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Teoría del caos

Finalmente, recostó su cuerpo cansado en el primer mueble que encontró al abrir la puerta
de su hogar. Cada día, ese pequeño acto se convertía en un destello de satisfacción, un
premio después de una ardua jornada de caminar, tocar puertas y tratar de persuadir a la
gente para que comprara sus productos importados, siempre tan novedosos pero
innecesarios. Su rutina laboral era meticulosa, desde el momento en que enchufaba su
despertador hasta el instante en que, tras asearse y ponerse ropa cómoda, se sumía en la
cama. Esa constancia le permitía fingir que estaba satisfecho con un estilo de vida que, en
lo más profundo de sus pensamientos y proyectos, nunca había aceptado.

No obstante, esa noche, una inusual sensación lo abrumaba. Desde la mañana, cuando se
miró más detenidamente de lo habitual en el espejo antes de salir de su modesto
apartamento, esa sensación lo acompañaba, un malestar que no podía sacudirse. No se
trataba solo de su apariencia, era una introspección más profunda, como si buscara algo
más allá de su atuendo y fachada.

Así comenzó su día de trabajo, caminando por las calles ofreciendo sus productos
electrónicos. La incertidumbre sobre si había dejado el anillo que había comprado días atrás
en el lugar adecuado le rondaba la mente, pero optó por creer que lo había dejado en su
sitio de costumbre y siguió adelante, presionando en sus ventas con determinación.

Llegada su pausa de dos horas, que dividía entre comer y descansar, su mente se centraba
en la inminente cita con su amada. Llevaban semanas planeándola. Su relación de tres años
y cinco meses había alcanzado un punto en el que él consideraba que ella era la persona con
la que debía formar una familia. Durante meses, había estado ahorrando para comprar un
anillo que consideraba digno de una propuesta de matrimonio. La había conocido en la
secundaria, y tras una década de separación, se habían reencontrado. Era la persona más
importante en su vida, incluso por encima de su propia familia, con la que había tenido una
relación tensa y de la que se distanció tras convertirse en adulto. Cada día que pasaba, se
sentía más enamorado y seguro de que su vida mejoraría junto a ella.

Después del almuerzo, con los planes futuros danzando en su mente, su entusiasmo se
disparaba. Había concebido un plan para ascender en el centro de distribución de sus
productos, un paso hacia su futuro deseado. La idea de casarse en un futuro cercano, junto
con el nuevo puesto de trabajo, generaban una extraña mezcla de emoción y temor, un
temor a las transiciones que se avecinaban.

Al regresar a casa al final del día, la fatiga se apoderaba de él, y los minutos transcurrían
más lentamente debido al tráfico. Finalmente, llegó a su edificio de apartamentos, donde se
cruzó con su malhumorada propietaria, una mujer con la que apenas tenía una relación más
allá de lo estrictamente transaccional. Al entrar en su apartamento, se dejó caer en el primer
mueble que encontró, y la comodidad del sillón lo envolvió más que nunca.

Repasó mentalmente la secuencia de acciones que debía completar: cambiarse de ropa,


asearse, enchufar el reloj despertador, programarlo y acostarse en la cama. Visualizó cada
paso, pero la inercia de su cuerpo lo mantuvo inmóvil. Luego, consideró que podría
encender el reloj, programarlo y acostarse en la cama sin cambiar de ropa. Mientras se
perdía en sus pensamientos, recordó el día en que compró ese reloj despertador, un
producto que realmente le había gustado. Observó cómo no encajaba con el deteriorado
velador en el que se apoyaba.

En ese trance, sin notar cómo se le escapaba el tiempo, el sueño lo abrazó.

Un sonido estruendoso lo despertó: niños vecinos corriendo y gritando mientras descendían


las escaleras. La ansiedad lo llenó, y comprobó que había transcurrido más tiempo del que
creía. Intentó llamar a su amada, sabiendo que, muy probablemente, ella ya estaría en el
lugar de la cita, pero nadie respondió en su casa. Al regresar al proceso de preparación, la
prisa lo llevó a tomar un sorbo apresurado del café, dejando su lengua adormecida. A pesar
de que sabía que ella tampoco contestaría si llamaba, lo intentó de todos modos. Con el
tiempo en su contra, regresó al proceso de preparación, tomó el pequeño cofre con el anillo,
lo verificó y lo guardó en su bolsillo. Al mirarse en el espejo antes de salir, notó que se
gustaba mucho menos que antes.

Caminó hacia el paradero de autobuses, pero la multitud parecía moverse con una lentitud
exasperante. La cadencia de la persona que iba adelante de él influía en el ritmo de todos
los demás. Aceleró su paso al acercarse al paradero, solo para darse cuenta de que el
autobús que debía tomar estaba a punto de partir. Desistió de esperar el siguiente y
permaneció de pie.

Durante unos largos minutos, se angustió pensando si ella habría regresado a casa, cansada
de esperar. Recordó que nunca habían llegado más de cinco minutos tarde en sus
numerosos encuentros. Planificó excusas y pensó cómo explicaría su demora. Finalmente,
el autobús llegó, y no pudo demorarse en su abordaje.

Dentro del autobús, empezó a observar a los demás pasajeros. Se preguntaba acerca de sus
vidas, sus preocupaciones y sus experiencias. A medida que el viaje avanzaba, una extraña
tranquilidad se apoderaba de él. Sentía que, a pesar de todo, el día podría transcurrir según
lo planeado y sería inolvidable en el futuro.

Al descender del autobús, decidió no apresurarse. Durante unos minutos, se inquietó


pensando si ella habría regresado a casa debido a su retraso. Finalmente, la vio. Llevaba un
vestido que nunca antes había visto, y le pareció encantador. Sus tacos bajos le daban un
aire diferente, algo que rompía con lo habitual. Su sonrisa, un faro de luz en medio de la
multitud, lo tranquilizó.

Decidió cruzar la avenida hacia ella, pero un automóvil pasó demasiado cerca, haciéndolo
retroceder. Miró a la conductora, que le gritó palabras incomprensibles. Luego, un sonido
atronador llenó el aire. Giró la mirada hacia la calle y vio a su amada, caída varios metros
más allá.

Todo parecía detenerse en ese instante. El mundo se redujo a un único punto. Poco a poco,
la realidad comenzó a inundarlo de nuevo, y sus pensamientos volvieron a circular. ¿Qué
habría pasado si hubiera tomado decisiones diferentes esa mañana? ¿Por qué tomó ese
café? ¿Por qué llamó a su casa? ¿Por qué decidió atarse los cordones de los zapatos? Cada
pequeña elección, cada detalle aparentemente insignificante, se convirtió en una pregunta
que lo atormentaba.

Despertó de su ensimismamiento en una morgue, con los padres de ella sentados a lo lejos.
Avanzó unos pasos y se quedó frente a una puerta metálica. Al mirarse en ella, buscó en su
bolsillo. La imagen de su reflejo en la puerta era la de alguien que ya no se gustaba, alguien
cuyo mundo había sido trastornado irremediablemente por un simple y fatal giro del
destino.

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