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ENTERRAR EL PASADO

El miércoles me llamó Paulita para invitarme al cumpleaños de su hija. No nos veíamos

desde su separación con Roberto, el pelusa. Al reconocer su voz se me puso la piel de

gallina. Me pidió por favor que hable con su ex. Necesitaba que lo convenza para viajar a

Brasil con su hija.

Pelu tocaba la batería en la banda que formamos a fines de los ochenta. Hacíamos

covers de rock nacional. Muy pronto el grupo se disolvió. Las útimas veces que nos vimos

me acusó de ser el promotor de esa separación. Nos seguimos viendo hasta que me fui a

trabajar a Capital. Paulita fue la única novia que le conocí. Un día, después de fumar,

tirados en el sofá de mi casa, me confesó que se iba a pegar un tiro si ella lo abandonaba.

Me miraba fijo y con los dedos de la mano se apuntaba a la cabeza. Nunca pude

olvidarme de esa imagen del pelusa. Cuando Stefi cumplió un año se separó de Paulita.

De más está decir que tampoco logró asumir esa ruptura. Por suerte no cumplió con su

promesa. Lo del negocio del padre tampoco terminó bien. Al final se la clausuró la

municipalidad por no pagar los impuestos. Me contaron que se resistió como pudo a la

liquidación del negocio. Cuando llegaron los interventores se abrazó a las únicas

máquinas que le quedaban. Era un buen pibe, pero un poco dramático. Demasiado

apegado al pasado.

Cuando colgué, tomé conciencia de que mi último encuentro con el pelusa había

resultado un largo inventario de recordatorios y lamentos. Y me arrepentí. Quise avisarle a

Paulita, ponerle alguna excusa o decirle directamente que no iba a poder ayudarla, pero

sentí que ya era tarde.

Crucé los dedos y entré a la casita de fiestas. Lo distinguí en una de las mesas del fondo,

con un vaso de vino en la mano y mirando, extasiado, cómo jugaban los chicos en la Wii.

Estaba irreconcible: gordo, pelado, fumando un cigarrillo tras otro, vestido con una remera

ajustada y unos jeans rotos y desgastados. Cuando me reconoció se abalanzó sobre mí y


me abrazó tan fuerte que me dejó sin respiración. Cómo si retrocediéramos a otra década,

empezó a bailar alrededor de la mesa cantando la pachanga de los Vilma Palma.

Después de repetir incansablememente el estribillo, se sentó y se sirvió otro vaso de vino.

Mientras tomaba, me observaba, me tocaba la cara, me acariciaba las manos, como si no

pudiera creer que yo, Huguito, estaba allí, delante suyo. Cuando se recompuso me

empezó a contar cosas que yo tenía completamente olvidadas.

Los nenes se cruzaban haciendo un trencito y se lanzaban adentro del pelotero. La Stefi

vino a mostrarle un tautaje a su papá. Él apenas la registró, muy concentrado tarareando

una canción. Cuando se fue nena, acercó el puño a la boca y se puso a cantar. Era uno

de esos hits de los enanitos verdes que por suerte nunca llegamos a tocar en vivo. Esa

música, o su recuerdo, me hacían sentir incómodo. Pelu miraba para los costados como si

allí estuviera la formación completa de la banda. Se levantó y lo acomodó al longa en el

bajo, al washi en la guitarra y se volvió a sentar en el fondo. Con vasos y tenedores

improvisó una batería. Tocaba y se movía como si estuviera en un recital. Seguí

cantando, me decía, seguí cantando, tocá la guitarra boludo, dale. De repente se detuvo y

se inclinó ante el público, repartiendo besos y agradecimientos. Cuanto terminó, volvió a

retomar el tema. Se me acercaba y me cantaba directamente en los oídos.

Le pregunté por el padre. Me dijo que estaba todo bien y que la imprenta funcionaba cada

día mejor. Yo sabía que eran mentiras. La imprenta estaba cerrada por lo menos desde el

año anterior. El pelusa revoleaba la mirada para confirmar si había quedado libre la Wii.

Cuando los nenes se aburrieron y se alejaron, tomó rápidamente los comandos y se puso

a jugar. Al anotar el primer strike, se acordó del boliche donde jugábamos al bowling con

los chicos de la banda. Recordó a cada una de las putas que conocimos en aquel antro:

Belén, la polaquita, la bubalú. Con lujo de detalles relataba esos encuentros furtivos y se

reía a carcajadas. La bubalú, gritaba y se metía un chicle en la boca y volvía a gritar

simulando el coito. A mí esos chistes no me causaban ninguna gracia. Tampoco era el


lugar apropiado para contarlos. Nos señalaban de las otras mesas. Pero el pelusa insistía

con lo mismo más para joderme a mí o a Paulita que para recordar un pasado

memorable. Al final, como siempre, terminó tendido en el parquet y tuve que levantarlo y

sentarlo en la silla. Y seguía gesticulando, se movía de un lado a otro, como si estuviera

cabalgando encima de las minas. El gran chaparral, gritaba y disparaba simulando ser el

hombre del rifle. Le escondí el vaso y la botella en un rincón. Se me estaba acabando la

paciencia.

— ¡Basta de túnel del tiempo, pelusín! De esas minas no me acordaba ni el nombre.

— Bah — me dijo, con la vista aún perdida.

— ¡Paulita sí que era una mina en serio! — agregué.

— No te metás Huguito, vos no sabés nada — . Estiró la mano hacia la mesa pero como

no encontró ni el vaso ni la botella continuó hablando, cada vez más enojado y

apuntantome con el índice:

— ¡Además vos, si, vos, sos el menos indicado para meterte en esto!

Intenté a medias disculparme, bajar un cambio. Cuando encontró la botella y el vaso

debajo de la mesa, se volvió a enojar y me gritaba diciéndome que yo no era nadie para

negarle el vino que había pagado de su propio bolsillo.

Respiré varias veces. Estiré los brazos y las piernas. Y pensé en Paulita. No se lo

merecía. No tenía ningún derecho de arruinarle el cumpleaños de su hija.

— Mira pelusa, tranquilizate. No te voy a devolver ni el vaso ni la botella. No tomás más,

estás hablando boludeces – le dije. Y agregué con tono conciliador:

— Que te parece si te pido un taxi y nos vamos a un bar.

— ¡Que decís! ¡Vos sos un garca! ¡Me echaste de la banda, te fuiste a Capital ¡nunca te

importó nada!.

— No, no es así – le dije sin entrar en detalles. – Hoy vine solamente porque me lo pidió

Paulita.
— ¿Qué te pidió Paulita?

— Quiere solamente que la dejes vivir su vida, nada más y que la autorices a viajar con

Stefi a Brasil.

— A vos también te contó ese verso. ¡Que se vaya sola si quiere! ¡Es una reventada! No

sé por qué la defendés tanto.

Sin decir nada, se levantó y se fue para al fondo del local. Supuse que iría al baño.

Aproveché su ausencia para comunicarme con Paulita. Pensaba decirle que la situación

no daba para más y que prefería volverme a mi casa. Cuando levanté la mano para

llamarla reapareció Roberto por detrás.

— ¿Por qué no la llamás a Paulita y hablamos los tres solitos? — me dijo irónicamente

revoleando los ojos para donde estaba ella.

El ambiente se había enrarecido. Ya no sabía donde poner las manos. Había sido una

tarde calurosa y el local era bastante cerrado. Me ahogaba. Prefería no mirarlo para no

perder la poca paciencia que me quedaba.

— ¿Te acordás cuando Paulita cayó a tu casa? ¿Qué más le enseñabas aparte de

guitarra? – lo dijo subiendo el tono de voz como para que lo escuchen en las otras mesas.

Volví a bucear en mi interior buscando serenidad. Sospeché que Paulita podría haberlo

escuchado. De repente el pelusa miró para arriba, se tomó la cabeza y empezó a cantar

“ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé”, agitando las manos como si estuviera en una cancha de

futbol.

— ¿Qué es lo que sabés? – le pregunté.

— ¡Ah! Claro. Por eso la defendés tanto a Paulita. Ahora entiendo todo.

— ¿Qué entendés?

— ¿Te la querías coger, no?

— ¿Qué? – lo paré en seco.

— ¿Te la cogiste?
— ¿Me estás cargando Pelusa? – atiné a responderle.

— Me lo podés contar Huguito, total ahora ya estoy separado de esa turra.

— Mirá Pelusa, lo que me estás preguntando no puede ser así, somos amigos ¿no? – le

dije intentando cerrar definitivamente el tema.

— Por eso te lo pregunto, porque somos amigos.

— Pero no está bien que me preguntes eso – le volví a contestar.

— Está bien, está bien — me dijo, colocando las manos hacia adelante y balanceándose

sobre la silla.

Los nenes corrían y gritaban. Habían roto la piñata con un palo y se arrastraban por el

piso juntando todos los caramelos que podían guardar en sus bolsillos o recoger en sus

manos. Yo miraba, con nostalgia, esa felicidad inaccesible. El tema no daba para más

pero la cabeza de pelusa seguía girando y girando sobre lo mismo.

— Entonces tengo que pensar que pasó algo – concluyó, lógicamente, alzando el puño,

como si me hubiera ganado un partido. Feliz, habiendo reventado su propia piñata,

levantó su vaso y brindó por mí y por Paulita.

Me volví a sentar. Ya estaban echadas todas las cartas. Escuché a Paulita que palmeaba

las manos llamando a los chicos a soplar las velitas. Pelusa se quedó sentado,

mirándome. Recogí el vaso y la botella de vino y los puse encima de la mesa. Sin proferir

palabra levanté el vaso y brindé a su salud.

Pensé en contarle que había estado con ella. Seguramente, me hubiera creído. Quizás,

porque no, habría sido cierto. Paulita era una mujer hermosa, joven, talentosa y él nunca

supo cuidarla. Aunque estaba lejos, preferí caminar para aclarar algunas ideas. Recordé,

con nostalgia, aquel fin de semana largo que se quedó en casa. Pero eso había quedado

enterrado en el pasado. Sonó el teléfono. No quise atender. Era mejor así. En otra época,

tal vez, en otros tiempos…

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