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1

LA SOLEDAD EN LA VIDA VIRGINAL-CELIBATARIA.


¿SACRIFICIO O RIQUEZA?

En el estudio precedente1 hemos delineado el sentido de la consagración a Dios


en la virginidad tanto desde el punto de vista espiritual-teológico como
psicológico-antropológico. Siguiendo aquella reflexión buscamos ahora indicar
algunas condiciones esenciales para vivir dignamente la opción celibataria. No
pretendo enumerar todas las condiciones, con el riesgo de bordar la habitual lista
tan perfecta y completa que convierte el ideal virginal en algo prácticamente
imposible e inalcanzable y que desanima a todos. Tomo solamente en
consideración un par de condiciones, que podríamos llamar contrapuestas, como
si una fuera el polo opuesto de la otra. Me refiero a la soledad y a la relación (y a
la capacidad de cohabitar de ambas). Dicho de otro modo, la intimidad con Dios
y la libertad de relación con los demás.

Es evidente la correlación interna entre estos dos elementos, ambos


fundamentales en la vida del célibe. En este número analizaremos el primer
elemento, la soledad e intimidad con Dios. Dejamos para el próximo escrito el
segundo elemento, más ligado con la capacidad de relación interpersonal.

Hoy veremos en primer lugar cómo se entiende, cómo de hecho ha sido


entendido hasta ahora, la soledad. Después analizaremos su fundamental
valencia, es decir, lo que la hace buena o mala. Por último nos preguntaremos
qué nos aporta la soledad y cómo convertirla en una riqueza para la vida del
célibe consagrado.

1- La soledad “religiosa”: dos visiones diversas

Se ha dado una cierta evolución en el modo de concebir la soledad en la vida del


consagrado. Tomamos en consideración, sin rígidas divisiones, estos últimos
decenios: los inmediatamente sucesivos al Concilio y aquellos más cercanos a
nosotros.

1.1- Soledad ambigua (o solamente ascética)

Tomo como muestra dos situaciones diversas: la del presbítero dedicado a la cura
de almas y la de un monasterio de clausura femenino.

1
Cf A.Cencini, Amor y sexualidad en la opción virginal, “Tabor”, Nº 13, abril 2011, 107-119.
2
 El pastor dedicado a la cura de almas: mejor solo

Hace unos veinte años se celebró un congreso, organizado por la Federación


Italiana de Sacerdotes (FIAS) sobre la soledad del sacerdote con el título
emblemático: “El sacerdote y la soledad: ¿queremos huir de ella?” 2.
Reconocemos que la situación del sacerdote diocesano no es ciertamente la del
consagrado, pero la investigación contiene elementos de utilidad para nuestro
análisis. En aquel congreso la perspectiva era más bien negativa, y la finalidad
era exactamente indicar algunos caminos de salida, algunas modalidades para
resolver aquello que era considerado un verdadero y propio problema, sobre todo
del sacerdote dedicado a la cura de almas y obligado en muchos casos a convivir
solo consigo mismo. Para preparar ese congreso se propuso un cuestionario con
el fin de monitorear la situación concreta de los sacerdotes. El resultado final
ofreció datos interesantes respecto a la variedad de las soledades. Se individuaron
cinco tipos: material (el sacerdote que no tiene quien lo cuide), afectiva (privado
de un cierto calor familiar), pastoral (sin colaboradores y “obligado” a trabajar
solo), presbiteral (con dificultades para construir una relación de amistad y
participación con los demás hermanos sacerdotes), psicológica (insatisfacción
con el don de sí mismo). También fue posible trazar una prioridad, no del todo
esperada, de las soledades sufridas por el presbítero: el primer lugar lo ocupa la
soledad presbiteral, después la pastoral, en tercer lugar encontramos la soledad
material, seguida de la psicológica, y por último la soledad afectiva3.

Fue notable, además, la sorpresa por otro dato surgido de la evidencia de las
respuestas: la soledad representa(ba) para un número discreto de curas una
cómoda autodefensa, un refugio o un consuelo, algo gratificante y funcional para
la propia estructura intrapsíquica4. Estábamos dispuestos a compadecernos del
pobre presbítero que no sabe en quien confiar y con frecuencia tan solo de tener
que proveer por sí mismo a sus propias necesidades vitales (reduciéndose a una
vida poco digna), y en cambio nos hemos encontrado de frente al “reverendo”
que prefiere vivir solo, pequeño monarca5 o solitario y placentero batallador
libre, inaccesible funcionario de lo divino o extraño ser un poco antisocial.
¿Cómo era posible esto?

 Monja de clausura: soledad vertical y... horizontal


2
El congreso tuvo lugar en Rocca di Papa (Italia), del 19 al 22 de junio de 1989.
3
Cf G.Pernigotti, Le risposte del questionario, in AA.VV., Il prete e la solitudine: ne vogliamo uscire?, Atti del convegno FIAS,
Rocca di Papa 1989, pp.17-19.
4
Cf A.Cencini, La solitudine del prete, oggi: verso l’isolamento o verso la comunione?, in AA.VV., La solitudine, 62-63.
5
Tener en cuenta la famosa y presuntuosa afirmación: ¡“cada párroco en su parroquia es obispo y papa”!
3

Cambiamos de escenario y entramos devotamente en un monasterio de clausura,


al menos hasta dónde se nos permite entrar, para no turbar la soledad y el
recogimiento de las monjas. La circunstancia es especial: es el día de la profesión
de una monja, la capilla está llena de invitados y la ceremonia solemne, gozosa
por los cantos de las monjas de una extraordinaria belleza (los cantos, no
necesariamente las monjas). Sobre todo el canto de comunión: un dúo (sobre el
salmo 133, “¡qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos…!”) de dos
monjas, dúo que es como un bordado finísimo, dos voces que se encuentran y
parecen esconderse, se acercan y se alejan, parecen una sola voz que por
momentos se abren en un contrapunto de vértigos. Al final del rito el obispo
celebrante felicita a la madre abadesa por la belleza del rito, de modo especial
por el canto y la armonía de las voces, tan acordes entre ellas, y comenta:
“Evidentemente no es un hecho solamente técnico-artístico. Además de expresar
tantos ensayos y ejercicios frecuentes, se descubre una armonía profunda entre
las religiosas, un vivir y un crecer verdaderamente unidas de cara al Señor y con
una sintonía profunda y total de las hermanas dentro de la comunidad”. La Madre
abadesa lo confirma, debía acoger el cumplido de monseñor, pero con cierta
resistencia interior le confiesa: “Las dos hermanas que han cantado el dúo no se
hablan desde hace años, excelencia. Se encuentran solo cuando deben hacer los
ensayos con la maestra del coro, pero entre ellas no se hablan desde cuando
tuvieron una fuerte discusión. A pesar de ello, le aseguro que en todo lo demás
son monjas ejemplares, que viven la clausura y la soledad de la clausura de un
modo radical...”.

No sé que haya contestado o pensado su excelencia. Ciertamente esa


ejemplaridad y radicalidad expresada por la honesta priora parecía poco evidente:
una soledad dorada donde no es oro todo lo que reluce… Este hecho es una
prueba de cómo la soledad pueda convertirse con facilidad en instrumental y
defensiva, un modo de librarse de las personas antipáticas o de defenderse de
quien es considerado como invasor u hostil. Y terminar siendo una soledad no
solamente ambigua sino contradictoria, e incluso falsa.

1.2- Formación y espiritualidad individualistas

Los dos ejemplos o casos reportados, en contextos completamente diversos,


ponen en evidencia una mentalidad que por mucho tiempo ha dominado en
nuestros ambientes y en los que han sido formadas generaciones de presbíteros y
consagrados/as. Mentalidad, dicho de modo sintético, más bien individualista,
construida sobre una antropología muy centrada en la idea del individuo
4
autosuficiente y no necesitado del otro6, y que mira –en el ámbito de la fe– a
delinear un ideal de perfección muy “privada”, a través de un camino formativo
centrado sobre todo en los esfuerzo del sujeto, dentro de una óptica espiritual en
el que es irrelevante la función y la persona del otro, a lo sumo útil para el
ejercicio de la virtud del aspirante santo (o perfecto), y en el que Dios mismo
terminaba por parecer más un ídolo hecho a imagen y semejanza propia que no
un Padre nuestro revelado por el Hijo.

En esta visión, el celibato, además de ley eclesiástica, funcionaba (y funciona)


espléndidamente como búsqueda y confirmación de una soledad incluso sagrada,
sancionada por la ordenación (para los presbíteros) o por el voto (para los
consagrados/as), rica, muy rica de valores desde el punto de vista espiritual y
místico, constantemente repetidos e, incluso, a veces un poco idealizados y, en
ocasiones, más bien invocados que realizados, con sus inevitables y
problemáticos dobles personalidades, aunque sutiles y poco evidentes a la vez
que en contraste con el código de valores, con las consecuentes dificultades y
crisis varias.

¿Cuál es el problema? Sustancialmente uno: la poca atención al aspecto


humano-psicológico, al hombre que es relación y vive en relación, que tiene
necesidad y está llamado a ella (a imagen de Dios-Trinidad). Pero también, la
poca atención al aspecto auténticamente espiritual, pues, además de los aspectos
externos, el celibato no significa huir de la relación, ni puede ser auténticamente
vivido fuera de la relación con Dios, sobre todo, y con los demás, con cualquier
otro, a quien amar con el propio corazón de carne al estilo y con la libertad de
Dios.

Precisamente esta desatención, que se descubre gravemente ya en el modo de


formar, ha sido el origen de la ambigüedad con que en un cierto período no muy
lejano ha sido interpretada y vivida el ámbito de la relación, con consecuencias
notables. Una de ellas ha sido precisamente la soledad del sacerdote o del
consagrado/a. Soledad, unas veces sufrida y otras buscada, un poco soportada y
un poco querida, maldecida pero también beatificada, lugar de intimidad con
Dios (o más o menos así se presumía) pero también lugar de huida del hombre (y
de la mujer), espacio devoto y sagrado pero en realidad abismo frío y árido que
debe ser soportado ascéticamente y compensado ambiguamente, soledad como
comunión pero muchas veces también como aislamiento. Y con la sensación,
final o retrospectiva, de mucha soledad, demasiada, de diverso género y calidad,
a veces inútil y artificial, y poco amor dentro de ella tanto en su origen como en

6
Es sabido cómo en la filosofía tomista la relación es considerada solamente como un accidens.
5
su fruto.

P. Scalia describe muy bien la situación: “La Iglesia de antes –la preconciliar–
daba fuertemente la impresión de tener necesidad de un sacerdote cargado de
muchas soledades y estoicamente capaz de soportarlas” 7.

Era, podríamos decir, una soledad solamente ascética y poco mística, exigida más
que escogida, casi un precio necesario que pagar, estrictamente ligada al celibato,
su tasa o también su defensa, y por lo tanto una soledad que había que aprender a
vivir como virtud y soportar como penitencia. Pero, a la vez, una soledad cómoda
y sopesada, funcional para el propio desequilibrio afectivo y relacional, como
huida del otro.

1.3- Soledad relacional

Seguimos con el agudo análisis de Scalia para quien la Iglesia “de hoy no tiene
necesidad de todo ese dolor. Y eso no por deshacerse de pesados fardos y hacerse
menos antipática, sino solamente porque a la iglesia-comunión y pueblo-de-Dios
corresponde un sacerdote y un consagrado profundamente anclado y radicado en
la vida de sus hermanos de fe. Célibes, si se quiere, pero para nada privados de
amor, para nada solos. Tenemos absoluta necesidad de un virgen por el reino de
los cielos que no solo tenga ‘relaciones’ (se pueden tener incluso cuando se está
solos en la propia soledad existencial), sino que ‘sea’ relación. Relación sana,
profunda, diálogo y apertura auténtica, consigo mismo, son los demás, con
Dios”8.

No quiero decir con esto que todos los sacerdotes y religiosos hoy viven así la
soledad a diferencia de los sacerdotes del pasado que habrían vivido todos
“solos” en el sentido arriba explicado. Eso sería una esquematización banal y que
no corresponde con la realidad. Quiero solamente subrayar que hoy ha cambiado
y está cambiando el significado de soledad religiosa y presbiteral.

Ha cambiado en sí misma, pasando progresivamente de prevalecer el aspecto


negativo y casi penitencial a prevalecer el aspecto más real y prepositivo, que
invita a reconocer en la soledad una ocasión de comunión particular con Dios y
con los hermanos. Ha cambiado también el modo de expresarse: cada vez se está
más abandonando –por ejemplo– aquellos comentarios lánguidos y patéticos, al
límite de lo melodramático, sobre la soledad del joven cura la noche del

7
F.Scalia, Della solitudine del prete, ma con speranza, en “La Rivista del Clero italiana”, 5(2007), 366.
8
Ibidem.
6
domingo9. Y quizá, en relación con la literatura sobre el tema, está cambiando la
visión que la sociedad tiene del sacerdote o del consagrado: aquel cura huraño o
aquella monja gruñona, envueltos en sus respectivas más o menos austeras
soledades y también un poco enredados en la relación, se están convirtiendo cada
vez más en una especie en extinción.

Sobre todo es otro el modo de entender la soledad por parte de los mismos
interesados, en el sentido de querer salir de esa doble y contradictoria
interpretación que hemos antes descrito y que en ciertos casos parece como una
rígida alternativa sin salida para muchos, demasiados, sacerdotes y
consagrados/as: o la soledad como drama, costoso peaje que hay que pagar por el
hecho de ser célibes, desierto inaguantable e inviable para algunos y que, con el
tiempo, concluye en penosas decisiones10; o también la soledad como un bien
sutilmente buscado, casi amor prohibido y escondido, que gratifica oscuras
necesidades o es defensa de reprimidos temores…

El cambio parece encaminarse hacia una dirección muy concreta: el


descubrimiento de la relación lógica y, a la vez, del todo natural entre soledad y
relación, relación entendida siempre como el modo normal de ser del hombre y
del creyente, y como expresión –en particular– de la identidad sacerdotal y
religiosa. Profundicemos este punto, para comprender en qué condiciones la
soledad puede convertirse en “bendita soledad”.

2- Optar por la soledad

Quien se consagra a Dios en la vida sacerdotal y religiosa sabe que le espera un


cierto tipo de vida en el que el natural instinto humano que le induce a buscar a
otro/a no obtendrá aquella deseada gratificación ligada a la elección de un partner
che le pertenece para toda la vida, con quien contar en todo momento, en los
buenos y en los malos, con quien envejecer juntos y compartir todo en la vida,
incluso la experiencia más rica y enriquecedora para una criatura, la de dar la
vida, en una complementariedad-comunión que satisface el corazón y la mente
aún antes que los sentidos e instintos. Todo esto crea un espacio específico que
permanece vacío (además del vacío que se crea, como sabemos, en otras
necesidades), un deseo preciso sin respuesta, un instinto particular que no ha
obtenido gratificación, un empobrecimiento humano real, la sensación de no
haber hecho una experiencia que es considerada como la más hermosa del ser
9
¿Quién no recuerda la célebre poesía-oración de M.Quoist sobre la sensación más bien angustiada de soledad vivida por el cura
al terminar un fatigoso domingo?
10
En una investigación de la época, encargada por le episcopado norteamericano, se afirmaba que “cuando un cura se casa, en 4
casos de 5 lo hace por problemas de aislamiento y de soledad” (National Opinion Research Center, The Catholic Priests in the
United States, Washington 1972, p.272).
7
humano sobre la tierra, la experiencia de la relación hombre-mujer, y de
encontrarse, por el contrario, llamado a hacer la experiencia de la soledad… Es
realismo esperar todo esto (hablaríamos de una opción consciente), como será
más tarde bueno aceptar coherentemente esta experiencia en su totalidad
(significaría una opción fiel). Lo contrario sería ser al inicio ingenuos y
desconsiderados y buscar después compensaciones y compromisos, como ya
hemos visto en el precedente artículo.

2.1- Soledad buena y soledad mala

La primera condición, para que la soledad no se convierta en maldición, es la


lucidez en la elección, que consiste no solo saber a qué me comprometo, sino
conocer el propio mundo interior, tanto sus expectativas como sus trucos, sus
deseos y sus miedos, tanto las motivaciones más evidentes (y bellas) como las
escondidas (y más o menos inconfesadas).

Y sobre todo entender que hay soledades y soledades: hay una soledad que está
ligada a la naturaleza de su elección celibataria, por lo tanto soledad buena o que
puede convertirse en fecunda, y hay otra, u otras, que no tiene nada que ver con
la ordenación o la profesión, con la intimidad con Dios y con la clausura, sino
que son solo fruto de inconsistencias interiores normalmente ligadas al ámbito de
la relación: miedo al otro, a ser abandonado, a dejarse condicionar por los límites
de los demás y a hacerse cargo de sus problemas, a compartir, a perdonar o pedir
perdón, a mostrarse en la propia fragilidad, miedo a sí mismo y por lo tanto…; o
–por el contrario– son soledades ligadas a una sensación de superioridad en
relación con los demás, de autosuficiencia, de sutil desprecio de los demás, de
rechazo de la relación… Todas estos signos de inmadurez debilitan la identidad y
hacen débil e inauténtica la opción y, de hecho, terminan por generar miedo a la
misma soledad, a la soledad buena que nos salva, mientras “custodiamos
celosamente la que nos corroe”11. La soledad de las dos monjas de la voz de oro,
para entendernos, no era ciertamente soledad buena, aunque rigurosamente
vivida.

La soledad buena, en definitiva, está ligada a la parte sana y fecunda del yo. La
soledad mala, en cambio, está conectada a la parte menos sana y menos libre,
más infantil y vulnerable.

Es un discernimiento importantísimo en la vida del célibe por el reino la que


existe entre la soledad buena y mala, fecunda e inútil, entre soledad que abre al

11
Scalia, Della solitudine, 365.
8
otro y la que se cierra en nosotros mismos. A veces es precisamente esta
distinción la que permite descubrir los ámbitos de inmadurez radical del sujeto.

2.2- Soledad como frustración o como renuncia

En esta prospectiva de realismo hay lugar y debe existir puesto, obviamente, para
el aspecto ascético: de soledad se sufre pero sin que sea necesario llegar al
agobio. También aquí es necesario un discernimiento.

Se dan sufrimientos y sufrimientos por el hecho de estar solos, pero no todo


sufrimiento es necesario ni necesariamente redentor. Existe el sufrimiento del
célibe que no soporta la soledad, que la percibe como un peso inaguantable,
como una injusticia y una violencia contra la propia naturaleza, y quizá tenga el
mismo tipo de relación con su celibato, advertido en estos casos probablemente
como ley (ley injusta e injustificada), que logrará cumplir con gran esfuerzo y
excesivo desgaste de energía, y quizá recurriendo a menudo a compensaciones
varias para hacer la píldora menos amarga. Evidentemente, tal renuncia no
permite crecer. Es frustración o soledad maldita, verdadero cáncer del alma,
herida obsesiva. Es renuncia soportada, no motivada por un valor, sino por un
equilibrio interno que busca compaginar de algún modo las necesidades que se
experimentan y el ideal aceptado.

Pero hay también quien, por otra parte, vive bien la propia soledad, con el
sacrificio que requiere y como condición de la propia elección o como algo que
él mismo ha elegido, y que ahora puede llenar de sentido o que puede descubrir
cada vez más la riqueza de su valor tanto para su vida como para la de los demás.
En este caso la renuncia es también costosa pero soportable y soportada sin
necesidad de compensaciones varias. El sujeto ha aprendido a vivir y convivir
con la soledad, sólo consigo mismo. No la siente como un espectro inquietante o
carga injustamente puesta en su espalda, sino como lugar para descubrir y
encontrar su propia identidad y sobre todo al otro, a Aquel a quien pertenece. Lo
descubre y vive siempre más como una escuela que le permite aprender a estar en
pie por sí mismo y, por lo tanto, vivir bien la relación.

La suya es tensión de renuncia: tensión sana, que hace crecer, porque está
fundada en un valor que atrae siempre más a la persona puesto que en ella se
reconoce que está llamado a ser (y a amar).

3- Aprender a estar solos


9
Partimos de lo que apenas hemos visto: la soledad puede convertirse, más aún,
debe convertirse en un lento aprendizaje para el virgen consagrado. Y en un
doble sentido: en primer lugar por lo que nos enseña en sí, pero también porque
solamente se puede aprender progresivamente a vivir la soledad, la buena
obviamente, dado que el hombre nace para vivir la relación y en relación y dado
que no le viene de modo espontáneo y simple el estar solo.

Por otro lado, “un hombre solo está siempre en mala compañía”, dice un
pesimista P. Valéry, pero no siempre –añadimos nosotros– quien no está solo
puede decir que está en buena compañía. Por lo tanto, también en esto conviene
distinguir, más aún, es necesario aprender a hacerlo en un proceso de formación
permanente.

Pero la cosa singular es, como hemos dicho, descubrir que la soledad misma es
escuela que debe ser frecuentada, al menos por el creyente, escuela de la que
“Dios se sirve... para enseñarnos la comunión”12.

Parece y es una paradoja, pero la soledad nos enseña la comunión por varias
caminos. Veamos de qué modo.

3.1- Soledad y conocimiento de uno mismo

Ante todo la soledad tiene el poder de educarnos, en el sentido etimológico del


verbo: e-ducar (del latín e-ducere) significa sacar fuera la verdad, la verdad que
somos, que tenemos en el corazón. Como ya ocurrió en la historia de la
salvación: es en el desierto donde Israel se conoció a sí mismo, con sus ídolos,
sus temores, tentaciones, nostalgias, incoherencias, fijaciones… El largo camino
por el desierto fue como una lenta peregrinación a las raíces del yo, que llevó a
Israel a descubrir la propia y real esclavitud, más profunda y perversa que la de
Egipto.

El desierto es la imagen simbólica del camino largo y nunca terminado que cada
ser humano debe tener la valentía de afrontar para descubrir todo cuanto le
impide ser libre, le repliega en sí mismo, le llena de temores, distorsiona su
percepción, le crea depresión y le convierte en un falso…

Existen lugares de nuestro corazón que solamente podemos percibir gracias al


silencio interior y exterior. En concreto, cuando estamos de algún modo
obligados a confrontarnos con nosotros mismos sin posibilidad de distraernos ni

12
Ibidem, 355.
10
de descargar nuestra responsabilidad en los demás, y quizás alcanzando
desconcertantes pero preciosos descubrimientos. Como ocurrió a T. Merton,
cuando –con más de cincuenta años– se enamoró de una mujer, hasta el punto
que él, el “monje” solitario contemplativo del Absoluto, reconocía no saber
“como habría podido vivir sin ella”13. Pero con gran valentía (de cara a la verdad)
y transparencia introspectiva él logró descubrir que lo que buscaba no era tanto la
mujer que decía amar, y probablemente tampoco una gratificación de sus
impulsos, sino una solución al vacío que había en el centro de su corazón. Ella
era “la persona cuyo nombre tentaba de usar como algo mágico para eliminar la
bestia de la tremenda soledad de mi corazón”14. Valentía y transparencia que
exigen soledad, como modalidad de búsqueda, quizá para descubrir –como en
este caso– que el problema está justo en la soledad no aceptada y no vivida
correctamente y que en un cierto momento llega a convertirse en “tremenda”.

Por eso, un maestro como Nouwen no tiene dudas al decir que “sin la soledad es
prácticamente imposible una vida espiritual”15.

3.2- Soledad e intimidad con Dios

La soledad no solamente educa, sino que también forma, es decir, nos muestra lo
que estamos llamados a ser o la forma que el virgen debe asumir, es decir, los
sentimientos del Hijo, su corazón. La formación es la fase sucesiva y
complementaria a la educación. Pero la soledad expresa ambas: tanto el momento
educativo (del conocimiento de sí) como el formativo (conocimiento de Dios y
de su corazón). Es –podríamos decir– el “locutorio preferido de Dios”, donde el
Eterno se deja encontrar y ver, donde nos habla y nos escucha, donde nos forma a
estar delante de Él, a reconocer los signos de su predilección, a entrar poco apoco
en su intimidad y amistad, gustándola, descubriendo que de verdad se puede
amar al Eterno y sentirse por Él querido, quererle con nuestro corazón de carne,
dejarnos acariciar por Él, oírle siempre decir: “Tú eres mi hijo predilecto…”
(pre-dilecto = pre-amado, amado desde antes de nacer, desde siempre), y llorar
de alegría.

Regresamos al desierto de Israel, que es también el icono de todos los desiertos.


Es allí, siempre allí, donde Israel ha conocido no solo a sí mismo y sus falsos
dioses sino también el verdadero Dios, haciendo experiencia de una impensable
intimidad con Él que –como dice Oseas– lo ha guiado por el desierto justo para

13
J.H.Griffin, Thomas Merton: The Hermitage Years, London 1993, p.60. Cf también J.Forest, Thomas Merton: scrittore e
monaco, uomo di pace e di dialogo, Roma 1995, pp.178-186.
14
Griffin, Thomas Merton, 58.
15
H.Nouwen, La voce dell’amore, Brescia 2007.
11
hablarle al corazón (cf. Os 2,16). No hay amistad con Dios que no pase a través
del desierto, ni se puede conocer el corazón del Eterno si no se acepta estar solos
con Él. En particular no se puede experimentar cómo Dios llena el corazón del
hombre si éste no acepta correr el riesgo de quedar solo y de tocar el punto
extremo del vacío interior: Dios habita allí.

Como decirlo: la soledad no existe, porque en el fondo de ella se descubre a


Dios. Pero se requiere tener la valentía de experimentarla para descubrir la
presencia del Amante eterno que nos esperaba justo en ese lugar extremo. De ahí
que la soledad no solo educa, sino forma el corazón puesto que lo hace morada
de Dios y, a la vez, lo purifica para que sea corazón amante al modo de Dios, de
modo que los demás se sientan menos solos, precisamente gracias al afecto
manifestado en un corazón de carne 16. En el desierto, dice con términos poéticos
Orígenes, “el aire es más puro, el cielo más límpido y Dios se hace más familiar”.

¿No será todo esto una piadosa idea o solamente accesible a algunos con
tendencias místicas y quizá también poco creíble? Quien piensa así y sonríe
escéptico ante estas expresiones es exactamente aquél que huye de la soledad o la
vive como un peso y una frustración.

Nosotros, en cambio, pensamos que esta experiencia es la condición para vivir


correctamente la soledad. Que solo desde esta experiencia la soledad no pesa.
Más aún se convierte en verdadera amiga, como un espacio vital que hay que
recorrer con frecuencia para encontrarse a sí mismo y descubrir la cosa más
importante de la vida: la sensación de ser amados, más aún, de ser “el amado” del
Padre17.

La soledad sirve para esto: es sana cuando alcanza esta verdad, cuando se
convierte en morada o seno que la custodia como un tesoro. Entonces,
consecuencia lógica, la soledad se hace fecunda.

Esta es la soledad del célibe por el Reino, su primera soledad del todo connatural
con su elección. Soledad que no es ausencia de lo humano sino presencia de lo
divino.

3.3- Soledad y compañía de los hombres

Pero la escuela continúa. Siempre en la misma aula… el desierto y, sobre todo,


con el mismo padre-maestro, Dios que se sirve de la soledad para enseñarnos la
16
Cf A.Cencini, L’ora di Dio. La crisi nella vita credente, Bologna 2010, p.344.
17
Cf J.M.H. Nouwen, Sentirsi amati. La vita spirituale in un mondo secolare, Brescia 1994.
12
comunión. Y desvela que soledad, al menos la soledad religiosa, rima con
compañía, compartir, abandono, amistad, intimidad, fecundidad… Sacerdote y
consagrado/a escogen la soledad del celibato no para su perfección privada, y
quizá también un poco presuntuosa, sino para que los demás estén menos solos,
para vivir una soledad que no debería en modo alguno favorecer el replegarse del
sujeto en sí mismo, con las consecuencias tristemente conocidas, en tantos
célibes, de cerrazón, aislamiento, autosuficiencia, esterilidad, infelicidad, hasta
llegar a compensaciones varias… Porque el sacerdote, como el consagrado/a, “no
es nunca un solitario, no puede nunca ser un single. La soledad existencial no le
pertenece. Y si, a pesar de todo, se siente solo, inútil y rechazado, rama seca en
espera del otoño, todo esto denuncia un hecho: este sacerdote no ha entendido
todavía el sentido de su celibato y, aunque lo haya escrupulosamente respetado,
no ha alcanzado todavía la intimidad (es decir, esa no soledad) con su Señor y
sus hermanos que debía hacerla posible. Parece banal: no se es sacerdote para
observar el celibato, sino se es célibe para poder amar con corazón sacerdotal” 18.
Del mismo modo que no se consagra a Dios para negar el propio afecto a los
hombres y no contaminar su corazón, sino que se escoge la virginidad para amar
con el corazón y la libertad de Dios a todo hombre y a toda mujer, especialmente
a aquel que es más tentado por no sentirse amable ni amado19.

Entonces la soledad se convierte en compañera preciosa de tantas horas, que


forma al virgen a estar en pie con sus propias fuerzas, a construir lentamente el
propio equilibrio afectivo sobre la roca segura del amor eterno y lo predispone a
vivir la relación con los demás con un corazón desinteresado sin apoyarse en el
otro ni instrumentalizarlo para las propias economías afectivo-sentimental-
sexual. La soledad, compañera de la vida del virgen, lo forma a la compañía de
los hombres.

3.4- Soledad como céntuplo

Entonces, si por un lado es urgente, absolutamente urgente, que el célibe


consagrado recupere la natural dimensión mística de su vocación y no se
avergüence de ser y parecer como aquél que está enamorado de su Señor, por
otro lado es también indispensable que cultive el propio corazón de carne para
que sea la expresión visible y gozosa de su Señor para tantas personas, para que
encuentre con cordialidad y humana participación las criaturas que su Dios
siempre le confía, para que tenga la humildad para, cada día de la vida, aprender
a amar (y sea así inteligente para comprender que tantos padres y madres de
familia tienen mucho que decirles en esto), para que se quite de la cabeza la idea
18
Scalia, Della solitudine, 359-360.
19
Cf A.Cencini, Verginità e celibato oggi. Per una sessualità pasquale, Bologna 2006, pp.17-26.
13
de que el celibato quiere decir frialdad y seriedad compasada pues el Reino de
Dios es reino de auténtica fraternidad y no gélida burocracia, para que aprenda a
vivir en comunión sobre todo con sus hermanos en el sacerdocio o en la
comunidad religiosa huyendo del maldito individualismo clerical-religioso o
huyendo de lo que el p. Haering llamaba “el más grande pecado del clero”, es
decir, la invidia clericalis, formidable producto de una vida solitaria y triste…
Que aprenda a amar, a amar como consagrado, al Dios del amor, como virgen, no
a pesar de o como consecuencia de la propia vocación, sino en razón de ella. Es
decir, que aprenda el riesgo de nuevas relaciones y a abrirse a la vida, a cultivar
las emociones y formar la correspondiente sensibilidad, a apreciar la convivencia
y vivir con todas sus consecuencias la propia humanidad, como decía aquel
célibe de verdad, don Milani: “me honro de ser un sacerdote provisto de un
corazón humano, con afectos normales”20.

¿No ha prometido Jesús el céntuplo en hermanos, hermanas, amigos… a quienes


renuncian a todo esto en su nombre? Sería interesante indagar cuántos de estos
pueden con plena conciencia decir que de verdad han encontrado ese céntuplo y
lo están gozando. Para estos la soledad se ha transformado en un canto de alegría
a pesar de su carga de mortificación.

Pero quizá no para todos es así. Hay todavía en la Iglesia de Dios quien debería
admitir –a media voz o como resentido– que no, que no ha habido ningún
céntuplo en su vida… Pero se equivoca en realidad. El céntuplo está y se le ha
dado. No es posible que Jesús haya engañado a quien se consagra a Él por el
Reino. El problema es que él no ha sido capaz de descubrirlo, porque no ha
madurado la sensibilidad espiritual que permite descubrir cómo la soledad puede
llenar y enriquecer una vida. Y gozar agradecido.

Terminamos con un ejemplo de esta alegría, que podemos encontrar en el


testimonio del cardenal Cè, patriarca emérito de Venecia, en el momento de
despedirse de sus sacerdotes, de su gente, de su iglesia: “El Señor me ha dado
una vida hermosa: en particular me ha concedido la gracia de desgastarme por las
cosas más hermosas en la que he creído. No he buscado dinero o hacer carrera,
aunque he llegado a ser obispo y patriarca de Venecia, pero he amado a las
personas y les he dado las cosas más bellas en las que creía: el evangelio.
Mirando atrás debo decir que estoy contento… La alegría más hermosa de mi
sacerdocio es la gente a la que he amado y que me han amado también como

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Extremamente significativa, en este sentido, es otra afirmación de don Milani, en esta ocasión dirigida a un amigo maestro:
“Cuando hayas perdido la vida, como la he perdido yo, detrás de unas pocas deceneas de criaturas, encontrarás a Dios” (Gesualdi
M., Lettere di don Milani priore di Barbiana, lettera del 7 gennaio 1966).
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sacerdote”21.

Amedeo Cencini

21
F. Dal Mas, Venezia festeggia il card. Cè, en “Avvenire”, 26/IV/2008.

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