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UNMdP
Facultad de Humanidades
Departamento de Filosofía
Seminario I
Alumno: Fernando Aiziczon D.
Año 2016

Del espíritu paleolítico a la antiecología agropecuaria


Las perspectivas de Ricardo Maliandi y de Paul Shepard acerca de la naturaleza, la cultura
y la crisis ecológica

1. - Introducción

Pareciera una perogrullada afirmar que, si la revolución neolítica nunca hubiese ocurrido, la hu-
manidad tampoco se habría enfrentado alguna vez a una crisis ambiental de envergadura plane-
taria. Una sociedad capaz de forzar las condiciones de su hábitat natural para producir supera-
bundancia —podríamos decir— contiene ya la potencial amenaza de generar un severo desequi-
librio en la biósfera.
Pero esta sencilla explicación no da cuentas de otras influencias que la vida civilizada
habría ejercido en nuestra relación con la naturaleza; factores que no se reducen a las cir-
cunstancias materiales de la economía agroganadera ni al progreso de las invenciones técnicas,
a pesar de que están finamente entrelazados con ambas; factores que conciernen, en suma, a las
representaciones mentales, a la disposición espiritual del sujeto frente a su entorno ecológico. En
el presente escrito, reconstruiremos y confrontaremos dos maneras distintas de ahondar en esta
clase de factores: la del filósofo argentino Ricardo Maliandi y la del biólogo estadounidense Paul
Shepard.
Las indagaciones de Maliandi y de Shepard, en rigor, no comenzaron con el neolítico, sino
con un pasado aun más distante. En un intento por esclarecer los más substanciales vínculos entre
nuestra constitución psicofísca y nuestra vida cultural, ambos se retrotrajeron hasta la vieja edad
de piedra, o sea, hasta nuestro substrato nómada. Apelaron luego a diferentes disciplinas y
enunciaron disímiles juicios de valor acerca de unos mismos fenómenos. Por razones distintas,
sin embargo, ambos arribaron a una misma conclusión: el neolítico fue el origen de una
importante disyunción entre el mundo interno del hombre y la naturaleza.
Tanto el enfoque de Maliandi como el de Shepard, por lo demás, se hallan funda-
mentalmente transidos por el eje de la temporalidad. Y no aludimos con esto al simple hecho de
que ambos buscaran en un pasado remoto el origen de la actual crisis ambiental. Aludimos, más
que nada, a que sólo a través de su análisis cronológico pudieron poner de manifiesto las carac-
terísticas cardinales que le atribuyeron a la problemática ecológica, y a que dejaron entrever que
el modo particular en que se habría desarrollado a lo largo del tiempo haría a la misma esencia
de este conflicto. Tanto Maliandi como Shepard, en efecto, hicieron de la celeridad que tuvo la
transformación neolítica uno de los fundamentos empíricos más importantes de su argumenta-
ción; ambos señalaron que el surgimiento de la agricultura imprimió a la órbita social una diná-
mica cuyo ritmo y temporalidad resultan ajenos a los de la naturaleza.
Pero si una específica comprensión de lo temporal subyace a la obra de Shepard, esa
misma temporalidad se convirtió, en el caso de Maliandi, en el objeto de un explícito cuestiona-
miento. Por eso, nuestra exposición comenzará con la particular noción del conflicto que propu-
siera Maliandi, dentro de la cual nos encontraremos, justamente, con el conflicto diacrónico.
Luego, veremos cómo el filósofo utilizó este marco teórico en sus indagaciones referentes a la
hominización, la humanización, la técnica, las revoluciones paleolítica y neolítica, y la proble-
mática ecológica. De todas las conclusiones que Maliandi extrajo de estas investigaciones, aquí
nos interesará más que nada una, que podemos ya anticipar —en resumidas cuentas— de la si-
guiente manera: el neolítico afirmó el aprovechamiento instrumental de la naturaleza, a la vez
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que permitió distinguir la cultura humana como un fenómeno extraño al resto del cosmos. Las
fuentes sobre las que se basará esta primera sección de nuestro trabajo son: la introducción a la
obra Cultura y conflicto, y los artículos Natura abscondita. Los resortes naturales de la técnica
y De la “revolución de Triptolemo” a la crisis planetaria.
Distinto es el caso de Shepard, quien sostuvo que nuestra sociedad sedentaria, al contrariar
la normal maduración y desarrollo del individuo, fomenta un temperamento insano y regresivo
que no es capaz de integrarse a su medio ambiente natural. El autor norteamericano se detuvo en
varios estadios de la historia que condujo a la civilización moderna, pero le otorgó un lugar capital
al surgimiento de la agricultura y la ganadería. En un capítulo titulado Los domesticadores(1), que
pertenece a su libro Naturaleza y locura (Nature and Madness), Shepard se ocupó en desentrañar
las secuelas que este fenómeno histórico habría dejado en el espíritu del hombre actual. A esas
páginas, pues, hemos de remitirnos principalmente durante nuestra exposición.
En una tercera instancia, realizaremos algunos comentarios críticos acerca de las dos
posturas comparadas, esbozando, en contrapunto con éstas, algunas ideas propias.

2. - Naturaleza, cultura y conflictividad


La crisis ecológica según Maliandi

Maliandi definió el conflicto como «un modo particular de relación»: «una relación de incom-
patibilidad o de mutua exclusión (o por lo menos de tendencia a la mutua exclusión) entre dos o
más elementos de un conjunto» (Maliandi, 1984: 9(2)). El conflicto presupone necesariamente la
unidad: las partes implicadas en él no pueden ser indiferentes entre sí, sino que deben estar in-
cluidas en un todo cuya integridad se encuentra en peligro, precisamente, a causa del conflicto.
Tal posibilidad de desintegración se presenta cuando se produce «un desequilibrio entre las
fuerzas opuestas» (Ibid.). Dicho desequilibrio puede resolverse de maneras distintas. Una de las
partes del conflicto, en efecto, puede ser destruida, con lo cual la unidad del conjunto puede
desaparecer a la vez o bien experimentar una transformación para continuar subsistiendo. Alter-
nativas diferentes se perfilan cuando interviene un mecanismo de compensación. Esta compen-
sación puede significar la mera corrección del desequilibrio o, en caso de que ella sea excesiva,
la evolución del conjunto hacia niveles más elevados de complejidad, en los que se suscitarán
acaso nuevos desequilibrios.
Todo lo dicho hasta aquí, podemos aplicarlo a la conflictividad en sus dos grandes
aspectos: el sincrónico y el diacrónico. En la dimensión sincrónica, se manifiesta el antagonismo
entre la unidad y la multiplicidad; o sea, la oposición entre la identidad y la diferencia que nos
ofrece un conjunto en un instante único, sin que atendamos al decurso temporal. En la dimensión
diacrónica, en cambio, encontramos la tensión entre la permanencia y la mutabilidad, vale decir,
entre la conservación de lo ya dado y la transformación hacia algo distinto, factores que
conciernen, desde luego, a la faceta temporal de la realidad. Los pares de conceptos aquí definidos
representan los «modelos básicos de [la] conflictividad» (Id.: 10), categorías generales que
abarcan la totalidad de los elementos y las relaciones que intervienen en los conflictos.
Para percibir situaciones concretas que cuadren con estas matrices de lo conflictivo ―diría
Maliandi―, nos basta con observar la naturaleza: los distintos organismos entablan luchas por la
supervivencia; los factores abióticos (agua, luz solar, etc.) facilitan la vida, pero al mismo tiempo
la amenazan. Una mirada más sutil nos revela que, junto a estos conflictos sincrónicos, existe un
conflicto diacrónico en el seno de la evolución natural: la estabilización de las características
adquiridas, la especialización al ambiente y a los hábitos ya conocidos, se opone a la «aceptación
del riesgo» (Id.: 117), a una suerte de inespecialización que va de la mano con una permanente
tentativa de adaptarse a nuevas experiencias. Y el hombre, en tanto que producto de la naturaleza,

(1) La traducción de las citas de Shepard y demás fuentes en inglés es nuestra.


(2) Cuando no indicamos lo contrario (c. n., cursivas nuestras), las cursivas son originales del texto cita-
do.
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habrá de prolongar esas tendencias conflictivas en su propia existencia y en la de sus creaciones
materiales e intelectuales, hecho que ―como pronto veremos― se advierte emblemáticamente
en el caso de la técnica.
Comprender debidamente el origen de la técnica, por su parte, nos exige reparar en que
los medios de acción y defensa de los que fisiológica y anatómicamente dispone el ser humano
son muy ineficaces en comparación con los que tienen otras especies; la inteligencia técnica no
es, en principio, más que la compensación de estas carencias. Sería absurdo creer, sin embargo,
que tales insuficiencias orgánicas han sido razón suficiente para el surgimiento de la técnica. La
evolución del ingenio humano sólo puede explicarse como la concurrencia de una serie de
factores, cuyo resultado ha sido la primacía de los efectos favorables por sobre las adversidades.
Ciertamente, muchas de las desventajas de nuestra especie también constituyen, en otro aspecto,
atributos favorables. Pongamos por caso la insuficiencia de nuestra pelambre. Un rasgo semejante
nos expuso a las inclemencias atmosféricas, pero fomentó asimismo nuestra sensibilidad cutánea,
y, con ella, nuestra inteligencia. La inespecialización general que caracteriza al hombre, en suma,
nos ha privado de órganos y regiones del cuerpo adaptadas óptimamente a tales o cuales
funciones; pero nos ha estimulado, como contrapartida, a enfrentar las más diversas condiciones
de vida, y a alcanzar, así, un grado de plasticidad desconocido por el resto de la fauna. Sería
gracias a esta misma inespecialización, pues, que el homo sapiens desarrollaría su prodigioso
cerebro y su habilísima mano, que a su vez coordinan entre sí.
Condicionada y propiciada por estas y otras circunstancias de la naturaleza, entonces,
habría de emerger la técnica; de modo que, aunque no estemos en condiciones de detallar su
origen, podemos «comprender (…) cómo ésta se conecta con las características biológicas
centrales del hombre» (Id.: 116).
Ahora, se nos ocurre la pregunta: ¿es la técnica natural o artificial? Esta es ―a criterio de
Maliandi― una «falsa alternativa: la técnica es tan natural como artificial» (Ibid.). La técnica,
en verdad, consiste en fabricar herramientas conforme a un plan deliberado, es decir, de un modo
que no está predeterminado por el comportamiento instintivo de la especie. En este sentido, la
técnica es un fruto artificial nacido de una raíz natural. Pero ese mismo fruto no deja de ser, en
algún punto, natural, por cuanto representa «siempre una natural compensación de “carencias”
naturales, así como una natural prolongación de las naturales inespecializaciones» del hombre
(Ibid.). La técnica entendida como fruto artificial, por último, brota también de una raíz
igualmente artificial, dado que las invenciones técnicas, incorporados ya a la vida habitual de las
sociedades humanas, se convierten en la base para la creación de nuevos artificios.
La historia de la evolución técnica, por otra parte, está indisolublemente ligada a la historia
de las transformaciones biológicas que dieron forma a los homínidos. Parece haber, ab origine,
una influencia recíproca entre los dos procesos: por un lado, la técnica fue posibilitada ―como
ya dijimos― por las disposiciones anatómicas y fisiológicas del hombre; pero por otro lado, las
condiciones de vida determinadas por los artificios culturales repercutieron (y aún continúan
repercutiendo) en las mutaciones genéticas del género humano.
Pero volvamos al carácter compensatorio que tuvo la aparición de la técnica. Corresponde
este hecho a una de las modalidades en las que ―según Maliandi― puede resolverse un conflicto,
y a las que ya nos hemos referido. Podemos considerar la técnica, en efecto, como aquello a lo
que denominamos compensación excesiva. La técnica, por cierto, no sólo le ha provisto al hombre
los sucedáneos necesarios para subsistir como especie. Además de esto, apareció dentro del
ámbito de la cultura ―que se inició justamente con la técnica― un conjunto de creaciones que
«no tiene, aparentemente, ninguna utilidad, pero que (…) habría de configurar la verdadera
“elevación” del hombre por encima de la bestia» (Id.: 160). El hombre paleolítico, pues, concibió
ya «los ritos, la magia, el arte» (Id.: 161); tomó conciencia de sí; se abrió con él una esfera más
sublime cuyas demandas son ajenas a las necesidades naturales; entró en escena, en síntesis, el
espíritu humano.
Por todo esto, el origen de la técnica entronca con los dos grandes procesos que atañen a
la historia de nuestra especie: la hominización y la humanización. Aquella abarca todo «el devenir
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biológico del género Homo» (Id.: 111), al que pertenecemos, junto con otros grandes primates,
ya extintos, que lograron erguirse y fabricar acaso algunos utensilios. La humanización, en
cambio, comprende el mundo cultural que sólo un ser dotado de la capacidad simbolizante puede
crear; es, por tanto, un fenómeno, exclusivo del homo sapiens.
Entre la hominización y la humanización encontramos, nuevamente, una relación con-
flictiva. Y es que al hombre, una vez que ha satisfecho sus imperativos más elementales, el curso
de la vida cotidiana comienza a resultarle agobiante, y siente la necesidad de emplear su ima-
ginación para una finalidad más elevada. La humanización es, entonces, un intento de liberarse
del rutinario apremio de la supervivencia, mientras que la hominización radica en la mera bús-
queda de esa supervivencia.
Retomemos ahora el paleolítico en su condición de hito inaugural de la actividad cultural
del hombre. Conforme al criterio de Maliandi, podemos evaluarlo como la primera gran revolu-
ción que experimento la humanidad, puesto que, para este pensador, los desiderata de toda re-
volución son los siguientes:
1) un «incremento relativo (esto es, en comparación con el ritmo habitual) del proceso de cam-
bio»;
2) un «“vuelvo” radical (…) en el que se invierte, por así decir, en ciento ochenta grados la es-
tructura básica (…) de aquello que evoluciona»;
3) una «repercusión decisiva, contundente, irrevocable (…) en todos los acontecimientos ulte-
riores» (Id.: 159);
4) y, quizás, la realización de una compensación excesiva.
La irrupción de la vieja edad de piedra, en verdad, cumplió con todos estos requisitos.
Iniciada en épocas inmemoriales (que se remontan tal vez a dos millones de años) tardó decenas
o aun centenas de milenios en producir cada una de sus transformaciones relevantes; pero estos
lapsos, por extensos que nos parezcan hoy, significaron vertiginosas aceleraciones en com-
paración con el curso de la evolución biológica previa. El vuelvo radical del paleolítico, a su
turno, fue el «pasaje de un homínido sin cultura a un homínido capaz de fabricar herramientas
según un plan preconcebido, capaz de utilizar el fuego, y, sobre todo, capaz de hablar» (Id.: 160).
La repercusión decisiva e irrevocable del proceso quedó constatada en el hecho de que el hombre,
habiendo atravesado la edad de piedra, ya nunca retornó a su mera animalidad. Y el excedente
compensatorio ―como ya explicamos― fue el surgimiento de la vida espiritual.
A lo largo del paleolítico, los logros técnicos adquiridos se transmitierona través de in-
contables generaciones, siendo su progreso «insensiblemente gradual» (Id.: 165). Recién cuando
se retiraron las inclemencias del pleistoceno, hace unos diez mil años, le fue posible a nuestros
antepasados dar comienzo a la segunda gran revolución cultural de la humanidad, a saber, la
revolución neolítica. El giro de ciento ochenta grados que tuvo lugar en esta oportunidad fue la
transición de una economía basada en la caza y la recolección a otra economía centrada en el
cultivo de vegetales y la crianza de ganado. Esta transformación fue realmente veloz: en un es-
pacio de dos milenios aproximadamente, un grandísimo porcentaje de la humanidad se adecuó a
esta nueva forma de producción. Una vez más, las consecuencias fueron contundentes e indele-
bles, dado que la mayor parte de la población mundial, después de esta nueva edad de piedra,
terminaría por abandonar el nomadismo, que practicaba desde su origen, para adoptar definiti-
vamente la vida sedentaria. Y el plus compensatorio, por último, fue la «consciencia de la per-
fectibilidad ilimitada de la técnica» (Id.: 170). Al cavernícola, pues, los artificios le parecían in-
distinguibles de sus habilidades naturales tales como andar, correr y golpear, dado que los recibía
de manos de la tradición como si fueran elementos constituidos de una vez y para siempre. El
individuo que ha develado el misterio de la agricultura, en cambio, tiene ya noción del carácter
protésico y antinatural de la labor humana.
Este conocimiento de la artificialidad y la potencial perfectibilidad de la técnica ―diría
Maliandi― nos conduce directamente desde la segunda fase de la edad de piedra hasta la fiso-
nomía del mundo actual. La división de clases sociales; la existencia de individuos abocados
enteramente a actividades intelectuales, artísticas y religiosas; la escritura; las obras de ingeniería;
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la abundancia de manufacturas y el comercio; la profesionalización militar y la proliferación de
conflictos bélicos: todo ello está cimentado sobre el excedente de la producción agropecuaria.
Siquiera lo que se ha dado en llamar revolución industrial es, en realidad, más que otra instancia
de la transformación neolítica; pertenece plenamente a la misma tendencia de perfectibilidad de
la técnica a la que venimos refiriéndonos.
Pero Maliandi no sólo interpretó el neolítico como el puntapié de un nuevo orden socioe-
conómico: lo vio también como el desencadenante de una nueva disposición del sujeto ante su
medio ecológico. Recordemos que la revolución paleolítica ya había hecho posible la vida espi-
ritual del ser humano, y, con ella, la religión. Merced a ésta, el hombre de Neanderthal había
sacralizado la naturaleza, a cuyos designios les debía una dependencia casi total. Tan milenaria y
tan vehemente había sido dicha sacralización que no podía desaparecer con facilidad, siquiera
cuando se reemplazaran notoriamente las condiciones de subsistencia. Por eso, en los ritos que el
campesino destinaba a incrementar la fertilidad de la Madre Tierra podemos apreciar los vestigios
de semejante veneración, como así también «en la sensibilidad que conserva el hombre moderno
(…) frente a los “encantos” de la naturaleza» (Id.: 165): «no se trata ―en palabras de Mircea
Eliade― únicamente de los valores estéticos, deportivos e higiénicos otorgados a la naturaleza,
sino también de un sentimiento confuso y difícil de definir en el cual se reconoce (…) la
reminiscencia de una experiencia religiosa» (Ibid.). Con todo, esta experiencia religiosa ya está
irremediablemente degradada; y comenzó a degradarse, precisamente, con el sacrílego acto que
constituyó la rotulación de la primera huerta. A diferencia del cazador-recolector, que se hallaba
a expensas de la naturaleza, el hombre sedentario empezó ―en mayor o menor grado― a someter
a ésta a sus propios menesteres. A medida que se daba cuenta de este accionar artificial, fundado
en la técnica, tomaba conciencia de su distanciamiento respecto de la naturaleza. De allí, derivaría
una indefectible pérdida de respeto hacia ella; ya se encontraba allí, in nuce, la «concepción
tecnológica del mundo» (Ibid., c. n.).
De más está decir que esta visión instrumental del mundo, junto con la entronización de
la técnología, de la cual es pareja, ha alcanzado hoy su paroxismo. Es esta exacerbación del de-
sarrollo técnico la que nos ayuda a advertir, con tanta claridad, su «ambigüedad axiológica» (Id.:
118, c. n.) ―la cual, a propósito, no es nueva, sino que nos remite a la invención de los más
arcaicos utensilios. La técnica, en efecto, nos ha dispensado encomiables beneficios a la vez que
grandes infortunios. Es ella la que, a través de sus avances en materia de ingeniería, higiene,
medicina, etc., ha contribuido notablemente a nuestro bienestar; pero es ella también la que ha
producido armas de una abrumadora letalidad, y la que nos amenaza con el definitivo
trastrocamiento del equilibrio ecológico de nuestro planeta.
¿Qué nos toca esperar ante la potencial inminencia de una destrucción masiva a manos de
la técnica? Maliandi conjeturó que nuestra situación es, en un punto, equiparable a las que
incitaron nuestros antepasados a gestar las dos grandes revoluciones culturales que hemos des-
cripto. En el primer caso, las duras glaciaciones que acosaron al homínido del pleistoceno le
hicieron notar que su conformación anatómica y fisiológica era defectuosa, y éste hubo de crear,
a modo compensatorio, herramientas, convirtiéndose así en un ser cultural. Trascurrido más de
un millón de años, los descendientes de aquellos homínidos se toparon con oscilaciones
climáticas que les eran desconocidas; las invenciones técnicas con las que contaban les resultaron
precarias, y se vieron en la necesidad de elaborar otras nuevas. Mediante estas últimas,
conseguirían domeñar una amplia gama de organismos vegetales y animales, facilitando, de esta
manera, nuestra chance de supervivencia como especie. Basándose en las ideas de Toynbee, el
filósofo sudamericano calificó estos sucesos en términos de desafíos radicales y respuestas.
Desafíos que, en verdad, tuvieron una amplísima extensión, ya que pusieron en jaque el conjunto
de las actividades humanas, pero que no fueron tan rigurosos como para reprimir toda posible
reacción, ni tampoco tan tenues como para permitir que se perpetuasen las pautas habituales de
comportamiento. En ambos casos, la respuesta dada por el hombre tuvo por epicentro el la de-
velamiento de un arcano de la naturaleza ―primero, el fuego; luego, la germinación de las
plantas. Estos develamientos desembocaron, con el tiempo, en un sofisticado hábitat cultural
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dentro del cual se desarrolla hoy la vida de las sociedades modernas. Ahora, es este hábitat cul-
tural el que nos pone en peligro, el que nos presenta un nuevo desafío radical. Por eso, una sa-
tisfactoria respuesta consistiría, en esta oportunidad, en descubrir algún secreto no ya de la natur-
aleza, sino de la cultura misma. Se suscitaría, con esto, una tercera revolución cultural, cuyo signo
nadie puede profetizar, «porque lo que caracteriza a las revoluciones es precisamente su estilo
impredecible, es decir, el hecho de que ellas rompen los moldes habituales en la actitud del
hombre ante la realidad» (Id.: 173). Todo lo que nos es dado pensar es que esta futura revolución
nos llevaría a un manejo más benigno del ingenio humano; que terminaría con el imperio de la
técnica por sobre el hombre para poner a aquella al servicio de los valores espirituales, hu-
manizantes. De lo contrario ―predijo Maliandi―, nuestra «extinción habrá de cumplirse en un
plazo relativamente breve» (Ibid.).

3. - Naturaleza, civilización y ontogénesis


La crisis ecológica según Shepard
En virtud de su capacidad para subsistir en las más variadas condiciones, Maliandi caracterizó al
hombre como un animal esencialmente inespecializado. Shepard, en cambio, enfatizó lo fina-
mente especializada que estaría la ontogénesis humana, ya que ―según su criterio― nuestra
maduración y desarrollo sólo pueden transcurrir sanamente dentro de un determinado estilo de
vida. Y las sociedades que en mayor grado respetarían ese estilo de vida serían las tribus dedica-
das a la caza y la recolección.
En el seno de esas comunidades ―sostuvo Shepard― el pasaje entre los distintos estadios
del crecimiento se experimenta sin mayores inconvenientes, y el sujeto encuentra en cada uno de
ellos el estímulo y la contención necesarios para proseguir su marcha evolutiva. De los brazos de
su madre, pues, el infante pasa gradualmente a un mundo silvestre poblado por una miríada de
sensaciones que incentivan sus más diversas capacidades. Los árboles, las rocas y los arroyos que
lo circundan se le presentan como una constelación de signos dispuestos a ser escrutados; signos
que, enhebrados en una profusa red de narraciones orales, cimientan la identidad del individuo y
del grupo en su indisoluble ligazón con el hábitat que los rodea. Los animales, por su parte,
«tienen para con el niño una magnética afinidad, puesto que cada uno de ellos parece encarnar a
su manera algún impulso, reacción o movimiento» propio del espíritu infantil (Shepard, 1998: 7).
La lúdica imitación de estas criaturas, por tanto, le enseña al individuo en formación a manejar
adecuadamente su propio repertorio de estados anímicos. Cuando la niñez va llegando a su fin,
el joven se aproxima a una vibrante ceremonia iniciática, avalada por los ancianos y dominada
por una profunda empatía entre todos los integrantes de la tribu. La entrada en la adultez que este
hecho señala es contundente e inequívoca, pero no por ello abrupta. Porque el tiempo que ha
dispensado escrutando, internalizando y representando las formas de la naturaleza, en suma, no
será considerado como una rémora para el incipiente adulto, sino como un necesario preámbulo
para la siguiente etapa de su vida. Y es que el iniciado continuará, al fin y al cabo, hasta el final
de sus días en una «estrecha reciprocidad con el mundo natural, cuyos aspectos más profundos
son tan ilimitados como su propio pensamiento creativo» (Id.: 9); sólo que esta reciprocidad
conformará de ahora en más su modo de subsistencia.
Lo dicho hasta aquí nos sugiere ya que la aceptación del «carácter metafórico, misterioso
y poético de la naturaleza» durante el pleistoceno (Id.: 11) —o, en términos de Maliandi, la
emergencia del espíritu humano—, no significó para Shepard ninguna cisura entre el hombre y
su medio ecológico. La espiritualidad de aquellos nómadas, por el contrario, le brindaría al in-
dividuo la oportunidad de congeniar las necesidades de su crecimiento físico y psicológico con
las condiciones dispuestas por su entorno natural. El lamentable desfase entre nuestro mundo
interno y la naturaleza habría sobrevenido recién con la economía neolítica.
Al igual que Maliandi, Shepard advirtió que la implementación de la agricultura supuso
una transformación extremadamente veloz. Por esta razón, el organismo humano no pudo
adaptarse al nuevo estilo de vida, ya que «la evolución biológica (…) opera demasiado lento
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como para haber realizado modificaciones en nuestra especie durante estos [últimos] diez mile-
nios» (Id.: 14). No siendo compatibles, entonces, la civilización de base agropecuaria y el curso
natural de nuestra ontogénesis, la persona se ve estancada en comportamientos patológicos, in-
fantiloides.
Jacob Bronowski condensó una opinión muy extendida acerca de los pueblos ancestrales,
al afirmar que la sencillez de sus invenciones técnicas y de las analogías con las que con-
ceptualizan su medio ambiente dan cuentas de que «ellos no crearon una visión madura de la
naturaleza, ni tampoco del hombre» (Roszak, 1973: 5). En las antípodas de estas interpretaciones,
Shepard sostuvo que las relictas culturas que se sustrajeron a la revolución neolítica revelan una
actitud ante el mundo mucho más madura que la nuestra, y que el sujeto preneolítico es capaz de
desarrollar su identidad adulta de una forma mucho más cabal que el sujeto civilizado.
Para ilustrar cuán ontogenéticamente regresivo habría resultado el advenimiento del
neolítico, Shepard puntualizó una serie de diferencias entre la personalidad del hombre nómada
y la del hombre sedentario.
Así, el científico norteamericano explicó cómo el cazador-recolector, obligado a auscultar
agudamente un entorno complejo y cambiante, despliega al máximo sus aptitudes sensoriales,
mientras que el campesino (y más aún el hombre urbano) reduce su percepción a los límites de
un escenario monótono y estable. Ligado a este empobrecimiento en el ámbito de los sentidos,
habría ocurrido una suerte de empobrecimiento en el ámbito psicológico: concretamente, el
reemplazo de unos esquemas mentales que admiten la diversidad por una postura en la cual toda
ambivalencia se convierte en una oposición de fuerzas mutuamente excluyentes. Serían, una vez
más, las vicisitudes del entorno las que habrían inducido al hombre nómada a aceptar la primera
de estas actitudes frente a la realidad. Y es que, en el ambiente silvestre que lo rodea, los
fenómenos tienen normalmente una multiplicidad de efectos: la irrupción de una tormenta,
verbigracia, trae algunas consecuencias favorables y otras adversas. Pero para el hombre que
trabaja la tierra, esa misma tormenta no podrá significar más que una desgracia en caso de que
sus cultivos se encuentren ya lo suficientemente regados, o una auténtica bendición si es que éstos
están padeciendo una sequía. En relación a este punto, Shepard se remitió a Mircea Eliade, quien
afirmó que la mitología de los pueblos cazadores-recolectores admite la dualidad y procura
conciliarla, mientras que la mitología de los pueblos agroganaderos tiende a reprimirla. Un mundo
de opuestos antagónicos, por cierto, es normal para los ojos del más tierno infante, que está
comprendiendo justamente su separación respecto del medio exterior. En la adolescencia, a su
turno, «una especie de bimodalidad en la cognición» es igualmente necesaria (Id.: 29, c. n.), ya
que el sujeto está forjando su consciencia moral, vale decir, el concepto de lo bueno y lo malo.
Pero la perpetuación de un modelo semejante en la edad adulta no puede menos que ser
problemática.
Otra influencia perjudicial de la vida sedentaria tendría que ver con la «significación del
lugar» (Id.: 28). La topografía que enmarca la vida de todo grupo humano es asimilada de tal
modo a su acerbo cultural que se convierte en un inevitable referencia para la definición de la
identidad de la comunidad y del individuo. Aun la noción de los límites del propio cuerpo está
condicionada por la representación que el sujeto tenga de su hábitat. El cazador-recolector, por
su parte, es integrante de una pequeña banda o tribu que recorre una vastísima área de confines
más bien difusos y permeables. El agricultor, en cambio, se circunscribe a un territorio mucho
más reducido, cuyas fronteras están explícitamente demarcadas, y del cual podría tener, incluso,
una aprehensión sinóptica. Es de esperar, pues, que el hombre que vive en tales circunstancias
termine por concebir a las personas y a los pueblos como entidades rígidas y exteriores las unas
a las otras, y que tienda a mirar con hostilidad a los forasteros.
El epicentro del terruño ocupado por las primeras sociedades agrícolas, por lo demás, solía
ser una llanura fértil rodeada por sierras, colinas o promontorios; llanura que fue prontamente
homologada con el fecundo vientre de una madre universal. Con esto, se consolidaba una de las
temáticas principales de la espiritualidad agraria: la adoración a la Madre Tierra. En esta
expresión religiosa, Shepard advirtió, nuevamente, rasgos que le parecieron enfermizos. Shepard
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destacó, en principio, que el individuo que se subordina a su madre por un período más extenso
que lo normal manifiesta síntomas de «resentimiento y represalias enmascaradas, actos de
violencia desplazados y un consecuente sentimiento de culpa» (Ibid.). Luego, se preguntó si una
vida entera sujeta a los ciclos de la tierra no habría afectado al granjero de un modo similar. En
verdad, la madre que cuida al niño durante su primerísima infancia tiene una notable coincidencia
con la madre cósmica que alimenta al campesino: ambas se muestran absolutamente
condescendientes en algunas circunstancias, mientras que otras oportunidades revelan una inex-
plicable reticencia. La tierra, en efecto, retribuye algunas siembras con un cuantiosa abundancia,
mientras que en otros casos paga las arduas faenas rurales con una magra o nula cosecha. Merced
al carácter omnipresente del que goza la Madre Tierra, esta infantil ambigüedad entre la
complacencia y la decepción se extendería tanto que acabaría por convertirse en un prisma a
través del cual apreciar la totalidad de las cosas(3).
La mencionada posibilidad de que el cultivo fracase, asimismo, sería causante de otra
tendencia involutiva en la psiquis del agricultor: a saber, una suerte de «obsesión trófica» (Id.:
32, c. n.). A diferencia del hombre nómada, que sólo se ocupa de conseguir el sustento de cada
día, el hombre sedentario está permanentemente preocupado por la amenaza de una futura y
repentina escasez.
Pero no es esta la única razón por la cual el campesino padecería dicha obsesión trófica:
aun cuando a él le sobren los víveres, el valor nutricional que pueda extraer de éstos será siempre
inferior al que le proveería el alimento silvestre. De esta manera, aunque el hombre sedentario
esté «superficialmente bien alimentado» (Ibid.), lo acucia en realidad una recurrente fijación en
la comida. Y «cualquier cosa que fije la atención del sujeto en la comida —concluyó Shepard—
puede ser asociado con una regresión ontogenética» (Ibid.), ya que implica la perdurabilidad de
ciertos comportamientos inmaduros tales como la «impaciencia por comer» (Ibid.), o, en términos
generales, la primacía de la oralidad y la analidad en el ámbito libidinal.
Hablar de una alimentación basada en la producción agropecuaria es hablar también de
una drástica reducción en la dieta. El homo sapiens, que aparentemente es omnívoro por na-
turaleza, está en condiciones de «comer por lo menos alguna parte de casi cualquier cosa» (Id.:
33). Cuando el hombre comenzó a producir su propio alimento, no obstante, su dieta pasó a estar
integrada por unas pocas decenas de ingredientes. ¿Cómo pudo acostumbrarse a semejante
limitación? Los prepúberes y los adolescentes —recordó Shepard— son particularmente re-
nuentes a probar nuevos sabores, de modo que ellos no habrían tenido problemas en adecuarse a
estas nuevas circunstancias. Y el contexto social, a su vez, habría hecho de este «defecto una
virtud» (Ibid.), fomentándolo en tal grado que el individuo, siquiera ya de adulto, habría de ape-
tecer la carne de los animales salvajes y los frutos de los bosques.
Pero la domesticación de animales, en particular, tuvo consecuencias que irían mucho más
allá de los hábitos alimentarios. El orden social urdido sobre relaciones clánicas y tribales estaba

(3) Es interesante comparar estas conjeturas de Shepard —que parecieran encontrar en la agricultura el
origen de la devoción a la Diosa Madre— con una de las ideas de Maliandi, según la cual dicho sim-
bolismo religioso sería preexistente. El filósofo sudamericano, ciertamente, manifestó que la maternal
sacralidad atribuida al suelo fértil «pudo haber incluso obstaculizado el desarrollo de la agricultura,
debido a que la labranza de la tierra equivaldría a inferir heridas a la madre universal» (Maliandi,
1984: 163). Las presuntas palabras de Smohalla —líder wanapum que se negaba a ser asimilado por
el sistema productivo estadounidense— parecen corroborar las suposiciones de Maliandi:
¡Me pides que are el suelo! ¿He de tomar un cuchillo para rasgar el seno de mi madre?
Entonces, cuando yo muera, ella no me recibirá en su seno para descansar. ¡Me pides que
excave en busca de piedras! ¿Excavaré bajo su piel para hacerme con sus huesos?
Entonces, cuando yo muera, no podré entrar en su cuerpo para nacer de nuevo. Me pides
que corte la hierba para hacer forraje y venderlo, y ser rico como los hombres blancos;
más, ¿como osaré cortar el cabello de mi madre? (Tate, 2010: §3).
¿Serán estas declaraciones sólo una excepción a la regla, o acaso el testimonio de que la Madre Tierra
gozaba ya de una gran importancia antes de la agricultura? No sabemos, desde luego, qué habría dicho
Shepard antes esta última posibilidad.
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cediendo ante una estructura piramidal, de castas, dentro de la cual las directivas que antes se
consensuaban comunalmente emanaban ahora de unas férreas cadenas de mando. Y los animales
de corral, por cierto, resultaban una valiosa herramienta para ilustrar esta estestratificación y
autoritarismo, ya que eran «incorporados al sistema social como miembros de su más bajo
escalafón» (Id.: 171, c. n.).
Durante incontables milenios, por otra parte, el ser humano había ejercitado una minuciosa
observación de la fauna circundante. El sujeto en formación, especialmente, encontraba en los
animales una especie de alter ego, una experiencia de la otredad sumamente enriquecedora para
la constitución de su propia identidad. A partir de la crianza de ganado (y de mascotas) este
ancestral interés por los animales no desapareció; pero los objetos que se presentaban ahora ante
la observación habían mermado lastimosamente. No eran ya las llamativas habilidades de los
semovientes silvestres lo que los niños y jóvenes podían introyectar ahora, sino el rutinario actuar
de «grasientas moles, maníacos viciosos e hipertrofiados peones» (Id.: 39).
Otra significación que se le atribuía (y aún se le atribuye) a los animales salvajes es la
proyección de ciertos aspectos “indómitos”, irracionales y “temibles” de la propia psiquis. El
individuo de las tribus cazadoras y recolectoras, en algún momento de su vida, se topa cara a cara
con esas fieras, y termina por comprender que no son seres todopoderosos, sino que tienen sus
limitaciones. De esta forma, logra también una conciliación con la faceta “oscura” de su propio
mundo interno. Pero para el individuo civilizado, ya no existe esa oportunidad de materializar un
encuentro con sus temores inconscientes, y estos permanecen allí, alimentando la inseguridad y
la inestabilidad.
Mencionemos, por último, la transformación que Shepard consideró como la más
devastadora de todas que trajera el neolítico: la proliferación de objetos artificiales. El escenario
esencialmente natural que envuelve la vida de las comunidades nómadas le brinda a la persona
un parámetro para definir saludablemente los límites de su propio ego. «Mi propio yo —afirmó
el pensador estadounidense— está en cierta manera elaborado por mí, al menos, en la medida en
que me parece tenerlo bajo mi control. Un medio ambiente silvestre, por el contrario, nos está
principalmente dado» (Id.: 34, c. n.), vale decir, excede nuestras posibilidades de controlarlo, y
nos ayuda, de este modo, a mantener una sana diferenciación entre el ámbito externo y el interno.
Esto significa que la integración del hombre preneolítico en la naturaleza no consiste en ninguna
comunión mística que disuelva los límites de la personalidad; se trata, más bien, de la
participación en un complejo sistema de relaciones en el que se impone una permanente nego-
ciación con una contrastante alteridad.
Muy distinta es la situación en las sociedades sedentarias. Allí, los elementos que
conforman el paisaje se muestran mayormente artificiales; son, en cierto sentido, pseudópodos
del hombre, «extensiones de (…) [su] sistema nervioso voluntario» (Id.: 35). En un entorno se-
mejante, el ego infantil, que no admite sus propias limitaciones y todo pretende abarcarlo, se
vanagloria, se fortalece y se perpetúa.
La abundancia de manufacturas inaugurada por el neolítico se asocia, además, con la
especialización en diversos oficios artesanales y con el ejercicio del comercio, hechos por cuya
repercusión —como ya hemos visto— también indagó Maliandi. Claro que Shepard no se inte-
resó por las consecuencias socioeconómicas de estos fenómenos, sino por los influjos que ellos
habrían tenido en la mente del individuo civilizado. Según su criterio, la importancia que se lo
otorgó a la producción y adquisición de bienes materiales habría trastocado el modo de concebir
la naturaleza, el hombre y la vida, siendo algunos de sus lamentables efectos los siguientes:
 que el mundo exterior se aprecie, más que nada, como fuente de una materia bruta a la
cual el hombre debe dar una forma adecuada, emulando lo que que un mítico Dios habría hecho en
un tiempo fundante y a una escala universal;
 que el individuo, la sociedad y todo organismo vivo puedan homologarse con los entes
artificiales, y ser comprendidos, así, como objetos fabricados en base a un substrato inerte;
 que el intercambio mercantil se constituya en el paradigma de las relaciones
interpersonales;
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 que la posesión de bienes preciados se erija en el patrón para juzgar el valor de las
personas.
El cuadro descripto hasta aquí corresponde, en todo caso, a la peor expresión posible de
la civilización agroganadera. Shepard admitió que, a lo largo y a lo ancho de la historia, se han
visto excepciones a la regla: granjeros para quienes el canto de las aves del bosque le es tan
familiar como el cacarear de la gallina, y que, luego de cumplir con sus menesteres diarios, pue-
den disfrutar de una plácida tarde de pesca. Esos sujetos tendrán seguramente una mayor apertura
ante la vida, y darán muestras de un temperamento beatífico y maduro.
Tan felices excepciones, sin embargo, no fueron posibles en las tierras donde hubieron de
brotar los gérmenes de la cultura occidental. El Levante mediterráneo y sus inmediaciones
euroasiáticas y norteafricanas, en efecto, poseen suelos de una reducida fertilidad; allí, la
aplicación de la agricultura intensiva y su consecuente incremento poblacionario condujeron a
una sobrecarga ambiental que desembocaba periódicamente en catástrofes naturales y conflictos
bélicos.
En la Mesopotamia y sus alrededores, estas condiciones dieron por resultado un singular
espectáculo: civilizaciones que florecían rápida y majestuosamente, para desmoronarse luego con
un ritmo aún más precipitado.
Pero hubo también allí un pueblo semipastoril y semicampesino, que observó esta
vorágine con una mezcla de «anhelo y desprecio» (Id.: 51) y extrajo de ello una conclusión: «las
grandes teocracias paganas (…) adoraban a los dioses equivocados» (Ibid.). El culto que se le
rindiese a las fuerzas del cosmos no conseguía armonizar la vida de la sociedad con los ciclos de
la tierra: toda presunta bendición de la naturaleza podía trocarse repentinamente en desastre. Así,
los hebreos forjaron la idea de una divinidad absolutamente trascendente, cuyos mensajes ya no
se revelaban en los fenómenos de la naturaleza.
Al menos tan pastoriles como los hebreos, por otra parte, habrían sido los dóricos, que
bajaron de las agrestes montañas balcánicas para dominar a los campesinos micénicos, y para ser
absorbidos, al mismo tiempo, por su estilo de vida sedentario. De este modo, la civilización
helénica también habría sido el resultado de una áspera dialéctica entre la agricultura y la
ganadería, y, como tal, se habría caracterizado por una secularización de la naturaleza tan con-
tundente como la que efectuara el judaísmo. Claro que, en el caso griego, esta desacralización no
se habría realizado en nombre de un Dios trascendente, sino más bien en favor de una exacerbada
racionalidad que socavaba cualquier tipo de conexión emocional con el cosmos, para convertir a
éste en el mero objeto de una aprehensión intelectual.
Heredero de la profecía semítica y a la vez de la lengua y el pensamiento griegos, el
cristianismo nació como un movimiento fuertemente antiecológico; más aun que el propio jud-
aísmo, por cuanto se alejaba de cualquier vinculación significativa con la Tierra Prometida.
Con todo, a medida que este nuevo monoteísmo avanzaba hacia el Noroeste, se topaba
con una naturaleza mucho más exuberante que sus áridos lugares natales, y con un inmemorial
substrato animista que se negaba a desaparecer. Estos poderosos influjos «forzaron a la austera
Iglesia a (…) incorporar celebraciones y rituales paganos [, y] a coquetear con los festivales de
los cereales y las estaciones» (Id.: 80).
Una versión más naturalista y telúrica del cristianismo, por ende, imperó durante un
milenio; pero sufrió, finalmente, el artero embate de los puritanos, quienes encontraron en la
ciudad moderna una inmaculada imagen, tan sugestiva de trascendencia como lo había sido el
desierto para los profetas de la Torá(4). Los puritanos le devolvieron a su credo toda su abstracción,
y pusieron especial esmero en negar diversos aspectos de la anatomía y la fisiología humanas.
Uno o dos siglos más tarde —y también con la urbe como epicentro— la industrialización produjo
el deterioro final en la relación del hombre con su medio ecológico: desplazó las analogías

(4) La explícita atención que le prestase Shepard a los puritanos —carentes de mayor relevancia en relación
a nuestra condición latinoamericana— se explica, desde luego, por el peso que ellos ejercieron en la
constitución de la identidad cultural estadounidense.
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orgánicas con las que hasta entonces se comprendían los fenómenos naturales y sociales, e instaló
en su lugar unas categorías descarnadamente mecanicistas.
No hemos de reconstruir en detalle las reflexiones que hiciera Shepard en torno a cada una
de estas coyunturas históricas, puesto que ello nos llevaría más allá de los límites previstos para
el presente trabajo. Lo importante es recordar que, para el autor estadounidense, hay una mutua
retroalimentación entre los procesos ontogenéticos del individuo y la interacción de éste con su
hábitat natural. Durante las dos primeras décadas de nuestra vida, pues, cada uno de los grandes
hitos de nuestra evolución biopsíquica nos impulsa hacia una simbiosis más compleja y profunda
con el contexto ecológico, lo cual estimula, a su vez, a un nuevo avance en el plano autónomo, y
así sucesivamente. Si, por razones culturales, este proceso dialógico se ve obstaculizado, la
consecuencia será doble: un carácter patológico e inmaduro en el sujeto y una estructura
socioeconómica ecológicamente insostenible.
Explicadas las cosas de este modo, cabría indagar, finalmente, por alguna posible solución.
La respuesta de Shepard —que nunca tuvo reparo en dar la voz de alarma— sería en esta
oportunidad curiosamente optimista. «Puede ser que el problema —aventuró Shepard— sea más
difícil de entender que de solucionar» (Id.: 129). Acaso no nos haga falta pensar, según él, en
«nuevas revoluciones religiosas, tecnológicas, ideológicas, estéticas o filosóficas» (Ibid.), sino
permitir, sencillamente, que los niños y los jóvenes puedan experimentar libremente su cre-
cimiento. En lo profundo del ser humano se hallaría, pues, un núcleo incólume atesorando toda
la sabiduría ecológica que necesitamos. En la medida en que permitiésemos el desenvolvimiento
de este potencial, «los hábitos civilizados incongruentes con la maduración del ser humano se
marchitarían por sí mismos» (Ibid.). Entonces, ya no nos ocuparíamos en elaborar una doctrina
que aprehendiese «toda (…) [la] sutileza metafísica» implicada en el diálogo del hombre con la
tierra, sino que, como consecuencia del mero vivir, brotaría una «metafísica sanadora» (Id.: 130,
c. n.).

4. - Epilegómenos
I. Repensado la conexión persona/planeta
Apelando a la idea de que cualquier comprensión auténtica presupone la teleología, y de que en
la naturaleza los objetos carecen de finalidad, Maliandi afirmó que «toda pretendida comprensión
de la naturaleza es apócrifa» (1984: 124). De algún modo, el fenómeno de la compresión se
fundamenta siempre sobre la técnica, ya que es ésta la primera que otorga a los objetos una fina-
lidad. Si pretendemos comprender la naturaleza, en cambio, sólo conseguiremos extrapolar a ella
nuestra concepción instrumental de las cosas. Así, en lugar de «la visión pura y simple» de un
árbol, encontraremos «sólo la madera para construir la casa», a la vez que el sol será para nosotros
«nada más que la fuente de energía que servirá para mover las máquinas cuando se termine el
petróleo» (Id.: 123).
Al atribuirle a la naturaleza esta imposibilidad de ser comprendida, Maliandi la distanció
una vez más del espíritu humano, el cual sólo reconocería como genuinamente suyo un entorno
artificial. Esto es es conforme a otra idea del filósofo, ya expuesta, según la cual la única
revolución capaz de evitar la última debacle planetaria debería situarse en pleno ámbito de la
cultura, y no ya a caballo entre ésta y la naturaleza, como lo estuvieron las revoluciones paleolítica
y neolítica. Y es que el ambiente artificial que la técnica procura al hombre es para éste, al fin y
al cabo, «lo que el agua es para el pez» (Id.: 124).
Por nuestra parte, no vemos la necesidad de que las relaciones entre la naturaleza y la
subjetividad del hombre deban considerarse clausuradas en algún sentido importante. Y no
porque pretendamos que los entes naturales existan para satisfacer nuestras intenciones prácticas.
Creemos que es, antes bien, a nivel de nuestras más sublimes capacidades imaginativas,
emocionales e intelectuales —o en términos de Maliandi, los valores humanizantes— en donde
debe enfatizarse la conexión entre nuestra condición de persona y el orden ecológico.
«Conexión persona/planeta» es, justamente, una expresión que acuñase el estadounidense
Theodore Roszak (1985: 69), pensador en cuyo legado advertimos la más valiosa ayuda para
12
definir nuestro punto de vista. También preocupado por la posible inminencia de una catástrofe
planetaria, este ensayista e historiador de las ideas no habló de humanizar la técnica, como dijera
Maliandi, pero sí de algo que es bastante equivalente: de la necesidad de reducir el «tamaño de
las estructuras industriales, las organizaciones políticas de masas, las instituciones públicas, los
establecimientos militares y las burocracias», habidas cuentas de que «el insensible colosalismo
de estos sistemas (…) hace peligrar los derechos de la persona y los derechos del planeta» (Id.:
63).
Si la tecnocrática civilización contemporánea resulta tan dañina para la biósfera como
opresiva para la vida anímica del hombre, Roszak se atrevió a ver esa coincidencia como un hecho
nada casual. Acaso el impulso de reaccionar contra las gigantescas imposiciones de una
exagerada industrialización y de pugnar por unos sistemas más modestos y benignos —intuyó el
autor norteamericano— sea un recurso defensivo «que utiliza la Tierra para defenderse de
nuestras depredaciones»: «al tratar de salvar nuestra condición de personas, afirmamos la escala
humana. Al afirmar la escala humana, subvertimos el régimen del colosalismo, y al hacer esto
salvamos el planeta» (Id.: 69).
Las siguientes palabras, en suma, nos parecen la más apreciable síntesis que Roszak
pudiera brindarnos en torno al sentido y el alcance de la conexión persona/planeta:
Separamos el “adentro” del “afuera” y luego denigramos lo subjetivo, insistiendo en que
es absolutamente una fantasía de nuestra propia invención arbitraria (…). Y así insistimos
en que mitos, visiones, rituales (…) tienen “sólo” un significado personal. Pero ¿y si en el
significado personal es precisamente donde encontramos el mensaje del planeta? (…).
Lo que sabemos “dentro” de nosotros es, en última instancia, lo que nos permitimos saber
de la naturaleza de “afuera”, pues la naturaleza también es nosotros. Es todo lo que ha
entrado a formar parte de nuestra identidad física, mental y moral (…). Formamos parte
íntima del modelo que intentamos comprender cuando investigamos el mundo. Cuando
“retrocedemos” para obtener una perspectiva objetiva, la naturaleza retrocede con
nosotros, y continúa ahí, el que ve tanto como lo visto. La telaraña del universo hila su
camino a través de nuestro arte, sueño e intelecto. Esto es lo que significa tener un sentido
“orgánico” del mundo, en vez de como ordenadores importados de un universo extraño y
destinados simplemente a medir y clasificar su comportamiento (Id.: 81).
Ahora bien: sería iluso pretender que la sola apología de estas ideas —por necesaria que
sea— pudiera redundar en una mejora material y significativa de la actual crisis ecológica. Es
entonces cuando ponderamos el potencial que encierran las reflexiones de Shepard. Para la
conexión persona/planeta que Roszak describiera en términos espirituales, el biólogo nos ayu-
daría a buscar acaso su más fáctico y basal correlato. Shepard procuró, en efecto, develar cómo
nuestra vida anímica se habría configurado a partir de un complejísimo y sutil diálogo entre
nuestra entidad biopsíquica y el entorno natural al que ella pertenece. Así, nuestra extraordinaria
capacidad creativa entroncaría ineludiblemente con la «opulencia planetaria» que hemos apre-
ciado durante nuestra larga vida como especie; la reducción de esta opulencia, «por extensión,
sería una amputación del hombre» (Shepard, 1969: 8). De igual modo, Shepard no se conformó
con hallar en la historia del pensamiento los testimonios del desapego por la naturaleza; indagó,
en cambio, por el proceso concreto a través del cual el desfase respecto de los ritmos de la tierra
—por así decir— se habría hecho carne en el sujeto moderno. Por todo esto, creemos que sus
escritos merecen un sitio de privilegio entre todos los que se han consagrado a la cuestión eco-
lógica, y que marcan, cuanto menos, un camino a seguir.
Pero si nos resulta acertado el enfoque general que adoptó Shepard, esto no quiere decir
que extendamos esta valoración positiva a la totalidad de su criterio procedimental, ni a la
totalidad de los contenidos que expusiera.
Consciente de la vastedad que pretendía abarcar, de hecho, el propio Shepard previno al
lector acerca de los posibles errores en que podría incurrir su libro, que «es el de un amateur y se
basa sobre la conjetura informada» (1998: xxii, c. n.). Por nuestra parte, no podemos dejar de
manifestar algunas objeciones o inquietudes allí donde vemos conclusiones apresuradas o
enunciados inexactos.
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Respecto de muchas virtudes que atribuyó al carácter del sujeto preneolítico, verbigracia,
Shepard no presentó más que algunos vagos testimonios. Así ocurre, con la actitud benigna ante
los extranjeros, que sería inherente a la mentalidad de los nómadas arcaicos. Para argumentar le
existencia de dicha actitud, el científico no hizo más que remitir a «los jefes Seatle y Smallahala(5),
que vieron a los invasores blancos como descaminados, pero aun así como humanos» (Id.: 44).
Tampoco nos cuesta advertir que, cuando se limitó a decir que la crisis ecológica quizás
«sea más difícil de entender que de solucionar» (Id.: 129), Shepard soslayó los grandes obstáculos
con los que nos encontraríamos a la hora de establecer (o restablecer) un estilo de vida más acorde
a nuestra constitución pleistocénica. No hemos de concluir estas páginas sin añadir algunos otros
comentarios sobre este punto.
En cuanto a las polémicas opiniones de Shepard acerca de los credos abrahámicos y del
pensamiento griego, ellas darían lugar también a interesantes debates, pero su consideración —
como ya señalamos— nos desviaría del eje principal fijado para esta ocasión.
II. Temporalidad y transformación
Al comienzo de este escrito, vimos cómo Maliandi presentó el aspecto diacrónico de la conflic-
tividad como una de los modelos básicos de ésta. Las páginas subsiguientes, a su vez, dieron un
elocuente testimonio de que este marco teórico se convirtió, en manos del filósofo, en una fecunda
herramienta de análisis y exposición. En un campo en el que entroncan lo antropológico y lo
ambiental, pues, las investigaciones de Maliandi apelaron a la diacronicidad y a los conflictos
que en ella y por ella existen: conflicto entre la inespecialización orgánica del género Homo y las
inclemencias que le impusieran los ciclos glaciares de la Tierra; conflicto entre la hominización
y la humanización suscitado por la propia historia de las transformaciones biológicas y la
invención de artificios; conflicto entre nuestra perentoria necesidad de entablar una relación más
equilibrada con la biósfera y el desmesurado imperio de la tecnología que nos amenaza con la
extinción.
Shepard, en cambio, no desarrolló ninguna teoría explícita del conflicto ni de la tem-
poralidad. Sin embargo, no tendríamos inconvenientes para encuadrar sus ideas dentro de análo-
gas categorías. La problemática que describiera el biólogo estadounidense, en efecto, podría re-
sumirse como el conflicto entre nuestro substrato preneolítico, milenariamente adaptado a los
sosegados ciclos de la naturaleza, y los esquemas propios de la vida civilizada, que aparecieron
abruptamente en el último capítulo de nuestra vida como especie.
La oposición entre una alteridad diacrónica entendida en términos lineales y disruptivos y
otra alteridad diacrónica entendida en términos cíclicos y espiralados, por lo demás, se patentiza
también cuando contrastamos las expectativas de Maliandi y de Shepard respecto de evitar una
última debacle planetaria. Convencido de que el entorno artificial reforzado a partir del neolítico
constituye nuestro auténtico medio ambiente, aquel sólo pudo depositar su confianza en un hito
capaz de transformar esencialmente el modo de manipular este universo cultural. Se trataría,
entonces, de una auténtica revolución, con todos los elementos de ruptura e imprevisibilidad que
las revoluciones conllevan. Shepard, por el contrario, se mantuvo fiel a la idea de que nuestra
impronta paleolítica tendrá siempre una irrevocable primacía. Por consiguiente, pregonó la
recuperación de un modo de vida que no coartase la maduración y el desarrollo dictados por
nuestra herencia de cazadores-recolectores. Si bien esto no apunta obligatoriamente al total
abandono de los avances tecnológicos, comprendemos que su sentido principal es, de una forma
u otra, el del retorno.
Esto último nos induce a pensar, a propósito, en cuál sería la fisonomía que —en caso de
materializarse— tomaría cada una de las mencionadas expectativas. Por aludir justamente a un
quiebre de «los moldes habituales en la actitud del hombre ante la realidad» (1984: 173), Maliandi
se vio impedido de realizar mayores predicciones. Más contenido empírico hallamos, en cambio,

(5) No tenemos noticia de este nombre, que se reitera idéntico en el índice analítico de la obra de Shepard
(Id.: 178). Seguramente se trate de un error por Smohalla, líder wanapum a quien, casualmente, nos
hemos referido supra [página 11, nota al pie].
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en la expectativa de Shepard, aunque la manera específica en que pudiera reorganizarse la
sociedad quedaría aún por decidir. La idea de que la ingente población que habita nuestro mundo
actual emulase sin más a las tribus preneolíticas pareciera ipso facto descartable. Un paradigma
más plausible, en todo caso, lo encontraríamos en aquellos granjeros que habrían sabido disfrutar
de la riqueza natural de su bioma y cumplir a la vez con las exigencias de su trabajo sedentario.
Pero incluso esta venturosa conjugación (presente —según Shepard— «en la Illinois del siglo
XIX, en la Flandes del siglo XVI, en los minifundios de los antiguos cultivadores de trigo celtas y
en los primeros habitantes de Jericó» [1998: 45]) no sería fácil de implementar en los grandes
espacios tecnificados del siglo XXI. Estas son, de todos modos, las alternativas que podrían
desprenderse de Naturaleza y locura, que aquí hemos tomado como referencia principal del
pensamiento de Shepard. Anteriormente a la publicación de dicha obra, su autor había proyectado
ya las características principales que debería tener el establecimiento de una nueva y global
cultura cinegética (Devall et Sessions, 1985: 173 y s.). Tras una gradual reducción de la natalidad,
el remanente de la población humana sería redistribuido en focos urbanos dispuestos en el área
costera de cada isla y continente, permitiendo así que las zonas mediterráneas retornasen a la
condición silvestre. A lo largo de su vida, y en sintonía con las necesidades de cada instancia de
su maduración y desarrollo, el individuo alternaría períodos de estadía en los pueblos costeros
con excursiones de caza y recolección en el seno de las tierras silvestres. Una sofisticada
ingeniería alimenticia complementaría tan modesta provisión de víveres en un mundo en el cual
los grandes sembradíos y rebaños habrían sido abandonados.
La postulación de esta sociedad tecnocinegética no hace más que destacar algo que, de
cualquier manera, estaría implícito en el pensamiento de Shepard; vale decir, aquello que Arturo
Roig y Estela Fernandez Nadal concibieran como «función utópica»; vale decir, la intelección de
una instancia no concretizada en virtud de la cual podemos advertir las falencias del presente y
apuntar hacia «una transformación liberadora del mundo» (Cat. de Pens. Arg. y Lat., 2007: 1, c.
n.). Dos de las modalidades de esta función utópica son las que Shepard dejó traslucir más
nítidamente: «la modalidad crítico-reguladora (…) [, que] remite a la negación de lo instituido y
a la exigencia de su transformación», y «la modalidad constitutiva de la subjetividad» (Ibid.),
subjetividad que sería, en este caso, antigua y nueva al mismo tiempo. También Maliandi apeló,
a su manera, a la constitución de una nueva subjetividad, cuando conjeturó que la tercera y
próxima gran revolución cultural acaso nos traería, como excedente, el «imprescindible cambio
de mentalidad» (1984: 173). Claro que, en caso de ocurrir este disruptivo suceso, sus detonantes
serían prácticamente ajenos a nuestra voluntad. Pero ni la confianza en este singular advenimiento
histórico ni ninguna otra previsión del futuro, por optimista o pesimista que fuese, podría
dispensar del deber ético de pugnar por una transformación favorable.

Bibliografía

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