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INEXPLICADA
Ensayo sobre los límites de la comprensión
naturalista de la mente
Márvel, S. L.
Colección Fronteras
Director Juan Arana
LA CONCIENCIA
INEXPLICADA
Ensayo sobre los límites de la comprensión
naturalista de la mente
BIBLIOTECA NUEVA
Arana Cañedo-Argüelles, J.
La conciencia inexplicada: ensayo sobre los límites de la com-
prensión naturalista de la mente. – Madrid : Biblioteca Nueva,
2015.
232 p. ; 23 cm (Colección: Fronteras)
ISBN 978-84-16345-94-6
1. Ciencia cognitiva 2. Filosofía de la mente 3. Conciencia
4. Neurociencias
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ISBN: 978-84-16345-94-6
Depósito Legal: M- -2015
Impreso en
Impreso en España - Printed in Spain
1
Empleo a lo largo del libro la palabra «conciencia» y no «consciencia», ya que
ni el diccionario de la RAE ni el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora otorgan a la
segunda forma algún sentido privativo que la distinga de la primera. No obstante, uso
a menudo la expresión «ser consciente de...», por estar consagrada por los hablantes.
En general desconfío de las precisiones lingüísticas y por eso hago un uso bastante li-
beral de los sinónimos.
2
Por consiguiente no pretendo ofrecer una panorámica representativa ni tampo-
co una valoración del conjunto de los estudios contemporáneos sobre la conciencia.
Por lo que respecta a la vertiente cultural, contamos con el circunstanciado volumen co-
ordinado por Luis Álvarez (2005). Coincido plenamente con este autor cuando conclu-
ye su exposición preliminar con las siguientes palabras: «El reto ante el que actualmente
nos enfrentamos no es, por tanto, la unificación, sino la integración» (77).
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sela entera, por corrosiva que pueda resultar para el estómago. En ese
sentido, aun suponiendo que la humanidad sufriera una completa des-
moralización de tener que asumir con todas sus consecuencias la natu-
ralización de la conciencia, ni siquiera entonces sería legítimo utilizar
esa previsión como un desmentido. Lo propio del filósofo es mirar a la
verdad cara a cara, sin esconder artificialmente las notas amargas que
pueda tener, pero sin tampoco negar por una preasumida pose pesimis-
ta las más gratas. Por consiguiente, tendremos que enfrentarnos a la pre-
gunta por la naturalización de la conciencia con una actitud libre de
prejuicios, lo cual no es óbice para que cada cual haga la apuesta teórica
que su intuición o gusto dicte.
El libro está estructurado en seis capítulos. Los cinco primeros son
de índole expositiva y crítica. Examino los principales hechos y argu-
mentos que abogan por una explicación naturalista de la conciencia e
intento evidenciar que todos los intentos realizados hasta hoy han fra-
casado. El último capítulo pretende ser más constructivo: expongo lo
que a mi juicio se puede decir en positivo acerca de la conciencia y los
motivos por los que no resulta susceptible de explicación naturalista ni
de cualquier otro tipo. Así intento justificar el título del libro. Cada ca-
pítulo aborda la problemática desde una perspectiva diferente y comple-
mentaria a la de los otros. Esa es la razón por la que los motivos temáti-
cos y las referencias a los autores que los tocan aparecen recurrentemen-
te. El inconveniente es que la lectura puede resultar a veces más tediosa;
la ventaja es que se puede leer cada parte independientemente de las
otras y que no hay que esforzarse en seguir de principio a fin el hilo del
discurso so pena de perderse.
* * *
3
Entre 1985 y 2010 una base de datos no particularmente exhaustiva recogió
2516 artículos en cuyo título aparecía la palabra «conciencia» (Prinz, 2012: 3).
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1
Hay una discusión casi exhaustiva del tópico en Bennett, Hacker, 2003: 237-351.
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más fino o quizás más embrollado. Es cierto que durante mucho tiempo
el compromiso materialista no supuso ninguna garantía de racionali-
dad, ya que la mayor parte de los materialistas (hasta el siglo xviii in-
cluido) trabajaban con un concepto completamente opaco de «mate-
ria», y resultaban ser más bien hilozoístas, cuando no simplemente
irracionalistas. Solo en el siglo xix los científicos empezaron a definir
un concepto preciso y determinista de «sustancia material», del cual
sería deducible el comportamiento de cualquier agregado de tales enti-
dades, cerebro incluido. Pero la física se ha vuelto mucho más cauta du-
rante el siglo xx y en lo que llevamos del xxi. Ha moderado sus preten-
siones, a pesar de lo cual muchos psicólogos y una proporción altísima
de neurocientíficos consideran que para sostener el funcionamiento de
la conciencia humana no es necesario emplear ningún «gancho colga-
do del cielo», dicho sea por emplear una expresión de Daniel Dennett
(Dennett, 2004: 229).
El contraste entre la circunspección de los físicos y la osadía de los
neurólogos merece ser analizado, pero antes de pasar a considerarlo in-
tentaré cerrar la clarificación semántica esbozada. «Materia» se ha
convertido en un concepto abierto que designa sin más especificación
cualquier entidad que esté inmersa en el espacio-tiempo y acate las leyes
naturales descubiertas por la físico-química, aunque su última especifi-
cación se nos escapa por ahora y tal vez para siempre. A su vez, se ha
«naturalizado» aquello cuyo comportamiento a todos los efectos rele-
vantes se explica en función de dichas leyes. No se puede decir que la
materia haya sido «naturalizada», porque desconocemos qué pasa con
ella en un nivel de precisión que excede los límites impuestos por la in-
determinación cuántica, ni tampoco cómo se comporta a muy altos ni-
veles de energía. En cambio, se puede considerar que el «ácido sulfúri-
co» ha sido naturalizado, porque la química proporciona una explica-
ción razonable de todo lo que ocurre con él, habida cuenta de que no
tiene sentido hablar de «ácido sulfúrico» a muy altas energías (se diso-
cia antes) o a niveles ultramicroscópicos (cualquier porción representa-
tiva es suficientemente grande en comparación con el cuanto de acción
de Planck).
2
«En la filosofía natural de R. Penrose, la libertad o libre albedrío no son con-
ceptos opuestos al determinismo, sino a la computacionalidad» (Gherab-Martín,
2011: 86).
3
«Más aún, muchas operaciones cerebrales de la percepción y la memoria son no
representacionales, constructivas y dependientes del contexto y no están necesaria-
mente guiadas por un procedimiento efectivo, porque sus operaciones claves implican
la selección, no la instrucción, y no hay evidencia alguna de la existencia de códigos
neuronales rigurosos o preestablecidos como en los computadores. Finalmente, las
entradas del entorno y el contexto de señales que recibe el cerebro no están especifica-
das de forma única o unívoca; en otras palabras, aunque obedece las leyes de la física,
no se comporta como un ordenador» (Edelman, Tononi, 2002: 257).
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ne». Daniel Dennett es de los que apuestan con mayor entusiasmo por
esta segunda posibilidad:
4
Todavía hay osados que defienden en pleno siglo xxi este tipo de conceptuacio-
nes: «La ciencia, por regla general, ha estado siempre más cerca del determinismo que
de la voluntad libre. Y las razones para ello son simples: una vez conocido que el uni-
verso se rige por leyes deterministas, es difícil aceptar, siempre que se haya superado el
dualismo metafísico cartesiano de la separación de cuerpo y alma, que el cerebro, par-
te del universo, sea una excepción a esas leyes. Así, se ha asumido que el cerebro está
tan determinado como el resto del universo» (Rubia, 2009: 73).
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clinado tan honrosa misión. Su azar es, por decirlo así, neutral respecto
a la aceptación o rechazo de entidades tales como las conciencias libres
no naturalizables. Esto otorga auténtico protagonismo filosófico a los
neurocientíficos, que pueden dar con decisión un paso al frente y culmi-
nar la tarea que otros gremios de la ciencia han dejado pendiente. Las
evidencias en pro o en contra de la naturalización de la conciencia tie-
nen que ser aportadas por ellos solitos. Tanto mayor será su timbre de
gloria de cumplir el desafío. Si volvemos la vista a lo que hacen, no hay
muchos que pretendan haberlo conseguido ya, pero sí abundan los que
afirman estar a punto de tener éxito. Es como cuando éramos escolares
y no acabábamos de dar con la respuesta anhelada: la teníamos —decía-
mos— «en la punta de la lengua». Así, el bioquímico y premio nobel
Francis Crick, en su libro sobre la «búsqueda científica del alma»
(Crick, 1995), amaga el golpe sin llegar a darlo:
Este libro trata del misterio de la consciencia: cómo explicarla en
términos científicos. No es que yo sugiera una solución directa a este
problema. Ya me gustaría, pero en el momento actual eso parece una
tarea demasiado dificultosa (Crick, 1995: XI).
5
«Mente y consciencia no importa lo singulares que nos parezcan se insertan en
los hechos naturales y no los sobrepasan. La mente y el cerebro no han caído del cielo,
sino que se han formado lentamente a lo largo de la evolución de los sistemas nervio-
sos. Y esto es probablemente el conocimiento más importante de la neurociencia mo-
derna» (Rubia, 2009: 156). «Como espero hayan dejado claro las listas antes citadas,
los interrogantes a que da lugar esa Esencia con Mayúscula denominada “Conscien-
cia” (o élan mental) se multiplican sin límites. Creer en el dualismo implica sumergirse
en un tenebroso mar plagado de misterios» (Hofstadter, 2008: 392).
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6
«Koestler consideraba que la filosofía moderna comenzaba con la “catástrofe
cartesiana”, que consistía no tanto en el dualismo materia mente, como en la identifi-
cación de la mente con el pensamiento consciente, identificación que empobreció la
psicología durante tres siglos. Efectivamente, Descartes separó completamente la
mente del mundo físico para convertirla en el órgano de la inteligencia basado exclusi-
vamente en la consciencia» (Rubia, 2009: 142).
La conciencia inexplicada 29
7
Además de execrar a Descartes, un tópico bastante manoseado por los neurofi-
lósofos contemporáneos es ensalzar a Spinoza como adelantado de la nueva ciencia del
cerebro (Damasio, 2010; Changeux, Ricoeur, 1999: 15, 185; Goldberg, 2008: 302).
El hecho resulta sorprendente porque, a diferencia de Descartes, el filósofo holandés
no hizo ningún trabajo relacionado con el sistema nervioso. Supongo que los méritos
por los que es tan apreciado son exclusivamente especulativos: su monismo determi-
nista y su paralelismo psicofísico.
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1) No hay una localización cerebral precisa para la actividad neu-
ronal asociada a la conciencia, sino que aparecen implicados di-
versos lugares del sistema diencéfalo-prosencefálico (Edelman,
Tononi, 2002: 50) e incluso aparecen asociadas partes del tron-
co encefálico, como la formación reticular (Keenan, 2006: 60-
65).
2) No se ha aclarado hasta el momento por qué razón la actividad
electroquímica de ciertas neuronas y grupos de neuronas se ven
acompañadas del fenómeno de la conciencia y la de otras en
cambio no. Hay funciones cerebrales que escapan definitiva-
mente a la conciencia y otras que se le asocian intermitentemen-
te según les preste o no atención.
3) El fenómeno tiene una magnitud claramente macroscópica,
cosa por otro lado lógica, teniendo en cuenta que la conciencia
acoge amplias fuentes de información (incluyendo las aporta-
ciones de todos los sentidos externos) y tiene que ver con el con-
trol de complejos procesos voluntarios, que involucran gran
cantidad de vías mediando entre el sistema nervioso central,
bastantes órganos y la mayoría de los músculos efectores.
de canales iónicos cuyos cierres y aperturas son una vez más eventos
cuánticos. Para que todos estos procesos «se cancelasen» unos con
otros no podría haber ningún «cuello de botella» en los procesos elec-
troquímicos que presiden las conexiones interneurales. Pero justamente
ocurre todo lo contrario. Crick, que es uno de los que con mayor vehe-
mencia quiere reducir la conciencia a trasmisión de impulsos de unas
neuronas a otras lo reconoce abiertamente:
Para las neuronas, es probable que el mecanismo sea del tipo «el
ganador se lo lleva todo» (como en una elección presidencial), es
decir: muchas neuronas compiten entre sí pero solo gana una (o unas
pocas), lo cual quiere decir que se dispara más vigorosamente o de
una determinada forma mientras que las demás se ven obligadas a
dispararse más despacio o a no dispararse (Crick, 1995: 295).
8
La mayor parte de las estimaciones que recojo son aproximadas y sujetas a varia-
ción. Algunos estudios recientes rebajan el número medio de neuronas por cerebro a
ochenta mil millones. Ninguno de los argumentos que expongo sufren detrimento
por este tipo de rectificaciones.
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9
¡Para simular tan solo una de estas sinapsis Alspector y Allen precisaron no
menos que 300 transistores! ( Jubak, 1993: 191).
10
Susan Greenfield, en: Koch y Greenfield, 2007: 56.
11
Christof Koch, en: Koch y Greenfield, 2007: 52.
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«Si consideramos que las ondas coherentes a 40 Hz se relacionan con la con-
ciencia, podemos concluir que esta es un evento discontinuo, determinado por la si-
multaneidad de la actividad en el sistema tálamo-cortical. La oscilación a 40 Hz gene-
ra un alto grado de organización espacial y, por lo tanto, puede ser el mecanismo de
producción de la unión temporal, de actividad rítmica sobre un gran conjunto de neu-
ronas» (Llinás, 2003: 146).
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«Otra característica de una neurona de la consciencia es que, probablemente, su
disparo sea a menudo el resultado de una decisión de las redes neuronales intervinien-
tes. Conseguir un término medio más o menos equitativo puede ser un proceso lineal,
pero tomar una decisión extrema es un proceso no lineal en muy alto grado» (Crick,
1995: 295).
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14
William Calvin es otro autor a quien ha fascinado la idea de una explicación
mecánico-dinamicista del yo consciente: «Puede que nuestro pensamiento conscien-
te sea solo la pauta actualmente dominante en la competición de copiado, y que exis-
tan otras muchas variantes compitiendo por la dominancia, una de las cuales vencerá
un momento después, cuando nuestros pensamientos parecen cambiar de dirección»
(Calvin, 2001: 157). Al parecer, los naturalistas experimentan una gran dificultad
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para entender que, sea cual sea la vía por la que determinados contenidos acceden a la
conciencia (y la competencia dinámica podría ser tan buena como cualquier otra), lo
específico de ella, lo irreductible a la explicación naturalista, consiste en hacerse cargo
de dichos contenidos y de sí misma (a la vez y por medio de idéntico acto de represen-
tación). Precisamente la dimensión autorreflexiva de ese acto es lo que le permite su-
perar la pasividad que hay en la mera recepción y le otorga cierto dominio sobre sus
propias representaciones.
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Explicaciones de la conciencia
desde la físico-química
del movimiento afirma: «Con toda acción ocurre siempre una reacción
igual y contraria» (actioni contrariam semper et aequalem esse reactio-
nem) (Newton, 1987: 137). Entiéndase que no trato de sugerir que toda
acción física consiste en un impulso, un empuje, o algo susceptible de
ser contrapesado frontalmente, pero sí que cualquier acción, para poder
ser adjetivada de «física», ha de ser medida, sopesada y sometida a las
claras prescripciones de las leyes naturales. Decir que la actividad mental es
física simplemente porque ocurre en el tiempo y el espacio, o porque la
produce el cerebro, o porque todas las cosas reales son físicas, resulta im-
procedente, porque es un modo de resolver el contencioso con una defini-
ción, expediente que es con respecto a la filosofía lo que los reales decretos
para la política. Tampoco es que yo parta de la existencia de acciones no-
físicas; solo afirmo que no está demostrado que todas las acciones sean físi-
cas, y eso debido a que la noción de acción es muy vaga, mientras que la de
acción física resulta bastante precisa. Las primeras acepciones de la palabra
«acción» aportadas por el diccionario son: «ejercicio de una potencia»;
«efecto de hacer»; «operación o impresión de cualquier agente en el pa-
ciente». Elija usted cualquiera de ellas o busque otra semejante: ninguna
contempla la exigencia de fijar un guarismo sobre cierta escala, o de que el
paso del antecedente al consecuente se convierta en un ejercicio de lógica
deductiva. En este sentido, al principio ni siquiera el impacto de un pro-
yectil contra una pared constituía una «acción física», simplemente por-
que nadie había establecido aún en qué consiste esta. Los mecánicos del
siglo xvii descubrieron que los cuerpos sólidos duros (y también los blan-
dos y maleables) chocan de acuerdo con rutinas invariables que Huygens,
Wren, Wallis y Mariotte formularon canónicamente. Newton hizo lo pro-
pio con las acciones de la fuerza gravitatoria, y tras doscientos años de du-
ros esfuerzos Maxwell consiguió extender el paradigma de la acción física
a los efectos del electromagnetismo. Durante el siglo veinte se han descu-
bierto nuevas y muy intensas fuerzas nucleares que también han respondi-
do al mismo esquema explicativo. Lo que sabemos de física, cosmología,
química, biología molecular permite, en resumidas cuentas, ser tratado
como un entramado de acciones físicas.
Bastantes autores insisten en que también la mente se reduce a un
puñado de ellas, porque ¿qué otra cosa supone pensar sino una serie de
transformaciones físico-químicas, impulsos eléctricos que corren por
las neuronas y moléculas de neurotransmisores que emigran a través de
las sinapsis? Para responder a esto no nos hará mal ir un poco más des-
pacio. El hecho de que los libros de física y química solo se ocupen de
acciones físicas no implica que todas las acciones del mundo físico lo
sean. Eso sería tanto como afirmar que no queda en el universo ningún
misterio por explorar, cosa que está lejos de ocurrir, dicho sea con per-
miso de Laplace, Lord Kelvin, Einstein y Stephen Hawking. Es cierto
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que sabemos muchas más cosas que antaño. También es verdad que mi-
les de efectos antes atribuidos a la magia o a los duendes ahora son inter-
pretados como meras «acciones físicas». Pero ello no implica que toda
acción ocurrida en el universo haya de ser considerada «física» mien-
tras no se demuestre lo contrario. La carga de la prueba sigue estando
del lado de quien interpreta como «física» tal o cual acción, y no tanto
porque esto sea un juicio y a él le corresponda actuar de fiscal, sino por
el simple hecho de que «acción física» tiene un significado bien deli-
mitado, mientras que «acción no física» carece de tal virtualidad. Es lo
que Kant denominaba un «concepto infinito», lo cual dicho en términos
familiares podría expresarse así: hay millones de formas de que una acción
no sea física, mientras que solo hay una de que positivamente lo sea.
Y entre las muchas maneras de que algo «no sea» una acción física hay
que contabilizar la cada vez más difundida presencia del azar. No estoy
diciendo con ello que una acción azarosa no sea física en absoluto, porque
todos sabemos que el azar ha sido domesticado y la mayor parte de las leyes
manejadas por la ciencia actual son estocásticas y rinden tributo a lo alea-
torio. Sin embargo, no deja de ser cierto que toda ley probabilista es una
ley de los grandes números y en rigor solo se aplica a poblaciones estadísti-
cas, de las que los casos aislados pueden hacerse un poco los desentendi-
dos. Como tengo x años, sé que me corresponde tal o cual porcentaje de
posibilidades de no cumplir los x+1, pero como eso es algo que afecta a mi
quinta más que a mí mismo, no me siento demasiado abrumado... Por
consiguiente, de un mismo acontecimiento se puede decir que, considera-
do genéricamente, es resultado de una acción física, pero no en su particu-
lar concreción. Esto quizá pudiera servir para proponer la conciliadora
tesis de que las acciones mentales son físicas en cierto sentido y en otro
sentido no. El inconveniente de tales componendas es que pretenden de-
cir que «todos tenemos razón», cuando en realidad dicen que «todos
somos estúpidos, porque discutimos una estupidez». De hecho, en vez de
contentar a todos, solo contentan, en efecto, a los necios. Por eso propon-
go dejar aparcado, aunque no olvidado, el tema del azar, ya que si en algo
están de acuerdo los materialistas y los espiritualistas (dicho sea por poner
un ejemplo concreto de no-materialistas) es que el pensamiento no es un
puro ejercicio de azar, no se resume en tirar una y otra vez los dados, como
en un experimento de escritura automática.
1
Condena a la que no han dejado de sumarse muchos espiritualistas de nuevo
cuño (de Andrés, 2002: 79; Sanguineti, 2014: 178).
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pos, a saber: unos son las acciones del alma, otros las pasiones. Las
que llamo acciones son nuestras voluntades, puesto que experimen-
tamos que proceden directamente de nuestra alma y parecen depen-
der solo de ella; como, por el contrario, podemos llamar por lo gene-
ral pasiones suyas todas las clases de percepciones o conocimientos
que se hallan en nosotros, porque a menudo no es nuestra alma la
que los hace tal como son y porque siempre los recibe de las cosas que
son representadas por ellos (Descartes, 1972: 24-25).
Aquí tenemos un concepto de «acciones del alma», muy próximo
al que estamos discutiendo, aunque Descartes refiera a él tan solo los
actos conscientes del entendimiento y la voluntad. Muchos vendrán
más tarde cuestionando la inmaterialidad de las mociones voluntarias.
Pero ese es otro tema. Lo importante ahora es averiguar cómo se conju-
ga lo mental y lo material en el esquema cartesiano. Se ha insistido en la
imposibilidad de establecer conexiones entre la sustancia extensa y la sus-
tancia pensante, algo en lo que a primera vista estuvieron de acuerdo
casi todos los continuadores del filósofo francés, optando unos por la
doctrina del ocasionalismo, otros por el paralelismo psico-físico y otros
por la armonía preestablecida. Pero, puestos a ser dualistas, de la doctri-
na cartesiana del influjo físico se puede decir lo que Churchill de la de-
mocracia: es la peor solución si se exceptúan todas las demás. No es ca-
sual que en el seno de la filosofía alemana del siglo xviii se desarrollara
toda una polémica (la llamada querella sobre la armonía preestablecida)
en torno al problema de la comunicación de las sustancias, que a la pos-
tre desembocó en el retorno al sistema del influjo físico, por obra y gra-
cia del maestro de Immanuel Kant, Martin Knutzen (Erdmann, 1973:
84-97). Al menos estamos ante algo que sabemos en qué consiste. Resu-
mido breve y crudamente: para Descartes el corazón genera y comunica
a la sangre la energía que el organismo precisa. En el cerebro se destila de
la sangre una suerte de fluido hidráulico denominado «espíritus anima-
les», que, canalizado por los nervios hacia los músculos, genera las pre-
siones que mueven las articulaciones. Toda la cuestión se transforma
entonces en un problema de control: ¿quién maneja los grifos y válvulas
que impulsan la corriente de espíritus animales hacia el músculo flector
del antebrazo en lugar de hacia el extensor? Aquí nos tienta pensar en
un homúnculo que, como piloto o κυβερvήτης, mueve timones y palan-
cas, y que a su vez tiene dentro de sí una sustancia extensa y otra pensan-
te, etc. En definitiva, no ya el «fantasma en la máquina», sino más bien
«el fantasma en el fantasma». No obstante, la propuesta cartesiana es
más simple que eso, porque afirma que los espíritus animales pululan en
los ventrículos cerebrales como el aire en la caja de vientos de un órgano
y son desviados hacia alguna de las múltiples puertecillas que allí se
abren cuando rebotan en una estructura somática en precario equilibrio
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aptitudes que les reconoce Descartes, también tiene las que este atribu-
ye al alma. Plantando cara a tales pretensiones, algunos autores advirtie-
ron que entre los actos de la mente y las operaciones de las máquinas hay
una heterogeneidad insalvable. Oigamos lo que dice Leibniz al respecto:
2
Thomas Nagel lo ha argumentado con contundencia: «Que tales elementos
puramente físicos, cuando se combinan de cierta forma, deban necesariamente produ-
cir un estado del todo que no está constituido de las propiedades y relaciones de las
La conciencia inexplicada 53
está claro por qué hay que detenerse en los individuos, sin pasar a los
colectivos hasta llegar a noosferas y puntos omega de variada laya. Por otra
parte, el auge del conexionismo en inteligencia artificial ha puesto otra vez
de moda los planeamientos holistas ante las enormes dificultades con que
tropiezan las computadoras seriales para remedar lo que ocurre dentro de
nuestras molleras. Y ese nuevo holismo es poco congruente con totalida-
des demasiado estrechas —como, pongamos por caso, las representadas
por los quarks y otras partículas elementales— o demasiado grandes
—como las que abarcan horizontes planetarios o cósmicos.
En otro orden de consideración, hablar de autoorganización resulta
muy sugerente pero rápidamente nos lleva del terreno de la discusión
racional al de la divagación metafórica. Resulta muy consolador saber
que las redes neurales que con tanto ahínco se construyen o por lo me-
nos se simulan informáticamente al otro lado del Atlántico emulan tan-
to las virtudes de la mente humana como sus debilidades, pero de lo que
se trata no es hacer algo mejor o peor que pensar, sino pura y simple-
mente pensar.
Las máquinas juegan mejor que nosotros al ajedrez, llevan mejor las
cuentas de un banco, son más fiables a la hora de diagnosticar las averías
de un televisor. ¿Quién puede negarlo? Ahora bien, ¿significa todo ello
que piensen? La actitud del creativo en inteligencia artificial podría re-
sumirse así: «Presénteme cualquier problema que un ser humano pue-
da resolver, y yo les construiré una máquina que lo resolverá más rápido
y mejor.» Parece que todavía es un poco pronto para decir que lo hayan
conseguido en todos los campos, pero es cierto que lo han logrado en
algunos. Con un poco más de tiempo y de suerte... En este punto de la
discusión habría que decidir no solo quién tiene la carga de la prueba,
sino cuál de los contendientes está facultado para alardear de que los
vientos de la historia soplan a su favor. Es fácil proclamar: «Hemos con-
seguido tanto, por lo tanto dentro de 10 años lograremos cuanto».
Pero, con la misma lógica podría decirse, que a la vista del crecimiento
demográfico en los últimos cien años, dentro de unos cuantos siglos la
masa total de los seres humanos será considerablemente mayor que la
masa total del planeta. Ya se encargará este de que tal cosa no ocurra,
transformando la curva de la población de una agresiva hipérbola en
una achatada e inofensiva «S». Como mínimo habría que llegar al
compromiso de no introducir atrevidas extrapolaciones —tipo «cuen-
to de la lechera»3— en la discusión. Si es verdad que se han conseguido
partes físicas, me parece como si fuera magia, incluso si las dependencias psicofísicas de
más alto orden se establecen de forma suficientemente sistemática» (Nagel, 2014: 81).
3
La lechera en cuestión es una moza que se entretiene fantaseando con las ganan-
cias que le reportará la venta de la leche que acarrea, hasta que la vasija se le cae y con
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4
«Este sorprendente conjunto de resultados señalaba en la dirección de que la
mente no era desencarnada, no era caracterizable en términos de manipulación de
símbolos sin significado independientes del cerebro y del cuerpo (esto es, indepen-
dientes del sistema sensorio-motor y de nuestro funcionamiento en el mundo). En
cambio, la mente estaba encarnada, no en el sentido trivial de estar implementada en
el cerebro, sino en el fundamental de que la estructura de los conceptos y los mecanis-
mos de la razón surgen, en última instancia, del sistema sensoriomotor del cerebro y el
cuerpo, que les dan forma» (Brockman, 2012: 18-19).
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5
Por lo visto, Leibniz aprendió latín comparando las para él ininteligibles frases
de una edición de Livio con las imágenes que la ilustraban (Guhrauer, 1966: I, 10-11).
La conciencia inexplicada 57
se con ella durante años, pero dudo que lo consiga si una y otra vez pro-
cesa información en la que está involucrada la sintaxis y de algún modo
también la semántica de dicho idioma. En un arrebato de optimismo
voy a suponer que convenzo a Searle de mis razones. Impresionado por
ellas, todavía podría replicar: «Bueno, puede que un ser humano no
tenga otro remedio que acabar aprendiendo chino. De lo que no tengo
duda es que el computador ni siquiera empieza a hacerlo». Aquí estoy
de acuerdo con él, pero ello no es óbice para que su argumento haya
quedado arruinado. Los defensores de la inteligencia artificial fuerte
podrían afirmar que al computador le pasa exactamente lo mismo que a
nosotros, especialmente si se trata de una red neuronal con capacidad de
aprendizaje, etc. No lo voy a debatir en este momento: me basta con
insistir en que la defensa del mentalismo esbozada por Searle es a mi
juicio insuficiente por cuanto absolutiza la distinción entre semántica y
sintaxis, y, sobre todo, porque convierte la intencionalidad en una pre-
rrogativa exclusiva de los actos mentales que en la práctica no sirve para
nada, ya que aunque no se posea es perfectamente factible superar el test
de Turing, de forma que la «semántica» se convierte en una guinda
psicológica que viene a dar la razón a las tesis del epifenomenismo. Con
el concepto de «acción física» que estoy manejando, en realidad ape-
nas tiene interés insistir en las diferencias entre el cerebro, considerado
como una «maquina biológica», y el computador, como «máquina
electrónica», aunque desde luego Searle está en su derecho al conside-
rar que es una cuestión prioritaria y apasionante. En mi óptica, «máqui-
na» es toda conjunción de elementos materiales que realiza acciones
exclusivamente físicas, y estoy persuadido de que el cerebro no lo es.
Entre las refutaciones que los materialistas han pergeñado del argu-
mento de la habitación china, hay una que merece la pena traer a cola-
ción. La retomo en la formulación de Daniel Crevier:
6
Por tanto, resulta completamente inapropiado plantear la competencia entre el
dualista y el materialista en el terreno de lo repetitivo, como hace Churchland (2001: 42).
La conciencia inexplicada 59
Otra cosa sería evidenciar que la mente no es más que una función
específica del cuerpo en general y del cerebro en particular. O sea, que
esta víscera destila pensamientos como el hígado segrega la bilis1. En eso
consiste el desafío asumido por las teorías materialistas de la mente y se
trata de averiguar si la fuerza de sus argumentos ha aumentado desde
que comenzaron a ser propuestas. No debería ser tan arduo conseguirlo,
puesto que tanto La Mettrie como el resto de los pioneros del materia-
lismo psíquico adolecían de un defecto garrafal: no aclaraban de ningu-
na manera en qué consistía lo material, punto que tuvieron la honesti-
dad de confesar con toda franqueza:
Todos los filósofos que han examinado atentamente la naturale-
za de la materia, considerada en sí misma e independientemente de
todas las formas que constituyen los cuerpos, han descubierto en esta
sustancia diversas propiedades, que derivan de una esencia absoluta-
mente desconocida [he añadido la cursiva] (La Mettrie, 1983: 90).
1
Se ha llegado a negar conciencia al Homo antecessor porque su cavidad bucal era
demasiado larga para pronunciar la a, la i y la u (Arsuaga, Martínez, 2001: 12).
La conciencia inexplicada 63
por ahora. Promesas hay muchas, barruntos también, pero hasta el pre-
sente los únicos argumentos que se esgrimen consisten en extrapolacio-
nes optimistas y analogías tan vagas que no pasan de la metáfora. Y en-
tre las metáforas, la reina indiscutible es la de la máquina. Han hecho
insistente uso de ella los que reflexionan al hilo de la inteligencia artifi
cial y los que lo hacen al socaire de la neurociencia. Jeremy Campbell
publicó un libro con el desconcertante título de La máquina inverosí
mil —The improbable machine— (Campbell, 1990): no se sabe si la
inverosimilitud alcanza a lo que la máquina hace o a la máquina misma.
Jim Jubak, un poco más decidido, apostó directamente en el suyo por
La máquina pensante ( Jubak, 1993). Hans Moravec prometía sin cir-
cunloquios un hombre mecánico (Moravec, 1993), para lo que no tuvo
que derrochar imaginación, puesto que en el siglo xviii ya se nos había
propuesto un homme machine (La Mettrie, 1983: 197-253). Marvin
Minsky se atrevió a pronosticar que las máquinas heredarán la tierra,
puesto que, siendo una máquina el propio hombre, a su juicio lo es de
baja calidad (Minsky, 1994). En otro lugar afirmó sin paliativos que «El
cerebro es una máquina de carne» (Crevier, 1996: 82). Si el cerebro es
una máquina, será maquinal todo lo que se cuece en su interior. Daniel
Dennett ha sostenido que «cada uno de nosotros es una colección de
billones de máquinas macromoleculares» (Dennett, 2000: 36), y tam-
bién considera adecuado llamar al cerebro mismo «máquina joyceana»
(Dennet, 1995: 241); en cuanto a la conciencia, está muy orgulloso de
haberla concebido como una «máquina virtual» (Brockman, 1996:
171). Douglas Hofstadter prefiere hablar de «máquina representacio-
nal universal» (Hofstadter, 2008: 315); William Calvin, de «máqui-
nas darwinianas» (Calvin, 2001: 17); Johnson-Laird distingue entre
«máquinas cartesianas», «conscientes» y «autoconscientes» ( John-
son-Laird, 1983). Y así sucesivamente. Lo más curioso es que incluso los
disidentes y críticos de las versiones más radicales del materialismo,
como Dreyfuss y Searle, se sienten cómodos con la denominación y
aceptan de buen grado que nosotros y nuestro cerebro no somos más
que una máquina de esta o aquella hechura (Crevier, 1996: 129).
2
En la versión definitiva la referencia al «punto de vista de la ciencia» ha sido
omitida (me hago la ilusión de que a lo mejor ha sido por «culpa» de mi crítica),
a pesar de lo cual me resisto a eliminar el comentario que hice, porque me sirve para
fijar mi propia posición. Dejo no obstante constancia del nuevo texto: «...llamaré “má-
quina” a todo aquello cuyas acciones estén reguladas por unos mecanismos, aun
indeterministas. Es decir, máquina es lo mismo que sistema mecánico; es un siste-
ma cuyas acciones tienen una causa o razón de ser explicable por la interacción
mecánica de los distintos componentes que la forman (maquinaria)» (López-Co-
rredoira, 2005: 194).
66 Juan Arana Cañedo-Argüelles
Pocos autores han sido más criticados que el filósofo francés por su
atrevimiento. ¿Qué atrevimiento? ¿Servirse de un primitivo artilugio
para fantasear con analogías mecánicas con el fin de explicar los oscuros
procesos biológicos en general y cerebrales en particular?3 ¿Apelar
nada menos que a Dios e involucrarlo en el juego, dando así curso libre
a la especulación? ¡Qué va! Según los materialistas contemporáneos su
imperdonable fallo, su gran error, fue no apurar la metáfora hasta el fi-
nal, no haber captado que con las ruedas dentadas bajo el brazo se puede
recorrer todo el camino que lleva hasta las sublimes cumbres del espíri-
tu. En opinión de Damasio, lo único que debemos reprocharle es su
pretensión de «que las operaciones más refinadas de la mente están se-
paradas de la estructura y funcionamiento de un organismo biológico»
(Damasio, 2009: 286). Sin embargo, se supone que un científico ha de
ser consciente de los límites de la aplicabilidad de su método y no traspa
sarlos bajo ninguna circunstancia. Lo que Descartes sostuvo lite
ralmente es que había que atribuir a su máquina de tierra cuantas fun-
ciones podamos «imaginar que no provienen sino de la materia y que
no dependen sino de la disposición de los órganos». Esto no suena a
dogmatismo dualista, sino al intento autocrítico de no desvirtuar un
procedimiento. Descartes simplemente quería evitar que la metáfora
pasara de estar basada en una analogía reconocible a convertirse directa-
mente en una fábula. Y ahora se le acusa de tímido y pacato, imputación
que solo será justa si se justifica la legitimidad de avanzar más allá de
donde él se detuvo, irrumpiendo en los predios de la conciencia. Dado
que es algo que todavía no se ha conseguido hacer, no veo dónde está su
pecado. La tesis de la convivencia de dos sustancias en el hombre me
parece falaz (la falacia no radica en la dualidad, sino en la pretensión de
sustancializarla). Sin embargo, se trata de un error filosófico, no cientí-
fico. Como científico Descartes estuvo mucho más acertado que sus
censores de hoy porque, en primer lugar, pensaba que los principios ex-
plicativos tenían ámbitos restringidos de validez y, en segundo lugar, al
menos él usaba nociones de «materia», «mecánica» y «máquina»
aptas para ser entendidas y discutidas. Por lo demás, era muy difícil evi
tar la conclusión a la que llegó, esto es, que no hay máquinas de tierra
capaces de ser conscientes de sí, esto es, de pensar.
3
En su época, recibió esta crítica de expertos como Steno (Mazolini, 1990: 68).
68 Juan Arana Cañedo-Argüelles
4
También Skinner: «El hombre es una máquina, en el sentido de que constituye
un sistema complejo que se comporta de modo que podemos expresar en leyes, pero
esa complejidad es extraordinaria» (Skinner, 1973: 250).
5
Dennett dedica muchas de las 500 páginas de su libro La conciencia explicada a
detallar las complicaciones de su máquina de pensar, pero lo que sea sencillamente una
máquina no lo aclara. Tal vez sí lo ha hecho y me ha pasado desapercibido, pero debe
ser poco importante para él, porque en las 13 páginas de su denso índice analítico no
le consagra un sola entrada (Dennett, 1995: 499-512).
La conciencia inexplicada 69
cio. El zoo es tan variado, que le doy la razón a Dennett cuando insiste
en que es facilísimo imaginar que una máquina piense (Dennett, 1995:
444). No es tan sencillo explicar cómo lo consigue. O que acierte a pen-
sar una máquina que nosotros consigamos planear. La generación de los
que de niños leíamos asiduamente el «TBO», fuimos adoctrinados en
la mística maquinista gracias a la sección Los grandes inventos, en la que
un tal profesor Franz de Copenhague presentaba los dispositivos más
inusuales, como uno para hacer vino con zapatos viejos. Lo recuerdo
como una especie de «caja negra» recubierta de bielas, poleas y rodillos
por todas partes, con una ventana de admisión de los zapatos viejos en
un extremo y una ranura en el otro, por la que el flamante producto del
misterioso ingenio aparecía ya envasado. Las quiméricas trasmutaciones
ocurridas en el ínterin se dejaban a la capacidad fabuladora del lector.
Nuestra credulidad era tal que a veces nos animábamos a pedir alguno
de aquellos aparatos a los Reyes Magos, en los que por supuesto tam-
bién creíamos. Los profesores Franz de hoy se han trasladado de Copen-
hague a las universidades de Tufts y Stanford o al MIT. Prometen cons-
truir máquinas pensantes y —mientras lo consiguen— nos quieren
convencer de que los humanos somos ejemplares silvestres de la especie:
la inteligencia no solo se produce; también surge por selección natural
o generación espontánea.
A los críticos del proyecto y descreídos del invento se nos zahiere
por oscurantistas, retrógrados y antipáticos. Hay que reconocer que no
hemos aportado mucho más que un pertinaz escepticismo, puesto que
nuestro mejor argumento ya lo pergeñó Leibniz a finales del siglo xvii.
El filósofo de Hannover concibió las que sin duda son las máquinas más
portentosas que nadie haya postulado nunca: las «máquinas natura-
les», cuyas partes también constituyen nuevos mecanismos y así hasta
el infinito, en una especie de fractalidad maquinífera (Leibniz, 1960:
VI, 618). Pero en lo tocante a pensar, o siquiera percibir, era muy estric-
to y condenó tal posibilidad en un texto que reproduje en el capítulo
anterior y ahora conviene considerar de nuevo (Leibniz, 2001: 109).
¿Qué decir sobre el argumento del molino, considerándolo desde la
perspectiva que pretende interpretar la conciencia como algo efectuado
por un mecanismo? Constato en primer lugar la fulgurante precisión
que Leibniz otorga a la explicación mecánica (o sea: por figuras y movi-
mientos). Inmediatamente después apunta sin titubeos a lo que constitu-
ye la grandeza y servidumbre de la máquina: siempre es legítimo efectuar
con ella un cambio de escalas, de manera que cualquier punto oscuro de su
planeamiento y función se aclare por sí mismo —si es intrínsecamente
resoluble— o se convierta en un impedimento mayor —si realmente ha-
bía quedado un cabo suelto—. Porque tratándose de máquinas no hay
defecto pequeño: cualquier holgura o desajuste crece exponencialmen-
70 Juan Arana Cañedo-Argüelles
te con el uso. El argumento del molino sirve para demostrar que el cri-
terio cartesiano de considerar pensamiento y extensión como ideas cla-
ras y distintas —distintas en sí y sobre todo distintas entre sí— está per-
fectamente justificado. Frente a lo que sostiene Damasio el error de
Descartes no consiste en la distinción de estas ideas, sino en haberlas
sustancializado. Sin embargo y aunque evitemos hacerlo, la imposibili-
dad de explicar una desde la otra subsiste. Lo cual nos coloca ante un
dilema: o hacemos de la materia una noción precisa y renunciamos a
derivar de ella el pensamiento, o bien convertimos la materialidad del
pensamiento en una premisa y entonces transformamos la materia en
una especie de ápeiron del que, como quería Anaximandro, puede surgir
cualquier cosa. Ya vimos que esa fue la senda escogida por La Mettrie y
todos los materialistas coherentes de la modernidad: para ellos la mate-
ria es algo tan omnipotente como desconocido, una especie de noúmeno
divino. En cambio los materialistas contemporáneos no acaban de per-
cibir la imposibilidad de otorgar simultáneamente a la materia preci-
sión e ilimitada capacidad productiva, de manera que acaban naufra-
gando con su peculiar embrollo. Uno de los autores que más nítidamen-
te revela esta incapacidad para ver el problema (y por tanto para
resolverlo) es Hofstadter, cuando desdobla su discurso haciéndose a la
vez fiscal y abogado de la causa que defiende. Finge un diálogo en el que
llama BE #642 al partidario del argumento del molino, y BE #641 al
que lo impugna. El punto central de la controversia es como sigue:
BE #642: En la imagen de la conciencia que propones falta lo
más esencial. Has descrito un complicado conjunto de actividades
cerebrales que implican símbolos activando otros símbolos y coinci-
do contigo en que algo de ese tipo debe de tener lugar dentro de un
cerebro. Pero la cosa no puede acabar ahí, porque en esa historia no
está el «yo» por ninguna parte. No hay lugar para un «yo». Hablas
de millones de partículas inconscientes rebotando aquí y allá, o qui-
zá de inmensas nubes creadas por la actividad de esas partículas, pero
si el universo consistiera únicamente en eso, no estaríamos aquí ni tú
ni yo, ni nuestros puntos de vista.
BE #641: También a mí me repugna un universo estéril com-
puesto solo de fenómenos físicos, pero algunos tipos de sistemas físi-
cos pueden reflejar su entorno y desarrollar acciones que dependen
de lo que perciben. Ahí es donde empieza todo. Cuando las percep-
ciones alcanzan cierto grado de complejidad, pueden provocar fenó-
menos que no tienen equivalente en sistemas cuya capacidad percep-
tual es muy primitiva. Entiendo por sistemas con capacidad percep-
tual «primitiva» entes como, por ejemplo, termostatos, rodillas,
espermatozoides y renacuajos. Todos ellos son demasiado rudimen-
tarios como para merecer el término «consciencia», pero cuando la
percepción tiene lugar en un sistema dotado de un conjunto de sím-
La conciencia inexplicada 71
Un poco más adelante comentaré lo que tiene que ver con el teore-
ma de Gödel. Por ahora me basta con advertir que a mi juicio Hofs-
tadter confunde el «significante» no ya con el «significado», sino con
aquel que se lo otorga y descifra, esto es, con el creador y usuario del
lenguaje. Resulta estrafalario decir que el termostato tiene una capaci-
dad de percepción «primitiva». Lo que tiene es aptitud para abrir o
cerrar un circuito eléctrico cuando la temperatura alcanza o sobrepasa
determinado valor. Su entraña consiste, por ejemplo, en la unión de dos
láminas de metal con diferente coeficiente de dilatación térmica. Se ex-
panden o contraen con el calor y eso es todo hasta que el fabricante de
estufas aprovecha esa peculiaridad para conseguir un automatismo que
sirva de sucedáneo a la acción de apagar y encender intencionadamente
el aparato. El funcionamiento del termostato, considerado como un sis-
tema material, es indistinguible de cualquier otra alteración sufrida por
un conjunto de cuerpos como resultado de la acción del entorno. Lo
mismo podría decirse que la calle «percibe» la lluvia cuando se moja, o
que la piedra «percibe» la mano cuando la lanzo. A elección de Hofs-
tadter cabría decir que su consideración no explica nada o que lo explica
todo. Una de las frases favoritas de Dennett es que «si uno se hace lo
bastante pequeño, puede externalizarlo prácticamente todo» (Den-
nett, 2004: 145). Cabría hacer una paráfrasis y decir que «si uno se deja
llevar por las analogías, acaba confundiéndolo absolutamente todo», y
así convierte en arbitraria cualquier distinción que establezca (en este
caso, la que separa lo consciente de lo que no lo es).
6
«Solo los consejeros matrimoniales puntuaron por debajo de la media. Curio-
samente, los encuestados manifestaron una satisfacción mayor con Alcohólicos Anó-
nimos que con cualquiera de los demás profesionales o medicaciones (relacionados
con la salud mental). Pero si Alcohólicos Anónimos funciona tan bien es posiblemen-
te porque exhorta a sus miembros a someterse a un “poder superior”. El poder terapéu-
tico de las creencias religiosas fue resaltado en una encuesta reciente realizada por in-
vestigadores de la Duke University a ochenta y siete hombres y mujeres deprimidos
mayores de sesenta años. Aproximadamente la mitad de los pacientes recibía psicote-
rapia, antidepresivos o una combinación de ambas cosas. Los investigadores encuesta-
dores afirmaron en el número de abril de 1998 del American Journal of Psychiatry que
La conciencia inexplicada 73
“la religiosidad intrínseca” era el mejor augurio de recuperación de una depresión tan-
to en los grupos tratados como en los no tratados, mientras que no había pruebas fe-
hacientes sobre ventajas importantes derivadas de la psicoterapia, los fármacos o de
alguna terapia mixta» (Horgan, 2001: 172-173).
74 Juan Arana Cañedo-Argüelles
7
«A nosotros, los seres conscientes dotados de un “yo”, nos resulta casi imposible
imaginarnos descendiendo poco a poco, hasta llegar al nivel de las neuronas de nues-
tros cerebros, y retardando el tiempo poco a poco, hasta llegar a ver (o, al menos, a
imaginar) cada intercambio químico en cada espacio sináptico, un brutal cambio de
perspectiva que supondría privar instantáneamente a la actividad cerebral de toda cua-
lidad simbólica. Allá abajo no hay significado ni fluido semántico alguno; solo un as-
tronómico número de inanimadas moléculas inmersas en una frenética y permanente
actividad sin sentido» (Hofstadter, 2008: 251).
La conciencia inexplicada 75
Como espero hayan dejado claro las listas antes citadas, los
interrogantes a que da lugar esa Esencia con Mayúscula denominada
«Consciencia» (o élan mental) se multiplican sin límites. Creer en
el dualismo implica sumergirse en un tenebroso mar plagado de mis-
terios (Hofstadter, 2008: 392).
Los teóricos materialistas del yo quieren evitar a toda costa dar car-
ta de ciudadanía a la conciencia, porque constituiría una realidad dema-
siado misteriosa; pero para mantener su veto revisten de misterio las
ideas de materia, mecánica y máquina, que en buena ley deberían care-
cer de residuos ontológicos insolubles.
Dejando a un lado si su elección es acertada o no, en el camino para
lograr una reducción (aunque sea meramente programática) del «yo» a
la máquina han surgido dos escollos, y no está nada claro si los que lo re-
corren han sabido sortearlos con éxito. Uno es la mecánica cuántica, otro
el inevitable teorema de Gödel. Es notorio el disgusto con que abordan
las interrogantes surgidas de estas dos instancias. Cierto es que sus adver-
sarios las han enarbolado como si se tratara de ahuyentar un vampiro agi-
tando ristras de ajos. En este caso bien se puede recordar la frase de Kant:
«uno ordeña el macho cabrío; otro sostiene un cedazo para recoger el
producto». A pesar de todos los pesares, conviene hacer una sumaria re-
flexión sobre ambos asuntos, porque iluminan los motivos que impiden
convertir la «máquina mental» en una metáfora válida.
único que ellas saben hacer, así que, si los humanos fuésemos máquinas,
tampoco tendríamos otro entretenimiento que aplicar algoritmos. No
todas las máquinas sirven para cualquier algoritmo, por supuesto: es
imposible batir claras a punto de nieve con una máquina de coser y a
falta de cacillo no hay modo de aplicar el algoritmo de repartir un pu-
chero de sopa hirviente. Pero desde el punto de vista estratégico (esto es,
a la hora de diseñar los pasos a dar disponiendo del utillaje adecuado) sí
cabe idear máquinas tan versátiles que —con tiempo suficiente—
conseguirían solventar cualquier problema algorítmico. Tal es la máqui-
na universal de Turing, un dispositivo ideal no especialmente sofisti
cado, pero con más paciencia que el santo Job y más memoria que todos
los elefantes africanos juntos. Plasmar físicamente esta máquina de má-
quinas no es tan complicado, incluso un tonto juego de ordenador, el
«Vida» de Conway, puede servir como plataforma (Dennett, 2004:
52-63). Debemos al mismo Turing, a Church y otros la certeza de que
hay problemas que su máquina universal (o cualquier otra máquina, que
puede ser más rápida, pero no más lúcida) es incapaz de resolver en un
tiempo finito. Por lo que se refiere a nuestra especie, no podemos ni de
lejos competir en memoria y tenacidad con las de Turing, y en ese senti-
do somos menos que una máquina. Los partidarios de la versión fuerte
de la inteligencia artificial tampoco nos juzgan más avispados que ella,
puesto que los ordenadores pertenecen a esta misma clase de máquinas
y supuestamente pueden emular cualquier cosa que nosotros sepamos
hacer. ¿Y cuál es la intervención de Gödel en toda esta historia? Russell
y Whitehead habían desarrollado un potente instrumento lógico para
efectuar la laboriosa tarea de demostrar todas las verdades matemáticas
relevantes; Hilbert había proyectado por su parte un programa para es-
tablecer los procedimientos formales que propiciarían el mismo logro.
Cabría pensar que las cachazudas máquinas lógicas que hemos mentado
podrían entonces emprender la tarea de ir desentrañando las verdades
del mundo matemático. Quizá no tendrían la perspicacia de destacar las
más interesantes, pero en principio y tarde o temprano, ninguna estaría
fuera de su alcance. Mas hete aquí que un joven matemático austriaco,
Kurt Gödel, consiguió pergeñar una expresión que respetaba las nor-
mas del lenguaje formal russelliano y sin embargo afirmaba su propia
indecibilidad con los medios disponibles en dicho lenguaje. Por consi-
guiente, se trataba de una proposicición formalmente indemostrable, a
pesar de lo cual cualquier hijo de Eva que entienda su significado asume
de inmediato que es verdadera. No parece gran cosa, pero el hallazgo
abre un frente en el que a las máquinas les resulta demasiado arduo se-
guirnos, pues por mucho que reforcemos el esquema de Russell con
postulados suplementarios (por ejemplo, la propia proposición de Gö-
del), siempre seremos capaces de encontrar nuevas frases indecidibles
La conciencia inexplicada 77
las convicciones que profeso, pero intentando hacer justicia a las perso-
nas que mantienen una opinión discrepante de la mía, para que quien
lea estas páginas tenga elementos de juicio a la hora de encontrar su
propia respuesta.
Empezaré por decir que me considero humanista y afirmo que el
hombre no es una máquina. Doy por supuesto que todos conocemos lo
que es un ser humano, por lo menos de una manera aproximativa y aun-
que desconozcamos sus entrañas. También presupongo que, tras lo di-
cho en el capítulo precedente, sabemos en líneas generales qué es una
máquina.
Dicho esto, hay que reconocer que esta tesis, ampliamente compar-
tida por el hombre de la calle, choca de un modo bastante frontal con lo
que escriben los teóricos de la inteligencia artificial, los cuales, en gene-
ral y salvando algunos matices, se inclinan a sostener que el hombre es
fundamentalmente una máquina y su mente también. Digamos que
esta actitud de los representantes de la inteligencia artificial, a la que
podríamos llamar antihumanista1, despierta el rechazo más o menos
indignado de bastantes filósofos, teólogos, artistas y políticos, muchos
de los cuales suelen considerar que los adelantados de la inteligencia ar-
tificial forman un grupo poco recomendable de ingenieros enloqueci-
dos. Los que por su profesión tratan más con los hombres que con las
máquinas tienden a pensar que la palabra «ingeniero» viene de «inge-
nio», y que las personas que se dedican a ello se plantean temas muy
concretos y tratan de resolver también cuestiones muy particulares, por
lo que carecen de autoridad sobre lo que está más allá de sus competen-
cias. A su juicio estos autores tienden con facilidad a efectuar una osada
enmienda a la totalidad, extrapolando sus conquistas, éxitos y conclu-
siones para proyectarlos hacia una imagen global del hombre lastrada
con lagunas evidentes.
1
Varios colegas adscritos al naturalismo con los que tengo amistad han protesta-
do por este calificativo, ya que proclaman defender la autonomía del hombre frente a
presuntas realidades sobrenaturales, cuya existencia niegan. Con toda la cordialidad
del mundo, tengo que disentir. ¿Qué mérito, en efecto, hay en proteger al hombre de
la injerencia de orcos, brujos y dragones de siete cabezas, si no los hay en parte alguna?
La existencia de la naturaleza no es negada por nadie que yo sepa. Quien pretenda que
el hombre está por completo subyugado a ella, justo es que sea llamado «antihumanis-
ta». Recuérdese cómo Epicuro, en su Carta a Meneceo, rechazaba la creencia en el
determinismo físico con la misma fuerza que una religión supersticiosa. En otro senti-
do, yo también podría ser antihumanista si defendiese, por ejemplo, el fatalismo teo-
lógico. Aunque este libro trate otros asuntos, he de aclarar que no soy adherente a
ninguna forma de fatalismo.
La conciencia inexplicada 87
Los temas que habría que debatir para llegar al fondo de la cuestión
serían los siguientes: en primer lugar, la situación originaria del hombre
y su permanente búsqueda de apoyos externos; a continuación, las pró-
tesis de la mente; en tercer lugar, el alcance y límites de lo algorítmico en
las tareas que realizamos; en cuarto lugar, ¿de verdad puede una máqui-
na competir con el hombre?; quinto, imitar el cerebro o imitar la inteli-
gencia; sexto, conducta inteligente en un universo limitado; séptimo,
simulacros de comprensión... Se trata, en definitiva, de todo un catálogo
de cuestiones.
Pasemos directamente ya al primer punto: «El hombre y su perma-
nente búsqueda de apoyos externos». Los biólogos explican que, como
especie, nos distinguimos por ser particularmente torpes y vulnerables:
digamos que en principio estamos mal preparados para la lucha de to-
dos contra todos que, según la teoría de la evolución, representa el reto
fundamental que ha de afrontar día a día cualquier viviente. Los otros
habitantes del planeta no están tan desasistidos por la naturaleza: los
tiburones tienen dientes; los elefantes, trompa; los monos, habilidad sin
igual para coordinar movimientos. El hombre, en cambio, carece de
cualquier rasgo destacado, al menos en el plano material. Como contra-
partida, posee inteligencia. Esta característica explica la constante bús-
queda de instrumentos que de alguna manera compensen y remedien la
falta de especificidad del cuerpo humano. En ese sentido, el palo es una
prótesis para socorrer la debilidad de nuestros brazos. A su vez, la rueda
sería un modo algo más sofisticado de reparar la lentitud de nuestras
piernas y así sucesivamente.
Todas esas muletas (palos, ruedas, lanzas, martillos, sierras, etc.) se
refieren en primera instancia a aspectos somáticos; tienen que ver con
las deficiencias de nuestro organismo desde el punto de vista estricta-
mente físico. Sin embargo, la cosa no ha terminado ahí: muy pronto
descubrió el hombre que también su inteligencia, esa cualidad que en él
se daba de un modo tan destacado y sin parangón con las otras especies,
presentaba ciertas debilidades cuando se la consideraba de un modo in-
trínseco más que comparativo. No obstante, al igual que en el caso de las
manos o las piernas, también era posible corregir esas insuficiencias me-
diante «prótesis» adecuadas. Una de las más destacadas fue, por su-
puesto, la escritura, un modo de remediar las lagunas de la memoria y
hasta cierto punto de suplantarla. Hay un texto interesante del filósofo
Platón en que Thamus, rey de una antigua ciudad egipcia, condena la
invención de la escritura y sostiene que conducirá al hombre hacia su
ruina (Fedro: 274d-275b). Antes de disponer de ella todos dependían
88 Juan Arana Cañedo-Argüelles
En otras palabras: cualquier cosa que otra máquina sea capaz de hacer
lo puede hacer esta. No desde el punto de vista material, desde luego; por
ejemplo, es inútil pedirle que vuele o nos haga un café expreso. Pero en lo
tocante a estrategia, a señalar los pasos que habría que dar, llegará tan lejos
como cualquier otro ingenio. Al fin y al cabo de eso se trata si hablamos
de inteligencia, ¿no es verdad? El secreto, por supuesto, es que esta máqui-
na es lentísima: ninguna tarea en principio asequible la derrotará, aunque
a lo mejor necesitará miles, millones de años para completarla. Se supone
que el tiempo no nos importa y que disponemos a voluntad kilómetros de
cinta para que vaya y venga por ella hasta que se detenga satisfecha de sí
misma y entregándonos su respuesta. Si el problema es mecánico, esa má-
quina lo resolverá. De estar apurados optaremos por máquinas más efi-
cientes en lo relativo a tiempo y memoria, pero desde el punto de vista
lógico serán a lo sumo tan inteligentes como esta.
La aportación de Turing marcó un hito histórico, porque definió
los límites dentro de los cuales se mueve la inteligencia artificial. Gracias
a él sabemos definitivamente a qué atenernos cuando pretendemos que
una máquina efectúe total o parcialmente las tareas que en nuestra espe-
cie atribuimos a la inteligencia. Digámoslo de otro modo: en la medida
que se acate el modelo de Turing no hay misterio alguno en lo relativo a
las bases desde las que operan las máquinas «inteligentes», de manera
que si llegasen a poder emular y no digamos superar todas y cada una de
nuestras habilidades, sería legítimo decir que el problema de la com-
prensión y explicación de la inteligencia habría quedado definitivamen-
te resuelto. Por supuesto, estoy convencido de que no es el caso, pero me
congratula que se haya planteado el debate sobre términos tan claros en
lo que se refiere a lo que las «máquinas» «saben» hacer. Un aspecto
curioso y relevante es que Turing, secundado por Church y otros, de-
mostró que existen problemas insolubles para sus máquinas, vale decir,
para toda máquina, en el sentido de que «no se detienen» jamás cuan-
do se ponen a resolverlos, lo que, dicho en términos del habla popular,
equivale a convertir esa tarea en «el cuento de nunca acabar».
Otra cosa ocurre con lo que «sabemos» los hombres. Ni en tiem-
pos de Turing, ni ahora tampoco, ha conseguido nadie zanjar esta cues-
tión, lo que significa, en definitiva, que no estamos en condiciones de
definir con exactitud en qué consiste nuestra inteligencia, suponiendo
por otro lado que se trate de una facultad única. Pero, ¡bueno!, algo es
que quienes optan por las concepciones minimalistas de la inteligencia,
como los partidarios de la inteligencia artificial «fuerte», hayan mos-
trado sus armas de una manera tan nítida y las hayan situado bajo una
luz hasta tal punto diáfana. Para obviar la ambigüedad de la meta que
pretendía alcanzar, el mismo Turing propuso un test que lleva su nom-
bre: si en la práctica somos incapaces de distinguir las respuestas dadas
La conciencia inexplicada 93
2
En lo que resta del epígrafe me he inspirado y documentado en el libro de Cre-
vier (1996).
96 Juan Arana Cañedo-Argüelles
3
Testimonio recogido en Christianson, 1986: 103.
La conciencia inexplicada 99
Hay que hacer un derroche de fuerza lógica e intelectual para que este
método funcione, pues ya se sabe que una cadena tiene a lo sumo la
potencia del eslabón más débil. Si todo un cuerpo de ejército ha de
pasar por un desfiladero, más vale que este sea amplio y esté bien pro-
tegido. El motivo de que se tomara la decisión de hacer así las cosas
tuvo que ver con algunas contingencias históricas, como una decisión
tomada en 1945 por un comité del que formaba parte John von Neu-
mann. Resolvió separar dentro de los entonces nacientes computado-
res electrónicos la memoria de la unidad central de procesamiento.
Esta decisión tuvo a la corta la ventaja de distinguir netamente los as-
pectos sintácticos de los semánticos, mucho menos propicios a la for-
malización. Más que máquinas de pensar, se perseguía entonces el ob-
jetivo de crear máquinas lógicas, y en un razonamiento impecable la
evidencia de las conclusiones es exactamente la misma que la de las
premisas. Además, para un lógico es inaceptable interrumpir un razo-
namiento y retomar luego el hilo del discurso aprovechando procesos
paralelos de pensamiento. Si no hay una continuidad en el progreso de
la razón, todo el edificio conceptual se viene abajo. Es inútil querer
llegar por carreteras secundarias a las metas que no se alcanzan por la
autopista principal.
Sin embargo —y como sumariamente hemos ido viendo— los re-
sultados que se obtuvieron en las décadas siguientes fueron dispersos,
anecdóticos y como mínimo ambiguos. Como resume Jeremy Camp-
bell, el resultado de tantos proyectos de inteligencia artificial fue un des-
cubrimiento negativo: por esta vía se descubrió ante todo en qué no
consiste la inteligencia humana:
cada uno de ellos sigue teniendo en sí mismo el rigor del anterior discur-
so único. El informalismo, la flexibilidad, la dosis de irracionalidad que
por experiencia propia sabemos hay en nuestras mentes se reservó e in-
tentó reproducir con inopinados e incluso imprevisibles saltos de un
discurso a otro. Para propiciarlos se sustituyó el computador único por
una acumulación de computadores en diálogo, cuando no en compe-
tencia mutua:
Desechar la metáfora de la computadora serial y sustituirla
por la metáfora de un cerebro que no es una máquina lógica, sino
un medio de conocimiento en el cual masas enormes de conoci-
mientos se hallan activas de manera simultánea sin que tomemos
conciencia de cómo ocurre porque sucede en muy corto tiempo,
conduce a una visión de la mente que es considerablemente más
amplia y generosa. Las formas complejas del pensamiento se dan
por debajo del nivel de la conciencia, de modo que la deliberación
consciente solo puede ser una parte diminuta de la inteligencia (y
quizá la menos interesante), la punta de un enorme iceberg en
cuya existencia no reparamos porque casi no hemos penetrado en
la maquinaria oculta del pensamiento postulada por el conexio-
nismo (Campbell, 1994: 19).
Una vez más voy a eludir los detalles. A primera vista, la arquitec-
tura computacional en paralelo tiene sobre la serial la ventaja de ser
más dinámica y adaptativa. La segunda requiere que se instaure en ella
un programa monolítico e inamovible, en el cual toda la «inteligen-
cia» se impone desde fuera. La máquina aprende dócilmente la sabi-
duría del programador y se limita a seguir a rajatabla sus instrucciones.
Si supiésemos con exactitud en qué consiste la inteligencia humana,
sería la opción más recomendable, pero en la práctica no es así, dado
que la inteligencia propia de los humanos es voluble y poco seria. Así
pues, si lo que se pretende es una máquina que funcione de modo se-
mejante al cerebro, hay que introducir en ella tanto la capacidad de
equivocarse como la de aprender de sus propios fallos. Eso fue más o
menos lo que se pretendió con las redes conexionistas que a partir de
determinado momento empezaron a ponerse de moda. Las primeras
tentativas se hacían un poco al buen tun-tun, y por ensayo y error se
iba afinando poco a poco el programa hasta conseguir resultados alen-
tadores. Los ingenieros perdían el control y no sabían muy bien cómo
el aparato iba transformando las instrucciones hasta convertirse en un
arcano para los que lo habían diseñado. A la vista de las habilidades
que de vez en cuando adquirían, estos empezaron a sentirse orgullosos
de sus criaturas, como el típico padre cuando su hijo lo vence por pri-
mera vez en una competencia.
La conciencia inexplicada 101
4
Un portavoz autorizado de esta interpretación es Steven Pinker: «Veo la mente
como un dispositivo exquisitamente diseñado; no “diseñado” en el sentido literal, cla-
ro está, sino creado por el imitador de ingeniería que tenemos en la naturaleza: la se-
lección natural. Ese es el mecanismo que ha “diseñado” los cuerpos de los animales
para que puedan llevar a cabo proezas increíbles como volar, nadar y correr, y es sin
duda lo que ha “diseñado” la mente para que pueda realizar asombrosos prodigios»
(Brockman, 2012: 2-3).
102 Juan Arana Cañedo-Argüelles
5
«Es difícil imaginar algo más resueltamente físico que una red neuronal. Sin
embargo, las redes neuronales tienen “pensamientos”. El estado de la red puede repre-
sentar una categoría o concepto. Esos pensamientos solo pueden ser una combinación
de neuronas» ( Jubak, 1993: 173).
6
Un ejemplo entre muchos: «Mi tesis es que en un plazo de tan solo veinte años
se desplomará la barrera entre la fantasía y la realidad. Y antes de que pase un lustro esa
106 Juan Arana Cañedo-Argüelles
barrera quedará horadada de modos tan inimaginables para la mayoría de los que vi-
ven ahora como podía serlo hace un decenio el uso cotidiano de Internet» (Brooks,
2003: 13).
La conciencia inexplicada 107
Y cada vez hay más datos para afirmar que las células neuronales
funcionan no solo como una red de dispositivos interruptores linea-
les, que transmiten o aíslan impulsos eléctricos, sino también como
entes individuales que trabajan autónoma y adaptativamente. Las
neuronas pueden sumar señales, restarlas, multiplicarlas, filtrarlas y
promediarlas, entre otras funciones. Las capacidades de procesamiento
de las neuronas individuales eclipsan a los elementos de que disponen
quienes proyectan circuitos electrónicos (Wakefield, 2001: 29).
1
Citado por Horgan, 2001: 333.
114 Juan Arana Cañedo-Argüelles
2
Problema que las concepciones modulares de la mente (Carpintero, García,
2000: 609-631), han agudizado en los últimos decenios.
3
Sobre la insolubilidad de este problema se ha insistido tanto desde la neurocien-
cia como desde la inteligencia artificial. Jerry Fodor así lo ha reconocido (Horgan,
2001: 279); Eric Kandel, Torsten Wiesel y Gerald Fischbach también lo han hecho
(Horgan, 2001: 68).
120 Juan Arana Cañedo-Argüelles
ción. Sin entrar en detalles que aquí estarían de más, cabe decir que
hallazgos así eran por completo de esperar. El sistema nervioso central
de los mamíferos superiores recopila información del mundo exterior
así como del propio organismo y reacciona entre otras con respuestas
motoras; es evidente que dispone de procedimientos adecuados para
que se produzcan interacciones bien ajustadas entre lo que entra en el
cerebro y lo que sale de él. El sistema perceptivo y el motor tienen que
encontrarse de algún modo. Que haya neuronas involucradas a la vez
en acciones perceptivas y motoras, y que sean funcionalmente ambiva-
lentes, resulta de lo más conveniente. No hay que sorprenderse dema-
siado si lo teóricamente previsible resulta empíricamente comproba-
ble. Ya desde 1930 se conocía la existencia de neuronas (denominadas
canónicas) implicadas en transformaciones visual-motoras. Las neuro-
nas espejo simplemente poseían una reactividad ampliada (Rizzolatti,
Sinigaglia, 2008: 85).
Así pues, era previsible que la existencia de esta nueva clase de neu-
ronas iluminara los fenómenos de empatía e imitación. Su poseedor po-
dría quedar así facultado para reconocer y comprender los actos ajenos.
Pero llama la atención la prudencia con que el responsable del hallazgo
matiza su valor explicativo:
Nótese que por el término «comprensión» no entendemos ne-
cesariamente la conciencia explícita (ni siquiera reflexiva) por parte
del observador (en nuestro caso, el mono) de la identidad o semejan-
za entre la acción vista y la acción ejecutada. Sencillamente, aludimos
a una capacidad inmediata de reconocer en los «eventos motores»
observados un determinado tipo de actos, caracterizado por una mo-
dalidad de interacción específica con los objetos, así como de dife-
renciar determinado tipo de otros y, eventualmente, de utilizar una
información similar para responder de manera apropiada (Rizzolat-
ti, Sinigaglia, 2008: 101).
Encontrar una vía para recuperar a Lamarck sin romper con la es-
tricta ortodoxia naturalista —hoy por hoy solo garantizada por el
darwinismo—, ha sido y es una aspiración apenas velada en muchos
miembros de la escuela. La herencia de los caracteres adquiridos es la asig-
natura pendiente del naturalismo: recuperarla permitiría dejar atrás la
desesperante lentitud de la selección natural. Se entiende, pues, el entu-
siasmo de Ramachandran: de un solo golpe se podría dar no solo ese
«gran salto», sino también otro más para encontrar una solución es-
cuetamente natural al problema de la mente. Sin embargo, ¿cuáles se-
rían las virtudes explicativas de las neuronas espejo para conseguir tan
miríficas prestaciones?
Si conocemos estas neuronas, poseemos la base para comprender
muchísimos aspectos enigmáticos de la mente humana: la empatía
de «leer mentes», el aprendizaje por imitación, e incluso la evolu-
ción del lenguaje. Siempre que se observa a alguien hacer algo (o in-
cluso empezar a hacerlo), la neurona espejo correspondiente puede
activarse en el cerebro, lo que nos permite «leer» y comprender las
intenciones del otro, y por tanto desarrollar una alambicada «teoría
de las otras mentes» (Ramachandran, 2012: 112-113).
4
Es patético comprobar cómo, en su charla con Changeux, Paul Ricoeur solicita
gracia para una versión descafeinada de la religión: «Le pido pues que me respete la
crítica de lo religioso, en nombre de un fundamento religioso al que solo tengo acceso
a través de una lengua de lo religioso». Se le niega esta gracia en nombre del funda-
mentalismo racionalista: «Disculpe, pero no puedo permanecer ciego, sordo y mudo
ante una realidad dramática que aniquila a nuestras sociedades. Me sentiría culpable
126 Juan Arana Cañedo-Argüelles
de no reaccionar» (Changeux, Ricoeur, 1999: 248). Nada de extraño hay en esta in-
tolerancia, puesto que Changeux había declarado altivamente: «Para mí, no hay nada
incognoscible. Es un término que he excluido hace tiempo de mi vocabulario»
(Changeux, Ricoeur, 1999: 163).
5
«La auto-observación puede ser estudiada, y debe ser incluida en cualquier
balance razonablemente completo de la conducta humana» (Skinner, 1973: 236).
La conciencia inexplicada 127
punto. Paul Ricoeur no omitió hacerlo en sus charlas con Changeux, sin
que este reparara en la importancia de la objeción:
No comprendo la frase: «la consciencia se desarrolla en el cere-
bro»; la consciencia es consciencia de sí (o se ignora, y ese es todo el
problema del inconsciente), pero el cerebro será siempre decidida-
mente un objeto de conocimiento, y nunca pertenecerá a la esfera del
propio cuerpo. El cerebro no «piensa» en el sentido de un pensa-
miento que se piensa. En su caso, usted piensa el cerebro (Changeux,
Ricoeur, 1999: 54).
La inexplicabilidad explicada
La consciencia es una superficie.
Friedrich Nietzsche, Ecce homo.
1
Si no me equivoco, esta denominación la inventó Rockefeller, a quien gustaba
curiosear las obras del centro que construyó en Nueva York. Un día lo echó del lugar
un capataz. En lugar de encararse con él, ordenó que se construyera una tribuna para
uso y abuso de mirones con el letrero: «Reservada a los ingenieros de acera».
La conciencia inexplicada 131
2
En este sentido, soy mucho más explícito que Donald Davidson, cuyo principio
de la Anomalía de lo Mental afirma en sentido bastante genérico «que no hay leyes
deterministas con base en las cuales puedan predecirse y explicarse los sucesos menta-
les» (Davidson, 1995: 265).
136 Juan Arana Cañedo-Argüelles
cuenta» (si fuera metafísico añadiría quizá: «del darse cuenta en cuan-
to darse cuenta»).
3
La indagación de David Chalmers sobre la conciencia concluye en que tiene un
carácter no-físico (Soler, 2011: 168-169).
La conciencia inexplicada 137
4
Rodney Brooks asume sin tapujos esa estrategia para desarrollar sus propios ro-
bots: «Esta fue la metáfora que elegí para mis robots. Construiría sistemas simples de
control para una conducta sencilla. Luego añadiría sistemas adicionales de control
para un comportamiento más complejo, dejando todavía en su sitio y operativos los
antiguos sistemas de control. Si era necesario, los sistemas más recientes podrían asu-
mir ocasionalmente capacidades anteriores del sistema, y así se agregarían capa tras
capa, repitiendo el proceso de la evolución natural de sistemas neurales cada vez más
complejos» (Brooks, 2003: 52).
La conciencia inexplicada 139
5
Lo cual no impide que hayan sido cuestionados, por ejemplo, por Semir Zeki
(Cavanna, Nani, 2014: 175-179).
6
Kandel, 2013: 546, citado por Blanco, 2014: 235.
La conciencia inexplicada 141
7
Esta crucial circunstancia da mucha fuerza a los autores que, como Tim Crane,
subrayan la intencionalidad como rasgo definitorio y clave de la conciencia (Cavanna,
Nani, 2014: 15-18).
La conciencia inexplicada 143
8
Sobre este punto ha insistido el filósofo Mariano Álvarez: «Decir “para el cere-
bro” es un tanto equívoco, pues es como si el cerebro tuviera conciencia. Y algo similar
ocurriría con la expresión “desde el punto de vista del cerebro”. En realidad, esto nos
lleva a darnos cuenta de que ineludiblemente caemos en una cierta trampa, si preten-
demos hablar del cerebro al margen de la conciencia, pues no es posible decir nada
sobre el cerebro si no es desde la conciencia. [...] Dejemos aquí apuntada la paradoja:
el cerebro no conoce ni tiene lenguaje. Él no es capaz de atribuirse nada. Solo la con-
ciencia puede hacerlo en su lugar» (Álvarez, 2007: 48).
144 Juan Arana Cañedo-Argüelles
Cuando iba al colegio nuestro profesor nos aconsejó una vez que no
hablásemos en casa de cierto asunto relacionado con una excursión,
porque —arguyó— «las madres siempre causan problemas.» Mi aira-
da progenitora —no recuerdo si fui yo mismo quien se chivó— se enca-
ró con él y le dijo: «Puede que las madres causemos problemas, pero
¿sabe usted?, si no hubiera madres, tampoco habría niños ni usted ten-
dría a quién llevar de excursión...» Si no hay madres, tampoco hay hijos,
y si no hay conciencia, tampoco ciencia. La etimología engaña aquí,
porque la realidad básica y sustentadora no es designada con la voz que
carece de prefijo, sino con la que lo ostenta. La ciencia es algo derivado.
9
Obvia y poco original. Luciano Espinosa resume el núcleo de mi argumento
brillantemente (Espinosa, 2011: 62), sin extraer la consecuencia antinaturalista que yo
saco. La diferencia entre nosotros probablemente es que él cree en la posibilidad de
una «naturalismo blando», mientras que para mí el naturalismo o es duro o no lo es.
10
Uno de los intentos más elaborados para conseguir una teoría naturalista del yo
es el de Thomas Metzinger, pero presupone solapadamente una y otra vez lo que iba a
explicar (Murillo, 2011).
11
También Thomas Nagel insiste sobre este punto (2014: 34).
La conciencia inexplicada 145
12
El texto que acabo de citar de Schrödinger no tiene en cuenta esta restricción y
por eso habla más de «mente» que de «conciencia». En consecuencia se ve abocado
al idealismo filosófico, del cual estoy muy alejado. Yo afirmo que la conciencia es pre-
via a la ciencia e independiente de la naturaleza. Sin embargo, todo lo que emprende y
realiza se convierte en naturaleza en cuanto sale de ella. En este sentido la indigencia
de la conciencia en cuanto conciencia es insuperable. Nace pobre y permanece así du-
rante toda su trayectoria mundana.
146 Juan Arana Cañedo-Argüelles
13
Hay una presentación sumaria de la oferta existente al respecto en el mercado de
las ideas en Bennett, Hacker, 2003: 316-322.
148 Juan Arana Cañedo-Argüelles
14
José Luis González Quirós ha efectuado un atinadísimo análisis del fenómeno
de la inasequibilidad de las mentes (González Quirós, 2011: 92-95). Un sujeto no
puede ver otro sujeto en cuanto sujeto, porque todo lo que ve hacia afuera son objetos,
y hacia dentro solo se ve a sí mismo (y además, como de rebote).
La conciencia inexplicada 149
que han de cumplir las entidades físicas que aspiren a poseer algo que
merezca ser llamado «conciencia». Los espíritus puros constituyen una
innegable posibilidad ontológica sobre la que me declaro incompeten-
te. Solo hablo de los espíritus «mixtos», «encarnados» o como se les
quiera llamar. Entiendo haber concedido tal prerrogativa al conjunto de
los seres humanos carentes de impedimentos serios. Pero a renglón se-
guido las dudas proliferan: ¿Solo nosotros poseemos conciencia? ¿Cuán-
do surgieron los primeros hombres sobre este planeta? ¿Tenía concien-
cia el neandertal, el Homo erectus, el Homo habilis, los australopitecos, el
ramapiqueco? ¿Son conscientes los primates, los delfines, los cánidos,
los elefantes, las gaviotas? ¿En qué especie, familia, género, philum se
acabó lo que se daba? ¿Y qué pasa con los marcianos, saturninos, andro-
medianos? ¿Qué razón hay para discriminar a los computadores actua-
les o del porvenir, a la máquina que ganó una partida a Kaspárov, por
ejemplo? Noten la astucia con que he ido acumulando suficientes pre-
guntas difíciles para que no se note mucho si dejo algunas sin respuesta.
Ya sería bastante solucionar alguna a plena satisfacción.
Empezaré rompiendo otra lanza más en favor del presunto culpable
de todos los males, Descartes. Son kilómetros de buen tejido los que
han sido rasgados por escandalizados oponentes a su doctrina del ani-
mal-máquina15. Lo más sorprendente es que muchos de ellos en realidad
defienden la alternativa del cualquier-bicho-viviente-máquina (hombre
incluido). Quizás les molesta cualquier tipo de diferenciación: o todos
moros, o todos cristianos. También es posible que encuentren ofensiva
no la idea de máquina en sí, sino la clase de artilugios en que el filósofo
francés quiso convertir a los animales: meros ingenios hidráulicos a base
de bombas, tuberías presurizadas, cilindros y émbolos. Ahora bien, para
que esta censura no resulte intempestiva, convendría aceptar que si Des-
cartes empleó el más avanzado tipo de máquinas disponible en el mer-
cado de las ideas de la época —como en efecto hizo—, no cometió nin-
gún desafuero.
Lo que más molesta a muchos críticos es la discontinuidad que el
dualismo cartesiano introduce en el reino de la vida (Churchland, 2001:
247). ¿Por qué hacer del hombre una excepción, cuando a veces es más
fácil entenderse con el gato del vecino que con el vecino mismo? Aquí
topamos con la ley de continuidad que Aristóteles, Newton, Leibniz y
Darwin usaron con tanto éxito. Si esa es la dificultad, no sería insoluble,
porque, en primer lugar, los grandes hombres mencionados admitieron
la existencia de excepciones en la vigencia de la ley; en segundo porque,
aun reservando la conciencia a los humanos, se puede mantener cierta
15
Doctrina, por cierto, que fue anticipada por Gómez Pereira (Carpintero, 2000: 38).
La conciencia inexplicada 151
masculla sonidos inauditos que tras algunos ajustes una pantalla tradu-
ce en frases castellanas inteligibles. Por señas nos anima a responder
ante el otro micrófono, el cual suscita en otra pantalla raros jeroglíficos
que fascinan al visitante. ¡Se ha consumado un encuentro en la tercera
fase! ¿Cómo averiguamos si de verdad tiene conciencia nuestro interlo-
cutor? Hernández-Pacheco propone indagar si el cielo estrellado sobre
sus trompetillas activa los paneles de admiración que tiene al efecto y si
la ley moral acelera la bomba de distribución de fluidos que hay en su
interior. Si la respuesta es doblemente positiva, propone darle un abra-
zo, siempre que no haya riesgo de contagio o reacciones alérgicas.
Desde luego no será nada fácil llegar a conclusiones definitivas en
muchos casos. Más improbable todavía será que nos veamos en la tesitu-
ra de aplicar el test de Kant o cualquier otro equivalente. Mi conclusión
en este asunto es que resulta más importante y decisivo ser racional (en-
tendiendo aquí la racionalidad como sinónimo de consciencia) que hu-
mano, vital o terráqueo. Páginas atrás recogía la acusación de racismo
que lanzó Minsky contra cualquiera que por principio distinga entre
ellas (las máquinas) y nosotros (los humanos). Yo estaría de acuerdo si
esas máquinas demostraran tener lo que según él tampoco tiene el hom-
bre: conciencia.
16
Exceptúo de mis reticencias el monismo neutral de Rafael Alemañ (Alemañ,
2012) y el monismo nouménico de Pedro J. Teruel (Teruel, 2009), aunque no hasta el
punto de adherirme a ellos. El motivo es que tanto en un caso como en otro tenemos
La conciencia inexplicada 155
que ir más allá de lo que la razón o la experiencia permiten discriminar y por tanto no
tiene sentido numerar la cantidad de principios o sustancias presentes. ¿Cómo averi-
guar si es uno o más de uno?
17
Podríamos incluir también el «monismo reflexivo» de Max Velmans (Cavanna,
Nani, 2014: 169-173).
18
Coincido en este sentido con el diagnóstico de Armando Segura: «Siendo la
Física aristotélica una filosofía de la naturaleza de sentido común, una lógica de la na-
156 Juan Arana Cañedo-Argüelles
turaleza, no responde a las necesidades de la ciencia actual. Una metafísica actual tiene
que estar apoyada en la plataforma de las ciencias positivas y humanas» (Segura,
2012: 19).
19
Los intentos recientes de buscar acomodo desde una óptica aristotélica a los más
recientes descubrimientos de las neurociencias son más que estimables. Destacan los
nombres de John Joseph Haldane, Eleonor Stump, David Braine, Derek Jeffreys, An-
thony Kenny, James D. Madden, Gianfranco Basti, José Manuel Giménez Amaya, José
Ángel Lombo, Ignacio Murillo y Juan José Sanguineti (Giménez Amaya, Murillo, 2007,
Murillo, 2010; Runyan, 2014; Sanguineti, 2012: 154; Lombo, Giménez Amaya, 2013).
20
En este sentido me parece muy atinada la propuesta por David Chalmers de un
«property dualism» (Cavanna, Nani, 2014: 3-7; Chalmers, 2010).
21
Thomas Nagel propone que las leyes naturales «teleológicas» son de índole
radicalmente diversa de las leyes naturales «comunes» (Nagel, 2014: 91-92). No veo
la forma de hacer efectiva esa diferencia a partir de la definición de ley que estoy utili-
zando. Es probable que a muchos materialistas este tipo de leyes resulte inaceptable,
pero desde mi punto de vista un determinismo teleológico es tan determinista (y tan
poco compatible con el modelo de conciencia que defiendo) como un determinismo
de la causa eficiente o de la causa formal.
La conciencia inexplicada 157
¿Acaso no hay leyes específicas, para la vida, para el hombre, para la so-
ciedad, para la economía, para la historia...? Nada impide que distinga-
mos todos los subgrupos que queramos; eso es cuestión de gustos y de-
pende de las definiciones que hayamos establecido antes. He propuesto
—mis disculpas por ser tan reiterativo— llamar natural a toda ley que
obedezca al esquema: «si se dan tales y cuales condiciones, entonces
hay tal probabilidad de que ocurran tales y cuales cosas» (en adelante
resumiré esto denominándolo «esquema si... entonces»). Haciéndolo
así resulta que las leyes formales y morales no pueden reducirse a las
naturales. En cambio sí se agrupan en una sola rúbrica todas las demás,
tanto las que buscan y utilizan las ciencias duras como las blandas, las
físico-matemáticas como las humanas, las que rigen el mundo inorgáni-
co como el inorgánico. Sin excepción responden al esquema si... enton-
ces. Otro asunto diferente es si el conjunto de todas las leyes naturales se
puede deducir a partir de un único sistema axiomático cuyos teoremas
comprenderían todas y cada una de las leyes que encontramos en los
distintos campos. Ahora mismo resulta prematuro concluir que sí o que
no, porque el entramado legal de las ciencias menos desarrolladas toda-
vía es precario e incompleto. Pero en cualquier caso se trata de un pro-
blema más lógico que ontológico. Lo difícil y tal vez imposible sería
conseguir que de unos pocos principios resulte todo lo demás, pero am-
pliando ad libitum el número de principios, ¿qué puede impedir conse-
guirlo? He defendido en otros lugares (Arana, 2012; Arana, 2014) que
la cuestión de si la química se reduce o no a la física, o la biología a la
química, es una cuestión que debiera interesar más a los gremios y sindi-
catos que a los filósofos22. La parte de la epistemología que se ocupa de
los métodos de la ciencia tiene que bregar, por supuesto, con el hecho de
que no sirve cualquier método para trabajar en cualquier campo, por-
que las condiciones de la investigación varían enormemente y requieren
estrategias específicas. Pero al final siempre desembocamos en el esque-
ma si... entonces. No seré yo quien me oponga a la idea de naturalizar al
máximo el mundo inorgánico y el orgánico, el cerebro, la conducta hu-
mana y —hasta donde sea posible— todo lo que rodea a la propia con-
ciencia. El afán de naturalizar todo lo que se pueda es muy loable y no hay
22
En lo tocante a competencias exclusivas, los científicos con espíritu de cuerpo
son muy quisquillosos. Véase cómo reacciona William Calvin ante lo que interpreta
una injerencia de los físicos: «Aun así, consideremos lo raro que sería que los neurólo-
gos especularan acerca de los enigmas de la física, aunque se tratara de neurofisiólogos
—y hay muchos— que hubieran estudiado varios cursos de mecánica cuántica» (Cal-
vin, 2001: 66). No rechazo la idea de que haya materias reservadas para los especialis-
tas, pero en cuanto hablamos de temas de interés general (es decir, filosófico), los mono-
polios cognitivos están por completo fuera de lugar.
158 Juan Arana Cañedo-Argüelles
23
La ley de los grandes números «consiste en lo siguiente: si observa uno un nú-
mero considerablemente grande de sucesos de la misma clase, que dependen de causas
que varían irregularmente, es decir, sin ninguna variación sistemática en una direc-
ción, se comprueba que las proporciones entre los números de los sucesos son aproxi-
madamente constantes» (Poisson, 1835: 478).
La conciencia inexplicada 159
24
Digo cartesianos y no de Descartes, porque no fue el filósofo quien incurrió en
este error, sino algunos de sus incondicionales.
La conciencia inexplicada 161
25
Estoy de acuerdo en cambio con Damasio cuando afirma que ni nuestro cerebro
ni nuestra mente son tabulae rasae cuando nacemos (Damasio, 2009: 137). He ahí
otro indicio más de la titánica labor que afronta la conciencia cuando partiendo de
cero ha de construir sobre un terreno ya ocupado.
La conciencia inexplicada 165
26
«Se ha calculado que la relación neurona sensorial, neuronas centrales y neuro-
na motora en los seres humanos es de 1:100.000:1, y de 1:3:1 en vertebrados muy
primitivos» (Rubia, 2009: 133).
166 Juan Arana Cañedo-Argüelles
tomadas por ella, se diría que los neurocientíficos se han pasado bastan-
te, porque John Dylan Haynes y colaboradores han conseguido no hace
mucho anticipar pronósticos estadísticamente significativos de las reso-
luciones tomadas por los sujetos de experimentación ¡diez segundos
antes de que se den cuenta de haberlas tomado! (Soon, Brass, Heinze,
Haynes, 2008: 543-545)27. Con tres o cuatro décimas, se podría decir
que la conciencia se ve superada por las descargas neuronales en el sprint
final, pero con diez segundos es como si se quedara tirada en la cuneta,
montada en un triciclo a pedales mientras los mecanismos inconscien-
tes viajan raudos en un bólido de fórmula uno. Una persona mediana-
mente veleidosa puede cambiar de opinión tres o cuatro veces en diez
segundos, ¿anticiparán también todos esos vaivenes los «voluntóme-
tros» de segunda generación? Hay aquí aspectos que chirrían bastante,
porque, si la actividad neuronal tomara la decisión y mucho más tarde la
conciencia levantara acta del acuerdo, nunca podríamos reaccionar con
tal celeridad a nuestras propias decisiones. En menos de un segundo mi
conciencia es perfectamente capaz de decidir algo, arrepentirse y anular
la decisión, aunque según la interpretación que comento todavía tarda-
rá ocho o nueve segundos en conocer la primera decisión que ya ha —cons-
cientemente— anulado. Es de locos, a no ser que la conciencia fuera un
remake de la película de la vida neural, proyectada con un retardo de
diez segundos respecto a la versión original.
27
Para obtener estos resultados, ya se ha empleado la más evolucionada técnica del
fMRI.
La conciencia inexplicada 173
ninguna pista para diferenciar unos de otros más que a tiro pasado no
impide a los naturalistas —inasequibles al desaliento como pocos—
creer que dentro de no mucho lo serán. Por ahora ya sabríamos gracias a
Libet que los procesos conscientes son más lentos y torpes que los in-
conscientes y además mucho menos eficaces a la hora de excitar las neu-
ronas motoras, que son las que en última instancia consiguen mover los
músculos. Serían un poco como esos superintendentes que en las pelí-
culas de policías siempre aparecen a última hora, una vez resuelto el
caso, para ponerse la medalla que en justicia merece el sufrido protago-
nista.
El siguiente párrafo del libro de Rubia revela una clara incapacidad
de entender que la conciencia pueda ser otra cosa que una sustancia cor-
pórea, única categoría ontológica de su repertorio:
El punto de partida podría ser la afirmación de que no se ha en-
contrado ninguna estructura cerebral que pueda ser la base de nues-
tra voluntad, por más que nos resulte inconcebible estar privados de
una voluntad libre. Si tradicionalmente se consideraba la libertad
una potencia del alma y la superación del dualismo no admite nin-
gún ente inmaterial que controle la materia, el cerebro, la libertad
tendría que ser el producto de la actividad cerebral.
De la misma manera, el yo, supuesto agente de esa voluntad,
también debería tener una base cerebral, pero todavía no se ha en-
contrado, de manera que se sospecha que sea otra ficción (Rubia,
2009: 68).
Todo lo demás se deja a un lado y por eso la conciencia deja de ser una
realidad en sí, una sustancia, para convertirse en todo caso en un aspecto
o dimensión de la realidad humana. Lo mismo ocurre con el «cuerpo»
(en el sentido que le doy, más exacto que el habitual): resulta de una
abstracción que toma la realidad de cada «hombre» y deja fuera todo
lo que no pueda ser entendido en términos de las leyes naturales. Tam-
bién los «procesos neuronales inconscientes» y los «procesos neuro-
nales conscientes» surgen como productos de sendas abstracciones que
filtran la realidad «hombre», dejan fuera un montón de cosas y crean
constructos que no podrían ser separados de la realidad originaria ni
con un microbisturí láser.
Aceptaría que se me rebatiera con la puntualización de que todo lo
que nombramos es en el fondo una abstracción, puesto que ningún
«hombre» podría subsistir separadamente ni unos pocos segundos
privado de la presión atmosférica —estallaría como una pompa de ja-
bón—. Así es, pero hay abstracciones y abstracciones. Y los procesos
neuronales conscientes e inconscientes son abstracciones bastante ela-
boradas, ya que en el cerebro todo está tan entremezclado que solo con-
ceptualmente podemos separar dentro de él lo consciente de lo incons-
ciente. En la realidad cerebral se da una dimensión corpórea y otra cons-
ciente, igual que hay en su funcionamiento aspectos categorizables
como «procesos neurales conscientes» y otros «inconscientes».
¿Quién movió finalmente el dedo? La mano, el cerebro, Pedro, sus neu-
ronas, su conciencia, sus procesos inconscientes y también los conscien-
tes... Sí, sí, claro, pero queremos precisar y entonces empieza lo bueno:
el dedo es de la mano derecha, de manera que la mano izquierda no ha
sido; Pedro estaba en coma profundo, por tanto la conciencia nada tuvo
que ver; el dedo estaba en el gatillo de una escopeta apuntada a un león
que se abalanzaba, de modo que la conciencia sí intervino... Y así suce-
sivamente.
Un matiz que debe tenerse en cuenta para bieninterpretar mi posi-
ción, es que no sostengo que cuerpo y conciencia remitan a realidades dis-
juntas, sino a una misma realidad abstraída a partir de dos criterios dife-
rentes (sometimiento a la legalidad natural y autotransparencia), crite-
rios que no se dejan reducir uno a otro, aunque tampoco supone el
primero la simple negación del segundo, ni agotan necesariamente en-
tre ambos las posibilidades existenciales de la realidad abstraída. Lo cual
significa que la realidad «hombre» no tiene por qué ser identificada
con la simple suma de cuerpo más conciencia, ni que la parte de la reali-
dad humana que conceptualmente separamos al considerar su concien-
cia no tenga nada que ver con la parte corpórea. En términos lógicos
podría expresarse diciendo que el conjunto intersección entre concien-
cia y cuerpo no tienen por qué estar vacío. Hay aspectos de la conciencia
La conciencia inexplicada 175
28
En realidad, tampoco eso es verdad, ya que supongo que en su cerebro hay mecanis-
mos predeterminados para elegir el objetivo en virtud de su proximidad, suculencia, indi-
cios de que no está en plena forma física, etc. La tesis es que, si no descendemos a detalles,
podríamos mantener una idea —en el fondo engañosa— de que existe alguna «libertad».
178 Juan Arana Cañedo-Argüelles
vas que llegaron hasta el gran público. No se trataba tan solo de una
cuestión digamos teórica (aunque cuesta imaginar que se trate de un
asunto sin repercusiones prácticas). Entre otras cosas cuestionaban la
responsabilidad penal de los delincuentes, lo cual obligó a Hennig Sass,
presidente de la Sociedad Europea de Psiquiatría, a salir al paso de lo
que estos autores afirmaban (Gelitz, 2010: 42). También han merecido
la atención de toda clase de intelectuales e incluso de los metafísicos, de
lo cual puede encontrarse un exhaustivo tratamiento en el libro del aca-
démico Mariano Álvarez El problema de la libertad ante la nueva esci-
sión de la cultura (Álvarez, 2007).
En realidad, las consideraciones de Roth (Roth, 2003; 2004 y 2009)
y Singer (Singer, 2002; 2003 y 2004) no son particularmente novedosas;
resultan más representativas que originales y desde luego poseen un méri-
to relevante: en lugar de recurrir a eufemismos y ambigüedades, plantean
las tesis naturalistas con toda su aspereza: olvidan los paños calientes y
niegan que del sistema nervioso humano pueda salir nada remotamente
parecido a una decisión libre. Mejor que parafrasear sus alegaciones, las
recogeré reproduciendo unos pocos pasajes significativos:
29
Dicho sea con todas las cautelas que formulé en el § 48.
La conciencia inexplicada 183
glo xx» cuando los estudios sobre las emociones fueron apartados a un
lado (Damasio, 2009: 1), no queriendo recordar que fue Descartes,
frente al que tan ingrato se muestra, quien inició brillantemente esta lí-
nea de trabajo con su tratado sobre las pasiones (Descartes, 1972). No
quiero yo seguir su ejemplo en esto y no me duelen prendas en recono-
cer el gran interés que para la investigación filosófica de la conciencia
tienen los trabajos de autores como él, que han vuelto a poner la vida
emocional en el punto de mira. En efecto: sus hallazgos permiten recu-
perar el equilibrio dentro del cosmos de la mente que se había perdido
por culpa del cognitivismo (LeDoux, 1999: 32 y sigs.). Hay que enten-
der la desnudez de la conciencia (sobre la que tanto he insistido) tanto
en la dimensión cognitiva como en la volitiva y en la emotiva, lo cual
significa que puede desplegarse exactamente igual de bien en cualquie-
ra de las tres direcciones. La conciencia emerge sin saber nada, sin que-
rer nada, sin estar afectada por nada concreto, pero sus primeros pasos
tienen que ver con el descubrimiento de su vacío íntimo, el rechazo
decidido a aceptarlo y la íntima conmoción que ese descubrimiento y
rechazo producen en ella. Esto quiere decir que no está más predis-
puesta a convertirse en conciencia cognitiva que emotiva o desiderati-
va. Es un dato que refrenda la investigación contemporánea: «Hay un
único mecanismo de consciencia, y tanto puede procesar información
relacionada con hechos triviales como emociones intensas» (Le-
Doux, 1999: 21). Los naturalistas tienden a asimilar la conciencia con
lo cognitivo y lo deliberativo, mientras que reservan para los procesos
inconscientes tanto las emociones como el impulso final que hace
efectiva cada decisión. Sin embargo, ahora se nos enseña que: «las res-
puestas del organismo no constituyen la base de una emoción. Ocu-
rren mientras la emoción tiene lugar, pero la emoción es algo más, tie-
ne algo más. Una emoción es una experiencia subjetiva, un arrebato
apasionado de consciencia, un sentimiento» (LeDoux, 1999: 300).
Por otro lado, «contrariamente a la opinión científica tradicional, los
sentimientos son tan cognitivos como otras percepciones. Son el re-
sultado de una disposición fisiológica curiosísima que ha convertido el
cerebro en la audiencia cautiva del cuerpo» (Damasio, 2009: 13). Le-
Doux ha llegado a acuñar la expresión «inconsciente cognitivo» (Le-
Doux, 1999: 33) y no tengo inconveniente alguno en aceptar la idea.
Ahora bien, si lo cognitivo —que con cierto simplismo se atribuía a lo
consciente— es penetrado por lo que no lo es, justo será compensarlo
otorgando parecida beligerancia a lo que no es inconsciente en el cam-
po de la emoción. Según Richard Lazarus, la cognición es condición
necesaria y suficiente para la emoción (Lazarus, 1994). En efecto, se-
gún todos los indicios, sentimientos y emociones nacen de una inte-
racción, de un encuentro:
La conciencia inexplicada 185
cerse más sabio que el maestro surge la rivalidad, pero a veces esta convi-
ve con el recuerdo de la cordialidad que antaño había. «Ahora me es-
torbas, pero no olvido que si me he elevado hasta donde estoy, ha sido
gracias a ti». El yo consciente sabe cuán irreconciliable es con el ello in-
consciente, pero también cuánto le debe. Además, no es solo cuestión
de gratitud, deseo de premiar servicios prestados. La naturaleza no debe
nada a la conciencia —al menos no a la conciencia humana—. Durante
eones sobrevivió y progresó sin ella. Pero allí donde la conciencia ha
hecho su trabajo, la naturaleza ha perdido cualquier autonomía. No sa-
bríamos sobrevivir tan solo a base de instintos. El camino de retorno a la
selva está cerrado para el hombre, por mucho que se empeñen en lo con-
trario las corrientes de pensamiento neo-rousseauniano (que al fin y al
cabo son un producto más de la conciencia). Pero del mismo modo que
en nosotros la naturaleza se ha hecho dependiente de la conciencia, esta
sigue dependiendo de aquella. Los automatismos son hoy en día tan
importantes como siempre. ¿Cómo puede ser que después de miles, tal
vez cientos de miles de años, la conciencia no haya sido capaz de dejar
definitivamente atrás a la naturaleza? Los japoneses ya no necesitan co-
piar sus automóviles de los alemanes; ahora se les ocurren modelos tan
buenos como los que se diseñan en Europa. La metáfora no funciona
bien en este aspecto, porque la conciencia sigue siendo discípula, no
acaba de alcanzar el grado de maestra. El motivo no es anecdótico; radi-
ca en un rasgo estructural: resulta que además de su originaria oquedad,
la conciencia está desfondada. Aquí el verbo tiene que ser conjugado en
presente, porque es un desfondamiento que no tiene remedio y, por
consiguiente, tampoco lo tienen sus efectos. La conciencia estaba vacía
cuando afloró en el sistema nervioso central de individuos pertenecien-
tes al género Homo. Sigue estándolo, porque se comporta como un de-
pósito agujereado. Existen muchos indicios que evidencian esta penosa
circunstancia. El primero de todos, la estrechez de la propia conciencia.
Resulta que además de vacía es angosta, y los intentos por ensancharla
no prosperan. No sé si al lector le pasa como a mí: soy incapaz de ente-
rarme si me hablan dos personas al mismo tiempo, o de superar esas
pruebas en que la mano izquierda se enfrenta a una tarea diferente de la
mano derecha. Hay personas más capaces de hacerlo, empezando por
los pianistas y terminando por las personas que se ocupan de las mil ta-
reas del hogar y la crianza de los hijos. Pero sospecho que no lo consi-
guen porque sus conciencias sean realmente capaces de contener mu-
chas cosas a la vez, sino porque han desarrollado una habilidad especial
para interaccionar en tiempo real con la naturaleza y aprovechar sus más
amplios recursos.
La conciencia inexplicada 189
30
No sigo la usual clasificación propuesta por Endel Tulving para la memoria (epi-
sódica, semántica, perceptiva, operativa y procedimental) porque no me interesa la
diversidad funcional y/o fisiológica que presenta, sino las alternativas que plantea su
naturalización.
190 Juan Arana Cañedo-Argüelles
sea la que sea, a apagarse como una pavesa, quedar confinada en un abrir
y cerrar de ojos, pasar con el instante. Esta memoria es compatible con
la vacuidad de la conciencia porque no tiene ni constituye contenidos,
es pura y simplemente automemoria, lo que le da un carácter reflejo que
se aviene muy bien con el volver sobre sí que constituye su esencia. Solo
es posible «volver» cuando se tiene noticia implícita de dónde ha sali-
do uno. Como no es necesariamente natural, la memoria tipo 0 es muy
escurridiza y nada fácil de objetivar, pero nos llegan con cierta facilidad
sus reverberaciones. Pensemos por ejemplo en el caso del hombre olvi-
dadizo (yo mismo soy un buen ejemplo) que está constantemente des-
cubriendo «huecos» en su memoria. ¿Cuál es el número de teléfono de
mi hermana, cómo se llama ese alumno que me hizo un trabajo tan ex-
celente, qué sinónimo de «recordar» tenía en la mente hace un mo-
mento y se me ha ido? No nos acordamos de la cosa, pero sí del vacío
que nos ha dejado. Podría confundirse con la memoria clase II (es como
descubrir que alguien ha vaciado la caja donde guardábamos el plano
del tesoro), pero en cierto sentido también implica identificar el lugar
que antes estaba ocupado por un dato y ahora está en blanco. Es una
protomemoria que no va hacia adelante en la cadena de códigos y signi-
ficantes, sino hacia atrás en la de agentes codificadores y donantes de
sentido.
Un atisbo más de memoria clase 0 la da el hombre que ha perdido
no esta o aquella memoria, sino toda ella. Ya sé que apenas es posible tal
cosa, pero quien padece una amnesia profunda, quien no recuerda su
nombre, identidad, historia y ni siquiera el abc de su temperamento, por
lo menos tiene clara conciencia —clara memoria— de que no ha surgi-
do de la nada en ese preciso instante, que tiene un pasado, aunque no
sepa cuál. Se acuerda, en definitiva, de sí mismo, aunque sea al modo de
una margarita que ha perdido hasta la última hoja. Hay películas en que
un hombre muy bueno trata de recordar quién ha sido y acaba descu-
briendo que fue un despiadado asesino. Curiosamente, recordarlo no le
hace volver a serlo. Los guionistas de Hollywood tienen a veces el capri-
cho de hacernos soñar con imposibles, pero la historia del malvado re-
habilitado por la amnesia es consistente con el hecho de que la concien-
cia está estructuralmente vertida hacia adelante (quiere) y hacia atrás
(tiene memoria clase 0) pero no incondicionalmente atada a lo que ha
sido. La protomemoria establece la continuidad de la conciencia en el
tiempo y en ese sentido es el punto de engarce de lo físico con lo metafí-
sico. El vacío del que parte, vacío irrellenable por su desfondamiento,
hace que la conciencia no pueda dar siquiera un pasito sin la ayuda de la
naturaleza (memorias clase I y superiores). Al descubrir que dentro de sí
carece de ganchos o estanterías donde ubicar y retener cualquier clase de
contenidos, busca unos y otras donde le pilla más cerca, esto es —una
La conciencia inexplicada 191
31
¿Constituye la suma de conciencia y cuerpo, tal como acaban de ser definidos, la
sustancia total del hombre? No veo razón alguna para asegurarlo. Ambos elementos
resultan de operaciones de selección tan distintas, que no tienen por qué agotar todo
el ser que ha pasado por ambos filtros. Lo único seguro es que el cuerpo es una suma
de necesidad positiva y negativa (azar benigno). El azar salvaje no es naturalizable ni
por tanto cuerpo. Tampoco tiene nada que ver con la conciencia. He aquí un posible
tercer elemento. Que haya o no otros escapa por completo a mi discernimiento.
194 Juan Arana Cañedo-Argüelles
los troncos de los árboles tan solo una parte participa activamente en
el crecimiento y la renovación: es el cámbium, estrecha región forma-
da por una sola capa de células que genera sucesivamente hacia dentro
capas leñosas (las que sostienen con su rigidez el edificio vegetal) y
hacia afuera el tejido que se encarga de la circulación de los fluidos de
la planta y luego forma la inerte protección de la corteza. Pues bien, la
conciencia es como el cámbium de los organismos que la tienen: en
ella se concentran las expectativas de novedad y cambio, por su me-
diación llegan a donde ningún otro organismo conseguiría llegar
nunca, pero ella misma ni sostiene, ni metaboliza, ni protege. Desde
el punto de vista funcional, lo único que hace es remediar la ceguera
de la selección natural como mecanismo de búsqueda de nuevas solu-
ciones, cuya torpeza y lentitud no discute ni el más entusiasta darwi-
nista. Al igual que en el tronco tanto el núcleo leñoso como la exterio-
ridad funcional y protectora en su momento fueron cámbium, casi
todo lo que el hombre ha sido, el sedimento que su conducta ha deja-
do en forma de costumbres, virtudes y vicios, antes pasó a través de la
conciencia, de manera que la conformación de la naturaleza que va
adquiriendo es epítome de la historia de su libertad. La diferencia,
claro, es que el cámbium no deja de ser una estructura biológica físico-
química que la ciencia natural explica bastante bien. Como ocurría
con la conciencia, en ella se concentra el potencial de crecimiento del
organismo, pero en lo demás es diferente: en las células del cámbium
los ribosomas fabrican proteínas a toda marcha y las mitocondrias
suministran febrilmente la energía necesaria. La esbeltez de la con-
ciencia es mucho más perfecta; a su alrededor bullen por millones los
potenciales de acción de las neuronas involucradas, pero la esencia
misma, el «darse cuenta de» se despliega en una dimensión diferente
que no compromete para nada los balances energéticos y que se eva-
pora como humo con la misma facilidad con que se presenta, lo que
no impide que —entre tanto— produzca alteraciones más o menos
permanentes en el cerebro y en otras zonas del organismo. Pero inclu-
so en su aspecto meramente «natural» la metáfora del cámbium es
útil. Hablar de «localización» de la conciencia es completamente
impropio, pero sigue teniendo sentido preguntarse dónde es más sen-
sible su presencia. La respuesta lógica sería: allí donde la plasticidad
del organismo es mayor, en los lugares donde se concentra al máximo
el potencial de novedad y apertura. Eso nos lleva a las células nervio-
sas que median entre áreas de recepción de información sensorial y
emergencia de respuestas motoras, en las puntas de los árboles den-
dríticos donde a mayor velocidad nacen, se desarrollan o atrofian las
sinapsis y donde las fluctuaciones de los sistemas dinámicos comple-
jos son más pronunciadas.
La conciencia inexplicada 195
32
«Si algún gran poder estuviera de acuerdo en hacerme siempre pensar lo que es
verdad y hacer lo que es correcto, con la condición de convertirme en algo así como un
reloj y se me diera cuerda cada mañana antes de saltar de la cama, cerraría el trato ins-
tantáneamente». Thomas Huxley, citado en: Saralegui, 2007: 302.
La conciencia inexplicada 197
sigue estar atenta, no a lo que de ella sale (ya he repetido hasta la sacie-
dad que no sale nada concreto), sino a lo que la llena sin estorbar su vo-
cación de seguir llenándose de cosas buenas... hasta el infinito. El único
pecado que la conciencia puede cometer (lástima que sea tan fácil caer
en él) es conformarse con demasiado poco.
Ya dije páginas atrás que iba a hacer una propuesta más bien especu-
lativa. Habrá quien no me lo perdone, pero también quien la considere
insuficiente. «Prometiste un tratamiento positivo de la conciencia. Pero
recalcas tanto su vacío y desfondamiento, que lo que enseñas acerca de
ella también es bastante vacuo. Sabemos cuál es según tu versión la esen-
cia del cuerpo o dimensión natural del hombre: el sometimiento a las
leyes naturales. ¿Acaso eres incapaz de encontrar una clave equiparable
para orientarnos un poco mejor sobre lo que llamas “conciencia”?» Es
quizá momento de recordar a Nicolás Gómez Dávila cuando puntuali-
za: «A cierto nivel profundo toda acusación que nos hagan acierta»
(Gómez Dávila, 2007: 53). De todos modos, todavía me queda en la
recámara un proyectil para intentar dar en el blanco. Disparemos pues
esa última bala.
Ha quedado establecido que las claves para comprender la naturale-
za y lo que de ella depende son las leyes. Por consiguiente, debe estar
atravesada por leyes a todos los niveles y en todas las direcciones. Reglas
conformes al esquema si... entonces forman la urdimbre y la trama del
tejido universal. Presumo que en eso estamos de acuerdo. Ahora bien,
¿de dónde surgen las propias leyes? ¿Cuál es su raíz, de qué modo podría
darse cuenta de ellas? Incómodas preguntas, porque suscitan la alterna-
tiva de un Legislador universal o algo parecido. Eso nos lleva a los um-
brales de la teología filosófica (o bien de la antiteología), asunto que
espero tratar algún día, pero desde luego no ahora. Dejemos por el mo-
mento abiertas todas las opciones. Lo que no parece dudoso es que exis-
te algo así como una legislación natural universal. Las observaciones de
físicos y astrónomos avalan que las mismas leyes y constantes conservan
su vigencia hasta donde alcanza nuestra capacidad de observación (So-
ler, 2014). También hay indicios de que no han sufrido alteraciones sig-
nificativas desde que tenemos noticia33. En el plano teórico se ha especu-
33
Basándose en ciertas observaciones del espectro de quásares lejanos, John Webb
y colaboradores pretendieron haber descubierto cierta variación en el valor de la cons-
tante de estructura fina. Dichas observaciones han sido criticadas por varios motivos.
Además, recientemente el margen de posible variación de la constante ha sido reduci-
198 Juan Arana Cañedo-Argüelles
oculte. ¿Qué tiene que ver conocerse con averiguar lo que es bueno y
sobre todo con hacerlo? Ante todo hay que recordar que la conciencia
es tanto querer como conocer, y que ese querer, previo a toda ley natu-
ral, tiene una direccionalidad sobre la que no es difícil montar una axio-
logía, un criterio para distinguir el bien del mal. ¿Qué direccionalidad?
Vimos que la conciencia humana originaria consiste en el conocimiento
del mundo fenoménico, posible gracias a su asociación con un organis-
mo corpóreo, y que al mismo tiempo involucra un autoconocimiento.
Mas ese conocimiento de sí no es nada alentador: la conciencia es estre-
cha, delgada y hueca: tres marcas no ya de finitud, sino de nihilidad.
Como no hile muy fino, la conciencia aparece ante sí misma como una
nada por partida triple. En ese sentido, el materialismo eliminativista, el
epifenomenismo y el propio naturalismo tienen raíces muy antiguas.
Pretender hacer virtud de la debilidad es otra posibilidad: la que alimen-
ta muchas corrientes de la espiritualidad oriental. Le reacción primera y
espontánea de la conciencia frente a la deprimente imagen que vio
cuando volvió hacia sí el espejo después de ver reflejado en él la natura-
leza, tuvo que ser de rechazo, negación, huida. No le gustó esa especie de
pellejo arrugado que vio. Su esencia era la lucidez, pero una lucidez hue-
ca. Estando situada en un plano ontológico más radical de la naturaleza,
su tendencia espontánea era legislar, pero ¿legislar cómo, desde dónde,
para qué fin? No hay duda de que el entramado legal del cosmos tiene
que proceder de un principio consciente, pero desde luego no tan ende-
ble y privado de todo como la conciencia humana. Al no disponer de
medios ni poder para legislar hacia afuera, no tuvo más remedio que
hacerlo hacia dentro. Ahí está la fuente de la eticidad humana. Una eti-
cidad que originalmente estuvo presidida por el propósito de remediar
como fuera ese inmenso vacío interior: escapar de la nada propia, nada
que para él representaba el mal radical. La aventura humana comenzó
entonces como búsqueda de una plenitud ausente. Esto le dio un senti-
do, un sesgo teleológico, una escala de valor. ¿Pero cómo dotarle además
de contenidos concretos y alcanzables? Una vez más en connivencia con
la naturaleza. El mono atormentado que éramos dio en pensar que no
estaba bien matar más bisontes que los que su grupo podría razonable-
mente comer a lo largo del invierno, que era de justicia entregar a la
horda vecina algunas hembras a cambio de las que le habían arrebatado,
que no había por qué negar a un extraño desvalido el auxilio que implo-
raba... Por supuesto que al actuar así conseguía que a largo plazo no se
agotaran los alimentos, degenerara la raza o cundiese la inseguridad por
doquier, pero ¿cuánto hubiese tardado la selección natural en descubrir-
lo, teniendo en cuenta la variabilidad de las condiciones de vida en la
época de las glaciaciones? La libertad encontró su sitio en este mundo
no en contra de la naturaleza, sino en consonancia con ella, potenciando
202 Juan Arana Cañedo-Argüelles
64. Conclusión
34
Si he conseguido entenderla correctamente, la propuesta de Luciano Espinosa
iría en esa dirección: «Podríamos concluir que los proyectos inconscientes de la com-
plejidad mencionados más arriba dan pie y se prolongan en una espontaneidad cre-
cientemente autogobernada y al cabo en una triple autocreación: evolutiva de la espe-
cie, histórica de la cultura y biográfica de la persona» (Espinosa, 2011: 77).
La conciencia inexplicada 203
para serlo. Pero confirma la sospecha de que hay al menos dos tipos de
realidades recíprocamente irreductibles entre sí. Mejor dicho: no solo
dos, sino tres: primero, las realidades que total o parcialmente obedecen
las leyes naturales; segundo, la realidad o realidades inmanente(s) o
trascendente(s) al universo que han introducido y mantienen en vigor
las leyes; tercero, las conciencias humanas y las que eventualmente po-
sean entidades no humanas, gracias a las cuales se ha producido una di-
versificación de la instancia ética. El bien ya no es algo reservado a la
potencia legisladora universal, sino que reaparece aquí y allá, mezclado
inextricablemente con el mal, entre aquellos que son legisladores de su
propia conducta.
¿Pero cómo es posible que algo tan leve y desprovisto de todo como
la conciencia pueda desempeñar un papel relevante en la economía uni-
versal? En primer lugar, gracias a que el mundo tiene el aspecto de haber
sido proyectado así. Es muy improbable que sea casual la posibilidad de
concentrar en un solo punto y de un modo perfectamente natural tanto
contenido significativo. Los fotones recorren sin impedimento miles de
millones de años luz en virtud de la transparencia sin igual de los gigan-
tescos supercúmulos de galaxias, y luego unas estructuras tan refinadas
como las células retiniales los captan y cifran mensajes que en el sistema
nervioso central se ponen a disposición de «quien corresponda». Y así
sucesivamente. La conciencia humana no aparece sin más en un entor-
no hostil, surge en el momento y lugar precisos para que sus virtualida-
des a-naturales confluyan con los dispositivos naturales y entre ambos
den lugar a la criatura más sabia y poderosa de la que haya noticia. Un
escéptico dirá que la perfecta simbiosis entre conciencia y los sistemas
cognitivos y motores acoplados a ella no es más sorprendente que el
hecho de que la longitud de nuestras piernas sea la adecuada para que
lleguen exactamente hasta el suelo: la armonía no sería en tal caso un
milagro sino la consecuencia de un ajuste automático. No tengo incon-
veniente en aceptar la chanza, siempre que se tenga en cuenta que mien-
tras en el caso de la longitud de nuestras extremidades solo interviene la
fuerza de la gravedad para lograr el ajuste (puesto que gobierna a ambos
lados de él), en el caso de la conciencia el acoplamiento con sus fuentes
de información y servomotores se produce en la confluencia de dos ór-
denes ontológicos bien diferentes: el nomológico y el nomogónico.
Hilary Putnam finaliza una reseña de su concepción revisada de la
mente con la siguiente consideración:
Inicié este libro defendiendo que debemos apurar hasta las heces la
copa de la verdad, sea esta dulce como la miel o amarga como la hiel. La
verdad que he encontrado, en la esperanza de que no sea solo mía, es que
la conciencia es algo muy peculiar que hay que poner aparte de todo lo
demás y, en particular, de la naturaleza. Los naturalistas proponen una
verdad diferente. En manos del lector está decidir si se acerca más a la
verdad mi versión o la suya. Los argumentos en que me baso ya han
quedado expuestos y he procurado recoger los suyos sin deformarlos ni
oscurecerlos. En todo caso, hay suficientes referencias para remediar la
eventual parcialidad de mi enfoque. Así pues, el caso está visto para sen-
tencia. Dejando aparte cuál sea esta —y hablando off the record— hay
una pregunta en el aire con la que recogeríamos el cabo que quedó suel-
to en la presentación. ¿Qué candidata a verdad es más dulce o, si eso es
mucho pedir, menos amarga? Aquí hay una disparidad en el punto de
partida, porque no me postulo como portavoz de ninguna escuela o
corriente. Si alguien quiere colgarme una etiqueta1, es muy dueño de
hacerlo, pero en ningún momento he invocado otro aval que no sea mi
propio crédito. He aprendido de muchos, pero no sigo incondicional-
mente a ninguno. Por tanto, un eventual fracaso sería exclusivamente
mío. A cambio, puedo dar una respuesta relativamente precisa a la pre-
1
Ojalá que no sea la de misteriano, inventada por Owen Flanagan para designar
a los que no creen que la ciencia pueda llegar a resolver el misterio de la conciencia. No
tengo nada contra el concepto, pero el nombre me parece horroroso. José Domingo
Vilaplana me adscribirá sin dudarlo al dualismo, aunque, como es amigo mío, me co-
locará en buena compañía: Chalmers, Chomsky, Nagel, McGinn y Searle (Vilaplana,
2011: 210).
206 Juan Arana Cañedo-Argüelles
gunta que acabo de plantear. Mucho más difícil será darla en nombre de
la otra parte, ya que los naturalistas forman un colectivo bastante hete-
rogéneo, de manera que por lo que a ellos respecta tendré que confor-
marme con un par de pinceladas que quizá no sean acertadas ni repre-
sentativas.
Dudo que mi tesis sea particularmente grata, tranquilizadora o con-
soladora. En terminología del marketing, la mercancía que ofrezco no es
la más bonita, ni la que está mejor presentada. Cuando alguien interpre-
ta su conciencia como defiendo que es correcto hacerlo, las sensaciones
que le asaltan son poco tranquilizadoras: vacío, angustia, desamparo.
Verse a sí mismo como un bicho raro, como un ente completamente
aparte de todo lo que se divisa después de girar 360º el periscopio para
otear todo el horizonte, otorga un consuelo muy relativo. Y sobre todo,
da pocas esperanzas de relax. No es necesario ponerse melodramático y
recordar las conocidas palabras de Churchill («sangre, sudor y lágri-
mas»), pero repasemos con qué cuento: un patrimonio en propiedad
nulo, una tarea tan ímproba como urgente (abrirme paso en un planeta
y una biología que funcionaban perfectamente bien antes de mi llega-
da) y la tremenda responsabilidad que da el convencimiento de que tan
solo yo mismo me puedo sacar las castañas del fuego por medio de una
libertad que es el colmo del minimalismo ontológico. Todo eso es algo
que resulta agotador tan solo de considerarlo.
Cierto es —no quiero seguir echando piedras sobre mi tejado—
que la perspectiva de poseer una conciencia no naturalizable y por tanto
gozar de genuina Libertad, procura una dignidad y una independencia
que en modo alguno se puede alcanzar por otras vías, ni tampoco puede
ser ofertada por mis adversarios. Se mire por donde se mire, si la con-
ciencia fuera explicable con un puñado de leyes, tendríamos que volver
mansamente a ocupar nuestro puesto en el rebaño universal y sumar
nuestra voz al coro de balidos entonado por las infinitas ovejas que pue-
blan el cosmos. Bien se ve que, a pesar de los inconvenientes de mi pro-
puesta, me sigue pareciendo preferible a la del naturalismo. Sin embar-
go, ¿qué es lo que sus partidarios alegan como réplica? No una sola cosa,
sino toda una batería de consideraciones que me llevaría demasiado
tiempo y espacio resumir. Grosso modo hay dos tipos de estrategia para
afrontar mi reto: una heroica, otra desdramatizadora.
He dicho que el punto fuerte de los que nos oponemos al naturalis-
mo es la grandeza que otorgaría a nuestra especie poseer una conciencia
irreductible, condición necesaria y suficiente para gozar de genuina Li-
bertad. Eso nos da una superioridad —digamos— ontológica, cuyo precio
es la soledad a que nos condena, la responsabilidad que carga sobre nues-
tros hombros y la incertidumbre en que nos arroja acerca de nuestro desti-
no final. La contrapartida que ofertan los naturalistas consiste en «libe-
La conciencia inexplicada 207
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Incluso autores que cabría suponer menos ingenuos, caen en parecidas simplifi-
caciones: «No se debe minimizar la magnitud de la revolución conceptual que aquí se
señala: podría ser monumental. Y los beneficios para la humanidad podrían ser igual-
mente grandes. Si cada uno de nosotros poseyera un conocimiento neurocientífico
(cosa que ahora percibimos nebulosamente) de las variedades y causas de las enferme-
dades mentales, de los factores que intervienen en el aprendizaje, las bases neurológi-
cas de las emociones, la inteligencia y la socialización, entonces la totalidad de la des-
dicha humana podría disminuir mucho» (Churchland, 2001: 78-79).
La conciencia inexplicada 209
Laplace, Pierre-Simon: 12, 25, 37, 52 Penrose, Roger: 4, 19, 20, 26, 27, 31, 34,
Lazarus, Bernice: 39, 43, 46
Lazarus, Richard: 58 Pinker, Steven: 34
LeDoux, Joseph: 47, 58 Planck, Max: 2
Leibniz, Gottfried: 6, 10, 17, 19, 24, 27, Platón: 29
29, 30, 48, 49 Poincaré, Henri: 16
Leucipo de Mileto: 14 Poisson, S. D.: 51
Leeuwenhoek, Anton van: 3 Popper, Karl: 6, 13, 35, 36, 50, 59
Lewin, Roger: 27, 34 Prinz, Jesse J.: 1, 46
Libet, Benjamin: 39, 55, 56, 57 Putnam, Hilary: 64
Van Linden, Martial: 58
Llinás, Rodolfo R.: 3, 5, 8, 36, 39, 42, 43 Quine, Willard Van Orman: 19
Lombo, José Ángel: 50
López Corredoira, Martín: 22, 26, 27, Ramachandran, Vilayanur: 40, 41
52, 65 Ray, Tom: 34
Lovelock, James: 46 Ricoeur, Paul: 6, 36, 42, 65
Lulio, Raimundo: 29 Rizzolatti, Giacomo: 40, 41
Rockefeller, John D.: 43
Madden, James D.: 50 Rodríguez Valls, Francisco: 53, 58
Malebranche, Nicolas: 15 Rosenblum, Brice: 27
MacLean, Paul: 58 Roth, Gerhard: 57, 58
McGinn, Robert: 65 Rubia, Francisco J.: 5, 6, 52, 53, 55, 56,
Mandelbrot, Benoit: 51 57
Mariotte, Edmé: 12 Rubinstein, Arthur: 61
Martínez Mendizábal, Ignacio: 21 Runyan, Jason D.: 50
Maupertuis, P.L.M.: 18 Ryle, Gilbert: 50
Maxwell, James C.: 12, 16, 27, 44 Russell, Bertrand: 26
Mazolini, Renato G.: 23
de La Mettrie, Julien-Offray: 17, 21, 24, 26 Sánchez-Cañizares, Javier: 27
Metzinger, Thomas: 47 Sanguineti, Juan José: 15, 41, 50, 54
Minelli, Liza: 46 Saralegui, Miguel: 62
Minsky, Marvin: 19, 21, 25, 43, 49 Sartre, Jean-Paul: 11
Monod, Jacques: 16, 52, 65 Sass, Hennig: 57
Moore, George: 63 Schelling, Friedrich: 27
Moravec, Hans: 21, 36 Schopenhauer, Arthur: 65
Moulines, Carlos Ulises: 21 Schrödinger, Erwin: 3, 4, 27, 46, 47,
Murillo, José Ignacio: 47, 50, 56 48
Searle, John: 19, 21, 65
Nagel, Thomas: 18, 25, 47, 51, 65 Segura, Armando: 50
Nani, Andrea: 36, 46, 47, 50, 51 Selfridge, Oliver: 25
Nestler, Eric J.: 38 Sherrington, Charles Scott: 36
von Neumann, John: 27, 33 Singer, Wolfgang: 57
Newton, Isaac: 12, 27, 33, 39, 44, 49, 52 Sinigaglia, Corrado: 40, 41
Nicocreón: 11 Skinner, Burris Frederic: 24, 42, 57, 65
Nietzsche, Friedrich: 43, 65 Smolin, Lee: 39, 63
Soler, Francisco José: 41, 46, 56, 63
Oersted, Hans Christian: 27 Soon, Ch. S.: 55
Ortega y Gasset, José: 43 Spinoza, Baruch: 50, 58, 60
Sperry, Roger: 39, 55
Pascal, Blas: 29 Steno, Nicolás: 23
Penfield, Wilder: 36, 54 Strathern, Paul: 1
226 Juan Arana Cañedo-Argüelles