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EL ARTE DE LO POSIBLE: LECHNER.

Habitualmente, “ser realista” significa concordar con lo históricamente


necesario. Se presume la existencia de algún tipo de “leyes de la historia” que
determinan el curso de las empresas humanas de modo de similar al curso de
los astros. O bien, se apoya en una concepción técnica del mundo, que
identifica el realismo con el correcto cálculo de medios y fines.
La viabilidad de la política dependería de los medios adecuados y7o
de las metas fijadas: en ambos casos, se invoca un “principio de realidad”
como una instancia objetiva, o sea, científicamente definible. Se presupone
que, si obedecemos en nuestro conocimiento a la realidad social y sus leyes,
seríamos capaces de dominar el desarrollo social. Realista sería la voluntad
política que sabe aprovechar las necesidades objetivas. La ida del control
social, emergiendo junto a la técnica moderna, inspira un estilo tecnocrático de
gobierno (de izquierda o de derecha). La paradoja de tal realismo es su fe
ciega en el saber científico que expulsa al político por demagogo e introniza la
irresponsabilidad (política) del experto.
Pero la realidad social no tiene una significación unívoca. Podemos
afirmar que lo posible está delimitado por lo imposible. Concebimos lo posible
por medio de nuestras concepciones de lo imposible. La formulación no es
tautológica (repetición viciosa de un pensamiento) en términos políticos. Toda
sociedad desarrolla continuamente representaciones de lo imposible: las
utopías. Las utopías representan conceptos-límites a través de los cuales
descubrimos las posibilidades de la realidad social.
Se insinúa aquí una reconceptualización de la utopía. Ya no se trata de
la utopía entendida como meta factible a la cual nos acercamos mediante algún
“proceso de transición”. Pero la crítica a la utopía no implica abandonar la
utopía. En la medida en que lo real no es idéntico a lo racional, la utopía sigue
siendo un referente indispensable, precisamente como un “ideal” crítico a partir
del cual nos podemos plantear lo posible como tarea. Visto así, el realismo
político no se opone, sino que supone utopía.
Por un lado, se propone reemplazar la explicación objetiva por la
elaboración de interpretaciones verosímiles de la realidad social. Por el otro, se
sustituye la referencia a lo necesario por una referencia a lo posible. Falta
destacar un tercer desplazamiento del enfoque: al pensar lo real como una
construcción social habría que pensarla como la construcción de una pluralidad
de sujetos.
El pensamiento social (occidental), de Descartes en adelante, suele
concebir el sujeto autónomo y autosuficiente que actúa racionalmente en tanto
calcula y controla su entorno social. Tal concepción toma el sujeto por una
unidad preconstituida a la cual contrapone la sociedad como una especie de
naturaleza inerte. En efecto, hace de la política una simple “expresión”; la
política no sería más que el despliegue de relaciones entre actores
sustancialmente invariables.
Una tesis central que recorre el libro es la afirmación de que una
estrategia de democratización no es realista a no ser que se entienda como la
producción de una pluralidad de sujetos. No obsta asumir la diversidad de

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intereses y opiniones. Ser realista significa hacerse cargo de la elaboración de
esa pluralidad; ésta es la productividad de la política.
La invocación del realismo alude aquí al hecho de que toda acción
política está inserta en un campo de interacción: la significación de mi acción
depende de la apreciación del otro. Yo no soy solamente Ego sino además un
Alter para el otro y sé que el otro me considera su Alter Ego. Esa presencia del
otro ha de estar integrada en la constitución de la propia identidad. El realismo
político no se limita a un mero cálculo de la reacción del otro sino que abarca
simultáneamente la propia identidad y la libertad del otro.
Al concebir la política como “sujetos-en-formación” podemos pensar la
democratización en términos más dinámicos: un proceso de subjetivación que
requiere la institucionalidad como estructura del reconocimiento recíproco, pero
a la vez relativizando el sistema institucional a la luz de una intersubjetividad
plena. Es esta continua tensión entre la plenitud utópica y la institucionalidad
posible lo que pareciera impulsar –y complicar- los procesos de
democratización.
Quien hace política sume o deslinda responsabilidades, conquista o
pierde reputación, aumenta o arriesga respeto, invoca o responde lealtades; es
decir, produce, reproduce o rescinde relaciones de reciprocidad. La política
pareciera tener “reglas de juego”, no como normas morales del “deber ser”,
sino como pautas fácticas de interacción. Estas relaciones de reciprocidad no
se restringe a las relaciones entre los actores preexistentes. Al contrario, cabe
presumir que sería mediante tal negociación de expectativas recíprocas que-
junto con confirmar o modificar el sistema objetivo de valores- se forman y
reforman los sujetos.

Realismo, racionalidad y responsabilidad:

La pretensión de “ser realista” implica una reivindicación de


racionalidad, sea que ésta conlleva un quehacer realista, sea que el realismo
inspira una acción racional.
El análisis del realismo sugiere que la racionalidad en política no
puede ser restringida a la racionalidad formal. Los procesos políticos no son
relaciones de intercambio como las establecidas en el mercado. Están en juego
pasiones y creencias, mitos y, desde luego, también intereses. Sería simplificar
en exceso la complejidad de la práctica política reducirla al esquema
racionalidad-irracionalismo.
Ser realista significa representar las aspiraciones específicas de los
militantes que forman el partido. Pero requiere además representar los diversos
intereses de los electores que han votado (o podrán votar) por el partido,
dándole vida pública. En la medida en el desarrollo de un partido depende a la
vez del apoyo de militantes y electores, ¿cómo compatibilizar el mandato
proveniente de la democracia “interna” con el mandato expresado en la
democracia “externa”?.
Las preguntas indican lo difícil que es establecer pautas de
racionalidad compartidas por todos, aun si analizamos la política en términos
de “sistema” (sistemas de partidos”. La situación nos remite a la tensión entre
la política y la moral.
Frente a la imposibilidad de hacer política de acuerdo a un criterio
compartido de verdad o tan sólo de eficacia, Weber vinculaba la política a la

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responsabilidad. La responsabilidad es indudablemente, a la luz de nuestras
experiencias recientes, una categoría fundamental en la reorganización de la
política. Pero, a diferencia de Weber, ella ya no puede ser concebida como una
virtud individual del político; en una democracia de masas la política no puede
ser pensada a partir de la virtud. Responsabilidad significa responder por algo y
responder por alguien. Responder por algo implica la libertad de asumirla y
disponer sobre ella (no hay responsabilidad sin libertad). Y la libertad es
siempre también la libertad del otro. No se responde sólo ante la propia
conciencia sino fundamentalmente al otro.

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