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Nos encontramos, como seres humanos, desde un inicio y hasta el final de nuestras
vidas, vinculados radicalmente a la verdad. Desde que tenemos uso de razón, la
verdad nos importa e interesa. Y mucho: nuestra vida misma se podría mirar como
una permanente búsqueda de ella. Así lo constata Aristóteles: todos los hombres
desean por naturaleza saber29. Desde nuestros primeros años comenzamos una
búsqueda que durará toda la vida. Con la primera curiosidad infantil, en la cual se
desea vivazmente la percepción sensible de cuanto sale al paso (por la vista, el
oído, el olfato, el gusto y el tacto), vamos buscando conocer. Luego, una vez
adquirido el lenguaje, vienen las insaciables preguntas de los niños ¿qué es eso?
¿por qué eso es así?30. Esta tremenda apertura al conocimiento, esta auténtica
voracidad, propia de los primeros años del ser humano, muestra cuán
indisociablemente estamos ligados a la verdad, pues incluso en ese entonces
sabemos (de un modo implícito y aún inmaduro, pero no menos real) que lo que
queremos es saber lo que las cosas verdaderamente son. Porque, en el fondo,
29Aristóteles, Metafísica, I, 1.
30Cuando, desde nuestra infancia, preguntamos de algo ¿qué es eso? Poseemos una cierta
conciencia previa e implícita de que ese algo tiene un ser propio y que ese ser puede ser
conocido. También, que en la mera percepción sensible que se nos da, no poseemos un
conocimiento completo de lo que algo es, pero tampoco nulo, sino que asumimos la diversidad de
nivel cognoscitivo entre el acto de sentir y el del entender. Lo que hace nuestro entendimiento es
manifestar o patentizar la verdad del ente.
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sabemos que hay una relación entre el conocer y el ser. ¡Y es por eso que queremos
saber! Para saber lo que es, es decir, para saber la verdad.
Captamos así, desde nuestra infancia, que hay una realidad que se nos presenta, y
que podemos llegar a conocerla (saber qué son las cosas, saber las cosas que
pasan, saber las causas de las cosas que pasan, etc.). Y comprendemos también,
de este mismo modo implícito, que es posible mediante el lenguaje decir lo real, y
que, al decirlo, decimos la verdad (y que, en cambio, decir lo contrario a lo real,
constituye o una mentira o un error). Ante esta experiencia primaria es acertada la
observación de Agustín de Hipona: “Muchos he tratado a quienes gusta engañar;
pero que quieran ser engañados, a ninguno”31. Llama la atención en tal sentido la
indignación de los niños ante el descubrimiento de la intención de alguien de mentir,
y su inquietud (e incluso su enojo) ante una afirmación absurda o contradictoria 32.
Esta apertura y fascinación por el conocimiento, y, a la vez, el cuidado que se
aprende a poner ante el asentimiento temerario, y la experiencia de la duda, nos
confirman la citada frase de Aristóteles, respecto al deseo natural por el saber,
entendiendo aquí la palabra natural como un rasgo propio de nuestra especie
humana, que desea siempre, no de un modo excepcional, el conocimiento, y no de
cualquier tipo, sino un conocimiento de la verdad33.
Pero es con la madurez del adulto cuando la mente ya está preparada, en principio,
para hacer un juicio pleno acerca de la realidad de las cosas: con razón se considera
que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los
propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio
propio sobre la realidad objetiva de las cosas34. El niño y el adolescente aún están
más expuestos a confundir la realidad y la fantasía, lo verdadero y lo falso. Pero,
justamente ser adulto es haber madurado hasta superar este problema. Este juicio
propio sobre la realidad de las cosas es imprescindible para plantearse un proyecto
de vida, pues, este sólo se forja a la luz de quién se es, y cómo se situará en el
mundo. El juicio propio sobre la realidad es también imprescindible para el uso
maduro de la libertad, pues elegir libremente debe ser fruto de una reflexión sobre
qué es lo verdaderamente mejor. E incluso para ser creativos requerimos una gran
conexión con lo verdadero, pues la creatividad exige tener presente de antemano,
qué sería algo verdaderamente valioso, o algo verdaderamente bueno, o algo
verdaderamente bello y digno de ser realizado. La vida humana tanto así requiere
la visión de la verdad, y cuando ésta se oscurece, la desorientación y la confusión
en la vida se sufren como una crisis de sentido. Algo fundamental nos falta cuando
no podemos juzgar con certeza acerca de cuál es la verdad, pues la orientación de
la vida se obtiene ante el descubrimiento de la verdadera finalidad de nuestra
existencia.
Así, durante toda la vida humana, desde la infancia hasta la vejez y la muerte, se
tiene una constante relación con la verdad. Tanto es así que de hecho podríamos
calificar qué tan bien estamos viviendo si observamos en qué medida tenemos una
buena relación con la verdad. La verdad es imprescindible para la plenitud. Es la
profunda contemplación y comprensión de las verdades más profundas lo que nos
hace sabios, y lo que nos hace saber cómo vivir bien. Y es la sincera apertura y
valoración de la verdadera existencia de una otra persona la que posibilita el amor
y la amistad hacia ella. Y es por algo que la autenticidad, la coherencia, la
trasparencia, son algunas de las cualidades que más valoramos en las personas;
cualidades que justamente tienen que ver con la relación entre verdad y vida. Y, al
contrario, entre los defectos que más se suelen detestar están la hipocresía, la
adulación interesada, el doble discurso; defectos que denotan falsedad.
36 Agustín de Hipona, Conf. X, 23, 33: “si yo pregunto a todos si acaso querrían gozarse más de la
verdad que de la falsedad, tanto no dudarían en decir que prefieren gozar más de la verdad cuanto
no dudan en decir que quieren ser felices. La vida feliz es, pues, gozo de la verdad (beata vita,
gaudium de veritate)”.
37 Yepes, Ricardo, op. cit, pág. 110,
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o la orientación de su ventana. Su pregunta será una pregunta total: ¿qué es esto?
O, mejor, una que englobe su propia situación: ¿dónde estoy?, ¿por qué he venido
aquí?”38. Habrá momentos así, en que la verdad se nos pierde de vista. Momentos
de desorientación en que parece que hay pensarlo todo de nuevo. Estos momentos
son importantes, porque son ocasión de un gran crecimiento interior. Es el momento
de la filosofía, la cual consiste en buscar la verdad sin presupuestos, sea la que sea.
3. La Objetividad de la Verdad.
Por ejemplo, si quisiera conocer lo que es un árbol, lo que debería hacer es dirigirme
a él, acercarme a él para captarlo. No tendría que inventarle nada, sino que
únicamente descubrir el ser que ya tiene, y que existía antes de ponerme a pensar
en él. Así, poco a poco, es posible que vaya comprendiendo lo que de hecho es el
árbol: que es un ser vivo, que es un vegetal, que se nutre, que crece y otras
características que le pertenecen. Y con esta apertura a su ser, lograré un
La objetividad (remitir a un objeto real, al cual debe reflejar con fidelidad), es una
característica esencial de la verdad. La verdad no es algo que elijamos, ni que
construyamos, ni que nos inventemos, sino algo que descubrimos. Esto es así
precisamente porque conocer es conocer lo que algo es. Y eso que algo es, no se
pone con el acto de conocimiento, sino que es previo a él.
Justamente es por eso que tantas veces nos cuesta trabajo y mucha reflexión el
entender algo, pues no se trata de plantearse livianamente cualquier cosa y darla
por verdadera, sino que se requiere poner esfuerzo hasta hallar lo que
verdaderamente algo es. Muchas veces estamos confusos, muchas veces nos
parece verdad algo que no lo es. El hecho mismo de darnos cuenta que cometemos
errores, que estamos expuestos a él, y el hecho de tantas veces dudar de si algo
es o no es de cierta manera, nos evidencia que en el fondo sabemos que no
debemos ni asentir ni rechazar cualquier cosa a la ligera, pues la verdad no es
cualquier cosa que se nos ocurra, sino que debemos buscar hasta aclararnos y estar
seguros de que algo es así. Pero si la verdad no fuera alcanzable, si siempre y en
todo estuviéramos equivocados, o si cualquier cosa que pensáramos pudiéramos
darla por verdadera sólo por pensarla, ni siquiera podríamos distinguir entre lo
verdadero y lo falso y no sería, por tanto, objeto de búsqueda.
Esta fidelidad a la verdad, como la conformidad al ser real que debe poseer nuestra
inteligencia, está detrás de la antigua definición de la verdad como adecuación entre
la cosa y el intelecto41. Esta definición se debe entender como que, habiendo
primero una cosa (un ser cualquiera), la inteligencia puede y debe asimilar el ser de
ella tal cual es, para que lo entendido sea verdadero. Lo podríamos comparar con
40 Cf. Agustín de Hipona, Sobre la verdadera religión, 36: “la verdad es lo que muestra lo que es”.
41 Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 16, 1: “Adaequatio rei et intellectus”.
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un espejo: éste cumple su función sólo en la medida en que refleja lo más fielmente
posible la imagen de lo que tiene al frente, sin alterarlo, distorsionarlo, ni
oscurecerlo.
Teniendo este rasgo común, hay distintos tipos de relativismo: por un lado, unos
más centrados en la posibilidad del individuo de elegir su verdad como su opción
personal, y por otro, lo que se centran más en el poder de las culturas o sociedades
de imponer una visión determinada de la realidad42. Pero ambos coinciden en esto:
cada cual tiene su propia verdad, que no necesariamente es la misma que la de los
demás.
42También a veces se entiende por ‘relativismo’ la conciencia de que cada persona tiene un punto
de vista, o una perspectiva diversa para enfrentar la realidad, pero esto no es necesariamente
contrario a la noción de verdad como adecuación, a menos que se dijera que nadie está nunca
equivocado frente a nada porque todos tienen la razón en todo.
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contradicción’, formulado por primera vez por Aristóteles43. Según este principio,
afirmar algo, y a la vez negarlo (afirmar lo contrario), sería anular lo que uno mismo
dice. Entonces, un relativismo que postulara que todas las opiniones son igual de
verdaderas, tendría que admitir que incluso las que son contradictorias lo son
simultáneamente, con lo cual tendría que admitir la contradicción.
“se nos resiste”, pues tiene su consistencia propia y no siempre es maleable a nuestro antojo.
45 A esta consecuencia llegó el relativismo del sofista Protágoras, quien junto con decir el hombre es
la medida de todas las cosas, también señaló: “infinitamente difiere uno de otro exactamente en el
hecho de que para uno existen y se le revelan unas cosas, para otro otras”(en Platón, Teeteto).
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muchas veces se ha mostrado que una visión aceptada por consenso social ha
resultado ser falsa. Por ejemplo, por miles de años era aceptado por todos que la
Tierra era el centro inmóvil del Universo. ¡Pero era falso! Primero Copérnico y
después Galileo ayudaron a corregir este error de siglos. Entonces, ¿acaso cuando
la casi totalidad de la población mundial aún creía en algo que era un error, estos
científicos no debían refutarlo? ¿acaso no era preferible la verdad?
La tarea de llegar a la verdad muchas veces se nos presenta con dificultades. ¡Por
algo son tan reiterados los errores! Y por algo, respecto de ciertos temas difíciles,
son muchos los que se equivocan. Tantas veces solemos confundir las apariencias
con la realidad. Con mucha frecuencia cometemos errores en nuestras
deducciones. Pero en lugar de desesperar y convertirnos en unos escépticos,
debemos ejercitarnos en poner los medios para acceder con mayor facilidad a la
verdad. Por ejemplo, para prevenirse de gran cantidad de errores nos ayudaría un
estudio a conciencia de la lógica, que es el arte de evitarlos.
Pero también hay otros factores que nos inducen a error, cuyo origen no es
meramente lógico, sino de orden más psicológico y moral. Estos se conocen como
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sesgos cognitivos. Podemos distinguir dos tipos de sesgos cognitivos: los
involuntarios y los voluntarios.
Primero, hay ciertos sesgos cognitivos involuntarios, cuyo origen están en la propia
biografía, en la influencia de la cultura, etc., que a veces nos dificultan una visión
objetiva e imparcial de las cosas. Hemos recibido, desde muy temprano en nuestras
vidas, una serie de enseñanzas, una cierta cosmovisión, y dentro de ellas es posible
que se incluyan ciertos errores. Es cierto que la educación, la cultura, la religión, los
grupos a los que pertenecemos, el testimonio de nuestros seres queridos, etc.
tienen un alto valor en nuestras vidas, pues nos han entregado innumerables
bienes, pero, precisamente por ese gran valor, existe el riesgo de sobreestimar la
capacidad de aquellos de habernos informado bien sobre todos los aspectos de la
realidad. En algún momento, poco a poco, y quizás nunca totalmente, podremos ir
cuestionando la información recibida preguntándonos si aquello era verdad o no. Si
bien debemos gratitud a quienes nos han educado e instruido, también es un deber
por parte del individuo el pensar autónomamente; buscar por sí mismo e ir revisando
las propias convicciones. Porque la verdad es más importante46.
Pero también hay otros sesgos cognitivos en los que se presenta más voluntariedad
(y poseen, por tanto, mayor contenido moral). Contra ellos es importante luchar, por
más que estén profundamente enraizados como malos hábitos. En general, los
podemos identificar como un autoengaño voluntario. Reconozcamos un hecho que
es extraño, pero tremendamente común: solemos mentirnos a nosotros mismos. Es
extraño porque, a primera vista, pareciera imposible: uno sabe que algo es verdad,
y, por lo tanto, no podría uno engañarse a sí mismo forzando la mente a pensar algo
que ya sabemos que es falso. Pero, sin embargo, es muy común: basta mencionar
como ejemplo la tendencia a autojustificarnos cuando sabemos que somos
culpables de algo, o cómo se suele desviar la mirada ante lo que no se quiere ver,
aparentando, ante uno mismo y ante los demás, que no se ha visto aquello que
46 Un testimonio clásico de esta primacía es la frase atribuida a Aristóteles, cuando había refutado
las enseñanzas de su maestro Platón: soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad.
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incomoda. Por un cierto orgullo, tenemos la tendencia a querer tener la razón, y a
no querer ver nuestras propias sombras. Esto nos induce a teñir la realidad con una
mirada impostada y aparente, que cubre nuestra verdadera visión. Porque nos
agrada sentirnos inteligentes, sobrevaloramos nuestra capacidad de juzgar a las
personas, de predecir eventos futuros, y de explicar las causas de sucesos
complejos. Buscamos e interpretamos la información utilitariamente, para que justo
confirme lo que ya pensábamos con anterioridad. Todo esto incide en que tantas
veces tenemos una gran dificultad para aceptar la verdad que se nos presenta,
incluso con evidencia. Como dice el refrán: no hay peor ciego que el que no quiere
ver. Y de ahí la posibilidad de que algo que ya sabemos que es cierto, y que, sin
embargo, por alguna razón no nos gusta o no nos conviene que sea así, lo
neguemos (primero ante nosotros mismos y después ante los demás), traicionando
así la verdad (¡y a nosotros mismos!).
Porque una cosa es conocer la verdad y otra cosa es reconocerla como tal. O, dicho
de otro modo: una cosa es tener, como es propio del ser humano, el deseo y la
capacidad de conocer la verdad, y otra cosa es, una vez que se ha accedido a ella,
asumirla como tal. Pues, como dice Yepes, la verdad sólo se incorpora a la vida del
hombre si éste la acepta libremente. Asimismo, puede rechazarla: no se impone
necesariamente47. Sucede que ciertas verdades nos interpelan, nos desafían y nos
exigen. Algunas realidades que descubrimos exigen de nosotros un cambio, a veces
no menor, y por tanto un gran esfuerzo que no se siempre se quiere asumir de
buenas a primeras. También, por gregarismo se suele imitar al grupo, no queremos
ser rechazados y, simplemente creemos en algo porque mucha gente así lo dice.
Frente a esto, tantas veces reconocer la verdad exige valor, un gran coraje. Y de
ahí el valioso testimonio de valentía de aquellos héroes que, justamente por amor a
la verdad, y por ser perseverantemente consecuentes con ella, han asumido
grandes costos: desde el rechazo y las burlas, hasta encarcelamientos, y la condena
a muerte.
Por eso, podemos decir que la verdad exige de nuestra parte un cierto compromiso,
respecto al cual cada uno de nosotros podría cuestionarse en qué grado lo asume.
Para medirlo, el filósofo estadounidense Robert Nozick, propuso un experimento
mental49, que, agregándole algunos elementos, podemos proponer del siguiente
modo: imaginemos primero que estamos en una situación difícil de nuestra vida, por
ejemplo, haber sufrido un accidente con graves secuelas físicas, o haber fracasado
en algún proyecto importante, y que justo en ese momento, se nos ofrece una salida.
Un neurólogo ha inventado una máquina que nos inducirá en un estado de sueño
profundo y permanente. El neurólogo nos explica que, en este estado, de un modo
ininterrumpido, soñaremos por el resto de nuestra vida sin la menor conciencia de
que se está durmiendo, y que, por lo tanto, ni siquiera nos daremos cuenta de nada
que pase en la vida real y que, de hecho, moriremos en algún momento, pero sin
percatarnos de ello. Además, junto a la máquina que induce el sueño permanente,
el neurólogo nos cuenta que ha añadido un mecanismo preventor de pesadillas, un
Algunos responderán que sí y otros que no, mostrando qué grado de apego a la
realidad tenemos, pero también mostrando un punto en el cual una visión hedonista
de la vida es insuficiente. Si contestáramos que no nos conectamos a esa máquina,
sabiendo que conectándonos a ella nos evadiríamos de los problemas (reales) y
experimentaríamos solamente placer, es porque consideramos que hay algo más
valioso e importante que el placer, y que es un compromiso con la vida real. Y esto
más importante es la verdad. Si lo meditáramos bien, nos daríamos cuenta de que
nada es sacrificable a la verdad, y que, de hecho, si tenemos logros, queremos que
estos sean verdaderos50, que si nos aman y nos dicen que nos aman, que sea de
verdad, queremos amistades verdaderas, y palabras sinceras. ¿Acaso
sacrificaríamos todo por una simulación?
51La misma Wikipedia, como enciclopedia editable por todos sus usuarios es un caso interesante de
analizar desde el punto de vista del valor de la verdad.
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ser aceptada y respetada provisoriamente. Hasta que algo que suene más nuevo
concite más atención momentánea.
52 Arendt, Hannah, Los Orígenes del Totalitarismo, Ed. Santillana, 1998, Madrid, pág. 379.
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g) Y, por último, advirtamos algo más. Tampoco es bueno excederse en la
desconfianza. Los extremos se tocan, y con un exceso de espíritu crítico se podría
llegar al final a la misma credulidad: un cierto espíritu revisionista, al modo de los
genios de la sospecha, puede llegarse a un conspiracionismo, que empieza a dar
credibilidad a cualquier medio que aparezca como alternativo, que anuncie ser el
único valiente para decir “la verdad”. En este espíritu, puede parecer que la verdad
siempre será algo distinto a lo “oficial”, a lo “institucional”, espíritu actualmente muy
difundido en las redes sociales.
Conclusión.
Y aún más, en el contexto de los estudios universitarios nos debe animar una pasión
por la verdad, que se traducirá en un apego a la exactitud en el lenguaje, a la
rigurosidad en las investigaciones, a la honestidad intelectual, y a una seriedad en
la que se percibirá nuestro profesionalismo.
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los que pretenderán, por sus agendas políticas, ideológicas, económicas, etc.
apoderarse de él para manipularlo a su favor. Por eso, cuidar la autonomía
universitaria será cuidar el espacio para la libre búsqueda de la verdad.