— era tan sólo un sueño. Aun
cuando Estados Unidos y la Unión Soviética fueran miembros funda­
dores de Naciones Unidas, ambos se reservaban el derecho al veto en el
seno del Consejo de Seguridad encargado de la aplicación de sus reso­
luciones. Gran Bretaña, Francia y China — que aún seguía gobernada
por los nacionalistas de Chiang Kai Chek— recibieron el mismo privi­
legio. Esto significaba que Naciones Unidas sólo podía actuar cuando
sus miembros más poderosos se ponían de acuerdo, procedimiento que
oscurecía la diferencia entre lo posible y lo correcto. Era bastante im­
probable que los miembros del Consejo con derecho a veto alcanzaran
tales acuerdos a la vista de sus profundas diferencias a la hora de definir
el concepto de «justicia». Para los estadounidenses, justicia significaba
democracia política, capitalismo de mercado y — en principio, aunque
no siempre en la práctica— respeto a los derechos individuales. Para
británicos y franceses, que aún lideraban imperios coloniales, justicia
significaba algo menos. Para los nacionalistas chinos, enfrentados a la
perspectiva de que los comunistas los expulsaran del poder, significaba
menos todavía. Y para la Unión Soviética de Stalin, justicia significaba
la aceptación sin cuestionamiento de una política totalitaria, una econo­
mía intervenida y el derecho del proletariado a avanzar hacia una socie­
dad «sin clases» de ámbito mundial mediante cualesquiera que fueran
los medios que la dictadura que lo guiaba decidiese emplear.
Así, difícilmente puede sorprendernos que Naciones Unidas fun­
cionara más como una sociedad de debate que como una organización
capaz de establecer unos principios de obligado cumplimiento para los
Estados. En los primeros meses del año 19 4 8 George Kennan se quejaba

170
de que las decisiones que allí se adoptaban parecían «una competición
de tableaux morts: primero se sigue un largo período de preparación en
un contexto relativamente oscuro; a continuación se levanta el telón; se
encienden un momento las luces; la posición del grupo queda registrada
para la posteridad mediante una fotografía tomada en el momento de
la votación; y aquel que ocupe el puesto más visible y favorecedor es el
que ha ganado». Si las grandes potencias se pusieran de acuerdo para
confiar en la organización, añadía Kennan, este «combate de boxeo par­
lamentario en la sombra podría convertirse ciertamente en un magnífico
y refinado procedimiento para resolver las diferencias internacionales.»9
Pero esto no iba a ser así. Prevalecía en Washington — en coincidencia
con Kennan y según lo expresó la Junta de Jefes del Estado M ayor Mili­
tar— la visión de que «la confianza en Naciones Unidas para garantizar
la seguridad de Estados Unidos tanto en el presente como en el futuro,
tal como este organismo está constituido, no es más que una muestra
de que los confiados han perdido de vista el interés vital del país en
cuanto a su seguridad».10
La Asamblea General de Naciones Unidas logró aprobar en di­
ciembre de 1 94 8 una «Declaración Universal de Derechos Humanos»,
bien que sin el apoyo de la Unión Soviética y de sus aliados, además de
Suráfrica y Arabia Saudí, que se abstuvieron en la votación, y sin pro­
veerla de los mecanismos necesarios para forzar su aplicación.11 Mucho
más peso en la Carta de la organización así como en su funcionamiento
práctico tenía el principio de no intervención en los asuntos internos
de los Estados soberanos, aun cuando el más poderoso de ellos violara
estos principios. Así, no hubo condena de Naciones Unidas cuando la
Unión Soviética hizo uso de la fuerza militar para sofocar la disidencia
en Alemania oriental en 1 9 5 3 , en Hungría en 1 9 5 6 y en Checoslova­
quia en 1 9 5 8 ; ni tampoco cuando Estados Unidos participó en secreto
en el derrocamiento de los Gobiernos de Irán en 1 9 5 3 y de Guatemala
en 1 95 4 , o cuando intentó hacer lo mismo en Cuba en 1 9 6 1 y en Chi­
le una década más tarde. Tampoco denunció la organización el coste
humano de las purgas realizadas por Stalin en la Unión Soviética y en
Europa del Este a raíz de la guerra, ni el hecho de que Estados Unidos
se alineara con regímenes totalitarios para evitar el acceso al poder de
los comunistas en el «Tercer M undo», ni la muerte de tantos millones
de chinos cuando M ao decidió dar su Gran Salto Adelante.

1 7 1
Todo esto tiene un significado muy sencillo, y es que, si en algún
momento llegaban a surgir limitaciones al poder en aras de la justicia;
éstas no llegarían de Naciones Unidas sino de los propios Estados en­
frentados en la Guerra Fría. Semejante escenario parecía improbable
a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. ¿Por qué razón
iba a limitar su poder una superpotencia? A mediados de los setenta,
sin embargo, lo improbable resultó irreversible. Este proceso fue más
visible en Estados Unidos, donde la Guerra Fría había ampliado ini­
cialmente, para reducir a continuación, la brecha existente entre el
ejercicio del poder en los asuntos mundiales y los principios de justicia
universal.

II

Los políticos estadounidenses se mostraron en un principio razonable­


mente confiados en poder contener a la Unión Soviética y el comunis­
mo internacional sin renunciar a unos principios de conducta basados
en su propia experiencia interna.IZ Creían firmemente que la agresión
estaba vinculada a la autocracia y que un orden internacional estable
sólo podía construirse sobre los principios de libertad de expresión,
libertad de opinión, libertad de empresa y libertad de opción política.
«La cuestión de la relación entre Estados Unidos y la Unión Soviética
es esencialmente una prueba del valor global de Estados Uniones como
nación entre las naciones — escribió Kennan en el verano de 19 4 7 — .
Para evitar la destrucción basta con que Estados Unidos actúe de acuer­
do con sus mejores tradiciones y se demuestre a sí mismo que merece
defenderse como una gran nación. A buen seguro, nunca ha habido una
prueba mejor [...] que ésta.»13
Es posible que se tratara de una buena prueba, pero superarla no
sería fácil; casi de inmediato se iniciaron las presiones para permitir
acciones en el exterior que en casa habrían sido inaceptables. El propio
Plan Marshall — que a primera vista parece una exitosa proyección de
los valores nacionales estadounidenses al mundo de la Guerra Fría—
ofreció una buena ilustración del asunto. El objetivo de esta acción era
garantizar la libertad política mediante la reconstrucción económica de
los Estados no comunistas de Europa; sólo el hambre y una población
desmoralizada, suponían los artífices del plan, permitirían el ascenso
al poder de los comunistas a través de las urnas. El problema era par­
ticularmente grave en Italia, donde un gran partido comunista genero­
samente financiado por Moscú parecía tener posibilidades de ganar las
elecciones en abril de 19 4 8 . En caso de haber sido así, los resultados — a
la luz del golpe de febrero en Checoslovaquia— habrían sido devastado­
res. «Si Italia se vuelve roja — advirtió un asesor del Departamento de
Estado— será imposible detener el comunismo en Europa.»14 Y puesto
que la ayuda estadounidense apenas empezaba a fluir, el Plan Marshall
no ofrecía por el momento más que promesas.
La agencia recientemente creada, la CIA, tampoco tenía por aquel
entonces ni capacidad ni autoridad para desarrollar acciones secretas; se
vivía una época de relativa inocencia. Sin embargo, el Departamento de
Estado decidió dar un impulso a la organización. Rápidamente organizó
en secreto la financiación de los demócrata-cristianos y otros partidos
no comunistas en Italia, al tiempo que ponía en marcha una campaña de
cartas dirigidas por ítalo-estadounidenses a sus familias y amigos en el
país. Estas medidas improvisadas dieron su fruto: los comunistas italia­
nos sufrieron una abrumadora derrota en las urnas entre el 18 y el 19
de abril. Kennan concluyó, según recordaría más tarde, que «a la vista
de las extraordinarias circunstancias [...], tal vez fuera necesario que
el Gobierno de Estados Unidos emprendiera ocasionalmente acciones
secretas de las que no podría hacerse oficialmente responsable».1? Poco
después, el Consejo de la Seguridad Nacional ampliaba las funciones
de la CIA a:

propaganda, guerra económica, acción directa preventiva mediante sa­


botaje, antisabotaje, destrucción y evacuación, subversión contra países
hostiles, incluido el apoyo a los movimientos de resistencia, guerrillas y
grupos de liberación refugiados, así como el respaldo de los elementos
anticomunistas en los países amenazados del mundo libre.

Todas estas actividades debían dirigirse de tal modo que «en caso de ser
descubiertas, el Gobierno de Estados Unidos pudiera declararse libre de
cualquier responsabilidad de un modo convincente».16 Dicho de otro
modo, los políticos estadounidenses en el ejercicio del poder debían
aprender a mentir.

173
¿Cómo se conjuga esto con la anterior afirmación de Kennan, en
el sentido de que Estados Unidos sólo necesitaba «actuar de acuerdo
con sus mejores tradiciones» para «demostrarse a sí mismo que merece
seguir siendo una gran nación»? Kennan insistió en que las actividades
de la C IA fueran controladas por el Departamento de Estado con el
fin de garantizar que el «eventual desmentido oficial» no significara el
levantamiento de todas las restricciones; en lo personal esperaba recibir
«conocimiento detallado de los objetivos de todas las operaciones, así
como de los procedimientos y métodos empleados donde [éstas] exi­
gieran decisiones políticas». Admitía que este tipo de iniciativas debían
gozar de «la mayor flexibilidad y libertad frente a las regulaciones y los
principios administrativos por los que se rigen las operaciones de Go­
bierno ordinarias».1? Sin embargo, tenían que ser excepcionales; esta
opción sólo se aplicaría «cuando la ocasión pudiera requerirlo», si bien
«habrá años en los que no necesitemos actuar de esta manera». Más tar­
de Kennan reconoció: «Las cosas no funcionaron en absoluto tal como
yo las había concebido».18
El número de agentes de la C IA implicados en operaciones secretas
pasó de 302, en 19 4 9 a z .8 12 en 19 5 2 , además de los 3 .1 4 2 que integra­
ban el personal «contratado» fuera del país. Se encontraban repartidos
en cuarenta y siete lugares del mundo — de los siete que ocupaban en
19 4 9 — y el presupuesto anual para operaciones secretas había pasado
de 4 ,7 a 82 millones de dólares.^ Las acciones no eran infrecuentes.
Cuando Eisenhower pasó a ocupar la presidencia del país, la CIA ya
intentaba infiltrar a sus espías, saboteadores y líderes de la resistencia
en la Unión Soviética, Europa del Este y China. Financiaba emisoras de
radio ostensiblemente independientes que emitían para estos países, ade­
más de sindicatos, conferencias académicas, publicaciones intelectuales
y organizaciones de estudiantes, en algunos casos dentro de Estados
Unidos. Cooperaba con las Fuerzas Aéreas en vuelos de reconocimiento
que violaban sistemáticamente el espacio aéreo soviético y el de otros
países comunistas. Experimentaba con toxinas y drogas para el control
de la mente. Organizaba operaciones contra la insurgencia en Filipinas.
Y contaba con grupos de apoyo sobre el terreno y en el exilio que le
permitieron derrocar con éxito al Gobierno de tendencias izquierdistas
de Mohammed Mossadegh en Irán en 19 5 3 y al de Jacobo Arbenz Guz-
mán en Guatemala en 19 5 4 , que en ambos casos habían nacionalizado

174
propiedades privadas extranjeras en sus respectivos países, levantando
las sospechas de comunismo en Washington.2,0 L a creciente escalada en
audacia y magnitud de las operaciones secretas llevó a Kennan a reco­
nocer, años más tarde, que recomendarlas había sido «el mayor error
de mi vida».2,1
M uy pocos funcionarios de las Administraciones Truman y Eisen-
hower compartían esta visión. Para ellos se trataba de una cuestión muy
sencilla: la Unión Soviética había practicado el espionaje, financiado
organizaciones «subversivas» y derrocado a Gobiernos extranjeros, y
aspiraba a controlar las mentes desde los primeros días de la revolución
bolchevique. N o respetaba ningún límite moral o legal. Según señalaba
el N SC -68, un informe de alto secreto sobre la estrategia para la segu­
ridad nacional elaborado en 19 5 0 , «el Kremlin es capaz de elegir los
medios que se le antojen para alcanzar su objetivo fundamental». El
principal autor de este documento fue Paul Nitze, el sucesor de Kennan
como director de la Planificación de la Política del Departamento de
Estado. A la vista de los peligros, insistía Nitze, las sociedades libres
debían dejar sus valores en suspenso con el fin de defenderse:

La integridad de nuestro sistema 110 se verá amenazada por ninguna me­


dida, abierta o encubierta, violenta o no violenta, que sirva al propósito
de frustrar las intenciones del Kremlin, como tampoco la necesidad de
conducirnos de la manera que nos permita afirmar nuestros valores con
acciones al tiempo que prohibimos semejantes procedimientos de palabra,
siempre y cuando estas acciones se hayan calculado debidamente al servicio
de un fin determinado y no resulten excesivas o mal dirigidas, lo que nos
convertiría en enemigos a los ojos del pueblo, en lugar de los hombres
malvados que los han esclavizado.2,2.

El objetivo principal del informe N S C -6 8 era defender la «respuesta


flexible», la estrategia de responder a cualquier agresión allí donde ésta
tuviera lugar sin extender el conflicto ni eludirlo. Eisenhower echó por
la borda esta estrategia, consciente de sus costes, y optó por la amenaza
de represalia nuclear. z? Pero tanto él como el resto de sus sucesores,
incluido Nixon, mantuvieron la visión, clarísimamente articulada en el
informe N SC -68, de que las restricciones legales y morales al ejercicio
del Gobierno en casa no tenían por qué regir en el resto del mundo;

175
en ese escenario más amplio, Estados Unidos gozaba de libertad para
actuar igual que sus adversarios.
«Nos enfrentamos a un enemigo implacable, cuyo objetivo recono­
cido es el dominio mundial — concluía en 1 9 5 4 el Informe Doolittle,
una evaluación de las operaciones de máximo secreto realizadas por la
C IA — . Este juego carece de reglas. Las normas de conducta humana
aceptables hasta la fecha no son de aplicación en este caso:»*4 Eisen-
hower se mostró de acuerdo. «He llegado a la conclusión de que algu­
nas de nuestras ideas tradicionales sobre la deportividad en la esfera
internacional son de difícil aplicación en la ciénaga en la que el mundo
se hunde en estos momentos — escribió en privado en 1 9 5 5 — . La ver­
dad, la justicia, el honor y la consideración hacia los demás, la libertad
para todos: lo que ahora importa es cómo conservarlos [...] cuando nos
enfrentamos a personas que desprecian tan profundamente [...] estos
valores. Creo que podemos hacerlo — y a continuación subrayaba las
siguientes palabras— . Pero no debemos confundir estos valores con
simples procedimientos, aun cuando estos últimos hayan llegado a os­
tentar en algún momento la posición de conceptos morales. »*5
Fue así como la Guerra Fría transformó en «maquiavelos» a los
líderes estadounidenses. Enfrentados a «tantos que no eran buenos»,
resolvieron «aprender a no ser buenos», y emplear o no emplear esta
habilidad, según la expresó el gran cínico — y patriota— italiano, «en
función de la necesidad».I

III

Tal vez fuera necesario, sugería el Informe Doolittle, que el pueblo esta­
dounidense «se familiarizara, comprendiera y respaldara esta filosofía
esencialmente repugnante».26 Pero ninguna Administración, de Eisen-
hower a Nixon, intentó justificar públicamente la necesidad de aprender
a «no ser buenos». Las razones eran obvias; difícilmente sería posible
seguir desarrollando acciones encubiertas si éstas se discutían abierta­
mente, ni tampoco explicar las desviaciones de «las normas de conducta
humana aceptables hasta la fecha» a una sociedad aún decididamente
comprometida con el imperio de la ley. El silencio resultante aplazó,
pero no resolvió, la cuestión de cómo conciliar las prácticas maquiavé-

176
licas con el principio de responsabilidad recogido en la Constitución,
ya fuera ante el Congreso, los medios de comunicación o la opinión
pública en general. En consecuencia, los ciudadanos estadounidenses
se familiarizaron gradualmente con la «repugnante filosofía» que sus
líderes juzgaban necesaria para combatir en la Guerra Fría, aunque rara
vez hubieran pretendido emplear estos procedimientos.
A medida que aumentaba el alcance y la frecuencia de las opera­
ciones secretas resultaba más difícil seguir desmintiendo la realidad de
manera plausible.2-? Los rumores de que Estados Unidos estaba implica­
do en los golpes de Estado de Irán y Guatemala circularon de inmediato
y, aunque durante años jamás se confirmaron oficialmente,2-8 ya entonces
resultaron lo bastante persuasivos para dar a la C IA una publicidad que
la organización no deseaba. A finales de la década de 19 5 0 , la agencia
contaba con una reputación casi mítica en todo el ámbito de Latinoamé­
rica y Oriente Medio como instrumento de Estados Unidos para derro­
car cuando se le antojara a los Gobiernos que no fuesen de su agrado.
Las consecuencias en ambas regiones resultaron muy costosas. El
derrocamiento de Arbenz en el Caribe sirvió para «alentar» el comu­
nismo; indignados por lo ocurrido en Guatemala, Fidel Castro, el Che
Guevara y sus correligionarios decidieron liberar a Cuba de la esfera
de influencia de Washington y convertirla en un Estado marxista-leni-
nista. Cuando, tras la toma del poder por parte de los revolucionarios
en 19 5 9 , la C IA intentó «desalojarlos», su fracaso fue estrepitoso. El
desastroso desembarco en la Bahía de Cochinos en el mes de abril de
19 61 sacó a la luz la operación secreta más ambiciosa emprendida por
la organización hasta la fecha, humilló a la recién estrenada Adminis­
tración Kennedy, fortaleció las relaciones entre La Habana y Moscú y
desencadenó los acontecimientos que, en el plazo de un año y medio,
llevarían al mundo al borde de la guerra nuclear.^
Entretanto, el sha de Irán, nuevamente instalado en el poder por
Estados Unidos en 1 9 5 3 , consolidaba un régimen represivo en el que
Washington no podía negar su participación. Una vez más, un perro
movía la cola, vinculando a Estados Unidos con un líder totalitario
cuyos únicos méritos eran preservar el orden, mantener los flujos del
petróleo, comprar armamento estadounidense y ser notoriamente anti­
comunista. En 19 7 9 la población iraní estaba lo suficientemente harta
para derrocar al sha, denunciar a Estados Unidos por haberlo apoyado

177
e instalar en el poder al ayatolá Ruhollah Jomeini, que lideró el primer
Gobierno islamista radical en el mundo.?0
N o todas las operaciones de la C IA terminaron así de mal. En abril
de 19 5 6 la agencia cosechó uno de sus mayores éxitos cuando los rusos
invitaron a los periodistas a visitar el túnel construido por la agencia
desde Berlín occidental hasta pocos cientos de metros de Berlín orien­
tal, desde el cual interceptaron las comunicaciones por teléfono y por
cable entre soviéticos y alemanes del Este durante más de un año. Sin
embargo, este primer caso de escuchas suscitó en Estados Unidos más
elogios que críticas; la reacción general fue que eso era exactamente lo
que el espionaje estadounidense debía hacer.31 Dos meses más tarde la
CIA publicó algunos fragmentos del discurso secreto en el que Jruschov
denunciaba a Stalin en el X X Congreso del Partido. Este documento
robado, obtenido a través de fuentes polacas e israelíes, tampoco suscitó
demasiadas protestas, aun cuando alimentara el malestar al punto de
provocar algo muy cercano a una revolución en Polonia y una auténtica
revolución en Hungría a finales de ese año. Lo que sí suscitó protestas
fueron las mal supervisadas emisiones de Radio Europa Libre, finan­
ciadas por la C IA , de cuyos contenidos los húngaros dedujeron que
podían contar con la defensa de Estados Unidos frente a las represalias
soviéticas. La agencia admitió en privado que se había excedido en este
caso, si bien públicamente apenas mostró su malestar.?1
El primer debate abierto sobre la ética del espionaje se produjo en
el mes de mayo de 19 60 , cuando los rusos derribaron el U -2 pilotado
por Francis Gary Powers cerca de Sverdlovsk. Preocupaba a Eisenhower
desde hacía algún tiempo cómo justificar aquellos vuelos si llegaban
a hacerse públicos; cualquier violación «soviética» del espacio aéreo
«estadounidense», reconoció en cierta ocasión, lo llevaría a solicitar
inmediatamente al Congreso una declaración de guerra. La táctica de
la «negación plausible» le proporcionaba cierta tranquilidad a la hora
de mantener este doble rasero. Habida cuenta de la altitud a la que ope­
raba el U -2, se le explicó a Eisenhower, ni el avión ni el piloto podían
resultar ilesos si algo salía mal. Informado del derribo del aparato, el
presidente autorizó una mentira oficial: un portavoz del Departamento
de Estado anunció que el avión había perdido su trayectoria a causa del
mal tiempo. Jruschov se complació en exhibir los restos del U-2, las fo­
tografías tomadas desde el avión y a su piloto, vivito y coleando, lo que
obligó a un enfurecido Eisenhower a reconocer la mentira. «N o sabía
lo mucho que iba a costamos esa mentira — admitió posteriormente— .
Si tuviera que volver a hacerlo mantendría la boca cerrada.»33
La idea de que sus líderes pudieran mentir era algo nuevo para la
ciudadanía estadounidense, pese a lo cual Eisenhower no sufrió las
consecuencias; no tardaría en concluir su mandato y la mayoría de
los ciudadanos admiraba la habilidad de la C IA para construir el U-x
y prolongar sus vuelos por tanto tiempo, aun cuando, al igual que su
presidente, jamás hubiera tolerado vuelos soviéticos en su propio espa­
cio aéreo. Poco después de su incorporación a la presidencia del país,
el presidente Kennedy hubo de admitir que también él había mentido
cuando, en una rueda de prensa celebrada inmediatamente antes del
desembarco en la Bahía de Cochinos, negó que el ejército estadouniden­
se estuviera realizando ningún intento de derrocar a Castro. Kennedy
constató con asombro que su popularidad ascendía en los sondeos;
librarse de un régimen marxista en el Caribe gozaba del respaldo ciu­
dadano, y el recién elegido presidente estaba autorizado a intentarlo
aun cuando hubiera fracasado. «Cuantas peores cosas haces, más te
valoran», fue la conclusión presidencial.3*
Pero ¿qué pasaría si un presidente mentía — y además lo hacía rei­
teradamente— cuando la causa no era tan «popular»? Lyndon Johnson
era consciente de las implicaciones de ampliar la guerra en Vietnam.
«No creo que la gente [...] sepa mucho sobre Vietnam y creo que aún
les importa mucho menos», comentó en privado en mayo de 19 64. Pero
«no hemos tenido otra opción [...], estamos obligados por un tratado
[...]. Estamos allí y ¡si el Gobierno de Vietnam del Sur cayera] el efecto
dominó no tardará en derribar a otros muchos [...]. Debemos prepa­
rarnos para lo peor».35 Con este propósito en mente, Johnson negó a
lo largo de su campaña presidencial la intención de iniciar una escalada
bélica, dejando deliberadamente en manos de su adversario, Barry Gold-
water, el respaldo de esta opción. Tras obtener una victoria arrolladora,
Johnson autorizó la escalada bélica que había prometido no emprender,
aparentemente convencido de que podía ganar la guerra mucho antes
de que la opinión pública se volviera en contra. «Es para mí un asunto
de la mayor importancia — instruyó a sus colaboradores en el mes de
diciembre— que la esencia de esta posición no se haga pública a menos
que yo lo ordene explícitamente.»36

179
Pero la guerra no terminó en poco tiempo; antes bien, la escalada
parecía no tener fin. Johnson sabía que las perspectivas eran malas]
pero no podía explicarlo abiertamente. Sus razones iban más allá de la
suerte política que pudiera correr en lo personal. A mediados de 1965
emprendió la mayor avalancha de reformas legislativas que el país había
conocido desde el N ew Deal, y aún quedaba mucho por hacer. «Estaba
determinado a que la guerra no hiciera añicos aquel sueño, kfcual sig­
nificaba que mi única opción era mantener aquella política exterior [...].
Conocía al Congreso tan bien com8 conocía a lady Bird y sabía que el
día en que estallara un gran debate sobre la guerra sería el principio del
fin de la Gran Sociedad.»37
Se trataba por tanto de un cruel dilema. Los intereses de Estados
Unidos en la Guerra Fría, en opinión de Johnson, exigían la perma­
nencia del país en Vietnam hasta su victoria. Pero el presidente tenía
asimismo la convicción de que no debía revelar que para alcanzar la
victoria debía sacrificar la Gran Sociedad; el país no aprobaría impor­
tantes gastos en «cañones» y «mantequilla» al mismo tiempo. Fue así
como sacrificó la confianza de la ciudadanía. La «falta de credibilidad»
presidencial fue el resultado de los esfuerzos sostenidos para ocultar el
precio — así como el pesimismo tanto de la C IA como de otras agencias
de inteligencia, además de los propios estrategas de la guerra en cuanto
a las perspectivas de victoria— de la mayor operación militar empren­
dida por el país desde la Guerra de Corea.38
Es difícil entender que Johnson se creyera capaz de manejar la situa­
ción. La explicación tal vez radique en el sencillo hecho de que, cuando
todas las alternativas son dolorosas, la menos dolorosa de todas es
abstenerse de elegir; lo cierto es que el presidente aplazó cuanto pudo
la decisión de escoger entre la Gran Sociedad y la Guerra de Vietnam.
Puede que también pesara en esta decisión presidencial la convicción
de que la sociedad más rica del mundo podía permitirse gastar lo que
hiciera falta para garantizar la seguridad exterior y la igualdad interior,
al margen de la opinión que pudiera tener el Congreso.39 El argumento
económico no tenía en cuenta si los ciudadanos respaldarían este có­
digo moral cuando el coste humano de la guerra empezó a dispararse
al tiempo que se esfumaban las perspectivas de victoria. A comienzos
de 19 6 8 varios cientos de soldados morían en combate cada semana,
y entre finales de enero y primeros de febrero la Ofensiva Tet puso de

180
manifiesto que no había un sólo lugar seguro en Vietnam del Sur, ni
siquiera la embajada estadounidense en Saigón. Tet resultó una gran
derrota militar, puesto que el esperado levantamiento de la población en
Vietnam del Norte no llegó a producirse. Pero lo peor en ese momento
fue la derrota psicológica que supuso para la Administración Johnson.
El presidente lo reconoció a finales de marzo cuando se negó a incre­
mentar el número de efectivos, al tiempo que anunciaba la decisión de
no presentarse a las elecciones.40
Parece probable que la política de Johnson en Vietnam se viera
influida por otro legado de los primeros años de la Guerra Fría, como
era la libertad de los mandatarios estadounidenses para actuar en el
resto del mundo sin rendir cuentas en su propio país. ¿No había auto­
rizado Eisenhower las escuchas, las violaciones del espacio aéreo y, en
dos casos concretos, el derrocamiento de Gobiernos extranjeros? ¿No
había intentado lo mismo Kennedy y había sido alabado por intentarlo?
Cuando Johnson llegó a la Casa Blanca, en 19 6 3 , en un clima de dolor
por el asesinato de Kennedy y de buena voluntad hacia su sucesor, era
fácil concluir que el presidente era todopoderoso: podía seguir emplean­
do, según afirmaba el informe N SC -68, «cualquier medida abierta o en­
cubierta, violenta o no violenta» para avanzar en la causa de la Guerra
Fría sin poner en peligro «la integridad de nuestro sistema». M as para
cuando Johnson abandonó la presidencia en 19 6 9 , semejante posibi­
lidad parecía mucho menos plausible, pues su manera de conducir la
Guerra de Vietnam había causado graves problemas a su país, tanto en
casa como fuera. Los artífices del N SC -6 8 concebían posible la existen­
cia de dos códigos de conducta independientes para cada una de estas
esferas: aprender a «no ser buenos» para librar la Guerra Fría y seguir
siendo «buenos» en el ámbito interno de su sociedad democrática. Ya
había costado mucho preservar esta división durante los mandatos de
Eisenhower y Kennedy; ambos presidentes hubieron de admitir que sus
«desmentidos» en cuanto a los vuelos del U-2. y el desembarco en la
Bahía de Cochinos no eran «plausibles». La Guerra de Vietnam borró
por completo la línea que dividía lo permitido dentro y fuera de casa.
Fue imposible para la Administración Johnson planificar o continuar
los combates sin ocultar sistemáticamente sus intenciones al pueblo
estadounidense, aun cuando sus decisiones afectaran profundamente
a la ciudadanía. Lejos de estar a la altura de «sus mejores tradiciones»

181
en los años de la Guerra Fría, tal como esperaba Kennan, Estados Uni­
dos sacrificó en Vietnam sus mejores tradiciones constitucionales y de
responsabilidad moral.

Iv

Richard Nixon heredó esta situación para empeorarla sustancialmente.


Además de figurar entre los principales adeptos a la geopolítica de los
tiempos modernos, resultó ser el presidente menos inclinado — en todo
la historia del país— a respetar los límites de su propia autoridad. A
pesar de lo ocurrido durante el mandato de su predecesor, Nixon seguía
convencido de que la seguridad nacional, tal como él la concebía, se
hallaba por encima de cualquier obligación de responsabilidad y aun de
legalidad, exigidas por la presidencia. Sus acciones superaron con creces
la idea de que podían existir dos códigos de conducta independientes,
dentro y fuera de casa, al punto de convertir su propio país en campo
de batalla. Esta actitud se toparía sin embargo con un adversario más
poderoso que la Unión Soviética o el movimiento comunista interna­
cional: la Constitución de los Estados Unidos de América.
«Puedo afirmar inequívocamente — escribió N ixon tras presentar
su dimisión— que sin operaciones secretas no habría habido ni aper­
tura hacia China, ni acuerdo SALT con la Unión Soviética ni consenso
para poner fin a la guerra en Vietnam.»*1 Esta afirmación difícilmente
podía refutarse. Haber consultado a los Departamentos de Estado y de
Defensa, a la CIA , a los comités del Congreso competentes y a todos
los aliados cuyos intereses podían verse afectados «antes» del viaje de
Kissinger a Pekín en 1 9 7 1 sólo habría servido para que éste no se hu­
biera producido. Haber intentado las negociaciones con Moscú sobre el
control armamentista en ausencia de una «vía paralela» que permitiera
verificar las posiciones antes de adoptar ninguna medida habría con­
ducido probablemente al fracaso. Y el único modo que Nixon veía de
desbloquear las conversaciones de paz para Vietnam — salvo aceptar las
exigencias de Hanoi de retirada inmediata de las tropas estadounidenses
y el derrocamiento del Gobierno en Vietnam del Sur— era incrementar
la presión diplomática y militar sobre Vietnam del Norte y rebajar si­
multáneamente las presiones del Congreso, del movimiento pacifista y

i8z
de los antiguos miembros de la Administración Johnson, aceptando los
términos de Hanoi. Esto también exigía un doble rasero.
El error de Nixon no fue el de conducir en secreto su política exte­
rior, puesto que la diplomacia así lo ha exigido siempre, sino el de no
distinguir entre aquellos actos que podía justificar si llegaban a conocerse
y los que eran injustificables. Los ciudadanos estadounidenses excusaron
las mentiras de Eisenhower y de Kennedy porque las operaciones que
intentaron enmascarar resultaron defendibles. Lo mismo sucedió con los
métodos de los que se valió Nixon para lograr la apertura hacia China,
el acuerdo SA LT y el alto el fuego en Vietnam; los resultados en todos
estos casos justificaban razonablemente el secreto y hasta el engaño.
Pero, ¿qué puede decirse de los bombardeos secretos contra un Esta­
do soberano? ¿O del intento de derrocar a un Gobierno elegido demo­
cráticamente? ¿O de las escuchas ilegales a sus propios conciudadanos?
¿O de la organización de una conspiración en el seno de la Casa Blanca
para ocultar lo ocurrido? Nixon consintió todo esto durante su primer
mandato, y su adhesión al secreto cobró un carácter tan compulsivo
que la táctica pasó a aplicarse en situaciones para las que jamás habría
una justificación plausible. Así, cuando la negación plausible dejó de ser
posible, en gran medida porque con su sistema de micrófonos ocultos
en el Despacho Oval el presidente se delataba también a sí mismo, la
crisis constitucional resultó inevitable.
El proceso se inició en la primavera de 19 6 9 , cuando N ixon orde­
nó el bombardeo de Camboya con intención de destruir las rutas que
cruzaban el país y conducían hasta Hanoi, de las cuales los norvietna-
mitas se habían servido durante años para enviar tropas y suministros a
Vietnam del Sur. La decisión era justificable en términos militares, pero
Nixon ni siquiera intentó hacerla pública. En lugar de ello autorizó la
falsificación de informes de la Fuerza Aérea para encubrir los bombar­
deos e insistió durante meses después de haberlo hecho en que Estados
Unidos estaba respetando la neutralidad de Camboya. Los bombardeos
no fueron secretos, como es natural, para los propios camboyanos, para
los norvietnamitas o para sus aliados chinos y soviéticos. Sólo el pue­
blo estadounidense fue ajeno a lo que estaba ocurriendo, por la razón,
según reconoció más tarde el presidente, de evitar protestas contra la
guerra. «Mi Administración sólo tenía dos meses de antigüedad, y que­
ría evitar al mínimo cualquier protesta pública desde el principio.»4Z

x 83
Había sido esto lo que llevó a Johnson a perder su credibilidad, y
a Nixon no tardaría en sucederle lo mismo. Con el respaldo de fuentes
acreditadas, el diario The New York Times publicó rápidamente la noti­
cia de los bombardeos en Camboya, así como los planes de la Adminis­
tración para iniciar una retirada gradual de las tropas estadounidenses
en Vietnam. La enfurecida respuesta de Nixon consistió en ordenar la
instalación de micrófonos ocultos en los teléfonos de varioS colabora­
dores de Kissinger, de quienes el Departamento de Justicia y el FBI sos­
pechaban que podía proceder la filtración. Los micrófonos continuaron
empleándose, con la aprobación de Kissinger, incluso después de que
algunos de estos colaboradores hubieran abandonado el Gobierno, y las
escuchas no tardaron en ampliarse a periodistas que en modo alguno
podían haber estado implicados en las filtraciones originales,^ La línea
entre lo defendible y lo indefendible, que ya se había tornado borrosa
en los tiempos de Johnson, se desdibujó más todavía.
En octubre de 19 7 0 el Gobierno marxista de Salvador Allende ganó
las elecciones en Chile. Nixon declaró públicamente a este respecto que:
«Una intervención de Estados Unidos [...] en unas elecciones libres [...]
habría tenido repercusiones en todo el ámbito latinoamericano mucho
peores de lo ocurrido en Chile».44 Pero lo cierto es que la Administra­
ción Nixon «sí» había intervenido en Chile y continuaba haciéndolo
mientras el presidente formulaba esta declaración a principios de 1971.
Siguiendo un precedente establecido por Johnson, la CIA emprendió una
serie de operaciones secretas para favorecer a los opositores de Allende
en el curso de la campaña electoral. Cuando la victoria de Allende se
produjo de todos modos, N ixon autorizó a la agencia a «evitar que
Allende llegara a ocupar el poder o a desalojarlo de éste».4* Fue así
como la C IA puso en marcha un golpe de Estado militar que no logró
impedir la investidura de Allende, pero tuvo como resultado el secues­
tro y asesinato del general René Schneider, comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas chilenas. Los esfuerzos de la C IA por desestabilizar
el régimen de Allende persistieron en los tres años siguientes.
Por fortuna para la Administración N ixon, esto no se supo en su
momento y el presidente ganó credibilidad por su aparente contención
en Chile. Pero la brecha entre lo que sucedía «aparentemente» y lo que
ocurría «en realidad» se abría de manera progresiva, al tiempo que
las perspectivas para defender esta disparidad — caso de hacerse públi-

184
ca— disminuían en la misma proporción. Negarle a Allende el cargo que
había ganado, señaló uno de los colaboradores de Kissinger, suponía
«una patente violación de nuestros principios [...]. Si estos principios
tienen algún significado, normalmente sólo nos alejamos de ellos para
hacer frente a una amenaza grave [...] para nuestra supervivencia. ¿Su­
pone Allende una amenaza mortal para Estados Unidos? Creo que es
difícil sostener semejante argumento » J 6
Al mismo tiempo N ixon cometía actos aún menos defendibles en
su propia casa. En junio de 1 9 7 1 , Daniel Ellsberg, un ex funcionario
del Departamento de Defensa, entregó a The N ew York Times lo que
se dio en llamar los Papeles del Pentágono, un registro secreto de los
orígenes y la escalada en la Guerra de Vietnam ordenado por el secre­
tario de Defensa de Johnson, Robert M cN am ara. N o había en estos
documentos nada que comprometiera la seguridad nacional o criticara
el manejo de la guerra por parte de Nixon, pero el presidente consideró
la filtración como un peligroso precedente y una afrenta personal. Des­
confiando de la capacidad del FBI o de los tribunales de justicia para
abordar éste y otros casos similares, N ixon exigió la creación de un
equipo en el seno de la Casa Blanca destinado a impedir la publicación
no autorizada de material sensible. «N os enfrentamos a un enemigo,
a una conspiración — insistió— . Emplearemos todos los medios. ¿Ha
quedado claro?»47
El personal de Nixon se apresuró a reunir a una improbable cua­
drilla de detectives retirados de la policía y ex agentes de la C IA y el
FBI, a los que pronto se conoció como «los Fontaneros», puesto que su
misión era la de reparar las filtraciones. En el curso de los años siguien­
tes, este grupo emprendió una serie de robos, operaciones de vigilancia
y escuchas telefónicas que debían permanecer en secreto porque eran
ilegales aun cuando contaran con la autorización de la Casa Blanca.
«No creo que debamos tener esta conversación en el despacho del fiscal
general», comentó muy nervioso un colaborador de Nixon después de
que los Fontaneros hubieran puesto al corriente de sus operaciones al
fiscal, John Mitchell.48 El propio Mitchell se puso nervioso cuando, la
mañana del 1 7 de junio de 1972., varios «fontaneros» fueron detenidos
en la sede del Comité Democrático Nacional del edificio Watergate, un
lugar donde, según las mismas leyes que Mitchell tenía la obligación de
¡ aplicar, no debían estar bajo ningún concepto.49

1 85
Las consecuencias de esta acción fallida no se desvelaron hasta fi­
nales de agosto, cuando Nixon presentó su dimisión. Sin embargo, la
mañana en que se produjeron las detenciones, se puso en marcha una
reafirmación de los principios morales, legales y constitucionales sobre
la autoridad presidencial. Se procedió para ello a juzgar y condenar a
los ineptos ladrones, así como a los funcionarios de la Administración
que supervisaron y financiáronlas operaciones de los Fontaneros, lo
que provocó una secuencia de revelaciones en los medios de comuni­
cación cada vez más sorprendentes, restó progresivamente credibilidad
a los desmentidos de Nixon y se tradujo en la designación de un fiscal
especial, una investigación en el Senado con las máximas garantías de
transparencia, el descubrimiento de las escuchas telefónicas en el Des­
pacho Oval, las amenazas legales para obtener las cintas, la acusación
formal contra Nixon ante la Cámara de Representantes con vistas a su
destitución y una sentencia definitiva del Tribunal Supremo por la que
se obligaba al presidente a entregar «el arma homicida», la única cinta
que demostraba su complicidad en las operaciones.
Llegado este punto, ante la perspectiva de ser condenado y desti­
tuido del cargo, Nixon presentó su dimisión. Con ello reconocía que el
presidente de Estados Unidos «no» gozaba de libertad para emplear los
medios que juzgara necesarios en aras de la seguridad nacional. Incluso
en una cuestión tan delicada como ésta, existía un código de conducta
que no le correspondía a él determinar. En contra de lo que Nixon su­
ponía, el presidente no estaba por encima de la ley.V

Tampoco la ley se mostró estática. La conducta presidencial llevó al


Congreso a reclamar sus competencias en la mayoría de las cuestiones
relativas a la seguridad nacional, de las cuales había abdicado en los
comienzos de la Guerra Fría. Esto se manifestó por primera vez al res­
pecto de Vietnam, cuando a finales de enero de 19 7 3 Nixon y Kissinger
forzaron a Hanoi a aceptar un alto el fuego en términos que sólo Esta­
dos Unidos podía aceptar e imponer a su reticente aliado survietnamita.
Para entonces casi todas las tropas estadounidenses se habían retirado
de la región, pues era necesario desactivar las protestas contra la guerra

186
en casa, al tiempo que se eludían las presiones del Capitolio para legis­
lar el fin de la participación de Estados Unidos en el conflicto bélico.
Nixon no albergaba la ilusión de que los norvietnamitas aceptaran
de buen grado el alto el fuego, pero sí confiaba en exigir su cumpli­
miento amenazando a Hanoi con el bombardeo — y con la decisión
de repetirlo en caso necesario— que ya había llevado al Gobierno de
Vietnam del Norte a aceptar el alto el fuego en primera instancia. Es­
tados Unidos se reservaba el derecho de actuar de manera similar a
como lo hizo en Corea para forzar un alto el fuego que duraba ya dos
décadas. La situación en Vietnam del Norte era, sin embargo, menos
prometedora, pese a lo cual se mantenía la esperanza, según recuerda
Kissinger «de que la implacable fama de N ixon sirviera para disuadir
de violaciones graves».5°
Pero el Watergate había debilitado considerablemente al presidente.
Frustrado por una guerra larga y costosa, y profundamente desconfiado
de las intenciones de Nixon, el Congreso, viendo cómo su autoridad se
desmoronaba, votó en el verano de 1 9 7 3 la propuesta de poner fin a
todas las operaciones de combate en Indochina. Acto seguido aprobó la
Ley de Poderes Bélicos, que establecía un límite de sesenta días para las
futuras operaciones de despliegue militar realizadas sin autorización del
Congreso. Quedaba así anulado el derecho al veto de Nixon y las limi­
taciones adquirían carta de naturaleza legal. Fue el sucesor de Nixon en
la Casa Blanca, Gerald Ford, quien habría de sufrir las consecuencias.
Cuando Vietnam del Norte invadió y conquistó Vietnam del Sur en la
primavera de 19 7 5 , el presidente no pudo hacer nada para impedirlo.
«Nuestro drama nacional — comentó Kissinger más adelante— , prime­
ro nos paralizó y luego nos aplastó.»sT
Casi lo mismo sucedió con las operaciones de la inteligencia. La
CIA había operado hasta la fecha bajo una mínima supervisión del
Congreso, en el entendido de que los representantes de la nación ni
necesitaban ni deseaban saber a qué se dedicaba la agencia. Esta actitud
sobrevivió a los incidentes del U-2. y de Bahía de Cochinos, al comien­
zo de la escalada de la guerra en Vietnam e incluso a la revelación, en
1967, de que la organización llevaba años financiando en secreto con­
gresos, publicaciones e investigaciones académicas, además de sufragar
la Asociación Nacional de Estudiantes.*1 Sin embargo, no sobrevivió
al Watergate.

187
La evidencia de que ex agentes de la C IA habían participado en la
unidad de Fontaneros — y de que Nixon había solicitado la colabora-
ción de la agencia para enmascarar todas las actividades— produjo
presiones desde dentro de la organización para revisar las operaciones
potencialmente ilegales, así como una investigación desde el exterior
para desenmascararlas. En diciembre de 1 9 7 4 The New York Times
revelaba que la C IA había puesto en marcha su propio programa de
vigilancia nacional contra los manifestantes pacifistas durante los man­
datos de Johnson y de Nixon, recurriendo para ello a las escuchas te­
lefónicas y a la violación de la correspondencia. El director de la CIA,
William Colby, se apresuró a confirmar la noticia, reconociendo que la
organización había violado sus propios estatutos — que prohibían su
actividad dentro del país-— y que con ello había quebrantado la ley,53
A este hecho le sucedió la rápida constitución de tres comisiones,
una presidencial y dos respectivamente en el Congreso y en el Senado,
para investigar los abusos de la C IA . Con la cooperación de Colby,
el «esqueleto» de la organización (conspiraciones para el asesinato,
operaciones de vigilancia, subvenciones encubiertas, conexiones con
el Watergate y el intento de evitar la toma del poder del Gobierno
democráticamente elegido en Chile) quedó expuesto a la luz pública.
Como ya sucediera en los últimos años del mandato de Nixon, el país
se enfrentaba de nuevo a la cuestión de si Estados Unidos debía, o si
podía, actuar con un doble rasero, combatiendo en la Guerra Fría según
criterios que el país no estaba dispuesto a tolerar en casa.
Los acontecimientos en Chile no hicieron sino exponer el dilema de
un modo más evidente. El golpe de Estado militar triunfó finalmente en
Santiago en septiembre de 1 9 7 3 . El resultado fue la muerte de Allende
— probablemente por suicidio— y la consolidación en el poder de un
Gobierno decididamente anticomunista liderado por el general Augusto
Pinochet. La complicidad directa de la C IA nunca llegó a establecerse, si
bien Nixon y Kissinger celebraron públicamente el desenlace y buscaron
la cooperación del nuevo presidente chileno. Para cuando se pusieron
en marcha las investigaciones de la CIA , en 1 9 7 5 , el Gobierno de Pi­
nochet había encarcelado, torturado y asesinado a miles de seguidores
de Allende, algunos de los cuales eran ciudadanos estadounidenses. La
antigua democracia chilena se había convertido en una de las dictaduras
más feroces que se habían conocido en Latinoamérica. 54

188
i Lo que Estados Unidos hizo en Chile apenas se diferencia de lo que
ya hiciera, dos décadas antes, en Irán y en Guatemala. Pero los años
Setenta poco tenían que ver con los cincuenta; una vez se supo que la
Administración Nixon había intentado evitar la toma de posesión de
Allende y derrocarlo cuando ésta ya se había producido, la táctica de
la «negación plausible» dejó de ser posible. Las preguntas resultaron
inevitables. ¿Habría podido Allende mantenerse en el poder si Estados
Unidos no hubiera puesto en marcha una campaña contra el presidente
electo? ¿Habría gobernado democráticamente caso de no haber sido
derrocado? ¿Debía abstenerse Estados Unidos, en el grado en que lo
hizo, de condenar los abusos de Pinochet? ¿Debería haber realizado un
esfuerzo mayor para detenerlos? H oy sigue sin haber respuestas claras
a estas preguntas. El papel de Washington en los horrores de Chile
continúa siendo una cuestión ardientemente contestada tanto por los
historiadores de estos hechos como por quienes participaron en ellos. 55
Lo que sí estaba claro por aquel entonces es que la licencia de la C IA
para operar sin ningún tipo de restricciones había producido en Chile
actos que, pese a haber sido reconocidos, no soportaban la exposición
a «la luz del día». Era imposible justificarlos ante la opinión pública.
El Congreso respondió prohibiendo las actividades que, en el futuro,
pudieran conducir a resultados similares. Decidió empezar por el caso
de Angola, una antigua colonia portuguesa donde en 1 9 7 5 tres bandos
se enfrentaban en una guerra por el poder, buscando cada cual apoyo
exterior en Estados Unidos, la Unión Soviética o China. N o había posi­
bilidad, tras las secuelas de Vietnam, de una intervención militar directa
por parte de Estados Unidos; la financiación secreta del Frente Nacional
para la Liberación de Angola, de tendencia pro-americana, parecía la
única opción viable. Pero en un momento en el que las operaciones de
la CIA estaban siendo rigurosamente investigadas, tal cosa era imposi­
ble sin el consentimiento de los líderes del Congreso y, en cuanto se les
presentó esta opción, todo el plan salió a la luz y topó con una fuerte
oposición. A raíz de los abusos cometidos en Chile y en otros lugares
del mundo, el Senado votó en diciembre de 1 9 7 5 la prohibición de
emplear «ninguna clase» de fondos secretos en Angola, aun cuando
ello probablemente significara dejar el país a merced de la influencia
de Moscú. Esta decisión fue, en palabras de Ford, una «dejación de
responsabilidades» que tendría «gravísimas consecuencias para la po­

189
sición de Estados Unidos a largo plazo y para el orden internacional
en su conj unto ».56
Las palabras del presidente resultaron exageradas. La Unión Sovié­
tica se vio arrastrada de mala gana a Angola por su aliado cubano, y no
aprendió mucho de la experiencia.*7 Lo que sucedió en Washington, por
el contrario, fue significativo: la desconfianza entre el ejecutivo y el le­
gislativo se había vuelto tan profunda para entonces que el Congreso no
hacía más que aprobar leyes — siempre instrumentos imperfectos— para
limitar el uso de las capacidad náfitares y las operaciones de la inteligen­
cia. Era como si el país se hubiera convertido en su peor enemigo.

VI

Si la Casa Blanca, el Pentágono y la C IA no se hallaban por encima de


la ley — si, como estaba ocurriendo, las leyes eran capaces de garan­
tizar este extremo— , ¿podía responder la conducta global de Estados
Unidos en su política exterior a algún conjunto semejante de principios
morales? ¿Significaba el hecho de aprender «a no ser bueno... según
la necesidad» el abandono de toda noción de lo que representaba ser
«bueno» para operar en el escenario internacional de la Guerra Fría?
¿Dónde encajaba la distensión en este contexto?
La división artificial de países enteros, como Alemania, Corea y
Vietnam, era difícilmente justificable de acuerdo con ninguno de los
principios morales tradicionales, pese a lo cual Estados Unidos y sus
aliados habían invertido miles de vidas y miles de millones de dólares
en mantener tales divisiones. Si bien la aceptación de las dictaduras de
derechas en buena parte del Tercer Mundo como medio para evitar
la emergencia de dictaduras de izquierdas deterioró los valores demo­
cráticos, a ello se dedicaron todas las sucesivas Administraciones es­
tadounidenses desde los tiempos de Truman. Por otro lado, la Mutua
Destrucción Garantizada sólo podía defenderse considerando la toma
de rehenes a gran escala — exponiendo deliberadamente a la población
civil al peligro de aniquilación nuclear— como un acto humano. Esto
es precisamente lo que hicieron los estrategas estadounidenses, pues
no veían mejor modo de impedir un mal sustancialmente mayor: la
posibilidad de una guerra nuclear que lo destruiría todo. A medida

190
que la Guerra Fría se prolongaba, este tipo de compromisos pasó de
considerarse inicialmente lamentable a verse necesario más adelante,
después normal y finalmente incluso deseable.58 Esto desembocó en una
especie de anestesia moral, y la estabilidad de las relaciones entre las dos
superpotencias pasó a valer más que la justicia, porque la alternativa
resultaba demasiado aterradora. Una vez se comprendió con claridad
que todos se encontraban en la misma lancha salvavidas, casi nadie
quería balancear la barca.
Esta «ambivalencia» moral no era «equivalencia» moral. Estados
Unidos nunca había juzgado necesario violar los derechos humanos
a la escála en que lo hacían la Unión Soviética, sus aliados en Europa
del Este y la China de M ao. Pero los funcionarios de Washington se
habían convencido desde hacía tiempo de que la única manera de evitar
estas violaciones era la guerra, una perspectiva que sólo serviría para
empeorar mucho más la situación. La acción militar estadounidense,
tal como advirtió públicamente John Foster Dulles con motivo de la
sublevación en Hungría en 1 95 6 , «desencadenaría una guerra mundial
con el probable resultado de eliminar a todo el mundo».59 Cuando se
produjo la invasión soviética de Checoslovaquia, en 19 6 8 , la Adminis­
tración Johnson no vio que pudiera hacer mucho más que protestar
ante esta ofensa y prevenir sobre las consecuencias de que algo similar
se produjera en otra parte del mundo, además de cancelar la cumbre en
la que el presidente saliente de Estados Unidos y el nuevo líder sovié­
tico, Leónidas Brezhniev se disponían a iniciar las negociaciones para
la limitación de armas estratégicas. Lo que sucedió en Europa del Este,
según explicaría más tarde el secretario de Estado, Dean Rusk, «nunca
fue una cuestión de guerra o paz entre nosotros y la Unión Soviética,
por innoble que esto parezca».60
La distensión rebajaba el riesgo de guerra nuclear y favorecía una
relación más previsible entre los rivales en la Guerra Fría, al tiempo que
les ayudaba a recuperarse de los desórdenes que hubieron de afrontar
en sus respectivos países en los sesenta. N o tenía el objetivo inmediato
de garantizar la justicia, cosa que sólo podía producirse, a decir de sus
defensores, mediante un equilibrio de poder que ambas superpotencias
consideraran legítimo. Kissinger era el más riguroso partidario de esta
posición. La legitimidad, escribió en 1 9 5 7 en alusión al acuerdo euro­
peo posterior a 1 8 1 5 , «no debe confundirse con la justicia».
Ello implica la aceptación del orden internacional por parte de todas las
grandes potencias o cuando menos la garantía de que ningún Estado al­
cance un grado de descontento... que se manifieste en una política exterior
revolucionaria. Un orden legítimo no impide los conflictos pero sí limita
su magnitud.61

Kissinger seguía insistiendo en este punto en octubre de 1 9 7 3 , tras ser


nombrado por N ixo n secretario de Estado: «El intento de imponer
una justicia absoluta desde un lado será percibido como una injusticia
absoluta por todos los demás [...]. La estabilidad depende de la satis­
facción relativa y, por tanto, también de la insatisfacción relativa de los
distintos Estados ».
Kissinger se cuidó de advertir en contra de «la obsesión por la esta­
bilidad». Una «política pragmática en exceso no sólo carece de sentido;
sino también de raíces y de corazón». Ello no ofrecería «a otros países
criterios para evaluar nuestra actuación, ni tampoco unos principios qué
el pueblo estadounidense esté dispuesto a aceptar». Pero un enfoque
«en exceso moral» de la Guerra Fría resultaría «quijotesco y peligroso»
y conduciría a «acciones ineficaces o a cruzadas aventureras». Así, el
político responsable debía «comprometerse con los demás, lo cual exige
cierto grado de compromiso consigo mismo».6i La moral inherente a la
distensión reside en evitar la guerra y la revolución, lo que representa un
logro no menor en una época nuclear. Sin embargo, el objetivo kantiano
de justicia universal sólo podía surgir de una aceptación universal, en
el futuro previsible, del statu quo de la Guerra Fría.
Este argumento dejaba no obstante una cuestión sin resolver: si lá
distensión disminuía ciertamente el peligro de guerra nuclear, ¿por qué
seguía siendo tan peligroso regirse por principios morales en el manejo
de la Guerra Fría? Si el conflicto empezaba a ser la condición normal en
las relaciones internacionales, ¿por qué debía aceptar Estados Unidos
una posición permanentemente amoral en su política exterior? ¿Cómo
casaba esto con el reconocimiento de Kissinger de que «Estados Unidos
no podía ser fiel a sí mismo en ausencia de un fin moral?».6^ He aquí él
dilema que hubo de afrontar el nuevo secretario de Estado al asumir la
dirección de la política exterior de una Administración crecientemente
asediada: garantizar el statu quo fuera de casa vulneraba el apoyo que
éste pudiera recibir dentro.

192
: Las tropas soviéticas y estadounidenses se encuentran en Torgau, Alemania, en abril de
a r r ib a

1945; d e b a j o : Winston Churchill, Harry S. Truman y José Stalin en Potsdam, julio de 1945.
estadounidenses retirándose tras la intervención china en Corea,
M a r in e s
en diciembre de 1950.
l’ -ueba de armamento
:rmonuclear estadounidense.
Mi— — islas Marshall, 1938.

Vivienda en un ensayo
atómico, Nevada, 1953.

Familia en un refugio
nuclear, Carden City,
Nueva York, 1955.
Ciudadanos de Berlín oriental combaten a los tanques so\ícticos, iMSC

Dwight D. Eisenhower y Nikita Jruscho',


Washington D. C, septiembre de
d ebajo : Protesta estudiantil tras un
enfrentamiento con la policía, París, 1968.

a r r ib a : Manifestación contra la guerra en


Washington, 1969.
d e b a jo : Checos condenando la llegada de
las tropas de invasión soviéticas, Praga, 196H

.gCvíójC , ..
r S I lic -i'v
Mao recibe ia visita de Richard Nixon en Pekín, febrero de 1972.,

Leónidas Brezhnev y Nixon, Moscú, mayo de 1972.


T

Anuar el Sadat y Henrr


Kissinger, El Cairo, 191.

Tropas nor\ icmnmirns


enrran en Saigón, ty's

m-iujo: 1.legarla a
Kabul de las tropas
so\Ícticas, Alganisián.
1yHo.

B
Si
Nixon abandona la Casa Blanca tras su dimisión, en compañía de su sucesor, Gerald Ford,
agosto de 1974.l

l eónidas Brezhnev, Andréi Gromiko y Konstantin Chernienko en la Conferencia de Fielsinki,


julio de 1975.
El Papa Juan Pablo II en Czestochowa, Polonia, junio de 1979.

Lech Walesa en los astilleros de Gdansk, agosto de 1980.


iz q u ie r d a : Deng Xiaoping, en la década de
1970.

d erec h a : Margaret Thatcher hacia 1979.

Mijaíl Gorbachov y Ronald


d e b a jo :
Reagan en Ginebra, noviembre de 1985.
La diosa de la democracia en la Plaza
a r r ib a :
de Tiananmen, Pekín, 30 de mayo de 1989.
iz q u ie r d a : Discurso de Reagan en la
Universidad Estatal de Moscú, mayo de 1988.
Húngaros desmantelando la alambrada
d e b a jo :
de espino en la frontera austríaca, mayo de 1989.
Mijaíl Gorbachov (centro) y Erich Honecker (derecha) durante el desfile de celebración del
XIV aniversario de la República Democrática Alemana, Berlín oriental, octubre de 1989.
El presidente checoslova­
a r r ib a :
co Václav Havel con los Rolling
Stones, Praga, 1990.

i<1 »\: \iov <n itas


celeliraiKlo la derrota del
golpe de agosto, 1 9 9 1 .

m b \|0: l llamos días de la


Unión Sowética: !’la/a Roja
de Moscú, diciembre de 1 9 9 1 .
Las fragilidades de esta posición se pusieron claramente de mani­
fiesto en el terreno de los derechos humanos. Poco antes de la cumbre
de Moscú de 1 9 7 2 , los líderes del Kremlin exigieron un impuesto de
salida a los ciudadanos que abandonaran la URSS, supuestamente para
recuperar los gastos que el Estado había invertido en su educación. Esta
medida parecía una falta menor en comparación con las muchas bru­
talidades que la habían precedido, pero se produjo en un momento en
que crecía la preocupación en Estados Unidos por el trato que recibían
los disidentes y los judíos soviéticos. El impuesto de salida provocó una
violenta reacción en la Cám ara de Representantes, donde el senador
Henry M . Jackson y el congresista Charles Vanik propusieron una en­
mienda para la rutinaria Ley de Reforma del Comercio que negaría el
tratamiento de «nación más favorecida» así como los créditos del Banco
de Exportación-Importación a «todo lo que no fuera una economía de
mercado», lo cual limitaba o gravaba el derecho a emigrar. Estados
Unidos, argumentaba Jackson — sin duda animado por sus aspiraciones
presidenciales— debía emplear su fortaleza económica no para recom­
pensar a la Unión Soviética por su comportamiento exterior sino para
modificar su conducta «interna»: «Cuando tenemos una convicción fuer­
te [...] debemos poner sobre la mesa esa cuestión de principios, sabiendo
que los rusos no van a aceptarla».64
Kissinger protestó por esta postura con el argumento de que las
disposiciones de la Ley de Reforma del Comercio figuraban entre las
mejores aplicaciones de la técnica del palo y la zanahoria para persuadir
a la Unión Soviética de aceptar al menos la limitación sobre armas es­
tratégicas. Añadir nuevas exigencias una vez se había firmado el acuer­
do — especialmente aquellas que obligaban a los rusos a modificar su
política interior en respuesta a presiones exteriores— sólo «marcaría
una ruta imposible de seguir, que minaría nuestra credibilidad exterior
i- sin proporcionarnos los instrumentos para afrontar las consecuencias
de las tensiones resultantes». La diplomacia discreta haría más por los
; judíos, disidentes y otros posibles emigrados soviéticos que cualquier
( toma de posición pública; y si no existía una relación cordial entre las
i: superpotencias, difícilmente podría hacerse nada por estas personas.65
Las objeciones de Moscú a la enmienda Jackson-Vanik tenían una base
aún más profunda. M ás adelante, el embajador Dobrynin reconocería
í que «el Kremlin temía que se abriera la trampilla para la emigración

193
general - - a l margen de la nacionalidad o de la religión— de'la feliz
tierra del socialismo, lo cual podía interpretarse como un proceso de
liberalización que desestabilizaría la situación interna del país».66
Esto significaba, sin embargo, que en su búsqueda de estabilidad
geopolítica la Administración N ixon había empezado a respaldar la
estabilidad interna de la URSS. Buscaba gestionar el orden internacio­
nal de la Guerra Fría de un modo muy similar a como Metternich y
Castlereagh manejaron la Europa posterior a Napoleón, «equilibran­
do» sus antagonismos internos. Pero esta estrategia del siglo x ix acep­
taba la personalidad de los Estados a los que se proponía equilibrar;
las propuestas de reformas en esa época sobre la que Kissinger había
escrito en su condición de historiador resultaban fácilmente desestima­
das. Menos fácil era obrar del mismo modo en la época democrática,
de mayor transparencia, en la que él intentaba dirigir el curso de los
acontecimientos.
Kissinger jamás pretendió que la distensión garantizara el futuro
del totalitarismo soviético. «El juego de Brezhniev — le decía a Nixon
en una carta escrita en el verano de 1 9 7 3 — consiste en evitar que estas
políticas cobren fuerza y permanencia sin que lleguen a minar el sistema
que confiere a Brezhniev su poder y su legitimidad. Nuestro objetivo,
por otro lado, es alcanzar precisamente los mismos efectos a largo pla­
zo.»67 Pero la enmienda Jackson-Vanik transformaba el largo plazo en
presente: la propuesta cosechó el apoyo de los extremos opuestos del
espectro ideológico. Los liberales, convencidos de que la política exte­
rior debía perseguir la justicia en todo momento, condenaron el cinis­
mo de Kissinger que buscaba primero estabilidad. Los conservadores,
seguros de que no se podía confiar en la Unión Soviética, denunciaron
la ingenuidad de Kissinger al mostrarse dispuesto a hacer tal cosa. Y
como Nixon se acercaba al final de su mandato, poco podía hacer para
resistir ante estas presiones.
La enmienda Jackson-Vanik contó con el refrendo de las dos cá­
maras de representantes a principios de 1 9 7 5 , unos meses después de
que Nixon abandonara el cargo. La Unión Soviética respondió con la
cancelación del acuerdo comercial en su totalidad. La emigración, el
comercio y la propia distensión se vieron afectadas; cualquier «deshie­
lo» que hubiera podido producirse en la Guerra Fría parecía a punto
de detenerse. Estos acontecimientos permitieron sin embargo avanzar

194
en una causa distinta. Mediante un tortuoso proceso de equilibrios y
controles constitucionales, de aspiraciones a la presidencia por parte
de un ambicioso senador y de pérdida de poder de un presidente cuya
ética se hallaba en entredicho, Estados Unidos resolvió adoptar una
posición coherente con la Declaración Universal de Derechos Humanos
de 19 4 8 : que ninguna soberanía nacional ni las exigencias de la diplo­
macia permitía a los Estados amenazar a sus propios ciudadanos como
se les antojara. A fin de cuentas debía prevalecer, si no un principio de
justicia universal, sí al menos un principio básico de decencia humana,
incluso sobre los esfuerzos por estabilizar la Guerra Fría.*

V II

Este reajuste de la estrategia estadounidense con los principios lega­


les y morales no habría tenido demasiadas consecuencias en la Guerra
Fría de no haber llegado sus ecos al otro lado. Inicialmente no fue
fácil detectarlo. Los líderes soviéticos parecían en los últimos años de
la era Jruschov menos tolerantes con los disidentes tanto en la URSS
como en los países de Europa del Este. La invasión de Checoslovaquia
y su justificación posterior mediante la doctrina Brezhniev prepararon
el terreno para el fortalecimiento de la disciplina ideológica, el rechazo
de la experimentación en el mundo de las artes y la dureza con que
se reprimían aun las más leves protestas políticas.68 Por más que la
distensión hubiera mejorado sus relaciones con Occidente, Brezhniev
y sus colegas parecían determinados a controlarlo todo — incluso las
ideas— dentro de su esfera de influencia. Justificaban esta postura no
con un llamamiento a la ley o a la moral, sino a la ideología: habían
descubierto en el marxismo-leninismo los mecanismos que accionaban
la historia y, con ello, el modo de mejorar la vida de la gente.
Pero ya se había demostrado tiempo atrás que la historia no funcio­
naba de esta manera. Jruschov reveló que Lenin y Stalin esclavizaron a
; más gente de la que liberaron, y cuando al fin sobrevino el hundimiento
i de la Unión Soviética y sus países satélites, éstos se hallaban muy por
detrás de la mayoría de los países capitalistas en todos los indicadores
; económicos por los que se medía la prosperidad. Incluso fue necesario
í recurrir a la fuerza en 19 6 8 para mantener el comunismo en el poder en

19 5
Checoslovaquia, una acción que hizo añicos las pocas ilusiones que aún
quedaban de que alguien se adhiriera a esta ideología voluntariamente.
«Nuestros tanques en Praga [...] “ dispararon” contra las ideas — había
escrito un joven periodista soviético— . Asestando un puñetazo en la
mandíbula de la sociedad del pensamiento creyeron haber derribado
[...] sus procesos mentales [...]. [Cuando en realidad] despertaron las
conciencias dormidas en la intelligentsia del partido, que repetirían el
intento [en Praga] con mayor éxito .»6?
N o de manera inmediata, desde luego. Fue necesario algún tiempo
para cosechar al menos la certeza de que los tanques no se emplearían
nunca más. La represión de la «primavera de Praga» tuvo pese a todo
un poderoso efecto psicológico: condujo a un creciente número de per­
sonas, tanto en la Unión Soviética como en Europa del Este, a respetar
en público la doctrina marxista-leninista mientras en privado dejaban
de creer en ella. Empezó así lo que el historiador Timothy Garton Ash
ha denominado una «doble vida»: «El abismo entre la vida pública
y la conciencia personal, entre el lenguaje oficial y no oficial, entre el
conformismo externo y el disenso interno [...]. Aplaudo una conducta
del Estado que jamás respaldaría en mi vida privada».70 La situación
era justamente la contraria de Estados Unidos, donde a mediados de
la década de 19 7 0 la brecha entre lo que la gente creía y sus líderes
hacían se había cerrado significativamente. La falta de credibilidad se
desplazaba de Washington a M oscú. Y Brezhniev estaba aún menos
preparado que N ixon para hacerle frente.
Su problema era que el Partido Comunista de la Unión Soviética,
como el resto de los partidos comunistas en el poder, basaba su autori­
dad en la afirmación del determinismo histórico, y resultó vencido cuan­
do los acontecimientos no siguieron este guión. Una vez fue evidente
lo que estaba ocurriendo, había poco espacio — más allá de un uso de
la fuerza moral y legalmente indefendible, como sucedió en Checos­
lovaquia— para justificar la existencia del partido. Su legitimidad se
asentaba sobre una ideología crecientemente inadmisible. A pesar de
los excesos cometidos durante los años de Vietnam y el Watergate, los
líderes estadounidenses nunca tuvieron que hacer frente a un problema
semejante.
Brezhniev podía rebajar la vulnerabilidad del partido invocando su
derecho al monopolio del conocimiento, pero esto amenazaría su mono­

196
polio sobre el poder, cosa que no estaba dispuesto a consentir. «Eso es
peligroso», señaló el jefe del KGB, Yuri Andropov, en una reunión del
Politburó en 19 7 4 , cuando se discutían las críticas del más distinguido
escritor soviético, Alexander Solzenitsin y del más sobresaliente de sus
científicos, Andréi Sajarov. «Solzenitsin encontrará el apoyo de cientos
de miles de personas [...]. Y si no hacemos nada con Sajarov, ¿cómo se
comportarán [otros] intelectuales [...] en el futuro?»71 Las únicas fuer­
zas desplegadas por estos disidentes fueron sus plumas, sus voces y sus
principios. Pero los principios eran contagiosos y el sistema soviético,
sólo protegido por el escudo de la ideología, no gozaba de inmunidad
suficiente frente a ellos.
Ante la opción de la reforma interna, excesivamente arriesgada,
el liderazgo del Kremlin se decantó por la diplomacia; si el mundo
reconocía la legitimidad de su Gobierno, un puñado de descontentos,
por famosos que fueran, no lograrían poner a nadie de áu parte. He
aquí una de las razones por las que Brezhniev veía con buenos ojos la
distensión, sobre la premisa fundamental de que Occidente no se atre ­
vería a alterar el carácter interno de los regímenes marxistas-leninistas.
El objetivo sería por tanto fomentar una conducta responsable en el
escenario internacional, sin que ello implicara la renuncia a la lucha
de clases; Brezhniev insistía en que el proceso continuaría allá donde
fuera posible, especialmente en el Tercer Mundo.72- Pese a todo, estaba
preparado para aceptar la permanencia de la O T A N en Europa, con
lo que otorgaba un papel de continuidad a Estados Unidos en el conti­
nente. A cambio esperaba que la superpotencia occidental y sus aliados
de la O T A N ratificaran formalmente las fronteras de Europa oriental
surgidas de la guerra.
La idea no era nueva. Ya a principios de 19 5 4 Molotov había pro­
puesto una conferencia en la cual los países de Europa — sin la presencia
de Estados Unidos— se reunirían para confirmar las fronteras existen­
tes. El plan no llegó a ninguna parte, pero según señaló Kissinger en
cierta ocasión la diplomacia de M oscú «compensa con perseverancia
su falta de imaginación».7? El Ministerio de Exteriores soviético revivió
periódicamente la propuesta de M olotov en el curso de los quince años
siguientes, modificándola para incluir a Estados Unidos. Entretanto,
la O TAN acordaba con el Pacto de Varsovia una mutua reducción de
fuerzas en Europa, al tiempo que la Ostpolitik de Willy Brandt se plas­

1 97
maba en un tratado entre la URSS y Alemania occidental, con el que se
saldaba la larga disputa por la frontera polaca desde el fin de la guerra;
además de alcanzar un acuerdo entre las cuatro potencias que ocupa­
ban Berlín para preservar el statu quo en la ciudad. Entonces resultó
evidente que nadie tenía interés en cambiar el mapa político europeo,
de manera que, cuando los soviéticos reanudaron sus presiones para la
celebración de una «Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en
Europa», Estados Unidos las percibió como un fenómeno relativamente
inocuo y algunos de sus socios de la O T A N incluso las veían como un
avance positivo.74
Esta conferencia significaba mucho más para Brezhniev. Exigía de
Estados Unidos y de sus aliados la declaración pública y escrita de que
aceptaban la división de Europa a raíz de la guerra. El líder del Kremlin
se condujo casi como un capitalista en lo que hacía a la importancia
que para él tenía esta obligación contractual que, a su juicio, podía de­
salentar futuras «primaveras de Praga», fortalecer la doctrina Brezhniev,
desactivar la disidencia en el seno de la URSS y consolidar su reputación
de hombre de paz.75 Estaba dispuesto para ello a hacer extraordina­
rias concesiones entre las que figuraban la promesa de comunicar por
adelantado sus maniobras militares, permitir una modificación pacífica
de las fronteras internacionales, reconocer a los Estados firmantes el
derecho a incorporarse o a abandonar las alianzas y, lo más asombroso
de todo, reconocer «la importancia universal de los derechos humanos
y las libertades fundamentales [...] conforme a los fines y los principios
de la Carta de Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos
Humanos».76
Los rusos reconocían su preocupación al respecto de este punto, si
bien al proceder la condición de canadienses y europeos occidentales
les resultaba difícil oponerse a ello.77 Por otro lado, las libertades que
allí se establecían ya figuraban en la constitución soviética, aun cuando
no se cumplieran, y no veían el modo de rechazarlas. Tampoco, por
las mismas razones, habría sido fácil retirarse de una conferencia que
llevaban tanto tiempo reclamando. Así, el Politburó hubo de aceptar;
con muchos recelos, la inclusión de las disposiciones sobre derechos
humanos en el «Acta final» de la conferencia. «En nuestra casa somos
los amos», le aseguró a Brezhniev su ministro de Exteriores, Andréi
Gromyko. Sólo el Gobierno soviético podía decidir el significado real
del reconocimiento de «los derechos humanos y las libertades funda-
: mentales».78
La Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa se
inauguró en Helsinki el 30 de julio de 19 7 5 . Brezhniev se limitó a dor­
mitar mientras se sucedían las numerosas intervenciones de los partici­
pantes y, dos días más tarde, firmó junto con Ford y los líderes de otros
treinta y tres Estados el largo y complicado documento que los había
reunido. Las consecuencias fueron inesperadas para todos. Según lo
expresó más tarde Kissinger: «Rara vez un proceso diplomático había
iluminado tanto lo limitado de las previsiones humanas».79

VIII

Conservadores y liberales por igual denunciaron en Estados Unidos a


Kissinger y a Ford por «abandonar» la causa de los derechos humanos.
Sostenían que las razones de Brezhniev para desear el Acuerdo de Hel­
sinki eran demasiado transparentes; de poco valía buscar la distensión
si con ello se perpetuaba la injusticia al reconocer el control soviético de
Europa del Este. Una serie de involuntarios tropiezos de la Administra­
ción fortaleció este argumento. Inmediatamente antes de la conferencia
de Helsinki, Kissinger le había aconsejado a Ford que no recibiera a
Solzenitsin — para entonces exiliado de la URSS en contra de su volun­
tad y enconado opositor de la distensión— en la Casa Blanca, lo que
en Moscú se interpretó como una deferencia excesiva. M ás tarde, en
diciembre de 19 7 5 , un colaborador de Kissinger, Helmut Sonnenfeldt,
manifestó en lo que él consideraba una reunión oficiosa con diplomá­
ticos estadounidenses que la Administración confiaba en poner fin a la
«relación inorgánica y antinatural» entre la Unión Soviética y los países
de Europa del Este. Al filtrarse este comentario, se interpretó como un
reconocimiento de que los rusos permanecerían allí.80
Estos incidentes convirtieron la conferencia de Helsinki en un hándi-
cap para Ford durante la campaña presidencial en 19 7 6 , cuando tanto
Ronald Reagan, su adversario en el Partido Republicano, como Jimmy
Cárter, el candidato elegido por el Partido Demócrata, condenaban el
acuerdo. Ford juzgó necesario prohibir a sus subordinados siquiera
pronunciar la palabra «distensión», al tiempo que se distanciaba de

1 99
Kissinger a medida que se acercaba la cita electoral. El día 6 de octu­
bre, cuando participaba en un debate con Cárter, el presidente cometió
un error definitivo y fatal; instruido para que negara la existencia de
la «Doctrina Sonnenfeldt», lo que hizo fue negar el dominio soviético
sobre Europa del Este.81 Con ello garantizó la elección de Cárter, y así,
a partir del 20 de enero de 1 9 7 7 , ni Ford ni Kissinger conservaron el
control de la política exterior estadounidense. La conferencia de Hel­
sinki fue una de las razones.
Igualmente inesperados, incluso más significativos, fueron los resul­
tados de este acuerdo en la Unión Soviética y Europa del Este. Brezhniev
confiaba, según recuerda Dobrynin, «en ganar popularidad [...] cuando
la opinión pública soviética supiera del acuerdo final sobre las fronteras
en Europa, por las que tantos sacrificios habían realizado».

En cuanto a las cuestiones humanitarias, en casa sólo podían mencionarse


vagamente, sin demasiada publicidad. Brezhniev pensaba que esto no le
causaría demasiados problemas en nuestro país, pero se equivocaba. Cierto
es que la situación de los disidentes soviéticos no cambió de la noche a la
mañana, pero el histórico acuerdo supuso para ellos un impulso definitivo.
El mero hecho de que se publicara en Pravda le confería carácter de docu­
mento oficial, y con el tiempo se convirtió en manifiesto del movimiento
disidente y liberal, un acontecimiento que los líderes soviéticos ni siquiera
habían imaginado.82-

Helsinki fue, en suma, una trampa legal y moral.8? Tras obtener el re­
conocimiento por escrito de Estados Unidos y sus aliados sobre las fron­
teras en Europa del Este, Brezhniev difícilmente podía repudiar lo que
él había aceptado en el mismo documento — también por escrito— con
respecto a los derechos humanos. Ajeno a las consecuencias, había pro­
porcionado a sus detractores un modelo basado en los principios de
justicia universal, enraizado en el derecho internacional e independiente
de la ideología marxista-leninista, del que los disidentes podían servirse
para comparar la situación de estos principios en el seno de los regíme­
nes comunistas.
Esto significaba que quienes vivían bajo estos regímenes — al menos
los más valientes— podían exigir el derecho a decir lo que pensaban;
tal vez ya no fuera necesario seguir llevando una «doble vida» en el

20 0
futuro. La pesadilla que Andropov había tenido en 19 7 4 se hizo reali­
dad cuando miles de individuos que no gozaban de la importancia de
Solzenitsin y Sajarov se sumaron a la causa de denunciar los abusos de
los derechos humanos en la URSS y sus países satélite. En el verano de
1976 funcionaba en Moscú, con el aval de Sajarov, un Grupo de Obser­
vadores Oficiales para la Promoción del Cumphmiento de los Acuerdos
de Helsinki, y otros similares empezaban a surgir en Europa del Este.8*
El proceso de Helsinki, iniciado por el Kremlin con el propósito de
legitimar el control soviético de esta región europea, se transformó
inesperadamente en la base para legitimar la «oposición» al dominio
soviético.
Las consecuencias, dicho suavemente, fueron impredeeibles. Resultó
insólito, por ejemplo, que los envejecidos líderes de Moscú siguieran las
peripecias de un grupo de rock checoslovaco, desaliñado y contrario al
sistema, llamado Plástic People of the Universe, formado poco después
de la invasión soviética en 19 6 8 . Sus actuaciones en secreto, burlando
el control policial, concluyeron cuando la banda perdió su racha de
suerte y fue detenida en 19 7 6 . El juicio al que fueron sometidos llevó
a varios centenares de intelectuales a firmar, el 1 de enero de 1 9 7 7 , el
manifiesto conocido como la Carta 7 7 , que con corrección pero sin
tapujos exigía al Gobierno checo el respeto de la libertad de expresión
según lo dispuesto en el Acta Final de Helsinki firmada por Brezhniev.
El resultado fue la detención de algunos de los firmantes del manifiesto.
Uno de ellos, el dramaturgo y amante del rock Václav Havel, pasó cua­
tro años en prisión y muchos más sometido a estrecha vigilancia tras
su puesta en libertad.85
Esto dio a Havel tiempo y motivo para convertirse, a través de sus
artículos y obras de teatro, en el más influyente cronista de la desilusión
generacional con el comunismo. De él se dijo que era «lennonista en
lugar de leninista».86 Havel no hacía un llamamiento a la resistencia
declarada, pues de poco habría servido a la vista del poder poficial. De­
fendía por el contrario una posición más sutil, consistente en desarrollar
un código de Conducta individual independiente del impuesto por el
Estado. «Quienes no actúan de esta manera — sostenía Havel— con­
firman el sistema, satisfacen al sistema, construyen el sistema, “ son” el
sistema.» Las personas fieles a sus propias creencias — aun en cuestiones
tan nimias como la de destilar una cerveza de mejor calidad de lo que

zoi
exigía la normativa oficial— podían subvertir el sistema en última ins­
tancia. «Cuando una sola persona grita “ ¡El Emperador está desnudo!”
— cuando una sola persona rompe las reglas del juego para exponer a la
luz la verdad sobre ese juego— , todo se percibe de pronto de un modo
distinto y la corteza parece entonces estar hecha de un tejido que está
a punto de rasgarse, de desintegrarse inevitablemente.»87
Havel dio voz — tal como Brezhniev había dado legitimidad sin caer
en la cuenta— a las presiones que empezaban a extenderse por toda
la Unión Soviética y su esfera de influencia para acabar con la doble
vida que el marxismo-leninismo parecía exigir. Se iluminó de repente la
visión de una sociedad en la que la moral universal, la moral del Estado
y la moral individual pudieran unirse. Llegado este momento, Dios, o
cuando menos Sus agentes, intervinieron para transformar esta visión
en una realidad tan inesperada como profundamente alarmante para
el Kremlin.
Carol Wojtyla, un consumado actor, poeta, dramaturgo y atleta, se
había ordenado sacerdote en 1946 y, en 19 6 4 , fue nombrado arzobis­
po de Cracovia con el beneplácito del Partido Comunista polaco, que
vetó a otros siete candidatos. Difícilmente cabría encontrar un ejemplo
más claro de falibilidad histórica, puesto que el Papa Pablo VI nombró
cardenal a Wojtyla en 19 7 6 y, dos años más tarde, el 16 de octubre de
19 7 8 , sus compañeros cardenales lo eligieron Papa a la edad de cin­
cuenta y ocho años, con lo que se convertía en el pontífice más joven de
los últimos 1 3 2 años, además del primer Papa eslavo en la historia de
la Iglesia y el único no italiano en 4 5 5 años. «¿Cómo se puede permitir
que un ciudadano de un país socialista sea elegido Papa?», le preguntó
Andropov a su desventurado jefe del K G B en Varsovia. N o hubo una
buena respuesta para ello, pues ni siquiera la inteligencia soviética po­
día controlar los cónclaves papales.
Pronto se vería con claridad que tampoco controlaba la vida inte­
lectual del pueblo polaco. «El Papa es nuestro enemigo», advirtió un
desesperado dirigente del partido poco después de que Juan Pablo II
realizara su primera visita como sumo pontífice a su país natal:

Es un hombre peligroso, porque convertirá a san Estanislao [santo patrón


de Polonia] [...] en un defensor de los derechos humanos [...]. Nuestras
actividades para fomentar el ateísmo de la juventud no sólo no pueden

zoz
disminuir sino que deben intensificarse... En este sentido, todos los medios
están permitidos y no podemos tolerar ninguna clase de sentimientos.

«Sigue mi consejo — le dijo Brezhniev a Edward Gierek, líder del parti­


do polaco— , no le ofrezcas ninguna recepción. Eso sólo causaría pro­
blemas.» Cuando Gierek protestó, afirmando que no podía despreciar
al primer Papa polaco, Brezhniev terminó por transigir. «Bien, haz lo
que quieras. Pero procura no lamentarlo.»88
Por una vez Brezhniev se había anticipado con precisión a los acon­
tecimientos, aunque era demasiado tarde para evitarlos puesto que Ca~
rol Wojtyla llevaba años trabajando en silencio — como sacerdote, como
arzobispo y como cardenal— para preservar, fortalecer y ampliar los
lazos entre la moral individual de los polacos y la moral universal de
la Iglesia Católica. Había llegado el momento de cosechar-como Papa
el éxito de su labor.
Cuando Juan Pablo II besó el suelo del aeropuerto de Varsovia, el
z de junio de 19 7 9 , inició el proceso que pondría fin al comunismo en
Polonia y en el resto de Europa. Cientos de miles de sus compatriotas
celebraron la llegada del pontífice a la ciudad al grito de «Queremos
a Dios, queremos a Dios». Al día siguiente, un millón de personas lo
esperaba en Gniezno. Y al otro día, en Czestochowa, la multitud era
aún más numerosa; en esta ciudad el Papa recordó astutamente a las
autoridades que las enseñanzas de la Iglesia sobre la libertad religiosa
«coincidían directamente con los principios promulgados en los princi­
pales documentos nacionales e internacionales, incluida la Constitución
de la República Popular de Polonia».
Cuando el pontífice llegó a su ciudad natal de Cracovia, entre dos
y tres millones de personas lo aguardaban allí para darle la bienvenida,
entre ellos muchos jóvenes a los que el partido confiaba en «ateizar».
«¿Quién hace tanto ruido?», bromeó el Papa. «¡Quédate cón nosotros!
—salmodió la multitud— . ¡Quédate con nosotros!» En el momento de
abandonar la ciudad donde «cada piedra y cada ladrillo merecían su ca­
riño», Juan Pablo II repitió el gran lema de su papado: «N o temáis».

Debéis fortaleceros, queridos hermanos y hermanas [...] con la fuerza de


la fe. Debéis fortaleceros con la fuerza de la esperanza [...]. Debéis for­
taleceros con «amor», que es más fuerte que la muerte [...]. Cuando nos
fortalecemos en el Espíritu de Dios, se fortalece también nuestra fe en el
ser humano [...]. Y por tanto no hay nada que temer.8»

Al parecer a Stalin le gustaba preguntar con cierta frecuencia. «¡El Papa!


¿Cuántas visiones ha tenido?»»0Juan Pablo II ofreció la respuesta a lo
largo de esos nueve días que pasó en Polonia en 19 7 9 . También esto
fue un acontecimiento que, como hubiera dicho Dobrynin, «los líderes
soviéticos ni siquiera podían imaginar».

204
CAPÍTULO 6

ACTORES

¡No temáis!
JUAN PABLO II1

Buscad la verdad en los hechos.


DENG XIAOPING*

No podemos seguir viviendo así.


MIJAÍL GORBACHOV?

El Papa había sido actor antes de ordenarse sacerdote, y su triunfal


regreso a Polonia en 19 7 9 reveló que no había perdido ni un ápice de
sus habilidades dramáticas. Pocos líderes contemporáneos lo igualaban
en capacidad para llegar con sus palabras, gestos, exhortaciones, repri­
mendas e incluso bromas a los corazones y las mentes de los millones de
personas que lo veían y escuchaban. De la noche a la mañana un solo
individuo, valiéndose de su talento, cambiaba el curso de la historia.
Su actitud fue muy oportuna, en el sentido de que la Guerra Fría era
una especie de teatro donde las diferencias entre lo real y lo ilusorio
no siempre resultaban evidentes. Ofrecía a los grandes actores grandes
oportunidades para interpretar grandes papeles.
Estas oportunidades no se apreciaron por completo hasta los pri­
meros años de la década de 19 8 0 , cuando las formas «materiales» de
poder a las que Estados Unidos, la Unión Soviética y sus aliados habían
prodigado tanta atención a lo largo de tantos años (las armas nuclea­
res y los misiles, las fuerzas militares convencionales, los servicios de

2.0 5
inteligencia, los complejos militares-industriales y la maquinaria para
la propaganda) comenzaron a perder su fuerza. El verdadero poder
quedaba en manos de líderes como Juan Pablo II, cuyo dominio de los
«intangibles» (de cualidades como el coraje, la elocuencia, la imagina­
ción, la determinación y la fe) permitía exponer las disparidades entre
las creencias del pueblo y los sistemas bajo los cuales éste se había visto
obligado a vivir durante las décadas de la Guerra Fría. Las discrepan­
cias eran especialmente llamativas en el mundo marxista-leninista; tanto
es así que, cuando al fin se manifestaron plenamente, no hubo manera
de resolverlas sino desmantelando el propio sistema, lo que a su vez
puso fin a la Guerra Fría.
La tarea precisaba buenos actores. Sólo sus interpretaciones podían
lograr que cayeran las vendas mentales que habían conducido a tanta
gente a concluir que el enfrentamiento se prolongaría indefinidamente.
Toda una generación había crecido contemplando el absurdo de una
superpotencia — un Berlín dividido en mitad de una Alemania dividida
en el centro de una Europa dividida, por ejemplo— como el orden
natural de las cosas. Los estrategas de la disuasión habían llegado a
convencerse de que el mejor modo de defender sus países era no contar
con otras defensas que decenas de miles de misiles preparados para al­
canzar su objetivo en cualquier momento. Los teóricos de las relaciones
internacionales insistían en que los sistemas bipolares eran más estables
que los sistemas multipolares y en que la bipolaridad entre Estados
Unidos y la Unión Soviética se extendería al futuro visible.* Los histo­
riadores sostenían que la Guerra Fría había generado un «largo período
de paz» y estabilidad, comparable a los que presidieron Metternich y
Bismarck en el siglo xix.5 Hacían falta visionarios — saboteadores del
statu quo— para ampliar el alcance de las posibilidades históricas.
Juan Pablo II estableció el modelo alterando a las autoridades de
Polonia, el resto de Europa del Este y la propia Unión Soviética. Otros
no tardaron en seguir el ejemplo. Estaba Lech Walesa, el joven electri­
cista polaco que un día de agosto de 19 8 0 se apostó frente a las puertas
cerradas del astillero Lenin en Gdansk, junto a una fotografía del Papa,
para anunciar la formación de Solidarnosc, el primer sindicato inde­
pendiente en un país marxista-leninista. Estaba Margaret Thatcher, la
primera mujer que ocupó el cargo de primer ministro en Gran Bretaña,
que se jactaba de ser más dura que cualquier hombre y restauró la
reputación del capitalismo en Europa occidental. Estaba Deng Xiao-
ping, el hombre diminuto y sometido a frecuentes purgas, el pragmático
implacable que sucedió a M ao Zedong y acabó con las prohibiciones
comunistas sobre la libre iniciativa individual, animando al pueblo chi­
no a «enriquecerse».
Y estaba Ronald Reagan, el primer actor profesional que alcanzó
la presidencia de Estados Unidos y se sirvió de sus dotes dramáticas
para reconstruir la confianza en su país, aterrorizar a los envejecidos
líderes del Kremlin y ganarse la confianza del enérgico joven que pasó a
sustituirlos, asegurándose su colaboración en la tarea de transformar la
Unión Soviética. El nuevo líder de M oscú era, claro está, Mijaíl Gorba-
chov, que a diferencia de sus predecesores también supo utilizar el arte
de la interpretación, acabando con la insistencia del comunismo en la
lucha de clases, su hincapié en lo inevitable de la revolución proletaria
a escala mundial y su afirmación del determinismo histórico.
Se vivía por tanto una época de líderes que, a través de sus desafíos
al estado de las cosas y su capacidad para inspirar a los demás a seguir
su ejemplo — mediante sus éxitos en el «teatro» de la Guerra Fría— , se
enfrentaron, neutralizaron y derrotaron a las fuerzas que habían perpe­
tuado el conflicto. Y como todos los buenos actores, llevaron la acción
dramática hasta su resolución definitiva.I

Esto sólo fue posible gracias al hundimiento de la distensión. La estra­


tegia se percibió como un avance cuando se aplicó por primera vez en
Washington, Moscú y otras capitales de la Guerra Fría. N o libró al mun­
do de las crisis, pero el nuevo espíritu de cooperación parecía limitar la
frecuencia y la gravedad de éstas: las relaciones entre Estados Unidos y
la URSS fueron mucho menos volátiles a finales de los sesenta y princi­
pios de los setenta de lo que lo habían sido durante las dos décadas ante­
riores, cuando los conflictos eran casi permanentes. Se trataba sin duda
de un gran logro, pues ahora que las dos superpotencias ostentaban más
o menos la misma capacidad para destruirse mutuamente, los riesgos de
enfrentamiento bélico eran mayores que nunca. La distensión dejaba de
ser una situación peligrosa para convertirse en un «sistema» previsible,

207
con miras a garantizar la supervivencia de los acuerdos geopolíticos tras
la Segunda Guerra Mundial, así como la seguridad de la humanidad
en su conjunto.
La humanidad, sin embargo, no parecía especialmente agradecida.
Tal como la Guerra Fría había congelado los resultados de la Segunda
Guerra Mundial para perpetuarlos, la distensión pretendía congelar
y perpetuar la Guerra Fría. Su objetivo no era acabar con el conflicto
— las diferencias que dividían a las potencias eran demasiado profun­
das para lograrlo— , sino establecer las reglas para el enfrentamiento.
Figuraban entre ellas evitar los choques militares directos, respetar las
esferas de influencia existentes, tolerar anomalías físicas como el muro
de Berlín y anomalías mentales como la doctrina de Mutua Destrucción
Garantizada, abstenerse de desacreditar o desautorizar a los líderes del
bando contrario e incluso mostrar la voluntad recíproca de permitir
el espionaje — mediante las nuevas tecnologías de reconocimiento por
satélite— siempre y cuando éste se realizara a cientos de kilómetros por
encima de la Tierra.6 Los artífices de la distensión buscaban la posibi­
lidad, según lo expresó Kissinger en 19 7 6 , de «transformar el conflicto
ideológico en participación constructiva para crear un mundo mejor»7
Pero como el cambio seguía pareciendo peligroso, resolvieron aceptar
el mundo tal como era en el futuro previsible.
Esto significaba que ciertos países seguirían viviendo bajo regímenes
totalitarios mientras que otros podrían quitar y poner a sus Gobiernos
mediante procedimientos constitucionales. Determinadas economías
continuarían beneficiándose de las ventajas de los mercados abiertos,
mientras que otras se estancarían bajo la planificación estatal. Deter­
minadas sociedades seguirían gozando del derecho a la libertad de ex­
presión, mientras que la seguridad de otras sólo podía garantizarla el
silencio. Y todos afrontarían la posibilidad de incineración nuclear si
los delicados mecanismos de la disuasión fallaban en algún momento.
La distensión negaba la igualdad de oportunidades, salvo en el plano
de la aniquilación.
La situación podría haberse prolongado si las elites hubieran se­
guido dirigiendo el mundo, pero el respeto a la autoridad había dejado
de ser lo que fue. El mundo contaba con más Gobiernos libremente
elegidos que nunca, lo que significaba que la posibilidad de deponer a
los líderes también era mayor que nunca.8 La democracia aún se per-

2.08
cibía lejana en los países marxistas-leninistas, pero, incluso en ellos,
la educación superior respaldada por las autoridades hacía cada vez
más difícil impedir que la gente pensara por sí misma, aun cuando no
pudiera manifestar sus ideas.9 Y allí donde la democracia y la educa­
ción no habían llegado todavía, como era el caso en la mayor parte del
Tercer Mundo, otra tendencia global (el surgimiento de los medios de
comunicación de masas) empezaba a hacer posibles movimientos que
los líderes no siempre preveían y no siempre podían controlar.10
De ahí que, cuando empezó a parecer claro que el peligro nuclear
disminuía, que la credibilidad de las economías centralizadas se debili­
taba y que aún existían unos principios universales de justicia, resultó
más difícil defender la idea de que unos pocos líderes poderosos, por
elogiables que fueran sus intenciones, siguieran teniendo derecho a de­
cidir sobre las vidas de los demás. N o obstante sus orígénes elitistas,
la distensión había requerido el respaldo popular y éste no fue fácil de
cosechar. Era como levantar un edificio sobre arenas movedizas; los
cimientos comenzaban a resquebrajarse antes de que los constructores
hubieran terminado la fachada.I

II

La pieza central de la distensión fue el esfuerzo de soviéticos y esta­


dounidenses por poner freno a la carrera nuclear. Las Conversaciones
para la Limitación de las Armas Estratégicas, a finales de 19 6 9 , dieron
como resultado en 19 7 Z un tratado entre las dos superpotencias que
reducía el número de misiles balísticos, tanto intercontinentales como
submarinos, que cada cual podía desplegar, así como un acuerdo que
prohibía todo lo que no fuera el manejo de estos misiles como defensas
simbólicas. Los acuerdos SA L T I, firmados por N ixon y Brezhniev en
la cumbre de Moscú, fueron significativos por varias razones. Refleja­
ban el reconocimiento por parte de ambas superpotencias de que pro­
longar la carrera armamentista sólo vulneraba la seguridad de todos.
Representaban la comprensión por parte de Estados Unidos de que la
Unión Soviética igualaba su capacidad nuclear, incluso se encontraba
por delante en otras modalidades de armamento. Legitimaban la lógica
de la Mutua Destrucción Garantizada, según la cual el hecho de no
defenderse de un ataque nuclear era el mejor modo de prevenirlo. Y
aceptaban el reconocimiento por satélite para verificar el cumplimiento
de estos acuerdos.11
Pero el proceso SALT, al igual que la propia estrategia de la dis­
tensión, también eludía cuestiones importantes. Una de ellas era la
reducción de armas nucleares; los acuerdos de Moscú congelaban el
despliegue de los IC BM y SLBM existentes, pero no hacían nada para
atajarlos, ni siquiera para reducir el número de cabezas nucleares que
podía llevar cada misil. Los desequilibrios planteaban otro problema:
los acuerdos SALT I situaban a la Unión Soviética muy por delante de
Estados Unidos en cuanto al número de IC B M y algo menos, aunque
también, con respecto a los SLBM . La Administración Nixon justificó
esta asimetría sobre la base de que los misiles estadounidenses eran
más precisos que los soviéticos y, en su mayoría, iban equipados con
múltiples cabezas nucleares. Se señaló asimismo que los acuerdos SALT
I no establecían restricciones sobre los misiles de largo alcance, un
terreno en el que Estados Unidos gozaba de una amplia superioridad,
ni tampoco sobre los de alcance intermedio y aquellos que la potencia
capitalista había instalado en sus aviones y desplegado entre sus aliados
de la O T A N , al igual que no limitaba la capacidad nuclear de Gran
Bretaña y Francia.12
Sin embargo, el argumento era, por su complejidad, difícilmente
vendible al Congreso estadounidense, donde costó entender por qué
había que admitir la superioridad soviética en cualquier modalidad de
armamento estratégico. Esta situación abrió la puerta para que el se­
nador Henry Jackson — cuya enmienda Jackson-Vanik no tardaría en
tensar las relaciones entre Estados Unidos y la URSS de un modo dis­
tinto— lograra la aprobación de una resolución que exigía la igualdad
numérica sobre cualquier modalidad de armas en todos los acuerdos
sucesivos para el control del armamento. La resolución Jackson com­
plicó la siguiente ronda de negociaciones (SA LT II), puesto que los
planificadores militares de las dos superpotencias habían optado de­
liberadamente por no duplicar sus respectivos arsenales estratégicos.
Los negociadores debían encontrar no obstante el modo de imponer
unas limitaciones equivalentes sobre sistemas no equivalentes. «Cómo
lograr este objetivo — recordaba Kissinger— , fue generosamente fiado
a mi discreción.»

2.IO
Fueron necesarios dos años y medio antes de firmar los acuerdos
■ SALTI en 19 7 2 , que toleraban estas asimetrías. Las negociaciones SALT
II, que no podían permitirlas, aún continuaban cuando Ford dejó la
presidencia cinco años más tarde. El Congreso — y crecientemente el
Departamento de Defensa, tanto como la comunidad de estudios estra­
tégicos— no estaba dispuesto a prolongar su confianza en Kissinger para
que éste continuara la clase de intercambios sobre sistemas de armamen­
to que habían desembocado en los SA L T I; argumentaban los críticos
que sus métodos fueron demasiado secretos, demasiado proclives al
error de cálculo y demasiado confiados en que los rusos mantendrían
sus promesas. Las conversaciones SA LT II fueron así un proceso más
abierto, pero precisamente por ello menos exitoso.14
Jimmy Cárter confiaba en controlar las negociaciones con mano fir­
me. Había prometido a lo largo de su campaña, en 19 7 6 , no limitarse a
congelar los arsenales estratégicos sino reducirlos de manera sustancial;
incluso se comprometió, en su discurso inaugural, a avanzar hacia la
eliminación definitiva de las armas nucleares. Pero también había adop­
tado una postura aún más enérgica en materia de derechos humanos;
tras criticar a Ford y a Kissinger por no haber presionado a los rusos lo
suficiente en este sentido, difícilmente podía actuar como ellos. De ahí
que intentara las dos cosas al mismo tiempo. Sorprendió a los líderes
del Kremlin exigiendo una reducción de armas estratégicas significa­
tivamente mayor que la propuesta por la Administración Ford, pero
también despertó la irritación de éstos al iniciar una correspondencia
directa con Sajarov y recibir a los disidentes soviéticos en la Casa Blan­
ca. El propio Cárter se sorprendió a su vez cuando Brezhniev rechazó
rotundamente los «profundos recortes» propuestos. Las negociaciones
SALT II volvían a estancarse.15
Si las decisiones de Cárter fueron cortas de miras, Brezhniev lo su­
peró con creces en este sentido. Cuando la nueva Administración esta­
dounidense asumió el Gobierno del país, el líder soviético tenía graves
problemas de salud, debidos en parte al abuso de fármacos.16 N o era
fácil para él en semejante situación centrarse en las complejidades del
control de armamento, que incluso otros líderes perfectamente sanos te­
nían dificultades para manejar. De modo que Brezhniev delegó amplia­
mente su responsabilidad sobre estas cuestiones en militares soviéticos,
que emprendieron una serie de iniciativas aparentemente destinadas a

211
ampliar el espíritu de los acuerdos S A L T I. Incluían ambiciosos progra­
mas para la modernización de los misiles y la defensa civil, así coma
una insistencia permanente en las operaciones ofensivas de acuerdo con
la doctrina estratégica.*7 Ello permitió a los detractores del control de
armamento en Estados Unidos fundamentar su escepticismo con res­
pecto a los SA LT II.
M ás tarde, en 19 7 7 , Ia Unión Soviética empezó a desplegar una
nueva modalidad de misil intermedio de alta precisión (el SS-20) con­
tra objetivos en Europa occidental. Ambos bandos habían instalado
misiles como éstos en el pasado, pero el SS-20 suponía una mejora
sustancial y su despliegue se efectuó sin previo aviso a Estados Uni­
dos y sus aliados de la O T A N . Lo extraordinario es que tampoco el
ministro de Exteriores soviético estaba al corriente de esta medida; el
Politburó aprobó el despliegue por razones exclusivamente militares.
El máximo especialista sobre Estados Unidos en el Kremlin, Georgi
Arbatov, reconoció posteriormente: «La mayoría de nuestros expertos
y diplomáticos se enteró por la prensa occidental». Fue, en palabras de
Anatoly Dobrynin, una decisión «particularmente desastrosa», pues
provocó las exigencias de la O T A N — completamente inesperadas en
Moscú— de que Estados Unidos respondiera con la misma moneda.18
En 1979 la Administración Cárter ya tenía preparada su propuesta de
instalación de los Pershing II, además de misiles de crucero, en deter­
minados puntos de Europa occidental. Los Pershing tenían fama de ser
quince veces más precisos que los SS-20. No necesitaban más de diez
minutos para llegar a Moscú.1?
Pese a estas dificultades, las negociaciones para la firma de los SALT
II desembocaron finalmente en un complejo tratado que Cárter y un
Brezhniev visiblemente desmejorado firmaron en Viena en junio de
1979. Para entonces el proceso de control del armamento había encen­
dido las críticas de demócratas y de republicanos por igual, puesto que
a su entender no se había avanzado lo más mínimo en la reducción del
peligro nuclear sino que se había puesto en riesgo la seguridad de Occi­
dente al permitir las mejoras del arsenal soviético, que por lo demás era
imposible verificar. N o obstante, Cárter sometió el acuerdo a la apro­
bación del Senado, pero en un esfuerzo mal calculado por demostrar su
firmeza desafió a Moscú por el reciente despliegue de una «brigada de
combate» soviética en Cuba. Las investigaciones posteriores desvelaron

212
el embarazoso hecho de que la unidad se encontraba allí desde 196Z y
¡m presencia era parte del acuerdo alcanzado por Kennedy y Jruschov
para resolver la crisis de los misiles cubanos. La controversia provocó
la dilación del Senado con respecto a los acuerdos SA L T II, que aún
seguían pendientes de la aprobación de la cámara cuando en diciembre
de 19 7 9 la O T A N aceptó el despliegue de los Pershing II y los misiles
de crucero, a lo que la Unión Soviética respondió con la invasión de
Afganistán.*0

III

La secuencia de acontecimientos que desembocó en esta situación tiene


su origen en otro acuerdo — aún más problemático que el SA L T I— ,
alcanzado en la cumbre de M oscú de 1972.. En una declaración con­
junta de «Principios Básicos», Nixon y Brezhniev prometieron que sus
países evitarían «los esfuerzos dirigidos a obtener ventajas unilaterales
a expensas del otro».*1 En sentido literal esto parecía implicar que la
estabilidad que había llegado a caracterizar las relaciones entre las su-
perpotencias en Europa y el noreste asiático se extendería también en
lo sucesivo al resto de Asia, Oriente Medio, África y Latinoamérica:
Washington y Moscú rechazaban cualquier oportunidad de modificar
el statu quo en estas zonas del mundo. Pero pronto se evidenció que los
«Principios Básicos» no se entendían en sentido literal. Al igual que los
acuerdos SALT, sólo servían para cubrir las grietas.
Los rusos saludaron los «Principios Básicos» como un nuevo reco­
nocimiento de paridad por parte de Estados Unidos. Brezhniev se cuidó
mucho en insistir, sin embargo, en que la lucha de clases continuaría:
«Es de esperar que así sea, a la vista de la situación mundial y de los
objetivos de clase irreconciliables entre capitalistas y socialistas».** Para
Estados Unidos los «Principios Básicos» eran una manera de contener
a los rusos. «Naturalmente no eran un contrato legal — explicó Kissin-
ger— . Establecían unas normas de conducta a la luz de las cuales juzgar
los progresos reales [...]. A los esfuerzos por reducir el peligro de guerra
nuclear [...] debía sumarse el fin de las permanentes presiones soviéticas
en contra del equilibrio de poder global.» *3 Así, pese a las apariencias,
no hubo acuerdo en Moscú en cuanto al modo de manejar las esferas
de influencia en el «Tercer Mundo». Si acaso, eh los años posteriores
se intensificaron los esfuerzos por obtener ventajas unilaterales eneste
escenario.
La primera oportunidad se le presentó a Estados Unidos. La cumbre
de Moscú había causado un gran impacto en Anuar el Sadat, sucesor de
Nasser como presidente de Egipto. La Unión Soviética no había hecho
nada por impedir que Israel ocupara la península del Sinaí y la franja
de Gaza durante la Guerra de los Seis Días, en 19 6 7 , y Brezhniev pare­
cía descartar futuras intenciones de ayudar a Egipto a recuperar estos
territorios.24 Sadat decidió, en consecuencia, concluir la larga relación
de su país con la URSS y establecer nuevos lazos con Estados Unidos,
que al contar con Israel como país aliado se hallaba en mejor posición
de exigir concesiones a los israelíes. Cuando Nixon y Kissinger lo igno­
raron, aun después de que Sadat hubiera expulsado a 15.000 asesores
militares soviéticos de Egipto, el presidente egipcio encontró el modo
de llamar su atención, lanzando un ataque por sorpresa al otro lado
del Canal de Suez en octubre de 19 7 3 . Sadat esperaba perder la guerra,
pero la emprendía por un objetivo político que sí contaba astutamente
con ganar. ¿Consentiría Estados Unidos que Israel humillara al líder que
había disminuido la influencia soviética en Oriente medio?
Desde luego que no. Después de que los israelíes repelieran el ata­
que egipcio con ayuda de los masivos envíos de armas estadounidenses,
Kissinger rechazó la petición de Brezhniev de imponer un alto el fuego
conjunto, incluso dio orden de lanzar una breve alerta nuclear para des­
tacar su rechazo. A continuación negoció personalmente el fin de las
hostilidades, granjeándose con ello la gratitud tanto de El Cairo como
de Tel Aviv, mientras los rusos se quedaban con las manos vacías. Cin­
co años más tarde, tras un proceso de negociaciones con Israel con la
mediación del presidente Cárter, Sadat recuperó la península del Sinaí
y compartió además el Premio Nobel de la Paz con el primer ministro
israelí, Menachem Begin. El líder egipcio, concluyó Kissinger, era «un
hombre sobresaliente». Parecía «libre de esa obsesión por el detalle que
lleva a los líderes mediocres a creer que manejan los acontecimientos
cuando éstos los están sepultando» .25
Puede que esta afirmación de Kissinger fuera una autocrítica su­
til, pues fue Sadat quien aprovechó magistralmente la oportunidad de
expulsar a la Unión Soviética de Oriente Medio, mientras que Nixon
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O r ie n t e M ed io T U R QU í A
(1967, 1979)
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Partición de Palestina por la ON U (Estado de Israel, 1947)

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~ jj ] Añadido a Israel después de la guerra de 1948-1949
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."] Área controlada por Israel tras la Guerra de los Seis Días (1967)

Retirada israelí tras las negociaciones (1979)


L ÍB A N O \
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Damasco

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(2200S jeffrcyl.. Word
y Kissinger picaron el cebo. La distensión, señalaría más tarde Kissin-
ger, sirvió para «tranquilizar parcialmente a Moscú mientras nosotros
intentábamos estrechar las relaciones con Oriente Medio a expensas
de los soviéticos».2-6 Pero esto huele a justificación retrospectiva: hay
pocas pruebas de que Kissinger o N ixon tuvieran en mente este ob­
jetivo antes de que Sadat moviera ficha. Lo que este incidente reveló,
por el contrario, fue la fragilidad de la distensión: si una potencia re­
gional era capaz de manipular a una superpotencia en busca de ventaja
unilateral a expensas de la otra — violando con ello un compromiso
explícitamente contraído— , entonces, tal como señaló Dobrynin, la
distensión «era muy delicada y muy frágil». La guerra de 19 7 3 y sus
consecuencias «dañaron definitivamente la confianza entre los líderes
de ambos países w.2-?
Los superiores de Dobrynin tampoco supieron resistir las tentacio­
nes cuando éstas se presentaron. En los años posteriores, el compromiso
de la Unión Soviética con la lucha de clases llegó a rincones del mundo
que en modo alguno podían considerarse vitales de acuerdo con ningún
cálculo de intereses realista. Al menos Oriente Medio, del que Kissinger
intentaba excluir a los rusos, era una región de importancia estratégi­
ca para Estados Unidos. Pero ¿qué importancia tenían para la Unión
Soviética países como Vietnam, Angola, Somalia y Etiopía, a los que
Moscú extendió su influencia a mediados de los setenta?
La única relación entre estos compromisos, explicaba Dobrynin,
era «una sencilla y primitiva idea de la solidaridad internacional, que
nos obligaba a cumplir con nuestra obligación en la lucha antiimpe­
rialista». Este modelo apareció por vez primera en Vietnam, donde los
llamamientos de Hanoi a la «solidaridad fraternal» desviaban perió­
dicamente las presiones soviéticas para poner fin, conjuntamente con
Estados Unidos, a una guerra que los líderes del Kremlin nunca vieron
con entusiasmo. Pero la victoria de Vietnam del Norte en 19 7 5 — junto
con la prohibición del Congreso para intervenir en Angola— alteró los
cálculos; si Estados Unidos podía ser derrotado en el sureste asiático y
disuadido de intervenir en el sur de África, ¿cuál sería su credibilidad en
otros lugares? Tal vez la lucha de clases empezara a arraigar en el Tercer
Mundo. Éstas eran, en opinión de Dobrynin, las posiciones más fuer­
tes en el Departamento Internacional del Partido Comunista Soviético:
«Convencidos de que todas las luchas en el Tercer Mundo tenían una

2 .1 6
base ideológica», los líderes del partido, «lograron implicar al Politburó
en multitud de aventuras en estos países». El estamento militar añadía:
«Algunos de nuestros mejores generales [...] se mostraban muy com­
placidos por el desafío implícito a Estados Unidos de mostrar nuestra
bandera en lugares remotos».2-8
Fue sin embargo una estrategia poco prudente, pues condujo al
Politburó a renunciar al control sobre dónde, cuándo y cómo desple­
gar sus recursos, viéndose en la obligación de responder allí donde
los marxistas que peleaban por el poder se lo solicitaran. Esta política
superó con creces el apoyo a «los movimientos de liberación nacional
genuinos», señaló Dobrynin; lo que hizo en realidad fue «interferir por
razones ideológicas en los asuntos internos de países en los que dos fac­
ciones se enfrentaban por el poder». Fue una especie de «sometimiento
ideológico».2-9 Además, pronto se convirtió en víctima dé las victorias
cosechadas en Vietnam y en Angola. «Como suele ocurrir en política
—subrayó Arbatov— , cuando te metes en algo y parece que has tenido
éxito estás casi condenado a repetir el procedimiento. Vuelves a hacer
lo mismo hasta que metes la pata bien a fondo.»?0
Las meteduras de pata comenzaron en 1 9 7 7 , cuando Somalia, un
cliente soviético, atacó el régimen marxista recién instalado en su vecina
Etiopía. Bajo presiones de los militantes cubanos, como en el caso de
Angola, los rusos cambiaron de bando, dejando que la Administración
Cárter se alineara con los somalíes y obteniendo de paso unas útiles
bases navales en el M ar Rojo. N o estaba del todo claro qué ganaba
Moscú apoyando a los etíopes, aparte del agradecimiento de una dic­
tadura brutal en un país empobrecido y la solidaridad de Fidel Castro.
La situación no hizo sino envenenar aún más las relaciones con Estados
Unidos. Tal como reconocería Dobrynin:

Cometimos un grave error al participar en el conflicto entre Somalia y


Etiopía y en la guerra de Angola. Nuestros envíos de suministros militares
a esas zonas, junto con las actividades que allí desarrollaban las tropas
cubanas y, especialmente, nuestra ayuda aérea para su transporte, conven­
cieron a Estados Unidos de que Moscú había emprendido una ofensiva a
gran escala por el control de África. Y aunque éste no fuera el caso, los
acontecimientos dañaron profundamente la política de distensión.
N o alteraron tanto el curso de la Guerra Fría. Los esfuerzos realizados
en África por las dos superpotencias en la década de 19 7 0 , concluyó
Dobynin veinte años más tarde, «fueron casi enteramente inútiles
dos décadas después nadie (salvo los historiadores) se acordaba siquiera
de ellos».31
N o pudo decirse lo mismo de lo que sucedió a continuación. En
abril de 19 7 8 , con gran sorpresa de Moscú, un golpe de E§tado mar-
xista en Afganistán derrocó al gobierno pro-americano de este país.
La tentación de aprovechar la oportunidad era demasiado grande para
poder resistirse, de ahí que la Unión Soviética enviara su ayuda al nue­
vo régimen de Kabul que emprendió un ambicioso programa de refor­
mas agrarias, derechos de la mujer y educación laica. Esto ocurría al
tiempo que la revolución — un gran varapalo para Estados Unidos— se
gestaba en el país vecino, Irán, donde en enero de 19 7 9 se forzaba al
exilio al antiguo aliado estadounidense, el sha Reza Khan Pahlavi, y se
instauraba el régimen del ayatolá Jomeini. La situación pilló igualmente
desprevenidos a los rusos y a sus nuevos clientes afganos, de tal manera
que a mediados del mes de marzo estalló una violenta revuelta en Herat,
muy cerca de la frontera iraní, que se saldó con la muerte de unas 5.000
personas, entre las que figuraban cincuenta asesores soviéticos y sus
familias. Los afganos culparon a Jomeini, pero desde la perspectiva de
Moscú la impopularidad del régimen de Kabul era también responsable
de lo ocurrido.32-
«¿Cuentas con el apoyo de los trabajadores, de los habitantes de
las ciudades y de la pequeña burguesía? — preguntó el primer ministro
soviético, Alexéi Kosiguin a su homólogo afgano, N ur Mohammed
Taraki, en una conversación telefónica de alto secreto— . ¿Conservas
todavía algún apoyo?» La respuesta de Taraki fue escalofriante: «No
contamos con el apoyo activo de la población. Están completamente
influidos por la propaganda chií: “ N o sigáis a los infieles, seguidnos a
nosotros” ».3? Fue un momento crucial en la historia del marxismo-le­
ninismo: una ideología que afirmaba conocer el camino para la revolu­
ción proletaria mundial se veía de pronto enfrentada a una revolución
religiosa regional para la cual sus herramientas de análisis resultaban
absolutamente inservibles.
Los líderes soviéticos consideraron una intervención militar, pero
la desestimaron de inmediato. En puertas de la cumbre Carter-Brezh-

218
C o n v u l s ió n en O rien te M edio |
(1980) URSS

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niev en Viena, con el tratado SALT II todavía por firmar y la decisión
de la O T A N sobre los Pershing II y los misiles de crucero aún pen­
diente, además de los preparativos para la celebración de los Juegos
Olímpicos en M oscú y la distensión vigente por el momento, parecía
muy inoportuno invadir un país famoso por su habilidad para repeler
al invasor desde los tiempos de Alejandro M agno. «El despliegue de
nuestras tropas en territorio afgano despertaría el rechazo inmediato de
la comunidad internacional — le explicó Kosiguin a Taraki— . Nuestras
tropas tendrían que enfrentarse no sólo a los agresores extranjeros, sino
también a algunos de tus ciudadanos. Y el pueblo no perdona ese tipo
de acciones.»34
Nueve meses más tarde el Politburó cambió de postura, lanzando
sobre Afganistán una gran ofensiva cuyas consecuencias confirmaron
sobradamente la profecía de Kosiguin. Los hechos demostraron que el
«sometimiento ideológico» conducía al desastre. Habiendo perdido el
apoyo de la mayoría del pueblo afgano, los líderes de Kabul se hallaban
al borde de la guerra civil en el verano de 19 7 9 . En el mes de septiembre,
recién llegado de Moscú, Taraki intentó sin éxito asesinar a su principal
rival, Hafizullah Amin, que a continuación derrocó y ejecutó a Taraki.
Esta acción no sólo irritó a Brezhniev, que había prometido personal­
mente su apoyo a Taraki, sino que alarmó a la inteligencia soviética,
puesto que Amin había estudiado en Estados Unidos y emprendido
contactos secretos con Washington. La preocupación, en palabras de un
agente del K G B, era que Amin pudiera «convertirse en un Sadat», que
si permanecía en el poder echara a los rusos de una patada y permitiera
la entrada de los estadounidenses, invitándolos a instalar «controles y
centros de la inteligencia cerca de nuestras fronteras más sensibles».33
N o parecía haber alternativa para sustituir al nuevo líder afgano, si
bien el ministro de Defensa soviético insistía en que el único modo de
conseguirlo era el envío de unos 7 5.0 0 0 soldados para aplastar a la
resistencia interna o sofocar una eventual intervención extranjera.
¿Cuál fue la reacción internacional ante esta maniobra? La cumbre
de Viena ya se había celebrado para entonces, los acuerdos SALT II
seguían paralizados en el Senado de Estados Unidos y, a primeros de
diciembre, los aliados de la O T A N habían aprobado el despliegue de
los Pershing II y los misiles de crucero. A la vista de las circunstancias,
los máximos líderes del Politburó — limitando al mínimo sus consultas,

2,2,0
corno ya hicieran al autorizar el despliegue de los SS-zo— ordenaron la
invasión dé Afganistán a gran escala. Con muy poco tacto, se fijó el día
de Navidad para iniciar las operaciones. A nadie en la embajada soviéti­
ca se le preguntó cuál podía ser la reacción de Estados Unidos; sea la que
fuere, aseguró el ministro de Exteriores, Gromyko, a Dobrynin, no es
necesario tenerla en cuenta. El propio Brezhniev prometió que el asunto
habría quedado zanjado «en el plazo de tres o cuatro semanas».3é

IV

La distensión no había logrado por tanto detener la carrera armamen­


tista, ni poner fin a las rivalidades de las superpotencias en el Tercer
Mundo, ni siquiera impedir que la Unión Soviética recurriera al uso de
la fuerza militar para salvar el «socialismo», como ya hiciera en Che­
coslovaquia doce años antes. Todo esto quedó bien claro en enero de
1980, un mes en el cual el presidente Cárter retiró el tratado SA L T II
del Senado, impuso embargos de cereales y tecnología a la U RSS, soli­
citó un aumento significativo del gasto de defensa, anunció que su país
boicotearía los Juegos Olímpicos de M oscú y denunció la invasión de
Afganistán como «la amenaza más grave para la paz desde la Segunda
Guerra Mundial». Fue un cambio notable en un presidente que, al to­
mar posesión del cargo tres años atrás, confiaba en concluir la Guerra
Fría. Incluso Gromyko hubo de admitir que «la situación internacional
[...] había cambiado a peor».37
Lo que no estaba tan claro por aquel entonces era de qué manera
podía incidir todo esto en el equilibrio de poder a escala global. La ma­
yoría de los expertos habría coincidido probablemente en que a lo largo
de la década de 19 7 0 la balanza se había inclinado casi siempre en favor
de Moscú. Estados Unidos había reconocido la paridad estratégica con
la URSS al firmar los acuerdos SA L T I, al tiempo que el país soviético
invocaba la doctrina Brezhniev para reclamar su derecho a resistir todas
las amenazas al marxismo-leninismo allá donde pudieran producirse.
No obstante el éxito de Kissinger al excluir a los rusos de las negociacio­
nes de paz entre Egipto e Israel, la guerra de 19 7 3 provocó un embargo
del petróleo árabe, lo que disparó los precios del crudo y estancó las
economías occidentales para el resto de la década. Entretanto la URSS,

Z 2I
uno de los principales exportadores de. petróleo, cosechaba enormes
beneficios. Esto le permitió sostener el gasto militar durante diez años,
quizás incluso aumentarlo, mientras Estados Unidos, por razones tanto
económicas como políticas, se veía obligado a reducir su presupuesto
de defensa casi a la mitad.38
Estados Unidos parecía varado en un interminable debate interno,
primero sobre la Guerra de Vietnam, después sobre el Watergate y luego,
durante el mandato de Cárter, sobre la incapacidad del presidente para
proteger a importantes aliados del país, como el sha de Irán o Anastasio
Somoza en Nicaragua, el dictador cuyo Gobierno cayó en manos del
sandinismo marxista en el verano de 19 7 9 . El momento más crítico se
produjo en noviembre de ese mismo año, cuando los iraníes invadieron
la embajada de Estados Unidos en Teherán, tomando como rehenes a
varias docenas de diplomáticos y policías militares. Esta humillación,
seguida de la invasión de Afganistán por parte de la URSS semanas más
tarde, hizo parecer que Washington se hallaba a la defensiva en todas
partes, mientras que Moscú estaba de buena racha. Kissinger se hizo
eco del pesimismo dominante al reconocer en el primer volumen de sus
memorias, publicado ese mismo año que, «nuestra posición era de decli­
ve relativo, al tiempo que la URSS se recuperaba de la Segunda Guerra
Mundial. N o habíamos vuelto a ocupar una posición tan favorable en
lo diplomático y lo militar como la que disfrutamos en los comienzos
de la política de la contención, a finales de los años cuarenta».39
En este caso, sin embargo, Kissinger perdió su sagacidad como his­
toriador. Era manifiesto desde hacía tiempo — y aún debería haberse
percibido en ese momento con mayor claridad— que la Unión Soviética
y sus aliados en el Pacto de Varsovia se encontraban en la senda del
declive y sólo la distensión ocultaba sus dificultades. Ya en marzo de
19 7 0 se recibió una prueba de ello cuando, de acuerdo con el espíritu
de la Ostpolitik, las autoridades de Alemania oriental invitaron al can­
ciller Willy Brandt a visitar Erfurt, incurriendo en la torpeza de alojarlo
en una habitación de hotel que miraba a una plaza pública. Cientos de
alemanes orientales se concentraron allí para aclamar al visitante, con
intensa incomodidad de sus líderes: «La preparación de la reunión de
Erfurt — reconocieron dirigentes del partido— no se percibió como
una pieza clave en la lucha de clases entre el socialismo y el imperia­
lismo». 4°

222
Indicios de un descontento más grave se observaron en Polonia el
mes de diciembre siguiente, cuando las protestas por el precio de los
alimentos fueron sofocadas a tiros por el ejército y docenas de traba­
jadores en huelga murieron bajo las balas en Gdansk y en Gdynia.
Lo significativo fue que Moscú no invocara la doctrina Brezhniev con
motivo de esta crisis; por el contrario, los líderes soviéticos ordenaron
un incremento de la producción de los bienes de consumo y aprobaron
importaciones de alimentos y tecnología de Europa occidental y Estados
Unidos. De este modo, la estabilidad en la región pasó de residir en la
fuerza militar a depender de la buena voluntad de los capitalistas para
facilitar un crédito, lo que situaba a los regímenes marxistas-leninistas
en una posición de extraordinaria vulnerabilidad.^1
Tampoco las ganancias del petróleo quedaron libres de problemas.
La Unión Soviética optó por gravar sus exportaciones a Europa del
Este, duplicando los precios en el plazo de un año. Si bien el incremen­
to no era tan dramático como el que había de afrontar Occidente, los
gastos imprevistos provocaron un descenso del nivel de vida, en lugar
de mejorarlo como Moscú deseaba.4Z Por otro lado, los ingentes ingre­
sos del crudo restaban incentivos a los planificadores de la economía
soviética a la hora de mejorar su productividad. N o favorecía a la URSS
mantener un presupuesto de defensa que fácilmente triplicaba el de Es­
tados Unidos a finales de los setenta, cuando su producto interior bruto
sólo equivalía a la sexta parte del de sus rivales capitalistas.43 «Nos ar­
mábamos como adictos — recordaba Arbatov-—, sin ninguna necesidad
política aparente. »44 Y el petróleo estimulaba esta adicción.
Desde esta perspectiva, el apoyo de la URSS a los revolucionarios
marxistas en África, así como el despliegue de los SS-20 y su invasión
de Afganistán, parecen no tanto una estrategia coordinada para mo­
dificar el equilibrio de fuerzas a escala global como una ausencia total
de estrategia. ¿Qué clase de lógica respalda la perspectiva de seguir
recibiendo unas ganancias «caídas del cielo»? ¿Qué clase de régimen
provoca a aquellos de quienes depende económicamente? ¿Qué clase de
liderazgo se compromete a defender los derechos humanos — como en
Helsinki en 1 9 7 5 — para sorprenderse luego cuando sus ciudadanos rei­
vindican estos derechos? La Unión Soviética, bajo el titubeante mandato
de Brezhniev, se había vuelto incapaz de abordar la tarea más esencial
de cualquier estrategia eficaz: un buen uso de los medios disponibles
para alcanzar los objetivos elegidos. Esto abonó el terreno para que los
líderes de otros países sí fueran capaces de hacerlo.

Surgieron, como Juan Pablo II, en lugares inesperados. Acaso fuera esto
lo que los llevó a cuestionar la visión convencional de los años setenta
— incluso de la totalidad del período de la Guerra Fría— desde puntos
de vista inéditos. Supieron aprovechar que la distensión, pese a las es­
peranzas suscitadas, apenas había cambiado las cosas. Se sirvieron al
máximo de sus cualidades como individuos: su carácter, su perseveran­
cia ante la adversidad, su arrojo y su franqueza, pero, sobre todo, de
sus dotes dramáticas no sólo para transmitir estas cualidades a millones
de personas, sino para invitarlas a imitarlos. Hicieron que la década
de 19 8 0 fuera asombrosamente distinta de la anterior. Y pusieron en
marcha el proceso que marcó el fin de la Guerra Fría.
Era difícil imaginar, por ejemplo, que un antiguo seguidor de Mao
Zedong — a quien con su 1 ,5 2 metros de estatura apenas se veía detrás
del líder chino— se sirviera de la fuerza del partido para dotar a su país
de una economía de mercado: «Da igual que el gato sea blanco o negro,
con tal de que cace ratones», le gustaba decir a Deng Xiaoping. La
visión que Deng tenía de los gatos — con los que se refería a las ideolo­
gías— le causó problemas con M ao durante la Revolución Cultural, de
ahí que cuando N ixon visitara Pekín en 1 9 7 2 Deng estuviera exiliado
con su familia, cultivando verduras, cortando madera y trabajando
en una planta de reparación de tractores, además de cuidando de su
hijo, paralítico desde que la Guardia Roja lo tiró desde el tejado de un
edificio. M ao llamó a Deng de vuelta a Pekín un año más tarde, recono­
ciendo que «sus obras habían sido buenas en el setenta por ciento de las
veces y malas en el treinta por ciento», pero volvió a purgarlo en 1976.
Deng, siempre resistente, huyó al Sur de China, se escondió y esperó
pacientemente el momento de ser rehabilitado. Éste llegó poco después
de la muerte de M ao, en septiembre de ese mismo año, y a finales de
19 7 8 Deng había logrado derrotar a todos sus rivales para convertirse
en el líder «primordial» de China.45
Para entonces ya había logrado volverle las tornas a su predecesor,

224
asegurando que M ao había acertado el setenta por ciento de las veces
y se había equivocado el treinta por ciento, y convirtió este pronuncia­
miento en doctrina del partido.46 Entre los «aciertos» de M ao figuraban
¡revivir a China como gran potencia, preservar el monopolio político
del Partido Comunista y abrir las relaciones hacia Estados Unidos para
contrarrestar el peso de la URSS. Entre los «errores» destacaba su de­
sastrosa gestión de la economía centralizada. La fórmula del porcentaje
permitió a Deng seguir un camino muy distinto.
Experimentó con los mercados, a escala local y regional, y declaró
a continuación que todo lo realizado era coherente con los principios
marxistas-leninistas. Mediante este enfoque de abajo arriba demostró
que un partido comunista podía mejorar significativamente las vidas de
las personas, incluso radicalmente, pero sólo adoptando la economía
capitalista. La renta per cápita se triplicó en China entre 19 7 8 y 19 9 4.
El producto interior bruto se multiplicó por cuatro. Las exportaciones
crecieron por diez. Y cuando Deng murió, en 19 9 7 , la economía china
se había convertido en una de las más fuertes del mundo.47 El contras­
te con la agonizante economía soviética, que a pesar de los elevados
precios del petróleo se estancó en los setenta y redujo su crecimiento a
principios de los ochenta, constituyó una acusación de la que sus líderes
nunca se recuperaron. «Al menos — comentó con pesar el recientemente
depuesto Mijaíl Gorbachov en 1 9 9 3 — China es hoy capaz de alimentar
a una población que supera los mil millones de habitantes.»48
Tampoco cabía esperar que la primera mujer que accedió a la jefa­
tura del Gobierno británico desafiara el estado del bienestar en Europa
occidental. El camino al poder no había sido fácil para Margaret That-
cher, como tampoco lo fue para Deng. Sin dinero ni posición social, en
desventaja frente a un establishment político dominado por hombres,
llegó a lo más alto trabajando con ahínco, sin disimular sus ambiciones
y dispuesta a no tener pelos en la lengua. Sus principales blancos fueron
la elevada carga fiscal, las industrias nacionalizadas, el trato de favor
a los sindicatos y el intervencionismo gubernamental. «Ninguna teoría
del Gobierno mereció jamás un trato más justo [...] que el socialismo
i democrático en Gran Bretaña — argumentó más tarde— . Y pese a todo
fue un rotundo fracaso en todos los sentidos.» Los resultados de Tha-
tcher tras once años en el poder no fueron tan impresionantes como
los de Deng, pero sí demostró que la privatización, la desregulación y

22.5
el estímulo a los emprendedores — incluso a la codicia, según sus opo­
sitores— podían recibir un amplio respaldo populár.49 Esto también;;
supuso un revés para el marxismo pues, si el capitalismo en verdad
explotaba «a las masas», ¿por qué eran tantos los que vitoreaban a la
«dama de hierro»?
Thatcher tampoco se anduvo con remilgos al respecto de la dis­
tensión. «Podemos discutir las intenciones soviéticas — señaló ante un
auditorio estadounidense poco después de tomar posesión del cargo—,
pero lo cierto es que los rusos tienen las armas y las están aprovechan­
do. Occidente debe responder, por simple prudencia.» La invasión de
Afganistán no la cogió por sorpresa: «Hace mucho tiempo que llegué
a la conclusión de que los soviéticos se servían de la distensión sin nin­
gún escrúpulo para explotar la debilidad y la desunión occidentales. Yo
conocía al monstruo».5° Ningún líder británico había empleado este
lenguaje desde Churchill; de pronto se recurría a las «palabras» en lugar
de «eufemismos» para decir la «verdad» en vez de lugares comunes. .
Un antiguo actor de cine convertido en político y en locutor de radio
entrevistó a la primera ministra desde California. «N o puedo estar más
feliz — aseguró Ronald Reagan a su audiencia radiofónica— . La he
defendido desde la primera vez que la vi. Si alguien puede recordar a
Inglaterra la grandeza que conoció en el pasado [...] cuando solo y sin
temerle a nada su pueblo libró la Batalla de Gran Bretaña, ese alguien es
la primera ministra a quien la prensa inglesa ya ha empezado a llamar
“ M aggie” .»*1
Reagan, que no tardaría en presentarse candidato a la presidencia
de Estados Unidos, ya había dejado claro qué pensaba de la distensión:
«¿No es lo que hace un granjero con su pavo [...] hasta el Día de Acción
de Gracias?».5* Su ascenso al poder, como los de Deng, Thatcher y Juan
Pablo II, tampoco resultó previsible, pero sus dotes dramáticas eran en
este caso profesionales. Su fama como estrella del cine era anterior a la
Guerra Fría, incluso a la Segunda Guerra Mundial, y supuso un buen
impulso a la hora de entrar en política. Esto hizo que sus opositores
— incluso sus amigos, a veces— cometieran el grave error de subesti­
marlo, porque Reagan era uno de los políticos más hábiles que el país
había conocido en muchos años y uno de los más agudos estrategas de
su historia.s3 Su fortaleza residía en su capacidad para ver lo sencillo
más allá de lo complejo. Y lo que vio fue sencillamente lo siguiente:

22,6
puesto que la distensión perpetuaba — y había sido concebida para
perpetuar— la Guerra Fría, sólo la muerte de la distensión podía acabar
con la Guerra Fría.
Reagan alcanzó su posición con fe, temor y confianza en sí mismo.
; Fe en que la democracia y el capitalismo triunfarían sobre el comunis-
mo, «una aberración temporal que algún día — predijo en 1 9 7 5 — des­
aparecerá de la Tierra porque es contraria a la naturaleza humana».54
Temor a que antes de que esto ocurriera el ser humano hubiera desapa­
recido como consecuencia de una guerra nuclear. «Vivimos en un mun­
do — advirtió en 1 9 7 6 — en el que las grandes potencias han dirigido
la una a la otra terribles misiles de destrucción [...] capaces de alcanzar
¿ el otro país en cuestión de minutos y de destruir el mundo civilizado
¿que conocemos.»55 De ello se seguía que ni el comunismo ni las armas
nucleares debían seguir existiendo, y, sin embargo, la distensión garanti­
zaba la supervivencia de ambos. «No sé ustedes — dijo a sus radioyentes
en 19 7 7 — , pero yo no me tiro de los pelos ni sufro un ataque de pánico
ante la posibilidad de perder la distensión.» 56 Fue esta confianza desen­
fadada (su capacidad para desafiar la distensión sin sentirse amenazado)
lo que catapultó a Reagan a una abrumadora victoria sobre Cárter en
noviembre de 19 8 0 y lo situó en el poder junto a los grandes coetáneos
y grandes actores de su tiempo.
T¿¡ Faltaba uno más — que resultó ser otro polaco— , cuyo nombre
muy pocos habían oído apenas meses antes. Era un hombre bajito y
¿corpulento, con un gran bigote y un modo de moverse que recordaba a
Charlie Chaplin, que presenció las matanzas en el astillero de Gdansk
en 19 70 y perdió su trabajo allí por intentar organizar a los trabajado-
res. El 14 de agosto de 19 8 0 , cuando las protestas conocían una nueva
escalada en Polonia, el director de los astilleros intentaba tranquilizar a
una airada multitud. Lech Walesa se subió a una excavadora detrás de
él, le tocó en el hombro y le dijo: «¿Te acuerdas de mí?». Dos semanas
más tarde — tras numerosas dificultades para dirigirse a sus seguidores
encaramado a excavadoras y camiones o ante las puertas de los astille-
ros— Walesa anunció la formación del primer sindicato independiente
y autogestionado del mundo marxista-leninista. La pluma con la que
firmó los estatutos de Solidarnosc [Solidaridad] llevaba la imagen de
Juan Pablo II. Y desde Roma el pontífice le hizo saber, discreta pero
inequívocamente, que aprobaba su actuación.5?

2 2 .7
Fue un momento en el que convergieron varias tendencias en él país:
la supervivencia de una identidad polaca distintiva, pese a los esfuerzos
seculares de sus poderosos vecinos por aplastarla; el éxito dé la Iglesia
en su empeño por preservar su autonomía durante décadas de guerra,
revolución y ocupación; y la incompetencia estatal para dirigir la eco­
nomía tras la Segunda Guerra Mundial, que a su vez desacreditó la
ideología del partido dominante. Pero las tendencias rara vez convergen
automáticamente. Precisan de líderes que las empujen en esta dirección,
y en este caso el actor-sacerdote de Cracovia y el actor-electricista de
Gdansk se superaron mutuamente en su interpretación, tanto es así que
empezaron a hacerse planes para sacarlos del escenario.
El agente fue Mehmet Ali Agca, un joven turco que pudo haber
conspirado para asesinar a Walesa en el curso de una visita a Roma, en
enero de 1 9 8 1 , y que estuvo a punto de matar al Papa de un disparo en
la plaza de San Pedro, el 1 3 de mayo de 1 9 8 1 . De inmediato salieron
a la luz los lazos de Agca con la inteligencia búlgara. La complicidad
soviética resultó más difícil de establecer, si bien cuesta creer que los
búlgaros abordaran una operación de esta categoría sin la aprobación
de Moscú. El informe del fiscal del Estado italiano apuntaba enérgica­
mente en esta dirección: «En algún lugar secreto, donde cada secreto
se envuelve con otro secreto, alguna figura política con mucho poder
[...] consciente de las necesidades del bloque oriental, decidió que era
necesario matar al papa Wojtyla». El biógrafo papal lo decía con mayor
rotundidad: «La respuesta más sencilla y más convincente [...] [es que]
la Unión Soviética no fue inocente en este asunto».*8
Juan Pablo II se restableció tras el atentado, y su supervivencia se
atribuyó a la intervención divina. Pero Solidarnosc veía peligrar crecien­
temente su continuidad, puesto que los líderes del Kremlin, alarmados
por el hecho de que un partido comunista compartiera su poder con
cualquier otra fuerza social, presionaron a las autoridades polacas para
eliminar el sindicato. «Nuestros amigos nos escuchan y se muestran de
acuerdo con nuestras recomendaciones, pero no hacen nada — protestó
airadamente Brezhniev— , y la contrarrevolución avanza en todos los
frentes». Incluso podía arraigar en la propia U R SS; lo que ocurría en
Polonia «está influyendo [...] en los distritos occidentales de nuestro
país — advirtió el jefe del KGB, Yuri Andropov— . Además [...] en algu­
nas zonas de Georgia se han producido manifestaciones espontáneas, en

zz8
las que grupos de personas gritan eslóganes antisoviéticos... Debemos
tomar medidas también aquí».59
Además de prevenir a los polacos y actuar enérgicamente contra süs
propios disidentes, no está claro que la Unión Soviética pudiera hacer
nada para combatir el desafío de Solidarnosc. La elección de Reagan
garantizaba que cualquier intervención en Polonia produciría una res­
puesta aún más dura que la de Cárter a la invasión de Afganistán; en­
tretanto, el Ejército Rojo se encontraba empantanado en el país asiático,
mientras los costes de la guerra y el número de bajas crecían sin tregua,
y el mando militar carecía de estrategia para salir de allí. La economía
soviética a duras penas podía soportar el esfuerzo de sostener Euro­
pa del Este, cosa que habría de hacer si, como parecía seguro, llegaba
a producirse una intervención militar en Polonia, a lo que Occidente
respondería intensificando todavía más sus sanciones sobre la región.
Por otro lado, la situación polaca no se parecía a la de Checoslovaquia
en 19 6 8 . El general Anatoly Gribkov recuerda haber advertido a sus
superiores:

Los acontecimientos en Checoslovaquia partieron de las altas esferas del


poder. En Polonia, por el contrario, es el pueblo el que se levanta, porque
ha dejado de creer en el Gobierno de su país y en el liderazgo del Parti­
do de los Trabajadores Polacos Unidos [...] Las fuerzas armadas polacas
son patriotas y están preparadas para la batalla. No dispararán contra su
pueblo.60

En diciembre de 1 9 8 1 el Politburó había tomado la decisión de «no»


intervenir: «Aun cuando Polonia cayera bajo control de Solidarnosc, así
serán las cosas — comunicó Andropov a sus colegas— . Si los países ca­
pitalistas se lanzan sobre la Unión Soviética [...] será muy gravoso para
nosotros. Debemos preocupamos ante todo por nuestro propio país».
El máximo ideólogo del Kremlin, Mijaíl Suslov, se mostró de acuerdo:
«Si enviamos tropas será una catástrofe. Creo que hemos llegado a un
consenso unánime sobre esta cuestión, y la opción de intervenir mili­
tarmente está fuera de lugar.»61
La decisión fue notable en dos sentidos. En primer lugar significa­
ba el fin de la doctrina Brezhniev, y con ello de la voluntad soviética
— constante desde la crisis en Hungría en 19 5 6 y la de Alemania oriental

230
en 19 5 3 — de recurrir a la fuerza para preservar su esfera de influencia
en Europa del Este. Pero reconocía además que el Estado marxista-leni-
nista más poderoso del mundo ya no representaba al proletariado más
allá de sus fronteras, pues al menos en Polonia los propios trabajadores
rechazaban esta ideología. De haberse dado a conocer en aquel momen­
to estas conclusiones, el desmantelamiento de la autoridad soviética que
tuvo lugar en 19 8 9 bien pudo haberse producido ocho años antes.
Pero no se supieron. En un raro ejemplo de solvente interpretación
dramática, el Politburó convenció al nuevo líder polaco, el general Wo-
jciech Jaruzelski, de que la URSS estaba «a punto» de intervenir. Deses­
perado por evitar semejante desenlace, Jaruzelski impuso de mala gana
la ley marcial en la mañana del 1 3 de diciembre de 1 9 8 1, encarceló a los
fundadores de Solidarnosc y acabó violentamente con el experimento
de ofrecer autonomía a los trabajadores en el seno de un Estado pro­
letario. También el actor Lech Walesa tenía preparada su frase para la
ocasión. «Éste es el momento de vuestra derrota — les dijo a los hom­
bres que fueron a detenerlo— . Éstos son los últimos clavos en el ataúd
del comunismo.»62.V I

VI

El 30 de marzo de 1 9 8 1 , seis semanas antes del atentado contra el Pa­


pa, otro aspirante a asesino estuvo a punto de acabar con la vida de
Reagan. La Unión Soviética no tuvo nada que ver en esta ocasión; todo
fue obra de un perturbado, John W. Hinckley, que quería impresionar
a su ídolo cinematográfico, la actriz Jodie Foster. La improbable moti­
vación de este acto casi fatal señala la importancia y la vulnerabilidad
de los individuos en la historia, pues en el caso de que el vicepresidente,
George H. W. Bush, hubiera pasado a liderar el país en ese momento,
la presidencia de Reagan no habría sido más que una breve nota al pie
de la historia, y el desafío al statu quo de la Guerra Fría por parte de
Estados Unidos probablemente no habría llegado a producirse. Como
para la mayoría de los expertos en política exterior de su generación, el
conflicto era para Bush un rasgo permanente del paisaje internacional.
Reagan, como Walesa, Thatcher, Deng y Juan Pablo II, lo veía de un
modo definitivamente distinto.63

231
Compartía con sus homólogos internacionales la creencia en el po­
der de la palabra, en la fuerza de las ideas y en la eficacia del arte dra­
mático para romper los moldes de las creencias convencionales. Creía
que la Guerra Fría se había convertido en una convención: dehnasiadas
mentes en demasiados lugares se habían resignado a que el conflicto se
perpetuara. Intentó salir de esta vía muerta — que a su juicio era prin­
cipalmente psicológica— aprovechando la debilidad soviética y afirman­
do los puntos fuertes de Occidente. Su arma predilecta fue la oratoria.
Ofreció un primer ejemplo de sus convicciones en la Universidad
de Nótre Dame, el 1 7 de mayo de 1 9 8 1 , apenas mes y medio después
de su encuentro con la muerte. Cinco días antes se había producido el
atentado contra el Papa, por lo que la ocasión se prestaba a adentrarse
en sombrías reflexiones sobre la precariedad de la existencia humana.
Por el contrario, y con el mismo ánimo que Juan Pablo II cuando pro­
nunció su «no temáis», el presidente notablemente restablecido aseguró
a su audiencia «que los años por delante son grandes para este país,
para la causa de la libertad y para el desarrollo de la civilización». Y a
continuación lanzó una osada predicción, tanto más sorprendente por
la naturalidad con que la formuló:

Occidente no contendrá el comunismo, sino que trascenderá al comu­


nismo. No se molestará en [...] denunciarlo; lo relegará en la historia de
la humanidad a la condición de un estrafalario capítulo cuyas páginas se
están escribiendo ya en este momento.

Era éste un tono rotundamente distinto, tras años de pronunciamientos


solemnes sobre la necesidad de aprender a convivir con la URSS como
superpotencia competitiva. Reagan se centraba, por el contrario, en el
carácter transitorio del poder soviético y en la certeza con la que Occi­
dente podía confiar en su desaparición.6^
Desarrolló este concepto en un escenario más espectacular, el 8 de
junio de 1 9 8 Z . Reagan se dirigía al Parlamento Británico, en Westmins-
ter, en presencia de Margaret Thatcher. Empezó hablando de Polonia, un
país que «había contribuido enormemente a la civilización [europea]» y
continuaba haciéndolo al «enfrentarse magníficamente a la opresión».
Recogió luego el eco de Churchill en su discurso sobre el «telón de ace­
ro» de 1 9 4 6 , recordando a quienes lo escuchaban:
Desde Stettin, en el Báltico, hasta Varna, en el mar Negro, los regímenes
implantados por el totalitarismo han gozado de más de treinta años para
establecer su legitimidad. Pero ninguno — ni uno solo de ellos— se ha
atrevido a convocar elecciones libres. Los regímenes instalados por las
bayonetas carecen de raíces.

Reagan reconocía que Karl M arx estaba en lo cierto: «Estamos presen­


ciando una gran crisis revolucionaria [...] en la que las exigencias del
orden económico entran en conflicto directo con las del orden políti­
co». La crisis se estaba produciendo, sin embargo, no en el Occidente
capitalista sino en la Unión Soviética, un país «que camina en contra
de la corriente histórica al negar la libertad y la dignidad humanas»,
al tiempo que «se muestra incapaz de defender a su propio pueblo».
La capacidad nuclear de M oscú no servía como escudo frente a estos
hechos: «Todo sistema que carezca de medios pacíficos para legitimar
a sus líderes es por naturaleza inestable». Sucedería, concluyó Reagan
—parafraseando significativamente a León Trotsky— , «que el avance de
la libertad y la democracia arrojarán al marxismo-leninismo al montón
de las cenizas de la historia».65
El discurso no pudo haberse calculado mejor para alimentar la an­
siedad que ya se había instalado entre los líderes soviéticos. La ley mar­
cial había echado el cerrojo a las reformas en Polonia, pero también ha­
bía avivado el resentimiento en el país y en el resto de Europa del Este.
Afganistán se había convertido en una ciénaga sangrienta. Los precios
del petróleo se habían desplomado, sumiendo en el caos a la economía
soviética. Y los hombres que dirigían la URSS parecían ejemplificar
literalmente esta misma condición: Brezhniev sucumbió a sus muchas
dolencias en noviembre de 19 8 2 , pero su sucesor, Andropov, ya tenía
para entonces la enfermedad renal que acabó con su vida año y medio
; más tarde. El contraste con el vigoroso Reagan, cinco años más joven
í que Brezhniev pero tres años mayor que Andropov, era demasiado no­
torio para pasar inadvertido.
H Reagan recurrió entonces a la religión. «H ay pecado y maldad en
■:¡el mundo — recordó ante la Asociación Nacional de Evangélicos el 8
de marzo de 19 8 3 ; y con palabras que podría haber empleado el Papa
continuó diciendo— , y estamos llamados por las Escrituras y por Nues­
tro Señor Jesucristo a combatirlo con todas nuestras fuerzas. [En tanto

2-33
los comunistas] prediquen la supremacía del Estado, declaren su om­
nipotencia sobre el individuo y predigan su futura dominación sobre
todos los pueblos de la Tierra, ellos son el foco del mal en el mundo
moderno.»
Por tanto:

Os insto a pronunciaros en contra de aquellos que desean colocar a Esta­


dos Unidos en una posición de inferioridad militar y moral [...]. Os insto
a resistir la tentación del orgullo la tentación de proclamaros alegre­
mente por encima de todo, imputando la culpa a ambos lados por igual,
[ignorando] los hechos históricos y los impulsos agresivos del imperio del
mal.

Reagan reconoció más tarde que había elegido esta última expresión
«con deliberada malicia [...] pues me pareció que funcionaba ».66 El
discurso sobre «el imperio del mal» completó una retórica agresiva
diseñada para exponer lo que en opinión del presidente era el error cen­
tral de la distensión: la idea de que la Unión Soviética había cosechado
legitimidad geopolítica, ideológica, económica y moral hasta equipa­
rarse con Estados Unidos y el resto de las democracias occidentales en
el sistema internacional surgido de la Segunda Guerra Mundial.
El ataque, en todo caso, no se limitó a las palabras. Reagan dio un
nuevo impulso a los gastos de defensa, ya aumentados por Cárter; en
19 8 5 el presupuesto del Pentágono pasó casi a duplicarse con respecto
a 19 8 o .67 N o se molestó en revivir el tratado SA L T II, sino que propuso
unas Conversaciones para la Reducción de Armas Estratégicas (START)
que suscitaron las burlas tanto de sus críticos en casa como de los rusos,
al percibirse como un intento de arruinar todo el proceso de control
armamentista. La reacción fue similar cuando propuso no desplegar
los Pershing II y los misiles de crucero si la Unión Soviética desmante­
laba «todos» sus SS-2.0. Al rechazar Moscú con desprecio esta «opción
cero», la instalación de los nuevos misiles de la O T A N siguió su curso,
pese al amplio movimiento en favor de la congelación nuclear que se
extendía por Estados Unidos y las ruidosas protestas antinucleares en
Europa occidental.
Pero la hazaña más significativa de Reagan tuvo lugar el 23 de mar­
zo de 19 8 3 , cuando sorprendió al Kremlin, a la mayoría de los expertos

234
estadounidenses en control de armamento y a muchos de sus propios
asesores al repudiar el concepto de M utua Destrucción Garantizada.
Nunca le pareció que tuviera sentido: era como dos pistoleros del Viejo
Oeste que «apostados en un saloon apuntaban permanentemente el
uno a la cabeza del otro». Le impresionó saber que su país carecía de
defensas frente a un eventual ataque con misiles y que, de acuerdo con
la curiosa lógica de la disuasión, este vacío se consideraba bueno.68 Así,
en un discurso televisado, el presidente preguntó a la nación: « ¿Y si pu­
diéramos interceptar y destruir los misiles balísticos estratégicos antes
de que alcancen nuestro territorio o el de nuestros aliados?». Era una
pregunta, como la de «El traje nuevo del Emperador», que nadie que
ocupara un puesto de responsabilidad en Washington se había atrevido
a formular en las dos últimas décadas.
La razón estaba en que la estabilidad de las relaciones entre Estados
Unidos y la Unión Soviética debía valorarse por encima de cualquier
otra cuestión. Intentar defenderse de las armas ofensivas, según este
argumento, podía alterar el delicado equilibrio del que supuestamente
dependía la disuasión. Ello tenía sentido en términos estáticos, si uno
daba por sentado que el equilibrio nuclear definía la Guerra Fría y así
seguiría haciéndolo indefinidamente. Reagan, sin embargo, pensaba
en términos dinámicos. Veía que la Unión Soviética había perdido su
atractivo ideológico, que estaba perdiendo el poder económico que
tuvo en el pasado y que su pervivencia como gran potencia mundial
ya no podía darse por sentado. Todo esto convertía la estabilidad, a
su juicio, en una prioridad no sólo obsoleta sino incluso inmoral. Si la
URSS se estaba desmoronando, ¿cómo se justificaba que Europa del
Este siguiera siendo rehén de la doctrina Brezhniev o que, en esa misma
línea, Estados Unidos continuara atrapado en el concepto igualmente
odioso de la Mutua Destrucción Garantizada? ¿Por qué no acelerar la
desintegración?
Ése era el objetivo de la Iniciativa para la Defensa Estratégica (cuyas
siglas en inglés son SDI). Desafiaba el argumento de que la vulnerabili­
dad podía proporcionar seguridad. Cuestionaba el Tratado de Misiles
Antibalísticos de 1972,, una de las piezas centrales de los acuerdos SALT
I. Explotaba además la torpeza de la URSS en el ámbito de la tecnolo­
gía informática, un terreno en el que los rusos sabían que no podían
competir. Y frenaba el movimiento pacifista al enmarcar la totalidad

2-35
del proyecto en la reducción del peligro de guerra nuclear. El objetivo
final de la SDI, insistía Reagan, no era congelar las armas nucleares sino
hacer que resultaran «inútiles y obsoletas» .é9
Este último punto desvelaba algo sobre Reagan que en su momen­
to casi nadie supo ver; era el único presidente de Estados Unidos que
perseguía la abolición de las armas nucleares. Reagan no ocultaba sus
intenciones, pero la posibilidad de que un presidente republicano del ala
derecha del partido, anticomunista y pro-militar pudiera ser al mismo
tiempo un activista antinuclear era algo tan contrario a tantos este­
reotipos que apenas nadie reparó en sus reiteradas promesas, según
lo expresó en su discurso sobre «el imperio del mal», de «preservar
la fortaleza y la libertad de Estados Unidos, mientras negociamos una
reducción verificable y real del arsenal nuclear mundial, y un día, con
la ayuda de Dios, su eliminación definitiva».7°

El compromiso de Reagan con la SDI era profundo; no se trataba de


una baza para usar en las negociaciones y luego abandonar en el futuro.
Sin embargo, esto no impedía que se interpretara como un farol: Esta­
dos Unidos llevaba años, incluso décadas, sin desarrollar su capacidad
de defensa frente a los misiles, pero el discurso de Reagan convenció
a los crecientemente alarmados líderes soviéticos de que esto estaba a
punto de ocurrir. Tenían la certeza, recordaba Dobrynin, «de que el
gran potencial tecnológico estadounidense volvía a apuntarse un tanto
y tomaron la declaración de Reagan como una amenaza real».71 Tras
asfixiar la economía del país en la carrera por equiparar sus misiles
ofensivos, los líderes soviéticos se enfrentaban a una nueva competición
para la que se requerían habilidades que no confiaban en dominar. Y
para colmo, sus rivales ni siquiera habían empezado a sudar.
La reacción en el Kremlin fue casi de pánico. Cuando aún osten­
taba la jefatura del K GB, Andropov había llegado a la conclusión de
que la nueva Administración de Washington podía estar planeando un
ataque por sorpresa contra la Unión Soviética. «Reagan es impredeci­
ble — advirtió— . Puede esperarse cualquier cosa de él.»72 Los servicios
de inteligencia permanecieron dos años en alerta, mientras los agentes
recibían orden de buscar en todo el mundo pruebas de que el ataque se
estaba preparando.7^ La tensión alcanzó tales extremos que, cuando un
avión surcoreano entró por error en el espacio aéreo soviético, sobrevo­

236
lando Sajalín el i de septiembre de 19 8 3 , las autoridades militares de
Moscú supusieron lo peor y ordenaron su derribo, causando la muerte
de 269 civiles, 63 de los cuales eran estadounidenses. Andropov, que se
negaba a reconocer el error, sostuvo que el incidente había sido «una
sofisticada provocación organizada por los servicios especiales de Es­
tados Unidos ».74
Poco después sucedió algo espeluznante que no recibió ninguna
atención pública. Estados Unidos y sus aliados de la O T A N llevaban
años realizando maniobras militares, pero las que tuvieron lugar en el
mes de noviembre (bautizadas como «Able Archer 83») alcanzaron un
grado de liderazgo superior a lo habitual. Las agencias de inteligencia
soviéticas vigilaron de cerca las operaciones, y sus informes llevaron
a Andropov y a sus principales colaboradores a concluir — de inme­
diato— que el ataque nuclear era inminente. Éste fue probablemente
el momento más peligroso desde la crisis de los misiles cubanos y, sin
embargo, nadie lo supo en Washington hasta que un espía bien situa­
do en el cuartel general del KG B en Londres alertó a los servicios de
inteligencia británicos, que a su vez trasladaron la información a los
estadounidenses. 75
La noticia mereció al fin el interés de Reagan. Preocupado desde
antiguo por el peligro de guerra nuclear, el presidente ya había inicia­
do algunos contactos discretos — en su mayoría infructuosos— con
oficiales soviéticos para desactivar las tensiones. La crisis Able Archer
lo convenció de que había presionado demasiado a los rusos y era el
momento de pronunciar otro discurso. Éste llegó a principios del profé-
tico año de Orwell, el x6 de enero de 19 8 4 , aunque no había ni rastro
del Gran Hermano. En un tono que sólo él habría podido emplear,
Reagan propuso dejar las relaciones entre Estados Unidos y la URSS en
las tranquilizadoras manos de Jim , Sally, Ivan y Anya. Un funcionario
de la Casa Blanca, desconcertado ante la adenda manuscrita al texto
preparado, exclamó en voz demasiado alta: «¿Quién ha escrito esta
mierda?».76
Una vez más la sincronía del antiguo actor resultó de lo más opor­
tuna. Andropov murió al mes siguiente, y fue sustituido por Konstantin
Chernienko, un anciano tan debilitado y zombi que ni siquiera se mo­
lestaba en evaluar los informes de los servicios de inteligencia, fueran o
no alarmantes. N o habiendo logrado impedir los despliegues de misiles

2-37
de la O TA N , el ministro de Exteriores, Gromyko, pronto aceptó de mala
gana reanudar las negociaciones para el control del armamento. Entre­
tanto Reagan competía en la carrera presidencial como halcón y como
paloma: en noviembre derrotó de forma aplastante a su rival demócrata,
Walter Móndale. Y cuando Chernienko murió, a los setenta y cuatro
años, en marzo de 1 9 8 5 , su fallecimiento pareció una confirmación
casi literal de las predicciones de Reagan sobre «las ultimas-páginas»
y «las cenizas» de la historia. Con los mismos setenta y cuatro años, el
presidente ya tenía preparada otra de sus frases estelares: «¿Cómo voy
a llegar a ninguna parte con los rusos si todos se me mueren?».77

VII

«No podemos seguir viviendo así», recuerda Mijaíl Gorbachov que le


dijo a su mujer, Raisa, la noche antes de ser designado por el Politburó,
a la edad de cincuenta y cuatro años, para suceder a Chernienko como
secretario general del Partido Comunista de la URSS.78 Esto era eviden­
te no sólo para Gorbachov sino incluso para los ancianos supervivientes
que lo habían designado: el Kremlin no podía seguir siendo dirigido
como una residencia geriátrica. Ningún hombre tan joven había alcan­
zado desde Stalin el máximo escalón en la jerarquía soviética. Tampoco
desde Lenin había tenido el país un líder con formación universitaria.
Y nadie se había mostrado jamás tan sincero en cuanto a las deficien­
cias del país, o tan cándido al reconocer los fracasos de la ideología
marxista-leninista.
Gorbachov había estudiado derecho; no era actor, pero comprendía
la importancia de la personalidad tan bien como Reagan. El vicepre­
sidente Bush, que representó a Estados Unidos en el funeral de Cher­
nienko, declaró a su regreso que Gorbachov tenía «una sonrisa que
desarma, una mirada cálida y una asombrosa habilidad para plantear un
asunto desagradable y pasar al instante a reanudar una comunicación
real con sus interlocutores». El secretario de Estado George Shultz, que
también estuvo allí, lo describió como «totalmente distinto de cualquier
líder soviético a los que he conocido». El propio Reagan, al conocerlo
en la cumbre de Ginebra, el mes de noviembre de 19 8 5 , encontró «ca­
lidez en su rostro y en su estilo, nada de esa frialdad rayana en el odio
que hasta entonces había visto en la mayoría de los veteranos líderes
soviéticos».79
Por primera vez desde que comenzara la Guerra Fría la Unión Sovié­
tica contaba con un líder que no parecía siniestro, zafio, irresponsable,
senil [...] o peligroso. Gorbachov era «inteligente, educado, dinámico,
honesto, con ideas y con imaginación», reflejaba en su diario personal
Anatoly Cherniaev, uno de sus más cercanos colaboradores. «Los mitos
y los tabúes (incluidos los ideológicos) no significan nada para él. Puede
acabar con todos ellos.» Cuando un ciudadano soviético lo felicitó a
principios de 1 9 8 7 por haber sustituido el régimen de «esfinges con
rostros de piedra», Gorbachov publicó con orgullo esta carta.80
No estaba sin embargo tan claro cómo reemplazar los mitos, los ta­
búes y a las esfinges de piedra. Gorbachov sabía que su país no podía se­
guir por ese camino, pero a diferencia de Juan Pablo II, Deng, Thatcher,
Reagan y Walesa, no sabía qué camino tomar. Era enérgico y decisivo,
pero estaba desorientado; invirtió una enorme cantidad de energía en
romper el statu quo, aunque sin concretar la manera de volver a encajar
las piezas. Y con ello permitió que las circunstancias — y a menudo las
posiciones más firmes de otros con mayor visión del futuro— determi­
naran sus prioridades. Se parecía en este sentido al héroe epónimo de
Zeíig (la película de Woody Alíen), que lograba estar presente en todos
los grandes acontecimientos de su tiempo, pero sólo adoptando la ac­
titud, incluso el aspecto físico, de las personalidades más fuertes que lo
rodeaban.81
La ductilidad de Gorbachov se evidenció de manera especial en sus
contactos con Reagan, quien llevaba tiempo insistiendo en que era capaz
de comunicarse con un líder soviético si alguna vez se encontraba con
uno cara a cara. Esto no había sido posible con Brezhniev, Andropov o
Chernienko, de ahí que Reagan lo intentara con más entusiasmo cuando
surgió Gorbachov. El nuevo jefe del Kremlin llegó a Ginebra plagado
de desconfianza, y afirmó que Reagan intentaba «emplear la carrera
armamentista [...] para debilitar a la Unión Soviética [...]. Pero nosotros
podemos afrontar cualquier reto, aunque no lo creáis». A lo que Reagan
respondió: «Nosotros preferiríamos sentarnos y acabar con las armas
nucleares, y así, con la amenaza de guerra». La SDI lo haría posible:
Estados Unidos estaba incluso dispuesto a compartir su tecnología con
la URSS. Gorbachov protestó, aseguró que Reagan se estaba ponien­

2.39
do emocional y que la SDI no era más que «él sueño de un hombre».
Reagan le preguntó por qué «le horrorizaba tanto buscar el modo de
defenderse de aquella espantosa amenaza».82. La cumbre concluyó sin
acuerdo.
Dos meses más tarde, Gorbachov propuso públicamente que Esta­
dos Unidos y la Unión Soviética se comprometieran a librar al mundo
de las armas nucleares para el año 2000. Los más cínicos percibieron la
propuesta como un intento de poner a prueba la sinceridad de Reagan,
pero Cherniaev detectó en ella una razón más profunda. Gorbachov,
concluyó, «ha decidido realmente poner fin a la carrera armamentista,
fuera como fuere. Está asumiendo este “ riesgo” porque, según lo entien­
de él, no existe ningún riesgo, porque nadie nos atacaría si el desarme
fuera total» .83 Sólo dos años antes Andropov había creído a Reagan
capaz de lanzar un ataque por sorpresa. Ahora Gorbachov tenía la
confianza de que Estados Unidos jamás haría tal cosa. La posición de
Reagan no había variado; su petición a los líderes soviéticos había sido •
siempre la misma: «Confiad en mí».84 Y Gorbachov empezó a hacerlo
desde que lo conoció.
Sobrevino entonces un desastre nuclear, no por causa de una guerra
sino por la explosión de una planta nuclear en Chernóbil, el 2 6 de abril
de 19 8 6 . El suceso también hizo cambiar al líder soviético. Reveló «la
enfermedad de nuestro sistema [...], el ocultamiento o el silenciamiento
de accidentes y otras malas acciones, su irresponsabilidad y su descuido,
la chapuza en el trabajo y el alcoholismo al por mayor». Y reprendió
al Politburó con estas palabras: «Científicos, especialistas y ministros
llevan décadas asegurándonos que no hay peligro [...]. Creéis que todos
os miramos como a dioses. Y mirad qué desastre se ha producido». En
lo sucesivo habría glasnost [transparencia] y perestroika [reforma] en
el seno de la URSS. «Chernóbil — reconoció Gorbachov— nos hizo re­
plantearnos muchas cosas, a mis colegas y a mí.» 85
La siguiente cumbre Reagan-Gorbachov se celebró el mes de octubre
siguiente en Reikiavik y puso de manifiesto hasta qué punto se habían
replanteado las cosas. Gorbachov abandonó las anteriores objeciones
soviéticas y aceptó la «opción cero» de Reagan, que eliminaría todos
los misiles nucleares de alcance intermedio en Europa. Propuso además
un recorte del cincuenta por ciento de las armas estratégicas soviéticas
y estadounidenses, a cambio de lo cual Estados Unidos aceptó honrar

240
elTratado sobre Misiles Antibalísticos por espacio de una década y
circunscribir la SDI al terreno de la experimentación en el laboratorio.
Reagan, para no ser menos, propuso la retirada progresiva de todos los
misiles balísticos intercontinentales en el mismo período y reiteró su
oferta de compartir la SDI. Gorbachov se mostró escéptico y sorprendió
a Reagan al preguntarle cómo podía oponerse alguien a «defenderse
contra unas armas inexistentes». El presidente propuso entonces un
nuevo encuentro en Reikiavik para 19 9 6:

Acudirían los dos a Islandia y cada cual traería consigo el último misil nu­
clear de sus respectivos países. Ofrecerían entonces una gran fiesta al mun­
do entero [...]. El presidente [...] sería muy viejo para entonces, y Gorba­
chov no lo reconocería. El presidente le diría: «Hola, Mijaíl». Y Gorbachov
respondería: «¿Eres tú, Ron?». Y entonces destruirían el último misil.

Fue ésta una de las mejores interpretaciones de Reagan, pero Gorbachov


no se dejó conmover por el momento: Estados Unidos debía renunciar
al derecho a desplegar la SDI. La exigencia era inaceptable para Reagan
que, muy enfadado, dio la cumbre por concluida.86
Ambos no tardarían en reconocer, sin embargo, la importancia de
aquel encuentro: para asombro de sus colaboradores y aliados, los lí­
deres de las dos superpotencias habían descubierto que compartían un
interés común, si no el de la tecnología SDI sí al menos el de la aboli­
ción nuclear. La lógica era de Reagan, pero Gorbachov había llegado
a aceptarla. Reikiavik, declaró en una rueda de prensa, no había sido
un fracaso: «Supone un avance decisivo que nos permitirá mirar por
primera vez al horizonte».8?
Gorbachov y Reagan no llegarían a formalizar el compromiso de
abolir las armas nucleares, y tampoco avanzaron en el terreno de los
misiles con fines defensivos durante los años de su mandato. Pero en su
tercera cumbre, en Washington, el mes de diciembre de 19 8 7 , firmaron
un tratado para el desmantelamiento de todos los misiles nucleares de
alcance intermedio en Europa. «Dovorey no provorey — insistió Rea­
gan en la ceremonia de la firma, llevando al límite sus conocimientos
de la lengua rusa— . Confiar, pero verificar.» «Lo has repetido en todos
nuestros encuentros», rió Gorbachov. «Me gusta», reconoció Reagan.88
Los observadores soviéticos y estadounidenses pronto presenciaron la

241
destrucción real de los SS-20, los Pershing II y los misiles de crucero qué
sólo unos años antes habían reavivado las tensiones en la Guerra Fría,
y se llevaron fragmentos como recuerdo.89 Aunque en modo alguno
«inútiles», sí era cierto que determinadas modalidades de armamento
nuclear habían quedado «obsoletas». Fue Reagan, más que nadie, quien
lo hizo posible.
La tendencia de Gorbachov a dejarse influenciar se manifestó tam­
bién en el terreno de la economía. En sus viajes por el mundo como
líder de la Unión Soviética se había fijado en que «la gente [...] vivía me­
jor que en nuestro país». Todo parecía indicar que «nuestros ancianos
líderes no se mostraban especialmente preocupados por nuestro nivel
de vida evidentemente inferior y tampoco por nuestra insatisfacción o
nuestro retraso en el campo de las tecnologías de vanguardia».90 Pero
no tenía claro cómo resolver la situación. Fue así como el secretario de
Estado Shultz, ex profesor de economía en Stanford, abordó la tarea
de educar al nuevo líder soviético.
Shultz empezó por enseñar a Gorbachov, ya en 19 8 5 , que una socie­
dad cerrada jamás podría ser una sociedad próspera: «El pueblo debe
tener libertad para expresarse, moverse, emigrar y viajar si lo desea [...].
De lo contrario no podrá aprovechar las oportunidades disponibles. La
economía soviética deberá transformarse radicalmente para adaptarse
a los nuevos tiempos». «Deberías hacerte cargo de nuestra oficina de
planificación en Moscú — bromeó Gorbachov— porque tienes muchas
más ideas que ellos.» Y esto es lo que hizo Shultz en cierto sentido. A
lo largo de los años siguientes, aprovechó sus viajes a la capital sovié­
tica para instruir a Gorbachov y a sus asesores, incluso llevó al Kremlin
gráficos de tarta para ilustrar el argumento de que, mientras la Unión
Soviética conservara una economía centralizada, quedaría cada vez más
atrás con respecto al mundo desarrollado.91
Gorbachov se mostraba asombrosamente receptivo. En su libro
Perestroika, de 1 9 8 7 , se hacía eco de algunas de las ideas de Shultz:
«¿Cómo puede avanzar la economía si ofrece unas condiciones prefe­
rentes a las empresas atrasadas y penaliza a las más innovadoras?».92
Cuando Reagan visitó la Unión Soviética, en mayo de 19 8 8 , Gorbachov
lo invitó a dar una conferencia en la Universidad de M oscú sobre las
virtudes del capitalismo de mercado. Junto a un enorme busto de Lenin,
el presidente estadounidense habló de chips informáticos, estrellas del
rock, películas y el «poder irresistible de la verdad sin armas». Los es­
tudiantes lo ovacionaron, puestos en pie.9? Gorbachov pronto empezó
a repetir lo que había aprendido de Reagan a su sucesor, George H.
W. Bush: «Nos guste o no, tendremos que vérnoslas con una economía
europea unida e integrada [...]. Querámoslo o no, Japón es uno de los
centros de la política mundial [...]. China es [otra] gigantesca realidad
[...]. Todos éstos son, insisto, acontecimientos de gran magnitud que
señalan una reagrupación de fuerzas en el mundo».94
Sus declaraciones eran principalmente retóricas. Gorbachov nun­
ca estuvo dispuesto a dar el salto a la economía de mercado como lo
había hecho Deng Xiaoping. A finales de 19 8 8 le recordó al Politburó
que Franklin D. Roosevelt había salvado el capitalismo estadouniden­
se «tomando prestadas algunas ideas socialistas sobre planificación,
regulación estatal [y] el principio de mayor justicia social». En ello iba
implícito que Gorbachov podía salvar el socialismo tomando algunas
ideas del capitalismo, aunque seguía sin saber cómo exactamente. «Estos
pronunciamientos reiterados sobre “ los valores socialistas” y las “ ideas
purificadas de octubre” — observaría Cherniaev meses más tarde— pro­
vocaron una respuesta irónica en los oyentes más instruidos [...], [quie­
nes tenían] la sensación de que no había nada detrás de ellos.»95Tras el
hundimiento de la Unión Soviética, Gorbachov reconoció su fracaso.
«El talón de Aquiles del socialismo estaba en su incapacidad para ar­
monizar el objetivo socialista con las medidas destinadas a incentivar la
productividad en el trabajo y fomentar las iniciativas individuales. La
realidad puso de manifiesto que el mercado es lo que mejor proporciona
estos incentivos.»96
Hubo sin embargo otra lección que Reagan y sus asesores inten­
taron enseñar a Gorbachov y éste no logró aprender: la dificultad de
mantener un imperio impopular, sobredimensionado y anticuado. Desde
el último año del mandato de Cárter, Estados Unidos había proporcio­
nado su apoyo — encubierto o declarado— a las fuerzas contrarias a
la influencia soviética en Europa del Este, Afganistán, Centroamérica y
otros lugares. Hacia 19 8 5 se hablaba en Washington de una «doctrina
Reagan», una campaña diseñada para volver las fuerzas del nacionalis­
mo en contra de la URSS con el argumento de que la doctrina Brezhniev
había consolidado la mayor potencia imperialista mundial. La aparición
de Gorbachov brindaba la oportunidad de convencer a un líder del

243
Kremlin de que «el imperio del mal» era una cáusa perdida, y esto es
lo que intentaría Reagan en los años siguientes. Sus métodos fueron la
persuasión discreta, la prolongación de la ayuda a los movimientos de
resistencia antisoviéticos y, como siempre, sus espectaculares discursos,
el más sensacional de los cuales tuvo lugar en la Puerta de Brandembur-
go de Berlín occidental el 1 2 de junio de 19 8 7 , cuando, en contra de
las recomendaciones del Departamento de Estado, Reagan proclamó:
«¡Señor Gorbachov, derribe este muro!».9?
Por una vez la actuación de Reagan no produjo demasiados cam­
bios; la reacción en Moscú fue de inesperada contención. A pesar de este
desafío contra el símbolo más visible de la autoridad soviética en Eu­
ropa, se siguió adelante con los preparativos para el Tratado de Armas
Nucleares de Alcance Intermedio y la cumbre de Washington a finales
de año. La razón, ahora se entiende perfectamente, es que la doctrina
Brezhniev había muerto seis años antes, cuando el Politburó se abstuvo
de invadir Polonia. A partir de ese momento los líderes del Kremlin de­
pendían de las amenazas para recurrir al uso de la fuerza con el fin de
mantener su control sobre Europa del Este, pero también sabían que
no podían hacerlo. Gorbachov era consciente de ello e incluso intentó
señalar a sus aliados del Pacto de Varsovia en 19 8 5 que debían arre­
glárselas por sus propios medios. «Me pareció que no se lo tomaban en
serio.»98 En lo sucesivo, decidió expresarlo sin rodeos.
Escribió en su libro Perestroika que uno siempre podía «reprimir,
obligar, sobornar, quebrantar o atacar, pero sólo temporalmente. A lar­
go plazo, la política no permite subordinar a los demás [...]. Que cada
cual elija a su gusto y respetemos todos esta elección»." Se sucedieron
rápidamente las decisiones para comenzar la retirada de tropas de Afga­
nistán y reducir el apoyo a los regímenes marxistas en el Tercer Mundo.
La cuestión de Europa del Este era distinta, pues la visión predominante
tanto en Washington como en las capitales europeas de uno y otro ban­
do era que la URSS jamás renunciaría voluntariamente a su esfera de
influencia regional. «Cualquier concesión soviética en la región — señala­
ba un analista occidental en 19 8 7 — no sólo minaría las reivindicaciones
ideológicas del comunismo [...] y degradaría las credenciales de la URSS
como potencia global fiable sino que además pondría en grave peligro
el consenso esencial en el seno de la U RSS y erosionaría la seguridad
interior del propio sistema.»100

244
Para Gorbachov, sin embargo, cualquier intento por mantener el
control sobre otros pueblos mediante el uso de la fuerza degradaría
el sistema soviético, poniendo a prueba sus recursos y desacreditando
su ideología en el intento de combatir las fuerzas imparables de la de­
mocratización que, por razones tanto morales como prácticas, barrían
el mundo entero. Fue entonces cuando recurrió a un truco de Reagan
y pronunció su propio discurso dramático: el 7 de diciembre de 1988
anunció ante la Asamblea General de Naciones Unidas que la Unión
Soviética estaba dispuesta a reducir unilateralmente en medio millón
de hombres sus tropas desplegadas en los países pertenecientes al Pacto
de Varsovia. «Es evidente que la fuerza y la amenaza de la fuerza no
pueden ni deben ser un instrumento de la política exterior [...]. La li­
bertad de elección es [...] un principio universal que no debe conocer
excepciones.»101
El discurso «causó una enorme sensación — alardeó Gorbachov ante
el Politburó de regreso en M oscú— [y] transformó por completo la
percepción tanto de nuestras políticas como de la Unión Soviética en
su conjunto».102 En eso tenía razón. Justo cuando Reagan se disponía
a abandonar el cargo se comprendió de pronto que su doctrina había
estado empujando contra una puerta abierta. Pero fue Gorbachov quien
dejó bien claro, a los pueblos y a los Gobiernos de Europa del Este, que
la puerta ya estaba abierta.

245
CAPÍTULO 7

EL TRIUNFO DE LA ESPERANZA

La Revolución Francesa fue un intento utópico de destruir el


orden tradicional (con sus muchas imperfecciones) en nombre
de unas ideas abstractas formuladas por intelectuales vanos que
incurrieron, no por azar sino por debilidad y maldad, en purgas,
asesinatos en masa y guerra. En muchos sentidos anticipó la aún
más terrible revolución bolchevique de 1917.
MARGARET THATCHER1

Es posible que el factor decisivo [...] sea esa característica de las


situaciones revolucionarias que Alexis de Tocqueville describía
hace más de un siglo: la pérdida de confianza de la clase dirigente
en su propio derecho a gobernar. Un puñado de chavales sale
a las calles y lanza unas cuantas piedras. La policía los apalea.
Los chavales dicen: «¡No tenéis derecho a apalearnos!». Y los
gobernantes, esos tan poderosos y altivos, responden: «Cierto, no
tenemos derecho a apalearos. No tenemos derecho a conservar el
Gobierno por la fuerza». El fin ya no justifica los medios.
TIMOTHY GARTON ASH1

En el año 19 8 9 se celebraba el bicentenario de la gran Revolución Fran­


cesa que derrocó al anden régime y con él la vieja creencia en que los
Gobiernos podían basar su autoridad en la invocación de una legiti­
midad heredada. Mientras se conmemoraba este hecho histórico otra
revolución liquidaba en Europa del Este una idea más reciente: la de
íque los Gobiernos podían basar su legitimidad en una ideología que

247
afirmaba conocer el curso de la historia. Hubo en esto algo de justicia
pospuesta, pues lo que sucedió en 19 8 9 era lo que supuestamente de­
bía de haber ocurrido en Rusia en 1 9 1 7 : una sublevación espontánea
de trabajadores e intelectuales como la que habían profetizado Marx
y Lenin construiría en todo el mundo una sociedad sin clases. Pero la
revolución bolchevique no fue espontánea y, a lo largo de las casi siete
décadas posteriores, la ideología que la instaló en el poder no produjo
sino dictaduras que se hacían llamar a sí mismas democracias popula­
res. Parecía por tanto correcto que las revoluciones de 19 8 9 rechazaran
el marxismo-leninismo aun con mayor rotundidad de la que empleó la
Revolución Francesa para poner fin al derecho divino de los reyes.
Las sublevaciones de 19 8 9 , como las de 1 7 8 9 , cogieron al mundo
por sorpresa. Los historiadores podían mirar atrás, una vez los hechos
ya se habían producido, para determinar sus causas: la frustración de
que las divisiones temporales de la Segunda Guerra Mundial se hubie­
ran convertido en divisiones permanentes; el miedo a las armas nuclea­
res que había llevado al mundo a aquel punto muerto; el resentimiento
hacia las economías centralizadas, por su incapacidad para mejorar el
nivel de vida; un lento desplazamiento del poder de los supuestamente
poderosos a los aparentemente indefensos; y la inesperada aparición
de unos principios independientes a la hora de realizar juicios morales.
Sensibles a estas tendencias, los grandes líderes-actores de la década de
19 8 0 supieron dramatizarlas para señalar que la necesidad de la Gue­
rra Fría no sería permanente. Sin embargo, ni siquiera ellos pudieron
pronosticar su inminente y decisivo final.
A principios de 19 8 9 nadie comprendía que la Unión Soviética, su
imperio y su ideología — y por tanto la propia Guerra Fría— era un
montón de arena a punto de desmoronarse. Bastaron para que esto
ocurriera apenas unos granos de arena más.3 Quienes los lanzaron no
dirigían las superpotencias ni lideraban ningún movimiento religioso;
eran personas corrientes con prioridades sencillas que veían, aprovecha­
ban y a veces se topaban con la oportunidad. Y al hacerlo produjeron
un colapso que nadie pudo evitar. Sus «líderes» no tenían más alterna­
tiva que seguirlos.
Destacó entre ellos un líder en particular. Se aseguró de que la gran
revolución de 19 8 9 fuera la primera sin apenas derramamiento de san­
gre. N o hubo guillotinas, ni cabezas en picas ni asesinatos en masa

248
decretados por la autoridad. Cierto es que se contabilizaron algunas
muertes, pero muy pocas para la magnitud y la importancia de lo que
estaba ocurriendo. Esta revolución se convirtió así, tanto por sus me­
dios como por sus fines, en un triunfo de la esperanza. Y ello fue prin­
cipalmente posible porque M ijaíl Gorbachov optó por dejar hacer en
lugar de intervenir.

El año comenzó tranquilamente con la investidura, el 20 de enero, de


George H. W. Bush como presidente de Estados Unidos. Durante sus
años como vicepresidente de Reagan, Bush había presenciado la emer­
gencia de Gorbachov y los acontecimientos posteriores, pero no com­
partía con su predecesor la convicción de que lo que estaba sucediendo
era una auténtica revolución: «¿Éramos conscientes de lo que se aveci­
naba cuando asumimos el mando? N o lo éramos, ni pudimos haberlo
planeado».4 El nuevo líder estadounidense quiso hacer una pausa para
evaluar la situación y ordenó una revisión de las relaciones entre Estados
Unidos y la URSS que tardó meses en completarse. Brent Scowcroft, el
asesor de Bush en cuestiones de seguridad nacional, se mostraba más
que dudoso:

Recelaba de las intenciones de Gorbachov y era escéptico en cuanto a sus


objetivos [...]. Me parecía que intentaba matarnos con amabilidad [...].
Mi temor era que nos convenciera para que nos desarmáramos sin que la
Unión Soviética realizara cambios fundamentales en su propia estructura
militar, de manera que en el plazo de una década nos encontráramos ante
una amenaza mayor que nunca.5

Gorbachov, por su parte, se mostraba cauteloso con la Administración


Bush. «Esta gente se ha formado en los años de la Guerra Fría y to­
davía no dispone de una política exterior alternativa — declaró ante el
Politburó poco antes de que Bush tomara posesión del cargo— . Creo
que aún les preocupa estar en el bando de los perdedores. N o podemos
esperar grandes avances.»6
El hecho de que ni Bush ni Gorbachov se anticiparan a los aconteci-

249
mientos señala el escaso control que tenían sobre lo que estaba a punto
de ocurrir. Los calculados desafíos al statu quo lanzados por Juan Pablo
II, Deng, Thatcher, Reagan y el propio Gorbachov habían debilitado
tanto la situación que el orden imperante era ahora vulnerable a ataques
mucho menos previsibles por parte de líderes desconocidos, incluso por
individuos desconocidos. Los científicos denominan «punto crítico» a
esta situación, cuando una perturbación mínima en una parte del sis­
tema puede modificar — incluso destruir— el sistema en su totalidad.7
Y saben también que es imposible anticipar cuándo, dónde y cómo se
producirán este tipo de alteraciones o cuáles serán sus consecuencias.
Gorbachov no era científico, pero llegó a percibirlo. «La vida seguía
su propia dinámica — comentó en el mes de noviembre— . Los aconte­
cimientos se desarrollaban muy deprisa [...] y uno no podía quedarse
atrás. Un partido dirigente no podía actuar de otro modo.»8
Este apresuramiento de los partidos dirigentes para no quedar atrás
se manifestó por primera vez en Hungría, donde desde que Jruschov
sofocara la rebelión de 19 5 6 el régimen de János Kádár había ido alcan­
zando cierto grado de autonomía dentro del bloque soviético, despacio,
pero sin pausa y con discreción. Cuando Gorbachov llegó al poder en
19 8 5 , Hungría contaba con la economía más avanzada de Europa del
Este y empezaba a aplicar algunas libertades políticas. Los jóvenes refor­
mistas forzaron la retirada de Kádár en 19 8 8 , y a principios de 1989 el
nuevo primer ministro húngaro, Miklós Németh, visitó a Gorbachov en
Moscú: «Cada uno de los países socialistas está desarrollando su propio
modelo particular — le recordó Németh a su anfitrión— , y sus líderes
son responsables ante su pueblo por encima de todo». Gorbachov no
discrepó. Admitía que las protestas de 19 5 6 habían empezado «con la
insatisfacción del pueblo», para luego dar paso a «la contrarrevolución
y el derramamiento de sangre. Esto no podía pasarse por alto».9
Los húngaros en modo alguno pasaron por alto las declaraciones
de Gorbachov. Para entonces ya habían creado una comisión oficial
destinada a evaluar los acontecimientos de 19 5 6 . Su conclusión fue
que la rebelión había sido «un levantamiento popular en contra de una'
oligarquía que había humillado a la nación». Una vez quedó bien claro
que Gorbachov no se oponía a este pronunciamiento, las autoridades de
Budapest decidieron señalarlo con una ceremonia oficial: repitieron los
funerales de Imre Nagy, el primer ministro húngaro que había liderado

Z50
la rebelión y a quien Jruschov ordenó ejecutar. Doscientos mil húnga­
ros asistieron al funeral de Estado el x6 de junio de 19 8 9 , en un clima
de gran emoción. Entretanto, Németh se había servido de su autoridad
■ para dar un paso más significativo. Se negó a aprobar una partida eco­
nómica para el mantenimiento de la alambrada que separaba la frontera
húngara de Austria, por donde intentaron huir los refugiados de 19 5 6 .
A continuación, proclamando que la barrera era obsoleta además de
peligrosa para la salud, ordenó su desmantelamiento. Los líderes de
Alemania del Este se alarmaron y protestaron ante Moscú, pero la sor­
prendente respuesta fue: «N o podemos hacer nada por evitarlo».10
Acontecimientos igualmente inesperados estaban teniendo lugar en
Polonia, donde Jaruzelski ya había liberado a Walesa y levantado la
ley marcial tiempo atrás. A finales de los ochenta el Gobierno había
ejecutado una delicada danza con Solidarnosc — todavía oficialmente
ilegal— en la que cada parte buscaba su legitimidad al tiempo que des­
cubría su mutua dependencia. En la primavera de 19 8 9 la economía
volvía a estar en crisis. Jaruzelski intentó resolver el problema legali­
zando Solidarnosc y permitiendo a sus representantes competir en unas
elecciones «sin confrontación» para una nueva legislatura bicameral.
Walesa aceptó de mala gana, pues se temía que las elecciones estuvieran
amañadas. Mas para asombro de todo el mundo, los candidatos de So­
lidarnosc ocuparon todos los escaños que se disputaban en la cámara
baja y todos menos uno en la cámara alta.
Los resultados del 4 de junio fueron «un éxito inesperado y desco­
munal», señaló un organizador de Solidarnosc, y Walesa tuvo que apre­
surarse una vez más, esta vez para ayudar a Jaruzelski a salvar la cara.
«Me veo de pronto con demasiado grano y sin espacio en el granero»,
bromeó el líder del sindicato. La reacción de Moscú en esta ocasión fue
la misma que cuando se produjo el ascenso de Solidarnosc, diez años
antes. «Esta cuestión compete exclusivamente a los polacos», señaló uno
de los principales colaboradores de Gorbachov. Y así, el Z4 de agosto
de 19 8 9 , se constituía el primer Gobierno no comunista en Europa del
Este desde los comienzos de la Guerra Fría. El nuevo primer ministro,
Tadeusz Mazowiecki, estaba tan conmocionado por los acontecimientos
que se desmayó en la ceremonia de investidura.11
Para entonces Gorbachov ya había decidido convocar elecciones
en la URSS y constituir un nuevo Congreso de los Representantes del
Pueblo. N o pensó «ni por un momento en obstaculizar los cambios»,
según le manifestó a Jaruzelski.11 El congreso se constituyó en Moscú
el 25 de mayo, y durante varios días la televisión ofreció a todo el país
las gozosas e insólitas imágenes de una vociferante oposición arengando
al gobierno. «Todo el mundo estaba tan harto de cantar las alabanzas
de Brezhniev que era casi obligatorio censurarlo — recordaba Gorba­
chov-— . M is colegas del Politburó, siendo personas disciplinadas, no
manifestaron su malestar. Pese a todo, yo percibía su disgusto. ¿Cómo
podía gustarles cuando todo el mundo veía con claridad que los días
de la dictadura del partido habían terminado?».1?
Por más que esto fuera cierto en Hungría, Polonia y la Unión So­
viética, no podía decirse lo mismo de China. Las reformas económicas
de Deng Xiaoping habían suscitado presiones de cambio político, algo
que no entraba en los planes de Deng. Cuando a mediados de abril se
produjo la muerte repentina de Hu Yaobang, el anterior secretario ge­
neral a quien Deng había depuesto por defender la apertura en China,
las protestas estudiantiles abarrotaron la plaza de Tiananmen, en el
centro de Pekín. Las manifestaciones coincidieron con la primera visita
de Gorbachov a China. «Nuestros anfitriones estaban muy preocupa­
dos por la situación», señaló Gorbachov. N o les faltaba razón, puesto
que los disidentes vitorearon al líder del Kremlin. Una de las pancartas
decía: «En la Unión Soviética tienen a Gorbachov. ¿A quién tenemos en
China?». Poco después de que el líder soviético abandonara el país, los
estudiantes descubrieron una estatua de la «Diosa de la Democracia»,
una réplica de la Estatua de la Libertad, justo enfrente del retrato de
M ao que presidía la entrada a la Ciudad Prohibida y también frente a
su mausoleo.I4
N o sabemos qué habría pensado M ao de esta acción, pero Deng la
encontró intolerable y, la noche del 3 al 4 de junio de 19 8 9 , ordenó una
represión brutal. Se desconoce con exactitud cuántas personas perdie­
ron la vida cuando el ejército tomó la plaza y las calles aledañas, pero
el número de muertos sin duda superó en varias veces el de las víctimas
de la represión en Europa durante todo un año de revueltas populares.15
Sigue sin haber consenso sobre cómo el Partido Comunista Chino con­
servó el poder mientras los comunistas lo perdían en Europa; tal vez
fuera por el uso de la fuerza, por el miedo a que el caos se apoderara
del país si el partido llegaba a caer o por el hecho de que la versión del

252
comunismo disfrazado de capitalismo de Deng había mejorado real-
emente la vida de los chinos, pese a negarles la libertad de expresión.
De lo que no había duda era de que el ejemplo de Gorbachov había
sacudido la autoridad de Deng. Aún estaba por ver si ocurría también
el fenómeno inverso.
Un comunista europeo que confiaba en que el ejemplo de Deng
influyera en Gorbachov era Erich Honecker, el severo presidente de
Alemania oriental. En mayo de 19 8 9 había vuelto a ser elegido con un
imposible 98,95 por ciento del sufragio. Tras la matanza de Tiananmen,
el jefe de la policía secreta de Honecker, Erich Mielke, calificó la acción
china ante sus subordinados como «medidas contundentes para supri­
mir... las protestas contrarrevolucionarias». La televisión de Alemania
oriental emitía una y otra vez un documental producido por Pekín que
ensalzaba «la heroica respuesta del ejército y de la policía chinos ante
la perfidia de los manifestantes estudiantiles».16 Todo lo cual parecía
indicar que Honecker tenía bajo control a la RD A, hasta que el régimen
empezó a constatar que cada vez eran más los ciudadanos que pasaban
sus vacaciones de verano en Hungría.
Cuando las autoridades húngaras desmantelaron la alambrada de
la frontera austríaca, su única intención era facilitar el tránsito a sus
propios ciudadanos. Pero la noticia se propagó rápidamente y miles de
alemanes orientales empezaron a atravesar Checoslovaquia y Hungría
en sus diminutos y contaminantes Trabants para cruzar la frontera a pie,
abandonando en ella sus vehículos. Otros invadían la Embajada de Ale­
mania occidental en Budapest solicitando asilo. En el mes de septiembre
. había más de 130 .0 0 0 alemanes orientales en Hungría, y el Gobierno
anunció que por razones «humanitarias» no impediría su emigración
a Occidente. Honecker y sus socios respondieron con furia: «Hungría
está traicionando al socialismo», proclamó un encolerizado Mielke. «No
debemos desanimarnos — señaló otro funcionario del Partido— , aunque
los acontecimientos en la URSS, Polonia y Hungría [...] lleven a pregun­
tarse a cada vez más gente cómo va a sobrevivir el socialismo.»17
La observación era excelente, pues cerca de 3.000 solicitantes de
asilo alemanes habían saltado la verja de la Embajada de Alemania
occidental en Praga y se habían encerrado en su interior, con plena
cobertura televisiva. El Gobierno checo, disgustado por la publicidad
pero reacio a abrir sus fronteras, presionó a Honecker para que re­

2-53
solviera la situación. En vísperas del X L Aniversario de la RDA, cuya
celebración estaba prevista para el mes siguiente, el propio Honecker
se mostró ansioso por poner fin a tan bochornosos acontecimientos¡
Terminó por aceptar que los alemanes orientales refugiados en Praga
pudieran viajar a Alemania occidental, pero sólo en trenes sellados y a
través de territorio de la R D A para poder decir al mundo que habían
sido expulsados. Los trenes fueron aclamados a su paso por'el país y
otros alemanes intentaron subirse a ellos. Cuando la policía les pidió
por última vez sus carnets de identidad, algunos pasajeros se los tiraron
a los pies. Uno de ellos recordaba que la sensación que se vivía era:
«Ahí tienes tu carnet [...] ya no puedes amenazarme más. Y era de lo
más gratificante».18
Entretanto, los invitados — incluido Gorbachov— empezaban a lle­
gar a Berlín oriental para las conmemoraciones oficiales, los días 7 y
8 de octubre de 19 8 9 . Para horror de sus anfitriones, el líder soviético
resultó ser aún más popular que en Pekín. Los que desfilaban por la
avenida Unter den Linden abandonaron los eslóganes oficiales y esta­
llaron en gritos de «¡Gorby, ayúdanos! ¡Gorby, quédate con nosotros!».
Instalado en la tribuna junto a un Honecker que se había puesto lívido,
Gorbachov comprobó que:

Era sobre todo gente joven, fuerte y bien parecida [...] [Jaruzelski, el líder
polaco se acercó a nosotros para preguntarme: «¿Entiendes el alemán?».
Yo dije: «Un poco». «¿Y estás oyendo?» «Estoy oyendo.» Y entonces
añadió: «Esto es el fin». Y era el fin: el régimen estaba condenado.

Gorbachov intentó advertir a los alemanes sobre la necesidad de adoptar


medidas drásticas: «La vida castiga a los que no actúan a tiempo». Pero
como recordaría más tarde: «El camarada Erich Honecker se conside­
raba obviamente el número uno del socialismo, si no del mundo entero.
Había dejado de percibir lo que de verdad estaba pasando». Intentar
comunicarse con él era como «derribar un muro con tirachinas».19
Las protestas antigubernamentales llevaban semanas gestándose en
Leipzig y se reanudaron el 9 de octubre, el día siguiente a que Gorba­
chov regresara a Moscú. Una vez el invitado soviético hubo salido del
país, la posibilidad de una solución como la elegida por Deng Xiaoping
seguía estando al alcance de la mano, y es posible que Honecker incluso

254
ya la hubiera autorizado. Pero intervino entonces un actor inespera­
do (Kurt Masur, el respetado director de la Orquesta Gewandhaus)
para negociar el fin de la confrontación y la retirada de las fuerzas de
seguridad. N o hubo una masacre como la de Tiananmen, si bien esto
supuso el fin de la autoridad de Honecker, que el 1 8 de octubre se vio
obligado a presentar su dimisión. Su sucesor, Egon Krenz, había asistido
semanas antes a la celebración del X L Aniversario de la Revolución
Maoísta en Pekín, si bien no era partidario de sofocar a tiros las pro­
testas en Alemania oriental. El x de noviembre le aseguró a Gorbachov
que no sucedería tal cosa, aun cuando el malestar se extendiera hasta
Berlín oriental. Incluso aunque intentaran «derribar el muro — añadió
Krenz— , cosa que tampoco me parecía probable». 20
Lo que Krenz no esperaba era que derribase el muro uno de sus pro­
pios subordinados al meter la pata en una rueda de prensa. Tras su viaje
a Moscú Krenz consultó con sus colegas y, el 9 de noviembre decidieron
aliviar la creciente escalada de tensión en Alemania oriental, relajando
—pero no eliminando— las restrictivas normas para viajar a Occidente.
El decreto apresuradamente redactado le fue entregado a Günter Scha-
bowski, un miembro del Poltiburó que no había estado presente en la
reunión y debía comunicar la noticia a la prensa. Schabowski leyó el
decreto con la misma precipitación con que se había redactado y, acto
seguido, anunció a los ciudadanos de la R D A que eran libres para salir
«por cualquiera de los puestos fronterizos». Los sorprendidos perio­
distas preguntaron cuándo entraba en vigor la nueva normativa. Tras
ojear sus papeles, Schabowski replicó: «Según mi información desde
este mismo momento». ¿Valía lo mismo para viajar a Berlín occiden­
tal? Schabowski frunció el ceño, se encogió de hombros, revolvió una
vez entre sus papeles y al fin respondió: «La salida permanente puede
realizarse a través de todos los puestos fronterizos de la R D A a Berlín
occidental [y Alemania occidental]». La siguiente pregunta fue: «¿Y qué
va a pasar con el muro de Berlín?». Schabowski farfulló una respuesta
incoherente y dio por concluida la rueda de prensa.21
En cuestión de minutos había circulado la noticia de que el muro
estaba abierto. N o era así, pero la multitud empezó a concentrarse en
los puestos de control y los guardias carecían de instrucciones. Krenz,
atrapado en una reunión del Comité Central, no tenía ni idea de lo que
estaba ocurriendo y, cuando lo supo, la muchedumbre era ya dema-

2-55
siado numerosa para controlarla. Los guardias del puesto de control
de Bornhomer Strasse se decidieron finalmente a abrir las puertas y los
extasiados berlineses orientales inundaron Berlín occidental. En poco
tiempo alemanes de uno y otro lado se subían al muro, se sentaban en
él y hasta bailaban; muchos llevaban martillos y cinceles para empezar
a derribarlo. Gorbachov dormía en Moscú mientras tenían lugar estos
acontecimientos, sin enterarse de nada hasta la mañana siguiente. Se
limitó a comunicar a las autoridades de Alemania oriental: «Habéis to­
mado la decisión correcta».11
Una vez abierto el muro todo era posible. El io de noviembre, Todor
Zhivkov, gobernante de Bulgaria desde 19 5 4 , anunciaba su dimisión.
Poco después el Partido Comunista Búlgaro negociaba con la oposición
y prometía la celebración de elecciones libres. El 1 7 de noviembre se
produjeron manifestaciones en Praga que se extendieron rápidamente
por toda Checoslovaquia. En cuestión de semanas, una coalición gu­
bernamental había derrocado a los comunistas y, a fúñales de ese mismo .
año, Alexander Dubcek, quien presidiera el país durante la «primavera
de Praga», fue nombrado presidente de la Asamblea Nacional, bajo las
órdenes del nuevo presidente de Checoslovaquia: Václav Havel.
El 1 7 de diciembre el dictador rumano Nicolái Ceaucescu, desespe­
rado por salvar su régimen, ordenó al ejército que siguiera el ejemplo
chino y disparara contra los manifestantes en Timisoara. Noventa y
siete personas resultaron muertas, lo cual no hizo más que avivar el
malestar. Ceaucescu convocó un mitin de masas para el 2 1 de diciem­
bre en Bucarest, convencido de que allí se encontraría con sus leales
seguidores. Sucedió lo contrario; la multitud lo recibió con abucheos y,
antes de que pudiera interrumpirse la conexión en directo por televisión,
las cámaras captaron su cara de ciervo aturdido por los faros mientras
intentaba en vano aplacar a la muchedumbre. Ceaucescu y su mujer,
Elena, huyeron de la ciudad en helicóptero, pero fueron rápidamente
detenidos, juzgados y ejecutados ante un pelotón de fusilamiento el día
de Navidad.1?
Veintiún días antes Ceaucescu se había reunido con Gorbachov en
el Kremlin. Los recientes acontecimientos en Europa del Este, advirtió
a su anfitrión, habían puesto «en grave peligro no sólo el socialismo en
sus respectivos países sino también la propia existencia de los partidos
comunistas en toda la región». A lo que Gorbachov, en tono más de te-
rapeuta que de líder del Kremlin, le respondió: «Parece que eso te preo­
cupa. Dirne, ¿qué podemos hacer?». Y Ceaucescu propuso vagamente:
«Podríamos reunirnos para discutir posibles soluciones». Gorbachov
replicó que no bastaría con eso; era necesario realizar cambios, de lo
contrario uno terminaba resolviendo los problemas «bajo el paso de las
botas». Pero la reunión de primeros ministros de Europa del Este iba a
celebrarse el 9 de enero, y Gorbachov cometió la torpeza de tranquilizar
| a su nervioso invitado asegurándole: «El 9 de enero seguirás vivo».2-*
Había sido un buen año para los aniversarios, pero un mal año para
las predicciones. A principios de 19 8 9 la esfera de influencia soviética en
Europa del Este parecía tan sólida como en las cuatro últimas décadas
9 y media. Sin embargo, en el mes de mayo, Cherniaev anotaba lúgubre-
mente en su diario: «El socialismo está desapareciendo en Europa del
Este [...]. En todas partes las cosas están resultando distintas de lo ima­
ginado y lo propuesto.» Llegado el mes de octubre, Gennadi Gerasimov,
ministro portavoz del Gobierno soviético, incluso se permitió bromear
al respecto: «¿Conoce usted esa canción de Frank Sinatra, “ M y W ay” ?
; —respondió a la pregunta de qué quedaba de la doctrina Brezhniev— .
Hungría y Polonia actúan a su manera. Ahora tenemos la doctrina Sina­
tra».15 A finales de año no quedaba nada y lo que el Ejército Rojo había
ganado en la Segunda Guerra Mundial, lo que Stalin había consolidado,
lo que Jruschov, Brezhniev, Andropov y hasta Chernienko habían inten­
tado preservar, todo se había perdido. Gorbachov se mostró resuelto a
sacar el mejor partido de la situación.
«De ningún modo debe considerarse lo ocurrido bajo una luz ne­
gativa», manifestó Bush en su primera cumbre, celebrada en Malta el
mes de diciembre de 19 8 9 :

Durante 45 años hemos logrado evitar una guerra a gran escala [...]. Tam­
poco la confrontación resultante de las convicciones ideológicas ha de­
mostrado estar justificada. La dependencia del intercambio desigual entre
países desarrollados y subdesarrollados ha resultado igualmente un fracaso
[...]. Los métodos de la Guerra Fría [...] han sido derrotados en términos
estratégicos. Nosotros mismos lo hemos reconocido. Y es posible que la
gente corriente lo haya comprendido mejor todavía.

257
El liderazgo soviético, informó Gorbachov al presidente .Bush «lleva
mucho tiempo reflexionando sobre todo esto y ha llegado a la conclu­
sión de que Estados Unidos y la URSS están sencillamente “ abocados”
al diálogo, la coordinación y la cooperación. N o existe alternativa».26

II

Bush reconoció ante Gorbachov en la cumbre de M alta que su país


estaba «impresionado por la rapidez de los cambios» en Europa del
Este. Él mismo había dado un giro «de 18 0 grados a su posición». In­
tentaba «no hacer nada que pueda debilitar vuestra posición». Puede
que tuviera a Reagan en mente cuando prometió «no subirse al muro de
Berlín para lanzar un discurso desde allí. — Pero continuó diciendo—:
Espero que comprendas que no podemos desaprobar la reunificación
de Alemania». Y Gorbachov puntualizó: «Tanto la URSS como Estados
Unidos están integrados en los problemas europeos en distintos grados.
Comprendemos muy bien vuestra implicación en Eluropa. Ver de otro
modo vuestro papel en el Viejo Mundo es poco realista, equivocado y
en definitiva nada constructivo».27
Era mucho lo que iba implícito en estos cambios. Bush confirmaba
que su administración — como el resto del mundo— no estaba prepa­
rada para lo sucedido. Reconocía además la importancia de Gorbachov
en los acontecimientos, al manifestar que Estados Unidos no deseaba
debilitar su posición. Pero también señalaba que iba a presionar junto
con los alemanes occidentales para lograr la reunificación de Alemania,
algo que apenas semanas antes habría parecido sencillamente imposible.
La respuesta de Gorbachov fue igualmente significativa, tanto por lo
que dijo como por lo que calló. Daba la bienvenida a Estados Unidos
como potencia europea, cosa que ningún líder soviético había manifes­
tado jamás. Y su silencio sobre Alemania denotaba ambivalencia, lo que
tampoco tenía precedentes en un régimen sólo dispuesto a consentir la
reunificación tras la Segunda Guerra Mundial si toda Alemania fuera
marxista, y una vez se demostró que esto era imposible se concentró en
la división permanente del país.
Ya se habían apreciado indicios de que Gorbachov podía modificar
esta posición. En 19 8 7 le manifestó al presidente de Alemania occiden-

Z58
tal, Richard von Weizsácker que, si bien los dos Estados alemanes eran
una realidad insoslayable, «de aquí a cien años sólo la historia podrá
decidir». Cuando viajó a Bonn en el mes de julio de 19 8 9 , se sintió ha­
lagado al ser recibido por una multitud que gritaba: «¡Gorby! Haz el
amor, no hagas muros».2,8 En el curso de las celebraciones en Alemania
oriental, en el mes de octubre, sorprendió a todos al recitar un poema
que nadie esperaba escuchar ante la tumba del «libertador» desconocido
del Ejército Rojo:

El oráculo de nuestro tiempo ha proclamado la unidad,


que sólo a hierro y a sangre puede forjarse,
pero es nuestro propósito forjarla con amor
y entonces se verá cuál es más duradera.15

Poco antes de la caída del muro de Berlín le había asegurado a Krenz


que «nadie podía ignorar [...] los muchos contratos humanos que exis­
tían entre los dos Estados alemanes». Y en la mañana que siguió a la
noche en que se abrieron las puertas de Berlín, recuerda que preguntó:
«¿Cómo vais a disparar contra alemanes que cruzan a pie la frontera
para reunirse con los alemanes del otro lado? Y así la política tuvo que
cambiar». 3°
Pero la reunificación de Alemania era, pese a todo, una perspec­
tiva inquietante no sólo para la Unión Soviética sino para todos los
europeos que recordaban la crónica de la última Alemania unificada.
La preocupación iba más allá de las divisiones de la Guerra Fría: Gor-
bachov la compartió con Jaruzelski, con el presidente francés François
Mitterrand e incluso con M argaret Thatcher, quien previno a Bush:
«Si no tenemos cuidado, los alemanes conseguirán con la paz lo que
Hitler no logró con la guerra» A 1 El único de los líderes europeos que
no compartía esta visión fue el canciller de Alemania occidental Hel-
mut Kohl, quien sorprendió a todos pronunciándose en favor de la
reunificación pocos días antes de la cumbre de Malta. Bush pensaba
que lo hacía para «asegurarse de que Gorbachov y yo no llegábamos
a un acuerdo por nuestra cuenta sobre el futuro de Alemania, como
hicieron Stalin y Roosevelt en los últimos meses de la Segunda Guerra
Mundial».32
Kohl lideraría el proceso, pero casi exclusivamente porque los pro-

259
pios alemanes orientales — tras derribar el muro— se apresuraron a
explicitar que no aceptarían nada que no fuera la reunificación. Hans
Modrow, sucesor de Krenz como primer ministro, informó a Gorba-
chov a finales de enero de 19 9 0 de que «la mayoría de los ciudadanos
de la R D A ya no respalda que existan dos Estados alemanes». El jefe
del K G B, Vladimir Kryuchkov confirmó que el Gobierno y el propio
partido se desmoronaban. Al ser informado de este extremo Gorbachov
no vio ninguna otra opción: «Debemos aceptar la reunificación de Ale­
mania como algo inevitable».33
La cuestión decisiva era en qué términos. Alemania oriental seguía
siendo miembro del Pacto de Varsovia, y cerca de 300.000 militares
soviéticos se hallaban desplegados en el país. La otra mitad de Alemania
formaba parte de la O T A N y contaba con unos 250.000 efectivos esta­
dounidenses sobre el terreno.34 El Gobierno soviético insistía en que no
consentiría una Alemania unificada en el seno de la Alianza Atlántica y
propuso como alternativa la neutralización. Estados Unidos y Alemania
occidental insistían con la misma firmeza en que Alemania debía perma­
necer en la O T A N . Se lanzaron entonces todo tipo de propuestas para
resolver el desacuerdo, incluso — muy brevemente— la de que la futura
Alemania unida pudiera tener una doble filiación: tanto a la OTAN
como al Pacto de Varsovia. Thatcher, que no veía la reunificación con
buenos ojos, calificó la propuesta de «la idea más estúpida que he oído
en la vida». Gorbachov recordaba con añoranza: «Nosotros fuimos los
únicos que defendimos esta propuesta».35
Finalmente Bush y Kohl convencieron a Gorbachov de que no tenía
más alternativa que aceptar una Alemania reunificada en el marco de
la O T A N . El líder soviético difícilmente podía respetar la decisión de
los alemanes orientales de desmantelar su propio Estado sin respetar
al mismo tiempo las exigencias de los alemanes occidentales de seguir
integrados en la O T A N , como tampoco podía negar que una Alema­
nia unida vinculada a la O T A N era menos temible que una Alemania
independiente. Estados Unidos sólo hizo una concesión a Gorbachov:
el secretario de Estado James Baker prometió que «la jurisdicción de la
O T A N no se ampliaría ni un centímetro hacia el Este», un compromiso
que más tarde fue rechazado por la Administración Clinton, aunque
para entonces la URSS ya había dejado de existir.36 Gorbachov, por su
parte, creía que Estados Unidos defendía la permanencia de Alemania
en la O T A N por miedo a que sus tropas fueran expulsadas del país una
vez se produjera la reunificación: «En varias ocasiones intenté conven­
cer al presidente de que la Unión Soviética no estaba interesada en la
retirada de sus tropas de Europa».37
Ello significaba por tanto que Estados Unidos y Europa convergían
en defensa de un acuerdo que apenas meses antes se habría considerado
impensable: la reunificación de Alemania, su permanencia en la O TA N
y el emplazamiento de tropas soviéticas en territorio alemán en tanto se
produjera la retirada de las fuerzas estadounidenses desplegadas en el
país. El acuerdo decisivo se produjo en un encuentro entre Gorbachov y
Kohl en julio de 19 9 9 : «No podemos olvidar el pasado — le dijo el líder
soviético a su homólogo alemán— . Todas las familias de nuestro país
sufrieron mucho durante esos años. Pero debemos mirar hacia Europa
y emprender el camino de la cooperación con la gran nación alemana.
Ésta es nuestra contribución al fortalecimiento de la estabilidad en Euro­
pa y en el mundo».38 Y fue así como el 3 de octubre de 19 9 0 , menos de
un año después de que los policías del puesto fronterizo de Bornholmer
Strasse decidieran abrir las puertas sin consultar con nadie, la división
de Alemania desde su derrota en la Segunda Guerra Mundial concluyó
definitivamente.I

III

Para entonces Gorbachov ya había sido aclamado en Berlín oriental, en


Bonn y en Pekín, algo que jamás le había ocurrido a ningún dirigente
del Kremlin. Pero también había sido merecedor de una distinción me­
nos halagüeña: el 1 de mayo de 19 9 0 fue el primer líder soviético abu­
cheado mientras presidía el desfile anual del ejército desde el mausoleo
de Lenin en la Plaza Roja. Las pancartas proclamaban: «¡Abajo Gorba­
chov!», «¡Abajo el socialismo y el Imperio Rojo fascista!», «¡Abajo el
partido de Lenin!»... Y todo se vio en la televisión nacional. Gorbachov
calificó de «vándalos» a los alborotadores y ordenó una investigación.
«Hemos puesto en marcha este país — se quejó más tarde ante sus co­
laboradores— . Y ahora gritan: “ ¡Caos! ¡Las despensas están vacías! ¡El
partido se rompe! ¡N o hay orden!” » Era «colosal» haber cosechado
tanto sin «derramamiento de sangre». Pero «me insultan, me maldicen
[...]. N o lo lamento. N o tengo miedo. Y no pienso arrepentirme ni pedir
disculpas por nada».3?
En cierta ocasión se le preguntó a Maquiavelo si era mejor para un
príncipe ser amado o temido.*0 A diferencia de sus predecesores, Gor-
bachov eligió el amor y lo recibió ampliamente, pero sólo fuera de su
país. Dentro no suscitaba ni amor ni temor, sino desprecio. Las.razones
eran múltiples: la libertad política empezaba a asemejarse a la anarquía;
la economía seguía tan estancada como en tiempos de Brezhniev; y la
fuerza del país más allá de sus fronteras parecía pisoteada. Y de pronto
otra amenaza asomaba en el horizonte: ¿podría sobrevivir la Unión
Soviética?
Lenin organizó la Unión Soviética como una federación liderada
por la República Rusa, que se extendía desde el golfo de Finlandia y
el mar Negro hasta el océano Pacífico. Integraban el resto del Estado
soviético Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, las repúblicas transcaucásicas
de Azerbaiyán, Armenia y Georgia y las repúblicas centroasiáticas de
Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kirguizia y Tadyikistán. Se suma­
ron a la lista en 19 4 0 los Estados bálticos de Estonia, Letonia y Litua-
nia, tras ser absorbidos por la Federación. Cuando Gorbachov llegó al
poder, había en la URSS tantas repúblicas rusas como no rusas, y estas
últimas gozaban de una amplia autonomía lingüística y cultural, incluso
de cierta capacidad para eludir el control de M oscú.*1 Pese a todo, ni
rusos ni no rusos veían la ruptura del país como una posibilidad real.
Sucede sin embargo que es difícil compartimentar las reformas. Gor­
bachov no podía reclamar perestroika y glasnost para la Unión Soviética,
ni dejar que los europeos del Este y los alemanes actuaran «a su manera»
sin animar a las nacionalidades no rusas, que nunca habían aceptado
plenamente su incorporación a la URSS. Figuraban principalmente en­
tre éstas las repúblicas bálticas y transcaucásicas, donde las presiones
de mayor autonomía y aun de independencia no tardarían en surgir.
Un profesor lituano le exponía a Gorbachov la lógica de la situación a
principios de 1990:

El resurgimiento nacional [es] fruto de la p e r e s t r o i k a . Ambas cosas van


unidas [...]. Cuando [el Partido Comunista de la Unión Soviética] decidió
fundamentar nuestra vida política en la democracia, en la República se
consideró principalmente como una proclamación del derecho a la auto-
determinación [...]. Estamos convencidos de que usted es sincero en sus
deseos de bienestar y entendimiento para todos, y también cuando afirma
que el pueblo no puede ser feliz en contra de su voluntad.

Gorbachov calificó este argumento de «irrefutable», pero aunque «en


principio admitía la posibilidad de secesión, confiaba en que los avances
en el terreno de la economía y de las reformas políticas terminaran por
desbancar el p r o c e s o » . También en este caso la predicción no resultó
acertada.
Lo cierto es que la apertura política no iba acompañada de una
mayor prosperidad y Lituania no veía qué beneficios le reportaba su per­
tenencia a la Unión Soviética. Los lituanos no olvidaban cómo habían
pasado a formar parte de la Federación, cuando Hitler y Stalin acor­
daron su anexión en el Pacto Nazi-Soviético de 19 3 9 . Y seguían muy
de cerca los acontecimientos en Alemania y Europa del Este. Las pocas
dudas que aún albergaban se disiparon en enero de 1 9 9 1 , cuando las
tropas soviéticas en Vilnius abrieron fuego contra los manifestantes, y
el 19 de febrero los lituanos se pronunciaron decisivamente en favor de
la independencia. Una secuencia de acontecimientos similar se producía
en Letonia y Estonia, mientras Gorbachov, que aún esperaba amor, no
parecía inclinado a oponerse.4^
Pero si las repúblicas bálticas obtenían su independencia, ¿por qué
no podían hacer lo mismo las transcaucásicas? ¿O los moldavos? ¿O
incluso los ucranianos? He aquí las preguntas que Gorbachov hubo de
afrontar en la primavera de 1 9 9 1 , y no tenía respuesta para ellas. «Aun­
que estuviéramos matando al monstruo del totalitarismo — recordaba
Cherniaev— , no había consenso en cuanto a cómo sustituirlo; de ahí
que cuando la perestroika fue perdiendo su orientación, las fuerzas que
ella misma había liberado escaparon a todo control.»44 La mayor de
todas las repúblicas, Rusia, eligió a su propio presidente en el mes de
junio. Se trataba de Borís Yeltsin, un antiguo jefe del partido en Moscú
convertido en el principal rival de Gorbachov. El contraste no podía pa­
sar inadvertido, pues pese a sus reiterados pronunciamientos en defensa
de la democracia Gorbachov nunca se sometió a un sufragio popular.
Otra diferencia, menos evidente por aquel entonces, no tardó en aflorar
a la superficie: a diferencia de Gorbachov, Yeltsin tenía un gran objetivo
estratégico. Se proponía abolir el Partido Comunista, desmantelar la

263
Unión Soviética y hacer de Rusia un Estado democrático independiente
y capitalista.
Yeltsin no era un personaje popular en Washington. Tenía fama
de beber en exceso, buscar la notoriedad y lanzar ataques gratuitos
contra Gorbachov en un momento en el que Bush intentaba respaldar
su liderazgo. Incluso había tenido una pelea en la entrada de la Casa
Blanca por cuestiones de protocolo con Condoleezza Rice, la joven pero
formidable asesora presidencial en asuntos soviéticos, de la que Yeltsin
salió perdedor.45 Sin embargo, llegado el año 1 9 9 1 no podía negarse la
importancia de Yeltsin. Al «reafirmar el control político y económico
ruso sobre los asuntos de la República — recordaba Scowcroft— , estaba
atacando las propias bases del Estado soviético». Para la Administración
Bush, una cosa era ver cómo se desintegraba la influencia soviética en
Europa del Este y presionar luego en favor de la reunificación alemana.
Otra muy distinta era contemplar el colapso total del país. «Soy de la
opinión de que toca bailar con quien está en la pista — señalaba Bush
en su diario personal— . Ante todo [...] no se debe [propiciar] la deses­
tabilización [...]. M e pregunto adonde vamos y cómo llegaremos.»46
Bush llegó a M oscú el 30 de julio para firmar el tratado START.I
sobre control del armamento, ya casi eclipsado por el curso de los acon­
tecimientos. Pasó un día de descanso con Gorbachov en la dacha del
líder soviético. «Tuve la impresión — recordaba posteriormente Cher-
niaev— de estar presenciando la culminación de un gran esfuerzo reali­
zado según las líneas de un pensamiento nuevo [...]. En ningún momento
percibí “ la tensión de la guerra” , como en el pasado.» Bush compartía
esta sensación, pero al concluir la cumbre también notó que «Gorba­
chov había perdido su efervescencia».4? De vuelta a casa, el presidente
se detuvo en Kiev para dirigirse al Parlamento ucraniano. Quiso ayudar
a Gorbachov, elogiándolo y recordando luego a su auditorio:

La libertad no es lo mismo que la independencia. Estados Unidos no respal­


dará a quienes persigan la independencia para sustituir una tiranía lejana
por despotismo local. No apoyará a quienes promuevan un nacionalismo
suicida basado en el odio étnico.

Estas palabras no fueron bien recibidas. «Bush ha venido aquí como


mensajero de Gorbachov — protestó un ucraniano— . Parecía incluso

264
menos radical que nuestros comunistas. Ellos al menos tienen que com­
petir por el poder [...] él no.» El golpe final lo asestó el columnista del
diario The New York Times William Safire, denunciando «el cobarde
discurso de Bush en Kiev». Tal vez fuera además un golpe bajo, pero
reflejaba la ambivalencia de la Administración estadounidense frente a
la posibilidad de existir fuera de la U RSS.48
«¡Ah, Tolya, qué mezquino, vulgar y provinciano se ha vuelto todo!
—se lamentaba Gorbachov ante Cherniaev el 4 de agosto, justo antes de
salir de vacaciones a Crimea— . Lo pienso y me dan ganas de mandarlo
todo al diablo. Pero ¿en manos de quién lo dejaría? Estoy muy cansa­
do. »49 Ésta fue la primera observación profética de Gorbachov, pues el
día x 8 de agosto todos los canales de comunicación del presidente sovié­
tico quedaron cortados y una delegación de supuestos sucesores acudió
a comunicarle que se encontraba bajo arresto domiciliario. Sus propios
colegas, convencidos de que sus políticas sólo podían desembocar en la
desintegración de la Unión Soviética, habían decidido sustituirlo.
Siguieron tres días de caos, al término de los cuales tres cuestiones
salieron a la luz: primera, que Estados Unidos y la mayoría del mundo
consideraba el golpe ilegítimo y se negaba a tratar con los conspira­
dores; segunda, que los propios conspiradores no se habían asegurado
de contar con el respaldo del ejército y de la policía; y tercera, que Bo-
rís Yeltsin, al subirse a un tanque en las puertas del Parlamento ruso y
anunciar que el golpe había fracasado, garantizó su fracaso. De poco
consuelo fue esto para Gorbachov, puesto que Yeltsin ya lo había sus­
tituido como principal líder en M oscú.5°
Yeltsin abolió de inmediato el Partido Comunista de la Unión Sovié­
tica y confiscó todas sus propiedades. Disolvió además el Congreso de
los Representantes del Pueblo, el órgano legislativo creado por Gorba­
chov, e instaló en su lugar un consejo integrado por representantes de las
demás repúblicas soviéticas, que reconoció la independencia de los Esta­
dos bálticos, lo cual llevó a Ucrania, Armenia y Kazajstán a proclamar
también su independencia. La autoridad de Gorbachov se evaporaba
mientras Yeltsin lo humillaba reiteradamente en la televisión nacional.
El 8 de diciembre, Yeltsin firmaba un acuerdo con los líderes de Ucrania
y Bielorrusia para constituir una «Comunidad de Estados Independien­
tes». Acto seguido llamó a Bush: «Hoy ha sucedido un acontecimiento
muy importante en nuestro país [...]. Gorbachov no está al corriente.»
El presidente lo comprendió al punto: «Yeltsin acababa de comunicar­
me que [...] había decidido disolver la Unión Soviética».51
«¡Lo que has hecho a mis espaldas es una desgracia», protestó Gor-
bachov, pero ya nada podía hacer; se había quedado sin país. Así, el
25 de diciembre de 1 9 9 1 , dos años y dos días después de la ejecución
de Ceaucescu, doce años después de la invasión de Afganistán y casi
setenta y cuatro años después de la revolución bolchevique, el último lí­
der de la Unión Soviética llamaba al presidente de Estados Unidos para
desearle una feliz Navidad, transfería a Yeltsin los códigos necesarios
para lanzar una ataque nuclear y sacaba la pluma con la que firmaría el
decreto por el que oficialmente la URSS dejaba de existir. La pluma no
tenía tinta y tuvo que usar la de uno de los periodistas de Cable News
NetWork que cubrían el acontecí miento. 5z Determinado pese a todo a
poner la mejor cara posible ante lo sucedido, anunció con cansancio
en su discurso de despedida: «Hemos puesto fin a la Guerra Fría, a la
carrera armamentista y a la disparatada militarización de nuestro país,
que ha arruinado nuestra economía, distorsionado nuestra manera de
pensar y minado nuestra moral. La amenaza de guerra mundial ha
desaparecido ».5 3
Gorbachov nunca fue un líder como Václav Havel, Juan Pablo II,
Deng Xiaoping, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Lech Walesa o,
incluso, Borís Yeltsin. Todos ellos tenían en mente un «destino» y dis­
ponían de un mapa para alcanzarlo. Gorbachov vacilaba ante las con­
tradicciones sin resolverlas. La principal fue la siguiente: quería salvar
el socialismo, pero no estaba dispuesto a recurrir a la fuerza para ello.
Su desgracia fue que estos objetivos resultaran incompatibles: no podía
alcanzar el uno sin abandonar el otro. Y así, a la postre, renunció a una
ideología, un imperio y a su propio país, con tal de no emplear la fuerza.
Eligió el amor por encima del miedo, violando con ello el consejo que
Maquiavelo daba a sus príncipes, y dejó de serlo por tanto. Su actitud
carecía de sentido en términos geopolíticos, pero le hizo merecer —y
recibir— más que a nadie el Premio Nobel de la Paz.

266
E P ÍL O G O

UNA MIRADA RETROSPECTIVA

Y así concluyó la Guerra Fría, mucho más repentinamente de lo que


había empezado. Tal como Gorbachov le dijo a Bush en Malta, fue la
«gente corriente» quien lo hizo posible: los húngaros que desmantela­
ron su alambrada y asistieron luego en masa al funeral por un hombre
que había muerto hacía treinta y un años; los polacos que pusieron a
Solidarnosc al frente del Gobierno con su voto masivo; y los alemanes
orientales que pasaban las vacaciones en Hungría, saltaban las verjas
de una embajada en Praga, humillaban a Honecker en su propio desfile,
lograban que la policía no interviniera en Leipzig y abrían finalmente las
puertas para derribar un muro y reunificar un país. Los líderes — ató­
nitos, horrorizados, felices, envalentonados, mudos, sin rumbo— lu­
chaban por recuperar la iniciativa, pero descubrieron que esto sólo era
posible reconociendo que lo que antes parecía increíble era de pronto
inevitable. Eso los que no fueron depuestos, como Honecker, o vilipen­
diados, como Deng, o ejecutados como los Ceaucescu. Y Gorbachov,
repudiado en casa pero venerado en el exterior, se consoló creando un
gabinete estratégico.1
Una de las cuestiones con las que lidió la Fundación Gorbachov sin
llegar a resolver nunca fue: ¿qué significó todo? La imposibilidad de
responder a esta pregunta no puede sorprendernos, puesto que quie­
nes participan en los grandes acontecimientos rara vez son los mejores
jueces para evaluar su significado. Pensemos en Cristóbal Colón, que
a buen seguro imaginó en algún momento de su vida el día en que se
celebraría el V Centenario de sus grandes viajes, y lo evocó como una
celebración de sus logros, de sus hombres, de los barcos que pilotaban
y de los monarcas que hicieron posible su travesía. Colón difícilmente
imaginó que cuando este aniversario se celebrara finalmente en 1992, lo
que los historiadores decidirían destacar fue el genocidio desencadenado
por el navegante al liberar las fuerzas del imperialismo, el capitalismo,
la tecnología, la religión y, sobre todo, la enfermedad en unas civiliza­
ciones que carecían de recursos para defenderse.
Por otro lado, su fama no habría llegado hasta nosotros si no fuera
porque el emperador Hongxi tomó la decisión en 14 2 4 de suspender
su costoso y ambicioso programa de exploración de los mares, dejando
así los grandes descubrimientos a los europeos.2 Puede parecer ésta una
extraña decisión hasta que se recuerda el costoso y ambicioso esfuerzo
realizado por Estados Unidos para superar a la Unión Soviética envian­
do al hombre a la Luna, que culminó con éxito el 20 de julio de 1969.
El presidente N ixon alardeó con desmesura de que ésta había sido
«la semana más grande en la historia del mundo desde la Creación».*
Luego, tras otros cinco alunizajes en el curso de los tres años y medio
siguientes, Nixon suspendió la carrera espacial y pospuso definitiva­
mente futuros descubrimientos. ¿Cuál de las dos decisiones de estos
dos emperadores parecerá más extraña transcurridos quinientos años?
Es difícil saberlo.
Se impone por tanto la humildad a la hora de evaluar la importan­
cia de la Guerra Fría; el pasado reciente será necesariamente distinto
cuando se mire a través del telescopio del futuro lejano. Lo que para
los contemporáneos pueden parecer cuestiones trascendentales acaso
lleguen a considerarse tan triviales e incomprensibles como son para los
turistas que viajan a la Antártida las peleas entre pingüinos, indistingui­
bles unos de otros sobre bloques de hielo a la deriva. Pero las corrientes
que impulsan la historia transportarán un significado concreto, mode­
lando en cierto modo lo que está por venir. Lo mismo harán quienes
izan sus velas, toman el timón y buscan la manera de llegar desde donde
se encuentran hasta donde esperan encontrarse algún día.
Karl M arx no sabía mucho sobre pingüinos, pero sí reconoció en
términos sexistas, en 18 5 2 , que «los hombres hacen su propia historia».
Siempre fiel al determinismo, se apresuró a matizar esta afirmación
añadiendo que «no a la medida de sus deseos, no eligiendo ellos mismos
las circunstancias, sino de acuerdo con las circunstancias encontradas,
dadas y transmitidas desde el pasado».4 Sólo hasta ahí estaba dispuesto
el mayor de los teóricos de lo inevitable a permitir algún desvío de la

27 0
historia; lo cierto es que no puede decirse que a M arx le agradara la
espontaneidad. Su manera de razonar propone sin embargo un método
para distinguir entre lo que tal vez se recuerde de la Guerra Fría y lo
que las futuras generaciones acaso rechacen, por incomprensible dis­
puta entre Estados, ideologías e individuos apenas distinguibles unos
de otros. Y ello porque los acontecimientos abren vías de escape — izan
velas, aparejan navios y fijan rumbos desconocidos hasta la fecha— que
se desvían de lo «normal» y que por ello seguirán recordándose en el
futuro, pasados cinco siglos.
El principal desvío de la Guerra Fría fue sin duda su alejamiento
de las guerras calientes. Antes de 19 4 5 las grandes potencias libraban
enfrentamientos armados que parecían un rasgo permanente del paisaje
internacional; Lenin incluso confiaba en que estas luchas proporciona­
rían el mecanismo mediante el cual el capitalismo llegaría a destruirse a
sí mismo. A partir de 19 4 5 , las guerras se limitaron a aquellas entre las
superpotencias y potencias menores, como ocurrió en Corea, Vietnam
y Afganistán, o a guerras entre potencias menores, como las cuatro que
estallaron entre Israel y sus vecinos árabes entre 19 4 8 y 1 9 7 3 , las tres
guerras entre India y Pakistán de 1 9 4 7 a .19 4 8 ,19 6 5 y 1 9 7 1 o el largo,
sangriento e inconcluso combate que devastó Irán e Irak durante la
década de 19 8 0 . Lo que nunca llegó a ocurrir, pese al temor extendido
por todo el mundo, fue una gran guerra en la que se vieran implicados
Estados Unidos, la Unión Soviética y sus respectivos aliados. Los líderes
de estos países tal vez no eran menos beligerantes que quienes recurrían
a la guerra en el pasado, pero su belicosidad carecía de optimismo
porque, por primera vez en la historia, «nadie» podía estar seguro de
ganar, ni siquiera de sobrevivir a una guerra de semejante magnitud.
Como la alambrada en la frontera húngara, l a g u e r r a — a l m e n o s l a s
g ra n d es g u e rra s e n tre g ra n d e s E s ta d o s — h a b ía p a s a d o a c o n v e r t ir s e e n

u n r ie s g o p a ra la s a lu d y, p o r ta n to , e n u n a n a c r o n is m o J

N o es difícil distinguir las corrientes históricas que llevaron al mun­


do hasta ese punto. Se componían de recuerdos de las muertes y los
costes de la Segunda Guerra Mundial, pero tampoco esto habría des­
cartado la posibilidad de guerras futuras, puesto que recuerdos similares
de la Primera Guerra Mundial no bastaron para impedir la Segunda.
J. Robert Oppenheimer apuntaba una explicación mejor al predecir en
1946 que «si llegara a producirse una gran guerra, se emplearía armas

271
atómicas».6 La lógica del hombre que dirigió el programa para la cons­
trucción de la bomba era correcta, pero la Guerra Fría logró invertirla
y, al comprenderse que una gran guerra implicaría el uso de armas ató­
micas, sucedió que esta guerra no llegó a producirse.7 A mediados de
la década de 19 5 0 estos mecanismos letales, junto con los medios para
utilizarlos de manera casi instantánea en cualquier lugar del mundo, po­
nían en peligro a los Estados. Así, una de las principales razones por las
que en el pasado habían estallado las guerras (la protección del propio
territorio) dejaba de tener sentido. También la competencia territorial,
otra de las causas tradicionales de guerra, empezaba a ser menos pro­
vechosa que en el pasado. ¿De qué servía en un momento de máxima
vulnerabilidad adquirir esferas de influencia, fortificar las líneas de de­
fensa y buscar puntos de estrangulamiento estratégico? Dice mucho al
respecto de cómo perdían valor este tipo de posturas el hecho de que
la Unión Soviética renunciara pacíficamente a muchos enfrentamientos
antes de desmoronarse.
Los sistemas de reconocimiento por satélite y otros avances de los
servicios de inteligencia contribuyeron asimismo a convertir las grandes
guerras en recurso obsoleto, al disminuir las ocasiones de atacar por
sorpresa y eliminar las posibilidades de ocultar las agresiones. Aún
podía producirse algún suceso inesperado, como la invasión de Kuwait
por parte de Irak en agosto de 19 9 0 , pero no fue por falta de datos
sino porque fallaron las interpretaciones de los servicios de inteligen­
cia. Cuando comenzó la liberación del país, a principios de 1 9 9 1 , el
despliegue militar de Sadam Husein resultó tan visible, y sus tropas
quedaron tan expuestas a cualquier ataque, que no tuvo más remedio
que retirarlas. La transparencia — derivada de la carrera de armas estra­
tégicas que tuvo lugar durante la Guerra Fría— generó una situación
completamente nueva, que recompensaba a quienes intentaban evitar
las guerras y desalentaba a quienes intentaban iniciarlas.
Es muy posible que este período se recuerde como el punto en el que
la fuerza militar, una característica distintiva del «poder» en el curso
de los cinco siglos precedentes, dejó de ser lo que fue.8 La Unión Sovié­
tica se desmoronó finalmente con toda su capacidad militar y nuclear
intacta. Los avances tecnológicos, sumados a una cultura de prudencia
más allá de las ideologías, provocaron un cambio en la propia esencia
del poder entre 1 9 4 5 y 1 9 9 1 . Cuando llegó el final de la Guerra Fría,

2.7Z
la capacidad de emprender guerras ya no garantizaba la influencia de
los Estados, ni siquiera su pervivencia en el conjunto del sistema inter­
nacional.
El descrédito de las dictaduras señala otro desvío del determinismo
histórico. Los tiranos existían desde hacía milenios, pero el gran temor
de George Orwell en el año 19 4 8 , cuando escribía su novela 1984 en la
solitaria isla de Jura, era que los progresos realizados en los siglos xvm
y xix para contener las guerras se hubieran invertido. Pese a las derrotas
sufridas por la Alemania nazi y el Japón imperial, no sería fácil explicar
la primera mitad del siglo x x sin concluir que las corrientes de la histo­
ria habían llegado a favorecer las políticas totalitarias y las economías
centralizadas. Orwell, como los monjes irlandeses en los confines del
mundo medieval, intentaba desde otro lugar remoto preservar lo poco
que quedaba de la civilización demostrando qué consecuencias tendría
una victoria de los bárbaros.9 Grandes Hermanos controlaban la Unión
Soviética, China y la mitad de Europa en el momento en que se publicó
1984. Habría sido utópico esperar que las cosas se detendrían en ese
punto.
Y sin embargo así fue; la corriente de la historia giró de manera de­
cisiva contra el comunismo en la segunda mitad del siglo xx. El propio
Orwell tuvo algo que ver en ello. Su angustioso relato, junto con los
posteriores de Solzenitsin, Sajarov, Havel y el futuro Papa Karol Wojtyla,
lanzaron una crítica moral y espiritual al marxismo-leninismo para la
cual éste carecía de respuesta. Tardaron sus velas en coger el viento,
pero a finales de los setenta la travesía ya estaba en marcha. Fueron
Juan Pablo II y el resto de los líderes-actores quienes a continuación
fijarían el rumbo. Las alternativas más inspiradas que la Unión Soviéti­
ca había logrado ofrecer fueron Leónidas Brezhniev, Yuri Andropov y
Konstantin Chernienko, claro indicio de que los dictadores ya no eran
lo que fueron.
El comunismo había prometido una vida mejor, pero no logró pro­
porcionarla. M arx insistía en que los cambios en los medios de pro­
ducción aumentarían las desigualdades, provocarían el odio y con ello
encenderían la conciencia revolucionara de la «clase obrera». N o fue
capaz de prever, sin embargo, el tipo de cambios que habrían de produ­
cirse cuando en el proceso de evolución de las economías post-industria-
les se produjera una recompensa lateral de las formas de organización

2-73
jerárquicas. La complejidad volvía la planificación «menos» factible
que en épocas de industrialización anteriores y más sencillas; sólo unos
mercados descentralizados y ampliamente espontáneos podían tomar
los millones de decisiones necesarias todos los días en una economía
moderna para satisfacer la demanda de bienes y servicios. En conse­
cuencia, el malestar ante el capitalismo no llegó a alcanzar el punto en
que «los proletarios de todos los países» juzgaran necesario unirse para
romper sus «cadenas».
Todo esto se evidenció durante la Guerra Fría, en buena parte por­
que los líderes occidentales demostraron que la acusación de Marx,
cuando decía que el capitalismo elevaba la codicia por encima de todo,
era falsa. Si comparamos esto con las perversiones del marxismo que
Lenin y Stalin aplicaron en la Unión Soviética y M ao en China — de­
jando el control de lo que supuestamente debería haber sido un proceso
automático en manos de un partido dirigente y un Estado totalitario—,
el resultado es el descrédito del comunismo no sólo en el plano econó­
mico sino también en el de la justicia política y social. Y así como la
nueva guerra mundial no llegaba a producirse, tampoco se produjo la
anticipada revolución mundial. La Guerra Fría había generado otro
anacronismo histórico.
Fíubo una tercera innovación: la globalización de la democracia.
Según ciertas estimaciones, el número de democracias se multiplicó por
cinco en la segunda mitad del siglo x x .10 Las circunstancias que lo pro­
piciaron siguen sin entenderse con claridad por el momento. De alguna
manera influyó en ello la ausencia de grandes depresiones y grandes
guerras; la década de 19 3 0 y los primexos años de la de 19 4 0 pusieron
de manifiesto la fragilidad de las democracias. Contribuyeron también
algunas decisiones políticas, como la promoción de la democracia por
parte de Estados Unidos y sus aliados europeos para distinguirse de sus
rivales marxistas-leninistas. Y la educación tuvo un papel igualmente
significativo: los índices de alfabetización y de escolarización aumenta­
ron casi en todas partes durante los años de la Guerra Fría y, aunque
las sociedades educadas no siempre son sociedades democráticas —tal
como demostró la Alemania de Hitler— , sí parece evidente que cuando
las personas cuentan con un mejor conocimiento de sí mismas y del
mundo que las rodea son también menos proclives a dejar que otros
dirijan sus vidas.

274
La revolución de la información fortaleció la difusión de la demo­
cracia al producir una sociedad mejor informada y capaz de reaccionar
al aprendizaje con mayor rapidez que en el pasado. Por tanto, en la
segunda mitad del siglo x x fue más difícil ocultar la información sobre
lo que ocurría tanto en el resto del mundo como en el propio país. Este
tipo de «transparencia» proporcionó nuevos instrumentos de presión
contra los regímenes totalitarios, según ilustró con elocuencia el proce­
so de Helsinki. Aportó además la confianza de que las dictaduras no
regresarían allí donde habían sido derrocadas.
Pero las democracias también arraigaron porque en términos ge­
nerales superaron a las autocracias a la hora de elevar el nivel de vida.
Los mercados no siempre necesitan de la democracia para funcionar
eficazmente: Corea del Sur, Taiwan, Singapur y China desarrollaron
economías de gran éxito en condiciones menos que democráticas. La
experiencia de la Guerra Fría demostró, sin embargo, que no es fácil
mantener los mercados abiertos y contener las ideas al mismo tiempo; y,
puesto que los mercados se revelaron más eficientes que las economías
dirigidas para asignar recursos y aumentar la productividad, la mejora
resultante en las vidas de la gente fortaleció a su vez las democracias.
Por todas estas razones durante el período de la Guerra Fría el mun-
; do estuvo más cerca que nunca de alcanzar un consenso en torno a la
idea de que sólo la democracia confiere legitimidad, lo cual también
señala una ruptura con el determinismo de los imperios, las ideologías
impuestas y el uso arbitrario de la fuerza para sostener un régimen to­
talitario.
Hubo seguramente en esos años mucho que lamentar: el riesgo que
corrió el futuro del mundo; los recursos destinados a la fabricación de
armamento inútil; las consecuencias para la salud y el medio ambiente
de los grandes complejos de la industria militar; y la represión que
oscureció las vidas de generaciones enteras y las vidas humanas que a
menudo se cobraba. Ningún tirano del mundo había llegado jamás a eje­
cutar a la «quinta» parte de su población y, sin embargo, esto es lo que
hicieron los Jemeres Rojos bajo el Gobierno de Pol Pot justo después de
la Guerra de Vietnam. Seguramente el futuro seguirá recordando esta
atrocidad cuando ya haya olvidado muchos aspectos de la Guerra Fría,
aun cuando en su momento apenas nadie fuera de Camboya supiera lo
que ocurría. Pol Pot no fue juzgado por crímenes contra la humanidad;

2-75
murió en una casucha de la frontera tailandesa en 19 9 8 y fue incinerado
sin ceremonia sobre un montón de basura y neumáticos.11 Al menos no
construyeron un mausoleo para él.
Sin embargo, por todo esto y por muchas otras razones, la Guerra
Fría pudo haber sido peor, mucho peor. Comenzó con el regreso del
miedo y concluyó con el triunfo de la esperanza, una trayectoria insólita
en los grandes momentos de tumulto histórico. También pudo haber
sido distinta, puesto que el mundo pasó la segunda mitad del siglo xx
profundamente angustiado por algo que no llegó a confirmarse. El teles­
copio que mire desde el futuro lejano confirmará este extremo, pues de
haber tomado las cosas un rumbo diferente acaso no quedaría ya nadie
para mirar desde el futuro. Esto sin duda es algo. Como dijo el Abbé
Sieyés cuando le preguntaron qué hizo durante la Revolución Francesa,
la mayoría de nosotros sobrevivimos.
NOTAS

p r ó l o g o : la v is ió n d e l f u t u r o

1. Michael Shelden, O r w e l l : T h e A u t h o r i z e d B i o g r a p h y , Harper-Collins, Nue­


va York, 19 9 1, p. 430. Mi relato de los últimos años de Orwell procede
de los capítulos finales de este libro.
2. George Orwell, 1984, Harcourt Brace, Nueva York, 1949, P- z^7 -
3. Discurso radiotelevisado, 16 de enero, 1984, P u b l i c P a p e r s o f t h e P r e s i -
d e n t s o f t h e U n i t e d S t a t e s : R o n a l d R e a g a n , 1 9 8 4 , Government Printing

Office, Washington, 1985, p. 45.

CAPÍTULO UNO: EL REGRESO DEL MIEDO

1. Entrevistas, CNN, C o i d W a r , Episodio 1, «Comrades, 1917-1945».


2. Alexander Werth, R u s s i a a t W a r : 1 9 4 1 - 1 9 4 J , E. P. Dutton, Nueva York,
1964, p. 1.045. Las cifras de bajas británicas y estadounidenses se han
extraído de B r i t a n n i c a O n l i n e . Las cifras soviéticas son las proporciona­
das por Vladimir O. Pechatnov y C. Earl Edmondson en «The Russian
Perspective», Ralph B. Levering, Vladimir O. Pechatnov, Verena Botzen-
hart-Viehe y C. Earl Edmondson, D e b a t i n g t h e O r i g i n s o f t b e C o i d W a r :
A m e r i c a n a n d R u s s i a n P e r s p e c t i v e s , Rowman & Littlefield, Nueva York,

Z0 0 2 , p. 8 6 .
3. Warren F. Kimball, T h e J u g g l e r : F r a n k l i n R o o s e v e l t a s W a r t i m e S t a t e s m a n ,
Princeton University Press, Princeton, 1991, pp. 97-99.
4. George F. Kennan, M e m o ir s : 1925-19 50, Atlantic-Little, Brown, Boston
1967, p. 279.

2-77

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