Está en la página 1de 11

¿Qué es el bien común?

Respuesta a las preguntas más habituales sobre el bien común:


definición, la participación y la responsabilidad de todos en su
construcción, la responsabilidad del Estado; y en qué consiste el
destino universal de los bienes.

Preguntas y respuestas sobre el bien común. Foto de Arisa Chattasa (Unsplash)


25/02/2019
 COMPARTIR
 PRINT
 ePUB
 KINDLE

Sumario
1. Definición del bien común
2. Responsabilidad de todos
3. La comunidad política
4. El destino universal de los bienes
Te puede interesar • La Iglesia y el Estado • La persona y la
sociedad • Empresa y bien común en el mensaje de san Josemaría • Libro
electrónico gratuito: el Compendio del Catecismo de la Iglesia
Católica • Devocionario online • Versión digital gratuita de los Evangelios

1. Definición del bien común


Por bien común se entiende “el conjunto de aquellas condiciones de la vida
social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir
más plena y fácilmente su propia perfección” (Constitución Pastoral
Gaudium et Spes, n. 26).
El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de
cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno, es y permanece
común, porque es indivisible y porque solo juntos es posible alcanzarlo,
acrecentarlo y custodiarlo. Entre el bien particular y el bien común existen
condicionamientos, pero no necesariamente oposición: el bien particular no
se consigue si no se orienta al bien común, y el bien común se realiza
alcanzando el bien particular de cada uno.

Como el actuar moral del individuo se realiza en el cumplimiento del bien,


así el actuar social alcanza su plenitud en la realización del bien común. El
bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del
bien moral.

El bien común está siempre orientado hacia el progreso de las personas, al


que debe subordinarse el progreso social.

Catecismo de la Iglesia Católica, 1906, 1910-1912, 1922 Compendio de la


Doctrina Social de la Iglesia, 164
Meditar con san Josemaría
Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las
injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una
sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos —
conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar
a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—,
han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo,
su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un
engaño de cara a Dios y de cara a los hombres. Es Cristo que pasa, 167
Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad
de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y
la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia
social. Surco, 302
Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad
de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo
profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser
responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un
espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a
procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de
la Universidad. Conversaciones, 74
2. Responsabilidad de todos
La persona no puede realizarse aisladamente, es decir, prescindir de su ser
«con» y «para» los demás. Esta verdad le impone no una simple convivencia
en los diversos niveles de la vida social y relacional, sino también la
búsqueda incesante, de manera práctica y no sólo ideal, del bien, es decir, del
sentido y de la verdad que se encuentran en las formas de vida social
existentes. Ninguna forma expresiva de la sociabilidad —desde la familia,
pasando por el grupo social intermedio, la asociación, la empresa de carácter
económico, la ciudad, la región, el Estado, hasta la misma comunidad de los
pueblos y de las Naciones— puede eludir la cuestión acerca del propio bien
común, que es constitutivo de su significado y auténtica razón de ser de su
misma subsistencia.

La dignidad de la persona humana implica la búsqueda del bien común. El


bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está
exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y
desarrollo. Cada cual debe preocuparse por suscitar y sostener instituciones
que mejoren las condiciones de la vida humana.

La participación se realiza ante todo con la dedicación a las tareas cuya


responsabilidad personal se asume: por la atención prestada a la educación
de su familia, por la responsabilidad en su trabajo, cada persona participa en
el bien de los demás y de la sociedad.

Los ciudadanos deben, en cuanto sea posible, tomar parte activa en la vida
pública. La participación de todos en la promoción del bien común implica,
como cualquier deber ético, una conversión, renovada sin cesar, de los
miembros de la sociedad para acabar con el fraude y otros subterfugios
incompatibles con las exigencias de la justicia. Es preciso ocuparse del
desarrollo de instituciones que mejoran las condiciones de la vida humana.

Catecismo de la Iglesia Católica, 1913-1917, 1926 Compendio de la Doctrina


Social de la Iglesia, 165-167
Meditar con san Josemaría
Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu
propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien
común. Forja, 714
Tú, por tu condición de cristiano, no puedes vivir de espaldas a ninguna
inquietud, a ninguna necesidad de tus hermanos los hombres. Forja, 453
Observa todos tus deberes cívicos, sin querer sustraerte al cumplimiento de
ninguna obligación; y ejercita todos tus derechos, en bien de la colectividad,
sin exceptuar imprudentemente ninguno. —También has de dar ahí
testimonio cristiano. Forja, 697
Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de
participar "sin miedo" en todas las actividades y organizaciones honestas de
los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá
cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros,
libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas,
de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad. Forja, 715
Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y
eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una
participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son
indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres. Forja, 717
3. La comunidad política
La responsabilidad de edificar el bien común compete, además de a las
personas particulares, también al Estado, porque es la razón de ser de la
autoridad política. La persona concreta, la familia, los cuerpos intermedios
no están en condiciones de alcanzar por sí mismos su pleno desarrollo; de
ahí deriva la necesidad de las instituciones políticas, cuya finalidad es hacer
accesibles a las personas los bienes necesarios —materiales, culturales,
morales, espirituales— para gozar de una vida auténticamente humana.

Para asegurar el bien común, el gobierno de cada país tiene el deber


específico de armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales.

El bien común exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de
aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:

1. Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre


del bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos
fundamentales e inalienables de la persona humana. En particular, el bien
común reside en las condiciones necesarias para que se puedan ejercer las
libertades naturales indispensables para el desarrollo de la vocación
humana: derecho a actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a
la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia
religiosa.
2. En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo.
Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común,
entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que
necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido,
salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de
fundar una familia, etc.

3. El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la estabilidad y la


seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura,
por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros.

La autoridad se ejerce de manera legítima si se aplica a la prosecución del


bien común de la sociedad. Para alcanzarlo debe emplear medios
moralmente aceptables.

Catecismo de la Iglesia Católica, 1906-1909 Compendio de la Doctrina Social


de la Iglesia, 168-169
Meditar con san Josemaría
Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis
¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia vuestros derechos; y a que
cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos en la vida
política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional,
asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones
libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta
cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo
fanatismo, lo diré de un modo positivo, os hará convivir en paz con todos
vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos
órdenes de la vida social. Conversaciones, 117
4. El destino universal de los bienes
Entre las múltiples implicaciones del bien común, adquiere inmediato
relieve el principio del destino universal de los bienes: «Dios ha destinado la
tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En
consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa
bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad». (Constitución
Pastoral Gaudium et spes, 69). Dios ha dado la tierra a todo el género
humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni
privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de
los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y capacidad de
satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el
sustento de la vida humana.
El principio del destino universal de los bienes de la tierra está en la base del
derecho universal al uso de los bienes. Todo hombre debe tener la
posibilidad de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo.
Este principio de los bienes invita a cultivar una visión de la economía
inspirada en valores morales que permitan tener siempre presente el origen
y la finalidad de tales bienes, para así realizar un mundo justo y solidario.
Asimismo, comporta un esfuerzo común dirigido a obtener para cada
persona y para todos los pueblos las condiciones necesarias de un desarrollo
integral, de manera que todos puedan contribuir a la promoción de un
mundo más humano, «donde cada uno pueda dar y recibir, y donde el
progreso de unos no sea obstáculo para el desarrollo de otros ni un pretexto
para su servidumbre.»

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 171-175


Meditar con san Josemaría
Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de
quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la
injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos
de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción,
tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no
quieren amar.

Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura,
encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas
humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples
cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa
impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a
que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor. Es Cristo que
pasa, 111
Para actuar siempre así, como esas madres buenas, necesitamos olvidarnos
de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás,
como Jesucristo, que predicaba: el Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir. Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad
al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el
bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de
una vida de entrega y de servicio. Amigos de Dios, 173
Cuaresma 2010, el Papa: "Revisemos
nuestra vida"
El Papa, en su mensaje cuaresmal, sugiere una reflexión sobre la
justicia, a la que todos tenemos que contribuir difundiéndola en
nuestro entorno. Proponemos también un texto sobre el origen de la
imposición de la ceniza.

22/02/2010
 COMPARTIR
 PRINT
 ePUB
 KINDLE

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera
revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año
quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia,
partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado
por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).

Justicia: “dare cuique suum”


Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en
el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” - “dare cuique suum”,
según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III.

Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo
suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene
más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia
en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo
gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios,
que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle.

Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús
mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud
que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la
muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos,
de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser
humano todo “lo suyo” que le corresponde.
Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín:
si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia
humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX,
21).

¿De dónde viene la injusticia?


El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan
en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: “Nada
hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que
sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del
hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón
de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,15. 20-21).

Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la


reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de
identificar el origen del mal en una causa exterior.

Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este


presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la justicia
es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en
práctica.

Esta manera de pensar -advierte Jesús- es ingenua y miope. La injusticia,


fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el
corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa
convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la
culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7).

Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la


capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al
libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad
que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y
contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original.

Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso


fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en
el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del
esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del
actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un
sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre
librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?

Justicia y Sedaqad
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo
entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal 113,7) y la
justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo
indica la virtud de la justicia: sedaqad,.

En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad


del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en
especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19).

Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el
israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de
su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley
a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo.

Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en


“escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para librarle de la mano de
los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como
respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9),
el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18).

Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de


autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra
injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más profundo que el
que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la
Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar.

¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?


Cristo, justicia de DiosEl anuncio cristiano responde positivamente a la sed
de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los
Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha
manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay
diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son
justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en
Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su
propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).

¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo?


Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que
repara, se cura a sí mismo y a los demás.

El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús


significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de
las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta
aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de
transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-
14).

Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo
muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que
corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de “lo
suyo”?

En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de


la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un
precio verdaderamente exorbitante.

Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de


manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro
para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio,
significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para
descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios,
exigencia de su perdón y de su amistad.

Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio:


hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo
“mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los
sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo,
nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf.
Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más
deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.

Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a


contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo
necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia
sea vivificada por el amor.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual,


en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de
caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos
los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento
del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia.

Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición


apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2009


La tradición y el significado de la imposición de la ceniza.

También podría gustarte