Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
UNMdP
Facultad de Humanidades
Departamento de Filosofía
Seminario I
Alumno: Fernando Aiziczon D.
Año 2016
1. - Introducción
Pareciera una perogrullada afirmar que, si la revolución neolítica nunca hubiese ocurrido, la hu-
manidad tampoco se habría enfrentado alguna vez a una crisis ambiental de envergadura plane-
taria. Una sociedad capaz de forzar las condiciones de su hábitat natural para producir supera-
bundancia —podríamos decir— contiene ya la potencial amenaza de generar un severo desequi-
librio en la biósfera.
Pero esta sencilla explicación no da cuentas de otras influencias que la vida civilizada
habría ejercido en nuestra relación con la naturaleza; factores que no se reducen a las cir-
cunstancias materiales de la economía agroganadera ni al progreso de las invenciones técnicas,
a pesar de que están finamente entrelazados con ambas; factores que conciernen, en suma, a las
representaciones mentales, a la disposición espiritual del sujeto frente a su entorno ecológico. En
el presente escrito, reconstruiremos y confrontaremos dos maneras distintas de ahondar en esta
clase de factores: la del filósofo argentino Ricardo Maliandi y la del biólogo estadounidense Paul
Shepard.
Las indagaciones de Maliandi y de Shepard, en rigor, no comenzaron con el neolítico, sino
con un pasado aun más distante. En un intento por esclarecer los más substanciales vínculos entre
nuestra constitución psicofísca y nuestra vida cultural, ambos se retrotrajeron hasta la vieja edad
de piedra, o sea, hasta nuestro substrato nómada. Apelaron luego a diferentes disciplinas y
enunciaron disímiles juicios de valor acerca de unos mismos fenómenos. Por razones distintas,
sin embargo, ambos arribaron a una misma conclusión: el neolítico fue el origen de una
importante disyunción entre el mundo interno del hombre y la naturaleza.
Tanto el enfoque de Maliandi como el de Shepard, por lo demás, se hallan funda-
mentalmente transidos por el eje de la temporalidad. Y no aludimos con esto al simple hecho de
que ambos buscaran en un pasado remoto el origen de la actual crisis ambiental. Aludimos, más
que nada, a que sólo a través de su análisis cronológico pudieron poner de manifiesto las carac-
terísticas cardinales que le atribuyeron a la problemática ecológica, y a que dejaron entrever que
el modo particular en que se habría desarrollado a lo largo del tiempo haría a la misma esencia
de este conflicto. Tanto Maliandi como Shepard, en efecto, hicieron de la celeridad que tuvo la
transformación neolítica uno de los fundamentos empíricos más importantes de su argumenta-
ción; ambos señalaron que el surgimiento de la agricultura imprimió a la órbita social una diná-
mica cuyo ritmo y temporalidad resultan ajenos a los de la naturaleza.
Pero si una específica comprensión de lo temporal subyace a la obra de Shepard, esa
misma temporalidad se convirtió, en el caso de Maliandi, en el objeto de un explícito cuestiona-
miento. Por eso, nuestra exposición comenzará con la particular noción del conflicto que propu-
siera Maliandi, dentro de la cual nos encontraremos, justamente, con el conflicto diacrónico.
Luego, veremos cómo el filósofo utilizó este marco teórico en sus indagaciones referentes a la
hominización, la humanización, la técnica, las revoluciones paleolítica y neolítica, y la proble-
mática ecológica. De todas las conclusiones que Maliandi extrajo de estas investigaciones, aquí
nos interesará más que nada una, que podemos ya anticipar —en resumidas cuentas— de la si-
guiente manera: el neolítico afirmó el aprovechamiento instrumental de la naturaleza, a la vez
2
que permitió distinguir la cultura humana como un fenómeno extraño al resto del cosmos. Las
fuentes sobre las que se basará esta primera sección de nuestro trabajo son: la introducción a la
obra Cultura y conflicto, y los artículos Natura abscondita. Los resortes naturales de la técnica
y De la “revolución de Triptolemo” a la crisis planetaria.
Distinto es el caso de Shepard, quien sostuvo que nuestra sociedad sedentaria, al contrariar
la normal maduración y desarrollo del individuo, fomenta un temperamento insano y regresivo
que no es capaz de integrarse a su medio ambiente natural. El autor norteamericano se detuvo en
varios estadios de la historia que condujo a la civilización moderna, pero le otorgó un lugar capital
al surgimiento de la agricultura y la ganadería. En un capítulo titulado Los domesticadores(1), que
pertenece a su libro Naturaleza y locura (Nature and Madness), Shepard se ocupó en desentrañar
las secuelas que este fenómeno histórico habría dejado en el espíritu del hombre actual. A esas
páginas, pues, hemos de remitirnos principalmente durante nuestra exposición.
En una tercera instancia, realizaremos algunos comentarios críticos acerca de las dos
posturas comparadas, esbozando, en contrapunto con éstas, algunas ideas propias.
Maliandi definió el conflicto como «un modo particular de relación»: «una relación de incom-
patibilidad o de mutua exclusión (o por lo menos de tendencia a la mutua exclusión) entre dos o
más elementos de un conjunto» (Maliandi, 1984: 9(2)). El conflicto presupone necesariamente la
unidad: las partes implicadas en él no pueden ser indiferentes entre sí, sino que deben estar in-
cluidas en un todo cuya integridad se encuentra en peligro, precisamente, a causa del conflicto.
Tal posibilidad de desintegración se presenta cuando se produce «un desequilibrio entre las
fuerzas opuestas» (Ibid.). Dicho desequilibrio puede resolverse de maneras distintas. Una de las
partes del conflicto, en efecto, puede ser destruida, con lo cual la unidad del conjunto puede
desaparecer a la vez o bien experimentar una transformación para continuar subsistiendo. Alter-
nativas diferentes se perfilan cuando interviene un mecanismo de compensación. Esta compen-
sación puede significar la mera corrección del desequilibrio o, en caso de que ella sea excesiva,
la evolución del conjunto hacia niveles más elevados de complejidad, en los que se suscitarán
acaso nuevos desequilibrios.
Todo lo dicho hasta aquí, podemos aplicarlo a la conflictividad en sus dos grandes
aspectos: el sincrónico y el diacrónico. En la dimensión sincrónica, se manifiesta el antagonismo
entre la unidad y la multiplicidad; o sea, la oposición entre la identidad y la diferencia que nos
ofrece un conjunto en un instante único, sin que atendamos al decurso temporal. En la dimensión
diacrónica, en cambio, encontramos la tensión entre la permanencia y la mutabilidad, vale decir,
entre la conservación de lo ya dado y la transformación hacia algo distinto, factores que
conciernen, desde luego, a la faceta temporal de la realidad. Los pares de conceptos aquí definidos
representan los «modelos básicos de [la] conflictividad» (Id.: 10), categorías generales que
abarcan la totalidad de los elementos y las relaciones que intervienen en los conflictos.
Para percibir situaciones concretas que cuadren con estas matrices de lo conflictivo ―diría
Maliandi―, nos basta con observar la naturaleza: los distintos organismos entablan luchas por la
supervivencia; los factores abióticos (agua, luz solar, etc.) facilitan la vida, pero al mismo tiempo
la amenazan. Una mirada más sutil nos revela que, junto a estos conflictos sincrónicos, existe un
conflicto diacrónico en el seno de la evolución natural: la estabilización de las características
adquiridas, la especialización al ambiente y a los hábitos ya conocidos, se opone a la «aceptación
del riesgo» (Id.: 117), a una suerte de inespecialización que va de la mano con una permanente
tentativa de adaptarse a nuevas experiencias. Y el hombre, en tanto que producto de la naturaleza,
(3) Es interesante comparar estas conjeturas de Shepard —que parecieran encontrar en la agricultura el
origen de la devoción a la Diosa Madre— con una de las ideas de Maliandi, según la cual dicho sim-
bolismo religioso sería preexistente. El filósofo sudamericano, ciertamente, manifestó que la maternal
sacralidad atribuida al suelo fértil «pudo haber incluso obstaculizado el desarrollo de la agricultura,
debido a que la labranza de la tierra equivaldría a inferir heridas a la madre universal» (Maliandi,
1984: 163). Las presuntas palabras de Smohalla —líder wanapum que se negaba a ser asimilado por
el sistema productivo estadounidense— parecen corroborar las suposiciones de Maliandi:
¡Me pides que are el suelo! ¿He de tomar un cuchillo para rasgar el seno de mi madre?
Entonces, cuando yo muera, ella no me recibirá en su seno para descansar. ¡Me pides que
excave en busca de piedras! ¿Excavaré bajo su piel para hacerme con sus huesos?
Entonces, cuando yo muera, no podré entrar en su cuerpo para nacer de nuevo. Me pides
que corte la hierba para hacer forraje y venderlo, y ser rico como los hombres blancos;
más, ¿como osaré cortar el cabello de mi madre? (Tate, 2010: §3).
¿Serán estas declaraciones sólo una excepción a la regla, o acaso el testimonio de que la Madre Tierra
gozaba ya de una gran importancia antes de la agricultura? No sabemos, desde luego, qué habría dicho
Shepard antes esta última posibilidad.
9
cediendo ante una estructura piramidal, de castas, dentro de la cual las directivas que antes se
consensuaban comunalmente emanaban ahora de unas férreas cadenas de mando. Y los animales
de corral, por cierto, resultaban una valiosa herramienta para ilustrar esta estestratificación y
autoritarismo, ya que eran «incorporados al sistema social como miembros de su más bajo
escalafón» (Id.: 171, c. n.).
Durante incontables milenios, por otra parte, el ser humano había ejercitado una minuciosa
observación de la fauna circundante. El sujeto en formación, especialmente, encontraba en los
animales una especie de alter ego, una experiencia de la otredad sumamente enriquecedora para
la constitución de su propia identidad. A partir de la crianza de ganado (y de mascotas) este
ancestral interés por los animales no desapareció; pero los objetos que se presentaban ahora ante
la observación habían mermado lastimosamente. No eran ya las llamativas habilidades de los
semovientes silvestres lo que los niños y jóvenes podían introyectar ahora, sino el rutinario actuar
de «grasientas moles, maníacos viciosos e hipertrofiados peones» (Id.: 39).
Otra significación que se le atribuía (y aún se le atribuye) a los animales salvajes es la
proyección de ciertos aspectos “indómitos”, irracionales y “temibles” de la propia psiquis. El
individuo de las tribus cazadoras y recolectoras, en algún momento de su vida, se topa cara a cara
con esas fieras, y termina por comprender que no son seres todopoderosos, sino que tienen sus
limitaciones. De esta forma, logra también una conciliación con la faceta “oscura” de su propio
mundo interno. Pero para el individuo civilizado, ya no existe esa oportunidad de materializar un
encuentro con sus temores inconscientes, y estos permanecen allí, alimentando la inseguridad y
la inestabilidad.
Mencionemos, por último, la transformación que Shepard consideró como la más
devastadora de todas que trajera el neolítico: la proliferación de objetos artificiales. El escenario
esencialmente natural que envuelve la vida de las comunidades nómadas le brinda a la persona
un parámetro para definir saludablemente los límites de su propio ego. «Mi propio yo —afirmó
el pensador estadounidense— está en cierta manera elaborado por mí, al menos, en la medida en
que me parece tenerlo bajo mi control. Un medio ambiente silvestre, por el contrario, nos está
principalmente dado» (Id.: 34, c. n.), vale decir, excede nuestras posibilidades de controlarlo, y
nos ayuda, de este modo, a mantener una sana diferenciación entre el ámbito externo y el interno.
Esto significa que la integración del hombre preneolítico en la naturaleza no consiste en ninguna
comunión mística que disuelva los límites de la personalidad; se trata, más bien, de la
participación en un complejo sistema de relaciones en el que se impone una permanente nego-
ciación con una contrastante alteridad.
Muy distinta es la situación en las sociedades sedentarias. Allí, los elementos que
conforman el paisaje se muestran mayormente artificiales; son, en cierto sentido, pseudópodos
del hombre, «extensiones de (…) [su] sistema nervioso voluntario» (Id.: 35). En un entorno se-
mejante, el ego infantil, que no admite sus propias limitaciones y todo pretende abarcarlo, se
vanagloria, se fortalece y se perpetúa.
La abundancia de manufacturas inaugurada por el neolítico se asocia, además, con la
especialización en diversos oficios artesanales y con el ejercicio del comercio, hechos por cuya
repercusión —como ya hemos visto— también indagó Maliandi. Claro que Shepard no se inte-
resó por las consecuencias socioeconómicas de estos fenómenos, sino por los influjos que ellos
habrían tenido en la mente del individuo civilizado. Según su criterio, la importancia que se lo
otorgó a la producción y adquisición de bienes materiales habría trastocado el modo de concebir
la naturaleza, el hombre y la vida, siendo algunos de sus lamentables efectos los siguientes:
que el mundo exterior se aprecie, más que nada, como fuente de una materia bruta a la
cual el hombre debe dar una forma adecuada, emulando lo que que un mítico Dios habría hecho en
un tiempo fundante y a una escala universal;
que el individuo, la sociedad y todo organismo vivo puedan homologarse con los entes
artificiales, y ser comprendidos, así, como objetos fabricados en base a un substrato inerte;
que el intercambio mercantil se constituya en el paradigma de las relaciones
interpersonales;
10
que la posesión de bienes preciados se erija en el patrón para juzgar el valor de las
personas.
El cuadro descripto hasta aquí corresponde, en todo caso, a la peor expresión posible de
la civilización agroganadera. Shepard admitió que, a lo largo y a lo ancho de la historia, se han
visto excepciones a la regla: granjeros para quienes el canto de las aves del bosque le es tan
familiar como el cacarear de la gallina, y que, luego de cumplir con sus menesteres diarios, pue-
den disfrutar de una plácida tarde de pesca. Esos sujetos tendrán seguramente una mayor apertura
ante la vida, y darán muestras de un temperamento beatífico y maduro.
Tan felices excepciones, sin embargo, no fueron posibles en las tierras donde hubieron de
brotar los gérmenes de la cultura occidental. El Levante mediterráneo y sus inmediaciones
euroasiáticas y norteafricanas, en efecto, poseen suelos de una reducida fertilidad; allí, la
aplicación de la agricultura intensiva y su consecuente incremento poblacionario condujeron a
una sobrecarga ambiental que desembocaba periódicamente en catástrofes naturales y conflictos
bélicos.
En la Mesopotamia y sus alrededores, estas condiciones dieron por resultado un singular
espectáculo: civilizaciones que florecían rápida y majestuosamente, para desmoronarse luego con
un ritmo aún más precipitado.
Pero hubo también allí un pueblo semipastoril y semicampesino, que observó esta
vorágine con una mezcla de «anhelo y desprecio» (Id.: 51) y extrajo de ello una conclusión: «las
grandes teocracias paganas (…) adoraban a los dioses equivocados» (Ibid.). El culto que se le
rindiese a las fuerzas del cosmos no conseguía armonizar la vida de la sociedad con los ciclos de
la tierra: toda presunta bendición de la naturaleza podía trocarse repentinamente en desastre. Así,
los hebreos forjaron la idea de una divinidad absolutamente trascendente, cuyos mensajes ya no
se revelaban en los fenómenos de la naturaleza.
Al menos tan pastoriles como los hebreos, por otra parte, habrían sido los dóricos, que
bajaron de las agrestes montañas balcánicas para dominar a los campesinos micénicos, y para ser
absorbidos, al mismo tiempo, por su estilo de vida sedentario. De este modo, la civilización
helénica también habría sido el resultado de una áspera dialéctica entre la agricultura y la
ganadería, y, como tal, se habría caracterizado por una secularización de la naturaleza tan con-
tundente como la que efectuara el judaísmo. Claro que, en el caso griego, esta desacralización no
se habría realizado en nombre de un Dios trascendente, sino más bien en favor de una exacerbada
racionalidad que socavaba cualquier tipo de conexión emocional con el cosmos, para convertir a
éste en el mero objeto de una aprehensión intelectual.
Heredero de la profecía semítica y a la vez de la lengua y el pensamiento griegos, el
cristianismo nació como un movimiento fuertemente antiecológico; más aun que el propio jud-
aísmo, por cuanto se alejaba de cualquier vinculación significativa con la Tierra Prometida.
Con todo, a medida que este nuevo monoteísmo avanzaba hacia el Noroeste, se topaba
con una naturaleza mucho más exuberante que sus áridos lugares natales, y con un inmemorial
substrato animista que se negaba a desaparecer. Estos poderosos influjos «forzaron a la austera
Iglesia a (…) incorporar celebraciones y rituales paganos [, y] a coquetear con los festivales de
los cereales y las estaciones» (Id.: 80).
Una versión más naturalista y telúrica del cristianismo, por ende, imperó durante un
milenio; pero sufrió, finalmente, el artero embate de los puritanos, quienes encontraron en la
ciudad moderna una inmaculada imagen, tan sugestiva de trascendencia como lo había sido el
desierto para los profetas de la Torá(4). Los puritanos le devolvieron a su credo toda su abstracción,
y pusieron especial esmero en negar diversos aspectos de la anatomía y la fisiología humanas.
Uno o dos siglos más tarde —y también con la urbe como epicentro— la industrialización produjo
el deterioro final en la relación del hombre con su medio ecológico: desplazó las analogías
(4) La explícita atención que le prestase Shepard a los puritanos —carentes de mayor relevancia en relación
a nuestra condición latinoamericana— se explica, desde luego, por el peso que ellos ejercieron en la
constitución de la identidad cultural estadounidense.
11
orgánicas con las que hasta entonces se comprendían los fenómenos naturales y sociales, e instaló
en su lugar unas categorías descarnadamente mecanicistas.
No hemos de reconstruir en detalle las reflexiones que hiciera Shepard en torno a cada una
de estas coyunturas históricas, puesto que ello nos llevaría más allá de los límites previstos para
el presente trabajo. Lo importante es recordar que, para el autor estadounidense, hay una mutua
retroalimentación entre los procesos ontogenéticos del individuo y la interacción de éste con su
hábitat natural. Durante las dos primeras décadas de nuestra vida, pues, cada uno de los grandes
hitos de nuestra evolución biopsíquica nos impulsa hacia una simbiosis más compleja y profunda
con el contexto ecológico, lo cual estimula, a su vez, a un nuevo avance en el plano autónomo, y
así sucesivamente. Si, por razones culturales, este proceso dialógico se ve obstaculizado, la
consecuencia será doble: un carácter patológico e inmaduro en el sujeto y una estructura
socioeconómica ecológicamente insostenible.
Explicadas las cosas de este modo, cabría indagar, finalmente, por alguna posible solución.
La respuesta de Shepard —que nunca tuvo reparo en dar la voz de alarma— sería en esta
oportunidad curiosamente optimista. «Puede ser que el problema —aventuró Shepard— sea más
difícil de entender que de solucionar» (Id.: 129). Acaso no nos haga falta pensar, según él, en
«nuevas revoluciones religiosas, tecnológicas, ideológicas, estéticas o filosóficas» (Ibid.), sino
permitir, sencillamente, que los niños y los jóvenes puedan experimentar libremente su cre-
cimiento. En lo profundo del ser humano se hallaría, pues, un núcleo incólume atesorando toda
la sabiduría ecológica que necesitamos. En la medida en que permitiésemos el desenvolvimiento
de este potencial, «los hábitos civilizados incongruentes con la maduración del ser humano se
marchitarían por sí mismos» (Ibid.). Entonces, ya no nos ocuparíamos en elaborar una doctrina
que aprehendiese «toda (…) [la] sutileza metafísica» implicada en el diálogo del hombre con la
tierra, sino que, como consecuencia del mero vivir, brotaría una «metafísica sanadora» (Id.: 130,
c. n.).
4. - Epilegómenos
I. Repensado la conexión persona/planeta
Apelando a la idea de que cualquier comprensión auténtica presupone la teleología, y de que en
la naturaleza los objetos carecen de finalidad, Maliandi afirmó que «toda pretendida comprensión
de la naturaleza es apócrifa» (1984: 124). De algún modo, el fenómeno de la compresión se
fundamenta siempre sobre la técnica, ya que es ésta la primera que otorga a los objetos una fina-
lidad. Si pretendemos comprender la naturaleza, en cambio, sólo conseguiremos extrapolar a ella
nuestra concepción instrumental de las cosas. Así, en lugar de «la visión pura y simple» de un
árbol, encontraremos «sólo la madera para construir la casa», a la vez que el sol será para nosotros
«nada más que la fuente de energía que servirá para mover las máquinas cuando se termine el
petróleo» (Id.: 123).
Al atribuirle a la naturaleza esta imposibilidad de ser comprendida, Maliandi la distanció
una vez más del espíritu humano, el cual sólo reconocería como genuinamente suyo un entorno
artificial. Esto es es conforme a otra idea del filósofo, ya expuesta, según la cual la única
revolución capaz de evitar la última debacle planetaria debería situarse en pleno ámbito de la
cultura, y no ya a caballo entre ésta y la naturaleza, como lo estuvieron las revoluciones paleolítica
y neolítica. Y es que el ambiente artificial que la técnica procura al hombre es para éste, al fin y
al cabo, «lo que el agua es para el pez» (Id.: 124).
Por nuestra parte, no vemos la necesidad de que las relaciones entre la naturaleza y la
subjetividad del hombre deban considerarse clausuradas en algún sentido importante. Y no
porque pretendamos que los entes naturales existan para satisfacer nuestras intenciones prácticas.
Creemos que es, antes bien, a nivel de nuestras más sublimes capacidades imaginativas,
emocionales e intelectuales —o en términos de Maliandi, los valores humanizantes— en donde
debe enfatizarse la conexión entre nuestra condición de persona y el orden ecológico.
«Conexión persona/planeta» es, justamente, una expresión que acuñase el estadounidense
Theodore Roszak (1985: 69), pensador en cuyo legado advertimos la más valiosa ayuda para
12
definir nuestro punto de vista. También preocupado por la posible inminencia de una catástrofe
planetaria, este ensayista e historiador de las ideas no habló de humanizar la técnica, como dijera
Maliandi, pero sí de algo que es bastante equivalente: de la necesidad de reducir el «tamaño de
las estructuras industriales, las organizaciones políticas de masas, las instituciones públicas, los
establecimientos militares y las burocracias», habidas cuentas de que «el insensible colosalismo
de estos sistemas (…) hace peligrar los derechos de la persona y los derechos del planeta» (Id.:
63).
Si la tecnocrática civilización contemporánea resulta tan dañina para la biósfera como
opresiva para la vida anímica del hombre, Roszak se atrevió a ver esa coincidencia como un hecho
nada casual. Acaso el impulso de reaccionar contra las gigantescas imposiciones de una
exagerada industrialización y de pugnar por unos sistemas más modestos y benignos —intuyó el
autor norteamericano— sea un recurso defensivo «que utiliza la Tierra para defenderse de
nuestras depredaciones»: «al tratar de salvar nuestra condición de personas, afirmamos la escala
humana. Al afirmar la escala humana, subvertimos el régimen del colosalismo, y al hacer esto
salvamos el planeta» (Id.: 69).
Las siguientes palabras, en suma, nos parecen la más apreciable síntesis que Roszak
pudiera brindarnos en torno al sentido y el alcance de la conexión persona/planeta:
Separamos el “adentro” del “afuera” y luego denigramos lo subjetivo, insistiendo en que
es absolutamente una fantasía de nuestra propia invención arbitraria (…). Y así insistimos
en que mitos, visiones, rituales (…) tienen “sólo” un significado personal. Pero ¿y si en el
significado personal es precisamente donde encontramos el mensaje del planeta? (…).
Lo que sabemos “dentro” de nosotros es, en última instancia, lo que nos permitimos saber
de la naturaleza de “afuera”, pues la naturaleza también es nosotros. Es todo lo que ha
entrado a formar parte de nuestra identidad física, mental y moral (…). Formamos parte
íntima del modelo que intentamos comprender cuando investigamos el mundo. Cuando
“retrocedemos” para obtener una perspectiva objetiva, la naturaleza retrocede con
nosotros, y continúa ahí, el que ve tanto como lo visto. La telaraña del universo hila su
camino a través de nuestro arte, sueño e intelecto. Esto es lo que significa tener un sentido
“orgánico” del mundo, en vez de como ordenadores importados de un universo extraño y
destinados simplemente a medir y clasificar su comportamiento (Id.: 81).
Ahora bien: sería iluso pretender que la sola apología de estas ideas —por necesaria que
sea— pudiera redundar en una mejora material y significativa de la actual crisis ecológica. Es
entonces cuando ponderamos el potencial que encierran las reflexiones de Shepard. Para la
conexión persona/planeta que Roszak describiera en términos espirituales, el biólogo nos ayu-
daría a buscar acaso su más fáctico y basal correlato. Shepard procuró, en efecto, develar cómo
nuestra vida anímica se habría configurado a partir de un complejísimo y sutil diálogo entre
nuestra entidad biopsíquica y el entorno natural al que ella pertenece. Así, nuestra extraordinaria
capacidad creativa entroncaría ineludiblemente con la «opulencia planetaria» que hemos apre-
ciado durante nuestra larga vida como especie; la reducción de esta opulencia, «por extensión,
sería una amputación del hombre» (Shepard, 1969: 8). De igual modo, Shepard no se conformó
con hallar en la historia del pensamiento los testimonios del desapego por la naturaleza; indagó,
en cambio, por el proceso concreto a través del cual el desfase respecto de los ritmos de la tierra
—por así decir— se habría hecho carne en el sujeto moderno. Por todo esto, creemos que sus
escritos merecen un sitio de privilegio entre todos los que se han consagrado a la cuestión eco-
lógica, y que marcan, cuanto menos, un camino a seguir.
Pero si nos resulta acertado el enfoque general que adoptó Shepard, esto no quiere decir
que extendamos esta valoración positiva a la totalidad de su criterio procedimental, ni a la
totalidad de los contenidos que expusiera.
Consciente de la vastedad que pretendía abarcar, de hecho, el propio Shepard previno al
lector acerca de los posibles errores en que podría incurrir su libro, que «es el de un amateur y se
basa sobre la conjetura informada» (1998: xxii, c. n.). Por nuestra parte, no podemos dejar de
manifestar algunas objeciones o inquietudes allí donde vemos conclusiones apresuradas o
enunciados inexactos.
13
Respecto de muchas virtudes que atribuyó al carácter del sujeto preneolítico, verbigracia,
Shepard no presentó más que algunos vagos testimonios. Así ocurre, con la actitud benigna ante
los extranjeros, que sería inherente a la mentalidad de los nómadas arcaicos. Para argumentar le
existencia de dicha actitud, el científico no hizo más que remitir a «los jefes Seatle y Smallahala(5),
que vieron a los invasores blancos como descaminados, pero aun así como humanos» (Id.: 44).
Tampoco nos cuesta advertir que, cuando se limitó a decir que la crisis ecológica quizás
«sea más difícil de entender que de solucionar» (Id.: 129), Shepard soslayó los grandes obstáculos
con los que nos encontraríamos a la hora de establecer (o restablecer) un estilo de vida más acorde
a nuestra constitución pleistocénica. No hemos de concluir estas páginas sin añadir algunos otros
comentarios sobre este punto.
En cuanto a las polémicas opiniones de Shepard acerca de los credos abrahámicos y del
pensamiento griego, ellas darían lugar también a interesantes debates, pero su consideración —
como ya señalamos— nos desviaría del eje principal fijado para esta ocasión.
II. Temporalidad y transformación
Al comienzo de este escrito, vimos cómo Maliandi presentó el aspecto diacrónico de la conflic-
tividad como una de los modelos básicos de ésta. Las páginas subsiguientes, a su vez, dieron un
elocuente testimonio de que este marco teórico se convirtió, en manos del filósofo, en una fecunda
herramienta de análisis y exposición. En un campo en el que entroncan lo antropológico y lo
ambiental, pues, las investigaciones de Maliandi apelaron a la diacronicidad y a los conflictos
que en ella y por ella existen: conflicto entre la inespecialización orgánica del género Homo y las
inclemencias que le impusieran los ciclos glaciares de la Tierra; conflicto entre la hominización
y la humanización suscitado por la propia historia de las transformaciones biológicas y la
invención de artificios; conflicto entre nuestra perentoria necesidad de entablar una relación más
equilibrada con la biósfera y el desmesurado imperio de la tecnología que nos amenaza con la
extinción.
Shepard, en cambio, no desarrolló ninguna teoría explícita del conflicto ni de la tem-
poralidad. Sin embargo, no tendríamos inconvenientes para encuadrar sus ideas dentro de análo-
gas categorías. La problemática que describiera el biólogo estadounidense, en efecto, podría re-
sumirse como el conflicto entre nuestro substrato preneolítico, milenariamente adaptado a los
sosegados ciclos de la naturaleza, y los esquemas propios de la vida civilizada, que aparecieron
abruptamente en el último capítulo de nuestra vida como especie.
La oposición entre una alteridad diacrónica entendida en términos lineales y disruptivos y
otra alteridad diacrónica entendida en términos cíclicos y espiralados, por lo demás, se patentiza
también cuando contrastamos las expectativas de Maliandi y de Shepard respecto de evitar una
última debacle planetaria. Convencido de que el entorno artificial reforzado a partir del neolítico
constituye nuestro auténtico medio ambiente, aquel sólo pudo depositar su confianza en un hito
capaz de transformar esencialmente el modo de manipular este universo cultural. Se trataría,
entonces, de una auténtica revolución, con todos los elementos de ruptura e imprevisibilidad que
las revoluciones conllevan. Shepard, por el contrario, se mantuvo fiel a la idea de que nuestra
impronta paleolítica tendrá siempre una irrevocable primacía. Por consiguiente, pregonó la
recuperación de un modo de vida que no coartase la maduración y el desarrollo dictados por
nuestra herencia de cazadores-recolectores. Si bien esto no apunta obligatoriamente al total
abandono de los avances tecnológicos, comprendemos que su sentido principal es, de una forma
u otra, el del retorno.
Esto último nos induce a pensar, a propósito, en cuál sería la fisonomía que —en caso de
materializarse— tomaría cada una de las mencionadas expectativas. Por aludir justamente a un
quiebre de «los moldes habituales en la actitud del hombre ante la realidad» (1984: 173), Maliandi
se vio impedido de realizar mayores predicciones. Más contenido empírico hallamos, en cambio,
(5) No tenemos noticia de este nombre, que se reitera idéntico en el índice analítico de la obra de Shepard
(Id.: 178). Seguramente se trate de un error por Smohalla, líder wanapum a quien, casualmente, nos
hemos referido supra [página 11, nota al pie].
14
en la expectativa de Shepard, aunque la manera específica en que pudiera reorganizarse la
sociedad quedaría aún por decidir. La idea de que la ingente población que habita nuestro mundo
actual emulase sin más a las tribus preneolíticas pareciera ipso facto descartable. Un paradigma
más plausible, en todo caso, lo encontraríamos en aquellos granjeros que habrían sabido disfrutar
de la riqueza natural de su bioma y cumplir a la vez con las exigencias de su trabajo sedentario.
Pero incluso esta venturosa conjugación (presente —según Shepard— «en la Illinois del siglo
XIX, en la Flandes del siglo XVI, en los minifundios de los antiguos cultivadores de trigo celtas y
en los primeros habitantes de Jericó» [1998: 45]) no sería fácil de implementar en los grandes
espacios tecnificados del siglo XXI. Estas son, de todos modos, las alternativas que podrían
desprenderse de Naturaleza y locura, que aquí hemos tomado como referencia principal del
pensamiento de Shepard. Anteriormente a la publicación de dicha obra, su autor había proyectado
ya las características principales que debería tener el establecimiento de una nueva y global
cultura cinegética (Devall et Sessions, 1985: 173 y s.). Tras una gradual reducción de la natalidad,
el remanente de la población humana sería redistribuido en focos urbanos dispuestos en el área
costera de cada isla y continente, permitiendo así que las zonas mediterráneas retornasen a la
condición silvestre. A lo largo de su vida, y en sintonía con las necesidades de cada instancia de
su maduración y desarrollo, el individuo alternaría períodos de estadía en los pueblos costeros
con excursiones de caza y recolección en el seno de las tierras silvestres. Una sofisticada
ingeniería alimenticia complementaría tan modesta provisión de víveres en un mundo en el cual
los grandes sembradíos y rebaños habrían sido abandonados.
La postulación de esta sociedad tecnocinegética no hace más que destacar algo que, de
cualquier manera, estaría implícito en el pensamiento de Shepard; vale decir, aquello que Arturo
Roig y Estela Fernandez Nadal concibieran como «función utópica»; vale decir, la intelección de
una instancia no concretizada en virtud de la cual podemos advertir las falencias del presente y
apuntar hacia «una transformación liberadora del mundo» (Cat. de Pens. Arg. y Lat., 2007: 1, c.
n.). Dos de las modalidades de esta función utópica son las que Shepard dejó traslucir más
nítidamente: «la modalidad crítico-reguladora (…) [, que] remite a la negación de lo instituido y
a la exigencia de su transformación», y «la modalidad constitutiva de la subjetividad» (Ibid.),
subjetividad que sería, en este caso, antigua y nueva al mismo tiempo. También Maliandi apeló,
a su manera, a la constitución de una nueva subjetividad, cuando conjeturó que la tercera y
próxima gran revolución cultural acaso nos traería, como excedente, el «imprescindible cambio
de mentalidad» (1984: 173). Claro que, en caso de ocurrir este disruptivo suceso, sus detonantes
serían prácticamente ajenos a nuestra voluntad. Pero ni la confianza en este singular advenimiento
histórico ni ninguna otra previsión del futuro, por optimista o pesimista que fuese, podría
dispensar del deber ético de pugnar por una transformación favorable.
Bibliografía
SHEPARD, Paul. Nature and Madness. Athens (EEUU)-Canadá, The Univeristy of Geoergia Press,
1998.
Shepard, Paul. “Ecology and Man —a Viewpoint”. En: Shepard, P. (compilador). The Subversive
Science (Essays Toward an Ecology of Man). Boston (EEUU), Houghghton Mifflin, 1969.
TATE, Cassandra. “Smohalla (1815?-1895)”. En: AAVV. Hystorylink.org. The Free Online Ency-
clopedia of Washington State University. Seattle, 2010. URL = <http://www.historyli-
nk.org/_content/printer_friendly/pf_output.cfm?file_id=9481>.