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La voluntad
La experiencia de la voluntad en el ser humano
El hombre es un ser abierto a la verdad. A nadie escapa, siguiendo al Estagirita, que el sujeto humano busca conocer
(autoconocerse) y, al mismo tiempo, salir de la sombra de la mentira. Pero la persona también tiende de manera natural al bien,
pues esa misma verdad a la que tiende es en sí un bien que la inteligencia presenta a la voluntad. No obstante, el bien tiene
diversas formas, o mejor dicho, se manifiesta como bien de distintas formas, o mejor aún, hay muchas realidades que se
presentan como bien sin serlo.
No obstante, lo que quiero ahora es distinguir es el apetito racional (la voluntad) del apetito sensible (deseos). Son dos
realidades que podemos tener muy claras, pero que, a nivel práctico, en el día a día, se confunden porque un mismo objeto
puede ser querido y deseado. Ciertamente la diferencia es ardua cuando se trata de bienes sensibles, como el comer, por
ejemplo, deseamos comer cuando tenemos hambre y queremos comer para apaciguar el hambre. De todas maneras, captamos
la diferencia real entre el desear y el querer cuando el bien percibido intelectualmente no es sensible, de manera que podemos
tener un bien sin deseo, por ejemplo, el hecho de obrar con justicia no persigue, en principio ningún bien sensible. La distinción
aparece ya mucho más clara cuando existe una real oposición entre la voluntad y el deseo. El deseo siempre es referencia a un
bien sensible, mientras que la voluntad tiende al bien captado inteligiblemente. Así, un ejemplo claro es cuando enfermos nos
privamos de bienes sensibles muy deseables porque la voluntad persigue recobrar la salud.
Así, descubrimos la existencia de actos involuntarios y actos voluntarios. Los primeros son aquellos que se cometen por
ignorancia, es decir, por desconocimiento de las circunstancias concretas en las que se desarrolla la acción. También es un acto
involuntario cuando somos movidos por un agente exterior a desempeñar una acción en contra de nuestra voluntad, de nuestro
querer. Cabe mencionar, que hay un tipo de acciones que se mueven en la frontera de lo voluntario y lo involuntario, y son
aquellas acciones cuya causa es el miedo; aquí cabría estudiar si es más voluntario que involuntario dependiendo de la
objetividad de ese miedo. Así, las acciones voluntarias son aquellas que se realizan con conocimiento de causa (conocemos las
circunstancias concretas de la acción) y de finalidad; aunque el fin puede ser imperfecto o perfecto. Es imperfecto cuando
conocemos la cosa que es fin, pero no la conocemos en cuanto fin, y perfecto cuando conocemos el fin como fin y es que lo
propio de la naturaleza racional es conocer no sólo el fin, sino la razón de fin que nos lleva a elegir los medios para dirigirnos
hacia los fines previamente conocidos, de ahí que lo propio del hombre sea proponerse fines, que es lo que da sentido a las
acciones y nos diferencia del automatismo instintivo del animal.
La distinción entre involuntario y voluntario se presenta en ocasiones con la distinción entre actos humanos y actos del hombre.
Los primeros, son acciones que tienen lugar en el hombre, pero en los cuales no se reconoce como autor pues no dependen de
su voluntad: el respirar, el sentir hambre, etc. Los segundos, son aquellas acciones en las cuales la persona se reconoce como
principio, como autor, es decir, son acciones realizadas con total libertad.
La distinción entre acciones involuntarias y acciones voluntarias es de vital importancia para la ética, pues es en los actos libres
y voluntarios donde se encuentra lo propiamente moral, pues todos los actos libres del hombre son moralmente buenos o
moralmente malos; en cambio, las acciones involuntarias no son susceptibles de ser calificadas moralmente. En ocasiones,
como en el caso del miedo, es difícil establecer una frontera concreta y real entre lo voluntario y lo involuntario, no obstante, la
conciencia moral es una herramienta muy útil ya que nos presenta con juicio certero la voluntariedad o no de una acción
concreta.
¿Qué es la voluntad?, El ser humano no solo tiene una capacidad que le lleva a conocer y juzgar la verdad, sino que también
quiere y elige aquello que conoce. Este objeto conocido y percibido por la inteligencia se denomina bien y es el objeto propio de
la voluntad. Sin embargo, elegir el bien no es fácil, pues, aunque los entes son bienes en sí mismos (bienes ontológicos),
algunos no son convenientes, es decir, no ayudan a perfeccionar a la persona, sino que la deterioran. Por ello, a la elección de
un bien precede el conocimiento de ese bien.
La voluntad es la facultad de querer el bien. Etimológicamente proviene del latín “voluntasatis” que significa querer. Sin embargo,
es preciso distinguir entre querer y desear, pues, muchas veces se utilizan como sinónimos. Tanto el desear como el querer se
ponen en movimiento a partir de un conocimiento previo. Son actos distintos, el primero es sensible y el segundo es espiritual o
intelectual y se dirigen al bien de manera distinta. El deseo tiende al bien sensible, percibido e imaginado, mientras que el querer
tiene por objeto un bien inteligible.
La voluntad es "un apetito racional. (…) todo apetito es sólo del bien. La razón de esto es que un apetito no es otra cosa que la
inclinación de quien desea hacia algo. Ahora bien, nada se inclina sino hacia lo que es semejante y conveniente. Por tanto, como
toda cosa, en cuanto que es ente y sustancia, es un bien, es necesario que toda inclinación sea hacia el bien” (S. Th. I-II, q. 8 a.
1).
Si la voluntad se dirige siempre hacia el bien. Conviene, entonces conocer qué es el bien. El Diccionario de la Real Academia lo
define como “aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio género, o lo que es objeto de la
voluntad, la cual ni se mueve ni puede moverse sino por el bien, sea verdadero o aprehendido falsamente como tal”. Lo que
hace inferir que el bien es el objeto de la voluntad, aunque nos equivoquemos eligiendo. Pues, nadie quiere o ama el mal, sino
que lo elige en cuanto lo percibe como bien.
Para que la voluntad realice una buena elección del bien, se hace necesaria la intervención de la inteligencia. Pues, no se quiere
lo que no se conoce. En consecuencia, la voluntad quiere lo que antes ha sido considerado por la inteligencia como bueno. Así
lo menciona santo Tomás “lo aprehendido bajo razón de bien y de conveniente mueve a la voluntad como objeto” (S. Th. I-II, q. 9
a. 2).
Las potencias racionales, al ser enteramente espirituales, son las más susceptibles de educarse intrínsecamente, las demás
potencias sirven para propiciar la formación de las espirituales, pues, “hablando con rigor sólo a ellas le corresponde
enteramente los hábitos y las virtudes, tomándolos en sentido completo y pleno. La educación intelectual versa sobre formación
de virtudes intelectuales o teóricas de la inteligencia, y la educación moral es el campo de la formación de las virtudes éticas,
morales o prácticas de la voluntad” (Altarejos. 2004, p. 199). Sin embargo, cabe destacar que siendo la inteligencia y la voluntad
objeto de la enseñanza y núcleo decisivo de la educación humana, no son el primer referente de la acción educativa; pues las
potencias superiores requieren un desarrollo proporcionado de las potencias inferiores para poder operar en plenitud (Altarejos.
2004, p. 199). Así pues, no nos podemos olvidar que la educación humana es integral, pues la persona es “una unidad en su
ser; unidad que se opera mediante sus potencias que se articulan en su actuación” (Altarejos. 2004, p. 199). Por tanto, la
formación humana abarca la dimensión: estética, afectiva, moral e intelectual, conectadas e integradas entre sí, sino, no cabe
hablar de verdadera educación. “La educación debe cultivar al hombre en todas sus coordenadas sin excluir ninguna, abarcar
todos sus meridianos, incluir todos sus paralelos” (Morales. 1985, p. 403)
Sobre el entendimiento y la voluntad
El entendimiento y la voluntad es una cuestión que requiere volver a ella una y otra vez para no generar confusiones,
reduccionismos y, lo que es más importante, dar una visión correcta de la conducta humana. Decimos – se dice – que la
voluntad se dirige siempre hacia aquello que la inteligencia le presenta como bien o, al menos, bajo la apariencia de bien. La
voluntad por sí misma nunca se mueve hacia la acción si no es por la captación intelectual del bien. Esto es así, porque nunca
se quiere aquello que antes no es previamente conocido. En consecuencia, es el entendimiento y sólo el entendimiento quien
pone en movimiento a la voluntad.
De todos modos, es necesario también evitar en todo lo posible aquella falsa creencia que considera la voluntad supeditada,
subordinada, a la inteligencia. La voluntad posee dominio sobre sí misma, en ella está la capacidad, la disposición de seleccionar
o elegir, de querer o no querer el bien o los bienes presentados por el entendimiento como bien nos expresa el Aquinate en la
Suma Teológica. Esto quiere decir que la voluntad, lejos de ser efecto del intelecto, es causa de su mismo obrar, de su elección.
Pero su autonomía no se queda aquí, sino que es ella la que mueve a las otras potencias cognoscitivas, ya sean de orden
sensible o intelectual.
Decía que es necesario alcanzar una correcta comprensión del entendimiento y de la voluntad para evitar aquellas antagónicas
posturas que ponen a una como subordinada de la otra. Tanto el intelecto como la voluntad son dos potencias co-presentes en
el ser del hombre que interactúan entre sí. Es muy importante tener en cuenta este concepto para no desvirtuar la esencia real
de ambas potencias. Es cierto que la inteligencia mueve a la voluntad a modo de fin, presentándole ese bien a alcanzar y nadie
discute que el intelecto es la causa final. Pero no es menos cierto que la voluntad mueve a la inteligencia y a las demás
potencias cognoscitivas aplicando la inteligencia a la consideración de su objeto; por tanto, decimos que la voluntad es causa
agente del intelecto, es decir, la voluntad mueve a la inteligencia para conocer mejor aquello que ya conoce y quiere.
Entender bien la con-causalidad del intelecto y de la voluntad es de suma importancia para comprender el acto de fe, que en sí
es un acto del entendimiento movido por la voluntad mediante el cual creemos en una verdad no evidente por sí misma o en sí
misma. Y es que la verdad y el bien, que son trascendentes distintos, se dan a la vez y más en Dios.
Educación de la voluntad
Para educar la voluntad también se debe tener en cuenta que los actos de la inteligencia y de la voluntad –como se mencionaba
en párrafos anteriores- están íntimamente relacionados. Por tanto, lo que se persigue es que el que aprende entienda y quiera a
la vez lo que hace. Sin embargo, aun estando relacionados los actos de la inteligencia y de la voluntad, la educación de cada
una se denomina de modo distinto: cuando se incide en la educación de la inteligencia, se denomina formación de hábitos
intelectuales y cuando se incide en la voluntad, se denomina formación de virtudes, pues, difieren en el modo de adquirirlas.
Así, cuando se habla específicamente de educación de la voluntad lo que se pretende es ayudar a adquirir virtudes, y ésta “es la
finalidad de la enseñanza en la medida que pretenda ser educativa, pues a través de ellas el ser humano crece en la posesión
de sus actos, lo que constituye la médula de su perfeccionamiento personal. La formación de hábitos operativos buenos o
virtudes con la ayuda de la enseñanza es la esencia de la educación; y siendo las virtudes perfecciones intrínsecas de las
potencias humanas, la educación se realizará según la capacidad de actualización de éstas” (Altarejos. 2004, p. 197).
Una persona con voluntad bien educada será eficaz y constante en querer el bien, tenaz frente a las dificultades, y capaz de
gobernar y encauzar sus pasiones. Allí radica su importancia. Pues, “a una voluntad constante nada se resiste. El tímido se hará
decidido y audaz. El apático se convierte en activo. El carente de iniciativa y responsabilidad, aguzará su ingenio, intentará
soluciones atrevidas” (Morales.1987, pp.242-243).
Y ¿Cómo educar la voluntad? Educar la voluntad no es una tarea fácil, pues, no solo depende de quién educa, sino también de
quien es educado. Además, se trata de un proceso gradual y progresivo: “una voluntad recia no se consigue de la noche a la
mañana. Hay que seguir una tabla de ejercicios para fortalecer los músculos de la voluntad, haciendo ejercicio repetidos y que
supongan esfuerzo” (Aguiló. 2001, p. 130).
Sin embargo, no es una tarea fácil, implica determinación, firmeza en los propósitos, solidez en las pequeñas metas, no
desanimarse ante las dificultades, teniendo en cuenta que todo lo grande exige renuncia; todo esto requiere una paciencia
infinita del estudiante, así como del educador, pues, la educación de la voluntad dura toda la vida. Por otro lado, se debe
considerar también, la personalidad propia de cada educando –no todos responden al mismo ritmo-; por tanto, los cambios se
van dando en función de la persona a quien se educa. En la educación de la voluntad también se hace necesaria la colaboración
de los padres, especialmente en la niñez y adolescencia, hasta que poco a poco cada uno adquiera la responsabilidad de la
autoeducación.
La libertad humana.
La libertad es un valor primordial, ya que permite que los demás valores existan. Aunque los medios de comunicación, los
políticos o la escuela hablen sobre este valor, definirlo no es tan fácil pues existen distintas formas de concebirlo y ejercerlo. En
principio, la libertad es la situación donde uno tiene la posibilidad de actuar o no sin interferencias, presiones, ni constricciones.
Ahora bien, la libertad no puede ser absoluta o ilimitada. ¿Estás de acuerdo? El propio marco legal que establece y garantiza las
libertades es, al mismo tiempo, uno de sus límites. Pero las leyes no son las malas de la película; no existen para darnos dolores
de cabeza, ni estorbarnos; existen para demarcar el sentido y alcances de las libertades mismas, para que su ejercicio por parte
de unos no menoscabe el derecho de otros; existen, pues, para que podamos convivir los unos con los otros en libertad. Por eso
no se vale evadir el cumplimiento de la ley.
En otro sentido, la libertad significa que cada quien puede decidir por sí mismo obedeciendo sólo a su propio criterio y no
determinado por otros. Esta definición se orienta más hacia la autonomía que cada uno tenemos, por ejemplo: la de vestir como
me gusta o elegir el credo que quiera. Así, mientras que en el terreno individual la libertad entraña la capacidad de auto
determinarnos y autogobernarnos, en el ámbito social la libertad remite al derecho y a la consiguiente responsabilidad de
participar en las decisiones colectivas, como la formación de gobiernos, la discusión de las leyes y la elaboración de las políticas
públicas; sólo participando de esta manera puede decirse que al obedecer las leyes y a nuestras autoridades nos estaremos
obedeciendo a nosotros mismos.