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Una comedia trágica

El mercader de Venecia de William Shakespeare y de Michael Radford

Si consideramos las normas de la comedia, es lógico que, al leer la obra de


Shakespeare, observemos que los múltiples juegos de palabras, las confusiones, los
disfraces y las historias de amor de los jóvenes atenúen la enorme tragedia que se
esconde en los personajes de Antonio y Shylock. Al ser una comedia, todo se presenta
desordenado en escena. La única verdad es la del escenario y la de las palabras (de
lo cual, sin duda, Portia es dueña absoluta); y finalmente, lo que debe triunfar es el
amor de los jóvenes. Por eso, la crueldad, la traición y la melancolía, que en una
tragedia tendrían su restitución en la muerte, no tienen lugar; y no sólo contrastan, en
gran medida, con la felicidad de los jóvenes amantes, sino que, además, son
expuestas brutalmente y abandonadas en escena, mientras el resto de los personajes
corre a disfrutar de su felicidad.
La versión fílmica logra, con éxito, poner en escena esta doble condición del
texto: la comedia y la tragedia. Podemos apreciar diversos momentos donde la risa se
impone y durante los cuales los ingeniosos parlamentos y la idea de un futuro dichoso
invaden la escena y nos dan regocijo como espectadores (por ejemplo, la elección de
los cofres por parte de los príncipes extranjeros o cuando Portia y Nerissa revelan a
sus esposos que se disfrazaron para salvar a Antonio).
Sin embargo, la escena más perdurable de la película es la que resulta más
trágica: el judío Shylock, en el piso, llorando por la sentencia que le impone la bella
Portia, disfrazada de doctor en leyes. Hasta ese momento, varios momentos han
sugerido que el judío es un personaje que está en escena para sufrir. Radford nos lo
indica desde el inicio, cuando expone la dolorosa situación de excluidos de los judíos
en esa época (con el texto inicial y las primeras escenas); y luego, cada escena donde
Shylock se presenta resulta desgarradora. Incluso la primera parte del juicio donde
reclama justicia al punto de exigir, sin piedad, la carne (y con ello la muerte) de
Antonio resulta funesta, pues, intuimos que toda esa ansia de reparación y castigo
implacable se volverá contra él, en cualquier momento. El film no permite que se nos
escape ese aspecto de la obra, y aun lo graba a fuego en nuestras mentes, cuando la
cámara se sitúa dentro del ghetto judío, y desde allí, vemos a Shylock, sin su kipá,
parado en la parte de afuera del edificio, mientras un judío cierra las puertas; ésa es,
entonces, la condición final del personaje: excluido para siempre de su propia vida, la
pérdida de todo lo que lo constituye. La muerte hubiera sido un final más honroso, sin
embargo, en las comedias, no hay muertes, sólo la exposición brutal de la realidad
humana que, como en este caso, nos deja un resto de melancolía insatisfecha.
María Clara Lucifora, Graduada del Profesorado en Letras de la Universidad
Nacional de Mar del Plata, integrante del grupo de investigación “Semiótica del
discurso”.

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