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El futuro de la imagen:
El camino no tomado por Rancière
W.J.T. Mitchell
[Culture, Theory & Critique, 2009, 50(2–3), 133–144. Trad. Felisa Santos].
Abstract:
Este ensayo fue escrito originariamente para un dialogo con Jacques Rancière en la
Universidad de Columbia en abril de 2008. El propósito era comparar y contrastar nuestras
posiciones acerca de la cuestión del “futuro de la imagen”. El escrito se volvió algo más que eso,
una exploración de lo que podría llamar “el camino no tomado por Ranciére”, en la forma de una
indagación de la imagen del animal como presagio de futuridad desde las cuevas de Lascaux a
los dinosaurios clonados digitales de Jurassic Park. El ensayo reflexiona en ciertos temas – el
problema de las relaciones palabra/imagen, el “reparto de lo sensible” y la semiótica, la
concepción de una “vida de las imágenes”, y la política de la estética – que son comunes a
nuestros proyectos. Concluye con una discusión de obras de arte reciente que reflexionan acerca
de la política de la estética, incluyendo el dramático ascenso de Barack Obama como ícono de
futuros posibles.
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Cátedra Santos
2.- Ver los capítulos acerca de Burke y Lessing en mi Iconology: Image, Text, Ideology (1986)
*.- En español: El destino de las imágenes, Buenos Aires, Prometeo, 2011. La versión francesa: Le destin
des images, París, La Fabrique, 2003. N.d.T.
Quiero seguir el camino que Rancière declina tomar, y trazar la odisea desde la
cavernosa penumbra de Lascaux al crepúsculo contemporáneo de las imágenes sintéticas. Y
en favor del la coherencia en el tema a discutir, quiero seguir esto como si fuese el rastro de
un animal que comienza con los familiares bisontes y caballos de Lascaux y terminar con una
imagen futurista de un animal futurista, un dinosaurio digital del film Jusassic Park. Ustedes
se preguntarán ¿por qué el largo viaje de la imagen desde el pasado profundo, primitivo hasta
el momento contemporáneo de futuros virtuales, imaginarios, tendría que ser ejemplificado,
no por la “imagen del hombre”, el fabricante humano y espectador implícito de estas
imágenes, sino por imágenes de animales? ¿Qué hay en las imágenes de los animales que
proporciona una pista para toda la odisea de la imagen, y nos permite vislumbrar el futuro de
la imagen?
Antes de abordar esta cuestión, quiero considerar la situación de las imágenes mismas.
Entre la muchas especulaciones acerca de la función de las imágenes de Lascaux está la idea
de que eran una “máquina de enseñar” de orden ritual, en la cual se estaba poniendo en
escena un cine cuasi-platónico antes de la caza, para familiarizar a los cazadores con sus
presas, produciendo un ensayo virtual que, por medio de una magia icónica, homeopática,
aseguraría el éxito de la caza (Lewin: 1968). No hay duda de que la atmósfera llena de humo y
la ingestión de estimulantes apropiados ayudarían a incrementar la atmósfera alucinógena,
semejante al sueño, de la caverna que se convertía en un lugar para usar las imágenes con el
fin de proyectar y controlar un futuro posible e inmediato. De la misma manera, la escena en
Jurassik Park se desarrolla en la sala de control del parque, que acaba de ser invadida por un
velociraptor real, no imaginario, que por casualidad ha encendido el proyector que muestra el
film introductorio del parque. El raptor es captado por el haz del proyector en el momento en
que en el film se muestra la secuencia del ADN que hizo posible clonar un dinosaurio real vivo
a partir de restos fósiles. Si imaginamos un bisonte real que galopa en las cuevas de Lascaux y
amenaza con pisotear a los cazadores que están drogados, tendríamos una versión del
paleolítico del efecto producido en la sala de proyección de Jurassik Park.
Consideremos estas dos imágenes, entonces, como una alegoría del comienzo y del final
de esta odisea de la imagen. Ejemplifican muchas de nuestras comunes suposiciones acerca
del pasado y el futuro de esta narrativa, que se mueve desde las semejanzas primitivas,
pintadas a mano que todavía “bastan para estar en lugar de” los objetos que representan hasta
un objeto altamente técnico, un producto de la computación de alta velocidad y la ingeniería
genética que es después representado fílmicamente por los últimos desarrollos en imagen
cinemática, es decir, la animación digital. Muchos más contrastes pueden ser elaborados: la
imagen de la magia primitiva con el artefacto tecno-científico; el ritual mítico del pasado
profundo y la narrativa de ciencia ficción de un futuro posible; la bestia que hay que perseguir
en la selva, con el organismo clonado que hay que producir como atracción de un parque
temático.
Y sin embargo, cuánto más contemplamos estas dos imágenes, se vuelve más evidente
que la oposición binaria entre pasado y futuro, naturaleza y tecnología, salvaje y domesticado,
la caza y la guarda en zoológicos, no se sostiene en el examen. Ambas imágenes son
producciones técnicas, localizadas en “salas de control” cinemáticas; ambas son objetos
presentes de consumo a ser “capturados“ por medio de sus imágenes. Más interesante es la
inversión temporal que las dos imágenes demandan. La imagen que encarna el pasado en esta
correlación resulta ser mucho más joven que la imagen que representa al futuro. El dinosaurio
digital no es, como el bisonte del paleolítico, un animal que realmente existe en el presente; es
una criatura puramente de ciencia ficción, una re-animación viviente, carnal de un animal que
existió en este planeta mucho antes que el bisonte o los artistas primitivos que pintaron sus
imágenes. En este sentido, nuestro animal del futuro, que no su imagen, es mucho más antiguo
que los animales de Lascaux. Quizás el único contraste, entonces, que realmente se resiste a la
deconstrucción es el hecho natural más literal acerca de los objetos representados por estas
imágenes: en Lascaux se trata de herbívoros y Jurassic Park presenta a sus carnívoros como
atracción principal. Las posiciones del depredador y la presa se han invertido. En la imagen
primitiva, somos nosotros quienes ayudamos a matar a los objetos salvajes representados; en
la imagen contemporánea, futurista, el objeto artificial que nosotros hemos creados se ha
vuelto salvaje y amenaza con matarnos.
Quiero volver ahora al interrogante con el cual comencé. ¿Por qué la odisea de la imagen
tendría que ser esbozada por el animal y por qué la imagen del animal proporciona una pista
tan crucial para el futuro, si no el destino, de la imagen? ¿Por qué, por otra parte, la imagen del
animal aparece tanto en el comienzo como al final, y en el pasado y en futuro de esta
narrativa?
Recordemos aunque sólo brevemente algunos de los argumentos principales acerca de
las prioridades temporales de la imagen, y su íntima asociación con el animal como figura del
futuro. Los animales han sido asociados, por supuesto, desde tiempos inmemoriales, con la
adivinación, el augurio, la profecía. Si hay un futuro a predecir, acerca de las imágenes o de
cualquier otra cosa, se esboza en la imagen o la realidad del animal. Sea lo que sea lo que se
haga con los animales, será, como notó John Berger (1980), predecible que se haga con los
seres humanos en el futuro: domesticación, esclavitud e industrialización masiva de la muerte,
exterminio y extinción, todos fueron probados en los animales antes de ser usados en seres
humanos, que de esa manera son reducidos al estado de animales. Se llevan a cabo
experimentos en animales para predecir cuáles serán sus efectos en el organismo humano. Y
más particularmente, la clonación de animales (ovejas, ratones, ranas y caballos) es
ampliamente entendida como un preludio a la clonación de seres humanos, o bien de criaturas
supra-humanas, al purificarlas de todos los defectos de nacimiento, o como infra-humanos
donadores de órganos y carne de cañón en los “ejércitos de clones” previstos por la saga de
Star Wars.
También tenemos que recordar aquí la afirmación de John Berger de que “el primer
tema de la pintura fue el animal” Probablemente la primera pintura haya sido la sangre
animal. Antes de eso, no es irrazonable asumir [como lo hizo Rousseau] que la primera
metáfora fue animal (1980: 5). Está el mito bíblico de la creación en el cual los animales
preceden a la fabricación de la imagen humana de arcilla. Están los juguetones conjuros de
Derrida con la temprana forma de escritura conocida como zoografía (1974) y con la imagen
del animal como aquello que el humano “sigue” (2002), en el sentido de “ir detrás” de los
animales en la odisea de la evolución, de la misma manera que se “persigue” a un animal como
un depredador sigue a su presa. Está, más ominosamente, la narrativa originaria de la
iconofobia y la iconoclasia, la producción de una imagen de animal que sirve como ídolo,
ideada (como los israelitas lo especifican) para “ir antes” de ellos en su búsqueda de la Tierra
Prometida3. La imagen del becerro de oro es “lo que basta como sustituto” (para hacer eco a
3.- Las palabras exactas del Éxodo, 32, 1, son las siguientes: “Cuando el pueblo vio que Moisés tardaba
en bajar del monte, la gente se congregó alrededor de Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos un dios que
vaya delante de nosotros; en cuanto a este Moisés, el hombre que nos sacó de la tierra de Egipto, no
sabemos qué le haya acontecido” [Biblia de las Américas]. Esta escena, que a menudo es denunciada
como el primer ejemplo de idolatría, puede ser también leída como un buen ejemplo de democracia
Rancière) del líder perdido, Moisés, quien promete conducir a los hebreos a un futuro
promisorio, al mismo tiempo que es inmediatamente denunciada por Moisés como un retorno
al pasado de la cautividad en Egipto y la idolatría.
La temporalidad de la imagen del animal, pues, abarca a ambos, al pasado y al futuro,
tanto a lo que precede a lo humano como a lo que lo guía o “va antes de nosotros”, en un
tiempo por venir, ya sea en una narrativa de un retorno a un utópico Edén donde la naturaleza
humana finalmente alcance su potencial, o en un retorno (vía el “culto a las bestias”) a la
existencia repugnante, brutal y corta de la zoé más que del bíos. Y es por esto que el género
específico de la imagen del animal es tan crucial para entender la cuestión del futuro de la
imagen como concepto general, y más allá de ello, la entera cuestión de la temporalidad de la
imagen. La imagen como tal siempre involucra la temporalidad, o bien la memoria de un
pasado perdido a ser recordado y re-presentado, como el presente percibido de una
representación en “tiempo -real”, tal como una sombra, un reflejo, una representación
dramática o una transmisión “en vivo”, o bien la imaginación de un futuro esperado o temido.
Cuando hablamos del “futuro de la imagen”, entonces, tenemos que darnos cuenta de que
estamos evocando una imagen doble o lo que yo llamo “meta-imagen”: la imagen de una
imagen por venir. Una imagen de lo que todavía no ha llegado pero está en el horizonte, como
la “tosca bestia” que William Butler Yeats divisó arrastrándose hacia Belén en su poema “La
segunda venida”. Por lo tanto, el futuro de la imagen es siempre ahora, en la última y la más
nueva forma de la imagen, sean las maravillosas apariciones de Lascaux o la realización
tecnológica contemporánea del viejo sueño de producir no sólo una imagen “vívida” de una
cosa viva, sino una imagen que es a la vez, una copia, una reproducción y ella misma una cosa
viva.
En la correspondencia entre nosotros que condujo a este coloquio, Jacques Rancière,
identificó, correctamente, este elemento de mi abordaje de las imágenes como una especie de
vitalismo y lo contrastó contra su propio énfasis en las “operaciones artísticas” que “producen
seres cuya atracción consiste precisamente en el hecho de que no hacen nada y no quieren
nada” (e-mail del viernes 8 de abril de 2008). Llama a esto una “diferencia de sensibilidad” y
no hay dudas de que proviene de una diferencia de formación. Como niño criado en la iglesia
católica fui incuestionablemente adoctrinado con el repertorio entero de imágenes animadas,
desde la poética de la eucaristía a los íconos y reliquias de los santos, a la figura del hombre
como, en sí misma, una imago dei. Siento en las observaciones de Rancière un profundo
escepticismo ante la noción de una “vida de las imágenes”. De hecho, comparto este
escepticismo aun cuando me permito sostener su opuesto, una “querida suspensión de la
incredulidad” en las consideraciones animistas y vitalistas de la imagen. En What Do Pictures
Want? (2005) incluso sugerí que una manera de describir el objetivo final de la tarea del arte
en el ámbito de las imágenes podría ser producir una imagen que no quisiera nada de nada,
que produjera una suerte de utopía estética más allá del deseo, un campo de juegos y (en
términos de Rancière) un emancipatorio “reparto de los sensible”.
Pero, ¿cuál podría ser la causa de la sospecha de Rancière respecto de un enfoque
vitalista de la imagen? Lo más cercano a un diagnóstico está en las páginas finales de su
ensayo, “The Future of the Image”, en el libro de ese título. En su indagación acerca de “las
imágenes exhibidas en nuestros museos y galerías hoy”, Rancière (2007: 22-30) identifica tres
populista en acción, con “el pueblo” auto-conscientemente encargando un signo visible de su sagrada
unión como nación.
categorías principales: 1)la “imagen desnuda”, ejemplificada por las fotografías del holocausto
y otras imágenes de la abyección y la atrocidad, que “excluye el prestigio del disimulo”*
asociado con la “tarea del arte”; esta clase de imágenes demanda, lo sostengo, una respuesta
ética y política más que estética; 2) la “imagen ostensiva”, que insiste en “su poder como pura
presencia” y emplea medios estéticos para producir un efecto modelado en el del ícono
religioso; y 3) la “imagen metamórfica” que entabla un crítico “juego con las formas y los
productos de la imaginería”, que atraviesa las fronteras entre imágenes artísticas y no
artísticas en una “doble metamorfosis” que transforma imágenes llenas de sentido “en
imágenes opacas, estúpidas”, por lo tanto “que interrumpen el flujo de los medios”, por un
lado. Y, por el otro, “reviven los aburridos objetos utilitarios… para así crear el poder de una
historia compartida contenida en ellos". Los principales ejemplos de las imágenes
metamórficas vienen del arte de la instalación, y del montaje de Godard, especialmente su
enciclopédico y poético film, Histoire(s) du cinema.
Dos cosas me chocan de las “tres maneras” que tiene Rancière “de sellar o negar la
relación entre arte e imagen” (26). La primera es, como él señala, que “cada una de ellas
encuentra un punto de indecibilidad… que la compele a tomar prestado algo de las demás”.
Hasta la anti-artística “deshumanización” que presenta la “imagen desnuda” se desvía a la
estética “porque la vemos con ojos que ya han contemplado el buey desollado de Rembrandt…
e igualan el poder del arte con la obliteración de los límites entre lo humano y lo inhumano, lo
vivo y lo muerto, lo animal y lo mineral” (27).
La segunda cosa que choca es que estos resultados de las operaciones del arte puede
dificultosamente llamarse producir objetos que “no hagan nada y no quieran nada”. El
lenguaje del poder, del deseo y el vitalismo corre a través de las propias descripciones de
Rancière de estas categorías: la imagen desnuda rechaza la separación de arte y vida; la
obtusa lleva sus imágenes a la vida a la manera de íconos sagrados, y la metamórfica produce
metamorfosis. Mi mejor conjetura es que Rancière está citando esa manera de hablar, lo que
es ciertamente común en las discusiones contemporáneas acerca del arte, sin aprobarla. En
efecto, si siguiéramos el hilo de esta cuestión hasta los períodos, más tempranos de la historia
del arte, encontraríamos el lenguaje de la vida, si no del vitalismo, en todas partes. El mismo
Rancière traza la genealogía de la imagen ostensiva moderna hasta el cuadro de Manet La
muerte de Cristo, con sus “ojos abiertos”, una imagen que hace que “el Cristo muerto” vuelva “a
la vida en la pura inmanencia de la presencia pictórica” (29). Y el discurso del arte antiguo y
de la temprana modernidad está plagado de variaciones del imperativo acerca de producir
imágenes “vívidas”.
Quizás Rancière quiera ver la “tarea del arte” en el ámbito de las imágenes como una
manera de calmar su incorregible tendencia a asumir una vida propia, a comportarse como
virus que se propagan y mutan más rápido de lo que nuestro sistema inmune puede
evolucionar para rechazarlos. Un arte que “produjera seres cuyo atractivo fuera precisamente
que no hicieran nada y no quisieran nada” quizás sea una estrategia de desmitificación, una
cura para la “plaga de imágenes” que incluye el fetichismo de la mercancía y la idolatría del
espectáculo4. Sería un concepto de arte que obraría no sólo contra las tendencias vitalistas y
* .- [En la versión en español dice: “los prestigios de la diferencia y la retórica de la exégesis (p. 42).
N.d.T].
4 .- Puede valer la pena recordar aquí el ensayo de Walter Benjamin de 1919–20, ‘Categories of
Aesthetics’, en el cual, como Judith Butler (2008) argumenta, él distingue la “apariencia” viva, seductora
o signo mítico de la “señal” mágica. Como dice Butler, “En la medida en que una obra de arte esté viva,
se vuelve apariencia pero como apariencia pierde su estatuto en tanto obra de arte para Benjamin. La
animistas dentro del discurso estético, sino que resistiese esas narrativas paralelas suscitadas
por la religión, la magia y la ciencia que evocan, con la noción de una imagen literalmente viva,
desde la creación de Adán a partir de la inerte arcilla del suelo, al golem medieval de los
judíos, al mito del monstruo de Frankenstein, a los robots y cyborgs del siglo XX. La versión de
la imagen viviente del siglo XXI es el clon, que no es meramente la literización de la imagen
viva sino su real realización científica, por lo menos a nivel del animal. El clon humano no ha
hecho todavía su aparición, salvo en las bandas de sonido de las películas de Hollywood y en
ominosos trabajos de arte como The Clone de Paul McCarthy, que lo retrata como la figura
anónima, encapuchada, del donante de órganos, una imagen que ha estado en circulación por
lo menos desde las reflexiones de Jean Baudrillard (2000) acerca de lo que él denomina el
“clon acéfalo”. En una variedad de formas, desde el famoso “hombre encapuchado” de Abu
Ghraib hasta el Star Gazing de Hans Haacke (con una capucha hecha con la bandera de EEUU),
esta figura encapuchada, sin rostro, se ha vuelto un ícono contemporáneo de la ‘facingness’
que Rancière asocia con la “imagen obtusa” contemporánea.
Si hay un suelo común entre Rancière y yo, pues, quizás esté localizado en una cierta
ambivalencia acerca del concepto de la imagen viva y el discurso vitalista de la iconología y la
historia del arte. Ambos queremos resistirlo, pero yo también quiero explorarlo, viendo
adónde lleva, siguiendo (con Roland Barthes) un hilo en el centro del laberinto de imágenes
donde el minotauro, a medias hombre, a medias toro, está esperando. Esto implica una cierta
flexibilidad ante el hechizo de las imágenes, artísticas o no. Rancière y yo compartimos una
aversión al supuesto fundamental de la iconoclasia de que una imagen pueda ser destruida.
(Las imágenes, desde mi punto de vista, no pueden ser ni creadas ni destruidas). El intento de
destruir o matar una imagen sólo la hace más poderosa y virulenta5. Es esto, entre otras cosas,
lo que permite que la crítica destructiva, “iconoclasta”, logre victorias tan fáciles sobre las
malas imágenes. Prefiero la estrategia de Nietzsche con respecto a los ídolos: romperlos con
un martillo, no para destruirlos sino para hacerlos sonar y divulgar su resonante vacío.
Incluso, mejor, hay que tocar a los ídolos con un diapasón (Nietzsche, 1998: 3), de esta manera
el sonido de la imagen se transmite a la mano de quien la ve.
Rancière y yo, claramente compartimos una fascinación por la relación entre literatura
y artes visuales, pero pienso que vemos el flujo de influjos y agencias yendo en sentido
tarea de la obra de arte, por lo menos en este punto de la carrera de Benjamin, es precisamente abrirse
camino a través de esta apariencia o, incluso, petrificar y aquietar su vida”. Sólo a través de una cierta
violencia contra la vida se constituye la obra de arte y, por lo tanto, es sólo a través de una cierta
violencia que podremos ser capaces de ver su principio organizador y por consiguiente qué es verdad
acerca de la obra de arte” (68). Me gustaría reformular el problema de la siguiente manera. En la
medida en que una imagen adopte las propiedades de una forma viva, se hace necesario preguntarse
qué clase de vida manifiesta. ¿Es una suerte de vida viral, infecciosa? ¿Una imitación de la vida in-
humana o para-humana, en una escala que va de la célula cancerosa a los primates superiores?
Podríamos estar, entonces, en condiciones de examinar el trabajo – o, más precisamente, la “tarea” del
arte en una imagen tal, que podría adoptar tantas formas como variedades de vida encuentre, desde el
nivel celular de la inmunización y los anti-cuerpos, para conjurar con la ayuda del animal totémico, la
imagen del animismo. La cuestión podría ser, entonces, que el trabajo del arte no es tanto matar a la
imagen viva como aquietarla, ponerla en un estado de animación suspendida. Véase mi discusión de las
permutaciones lógicas de la imagen viva en What Do Pictures Want?, donde postulo tres contrarios a la
noción de objeto “vivo”: lo muerto, lo inanimado y lo no muerto [muertos vivos] (2005: 54).
Figura 1a. Tania Bruguera, Tatlin’s Whispers # 5, 2008. Descontextualización de una acción. Policía
montada, técnicas de control de multitudes. Dimensiones: Variables. Vista de la performance en UBS
Openings: Live The Living Currency, Tate Modern. Foto: Sheila Burnett. Courtesía de la Tate Modern y de
la artista.
Al igual que con la de Wallinger, me resulta difícil especificar el efecto preciso de esta
pieza. Comparte con State Britain una puesta en escena del encuentro entre el poder policial y
la fuente primordial de la auténtica política, la unión de la gente que puede o no resistir el
poder que controla su vida. Ni Wallinger, ni Bruguera están involucrados en los que podría
llamarse arte de protesta “directamente político” o agitprop [agitación y propaganda]. En
cambio, están llevando esa clase de arte y acción a un espacio de contemplación. Se podrían
interpretar, entonces, como partícipes en el duelo por un tiempo de resistencia revolucionaria
y disenso que ya no está vigente o en la redistribución de nuestro sentido de dónde están
localizados los límites propios del arte y la vida, la estética y la política (el título de la pieza de
Bruguera es ‘Tatlin’s Whispers’ [Suspiros de Tatlin], un apagado eco, sotto voce, del
monumentalismo revolucionario). El régimen estético es ahora un refugio para un
evanescente sentido de lo político en vías de extinción, y quizás una placa de Petri para
cultivarlo y volverlo a la vida. La Tate Britain es hospitalaria para con las imágenes refugiadas
que venían de su propio hogar en Parliament Square y la policía montada era benigna y se
comportaba bien en la Tate Modern, los caballos muy bien entrenados, buenos pastores para
las ovejas que estaban arreando. Esto puede no ser directamente arte político o
revolucionario, sino más bien, para usar la frase de Tania Bruguera, “arte útil” –útil para poner
a disposición de la experiencia de una manera nueva una de las imágenes más comunes del
espacio público de hoy. Es también una imagen de un futuro cada vez más probable en los
espacios sociales marcados, no por líneas policiales fijas, legisladas, sino por límites flexibles
animados, como los llamados “puestos de control volantes” que surgen impredeciblemente en
toda el área de los territorios palestinos ocupados. Éste, por lo tanto, es uno de los futuros de
la imagen que está ya entre nosotros.
comunista7. Dudo mucho que esta “culpabilidad por asociación” funcionara mejor que como lo
hizo el intento en imágenes de vincular a Obama con el llamado “terrorista” Bill Ayers. Fue
superado, por lo menos por el momento, por imágenes como la portada post-electoral que
salió en la revista Time que usando el photo-shop pone a Obama en la famosa iconografía de
un entusiasta FDR [Franklin Delano Roosevelt) subido en la parte de atrás de un convertible
negro el día de la investidura presidencial.8 La comparación histórica con la imagen de FDR
tendrá, pienso, más alcance que la del cartel de Lenin, aunque sólo sea por la prosaica razón
de que Obama acababa de llegar al poder por una elección democrática y no por una
revolución violenta o un golpe militar, y lo hizo en el momento de la peor crisis financiera
desde la Gran Depresión. Al contrario que George W. Bush, por ejemplo, que explotó la
tragedia nacional del 9/11 para alimentar el “miedo en sí mismo” y la declaración del estado
de una guerra sin fin al terrorismo como justificación de un estado de emergencia y poderes
sin precedentes del ejecutivo, Obama ha asumido el poder con un mensaje de esperanza, y el
apoyo para nada ambiguo de los votantes. El esfuerzo más famoso de Bush para mejorar su
imagen es la famosa foto de la “misión cumplida” cuando apareció travestido de piloto de jet.
Pero otra razón por la cual la estrategia de culpabilidad por asociación no funcionará es
porque el público ha sido educado e inmunizado contra esta suerte de táctica de la imagen
durante la guerra de imágenes, que duró un año, que ha interrumpido cada etapa de la
campaña presidencial. Un notable momento de inmunización fue en julio, cuando The New
Yorker publicó una tapa que retrataba a Obama como un musulmán y a Michelle como una
revolucionaria al estilo de Angela Davis.9
La mayoría de mis amigos izquierdistas estaban horrorizados por esta imagen, pero le
di la bienvenida como una suerte de inmunización iconográfica, una dosis mesurada de los
virus de la imagen que circulan en la esfera mediática. Tuvo el efecto de hacer visibles y
manifiestamente ridículas las maliciosas insinuaciones de la propaganda derechista. Algunas
imágenes (como la de Bush como piloto de un jet) obtuvieron su poder al ser sólo a medias
visibles y fácilmente desechadas, al evitar la manifestación directa. Para mi estaba claro que la
broma en esta imagen no era acerca de los Obama, sino acerca de los idiotas que creen en este
tipo de calumnias. Y acerca de los críticos de izquierda que piensan que la mayoría de los
ciudadanos de EEUU son idiotas en quienes no se puede confiar cuando hay que discernir
entre ironía y sátira. La broma tenía como objetivo, más específicamente, a Fox News y sus
evasivas especulaciones acerca de si el gesto de Obama intercambiado por Michelle y Barack
cuando ganó su nominación era un “chocar de puños terrorista”.
The New Yorker sabía muy bien, sospecho, que sus intenciones serían mal interpretadas,
y que esto enfurecería a sus propios sofisticados lectores, liberales, políticamente correctos.
En efecto, The New Yorker se ofreció como víctima sustituta de los Obama, al hacer de su
propio elitista avatar knickerbocker una bolsa de arena para sus propios lectores, como el
caricaturista de la revista The Nation vio inmediatamente, cuando parodió a The New Yorker al
mostrar al knickerbocker noqueado en el suelo y a la ofensiva revista ardiendo en la chimenea
mientras los Obama celebran su victoria en el primer round. The New Yorker previó el futuro
de su propia imagen, invitándolo y dándole la bienvenida. Uno no puede decir lo mismo de la
mutación evolutiva de la misión de Bush que culmina en la operación fotográfica, que
rápidamente degeneró en una imagen de pueril falsedad y falsas promesas que rondó su
de abril de 2009).
8 .- [Ver imágenes 2 y 3 del Anexo. N.d.T.].
9 .- [Ver imagen 4 del Anexo. N.d.T.].
Referencias
Baudrillard, J. (2000), The Vital Illusion. New York: Columbia University Press.
Berger, J. (1980), About Looking. New York: Pantheon Books.
Butler, J. (2008), ‘Beyond Seduction and Morality: Benjamin’s Early Aesthetics’.
Diarmud Costello y Dominic Willsdon (eds.), The Life and Death of Images. London: Tate
Publishing, pp. 63–81.
Derrida, J. (1974), Of Grammatology. Baltimore: Johns Hopkins Press.
Derrida, J. (2002) ‘The Animal That I Am (More to Follow)’. Critical Inquiry, 28:2, pp. 369–418.
Foucault, M. (1970), The Order of Things: An Archeology of the Human Sciences. New York:
Vintage Books.
Foucault, M. (1992), This is Not a Pipe. Berkeley: University of California Press.
Lewin, B. (1968), The Image and the Past. New York: International Universities Press.
Mitchell, W. J. T. (1986), Iconology: Image, Text, Ideology. Chicago: University of Chicago Press.
Mitchell, W. J. T. (2005), What Do Pictures Want? The Lives and Loves of Images. Chicago:
Chicago University Press.
Nietzsche, F. (1998), Twilight of the Idols. Oxford: Oxford University Press.
Rancière, J. (2007), The Future of the Image. London: Verso.
Taussig, M. (1999), Defacement. Stanford: Stanford University Press