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Grita la herida:

la exposición del cuerpo abyecto frente a la imposición feminicida del silencio.

“porque solo el asco detiene a los asquerosos”


La teta asustada, Claudia Llosa (2008)

“Y así la quemada le dará nueva cicatriz que le forjará el cuerpo a voluntad”


Lumpérica, Diamela Eltit (1983)

«Porque solo el asco detiene a los asquerosos»; son las palabras de la protagonista de la
película de Claudia Llosa: una joven que registra la historia de la violación que sufrió su
madre cuando estaba embarazada de ella y escoge como forma de resistencia al abuso
sexual producir una corporalidad repugnante dejando que prolifere en su vagina una
semilla de patata. La materia viva en descomposición se incorpora en el propio cuerpo,
es decir, la contaminación voluntaria del propio cuerpo por lo podrido se erige como la
única manera de romper el esquema del deseo patriarcal y supone sortear las formas de
imposición del poder heteropatriarcal mediante la violencia. [→DIAPOSITIVA 3]

En el terreno literario contemporáneo, escritoras como María Fernanda Ampuero o


Mariana Enríquez se han servido de las relaciones entre la corporalidad y la repugnancia
para cuestionar los modelos de cuerpo entendido este como objeto de consumo y
signado por lo puro, lo limpio y lo bello. Así, estas autoras proponen estrategias que no
únicamente ejercen una resistencia a los modelos hegemónicos, sino que, como la
protagonista de La teta asustada se erigen como forma de supervivencia ante las
agresiones machistas.

Sara Ahmed, en Vivir una vida feminista (2017), arguye que lo que se rompe siempre
está en proceso de devenir otra cosa, por lo que, con estrategias similares a las que
utiliza Gabriela Cabezón Cámara en la novela Romance de la Negra Rubia (2014), que
también presenta a una mujer que se prende fuego a sí misma como acto de rebelión y
resistencia, en el relato “Las cosas que perdimos en el fuego”, que será objeto de
análisis en esta comunicación, Enríquez se vale también del cuerpo quemado para la
representación de un grupo de desposeídos. La presencia explícita del cuerpo quemado
supone el cruce de límites y la aproximación a los bordes posibles de una nueva

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subjetivación, es decir, un devenir-otro a través de la desterritorialización de la
subjetividad femenina patriarcalizada. [→DIAPOSITIVA 4]

La autora escoge para este cuento el título “Las cosas que perdimos en el fuego”, que
parece continuar con la reflexión que plantea la escritora argentina Luisa Valenzuela en
el ensayo “La mala palabra”, donde se pregunta «¿Qué será de nosotras cuando afloren
nuestros rostros ardidos? ¿Quién nos querrá sin máscara, quién en carne viva?»
(Valenzuela, 2001: pág). Para Valenzuela, las mujeres se construyen una máscara de sal
“ardiente, que nos vuelve hieráticas y bellas, pero nos devora la piel”. No en balde, esa
máscara prefabricada quema la piel al deshacerse y deja al descubierto la carne abierta,
la carne viva.

Es precisamente la carne uno de los elementos perdidos en el fuego y, con ella, la piel y
el pelo. Esto lleva a una desfiguración de la carne, del rostro como “el indicador
privilegiado de la diferencia íntima”, a decir de Le Breton (2021: 40), cuya pérdida lleva
aparejada la pérdida de la identidad. El rostro, como factor de individuación, apunta Le
Breton, “funciona como un límite fronterizo que delimita ante otros la presencia del
sujeto” (2021: 33); cuando el factor de individuación desaparece, aparece la
multiplicidad, en este caso, el colectivo Mujeres Ardientes se construye, bajo la óptica
de Beatriz Preciado (2005), como una multitud queer, desviada, torcida, que se dedica a
«la apropiación de las disciplinas de los saberes/poderes sobre los sexos, a la
rearticulación y la reconversión de las tecnologías sexopolíticas concretas de producción
de los cuerpos “normales” y “desviados”» (163).

[→DIAPOSITIVA 5] De un lado, esa pérdida de identidad en algunos casos se lleva hasta el


extremo: lo que se pierde en el fuego también son vidas de mujeres víctimas de la
violencia machista, a las que el fuego y el patriarcado se llevan por delante. De otro, la
aparición de la manada recuerda a los aquelarres, que atraviesan de forma implícita y
explícita todo el texto:

«-Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos
quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices»
(Enríquez, 2016: 192).

Lejos de limitarse a una denuncia de las violencias patriarcales en el contexto actual, de


forma constante la autora recurre a la quema de brujas, que durante buena parte de la

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historia ha condicionado la vida de las mujeres, para desterritorializar la corporalidad
mediante una quema voluntaria que, como refiere la cita de Lumpérica, «le dará nueva
cicatriz que le forjará el cuerpo a voluntad» (Eltit, 1983: 30); esa voluntad de elección
de un cuerpo, directamente relacionada con los procesos de devenir-otro, se articula, por
ello, como línea de fuga de los modelos establecidos por los regímenes de poder.

Frente a la predominancia de la voz para contar la violencia sufrida por las mujeres, la
literatura contemporánea privilegia otros modos de expresión vinculados a la exposición
del cuerpo herido, abierto. Por un lado, la respuesta a la violencia de género deja de
elaborarse a partir de la voz de la víctima y la reproducción de su testimonio -puesto
que el discurso legítimo es el del hombre- para constituirse a partir de una
resignificación de las estrategias utilizadas en los feminicidios. La historia de “Las
cosas que perdimos en el fuego” comienza con la chica del subte, la que sobrevive a la
quema y rompe el silencio al que se ha intentado desterrar a las mujeres, bien
enseñándoles que calladitas están más guapas, bien acabando con sus vidas.

En este relato, el cuerpo habla desde sus heridas frente al silencio que impone el
asesinato machista. Esta acción política se lleva a cabo desde la exposición de modos de
existencia y de corporalidades disidentes que asumen las formas de violencia aplicadas
sobre sus cuerpos, como la única estrategia posible para mostrar la violencia recibida;
las mujeres exponen sus cuerpos como el grito silencioso de una multitud. En este
sentido, esta lectura coincide con los planteamientos de Raquel Olea sobre la novela
Lumpérica, donde el cuerpo se concibe como territorio que se produce en cuanto
expuesto, de tal forma que «productiviza la exhibición del cuerpo mujer como espacio
en el que se inscriben marcas, huellas, acoso, como reversión de una identidad femenina
maquillada por el deseo masculino» (1993: 169). [→ DIAPOSITIVA 6]

La chica del subte frecuenta las líneas de metro de Buenos Aires contando su relato: su
marido la quiso quemar, pero vivió para contar su versión de la historia, contraria a la
que el marido había ofrecido tratándolo como un suicidio. Sin embargo, con la palabra
no basta y la exposición que encontramos del cuerpo quemado de la chica tiene que ver
con una promoción de la repugnancia en favor de un cambio en los estatutos de la
belleza establecidos para las mujeres. Se nos presenta un cuerpo desbordado,
desorganizado y en tajos, en palabras de Deleuze y Guattari, un cuerpo sin órganos, que

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«no es un cuerpo muerto, es un cuerpo vivo, tanto más vivo, tanto más bullicioso cuanto
que ha hecho desaparecer el organismo y su organización» (2012: 37):

«Tenía la cara y los brazos completamente desfigurados por una quemadura extensa,
completa y profunda […] con su boca sin labios y una nariz pésimamente reconstruida; le
quedaba un solo ojo, el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una
máscara marrón recorrida por telarañas» (Enríquez, 2016: 185)

De esta forma, la pérdida de la belleza puede leerse como una pérdida de la losa que
suponen los mandatos estéticos y sociales que interpelan a las mujeres para que, de
forma constante y vitalicia, ostenten un cuerpo sano, bello, deseable, limpio y puro. Al
mismo tiempo que la belleza, se pierde asimismo la organización del cuerpo, que se
presenta en fragmentos de carne abierta.

Como veremos, las Mujeres Ardientes también pierden en el fuego la necesidad de


responder a los estándares de la belleza y, con ello, pierden la posibilidad de ser
deseadas por el otro al mostrarse repugnantes, fuera de la norma, contrarias a los
cánones. Dejar de ser un cuerpo-objeto susceptible de consumo, dejar de ser deseada
mediante la performatividad de la repugnancia no solo es una estrategia de resistencia a
la imagen heteropatriarcalizada de la mujer, sino que se convierte en una forma de
supervivencia ante la amenaza machista.

El desvío de la integridad corporal [femenina] obligatoria

En la introducción al número 3 de la revista Anclajes (2019), Ángeles Mateo del Pino


recoge de Paul Preciado la reivindicación de las multitudes queer por la posición
política que ocupan en la sociedad; lo queer abarca lo considerado desviado y cuestiona
los efectos normalizadores, y «del mismo modo se opone a las políticas de integración
de las diferencias y aboga por una multiplicidad de cuerpos que se alzan contra los
sistemas que los construyen como “normales” o “anormales”» (2019: 2). [→ DIAPOSITIVA
7]

Tras la aparición de la chica del subte, se relatan hasta tres feminicidios que siguen el
mismo patrón: maridos que queman a sus mujeres y, con el beneplácito de la sociedad,
cuentan que se quemaron ellas, bien por descuido, bien por impulso suicida. Ante esta
situación, las mujeres de la ciudad comienzan a organizarse de forma clandestina, y

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hablan desde la posición del insurgente que se encuentra bajo un régimen militar, es
decir, se encuentran fuera de la norma y la contravienen.

«Ahora que había una hoguera por semana, todavía nadie sabía ni qué decir ni cómo
detenerlas, salvo con lo de siempre: controles, policía, vigilancia» (2016: 188); «Silvina
se sentó con la mochila sobre las piernas. […] Siempre temía que alguien le abriera la
mochila y se diera cuenta de lo que cargaba» (Enríquez, 2016: 189)

En este sentido se puede hablar de las Mujeres Ardientes como cuerpos abyectos si
atendemos a los planteamientos de Julia Kristeva (2004 [1988]), que concibe lo abyecto
como aquello que desvía, desencamina y corrompe una ley, en este caso la ley de la
“integridad corporal obligatoria” de la que habla Robert McRuer (2021), por la cual el
sistema hace parecer deseable y necesario responder a los parámetros de la salud
impuestos por el saber médico. En el caso de las mujeres, la integridad corporal
obligatoria trasciende la salud física y mental para acceder al plano estético mediante
los mandatos y estereotipos de la belleza y el cuerpo sexualmente deseable, que se
conciben como condiciones obligatorias para considerar mujeres a las mujeres.

Esta lectura se aproxima a la visión de Monique Wittig (1973) acerca de la


heterosexualidad entendida como régimen político; así, la descripción de movimientos
clandestinos que contravienen las ordenaciones civiles y recuerdan a la experiencia de la
dictadura, vinculan la concepción de los órdenes patriarcales con sistemas dictatoriales
atravesados por el mandato del silencio, de la belleza y de la integridad corporal
obligatoria.

Si bien la abyección se relaciona con las excreciones y los orificios anal, oral y genital,
la polución fundamental, según Kristeva, es el cadáver, centro de la putrefacción y el
contagio de la impureza. Así, entendemos que la abyección no es «la ausencia de
limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un
sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La
complicidad, lo ambiguo, lo mixto» (2004: 11).

De acuerdo con estos planteamientos, en el cuento de Enríquez, la abyección, traducida


en un desvío de la norma se produce mediante el ritual de la quema, en el que una
multitud de mujeres carbonizan su carne, desfiguran sus rasgos y proponen un uso
alternativo de la violencia recibida precisamente para evitar la reproducción de esas
prácticas en el futuro. De este modo, la producción de rechazo en el otro se articula a
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través de la exposición de un cuerpo repugnante y abyecto que responde, de un lado, a
los modos de supervivencia y, de otro, a la desestabilización de los constructos de lo
femenino.

Desterritorialización y devenir-abyecto

Esta manada de mujeres no propone únicamente una corporalidad otra, sino un punto de
fuga en los flujos de deseo establecidos por los poderes hegemónicos, que orientan el
deseo de las mujeres hacia la triada de la belleza, la salud y la pureza (en todos los
sentidos). La producción del cuerpo abyecto se relaciona directamente con una pérdida
de la identidad del sujeto, su desterritorialización. De acuerdo con Kristeva,

[s]i es cierto que lo abyecto solicita y pulveriza simultáneamente al sujeto, se comprende


que su máxima manifestación se produce cuando, cansado de sus vanas tentativas de
reconocerse fuera de él, el sujeto encuentra lo imposible en sí mismo: cuando encuentra
que lo imposible es su ser mismo, al descubrir que él no es otro que siendo abyecto.
(2004: 12)

La desterritorialización de estas subjetividades permite la producción de un devenir


vinculado a la producción de un cuerpo abyecto a través del paso por la hoguera, cuyas
consecuencias más evidentes aparecen en el cuerpo individual de la mujer, pero no por
ello deja de afectar al cuerpo social. A decir de Nora Domínguez, el cuerpo quemado
cambia el horizonte de expectativas de lo humano y de la lectura de lo humano,
ampliando sus límites y modificando sus implicaciones políticas, éticas y estéticas.
Según esta autora, «el sacrificio sirve a los efectos de cruzar varias líneas: la de las
fuerzas políticas, la de los límites humanos, la de los bordes posibles de una nueva
forma de subjetivación» (2017: 830)

El cuerpo quemado entonces, se convierte en un modelo de corporalidad enarbolando la


herida como estrategia para desequilibrar los andamiajes que sostienen el ideal cuerpo
deseable y entendido como objeto de consumo, cuyas representaciones se basan en la
integridad, la funcionalidad, la salud y la belleza. La piel quemada como herida o rotura
se vincula al cuerpo quemado como la ruptura del modelo de feminidad; por ello, el
quiebre físico y modélico impone el reconocimiento del cuerpo quemado no como una
pérdida de integridad, sino como una cualidad adquirida por ese cuerpo en un ejercicio
de cambio sobre las expectativas de lo humano, en este caso, de lo femenino.

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Abyección y contagio. [→ DIAPOSITIVA 8]

«Hicieron falta muchas mujeres quemadas para que empezaran las hogueras. Es contagio,
explicaban los expertos en violencia de género en diarios y revistas y radios y televisión y
donde pudieran hablar; era tan complejo informar, decían, porque por un lado había que
alertar sobre los feminicidios y por otro se provocaban esos efectos, parecido a lo que
ocurre con los suicidios entre adolescentes» (Enríquez, 2016: 189)

El rechazo a los cuerpos quemados parte de que suponen una amenaza, al sistema y a la
subjetividad producida e impuesta sobre las mujeres; este rechazo tiene que ver con la
posibilidad de contagio de la repugnancia. En Política cultural de las emociones, Sara
Ahmed (2017) plantea una necesidad de contacto vinculada a la performatividad de la
repugnancia, según la cual

El cuerpo queda impregnado justo en tanto impregna al objeto, al aferrarse


temporalmente a los detalles de la superficie del objeto: su textura; sus contornos y
formas; cómo se adhiere y se mueve. Sólo a través de una proximidad así de sensual se
siente al objeto como algo tan "ofensivo" que asquea e impregna al cuerpo. (138)

En este sentido, las acciones que lleva a cabo la chica del subte cuando entra en los
vagones, como besar a los pasajeros, acercarse a ellos, tenderles la mano, etc. ponen al
cuerpo normativo en una situación de tensión que, de un lado, empuja a mirar hacia lo
abyecto y de otro, produce una fuerza de rechazo y horror: «Algunos apartaban la cara
con disgusto, hasta con un grito ahogado; […] algunos apenas dejaban que el asco les
erizara la piel de los brazos, y si ella lo notaba […] acariciaba con los dedos mugrientos
los pelitos asustados y sonreía con su boca que era un tajo» (Enríquez, 2016: 185-186).
El horror ante lo abyecto, entonces, viene motivado por la posibilidad de contaminación
que implica entender la repugnancia como una zona de contacto; en palabras de Sara
Ahmed: «Sentirse repugnado es, después de todo, verse afectado por lo que uno ha
rechazado» (2017: 138)

Asimismo, si atendemos a las relaciones entre grupos sociales presentes en el texto, las
dinámicas de contagio se producen, de un lado, por parte de los hombres, que cada vez
reproducen con mayor frecuencia el patrón de la quema de mujeres; de otro, las
dinámicas de las Mujeres Ardientes se extienden cada vez más, hasta suponer un
problema de estado: una epidemia. Se produce el contagio masivo de un deseo del
cuerpo quemado, abyecto, rechazado, entre las mujeres, en aras de un nuevo modelo de

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belleza ajeno y desvinculado del deseo masculino, y así lo justifican las declaraciones
que la chica del subte dedica a la prensa: «⎯Si siguen así, los hombres se van a tener
que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría
bueno, ¿no? Una belleza nueva» (Enríquez, 2016: 190).

De este modo, se entiende que es en esa exposición, no solo del cuerpo, sino del deseo
de ser quemada, donde se quiebran las expectativas, los márgenes de lo que puede ser y
no-ser:

− Los márgenes que definen la corporalidad femenina al proponer un nuevo modelo, no

solo de belleza, sino de subjetividad, pues el rechazo voluntario a ser deseada cambia
radicalmente los modos en que se ha construido la subjetividad femenina, abocada a
presentarse como objeto de deseo -sexual- ante los hombres.

− Los márgenes de la verdad: ellas afirman que su deseo es quemarse, pero nadie las cree;

al contrario, el discurso de los hombres, que juzgan como suicidio los asesinatos
cometidos por ellos mismos, goza de la legitimidad del propio discurso falogocéntrico y
por ello no es cuestionado. De este modo, se problematiza no sólo la verdad del discurso
falogocéntrico, sino el mismo concepto de verdad: las hogueras se convierten en un
problema de estado, pero el estado sigue sin creer que sea una quema voluntaria, con lo
que se vuelve a imponer el silencio sobre las mujeres desde la deslegitimación de su
discurso y sus acciones.

− Los márgenes sociales: frente a la pasividad que la sociedad muestra ante los

feminicidios, la organización de las hogueras se convierte en un problema de estado; es


decir, el problema de estado son las mujeres quemándose y no la violencia machista.

Conclusiones

Como hemos podido comprobar, el relato de Mariana Enríquez no solo lleva a cabo una
textualización de la resistencia de las mujeres al silencio impuesto por las violencias
machistas, sino que va más allá en una suerte de desterritorialización de las prácticas
que ha orquestado la lógica patriarcal para construir el cuerpo de las mujeres,
proponiendo así desvíos para una resignificación de la belleza, concebida desde los
marcos de la opresión de los regímenes dictatoriales, y cuestionada mediante la

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exhibición del cuerpo abyecto. No obstante, lejos de quedarse en exhibición, estos
cuerpos e identidades anormales, abyectos, se comprenden como como potencias
políticas capaces de desviar la ley y obstruir los flujos que producen la normalidad
(Preciado, 2005: 158); en este caso, la multitud de cuerpos de las mujeres, al llevar en sí
la historia de los procesos de normalización y establecimiento de la feminidad como
construcción del ser-mujer, tienen también la posibilidad de intervenir en los modos
patriarcales de producción de subjetividad.

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Madrid: Kaótica Libros.

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