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Discernimiento vocacional
8 y 10 de julio de 2023
Objetivo:
Los nuevos formadores aceptan el valor del discernimiento espiritual en su propio proceso y
desarrollan habilidades para el discernimiento vocacional de los alumnos en las diversas etapas
de la formación inicial.
En torno al dato primario de la observación de la conducta se han reunido las perspectivas bíblicas y del
Magisterio de la Iglesia en torno al discernimiento de la vocación. Es verdad que estos criterios cuentan tam-
bién con las ciencias humanas, pero su orientación fundamental es la del discernimiento de la llamada como
un don de Dios. Hay que constatar dos datos fundamentales. El primero es de carácter subjetivo. Consiste en
comprobar que en el horizonte del candidato aparecen con claridad los valores vocacionales. La vocación es
ante todo una realidad espiritual. La conciencia de los valores vocacionales es un criterio importante al mo-
mento de valorar la idoneidad de un candidato1. Pero esta conciencia de los valores ha de reflejarse en una
serie de comportamientos que traducen dichos valores en la experiencia práctica y en las relaciones sociales. El
comportamiento objetivo es una prueba, al menos inicial, de que los valores juegan un papel importante en la
dinámica de la personalidad. Al contrario, cuando falta el comportamiento correlativo a los valores uno puede
sospechar la ausencia de los mismos en el horizonte de la persona. Dicho sencillamente y a modo de ejemplo,
se espera de un seminarista que aproveche el tiempo de oración para crecer en su relación con Dios o se espera
de un sacerdote que acuda a asistir a los enfermos. Si este comportamiento existe podemos presuponer que
brota de los valores, pero la ausencia de estos comportamientos, es decir, el seminarista ocioso, que se duerme
en la oración y el sacerdote que se niega a asistir a los enfermos, hacen sospechar una ausencia de los valores.
A la constatación de las conductas correlativas a los valores vocacionales le hemos llamado el dato primario,
porque es lo primero que hay que comprobar.
El concepto de idoneidad. El primer dato que hay que observar en el discernimiento vocacional es la
conducta objetiva del candidato. Es éste el primer criterio de discernimiento, pero también será el último, es
decir, el que se presente a la hora de avalar a un candidato para un ministerio dentro de la Iglesia. La pregunta
que según el ritual de órdenes hace el obispo al responsable de la formación se refiere a la idoneidad que se
manifiesta precisamente en la conducta2. No nos referimos a cualquier clase de conducta, sino a la conducta
que objetivamente recomienda a una persona para asumir un servicio y una responsabilidad en la comunidad.
Por ejemplo, es evidente que, para poder realizar un ministerio de comunión, como el sacerdotal, son total-
mente necesarias las actitudes de tolerancia, diálogo y aceptación de los demás en sus diferencias. Porque de
lo contrario, ese ministro sería fuente de divisiones y rupturas. La conducta objetiva es el dato primario porque
sin una constatación de las conductas mínimas no tiene sentido continuar adelante en el discernimiento voca-
cional. Se trata así de un dato primario en el sentido de ser el primero, pero también en el sentido de ser el
definitivo, el que fundamenta un juicio de idoneidad.
1 Este concepto aparece con claridad en García Domínguez, L. M., Discernir la llamada. La valoración vocacional, San Pablo-
Comillas, Madrid, 2008, 200-202. Insiste en que el primer elemento de la valoración vocacional es la existencia de los valores
vocacionales auto-trascendentes, teocéntricos: Sin tales valores no “hay” vocación, y no existe ninguna madurez psíquica que pue-
da suplir la llamada divina; por eso el análisis de la calidad (o pobreza) de los valores de un candidato pueden explicar generalmente
algunas de las dificultades o perplejidades que muchas veces tiene el sujeto mismo.
2 La presentación de los candidatos en el ritual de la ordenación supone que se ha consultado al pueblo cristiano en torno al
comportamiento del candidato y que éste es un requisito indispensable para ser elegido al ministerio diaconal o presbiteral.
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La aproximación a este primer criterio la haremos, en un primer momento, a través del Nuevo Testamento,
especialmente en aquellos pasajes que reportan la práctica del discernimiento vocacional. En un segundo mo-
mento lo haremos a través del Magisterio de la Iglesia y más específicamente del Código de Derecho Canónico.
Por último, intentaremos una sistematización de este criterio desde el punto de vista formativo, proponiendo
un mapa de conductas objetivas que conviene exigir en los procesos vocacionales. El resultado final de esta
primera parte será facilitar una mayor seguridad en torno a los criterios objetivos del discernimiento.
El término discernir () no es muy frecuente en el Nuevo Testamento. En las cartas apostólicas el
término aparece 36 veces, y en todas ellas tiene un uso similar. Nunca se utiliza en relación con la vocación,
sino en un sentido espiritual, más amplio, referido a la conducta ordinaria de los creyentes. Sin embargo, el
acto de discernir la llamada de Dios y la actitud de discernimiento es una práctica ampliamente testimoniada
tanto en la historia de Jesús como en la vida de la Iglesia naciente. Se puede decir que el discernimiento es una
actitud básica del creyente en el Nuevo Testamento y por ello algo que no debe faltar en la vida cristiana.
El presente estudio depende del análisis del uso del término en esos 36 textos3. Son breves perícopas que
utilizan el término en un contexto exhortativo. Se invita a la comunidad y a cada uno de los creyentes a descu-
brir qué es lo que Dios quiere en su vida. Pondremos atención al común denominador de los textos para com-
prender lo que se quiere decir con esta praxis eclesial del discernimiento de fe, reiterativamente recomendada
en los textos el Nuevo Testamento.
En un segundo momento nos aproximaremos a la práctica de la comunidad cristiana en la elección y envío
de las personas que ejercen diversos ministerios en su seno4. Aquí no se utiliza el mismo verbo discernir, sin
embargo, observaremos que existe una práctica muy abundante que consiste en convocar a la comunidad para
clarificar qué personas tienen que ser enviadas en un momento y situación determinados.
Por último, intentaremos contemplar en la persona de Jesús la misma práctica del discernimiento 5. Prácti-
ca que tiene que ver con la vocación personal y al mismo tiempo constituye una reflexión sobre el llamado de
Dios en la comunidad cristiana.
3 A título de ejemplo se pueden considerar los siguientes textos: Rom 12, 1-8: discernir la voluntad de Dios; 1Cor 11, 17-33: discernir el cuerpo de
Cristo; 1Tes 5, 12-23: examínenlo todo y queden con lo bueno; Ef 5, 1-16: ahora son luz en el Señor; Flp 3, 1-11: un amor que crece cada vez más; Gal
6, 1-10: diversos servicios en la comunidad. Para ampliar más este tema se puede recurrir a J. M. Castillo, El discernimiento cristiano, Sígueme,
Salamanca 2003.
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Aquí los textos abordan directamente situaciones de discernimiento vocacional, por ejemplo, los siguientes: Mt 20, 20-26: los primeros puestos
en la comunidad; Lc 9, 57-62: quién puede seguir a Jesús; Lc 18, 18-29: el encuentro con un hombre rico; Hech 1, 15-26: elección de Matías; Hech 9,
1-30: vocación de Pablo; Hech 18, 24-18: el envío de Apolo; Gal 1, 11 – 2, 10: vocación de Pablo; Tit 1, 5-9: la designación de los presbíteros. Para
ampliar este tema, se puede consultar la obra de J. Delorme, Les ministères selon le NT. Seuil, Paris 1973.
5 Este análisis nos mete de lleno en el tema de la conciencia vocacional de Jesús, un capítulo frecuente en los manuales de cristología.
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la realización de una persona, sino el de la satisfacción de las necesidades de la comunidad, ante las cuales las
personas se ponen al servicio. De modo que la capacidad de discernir es algo típico del hombre cristiano, una
nota característica de su identidad en la vida cotidiana, la cual se realiza ya en un contexto de participación
comunitaria. En cada momento, el creyente discierne a la luz del Espíritu lo que conviene hacer, intentando
hallar la voluntad de Dios y orientando su conducta a favor del bien común.
Estas situaciones diversas hacen referencia al camino de Jesús y a la fidelidad del cristiano a este camino.
Quien lo transita, debe permanecer abierto a su novedad, es decir, hará un continuo ejercicio para descubrir lo
que Dios quiere en cada momento, tal como vivió Jesús, siempre atento a la voluntad de su Padre. La razón
profunda de esta necesidad de discernir es que Dios no impone sus planes. Los sugiere, invita al hombre a ser
colaborador de su proyecto salvífico contando con su capacidad de entender y con su libre determinación. El
discernimiento viene exigido por este juego de libertad y respeto.
El objeto del discernimiento. Los textos señalan que no se trata de un objeto determinado, o de un tipo de
decisiones en concreto. El objeto de esta actitud de discernir es, en la mayoría de los textos, la conducta en su
conjunto y en los detalles que más afectan a la marcha de la comunidad. Hay que discernir todo, en el sentido
de todo el comportamiento, todas las actitudes, el modo de estar y de hacer. Esta anchura de planteamientos
se convierte en la mayor exigencia para el creyente: todo queda abierto hacia la perfección y la bondad de
aquello que agrada al Señor. Porque la meta del creyente es reproducir la bondad del Padre del cielo en toda
su vida.
El discernimiento consiste en un saber práctico, ordenado al comportamiento cotidiano. Refiere a la orto-
doxia que desemboca en ortopraxis. Se trata de saber y esto conduce a obrar de acuerdo a la fe. Un saber que
se traduce en obras objetivas, reales, visibles. Este saber práctico nace de la persona creyente en su totalidad y
no de la simple razón: no se trata de juzgar si las obras son mejores o peores desde un sistema moral. En este
sentido hay que decir que el cristianismo va más allá de un simple sistema moral. Mucho menos se trata de si
tales o cuales comportamientos están permitidos desde un código legal. Este era el tipo de religión de los fari-
seos, de la que se separó radicalmente el cristianismo. Se trata de concretar el principio del amor al prójimo y
de la edificación comunitaria en las circunstancias por las cuales pasa cada creyente y la comunidad, para dis-
tinguir el bien en cuanto es lo mejor en esta situación y no en cuanto simplemente bueno o no malo. El dis-
cernimiento es, de esta manera, expresión de la caridad o amor divino en una circunstancia determinada. Es
un modo muy concreto de seguir los ejemplos del Señor, el cual, siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para
enriquecerlos con su pobreza (2Cor 8, 9). Es un ir en pos de la plenitud del mandato del Señor en cada momen-
to.
En el fondo se busca la ortopatía, es decir, sintonizar con los sentimientos de Cristo, que son los del cora-
zón de Dios, y actuar consecuentemente. Por tanto, al objeto del discernimiento no se accede por la pura lógi-
ca racional, con sólo una parte del hombre. Hay que contar con ella, pero sobre todo hay que subrayar el
compromiso vital de toda la persona. Una conversión que implica a todo el yo, en sus dimensiones racional,
moral y afectiva. La facultad de discernir se experimenta como una atracción, solicitación o seducción hacia un
comportamiento semejante al de Cristo que nace del ser creyente, en la esfera estrictamente espiritual y cris-
tiana, respondiendo a la pregunta: ¿qué haría el Señor en mi lugar en esta circunstancia concreta?
Ortodoxia, ortopraxis y ortopatía remiten al yo holístico, es decir, a toda la personalidad del creyente que
se pone en juego a la hora de elegir y de actuar. Esta complejidad en el modo de comprender y valorar las deci-
siones contiene una gran sabiduría, porque lo que se pone en juego es todo el ser humano y no sólo una parte
de él. Desde este punto de vista habría que criticar severamente los estilos de actuar y decidir que marginan
alguna de las dimensiones de la personalidad, ya sea en el plano de la razón, de la afectividad o de la voluntad.
Al contrario, hay que tender a implicar al yo integral con todos sus componentes, porque este conjunto es el
que hace posible una verdadera decisión humana.
El sujeto del discernimiento. El sujeto es siempre el hombre creyente; se invita a discernir a todos y cada
uno, incluso cuando en los mismos textos se ha señalado que quienes forman la comunidad son pusilánimes,
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débiles o pecadores. Parece que la vida cristiana no es un ámbito donde se pueda uno refugiar en la pereza
mental. Nadie queda eximido del esfuerzo de discernir. No se remite al creyente al dictamen de una autoridad,
o a un código legal, sino a su propia conciencia, que se supone formada para ello. A su juicio personal se remi-
te su comportamiento, un juicio que se entiende cristiano y se da claramente en un contexto comunitario y
eclesial. El discernimiento es hecho por todos y cada uno en el ámbito de la comunidad, siempre con un senti-
do fraterno. El sujeto es una persona que obra movida por el amor fraterno, que actúa a favor de la comunidad.
El discernimiento, como una actitud, es la expresión más auténtica de la pertenencia a la comunidad cristiana
y por ello está a la base del discernimiento vocacional. La vocación se hace concreta y visible en el servicio en
el que la persona pone todo lo que es y lo que tiene en función del bien de la comunidad.
Existe una estrecha relación entre el acto de discernir y la oración, de modo que la presencia de Dios y la
apertura a su palabra de vida garantizan la autenticidad del discernimiento. Este acto se hace en y con el Espí-
ritu Santo. Es una actitud espiritual. Este es un campo importante, continuamente señalado por los métodos
de oración: garantizar que el creyente, a partir de la relación con Dios, y en concreto de la escucha de la Pala-
bra, llegue a un verdadero discernimiento, es decir, a un comportamiento iluminado y guiado por la Palabra
del Señor y por los ejemplos de Cristo.
Hay que insistir en que el sujeto debe ser creyente. Las condiciones para discernir no son otras que ser
propiamente creyentes, es decir, adultos en la fe. De modo que el discernimiento no pertenece solamente a los
perfectos; es realizado por todos, aunque muchas veces lleguen a estar confundidos o incluso sean pecadores.
Llama la atención que no se promueve un estilo dependiente en relación con la autoridad. No tiene que pre-
guntar continuamente qué es lo que debe hacer, al contrario, se promueve la autonomía de las personas en la
comunidad.
Se señala como condición la apertura a los criterios del Señor: no apaguen al Espíritu (1Tes 5, 19), no enga-
ñarse, ser hijos de la luz, para actuar consecuentemente. Nótese el sentido negativo de estas condiciones, de
modo que, evitados esos peligros, todo creyente puede y debe tener la capacidad de hallar la voluntad de Dios
para su vida.
La clave del discernimiento. Los criterios para discernir son siempre específicamente cristianos: juzgar se-
gún la sabiduría de Dios y no según los criterios del mundo (Gal 6, 14); dejarse renovar la mente por el Espíritu
Santo (Ef 4, 23); llevar a sus consecuencias prácticas el principio del amor fraterno, que brota del corazón de
Dios y de los ejemplos de Cristo y es animado por el Espíritu Santo.
La clave fundamental para este ejercicio discernidor parece ser el sentido comunitario-eclesial. Es voluntad
de Dios aquello que edifica o hace avanzar a la comunidad. De esta manera se puede decir que juzgar según el
Espíritu implica un difícil ejercicio que consiste en deponer los propios intereses para elegir siguiendo este
instinto comunitario y fraternal lo que conviene a la comunidad en sus circunstancias históricas concretas. La
persona creyente se ha desligado de la búsqueda de su realización personal para unir su vida al caminar comu-
nitario, a la edificación del Reino. En suma, consiste emprender el camino del éxodo, saliendo de sí mismo y
de los propios intereses hacia una comunidad con necesidades concretas.
Estas necesidades comunitarias, salvada la ley moral, pueden ir más allá de ella, mediando la renuncia a los
propios derechos, en función del bien comunitario: Todo es lícito, mas no todo edifica; que nadie procure su
propio interés, sino el de los demás (1Cor 10, 23ss). De modo que el factor decisivo de las opciones del creyente
no es una ley -lo lícito-, sino el amor -el bien comunitario-.
El discernimiento exige que la persona se sitúe en el amor oblativo o adulto, para que, saliendo de sí mis-
mo, se abra a la dinámica comunitaria. Estas nociones antes que derivadas de la psicología son derivadas de la
fe y del Evangelio. El amor fraterno, signo y reflejo de la caridad de Dios, se configura como la facultad del
discernimiento.
Las señales del discernimiento. En los textos existe una relación íntima entre el acto de discernir y los frutos
del Espíritu Santo. En ellos se reconoce la autenticidad cristiana. Se postula un realismo radical: ante Dios el
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hombre es lo que hace, su conducta objetiva. Los frutos del Espíritu se pueden reducir al amor fraterno, es
decir, a la imitación del Padre del Cielo, que hace salir su sol sobre justos e injustos (Mt 5, 45). Una vida interior
rectamente vivida ha de llevar consecuentemente a conductas cristianas objetivas, y en esas conductas se re-
conoce la autenticidad de la fe. Es el criterio repetido por el apóstol Santiago, según el cual las obras objetivas
muestran la verdad de la fe. Los criterios relacionados con la interioridad tendrán su importancia en un se-
gundo momento. Desde esta perspectiva lo que importa es lo objetivo y observable, no sólo ni principalmente
la intención del corazón.
6 Jn 21, 8 señala a Pedro su futuro ministerio con la expresión: te conducirá a donde no quieras ir. Hech 15, 6-10 presenta a un
grupo de misioneros que están en continuo discernimiento de lo que el espíritu les muestra. Las personas son enviadas por la
comunidad, por ejemplo, en Hech 13, 4 para realizar una misión que les viene dada.
7 Nos interesa especialmente la expresión de Tit 1, 5: falta organizar las comunidades. Esta es la razón para nombrar presbíteros.
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sión los caminos que Dios le tiene preparados. Es muy claro que no se parte de las inquietudes o inclinaciones
del candidato, sino de las necesidades de la comunidad y de la misión. Hay así toda una interpretación del
acontecimiento vocacional en clave de misión, intencionadamente contrapuesta a la interpretación profana de
la dirigencia como cauce de poder y de dominio. Las personas se comprenden como destinadas a la misión,
por ejemplo, en Hech 13, 2: Mientras estaban celebrando el culto en honor al Señor y ayunando les dijo el Espíri-
tu Santo: Sepárenme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado.
En diversas situaciones hay que discernir quién es apto para el ministerio, quién puede predicar o ejercer al
apostolado, quién puede enseñar a otros el camino de la fe, etc. Casi siempre el discernimiento se hace sobre
situaciones de hecho, en las que ya se está ejerciendo un ministerio o un servicio y se quiere legitimar su au-
tenticidad, sea porque existe alguna duda sobre ello o porque se busca la mejor realización de ese servicio. Esta
línea del discernimiento de los ministros enlaza con la tradición del Antiguo Testamento, en el que se invita a
discernir entre los falsos y los verdaderos profetas, y será también testimoniada en la época de los padres apos-
tólicos.
El objeto del discernimiento. Se discierne la vocación en diversos niveles de especificidad, hoy diríamos la
vocación cristiana y la vocación específica, incluso los ministerios concretos. Es llamativo que se pone una
gran atención al primer nivel, el de la vocación cristiana, haciendo ver que el fundamento y el contexto del
discernimiento de la vocación es el verdadero discernimiento de la fe. Esta perspectiva une de modo íntimo el
proceso de la fe al proceso vocacional. El discernimiento de la fe conduce al discernimiento vocacional y en-
cuentra en él su plenitud. Los criterios para ambos casos son muy similares.
Al mismo tiempo, los textos se refieren a ministerios importantes en la vida de la comunidad: los dirigen-
tes, que tienen el encargo de velar por la casa de Dios; los maestros, profetas y predicadores, que tienen espe-
cial importancia en ese momento en el cual la comunidad se expande. Aunque se relatan casos concretos, la
atención se pone en las condiciones que avalan a cualquier persona para ejercer tal o cual ministerio. Es un
momento creativo, en el que se van configurando los diversos ministerios en la comunidad, respondiendo a las
necesidades. De modo que se mira más al ministerio que a la persona: es la perspectiva de la misión.
Así, las vocaciones se comprenden como cauces de participación en la misión y como funciones comunita-
rias en medio de ella. Consecuentemente, se pedirá a quienes ejercen esos servicios, que adapten su compor-
tamiento, en medio de las situaciones que vive la comunidad, para conseguir el bien común. Las vocaciones se
disciernen en diálogo con la realidad histórica, social y eclesial, en esta situación concreta. Es la misma línea
de la teología paulina de los carismas: A cada cual se le concede la manifestación del espíritu para el bien de
todos... para que no haya divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen los unos de los
otros... (1Cor 12, 7). Se trata de una preocupación puntual y concreta, la propia de quien ama y entrega la vida a
favor del bien de una comunidad.
El sujeto del discernimiento. El sujeto del discernimiento vocacional es la comunidad con sus responsables.
La opinión del mismo candidato no es el punto central. A él se le pide solamente la disposición para aceptar,
pero se trata de una decisión que está por encima de su voluntad personal. La razón es sencilla y clara: la mi-
sión es algo importante, que no puede depender sólo de impulsos individuales. En el discernimiento de la vo-
cación se está comprometiendo el futuro de la comunidad y de su eficaz realización, por eso los criterios del
discernimiento miran a la misión. Por otro lado, la misión está en el corazón de la identidad cristiana, como
misión recibida y guiada por el Espíritu. Esta perspectiva de misión marca a la comunidad y también a los in-
dividuos, de modo que todos se ponen en función de ella.
La dimensión de la misión deberá hallarse explícitamente en la mente de quien ha sido llamado, porque
esta conciencia le llevará a dar un matiz bien definido al ejercicio ministerial, modalidad en la que se juega su
calidad evangelizadora. A título de ejemplo volvemos a recordar la hermosa exhortación de 1Pe 5, 2ss: Apacien-
ten el rebaño... no a la fuerza, sino con gusto; no por los beneficios que pueda traerles, sino con ánimo generoso;
no como déspotas... sino como modelos del rebaño. La modalidad que el texto sugiere no se reduce a una exi-
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gencia moral; más bien tiene su fuente en una motivación profunda, capaz de interpretar las propias actitudes
desde la conciencia de ser enviados a una misión y para el bien del pueblo de Dios.
El criterio del discernimiento. Está centrado en el sentido de la misión y en las características de la misión
específica que de alguna manera ya ejerce la persona llamada y recibirá de un modo oficial por la encomienda
de la comunidad. El criterio consiste en poner en práctica una conducta objetiva que sea conforme al ministe-
rio del cual se trata y demuestre, de esta manera, que el motivo para actuar y comprometerse en la comunidad
es un amor semejante al de Jesús. Es verdad que también se señalan cualidades, pero no en cuanto capacidades
personales y mucho menos como fundamento de la opción, sino en cuanto éstas se ponen en acto en relación
al servicio comunitario. Es poner a las personas, sus disposiciones y facultades, al servicio de la comunidad en
un ministerio concreto. Prima un criterio: que la misión se realice de la mejor manera. La realización personal,
los propios gustos e inclinaciones, los propios proyectos pasan a un segundo plano.
El criterio nuevamente es el del amor fraterno, pero concretado y aplicado a las características del servicio
que se va a prestar. Por ello brilla ante todo el valor de la comunión eclesial, de modo que el ejercicio ministe-
rial sea una expresión auténtica del amor fraterno, del espíritu de Jesús. Este criterio lleva el discernimiento al
campo de la conducta práctica y de las actitudes objetivas, aplicable a diversas personas que aspiran a asumir
un ministerio determinado.
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▪ La plena libertad. Es el requisito para que se dé una verdadera decisión humana. Siempre puede la per-
sona crecer en su capacidad de ser libre. Este criterio tiene la característica de un previo, que en el de-
recho condiciona la legitimidad de una opción.
▪ La recta intención. Es el elemento subjetivo de la decisión. Se incluye el tema de las motivaciones. Aquí
lo importante es ayudar al candidato en el conocimiento de su propia intención, que es siempre una
realidad compleja.
▪ La idoneidad. Es el criterio objetivo para el discernimiento. Se basa en la conducta objetiva que avala al
candidato para la realización de la misión, tal como hemos visto en la sección bíblica.
Los tres criterios han sido ampliamente tratados en la reflexión teológica reciente y se reflejan en algunos
de los cánones del Código actual.
▪ Para el ministerio ordenado: Libro II, Del pueblo de Dios, Título III, De los ministros sagrados, Capítulo
I, especialmente los cánones 241 y 242. Libro IV, De la función de santificar, Título VI, Capítulo II, cáno-
nes 1025, 1029, 1030, 1031, 1041, 1051; OT 6; Sacerdotalis Caelibatus 62-72; Ratio Fundamentalis Institutio-
nis Sacedotalis, 18, 22, 41, 43, 46, 49, 63, 67, 107, 109, 111, 115, 119, 148, 158 y 169; 93, 189 y 200; 19, 48, 76, 93,
146, 189, 201, 203, 204, 206 y 209.
▪ Para la vida consagrada: Libro II, Título II, De los Institutos Religiosos, Capítulo III, cánones 642, 643,
652, 656, 689 y la instrucción Potissimum Institutione (1990).
La plena libertad. Cuando el candidato se dispone a realizar una opción, debe gozar de la debita libertas. Lo
más contrario a esta libertad sería obligar o coaccionar al candidato. La capacidad de autodeterminación es
parte fundamental de la identidad del hombre. Pero toda decisión es responsable. Entre libertad y responsabi-
lidad existe una relación de correspondencia mutua. No existe una sin la otra. Iluminados por las ciencias hu-
manas, percibimos cada vez con mayor claridad las limitaciones de la propia libertad y la posibilidad de
desarrollarla. Tradicionalmente se señalan tres condicionamientos que conviene atender:
▪ El conocimiento suficiente. Sin el conocimiento de lo que se elige no es posible el verdadero ejercicio de
la libertad responsable. De aquí se deriva la exigencia de una preparación esmerada de los candidatos
que les lleve a conocer el camino vocacional concreto, no sólo en el nivel teórico, el de su contenido
teológico o carismático, sino también en lo que se refiere a la vivencia cotidiana de los valores vocacio-
nales y a los compromisos de vida inherentes a la vocación que van a elegir. Parte de este conocimiento
son las condiciones reales de la Institución, con sus valores y limitaciones.
▪ La autonomía. La libertad viene condicionada también por la capacidad de autonomía. Se trata de que
la persona goce de la capacidad de autodeterminación que la haga verdaderamente responsable de sus
decisiones. No hay autonomía cuando existe dependencia de otros o de circunstancias determinadas
que comprometen la elección. Quien debe tomar la decisión es el mismo candidato, por eso se le pide
una solicitud personal firmada de puño y letra.
▪ La obediencia. Supone un acto de suprema libertad, e implica los dos elementos anteriores: conoci-
miento de la materia de la obediencia y autonomía para tomar una determinación. En el proceso voca-
cional juega un papel preponderante la obediencia a la voluntad de Dios que se manifiesta a través de
diversas circunstancias y consiste en la sumisión voluntaria al ideal propuesto por la Iglesia a través de
esta institución. Esta obediencia no anula, sino que amplía la propia libertad porque especifica su cam-
po de acción.
La recta intención. Se define en nuestro caso como voluntad firme y pronta para aceptar consagrarse para
siempre al Señor (Pablo VI, Sumi Dei Verbum). Este es el elemento subjetivo, que es experimentado por el suje-
to como paz y coherencia interna. Podemos distinguir dos sentidos de la recta intención:
▪ Intención auténtica. Se dice que la intención es recta cuando el sujeto expresa con autenticidad el mo-
tivo o motivos que le impulsan a obrar, a elegir este camino vocacional, sin engañarse a sí mismo y sin
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engañar a los demás. Es necesario un camino de maduración personal para que el sujeto llegue a cono-
cer y a formular las verdaderas intenciones de su opción vocacional.
▪ Intención correcta. Pero también el término recta hace referencia a las motivaciones adecuadas y éti-
camente válidas. La recta intención excluye, al menos en el nivel consciente, la existencia de otros mo-
tivos para elegir, como son las segundas intenciones, los intereses económicos, la búsqueda de
privilegios… etc. En este punto también existe un proceso de maduración, por medio del cual el candi-
dato va formulando, cada vez con mayor nitidez, las motivaciones válidas para su decisión.
La idoneidad. Es el conjunto de cualidades que se actualizan en la persona a partir de la conciencia del lla-
mado de Dios y se expresan en su comportamiento objetivo. El concepto genérico de idoneidad engloba aspec-
tos físicos, afectivos, intelectuales, espirituales y morales. El juicio sobre la idoneidad pertenece al ámbito de lo
objetivo, es decir, del comportamiento práctico. Es el juicio que dan los formadores y superiores y se plasma
en un informe. Por este juicio se quiere determinar si existe en el sujeto una disposición verdadera para la gra-
cia de la vocación específica, fundando tal juicio lo más posible sobre razones objetivas. Al inicio del proceso,
este juicio se basa más en las cualidades del candidato, y según va avanzando en el proceso formativo, se pedi-
rá que esas cualidades se vayan traduciendo en actitudes concretas y estables. Así se pueden describir tres cri-
terios graduales:
▪ El de las cualidades. Para el ingreso al seminario menor o a las etapas previas, basta con que el candida-
to tenga las cualidades requeridas y no excluya la vocación específica. La conducta que se le pide, se-
gún va madurando en estas etapas, consiste en que efectivamente aproveche los medios que se le
ofrecen para su formación. Esta actitud fundamental es una expresión del reconocimiento del bien que
ha recibido y de la gratitud con que corresponde.
▪ El del comportamiento comunitario. En un momento intermedio, como la etapa de estudios filosóficos
o discipular, el muchacho ya debe poner en práctica los valores vocacionales al menos en la comunidad
formativa. Que no existan contradicciones evidentes entre el servicio que quiere prestar, la identidad
espiritual que quiere vivir y sus actitudes cotidianas.
▪ El de las actitudes. Acercándose al final de la formación se deben exigir conductas objetivas y estables
que avalen al candidato para el ministerio que va a ejercer. Aquí no bastan las intenciones ni las cuali-
dades, es del todo necesario un comportamiento estable, positivamente comprobado.
Estos tres criterios se complementan armónicamente entre sí. El juicio sobre los mismos recae fundamen-
talmente en personas distintas. La plena libertad puede ser observada de modo privilegiado por el director
espiritual. La recta intención es experimentada especialmente por el candidato. El formador y el superior exa-
minarán con más claridad la idoneidad. Pero el régimen pedagógico de la formación deberá fomentar un am-
biente tal en el que estas tres condiciones sean cultivadas positivamente por los candidatos y se conviertan en
motivos de autocrítica y crecimiento en su proceso vocacional.
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Hemos insistido en esta primera parte de nuestro curso en la conducta objetiva como el criterio primario
del discernimiento vocacional. Tarea del equipo de formadores será elaborar un mapa de conductas objetivas
que se deben proponer y exigir a los candidatos a lo largo del proceso. Evidentemente estas conductas varían
según las circunstancias en las que se realiza la formación: situación social, política, religiosa, cultural… Tam-
bién varían según las características, la edad y la historia de cada persona. Porque los valores vocacionales se
realizan en una situación bien definida y en personas concretas.
El mapa de conductas vocacionales da claridad tanto a los formadores como a los alumnos, porque clarifica
el resultado que todos pueden evaluar. Evidentemente no basta con las conductas, que pueden ser engañosas.
Pero sí son necesarias. Ya analizaremos otros factores que entran en juego en el discernimiento en los capítu-
los siguientes, a los cuales hemos llamado dato secundario y dato terciario. En el lenguaje de L. M. Rulla nos
situamos solamente en la perspectiva de la primera dimensión, es decir, de la búsqueda intencional y cons-
ciente de los valores vocacionales.
Se definen a continuación una serie de criterios de discernimiento de las vocaciones. Estos criterios inten-
tan describir:
▪ Algunas conductas mínimas que pueden ser exigidas en cada etapa del proceso vocacional. Hay que
poner atención a que se pidan mínimos, y no perfiles ideales. Si son mínimos, se pueden exigir a todos.
Los perfiles ideales no dan una orientación real para el discernimiento porque piden cosas que en si-
tuaciones y personas determinadas sería imposible conseguir. Un perfil realista incluso deberá adaptar-
se a las posibilidades de las personas y de los grupos, pero puede ser exigido a todos, estableciendo un
criterio estable para el discernimiento.
▪ Refieren comportamientos objetivos que deberán observarse en el candidato. Se trata así de conductas
evaluables, no de buenas intenciones, ni de deseos, gustos o anhelos. No se trata tampoco de simples
cualidades, sino de las cualidades puestas en acto, convertidas en hábitos. Interesa que estos compor-
tamientos lleguen a ser estables, es decir, no de un momento, sino que constituyan un estilo propio de
la personalidad.
▪ Se plantean siempre para el final de la etapa correspondiente de modo que se supone un proceso peda-
gógico que permita al muchacho ir consiguiendo estos comportamientos. Desde el punto de vista for-
mativo lo que interesa es la evolución de la persona y no un juicio que se hace sobre él y mucho menos
un prejuicio. Lo mejor es que vaya buscándolos de manera intencional y libre, por un proceso de de-
terminación espiritual.
▪ Se formulan en presente, siguiendo el método prospectivo, como si ya estuviesen realizando las con-
ductas, con el fin de que se visualice mejor el resultado esperado.
▪ Se trazan líneas horizontales de criterios en torno a la misma materia, para que se observe mejor su
gradualidad.
El hecho de que falte alguno de estos comportamientos no es tan significativo como cuando faltan varios
de ellos. Los criterios se proponen para cualquier vocación, aunque algunos de ellos se pueden referir más
expresamente a la vida sacerdotal o a la vida consagrada. No se pretende presentar una lista exhaustiva, sino
sólo algunas líneas concretas que sirvan para el discernimiento de la vocación. Cada equipo de formadores y
cada institución deberán formular los criterios que son más significativos en el ámbito concreto de su carisma
y de su misión.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Formación básica I
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Una persona que se siente llamada por Dios puede percibir y vivir la vocación desde tres perspectivas 8. La pa-
labra “perspectiva” parece adecuada en el sentido de que refiere un punto de vista, una capacidad actual de
situarse. Nos referimos a lo que el sujeto puede ver y, consecuentemente, a la dinámica interna que se da en él
cuando intenta responder a la llamada de Dios.
La primera perspectiva es la de los valores. Se da cuando la persona elige como objeto de su opción una
serie de valores objetivos y revelados, es decir, valores que brotan del evangelio y de los ejemplos de Cristo y
definen la vocación específica, que es el objeto de su opción. Solamente cuando aparecen estos valores de un
modo existencial en el horizonte de la persona, podemos decir que existe la vocación como un don de Dios.
Esto supone que goza de la libertad suficiente para tender hacia los valores y no hacia otros fines. A esta ten-
dencia y esta opción por los valores se le llama autotrascendencia porque el sujeto se trasciende a sí mismo en
un continuo esfuerzo por vivir un ideal. Existe una autotrascendencia natural que consiste en el camino de
superación personal en torno a unos valores y una autotrascendencia específica de la vocación cristiana. Ésta
se da cuando el objeto de la autotrascendencia son los valores revelados. En este caso, la dinámica por la cual
se tiende a los valores es propiamente espiritual: implica una mística, es decir, un modo específico de unión
con Dios, de seguimiento de Cristo y de pertenencia a la comunidad, y una ascética, es decir, un esfuerzo espi-
ritual concreto que pone el hombre para llegar a ser en la línea de los valores. Es importante verificar que los
valores aparezcan existencialmente en el horizonte del candidato. Esto significa que tales valores no son sólo
comprendidos sino, a su modo y desde sus limitaciones, también son vividos. Los cuadros de comportamien-
tos que cerraron el capítulo anterior suponen y exigen esta dinámica interna de la personalidad. Si efectiva-
mente existen los valores en el horizonte de la opción vocacional, podemos hablar de virtud cuando la persona
los pone en práctica establemente, y de pecado cuando hay una infidelidad a dichos valores. Esta es la perspec-
tiva en la cual se sitúan los textos del Nuevo Testamento, según ya se ha explicado.
Pueden darse tres situaciones de la persona en esta perspectiva:
a) La del que desconoce el contenido objetivo de los valores. Es la persona no evangelizada, pero de buena
voluntad. Por ejemplo, el que quiere ser sacerdote porque quiere ayudar a los demás. No comprende sufi-
cientemente el ideal vocacional que se propone, pero con una gran libertad opta por ofrecer su vida. No
hay autoengaño, sino ignorancia. Ayudar a los demás es algo importante en la vida sacerdotal, pero eso no
es todo. Necesita ser evangelizado para que pueda optar con mayor conciencia de lo que elige. Esta es una
razón importante para proponer un proceso amplio y profundo de discernimiento vocacional.
b) La del que comprende y proclama los valores, pero no los pone en práctica porque no cuenta con la de-
terminación espiritual que es necesaria para ello. Es el caso de quien ha crecido en un ambiente cristiano,
pero necesita un proceso de conversión personal. Puede ser el caso de un muchacho que ha pasado por
etapas previas, como el seminario menor. Tiene una idea muy precisa del contenido de la vocación sacer-
dotal, pero le falta determinación para abrazar ese ideal en la práctica. No hay autoengaño, sino negligen-
cia. En este caso necesita una profundización espiritual. Conseguir esta determinación puede ser el
objetivo más importante de su proceso de acompañamiento vocacional.
8Estas tres perspectivas son llamadas por L. M. Rulla “dimensiones”. Vienen descritas en Antropología de la vocación cristiana.
Vol. I: Bases interdisciplinares, Ed. Atenas, Madrid 1990, 154-189 y 293-295. También se encuentra una descripción sintética en
García Domínguez, L. M., Discernir la llamada. La valoración vocacional, Ed Paulinas, Madrid 2008, 86-89 y 139-167.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
c) El que conoce objetivamente los valores, aunque siempre con limitaciones y, en la medida de ese cono-
cimiento, los pone en práctica. En tal caso, muestra las actitudes que le avalan para la opción vocacional.
La segunda perspectiva es ambigua. Aparecen los valores revelados en el horizonte del sujeto, pero se ha-
llan mezclados con otro tipo de intereses que intenta satisfacer al mismo tiempo. Es una perspectiva ambigua
precisamente porque existe esta mezcla. En esta situación, la persona no goza de la libertad suficiente para
tender nítidamente hacia el valor porque está pendiente a la vez de la satisfacción de otros intereses. No es
suficientemente libre para elegir el valor porque necesita liberarse de ciertas ataduras. Por ejemplo, quiere
vivir el perdón de las ofensas según el modelo de Cristo, pero al mismo tiempo necesita ganar la simpatía de
los demás porque teme quedarse solo. ¿Qué le mueve realmente, el valor objetivo del perdón o el temor a la
soledad? La situación se complica si se añade el dato de que los valores son buscados conscientemente, pero
los otros intereses permanecen en el inconsciente. El sujeto no percibe con nitidez ese otro interés, pero está
funcionando realmente en su determinación por el valor. En esta segunda perspectiva hay autoengaño. Por eso
es necesario un trabajo sobre sí mismo para llegar a optar más nítidamente por el valor. El resultado no será el
de la primera perspectiva, sino el de quien, habiéndose hecho consciente de su tendencia a satisfacer otros
intereses, tendencia que permanecerá en su personalidad, se sabe más libre ante dicha tendencia y aprende a
optar por el valor.
Desde esta perspectiva se pueden dar dos situaciones:
a) La del que, habiendo desenmascarado el engaño, opta por el valor, conociendo su tendencia contraria a
ese valor. En este caso elige un bien real. Hay un discurso sobre los valores que se contrasta con las propias
tendencias, dando por resultado una libertad suficiente para vivir el valor.
b) La del que, permaneciendo en el autoengaño, elige sólo un bien aparente, porque lo que realmente fun-
ciona es la satisfacción de otros intereses. Hay un discurso sobre los valores y un comportamiento aparen-
temente acorde a ellos, pero en realidad está satisfaciendo otras tendencias o intereses que permanecen en
el sujeto, aunque él no lo sepa. Los intereses que satisface no son totalmente contrarios al valor, pero en-
turbian la opción por él.
La tercera perspectiva es utilitaria. La aparente opción por los valores es utilizada para otro fin. La perso-
na puede comprender los valores y creer que ha optado por ellos, pero realmente los está utilizando para grati-
ficar necesidades contrarias a esos valores. Lo que existencialmente aparece en su horizonte no es el valor, sino
la gratificación de su necesidad. Por ejemplo: un muchacho que opta por el ministerio ordenado para huir de
la relación con las mujeres, porque teme repetir la experiencia de dominación y sometimiento que vivió duran-
te su infancia. Si en la perspectiva anterior se vislumbraba el valor junto a otro interés, en esta tercera perspec-
tiva ya no aparece el valor, sino otro fin. Utiliza el valor como un escudo para defenderse de la toma de
conciencia de una necesidad cuya gratificación aparece como contraria al valor. La libertad del sujeto para
optar por los valores es muy limitada, vive como esclavizado por la gratificación de necesidades que difícil-
mente podrá postergar. Aquí pueden existir tres situaciones:
a) Puede utilizar la opción por los valores conscientemente. Entonces podemos hablar de deshonestidad.
El acompañante tendrá que confrontar tal situación, de modo que la persona asuma su responsabilidad
y abandone el camino vocacional o corrija el camino. Por ejemplo, un muchacho que quiere ser sacer-
dote para vivir una vida cómoda. Los valores sacerdotales no aparecen en su horizonte ni en su con-
ciencia. Lo que le importa, y así lo manifiestan sus actitudes, es la comodidad que puede conseguir
interpretando el sacerdocio como un modus vivendi.
b) Puede utilizar la opción por los valores inconscientemente. Aquí hay un autoengaño más profundo,
que hiere la opción por los valores en su misma raíz. En la medida en que esta realidad se haga cons-
ciente, la persona podrá caminar hacia una ampliación de su libertad. Pero es difícil que llegue a con-
seguir una libertad suficiente.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
c) Puede utilizar la opción por los valores compulsivamente. La limitación de su libertad llega al grado de
que esta utilización es mecánica, rígida. Estamos hablando de una persona que es incapaz de postergar
la gratificación de sus deseos. Esto se nota en la rigidez y la repetitividad de la conducta, en el uso pri-
mitivo de los mecanismos de defensa, en una incapacidad de responder ante la realidad. Son los sín-
tomas de una enfermedad psíquica.
Parte de la tarea del formador consiste en detectar en qué perspectiva se sitúa la persona que pretende ha-
cer una opción vocacional. Lo más ordinario será la segunda perspectiva, que viene caracterizada por la ambi-
güedad. Si la mayor parte de los procesos vocacionales se dan desde esta perspectiva es necesario hacer
procesos suficientemente largos, para que, al menos inicialmente, se hayan afrontado estas dinámicas internas
en el inicio de la decisión vocacional.
Ya ha quedado claro que la conducta es el primer criterio del discernimiento vocacional. El don de la gracia
se hace vivo y concreto a través de comportamientos prácticos; las actitudes de las personas llamadas y envia-
das por Dios son al final lo que importa. Pero este don se hace realidad en una persona con toda su compleji-
dad, llena de fragilidades y contradicciones. Por eso, al mismo tiempo que la persona se esfuerza por conocer
los ideales por los que merece dar la vida, ha de hacer un camino, no menos intenso, hacia el conocimiento de
sí misma. Este camino hacia el propio conocimiento es uno de los datos más comunes en los autores espiritua-
les y místicos. La persona que ha sido llamada por Dios debe llegar a ser consciente de que es un yo. Con su
historia, sus condicionamientos, sus virtudes y defectos. El postulado ideal que ha aceptado como bueno para
sí no le impide, sino que le exige un conocimiento objetivo de su propia realidad. Este es el dato secundario, en
el sentido de que es lo que hay que examinar cuando ya se dan las conductas objetivas.
La vocación hunde sus raíces en una personalidad. Esta breve sentencia implica la percepción del proceso
vocacional como una realidad compleja, dinámica, siempre en vías de crecimiento y con el riesgo constante de
regresiones, necesitada de una continua interpretación. Nos referimos a la complejidad propia de la personali-
dad. A estas raíces profundas de la opción vocacional, que forman parte de la personalidad, se alude cuando se
utiliza el término “motivaciones vocacionales”.
Por motivación se entiende el para qué profundo del comportamiento. Es algo más que los motivos. El mo-
tivo expresa la razón inmediata que mueve a una persona a actuar, pero la motivación expresa la finalidad que
la persona quiere alcanzar por medio del comportamiento. Un ejemplo clarifica la diferencia entre ambos. El
marido se enfada porque su mujer no tuvo la comida a tiempo. La razón inmediata o motivo de esta acción
está en que el retraso le va a impedir dormir la siesta porque quisiera estar despejado para una cita que tiene a
primera hora de la tarde. Sin embargo, hay una finalidad más profunda o motivación que tiene que ver con su
personalidad: por medio de su enfado quiere mantener sometida a la mujer, porque en el fondo se siente infe-
rior a ella y necesita demostrar de algún modo su superioridad. Otro ejemplo: una religiosa que decora profu-
samente el salón de preescolar con abejas y flores para el día de la primavera. El motivo de todo el trabajo que
se tomó es la celebración de ese día, pero la motivación, el para qué profundo va en la línea de la necesidad de
aceptación social, y con ello está exigiendo el reconocimiento que necesita para vivir.
Quizá esta motivación sea intuida por el marido o por la religiosa. Con mayor probabilidad la intuyen la
esposa y los hijos de él y las maestras del colegio de ella. Pero lo más probable es que esta motivación escape a
su propia conciencia, es decir, que no sea percibida por los interesados más que como una sombra, como algo
incómodo, pero sin nombre. Y esto por una sencilla razón: para cualquiera de los dos, reconocer que se sienten
inferiores amenazaría la estima de sí mismos, algo que necesitan para sobrevivir más que el alimento. Por ello
prefieren sepultar estos sentimientos de inferioridad en un desván oscuro, en la penumbra de su personalidad,
de modo que no puedan ser fácilmente identificados. Allí, recluida en la penumbra de su celda, la inferioridad
no es sentida. Sin embargo, su funcionamiento en la personalidad es totalmente eficaz. El marido buscará con-
tinuamente estrategias para imponerse delante de su esposa, o delante de cualquiera. A la religiosa le ocurrirá
lo mismo. Hoy el pretexto es el retraso en la comida, o la fiesta de la primavera, mañana será otro el motivo.
Pero la motivación permanece allí, actuando eficazmente. Permanece porque es algo que les pertenece y mar-
ca su personalidad.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
El dato de las motivaciones vocacionales no escapó a la percepción de quienes nos han precedido. En la
tradición de la Iglesia existieron una serie de métodos, los cuales pretendían un conocimiento y un tratamien-
to de las motivaciones. Todo el proceso ignaciano de detección y confrontación de las afecciones desordena-
das, por ejemplo, tiene que ver con las motivaciones. Curiosamente en la tradición de la Iglesia se pone
atención especial a este tema cuando se trata de discernir la vocación. ¿No es este el sentido de los escrutinios,
que se fundan en la observación de la conducta del candidato, ya sea por parte de sus formadores y superiores,
ya por parte de los fieles, y por ello se hacen las consultas al pueblo de Dios?
Sin embargo, hay que reconocer que estamos pisando arenas movedizas. El terreno de la personalidad es
fangoso. ¿Quién se conoce realmente a sí mismo? ¿Quién ha llegado a confrontar la penumbra de su persona-
lidad al grado de haber lanzado fuera sus propias contradicciones? ¿Para quién no es su propia personalidad
una novedad siempre intuida pero nunca controlada del todo, y esto en las diversas etapas de la vida? El cono-
cimiento de las propias motivaciones nunca se puede lograr del todo. Nos acercamos a ellas, pero permanece-
mos siendo un misterio para nosotros mismos. Un misterio que ha sido mirado con predilección por Dios, por
el cual Cristo ofreció su vida. El examen de las motivaciones vocacionales no puede ocupar el centro en el dis-
cernimiento vocacional porque al final sólo se consigue una humilde aproximación al mundo interior de las
personas. Pero no puede dejarse de lado esta aproximación a las motivaciones, lo más profunda que sea posi-
ble, so pena de vivir en el autoengaño y por ende falsear el discernimiento y el propio camino vocacional.
Vamos a intentar una descripción fenomenológica del hecho mismo de las motivaciones. Intentamos res-
ponder a la pregunta: ¿cómo ocurre este fenómeno en las personas que han optado por los valores evangélicos,
y más concretamente por quienes han aceptado como bueno para sí el ideal del ministerio ordenado?
Dos percepciones del yo. Tenemos una doble percepción de nosotros mismos, es decir del propio yo: la del yo
como trascendente y la del yo como trascendido. La primera es la percepción del ideal, de lo que estoy llamado
a ser. Percibo lo que en germen ya está en mí y es susceptible de un desarrollo. La segunda, es la percepción de
la realidad objetiva del yo, es decir, del yo en su comportamiento, que no siempre concuerda con el ideal. En la
medida en que falta esta concordancia entre la tendencia hacia un ideal y el comportamiento objetivo de la
persona, podemos llamar a esta segunda la parte vulnerable de la personalidad. Se trata de un yo que necesita
ser trascendido hacia valores más altos. Pero al mismo tiempo es un yo que tiene la potencialidad de llegar a
ser en la línea de esos valores, al cual podemos llamar germinativo. Entre el yo germinativo y el yo vulnerable
se establece una tensión que es profunda y dinámica.
Esta tensión, que es típicamente humana y por ello se da en todas las personas, se torna especialmente
aguda cuando el sujeto desea tejer su identidad en torno a valores muy altos, como los de la vocación cristiana.
Entonces, por contraste, se siente con mayor hondura la diferencia entre lo que quisiera llegar a ser con la
ayuda de Dios -ideal de la vida cristiana- y lo que objetivamente soy desde la observación de mi comporta-
miento -yo real-. Una persona situada en las condiciones de una cultura y en un universo de valores que poco
tienen que ver con el camino de la fe, encontrará aún más fuerte este contraste. Nos sirve un ejemplo para
ilustrar esta tensión: He optado por el ideal cristiano del humilde servicio, sin embargo, a la hora de ponerme
al servicio observo en mi comportamiento un estilo que me coloca en la situación de ser reconocido y aplaudi-
do por aquellos a los que intento servir. Si no llega a darse este reconocimiento, experimento cierta incomodi-
dad y tristeza. Soy muy consciente del ideal que persigo, aunque quizá sea relativamente ciego respecto a mi
estilo exhibicionista. Sin embargo, este estilo será observado y sufrido por los demás, especialmente por los
destinatarios de mi servicio. De modo que doy un doble mensaje, por un lado, el del humilde servicio, que me
lleva a servir materialmente y, por otro lado, el de mi actitud narcisista, que exige el reconocimiento, contra-
dicción que muestra un conflicto que llevo en mi interior, que pertenece a mi personalidad y lamentablemente
descalifica mi acción a favor de los demás. Hay en mi comportamiento una parte germinativa, de un valor in-
dudable; pero subsiste a la vez una parte vulnerable, que me esclaviza.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Tropezamos de esta manera con el problema del inconsciente. La motivación profunda de mi actuar esca-
pa a mi percepción, porque el estilo exhibicionista que cultivo es percibido como una amenaza a la estima de
mí mismo y a mi identidad, que ha sido tejida en torno al valor cristiano del humilde servicio. Me pregunto:
¿Cómo puedo utilizar el servicio para exhibirme, si ya he optado libremente por el humilde servicio? Y afirmo
enfáticamente: ¡Esto no me puede suceder a mí! Sin embargo, el estilo exhibicionista que cultivo es eficaz,
automático, casi implacable. Surge así un estilo defensivo, en el cual el hombre no quiere ver aquello que es
casi evidente para los demás. Cuando recurrimos a las defensas, el comportamiento se hace cada vez más me-
cánico, repetitivo, incluso esclavizante. El hecho objetivo es que la persona se aleja gradualmente de los valo-
res que desde el plano consciente anhela vivir. Esto ocurre en lo más visible de su comportamiento.
Este conflicto de la personalidad, que hemos señalado, se hace especialmente agudo cuando se anhelan los
valores cristianos y vocacionales, porque son demasiado altos, y ante ellos cualquier persona hace sombras. Es
interesante constatar que prácticamente todas las personas que optan por ideales altos vivirán este conflicto
interior. Esto quiere decir que todas ellas, de un modo sistemático, deberán realizar un esfuerzo por conocer
sus propias contradicciones si en verdad anhelan caminar hacia el ideal. Se pueden dibujar tres posibles solu-
ciones a este conflicto. Las dos primeras -bien frecuentes en los ambientes religiosos- evaden el conflicto; la
tercera, lo afronta:
- El idealismo irrealista. Consiste en postular el valor, pero sin confrontarlo con el comportamiento objetivo,
recurriendo a los mecanismos de defensa para no ver aquello que amenaza a la estima de sí. El resultado es
una personalidad utópica, soñadora, incapaz de autocrítica, que no acepta las advertencias o correcciones
de los demás. Aunque postula los valores objetivos no camina hacia ellos, porque su misma opción irrealis-
ta aleja a los valores de su situación personal concreta. No puede crecer porque rechaza la realidad sobre la
que se fundaría su crecimiento. Por ejemplo, un seminarista que anhela vivir la fraternidad con sus her-
manos seminaristas, pero experimenta envidia o celos hacia ellos. Prefiere no aceptarse a sí mismo con es-
tos sentimientos porque le parecen contradictorios con su anhelo de fraternidad. El postulado de la
fraternidad va a funcionar como un escudo protector de su personalidad amenazada. Su comportamiento
fraterno será rígido, acartonado, porque en el fondo le está provocando un conflicto interior. Dará conti-
nuamente mensajes contradictorios: por un lado, el del valor creído y proclamado y, por otro, el de la
realidad vivida, el del comportamiento objetivo.
En el esquema queda claro que la percepción del yo ideal como si fuera la
única verdad del individuo, le impide la percepción del yo real, el cual YO IDEAL
queda como agazapado a la sombra. Se llama una actitud defensiva por- Percibido de modo
YO REAL
que el ideal postulado con tanta brillantez y rigidez defiende al sujeto de defensivo y rígido,
como la única verdad
Percepción
vulnerable
una percepción más objetiva de sí y de sus verdaderas motivaciones. En personal; del yo
me impide ver
el fondo se trata de un falso ideal, porque, aunque se funda en los valores la propia realidad.
objetivos, los utiliza para otro fin relacionado con las tensiones internas
de su personalidad.
- El realismo pedestre. Es la postura contraria. La de quien ha constatado la fuerza de sus necesidades pro-
fundas o la esclavitud a la que le somete su propia personalidad. De tal manera que ha renunciado a los
ideales. Esgrime un realismo que huele a frustración y a derrota. Siente que no tiene remedio, y por ello ya
no aspira al ideal, ha renunciado a él. No puede crecer porque ha perdido de vista los valores por los que
vale el esfuerzo dar la vida. Ha elegido los valores cristianos, quisiera vivirlos, pero comprueba con tristeza
que le son inaccesibles. Un ejemplo: he comprobado que me duermo en la oración. Esto me ocurre una y
otra vez. Al final renuncio a hacer oración porque considero que es insuperable mi tendencia a dormir. Así
que prefiero quedarme durmiendo. He comprobado y aceptado las condiciones del yo real, pero lo hago a
costa de sacrificar el valor, el cual desaparece de mi horizonte perceptivo y de mi proyecto. Este fenómeno
se repite muchas veces en la vida de personas creyentes. Es lo propio de cristianos sedentarizados que han
perdido el dinamismo de su vocación.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Este esquema nos muestra este otro modo de funcionamiento. Es tan fuerte
la constatación de las propias debilidades y contradicciones que me hacen YO REAL
YO IDEAL
percibir el ideal como algo imposible para mí. La realidad objetivada con tan- Puesto en el c entro de la
Percepción
interpretac ión del yo.
ta crudeza defiende al sujeto de la tensión que se produciría si se atreviese a Es tan determinante que
hac e imposible caminar
germinativa
del yo
creer en la posibilidad de vivir el ideal. hac ia el ideal
- El idealismo realista. Es una tercera solución, más integral, que mira a la vez
a los dos extremos, distinguiéndolos con claridad. La persona conserva el postulado del ideal, sin embargo,
reconoce y confronta su comportamiento objetivo, incoherente con el ideal. De modo que, el hecho de co-
nocer con exactitud el ideal, le exige al mismo tiempo conocerse a sí mismo, sobre todo en la parte vulne-
rable que se contrapone al ideal. La confrontación con la realidad le permite poner en práctica los valores,
aunque tendrá que reconocer continuamente los límites de dicha puesta en práctica. Puede crecer porque
establece un diálogo en su interior al que podemos llamar “tensión dialéctica de base”9. El resultado es un
hombre que se percibe siempre en camino, siempre por hacer.
En los dos ejemplos anteriores: Anhelo vivir la vida fraterna, pero a la vez constato mis sentimientos de
envidia y celos. Esto me hace sentir incómodo, pero prefiero confrontar estos sentimientos e incluso com-
partirlos con quien me pueda ayudar, para caminar humildemente hacia el valor de la vida fraterna. He
comprobado mi sueño o pesadez en la oración. Sin embargo, lo comparto con el director espiritual, me de-
jo confrontar aunque sea incómodo y pongo a funcionar los medios que me ofrecen para mantenerme
despierto porque quiero conservar mi opción por el valor de la unión con Dios. No justifico mi situación,
sino que la afronto, de modo que efectivamente camino hacia una vivencia objetiva del valor. Afrontar la
situación es atreverse a sentir la contradicción y a vivir con la incomodidad que esta doble percepción pro-
duce. Es reconocer que, aunque anhelo la vivencia de un valor, no lo poseo y por ello he de procurar una
humilde y creciente aproximación hacia él. La práctica tradicional del examen de conciencia consiste pre-
cisamente en la confrontación de estos extremos que parte de la aceptación de la propia contradicción.
En el esquema propuesto, los dos extremos son per-
cibidos como claramente distintos, incluso opuestos
YO IDEAL
entre sí. La percepción de uno de ellos no oculta al
Percepción
germinativa
sujeto la percepción del otro. Surge como un vector
del yo de fuerza la tensión interna que esta doble percep-
ción provoca. Se llama idealismo realista porque
os
cuenta con ambas realidades y las confronta entre sí.
m
se xtre Propiamente no hay una actitud defensiva, sino una
ba s e s
e
d b o rlo
a m ta
aceptación de que, lo que objetivamente es, no coin-
tic e a fron
c
é d n
al e c o
cide con lo que anhela llegar a ser. Es en esta ten-
d i nt
n ie a
is ó sc lig a sión, y gracias a ella, donde el hombre se puede
n n
Te c o ob poner en camino para aproximarse al ideal.
c e e
m
ha y
e
m
YO REAL
Percepción
vulnerable
del yo
9 La explicación de la tensión dialéctica de base se halla en: Rulla, L. M. Antropología de la vocación cristiana. Atenas, Madrid
1990. 139-140.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
un equilibrio entre la gratificación de las necesidades y la puesta en práctica de los valores. El comportamiento
que busca una gratificación contraria a los valores no es maduro, porque no es humano, al renunciar a la parte
racional de la personalidad. Pero, por otro lado, un comportamiento que no gratifique convenientemente las
necesidades, que se rigiera solo por el deber y el valor, sería igualmente inmaduro, al no responder a una parte
fundamental de lo que el hombre es. De modo que habrá madurez cuando exista el diálogo entre ambas reali-
dades. Como resultado habrá unas actitudes y unos comportamientos que al mismo tiempo ponen en práctica
los valores y de alguna manera gratifican las necesidades. Este es el modo típico de la gratificación que pode-
mos llamar humana, que produce una doble satisfacción, la de la necesidad colmada y la del valor traducido en
la personalidad.
Dos esquemas contrapuestos pueden ayudar a comprender mejor la integración de estos elementos direc-
tivos de la conducta.
En el primero se presenta la gratifi-
TIFICACIÓN COMPULSIVA cación compulsiva, un modo de com-
LA GRA
portamiento que se rige por la tensión
Gratificación inmediata natural que provocan las necesidades y
llevan a la persona a buscar su gratifi-
cación, para conseguir el equilibrio
CONDUCTA homeostático. No hay una referencia
NECESIDADES ACTITUDES
explícita a valores de tipo racional. Es
una simple satisfacción de la necesi-
dad: siento sueño, entonces duermo;
No hay libertad para postergar la gratificación
siento deseos de sobresalir, me exhibo.
La conducta es la resolución espontá-
nea, instintiva, de esta tensión.
REFERENCIA
AC IÓN EN A LO
FIC SV
ATI ALO
GR R
ES
LA
VALORES
En el segundo esquema se presenta
otra dinámica interna de la personali-
dad. La conducta, que continúa gratifi-
cando las necesidades, es ahora y al
mismo tiempo, expresión de un valor
CONDUCTA libremente elegido y conscientemente
asumido.
NECESIDADES ACTITUDES
Mayor libertad
para postergar la
gratific ac ión
Para que esto llegue a ocurrir así, es necesario un nivel de conciencia del valor, es decir, que el valor apa-
rezca en el horizonte existencial del sujeto y pueda gozar de la libertad suficiente para postergar la gratifica-
ción. A esto sólo se llega mediante un esfuerzo y asumiendo un cierto nivel de renuncia. Este modo de vivir de
acuerdo con los valores, donde la motivación no se reduce a la sola gratificación de las necesidades, es típica-
mente humano porque refleja la capacidad racional de comprender un valor con su contenido simbólico y de
elegir traducirlo en la propia vida.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Lo que es realmente importante y por ello me determina a actuar puede ser percibido de dos maneras: lo
importante en sí mismo, desde un plano objetivo y lo importante para mí, desde un plano subjetivo. La prime-
ra percepción depende de la realidad misma, por ejemplo, las personas son objetivamente buenas por ser hijos
de Dios y son dignas de ser amadas. La segunda percepción depende de la propia experiencia y no siempre
coincide con el valor objetivo de las cosas. En el mismo ejemplo: aunque sé que esta persona es objetivamente
digna de ser amada, es rechazada por mí, porque mi percepción de ella me lleva a sentirla como una amenaza,
como un enemigo.
Estas dos categorías nos conducen a dos elementos dinámicos que entran en juego en nuestras decisiones:
el deseo emotivo y el deseo racional. El deseo emotivo surge de la valoración inmediata de las cosas, tal como
son experimentadas, pero el deseo racional surge de una valoración reflexiva, siempre posterior en el tiempo y
en el proceso de maduración. La valoración inmediata que hacemos de las cosas y las personas se funda en el
juicio me agrada o no me agrada y consecuentemente brota la tendencia al objeto o el rechazo de este. La valo-
ración reflexiva se funda en el juicio me conviene o no me conviene; de este juicio brota una libre determinación
por el objeto. Todavía se puede dar otro paso más adelante, hacia la valoración objetiva del bien en sí mismo:
es conveniente o no es conveniente. En este caso el deseo racional ya no depende de la valoración subjetiva, sino
que se funda en valores objetivos, constituyendo un sistema moral objetivo.
Si el deseo emotivo y el deseo racional coinciden en el mismo objeto, no se plantea un problema. Pero si no
coinciden, la persona experimenta una tensión entre lo importante para mí, que podría gratificar mi deseo
emotivo y lo importante en sí mismo, a lo que tiende mi capacidad racional. Un ejemplo es lo que ocurre con
la consigna de Jesús de amar a los enemigos. La convicción racional de que los enemigos también son hijos de
Dios y dignos de ser amados es bien clara, fácilmente comprensible desde un punto de vista racional. Pero la
percepción del enemigo como alguien digno de ser rechazado e incluso odiado surge espontánea en la sensibi-
lidad, es una intuición que con frecuencia resulta más fuerte en la dinámica de la personalidad que aquella
convicción racional. Lo importante en sí mismo pasa a un segundo plano, quedando patente en el comporta-
miento la motivación en la línea del deseo emotivo. Más que una decisión ponderada, nos encontramos con
una pulsión o inclinación que tiene mucho que ver con el instinto y poco que ver con la razón. Puesto de mo-
do esquemático, quedaría así:
El deseo emotivo
Lo importante en sí mismo no coincide El deseo racional
me hace tender
con lo importante para mí. muestra un valor
a un bien distinto
Se crea una ruptura interior. objetivo
del valor objetivo
En el primer esquema, el yo se haya dividido entre dos objetos a los que tiende al mismo tiempo. Estos dos
objetos pueden ser percibidos más consciente o inconscientemente, pero el hecho real es que dividen al yo. La
conducta así motivada tenderá a satisfacer ambos deseos, lo cual será muy difícil o imposible. La persona expe-
rimentará una gran dificultad para poner en práctica los valores.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Lo importante
El deseo emotivo El deseo racional
en sí mismo coincide
señala hacia muestra un valor
con lo importante
un valor objetivo objetivo
para mí
En el segundo esquema el deseo emotivo y el deseo racional coinciden en un mismo objeto. Esto da unidad
a la persona porque encuentra una satisfacción en la realización del valor que ha aceptado como bueno para sí.
Unos ejemplos ayudan a comprender mejor esta situación. Un hombre diabético se encuentra ante una
charola de pasteles. La valoración inmediata que hace ante ellos es se me antojan. Casi automáticamente surge
la tendencia a comerlos. Pero en una segunda valoración juzga: no me conviene. Tiene razones claras y autori-
zadas para hacer este juicio. Sin embargo, la claridad de estas razones no elimina la tendencia que siente hacia
los pasteles. Un seminarista se enamora de una muchacha. La primera valoración que hace es con ella me sien-
to a gusto. Esta primera valoración le lleva a mantener el vínculo con ella. Sin embargo, en una segunda valo-
ración hace este juicio: no es honesto ni coherente con mis valores. La formulación de este juicio no quita la
tendencia que tiene a buscar a la muchacha. Tendrá que tomar una decisión.
Orientación al valor y orientación al rol. Distinguimos entre los valores vocacionales y los roles que los concre-
tan en una circunstancia. El valor es permanente y abstracto. Pero el rol es específico, relativo, transitorio,
circunstancial. Puede estar presente una opción por los valores vocacionales a través de un rol, pero es necesa-
rio que estos valores se lleguen a internalizar directamente. De lo contrario se corre el riesgo de cumplir sólo
los roles, pero sin hacer propio el valor. Por ejemplo, no es lo mismo que un seminarista cumpla con el horario
para la oración a que haga propio (internalice) el valor de la unión con Dios por medio de la oración. En el
primer caso se mostrará “satisfecho” si ha cumplido con el horario; en el segundo caso su mirada irá más allá
del horario, hacia la eficacia y la calidad de su unión con Dios; aprovechará lo que el horario le ofrece, pero su
verdadera satisfacción la encontrará cuando consiga el fin, que es la unión con Dios.
Cuando la personalidad se orienta al rol, tiende a una realización mecánica de ese rol. Defenderá el cum-
plimiento de los roles, lo impondrá rígidamente a sí mismo y a los demás, pero perderá de vista el valor. En el
mismo ejemplo, el seminarista se siente seguro realizando una serie de actos en la capilla, pretenderá repetir-
los mecánicamente en vacaciones, y que su familia y todos sus compañeros lo hagan de la misma manera. Pe-
ro, aun realizándolo todo a la perfección, estará más pendiente de esa perfección que del valor mismo de la
unión con Dios por medio de la oración. Su vivencia del valor no es adaptable a la realidad, más bien aparece
como algo ajeno a las condiciones reales de la vida y por ello es difícil de mantener.
Cuando la personalidad se orienta al valor lo importante es el valor mismo y por ello la puesta en práctica
de ese valor se hará de modo flexible, recurriendo a diversos roles, según las circunstancias reales. La persona
defenderá la puesta en práctica del valor, pero sin imponerlo a sí misma y a los demás. Volviendo al ejemplo, el
seminarista que asume el rol de la meditación en la capilla, pero en vacaciones es capaz de asumir el rol del
rezo del rosario con su abuela, o el de una meditación realizada en la comunidad parroquial. Admite diversas
maneras de acercarse al valor y todas le sirven para este fin, porque está internalizando el valor.
Los diversos puntos de vista presentados hacen ver la complejidad de las motivaciones. El hecho de que
existan contradicciones en la personalidad no es ninguna patología, sino algo normal, sobre todo en los prime-
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
ros años de la formación. Sin embargo, se descubre la importancia de que la persona camine hacia la unifica-
ción entre sus sentimientos, sus afectos, sus emociones y sus valores o aquello que cree. Cuando los valores
que se propone son los del evangelio o los de la vocación específica, se plantean una serie de retos de creci-
miento desde los cuales se vislumbran las posibilidades de la perseverancia y eficacia vocacionales y por ello
ayudan al discernimiento vocacional. Vamos a enumerar estos retos o condiciones motivacionales de la vida
vocacional:
a) Toda opción vocacional supone la adhesión a una serie de valores, pero esta adhesión suele tornarse
problemática cuando no cuenta, de manera realista, con las necesidades objetivas que marcan a la personali-
dad. Porque es necesario encarnar los valores en esta personalidad irrepetible. Por ello no basta con que la
persona se oriente hacia los valores intentando comprenderlos y aceptarlos como buenos para sí. Este es sólo
el primer paso. Es también necesario que vuelva su mirada a las propias necesidades y encuentre el modo
coherente de satisfacerlas. Este movimiento dialéctico entre los valores y las necesidades comporta cierta ten-
sión inevitable, pero es una tensión sana porque le ayuda a traducir los valores en su personalidad.
b) Por el contrario, una afirmación de los valores que niega u oculta las propias necesidades, que no pro-
mueve positivamente el conocerse y aceptarse a sí mismo, tenderá a ser rígida, y en el fondo falsa. Aparente-
mente se ha optado por los valores y se tienen unas conductas que corresponden a los mismos, pero la
conducta tendrá el carácter artificioso de un mal actor en el escenario. Lo que verdaderamente se está satisfa-
ciendo son una serie de tendencias que permanecen y funcionan en la personalidad.
c) Las categorías de lo importante en sí mismo y lo importante para mí, deben llegar a unificarse en una
sola motivación. No parece del todo sano optar por valores trascendentes cercenando los propios gustos, ten-
dencias o inclinaciones. La valoración objetiva de un bien debe llevar, en la medida de lo posible, a cierta sen-
sación positiva, a una satisfacción por elegir ese bien y traducirlo en la propia personalidad. Si la pura
gratificación del “me gusta” no conduce a opciones libres, tampoco parece válida la pura satisfacción del “me
conviene” o del “es conveniente”, en alguna medida se ha de encontrar gusto en lo conveniente. Por el contra-
rio, un comportamiento conducido por la pura conciencia del deber, en el que no existe ningún gusto o satis-
facción personal, resulta sospechoso, antinatural. Tenderá a quebrarse con el tiempo.
d) Es necesario que la persona que emprende un camino vocacional, y esto habrá de repetirse en las diver-
sas etapas del proceso formativo, al mismo tiempo que comprende y acepta el ideal como bueno para sí, pro-
fundice en su propia realidad personal, aceptándose como bueno en sí mismo. A mayor aceptación del ideal,
mayor aceptación de la propia realidad. De modo que la percepción del yo como trascendente y la percepción
del yo como necesitado de ser trascendido se conjuguen en un feliz llegar poco a poco a ser él mismo, es decir,
en un camino de verdadera realización personal en la línea específica de los valores vocacionales. Esto supone
que el hombre se entiende en camino continuo, haciéndose permanentemente. Por el contrario, la persona
que intenta edificar su vida en torno a los valores, pero se niega a profundizar en el conocimiento de sí mismo,
fácilmente tenderá a utilizar esos valores como un escudo que le defiende de sus propias contradicciones. Las
cuales no quedan automáticamente eliminadas sólo porque racionalmente aspire al valor.
e) Conviene verificar que exista una verdadera orientación al valor, de modo que la persona realice ese va-
lor a través de conductas diversas, es decir, de diversos roles, con flexibilidad, y llegue a percibir sus propias
contradicciones y las limitaciones que la realidad le impone con buen humor, adaptándose a las condiciones
reales en las que se hace posible la puesta en práctica del valor. Por ejemplo, es capaz de hacer oración, aunque
no pueda ir a la capilla o no esté situado en el horario comunitario. Por el contrario, resulta sospechosa la acti-
tud rígida, del mero cumplimiento de pequeños roles en la que se adivina una falta de comprensión y acepta-
ción del valor. En el mismo ejemplo, está en la capilla, pero no hace oración.
Desde estas cinco perspectivas nos hemos asomado a un mismo fenómeno. Resumiendo, podemos distin-
guir dos situaciones:
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
La consistencia o solidez con los valores vocacionales nunca se dice de la persona ni del grupo, de modo
que es incorrecto calificar a una persona o a un grupo de consistente o inconsistente. La solidez con los valores
sólo se dice del comportamiento. Esto nos hace descubrir que todas las personas y los grupos adoptamos com-
portamientos más consistentes o menos consistentes o inconsistentes con relación a los valores.
Para percibir mejor la diferencia entre el comportamiento consistente y el inconsistente, pueden servir las
tipologías. Son modos un tanto caricaturescos de presentar el funcionamiento de las consistencias e inconsis-
tencias. Sirven para identificarlas mejor, pero se corre el riesgo de percibirlas rígidamente.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Otra tipología nos ayuda a ver con más detalle las actitudes consistentes e inconsistentes:
Rasgos del consistente:
▪ Tiene la capacidad de enfrentarse con la realidad. No huye, no la niega, no la juzga.
▪ Integra sus necesidades, valores y actitudes vocacionales. La experiencia vocacional es integradora de
la personalidad, y no conflictiva en el plano intrapersonal.
▪ Utiliza sus energías en conquistar objetivos y no las desperdicia en autodefensas.
▪ Es poco propicio a sacrificar los principios en aras del pragmatismo. Es flexible, no agresivo, en la de-
fensa de los principios.
▪ Se inclina al amor altruista y desinteresado; es libre para dar y recibir.
▪ Es realista en la práctica de las actitudes vocacionales. Sabe que hay defectos y límites y, sin embargo,
conserva una visión positiva de sí mismo y de la realidad.
▪ Tiene confianza fundamental en los otros, en sí mismo y en Dios. Las insatisfacciones no minan su
confianza en la vida presente y futura.
▪ Goza de autodeterminación. No crea dependencias con los demás.
▪ Se aproxima crecientemente a los valores vocacionales, dándose a sí mismo una vía de progreso.
Valoración de las consistencias. Hemos insistido en que la inconsistencia nunca se dice de la persona, sino de
sus comportamientos. Sin embargo, es necesario evaluar en qué medida las inconsistencias son centrales y
significativas en el comportamiento de una persona. Dicho de otro modo, si las inconsistencias son más efica-
ces en la dinámica interna de una persona que las consistencias. La centralidad de las inconsistencias se mani-
fiesta en tres síntomas:
- Un descenso de la actividad orientada a alcanzar los fines. Aunque parecen claros los valores no se avanza
con tanta claridad en su puesta en práctica. El proceso parece insatisfactorio, da la sensación de construir
en el vacío. Por ejemplo: Un seminarista que ha dejado de preparar la catequesis argumentando que los ni-
ños no llegan a tiempo. Más allá de su argumento, está el hecho objetivo de que no prepara la catequesis.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
- La consideración por el mismo sujeto, en una evaluación de los atributos del yo, de esa inconsistencia co-
mo superior a la media de las otras consistencias. La persona percibe que algo en ella tiene que ser clarifi-
cado. En el ejemplo: el seminarista se experimenta poco feliz e incómodo en su tarea apostólica.
- La desproporción en los mecanismos de control. La actitud de la persona en relación con el problema es
defensiva. No es tanto que no puede ver, cuanto que no quiere ver. El seminarista que, pese a que ha deja-
do de preparar la catequesis y a sentirse incómodo en ella, no lo reconoce, sino que culpa a los demás de lo
que no funciona y se aferra a continuar en la catequesis.
Parece importante que el formador llegue a percibir estos síntomas, porque a partir de ellos se puede pre-
decir la perseverancia vocacional. Si estos síntomas se repiten en diversas actividades relacionadas con la op-
ción vocacional, ya podemos hablar de inconsistencias significativas y probablemente centrales, que sería
conveniente afrontar.
Modelos de aceptación del rol. También respecto a las instituciones se puede hablar de consistencia o inconsis-
tencia vocacional, según faciliten o no el proceso de autotrascendencia. No es la comunidad, sino la persona,
quien decide cambiar. Pero las decisiones de los mandantes del rol pueden ayudar para la internalización de
los valores, tanto a la persona como al grupo. La calidad de las decisiones se mide por los efectos en la conse-
cución de los fines específicos de la institución. Aquí también el criterio es normativo, ideal. Lo central no es
que se atienda a la organización ni el respeto a las inquietudes personales, sino a la promoción de los mismos
valores vocacionales, respecto de los cuales tanto la persona como el grupo deben ser consistentes y manifes-
tarse como tales.
El rol mandado como tal tiene una estrecha relación con la interiorización creciente de los valores voca-
cionales. Los mandantes del rol pueden ir logrando una institución cada vez más transparente a los valores
vocacionales por medio de decisiones de calidad. Si se tiene presente que no es sólo la autoridad la que influye,
sino también, y más determinantemente, los miembros del grupo entre sí, entonces se valorará el potencial de
la influencia mutua. El rol recibido, y sobre todo el comportamiento de la persona central en relación con ese
rol, tiene efectos con relación a la consistencia vocacional no sólo en la faceta intrapersonal, sino también en la
interpersonal. El comportamiento relativo al rol es un medio elemental por el cual los miembros de una insti-
tución promueven u obstaculizan la consistencia vocacional de dicha institución. El comportamiento reticente
en relación con el rol legítimamente mandado señala hacia inconsistencias intrapersonales; el comportamien-
to complaciente en relación con el rol legítimamente mandado señala hacia consistencias intrapersonales.
Se pueden describir tres procesos de aceptación de la influencia que interesan en el campo de la pedagogía
vocacional:
La complacencia se puede definir como la necesidad que tienen las personas y los grupos de reconocer y
gratificar a quienes detentan la autoridad o han llegado a ser significativos en algún sentido. Existe una actitud
complaciente, por ejemplo, la del párroco que, para quedar bien con el obispo, modifica su comportamiento,
mostrando lo que él piensa que el obispo espera. También existe un régimen complaciente, por ejemplo, una
casa de formación en la que todos temen al carácter del superior y pretenden tenerlo contento para que no se
enoje. Pretenden satisfacer las necesidades de otra persona que por el motivo que sea ha llegado a ser signifi-
cativa.
La identificación coloca en el centro a un grupo. Se funda en la necesidad que tienen las personas de perte-
necer a un grupo y de ser apreciados en él. Hay individuos que funcionan en este régimen, por ejemplo, el
seminarista que se viste con jeans y huaraches para conseguir el aprecio de un grupo ideologizado en la línea
de la opción por los pobres. Realmente no le interesa la opción por los pobres, sino ganar un lugar en ese gru-
po que, por algún motivo ha llegado a ser significativo para él. La identificación puede tener un sentido más
positivo, en la línea de la internalización de los valores. Por ejemplo, un grupo de seminaristas que se estimu-
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
lan mutuamente para cultivar momentos de oración que no están previstos en el horario comunitario. Se sien-
ten identificados, obran para conseguir un lugar en el grupo, pero esto no impide que vivan con autenticidad
el valor de la unión con Dios.
El tercer mecanismo es la internalización. Se colocan en el centro los valores vocacionales, de modo que
tanto el individuo como el grupo se ven estimulados a crecer en su comprensión y en su puesta en práctica. Se
trata de mirar en recto al valor y optar libremente por él. Este modelo sería el ideal, sin embargo, prácticamen-
te no existe si no es mezclado con los dos anteriores. Por ello la pregunta más importante no es si se da o no la
complacencia o la identificación, sino si esa complacencia o esa identificación es internalizante o no, es decir,
si conducen finalmente al camino de la internalización de los valores. A través de un cuadro observamos con
mayor claridad estos mecanismos:
La internalización ▪ El sujeto ha interiorizado los valores y actúa de acuer- Quien influye ejerce un
do a ellos. Parte de la convicción personal. poder auténtico.
El sujeto acepta la in-
fluencia o adopta un ▪ El comportamiento adecuado es para él una recompen- La base de su capacidad
sa en sí mismo porque se percibe en camino hacia los de influir está en la
comportamiento por-
valores que ha aceptado como buenos para sí. información objetiva
que es congruente con
▪ Para mantener esta actitud no es imprescindible el respecto a los valores
su sistema de valores.
apoyo de una autoridad ni la aprobación de un grupo. vocacionales.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
En nuestra sociedad hay una tendencia a la baja estima de la autoridad y de las grandes instituciones. Esta
situación tiende a neutralizar los peligros que proceden de un estilo puramente complaciente, en el cual todo
el sistema educativo se centra en la autoridad y su capacidad de dar premios y castigos.
Pero se ha fortalecido, en cambio, el poder de referencia. Efectivamente, las pequeñas instituciones y los
grupos informales tienen más credibilidad. Las relaciones interpersonales influyen cada vez más en el compor-
tamiento de los individuos. Esto ocurre también con relación a los valores vocacionales. De modo que existe el
riesgo de impedir la internalización de los valores a partir de compromisos y relaciones en los que entra con
fuerza el poder de referencia.
El sistema internalizante nunca se da puro. Siempre existe una mezcla de estos tres mecanismos de in-
fluencia. La complacencia y la referencia deberán utilizarse de una manera moderada y crítica para conseguir
una pedagogía vocacional adecuada. Al menos sería conveniente que la persona adquiera una mayor capacidad
crítica ante sus actitudes complacientes e identificadoras, para que pueda más libremente optar por el estilo
internalizante. De esta manera se puede distinguir entre una complacencia internalizante y no internalizante.
La primera relativiza los premios y castigos para conducir al valor, pero la segunda absolutiza esos premios y
castigos, impidiendo la percepción del valor. También podemos hablar de una identificación internalizante,
cuando a través de la relación con personas significativas la persona logra caminar hacia el valor. Y una identi-
ficación no internalizante, cuando la persona permanece en la pura gratificación de necesidades discordantes,
sin aproximarme al valor.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
caminando hacia una mayor libertad en mis decisiones. Lo contrario sería mantener, incluso voluntaria-
mente, el estilo gratificante que me conduce a una esclavitud cada vez mayor.
▪ Ante muchos aspectos de mi comportamiento permanezco ciego. No veo los rasgos de mi comportamiento
que los demás ven, padecen y critican. En aquello que no veo es difícil hablar de responsabilidad. Pero soy
responsable de poner atención a las advertencias, críticas y correcciones de los demás que me señalan eso
que no puedo o no quiero ver. También soy responsable de pedir correcciones a quien me pueda ayudar.
De manera que, poco a poco, vaya acumulando datos que me revelen el contenido de mis propias motiva-
ciones.
▪ Es normal y casi mecánico que la persona experimente regresiones hacia estadios infantiles de su persona-
lidad, sobre todo, cuando pasa por diversas dificultades, está bajo presión o se siente amenazada. Esto ocu-
rre casi sin darnos cuenta. Pero soy responsable de evitar habituarme a comportamientos infantiles y
narcisistas que sé perfectamente que no me ayudan a crecer. Tengo delante de mí la decisión moral de
abandonar estos comportamientos, sobre todo cuando he comprobado claramente su carácter narcisista.
▪ En toda persona existen debilidades, comportamientos más o menos problemáticos. Estos se dan casi au-
tomáticamente. Pero en medio de ello soy responsable de no herir a los demás, especialmente a mi comu-
nidad o a mi familia, con esos comportamientos. Tengo ante mí la tarea ética de aprender a compartir con
los demás la parte germinativa de mi personalidad y a tratar con discreción la parte vulnerable. Y de hacer
lo mismo con las partes vulnerables de los demás. De modo que mi estar con los demás no perjudique la
vida del prójimo y mejor si lo lleva hacia los valores que hemos aceptado para nuestra vida en común.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Hemos dejado claro que la conciencia cristiana establece una relación dinámica entre los altísimos valores
a los que aspira y las características objetivas de la personalidad. De modo que no es suficiente cultivar la sim-
ple conciencia de lo que el hombre anhela, sino que necesariamente debe ser conciencia de lo que le impide
caminar hacia ese anhelo. Son como las dos caras de la misma moneda. La confrontación de las motivaciones
es, consecuentemente, una tarea formativa de primer orden. Se trata de ayudar al sujeto a hacerse cada vez
más consciente de que es un yo, con una serie de características objetivas, las cuales puede y debe poner al
servicio del Reino de Dios en el camino vocacional que ha elegido. Sin embargo, aunque la confrontación de
las motivaciones es un bien en sí mismo, es difícil para el sujeto entrar en esta dinámica y más difícil aún inte-
grar las motivaciones que puedan entrar en contradicción con los valores que anhela. De aquí que se plantee
un proceso necesariamente prolongado, con este fin: Durante las etapas previas hay que aproximarse a un
mínimo análisis de las motivaciones. Éstas deben ser sistemáticamente confrontadas durante la formación
básica, de modo que el sujeto tenga la conciencia de haber afrontado todas las facetas de su propia conflictivi-
dad. Son materia continua de autoanálisis en la formación permanente. Es interesante constatar el gran valor
que los santos han dado al autoconocimiento, como un medio fundamental para el crecimiento.
Hay que notar la íntima relación entre el camino de la fe y de la unión con Dios y el autoconocimiento.
Quien se conoce y se acepta está en camino. Quien no da el paso al reconocimiento de las propias contradic-
ciones, difícilmente podrá avanzar en el camino. El dato terciario al que nos referimos consiste precisamente
en esto: observar la reacción del sujeto ante la noticia de las propias contradicciones para determinar si existe
un estilo en el que le es posible confrontar dichas contradicciones e integrarlas en un único proceso o no. Esta
capacidad se cultiva, ciertamente, como una virtud, pero también es verdad que viene muy determinada por la
dinámica interna, es decir, por el modo concreto como el individuo ha aprendido a gestionar su personalidad y
está dispuesto a hacerlo. El recurso rígido a los mecanismos de defensa muestra que no existe esta disposición.
La gradual superación de las actitudes defensivas muestra lo contrario.
En el lenguaje espiritual clásico esta actitud es definida como la “humildad para recibir correcciones” o,
desde otro punto de vista, como la disponibilidad a “purificar las motivaciones”. Las dos expresiones son im-
precisas y pueden prestarse a confusiones, pero queda del todo claro que la vida espiritual y vocacional exige
esta confrontación. La capacidad actual de confrontar las motivaciones se perfila como un nuevo criterio de
discernimiento vocacional. No basta con la conducta positivamente comprobada ni con una aproximación a
las motivaciones, es del todo necesaria la actitud humilde del que sabe aceptar la confrontación, e incluso la
pide, porque está dispuesto a corregir la senda.
Aún podemos desplegar este criterio en dos distintos. Primeramente, la apertura a la confrontación. En un
segundo momento, la aceptación cordial de lo confrontado y su integración en un único proceso. Para ambos
aspectos podemos trazar un camino evolutivo que será conveniente observar en el proceso formativo:
a) En la línea de la apertura a la confrontación podríamos señalar tres momentos:
▪ El primero consiste en la mera disposición a recibir la confrontación cuando ésta ocurra. Observar
si la persona es capaz de reaccionar positivamente ante ello y cómo aprende a hacerlo poco a poco.
▪ El segundo momento consiste en que dé el paso a pedir las correcciones. Esto supone la conciencia
más clara del propio yo con sus contradicciones.
▪ Un tercer momento consiste en que haya adquirido tal conciencia de sí mismo que no le extrañe la
confrontación, sino al contrario, mantenga, de modo permanente, una actitud crítica ante el pro-
pio comportamiento, proporcionándose a sí mismo un camino de crecimiento.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
Estos tres estadios deberán darse durante la formación básica, de modo que, sobre todo el tercero, se pue-
da continuar en la formación permanente.
b) En la línea de la aceptación e integración de las motivaciones también señalamos un proceso evolutivo:
▪ En primer lugar, que el individuo “tome nota”, es decir, ponga verdadera atención al reporte que
recibe de sus impulsos contrarios a los valores y haga memoria de ello. Esto se puede verificar en
su capacidad de reportar a un orientador. La confrontación no queda como un mal recuerdo en el
pasado, sino como una advertencia que es estimada en su sentido concreto y por ello es agradeci-
da. El individuo puede aceptar la confrontación, pero no reducir la gratificación de los impulsos
que están debajo. Cuando esto ocurre hay mayor conciencia de la contradicción, sin embargo no se
perfilan actitudes nuevas, incluso pueden recrudecerse los comportamientos gratificantes.
▪ En un segundo momento la actitud ante la confrontación es de aceptación más amplia. El sujeto
decide permanecer atento a este rasgo de su personalidad de modo que prevé el impulso que va a
surgir y es ya conocido para él, de esta manera se aproxima a una moderación de sus reacciones.
▪ En un tercer momento la persona ha dado una orientación precisa a sus impulsos desde el punto
de vista de la fe y de los valores de su vocación, de modo que mira sus propias deficiencias o ten-
dencias con afecto, como una bendición y un camino concreto para hacer especialmente viva su
opción por los valores. En este caso el impulso es integrado en la personalidad a partir de un signi-
ficado que la persona le otorga. Esta integración ha hecho a la persona más libre y más dueña de sí
misma.
Es conveniente trazar un camino pedagógico para el proceso de integración de las motivaciones. A. Cenci-
ni propone tres grandes fases para ello: la educativa, que hace presente el horizonte de la verdad en la vida de
la persona; la formativa, que lleva a una relectura de la verdad desde el misterio de la salvación; y la transfigu-
radora, que provoca una interpretación pascual de la propia verdad10. Brevemente describiremos estas tres
etapas, relacionándolas expresamente con las etapas formativas:
Etapa propedéutica. Es una etapa inicial. En ella se propone una revisión general de la personalidad y de la
iniciación cristiana. El sujeto se sabe confrontado, como si se mirara al espejo y llega a un reconocimiento pun-
tual, más o menos detallado de sus propias cualidades y defectos. Reconoce también con claridad las deficien-
cias en su formación cristiana. El resultado final es una persona dispuesta para la formación.
▪ El dato primario o conducta objetiva consiste en que aproveche los medios que se ofrecen para su for-
mación, aprenda a realizar las actividades que corresponden a cada una de las dimensiones formativas
y se abra en la relación de acompañamiento con los formadores.
▪ El dato secundario o motivación consiste en que reconozca con sencillez algunas ambigüedades que
existen en su comportamiento y perfile, a partir de un mayor conocimiento de la vocación y de sus va-
lores, los motivos de su opción.
▪ El dato terciario o integración de las motivaciones consiste en que acepte las correcciones que se le ha-
cen con serenidad y ponga los medios para mejorar lo que sea conveniente.
Etapa de los estudios filosóficos o discipular. En esta etapa se ponen los fundamentos de la personalidad.
Objetivadas las carencias y posibilidades del seminarista ahora se trata de trabajarlas asiduamente. Es el mo-
mento para la enseñanza de los métodos en todas las dimensiones formativas. Una formación sistemática, que
logre crear hábitos. Estos hábitos se pondrán en funcionamiento en las etapas siguientes.
10 A. Cencini, El árbol de la vida. Hacia un modelo de formación inicial y permanente. Paulinas, Madrid 2005.
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Curso de inducción para Formadores de Seminarios
▪ El dato primario consiste en que se vayan perfilando actitudes positivas y constructivas hacia la comu-
nidad formativa y en el servicio apostólico. Está dispuesto a enfrentar sus limitaciones con la ayuda de
los formadores y en una relación transparente con ellos. Asume los medios formativos sistemáticamen-
te formando hábitos. Aplica estos hábitos a realidades y circunstancias fuera de la casa de formación,
como los tiempos de vacaciones, o la realidad de la familia o el apostolado.
▪ El dato secundario viene dado por la capacidad de cuestionar su proyecto vocacional y reformular los
motivos de su opción. El diálogo profundo con los formadores y el trabajo continuo sobre sí mismo ha
hecho de él una persona más serena y más consciente de sí misma y por ello más capaz de comprender
a los demás.
▪ El dato terciario puede comprobarse en la capacidad de compartir el propio proyecto y de acoger las
orientaciones de otros, sobre todo las metodológicas, como datos válidos, sin ofrecer demasiadas resis-
tencias. Consiste en cultivar la confianza básica en que Dios conduce la propia historia a través de me-
diaciones personales.
Etapa configuradora o teológica. Esta etapa final de la formación básica ha de llevar al seminarista a interpretar
los datos concretos de su personalidad en la clave de la unión mística con Cristo y de la asimilación del caris-
ma sacerdotal. Ya debe hacer una interpretación vocacional de su personalidad. La parte vulnerable es leída
como ocasión para que actúe la gracia de Dios. La parte germinativa es interpretada como un don ordenado a
la misión. La personalidad en su conjunto es vista desde el amor redentor, unida al misterio de la cruz.
▪ El dato primario está en las actitudes positivamente comprobadas que dan calidad y densidad a la pro-
pia vivencia vocacional. Es decir, traducen los valores de la vocación y del carisma en esta personalidad
irrepetible, de un modo original y auténtico. De modo que se perfila una manera específica de vivir
esos valores. Hay solidez de la conducta en relación con los valores.
▪ El dato secundario consiste en mirar con ojos nuevos la propia realidad personal, releyendo las propias
virtudes y defectos con simpatía, tal como Dios las mira e incluyendo todo ello en un solo proyecto que
sabe bendecido por Dios. Hace así una interpretación espiritual de la personalidad con sus virtudes y
defectos.
▪ El dato terciario consiste en interpretar con prontitud los propios aciertos y las propias deficiencias
desde el punto de vista espiritual, como oportunidades para hacer el bien. Se trata de una persona ha-
bituada a la confrontación y por tanto vigilante sobre sí misma.
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