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Capítulo 1

Cuerpo maculado/cuerpo degradado

Yo buscaba un alma similar a la mía, y no pude encontrarla.


Registré todos los rincones de la tierra: mi perseverancia fue
inútil. Sin embargo no podía estar solo.
Isidore Ducasse, Los cantos de Maldoror, 1970.

1. Cuerpo y deseo marginal

Michael Onfray1 (valiéndose de las palabras de Aristófanes en El


Banquete, de Platón) postula el mito del andrógino como la clave para
desarrollar lo que él denomina la genealogía del deseo. Antepone el
concepto de deseo como falta, al del deseo como exceso y hace hincapié
en esta ausencia o vacío a colmar para concretar en la restauración de
la unidad primitiva aquello que se perdió. Sin embargo, el ámbito del
deseo es sojuzgado por la culpabilidad religiosa que impone un estatus
de orden, replegando el acto prohibido y circunscribiéndolo a ese no
lugar de lo invisible. Cabría preguntarse cuál fue la mecánica de los
dispositivos de poder a lo largo del proceso histórico para lograr siste-
matizar una estructura represiva para controlar la libertad sexual del
cuerpo social.

1. Michael Onfray (2002: 56) cita a Aristófanes en su trabajo Teoría del Cuerpo
Enamorado: por una Erótica Solar.
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El anómalo juega un papel importante como objeto de persecu-


ción y vigilancia, y es en su cuerpo en donde se despliega el aparato mé-
dico con “el anclaje de la psiquiatría” (Foucault, 2000: 154). Aquellas
conductas que sólo detentan una perturbación del estatus moral, forjan
los lineamientos para toda una parafernalia de sintomatología discur-
siva cuyos grandes referentes son los higienistas de principios del siglo
XX con su apología de la eugenesia y la higiene mental. Por otro lado,
la reinstauración de la confesión de los penitentes a cargo de la figura
del sacerdote, aggiorna las viejas metodologías del Concilio de Trento
(1545-1563), depositando en la observación de preceptos la justifica-
ción del acto de cercenar aquello que atenta contra el sentido religioso
y la moral pública.
En este marco social la urbanización moderna al amparo de los
dogmas racionalistas de la Bauhaus genera una fragmentación espa-
cial de distintas calidades edilicias, en donde las autopistas, verdaderos
conectores de la “máquina para habitar”,2 configuran otros espacios re-
siduales e inconclusos, los cuales crecen como heterotopías urbanas
bajo las sombras de los márgenes. Esa pulsión nómade se abre paso
por los intersticios de la ciudad, siendo la calle aquel microcosmos de la
Modernidad, un lugar de errancia sexual, de flujo de masas deseantes
que deambulan, de paseantes de la noche que se encaminan a entablar
comunicación a través de miradas que se captan, se observan de sos-
layo, se miden fuerzas. Todo esto configura una red de asociaciones
nominativas cuyas “nomenclaturas se inscriben en las tramas de los
cuerpos” (Perlongher, 2008: 47).
Surge así una escena bastarda y libidinosa, donde la calle y la ar-
quitectura marginal recrean la escenografía ominosa para el merodeo
de los cuerpos. Es así que sus acólitos nocturnos se distribuyen en la
cartografía sexual urbana, a través de distintos espacios de interacción,
públicos y privados, donde los mecanismos de represión están más
atentos para imponer su jerarquía de salvaguardia del orden social.
En la obra de Copi, el deseo y su vínculo con lo marginal, se im-
pone a través de una sucesión lógica de vivencias contraculturales que

2. Término adoptado por el arquitecto suizo Charles Édouard Jeanneret, más conocido
como Le Corbusier.
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se articulan orgánicamente dentro del relato. El deseo maculado res-


ponde a un impulso tanático, cuya práctica corporal se mixtura entre
los distintos grupos de segregación, donde todo es posible en el reino
de la calle, aquel avatar urbano en donde dos viejas travestis linyeras3
establecen su dominio en un baño público. Fifí y Mimí hacen valer su
estirpe frente al conglomerado de la diáspora social (chongos, crotos,
árabes, zulúes), y quien se les opone es un negro africano llamado
Ahmed. En este espacio residual los estados de inconsciencia son la
fuga necesaria para sobrevivir al pathos reinante y, donde todo es po-
sible, desde la muerte hasta la resurrección, proyectándose una mirada
singular del cuerpo social. Su estatus de los márgenes se sustrae de
la cosmovisión normalizadora y se expande hacia nuevos horizontes
narrativos, en donde el imaginario homosexual es apenas un lazo refe-
rencial para acercar al lector a su poética hiperbólica y desmesurada.

2. Cuerpo maculado/campo de batalla

Según el diccionario de la Real Academia Española una mácula


deviene del latín macŭla, mancha (señal que ensucia un cuerpo) cosa
que deslustra y desdora, engaño, trampa; también se le denomina má-
cula lútea a la zona de la retina especializada en la visión fina de los de-
talles, su degeneración hace que las líneas rectas parezcan onduladas.
Por lo tanto, se podría inferir que un cuerpo maculado es un
cuerpo manchado, deslucido, corrompido, degradado. Si se contrapo-
ne la visión cristiana de lo inmaculado como sinónimo de lo virginal
y en estado de gracia santificante, casi perpetua, estaríamos ante un
cuerpo que necesita de algún tipo de redención para purgarse, dado
su estatus de anomalía, de heterotopía de la disfunción o encarnadura
perturbadora ante el resto del cuerpo social.
Sin embargo, más allá de determinar cómo se configura un es-
tatuto de lo maculado en una sociedad, es necesario distinguir la rela-
ción de dominio que se entabla entre aquellos cuerpos que plantean su

3. Fifí y Mimí, son dos personajes de Las escaleras del Sacre - Coeur, obra en dos
actos escrita en 1986 y estrenada en enero de 1990 en el Théatre de la Commune, con
dirección de Alfredo Arias.
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disidencia sexual; y aquellos otros que establecen una jerarquía de po-


der y amparo, en donde “el insulto es, pues, un veredicto… una senten-
cia casi definitiva, una condena a cadena perpetua” (Eribon, 2001: 30).
Dentro de este sistema de control binario, esos cuerpos disiden-
tes responden a una casta de malditos en términos proustianos que se
reconocen a simple vista, se miden, descifran signos y comportamien-
tos que les son propios, pero a su vez son objetos de burla y sojuzga-
miento de la mirada panóptica de una sociedad ávida del control sobre
el otro.
A estas marcas de estigma social se suma como un valor agregado
“el proceso de medicalización y control de la vida” (Perlongher, 2008:
44), por ser estos cuerpos los portadores identitarios de una pandemia
como el sida4 que hace sus primeros focos de anclaje en el colectivo
homosexual. Es así como se instala una nueva batalla discursiva en tor-
no al orden de los cuerpos y a una mayor necesidad de control de los
dispositivos de moralización y normalización de las uniones sexuales
como lo afirma Perlongher:

Lo característico del Sida no es tanto esa curiosidad panóp-


tica, sino la articulación del saber médico con la resonancia
multiplicada de los “massmedia”. Los efectos de esa expan-
sión por los hilos del “socius” pueden ser paradojales, pero
el saldo tiene algo de deleitación mórbida: a la imagética te-
rrorista de los cuerpos maculados, se suman crudas descrip-
ciones de las vicisitudes del coito anal, de la profundidad de
la eyaculación, de la fuerza de la felación y de la letalidad del
beso, con datos sobre los promiscuos y sus diabólicas perfor-
mances (2008: 43).

Según Deleuze y Guattari,5 un cuerpo sin órganos (CsO) se opone


al organismo, a la organización orgánica de los mismos, siendo ello
apenas un límite, una señal de hartazgo por parte del cuerpo de sus

4. El acrónimo al incorporarse al léxico habitual se suele escribir en minúscula.


5. Concepto desarrollado por ambos autores en Mil mesetas. Capitalismo y
esquizofrenia.
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órganos, desorganizándose y volviéndose ineficaz. En definitiva, un


cuerpo se desmorona por propia voluntad o por la aparición de un
agente externo que como la peste, lo invade y erosiona de “humores
enloquecidos, atropellados, en desorden” (Artaud, 2001: 19), ya que se
desestabiliza hasta su total desintegración.
Dentro de estos mecanismos discursivos que se estructuran so-
bre una construcción de enchastre y torsión de los campos semánticos
se encuentra la obra dramática de Copi, donde un cuerpo se deforma,
se infecta, se desgrana, deviniendo en una poética que convoca al goce
y al suplicio.

3. Hacia una dramaturgia de lo abyecto.

Una dramaturgia como acto de componer, de concordar elemen-


tos en una trama, de organizarlos según una sintaxis disruptiva, se
nutre de todo lo que punza, desestabiliza un orden, aunque no nece-
sariamente se instala sobre el caos o una realidad caótica. Pero si pen-
samos en una dramaturgia de lo abyecto, se está ante una concepción
de mundo que difiere de la normativa general y toma lo abyecto como
un elemento basal en su discursividad.
Julia Kristeva define a lo abyecto como algo cuya única cualidad
es oponerse al yo, es un algo que no reconozco como cosa: “Es algo
rechazado del que uno no se separa, no se protege de la misma manera
que de un objeto. Extrañeza imaginaria y amenaza real, nos llama y
termina por sumergirnos” (2006: 11).
Lo abyecto, aquello cercano a lo perverso, lo despreciable, algo
que corrompe y no admite reglas, parecería llevar al sujeto a un estado
de no gracia, de padecimiento cercano a lo disfuncional. Por lo tanto,
una dramaturgia que se sustenta sobre la idea de un cuerpo degrada-
do, homologado con lo monstruoso –con aquello que rebasa límites y
vehiculizado a través de lo irrisorio– establece cierta complicidad con
lo interdicto y plantea una confrontación con la ley:

El escritor fascinado por lo abyecto, se imagina su lógica, se


proyecta en ella, la introyecta y por ende pervierte la lengua –el
estilo y el contenido–. Pero por otro lado, como el sentimiento
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de la abyección es juez y cómplice al mismo tiempo, igualmen-


te lo es en la literatura que se le confronta. En consecuencia,
se podría decir que con esta literatura se realiza una travesía
de las características dicotómicas de lo Puro y lo Impuro, de lo
Interdicto y del Pecado, de la Moral y de lo Inmoral (Kristeva,
2006: 25-26).

Esta dinámica del no reconocimiento, de hacerse eco de lo si-


niestro (en términos freudianos) como aquello familiar devenido en
otro, es materia prima fundante de poéticas que se estructuran a partir
de un discurrir heterogéneo de la disidencia. Es así que lo abyecto es
un patrón que se reproduce de manera espontánea, como algo que las
mancomuna. Estas se organizan en torno de un menoscabo por parte
del canon, al considerárselas un subproducto de la baja cultura, y des-
acreditando su valor artístico. Como contrapartida, lo que se genera es
un grupo emergente que entabla códigos propios que le son afines por
ubicarse en los márgenes, adoptando dentro de las minorías sus pro-
pios giros emblemáticos.
También cabría destacar el proceso de desmembramiento de sen-
tido que instaura un contradiscurso en el que opera la resistencia a una
enunciación trágica, como afirma Gasparini: “…en Copi podremos ha-
llar una relectura o apropiación del grotesco como poder estabilizador
de la belleza kitsch con que se ornarían los idilios nacionales” (2007:
264). Una prueba de ello es su obra teatral Cachafaz (1981), en la que
lleva al máximo la mutilación de los cuerpos, ya que a través de su hé-
roe orillero y La Raulito, su compañera de saga, hace una apostasía de
las normas de la urbanidad y buenas costumbres. El héroe compadrito
del arrabal mata con el facón del malevaje y hace obra de caridad de la
faena humana, desde su fiesta caníbal hasta la arenga de macho sincero
y justiciero, saltando toda valla de culpabilidad. Cachafaz y La Raulito
no dudan en lacerar y mutilar los cuerpos de sus represores, saciando
de esa manera el hambre del conventillo. En medio del matadero, se
permiten festejar su propio compromiso, con el anillo de un milico,
gesto camp del autor que profetiza, a la manera de una Casandra pos-
moderna, el “matrimonio igualitario”.
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4. Cuerpos que importan

La poética de Copi, más allá de los postulados estéticos, se ins-


taura y se afirma en su propia configuración de un cuerpo que a través
de la operatoria de exponer su lado abyecto desarticula la experiencia
utópica del mismo.
Como destaca José Amícola,6 recién a partir de Foucault se tie-
ne en cuenta al cuerpo como centro de interés en el que se inscriben
con dolor las marcas del género. “Los estigmatizados, cuyos cuerpos
se vuelven, sufrimiento, redención y salvación…” (Foucault, 2010: 15),
estarían a merced de la normatividad hegemónica, la que opera desde
la formación y constitución psíquica de cada sujeto, dicho en palabras
de Judith Butler:

Lo que podría aparecer, al principio, como una serie de nor-


mas pertenecientes a un medio ambiente que opera sobre
nosotros desde el exterior, son, de hecho, las condiciones de
nuestra formación y se abren camino “en nosotros” como ele-
mento de la topografía psíquica elaborada del sujeto (Butler,
2009: 738).

El transgénero y la homosexualidad en Copi no parecen estar


abordados desde el debate político en una primera instancia, ni des-
de su estigmatización. Por el contrario, devienen naturalmente como
cuerpos visibles dentro de su poética, como una representación de su
teatro dentro del teatro. Ni Micheline (La torre de la Defensa) ni Lou
(Las escaleras de Sacre Coeur) ni Irina (El homosexual…) se forjan en
la militancia de sus derechos. Sólo Lou junto a su grupo de amigas plan-
tean una toma de posición ideológica frente a sus propias circunstan-
cias. El acto rebelde más que sustentarse en un discurso se metaboliza
naturalmente en el interior de esos cuerpos. En este discurrir teatral

6. En su trabajo Camp y posvanguardia. Manifestaciones culturales de un siglo fe-


necido, el autor expone en su introducción el concepto de gender (género), como un
principio estructurante y mecanismo social de regulación, además de relacionarlo con
el camp y el kitsch.
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los personajes “están construidos con retazos, son seres proteicos, de


una gran fragilidad” (Rosenzvaig, 2003: 21), cuyos cuerpos resultan de
la extrapolación de sus propios dibujos en la escena. Sin embargo, la
operatoria camp y neobarroca del simulacro, a través de las máscaras
del maquillaje y los cosméticos hace de estos cuerpos un nuevo lugar
que entra en sintonía con “esas poblaciones marginales (…) que de-
marcan grados de ruptura con el orden” (Perlongher, 1992: 42).
Es así, que su teatro apela al juego de la máscara bifronte para
reflejar la mirada censora de los instintos conservadores que apuntan a
negar visibilidad a aquello acordado como obsceno. Copi conjuga estas
contradicciones haciendo uso de una dinámica de pares opuestos en la
inestabilidad de los vínculos, como en La heladera, en donde conviven
en un mismo cuerpo actoral una madre y una hija travesti llamada “L”
devenida en modelo top. Ambas sostienen sus posturas contrapuestas
desde el contrapunto irrisorio del diálogo:

LA MADRE —Terminé por aceptar tu vicio querido.


Sos la hija que hubiera querido tener.
¡Vamos sin rencores, brindemos!
¡Clavémonos una taza de té!
L. —¡Mamá, estás borracha!
LA MADRE —¡Es tu cumpleaños hija!
Tengo una botella de gin en el bolso.
En el camino paré para visitar el panteón familiar,
¿y sabés qué me dijo el fantasma de tu padre? Me
dijo: “No importa que se haya vuelto puto, me dice,
es un buen muchacho, ¡andá a brindar con él por
sus cincuenta años!”.
L. —¡Mamá, estás borracha!

Es evidente que el lenguaje es el campo de exploración y de sor-


tilegio para que un autor instaure lo ilegal, constituyéndolo como nor-
ma. Y es aquel término relegado al lenguaje soez, el que se articula de
manera categórica con la acción. La palabra “puto” adquiere la visibi-
lidad sustentada por un discurso que retoma la teoría queer y que la
aleja de su carga punitiva, de la desvalorización de un sujeto sometido
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que porta una condición infrahumana para aquél que lo denigra. José
Amícola en su trabajo Estéticas Bastardas, hace una comparación en-
tre el término francés “pédé” y su versión castellana “puto”, haciendo
hincapié en el uso que de ambos términos hacen dos autores anti canó-
nicos como Copi y Gombrowicz, y señala:

Es cierto también que en Trans-Atlantyk el personaje del


“Puto Gonzalo” concentra sobre sí toda la carga de discrimi-
nación posible dentro de la homofobia propia de los años 40 y
50 en la Argentina, mientras que el pédé francés de Copi pare-
ce poner en entredicho cualquier discriminación y apuntar a
la vacuidad de cualquier rotulación (2012: 158).

Y, si bien Copi transita la línea maldita que trazaron sus antece-


sores, como Jean Genet y Jean Cocteau, el ser homosexual no asume
una condición trágica, de un cuerpo hostigado y expuesto a las humilla-
ciones, por el contrario, más allá de replegarse se libera de la condena
pública y se exhibe libre de culpa.

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