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LA INTELIGENCIA HUMANA.

El encuentro del ser humano con la verdad


La inteligencia tiene como fin alcanzar la verdad. Por esto nos detendremos un poco en el encuentro con la verdad que no es
cualquier cosa, y desde lo cual se puede barruntar la naturaleza e importancia de la inteligencia, que tiene como acto propio el
conocer intelectual la realidad. La verdad se define precisamente, como la adecuación del intelecto con la realidad conocida. En
general, el encuentro con la verdad es muy importante para que el ser humano sea persona. Constituye un gran acontecimiento.
Cuando un ser humano se ha encontrado con la verdad le acaece en cierto modo una revelación personal cuya respuesta es un
cierto enamoramiento, un compromiso con la verdad descubierta, de manera que el hombre despliega sus mejores energías en
profundizar en ella y en darla a conocer. Los seres humanos estamos hechos para el conocimiento de la verdad y cuando la
encontramos, cuando la descubrimos, aquel acontecimiento marca nuestras vidas. De pronto, uno se percata de que hasta ese
momento su vida había transcurrido sin esa luz, sin esos horizontes, y que gracias a aquello que se nos ha aparecido como
verdadero, nuestra vida se abre a nuevas dimensiones, anteriormente desconocidas. A veces sucede que, si la verdad
alcanzada es de muy alto nivel, uno se pregunta cómo es que pudo vivir todo el tiempo transcurrido sin conocerla. La verdad le
cambia a uno la vida, le hace ver que puede vivir de modo diferente y entonces se le hace inolvidable. Precisamente la verdad se
expresa con el término griego aletheia (a=sin, lethos=olvido) Estamos hechos para la verdad y cuando tenemos la suerte de
encontrarla aquella se hace inolvidable. Sin embargo, hay muchos niveles de verdad. Es más, la verdad se puede encontrar no
sólo en la filosofía (aunque a ésta le corresponda buscarla rigurosamente). También uno se puede encontrar con la verdad en
otras ciencias, en las matemáticas, en la economía, en la medicina, etc.; también en el arte, en la música, y además se puede
encontrar la verdad en otra persona. Cuando se encuentra la verdad en una persona, cuando ésta se nos presenta de modo
resplandiente, uno puede ver que no puede hacer otra cosa que comprometerse con ella. Entonces cambia la propia vida, la
presencia de aquella persona es punto de referencia imprescindible, con una novedad que transforma la existencia. En
cualquiera de los encuentros con la verdad esa realidad se le aparece al sujeto de modo resplandeciente, y queda 203
comprometido con la tarea que aquella verdad comporta, a la cual no se duda en dedicar parte importante de nuestro tiempo, de
nuestras energías, de nuestros afanes. Normalmente aquella verdad que se ha encontrado invita a un mayor descubrimiento. Así
se pueden ir viendo uno a uno los posibles encuentros con la verdad y todos tienen esa característica de descubrimiento
esplendoroso de la realidad y de compromiso en la tarea de progresar en esa verdad. Actualmente, es necesario descubrir la
verdad, hacer la experiencia de buscarla, de encontrarla y de comprometerse con ella. Estamos muy necesitados de ella en
todos los niveles y su carencia tiene consecuencias nefastas en todos los ámbitos de la vida humana. Sin embargo, el encuentro
con la verdad no es fácil, sino que alcanzarla conlleva esfuerzo. Por eso, si un ser humano está instalado en el hedonismo, si
tiene el placer como único valor rector de su vida, es muy difícil que se encuentre con la verdad o que la pueda reconocer. El
descubrimiento de la verdad supone una actitud previa: la admiración, el desahabituamiento, la actitud humilde, algo ingenua e
insatisfecha, de quien se pone en camino hacia el encuentro con la verdad, sabiendo interrogarse sobre la realidad. Esto supone
la capacidad de preguntarse hasta de lo más evidente, pugnando por penetrar en las entrañas mismas de la realidad. Los
intentos para hacerse con la verdad pueden ser muchos. Así, en la filosofía históricamente, el itinerario en pos de la verdad,
tiene unos claros comienzos con los filósofos griegos, hacia el s. V. a.C. Cuando Heráclito y Parménides se plantean el
conocimiento de la realidad, empiezan por tratar de responderse a esa pregunta precisamente: ¿Qué es la realidad?, ¿todo es
un continuo devenir, todo cambia? o ¿existe algo permanente? Si todo cambia, si la realidad es un flujo en constante
movimiento, ¿qué esperanzas hay de conocer realmente? Si vamos a la realidad para tratar de hacernos con ella y se nos
escapa, como el agua entre los dedos, si es imposible asirla, poseerla, entonces sólo queda la desesperanza. Parménides, abre
un resquicio a la esperanza, sostiene que el ser es permanente, que la realidad no cambia; con lo cual cabe la posibilidad de que
la inteligencia humana se mida con aquello. Las averiguaciones parmenídeas son insuficientes, pero son una primera
detectación de lo permanente. Cuando el ser humano se pone en contacto con lo estable, cuando se para a pensar, ese
detenerse ante algo verdadero le proporciona un encuentro con lo necesario, con aquello que no puede ser de otra manera. Por
otra parte, el ser humano tiene grandes deseos de permanencia, se resiste a disolverse en la fugacidad de los instantes, y
aunque está instalado en la temporalidad se resiste a disolverse en ella. Por ello, si el hombre se encuentra con lo permanente,
encuentra respuesta a una exigencia propiamente humana. Por esta razón, si el hombre nunca se encontrara con la verdad, si la
realidad fuera contradictoria, si fuese incognoscible, entonces iría como sin norte, a cualquier parte, sin puntos de referencia
seguros, permanentes; sólo le quedaría entregarse al caos, a la solicitud de los instantes sin contar con la luz orientadora de la
verdad. Para un ser humano, renunciar a la verdad, equivaldría a renunciar precisamente a lo que le es propio, a lo que le
corresponde, ya que por tener inteligencia el ser humano puede medirse verdaderamente con la realidad, puede gracias a su
inteligencia encontrarse con aquello que es necesario, permanente. Cuando el ser humano no se ha encontrado con la verdad le
ocurre una desgracia inmensa, sería hacer dejación de su propio ser, no vivir como persona humana. Una vida así no es
propiamente vida, no tendría discursividad, ni continuidad, sería como una gran oscuridad, estaría a merced de cualquier
instancia irracional interior o exteriormente.
B. Noción de inteligencia
La inteligencia es propia de los seres humanos, es aquello por lo que más comúnmente se le diferencial de otros seres vivientes.
Aristóteles define al hombre como un animal que posee logos. Esta tenencia humana, la de su actividad intelectual, es superior a
las tenencias corpóreas o materiales, que se pueden adscribir al ámbito corpóreo y material. También es superior a las que se
pueden poseer en el conocimiento sensible. Inteligencia sólo posee el hombre y gracias a ella que el ser humano puede alcanzar
niveles muy altos de posesión. Podemos empezar por distinguir la inteligencia como facultad (potencia), del acto que la pone en
ejercicio. La primera es considerada como potencia y en cuanto tal tiene la posibilidad de pasar a acto, de actualizarse. En la
tradición aristotélica se encuentra una metáfora muy bella a la que hemos hecho mención en el capítulo anterior, la metáfora del
hombre despierto y del hombre dormido. El hombre dormido representa al hombre que tiene la posibilidad de ejercer actos
intelectuales pero que nos los ejerce, en cambio el hombre despierto se corresponde con aquel que ejerce actos cognoscitivos
del más alto nivel como son los intelectuales. El hombre no está siempre despierto en este sentido, pero una vez que estrena la
inteligencia le son entregadas grandes cotas de verdad. Así se pueden ir conociendo dimensiones de la realidad hasta entonces
insospechadas y se puede iniciar la andadura intelectual con más o con menos intensidad. ¿Qué es lo que hace que la
inteligencia como facultad se actualice? Según la Filosofía Clásica, esto corre a cargo del intelecto llamado agente. Este intelecto
agente cuyo descubrimiento lo hizo Aristóteles, es el que actualiza a la facultad como potencia, incide, actúa en ella,
precisamente actualizándola. Dentro del planteamiento aristotélico el entendimiento agente es el acto que actualiza la
inteligencia. Agente es precisamente el que hace, el que opera, el que actúa. ¿Qué es el intelecto agente? En la abstracción lo
que hace el intelecto agente es iluminar la imagen sensible, el fantasma dado por la sensibilidad interior, y al iluminarlo abstrae la
forma inteligible. Por esto se le ha representado al intelecto como una luz, pero se trata de una luz que no es física, ya que el
intelecto agente no es nada material. Esta luz está también sugerida en el significado etimológico de la palabra intelectos (intus
legere: leer dentro). ¿Qué es lo que abstrae el intelecto agente? precisamente una forma inteligible. Esto es glorioso. La luz del
intelecto permite una lectura, un conocimiento muy superior al que puede tener el conocimiento sensible que sólo conoce formas
concretas particulares. El animal jamás podrá acceder a objetos inteligibles, no puede tener noticia de formas abstractas; no
tiene inteligencia y carece de intelecto agente; por tanto, se queda pegado a las formas sensibles que son sólo formas
singulares, constreñidas a sólo lo concreto. En cambio, el ser humano puede habérselas con formas que no están limitadas a lo
concreto y singular; si un animal se diera cuenta de la reducción de su ámbito cognoscitivo, no lo podría soportar, lo que ocurre
es que para darse cuenta de eso se precisa de la inteligencia, y por eso el animal vive “feliz”. Se puede alegar que el animal se
entretiene con las imágenes que le proveen los sentidos externos y los internos como la imaginación, la memoria, etc., puede
relacionar, asociar esas imágenes, etc., lo cual puede ser entretenido, pero es tremendamente reducido, comparado con el
despliegue de la actividad intelectual del ser humano. El intelecto humano hace más extensivo y profundo el conocimiento. Ya no
se trata de que conozca por ejemplo sólo esta agua que está en este vaso, sino que conozca lo que es el agua, sus propiedades
de manera universal. El ser humano puede tener conceptos abstractos que tienen una dimensión universal. El animal no llega a
ese nivel, aunque a veces se ha querido ver inteligencia en los animales, éstos han terminado desengañando a sus entusiastas
defensores. Es conocida aquella experiencia por la que se puso a un chimpancé en una balsa con un cubo lleno de agua con la
que se le adiestró de manera que pudiera apagar el fuego que le impedía llegar a alcanzar su alimento y el chimpancé aprendió
a hacerlo, haciendo uso de la imaginación, que como ya vimos tiene entre sus actos un tipo de relación asociativa, en este caso
de relación condicional, al estilo de: A entonces B, uniendo representativamente un antecedente y un consecuente, pero que en
este caso son muy concretos. Por medio de esta operación, asociando el hecho de arrojar el agua sobre el fuego con el hecho
de apagarlo, y entonces hacerse con la comida. Sin embargo, la imaginación y la consiguiente memoria son facultades
sensibles, no son la inteligencia. Esto quedó demostrado cuando se puso al chimpancé en las mismas condiciones excepto que
no se puso agua en el cubo, sino que sólo contaba con el agua del estanque que tenía cerca, entonces no pudo apagar el fuego
y se quedó sin comida. Un ser inteligente hubiera captado «lo que es» el agua, en todos los casos, hubiera podido abstraer unas
propiedades universales y entonces ese conocimiento se hubiera extendido más allá del agua de «este cubo» y las hubiera
reconocido también en el agua del estanque para apagar el fuego y obtener su alimento. Sin embargo, la operación de abstraer,
la conceptualización, la obtención de formas universales le está vedada al animal que se mueve sólo con imágenes muy
concretas y no puede llegar nunca a reconocer el Unum in multis, la universalidad de la forma en la realidad. También por esta
razón, se ha llegado a afirmar que un hombre es tanto más inteligente cuantas más cosas ve con menos, es lo que se llama
también «el golpe de vista». En general, la misma razón práctica aun cuando tiene que ver con lo concreto, requiere iluminar las
diferentes situaciones particulares desde unos principios universales. Incluso la técnica se nutre de la ciencia y en ese sentido
avanza, de lo contrario estaríamos todavía dándole vueltas a los mismos tornillos. Sin inteligencia la vida humana quedaría
desasistida, la sensación no tiene el alcance de los actos intelectuales. Como hemos señalado, la misma vida práctica sólo se
dirige bien desde la vida teórica. Aunque la verdad no tiene sustituto útil, sí se puede decir que ayuda mucho en la tarea de
dirigir la vida personal y la vida en sociedad. Esta exigencia sólo la tienen las personas humanas, no los animales. Si le
comparamos al ser humano con un animal, podemos ver que aquel puede «hacerse más» con la realidad, ya que por una parte
el animal sólo conoce aspectos sensibles de la realidad, en cambio, el ser humano puede alcanzar lo permanente. Las
operaciones intelectuales tienen mayor alcance que las meramente sensibles. Para que este alcance se vislumbre un poco
podemos ver en una primera instancia que el ser humano, mediante sus operaciones básicas, puede captar lo que las cosas son
(simple aprehensión), puede conocer que es lo que es (juicio) y puede alcanzar su fundamento. Además, de acuerdo con la
Filosofía clásica se considera que la inteligencia es capaz de conocerse a sí misma, a las cosas singulares de modo reflexivo y a
las realidades espirituales de modo analógico. En esto también se diferencia el hombre del animal, que sólo cuenta con los
sentidos para conocer, pero ningún sentido puede conocer su propio acto, en cambio el hombre, por medio de su intelecto es
capaz de ejercer actos intelectuales que son superiores a las simples operaciones, puede tener un conocimiento habitual ya que
es capaz de iluminar las propias operaciones intelectuales. De lo que llevamos considerando se puede vislumbrar la naturaleza y
la excelencia de la inteligencia que no es una exageración, aunque lo que más nos llame la atención sea el conocimiento
sensible. Según Aristóteles, el intelecto es lo que de divino tiene el hombre. La inteligencia puede operar, infinitamente puede
conocer lo inmaterial, lo abstracto, lo espiritual. También podemos señalar que, prosiguiendo a Aristóteles, el intelecto agente no
solo puede ser considerado como iluminador de formas inteligibles, sino que puede ser elevado al nivel de esse personal. Esta
es una propuesta que ha realizado en nuestros días el profesor Leonardo Polo, lo cual se puede ver en su curso de Teoría del
Conocimiento, editado estos últimos años por EUNSA. En ese planteamiento el intelecto agente no solo es capaz de intervenir
en la abstracción, sino que además puede conocer sus operaciones. De acuerdo con el principio operari sequitur esse, podemos
decir que en general conocemos la naturaleza de la inteligencia por sus operaciones. La inteligencia a diferencia de los sentidos,
capta un objeto inteligible no lo concreto que está muy cercano a lo material. Los actos de la inteligencia poseen objetos que van
más allá de lo sensible. La índole de estos objetos manifiesta la espiritualidad de la inteligencia, que supera a lo orgánico de la
sensibilidad humana. Además, el intelecto agente como ya señalamos tiene capacidad de conocer, de iluminar sus actos y
operaciones, lo cual escapa a las posibilidades del conocimiento sensible. Por otra parte, en cuanto facultad la inteligencia
humana está en relación con la actividad de las diferentes facultades. Por ejemplo, la voluntad puede mover a que la inteligencia
se aplique a tal o cual asunto, o que lo deje de considerar. También los actos de las facultades sensibles pueden tener relación
con la inteligencia. Así, la inteligencia humana abstrae a partir de las imágenes proporcionadas por la imaginación como facultad.
Además, es sabido que cuando la sensibilidad humana está controlada, educada, el ejercicio de la inteligencia es más potente. A
su vez la inteligencia también influye en todas las potencias humanas, de modo que éstas quedan desasistidas sin ese influjo. La
inteligencia proporciona luz para que aquellas se puedan desplegar correctamente. Por ejemplo, si la voluntad no recibe la
información adecuada por parte de la inteligencia puede querer o decidir incorrecta o imprudentemente. Aunque los actos
intelectuales tengan sus propias prerrogativas en sí mismos, no están aislados del sujeto, el cual tiene sus actos
interrelacionados unos con otros, y una desorganización en alguna de estas facultades desvitaliza al ser humano, precisamente
porque éste no tiene compartimientos estancos.
CEl acto de conocer posee un objeto intencional.
Como hemos visto, mediante el acto de conocer poseemos el objeto conocido, esta posesión es inmanente, inmediata. No es
una posesión que se da «al final» del conocimiento. Se podría decir que, al conocer, en cierta manera, uno «se hace» el objeto
conocido. Esta posesión es intrínseca, se produce con el mismo acto de conocer. Debido a que el conocimiento es activo
tampoco es eros, anhelo de conocer. El anhelo no es una posesión, es un deseo de un objeto futuro. En cambio, como antes
señalamos, el acto de conocer es posesión inmediata, en presente. El objeto conocido no se produce después de larga espera,
no hay un tiempo que se requiera «mientras» se está «construyendo» el objeto anhelado. Cuando se ejerce el acto de
conocimiento se posee el objeto conocido inmediatamente, es decir, junto con el acto se da su objeto. Aristóteles sostenía que al
ver se tiene lo visto, al entender se tiene lo entendido. Ese tener es la posesión. Por otra parte, el objeto conocido poseído es
intencional. La partícula «in» puede tener dos significados: in de estar (dentro) y también: in en sentido direccional. En este
sentido se puede decir que la intentio significa que se ha llegado ya al objeto conocido, o que lo conocido está en el tender. Por
ello la intencionalidad es considerada «desde» el acto. El acto cognoscitivo no es intencional sino el objeto conocido. De esta
manera, la intencionalidad es una remitencia, un camino interiormente transitado: se forma entendiendo y se entiende formando.
La intencionalidad es un remitir de lo formado en el acto cognoscitivo a la forma en la realidad. Cuando conocemos a través de
los sentidos externos, formamos una especie impresa que, digámoslo así, es una forma cuya «cartulina» es el órgano de la
facultad (como vimos al hablar del conocimiento sensible, éste tiene una base orgánica), pero esa forma es intencional. El objeto
conocido es pues intentio. Un símbolo de la intencionalidad es la de una fotografía separada de la cartulina. Sin embargo, para
entender la intencionalidad es preciso no cosificarla. El objeto conocido no es una cosa, es la forma inteligida en la que no hay
un detrás y un delante cósico, sino que es un «desde», el objeto conocido remite, de manera que no se ve sino según el objeto,
intencionalmente. Por otra parte, tener en cuenta este principio ayuda a no caer en el idealismo, ya que el objeto conocido es
intencional, no es real como lo está la realidad fuera de nosotros mismos.
La abstracción y la prosecución intelectual
la abstracción
Esta operación fue formulada primero por Aristóteles y reafirmada luego por Tomás de Aquino, pero ha sido olvidada por la
mayoría de los filósofos modernos. Para formularla se precisa partir de que es posible obtener formas inteligibles a partir de las
imágenes obtenidas de la realidad. Si no se acepta que ésta es cognoscible intelectualmente, y si no se cuenta con que la
inteligencia tenga esa capacidad de iluminar las imágenes presentadas por la sensibilidad interna, entonces no es posible
formular el acto de abstraer. Con la abstracción se conoce la quidditas o naturaleza de la realidad, se abstrae una forma
inteligible, pero sin afirmar ni negar nada de ella. Según la sentencia clásica, por tanto, la abstracción se hace a partir de una
primera fase del conocimiento humano que es sensible. En esa primera fase en la que intervienen los sentidos especialmente los
internos, se capta una imagen sensible, llamada también fantasma, la cual es concreta, singular y tiene caracteres relacionados
con lo material. ¿Cómo se pasa de lo sensible y concreto a lo intelectual y abstracto? Según Aristóteles la inteligencia es una
facultad que pasa a acto mediante el intelecto agente. La noción de intelecto agente tiene como señalamos al comienzo, un
lugar central en la formulación de la abstracción por Aristóteles. El intelecto agente es, como decíamos, el que hace (agens:
agente; agere: hacer) inteligibles las imágenes. El intelecto agente es el que va a «desmaterializar» la imagen sensible, obtenida
en el conocimiento sensible, abstrayendo de ella su forma inteligible que es necesaria, permanente. ¿Cómo hace esto el
intelecto agente? Iluminando la forma sensible. El conocimiento, según Aristóteles, es tal como señalamos anteriormente, un
acto que obtiene su fin con sólo ejercerse. Al conocer se tiene lo conocido, inmediatamente, sin treguas. Por eso, el Estagirita
llamó al conocimiento: práxis teléia: que es un acto que en su propio ejercicio obtiene su fin (télos). Uno no conoce y en un
segundo momento se le entrega la forma conocida, sino que ésta ya es poseída en el acto de conocer. Por ello, una vez que
mediante el conocimiento sensible se posee la imagen sensible, ésta es «desmaterializada» por acción del intelecto agente que
actúa sobre ella, iluminándola. Por medio de aquella luz del intelecto agente se puede «leer», conocer. El resultado de esa
operación iluminante es la forma inteligible abstracta. Así tenemos que el intelecto va más allá del conocimiento sensible, ya que
capta la forma de alcance universal. La realidad tiene la posibilidad de ser conocida intelectualmente, de manera que conoce
formando y formando conoce. Sin embargo, con esta operación no se agota el conocimiento. Cuando se obtiene una forma
inteligible abstracta no se posee una verdad absolutamente. La verdad no se adquiere de una vez, con un solo acto, sino que el
saber es incrementable. Uno puede ejercer un acto intelectual y hacerse con la forma inteligible, pero aun así no ha agotado el
conocimiento de la realidad. Tomás de Aquino, solía decir que hay más realidad en una mosca que en la cabeza de todos los
filósofos. La realidad tiene una riqueza muy grande y nuestro conocimiento de ella nunca es exhaustivo, nunca la agota por
completo, siempre se pueden ejercer más y mejores actos.
Principios, corrientes epistemológicas que niegan la verdad.
1. Escepticismo. Es la corriente epistemológica que niega la posibilidad de alcanzar la verdad. Debido a que considera que nada
se puede afirmar con certeza, sostiene que más vale refugiarse en una obtención del juicio. En rigor el escéptico tendría que
callarse pues no puede pretender que la afirmación que defiende pueda ser verdadera si de antemano niega la posibilidad de
alcanzar la verdad. Sin embargo, no hay sólo un escepticismo estricto, sino que hay distintos modos de ser escépticos y sus
argumentos son también muy variados. Estos se pueden centrar básicamente en algo que es evidente y que son las
contradicciones de los filósofos y la diversidad de las opiniones humanas. Sin embargo, esto no puede ser motivo de escándalo,
ya que se puede ver que, a pesar de la diferencia, las personas pueden llegar a un acuerdo en algunos principios fundamentales
de la realidad. Otra sombra que impedía el conocimiento sería la experiencia de los errores y las ilusiones. Pero el error sólo es
posible si existe la verdad. En definitiva, los escépticos alegan la relatividad del conocimiento. Es el argumento más profundo.
Sin embargo, se puede recordar que, si bien cada persona puede aproximarse más o menos a la realidad, ésta no cambia por
ello, ni tampoco su posibilidad de ser conocida cada vez mejor como ya hemos visto anteriormente. El que haya operaciones con
las que se conozca más que otras, no puede producir desconcierto, sino al contrario, un gran optimismo. Con unas operaciones
se conoce más que con otras, obtenido son objetos diferentes en cada acto de conocer; sin embargo, el conocimiento siempre
está referido a la realidad.
2. Empirismo y Relativismo.
Las corrientes materialistas y empiristas tienen una concepción parcial del conocimiento, no tiene en cuenta la abstracción, ni la
distinción y jerarquía entre los actos de conocimiento. No distingue el conocimiento intelectual y el sensible, reduciendo lo
verdadero a sólo lo captado por los sentidos. Entonces, todo conocimiento sería sensación y toda sensación radicalmente
contingente, relativa y por consiguiente incierta. Frente a la corriente relativista se puede argüir de diferentes maneras,
especialmente si, como ya hemos visto, se explica sus confusiones; pero en definitiva se puede recordarles que, si es verdadero
lo que a cada uno le parece verdadero, esto niega su propio postulado, ya que su contrario sería también verdadero. El
relativismo tiene varias modalidades. Estas corrientes gnoseológicas todavía tienen vigencia y se expresan en los conocidos
versos: Nada es verdad, nada es mentira, todo es del color del cristal con que se mira. Pero si cada uno tiene, distinta hasta ser
contradictoria, hemos destrozado la posibilidad de alcanzarla. En definitiva, lo que no se puede hacer es reducir todo el conocer
a un solo tipo de acto sensorial. Como sabemos el conocimiento no se reduce a mirar, ni la realidad al color, ni el acto de
conocer necesita de ningún cristal. Lo funesto de todos esos planteamientos es que impiden alcanzar la verdad. La
comunicación, entonces, se hace imposible, ya que cada uno se aísla en su «propia verdad» Este aislamiento acompaña al
hombre que se aventura en estos caminos ya desde su inicio.
ESPIRITUALIDAD DE LA INTELIGENCIA.
La inteligencia no es la totalidad del alma, sino una potencia suya, aunque la más elevada. La inteligencia tampoco es la persona
humana. Se puede demostrar su espiritualidad a partir de los siguientes argumentos:
1. La espiritualidad de la inteligencia se comprueba demostrando la inmaterialidad de sus actos, y la de éstos, por la
inmaterialidad y universalidad de sus objetos. Abstraer es presentar. El objeto conocido por la inteligencia es en cierto modo
universal. Si pensamos lo universal, nuestra inteligencia no es material. Así es la inteligencia. El intento de traspasar esos límites
perjudica al órgano y a la facultad sensible (ej. La inteligencia se salta el umbral. En consecuencia, la inteligencia es inmaterial.
2. Nos percatamos también de la espiritualidad de la inteligencia por la autoreferencia. la facultad de ver no ve directamente su
ojo, sino a través de su ojo, ni tampoco se ve la facultad de ver ni el acto de ver). La inteligencia conoce que conoce, conocemos
que pensamos, es decir, la inteligencia conoce algo de ella. Esta permeabilidad o cierta autoreferencia indica que esta facultad
carece de soporte orgánico.

La voluntad
La experiencia de la voluntad en el ser humano
El hombre es un ser abierto a la verdad. A nadie escapa, siguiendo al Estagirita, que el sujeto humano busca conocer
(autoconocerse) y, al mismo tiempo, salir de la sombra de la mentira. Pero la persona también tiende de manera natural al bien,
pues esa misma verdad a la que tiende es en sí un bien que la inteligencia presenta a la voluntad. No obstante, el bien tiene
diversas formas, o mejor dicho, se manifiesta como bien de distintas formas, o mejor aún, hay muchas realidades que se
presentan como bien sin serlo.
No obstante, lo que quiero ahora es distinguir es el apetito racional (la voluntad) del apetito sensible (deseos). Son dos
realidades que podemos tener muy claras, pero que, a nivel práctico, en el día a día, se confunden porque un mismo objeto
puede ser querido y deseado. Ciertamente la diferencia es ardua cuando se trata de bienes sensibles, como el comer, por
ejemplo, deseamos comer cuando tenemos hambre y queremos comer para apaciguar el hambre. De todas maneras, captamos
la diferencia real entre el desear y el querer cuando el bien percibido intelectualmente no es sensible, de manera que podemos
tener un bien sin deseo, por ejemplo, el hecho de obrar con justicia no persigue, en principio ningún bien sensible. La distinción
aparece ya mucho más clara cuando existe una real oposición entre la voluntad y el deseo. El deseo siempre es referencia a un
bien sensible, mientras que la voluntad tiende al bien captado inteligiblemente. Así, un ejemplo claro es cuando enfermos nos
privamos de bienes sensibles muy deseables porque la voluntad persigue recobrar la salud.
Así, descubrimos la existencia de actos involuntarios y actos voluntarios. Los primeros son aquellos que se cometen por
ignorancia, es decir, por desconocimiento de las circunstancias concretas en las que se desarrolla la acción. También es un acto
involuntario cuando somos movidos por un agente exterior a desempeñar una acción en contra de nuestra voluntad, de nuestro
querer. Cabe mencionar, que hay un tipo de acciones que se mueven en la frontera de lo voluntario y lo involuntario, y son
aquellas acciones cuya causa es el miedo; aquí cabría estudiar si es más voluntario que involuntario dependiendo de la
objetividad de ese miedo. Así, las acciones voluntarias son aquellas que se realizan con conocimiento de causa (conocemos las
circunstancias concretas de la acción) y de finalidad; aunque el fin puede ser imperfecto o perfecto. Es imperfecto cuando
conocemos la cosa que es fin, pero no la conocemos en cuanto fin, y perfecto cuando conocemos el fin como fin y es que lo
propio de la naturaleza racional es conocer no sólo el fin, sino la razón de fin que nos lleva a elegir los medios para dirigirnos
hacia los fines previamente conocidos, de ahí que lo propio del hombre sea proponerse fines, que es lo que da sentido a las
acciones y nos diferencia del automatismo instintivo del animal.
La distinción entre involuntario y voluntario se presenta en ocasiones con la distinción entre actos humanos y actos del hombre.
Los primeros, son acciones que tienen lugar en el hombre, pero en los cuales no se reconoce como autor pues no dependen de
su voluntad: el respirar, el sentir hambre, etc. Los segundos, son aquellas acciones en las cuales la persona se reconoce como
principio, como autor, es decir, son acciones realizadas con total libertad.
La distinción entre acciones involuntarias y acciones voluntarias es de vital importancia para la ética, pues es en los actos libres
y voluntarios donde se encuentra lo propiamente moral, pues todos los actos libres del hombre son moralmente buenos o
moralmente malos; en cambio, las acciones involuntarias no son susceptibles de ser calificadas moralmente. En ocasiones,
como en el caso del miedo, es difícil establecer una frontera concreta y real entre lo voluntario y lo involuntario, no obstante, la
conciencia moral es una herramienta muy útil ya que nos presenta con juicio certero la voluntariedad o no de una acción
concreta.
¿Qué es la voluntad?, El ser humano no solo tiene una capacidad que le lleva a conocer y juzgar la verdad, sino que también
quiere y elige aquello que conoce. Este objeto conocido y percibido por la inteligencia se denomina bien y es el objeto propio de
la voluntad. Sin embargo, elegir el bien no es fácil, pues, aunque los entes son bienes en sí mismos (bienes ontológicos),
algunos no son convenientes, es decir, no ayudan a perfeccionar a la persona, sino que la deterioran. Por ello, a la elección de
un bien precede el conocimiento de ese bien.
La voluntad es la facultad de querer el bien. Etimológicamente proviene del latín “voluntasatis” que significa querer. Sin embargo,
es preciso distinguir entre querer y desear, pues, muchas veces se utilizan como sinónimos. Tanto el desear como el querer se
ponen en movimiento a partir de un conocimiento previo. Son actos distintos, el primero es sensible y el segundo es espiritual o
intelectual y se dirigen al bien de manera distinta. El deseo tiende al bien sensible, percibido e imaginado, mientras que el querer
tiene por objeto un bien inteligible.
La voluntad es "un apetito racional. (…) todo apetito es sólo del bien. La razón de esto es que un apetito no es otra cosa que la
inclinación de quien desea hacia algo. Ahora bien, nada se inclina sino hacia lo que es semejante y conveniente. Por tanto, como
toda cosa, en cuanto que es ente y sustancia, es un bien, es necesario que toda inclinación sea hacia el bien” (S. Th. I-II, q. 8 a.
1).
Si la voluntad se dirige siempre hacia el bien. Conviene, entonces conocer qué es el bien. El Diccionario de la Real Academia lo
define como “aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio género, o lo que es objeto de la
voluntad, la cual ni se mueve ni puede moverse sino por el bien, sea verdadero o aprehendido falsamente como tal”. Lo que
hace inferir que el bien es el objeto de la voluntad, aunque nos equivoquemos eligiendo. Pues, nadie quiere o ama el mal, sino
que lo elige en cuanto lo percibe como bien.
Para que la voluntad realice una buena elección del bien, se hace necesaria la intervención de la inteligencia. Pues, no se quiere
lo que no se conoce. En consecuencia, la voluntad quiere lo que antes ha sido considerado por la inteligencia como bueno. Así
lo menciona santo Tomás “lo aprehendido bajo razón de bien y de conveniente mueve a la voluntad como objeto” (S. Th. I-II, q. 9
a. 2).
Las potencias racionales, al ser enteramente espirituales, son las más susceptibles de educarse intrínsecamente, las demás
potencias sirven para propiciar la formación de las espirituales, pues, “hablando con rigor sólo a ellas le corresponde
enteramente los hábitos y las virtudes, tomándolos en sentido completo y pleno. La educación intelectual versa sobre formación
de virtudes intelectuales o teóricas de la inteligencia, y la educación moral es el campo de la formación de las virtudes éticas,
morales o prácticas de la voluntad” (Altarejos. 2004, p. 199). Sin embargo, cabe destacar que siendo la inteligencia y la voluntad
objeto de la enseñanza y núcleo decisivo de la educación humana, no son el primer referente de la acción educativa; pues las
potencias superiores requieren un desarrollo proporcionado de las potencias inferiores para poder operar en plenitud (Altarejos.
2004, p. 199). Así pues, no nos podemos olvidar que la educación humana es integral, pues la persona es “una unidad en su
ser; unidad que se opera mediante sus potencias que se articulan en su actuación” (Altarejos. 2004, p. 199). Por tanto, la
formación humana abarca la dimensión: estética, afectiva, moral e intelectual, conectadas e integradas entre sí, sino, no cabe
hablar de verdadera educación. “La educación debe cultivar al hombre en todas sus coordenadas sin excluir ninguna, abarcar
todos sus meridianos, incluir todos sus paralelos” (Morales. 1985, p. 403)
Sobre el entendimiento y la voluntad
El entendimiento y la voluntad es una cuestión que requiere volver a ella una y otra vez para no generar confusiones,
reduccionismos y, lo que es más importante, dar una visión correcta de la conducta humana. Decimos – se dice – que la
voluntad se dirige siempre hacia aquello que la inteligencia le presenta como bien o, al menos, bajo la apariencia de bien. La
voluntad por sí misma nunca se mueve hacia la acción si no es por la captación intelectual del bien. Esto es así, porque nunca
se quiere aquello que antes no es previamente conocido. En consecuencia, es el entendimiento y sólo el entendimiento quien
pone en movimiento a la voluntad.
De todos modos, es necesario también evitar en todo lo posible aquella falsa creencia que considera la voluntad supeditada,
subordinada, a la inteligencia. La voluntad posee dominio sobre sí misma, en ella está la capacidad, la disposición de seleccionar
o elegir, de querer o no querer el bien o los bienes presentados por el entendimiento como bien nos expresa el Aquinate en la
Suma Teológica. Esto quiere decir que la voluntad, lejos de ser efecto del intelecto, es causa de su mismo obrar, de su elección.
Pero su autonomía no se queda aquí, sino que es ella la que mueve a las otras potencias cognoscitivas, ya sean de orden
sensible o intelectual.
Decía que es necesario alcanzar una correcta comprensión del entendimiento y de la voluntad para evitar aquellas antagónicas
posturas que ponen a una como subordinada de la otra. Tanto el intelecto como la voluntad son dos potencias co-presentes en
el ser del hombre que interactúan entre sí. Es muy importante tener en cuenta este concepto para no desvirtuar la esencia real
de ambas potencias. Es cierto que la inteligencia mueve a la voluntad a modo de fin, presentándole ese bien a alcanzar y nadie
discute que el intelecto es la causa final. Pero no es menos cierto que la voluntad mueve a la inteligencia y a las demás
potencias cognoscitivas aplicando la inteligencia a la consideración de su objeto; por tanto, decimos que la voluntad es causa
agente del intelecto, es decir, la voluntad mueve a la inteligencia para conocer mejor aquello que ya conoce y quiere.
Entender bien la con-causalidad del intelecto y de la voluntad es de suma importancia para comprender el acto de fe, que en sí
es un acto del entendimiento movido por la voluntad mediante el cual creemos en una verdad no evidente por sí misma o en sí
misma. Y es que la verdad y el bien, que son trascendentes distintos, se dan a la vez y más en Dios.
Educación de la voluntad
Para educar la voluntad también se debe tener en cuenta que los actos de la inteligencia y de la voluntad –como se mencionaba
en párrafos anteriores- están íntimamente relacionados. Por tanto, lo que se persigue es que el que aprende entienda y quiera a
la vez lo que hace. Sin embargo, aun estando relacionados los actos de la inteligencia y de la voluntad, la educación de cada
una se denomina de modo distinto: cuando se incide en la educación de la inteligencia, se denomina formación de hábitos
intelectuales y cuando se incide en la voluntad, se denomina formación de virtudes, pues, difieren en el modo de adquirirlas.
Así, cuando se habla específicamente de educación de la voluntad lo que se pretende es ayudar a adquirir virtudes, y ésta “es la
finalidad de la enseñanza en la medida que pretenda ser educativa, pues a través de ellas el ser humano crece en la posesión
de sus actos, lo que constituye la médula de su perfeccionamiento personal. La formación de hábitos operativos buenos o
virtudes con la ayuda de la enseñanza es la esencia de la educación; y siendo las virtudes perfecciones intrínsecas de las
potencias humanas, la educación se realizará según la capacidad de actualización de éstas” (Altarejos. 2004, p. 197).
Una persona con voluntad bien educada será eficaz y constante en querer el bien, tenaz frente a las dificultades, y capaz de
gobernar y encauzar sus pasiones. Allí radica su importancia. Pues, “a una voluntad constante nada se resiste. El tímido se hará
decidido y audaz. El apático se convierte en activo. El carente de iniciativa y responsabilidad, aguzará su ingenio, intentará
soluciones atrevidas” (Morales.1987, pp.242-243).
Y ¿Cómo educar la voluntad? Educar la voluntad no es una tarea fácil, pues, no solo depende de quién educa, sino también de
quien es educado. Además, se trata de un proceso gradual y progresivo: “una voluntad recia no se consigue de la noche a la
mañana. Hay que seguir una tabla de ejercicios para fortalecer los músculos de la voluntad, haciendo ejercicio repetidos y que
supongan esfuerzo” (Aguiló. 2001, p. 130).
Sin embargo, no es una tarea fácil, implica determinación, firmeza en los propósitos, solidez en las pequeñas metas, no
desanimarse ante las dificultades, teniendo en cuenta que todo lo grande exige renuncia; todo esto requiere una paciencia
infinita del estudiante, así como del educador, pues, la educación de la voluntad dura toda la vida. Por otro lado, se debe
considerar también, la personalidad propia de cada educando –no todos responden al mismo ritmo-; por tanto, los cambios se
van dando en función de la persona a quien se educa. En la educación de la voluntad también se hace necesaria la colaboración
de los padres, especialmente en la niñez y adolescencia, hasta que poco a poco cada uno adquiera la responsabilidad de la
autoeducación.
La libertad humana.
La libertad es un valor primordial, ya que permite que los demás valores existan. Aunque los medios de comunicación, los
políticos o la escuela hablen sobre este valor, definirlo no es tan fácil pues existen distintas formas de concebirlo y ejercerlo. En
principio, la libertad es la situación donde uno tiene la posibilidad de actuar o no sin interferencias, presiones, ni constricciones.
Ahora bien, la libertad no puede ser absoluta o ilimitada. ¿Estás de acuerdo? El propio marco legal que establece y garantiza las
libertades es, al mismo tiempo, uno de sus límites. Pero las leyes no son las malas de la película; no existen para darnos dolores
de cabeza, ni estorbarnos; existen para demarcar el sentido y alcances de las libertades mismas, para que su ejercicio por parte
de unos no menoscabe el derecho de otros; existen, pues, para que podamos convivir los unos con los otros en libertad. Por eso
no se vale evadir el cumplimiento de la ley.
En otro sentido, la libertad significa que cada quien puede decidir por sí mismo obedeciendo sólo a su propio criterio y no
determinado por otros. Esta definición se orienta más hacia la autonomía que cada uno tenemos, por ejemplo: la de vestir como
me gusta o elegir el credo que quiera. Así, mientras que en el terreno individual la libertad entraña la capacidad de auto
determinarnos y autogobernarnos, en el ámbito social la libertad remite al derecho y a la consiguiente responsabilidad de
participar en las decisiones colectivas, como la formación de gobiernos, la discusión de las leyes y la elaboración de las políticas
públicas; sólo participando de esta manera puede decirse que al obedecer las leyes y a nuestras autoridades nos estaremos
obedeciendo a nosotros mismos.

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