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Patricio Rivas H.
Uno de los principales logros del siglo XX, es haber consignado a la cultura como un derecho
humano inalienable, imprescindible para el desarrollo de los países y de las personas (Eide,
1995, citado en UNESCO, 1999), es decir, entender a la cultura simultáneamente como un
derecho inalienable, como un factor de desarrollo y como una necesidad humana y social
(Ballester, 1999). La centralidad de la cultura, y que organizamos como la ONU la consideren
como un elemento trascendental para la superación de las tensiones de época y para el
despliegue de las capacidades humanes y sociales; es resultado de un proceso de construcción
social, al cual contribuyen al menos tres grandes afluentes. Por una parte los movimientos
sociales de los años sesenta -herederos de las sagas libertarias de todos los tiempos-,
movimiento que irrumpe con nuevos temas y que derechos y que apela a nuevas formas de
vivir juntos.
En segundo lugar, la expansión de la cultura como objeto de estudio de las ciencias sociales,
desde la antropología a la economía, ha permitido su ampliación y revalorización. Así, al hablar
de cultura está ya no se reduce a la noción de bellas artes, al folclore o lo exótico, sino que
remite fundamentalmente a las formas de vivir juntos. Igualmente, ya no se trata de un gasto
suntuoso e innecesario, sino de una actividad que tiene un impacto económico relevante.
En efecto, los estudios de Economía y Cultura, el Programa del mismo nombre desarrollado
por el Convenio Andrés Bello (CAB), así como los proyectos de cuentas satélites
implementados por Argentina (SINCA), Chile, Colombia, España y Finlandia (Trylesinski y
Asuaga, 2013) demuestran por una parte, que la cultura es una actividad altamente dinámica,
por otra que contribuye a la generación de empleo, que su aporte al PIB en algunos casos es
similar o inclusive superior a actividades económicas tradicionales como la construcción,
minería o pesca (SINCA, 2011) y que en términos globales representa en Chile el 1,6% del
PIB (Departamento de Estudios, Sección de Observatorio Cultural, 2011), en Colombia el
1,78% del PIB (DANE, 2007), en España el 3,0% (División de Estadísticas Culturales,
Ministerio de Cultura España, 2011) y el 3,83% en Argentina (SINCA, 2011).
En tercer lugar, confluye en el auge de la centralidad cultural el agotamiento del modelo de desarrollo
actual y la necesidad de asumir los desafíos de nuestra época desde una dimensión cultural. Asunto que
se puede verificar de manera directa, en el reconocimiento de que la cultura juega un rol clave en la
superación de los grandes problemas y tensiones que enfrenta la humanidad y en el logro de los
objetivos de desarrollo del milenio (ODM), los cuales tienen como eje articulador la superación de las
exclusiones e inequidades, a partir del despliegue de una noción de desarrollo sostenible e integral
(ONU, 2005), que no se reduce al aumento de la riqueza o al incremento del ingreso per cápita, sino
que está vinculado al fortalecimiento de la equidad, de la democracia, del equilibrio ecológico y del
fortalecimiento de los derechos políticos, sociales y culturales.
Es importante recordar, que luego del frenético optimismo en la expansión del modelo neoliberal que
se produce a fines de los ochenta y comienzos de los 90, modelo que prometía un futuro promisorio, lo
que se produce no es el ingreso a una senda de crecimiento sostenido que terminó favoreciendo al
conjunto de la sociedad, sino la ampliación de las exclusiones, inequidades y desigualdades (Bauman,
1999; Castells, 1998; Fitoussi y Rosanvallon, 1997; Hobsbawm, 1995, 2007; Negri, 2000; Sen, 2000,
2007). Para ilustrar la magnitud de las diferencias, la brecha entre el quintil más rico y más pobre pasó
de 30 a 1 en 1960, a 74 a 1 en 1997, situación que se exacerba si se considera que el 10% más rico
concentra el 85% del capital mundial, mientras que el 50% de la población ostenta solo el 1%
(Universidad de las Naciones Unidas, 2006, citado en Sen, 2007).
A su vez con crisis económicas de 1994, 1997 y singularmente con la del 2008, crece la sensación de
que el modelo económico actual, basado más en la especulación financiera que en el incremento de la
productividad, no solo no es infalible, sino que genera múltiples puntos de desajustes, entre los cuales
sobresale la tendencia a distribuir de manera desigual las ganancias, beneficios y costos derivados del
progreso civilizatorio, que en la práctica implican desiguales niveles de salud, vivienda, servicios básicos,
acceso a la educación, cultura y justicia. Procesos revisten especial importancia en América Latina
y el Caribe, región que ha sido signada como una de las más inequitativas del mundo (ONU,
2005), y que ha llevado cada vez a más países de la región a idear nuevos modelos de desarrollo
más éticos e integrales, que reinstalen a los seres humanos como centro de las políticas económicas,
culturales y sociales.
Sin embargo, lo que se constata, en el proceso de construcción de las políticas públicas culturales, es la
tendencia a trabajar desde una modelos tradicionales1 (Roth, 2006) que le confieren al Estado y a sus
expertos un papel protagónico. En el mejor de los casos, las políticas públicas culturales se han
construido desde un enfoque neocorporativista2, donde grupos específicos que tienen mayor capacidad
de negociación frente al Estado han tenido la posibilidad de que sus demandas de acción políticas sean
integradas en las agendas de gobierno, como es el caso del cine, el libro y la música, áreas que cuentan
con fuertes grupos de influencia en la mayor parte de los países de la región. Ello deriva en que
persistan las insatisfacciones de las necesidades en diversos campos de la cultura y las artes, como es el
caso de las artesanías, las culturas indígenas y afrodescendientes, sectores que habitualmente reciben un
tratamiento episódico y frágil y donde hoy se constatan grandes abandonos y decepciones.
Roth, 2006)
1 Teorías centradas en el Estado
2 Modelo basado en la existencia de un numero relativamente pequeño de grupos o gremios que tienen relaciones privilegiadas con el Estado (Roth, 2006)
Junto con lo anterior, lo que se ha observado en el último período es que los marcos teóricos a parir de
los cuales se definen las políticas públicas culturales provienen en muchos casos de indicadores
macroeconómicos y de orientaciones de los ministerios de economía y finanzas, que se rigen por otras
racionalidades y prioridades.
En la definición de los marcos teóricos que aluden al tejido de las políticas públicas culturales conviene
hacerse cargo con una mirada diversa y amplia de lo que denominaremos las determinaciones sociales y
el conocimiento en cultura. El actor y sujeto cultural no irrumpe como un ser discursivo en el espacio
público, sino como una tensión que desordena y potencia lo pre- existente, que cuestiona críticamente
las estructuras locales y regionales en las cuales se sitúa, generando con ello posibilidades de
reinvención y redefinición. Por ello, es nocivo para el desarrollo de la cultura que los actores de los
campos culturales intervenga o sean interrogados no a partir de sus experiencias y vivencias, sino en
virtud de grandes categorías como las de producción, consumo, circulación, que si bien son
indispensables en el mercado cultural, dejan fuera el núcleo duro de la vida cultural, basado en
aspiraciones, formar de vida, sensaciones, sentidos y demandas, que la gran mayoría de las veces no
cuentan con conceptos precisos y cuantificables, pero que son profundamente relevantes.
En síntesis lo que se observa es la escasa utilización de modelos que apelen a participación ciudadana.
Sin embargo, la consolidación de un discurso democratizante, la movilidad de las fronteras entre el
Estado, lo público y la sociedad y las crecientes demandas de participación en los asuntos públicos por
parte de la ciudadanía, reinstala la necesidad de debatir la forma en cómo se definen las políticas
públicas culturales.
Por ello, es indispensable abrir espacios para que las diversas disciplinas y sectores de la sociedad que se
interesan por el desarrollo cultural, tengan la posibilidad de participar en su construcción y despliegue.
En otras palabras, se requiere que las decisiones que emanan de la razón política y de la razón técnica,
sean nutridas y mediadas a partir del diálogo público con diversos sectores de la sociedad (Habermas,
1978). No debemos obviar, que los derechos culturales tienen como centro la participación y el debate
libre e informado.
De igual forma es necesario superar una suerte de preocupación abstracta por parte de los funcionarios
y expertos culturales, quienes en ocasiones tienden a pensar que una relación directa con el espacio
público puede generar demandas excesivas e inabarcables. Promover la participación, significa siempre
en el largo plazo potenciar y fomentar los recursos existentes en la propia comunidad, fortalecer la
solidaridad y responsabilidad social y vigorizar la democracia. En este punto a nivel gubernamental y
suprugubernamental, existe consenso que la participación es un elemento clave que contribuye a lograr
diseños más adecuados y rentables (PNUD, 1998; 2000) y que difícilmente altos niveles de eficiencia,
efectividad e impactos favorables se alcanzan con enfoques diseñados e implementados exclusivamente
desde arriba. Sin embargo, pese a estas anuencias se observa una insuficiencia orgánica y cultural de las
instituciones para integrar y canalizar la participación como una estrategia estable y continua.
Otro aspecto fundamental en materia de políticas culturales, es lograr que todos los países de la región
cuenten con políticas de Estado, por sobre las políticas de gobierno. Es decir, con políticas de larga
duración, que involucran a más de un gobierno y que no dependan de la administración de turno.
Necesitamos políticas y programas consensuados de largo aliento, dado que es evidente que la
maduración de las políticas culturales es lenta y cambiante, lo más probable es que en su despliegue se
vean constantemente sometidas a redefiniciones y ajustes.
Tesis 6: Necesitamos políticas culturales de Estado, que involucran a más de un gobierno y que no
dependan de la administración de turno.
Tesis 7: La participación y la mera formulación de políticas no son suficiente, las políticas públicas
culturales deben ser factibles, contar con el apoyo político de amplios sectores de la sociedad para su
realización e ir acompañadas de de recursos, planes de acción, seguimiento, evaluación y ajustes.
En este sentido debemos superar las renuencias del sector cultural a la evaluación. Pero también,
debemos ser capaces de diseñar evaluaciones participativas y acordes a la naturaleza de la cultura,
evaluaciones que debe al mismo tiempo ser útiles y rigurosas para enjuiciar la efectividad de una política
y para proponer medidas de ajuste.
3 “Concepto de cultura: "maneras de vivir juntos". A esto agregan que la cultura es un fin en si mismo y no un medio, y que todo
aquellos a lo que le otorgamos valor forma parte de la cultura” (UNESCO, 1997:3). Por lo cual, el análisis de la cultura implica el estudio
y comprensión de las distintas formas de vivir juntos.
En el caso América Latina y el Caribe, durante estas décadas los estudios culturales y el
asunto de la diversidad cultural, tenderán a estar vinculados al ensayo, a la literatura, a las
artes visuales, al muralismo, a la poesía, la danza, la comunicación y fuertemente
referenciados a autores como Raúl Prebisch, Osavaldo Sunkel, Ruy Mauro Marini, Anibal
Pinto, Galo Plaza y Celso Furtado, quienes promovieron el despliegue de una concepción
amplia de desarrollo, que trascendía la dimensión económica y según la cual este era ante
todo humano y cultural (Aninat, 1998). Desde estos entramados, tanto “la sociología
latinoamericana”, como las “teorías de la dependencia” contribuyeron a relocalizar a la
diversidad como un actor que influye determinante sobre el objeto sociológico y sobre
desarrollo económico y social de la región.
Estas corrientes, que provenían de los radicalismos laicos de fines del siglo XIX, se
incrustaran con fuerza en las tradiciones políticas democráticas que irrumpen durante la
segunda mitad del siglo XX. Por ello, los espacios originales de la diversidad cultural
latinoamericana estuvieron signados por los movimientos sociales urbanos, por los
ámbitos del saber –escuelas y universidades-, por las tensiones que generan las nuevas
políticas públicas modernizantes, democratizantes y redistributiva y por el progresivo
protagonismo de los movimientos indígenas.
Con el largo 1968, que se prolonga hasta principios de los años 80, la teoría social irá
integrando en sus modelos de análisis distintas escuelas de aproximación a la diversidad
cultural, entre las cuales destacan la teoría postcolonial de Edward Said (1993), Homi
Bhabha (1994/2002) y Chakravorty Spivak (1987) y la nueva teoría crítica de Jameson,
Eagleton y Žižek (citado en Žižek & Jameson, 2005), en la cual se urde el psicoanálisis
lacaniano, el postestructuralismo y las tradiciones olvidadas de Benjamín, Korsch, Adorno y
Marcuse (citado en Žižek & Jameson, 2005).
En los años 90, luego de una devastadora década pérdida, la cultura y la diversidad, logran
instalarse como elementos centrales de las agendas de gobierno, como derechos humanos
inalienables y como factores de desarrollo.
En primer lugar, la lucha por los derechos civiles y políticos, de los inmigrantes africanos y
asiáticos en Europa y EEUU. En efecto la Guerra de Argelia, los movimientos de liberación
nacional en África y la fuerte irrupción del movimiento por los derechos civiles en EEUU,
con Rosa Parks, Martín Luther King y Malcolm X, ensamblarían las partes de un gran
rompecabezas internacional de lucha por el reconocimiento de las identidades y derechos,
cuyos mensajes circularían con gran rapidez en América Latina y Europa.
Un segundo afluente, está vinculado al despliegue de una aguda crítica a las visiones, que
desde el norte del mundo, se tenían sobre las culturas ancestrales y sus habitantes, tanto
en los territorios de origen como en los espacios migratorios.
En ambos casos –en EEUU y AL- se trató de luchar contra el discurso de poder colonialista
y contra la representación de la otredad basada en una tríadica estática, inmutable, natural,
normativa y estereotipada entre cultura/historia/raza, la cual se usaba para justificar la
construcción de relaciones jerárquicas, asimétricas y excluyentes entre diferentes grupos
sociales (Bhabha, 1994).
Por último y vinculado con lo anterior, el prolífico debate, primero académico y luego
político, de las denominas teorías coloniales y postcoloniales, lograron re-situar a la
historia, a la antropología, a la arquitectura y a las metodologías de análisis como un
campo densamente problematizado. Intelectuales como Edward Said (2003), Jean Copans
(1974), Tariq Alí (citado en Žižek 2005), generaran agudos debates sobre las relaciones
culturales entre las sociedades del norte y el resto del mundo.
Pero al mismo tiempo, que se constituían estos procesos, de manera más molecular, desde
América Latina se ensanchaban las luchas por el reconocimiento de lo ancestral y de los
grupos originarios más importantes de la región, como naciones o pueblos dentro de los
Estados plurinacionales.
Así, este primer ciclo de instalación de la diversidad cultural, que brota en décadas de
profundas movilizaciones sociales y en un marco argumental abigarrado por modelos
teóricos y analíticos de naturaleza crítica, estuvo vinculado al reconocimiento de los
derechos civiles, económicos y políticos de sectores de la sociedad, cuya existencia se
intentó negar, someter y asimilar. No obstante, en el contexto de la Guerra Fría, la crítica a
los intentos homogenizantes, el rechazo a la discriminación y las reivindicaciones de los
sectores postergados, tendió a ser clasificada, la mayoría de las veces, en claves de
conflicto geopolítico y congelados en estereotipos fijos de enemigo, sospechoso, disidente
y anti-sistémico.
Pese a ello, al finalizar el largo periodo “de la paz armada”, los ensamblajes que habían
producido los equilibrios entre las grandes potencias y sus zonas de influencias se
redefinieron, dando origen a una tan prolífica como diversa panorámica de lo cultural y de
lo identitario4.
No obstante, durante este primer periodo de instalación de lo diverso, la cultura, a pesar
de las revueltas, se entendía, desde las elites y desde el pensamiento teórico dominante,
como una noción estético artística enclaustrada en modelos creativos aparentemente
descontaminados de lo social, lo cual se observa en una concatenación de ausencias, usos
y afirmaciones. La cultura era arte, el arte lo consagrado y lo creativo un talento intrínseco
de los artistas de las bellas artes. Las instituciones culturales existían en las academias y
como subcategorías de espacios gubernamentales consagrados y los derechos culturales
se constituían como configuraciones abstractas, fantasmagóricas e insubstanciales.
La diversidad cultural, no era un actor, ni una política, ni un ámbito, sino una simple
palabra que remitía a algo distinto y separado, necesario de re-ensamblar y de asimilar
bajo la noción de una única nación, patria, orden y progreso.
Así, todo un largo periodo, que proviene de la construcción de los Estados nacionales, se
re-articula en brazos de las luchas identitarias por hacerse actor social y cultural, no sólo
reconocido en sus derechos básicos, sino en condiciones de definir nuevas formas de vida
y de arquitectura de lo político, que integren lo distinto sin borrarlo o asimilarlo. Se trata
de una progresiva expansión de los derechos, lo cual terminará conmoviendo estructuras,
enfoques, mentalidades, prácticas y usos.
4
Es importante destacar que la diversidad, vinculada a los procesos identitarios, tradicionalmente se ha visto sometida, por lo menos, a
dos impases. El primero, en brazos del integrismo y de la falsa totalidad de los neofundamentalismos, que la asumen como un asunto
cerrado, homogéneo y como recuperación de una identidad pérdida, aunque en realidad responde a una búsqueda de identidad nueva,
que mediante un proceso de fractura constitutiva transforma esta identidad particular en símbolo de totalidad y completitud (Žižek,
2001). Y el segundo, que es más característico de nuestra época, la identidad asume como punto central al individuo, borrando lo
social en virtud de un liberalismo laxo y fragmentado.
En algunos casos, esta trayectoria histórica cobrara una gran capacidad argumental para
re-situar viejos nacionalismos, como ocurrió con la ex Yugoslavia. Pero en otras
situaciones, como en el caso de Latinoamérica, será la re-emergencia del tema indígena, lo
que dará lugar a transformaciones políticas trascendentes, tal y como sucedió en Bolivia,
Ecuador, Guatemala, México y en un nivel menor en Chile, Paraguay y Salvador.
Estas reconversiones, democráticas que comienzan en los años 50 y que se prolongan
hasta avanzado los 70, operaban desde lo social hacia lo político, con textos y libretos
fuertemente culturales e identitarios, a niveles que no es fácil separar, con el escarpelo
analítico, lo cultural de lo político. Más bien, en muchos casos se trata de uno y lo mismo.
Se contempla así un descentramiento hermenéutico, una conciencia histórica redefinida y
una hibridación conceptual en constante fuga. Toda esta panorámica, en gran parte de
América Latina, descolocará las lógicas analíticas de muchas corrientes académicas y las
miradas del Estado en torno a la cultura, lo cual se evidenciará con potencia en el segundo
ciclo de la diversidad cultural.
En primer lugar, apresurarán -por parte del Estado, de los gobiernos y de las instituciones
públicas-, el diseño de políticas culturales que asuman lo diverso como finalidad, como
paradigma y programa. Por otra, darán impulso a un vasto esfuerzo de investigación
aplicada orientada al descubrimiento de las fisonomías de cada nuevo actor. Y por último,
lo diverso se incrustará en las comunidades postmodernas, en las sociedades universales
transnacionales y en la mundialización de las relaciones sociales, económicas, políticas y
culturales.
Indudablemente uno de los principales avances de este segundo periodo, es haber
logrado instalar a la cultura y a la diversidad como un elemento clave en las agendas de
los gobiernos democráticos y como un derecho humano inalienable, imprescindible para
el desarrollo de los países y de las personas (Eide, 1995, citado en UNESCO, 1999).
Así a fines de los años 80, la mayoría de los Estados latinoamericanos comienzan a
comprometerse con la reducción de los déficit en cultura, se involucran en procesos de
modernización de la legislación cultural, crean nuevas institucionalidades, formulan y
ejecutan políticas de fomento, incrementan la inversión en cultura, incentivan la
profesionalización de la gestión cultural, promueven el despliegue de la investigación,
apoyan la expansión de las industrias culturales nacionales y establecen acuerdos de
cooperación internacional de fortalecimiento de la cultura, de la diversidad y de las artes.
No obstante, todos estos procesos ocurren en tiempos y niveles disímiles al interior de la
región.
La diversidad es hoy uno de los entronques de mayor anclaje para explicar y movilizar
procesos por la dignidad humana, la justicia y la democracia. Ya se agotó el periodo de
reconocer la obviedad de que el mundo es múltiple e inclusive, de que es necesario invertir
en ella y analizar los efectos que la mudialización tiene sobre la diversidad cultural. Hoy
estamos impelidos a ponerla en juego como un poder constituyente (Negri, 1993) de un
nuevo ciclo de la expansión de las libertades humanas. Poder constituyente que remite a
una ética de la alteridad y a una práctica dialógica de los varios sentidos y procesos que
configuran lo social.
La diversidad cultural es un actor y una transversalidad que debe cruzar y configurar todas
las políticas democráticas de Estado, en el plano de los derechos, el crecimiento, el
desarrollo, la participación y movilización social. Es una situación existencial mundial, que
viene a cambiar el panorama intelectual, político y de vida de una época. La diversidad es
la síntesis de una política humana para los tiempos contemporáneos, cuyos rasgos
distintivos son la superación de las asimetrías de poder material y simbólico, la inclusión de
lo diverso como un asunto de inteligencia social, la hibrides como una rasgo distintivo de
lo histórico, lo compensatorio y redistributivo como imperativo de política pública y la
incompletitud como teorema analítico.
Hoy enfrentamos, al menos, dos operaciones políticas imperativas. Por una parte, asumir la
diversidad cultural como un elemento constitutivo de las políticas de desarrollo y de
participación democrática. Y por otra, entender que este amplio asunto refiere a una idea
de mundialización que preserva el diálogo, la paz y los futuros compartidos. La
mundialización funciona como un complejo laberinto de nuevas inclusiones, derechos y
singularidades. Pero también, como una máquina de exclusión selectiva. Estos dos
continentes del proceso mundial sitúan a la diversidad cultural como uno de los asuntos
más esenciales de las agendas contemporáneas.
Han pasado siglos en que la diversidad cultural, sin los ropajes conceptuales actuales, se
desplazó a nivel mundial como dignidad, reconocimiento y justicia. Desde el ángulo de la
historia la diversidad siempre ha remitido a las luchas por hacerse presente en el plano de
la historia humana “cualquier campo cultural conlleva lucha; las gentes con puntos de vista
incompatibles y diferentes disputan, se critican y se condenan unas a otras” (Taylor, 1994:
104)
REFERENCIAS
Aninat, E. (1998). Seminario de Cultura y Desarrollo. Homenaje a Felipe Herrera. Santiago de Chile:
Fundación Felipe Herrera, Centro de Análisis de Políticas Públicas y Banco Interamericano
de Desarrollo.
Negri, A. (1993). La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en Baruch Spinoza . Barcelona:
Anthropos
En este sentido, la integración cultural condensa los afanes de las propias comunidades
artísticas y de los nuevos movimientos ciudadanos por reconstruir identidades debilitadas o
recrear otras que puedan ampliar sus márgenes de influencia y situarse como un actor relevante
en los grandes diálogos de las culturas; sin embargo, a pesar que se trata de una aspiración de
larga data que no se reinstala en las agendas actuales todavía no existe una amplia e irreversible
integración regional.
Por otra parte, como se señaló hoy existe un amplio consenso de que el desarrollo económico y
social sustentable y la cohesión e inclusión social requieren de políticas que consideren la dimensión cultural y la
diversidad y que los Estados son responsables de garantizar los derechos culturales, en tanto son
elementos indispensables para el desarrollo de las capacidades creativas de los individuos.
Por ende, los procesos de integración exigen la construcción de un entramado que urda
acuerdos parciales y globales desde las propias comunidades orientados a gestar ese
interlocutor y a generar intercambios fructíferos. Hoy por ejemplo, las comunidades culturales
en su despliegue cotidiano ponen en juego un enorme caudal de acciones que generan
impactos progresivos para la vida de sus localidades, sin embargo, muy pocas prácticas son
registradas y conocidas más allá de los contornos geográficos donde se verifican. Por ello,
contar con un marco de referencia que establezca derechos fundamentales permite comenzar a
salir y superar las miradas que ignoran los entramados menos visibles o los paternalismos
clientelistas que priorizan circunstancialmente por uno u otro proceso a partir de criterios
muchas veces arbitrarios.
Con todo, la configuración de un espacio cultural integracionista no será fácil, ni breve, y nos
impele a preguntemos ¿cómo se debe entender la integración ibero y latinoamericana?
considerando que un rasgo distintivo de nuestra comunidad es la hibridación, el mestizaje y
todo tipo de mezclas interculturales que operan como sedimento identitario, pero que al
mismo tiempo relativizan y disuelven la propia noción de identidad. Del mismo modo, desde el
5
De acuerdo a Rojas (2007) América Latina no es un área prioritaria para ninguno de los grandes centros de poder (EEUU, UE, China),
asimismo desde fines de los ochenta ha visto descender su participación en las exportaciones y en inversión extranjera si se considera
el total mundial.
Estado y Gobierno es imperativo preguntarse ¿de qué forma se enfrentarán los efectos no
deseados de la integración.
Referencia
Referencias recomendadas
Altamirano, C. (Dir.) (2002). Términos críticos de sociología de la Cultura. Buenos Aires: Paidós.
6
A modo de ejemplo hace 500 años en Brasil se hablaban mil setecientas lenguas indígenas, en la actualidad sólo se conocen 119 (Ávila,
2007).
Beck, U. & Grande, E . (2004). La Europa Cosmopolita. Barcelona: Paidós.
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