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Cuentos con
pasión y crimen
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© del texto:
Gabriel Murguía Ruíz
Número de registro de autor: 03-2018-082112451200-01
© de esta edición:
, 2023
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Para las personas que en el insomnio de la vida,
se confabulan para amar hasta morir
El secreto de la mansión
E ra uno de esos días en que me sentía con ganas de no salir de casa, tan
solo, deseaba quedarme encerrado en mi cuarto con esa amarga soledad
de la que no se puede huir, de esa que se empeñaba en acompañarte aunque no
la desees. Hoy por la noche será el baile de graduación, y no cuento con ninguna
chica para que me acompañe. Esta situación, sí que me frustra, pues tuve mucho
tiempo durante la carrera para invitar a alguien, incluso me debí haber puesto
de novio, pero mi ser introvertido no lo permitió, o no sé, tal vez mucho tuvo
que ver, que la chica que a mí me gustaba, ni en su mundo me hacía a pesar de
que llevábamos un par de clases juntos.
Mis escasos cuatro pasos de ida y regreso entre la pared y la puerta de mi
cuarto se estaban convirtiendo en kilómetros, mientras mis pensamientos taladraban
mi cabeza pensando en el grandísimo perdedor que me he convertido. Pero como
sabía que tenía que por lo menos debía presentarme, me decidí por ir al baile
solo y justo antes de llegar al gimnasio en donde se llevaba a cabo la fiesta y a
pesar de que la música incitaba para festejar, mi subconsciente se acobardó
siguiendo de frente por el pasillo refugiándome detrás de la primera puerta que
encontré. Permanecía inmóvil en completa soledad, sintiéndome olvidado al
igual que los miles de libros que se encontraban apilados en sus estantes por
toda la biblioteca. Comencé a sentirme indignado como podrían sentirse los
escritores de esos libros cuando son juzgados por sus portadas aunque tengan
algo bueno que compartir, pero aun así nadie se detiene para hojearlos.
En eso sucedió algo totalmente inesperado, cuando la chica que siempre
me ha gustado, entró corriendo por la puerta que minutos antes yo había cruzado,
cubría su rostro con sus manos, traía un vestido largo que la hacía lucir bellísima y
sin poder contenerse comenzó a llorar. Traté de no moverme para no importunarla,
pero sintió mi presencia y retiró sus palmas de su rostro para decir:
—Miguel, que haces aquí.
Extrañado de que Marianne supiera mi nombre con voz entre cortada y
nerviosa le dije:
—La verdad es que me escondo, pues a último momento me dio vergüenza
llegar al baile solo, pero tú no pareces estar del todo bien.
De tuvo su llanto suspirando y con voz apenas perceptible, dijo:
—Eres un tonto, por qué no invitaste a alguien, estoy segura que algunas te
abrían acompañado gustosas, incluso yo, si no hubiera andado de novia.
Sin dar crédito a lo que me decía le pregunté:
—Enserio, a ti te hubiera gustado venir al baile conmigo.
— Pues claro tontuelo, de hecho, confieso que hasta me gustas.
Con un estado de valentía que ni yo mismo comprendía me acerqué para
abrazarla. Desde el momento en que la tuve entre mis brazos, me surgió un deseo
indescriptible que me acercó hacia su boca, pero apartó su rostro sin recibir mi
beso, al mismo tiempo que comenzó diciendo:
—Es algo muy complicado e increíble lo que me sucede y tú sin saber nada
de mí, intentas besarme cuando sin sospecharlo puedes morir.
Sin entender lo que me había dicho, le pedí que me contara la razón de
sus lágrimas y después de advertirme sobre una historia increíble comenzó con
voz pausada diciendo:
—Cuando tenía diez años por primera vez le robé un beso a un niño, no
recuerdo si fue un impulso por saber que se sentía, o si en verdad mi vecinito me
atraía, pero lo que si recuerdo es que enfermó casi al momento, al principio sonrojó,
pensé qué solo se había asustado por que se puso muy nervioso, tanto que hasta se
mareo y se le revolvió el estómago.
» Tiempo después, ya de adolecente jugando a la botella me tocó besar a otro
chico; y pasó algo parecido, solo que ésta vez hasta se desmayó, entonces me di
cuenta que algo raro estaba pasando, así que sin decirle a nadie, ocasionalmente
cuando tenía alguna oportunidad o salía con alguien no perdía el momento para
comprobar si en realidad había algo mal en mí, incluso en ocasiones besé también
a chicas y siempre pasaba lo mismo… las personas se enfermaban a través de mi
saliva, y entre más largo fuera el beso que les daba con mayor intensidad su
padecimiento empeoraba, como si al besarme sustrajeran cantidades de veneno
hasta morir.
»Para mí fortuna y después de años de llevar mi padecimiento en secreto con
más responsabilidad que desdicha, descubrí que hay personas inmunes con las que
puedo llevar una vida normal como era el caso de mi exnovio que sin sospechar la
irremediable situación que existe en mí, sencillamente me ha cambiado por otra y
ha venido con ella al baile.
Mientras que con sumo escepticismo la escuchaba, un centenar de ideas
fantasiosas y locuras que también podía contarme comenzaron a cuestionar la
veracidad de Marianne, la chica que mataba con sus besos, pero terminé pensando
que todo esto había sido demasiado bello para que fuera real y lo ingenuo que
era al creer que la jovencita que me había gustado durante toda la carrera había
terminado con su novio precisamente el día de hoy para de manera increíble entrar
a la biblioteca a venir a enamorarse de mí. Lo cierto era que aunque fuera una
casualidad o que tal vez estuviera loca, en éste momento tenía entre mis brazos
a la mujer que siempre había querido y no deseaba, ni podía apartarla de mí. Sin
embargo dejé esas conjeturas, haciendo a un lado la increíble historia que en
ningún momento creí, por el contrario una terrible curiosidad por degustar sus
labios me apoderó, pero no para tan solo desmentirla, sino por las inmensas
ganas que me dieron de besarla.
Enseguida Marianne se mostró algo tensa cuando comencé por acariciar
con mi boca su cuello, parecía estar segura de lo que sucedería, al besar su mejilla
aumentó su respiración y al tocar sus labios con los míos, su corazón latió tan
apresuradamente fuerte que pude escucharlo, al mismo tiempo sentí sus manos
sobre mi pecho como preparándose para impulsarse hacia atrás cuando me pasara
su efecto. Aun así, estuve bordeando su boca con la mía antes de pegar
completamente mis labios con los de ella, se encontraban tibios, poco a poco
se fueron avivando conforme tiernamente los besaba. Se percibía que algo no
la dejaba liberarse, pero tampoco se quitaba, y confiado de mi incredulidad
comencé a besarla sin que ella me correspondiera, hasta que sintió mi lengua
y abrió su boca, para sin fin comenzar a besarnos.
Su beso me contagió por completo como si bebiera de un cáliz sagrado
que lejos de enfermarme me revivió hacia un destino insuperable, y entonces,
al ver que no me pasaba nada, como si fuera el último ser inmune sobre la tierra
se me abalanzó con toda su pasión. Pero de repente, cuando yo estaba seguro
de haber encontrado por primera vez el amor de mi vida, distantemente se detuvo
y con voz entre cortada alcanzó a decir:
—Lo que te dije es verdad, y también que podía existir la remota posibilidad
de que alguien fuera alérgico a mí.
Marianne, se desvaneció en mis brazos y murió.
Avenida al cielo
L a leyenda cuenta que dos colegas se pelearon a muerte por el amor de una
mujer, y desde entonces, hace más de medio siglo que llevan enemistados
dos bandos rivales. Los Centauros y los Callejeros.
Los Centauros, en su mayoría veteranos, viejos lobos de carreteras, de
aspecto rebelde, descuidado, en su mayoría con barba y de panza pronunciada.
Acostumbrados a irrumpir con sus motocicletas ruidosas en todos los antros,
restaurantes, bares y cantinas. Llevaban consigo además de sed de justicia, un
chaleco de piel negro con insignias bordadas que los representaban, y en ocasiones
utilizaban un ridículo casquito que apenas les cubría el cráneo o simplemente
un típico paliacate. Aunque solían espantar por su aspecto rudo de múltiples
tatuajes a los transeúntes, comensales o a quienes se cruzaban por su camino,
lo único que por lo general hacían era nada más que embriagarse.
Los Callejeros, aunque la mayoría se mantenían en buena forma física,
no necesitaban andar alcoholizados para suicidarse, se les veía sin ningún control
responsable, surcando las avenidas a muy altas velocidades en sus motocicletas
aerodinámicas. Portaban armaduras en forma de overoles con cascos que escondían
hasta sus cabezas.
Aquel día, alrededor de la media noche, se observaron a vuelta de rueda
a los escandalosos Chopper Centauros sobre rugientes motores cromados, que
llegaron al gigantesco Drive-Inn donde ambos rivales solían reunirse para comenzar
a beber. Al pasar por donde los callejeros se encontraban estacionados como
de costumbre ambos bandos se miraron de manera retadora.
La algarabía efervescente en el drive-inn, se percibía en todo el amiente
de la gigantesca explanada donde se encontraba todo tipo de bebida o vicio que
se quisiera consumir entre diversas hermandades de automovilistas como los
rápidos y furiosos, los veteranos con sus clásicos, los de todo terreno y diversos
otros carros comunes, chuecos y corrientes, que se encontraban estacionados y
mal estacionados al ritmo de variados tonos musicales.
En ese lugar era muy común que las chicas se aproximaran a pedir que
los motociclistas las pasearan, razón de más por lo que siempre se peleaban.
Esa noche a Rafael, el líder de los callejeros, ninguna mujer se le acercó,
ni ninguno de sus amigos le endosó a ninguna de las amigas que llegaron, se
tuvo que conformar al igual que muchos otros con salir a recorrer las avenidas
de la ciudad solo. Circular por las calles a gran velocidad, era una emoción de
adrenalina indescriptible, el sonido que producen los escapes se escuchaba a
kilómetros de distancia como un enjambre de abejas aniquiladoras volando
sobre el pavimento esquivando los autos y todo lo que se les atravesaba. Pilotos
de todas partes se les unían, eran tantos que la policía jamás los controlaba, mucho
menos se molestaban en perseguirlos. Las acrobacias de levantar las motos con
las muchachas arriba por varias cuadras era todo un espectáculo.
En instantes alcanzaron a los Centauros que habían salido del drive-inn
un poco antes que los Callejeros. Una larga cabellera que sobresalía volando
desde el asiento posterior de una moto rival llamaba toda la atención, Rafael
instintivamente se puso a su lado para observar a la bella joven, la inercia de la
velocidad con que viajaba por milésimas de segundos se detuvo mientras ella le
sonreía a unos metros antes de llegar a un semáforo que se acababa de poner
en rojo. Lo que hace suponer que los dioses de las motos y de los encuentros
inesperados propiciaran el hecho ineludible en el tiempo, cuando Rafael invadiendo
el espacio de la caravana Centauro se metió por entre medio de ellos hasta detenerse
justamente enseguida de ella, y decirle:
—Hola guapa, ¿quieres seguir conmigo?
En el momento en que todos los Callejeros detenidos rodeaban a los
Centauros, ambos bandos motorizados esperaban el cambio del semáforo entre
el olor incitante a gasolina quemándose, los faros encandilando, estruendos rugidos
de motores contrarios rezongando y rugiendo de acelerones en el instante que
la joven sin decir nada, se desmontó de la Chopper para trepar con el líder de
los callejeros.
La banda callejera exaltada comenzó por aplaudir protagonizando un
enorme escándalo y no era para menos, pues la atrevida chica dejó ver una figura
privilegiada luciendo un jeans ajustado y altas botas negras, en el ágil movimiento
de brincar a su moto. Como banderazo de salida se dio el cambio del semáforo
y todos salieron en una estampida de la bifurcación.
Rafael, platicando con su ego por lo que había detonado, confundiéndose
entre las motos a toda velocidad, los Centauros los persiguieron, pero como sí
la fechoría hubiera estado planeada, todos se comenzaron a dividir por entre
las calles hasta disolverse sin darles la oportunidad de que siguieran su rastro.
Llegaron a un restaurante donde servían la mejor comida italiana bajo las
velas. Hasta ese momento de la madrugada estaba claro que la chica atrevida
se había decidido al azar, pues incuso con el casco puesto ni el rostro de Rafael
pudo observar, por lo que estaba obligado a pensar que lo único que buscaba era
lograr una pelea entre los dos bandos, o simplemente quería darle una lección
de celos a sus secuaces patrocinada por sus costillas.
Pero mientras platicaban algunas cosas se fueron aclarando y como para
los dioses de las carreteras las reglas continuamente marchaban más allá de lo
establecido, muy pronto la pareja se fue confabulando con las leyes de la atracción,
y la conversación con la nueva amiga Choppera empezó sincera y abierta a
toda una explicación compatible entre sus vidas.
El restaurante continuó abierto cuando se fueron a dar el último recorrido
rumbo a casa del líder, no sin antes advertir que la pareja era demasiado suicida
al recorrer las avenidas sin intersecciones bastante deprisa. Tal vez ella solo accedió
sin pensar, o simplemente al igual que él, juntos se encontraban decididos a
vivir el momento sin importar las consecuencia.
En esa velada libre de toda premonición logró llevarla hasta más allá de
los límites de la razón, se supone que por eso, y por algunos prejuicios más que
revoloteaban sus memorias, al tratar de besar sus labios, mientras estaban
abrazados al pie de la escalera giró su cara bonita sin saber si realmente lo
deseaba, al buscar su boca, ella dio media vuelta quedando de espalda, pero se
dejó besar su cuello con aquel olor exquisito de su perfume difuminado ante el
olor adrenalino impregnado en su ropa por el humo que despiden los vehículos
por las calles. La sujetó con sus manos y suavemente comenzó a recorrerla.
Por segundos se dejaba tocar entre sus muslos, la firmeza de su pecho le dieron
la razón a sus caricias, en momentos sin querer se contenían, como si sus
cuerpos ni a ella ni a él les pertenecían, la pasión se desbordaba conforme su
respiración se aceleraba, intentó quitarse cuando su mano giró su cara pero la
recibió su boca y por fin sus labios se besaron con ternura, sus lenguas aceleraron
la emoción de sus alientos que la obligaron a volverse frente a él para abrazarse
sin dejar de besarse, desabrochó el seguro de su escote, al momento que su zíper lo
bajaba, el embriagante acercamiento de la piel, irremediablemente los sedujo.
La pasión los llevó a tratar de subir las escaleras que de manera ergonómica la
recibieron, recargó sus brazos sobre el borde para proteger su espalda y con fuerza
permitió que de su impulso jamás se fuera. El desinhibido encuentro del deseo los
llevó hasta la alcoba donde una inexorable nube apacible le dio permiso de besarlo,
de quererlo, de acariciarlo, de mimarlo hasta fervientemente enamorarlo.
Desde la ventana, Rafael abrió un espacio en la cortina cuando una robusta
mujer Centaura frente a su casa, en una Harley-Davidson la esperaba, pero como
sí los dioses de la madrugada lo delataran, ella levantó su vista mientras la
motocicleta se alejaba y al fijar sus miradas, un nostálgico Quijote que habitó
dentro de él, pudo ser testigo del camino que se tiene que recorrer durante toda
una vida en una sola noche, cuando un callejero en su caballo de hierro se robó
a una dulcinea de Chopperrel.
El poseedor de reliquias
Quizás el tener un oficio, siempre sea la excusa que transforma los pensamientos
evadiendo la realidad; o por lo menos eso pensaba el vigilante, cuando por
las tardes de camino lento y despreocupado se dirigía a su trabajo, con un sinfín
de sueños y anhelos remolineando en su presente. Al llegar hasta donde me
encontraba, que de día me mantenía colmado de personas, y por las noches
abandonado. Tan sólo imperaba una luz tenue bajo el silencio de la soledad. A
veces el vigilante, tomaba asiento en la confortable sala inglesa, su mirada se
perdía en el recuerdo de las sombras de aquellas contadas ocasiones en las que
conoció el amor. Ya ha pasado algún tiempo de esas maravillosas oportunidades
que él tuvo.
Ocurrió por primera vez cuando el vigilante recién llegó a éste lugar.
Aquel día varias personas se quedaron hasta muy tarde; con ellos venía una
virtuosa dama, quien por un momento se apartó del grupo y él no dudó en ir a
conocer, platicaron brevemente, lo suficiente para seguirse viendo. Las noches
pasaron. Siempre tan bella, resplandeciente, lo dejaba tomarla entre sus brazos
y besarla, le confesaba sus pasiones e irremediablemente se enamoró de ella.
Hasta un día muy triste que su corazón nunca comprendió cuando simplemente,
calladita, tranquilita, así como era ella se marchó.
Después, llegó una mujer atrevida a su encuentro, era muy sensual, su
cuerpo perfecto esculpido de diosa, lo sedujo más por el deseo de poseerla que
el sentimiento de amor que jamás encontraron, y a partir de ese momento, comenzó
a desear una expectativa desde diferente intuición a su vista. Y así como portaban
armaduras frías de acero los caballeros medievales posados en los umbrales,
de la misma manera resguardó su cuerpo y su alma para proteger a su corazón ante
las batallas de su desilusión. Con el tiempo, se dio cuenta que esas creaciones
divinas que llegaban eran fascinantes y diferentes, que tal vez, solo se encontraban
de paso en sus días, como un poseedor de amores que nunca serían plenamente
suyas, porque aunque estuviera con ellas en alguna etapa de sus vidas sabía
que siempre encontrarían un dueño al final.
Mientras se cuidaba de no caer bajo un hechizo, aprendió a no motivarse
de las que se creían inalcanzables, las apreciaba desde lejos dándoles espacio
para que no se sintieran asediadas y cuando percibía alguna afinidad, lentamente
se acercaba esperando la fortuna de poder conocerlas.
Contadas fueron las veces que tuvo suerte, cuando se las llevaba de la
mano, por encima de aposentos mágicos que detenían el paso del tiempo con
relajante ilusión, para descender recostados sobre finos tapetes persa de filosófante
excitación. Pero de tanto desconsuelo de haber quedado como siempre desolado,
entre el desasosiego y la razón, pasaron décadas de impredecible amor y desamor,
cuando una noche de asombro, las luces se encendieron como nunca, iluminando
fantasías, sacudiendo los letargos de recuerdos pasados, al ver la hermosura de
su encanto, y yendo sin miramiento, sobre todo arrebato de su consentimiento
para besarla. Hasta esa vez, sintió que alguien en verdad lo correspondía, y un
duelo de alquimia se apoderó de todo lo que había sido su vida.
Desde el encierro interior del castillo, inquilinos afamados de historias
arraigadas conspiraban contra lo que veían prohibido, desconcertados ante la
felicidad que se avivaba por la penumbra de la riqueza de sus obras que frente
al sentimiento que vivían ya no valían para nada. Artistas, creadores y voyeurs,
los envidiaban. Sin recelo, el amor de la supervivencia había renovado su exilio,
para confabular un delirio escondido de su propio destino. Por los vitrales
celestiales entraban los rayos de sol por las noches, iluminando los pasillos que
la musa esplendorosa recorría para verlo, llevando un canasto de avíos y buen
vino, cuando juntos se adentraban mirando desnudos los murales de un paraíso
del que jamás serían despojados, regocijándolo con su existencia, escuchando
el eco del silencio que su amor exhalaba.
La grandiosa excitación del vigilante lo había llevado encarnado hacia
una cúspide de la felicidad, perdiendo el sentido del tiempo hasta lo más alto
de un mundo ideal, viviendo el amor de un presente enclaustrado, del que no
se atrevió a cuestionar si su musa tendría un futuro a su lado. Hasta que una
noche frígida se le manifestó la idea de trasladar la exposición de su musa hacia
otra galería, dejándole como único remedio el de tomarla entré sus brazos para
intentar sacarla por la puerta de servicio antes de que se la llevaran; pero mientras
huían, ella se aferraba revelando que no era un vigilante lo que en realidad ella
ambicionaba. Tuvo que soltarla cuando su corazón con todo y su armadura la
puerta al cerrarse lo partió, dejándola por dentro cuando ésta por siempre lo
abandonó. La musa, caminó encerrada, observando la última exposición de sus
obras en aquel refugio que fue su umbral, sintiendo aquel frio de soledad del
que tanto le habló, entendiendo los desvaríos en sus paranoias de irrealidad
engendradas por tantos años que debió haber sufrido durante aquel nostálgico
aislamiento, teniéndose que conformar con alucinaciones que dieron vida a
pinturas y esculturas que lo atormentaban cuando éstas sin consuelo lo dejaban.
Arrepentida por lo que en verdad sentía, corrió a la salida, y al ver que ya no
estaba, se desvaneció de tristeza, pues ni siquiera sabía en dónde vivía.
Pasó algún tiempo para que se descubriera que aquel vigilante que se
había difuminado, en realidad era un artista, que durante años había replicado
muchas de las obras teniendo su retiro asegurado, si así lo hubiera considerado,
cuando eran sus creaciones las que todos admiraban, mientras que las originales
se encontraban allí mismo en la bodega, almacenadas. Por siempre seré el museo,
testigo de lo que fueron sus vidas, custodiaré obras y tesoros, mostrando por
igual a ilustres o tiranos que no dejarán de ser vestigios de comportamientos
olvidados. Las puertas del museo continúan abiertas para las personas que
visitan a la naturaleza muerta, donde toda esperanza para la humanidad termina
exhibida como un jardín de delicias; de no ser por el día en que la atracción del
amor en vida, entró por separado sin haberlo planeado, después de andar errantes,
la musa y el vigilante se encontraron, dejando para siempre extrañados los besos
que a ellos les sabían a vino.
El príncipe heredero
E n una galaxia lejana, el rey del país de las ilusiones perdidas, anunciaba a
los cuatro vientos, que una vez que su hijo el príncipe Iluso, contrajera
matrimonio como era la tradición, le cedería con orgullo su trono. El joven
príncipe Iluso, no solo era el soltero, más guapo y codiciado de todos los reinos,
además era el hijo del Rey más poderoso de todas las galaxias. Por orden del
rey, el príncipe, partió de su castillo en compañía de su fiel criado Resignado,
en la búsqueda de su futura princesa.
El apuesto príncipe Iluso y su fiel criado Resignado, recorrieron juntos
su larga travesía. En cada país que el príncipe visitaba, se le recibía con una gran
fiesta, en la que las damas solteras de la localidad, eran las únicas invitadas,
por las noches se ofrecía un gran baile, en el cual pasaban desfilando, una por
una, ante el soñado hijo del rey. El príncipe Iluso, asombrado ante todas las
bellezas de diferentes arquetipos que conocía, le comentaba ilusionado a su fiel
criado Resignado, lo maravillado que se encontraba.
Así, viajaron varios años, por muchos países de diferentes reinos, pero el
apuesto príncipe Iluso, entre más conocía a las mujeres, más se entretenía y
menos se decidía. Pasaron juntos por cientos de lugares disfrutando de las fiestas,
bailes y banquetes. Que todos los reinos a su paso les ofrecían, pero el fiel criado
Resignado, no le quedaba más remedio que otorgar palabras de consuelo a las
inocentes damas que el príncipe a su paso rechazaba.
Un día el fiel criado resignado, habló con el príncipe Iluso, le dijo que no
era posible que después de conocer a princesas, damas y doncellas, ninguna de
ellas, había logrado tocar su corazón. A lo que el príncipe tan solo le dijo, que
cada vez que conocía a una de ellas, siempre existía otra diferente a la anterior,
que la verdad era que se había enamorado de muchas y era por eso, que nunca
se decidía por alguna de ellas.
A la mañana siguiente, el no tan fiel criado Resignado, había desaparecido.
Por tal motivo el ya no tan joven Príncipe Iluso, tuvo que continuar solo con su
travesía, pero con los años, al no tener con quien compartir aquellas formidables
experiencias y ni a quien poderle contar sus sentimientos, regresó al reino para
buscar a su criado Resignado. El príncipe al encontrarse de nuevo con su criado, le
reclamó su abandono. A lo que el criado le dijo:
—Siento pena por usted mi príncipe, al principio yo también estaba
encantado conociendo diferentes damas, pero cuando logré descubrir el verdadero
amor, preferí abandonarlo, suplico me perdone.
—Pero dime quien ha sido esa dama misteriosa, de la cual te has
enamorado, de seguro es una doncella o tal vez alguna de las miles de princesas
que gracias a mí, haz conocido
—Se equivoca mí príncipe —respondió el criado:
—Es tan solo una sirvienta de muchas otras que se encuentran en el castillo
al servicio de su padre, la cual conocía antes de partir, pero a diferencia de usted,
entre más convivía con otras damas, más me convencía del amor que siempre le
tuve.
El príncipe Iluso, perdonó el abandono de su fiel criado Resignado, para
continuar con su travesía sólo, en la búsqueda de su amada princesa. Pero como
nunca se decidió por ninguna de ellas, el heredero del reino de las ilusiones
perdidas, nunca jamás regresó por su trono, en cambio el fiel criado Resignado
enamorado, vivió con su sirvienta feliz por siempre.
La isla maldita
S e dice que de esa isla nadie regresa con vida, pero también se rumora, que
sí se logra salir de allí, una maldición en las almas los persigue por siempre.
Es tan poderosa que se anida dentro de los corazones para que jamás puedan
volver a enamorarse de nadie.
Tenía un semblante rígido, con cabello grisáceo y barba descuidada, con
voz aguardentosa de sabiduría salada, por las incontables travesías de donde
había salido airoso, no se dejaba espacio para refutar lo que el experimentado
capitán decía. El miedo, sin querer, envolvía navegando desde su timón donde
se albergaban enormes peligros y aventuras, cuando el capitán, arriesgando su
buque, guiado por el sonar de su experiencia, comenzó a bordear la isla rozando la
costa hacia un posible naufragio para que su único tripulante divisara la orilla.
Él tripulante sin medir el peligro del arrecife abandonó su puesto y caminó
por la cubierta hasta la proa, para observar aquellas maravillas que jamás en su
vida, se pudiera ni haber imaginado. Sin creer lo que veía, incontables musas
posadas sobre los riscos recibían la brisa del oleaje sobre su pecho, su dorso
desnudo y mojado, mostraba largas cabelleras hasta donde comenzaban sus
escamas. Hipnotizado, no podía dejar de verlas, salvo el color de sus cabellos,
dorado, pelirrojo, café, negro, albino o entre combinado y jaspeado; todas eran
de tamaño y forma igualmente bellas.
Adivinando el desafío del tripulante, el capitán bajó las velas para no
acercarse demasiado. El sonido que producía el silencio del viento con el mar
dejaba persistir con claridad la narración del capitán desde donde se encontraba:
—A diferencia de las orcas asesinas, esperan sobre la orilla a que deseosos
e inocentes se acerquen sus presas hasta ellas. Cuando están secas sus colas se
transforman en piernas y lucen tan bellas asoleándose, que nadie que no las
conozca puede ser capaz de resistirse. Pero una vez que te encuentras muy cerca de
ellas, utilizan sus cantos y encantos, para retenerte hasta que oscurece, que es
cuando la luna ejerce la misma trasformación carnívora de sus verdaderos
amantes, los cuales llegan por las noches para que junto con ellas les sea más
placentero el devorarte.
Tal vez la narración del capitán, no fue lo suficiente convincente como
para amedrentar a al tripulante, o quizá fue más el deseo por experimentar realmente
lo que sucedía que se desvistió de prisa y se aventó de clavado por la borda sin
seguir escuchándolo. Nadando lo más aprisa que pudo, se pensó que el no hacer
caso, tal vez se debió a una especié de hipnosis que simplemente lo atraía, pero
antes de llegar a la orilla vio que algunas de ellas se zambulleron a su encuentro
y comenzaron a morderlo, a sujetarlo para ahogarlo, fue hasta entonces que se
dio cuenta de que no eran tan dóciles como se veían, y que el capitán tenía razón
de lo que decía. Como pudo, se soltó, comenzó a patearlas, pero eran demasiadas,
venían de todas partes, se movían con agilidad para atacarlo. En el último minuto
que se quedaba sin respiración, desenfundó un cuchillo logrando herir a una
que al brotar su sangre instintivamente lo soltaron. Estaba a unas cuantas brazadas
de la isla, pero con su último aliento logró llegar hasta la playa desde donde
presenció con infamia cómo se comían a la que había dejado herida. Cauteloso
caminó sobre la arena descubriendo que sin sus colas ya no eran tan hostiles. Le
permitieron acariciarlas, y se sedujo a sus placeres hasta perder la noción del
día, pero esta vez no habría desobediencia a la cordura, y antes de quedarse
para averiguar sí era cierto lo que pasaba por las noches, emprendió la más
difícil y nostálgica retirada de su vida, teniendo que dejarlas cuando más cariñosas
y tranquilas se portaban.
Al estar cerca del bote, el tripulante dio gracias al cielo, y mientras él capitán
lo ayudaba para que abordara, impaciente comenzó a preguntarle situaciones
de ellas, detalles que al parecer, ni siquiera el tripulante se había percatado; que
si había alguna que fuera diferente de todas, que si alguna de ellas portaba algo
discrepante, que sí logró enamorarse de alguna, incluso si pudo entenderse con
alguna de ellas. Extrañado por la insistencia, solo le dijo que ninguna de ellas
hablaba y que un extraño morbo enamorado había hecho imposible decidir de
entre todas, cuál de ellas era la más bella.
De repente el capitán guardó un desconsolado silencio, luego como hablando
para sí mismo pronunció:
—¿De manera que estuviste con varias?
Después ya no volvió a preguntar más nada quedándose, pensativo,
triste, como ido.
A la mañana siguiente en cuanto el tripulante despertó, lo único que pudo
pensar fue en ir a verlas. Dejando el camarote, sigiloso subió a cubierta, pero
esta vez no había ninguna sirena sobre los riscos. El capitán frente al timón
permanecía inmóvil viendo hacia la isla.
—Vamos acompáñeme, venga conmigo capitán, lleve el barco hasta la orilla
que ya no enfrentaremos ningún peligro. Ya estando en la playa todo será placer.
Insistía diciendo el tripulante. Pero el capitán sabía que un esfuerzo como
ese, su corazón jamás lo resistiría, sin comentar nada, le arrojó el catalejo, dándole
la espalda. Aún no habían regresado sus palabras desde anoche, y mientras que
angustiado el tripulante comenzó a mirar por el orificio, tratando de volver a verlas,
el capitán las retomó hacia el viento diciendo:
—Sus dueños, sus amantes, sus poseedores, ellos las han aniquilado.
Sin entender lo que decía, él tripulante continuó buscando por el catalejo,
y cuando se aclaró la imagen, con horror comprendió al ver la arena cubierta
de sangre con escamas, cabellos de colores esparcidos y esqueletos descarnados,
en donde el encuentro se había realizado.
—Los tritones furiosos, se devoraron a todas las que copularon contigo,
temiendo que algunas de ellas pudieran quedar preñadas.
Debió ser un sentimiento profundo como el océano, él que el tripulante
sintió, tanto que lo apoderó una culpa abismal que nuca se perdonaría. Trató
de entender a la naturaleza, pero la pasión del ayer, la frustración del presente,
hicieron de él un ser poseído por un rencor que fue más fuerte que de sí mismo.
El capitán trató de detenerlo, pero nuevamente el tripulante no escuchó. Tomó
un arpón, enfundó su cuchillo y se lanzó al mar sin razonar que los tritones lo
esperaban.
Desde que el capitán había zarpado, le era difícil precisar si lograría llegar
hasta la isla sin la ayuda de alguien. Por eso por primera vez no navegaba sólo,
pero cuando estuvo allí, se dio cuenta de que de ninguna otra manera lo hubiera
conseguido.
Permaneció anclado, inerte, durante días, frente a la isla maldita esperando
a que apareciera como muchas otras veces saliendo del agua asomando su bello
rostro, ese anhelado momento era la alegría de su existencia, brincaba por la borda
a un mundo creado por ellos desde el fondo del mar hasta la superficie del cielo.
Hasta una noche apacible de luna llena que no se contuvo y comenzó a gritarle
al océano con todas sus fuerzas, le carcomieron las entrañas por haber revelado
la ubicación de las aguamalas al desalmado tripulante hasta caer de rodillas con un
inmenso dolor en el pecho, en su corazón, tratando de reprochar cada año de
toda su vida que había regresado para estar un solo día con su amada sirena.
Era verdad que su corazón se había quedado envenenado, ella no podía vivir
sin agua, y él no podía respirar sin ella.
Planeta matriarcado