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Despertadores

Al día siguiente debía levantarse temprano. Estaba ansioso. Recordó, con

vergüenza, que el año anterior no había podido rendir el examen. En la cena,

su padre le exigió que cumpliera con la promesa que le hizo a su madre antes

de morir. Esa mención lo alteró aún más, se quedó callado y no pudo seguir

comiendo. Volvió a su cuarto, intranquilo. Ya todo estaba decidido. Sin

embargo, cuando miró el reloj, tuvo un mal presentimiento.

En el despertador las agujas marcaban ya la una de la mañana. Colocó la

alarma a las seis, apagó el velador y se acostó abrazando la almohada como

era su costumbre desde niño. Seguía preocupado por lo ocurrido el año

anterior o quizá por la decisión que ya había elucubrado. Por un largo rato se

entretuvo mirando el techo. Las manchas de pintura provocaban infinidad de

formas y figuras que se perdían por toda la habitación. Imaginó dragones,

serpientes y castillos, pero al cabo de unos segundos se le borraron de la

cabeza y aparecieron en su lugar las agujas del despertador. Intentó recordar

como había llegado hasta allí. Pensó que pudo haber sido un regalo de su

madre. Entonces cerró los ojos con fuerza con la intención de dormir pero en

su mente se le había fijado la imagen del despertador aunque un poco más

grande. El reloj iba aumentado poco a poco de volumen. Se acercó, quiso

tocarlo, pero fue creciendo cada vez más y pronto llegó a ocupar toda la

habitación. Sintió que se le oprimía el pecho y no pudo respirar.

Se despertó, sobresaltado. Prendió la lámpara y se enfrentó al reloj, con temor.

Se fue tranquilizando al confirmar que su tamaño era el de un aparato normal.


También advirtió que las agujas ya marcaban las dos de la mañana. Solo le

quedaban cuatro horas. No recordaba qué le pudo haber sucedido pero lo

cierto fue que perdió todo el año. Inconscientemente sintió alivio y hasta quizá

cierta satisfacción. Durante este último tiempo quiso estudiar pero no lograba

concentrarse. En todo encontraba excusas y obstáculos. Sentía que le faltaba

el ánimo. Con desesperación miró otra vez el despertador y comprobó que las

agujas seguían marcando exactamente la misma hora. Acercó el oído al reloj y

para su sorpresa, no escuchó nada. Estaba muerto. Se alarmó, dudó unos

instantes y se levantó de la cama. Caminó un rato alrededor de la habitación,

buscando alguna explicación. En unos segundos, su último año de vida se le

vino encima: el examen fallido, la promesa incumplida, la convalecencia y la

muerte inesperada de su madre, las dudas, las peleas, las desavenencias con

su padre. Como si hubiera resuelto un enigma insoluble se le hizo un click en la

cabeza y sonrió. Tomó el despertador entre sus manos, lo observó

minuciosamente, le sacó las pilas, las frotó contra su pelo y las colocó una por

una en su lugar. Y volvió a funcionar. Tenía que seguir, más allá de todo, con lo

que ya había planificado.

Apagó la luz, se acostó y volvió a cerrar los ojos con fuerza. La imagen del reloj

fue disminuyendo hasta desaparecer por completo. Por momentos creyó

quedarse dormido. Escuchó un ruido lejano que simulaban los silbidos de un

pájaro o la caída de una gota de agua sobre el agua. Aunque se esforzaba, no

le resultaba fácil identificar el sonido: se alejaba y se acercaba, constante,

monótono, repetitivo. Tic-tac, tic-tac, tic-tac, escuchó a su lado. Abrió los ojos y

confirmó que el ruido provenía del reloj. Metió la cabeza debajo la almohada,
pero el tic-tac del reloj retumbaba cada vez más fuerte. Decidió meterse los

dedos en los oídos y comenzó a escuchar los latidos de su corazón con tal

violencia que tuvo que sacárselos inmediatamente. Recordó los consejos de su

madre: fue al baño, improvisó unos algodones, se los puso en los oídos y se

acostó. Ya no escuchaba nada. Solo su propia voz.

Pensaba por qué le sucedía esto justo a él y no le encontraba ningún sentido.

Volvió a hacer un esfuerzo para saber lo que le había ocurrido el año anterior.

Recordó las últimas secuencias de aquella mañana: él, subiendo las escaleras

y entrando a la facultad; él, nervioso, alterado, en los pasillos de la

administración donde le confirmaron que el examen ya había finalizado. No

aceptaría volver a sufrir lo mismo. Tenía una laguna hasta que ocurrió la

muerte de su madre.

Advirtió que con los algodones dentro de sus oídos no podría escuchar ni

siquiera la alarma del reloj y se estremeció. Entonces se quitó los tapones y

observó de reojo que las agujas marcaban las cuatro de la mañana. Solo

faltaban dos horas. No podría dormir un segundo más con tanto ruido. Para no

escuchar el tic-tac imaginó que podría colocar el reloj un poco más lejos de la

cama. Pero cuando quiso prender la luz, empujó el despertador y lo tiró al piso.

No se enojó. Al contrario, estalló en una risa nerviosa que no pudo contener en

varios minutos. Luego pensó, dudó, se interrogó, si todo eso tendría arreglo. Su

madre tampoco quiso perdonarlo despues de la discusión con su padre. Deseó

intimamente que su padre no se interpusiera, que lo relevara de la promesa,

pero no lo hizo. Al contrario, justo esa noche se lo vino a exigir. ¡A él se lo vino


a exigir! Entendió, con angustia, que estaba cometiendo un error, pero ya era

demasiado tarde para evitarlo.

Se levantó, recogió el reloj del piso y lo puso arriba del escritorio. Se lo quedó

mirando un largo rato como si le exigiera a ese aparato que resolviera sus

dudas. Ya no daba la hora correcta. Las dos agujas se habían aflojado y

señalaban absurdamente el número seis. Creyó que ya no tenía sentido

recordar el pasado. Lo que había decidido tendría que llevarlo adelante cueste

lo que cueste.

Volvió a mirar el reloj. Las agujas estaban muertas pero el resto del aparato

parecía no haber sufrido con la caída. En esas condiciones tal vez sería posible

recuperarlo. Extrajo una herramienta que encontró en el cajón del escritorio y

volvió a observar el reloj. Recordó lo que alguna vez había visto en un

programa de TV: primero sacaban la tapa transparente del frente y después,

con una pinza, le ajustaban las agujas en el perno central. El éxito de la

operación dependía exclusivamente de que la fuerza que se ejerciera sobre las

manecillas no fuera ni tan pequeña ni tan potente. Se relajó todo lo que pudo,

abrió bien grande los ojos, contuvo la respiración y dejó que el tiempo y el

destino hicieran lo demás.

No sabía cual era la hora exacta, pero supuso que sería tarde. Respiró, miró a

su alrededor cómo se filtraban los primeros rayos de luz por las cortinas y

escuchó el susurro de los pájaros que anunciaban el retorno del día. Sentía

que todo ese espectáculo que tenía delante – la cama, el escritorio, la


biblioteca, los libros y también, ese viejo despertador – ya se encontraba en un

pasado lejano o en otro tiempo o en un tiempo sin tiempo. Pensó también con

satisfacción que hasta un reloj descompuesto dice la hora correcta dos veces

por día. Luego sonó la alarma, se sorprendió pero la detuvo inmediatamente.

Entonces, como si ejecutara una orden irresistible, acomodó los papeles, tomó

su bolso y salió de su casa. Antes de partir, no pudo evitar deternerse unos

segundos a observar como se iba apagando el resplandor de las agujas del

despertador. Sin dudarlo, fue hasta el escritorio, guardó el reloj en su bolso y se

alejó definitivamente.

Pablo Fernández Iriarte

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