Está en la página 1de 80

GAMALIEL CHURATA

CUENTOS (1923-1933)

1
Gamaliel Churata / Cuentos (1923 – 1933)
Febrero, 2022.

Edición, diseño y corrección:


Wilmer Skepsis
Perro Calato Ediciones
E-mail: skepsis_21@hotmail.com
Tacna – Perú

2
PRESENTACIÓN

El primer relato que lleva la firma de Gamaliel Churata es de 1923, fue


publicado en las revistas Nervios de Puno y Chasqui de Juliaca; al año siguiente,
con su nuevo y definitivo seudónimo, el escritor puneño colaboró asiduamente
en la revista Kosko, donde podemos hallar textos como “Tu canto” o “Ruidos”,
al tiempo que empezó a bosquejar el proyecto de cuentos cortos intitulado
“Tojjras”, cuyos primeros esbozos aparecieron en la aludida revista cusqueña
dirigida por Roberto Latorre. Con el envío de “El gamonal” a José Carlos
Mariátegui, quien lo publicó en dos entregas en su revista Amauta, se amplificó
el radio de acción de Churata, sus colaboraciones aparecieron en diversos
medios, en La Sierra, Mundial, Kuntur, La Revista Semanal, Chirapu, ABCdario, El
Comercio del Cusco, etc., sin contar sus envíos a publicaciones del extranjero, a la
par de su activa labor al frente del Boletín Titikaka. Fueron años de intensidad
creadora, de vanguardia indigenista que, debido a causas políticas, se vio inte-
rrumpida, pues Churata debió partir al exilio en abril de 1932. Allí, en La Paz –
Bolivia, sobrevivió trabajando en el diarismo y en múltiples oficios. “Los
cuentos del Titikaka”, aparecido en 1933, es lo último que se conoce de su
incursión en materia de cuentos o narrativa corta.
Hace 10 años publicamos una primera recopilación de estos cuentos, hoy
se hace forzoso el lanzamiento de una segunda edición gracias a nuevos
hallazgos que vienen a completar el corpus narrativo de Gamaliel Churata, el
que va de 1923 a 1933.

3
VERSÍCULOS DE GERMINACIÓN

Tener un hijo no es una cuestión novelesca, por más que los aconte-
cimientos que a tenerlo nos llevaron sean dramáticos o teatrales. Tenerlo con el
deseo del alma, por haberlo concebido cráneo adentro, por el prurito de sentirse
duplicado o la voluptuosidad de “hacer”. Adivinarlo, presentirlo en el aliento de
la hembra, con un dolor sustancial y una seriedad… ¡Eso es tener un hijo! Eso
es tener un hijo sin haberse casado, sin que las leyes le preconciban o supongan.
Tenerlo con las ansiedades de una relación libre… ¡Eso es tener un hijo!
Tenerlo, como yo te tengo, Ruth, como te tengo Nanau, como te tengo Carlos,
como os tengo a todos vosotros, retazos de mi quimera alegre y sensible… Es
tener hijo, sentirse agitado de indescriptible deseo, de inquietud dolorosa. Es
ansiar, desear llorar y reír; es, por un proceso de infusión, aclarar pensamientos
larvas y tener para todas las larvas del pensamiento, claridad de comprensión y
un amor orante y pulcro. ¡Tener! Yo te tengo Nanau, yo te tengo Ruth, yo te
tengo Carlos, yo te tengo Gamaliel; yo os tengo en mí clarificados y fundidos en
la materia de mi ansiedad; sois, por un proceso de infusión, lo que no quise ser,
lo que no podría ser nuevamente, lo que seré algún día: la inocencia que nace de
las arrugas de la encina socavada por el risueño tiempo. Yo te dije Carlos, allá
en mis llorantes mocedades: ¡Tú eres mío! Pero estaba mi carne borracha de una
borrachera andariega. Por eso no tuve tiempo de repetirte mi palabra: ¡Tú eres
mío! Yo, en una noche en que tu madre me desconocía, andando siempre por la
calleja, atisbé la música llorante de tu vahído, Ruth. Y grité: ¡Hija mía! Pero
cuando llegabas, tú, pobre piltrafa de un festín goloso, pobre cifra, lívido
helecho, cuando llegaste Nanau, entonces esa flor corrosiva del tiempo nos echó
a todos sus perfumes fuertes. Eres tú, amargo como lo más amargo, como el
amargo de Job, como la maldición de Joel.
Tener un hijo, Gamaliel; yo te tengo hijo mío. ¡Pasad! Pasad ahora todos
vosotros, y reíd. Reíos de mi fecundidad. Si yo no os viera reír no creería que
soy vuestro padre.
¡Así es! En lo más íntimo del hueso, en lo más hondo del ánima, en lo más
inencontrable de la carnatura, me nace esta alegría inocente; os llevo en mí.

4
SU CANTO

La noche anterior había fornicado. Su cuerpo lazo, su atención trepidante,


su vista débil, trémulo su paso… Así iba a través del camino polvoriento,
arrastrando las piernas, gacha la testa, los brazos caídos como brazos de
orangután. En el rictus de sus labios se retrataba el cansancio, las mejillas
hundidas, la color de una verde palidez.
Como si dialogara, iba diciendo palabras ininteligibles. El menor guijarro
le hacía tropezar y un sudorcillo flaco y frío le daba una sensación de agonía.
Llevaba el sombrero ancho en la mano. La melena lacia caíale sobre los ojos.
Sólo el ancho cuello fornido daba en él alguna sensación de vida. Su respiración
no era aparentemente fatigosa, pero, a confesarlo, diría que sus pulmones
caminaban con extraña lentitud. Partiendo de los intestinos le llegaba hasta el
corazón una inquietud no sé si mortificante o agradable, pero rara. No apretaba
los dientes, tenía separadas las mandíbulas cual si se hubieran zafado los
muelles. Una babilla rala le temblaba en la comisura con una lágrima, ¡otra
babilla! Qué vibrante se asomaba en la oscuridad de un párpado tumefacto y
cobrizo… Así iba Churata por el camino polvoriento, alejándose del poblado.
La piedad del sol, piedad siempre atenta, vaciaba toneles de luz rutilante sobre
la faz izquierda de Churata…
Estaba decididamente estúpido. Ni el recuerdo de la mujer sembrada se le
hacía presente. Todo se iba. Todo se le hurtaba. Ni deseos ni ideales concebía su
cerebro mestizo…
Pero, aunque no fuese caminar el suyo, iba alojándose del poblado dimi-
nutivo y pendenciero.
La llanura tenía un horizonte lejano y uniforme. Sólo el viento realiza
variaciones entre los pajonales hirsutos. Hacia las faldas de la montaña divisaba
su vista tarda y cansina la chujlla misérrima y egoísta con una portezuela de
cucaraca sobre el frontal de la pared. No le invitaba. Le rechazaba. A Churata,
en ese estado de ánimo, se le antojaba que todas las cosas le eran ajenas, que
debía entregarse por entero a la sugestión del camino interminable. Por ello sólo
caminaba en el atardecer monótono sobre el camino polvoriento. No obstante,
el piadoso cielo arremolinó nubes bellas sobre las distantes perspectivas. Blancas
y ampulosas. Y un airecillo metafísico se le entró a los ojos como un don de
vida.
No fueron las únicas. Ya dije que el panorama monótono con su música de
pajonales encuadraba con el espíritu del mancebo exhausto. Esta tenía la forma
(no hacía viento alto) de un puño laxo; aquello simulaba la melena de un león,
la de más allá un peplo amplio y lujoso; por acá otra tenía el contorno de un
rostro púber coronado de rosas y alguna otra parecía la concepción espiritista de
una ánima penitente.

5
Una larva, un feto de traza repugnante, otra recién aparecida sobre la línea
graciosa de las montañas.
Él fue interesándose en este milagroso registro de formas. Y ya levantó la
cabeza hasta tenerla perpendicular al cielo. Pero traía los brazos caídos y
arrastraba los pies…
Manantiales, como pupilas repentinas, vieron aparecer sus ojos. Las vieron
y las desearon. Cortó entonces la línea radical de su viaje y se fue en su
dirección. El cielo estaba allí, diminuto, fotográfico. Se hincó. ¡Ah, qué piedad
la del suelo! Todo su organismo advirtió y gozó un alivio harto deseado. Se
echó de bruces y bebió con sed el cielo azul, las nubes poliformes y el agua
sustancial…
¡Ya estaba bueno!
Recordó entonces la fiereza sexual de su amiga. El sabor a cosa simple de
sus labios; el olor de su cuerpo, oloroso a tomillo, fresco como lechuga,
cobijador y generoso como el vientre de una madre… Y (así es el hombre) un
deseo de purificación le dictó el temor del pecado… ¡No! No era puro sin duda
a los ojos de Dios el hombre heterogéneo. ¡Él había pecado! Su corazón se lo
decía. ¡El pecado sólo se registra en el corazón! Pero su cerebro estaba como un
sexo exhausto de una forma divina, es decir: no tenía una noción fija de Dios.
Pero su espíritu le enseñaba que sus carnes cobijaban un dolor que debía
expelerse mediante el contacto con la divinidad. Gritó, gritaron sus
arrepentimientos, gimió por la piedad divina, clamó por la voz untuosa del
perdonador…
Cristo cual nunca abrió para él los brazos que invitan. Pero no lo sentía.
Estaba lejos de Cristo su carne fuerte. El sol, lejos, tornaba cárdena su luz. Él
también fue un Dios. Quizás más cerca de él se hizo Dios el Sol… ¡Y nada!
Pero él necesitaba adorar. Debía decir sus palabras a alguien, a alguien… Una
voz le recordaba que la primera posición de sus padres fue de rendimiento a
alguien. Alguien que él no encontraba, que quizás nunca encontraría…
Entonces un raro espectáculo le concitó a mirar la fuente límpida. Los
sapos…
Verdes como conchas tornasol las ondas del agua se agitaban cuando los
sapos iniciaron la sucesión de diptongos musicales. Un momento todo su
silencio se llenó de esos cantos de oficio.
—¡Sapos!
—¿Cantamos?
—¡Bueno!
Y aprendió que el canto es la posesión del hombre para aliviar de sebo el
espíritu. Y supo que su laxitud se debía no a dolencia nerviosa, sino a anemia
del alma. Que había fornicado, pero que, como todo acto suyo, era un espasmo
intensivo su fornicación. Que no la falta de semen le tundía.
Y aprendió a descubrir que el semen no es materia, sino espíritu divino, o
materia de espíritu. He aquí por qué, también, dialogó con sí mismo, diciendo:

6
—¡Churata!
—¿Cantamos?
—Bueno.
Y su amplia paz de bestia devuelta a la posesión de su vigor, como de
milagro, atisbó…

7
RUIDOS

La chingana se llenaba de aire. De un aire frío. Del aire helado de las


cordilleras… ¿Era su interior sombrío recinto de lechuzas o simple vacío de la
montaña, cuenca de la montaña, cuenca de donde brincó el ojo insomne de
Dios, caja armónica de la montaña, como alacena fantástica o guardarropía de
espíritus desmemoriados? La paz y el silencio se turbaban con el vuelo sedoso
de las aves nocturnas. Ese silencio y esa paz no quieren que el hombre les
comprenda por esto, cuando asoma el bípedo implume, silencio y paz se
recogen cual cimbas de pulpo. Silencio cuya antigüedad no se conoce, que data
de la angustia cíclica, detrás de Dios, antes de la fe creadora, de aquella que
moviera montañas. Pero también se puebla de rumores la paz de la chingana;
rumores, ruidos y cadencias donde el silencio se arropa. Y dentro de esa paz ya
nada es antiguo, todo parece germinado en el instante; es como el cerebro, una
actualidad inmediata y futura: la actualidad en una visión abarcadora de los
principios y los fines. ¿No será, pues, la chingana, un cráneo viejo, y una
atención perenne puesto sobre los oídos de las horas? Pero un cráneo sin los
cables nervudos y macizos, laboratorio del pensamiento, un cráneo sin cerebro?
Mas el hombre se entusiasma en la chingana… ¿Serán estalactitas las neuronas
de la montaña? Porque, además, es muy probable que ese hondo silencio y esa
paz, sean la exultación de un espíritu grave, de un pensamiento solemne… Ese
silencio y esa paz de la chingana no pueden confundirse. Si el hombre a tientas
va midiendo los filamentos y las columnas caprichosas, él mismo es piedra de
toque, piedra de rebato y hasta su pensar, piedra loca de gravedad, sin peso
punible, desquiciada en la ley. Y su corazón, premioso péndulo caído sobre la
vida, ¿acaso no una más anhelante estalactita? De todo interior, orgánico o
inorgánico, ¿nacen voces que el oído prolongándose descubre? Piedras, voces, es
germinación.

***

Y en esa oscuridad a momentos acuosa, y en ese silencio, cada instante


cerebral, y en esa paz, siempre extraña, el hombre es sólo un sistema nervioso
en distención. Lira pulsada por el misterio de las cavernas con un amor que le
arrastra a su origen. Cántico de efluvio evocador de enterrados entusiasmos.
Acuarela donde se ve una mesnada de hipogrifos, seguida de otra de mega-
terios…
Pero, el hombre abandona la mole en que reclinara su anatomía con un
propósito definitivo, y las lechuzas, que no amaron la fatiga de su respiración
geológica, al verle bulto y peso geométrico, azoradas, y dando graznidos
temerosos, vuelan, vuelan, vuelan…
8
Quien ve los labios de la chingana, entonces, a la luz de la tarde, ve un
prodigio de vuelos, un prodigio de ideas en vuelo, sobre la paz de los surcos que
florecen.

9
TOJJRAS

A Roberto Latorre, fuerte espíritu,


pensamiento generoso.

Utilidad de las palabras

Nina está enferma de los pulmones y tose a cada rato que parte el alma.
—¿Tienes mal el cerebro, Nina?
En las facciones demacradas, la tez cobriza adquiere una trágica acidez. Su
historia es breve. Dejó la tierra de sus padres, hará diez años largos y nublados.
Tiene 28. Se la llevaron sirvienta de casa adinerada en población tentacular.
Inició la pendiente en brazos del amo de la casa, resbaló en brazos del “niño”, el
celador y el criado, por fin, le mostraron la callecita del prostíbulo… Fresca,
fuerte, buen embutido indígena, con lentitud, pero firmemente, se debilitaron
sus tejidos, hasta que el pulmón vanidoso y potente, dio albergue al bacilo…
uno, tres años, y del hospital donde se podría, se alzó para retornar a la chujlla
nativa, en el ayllu riente, de aires limpios, de aguas terapéuticas…
—Sí, sí, espera, la tos sobre todo. Fíjate, mis pobres ojos irritados, llenos de
sangre. Es el cerebro.
Me callo. ¿Qué podrá consolarla? ¡Pobre tutatuta! Demasiado conozco su
mal para intentarlo.
Sigue la balsa deslizándose sobre los llachos. Las aves, hundiendo el cuello
para hacer la merienda, reman hacia la orilla. El sol se ha desviado del zenit.
Nos da en la cara…
—¡Qué Sol, qué Sol, Nina!
—Me arde la cara
La sangre ahora invade tus mejillas. Estás graciosa…
—¡Me ardo!, ¡me ardo!
—Es la debilidad del cerebro. Espera. Allá… recuérdalo. ¿Ves? Al fondo
entre los llachos, ¿distingues? Son las karachas. Si las tomaras, tu pobre cerebro
renacería…
—¿Verdad?
—Nina, Nina, la verdad, la verdad: las karachas curan la tos.
La pobre mujer miró profundamente en el horizonte. Cerró luego los ojos
retintos, grandes, sesgados, bellísimos.
La estreché la mano con una piedad sólo comparable con mi dolor.
—¿Lo crees, Nina? ¿Lo crees, Nina?

10
Ópera

Apoyó la mano sobre la roca áspera color de hueso. Los cinco dedos de su
mano se dibujaron sobre la roca áspera color de hueso. Rebrillaron al Sol facetas
perla, eran conchas de moluscos fosilizados. Las conchas rebrillaron a través de
los cinco dedos de su mano en una simple melodía.
Su alma le dijo:
—Runa wayna…
Nada repuso él. Sus ojos miraban sin ver. Desde la montaña en que estaba
no percibía, no quería percibir el aliento del ritmo.
—¡Runa wayna!
Como si fuese una antigua solicitud al fin colmada, pero sin apremio, con
dulcedumbre, en paz, respondió entonces:
—Alma, mía, ¿Qué me quieres?
Con acento uncioso de madre, su alma le dijo:
—Chiquillo: ¿Vas bien?, ¿nada te hace vacilar en el camino?, ¿sufres?,
¿quisieras, acaso, dormirte ya?, ¿sabes de dónde vienes?, ¿quién eres?
—Alma, ¿sé, acaso, quién soy yo? Y no conozco mi deseo.
La montaña, revestidas las formas de su espíritu, un poco semejante al
anciano y dolorido Glauco, luengas barbas de plata vieja, ojos de serenidad, voz
de rito, clamó con largas y profundas voces en el trueno:
—¿Por qué dudáis que os pueda acompañar en una charla de amor, si soy
un locuelo rapaz de espíritu alegre, amante de doncellas y de besos? Mi quietud
os engaña, porque no veis en el laborioso mecanismo de mis órganos. Os
sustento, luego vivo, ya que soy función.
El alma le miró con el sentido de lo bello.
—Alma de Cántaro, ¿por qué te aturdes? Tú ignoras si vives…
El muchacho urgió la chispa de su lámpara.
—¡No digáis más! ¡no digáis más! En vosotros se detiene la sucesión: el
límite clarifica en vosotros.
El alma sentenció:
—Naciste para el armonioso vuelo de un momento…
Y la montaña, como si le quedara en los labios el sabor de pasados idilios,
agitaba sus alegres brazos músculos.
—¡Leed, viejos! ¡fetos, analizad!
En ese instante fúlgido, la vida era la permanencia del movimiento,
proveniente de la inmovilidad estática de una voluntad superior al pensamiento;
el Tiempo, grano de esa voluntad en quien, merced a eficacias de arte
incomprendido, se veían palpitar el principio de avance y el principio de
retroceso. Fluía del ambiente esta consoladora parábola: En aquello que tiene
apariencia la muerte, germina el movimiento superado en esencia. Un pueblo
que se detuvo, es pueblo que viene. El hombre, un temblor de futilidad…

11
Génesis

Las cordilleras, desperezándose del sueño cíclico, se alegraban en las


primeras auroras. Era el principio de la vida… Icona, el Teutl azteca, congregó
su divina y numerosa prole:
—Chiripia, dijo, diosa madre, seno prolífico, tú, Tierra, pura y fecunda, sé
la primera en acudir a mi llamada. Venid luego a rodearme: Tlazoutl, hacedor
del espasmo, dios de la lujuria; Ometochtli, el que vendimia los lagares,
propicio a la embriaguez; Viteilopuchtll, amigo de las gentes de guerra, primera
lanza en las batallas, Teutl irascible, Bacab, generoso amigo de la prolificación,
dios tutelar de los hijos nacidos de mujer; Estruac, el de alas transparentes y
finas, amigo del aire y de la nube; Tlaloc, monarca de las aguas, conducidor de
las mareas, y tú, hijo predilecto de mi hueso, ¡Oh Quetzalcoahtl!, reformador de
las costumbres, pastor de hombres… Oídlo, el mundo acaba de nacer, con su
flor de luz y sus talluelos de alegría. Caed, caed hijos míos: cada uno siembre su
espíritu y todos modelen sabiamente la parte que les toca en la estructura del
hombre. El que construya tenga manos de sembrador y corazón de jayán…
Bacab, sé diligente, Viteilopuchtll, siembre el dolor y la muerte. Quetzalcoahtl,
sobre todo escombro levante la grandeza de los pueblos futuros. Sea Chiripia,
permanente en los frutos…
A manera de aves golosas los dioses cayeron sobre la patria azteca.
… Y al sur de la Tierra, los hombres viejos tallaban grandes piedras, con
un sabio sentido de eternidad. Miraban mucho, hablaban poco, trabajaban
siempre. Quedaron sus monumentos, pasados los tiempos por venir, sólo en
memoria de una época obscura y misteriosa. Se le llama Tiwanaku, porque allí
se dejó caer desfallecida la energía creadora. El Titikaka copia a veces los
dibujos simbólicos…
Y es su solo nombre profunda jubilación perenne que florece el principio
de una alegría en labios del hombre sin antigüedad renovada, brote del instante.

Parábola de la utilidad

—Las virtudes de mi sustancia, dijo el Matakllu a la Kantuta, hiciéronme


algo de lo que apreciaban los Ingas.
Y repuso la Kantuta:
—Verdad dices, Matakllu; pero no niegues que en el ritual sagrado fue mi
sitio.
—Eras la preferida del Inga, la insignia de su estirpe, sí; pero no negarás
tampoco el poder de mi espíritu sobre algunas deformaciones de la vida. Yo
produje milagros que hacían llorar.
—Te refieres a Yawarwaka?
—A él.
—Cierto; le prestaste gran servicio, servicial como eres, Matakllu.

12
—Bellos eran sus ojos como el cielo que tiñe el arrebol que anuncia la
helada. Bellos y tristes, como hermosa y digna de Viña-wayna, la victoria sobre
los Chancas.
—¡Gloria al joven vencedor! ¡Cuán desmedradas andan las cosas,
Matakllu, que ni yo vuelvo a coronar testas de héroe ni tú recobras tus virtudes!
—Nos queda el recuerdo.
—Agitémonos en él.
—Para que el recuerdo vivifique, encerrémonos en la contemplación de
nosotros mismos.
—Las cosas se agradan cuando se las mira en el fondo de sus pequeños
mecanismos.
—¿Vives feliz?
—Feliz, no: ya no sirvo. En la utilidad se encierra la dicha.
—Mi utilidad es mía. Depende de mi propia aplicación. Que fui feliz en
otras épocas, sí; pero ahora también lo soy. Mi utilidad está en que me realizo
todos los días.
—¿Qué piensas de mi destino?
—Nunca te veo inútil… ¿y tú del mío?
—Siempre te veo útil.
—Haz complementado mi tiempo. Es un esparcimiento de alto linaje,
hablar contigo, Matakllu…
—Asimismo, amiga Kantuta, me has traído algo que siempre falta: la
utilidad del instante. Me siento feliz. Diría que he devuelto la seducción de unos
bellos ojos há tiempo marchitos. ¡Mi alegría crea en la luz que me envuelve y
viste de color!

La verdad en el viento

¿Comenzamos? ¿Nuevamente? ¿Habemos de comenzar siempre? ¿Cada


día? ¿Cada hora? ¿Pero está seguro alguien de haber comenzado alguna vez?
¿Lo que tiene principio existe?
Oigo el canto del viento…
Wayra-orko. Eso era la montaña pajiza, —dice el Viento— nido, cuna,
fuente, origen de vientos… Un ala del viento helado pasó rozando el techo de la
chujlla. Las pajillas se resquebrajaron dejando paso al viento. Dentro estaba la
familia acurrucada sobre tarimas de tierra, cubierta con mantones de tejido
avasca, cernidero de fríos. ¿Pensaban? Intentemos saberlo. El padre tenía
cincuenta años, de morir grandes deseos y creciente afán de sembrar nuevos
surcos. La madre, buena de ánimo, era dulce de palabra y suave en la acción. Al
mayor de los hijos, pomposamente, le llamaba: León. ¡Titi! ¿Qué haría éste?
Hasta allí fue manso y robusto. Cuidó bien de las bestias y madrugó él primero.
Wawa-wayra. Vuelve a decir el viento. El manso y tibio y suave relente; el
que viene cálido y afectuoso, saturando en el aliento de la campaña aromada. El

13
viento de la primavera. El de los días claros de Sol. Primer azar de la Citua
Raime. Viento que oyó risas de niños, voces de niños, gritos de niños. El viento
de las ayas, el espeso y tranquilo viento de la Mamakunas. El viento, amador de
ovarios y de polen. Cariñoso con las ubres, que da placer i contento a todas las
paridas. Viento sanguíneo. Viento de fecundación.
¿Nuevamente?
La noche es arcano —torna a decir el viento—. Todo es noche. En la
noche se ven los cerros alzarse cuan montones de basura que son la ansiedad
hacinada en la Tierra, índices absortos clavados en la frente de Dios. Se piensa
en él, mirando la pampa, porque Dios es el largo vacío imprescindible, la
esterilidad que produce. Se ve con las pupilas radiosas de la lechuza, cabe la
chingana cuyas hondas profundidades parpadean de ignorancia y de coraje… y
todo está así, como lo ves: hoy, mañana, ayer… eso es haber comenzado en
cada una de las pulsaciones del Tiempo, medida máxima, que todavía no ha
sido concebida.
Y en este punto recoge el viento sus cuchillas veloces…

Parábola de la alegría

La amplitud desierta retumbaba con el mugido del toro padre...


—¡Mugí! ¡Mugí!
Como está lejos la invita arañando el suelo.
—¡Mugí! ¡Mugíii!
La testa grávida se yergue buscando en el viento el dulce olor.
—¿Vamos a buscar florecitas, Malica?
—¡Martincho! ¡Martincho! ¡Martincho!
—¡Que sí! ¡Que sí!
La vaca contestaba desde el corral de la chujlla:
—¡Múu! ¡Múu!
Los chicos se internaron en la hondonada de los kollis, a través del secano;
y hasta las piedras estaban vestidas de fiesta primaveral. ¡Qué de menos ellos!
Ambos adornaron sus sombreros con flores de willitika y sankayo.
—Él es bruto, ella consentida— pensó el kolli. Vienen juntos y, desde
luego, caminan juntos; pero así como vinieron se irán. ¡Uno! ¡Dos! Martincho,
él; Malica, ella... ¡Uf, pestilencia! Pastores de cuchis se roban la miel de las
abejas... Acaso pronto regresen: ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! Martincho, Malica,
Martincho, Malica...
Por excelente que parezca el lenguaje del awicho, no lo entendieron
Martincho y Malica. Martincho le arrancó de un tirón la rama más jovial de la
fronda y el viejo se lamentó justamente herido. ¡Pero ya Malica estaba
preñada!...
¡Chiwá! ¡Chiwá! Dando saltos acrobáticos sobre las piedras, el chiwanco
pitaba febril.

14
—Es alegre la vida —decía— porque se puede saltar con ella y se la puede
cantar!...
Mientras trituraba hojitas del renuevo el achaqo pensaba:
—¡Hay alegría cuando hay abundancia!
De rama en rama cantaba el kelluncho de pecho encendido:
—¡La alegría es don de la inocencia!
Y flores, animales y cosas, entonaban jarawis para la alegría de pies ágiles.
Esta es una de sus parábolas...
El toro bramaba ¡mugí! ¡mugí!... La vaca respondía ¡múu! ¡múu!

La muerte del cabecilla

Un largo camino le quedaba por hacer. A la saliente del pueblo, morralla


del Tiempo, el cerro dibujaba su cresta rebelde, y al fondo se desesperaba la
ciudad antiquísima lamentándose en las campanas de sus torrezuelas... ¡San
Pedro de Juli! Vieja afición de frailes y gamonales... ¡Él salía destinado a
tumbarla toda, desde sus cimientos! A pulverizar la carpa de sus casas destar-
taladas. A eso le mandaban los comunarios. Para eso viajó repetidas veces al
Limas. Y a lo mismo salía esta vez, y saldría mil si fuese necesario. Nadie estaba
a su lado, mientras sus ojos esperanzados contemplaban las hileras de casuchas
y los mojinetes de jichu. Su mujer y sus hijos quedaban ¡esperando! en la chujlla
junto al nevado...
¿Qué te harás ahora, Emeterio Champilla?
¡Ah!... ¡El kelkere! Es mañoso el bribón, pero tú le conoces sus
triquiñuelas; has aprendido a conocerlas; a puntapiés te enseñó a que las
conocieras... ¡No hay miedo! Engañarte ahora no es fácil, aunque a decir verdad
tampoco sería raro si te echara tierra a los ojos.
Y caminar, caminar… acullicando la kuka de los tristes; alto, membrudo,
de ojillos de vizcacha, al andar, se le ensanchaba el tórax y temblaba la
musculatura de sus muslos de piedra.
Así llegó a la Prefectura, al Obispado. Ahí, reverente y macizo visitó al
periodista, al abogado, al proindígena. Ante todos expuso la ferocidad con que
se roba las tierras de comunidades; la brutalidad con que se trata a los mise-
rables indios, peones y alcahuetes gratuitos del gamonal. Le dan oficios, le
regalan promesas, una sonrisa, una mirada de estupor. ¡Ah, y si él no estuviera
habituado a tanta basura! Pero, en fin... ¡Al periódico! El periódico... La publi-
cación que abre esperanzas en el corazón del sunka. Ya le preguntarán: ¿Y qué
has hecho? ¡Aquí está la “publicación”!… ¿Dónde? ¿Dónde? ¡Aquí!, ¡aquí! El
papela, el perrudicus... Y para rematar la aventura, reúne a sus corifeos en la
tienducha, y pide cañazo...
—Sí, ahora sí vas... Pero esta vez judemos. Lo que dirán los mistis. ¡Ah, yo
también puedo algo! Lo mal es que el comunarios no sabes entender estos.

15
Hasta ahora estás gastando mis platas... ¡Ah! ¡Ah! Cuando lo hablé con el
Presidente Limas... Todo lo ofreció. ¡Y nadas! Veremos, veremos...
Está fiebrolento. El alcohol le hace algún bien. Al salir de Juli estaba triste
y sudaba frío... ¡Weino! Se levanta y se despide. La mañana es clara, como
siempre. Ha avanzado una milla y siente que sus piernas flaquean y que se le
revienta la cabeza. ¡Ya no poides más! Se arrima a una chujlla a pedir
hospedaje. Se lo dan, claro. ¡Cómo se lo iban a negar, viéndolo judido! Pero se
lo dan con desconfianza, con recelo. No lo conocen, no lo conocen.
—Así veniendo desde el Juli, tata...
¡Está cortado por el aire! Mate de primavera para sudar: violetas, claveles,
pensamientos. Flores de panti-panti. Sobre todo flores: aire, cielo y nube, pampa
y ventarrón, agua y berros y corazón de jampato para el mal aire del sunka.
Pero se arde.
—Mañana tempranito si vas, tata... No tengas el cuidado. Esto no es nada.
¡La barrigas también dueles! Vine reclamar garantía contra gamonales. ¡Tata!,
¡tata!, reclamando mucho tiempo... Todas partes has ido. Algunos consejan
quejar presidente gringos...
Ya le miran de otra manera sus huéspedes. Hay un tácito acatamiento. ¡El
cabecilla! ¡El mensajero! Pero Emeterio Champilla se siente sin fuerzas para
todo y más para movilizarse al amanecer.
Pasa la noche apretando los dientes por no quejarse. ¡Habría sido
temeridad fastidiar a gentes desconocidas! En un jergón piojoso está acurrucado
oyendo la plácida respiración de sus amigos. Pero cuando ve asomarse las luces
del sol por la ventana liliputiense, como vidrios biliosos, grita; no puede más...
La noche ha sido una pesadilla interminable. Todo el infierno se le ha metido al
estómago. A veces quería gritar, o quizás gritaría, pero nó, se lo atajaba la ver-
güenza. De vez en vez le silbaba el aullido del chokollo penetrante y doloroso.
¡Qué frío dulce haría en la pampa! Paciencia, paciencia: ya se levantaría y
volvería a trotar camino de San Pedro de Juli, para irse a su chujlla, al pié de los
nevados, a ver a sus wawitas, a su llokallo, el Julicho, tan pendejo...
Pero la fiebre aumentaba. Le manaba sangre de la nariz. Y luego, como un
relámpago, le dijo el corazón que iba a morirse.
¡A morirse! Y allí, y cuando tal vez era conductor de la salvación para la
comunidad ¡qué suerte wiswi! Pero evidentemente se moría. No había quien lo
atajara. Siquiera estuviera a su lado el achachi del ayllu para cortar el mal. ¡Algo
le habían hecho los mistis! Y no se engañaba, algo y mucho le habían hecho: lo
tiucaron como los sapos...
—Yo creendo, tata, si has judido... Hacéme el caredad entrigarlos papeles
mojier... Estás veviendo ayllu Suchurijampato, cerquita nomás del Tatacora...
Y se estiró. Su cadáver está enterrado en la pampa de Kancharani, y nada
indica su presencia. Tenía dos cicatrices de bala en la cara y una en la pierna.
¡En Ayohuma, el cerro blanco, dejó bien muertos muchos gendarmes y

16
cachacos. Pero, todo para nada... Quizás después... Acaso sea su hijo, el llokalla
Julicho, tan pendejo!

Hiperbóreos

Pero no tuve otro conocimiento con la familia de León. Sólo la vi una vez.
Había nublado sobre la pampa y yo venía de fiestas pataleando de embriaguez
en los carrillos del alba. El ayllu me recibía con ladridos; yo le daba mis gritos y
mi tórax. ¡Pocas veces me quedo atrás!
—¡Guá! ¡Guá! ¡Guá!
—¡Oóo¡ ¡Oóo! ¡Oóo!
Un ala de viento helado pasó rozando el techo de la chujlla; las pajillas se
resquebrajaron dejándole sitio. Adentro estaba la familia acurrucada en poyos
de tierra, cubierta con mantones de tejido avasca, cernidero de fríos.
Sacando la cara de gesto fiero, gritó el padre:
—¡León! ¡León!
Su voz ronca se enlodó en el silencio.
Tenía sesenta años, pocas ganas de morir y muchas de sembrar todos los
surcos del ancho mundo.
Por la ventanilla enana la madre asomó dos ojos de una mirada fiel.
—León... ¡Leoncito!…
Vieja de buen ánimo, era dulce en la palabra y suave en la acción.
Tampoco pensaba en la muerte. La eternidad andaba a su lado en cada una de
sus wawas…
El relente madrugador le obligó a entornar los párpados. Venía afectuoso
saturado en los alientos de la campiña aromada. ¡Viento de primavera, de claros
ojos! Viento niño, amador de ovarios, amoroso viento de las mamaqunas...
Airosa y altiva, refregándose al viento que le abraza los muslos, salió
también Auquilla, la phasña, hocico verde, y la teta atrevida por los campos en
flor. Sembradora de pájaros cantores, tienes risueño el sexo, dulces son tus
caricias, mamay!
Gritó a su vez:
—¡Leoncito!... ¡Guá!... ¡León!…
Debajo de su corazón de mimos, Siliqito, vociferaba en el regazo de su
madre:
—¡Lelón! ¡Lelón! ¡Lelón! ¡Lelón!...
Reposadamente se acercaba por el ojo del cielo, Lelón, el indio forzudo.

El mitmak

El vasto territorio del Tawantinsuyu, poblado de gentes varias por


educación y origen, a pesar del cuidado de sus monarcas y kamayojs, era
fecundo semillero de estrabismos morales. Los chacareros atribuíanlo a los

17
jóvenes de la Corte cuyo aliño rivalizaba con el de las ajllas de dulce y delicada
belleza. Y el Inka que no dejaba de lamentarlo mandaba consultar en la asadura
del llamo sacrificado, inquiriendo por el remedio.
En buena porción los hombres eran diligentes y las mujeres caminando por
sendero limpio descubrían las ventajas de la honestidad. Unos hacían las usutas;
otros hilaban maravillosamente lana para el cumpi.
Pero esto no le tranquilizaba. Ninguna preocupación era mayor para él que
la relacionada con la enfermedad de sus jóvenes...
Solía mandar a grandes voces:
—¡Mata! ¡Descuartiza! ¡Ahorca! ¡Quítame tan feas costumbres! ¡No des
tregua a tu severidad!
Y los servidores tornaban desconsolados.
—¡Anka phaway, tatay!
—¡Tatay, Apu Inti! Imprecaba al Sol: Padre mío, aconséjame. Al verle
pasar los chacareros detenían su labor y él los bendecía con sonrisas paternales.
Se estaban disponiendo a sembrar. Hundían la tajlla unos, otros rociaban
excremento; las mujeres dejaban caer las semillas y cubrían los surcos.
Y pensó el Inka:
—El wano entona al polvo y el grano crece... ¡Gran sabiduría de los
achachilas! Ya nada produciría Mamapacha si el hombre no la ayudara, ¡hasta
ella pierde sus buenos recursos!
Obsesionado llegó a la finca donde lo esperaban los Amautas.
—Los signos revelan que tus antepasados mezclaban los pueblos de su
dominio, para que estando separados de sus lugares olvidaran sus vicios,
contagiándose las virtudes del gobierno...
No cabía duda. Las palabras del joven lector de kipus eran la voluntad del
Sol.
Cierto día preguntó:
—¿Los kollawas son ya sumisos al destino superior del hombre?
—Ahora son bravos y duros, como siempre, tatay, Apu Inka, pero además
son alegres y están sanos...
Otro día con aire imperioso ordenó:
—¡Echad kollas al ayllu corrompido!
Los kollas dejaron sus lugares, su lengua tosca y sabia, los riscos ásperos de
su tierra, los fríos intensos de sus noches, el rayo y el trueno, la parquedad de
sus chujllas... ¡Y la tibieza de sus valles albergó simiente de hombres serios!
Ya entonces el mitmak era fórmula para llegar al hombre cósmico.

Kaka

Apoyé la mano sobre la roca color de hueso. Mis cinco dedos se dibujaron
sobre la roca áspera color de hueso. Brillaron al Sol moluscos fosilizados. Las
conchas de moluscos, a través de mis dedos, dijeron una simple melodía. . . .

18
Mi alma clamó:
—¡Runa waina!
¿Qué responder? Mis ojos miraban, pero nada veían; desde donde estaban
no percibían la pulsación del ritmo.
—¡Runa waina!
—Alma mía —contesté— ¿qué me quieres?
Mi alma, mi buena alma casta, preguntó:
—¿Vas bien, chiquillo? ¿Tiemblas? ¿Sufres? ¿Acaso quieres dormirte ya?
¿Sabes dónde para el viento? ¿Quién eres?
Por largo rato zambullía estas preguntas en el lago hondo y salobre del
horizonte.
—¡Desconozco mi deseo, alma mía, y no quieres que me ignore? le
increpé, trémulo…
La montaña o su espíritu vino en mi auxilio. Revestía la forma de su
pensamiento, achachila colérico: ojos que tienen serenidad; música que se
vuelve palabra.
—He aquí una charla de amor —dijo— digna, por cierto de amable
compañía…
Y al ver que me tomaba el espanto:
—No te inquietes, chiquillo —profirió, en una carcajada de torrente—. No
te inquietes; toda mi pesada barriga, vieja de nutrición, siempre madre de
nuevos abortos, vale bien una espiritual cachaza... Soy como tú, un locuelo
rapaz, amante de doncellas y de besos... ¡Cuántos hímenes desflorados
conocieron mi naturaleza en la doncellez florida! Tengo el espíritu alegre: ¿no
ves en el laborioso secreto de mis órganos? ¡Sí, puedo sustentarte, vivo y
funciono!
Mi alma le miró con el sentido de lo bello; pero hacia ella embocó esta vez
sus cornetas solares:
—¿Por qué le aturdes, alma de cántaro? ¿No sabes que la ignorancia es
principio necesario a la vida? ¡Si vives, ignoras!
Mi alma, mi buena alma casta se alejó inmersa en el lago salobre de mis
ojos. Me llegaba su voz, pero yo la sentía ajena…
—Tú, el ave del armonioso vuelo; —gritaba, alejándose, alejándose— tú,
la marioneta que presto desaparece…
Tocóme entonces en suerte la palabra gritada y azotada de la montaña
disforme, de la montaña que se alzó desde mi niñez al pié de mi cuna, canción
plañida en el seno materno.
—¡Lee; analiza, feto!
A grandes gritos vociferaba la montaña:
—¡Naciste para retener la eternidad! ¡Eres la afirmación del viento, germen
de palabra! ¡Tú llegarás a dios, con sólo ejercitar el pene! ¡Engreído, eres un
engreimiento de tempestad y un principio de relámpago!

19
El horizonte temblaba de una intención de sexo. El instante tenía chispa
fúlgida. La vida accionante provenía de la estática de una voluntad superior al
pensamiento. El Tiempo era grano de esa voluntad. Lo que avanza y lo que
regresa eran entonces comprensibles. Y supe cómo el árbol inmóvil, camina.
Pueblo atajado, es pueblo que avanza. Hambre que no gime, devora… Y el
hombre, este temblor perpetuo de futuridad, clavado en el áscua de la noche
como el sabañón en el trasero del asno. . .

Sensación del ídolo

Es un bosque henchido de luceros a la hora de la primera alba. La


humedad palpita en el silencio. Roncan el insecto fosforescente y el cuadrúpedo
que se lame la garra...
La penumbra parece cuajarse del hombre.
Me acerco a un bloque de granito. Lo examino, mudo. Nace una pregunta
en la pureza de mis ojos. Pero el viejo achachilla no sabe satisfacer mi
curiosidad. Patentizo un deseo de evacuar. Mis lágrimas se han evaporado. El
sudor no está. Una mano de hielo se posa en la vejiga: orino, a gotas...
Unos le atribuyen conocimiento del Porvenir, don de palabra otros.
—¿Qué será?
—¡Las wakas ya no hablan!
Se suceden las generaciones. Se gestan nuevos tiempos. Vienen ideas
descoloridas, brillantes se van ¡y la piedra presente en la necesidad del hombre!
El hijo del idiota —yo soy el idiota— tropieza con el burdo tallado. Lo
atienta; lo sigue en su figura imprecisa y se aleja danzando…
—¡Tatay: es un hombre, un hombre!
¡Wawa! Waway, sí, es un hombre! Aceptamos en el dios la intención de
nuestra forma… pero, en verdad, somos otra cosa honda!

Animales diáfanos

El anciano jilakata de Jutawilaya, después de sondear su conciencia, halla


que el delito de que acusan a Puka, padre de Pegrito, merece un castigo
ejemplar. Desterrarlo del ayllu, por cochino, ¡lapidarlo! Pero hace tiempo que
dejó sus mocedades y se resuelve a visitar al delincuente para informarse de sus
propios ojos... ¡A él no lo forzaban chismes ni habladurías!
Es el Warayoj.
Cruzó el zurriago sobre el hombro, tomó las varas de la ley y, mientras
pausadamente sacaba de su chuspa hojitas de kuka, meditaba:
—¡Animal! ¡Este Puka un animal! ¡Animal!
El cielo de tierna limpidez. . . .

20
En la pampa la tierra se hacía ócre, y entre la verdinegra alegría de los
papales, brincaban las florecitas sonrosadas. Las florecitas blancas, las flores
amarillas y azules. . .
—¡Es un loco!
Loco... Llamó gente sobre la perka. El incestuoso se le apareció. Detrás
estaban su hijo y la mujer de su hijo.
—¿Es verdad lo que dicen, Puka?
—¿Cuál, tatay?
—¡Que tú y la mujer de tu hijo! ¡Aquélla!
—¡Tatay!. . .
—Ah! No puedes negarlo. . .
La mujer se ruborizó y el marido bajó la vista, pero todo sin más que un
ligero estremecimiento, que bien podía decir: ¿y tú por qué te metes en cosas
nuestras?
La mirada del Jilakata tenía una sugestión irresistible. Era sereno y su voz
grave.
—¡Tengo la ley! Son éstas las varas de la ley... Habrá que resolverse a
respetarme, a oírme, a obedecerme... ¡Puka! ¡Puka! Aunque lo quisieras no
podrías negarlo. Tú mismo te acusas. ¡Cometiste la cochinada! A tu edad
duermen los ardores y se despierta la experiencia. ¿Qué van a decir los majtas, si
sus padres son más atolondrados que ellos? ¡Eres la vergüenza de los viejos!
—¡Tatay!
El hijo refunfuñó lanzando una colérica mirada sobre el Jilakata.
Quemaba. La tierra humedecida desprendía áspera vaporación que
sensualizaba los hocicos.
Por los corrales se oyó gritería de llokallos... ¡Era el becerrillo subido a las
ancas de la vaca!...
El Sol no se escandalizaba... Amoral y frenético, continuaba el fornicio...

El levantamiento

Dirigimos hacia los cielos una mirada de gran poder. Objetivizamos el


paisaje y lo enfocamos. Porque es preciso hacer algo. Aunque sea literatura
vanguardista. La pampa es amplia, amplia como la amplitud mayor del cielo en
los amaneceres.
Corramos a darles la noticia.
—¡Matewa! ¡Matewáaa!
—Tata, tata, aquí estoy ¿qué quieres?
—Salimos del mal paso, tata! Debemos ir a Choruma, a darles la noticia…
¡Se ha hecho la revolución, y esta vez en beneficio de todos! ¿Me entiendes? De
todos, de todos...
—¡Guay! Non creendo, tatay!
—¡Es la verdad, Matewa, hombre!

21
—¿Cierto, tata? No lo crearán los chorumas. ¡Tantas veces veniendo estas
noticias! Y se llevaron los wanakus, las wawas o las mojieres! No lo creerán
churumas, tatay... Pero, a ver, contalo, tatay... ¿Cómo ha sido?
—Ha sido fácil, Matewa... Se alzaron los pueblos y gritaron hasta pelear
con jusiles. ¡Cuántos muertos! ¡No sé cómo estoy vivo! Sería cosa de haber
estado pensando... Pero ya está todo, todo. Los pueblos alzados invadieron las
casas de los prisidentes... hasta no dejar uno de la familia. Ahora todos somos
pueblo. Ahora nosotros ordenamos el reparto de las tierras. Cada ayllu tendrá
su escuela, su hospital, su cuartel, su teatro... Pero este cuartel no será para
matar, sino para vivir contra los que nos matan! ¿Estás pobre hasta ahora,
Matewa? Pues bien, ya sabes: ¡esta tierra es tuya! Y todos los terrenos que
necesitan para vivir, tú, tu mujer y tus hijos, todos esos terrenos son tuyos! Estén
donde estén: aunque sea en el cielo! Te lo digo con autoridad: ¡me han
mandado!
—¡Mojjsa jama, tatay! Vamos a avisarlo... ¡Ahora sí hay buena noticia!
Partimos corriendo en dirección de Choruma. Se alborotan los chaiñas al
vernos pasar como vientecillo de cosecha.
Choruma está recostado en una hondonada de la cordillera. Se le advierte
a la legua por sus manadas de allpakas y el ladrido interminable y lejano de sus
perros. Acercándose, el montoncito de chujllas se asemeja a una parvada de
allkamaris, y eso que los allkamaris nunca andan juntos... Pero tampoco andan
muy juntas las utas del ayllu sunka!
—¡Chorumas! ¡Chorumas!
—¡Waj! ¡Waj! ¿Qué hay?
—¡Tú, Chipana!
—Sí, yo
—¡Toca el puttutu! ¡Choruma! ¡Choruma!
—¡Phúuu! ¡Phúuuu! ¡Phúuuu!
Saltan los chorumas de sus utas. ¿Qué hay? ¿Qué hay?
—¡Tierras, sunka! ¡Tierras!
Se juntaron los chorumas en la explanada del ayllu. Media pampa
hormigueaba de hombres, mujeres y niños. Todos sentían la alegría bélica que
da el gemido del cuerno…
—Ha sido que los pueblos se resolvieron a conquistar su justicia, y han
hecho tabla rasa de todos los doctores que estudian la ciencia, y peormente la
practican, de matar a unos en provecho de otros; de dar pan blanco a los
blancos y mollete de afrecho a los indios… ¡Ya no hay esos doctores! ¡Ya no
hay esos presidentes! Ahora somos nosotros, sunkas, dueños de nuestro pedazo
de kispiño. ¿Entendido? A ver… ¡a las tierras! ¡Tierras para todos! Pastos,
agua…
—¡No tenemos agua, tatay!
—A la obra, chorumas: ¡Un canal de cien leguas! ¡No importa! Y para
transportarnos, pondremos automóviles. Para la escuela el mejor sitio… Allí, al

22
pié del cerro: ¡Una gran casa, como en Tiawanaku! ?Teatro? ¡también! Hemos
vencido desde que no hay prisidentes limas! Ahora tendremos presidente sunka,
chorumas…
Bueno, pero falta una cosa: ¡trabajar! Lo más grave: ¡el principio!
La multitud se replegó a sus utas, para vivir. ¡Ya llegará la hora de probar
si vive!

23
EL GAMONAL

Gruesa techumbre de totoras y de paja. Habéis tenido ciertamente varias


oportunidades de conocer la choza del indio puneño. La ventana mide apenas
diez centímetros; es un hueco practicado, a manera de pupila, en uno de los
lienzos, en aquel de los lienzos que mira al sol. Su color, además del ocre de la
tierra fructífera, suele ser el blanco o el siena. Un cubo. Junto a él, unido por el
vértice del ángulo referente, otro cubo, y más allá otro de menor volumen y
luego los rectángulos numerosos donde se aposentan los rebaños. El plano
verde, verde veronés. El aire vibrante. Son las diez de la mañana. Húmedo de
tibia humedad. Primavera.
Su cara es fea, seguramente. Gorda no es. Al menos, viéndolo bien no
parece. Flaca, tampoco. ¡Trabaja tanto y tan sin descanso! Cuando se trabaja así
no se tiene los ojos en el abdomen y, desde luego, no se engorda. Pero es de una
fealdad graciosa. Tiene ademanes desenvueltos y una picardía obscena en la
mirada.
Se llama Encarnación. La dicen: Encarnita; y ella se goza con el
diminutivo.
En el primer parto estuvo a punto de morir. Si no es el kallawaya, se habría
ido al otro mundo. Con ciertos sobajeos en el vientre y la cadera y cuatro
lagartos que mató en el patio, diciendo misteriosas palabras, el kallawaya la
hizo parir. De lo contrario habría muerto. El marido se puso loco. «Si tú me la
salvas», decía, «te daré cuanto quieras». Cinco días pujó Encarna. Ya le faltaban
las fuerzas. Su flaqueza de ánimo la fortalecía para los extremos furores.
«¡Mátame, tatito, ya no puedo!», gemía la meneona. Deseaba terminar de
alguna manera. Miraba a su marido más abatido que ella misma. Acaso una
sonrisa se agazapaba entre sus labios. El dolor del hombre era mayor, ¡claro!.
Los oblicuos ojos de una mujer alumbrando al clavarse –ese es el término– en el
marido, tienen elocuencia de volcanes que antes de vomitar sus lavas clavan un
ojo en el cielo ya sobreespantado de estrellas. Un hijo es siempre una venganza
de la naturaleza. Él quiere decir que no estamos llamados a terminar con la
generación la obra espiritual que, a cada rato, creemos llevar a sus ápices, y que
debemos esperar de nuevos frutos nuevas perfecciones. Ciegos de hosca torpeza
en todo procedemos así. Nos conceptuamos la fórmula definitiva, y cuando el
hijo balbuceando nos hace entrever el aspecto fugaz de una nueva belleza, nos
enfurruñamos como felinos y groseros contra la nueva belleza que él trajo,
empeñados en que ésta que ya llevamos gastada sea la ÚNICA belleza del
mundo. Moraleja: los hombres cuando han pasado los treinta años casi siempre
son lo más burro de la tierra. Pero que de esta triste averiguación nos consuela
24
saber que la Encarna parió y que su macho con la alegría del suceso, loco y
loco, se dirigió a los corrales y cogiendo por las astas a un toro matrero lo dobló,
lo unció, lo refregó de hocicos en el suelo. Loco, ¡claro! Loco de alegría.
Bien, pues. El gamonal, a los diez años es un muchacho tímido y tonto a
quien, con toda felicidad, como se le pinta una mosqueta en el trasero, se le
cuelga rabitos de papel. Es producto neto de hacienda. Se le reconoce por un
fuerte olor a trigo tostado y en que en sus relaciones de amistad prefiere al mozo
cuyo poder de puñadas le haya rodeado de una de esas admirables aureolas de
trompeador que tanto se admiran en la escuela. Este le es tributario en cambio
de una chuwa de chancaca y buena porción de tostados.
La debilidad de sus menores siempre está a expensas de su crueldad tanto
como él a expensas del juicio definitivo que el profesor forma de su estiptiquez
mental, pues a una brutalidad incalificable, une un carácter servil de los peores
respectos. Es uno de los pocos que conservan sus cuadernos cuidadosamente
forrados, aunque la grasa y ese intolerable olor a tostado mal digerido los haga
gaseosos y a él temible a la pituitaria. Por lo demás, nunca está entre los
chicuelos que por un momento de amplio regocijo dan dos o una hora de
reclusión. Por esa causa, sus copias rara vez no están con el día. Muchas veces,
y debido a ello, logra destacarse entre los demás, o casi siempre, puesto que los
resultados apetecidos son esos. Tanto en la vida como en la escuela el gamonal
posee un sentido práctico de resultado sin igual. Persigue la solución de un
interés próximo. En la escuela, lucirse, para imponerse llegado el caso. Se dirá
que siendo así el gamonal a la postre resulta un ejemplar de hombre tesonero
capaz de altas acciones. No. El gamonal olvida lo que engulle mentalmente,
como evacúa lo que ingiere por el estómago en grandes cantidades, sin que lo
uno ni lo otro hubiera llegado a producir el extracto vital. La prueba podría yo
ofrecerla en los diarios de debates de esta República representativa, donde se ha
levantado un monumento a la necedad y a la impudicia; de lo primero, que de
lo segundo se ve en los poblachos, sin salirse muy lejos de las calles centrales,
otras pruebas de esta falta de honradez digestiva...
El gamonal es un prototipo de machacón. Ha convenido en que atorarse
de letras es ser un sabio y que se es más sabio y más fuerte en relación al número
de horas consumidas en rumiar los textos absurdos de colegio. Por ello, en el
colegio, el gamonal, es el mejor alumno; en la vida, si tuvo suerte, el hombre;
pero en verdad una bestia! Vela hasta las once o doce de la noche, deja la capa
apenas amanece y reemplaza los fatigantes y fatigosos estudios con un
sonsonete muy parecido al avemaría de los llamos en el corral. Se podría
inventar una sinfonía con el tema. Su nombre acaso éste: sinfonía de la brutalidad
angustiada. Es el primero en llegar a la escuela. Pero no se toma este trabajo
inútilmente, robando alguna hora al plácido sueño infantil del amanecer, por ir
a corretear con sus compañeros, al campo perpetuamente vestido de fiesta para
el corazón del niño. No; el campo es para el majjta una incitante tienda de
refresco, un aromoso cajón de dulcero. El gamonal está pervertido. Es un

25
instinto de cálculo sirviéndose de un cuerpo canijo y miserable. Llegado, se
colocará frente a la puerta principal en espera de la llegada del profesor, con el
objeto de hacer ostensible su aplicación y formalidad. El profesor lo nota, pero
cuando el profesor no pertenece al género del asinus-gamonalis, lo cual es bien
raro, sufre de una dolorosa impresión frente a esa ruina precoz.
El mayordomo tiene, montados y dispuestos a partir en rondaje por todas
las cabañas de la hacienda, cinco karabotas duros de rictus y mentones pato-
lógicos. Están embufandados hasta cerca de los ojos para defenderse del látigo
pampero. Sólo dejan ver las negras pupilas centelleantes. El chogchi impaciente
hunde la mirada en la lejanía nítida y gris. La respiración se ve en el frío de la
madrugada. Y parten. Ha ordenado el mayordomo una requisa minuciosa. No
debe quedar, sin ser inspeccionado, ningún rincón de la propiedad. Parten. Los
caballos toman diversas direcciones levantando nubes de polvo...
—¿Tu marido?
—Se fue al pueblo, tatay…
—¡Mientes! No se fue al pueblo. Lo has ocultado. Las vacas no las
robaron, como afirma. Las ha vendido… ¡Miserables!
El karabotas hace caer su látigo sobre la espalda de la india. Al hijo que
llora le lanza un insulto soez. Le llama «hijo de perra». Pronuncia bien claro,
bien fuerte la palabra cárcel y se va. Al oírla, la mujer y el niño tiemblan.
Receloso sale el indio de su escondrijo. Mira insistentemente hacia el punto de
polvo en la planicie y luego tritura su maldición como todo hombre esclavizado,
duramente, sin literaturas vernáculas, con palabras centrales y definitivas:
«¡perro!, ¡canalla!, ¡porquería!».
Tres leguas es poca extensión para una hacienda. Diez, poquísima para la
llanura clásicamente andina. Pero a sesenta leguas todavía se ven preciosas las
cumbres vírgenes plasmar sus bellas formas triangulares. En la pampa inmensa
y solemne se esperdigaban los ayllus, antes, y hoy sólo queda la cabaña
miserable sin una flauta ni un huayño. La cabaña de la hacienda sustituyendo al
ayllu es como la jaula para el indómito kelluncho. El ayllu, reducido conglo-
merado de indios, era la paz y el amor abrazados en la rinconada. Al ayllu ha
seguido la cabaña del colono, indio esclavo obligado a vivir como bestia, con un
miserable salario, sin fraternidad ni sociedad. En la cabaña se convierte el
hombre en bruto y cuando como el kelluncho prefiere morirse de hambre a
soportar las rejas de la jaula, se le manda a la cárcel. Eso es la pampa. Ningún
hombre justo debe mirar esa gris extensión con necia indiferencia. La pampa es
una llaga sangrante; por todas partes deben oírse los gemidos del indio. Yo me
explico por qué hay personas que al voltear una ladera, pasado el atardecer,
oyen llorar las almas. Esos llantos no son leyendas. Un espíritu piadoso les hace
oír lo que de otra manera no quieren. Nada de quenas y yaravíes ahora. Ya
pasaron esos desgraciados tiempos del mundo cuando el dolor era un motivo
poético. Los poemas de hoy son la sangre de los miserables convertida en gritos
o la inquietud de los huesos por alcanzar la perfección teológica. En la pampa

26
hay poco color. Violeta en los lindes del cielo, amarillo el pajonal interminable,
blanca la nube y rojo el corazón del colono. Allá vamos. ¡Donde se siembra una
injusticia se cosecha un vengador!
Hay que ver al gamonal casi un hombre ya. Color pan tostado, puesto que
también heredó los colores incaicos. Es alto. Tres años de vida pueblerina le han
dado lo último que la naturaleza le dará: juventud. Niñez no tuvo. Nació
deforme, sólo apto para el engaño. Su primer paso en la vida social se reduce a
buscar compadres entre abogados y funcionarios. Le importa muy poco la
miseria y la orfandad de sus amigos si a su predio puede comprar un nuevo
compadre. Esto mientras su hacienda lo permita sólo una vida anónima y
tenebrosa, pero si crece en proporciones, entonces, en una hora de vergüenza
cívica, dicho sea con las palabras demagógicas, sus dineros y, sobre todo, los
sabrosos quesos serranos, la imponderable mantequilla puneña, las pieles de
vizcacha y vicuña y la sarta de chawllas, construyen el armatoste de un
Diputado a Congreso, un Prefecto o una personalidad cualquiera.

El phuttuto es un clarín trágico. Su voz ronca al principio adquiere,


conforme se eleva, determinada ondulación que es en veces grito desesperado,
como de fiera, penetrante, que parte en dos la paz estéril de las serranías. Se
utiliza el caracol marino, pero en estos sitios las astas del toro bravo. El indio lo
pule cuidadosa y amorosamente, hasta darle aspecto gracioso que no de
beligerancia.
—¡Phu!... ¡Phu!...
La sugestión que su toque ejerce sobre el indio es de tonificación y
ardorosidad. Para el criollo tiene efectos diametrales. Se piensa de inmediato
que la indiada, insurreccionada, está oculta en los cerros, que la comanda Rumi-
maqui o Kalamullo, descendientes presuntos de la real familia incaica, que sólo
esperan la llegada de la noche, y que en vandálicas hordas, saquearán, incen-
diarán, violarán. Todas las más refinadas atrocidades pasan por la imaginación
del criollo cobarde, perezoso y autoritario. Y sólo fue un joven de nariz
aquilina, tórax kawitesco, ojos pequeños de penetrante mirar, que sintiendo
nostalgia de la maza y el escudo embocó el phuttuto en el silencio de las
montañas. Ensayaremos imaginar los efectos que su toque produce en los
segmentos de nuestra cosa civil. En los oídos del Prefecto, phuttuto sueno a
memento; en la cabeza del gamonal tiene reminiscencia de guillotina; en el
cándido corazón del Obispo es hermano legítimo del pecado mortal, amenaza
impúdica, desvirgamiento a forciori; para el descoyuntado organismo de la vieja
beata, trae efectos espasmódicos, pues se tiene averiguado que cuando los indios
se sublevan, se arrechan por estas alimañas; en el iluminado cerebro del hombre
(pido perdón por esta frase irremediablemente mala) es el grito vengador de la
raza que pugna por sacar a través de los escombros de la justicia fosilizada en

27
tribunales y gobiernos, el puño trágico. Así, como una alegría de 28 de julio.
¡Pobres!, sin ver que en esos escombros no hay más que ceniza que aventar a los
vientos de la sangrienta purificación venidera.
Uno… dos… tres...
—¡A las tres!
Ha brincado el Sol en un telegráfico crepúsculo sobre la pampa que apenas
tuvo tiempo de bostezar. El gris oscuro de la chujlla se acrecienta en la
madrugada alegre. El rocío cintilante en la techumbre va cayendo en lágrimas
por las pajitas del alero, una tras de otra, a la una, a las dos y a las tres… La
india parsimoniosa se acerca a la vaca y cogiendo las ubres la ordeña, largo… la
tibia vaporación le pone una sonrisa de amor en los labios duros y cobrizos
reflejada en las mejillas de carmín brillante. ¡Ella también es madre!. Pero no le
robaron la leche de sus hijos. Mentira. A ella también le ordeñan los niñitos de
la hacienda. ¡Vacas!, ¡mujeres!
No es posible encontrarlo en otra parte por ahora. Está de perfil sobre la
tarde. Hollando el suelo que el frío comienza a entumecer, saca la cabeza por
sobre el mojinete de la chujlla. Tiene metido el chullo hasta cubrirse las orejas y
media frente. El chullo es de un tono verduzco oscuro con ornamentaciones
rojas de fáciles dibujos expresivos. Los ojos, mirando la lontananza sangrienta
de arrebol poseen un dulzor de queja, y una ausencia de abstracción se dibuja en
la persistencia de una mirada sin pestañeos. Se destacan los pómulos en una
tenue sombra violácea cuyo vértice es un tajo lumíneo licuado en los bordes de
las jetas. Será fácil comprenderlo. Es el hombre que domeñó a un toro loco de
una fuerza de buey. Es el marido de la Encarna. Acaba de insultar sus espaldas
la fusta del karabotas. Nada ha contestado él a cuantos insultos le echara en el
rostro. Permaneció callado. Hace tiempo comprende que ninguna actitud es
más firme y elocuente que su poderoso silencio. Mira y calla.
De lo que es capaz, sólo una observación atenta podría revelarle. Una
frente breve, el macetero y el etmoides, férreas prominencias en el mentón.
Todo es agresivo en él: la nariz afilada en forma de corva, las órbitas dibujadas
con dureza, el occipital donde se advierte la acción de una antigua deformidad y
el cráneo todo estirado en el bregma. Todo él, el ancho cuello y el tórax, da
sensación de poder. Debajo de la camisa de cordellate parece palpitar con el
propio ritmo de la entraña, el deltoides, como en la bestia fatigada. Tanta
extraña conformatura está aforrada de una piel cobriza que el sol bruñe en sus
mejores fuegos. No habla. Pero la fogata de occidente en sus últimos
resplandores, orifica su perfil metálico. La tristeza de un linaje perdido en el
hueso se miraba en su fornido cuerpo de hambriento. Él no es originario de la
Hacienda. Ha venido de otras tierras del Ande. Llegó con sus padres muy joven,
casi niño. En la hacienda envejeció, en la hacienda tomó mujer y en la hacienda
dejó los huesos de sus progenitores. La hacienda venía a ser para él como una
deidad ofendida que a cambio del mendrugo le arrebató todo, hasta el honor.
Entre las cejas de esta cólera empozada día a día conoció, pues, a Encarna, y

28
tuvo el hijo para quien ambicionaba una suerte menos perra. Encarna compartía
con él tales ambiciones. Y los colonos le oían con agrado.
En la puerta del caserío, el mayordomo borracho, furioso, revólver en
mano. Rodeándolo mujeres y viejos que miran con timidez y espanto.
—Tatay, es mi hija. ¡Debes respetarla!. No es para todos, sino para su
hombre.
Sin atender a las protestas del anciano, riendo a carcajadas arrastra a la
india.
—Te doy mi trabajo, pero no mi familia. Cóbrate en él lo que te debo. ¡Mis
hijos son para mí!
Admirándose de tal lenguaje, el cholo reía más.
—¡Ah! Te lo enseñaron los ramalistas… Se comprende, indio bribón. Pero
ya irás a pagarlas en la cárcel.
No se la llevaba impunemente. El viejo arrastrándose llegó hasta él y le dio
un empellón; pero por nada. Presto le metió tres balas a boca de jarro.
En la explanada todo es alegría bajo la luna. La «maestra» lleva el tema
satírico y le corea el ruedo con alborozo:

Ese que está mirando,


mejor será que se atreva.

El charango mantiene con simples motivos melódicos los temas de la


danza. Es la kashua. Agarrados de las manos, hombres y mujeres, dan vueltas
en graciosas actitudes. La naturaleza duerme. El viento silba entre los pajonales.
Los perros aúllan en la lejanía pastosa mientras los corazones mozos tiemblan
por el cercano connubio germinal.
Encarna se entendía con el mayordomo. Los palos menudean para el
marido. Joven y provocante tenían que apetecerla el cura del lugar, el tinterillo y
el mayordomo. Estando más cerca, éste aprovechó. Ella, demasiado vivaz para
mujer de pobre, comprendía las ventajas de su trato con el patrón y no se resistía
cuando la oportunidad les brindaba un acercamiento. El último hijo era
evidentemente engendrado por el mayordomo. Todo lo hacía suponer. Sólo el
pobre del padre no le habría creído nunca porque este último chiquillo era sus
dos ojos. Encarna, lo trataba mal, muy mal. Parecía despreciarlo. Contestaba
casi siempre con indiferencia y dureza. El marido nada entendía de esto. Nadie
hablaba nunca de lo acontecido. Es que el mayordomo, mañoso en tales artes,
se la llevaba a sitios descampados en llanuras inmensas donde nadie pudiese
verlos. Y nadie los vio hasta entonces. No era bonita Encarna. Era joven y dura,
de carnes prietas y sólidas. Sus senos tenían la erectez de los quince años y sus
ojos la quemante sensualidad de los veinticinco. El mayordomo estaba
enamorado de Encarna. Le había propuesto abandonar a su hombre. Estaba
enamorado hasta la coronilla.

29
Con lentitud y gravedad, vacas y toros, abandonan corrales después de
ordeño oloroso. Síguenles, con finos ademanes, llamas y alpakas. Ovejas y
cabritos se van alejando también bajo la presión de la hora suave y tónica.
Humean los fogones. Los gallos cantan. Los pajaritos pían en vuelos tensos.
Asomadas a las puertas de sus chujllas, las madres entregan los pezones a las
boquitas desdentadas de los majjtitos, mientras los hombres se afanan en labores
múltiples. Paz que transpira.
El gamonal, de todas maneras, es un poder influyente, relacionado con lo
más odoroso y rumboso del centralismo capitalino. Entonces, su interés y el de
la camarilla que lo ha ungido, le obligan a sostener un diario en la provincia
escrito por infelices del subsuelo. Toda la basura empleómana está arrodillada a
sus pies. Diez años en la capital, le han dado una forzada distinción. Viste con
uno de sus últimos modelos europeos, usa sombrero de copa y quema cigarros
puros, que nos recuerdan, por cierto, al sojtapicho pueblerino.
Los cielos nocturnos se suceden, unos tras de otros, sin nubes. Toda la
congestión estelar gravita sobre la pampa, como ubre pletórica de leche estéril.
Las chacras están muriendo en las rinconadas asesinadas por el hielo. El indio
prende su fogata en la montaña para ayudar a la tierra, a la madre, a producir el
calorcito que contrarreste la cuchilla del hielo. Chillan las criaturas en todas
direcciones elevando en la extensión ilimitada una sola voz angustiosa, llena de
lágrimas, doliente de ladridos y pellizcos y junto a este alarido viene un dolor
que tiende a revelarse. Los hombres se han reunido en la cumbre. No es
literatura lo que vengo relatando. Los indios van a los picachos como al corazón
sigiloso de la tierra a tramar sus venganzas o a maldecir. Esto no es —repito—
literatura. Literatura es aquello que he oído contar alguna vez de un indio
expulsado de la hacienda con sus hijos y que, por toda venganza, al llegar
encima de la cuesta se dio a sonar el phuttuto. Eso es literatura. Literatura es
aquello del indio enamorado de la quena, el indio enfermo de tristeza. El indio,
siendo hombre y de los mejores, no ha de tener tiempo para literatura linfática.
Los indios se reúnen para maldecir, si no más, al mayordomo, esa bestia
carnicera, a los patrones, esas víboras, al párroco, ese bribón; al kellkere, esa
zorra. Nadie explica si los verdugos son los actuales poseedores de la hacienda.
Los que dominan gozan la utilidad de su trabajo y son causa de sus hambres. A
ellos, pues, debe encaminarse la venganza. Con aguzar un poco la mirada se ve
el caserío de la finca perdido en una rinconada a muchas leguas de distancia.
Hacia esos lugares se ve parpadear una luz.
Alrededor de la fogata hay un maravilloso registro de gestos. Todos tienen
torva mirada, labios gritadores en impenetrable mudez. Están reunidos para
maldecir, y aunque alguno hable exponiendo planes, no se le toma en cuenta.
Hay una sola verdad: y es que deben alzarse, invadir la finca y acabar con los
malditos. ¿Cómo se hará ésto? Lo importante es que se haga. Uno se yergue
sobre los demás. No es para mandar. Es para dejar que sus nervios tiemblen
mejor. Circula una cita. ¡Iremos!. Y luego no se oye más que el general llanto

30
surgido de la pampa enorme enrojecida de coraje. No hay cosecha… pero los
graneros están repletos en la hacienda. ¡Adelante!
En medio de una planicie suficientemente extensa para causar la admi-
ración de cualquier lechuza, hay un cerro de cono truncado sobre cuyo plano se
alzan las chullpas de prieta roqueda. Están semidestruidas, pero conservan aun
la grandiosidad del pasado. Hablan con lenguas multicolores, si se les mira
como a juguetes persistiendo en las arrugas de los siglos. Ellas, a pesar su
conformatura semitrágica, son para el hombre divergente, adornos del tiempo,
como aretes y cachivaches de momias. Rectangulares, como toda obra inkásica,
hacen pensar en una angustia superior a la risa, pero que llama a risa siempre,
desde que la risa es canal por donde evacúan las cloacas interiores. En alto
relieve hay tallados, dos pumas: ¡son el símbolo de la libertad concedida por la
Naturaleza a los hijos que se alimentaron de su sangre!
Que los temas musicales que el indio desenvuelve en su rústico carrizo
obedezcan a melancolía, a tristeza añeja, fruto de mitimaes, imperio y
conquista, podría ser una afirmación respetable para quien no presenciara el
devenir andino y, lo que es más, para quien no hubiese sentido en sus inquie-
tudes arder la llama oculta que es el mandato de la raza. El indio es de espíritu
vibrátil, pero no bullanguero; la naturaleza es épica, pero no revoltosa. Y el
huayño que ha sido hasta ahora interpretado como un ritmo bailable sin otra
trascendencia, encierra cuanto ha pensado: en el momento de las cóleras
vengadoras, es la representación completa de su poder y en la danza la invi-
tación viril del mancebo fornido y florido. Acaso el huayño en ciertas actitudes
describe la unción guerrera y siempre un ímpetu de dominio.
El marido de la Encarna, alguna vez hubo de pillarla debajo del ijar
anheloso del mayordomo. Aquella vez vació toda su cólera. El mayordomo no
tenía armas con qué defenderse. Tuvo que soportar el castigo del hombre. Cada
porrazo parecía matarlo. Ese esqueleto primitivo daba la impresión de una
maquinaria de muerte. El mayordomo pidió auxilio, pero ¿a quién? El cornudo
se lo prestó dejándolo semimuerto en el suelo tantas veces cómplice. A Encarna
la miró con pena. Se la llevó reprendiéndola, amonestándola, casi con dulzura.
Pero a los ocho días encontraron al mayordomo con la cabeza cercenada en su
propia habitación, mientras el marido de la Encarna picchaba su coca habitual.
Así permaneció hasta que se lo llevaron a la cárcel.

Todas las noches gime el viento entre las breñas, silba en el vericueto,
amenaza sordamente entre los pajonales. En sus chillidos alguien descubre
pasos del huayño. Es a veces la canción pastoril, motivo de paz arcádica y el
puñal que degüella y justifica.
En la inquietud pesarosa de la parcela cuán dulce y grato al espíritu el
discurrir cadencioso de la existencia animal. Cuando miramos, es la chita que

31
balando busca en la conglomeración de carneros el pezón de su ubre. Sabe
reconocer la voz de su madre, su dulce entonación. Esto ocurre al atardecer,
cuando el zagal arrea el ganado al establo. Dios fraterniza con la luz dorada y la
enciende de misterioso hondor.
¡Ah! Entonces se comenzó a oír los breves, espesos rugidos. Ya, hacía el
mediodía; para quien oye y sabe comprender, la pampa estaba preñada de
cólera. Ya se oía el breve y espeso rugido:
—¡Phu! ¡Phu!
Compactos grupos de indiada, descendiendo los cerros, armados de
garrotes, cuchillos, rifles, hondas, ya de noche, se aproximaban al caserío. En la
hacienda se tuvo noticia tarde y luego se procedió a cerrar las puertas, armarse y
mandar «propio» a la capital en solicitud de fuerzas de policía. La indiada se
acercaba. Eso era evidente. Silbaron algunas piedras. ¿Quién comanda a los
indios? Eso no se sabe. ¡Alguien va! Los phuttutos rugen con más frecuencia y
en todas direcciones. Vibran en lejanías y como si la montaña recogiera la voz,
se les oye bramar junto a los corrales de la alquería. El mayordomo está
convencido que el ataque no tardará. Pero no sabe que cuando habla le están
oyendo orejas enemigas acurrucadas en el fondo del patio. Antes que lo
ataquen, pensando intimidarlos, parapetado sobre los techos y ventanas, vacía
sus cartucheras. Entonces los indios brotan del suelo y se inicia la lucha. Ya se
perciben los ayes de algunos heridos y en el reposo bestial de la noche el
quejumbroso balido de las ovejas que rompen la estaca del redil y ciegas se
echan a huir impelidas por el espanto de los hombres. La indiada trata de forzar
la puerta principal. Ellos esperaban que se abriera pronto; pero ya han sido
degollados los encargados de hacerlo. Presto se ve surgir una llamarada
humeante dentro de las pajas de la techumbre y un alarido de placer y victoria
enronquece. Los gritos se centuplican estentóreos y epilépticos. El fuego, en
lenguas, lame los muros y se contorsiona en el espacio. Desde el mojinete donde
se defendía bravamente ha caído uno de los hombres de la finca, uno de los
malhabidos secuaces del gamonal. Ha caído entre las fauces, sobre el haz de
leña verde, carne fresca para el kankacho. Lo trucidan con desesperado gesto.
Lo maldicen. Lo parten. No le dejan tiempo para confesarse, lo cual es el último
dolor del católico. La puerta no cede, pero con felina agilidad se ha visto a un
muchacho trepar paredes, el ancho cuchillo en la boca sangrante, atravesar los
techos entre las llamas y perderse en nubes de humo. Y luego nada. Sólo que la
puerta gira sobre sus goznes y la ola furiosa invade el caserío. El incendio se ha
propagado. El patio, donde acuchillan y machucan, quema como un horno. El
mayordomo está tostándose en un rincón; lo buscan afanosamente. Hay
montones de cadáveres. Los fusiles no dejan de vomitar agonías. Lloran las
mamalas prendidas de sus amados cadáveres, cuando les cae un adobe del
edificio que se desmorona. El muchacho de la hazaña que hubo de hundir su
puñal cien veces en doscientos pesos, se bate como un puma acorralado. Su
cuerpo no tiene un lugar sano. Le han acribillado las balas y muchos puñales se

32
le han hundido. Apenas respira, pero es para levantar el brazo y enterrarlo en el
primer obstáculo que encuentra. Le sangran las heridas. Los trechos del rostro
que no ha manchado la sangre tienen una palidez de muerte. Ya abre los ojos
con dificultad. Apenas puede proferir una maldición: ¡perros! Se arrima a una
pared. Se arde. Se muere. Él, que veía todo con serenidad y precisión, siente que
le han campanilleado en el oído como si un campanazo fantástico estuviera
golpeándole el cerebro. Ya no ve las cosas bien. Las ve borrosas. Oye una voz
lejana: ¡Wawa!, ¡waway! Pero la voz se pierde en la lejanía muelle y porosa.
Está blanco todo. Se sonríe. Hay entre sus nervios un cosquilleo que le hace
sonreír. Y luego amanece. ¡Cómo! Sí, amanece. La noche ha fugado asustada.
Todo lo ve de una claridad lechosa. Las nubes teñidas de un rojo de leche
sanguinolento. Y nueva vez la campana y una voz que en la lejanía le dice ¡hijo!
con dolor o locura. Y la mujer del encarcelado tirada debajo del perro mayor-
domo. Y se va Ud. para la feria con los pollerines vistosos y coloridos como
aparato de fuego pirotécnico. Y otra vez la campana y un sueño que se está
durmiendo hace siglos. Y alguien que pretende despertarlo en la cárcel está
también junto a la burra de buena leche. La burra negra. ¡Qué tonterías! Es Juez
de Paz y se ha casado en San Juan el bribonzuelo. Se cayó la mula en el viaje a
la montaña cuando el río le gritó su hambre desaforada y el sol por capricho se
ha metido en la calceta de la vieja. ¡Ah, la vieja perra, es la madre del gamonal!
Y cuando era niño le gustaba el pan de la ciudad, tan blanco. Y las calles eran
tan dulces y la Plaza de Puno azúcar. ¡Qué bien comen en la ciudad! Y otra vez
la campana y la voz que dice ¡HIJO!, y él que se sonríe porque ha hundido su
puñal en donde hubo sitio. Y luego más blanca la alborada y por fin se ha
evaporado y no oye nada y nada comprende, porque él ha triunfado sobre todos
y contempla su victoria cuando lo meten en la tierra envuelto en una frazada
vieja de su abuelo. Pero ya no, ¡está muerto!
Vuelve el gamonal al terruño. Es recibido en la estación por la innumerable
pandilla de sus asalariados, aunque no falten cuatro cholos altivos que vayan a
sonarle pitos y latas a cambio de un cuartelazo de esos que dejan el cuerpo
molido, pero honrado. Al siguiente día el periodismo local —casi suyo en
absoluto, puesto que el que no se mantiene a causa de subvención fiscal, callán-
dolo discretamente, por cierto, y en el colmo de la desvergüenza, lanzando
papirotazos al amo que le hace desayunar, seguro de que su hijita no llorará
hasta la Capital; el que no se mantiene así, digo, se desencorcha debido a sus
dineros particulares— llámale conspicuo ciudadano, estadista de intuición,
parlamentario elocuente e integérrimo, hábil político y, por último, hijo
predilecto de la madre tierra, honra y gloria del campanario, e inserta los
ardorosos y elocuentes discursos que prepararon dos semanas antes sus fieles y
agraciados eunucos. Divinizan el menú, obra de arte sobre la cual escribe
alejandrinos de corte modernista, según propia expresión, el poeta de la aldea,
un paliducho señor, limeño por antonomasia, que tiene por alma una bacinica
de hospital. Divinizan el menú y se lo engullen regiamente, sobre todo el poeta.

33
4

El hombre ante tantas visitas de gentes desconocidas, la mayoría de las


cuales no entiende su idioma, se acoge a las rejas de presidio y mira con
angustia mal reprimida, pero ahora con desconsuelo superior a la muerte.
Todos, sólo le miran y pasan. Pero ellos no pasan para él.
—Por qué te han encerrado?
—¡Tatay!
—Has matado?
—¡Tatay!
—Has robado?
—¡Tatay!
Al cabo de pocos meses se le verá aparecer tras de las rejas mirando con
cínica insolencia para relatar con frialdad los detalles de su crimen.
Ese cholo alto y fornido, de una belleza insospechable, es motivo de
motivos para la generación de locos que hoy invaden el planeta. Allí el indio
refina sus vesanías y cuando sale —al fin sale, porque él sabe esperar—, es un
bravo e invencible caballero de asesinatos y robos.
La agilidad de un lazo bien tirado tiene el río que desciende entre fragosas
montañeras, viniendo desde la apartada región de los hielos perpetuos. Mete
bullas ensordecedoras de amplias sinfonías, brama y ruge entre los picachos, se
desliza lento y suave en las pampas, melodiza y tañe entre las gramas de las
moyas. A él se acogen los patos trigueños de plumaje tornasolado. Las
pariwanas y los íbices fraternizan a sus márgenes engullendo el limo grasoso.
Sus aguas no se utilizan para regadío. Pasan veloces hasta las hondonadas de
los valles y más allá a sumirse en el caudal marino. Abajo es la providencia.
Entre los hielos una lágrima de metafísico brillar.
Vamos a protestar en forma rotunda. El indio es la bestia del Ande. Y ha
sido el constructor de una de las civilizaciones, o mejor, de una de las culturas
más humanas y de más profunda proyección sociológica. Cayendo bajo la garra
de España, el español le ha contagiado sus defectos sin dejarles sus virtudes. Le
vilipendia hoy el mestizo, el blanco y el indio alzado en cacique. Esta extorsión
no tiene ningún objeto progresivo. El indio es, por ahora, y en la hacienda,
retardatario y ocioso; el blanco no lo es menos. Hay descendientes de español
que poseen dos siglos, vastos latifundios, y no han llevado un tractor, un
automóvil, algo que revele espíritu de progreso. El indio es ocioso; el gamonal,
además de ocioso es ladrón, fatuo e ignorante. Nada le lleva entre manos, sino
el alcohol para degenerarlo y el rebenque para humillarlo. Ninguna escuela, ni
aun escuela de frailes que es en el Ande escuela de achatamiento, donde se le
hace comprender la superioridad del «niñito». Ni el gobierno. El gobierno es el
mayor gamonal de la sierra y a él se afilian los menores gamonales, para tejer la
impenetrable malla del centralismo limeño. Mientras tanto, el indio, que es un
hombre superior en mucho al mestizo politiquero y banal, perece en los llanos

34
del Ande sin una esperanza de regeneración. Pero estos levantamientos son el
anuncio de uno mayor que cundirá con proporciones dantescas luego que haya
llegado el dolor a sus límites, para imponer, por vez primera un poco de justicia
social y económica en los territorios de este vasto país de los inkas, el cual —así
debe conocerse en América— es uno de los que tiene mayores injusticias que
remediar y más campos que sembrar. Es, pues, forzoso reconocer que estos
llanos del Titikaka engendran buen número de anarquistas. Pero que todo ello
cuaje en beneficio de una revolución humana, pues no hay que olvidar que
cuando se nace en tierra israelita ha de ser para expandir sobre el planeta un
nuevo concepto de justicia y ya no de moral sino biológico.
Monta el señor en brioso caballo de montura de caja enchapada de plata y
se dirige a visitar sus dominios. El gamonal es buen ejemplo de sentido
decorativo barroco. Lleva finísimo sombrero (el más caro para el caso), poncho
de vicuña con guardas de seda, bufanda del mismo material finamente tejido,
botas de charol y arcaicas, espuelas roncadoras (de oro). Nada ha evolucionado.
Es el tipo del colonizador nubiano, religioso y fanático, torpe y ambicioso.
Recogerá, instado por el temor de las habladurías, a todos sus hijos habidos en
vientres de indias, para mandarlos a la Capital de la República, a los colegios,
gozando de becas para estudiantes pobres. Visita a sus pastores. Muchos le
recuerdan los pasados años de pillaje; él ha engordado; ellos están abatidos.
Mira, cuenta, suma, multiplica. Tiene una mueca.
Efectivamente, no le engañaba el Administrador, los terrenos han sido
agrandados.
Se felicita íntimamente.
Pero habría sido perder el don de gobierno que se le descubrió en Lima, si
no comprendiese que nada hay más peligroso para quien manda que dar
muestra de íntimo orgullo por los resultados que en servicio humillante le
muestra tras de miserables afanes. El señor hace un gesto público de desagrado.
Regatea el sueldo al Administrador, disminuye el fiambre de los chacareros,
estudia un aumento de sueldo al abogado y ordena la prudente distribución de
lechones entre la gente de pro.
Vuelve a Puno. Promete secretarías, subprefecturas, porterías, becas,
subvenciones, títulos académicos; lleva consigo dos o tres muchachos pobres
cuya mentalidad sea una esperanza para la Patria, y para comprobar la parábola
de su actividad política, ofrece la plaza equis y una subvención de cincuenta por
ciento de sus honorarios para las sociedades obreras. Y así, grave, onomato-
péyico, ventrudo, retorna a la Capital. El Presidente, su amigo y cófrade, le
guarda un Ministerio. La sombra del gamonal en la provincia toma entonces
proporciones fantásticas. Allá su vida pasa de antesala en antesala, del W. C. al
comedor de un ininterrumpido banquete, hasta que un buen día se le revienta el
abdomen y el Ilustrísimo Arzobispo de la Arquidiócesis le canta un responso en
do mayor… Su periódico de la provincia se enluta, las condolencias son
generales, cívicas. El Administrador de la Hacienda está desorientado, pero a

35
fijas íntimas sabe cómo va a proceder: el ganado será arreado a buena distancia,
y luego… El Prefecto sufre un ataque cardiaco. A los secretarios profesionales se
les vuela el apetito; pero el indio, en la cárcel, se sonríe: acaso ésta feliz
coincidencia sea el origen de su transfiguración!
En verdad los profundos secretos de la cosa pública han sufrido una
interrupción penosa. Hay que hacer nueva máquina. El gamonal, personalidad
impulsiva, una formidable capacidad intrigante, hombre de rápidas deter-
minaciones, ambición inagotable y gran estampa teatral: vientre bello como la
giba del monte, dentadura como las muelas del molino, ha pasado, y definiti-
vamente, por las perspectivas del poblacho provinciano, dejando la certidumbre
de una ausencia opilante. Nadie podrá continuarle. Ha reinado con derecho
divino. Nació para mandar y todos le han obedecido. Sus extensas propiedades
se repartirán entre sus nulos descendientes. Las tierras tendrán un nuevo
propietario y una vez más se alejará la esperanza del indio de volver a la
posesión de sus heredades. Para el departamento comienza una nueva vida.
Ya nadie sabe lo que vendrá después.

36
LOS FUERTES MUCHACHOS

(A Ricardo Alejandro Cuentas)


I

No lo olvidaban. El más insignificante motivo traía al recuerdo la historia


macabra. Cercanos los días de Navidad, precursores del Carnaval, volvían a ser
motivo de entretenimiento tenaz para los niños y de rabia para los viejos.
Siempre que había ocasión lo refería el abuelo al amor del fuego, con acento
trémulo. Y le festejaban todos, y todos le oían… En el apretado desfile de
imágenes, brillaban armas, ejércitos innumerables, el Poderoso Señor del Cuzco
llegando con sus preferidos guerreros, indomables murallas para la defensa de
su divina persona, diestros en flecha y honda, poderosos en el manejo de la
maza rugiente, de la clava ágil e impiadosa, armada de dientes de cobre,
artefactos diabólicos que rajan y aplastan cráneos con la sencilla facilidad con
que revientan gusanos de sementera al peso de una pezuña. Desde esos lejanos
tiempos databa la odiosidad. Y aún hoy se le cultiva con moroso contento.
Tiemblan los ancianos como las palabras de maldición que balbucen y los
jóvenes prometen castigar la felonía o conservar la tradición con el mismo
entusiasmo de los viejos, cuando el tiempo curve y agoste el espinazo
intranquilo……
El awicho de los Quespe, mordía las palabras
—Son ellos, los Condoris, los asesinos del awicho. Jamás lo olvidéis. Es mi
orden, como lo era de mi padre, cuando, como ahora, en las tardes lluviosas,
nos reuníamos junto al fogón. No olvidéis nunca. Había paz de combate en
estos rincones. Mandaba el pillo; el malo dominaba. De pronto, como cogido de
mal de frío, tembló el achachila en su cuerpo de piedra, y, por el lado de la
laguna, apareció el Inga. Ante su grandeza se humillaron todos. El fuerte y el
débil: más el fuerte que el débil. De sus guerreros era el awicho. Por su dulzura
de palabras y su dureza de guerrero le tomaron amor las gentes. He ahí por qué,
con grave disgusto de su señor, se detuvo levantando una casa frente al nevado,
y allí formó su hogar con una joven de estos sitios, hija de famosos allpakeros,
dueños de nobles animales de pelajes finísimos. No lo olvidéis nunca. ¡Una
tarde que el viejo subió a mirar las nieves se lo comieron los Condori! esa sangre
tiene que cobrarse con la sangre de los perros. Mi padre refería brillándole los
ojos, rechinándole los dientes que daba miedo…
—Tatay –preguntaba el joven Antuco– son estos Condoris, de acá, del otro
lado, los que mataron al awicho?
Los mismos. Todos ellos. Cualquiera de ellos…
—El Rigorio, también?
—¡El primero, hijo!

37
II

El grano se siembra, sea de buena o mala gavilla. Sí, y se ha dicho además,


y no sin fundamento serio, que familias próximas son también enemigos
próximos. Un surco linda con otro surco, y no obstante alargarse paralelamente,
se encuentra en el afán de las raíces, todos los días, trasmitiéndose el secreto de
su mal o de su bien. El odio es un grano, también.
Quisquilla epidérmica, pretexto banal, al fin coagulan en el fondo de una
casta hasta hacerse elemento de vida. Vago resentimiento cuyo origen apenas se
conoce, pero que a diario interviene en toda actividad humana, en la formación
de todo intento, sin excluir aquellos que parecen sustraerse a influencias
pasionales.
Y era lo que podían aseverar unos y otros. ¡Se odiaban! No se busque más
razones. Lo importante es saber, en momento excepcional, que se ama o que se
odia. Los Condori no amaban a los Quespe; los Quespe odiaban a los Condori –
con la fiereza de gentes sencillas y agrestes se puede tejer una urdimbre de
complejos pasionales. Y esta dramática odiosidad, tenía todos los caracteres de
una obra elevada y compleja…. Por ahí se hablaba de muertes, de sangres
venidas en calaveras mondas. Por más allá se aseguraba que unas voces
humanas tienen la virtud de soliviantar el deseo de acabarlo todo, el mundo
inclusive. ¿La piedad? Nada más risible y en momentos de este género, no
entran sentimientos negativos. Todo es ímpetu, horro y desbocado. Torrentera.
Puñal clavado en el guargüero. Túrdiga que ahoga al miserable indigno del aire
limpio, en sangre enemiga, sangre que bien colma, que no colmará mejor
nunca.
Es tal vez por esto que los hombres matan, mas la sed de venganza, de
odio práctico, acaso con la muerte no encuentra su última satisfacción.
Seguiremos matando con miradas fúlgidas, punzantes. Cada gesto
renovará un asesinato, y en pensamiento seguiremos matando por obedecer la
voz de ese odio que es una sustancia de la vida.

III

El desfiladero corre parejas con el río. Allí solían encontrarse los


muchachos. Sus veinte años eran una pujante ambición de acaparar las riquezas
del mundo, en allpakas, vicuñas y pacovicuñas, pero sobre todo de reunir bajo
su atenta vigilancia las riquezas de sus vecinos. Antuco Quespe, quizá como el
abuelo lontano, distinguíase por la faz cobriza y delicada, aunque siempre dura
e insultante en el lineamiento puro de un perfil aquilino. Rigorio Condori, torpe
tallado en piedra áspera, gordote y mofletudo, miraba con ojos boscosos y tenía
fácil la sonrisa para los que mandan por la ley o con la ley en su poder.
Ignorantes de sus tragedias seculares, del odio concentrado en el interior de sus

38
espíritus, si se hablaban, lo hacían con indiferencia; si se estrechaban, se
estrechaban sin sentido. Siendo niños se amaron…
Un día, sin embargo.
Antuco llegaba masticando las palabras del viejo. Ese modo de odiar le era
desconocido ayer, algo así como una desazón mordiente, un deseo de insultar a
alguien, de maltratarlo… Al venir a su encuentro Rigorio, estuvo a punto de
echarlo. Bruscamente le interrogó:
—Te ha contado tu padre que tus abuelos se comieron al mío?
Rigorio, de tan fácil y tonta sonrisa, contestó:
—No, Antuco: cuándo?
Antuco repitió la leyenda ante el asombro del muchacho que a su vez se
tornó silencioso.
Se separaron.
Un día, sin embargo, corrió, escapado del redil, una orkoallpaka —macho
de las alpacas— del predio de Condori a los terrenos de Quespe. A esa violación
de derechos sexuales saltó otra orkoallpaka, trabándose inmediatamente una
lucha a dentelladas y escupitajos. Ambos muchachos festejaron la hazaña, sin
obstáculo mayor, con grandes risotadas, pero luego en la porfía de apartarlos, se
encontraron los puños crispados. Revolcáronse en el suelo, entre las matas de
paja punzadora, sin ahorrar dientes y uñas con qué herirse mejor. Pocos
minutos antes no habrían sabido encontrar un pretexto suficientemente pode-
roso para castigarse con la saña que entonces.
Por ellos habrían terminado allí. Más fieros que las bestias celosas, seguían
destrozándose con alegría salvaje en la soledad silenciosa, bajo de la presencia
de las montañas de almas zahareñas, vengativas, mientras, calino, el cielo
amenazaba llover….
Separadas las alpacas, estaban lejos, paciendo. ¡Ya no eran amigos!
Rigorio corrió en dirección de sus tierras. La voz antigua triunfaba de la
voluntad juvenil. Corrían hozando el aire con fatigoso aliento. Se hacían
grumos en la sangre borbotante de sus heridas. Por su parte Quespe untaba
saliva en las mejillas machucadas, viendo a su antiguo compañero huir en
precipitada y pávida corrida.

IV

La familia de Rigorio maduraba su odio para vaciarlo corrosivo e


implacable. Corrían varias semanas. La fiesta del Carnaval estaba próxima.
Debía esperársele, pues ella cobija protectora toda venganza largamente
acariciada. Nadie antes lo haga, nadie apure su cólera. Cuando llegue habrá
llegado la oportunidad de cobrar deudas. Por ello Carnavales asoma con los
primeros frutos de sembrío y coincide con la tinka y marca del ganado. Ellos
esperaban, sabían esperar. Ellos pensaban, con dureza, con sólido esfuerzo
sabían pensar. Los mayores —porque los Condori perdieron los padres—

39
mugían su desesperación y su impaciencia, obstinados en afirmar que aquel
odio era una locura de esas gentes. Nada habían hecho para que se les desee la
muerte, para que se les aborreciese tanto. Pero ya que hurgaban en sus nervios,
“harían un escarmiento”. Robarían todos los ganados, incendiarían las chozas,
ahorcarían tan mala calaña. Rodeaban con frases alentadoras a Rigorio, por ser
el hombrecito único soltero aún, protector de las hermanitas abandonadas. Por
eso esperaban, por eso se encolerizaban.
Esa capacidad para la esperanza del rencor es un fenómeno de la tierra. En
la Puna Brava, donde sólo se ven los hielos de las cumbres cintilar al reflejo del
astro, la pampa grisácea en su enormidad fantástica y los pequeños campos
adyacentes a la chujlla llenos de terragones estériles, enfriecidos, como todo, por
el aire que punza las agujetas de su hielo implacable, el habitante tiene la
animalidad señera de sus huanacos, y sus costumbres, siempre o casi siempre,
son misteriosas y bárbaras. La contemplación ininterrumpida de esa naturaleza,
las condiciones de su vida mísera, parecen atrofiar la ingenuidad de su espíritu,
tornándolo receloso, suspicaz y meditabundo. No da flores ese espíritu, como
esa tierra tampoco. Flores de uno y de otro son brotes de fitogenia alegre, jugoso
engendro de la primavera, inocencia del mundo. Esa tierra dura, tierra
metalizada, tallada con cinceles ciclópeos, no da flores; da garras. El azul ha
hecho del hombre un ser sintético y definitivo, enfermo de vértigo, loco de
altura… El desierto pajizo le dio el sentido del silencio, quizá el único que nos
aproxima a Dios.
No descuidaron los Condori las provisiones para la ch’alla. Cuando fueron
a la Ciudad, a Puno, a vender sus lanas, trajeron buen cargamento de alcohol,
chancaca, maíz, cebada, especies de todo género; desde garbanzos hasta
caramelos y chucherías con qué pagar a la tierra. Pallares, cochayuyo,
incienso…
La mañana del primer día de Carnaval, se realizaría el acto solemne.
Como los Condori son huérfanos, llamarían a algún venerable pariente, o en su
defecto, al brujo, para la dirección de la ceremonia. Extenderían al amanecer las
primeras luces, la fina istalla de tejido pulcro, al centro de aquel de los
canchones más grande y prócero, si cabe proceridad en pesebre donde no nació
Cristo alguno. Sobre la istalla se rociarían las especias indicadas, en cuadrado.
Al centro no faltaría la “mesa”. Todos los parientes y algunos amigos rodearían
ese tabernáculo asentados en el suelo con las piernas cruzadas, como yogas
envejecidos en la oración. Y el pariente venerado o el brujo, en su falta, recitaría
la letanía de súplicas dirigidas a las divinidades circulantes, habitadoras de las
montañas, las cuales, si en su monte se confundieran con los yesos católicos, en
verdad a nadie admiraría. Al contrario, todos mostrarían devotos aspectos y
quien tal vez gimiese compungido. El anciano o brujo, alzando en su diestra
mano un puñado de coca, la dejaría caer sobre la istalla oteando presumido en
los signos que las hojas le revelasen, profiriendo palabras, recogidas luego por
los circunstantes con trágica avidez. Cambiaría, de uno para el otro, sitios de las

40
especias, poniendo la “mesa” ya junto al arroz para que haga abundancia, ya
junto al ají para que arda la malaventura de los enemigos. Por fin, un mozo
vivaracho, abriría un hueco junto a esa istalla, para enterrarla, significando con
ello que junto a la “mesa” que es un burdo tallado en blanca piedra berenguela,
representando una manada de allpakas unidas entre sí, se enterraban para servir
al patrimonio familiar, felicidad y abundancia, junto con castigo y justicia
contra los enemigos. Y en efecto, el sacerdote formaría un atado y así enterraría,
satisfecho, el embeleco, desde ese momento trocado en penates propicio.
Enterada la chuhua, que es así como se llama a esa ceremonia en palabra
aimara, el mismo oficiante, poniéndose de pie, ttincaría, teniendo en una mano,
contenidos en concha marina, vino y aguardiente. Se acercaría a los rincones del
canchón, dejando caer gotas para pagar la sed terráquea y evitar su venganza.
Sólo esperarían eso para servirse asados y otras comidas como esa para ellos
extraordinarias, con el marakoco, especie de pan sin leudar, frito en aceite, y
que probablemente recuerda al sagrado Sancu, amasado para la Citua Raime
por las manos púdicas de las Vírgenes del Sol. Mientras los de edad mayor
comían, los chiquillos y las mozas se ocuparían afanosos y bullangueros en
colgar de las mismas orejas que pocos momentos antes cortaran para enterrar en
pequeños fragmentos en la chuhua, caitos, como aretes, de colores vivos y
diferentes, especialmente a los orkoallpakas, genitores de la tropa…
Y se visitarían las familias recíprocamente, deseosas de acompañarse en el
religioso intento de hacer favorables a las divinidades, participando para ello por
breves momentos de las chuhuas y sus alegrías, excluyendo sólo de tan tozudo
hábito a aquellos de quienes se guardara sentimientos fuscos, crueles, capaces de
merecer, al contrario, una actitud furiosa, para lo cual sería una ocasión
excelente la llegada de la gran fiesta. La deuda podría así resarcirse en formas
humanas, sin violentar el curso manso de las horas. El ayllu reclinado en la
ladera y en parte desperdigado por la pampa animaríase de músicas saltarinas
cuyos sones viajarían de uno a otro extremo en brazos del vientecillo azotador.
He ahí que su jolgorio pastoril le daría en esos momentos la animación de una
vida incisiva… En varias explanadas se insinuarían bailes en ruedos, al son del
pinquillo, mientras se enarbolara, sujeta a un largo palo delgado, la bandera del
Perú, que el indio cose y recose de retales, sin concierto o con una candorosa
certidumbre humana, de que las banderas pueden ser cosidas de cualquier
manera, y que de cualquier manera que se las cosa siempre resultarán banderas.
Banderíos. La rinconada ralamente boscosa por tres o una docena de kollis
abatidos, o la mambla, como un tumor, avivaríanse con los grupos de gentes de
ropajes coloridos, particularmente las mujeres que habrían echado sobre sí, para
tan fausto objeto, todo un pesado vestuario. Los mantones de Castilla, lumíneos
de luces gárrulas, despedirían sobre un fondo uniforme, monócromo, rayos de
chispería bárbara. Pero, a pesar de ello, o por ello mismo, habría una sensación
infantil como si el panorama fuese alegre chiquillada dominguera. Y acaso, y
sin acaso, esto fuera lo cierto; porque el hombre luego que el alcohol

41
encalabrina los timones de su voluntad, tras de bazucar con inocente grosería en
el líquido pérfido y divino, como niños que juegan a la tumba-tumba, hace
aquello que se ha llamado una acción de matar y de beberse la sangre de la
víctima ¡Sangre de hombre bebida de la misma vena! Cuando una sangre de
esas corre, mía o tuya, el indio no la deja: la bebe. Y hace bien. El gusto por las
materias orgánicas pertenecientes al hombre, data, y no es muy antiguo, de un
caprichillo de Jahvé, cuando hartado de corderillos tiernos, quiso probar las
nalgas de Isaac, el resignado.
Y bien. De todas partes se verían llegar pintureras filas de indígenas.
Seguiríanles como siempre, la mujer y los hijos, al ritmo monotón de los instru-
mentos músicos, de manera que a medida del crecimiento diurno se harían más
compactos los ruidos.
En breves silencios, afilados y trágicos, atravesarían la pampa los ladridos
de los perros guardianes.
A ese punto comenzaría la pelea de flores. Los varones de un extremo del
ruedo iniciarían el combate echando amarillas flores de huillitica a las hembras
de su opuesto lado, hasta quedar confirmada una lucha nutrida, indistinta y
férrea. Cuando ella arreciara se formaría una fresca tolvanera primaveral sobre
el montón humano, cuya jocunda sobaquina sinfonizaría bien en el ritmo sereno
de la Naturaleza–Madre, y luego, cogidos de la mano, floreales, adornados
sombreros y monteras, danzarían los fáciles bailes indígenas, mientras diríanse
breves gritos, como espasmos, al re-empezar un giro, o al cerrar un escorzo, a la
extenuación de esguinces, los vuelos de los polleritos y las dulces actitudes
hieráticas…
—¡Wifa! ¡Wifa!
Desprenderíase el círculo en cordón, para alejarse, a pequeños pasos de
danza, las hembras detrás del macho, aquellas haciendo breves remolinos,
acompasados por suave voz de una canción vernal, como ella, insinuante y
nostalgiosa, mientras el macho gritaría la palabra mágica de la alegría.
—¡Wifa! ¡Wifa!...
Al discurrir en fila rítmica, destacarían los floreales adornos de las
muchachas y en los hombres el legui a cuyo extremo atarían frutos redondos
como membrillos para simular golpes de una lucha ilusoria.
Así en la oscura hornalla de la raza, se evidenciaría la poderosa voz del
pasado, cuando ellos nada sabrían de otro pasado que del presente único.

VI

Pero pronto la atención iría convergiendo, hacia un grupo, primeramente


reducido, enorme después, en el centro de la pampa. Las hileras de bailadores se
encaminarían a ese punto, sin descomponerse, hasta que habría sido difícil
distinguir, hundidas en las montañas, pequeñas manchas de color, agitándose
con pesados movimientos de báscula, y serían aquellos grupos amartelados por

42
el alcohol, una cosa doliente en la explanada ya llena de un oro intenso, y por
ello las sombras invadirían la extensión mientras el sol fulgiera sobre el fastigio
de las nieves con su habitual cachaza, orificando las perspectivas de líneas
perfectas con destellosa acrimonía.
Entonces ya sería la tarde. El grupo cada vez más intenso se abriría en
ruedo del que comenzarían a dispararse floreales cachiporras. Sonarían los
parches sin compás. Pinquillos chirriarían doquier. Y el bullicio ensordecería
con sus apuradas voces de ancianos y de niños, de mujeres y de hombres.
—¡Wifa! ¡Wifa!...
Mas, de pronto avanzarían dos muchachos semidesnudos y colocándose al
centro se mirarían con imperioso gesto, no exento de júbilo y traviesa
importancia. A esa aparición se elevaría grita famélica, tan resonadora que se
haría obligado pensar que en ella se agitaban pequeños duendecillos musicales.
—¡Wifa! ¡Wifa!
Viéndoles frotarse los músculos con alcohol mezclado en coca que ellos
mismos escupirían, parecieran púgiles masajeando sus carnes para la lucha.
Estarían ebrios. Sus ojos no podrían adquirir, a pesar su insolencia acometiva, la
firmeza de una mirada en su potencia subyugante. Brillaríanles las retinas con
vaguedad enfermiza. Serían los fuertes muchachos, aún con ello. Los tórax
revelarían una igual respiración. El abdomen habría perdido en ellos la curva de
toda celulación adiposa, los hombros llenos y duros. Los antebrazos vigoro-
samente desarrollados contrastarían con molledos infantiles. Poseerían la
elegante flexibilidad de un arco, las pantorrillas educadas en marchas desco-
munales. Los pies de una perfección clásica, sin callos ni torpes deformaciones,
descansarían con la serenidad de un basamento de granito. Borrachos, y de pie,
uno frente al otro, núbiles, con algo de angelical en las mejillas, el cuerpo
bañado en verdinegro alcohol por los tintes de la coca, al reflejo solar parecerían
dos estatuas de cobre inmovilizadas, ante ese cúmulo de faces anhelantes,
desorbitadas y bárbaras.
—¡Wifa!... ¡Wifa!...
Se haría un silencio bronquial. Sólo la sangre enardecida por el nelumbo
alcohólico martillearía en las sienes. Y uno de ellos, breve, insólito, proferiría
esta sola palabra:
—¡Pega!
Pequeña finta. Brazos a jarras. Pecho exultante. Mirada clavada en las
nubes viajeras.
Tomaría el contrincante con las dos manos la vara de que vá sujeto el
zurriago e iniciaría un castigo rítmico, certero… Castigaríale las pantorrillas lo
primero, los brazos luego, las corvas, los muslos. Cada golpe dejaría un cardenal
haciendo temblar las pulpas. Debería permanecer quieto, sin el menor gesto de
tuición ni de cansancio, y menos de dolor. Estoico sin pestañar, lo mismo que el
mancebo antiguo soportaba las pruebas de la waraka. Estirpe de Inga Roca, que
en luchar y correr, tirar la honda, arrojar lanzas y en todo ejercicio de músculo

43
aventajó a sus contemporáneos. Y allí también, sino por el espaldarazo insigne,
aquellos muchachos se castigarían el cuerpo, como los pujantes corredores, a
quienes, según asevera Garcilaso Inga, “heríanlos ásperamente con varas de
mimbre y otros renuevos en los brazos y piernas que los indios del Perú traían
desnudos para ver qué semblante mostraba a los golpes… Habían de estar como
insensibles”.
Unos a otros se turnarían los varones en edad de merecer el respeto de sus
iguales, porque sino para detentar el título de orejones, los jóvenes de esta
región se castigarían para testimoniar su capacidad varonil.
De pronto se vería aparecer a Rigorio Condori, y, atropellando a la gente,
Antuco Quespe. Se mirarían. Sonreirían. Y pronto se alzaría un runrun delator,
pues la enemistad habría sido conocida.
—¡Los Condori!
—¡Los Quespe!
Antuco daría la prioridad. Se inmovilizaría luego.
—¡Pega!
Arderíale aún a Rigorio la cuera propinada en la reciente follisca. Por eso,
sin la seguridad de los anteriores, descargaría una lluvia de garrotazos mortales,
pero el impávido chiquillo, por quien toda simpatía se haría manifiesta, no daría
muestras de existencia sensorial.
Miraría? Cuando se tienen los ojos así, inmovilizados en un gesto bruto,
los ojos ya no miran, los ojos matan, matan de una puñalada, de muchas
puñaladas consecutivas, eléctricas.
Rigorio habría de ser recogido casi muerto.

VII

Y sería la noche. La celada que prepararían los Condori había de abortar,


porque Aulico, pariente suyo, y enemigo de ellos, más aún que los Quespe,
camandulero, ofreceríase para llevar a Rigorio, tan completamente ebrio y
molido como estaba. A través de las tinieblas, cauteloso y felino, arrastraría a su
primo lejos de vera seguido por el grupo familiar, con el fin –sencillísimo– de
beberse su sangre… Afirmaría Aulico que los padres de Rigorio robaron a los
suyos una partida de alpacas tiempo há y que había llegado el momento de
recuperarla en la sangre del heredero. Pero ebrio también, no sabría escoger el
lugar sigiloso que le permitiera un degüello sin contratiempo importuno. Ataría
a Rigorio de las manos y le tiraría como a una piltrafa.
Silbaría el viento recio, helándose en los ventisqueros zarcos a cada
parpadeo del relámpago. Frío como ese detendría la circulación de la sangre, y
ni el alcohol sería capaz de neutralizarlo porque allí se volatilizaría hasta
parecer un caldo apenas ardiente. Apretujada de oquedades la inmensidad
grandiosa se limitaría con murallas de sombras a pocos centímetros de los ojos.

44
Y en ella los retrasados buscarían las rutas de sus hogares, después de un gran
día de chupa furente.
Antuco, perdido de los suyos, buscaría entre las pajas el cintarajo claro de
su camino. Pero no estaría por donde iba. A su frente se multiplicarían caminos
y voces.
Entre ellas percibiría una, clamando auxilio.
—¿Quién llora? ¡Serán las almas, Antuco…!
Pero ante la insistencia, extraería de su cerebro nebuloso la idea del
socorro, y correría enarbolando el zurriago, tras de las almas.
—Quién es, quién es? —vociferaría.
Una sucesión de relámpagos simultáneos, seguidos de retumbos, diluiría
viscosa claridad sobre la planicie. Y vería Antuco a un hombre disponiéndose a
hundir el cuchillo en el guargüero de otro tundido. No esperaría más. Agitando
el garrote lo descargaría sobre la nuca del asesino, y éste pesadamente, caería,
inerme, los brazos abiertos, las pupilas desorbitadas. Y se haría silencio. Antuco
arrastraría, luego, con el cuerpo del hombre a quien salvara.
—Las almas, Antuco? Sí, son las almas, Antuco…
Pero nuevos relampagueos le harían conocer el rostro del gordito Rigorio.
Y se reiría, se reiría.
—Rigorio… Rigorio…
Entre carcajadas alzaría un guijarro, y machucaría el cráneo con alegre
simplicidad.
—Rigorio… Rigorio…

VIII

La nevada de toda la noche cubrió el paisaje. Bajo el cielo blanquizco no se


distinguía la mole azul de la cordillera, de sus penachos blancos; ni la pampa de
las chujllas… Sobre el abundoso pelaje de las alpacas, se amontonarían
plumillas de hielo. Lejos, una punta de vicuñas rasga la blancura en carrera
fugaz y fluida. En las perccas de los corrales en las ramas de los kollis la nieve
gravitará también en un sueño absoluto. El sol, lejos…
Supay, el demonio de todas las mitologías, el empresario de Fausto, aquél
que sostuviera la debilidad de la carne, cuando el Señor se mostraba orgulloso
de su siervo Job, y en quien el tiempo es una hierba que se mastica por fastidio,
y el orden de las cosas y su razón lógica, patarata y simpleza, presente a esa
hora, con el frío impiadoso, saltó desde el interno calor de la tierra a la neutra
celestía del cielo.
Su estampa reluciente de metales en cocción, nueva vez produjo el viejo y
no olvidado alboroto.
—Señor, ¿te orgullece todavía el hombre? Anoche en un rincón sin
importancia se ha derramado sangre sin cuento. Y tu obra magnífica, LA
VIDA, no merece al rey de la tierra aprecio alguno…

45
—Pero el hombre, por eso, no deja de ser perfecto, respondió el señor.
—El hombre, es perfecto cuando destruye?
—Sí: posee la perfección que era la esencia de su propio ser. Es el
demonio. Eres tú mismo, mi obra mejor.
—Y si ello es así, Señor, por qué me desterrásteis del cielo?
Por qué era necesario a mis propósitos.
—De manera que el hombre mata porque se lo permitís vos?
—Lo permito en ti. ¡Mata!. Bien sabes que esto no pasa de una ingenua
mutación sobre la perspectiva de los crepúsculos. Mutación de funámbulos en la
aureola de mi intención. El hombre hace bastimentos de odio para buhir su
acero y componerme la plana. Cree que la vida es mi error. Buena es esa
creencia. Odia, por ello: y he ahí que esa es su sola fuerza. Si yo hice el hombre,
el hombre mismo se suprime, porque se agita con una conciencia unitiva y
dominante que yo le di. Se rebela y a veces triunfa de mí. Sus triunfos son mi
júbilo como es suyo para el padre seminal los de su hijo. Tal la perfección de mi
obra. Yo le hago; y el que procede de mi impulso, y se agita, sujeto a mí,
mecánicamente, triunfa a veces sobre la fiereza de mis breques…
—Permíteme sonreír de tu bonhomía, Señor. De manera que el Hombre
mata hoy por distraer tu neurosis, y tú, después de haber desterrado en él
hábitos enjundiosos, como los holocaustos carnívoros que eran de tu irresistible
predilección, les impones ahora, tal hacen los caciques bárbaros, determinado
número de víctimas, pues así resuelves tus planes. Esto, en verdad, puede ser
muy ingenioso en tus arcanos, pero a lo que adivino sólo persigues en ello
alejarme de tu lado para dormir tus siestas plácidas.
—Tentador… dijo el Señor y sonrió con encantadora indulgencia.
Con pasos medidos, en actitud pensarosa, descendió Supay a la Tierra, y
nuevamente ebulló el diablillo de la omnisciencia en el Hombre, grave prodigio
de prestidigitación, que iguala al HOMO BESTIALIS con el HOMO
CIVILITAS.

46
ESPIRALES

Porfiaba con el Sol obligándole a desentumecerle. Le gritaba: CALIÉN-


TAME, CALIÉNTAME… Pero el Sol con una perfecta sencillez argumentaba:
BIEN, ESPERA, CUANDO SE ME INTERPONEN LAS NUBES COM-
PRENDERÁS QUE ME ES IMPOSIBLE SATISFACER ESE DESEO. Y él
porfiaba con el Sol porque lo calentara. Su madre, lavando ropas le gritó:
SÓRBETE LA NARANJA, HIJO MÍO. Echado de panza el muchacho no
dejaba de recriminar al Sol, porque el Sol, cuando se siente frío parece estar
obligado a calentarnos. Lo comprendía el Sol, mas qué podía con las nubes el
pobre Sol? Ellas son sobre la flor humana cierto poder mayor a todos los
poderes. ES CURIOSO TU FRÍO, HIJO MÍO, musitaba la madre, TENGO
LAS MANOS METIDAS EN EL AGUA Y NO SIENTO EL FRÍO DE QUE
TE QUEJAS. En verdad de la batea se alzaba un humillo color agua jabonada
que hacía más luminosa la nariz de madre. Ese humillo color de labaza no
podía pasar desapercibido para el muchacho. Y así gritó a la vieja: ECHA ESA
AGUA A OTRA PARTE, MADRE, QUE VA A ENGROSAR LAS NUBES
Y NO PASARÁ EL SOL. ÉCHALA A OTRA PARTE DEL ZODIACO.
Madre, por alegrar a su cría, la echó en la atmósfera de las Cabrillas. Pronto
levantó las ropas blancas en el patiecito sonrisas de madre. La echó en la
atmósfera de las Cabrillas, pues para la madre que ensarta estrellas en la aguja
de su vida, mientras lacta su feto, ¿qué imposible se conoce? Así, también, cierto
día se sacó los ojos (ahora tiene las cuencas vacías en fiebre de cuarenta grados
delirantes de amor) porque al hijo se le ocurrió que estaban mejor en la
constelación de Mirya. QUÉ BIEN LO HACES MADRE. Y cierto: el Sol libre
de toda rémora echó su calor sobre la espalda del joven: QUÉ BIEN LO
HACES MADRE. Por ello cuando advirtió la tibieza cada vez más quemante
acercarse al hígado bendijo la autoridad de su madre sobre los fenómenos (o
caras) del Universo. ARRORRÓ… ESTÁS BIEN HIJITO?, preguntaba la vieja
acercándole el biberón, LAS NUBES TE FASTIDIABAN MI REY, MI
ÁNGEL?, y como el hombre no respondiera, que no se responden preguntas
como esas, desde que nacieron huérfanas sin palabras capaces de concretar las
respuestas, su madre silabeaba otras dulces canciones mientras él
remolonoeaba, buen gatito casero engreído bajo la mano de la cocinera. La vieja
soplaba, resoplaba. Las nubes huían atropelladas por no mostrarse reacias al
vigilante amor de la Hembra.
MADRE, ALGUIEN DIJO: LA NATURALEZA, SECRETO Y
PANORAMA, ES TU IDEA REALIZADA EN MÍ. TÚ ERES MI IDEA
QUE SE REALIZA EN TU MECANISMO. DE ESTA RECIPROCIDAD DE
CREACIÓN HA NACIDO LA VIDA QUE NO COMPRENDEMOS
TODAVÍA. Madre se agrupó de cuclillas, lo cual ha de entenderse por un

47
movimiento de sutilísima cinemática, pues significa que la madre desembragó
todos sus resortes y con pulcritud elegante sabiamente mecánica, uno sobre otro
amontonó sus huesos para oír a su hijo hablando en el vértice del peritoneo. Y
mientras hilaba en la vertiginosa PUSKA de fibra menuda sus ojos habituales
ensayaron una sonrisa enervante: “mi LLOKALLA”. Luego acordaron
(acuerdo interior, consentimiento intraepidérmico) no hacer uso de palabras
para comunicarse, y el ensayo resultara excelente si la falta de vibraciones
glóticas no fueran signo de sobrehumanidad y celestía. Los ángeles no hablan.
Los hombres en su expresión absoluta tampoco. Estamos acordes en
reconocerlo. La palabra echada al vuelo denuncia al pequeño dios presumido.
Ese otro producto, que es virtud de la tierra animada –HALLPAKAMASKA–
no usa inflexiones vocales para enunciar su pensamiento. Tiene en el secreto de
su esencia un sistema de comunicaciones radiosas. Esa facultad de adelantarse a
la elaboración de la idea es el principio de una germinación que dará en el
tiempo que viene la nueva conciencia sin límites, fuerza del Hombre terminado.
Madre e hijo acordaron callarse en un convenio jurídico para sentir más hondo
la posesión del misterio circunvalante. Pero un traumatismo teológico de la
epiglotis obligábale a confiar a las palabras el tremor de ideas maravillosas. SÍ,
MADRE, LO VERDADERO NO ESTÁ EN MAYOR PROPORCIÓN EN
LA VERDAD CUANTO EN LO QUE DE TAL PRESUME. TRES LEGUAS
HICE AYER EN EL PASEO MATINAL. Y AHORA, EN ESTE
MOMENTO INSTANTE, ACABO DE CUBRIR UN NÚMERO QUE SE
CUENTA POR MILLONES. VIAJE ESTUPENDO. SIÉNTESE UNA
EMOCIÓN DE RAYOS FÚLGIDOS ATRAVESAR LOS TÍMPANOS Y
COMO SI SE OYERA ORQUESTAS A TODO FUEGO. ADEMÁS, LA
SENSACIÓN SE PERFECTIBILIZA A MEDIDA QUE SE ABANDONA
LA TIERRA. SE SUBE O SE DESCIENDE. ESO ES ALGO QUE NO
PUEDE SABERSE. PERO BAJANDO O SUBIENDO HAY LA
PERSUASIÓN DE HABER DOMINADO A LA BESTIA QUE ATAJA
CON LA BESTIA MISMA…
Seguía hilando en silencio Madre, hasta que a su vez hubo de hablar.
SABES HIJO CUÁNDO Y CUÁNTO PIENSO? QUIEN INVENTÓ EL
HILADO FUE BUENO. PUES YO HILO. DE HILAR PROVIENE TODA
FUERZA. PARA RESISTIR LA VIDA AHILA LA TUYA. ES UN HILO
BRONCO QUE SE UNE A OTRO BRONCO HILITO PARA ORIGINAR
UN HILO MÁS HILO. LUEGO ESE HILITO MÁS HILO SE UNIRÁ A
OTRO HILO TAN HILO Y POR FIN HABRÁ NACIDO EL “TUYO”. EL
PROMETIDO FUERTE EN ALIANZA FRATERNAL POR VIRTUD DE
LA VOLUNTAD DE MOVIMIENTO QUE LE IMPRIMIÓ TU DESEO
PURIFICADO, DE ESE HILO DEPENDE EL SECRETO DE TUS
FUTURAS RESISTENCIAS. AHILA TU VIDA, HIJO, Y RESISTIRÁ. YO
ADORMEZCO DANDO VUELTAS A LA PUSKA QUE DE ELLA
ACABARÁ POR SALIR EL KAITO SUTIL INVISIBLE Y PODEROSO. A

48
esas palabras de la vieja aupó su anestesia para chupar con más ahínco el
biberón de leche de vaca que le trajo Madre y a ese hilo de su minuto juntó otro
hilito de un minuto venidero para tejer la red la red del tiempo que pesca en el
fondo de las almas pescados de raro brillor (o de brillor que ciega).
Y YO PIENSO QUE UN VIAJE ASÍ TIENE QUE DESCAS-
CARARNOS DE HÁBITOS. HACERNOS NUEVOS. ORIGINAR LA
CAÍDA DE PIGMENTOS ARQUEOLÓGICOS Y FAVORECER LA
EXALTACIÓN DE UNA FLORIDA SIEMBRA. FÍSICAMENTE AGA-
RRADOS AL MOVIMIENTO DE LA VIDA. PARALELAMENTE
PUESTOS A SU DINÁMICA TENDREMOS EN SU FUERZA
INDEFINIDA SU MOVIMIENTO PROGRESIVO. YO MONTO EL
HUANACO DE TENDONES EXCITADOS… OTRO MONTÓ A
CLAVILEÑO… OTRO LA GRUPA SALVAJE DE UN ÍBICE. Y TODOS
LLEGAMOS A LA POSESIÓN DE UN BIEN QUE LOS DEMÁS
HOMBRES NO CONOCEN. DIFERENCIÁNDOSE TAN SOLO EN QUE
MIENTRAS UNOS TOMARON LA NOCHE POR SENDERO Y OTROS
MIDIERON EL INFINITO POR LA LONGITUD DE UN VALLE, YO
PASEO MI CURIOSIDAD EN LAS MEDIDAS MÁXIMAS SIN
CONCEPTO DE LIMITACIÓN Y POSEO POR LO TANTO EL
DERROTERO ÚNICO DE LA VERDAD. HE TRAÍDO ESTO ENCE-
RRADO EN DOS ALVEOLOS. ESTO QUE ES LA VIDA INTEGRAL Y
MARAVILLOSA. EXISTO EN UNO, EN EL OTRO YA NO. CADA UNO
SOMOS EN EL MISMO MOMENTO DOS VALORES EN MELODÍA.
CONCIERTO IMPOSIBLE PERO REALIZABLE. LA IMPOSIBILIDAD
DE UN PROBLEMA TRAE SU REALIZACIÓN CUANDO SE MONTA
INVEROSÍMIL CABALGADURA AVEZADA A TROTES MÍSTICOS. EN
ESTE GÉNERO DE VEHÍCULO SE ALCANZAN ALTURAS SUPINAS.
Tornó a callar. Su callar valía más. Era la acción del viaje, la prueba
positiva de la aventura, la reiniciación del trote. VUELA, VUELA HUANA-
CO. Y sí, se le vió. Yo le he visto. Le he visto en la convulsión del mar,
agigantándose con los tumbos, brillando en los remansos, metido en el corazón
del erizo y misterioso volar en alas de gaviota. Le he visto encajado en la
trabazón de las madréporas, en la quietud de los fondos con actitud de
sacerdote, le he visto en el corazón de pez y en los fuelles de inmersión
probando la sustancia de la fuerza al servicio del instinto. Le he visto diluyendo
en su deseo las barbas de la ballena, las caudas del tiburón. Le he visto analizar
el por qué las anchovetas nacen predispuestas a alimentar a los osos marinos y
el por qué otros seres más orgánicos tienen parecida función. Le he visto –
todavía en la tierra– estudiar los ángulos del viento en el arenal ilímite junto a la
obra sabia de los médanos. Le he visto en las ciudades perplejo insumirse en el
espíritu urbano, sin que nunca hubiera comprendido qué era eso, para qué se
hizo y hasta cuándo no se deshacía. Su paso por las catedrales tiene grave
resonancia de órganos solemnes y suyos son los pífanos de Carnestolendas. Ha

49
visto vientres laboriosos reproduciendo la especie del hominal paradojo.
Tumbas cuidadas con esmero y tumbas miserables ha mirado y sus fauces han
percibido un olor a sangre humana. Hurgó también en nuestras almas, pero de
ellas no sacó más que una sed de sueño con una insatisfacción abdominal…
Y hastiado de soles cárdenos de paisajes de juglería, de canciones aftosas,
tomó rumbo del cerúleo sobre el huanaco de nervios excitados. Oteó en la
marcha triunfadora de los chichibolos. El de los anillos… aquel otro de colorido
fuerte, el verde, el otro y el de más allá. Giraban, giraban impetuosos, pero antes
de inquirir en la razón de esa giratoria, reía con ancha boca de labrador que ve
papas chistosas. Esa cólera de los astros para girar desaforadamente justo era
que le causara risa porque, a la verdad, eso es altamente humorístico. Tomó la
Osa pequeña y la echó fuera de allí, por destruir, por desarmonizar, que tantos
días de armonía ya son desarmonía. Armonizar, no es, cósmicamente, ordenar
y sí crear y deshacer. Eso hacía el hombre: hacer, deshacer. Pero, íbase más
adentro, al silencio poblado de partos, a la nebulosa, más allá, al germen, más
allá, a la Nada, más allá y más allá todavía, cuando su madre volvía al tema del
hilado. HILA, HILA HIJO MÍO. GRANDE SABIDURÍA ES HILAR Y
AHILAR. Cayó el huanaco brioso hasta el patiecito de la casa. MADRE,
MADRE, ME HAS PARIDO DE NUEVO? NO HAS SIDO TÚ, HE SIDO
YO MADRE. DÍA MARAVILLOSO. DÍA PARIDO, DÍA HILADO. CREES
EN LA VERDAD DE MI HAZAÑA? HOY HE COLMADO MI POSI-
BILIDAD DE EXTENSIÓN. ME HE DADO. HE REBASADO. LO
ABSOLUTO ESTÁ EN MÍ. YA LO SÉ AHORA. CREO Y REFLEXIONO.
CONMIGO PRINCIPIA TODO CONOCIMIENTO. EN MÍ TIENEN
NATURALEZA LOS SERES Y LAS COSAS… SÓLO YO PRESIENTO
QUE NO SOY TODAVÍA, QUE HAY UNA IRREALIDAD POR CONCE-
BIRSE Y QUE ESA REALIDAD SE LLAMARÁ DE MI NOMBRE.
Madre ovilló el hilado. Se paró (lo que significa armarse para el viaje,
armar, embragar las piezas del cuerpo, el artefacto divino) y salió a pasos lentos
mientras su feto se refocilaba en un lampo solar haciendo fuerzas para lanzarse
nueva vez al espacio de su órbita la cual elasticándose le esperaba hasta que él
hubiera de romperla…

50
EL KAMILE

(A Vinatea Reinoso)

…Veo un cielo profundo, tata Ulogio, y a ciertos caballos de piel fina que,
hendiendo la dirección de la tarde, lo atraviesan a galope. El espectáculo me
sobrecoge, y quedo atónito, sin explicármelo.
..Ahora uno de los caballos se dirige hacia mí: aterriza. Me ofrece su grupa
y aunque nada entiendo de lo que pasa soy poseído de una espléndida alegría de
salto. Hasta entonces la tropa de caballos etéreos se pierde como un punto de
polvo en el horizonte. Mi lindo caballo castaño corre, corre… ¿Hacia dónde?
Hemos cruzado pampas inmensas, quebradas; kollis y keñuas se suceden con
sentido humano. Por fin paseamos por cordilleras albeantes, y veo dibujarse en
el ojo de llama, la silueta de una ave gigantesca singlando hacia nosotros. Esta
presciencia late en mis nervios. Por momentos se aproxima el kuntur en vuelo
vertiginoso, por momentos su planeo hace entender que nuevos motivos le
detienen. Contengo la respiración el tiempo que va de un crepúsculo a la noche.
Es entonces que se acerca, tan cerca… Amaina de pronto los remos y se posa en
mi brazo alargado. Así continúa ese viaje indirecto a la Tierra. En el tejido
muscular me hace entender que algo “nuestro” se debate más allá de las nubes,
o acaso más allá del corazón de la semilla, región por donde se despeñan los
amaneceres y se va muy luego con mis ojos… Conservo su nostalgia, y sigo el
viaje esta vez a las llanuras. Descendiendo arribamos a un poblado sórdido, sin
color. Las chujllas no tienen el ocre genésico de los andes, su inexpresión
comunica el miedo del vacío… ¡Acaso nos hemos dado con el mar! Como una
gran mariposa cuyas alas tuvieran pátina de albas, un hermoso papagayo
aparece de pronto llenando el aire de palabras. Vibran aún mis oídos con el
recuerdo de su voz. El brazo, como rama enteca, que está ausente de trinos y de
actos, desde el viaje sustancial del kuntur, solicitó la garra y el pico del loro, y
éste se vino a él como a su centro. Viéndole cerca le pregunté: ¿Dónde está?
Voló, voló para posarse en una eminencia y desde allí me instruye: ¡Viene! ¡Ya
viene! ¡Ya viene! ¡Ha atravesado los astros! ¡Se cansa! ¡Pero no está a la vista!
¡Míralo!... En grandes espirales desciende, desciende a posarse en mi brazo
húmedo y alargado de lágrimas... ¡Estamos en paz! El papagayo vuela a mi
hombro, y los cuatro descendemos hasta meternos en la habitación de mi
hogar… ¿Qué será, tata Ulogio?
Mientras vuelan las hojitas de cuca, Tata Ulogio mira asombrado y señala
grandes y estupendos sucesos.
—¡Necesitamos uturunqo!, exclama, ¡Tú y él (ah, él) fueron víctimas del
amor!... ¡Necesitamos uturunqo, tata!
Medita.

51
—La wawa de tuqo que se metió en tu casa…
—Quién lo dijo, tata Ulogio?
—…Es el kuntur que anoche, y el caballo y el loro, los animales que tratas
como herejes. ¡Si no desatamos el hechizo cualquier tarde saldrás volando para
caer en las nubes o en la chingana!... ¡No te rías!
—¡Uturunqo, tata Ulogio?
—¡Sí, sebo de uturunqo traigo de Apolobamba!
La silueta del joven kamile se destaca en el claroscuro; desata sus mil
envoltorios, se da importancia diciendo en voz baja palabras incomprensibles;
con genuflexiones repetidas rózame las manos yo como él he alargado sobre la
istalla de cuca, y finalmente me ordena cerrar los ojos. A poco oigo, traído del
matorral campestre el chirrido del grillo o algo que se parece al llanto de una
criatura recién parida.
—¡Por ustedes llora el kirkincho!— dice tata Ulogio.
—¿Pasa una hora?, no lo sé… ¡Estoy bajo el imperio del kamile! Pronto
manda que abra los ojos y me enseña en un pedazo de trapo sucio lo que ya
esperábamos todos: el sebo de uturunqo.
¡Cuánta paz metió en nuestros pechos la presencia del sebo de uturunqu! A
su misteriosa eficacia ha encomendado el kamile la curación de mi mal. Pero
¿de dónde es el uturunqo, o, a fin de cuentas, qué es el uturunqo? He aquí la
pregunta escéptica. Responderé que nadie lo sabe. Se habla de él como de ser
mítico, y cuanto más se describe su grandor eminente, a cuyo lado, el kuntur
abierto en cruz, resulta un miserable qilliqilli. Pero lo que deba hacerse con el
menjurje lo sabemos yo y tata Ulogio, de cuya penetración intelectual y bondad
de alma, estoy ciertamente admirado.
Tata Ulogio es el sacerdote de la cuca, oficiante de la divina sauca, plasma
de la cultura religiosa del Titikaka. La diáspora de que enferma el imperio
Tiawanaqu avienta gérmenes en la región interandina originando entre otros
grupos a los kallawayos que así resultan herederos de la ciencia esotérica del
Apupanaka. Las innumerables ceremonias de sus cultos referidas superficial-
mente son el cuerpo de una inocente prestidigitación, pero viéndolas con
hondura tienen mayor trascendencia o más inquietante significado. El kamile
frota el tokoro en la superficie plana de una piedra y produce sonidos sordos
como el vuelo lejano del kuntur. Invoca a Wirakocha, dios astral o meteo-
rológico, propiciador de la lluvia, o concita al Achachila a presentarse para la
declaración de los signos.
Los que mueren no se van, dice el kamile, pues antes hay que satisfacer al
Achachila tutelar, darle las ofrendas a que es merecedor… El Achachila es el
espíritu de la montaña, o, en último análisis, la montaña misma, empinada y
acérrima, en cuyas varias apachetas hemos sido múltiples veces vencidos por la
cuesta, o acaso lo inaprensible, invisible y oculto, faz interior de la naturaleza, y
por ello mismo, en el ser, lo más sutil de su composición actuando en forma de
intuición o fuerza imponderable. Sólo así (el doble) pasará a las regiones de su

52
nueva conciencia, o sea a la nueva y maravillosa migración que los kollas
preparaban a sus muertos proveyéndoles de cuanto satisfizo sus necesidades.
Cómo haya razón profunda para encontrar la lógica de estas creencias, quizá
sólo sea posible aplicándoles interpretación teosófica. A enfermo de grave daño
le recetará el kamile primero: conjuración del hechizo, ya que es cosa sabida que
todo mal proviene de un desequilibrio en las funciones fisiológicas, en que actuó
la fe mala de los enemigos, en varias maneras y, entre ellas, en forma de
pensamiento que comprometa el encono de la Naturaleza; luego una frotación
de sapos, culebras, hígados de llama, ranas, lagartos, todo animal que viva
pegado al pellejo del suelo, o, según sea, de ropas de uso personal, puesto que es
admisible que el mal se albergue en la piel junto al vestido que la roza continuo.
Mas, en cualquiera de los casos la curación cumple su primer periodo,
solamente si realizada no se echaran los medicales servidos a corriente del río o
al laykaquy de los keshwas, a fin de que la tierra, paridora y tragadora como es,
cargue con el mal y lo filtre. Llega aún a afirmarse que si alguien osara pasar por
tales sitios, al amanecer, antes que el Sol haya saturado el aliento del aire, se
llevaría el daño que a esas horas es una vaporación maléfica sobre el polvo. Con
el Sol que desinfecta, los gérmenes morirán alejando el temor de contagio.
No cabe dentro de artículo la explicación de tales ideas. El panorama es
vasto y complejo. Recuerdo haber presenciado en Chillora, ayllu de Capachica,
extraños ritos de día de difuntos.
Tiempo llegará que se afronte definitivamente el esclarecimiento de
nuestro indoamericano acervo filosófico. Lo que puedo adelantar ahora es que
los familiares del difunto se reunían en torno al sepulcro cubriéndose a la vista
de los extraños por una kesana, y que esperaban levantar el espíritu ausente
incitándolo con el olor y sabor de todos los alimentos que en vida le agradaron.
Con igual sentido y parecidos ritos celebran el NAKJAYAÑA los aymaras de la
cordillera oriental. Un cuadro muy interesante de tal costumbre salió de la
paleta de Antonio Rodríguez del Valle, asiduo e inteligente investigador del
folklore. Pero en cualquier caso el valor documental de estas ideas, es
indiscutible, son manifestaciones positivas innatas a los grupos humanos que,
acaso, y esto es lo que yo sostengo, sirvan para aderezarnos un kankacho de
metafísica indoamericana. Tienen base mágica, es decir religiosa. La medicina
del kamile lo es siempre. Pero además resulta un psicoanalista, sirviéndose del
agente exterior para vincularlo a la atingencia volitiva. Hay tipos entre estos
médicos tiawanakotas que, dicho sea de paso, son espantados de los centros
urbanos por la hegemonía profesional ejercitada desde la ley de ministerio hasta
la cátedra universitaria, con clamoroso menosprecio histórico, que han
desarrollado sorprendente facultad intuitiva, como otros que alcanzan a la
perfección, sí así puede decirse, la sugestión y el hipnotismo. Hubo alguno que
en presencia de cierta persona leyó los rasgos predominantes de su carácter sólo
con haberla mirado.

53
Bueno será darse un baño de superstición en estos días de bancarrota
espiritual y de orfandad religiosa. La superstición, sobre todo ejercicio místico,
ofrece un camino lleno de sorpresas que puede llevarnos al afinamiento de los
sentidos y a la creación de otros de cuya sutilidad tienen el secreto el viento o
los testículos de Leviathan…. Por lo menos en el caso de nuestra fenome-
nología, conceptúo de todo punto necesario partir de un estudio acucioso de las
ideas aborígenes en tales materias antes de establecer semblanzas que resultaran
quiméricas o simplemente superficiales. Desde los días de la Colonia, el Perú (o
Pirú, como dice Aweranqa) ha desenvuelto su vida a espaldas del indio, sin dar
precio a las enseñanzas que de su vieja y madurada civilización podíamos
recibir. Tengo entendido que, después de los jesuitas, ninguna institución vio en
el conjunto étnico de América, su naturaleza y virtudes, elementos capaces de
conducir pródromos de originalidad, aunque ello fuera por realizar sus planes de
dominio teocrático con la creación de naciones independientes de España. De
ahí que sus métodos de conversión no eliminaran la raíz de la religión
autóctona, dándole, al contrario, cierta preponderancia, por lo menos en cuanto
a descubrir en la simpleza de sus fetichismos el acertijo del dios católico,
resultando de ello que el indio aplicaba nombres extraños a sus conflictos
aborígenes. No corren muchos días que el doctor Enrique Encinas, comisionado
por la Facultad de Medicina, si mal no recuerdo, realizó estudios sobre éstas y
otras materias en ayllus aymaras y cuyos tests de valor científico pueden ser
ofrecidos como prueba inapelable. Al indagar por la personalidad de Cristo y de
su madre, los indios católicos y evangelistas le contestaron que el Sol era Cristo
y la Tierra, María Santísima. La lección es dura, aunque prevista y natural. A
estas alturas se constata todavía que Conquista ni Coloniaje, en la entraña de
América, el Ande, el Kosko, fueron más que accidentes políticos. El indio aún
cree en sus zoolatrías maravillosas, aún la noche preñada de astros le humedece
los ojos y le llena de terror; su sabeísmo o simple heliolatría, permanece siendo
su fuente de virtualidad. La reverencia por la waka no ha muerto. No hay
cosecha de que no extraiga el fruto excepcional considerándole un súper
esfuerzo de Wirakocha, de la Naturaleza; y se ve que la más afinada sensi-
bilidad —Schelling por caso— no sería quien disputara tan lindo descu-
brimiento.
Tú eres un “hereje”, me decía tata Ulogio… Hereje me decía tata Ulogio
porque me vio vivir sin ceremonias para con la Naturaleza, sin amor para con
los animales; él, sacerdote de hombres que adoran al animal casero, que lo
tratan con pulcra humanidad, tenía que ver cuán diversa era mi actitud para con
el animalito de Dios… ¡Hoy ya no, tata Ulogio, por fortuna! Todo es sagrado en
la Tierra, y la nube que pasa y el polvo del camino son dueños de una intención
vibrante que va a parir en el sensorio; de suerte que obrando piadosamente —
deístamente— en Dios, debemos a la nube y al guijarro el mejor y más puro
pensamiento. Acaso quiera decirnos con ello el kamile que tanto valen
pensamiento o guijarro, y que para los resultados vitales importe lo mismo reír

54
en la claridad oculta del agua o lanzar chinitas sobre el oleaje que muerde las
arenas de la playa, puesto que siendo la vida un todo actuante, sus partes, por
ínfimas, no dejan de ser más necesarias e importantes. Todo es aceptable. Pero
lo que no da asidero a duda es que el indio ve en cuanto se le representa
elementos de su propio proceso. No de otra manera se explica su temor de herir
la más ínfima partícula de la Pachamama, sobre todo de herirla más que con
actos, con pensamientos. Él mismo se considera en su variedad viviente, tierra
animada… los cabellos y uñas cortadas de sus muertos son llevados al rincón
más oscuro de la chujlla desde donde, como en un punto interferible, se
pondrán en contacto con el “ánimo” que vive anegado en el todo supremo y
viviente de la Tierra. Es más, en el curso de la vida se hace obligatorio para el
indio depositar en la tierra las setas en que deviene el organismo; así cabellos
que se cortan a tiempo con ceremonial enternecedor (wawata p’eke ñikuta
morokaña) o se arrancan al peinar indicando, según me parece, que devuelve
por anticipado parte de lo que a fin de cuentas se habrá de devolver
completamente…
Sí, estad seguros, quien desprecia a la Tierra es un hereje, tanto como
quien desprecia a la Trinidad Santísima, pero cuando el indio piensa en
cualquiera de estos casos con la palabra terrorífica, es porque si la catequesis
católica trocó los nombres del animismo, no hirió el fondo de su filosofía, nunca
por otra razón. ¿Cómo bebes el agua, dice el kamile, traducidas sus palabras a
nuestra jerga compleja, cómo bebes el agua de la fuente sin dar tu corazón a esa
obra sensata, sin pensar que el agua como tú, viene de la Tierra? Y tampoco,
senderos tan poco apacibles inhiben esa floración de misticismo que hace del
indio un tipo esencialmente religioso. Cuando se acerca al puquio a beber agua
en la cuenca de la mano, lo hace ciertamente con sentimiento divino, y se
ahínca lleno de fervor y respeto.
Por lo que se relaciona con la antípoda, una afanosa tangencial del
profesor Richet le ha llevado a establecer últimamente que todos los fenómenos
de orden biológico o espiritual a que estamos sujetos, se encierran y completan
dentro del sistema cósmico del planeta, de suerte que la esperanza de una vida
superdemonológica, no es ya de esperarse. ¡Lo que resta es descubrir, saber
descubrir, en el peso del éter la calidad del gesto angélico! Y ello, todo ello,
según se ve, no difiere de la posición del kamile… Pero sería curioso imaginar al
profesor de la Sorbona con la inocente y jugosa mentalidad de Tata Ulogio, a
sus prácticas espiritas, trabadas de antemano al tokoro, que es un agente de
telekinesia…
Terminemos esta crónica copiando el elogio de la coca, hecho por Alfonso
Torres Luna, profesor titikaka:
“De líneas puras y definidas, dice, en curvas de ojivas perfectas dignas de
un arte neogótico la hoja de coca fue entre los antiguos kallawayos, símbolo del
Ayar, obsesión del adivino, temor espeluznante del ladrón, consuelo del

55
enfermo, esperanza del abatido, luz del ignorante, tesoro del mendigo, signo
salvador de calamidades públicas, en fin, solución y équis del espíritu…”
Y quien así elogia a la cuca, sagrada y divina, de sabor inmaterial, está
dignificando la figura del kamile, que es su sacerdote, y la trae, dulce, de las
bosquerías de Kollawaya o Apolobamba —pampa de Apolo o campos del Sol
(Phullupampa?) —, toponimia aymara que designa a una rica región boliviana,
como Illampu u Olimpo, asiento natural de dioses…

56
EL KAMILI

…Veo un cielo profundo, tata Ulogio, y a ciertos caballos de piel fina que,
hendiendo la dirección de la tarde, lo atraviesan a galope. El espectáculo me
sobrecoge, y quedo atónito, sin explicármelo.
..Ahora uno de los caballos se dirige hacia mí: aterriza. Me ofrece su grupa
y aunque nada entiendo de lo que pasa soy poseído de una espléndida alegría de
salto. Hasta entonces la tropa de caballos etéreos se pierde como un punto de
polvo en el horizonte. Mi lindo caballo castaño corre, corre… ¿Hacia dónde?
Hemos cruzado pampas inmensas, quebradas (el layo familiar que hociquean
los kuchis); kollis y keñuas se suceden con sentido humano; vale decir con voz
de hombres. Por fin cubrimos cordilleras albeantes, cuando veo dibujarse, en el
ojo de llama, la silueta de un ave gigantesca que singla hacia nosotros. Esta
presencia late en mis nervios. Pero a momentos se aproxima el kuntur en
vertiginoso vuelo y a momentos un lento planeo de extraña cadencia hace
suponer que graves motivos le detienen. Contengo la respiración el tiempo que
va de un crepúsculo a la noche. Es entonces que se acerca, tan cerca! Amaina de
pronto los remos y se para en mi brazo… y en esta postura seguimos el viaje
indirecto, mientras mi tejido muscular tiembla por algo “nuestro”, más allá de
las nubes, o acaso más cerca del corazón de la semilla, región por donde se
despeñan los amaneceres y se desencadena la trenza múltiple del agua llovida,
así el kuntur agita el plumón y se me va volando la tristeza de irse al cielo.
Conservo su nostalgia pero obedezco al instinto del viaje y me interno a las
llanuras de la costa ¡Nos hemos dado con el mar! Descendiendo arribamos a un
poblado sórdido, sin color. Ha perdido el aire el ocre genésico de los Andes. Las
casucas en cuyas espadañas unos gallinazos hacen pulgas, no se parecen en
nada a las chujllas serranas. Una cierta inexpresión les comunica el miedo del
vacío… Pero he aquí que se acerca una mariposa de alas maravillosas bañadas
de alborada y el khomer-kenti del bosque, hermano del uturunqu. Vienen
llenando el aire de palabras. Vibran aún mis oídos con el recuerdo de esa voz. El
brazo, rama enteca, dejada de trinos y de actos desde una ausencia sustancial,
solicitó la garra y el pico del loro, y ellos acudieron a él como a su centro.
Desde su eminencia me instruye.
—¡Viene! ¡Ya viene! ¡Ha pasado a los astros! ¡Se cansa! ¡Pero no! ¡Está a la
vista! ¡Míralo!
En grandes espirales, desciende, desciende a posarse en mi brazo húmedo
y alargado de lágrimas. Estamos en paz. Khomer-kenti vuela a mi hombro y ya
juntos los cuatro —el hombre, el caballo, el loro, el kuntur astral—, descen-
demos para meternos en la habitación de mi hogar.
Bueno. Una cosa así oyó tata Ulogio, una cosa de semejanza.
—¿Y qué será todo esto, tata Ulogio?

57
Mientras vuelan las hojitas de quqa, el pako mira con asombro y señala
estupendos sucesos…
—¡Necesitamos uturunqu! ¡Tú y él! (¡ah, él!) están amarrados por el amor!
Se necesita el uturunqu, para que el mal de amor se vuelva en bien de ustedes….
Medita.
—La wawa de tuqu que se metió en tu casa…
—Quién te lo dijo, tatay?
—…es el kuntur que anoche viste en tu sueño, y el caballo y el loro, los
animales que tratas como herejes y que así y todo te sirven para adelantar tu
vida. ¡Pero si no desatamos el hechizo cualquier día saldrás volando por sobre
las nubes hasta caer en la chingana! No te burles…! A ese rato te habrá llevado
el karisiri!
—Uturunqu, tata Ulogio?
—¡Yaa! sebo del uturunqu, del montaña.
La silueta del joven sabio se delinea en el claro obscuro; desata sus mil
envoltorios, se da importancia diciendo en voz baja palabras incomprensibles;
con genuflexiones repetidas rózame las manos que tengo alargadas sobre la
istalla litúrgica. Y finalmente me ordena cerrar los ojos… Con los ojos cerrados
oigo el chirrido del grillo, como quien le hace venir desde el matorral y algo que
entonces se parece al llanto de una criatura recién parida.
—Es el kirki, dice tata Ulogio, el kirkincho llora por ustedes. Es decir el
kirki se lamenta por nuestra suerte, ruega porque el mal se trueque en bien, el
dolor en alegría, la ausencia en presencia y esto todo amargado de desesperanza
en fe, certidumbre. La posición de plenitud, algo que purifica el agua turbia del
riachuelo como un vientecillo agudo que barre el polvo y nos deja cielo
transparente, mórbido, rebosante de claridad.
¿Pasa una hora? No lo sé. Estoy bajo el imperio del yatiri. Pronto me
manda abrir los ojos y me enseña en un pedazo de trapo sucio, lo que
esperábamos todos. El sebo de uturunqu.
¡Cuánta paz metió en nuestros pechos la presencia del sebo de uturunqu! A
su misteriosa eficacia ha encomendado el kamili la curación de mi mal. Pero de
dónde es el uturunqu, o, a fin de cuentas, qué es el uturunqu? He aquí la
pregunta escéptica. Responderé que nadie lo sabe. Se habla de él como de ser
mítico, o cuando más se describe su grandor eminente, a cuyo lado, el kuntur
abierto en cruz, resulta un miserable killi-killi. Pero lo que deba hacerse con el
menjurje lo sabemos yo y tata Ulogio.
Tata Ulogio es el sacerdote de la quqa, oficiante de la sauca, divina plasma
de la cultura religiosa del Titikaka.
La diáspora de que enfermó el imperio Tiawanaqu avienta gérmenes en la
región interandina originando entre otros grupos a los kallawayas que resultan
así herederos de ciencia esotérica del Apupanaka. Las innumerables ceremonias
de sus cultos referidas superficialmente son el cuerpo de una inocente
prestidigitación, pero viéndolas con hondura adquieren mayor trascendencia o

58
más inquietante significado. El yatiri frota el tokoro en la superficie plana de
una piedra y produce sonidos sordos como el vuelo lejano del kuntur. Invoca a
Wirakocha, dios astral o meteorológico, propiciador de la lluvia, o concita al
Achachila a presentarse para la declaración de los signos.
Los que mueren no se van, dice el kamili, porque antes hay que satisfacer
al Achachila tutelar, darle las ofrendas a que es merecedor… El Achachila es el
espíritu de la montaña, o, en último análisis, la montaña misma, empinada y
acérrima, en cuyas varias apachetas hemos sido múltiples veces vencidos por la
cuesta, o acaso lo inaprensible, invisible y oculto, faz interior de la naturaleza, y
por ello mismo, en el ser, lo más sutil de su composición obrando como
adivinamiento o fuerza imponderable. Sólo así el doble pasará a las regiones de
su nueva conciencia, o sea la maravillosa transmigración que los kollas
preparaban a sus muertos proveyéndoles de cuanto en vida satisfizo sus
necesidades… Cómo haya razón profunda para encontrar la lógica de estas
creencias, quizá sólo sea posible aplicándoles interpretación teosófica!
Al enfermo de grave mal recetará el kamili, primero: conjuración del
hechizo, ya que es cosa sabida que toda enfermedad proviene de un dese-
quilibrio en las funciones orgánicas, en que actuó la fe mala de los enemigos, en
muchas maneras y entre otras, en forma de pensamiento que compromete el
encono de la naturaleza. Luego vendrá una frotación con sapos, culebras, ranas,
todo animal que viva pegado al pellejo del suelo, y según sea el mal, con ropa de
uso diario y particular del paciente, puesto que es admisible que el mal se
albergue en la piel junto al vestido que la roza continuo, pero en cualquier caso
la curación cumple solamente el primer periodo si consumada la ceremonia no
se echaran los medicales servidos a la corriente del río o al laykakuy a fin de que
la tierra, paridora y tragadora como es, cargue con el mal y lo filtre… Llegó aún
a afirmarse que si alguien osara pasar por tales sitios antes que el sol sature el
aliento del aire, se llevaría el daño que a esas horas es una vaporación maléfica
sobre el polvo. Con el Sol que desinfecta —y que desinfecta lo sabemos— los
gérmenes morirán alejando el temor de contagio.
No cabe dentro de artículo la explicación de tales ideas. El panorama es
vasto y complejo. Recuerdo haber presenciado en Chillora, ayllu de Capachica,
extraños ritos de día de difuntos.
Tiempo llegará que se afronte definitivamente el esclarecimiento de
nuestro indoamericano acervo filosófico. Lo que puedo adelantar ahora es que
la familia del difunto se reunía en torno al sepulcro cubriéndose a la vista de los
extraños por una kesana, y que esperaba levantar el espíritu del ausente
incitándolo con el olor y sabor de los alimentos que en vida le agradaron. Con
igual sentido y parecidos ritos celebran el “Nakjayaña” los aymaras de la
cordillera. Un cuadro interesante de esta costumbre tiene la firma de Antonio
Rodríguez del Valle, de hecho pintor titikaka, y uno de los constantes y
talentosos investigadores del folklore puneño.

59
El valor documental y sintomático de estas costumbres parece indiscutible;
son manifestaciones positivas innatas a todo grupo humano, y que acaso, y es lo
que sostengo, sirvan para el aderezo de un kankacho druídico de metafísica
familiar. Tienen base mágica, es decir religiosa. El kamili, su medicina y su
liturgia son siempre religiosos. Pero también es un psicoanalista que sabe
servirse del agente exterior para vincularlo a sus experiencias y darnos solu-
ciones sorprendentes. Hay tipos entre estos médicos tiawanakotas que han
desarrollado sus facultades intuitivas de manera poco menos que consumada,
como otros que alcanzan a la perfección, sí así puede decirse, la sugestión y el
hipnotismo. Hubo alguno que en presencia de cierta persona leyó los rasgos
predominantes de su carácter sólo mirándola. Es personaje de mucho interés el
kolla en todas las latitudes del Continente; especie de Ahasvero, él y su
kollawayo-allaka llegan siempre a tiempo cuando la ciencia europea se muestra
incapaz de salvar la vida del hombre rico. Entonces, salta de su allaka todo el
mundo de la hechicería, y de sus ojos todos los recursos médico-hipnóticos
imaginables. Y a veces acierta, y acaso siempre, porque de no curar el mal,
establece el conducto maléfico por donde llegó la pasión enconada y el odio
sórdido del enemigo que, a cambio de mucho dinero, compró del yatiri esa vida
que ahora ya es imposible reatar.
Bueno es darse un baño de superstición en estos días de bancarrota y
orfandad. La presencia, aún, entre nosotros del pako o el yatiri es una ardorosa
manifestación de vitalidad psíquica que no ha podido extirpar el predominio de
otras razas y otras culturas. Aquí estamos ya frente a un pueblo cuyas preocu-
paciones son intensamente reclamadas por el instinto de la naturaleza.
La superstición, sobre todo ejercicio místico, ofrece un camino lleno de
sorpresas que puede llevarnos al afinamiento de los sentidos y a la creación o
parimiento de otros de cuya sutilidad tiene el secreto el viento… Por lo menos
en el caso de nuestra fenomenología hácese de todo punto necesario partir de un
estudio de las ideas aborígenes en tales materias antes de establecer semblanzas
que resultaren quiméricas o simplemente superficiales.
Desde los días de la colonia el Perú (o Pirú, como dice todavía Aweranqa)
ha desenvuelto su vida a espaldas del indio, sin dar precio a las enseñanzas que
de su vieja y madurada civilización podíamos recibir. (Las demás naciones del
Continente tampoco pueden, por desgracia, afirmar lo contrario). Entiendo que
después de los jesuitas ninguna institución vio en el conjunto étnico de América,
su naturaleza y virtudes, elementos capaces de conducir pródromos de origi-
nalidad, aunque ello hubiese sido únicamente para la realización de sus
ambiciones teocráticas. De ahí que sus métodos de conversión no eliminaran la
raíz de la religión autóctona, dándole, al contrario, cierta preponderancia por lo
menos en cuanto a descubrir en la simpleza de sus fetichismos el acertijo del
dios católico; lo que originó una adorable confusión, pues el indio ya no supo
llamar sus cosas con palabra vernácula, pero siempre las concibió con ánimo
panteísta. No corren muchos días que el doctor Enrique Encinas —brillante

60
mentalidad de hombre de ciencia y de letras— comisionado por la Facultad de
Medicina de Lima, realizó estudios sobre éstas y otras materias en ayllus
aymaras y cuyos tests pueden ofrecerse como prueba inapelable. Evangelistas y
católicos, todos los indígenas a quienes interrogó le contestaron que Jesucristo
era el Sol y la Luna María Santísima. La lección es dura aunque prevista y
natural. A estas alturas se constata todavía que conquista y coloniaje, en la
entraña de América, el Ande y la Altipampa, fueron más que accidentes
políticos... el indio aún cree en sus zoolatrías maravillosas, aún la noche
preñada de astros le humedece los ojos y le llena de terror; su sabeísmo (el
tiawanakota aparece singularmente como un observador astronómico) o simple
heliolatría, permanece siendo su fuente de virtualidad. La reverencia por la
waka no ha muerto; esto es, el sentido divino de las cosas sigue el ventanal por
donde contempla y se compenetra de la vida. No hay cosecha de que no
extraiga el fruto excepcional considerándole un súper esfuerzo de Wirakocha,
de la Naturaleza, tampoco Schelling sería, por cierto, quien disputara tan lindo
reconocimiento.
Tú eres un “hereje”, me decía tata Ulogio, porque me vio vivir, sin
ceremonias, sin amor a los animales; él, sacerdote de hombres que adoran al
animal casero, que lo tratan con pulcra humanidad, tenía que ver cuán diversa
era mi actitud con el animalito de Dios… ¡Hoy ya no, tata Ulogio, por fortuna!
Todo es sagrado en la Tierra, y la nube que pasa y el polvo del camino son
dueños de una intención vibrante que va a parir en el sensorio; de suerte que
obrando piadosamente —deístamente— en Dios, debemos a la nube y al
guijarro el mejor y más puro pensamiento. Acaso quiera decirnos con ello el
kamili que tanto valen pensamiento y guijarro, y que para los resultados vitales
importe lo mismo reír en la claridad oculta del agua o lanzar chinitas sobre el
oleaje que muerde las arenas de la playa, puesto que siendo la vida un todo
actuante, sus partes, por ínfimas, no dejan de ser menos necesarias e
importantes. Todo es aceptable. Pero lo que no da asidero a duda es que el indio
ve en cuanto se le representa elementos de su propio proceso. No de otra
manera se explica su temor de herir la más ínfima partícula de la Pachamama,
sobre todo de herirla más que con actos, con pensamientos. Él mismo en su
variedad viviente se considera tierra animada… los cabellos y uñas cortadas de
sus muertos son llevados al rincón más oscuro de la chujlla desde donde, como
en un punto interferible, se pondrán en contacto con el “ánimo” que vive
anegado en el todo supremo y viviente de la Tierra. Es más, en el curso de la
vida se hace obligatorio para el indio depositar en la tierra las setas en que
deviene el organismo; así cabellos que se cortan a tiempo con ceremonial
enternecedor (wawata p’eke ñikuta morokaña) o se arrancan al peinar indi-
cando, según me parece, que devuelve por anticipado parte de lo que a fin de
cuentas se devolverá completamente…
Sí, están seguros que quien desprecia la Tierra es un hereje, tanto como
quien desprecia a la Trinidad Santísima, pero cuando el indio piensa en

61
cualquiera de estos casos con la palabra terrorífica, es porque si la catequesis
católica trocó los nombres del animismo indígena por la terminología
dogmática, no hirió el fondo de su filosofía, nunca por otra razón. ¿Cómo bebes
el agua, dice el kamili, traducidas sus palabras a nuestra jerga complexa, cómo
bebes el agua de la fuente sin dar tu corazón a esa obra sensata, sin pensar que el
agua como tú, viene de la Tierra? Y tampoco, senderos agrios inhiben la
floración de misticismo que hace del indio un tipo esencialmente religioso.
Cuando se acerca al pukio a beber agua en la cuenca de la mano, lo hace
ciertamente con sentimiento divino, y se ahínca lleno de fervor y respeto.
Por lo que se relaciona con la antípoda, una afanosa tangencial del
profesor Richet le ha llevado a establecer que todos los fenómenos de orden
biológico o espiritual a que estamos sujetos, se encierran y completan dentro del
sistema planetario de suerte que la esperanza de una vida superdemonológica,
no es ya de esperarse. ¡Lo que resta es descubrir, saber descubrir, en el peso del
éter la calidad real del gesto angélico! Y ello, todo ello, según se ve, no difiere de
la posición del kamili… Pero sería curioso imaginar al profesor de la Sorbona
con la inocente y jugosa mentalidad de Tata Ulogio, a sus prácticas espiritas,
trabadas de antemano al tokoro, que es un agente de telekinesia…

NOTAS:

Chujlla: choza
Komerkenti o pájaro verde: el picaflor, pero dáse también este nombre al loro,
que de otra manera el aborigen dice lurru.
Quqa: coca.
Pako: brujo, adivino.
Wawa: hijo, bebe.
Tuqu: lechuza
Karisiri: lo que mata al hombre, el que mata.
Istalla: mantelete.
Kirkincho: armadillo.
Qilliqilli: murciélago.
Sauca: quqa, coca.
Apupanaka: sacerdote titikaka encargado del sacrificio de las vírgenes.
Tokoro: palo de maguey.
Apachetas: lugares de la cuesta, en que el indio deja su tributo al achachila y le
pide energías para llegar a la cumbre.
Kesana: lienzo de tótora que hace de vela en las embarcaciones titikakas.
Nakjayaña: culto de los muertos.
Kankacho: asado de carne.
Kolla: habitante de la meseta Titikaka
Kollawayoallaka: alforja de kollawaya.

62
Waka: sentido sagrado de las cosas.
Pacha-mama: Madre tierra.
Wawata p’eke ñokuta morokaña: contracción que equivale a fiesta del primer
pelo.
Pukio: manatial.

63
TRENOS DEL CHÍO-KHORI

Cómo, cuándo, a qué hora? Él llegaba confiado, dominador de la ola y del


tumbo, sobre el haz del crepúsculo, caballero de las auroras. ¿Cómo pudo ser,
pues? Hélo ahí, echado, con las manitas cruzadas sobre el duplicado de su
padre, humeante y fervoroso el corazón, dormida y siempre ágil y penetrante la
pupila, mudo el gesto, oscurecida la voz. Pero nó! Pero nó! Está viviente, está
invívito. ¿Acaso hay que pensar siempre en la muerte? La muerte no se trajea de
paños pascuales ni tiene el gesto dominador de una profunda frente combada en
la inmensidad del éter. No, no es la muerte. ¡No creerlo nunca! Ese viejo
cascabel de brujería, la cojitranca que ronda la cuna de mi hijo… ¡No! No es la
muerte el brazo recio que lo arrancó del mío finada la pelea más noble y fiera.
Era la Vida. La vida que me enseña esta vez más sus salmos secretos. Ella se
cargó mi pesca de almas y la turbia esperanza de mi canción. Se echó al lomo
lustroso mi pequeñita carga de paisajes y aunque ahora tengo repletos de
lágrimas los poros del pellejo no he de darla el fácil triunfo de mi lluvia
inoportuna. Ella creyó de fijo que me arrancaba la esperanza cargando con mi
engendro. ¡Pobre vida! Como tiene tanto agito por parir no se entera de los
recursos del hombre para señalarla una ascensión más armoniosa. Se lo llevó!
Sí. Pero ignora que no se lo lleva en mí, que se queda, se encapricha y la burla,
pues mientras ella le destinaba a otras labores, Teófano persiste en el gesto de su
padre y alumbra de afirmación angélica su intención y su brazo.
Hélo ahí pues, y quien menos cree que allí esté soy yo, pobre cáscara de
plebe, buey de pecho grave y de manso testículo. El que no va a creerlo nunca,
porque si es verdad el triunfo de la vida, más grande es, aunque no sea verdad,
el triunfo del gusano. Yo, gusano, ínfimo corpúsculo, organización estética, yo
te disputo la majestad tiránica y te notifico el fracaso de tus esquemas ¡Teófano!
Sigue estando junto a su padre, acariciando su pecho y mordisqueando su
músculo. Vano es tu empeño, Vida, si crees que con robármelo me lo quitas.
Bueno fuera en verdad que supieses distinguir entre la posesión humana de la
riqueza a ese acaparamiento miserable que haces de nuestras alegrías y de
nuestras fuerzas. Y si no te pertenece humanamente, sigue siendo mi perte-
nencia y yo te hago pleito y reto a nueva contienda y mil veces lo haré y volveré
a hacer hasta tanto me quede una migaja de esperanza y de hambre.
Tendidito sobre la mesa que cubre la sábana de tocuyo en que parió su
madre, es más que nunca heredad de mis nervios, aunque tu impúdico egoísmo
me haya quitado el licor de sus palabras. ¡Acá! ¡acá! vida torpe ¡acá! cuán
engañada caminas si piensas que los hombres tienen por límite tu apariencia
funcional. ¡Acá! ¡más acá!

64
TEÓFANOJ KAMUNKAÑA

El esplendor del cielo en árboles. Todo imbuido de sabor de tierra. A través


de las nubes la luz se cierne en explosión azul. Las kesanas del día fresco se
entumecen en el airecillo acuático. Azul todo; azul el canto del pichitanka. Yo
subía afanoso la cuesta. Llevaba jadeante los fuelles del espíritu y a causa de
esta disposición se iba quemando mi resuello. ¿Estaba alegre? La pagana alegría
que él me trajo se hinchaba en mis ojos entusiastas. A mis espaldas, retrasada
quedaba la ciudad. Traerse a la cincha un pueblo a escalar la cuesta es de
hombres. Pero la mala ruta poblana se atasca a poco que el cerro se punza en
sus aristas. Se quedaba atrás ¡la ciudad! Eso que también yo voy a llamar una
ciudad. La aldehuela casta, de buen sexo, rica chola de ancha cadera agilitada
por el pescozón del hielo, dulce de aliento ¡si no fuera por los lagartos y sapos
feos de la estupidez que le han sembrado sus salivas y sus malos rumores de
bestia! Los techos de teja y de paja y de calamina también participaban de la
humedad. Los de paja con su lomo de tejas, parecían invertidos maceteros de
ichu punzante cultivados por amor a la serranía espiritual que gusta el gris y el
áspero. El color de las tejas es genésico. Alegra y comunica inocencia. Pero las
pajas amarillas u ocres, según sea la edad y el servicio, traen hasta la poblada la
sensación del ayllu, de la pampa, del risco; la chujlla está viviente allí donde se
ven los anchos techos de paja como kallampas. La calamina, en cambio, con su
apariencia y su vozarrón… inexpresiva y atónica, como todo lo artificial, sin
sexo. Pero vista a la distancia y a cierta hora cuando una evaporación azul
envuelve todas las cosas, tiene el color del cielo. Por gusto. O acaso esas latas de
zinc puestas ahí por la pereza y la brutalidad del hombre, en lugar de la teja
colorida y el ichu panteísta son una manera de recordar que el cielo se mete en
nuestras vidas a pesar de nosotros, que la vida, referida de un punto de la
materia a una orilla de la epidermis es un solo espectáculo inhibido en sí mismo.
¡Quiá! Qué no había de comprender entonces mi alegría de animal encariñado.
A poco más adelante estaba la “Quinta” y allí —lo descubría mi ansiedad— él,
mi hijo, o mi hermano, o mi amigo, aquel fragmento de vida superior que vino a
nacerme como un desquite a tanta imbecilidad oída y mirada. Los doce o
quince árboles levantaban por sobre las techumbres sus capas agitadas y
jubilosas en el airecillo matinal. Cantaban las aves y chillaba mi corazón. Y ésta
era mi alegría. ¡Él! A quien, con la nube inédita, asomada detrás del cerro verde,
iba a recibir en mis brazos. Seguí caminando.
Muy luego salió a mi encuentro el ladrido del can familiar. Y más dulce
que el miski, su voz la voz del Teófanoj.
—¡Tata! ¡Tata! ¡Tetete!
Al traspasar la pirka brincó el tisko, tisko, su hipido presuroso y sus
manitas se me alargaban. ¡Él era!

65
Le había vestido hombre. Un manchuco de bayeta café sobre toda su carne
robusta y el chullo de vicuña con filetes y dibujos en rojo testimonio de su
adelantada capacidad vernácula.
—¡Sa bene unté! Y a uno homecito me fuefo?
Con pasitos atolondrados se esforzaba por llegar hasta mí por entre los
rosales; gritaba con alegría de cervato. Sentaba lindo el sol en el jardín,
entibiándolo. La nube se reclinó sobre el repecho del monte, para inmóvil tirar
algodones alegres. Desprendiéndose de la copa más alta alzó un vuelo circular
sobre nosotros, el allkamari, yendo a perderse en el centro del cielo. La
kurukuta voló desde el techado rompiendo sus cascabeles. El perro me lamía.
Mi mujer tiraba de la verja recién amanecida. La cocinera sonreía al vecino, hijo
de algún adefesio, y entre la expectación de todos, boquiabiertos, dio un salto
gimnástico hasta ponerse en mis brazos dulces.
—¡Tata! ¡Tetete!
—¿Nos lieron tetita me fuefueto? Millay ñuño… ¡A ver! ¡a ver! ¡teta!
Desabrochó el corpiño materno y sacando la ubre exuberante llevéla a su
boquita. De rato en rato, mientras mamaba estaba atento a mis movimientos. Si
me fuera dejaría la teta para chillar. Y eso es como si a uno le mamaran el ñuño
mental, como si en el epicentro volitivo dejaran caer una gota de miel. Díjeme:
¡Onfano me quiere más que a su teta!
—¿Por qué no has venido anoche? Dijo su madre. ¡Y luego aparentas
quererlo!
El chiquillo miraba de reojo para dar hondura al reproche de la mamala.
—¿Chi? ¿chi? ¿buscaba unté so tata?
Y por toda respuesta hacía grititos sin dejar el pezón.
Hice movimiento de retirarme, y chilló.
—¡Acá! ¡Tata!
¡Cómo entonaba su obra de belleza la vida!
Se alzaba ya dos cuartos y medio sobre el suelo y alcanzaba la altura del
primer perfume floreal.
Su color limpio, y sobre el mate de la piel mestiza, pinta rosa el rosal la
salud valiente. Su carita redonda y su boca sin dureza tienen imperio hablador.
El pecho alto se dibujaba con honradez y el abdomen repleto con ánimo. Los
brazos llenos y las piernecitas ya de tendones firmes, estaban anunciando al
futuro andante. Para mirar ¡sus ojos! Para castigar ¡sus ojos! Para acariciar ¡sus
ojos! Sus ojos provienen del llama-ñawi metido entre los pozos de la nebulosa.
Ojos astrales desde donde yo vi, para siempre, tejido angélico de la carne. Su
frente para darme sensación etérea, una insinuación combada buena al viento y
a la fiebre de las ideas.
—¡Um! ¡um! ¡tata! ¡criii! ¡aca! Me decía, para que lo sacara a la explanada
de la Quinta donde viven los árboles y es constante el canto de los pajarillos.
Gritábame yo:
—¡Sono me fuefo unté! ¡Yo canto lo pocoso y levanto lo bobo!

66
Y Chillaba, chillaba como el kelluncho con chillido encantador. Y me
señalaba las flores y me señalaba el canto de los pajaritos. Gritaba él, con él
corría yo. Nos tirábamos entre el pasto. Él se trepaba a montarse en mi pecho.
Me halaba los cabellos, se echaba sobre mi cara para morderme las orejas. Su
alegría no tenía límite; la mía me localizó de antemano en el sitio de la tierra
desde donde se percibe el hálito de la luz. Estábamos solos y éramos lo único
creado. Para acariciar de lleno estiraba mi brazo en busca de lo oculto; por ese
camino inhollado tropecé con la suavidad de nuevas canciones. ¡Tata! Me
gritaba y yo le cantaba ¡fuefueto! Todos miraban asombrados. La locura al
desprenderse de la infancia se vuelve inocencia en la costilla joven. Eso
conmigo. Locura de sentir lo que no sienten los demás. De poseer lo que no ven
siquiera los ojos de todos. Yo, teniéndolo entre mis brazos, fornicaba con
derecho varonil el ritmo de la vida. ¡Mi ritmo! Entenderlo; porque eso es
solamente de uno. ¡Um! ¡um! ¡tata! ¡criii! ¡acá! Mis gritos apabullaban los suyos;
pero a la postre sólo los suyos tenían razón, porque poniéndome las manitas
sobre la boca me gritaba: ¡um! ¡um! ¡tata! ¡aca! ¡criii!...
Y así pasaban las horas y la alegría sudando en el aire. Y yo, luego,
acezando me sentaba y él reclinaba su cabecita en mi brazo y nos dormíamos.
Pero allí tampoco acababa el ejercicio de amor, que mi esperanza agitaba alas y
mientras desde el hueso vigilaba su sueño, tiraba el cuerpo un salto elástico y mi
corazón hacía piruetas en los vientos.
—¡Um! ¡um! ¡tata! ¡aca! ¡criii!
Desde entonces datan esas palabras con que le arrullaba en mis
sentaderas.
¡Duerme burrito!, ¡despierta hombrecito!, ¡arrorró!, ¡arrorró!
Después, después se acercaba de puntillas su madre y se lo llevaba.
Todavía un rato quedaba yo meditabundo de pasto.
Descendiendo la cuesta pensaba: “sólo me deja cuando duerme y ni aun
así: dormido adora lo que hollé como yo que huelo su adoración. ¡Pues al
trabajo! ¡Al trabajo! Por él, fórmula, esquema y sonrisa robusta en agilidad de
cervato. Mi agilidad renacida. ¿Y su alma? Su alma estaba llenándome de
eclosiones perennes…Todo amanece y enjuga. Invade el alma al alma.
¡Teófanoj!
Rápido y contento con mi aprisco de glorias en el lomo. Labriego que
roturó sus campos. Hombre que entrevió ángel en el fondo de la caverna.
—¡Duérmete burrito!, ¡despierta hombrecito!, ¡arrorró!, ¡arrorró!
Luego me tragó la fauce poblana y yo henchí de gozo mis poros y di vuelta
brava y alegremente a la novela de la noria…
La luz seguía parlando.

67
LÍNEA ESCALONADA

Le torturaron las ideas fijas. ¡Hacer algo!, ¡que hicieras algo!, ¡producir
algo! Una larga y pesada vigilia acometida de fiebres y delirios dejaba huellas
visibles en su rostro. Los pómulos se pronunciaban aún más. Como dos niños
fiebrolentos los ojos se acurrucaban en las órbitas. Los músculos de la mandí-
bula tensos, contraían el mentón en un gesto de resentimiento iracundo. Todo él
era una momia. ¡Un ejemplo de lo que es el cuerpo humano tratado por el pako
achachila! Desde las ocho de la noche que se metió en cama, mientras aullaba el
viento en las rejas de las ventanas y los mojinetes de las techumbres, hasta las
cuatro de la madrugada, hora en que se decidió a pronunciar dos palabras, sólo
concibió tres formas de pensamiento:
—¡No dudar!
Saber que todo deseo es sólo una sugerencia astral y toda posibilidad,
acción de intenciones imparidas, sucesión de mínimas realidades invisibles
hasta convertirse en la realidad visible. Por tanto, la vida, un esfuerzo práctico
por revelar esa culta realización continua.
¡La eternidad!
Las muchas horas de su meditación le hicieron dueño de la inseguridad
más completa respecto de la perennidad de su gesto. Llegó a creer que en un
solo punto de su pensamiento inciden las fuerzas sin límite del tiempo y que el
tiempo mana tanto de él como del viento o del frío de la madrugada.
Comprendió así que era no su deber perennizar, sino su destino.
—¡Nutrirse!
A pesar de todo, si era el centro de cuyo seno parten las irradiaciones
vitales, había de succionar en sí mismo alimento para alentar su combustión.
Tenía que tomar del sol y del agua, del aire y de la tierra, los gérmenes
necesarios a su elaboración: venía a ser, en su propio dominio, dominio de su
ser. Entonces debería aprehenderlo todo para su alimentación: ¡construir!
Evidentemente, la trepanación craneal que se constata en muchas piezas
preincaicas, no tuvo una inmediata aplicación de cirugía, sino de simple higiene
mental: consistía el viejo arte en abrir ventanas por donde pudieran airearse las
ideas. ¡Tenía, a estas alturas de la noche, el cráneo trepanado!
Sus dos palabras fueron una consonancia estilizada de la antigüedad de
su espíritu. Afirmaba para sí mismo que esas palabras sólo podían reflejar sus
primeros actos de consciencia y sus primeras actitudes de rebelión.
—¡Carajo! ¡Mierda!
Un mundo, un cataclismo, una palingenesia, un empellón de su espíritu
proponíale entonces la enunciación de tales palabras. No podía olvidarlas.
Fueron las primeras que musitó cuando entre el alboroto de su aldea oyóse
nombrar con voz de macho. Hacen conocer en su rico sentido trágico el

68
tropiezo de sus primeros pasos y la dureza del primer obstáculo: ¡Carajo!
Implica esta palabra la emersión de su principio vital frente a la realidad
sorpresiva que vino a dominar y descubrir. No expresan abatimiento ante la
infinidad del suceso, sino estupefacción sobre algo que ya se presiente. Se trata
de expresiones orgánicas, consubstanciales, cincuenta por ciento de la realidad
hecha, o por venir. ¿Mierda? Para la filosofía del rapazuelo, del llokallo, que es
propiamente su filosofía, esta palabra sustantiva la vida. Habrá que reivindicar
el estiércol, devolverle la dignidad de su función. Acaso el hombre no es más
que estiércol astral, sustancia en devenir, en transición, de la cual, de cuya
mayor descomposición sobreviene el ángel. No tiene, en verdad, ascendencia
posible este casi definitivo estado de la materia. Después que una cosa ha sido
mierda es posible que ya no vuelva a serlo, para aproximarse, si es que no
ingresa en definitiva a un grado de mayor pureza. El cadáver ya no es un
problema. Mientras lucha, el hombre es todavía una incógnita; cuando muere o
sueña asciende a categoría indisputable: es. No importa dónde: lo importante es
que sea. Sobre todo, mejor si es en la imaginación, país divino hecho de eso: de
estiércol. Del estiércol que es el servicio común, testimonio de todo proceso
alcanzado con éxito. Cuando el cuerpo de una madre se ha trocado en podre,
cuando los miasmas circundan su maravillosa santidad, es entonces cuando la
madre llegó a la expresión definitiva del amor: porque se dio en el hijo; y en el
aire y la tierra, vuelta agua o perfume, dáse otra vez y del todo para suscitar
vida en su hijo. ¡Mayor darse, nunca! Eso sólo le pasa a la madre. Además,
estamos advertidos que la molécula que viaja en la nube cuando cae en la gota
de agua, sabe buscar, entre los hombres, a aquel por el cual se dio tan de
consumo: el hijo, ¡el engendro!
A su lado estaba su madre. Oía el ritmo igual de su respiración. Y aunque
no lo denunciara el menor ruido, en un catrecito de hierro negro, en cuyos
dibujos la rama del arbusto se tuerce y se retuerce, su hijo… ¡Su hijo, dormía!
De haber podido explotar como un petardo lo habría hecho. A la miseria del
cuarto alquilado donde se apeñuscaban tanto amor y tanta angustia, había que
sumar ésta de su locura. Porque estaba loco. Y el primero en reconocerlo, él.
—¡Carajo! ¡Mierda!
Una voz le gritaba:
—Viene a eso: a la guerra. Tras de mí sólo los que buscan la agonía, los
descontentos, los réprobos. Por ellos vengo. No soy la paz. Soy la guerra.
¡Qué desafío! ¿Quién era? ¿Desde qué oscuro fragmento de su sangre le
llega esta voz? ¿Dónde la oyó? ¿Era posible suponer un paisaje a estas palabras?
¡No! Esa es una mentira. ¡No hay guerra! Una voz de pastorela, clara como
agua de vertientes, le decía que no. Y no. No hay guerra. Sólo hay paz de aldea,
paz de pampa y paz de chujlla, olorosa a chijchipa y a salvia. No había más fe
en esas palabras tétricas. ¿Quién las dice? No, su madre no. Su madre no las
dijo. Su madre tenía el pecho dulce y agrio como el limón. La teta materna, allá
en el hondo refugio de su aldea, era la más bella consolación de cielo y de

69
verdura campestre. Su madre nunca habló de esta manera. Había otro en sí
mismo, metido en él que porfiaba en gritarle.
—¡Hijo mismo, hay guerra: tenemos guerra! Yo he venido a eso; en busca
de los desgraciados locos para infundir a mi ardor bélico. ¿La paz del campo? Sí,
pero es paz para las bestias que las conquistaron dignamente. Tú no. Tienes
guerra. ¡Alégrate! ¡Haz algo, construye, muérete siquiera!
No pudo más. Dio un grito. Un sudorcillo pendejo le mojaba la frente. Su
madre despertó sobresaltada.
—Waway, wawalay… ¿qué tienes, hijito?
Él, apretando la mandíbula, guardó un silencio tremendo. Pronto se
restableció el silencio, y la madre volvió a no decir palabra. Pero, en tono
imperceptible, se le oía rezar:
—Jampqtjhama María, diosan graciapata phokatatawa, apu diosawa
jumanpiski; warminaqan taypipan kollanatawa, purakamann achupa Jesusa
wawamasti kollanaraqiwa.
¡Sí, madre; bendito sea el vientre de toda mujer que supo darse en un hijo!
Bendita entre todas las mujeres, wawamasti kollanaraqiwa… No se movía, y
aunque lo hubiese deseado no lo conseguiría. Le enclavaron fuerzas extrañas; le
atenacearon por las paletillas. Y el demonio de la fiebre levantaba turbiones en
su voluntad. Sus ojos, como dos presidiarios, chispeaban en la oscuridad de la
habitación.
De pronto fijó la mirada en la puerta. Por las rendijas filtrábase ya la
claridad del alba. Fue como si le tocaran en la sensibilidad del nervio. Brincó.
Brincó, saltó, rugió. De frente a la camita de su hijo que dormía, lo tomó con
dulzura, con mimo, y le habló largo, largo:
—Ya es tiempo que te levantes de la cama, hijo mío. Harto has dormido,
y durante tu sueño, tu padre… ¡Levántate! Cumpliremos nuestro deber. Tú,
siguiendo mi paso, y yo conduciéndote. Mientras dormías, he velado sin
pestañear. Miraba la dulcedumbre de tu gesto, y sobre tus ojos entornados he
depositado mi ternura que ahora es un amargo licor sin objeto. Como el sol que
dora las sementeras y se echa sobre las montañas, así mi amor se extiende en tu
vida para cubrirte. Despierta, hijo mío; vamos. La mañana estaba fresca y todo
el mundo ha cantado en el cielo. ¡Hijo, hijo mío, wawalay!
Rápidamente abandonaron el poblacho y se internaron en el campo
gimnasto.
El chiquillo, tiritando, le seguía de cerca. Pero le seguía. El camino estaba
erizado de guijarros sobre los que, sin embargo, posaba sus pies delicados el
niño, y sus pies toscos y viejos, el padre. Comenzaron la ascensión. Largos
minutos habían tomado rompiendo los obstáculos y ganando altozanos sin ruta.
Pero el niño se cansó. Estaban manando sangre sus piececitos:
—Tatay —dijo—, me lole pechechito tatay…

70
¡La ternura de esa voz habría que ir a buscarla en el cadáver, hace más de
un año sepulto, de ese gran markamasi! Entonces alegremente le subió a su
hombro, ¡y el niño cantó!
No consigno el canto por no alargar el relato, compañero lector. Pero es
fácil que lo presumas. El himno de un niño cansado que de pronto se siente
ingrávido como si le hubieran salido alitas de pajarillo, y que ve de arriba abajo,
esa montaña soberbia en la cual se ha montado: ¡el lomo de su padre! Lomo
amado. Montaña rigurosa.
La ascensión fue formidable. A medida que el sol a borbotones subía
desde el horizonte, la respiración para el hombre se hacía más densa, más
costosa. Un viento de cuchillos buídos se embotaba en las narices de las bestias.
Llegaron a la cumbre —Orkopata—. Desde esa tierra dominaron una tierra
cuyos sembríos se extendían hasta perderse en la distancia como floridas y
frescas unkuñas. Los hombres vistos desde allí daban la impresión de insectos
moviéndose apenas. Pero la cúspide es una deidad. Es el achachila del paisaje,
duplicación de la vida en humanidad y sobrehumanidad. Para vivir se busca la
rinconada tibia donde, al amparo de la naturaleza, de ella misma nos servimos
para vencerla.
Él salía hambriento de cumbres. Su hambre de cumbres era su hambre de
su hijo. Sí. Pero todo lo tamizaba bien si de por medio lo veía alzarse frágil y
dominador. Lo besaba como quien besa su Postrimería. Lo acariciaba como
quien acaricia su paisaje. Lo mimaba como quien extrae de sí mismo aquella
sensación de oculta dulzura que va dejando dentro de sí misma el paso de una
linfa entre la verdura mínima y silenciosa. Deshizo tal cumbre. Y tomando las
faldas de otra montaña, reinició una nueva ascensión. A esa sazón el hijo
habíale aliviado de su peso. Había encontrado la forma de caminar junto a él,
pero sin él, libre ya, pero esclavizado al ímpetu de abarcar el horizonte trémulo
ante sus ojos particulares. Desde entonces data la certidumbre de su desin-
tegración. Del primer obstáculo constituido por un enfilamiento de piedras,
ingeniería de los awichos, brincaron sus años, sus días, sus minutos, sus hondas
y laboriosas debilidades, mientras el waukellay, autónomo, burlaba con
excelente maestría intuitiva, éste a aquel cangilón, la duneta y la bocamina, el
ribazo y el risco; la barranea y la lomada verde, mientras entonaba pastorelas y
kashwas, alegre bajo el cielo, con sus pulmones llenos del azul etéreo y de la
mañana.
—¿Dónde vamos padre? —preguntó.
Para responder, el hombre detuvo su afanosa marcha; se durmió un rato
de pie con los ojos abiertos.
—¡Vamos a construir, hijo mío, una casa para ti, para tus hijos y los hijos
de tus hijos!
El joven de alegría dio volteretas sobre el pedernal y se rompió la cabeza
en veinte sitios.

71
Era un peñón. Nada más que un peñón. El paisaje: el peñón en la
montaña, la montaña en el día radiante; el día en ellos, ellos vivos de una
vivacidad incontrolable, en todo. Parados en el peñón en que se inmovilizó la
osamenta de un animal misterioso; de pie sobre esa tierra petrificada por largos
insomnios, eran ambos, padre e hijo, lo único vivo para el día. Venían a sembrar
el viejo peñón, y a sembrarlo de amor, de eternidad. Este mandato vibraba en
ellos a través de siderales elaboraciones. No, la tierra no está muerta. Es
hembra. Lo que tiene sexo no muere. Espera el embrión, es algo que se
desnuda…
Miremos. Padre e hijo se acercan. Llegan al peñón. Como cuerdas, a
través de los huesos, los músculos tensos. La boca abierta e hiptante. El aire
ralo. Los ojos chispean, abarcan, avanzan: tentáculos, redes de exploración,
emisarios, conquistadores. ¡Uno es el niño, el otro es el que envejece! En el
minuto que vio el padre a su hijo deshacerse gallardamente del obstáculo, sus
años, sus días, sus milenios, ni dieron zancada trágica. Al verlos nos
preguntamos: ¿de dónde vienen? Es la frescura, la inocencia, la risa. El padre:
surco nutrido y faena colmada. Vinieron de todas partes y de ninguna. En
donde se pongan no serán extraños. El paisaje los arrullará como una madre. La
tierra es el paisaje. Es la madre. La Pachamama…
El joven, que traía ya una mujer junto a él, después de recorrer las
distancias de cumbre en cumbre, profirió al oído del anciano estas simples
creadoras palabras:
—Acaracu, tata!
En ninguna otra lengua tiene el sabor definitivo y conminatorio esta
fórmula que ha determinado la estancia del hombre del risco. ¡Acaracu, tatay!
Desde que se pronunciaron se comprende la soledad llena de astros de la noche
y la transparencia del cielo sobre la perspectiva del Titikaka. Acaru, tiene ritmo
categórico. Suena a cosa pesada que cae irremediablemente. El hombre, en la
madurez del testículo, abre una ruta por donde es forzoso encontrarlo dos veces
hasta el infinito, porque señala su voluntad de perennidad con el atributo de su
obra.
Allí se desarmó el hombre. Allí recontó el número de piezas de que el
organismo se compone. Allí dejó gotear aceite —y por primera vez— en los
engranajes y las piezas chiquititas, asinas del tamaño de una uña de ángel. Allí
recién discernió sobre la complejidad de su cuerpo y la función simple que le
daba la vida. Allí pudo meditar, documentar, alegar su propio destino,
analizándolo por la conformatura de sus huesos y la dirección del cúbito dorsal.
Conoció una ciencia: la que, del examen de las pulsaciones, lleva a comprender
la inmutabilidad del tiempo en la movilidad de los panoramas. Su sangre vertida
en la tierra adquirió un raro poder de adivinación. Y centuplicando este afecto
concedió a los llamos blancos la virtud de explicar el destino. Supo, finalmente,
al realizar el desarme de su cuerpo, que es una máquina, y que, como toda
máquina, se detiene al fin, y necesita, por tanto, de cuidado agencioso, de puro

72
aceite de olivos y de agua de manantiales. Supo, por último, que el tiempo es
sólo una relación de uso; y vivió el resto de sus días, midiéndolo.
Y tomó a su hijo de la mano, y le enseñó a arañar el suelo y a amasar la
tierra y a levantar del polvo la construcción rectangular donde dormimos y
creamos. Sus palabras tuvieron entonces el mismo mimo de aquellas otras del
amanecer:
—¡Hijo mío, levántate! No duermas más. Tanto he velado tu sueño. Ven
ya, tu padre tiene que viajar a través de caminos desconocidos y requiere de tu
compañía. Lo único que borra la soledad del hombre, es el hijo, por lo mismo lo
único que la llena es él mismo. Aprende esta mi lección de trabajador. Toma el
barro y humedécelo con lágrimas hasta convertirlo en una masa que se acomode
al molde del pensamiento. Es así como procede la naturaleza. Tú, yo, estamos
hechos con polvo y con lágrimas: por eso nuestra forma es inmutable.
Por una adaptación natural sus manos adquirieron disposición de molde
para adobar el barro en la forma cíclica que le conviene como molécula. Y las
uñas, obligadas por tal objeto, tornáronse duras y cortantes, para con ellas
servirse bien al trazar los ornamentos que, en la piedra, hablaran de esa tortura
del sueño y de la muerte. Y el pozo se cavó arañando el músculo planetario
hasta hacerle brotar el líquido, excelente origen de la humedad. Cuando los
adobes estuvieron enfilados, fueron disponiéndolos uno sobre el otro de acuerdo
con el plan que habían presentido en la belleza disciplinada del paisaje. En el
secreto de unir con dientes ajustados, una con otra las moles, es maestro el
mismo cerro: él les enseñó a buscar en la superficie del material los puntos de
engarce…

73
LOS CUENTOS DEL TITIKAKA

No hay en la planicie más perspectiva que las aguas extendidas en la


monotonía del amanecer yodado. Un relente de finas aguas va lacerando las
carnes en una torturadora contumacia. Despierta la soledad en las finas eneas y
todo se inunda en la claridad del amanecer.
Kusta está las piernas medio metidas en el agua arrastrando la pequeña
balsa de pesca. Es rechoncha y curtida. Sus labios no parecen destinados a la
simpleza. Son gruesos y sensuales, con la sensualidad primitiva de la bestia. En
cambio los ojos retintos miran en su moflete con timidez de vicuña cerril y la
misma hermosura misteriosa… El chiquillo se le aproxima con ademán
valiente. La estrecha; la hunde; la embarra; la estupra…
—¡Machata!, gime en aymara, me has dañado.
—¡Osti! Iris cuchi!
Y le escupe, chillando en uru:
—¡Occhichi!... ¡Occhichi!
El muchacho ríe con grosera petulancia.
—Eres mía, pois, Kustita!
Una fila de dientes paquidérmicos luce como las crestas de una cordillera
volcánica.
La mujer huye.
A un lado de las ordinarias rutas lacustres, rodeada de totorales altos y
nutridos, la leda de los “urus” no denuncia su presencia por ningún signo
ostensible. Para llegar hasta ella es preciso dominar esa caprichosa y endiablada
topografía, y sólo lo consiguen los balseros “urus”, y a veces algún maestro de
“llokena” de las penínsulas. En las noches de travesía, en media pampa del
totoral, de pronto viene una voz perdida. Nadie sabe de dónde proceda; pero es
de la isla “uru” metida en el corazón del Titikaka, como un nido de
“unkallas”…
En el lago muchos son los días del sol, pero en la isla de los “urus” más
frecuentes son los nublados, el negro nubarrón que amenaza con los inter-
minables, persistentes aguaceros y el viento húmedo. Como el cielo sobre el lago
que sólo de cuando en cuando se abre dejando pasar la solana a retozar en las
malezas, es el hombre de la isla. Y la isla es un verdadero nido sustentado sobre
el hacinamiento del “chullu”, a merced de las tempestades, de los vientos, de
todos los accidentes lacustres. La isla y la nube tienen parejo destino: están
condenados a seguir el curso del viento. Sin embargo, sin la nube la isla no
podrá sustentar la vida de los hombres. Y es decir una averiguada verdad que la
isla atraca en el macizo de totoras mientras la nube se desata de noche a noche
para estimular el crecimiento del “llacho” y vigorizar las raíces de la totora.
Fácil es suponer entonces que entre el cielo y los hombres del lago se ha

74
establecido una comunidad profunda que tanto ennoblece la vida como la
fortifica con la esperanza de los frutos para el alimento. Crecen así como las
yerbas en amor y simplicidad, sin más amargura en el cerebro que el contenido
del estómago.
El chico de Kusta es como la remisa tierra de su isla. Se alimenta de
“estekeras” secas al sol y de la raíz de totora; empero, sabe del maíz y no
desconoce el arroz, pues suele cambiarlos con sus estekeras o sus “unkallas”,
frutos todos de sabrosa codicia junto a la lumbre que Kusta atiza en las
madrugadas y en las noches. El fuego, así, para el amante, es el espectáculo más
tierno: Junto a él se dicen las palabras más espaciosas y se proyecta el eterno
idilio que acaba con la grosera manía de alimentar a los hijos; habla el corazón
de los demonios del lago; de vestigios; del anchancho; el carbunclo; y una nueva
y misteriosa vida brota en la imaginación amenazando con fauces infernales. Lo
menos es suponer que el achachila lanzará de un momento a otro su chispazo
entre las totoras iluminando la maleza y el nido recóndito de las aves. Lejos, el
cuerpo del lago se agita con fuertes ondulaciones, se oye el chirrido entrecortado
de los “shokas” y la voz serena y majestuosa del Wajsallo.
—¡Wa-Káj!...¡Wa-Káj!...
Pero es noche sin luna, y la prieta oscuridad acaso no se rompa con el
parpadeo de las estrellas.
Liulai se ha dirigido a su padre. Este nada sabe de lo ocurrido entre él y
Kusta.
—Liulai! ¿qui si wai?
—¡Tanchikañani!... ¿Piscarimos, “apai”?
—Siguro llovir bin, bien…
—Vas pasarando nobi. Bunito “jipu”, vinto…
El viejo semidesnudo, sin decir palabra, se aleja a la orilla claudicantes las
piernas angulosas.
Liulai mira la obscuridad señoreándose en el callejón de totora. Desde el
corazón sus ojos abarcan la dulce complicidad de la sombra. Para él nada hay
más bello que meterse al lago en su diminuta embarcación, solo con su
pensamiento, dispuesto a enderezar los “chuqus” y lanzar su “khencha” para
arrastrar en ella a los peces, labor que se traducirá en beneficio de la familia. Su
madre es tan vieja como su “apai”, y él ha concebido el propósito de “meterse”
con Kusta, así ella no lo desee, porque la chiquilla insensata prefiere los cortejos
del viejo Inacho, sin mujer y con multitud de “wawas”. En fin… Liulai,
disimulada su condición de “uru”, ha viajado muchas veces a la ciudad portan-
do su vistosa pesca de “kuulis”, y entonces ha usado un lindo aymara que
desorientó a todos respecto de su despreciada raza. Bueno es Liulai; bueno y
lleno de extrañas preocupaciones. Él y el chico Kamri son los únicos que poseen
ropas vistosas como los usados por keshwas y aymaras. En su país no existe más
gente dispuesta a salir del lago que ellos. Ni aun Kusta. Kusta es completamente
primitiva. Se mueve de uno a otro sitio sin más ropilla que un taparrabos, y a

75
veces una manta vieja sobre la espalda. Liulai, sin embargo, la cree mejor que
otras. Algo tiene que la hace diferenciarse de las demás, y es que cuida con
delicadeza de peines sus cabellos, adornándolos frecuentemente con plumas de
gaviotas. Todo esto piensa el joven salvaje mientras se dirige al lago a cumplir
sus deberes de pescador. No es decir que el camine ricamente trajeado. Apenas
requiere de la camisa de tocuyo que compró hace buen tiempo en la ciudad, y el
“cutse”, el poncho gris, sin más adorno que unos flecos de color encendido.
Atraviesa el callejón y desvía a la izquierda ingresando de lleno a la
pampa. Como afirmó a su padre la enorme nube que amenazaba llover se ha
desvanecido dejando un hermoso cielo estival pletórico de estrellas. Sobre las
aguas hay una tenue claridad, tenue claridad que es el encanto de los peces.
Entonces salen en miríadas y flotan casi sobre ellos. Vigila Liulai sus “chuqus” y
viéndolo todo bueno se dirige a comprobar si los vecinos están igualmente en
condiciones de facilitar la pesca. (El “chuqu” es una especie de palizada de
totoras dispuesta en varias direcciones, y tiene por objeto impedir que los
pescados huyan cuando se lanza la “kencha” —esperable—; de esta manera
buscan la defensa del bolsón y el “challwero” hace magnífico recojo). Tal la
obra que lo emplea completamente hasta olvidar la grave escena de la
madrugada. Es cierto que Kusta le ha absorbido en completo... (Aún entre
salvajes —es preciso reconocerlo— la mujer es el medio más económico, y a la
mano, de la embriaguez, y es por embriagarse que la mozona corre tras el
agridulce mosto). Liulai ensueña, Liulai fabrica nubes con el pensamiento;
Luilai discurre… Y en todo este agradable trabajo es ella, Kusta, surgiendo
desnuda y rechoncha, curtida por el viento lacustre, animalizada por las aguas.
¿Acaso el destino de Liulai es permanecer para siempre en el lago? El desearía
hacer como los aymaras, gente civil y extraordinariamente vanidosa, pero algo
le canta en el corazón con voz de sirena, y le dice que dónde hallaría ese
milagroso vientecillo que penetra a los huesos y humedece a la pulpa si no allí,
sobre las aguas, sobre el “llachu”, en sociedad amable son las “chuleases”; con
los “chaqos”, con las “kalas”?... Así pensaba Liulai cuando acertó a pasar en
vuelo sordo un nictálope “Wajsallo” y vio, lejos, las velas de una “tusa” aymara
como ala de gaviota para su empecinada amargura. ¡Kusta! ¡Kusta!
—Palotaj-okachay-chucnichu!
Decía adiós en su pensamiento, hablaba de ausencia en el pensamiento, y
Kusta le respondía en “uru”, asimismo:
—¡Occhichi! ¡Occhichi!
Ciertamente, Liulai era un animalito delicado para esta víbora rijosa que es
Kusta. Pero es que Kusta no sabe aymara, y apenas conoce diez o veinte
palabras del idioma de los mistis, y ello porque los viajeros las trajeron con sus
productos. ¿No es entonces disculpable que se comporte con tan incivil
conducta y se muestre chusca y chúcara a las incitaciones que para una nueva
vida le hace Liulai, quien, después de todo, era su hombre?

76
De pronto, roncan las aguas entre los totorales, en varias direcciones
arañan las “llokanas” y con límpida tonada le gritan voces amigas:
—¡Liulai, “askay”, “askay”!
—¡Liulai!... ¿jispachaiqi?
Carcajadas, frescas e inmotivadas silban de uno y otro lugar.
—¡Ui! ¡Ui!
Respondió Liulai inconsciente de lo que deseaba decir, tanto como sus
amigos reía sin tener a mano otra forma de comunicarse.
Y ya no hubo más silencio. En ese momento cacareó con insolencia el
“schoka” y rompió las aguas en arrebatos de lubricidad mientras el “tikicho”
cantaba: “¡Ti-kiu! ¡Ti-kiu”, en un rosario de piteos que decrecían en intensidad
tonal hasta acabar tenuemente, dando la impresión de que el animalillo
dormía…
Innumerables balsas surgieron de partes diversas como si alguien o algo
hubiera concitado a chiquillos y chiquillas para, en comunidad, desmenuzar el
silencio del lago. Quien huía en fresca risotada impeliendo su embarcación,
hacia el canto de la pampa, quien, agitando los talluelos como indiscreto viento,
se metía entre los totorales; o quienes lo hacían crujir todo en medio a un
arrebato sexual que daba fiebre en el frescor nocturno…
Kusta estaba hincando la “llokena” para meterse en el totoral, y cerca,
semioculta dentro de él, había la silueta de un hombre. Abrió Liulai los
desmesurados ojos para percatarse de lo que podía ser, y se convenció que
Kusta seguía al hombre ese. Fuése tras ellos, pero sólo alcanzó a percibir el
resquebrajamiento de las totoras violadas… Se detuvo; esperó mucho rato.
Después oyó las mismas palabras y una risa vibrante que pasó sobre él como el
filo de la “majaña”:
—¡Cuchi!... ¡Occhichi!... ¡Occhichi!

77
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:

Versículos de germinación: Publicado en Kosko. Revista libre. Año 1, N° 4.


Cusco, junio de 1924. Existe una primera versión de este relato, fue publicado
en las revistas Nervios (Año 1, N° 1. Puno, noviembre de 1923) y Chasqui (Año
1, N° 1. Juliaca, enero de 1924).

Su canto: Publicado en Kosko. Revista libre. Año 1, N° 14-15. Cusco, se-


tiembre de 1924.

Ruidos: Publicado en Kosko. Revista libre. Año 1, N° 22. Cusco, noviem-bre


de 1924.

Tojjras: Los primeros relatos (Utilidad de las palabras/ Ópera/ Génesis/


Parábola de la utilidad/ La verdad en el viento) fueron publicados en la revista
Kosko, en 1925. El resto (Parábola de la alegría/ La muerte del cabecilla/
Hiperbóreos/ El mitmak/ Kaka/ Sensación del ídolo/ Animales diáfanos/ El
levantamiento) apareció en la revista Amauta (Año 3, Nº 18. Lima, octubre de
1928). El relato “Kaka” es el mismo que el titulado “Ópera” sólo que está
narrado en primera persona. Los relatos publicados en Amauta fueron repro-
ducidos en “Antología y valoración de Gamaliel Churata” (Lima, 1971) con
excepción de “Kaka” y “Animales diáfanos”. Asimismo, en el quincenario
Labor (Año 1, Nº 1. Lima, 10 de noviembre de 1928) se reprodujeron, bajo el
título de MAÑANAS COLLAS, tres de estos relatos: “Parábola de la alegría”,
“La muerte del cabecilla” e “Hiperbóreos”. Dato adicional: un primer frag-
mento de TOJJRAS fue publicado en la revista CIRRUS de Puno, en junio de
1925.

El gamonal: Publicado en Amauta. Año 2, números 5 y 6. Lima, enero–


febrero de 1927.

Los fuertes muchachos: Publicado La Sierra. Órgano de la juventud reno-


vadora andina. Año 1, números 5 y 6. Lima, mayo–Junio de 1927.

Espirales: Publicado en La Sierra. Órgano de la juventud renovadora andina.


Año 2, números 13-14. Lima, enero–febrero de 1928.

El kamile: Publicado en Mundial. Año VIII, Nº 424. Lima, julio de 1928.

El kamili: Publicado en Boletín Titikaka. Tomo II, núm. XXV. Puno,


diciembre de 1928. Es una reescritura de “El kamile”.

78
Trenos del Chío-Khori: Publicado en Boletín Titikaka. Tomo II, núm.
XXVIII. Puno, marzo de 1929.

Teófanoj Kamunkaña: Publicado en Mundial. Año IX, núm. 479. Lima,


agosto de 1929.

Línea escalonada: Publicado en ABCdario. N° 2, Lima, 1930.

Los cuentos del Titikaka: Publicado en La Semana Gráfica. Año I, N° 43.


La Paz, agosto de 1933. Fue rescatado por Arturo Vilchis en el folleto:
“Gamaliel Churata en La Semana Gráfica” (Editorial América Nuestra – Rumi
Maki. México, enero del 2008).

79
ÍNDICE

Pág.
Versículos de germinación………………… 4
Su canto……………………………………. 5
Ruidos……………………………………… 8
Tojjras:
–Utilidad de las palabras………………….. 10
–Ópera……………………………………… 11
–Génesis……………………………………. 12
–Parábola de la utilidad…………………… 12
–La verdad en el viento…………………… 13
–Parábola de la alegría……………………. 14
–La muerte del cabecilla………………….. 15
–Hiperbóreos………………………………. 17
–El mitmak………………………………… 17
–Kaka………………………………………. 18
–Sensación del ídolo………………………. 20
–Animales diáfanos……………………….. 20
–El levantamiento…………………………. 21
El gamonal………………………………… 24
Los fuertes muchachos……………………. 37
Espirales……………………………………. 47
El kamile…………………………………… 51
El kamili……………………………………. 57
Trenos del Chío-Khori…………………..... 64
Teófanoj kamunkaña………………………. 65
Línea escalonada…………………………… 68
Los cuentos del Titikaka…………………… 74

80

También podría gustarte