Está en la página 1de 124

1

EL FUTURO NO ES NUESTRO
Diego Trelles Paz

La novedad y el presente. El instante literario capturado como en un encuadre fotográfico


para dar cuenta de la violencia del cambio. La posible trascendencia, el posible porvenir, y al
medio de esta maquinaria azarosa, el antólogo que actúa como demiurgo mientras, tomando
prestada la frase del crítico uruguayo Ángel Rama (1926-1983), se pregunta en secreto:
“¿Quién de todos se quedará en la historia?”1

La interrogante de Rama no es indiscreta ni peca de impertinente para desentrañar las leyes y


motivaciones del género de las antologías generacionales. De hecho es bastante certera para
ilustrar la secreta aspiración del que compila: sus criterios de valor, la forma en que
jerarquiza y deslinda, agrupa y rechaza, buscan dar cuenta del estado actual de la literatura
con la mira siempre puesta en un futuro anunciado y prefigurado por él mismo. De esta
manera, si alguno de sus nominados perdura aún en vida en el imaginario colectivo o si
trasciende con sus obras la barrera física de la existencia, el triunfo será siempre compartido,
entre el escritor popular y aquel que lo descubre, lo forja, lo interpreta, lo presenta.

En la historia narrativa de América Latina, no son pocas las selecciones de cuentos que han
buscado ilustrar la actualidad (histórica, política, social, económica, tecnológica, etc.) a través
de los más diversos ejes temáticos; sin embargo, este número decrece de manera ostensible
cuando lo anhelado es la articulación de un corpus regional de autores contemporáneos y
representativos de un momento histórico dado. Una de las más citadas y leídas, Del cuento
hispanoamericano. Antología crítico-histórica (1964) del crítico estadounidense Seymour
Menton (1927), ofrece una vista panorámica, bastante efectiva para el estudiante
universitario, del devenir del cuento en la América Hispana. La antología de Menton cumple
con la función divulgadora de estos proyectos, siempre bajo una consigna más académica, y
ordena a los autores de diferentes países a partir de los distintos movimientos literarios a los
que fueron suscritos por el canon crítico. En su texto, el autor concibe una radiografía de la
evolución formal y temática del relato en nuestros países y, como señala Julio Ortega (1942),
hace “del cuento una suma nacional, y a veces incluso regional”. 2 De esta manera, pues, su
interés o foco de acción no se articula en torno al presente como ruptura de algo previo, sino
en base a aquello que hay de continuo y coincidente en todo este proceso histórico.

No es éste el caso de Onda y escritura, jóvenes de 20 a 33 (1971) de Margo Glantz (1930) que,
aunque sólo está centrada en el escenario mexicano, a partir de un famoso relato (“¿Cuál es la
onda?”) de José Agustín (1944), nombra y define un movimiento literario de vanguardia (‘La
Onda’) del cual sus presuntos integrantes se desentenderán hasta el presente, como lo
atestiguan las palabras del propio Agustín publicadas en su artículo “La Onda que nunca
existió” (2004):

No se trataba de un movimiento literario articulado y coordinado como los estridentistas,


surrealistas, existencialistas, beats o nadaístas. Ni siquiera éramos un grupo sin grupo como
los Contemporáneos, pues [Gustavo] Sainz y Parménides [García Saldaña] nunca fueron
amigos y se trataron muy poco. Nunca nos reunimos a elaborar un manifiesto de “La Onda” ni
disparamos nuestros cánones. Ni remotamente nos apuntamos como modelos a seguir y

2
hacíamos libros por el gusto de escribirlos. Compartíamos, eso sí, un espíritu generacional por
lo cual los primeros lectores entusiastas fueron jóvenes de nuestra edad que se sintieron
expresados en nuestros libros.3

Si hay algo que Glantz delimita con mucho éxito es su marco temporal. Es decir, el
emparejamiento de estos noveles autores -y, por extensión, el del público lector al que estaba
dirigido primariamente el texto- sobre un rango manejable de edad que abarca trece años (de
20 a 33) y no deja mayores dudas en torno a la juventud de los participantes (cuando se
publica, Agustín y García Saldaña tienen 27 años y Sainz tiene 31).

Definir un espacio de tiempo señalando los límites de lo que para un antólogo es novedoso
y/o joven en términos literarios, lleva siempre consigo la debilidad de lo arbitrario y es por
esa razón que en la mayoría de las antologías posteriores a la de Glantz suceden dos cosas: 1)
se emplean con extremo cuidado términos como “generación”, “nuevo” y “juventud”, y 2) se
tiende a establecer fechas divisorias que nunca consiguen respetarse del todo. Hago aquí
referencia a este valioso antecedente para señalar uno de mis principales objetivos en la
elaboración de esta selección: la necesidad medular de establecer un rango cronológico, no
tanto porque descrea de la validez de esas objeciones en torno a la relatividad de conceptos
como ‘lo nuevo’ y ‘lo joven’, sino porque entiendo que es preferible asumir esa limitación
metodológica en el intento de plasmar algo que, por naturaleza, en un mundo ya radicalmente
modificado en sus hábitos y valores por la tecnología y marcado por el fin de las utopías de
transformación política y social, se percibe como escurridizo y fugaz.

Hablo, pues, de la forma de afrontar el acto de la escritura -eso que en la cita previa Agustín
llama “espíritu generacional”- de un grupo de escritores de América Latina nacidos justo
después del mayo parisino del 68 y de la matanza estudiantil de Tlatelolco; educados por sus
padres en el marco de dictaduras militares en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, República
Domini-cana, El Salvador, Ecuador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú
y Uruguay; adolescentes y jóvenes que fueron/son testigos de la caída del muro de Berlín, la
matanza de la plaza de Tiananmen, la matanza de Srebrenica, la caída de la Perestroika y la
disgregación de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría, la subversión armada y la represión
militar sudamericana, la aparición del Internet, el suicidio de Kurt Cobain, el asesinato
metódico y prolongado de mujeres en Ciudad Juárez, el auge de la música electrónica, la caída
de las Torres Gemelas en New York, los atentados terroristas en España y el Reino Unido, el
enfrentamiento palestino-israelí, la cárcel de Guantánamo, el genocidio en Darfur y, entre
muchos otros conflictos armados, las invasiones de la Unión Soviética a Afganistán, y de
Estados Unidos -junto a una coalición internacional de países- a Irak.

La determinación del rango de edad, que en esta antología incluye a escritores éditos nacidos
entre 1970 y 1980,4 se basó en dos premisas que intentaré explicar a lo largo de este prólogo.
La primera es la posibilidad de diferenciar a esta promoción de autores de aquella reunida en
las antologías McOndo (1996), Líneas aéreas (1997), y Se habla español (2000) y cuyos
testimonios, leídos en las jornadas literarias de Sevilla, aparecieron en el libro Palabra de
América (2003): 5un conjunto estupendo de escritores latinoamericanos que nace en su
mayoría en la década del sesenta y que, definitivamente, eran jóvenes cuando estas
compilaciones salieron a la luz.

La segunda premisa está asociada al título de este volumen, denominación de la cual soy único
responsable y que, al igual que el contenido de este texto inicial, no representa necesaria-

3
mente la opinión de los autores seleccionados. El futuro no es nuestro surge, en primer lugar,
como respuesta a una serie de malentendidos asociados con la idea demagógica, pregonada y
repetida cual eslogan hasta el hartazgo, de que el futuro les pertenece a los más jóvenes.
Aquella cantata mal disfrazada de sincera esperanza, suele encubrir y aspira a justificar un
presente desolador: catastrófico en términos de equidad y justicia social, siniestro en materia
de respeto a los derechos humanos, apocalíptico para la salud ecológica del planeta, cínico con
los menos favorecidos por el fundamentalismo neoliberal del mercado.

En una segunda acepción, El futuro no es nuestro se plantea como una respuesta anticipada a
la pregunta sobre el porvenir literario que se convierte en asunto insoslayable llegado el
momento de los recuentos y los relevos. En la breve e intensa historia de las antologías
generacionales en Latinoamérica, la interrogante sobre el futuro ha prevalecido como
columna vertebral del género. La inquietud sobre la trascendencia o perduración autoral
estaba ya presente en Novísimos narradores en Marcha (1981), selección precursora de Ángel
Rama, y, de la misma forma, la postulación de un porvenir anticipado desde el presente y su
posterior descubrimiento en las nuevas sensibilidades de fin de milenio, son la base de los dos
proyectos antológicos de Julio Ortega: El muro y la intemperie. El nuevo cuento latino-
americano (1989), y Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI: Las horas y las
hordas (1997), respectivamente.

Al respecto, resulta interesante señalar la manera como Ortega introduce al público lector el
segundo de sus textos:

Esta antología parte de una convicción: el futuro ya está aquí, y se adelanta y se precipita en
algunos textos recientes que abren los escenarios donde empezamos a leer lo que seremos. No
se trata del mero futurismo tecnológico, que es un cálculo de posibilidades, sino de una
sensibilidad de fin de siglo que da cuenta de las nuevas subjetividades, inquietas de
futuridad.6

La propuesta de Ortega mira con optimismo la proyección de este futuro verbalizado, a tres
años del cambio de milenio, por relatos que

…vienen de las crisis de representación nacional y se mueven hacia el espacio intermediador


de lo que se llama hoy en día ‘la nueva internacionalidad’, es decir, la noción de un mundo más
diverso y más internacional, requerido de redes solidarias capaces de resistir las nuevas
hegemonías.7

Aunque la propuesta del crítico era generosa para observar la aparición de este nuevo espacio
de creación, multigenérico y multinacional, lo que trajo el futuro inmediato se mostró menos
holgado de lo previsto. Ya en 1996, con la salida de McOndo, una antología compilada y
prologada por los escritores chilenos Alberto Fuguet (1964) y Sergio Gómez (1962), con un
saludable ánimo provocador y una selección acertada de relatos, aunque limitada por una
propuesta teórica poco sólida y algo tartamuda para darle voz al verdadero cambio temático,
formal y lingüístico que estaba experimentando la literatura latinoamericana en la década del
noventa, esa ‘inquietud de futuridad’ de la que habla Ortega aparece casi exclusivamente
ligada a la figura totémica de Estados Unidos como espejo cóncavo ante el cual el escritor
latinoamericano del siglo XXI tendría que reflejarse.

4
Lo que Fuguet y Gómez denominaron el país ‘McOndo’ fue una respuesta enérgica más que al
Macondo literario de Gabriel García Márquez (1927), a la estela de epígonos del escritor
colombiano que hasta el presente venden una versión bastarda del realismo mágico en la que
se combinan para llevar magia, folklore y cocina milagrosa. Aunque la idea principal del
proyecto no dejaba de ser interesante, e incluso se mostró valiente para superar lo que
Eduardo Becerra llama “el anquilosamiento existente de determinado pasaje latinoamericano
que la propia narrativa ayudó a forjar tiempo atrás”, su planteo trastabilla y termina
desplomándose porque “responde a la homogeneización macondiana con una imagen
igualmente uniforme de una América Latina de fisonomía demasiado próxima a la de
cualquier ciudad estadounidense”.8

De esta manera, lo que pudo ser una apuesta genuina de renovación estilística y temática, una
reflexión aguda sobre las nuevas formas de contar y plasmar las contradicciones que iba
generando la modernidad agresiva en el continente, termina convertida en un simulacro
inofensivo de lo que precisamente Fuguet y Gómez buscaban criticar: si en el peor realismo
mágico América Latina queda reducida al exotismo-a-pedido del consumidor foráneo y de los
departamentos de español estadounidenses y europeos, en ‘McOndo’ esta figura deformada
con varita mágica es reemplazada por la excluyente realidad latinoamericana del lounge y
del mall:

Si hace unos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el lápiz o la carabina,
ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir entre Windows 95 o Macintosh. […]
En McOndo hay McDonald’s, computadores Macy condominios, amén de hoteles de cinco
estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos. […] De paso, digamos que
McOndo es MTV Latina, pero en papel y letras de molde.9

La llegada de Se habla español (2000), antología en la que Fuguet repite el plato acompañado
esta vez del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán (1967), supone la consolidación de
muchos de los escritores que ya habían aparecido tanto en McOndo como en Líneas
aéreas.10 La selección de Fuguet y Paz Soldán deja en claro desde el principio su carácter
temático -el objetivo es elaborar “una antología sobre los Estados Unidos, sí, pero [escrita] en
español”-,11 y exhibe una idea bastante específica de lo que sus autores buscan (de)mostrar en
ella:

La idea de la antología era plasmar la colonia (el perfume, digamos) de los tiempos. Escribir
cuentos, o textos, que, de una u otra manera, captaran el zeitgeist actual. Sign o’ the Times, en
palabras de Prince. Una colección que oliera a French fries, buttered popcorn and Sloppy Joes
pero también a burritos, productos Goya, smoothies de mango-guayaba y Häagen-Dazs de
dulce de leche.12

Aunque Se habla español se desentiende radicalmente de la crítica al realismo mágico que


había sido tomada como un ataque personal a García Márquez gracias a cierta ambivalencia
en el prólogo McOndiando y a mucha animadversión periodística y académica, resulta difícil
no ver en esta selección una continuación del primer proyecto antológico de Fuguet. “Estados
Unidos –let’s face it– está en todas partes”13 anuncia un texto que utiliza, de una manera muy
forzada, el español y el inglés para profundizar en la relación ineludible entre “America (ya
saben qué América)” y el “latinoamericano perdido/atrapado/seducido”14 por ella.

5
Con todos sus aciertos y defectos es, sin embargo, necesario recalcar y saludar aquí un hecho
incuestionable: tanto McOndo como Líneas aéreas y Se habla español consiguieron darle forma
a una generación de escritores latinoamericanos (y españoles) que, con una mirada propia
aunque con distinta fortuna, consiguió escribir y describir un mundo literario ya alejado de las
fronteras limitantes de lo nacional, y cuyo acercamiento fructífero hacia otros soportes y
géneros artísticos, abrió el espectro de la ficción para todos los que, atentos y expectantes,
veníamos detrás. Frente a ellos, El futuro no es nuestro se anuncia, aquí y ahora, con el bisturí
entre los dedos y la alegre certeza de que en la literatura, como en todo arte, sin rupturas no
hay relevos.

Y, ciertamente, nuestra mayor paradoja como grupo es que la ruptura, ante todo, es interna.
Algo de esta disgregación germinal, de este aislamiento forzado, de este desencanto algo
cínico que principia en la propia puerta ha sido descrito por el narrador Tryno Maldonado
(1977), en su prólogo a Grandes hits. Nueva generación de narradores mexicanos, con estas
palabras:

Los autores de esta antología [pertenecen a] […] una generación llena de desencanto, que se
pertrecha en el cinismo y en la indiferencia para evitar volver a ser defraudada, que ya no cree
en nada porque toda su vida ha transcurrido en el engaño. Una generación a quien su país ha
criado a base de grandes dosis de promesas incumplidas, una mayor que la otra, como una
broma que no tiene fin.15

Si bien en muchos de los relatos de esta muestra es reconocible ese aparente carácter
apolítico y una convicción algo nihilista con la que afrontamos individualmente el desencanto
al que se refiere Maldonado, hay una certeza formal y temática que nos reúne y nos identifica
incluso más allá de nuestras voluntades y reticencias: la superación de la llamada novela total,
es decir, la muerte de esa concepción general, tan arraigada entre los escritores
latinoamericanos del boom, de la novela como un género comprometido en explicar una época
en su totalidad, y abarcar y ser fiel a la historia tragicómica de nuestros países.

No se habla aquí, desde luego, de una renuncia al pasado histórico como tema literario. En
absoluto. Lo que ha cambiado es la forma y, ante todo, esa aspiración fundacional del narrador
por legitimar, o deformar, un origen que, en nosotros, ya no existe. Ni las raíces ni las
tradiciones, menos aún conceptos tan desfasados como la nacionalidad o la patria, limitan
ahora nuestro pacto incondicional con la ficción. De la misma manera, ya no resulta
descabellado o poco serio abordar estos mismos temas históricos (de próceres y dictadores,
conflictos armados y revoluciones), con géneros antes menospreciados por su carácter
formulaico y su arraigo popular, como el policial o la ciencia ficción. Quienes les abrieron la
puerta con talento y desenfado, con carácter y un profundo amor por la literatura (sin
mayúsculas), tienen nombre propio y son, casi por unanimidad entre los que integramos esta
antología, autores de referencia. Menciono aquí, entre muchos otros que se me quedan en el
tintero, a cinco escritores: Augusto Monterroso (1921-2003), Jorge Ibargüengoitia (1928-
1983), Manuel Puig (1932-1990), Ricardo Piglia (1940) y Roberto Bolaño (1953-2003), y a
dos escritoras: Clarice Lispector (1920-1977) y Diamela Eltit (1949).

Finalmente, una de las preocupaciones fundamentales de esta promoción formada por


muchos internautas que utilizan el soporte electrónico -los blogs, las páginas personales, las
redes de contacto, las presentaciones virtuales, los canales de señal abierta, el correo
electrónico, etc.- para combatir el aislamiento editorial interno en el que está sumido la región

6
(la imposibilidad que tiene un ecuatoriano o un uruguayo para leer en un libro impreso a un
paraguayo o a un guatemalteco), es recuperar ese intercambio activo con el lector que le
otorga a la literatura su único fuego pertinente.

Ahora que el mundo observa impávido la reducción compulsiva de la lectura. Ahora que la
letra escrita pierde espacio y se extiende el culto apocalíptico y falso de la muerte de la
imprenta. Ahora que las editoriales, los agentes y los escritores se ven en la necesidad de
adaptarse con medias sonrisas a la lógica pragmática del mercado (habría que preguntarle al
gran Cormac McCarthy (1933) -ídolo de muchos de nosotros- qué es lo que realmente piensa
de Oprah Winfrey). Ahora, finalmente, que “el mayor peligro para la novela no es el culto de
las imágenes (que obliga en demasiados sitios a sólo considerar novela a la telenovela), ni el
desdén tecnológico por la letra escrita, ni siquiera la incomunicación cultural entre los países
latinoamericanos, sino la catástrofe educativa, robustecida por el desplome de las economías
y el desprecio neoliberal por las humanidades”,16 como señala Carlos Monsiváis (1938), El
futuro no es nuestro aspira a volver sobre los pasos iniciales del diálogo productivo, de la
alianza germinal, del pacto maravilloso entre escritor y lector que forjaron la madurez y la
modernidad en el proceso creativo como un asunto abierto, interactivo, y recíproco.

Queremos que nos lean, sí, pero sin los incentivos ni condicionamientos extra literarios
impuestos por los intereses del mercado que estigmatizan y simplifican nuestras propias
diferencias. Queremos que nos lean, cierto, pero sin permitir que pongan sobre nuestros
hombros ese pasado literario estupendo y, sin duda, formativo, de los escritores del boom,
nuestros queridísimos monstruos del aprendizaje. No esperamos, finalmente, su benevolencia
o delicadeza sino la complicidad y el interés sincero a la hora del viaje, placentero o
pesadillesco, de vuestra lectura.

La ventana está abierta ahora: sin onomatopeyas ni prefijos pegajosos. Sin el marketing de las
estrellas de rock ni la pose del escritor ultra cool que mira-pero-no-mira el destello de
los flashes, lo invitamos a asomar por nuestra pequeña casa robándole el título a una de las
películas (del horror) del olvidado maestro ruso Elem Klimov (1933-2003):

Come and see, querido lector; ven y mira que aquí estamos: de espaldas al futuro, narrando el
derrumbe.

Austin, julio, 2008.

El futuro no es nuestro es un proyecto bipartito: son dos selecciones distintas en diferentes


formatos (uno electrónico; el otro en papel). La mayoría de los autores seleccionados en la
antología en papel participan en la electrónica pero con otros relatos. Son cuatro los escritores
que sólo participan en la antología impresa: Samanta Schweblin (Argentina), Santiago
Nazarián (Brasil), Juan Gabriel Vásquez (Colombia) y Daniel Alarcón (Perú). A inicios del
2009 saldrá la primera edición deEl futuro no es nuestro en Argentina. Si alguien en otros
países está interesado en publicarla, favor de escribir a: diego@diegotrellespaz.com Sólo se
aceptará una casa editorial por país.

7
Notas

1 La frase se la atribuye a Rama el escritor argentino Tomás Eloy Martínez (1934) en “Por qué
están los que están”, artículo de su autoría aparecido en el suplemento ADN del diario
argentino La Nación, el 5 de marzo de 2008. Citado del portal electrónico de La Nación
(http://adncultura.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=993112&origen=relacionadas). Acceso:
21 de julio, 2008.

2 Julio Ortega, ed., El muro y la intemperie. El nuevo cuento latinoamericano (New Hampshire:
Ediciones del Norte, 1989), iv-v.

3 José Agustín, “La Onda que nunca existió” en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 59
(2004): 13-14.

4 Dos de los escritores participantes en la antología electrónica (Rodrigo Peñalba y Rodrigo


Hasbún) nacieron en 1981 y, por lo tanto, están fuera del rango cronológico propuesto. El
error del antólogo fue involuntario. Se extienden las disculpas del caso.

5 Es, sin embargo, necesario notar aquí que algunos de los autores incluidos en El futuro no es
nuestro aparecieron también en estas nóminas. La razón principal es que los marcos
temporales de aquellos proyectos fueron planteados con mayor flexibilidad (por lo general, se
puso 1960 como fecha límite de nacimiento).

6 Julio Ortega, ed., Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI: Las horas y las
hordas (México: Siglo XXI Editores, 1997), 11.

7 Ortega, Antología, 12-13.

8 Eduardo Becerra, ed., Líneas aéreas (Madrid: Lengua de Trapo, 1997), XXII.

9 Sergio Gómez y Alberto Fuguet, eds., McOndo (Barcelona: Mondadori, 1996), 13; 15; 16.

10 Algunos de los escritores mexicanos y colombianos participantes en estas antologías


fueron posteriormente incluidos en dos grupos que no son analizados en el presente prólogo:
el Crack mexicano y la Nueva Ola colombiana. Más cercanos a la curiosidad publicitaria que a
la seria formulación de un movimiento literario; mucho más atentos a la repercusión y a la
agenda mediática que a la necesidad expresiva o al descubrimiento de una sensibilidad
conjunta; profundamente encantados con el padrinazgo del escritor reconocido que valida
públicamente un movimiento fantasma dispuesto a engrosar -literalmente: como sea– las
ventas de novelas en las librerías españolas, el Crack mexicano y la Nueva Ola colombiana no
pueden ser tomados en cuenta con seriedad en este texto.

11 Alberto Fuguet y Edmundo Paz Soldán, eds., Se habla español. Voces latinas en USA. (Miami:
Alfaguara, 2000), 14.

12 Fuguet y Paz Soldán, Se habla español, 15.

8
13 Ibid., 14.

14 Ibid., 14; 17.

15 Tryno Maldonado, ed., Grandes hits VOL 1. Nueva generación de narradores


mexicanos (Oaxaca: Almadía, 2008). Citado de Atari2006: (http://atari2600.blogspot.com/
2008_05_01_archive.html), blog personal del autor. Acceso: 25 de julio, 2008.

16 Carlos Monsiváis, “Entre la imprenta y el zapping” en suplemento cultural Babelia del


diario español El País (19 de julio, 2008). Citado del portal electrónico de El País: (http:
//www.elpais.com/articulo/narrativa/imprenta/zapping/elpepuculbab/20080719elpbabnar
_5/Tes). Acceso: 24 de julio, 2008.

Dinamitar la propiedad ajena


Texto introductorio del especial El futuro no es nuestro

Por Naief Yehya

Juventud es demagogia.

Pocos atributos son empleados con tanto descaro para promocionar productos, y vender
estilos de vida, como la noción de la juventud. Cada nueva generación, cada grupo de
creadores noveles deben ser estandartes de vitalidad y ruptura, de transición y de
inconformidad. Nada más peligroso que creer en ese cuento, nada más absurdo que ignorarlo.
Por tanto debemos olvidarnos del mito de la juventud y poner atención al trabajo de los
jóvenes. Eso es lo que ha hecho el escritor peruano, Diego Trelles Paz.

La tarea de hacer una antología de plumas jóvenes de todo un continente es obviamente


compleja, indigesta e insalubre. No solamente, es una apuesta riesgosa sino que es la mejor
manera de hacerse de enemigos. Sin embargo, alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que
jugarse el prestigio y la vida mostrando la obra de estos autores a otros lectores, y
estableciendo vínculos y puentes entre escritores jóvenes. Trelles, se aventuró por ese
territorio, y recogió el trabajo de decenas de escritores nacidos, como él, entre 1970 y 1980.
Eligió los mejores relatos a su parecer y los reunió en una antología. Así, simplemente, como
un acto que no necesita ser justificado.

Trelles menciona que se trata simplemente de una selección de textos, hecha únicamente en
consideración de su valor, no de los nombres, ni de los prestigios, ni las nacionalidades, ni los
géneros, ni las ideologías, ni las editoriales. En el espíritu de esta era Trelles no hizo una
antología, sino dos, una selección amplia en línea, en la que incluyó a 63 autores de 16 países,
y otra impresa en papel con 20 escritores de 14 países. La tarea parecería rutinaria, una
colección más de jóvenes optimistas deseosos de conquistar el mundo con unas cuantas
páginas. Sin embargo, Trelles escogió un título significativo para la antología que resume su
escepticismo: El futuro no es nuestro. Estas palabras pueden interpretarse de mucha

9
maneras, pero es imposible perder de vista la ironía y el curioso desapego con que Trelles
asume su función. Primero es el reconocimiento de que a estas alturas nadie puede ser tan
romántico como para imaginar que las letras puedan cambiar al mundo (aunque exista la
posibilidad de que lo hagan). El título tiene también una connotación geopolítica, un
reconocimiento del orden cultural hegemónico y, sobre todo, un vigoroso deslindamiento de
responsabilidades: “no tenemos culpa alguna por el futuro que nos espera”.

El futuro no es nuestro es un deleite por su diversidad y por sus propuestas desparpaja-das


que no buscan el cobijo de las viejas luminarias y santones latino americanos. En ese sentido
sigue la trayectoria de antologías como McOndo (Fuguet y Gómez, 1996), pero
afortunadamente las diferencias de tono, estilo y temáticas son notables. Estos autores no
tienen ya la obligación de romper con el realismo mágico, ni con el boom, ni con el crack ni con
otros traumas literarios desechables. Parecería que el calentamiento global ha desquiciado
hasta las corrientes literarias.

Tenemos aquí la oportunidad de visitar pueblos antropófagos que tratan de preservar sus
tradiciones en el mundo moderno, hijos de la revolución sandinista reeducados en el
consumo, invasiones de gigantescas tortugas enfermas, enredos policíacos pesadillescos,
superestrellas porno atribuladas por sus orígenes indígenas, asesinatos impunes y aparatosos
actos sexuales (incluyendo un acto de perturbadora pedofilia). El futuro se parece al presente,
pero como no es nuestro, nada mejor que ponerle una bomba y disfrutar el espectáculo
pirotécnico.

Brooklyn, a 25 de julio del 2008

Naief Yehya (México, DF, 1963)


Narrador y crítico cultural, colabora en el Suplemento cultural La Jornada Semanal, en los
diarios El Financiero, Reforma y Milenio, en las revistas Complot, Viceversa, Revista de la
Universidad Nacional y Art Nexus entre otras. Ha publicado las novelas Obras Sanitarias (Grijalbo,
México 1992); Camino a casa (Planeta, México 1994); La verdad de la vida en Marte(Planeta,
México 1995). Ha sido incluido en varias antologías de cuento, crónica y ensayo. Entre sus obras
recientes, el ensayo El cuerpo transformado. Cyborgs y nuestra descendencia tecnológica en la
realidad y la ciencia ficción (Paidós 2001); Guerra y propaganda (Paidós 2002); y Pornografía –
Sexo mediatizado y pánico moral (Plaza Janes, D.F).

Semejante a la vida
Ricardo Silva Romero

Y ahora, para terminar, la historia de un niño de la televisión que acaba de cumplir


cincuenta años. Mide unos diez centímetros más que un enano común y silvestre. Es
peludo, calvo y jorobado y tiene un ojo de vidrio. Unos dicen que se llama Juan
Fernando, otros dicen que se llama Jorge Iván. El apellido, según creen, es Marroquín. Y
todos le dicen “señor Marroquín”. Fue, desde los cinco hasta los diez años, gracias a su
actuación en Mi familia se parece a las demás, el niño más popular de la tierra. O casi.

10
Su sonrisa infantil, su conmovedora forma de argumentar con las manitas, y su frase
recurrente, ese “el mundo no es tan feo, ¿no mamita?”, lo convirtieron en el ídolo de
varias generaciones.

Pero creció. A los once años comenzó a usar desodorante, a los doce se afeitó por
primera vez, y a los trece, no obstante todos sus esfuerzos por evitarlo, su voz empezó a
volverse gruesa. De un momento para otro, decir “el mundo no es tan feo, ¿no mamita?”
sonaba ridículo y pasado de moda. Las historias de la televisión se volvieron más
sofisticadas, menos familiares, y el programa se quedó, poco a poco, sin audiencia. Y él,
el niño Marroquín, se quedó en las revistas de las peluquerías y los consultorios, en el
recuerdo de la gente de su edad y en esas secciones de periódicos tituladas “qué pasó
con nosequién”.

Hoy en día, después de la caída, Marroquín tiene una papelería. Se llama El papel de su
vida. No le va nada mal. Le enseña a un joven vendedor, un hijo que nunca tuvo, a sacar
fotocopias y a empastarlas, le advierte a la cajera sobre la necesidad de ponerle límites
a los sueños, y les cuenta a los clientes, en especial a esas muchachitas de buenas
familias que aparecen en la ventanilla de la fotocopiadora, qué se sentía tener su propio
camerino, recibir cientos de cartas de sus seguidoras y descubrirse señalado en los
recovecos de los centros comerciales. Las jóvenes no saben si creerle, pero, porque
están de afán y de verdad necesitan esas fotocopias con urgencia, le sonríen y le siguen
la corriente.

El señor Marroquín no se arrepiente de estos últimos treinta y pico años y piensa,


todavía, que haber sido un niño de la televisión le dio sentido a su vida. Si no hubiera
aparecido en el programa, si no hubiera sido Coque, en Mi familia se parece a las
demás, su vida no habría valido la pena. Hay quienes le recuerdan, de vez en cuando,
que todavía tiene toda una vida por delante. Pero él, que ya ha hecho las paces con su
pasado, sabe que no, que él no es de esos, que él tiene toda una vida por detrás. Por
eso, y porque aún transmiten la comedia por los canales nacionales, siempre, cuando
alguien se lo pide, no tiene ningún problema en transformarse en Coque y repetir, como
imitándose, la famosa muletilla “el mundo no es tan feo, ¿no mamita?”. ¿Por qué no le
molesta? ¿Por qué repite esa frase sin ningún problema? Porque la gente se ríe como
loca. Por eso.

El señor Marroquín nunca se casó, nunca tuvo una novia a la que no tuviera que pagarle
todo, y perdió un ojo y se atrofió la espalda una noche, en una esquina, porque no quiso
entregarle a un hampón la billetera, pero en ningún momento le guarda rencor a la
televisión, ni a nada, ni a nadie. De hecho, aún no se pierde las telenovelas, los
programas de concurso y las historias de la vida real. Para decir verdad, no se pierde
nada. Puede decirse que, en materias de programación y farándula, él es el hombre más
informado de la tierra. Colecciona portadas, afiches y entrevistas con sus artistas
favoritos.

Todo el día, mientras saca sus fotocopias, sean cuentos de Oscar Wilde o planos de
apartamentos, el señor Marroquín tiene prendido el televisor. Y, aunque no es un
televidente neurótico, de esos que no toleran interrupciones mientras están frente a la
pantallita, sí es cierto que se queda paralizado, mudo, como embobado, cuando
comienza Semejante a la vida. Los clientes de la papelería ya saben que, de las cuatro a
las cinco de la tarde, mientras los tres invitados del programa revelan sus secretos más

11
íntimos, frente a un auditorio compuesto en su mayoría por entusiastas amas de casa, lo
mejor es no dirigirle la palabra: el señor Marroquín se sienta en un banquito de lata que
se ha ido encogiendo con los años, le pide al muchacho, al mensajero, que le traiga una
empanada y una Coca-Cola, y se pierde, como hipnotizado, en las brutales anécdotas del
show.

Semejante a la vida no es el mejor ni el más original de los programas de la televisión,


pero su presentadora, Pilar Navarro, es la mujer más linda, más noble y más inteligente
que el señor Marroquín haya visto en su vida. Quizás es ella la que lo tiene embrujado.
Su aura angelical, su sonrisa y sus bromas delicadas tendrían que enloquecer a cualquier
hombre normal. El señor Marroquín no logra entender por qué nadie se ha dado cuenta
de que ella existe, por qué no le dedican todas las entrevistas, los perfiles y las primeras
planas, por qué no le dan todos los premios. Sabe que él es el único que la quiere de
verdad, que él sí podría hacerla feliz, que él es el hombre “sensible, divertido y frágil,
muy frágil” que, según la revista Cosmopolitan, ella ha estado buscando.

Primero, una voz profunda, como de Darth Vader, nos dice que ahora, ya, en vivo y en
directo, comienza el mejor programa de la televisión. Después suena la canción: “nadie
sabe la sed con que otro bebe, / nadie sabe de solidaridad, / y como el que nada debe
nada teme, / ven a confesarnos la verdad. / En Semejante a la vida tendrás un nuevo
hogar / en donde podrás lavar tu ropa sucia, / cuéntale tus emociones a Pilar / con una
sonrisa: deja en tu casa la astucia”. Las luces se iluminan y la preciosa Pilar Navarro
llega hasta el escenario, a través del auditorio, y, después de darle la mano a todas las
señoras que se encuentra por el camino, y de dar una pequeña venia a unos pasos de los
tres asientos vacíos, le da las gracias a todos por haber venido, cuenta alguna pequeña
anécdota de su vida, e introduce, sin más, el tema central del programa.

Algunos ejemplos de esta semana: el lunes, Pepe Serrano, en Madrid, España, ha


apuñalado repetidas veces en el brazo a Lola Carrillo, su mujer, porque sospechaba que
le era infiel con un amigo. Ella lo niega todo en vivo y en directo, pero él, que está en el
estudio, le pregunta que entonces qué hacían unos calzoncillos de su amigo en el patio
de ropas. Ella, atrapada, dice que no puede creer que se queden en esas tonterías. La ex
esposa de Pepe, Magnolia, salva la situación: llama al estudio y cuenta que Pepe la
apuñaló en una pierna porque también creyó que se la jugaba con su mejor amigo. Pilar,
contrariada, sugiere la posibilidad de que Pepe sea homosexual y esté enamorado de su
amigo, y él, histérico por la insinuación, le dice que le dé gracias a Dios porque nadie,
en todo el auditorio, tenga a la mano un cuchillo de cocina.

El martes, Francis Cunningham, un gordo gigantesco de Palm Beach, Florida, trata de


demostrar, con fotografías y mapas, que la tierra es plana, pero Pilar, que sabe que el
público no se identifica tanto con los locos como con los perdedores, invita al escenario
a otro gordo que, para olvidar toda su manteca, también ha emprendido un proyecto,
casi una cruzada, para la humanidad. Thierry Bernard, de las afueras de París, confiesa
que se ha inventado, en la buhardilla de su casa, una máquina para no sentirse solo,
pero Pilar, pronto, muy pronto, desvía la confesión hasta que el pobre gordito reconoce
que come y a la media hora vuelve a tener hambre, que jamás cupo en un pupitre del
colegio y que todavía odia a sus compañeros de curso por todos los apodos que le
pusieron. No puede mantener relaciones sexuales con nadie porque se cansa mucho y
cuando está triste come porque está triste, y cuando está feliz come porque está feliz.

12
El miércoles, Alba Moreno, del estado de Chiapas, en México, llega a considerarse, sin el
menor asomo de vergüenza, la mujer más machista del mundo: no entiende cómo las
hembras han llegado a extremos como votar, tener amantes o llevarle la contraria a sus
maridos. Le parece repugnante. Invita a todas, bajo los chiflidos y los abucheos, a que
cuiden bien a sus esposos, a que aprendan a ser sumisas y obedientes y a que entiendan
que cuando les pegan siempre es, en el fondo, por alguna buena razón. A nadie le pegan
porque sí. Eso era en los tiempos de las cavernas.

En fin. Hoy es jueves y, para conmemorar el programa número cien, Pilar dice que va a
presentar una antología de las mejores confesiones en la historia del programa: la pareja
australiana que llegó a decir que su hijo era un fantasma, el actor porno que hablaba
muy parecido a Cantinflas y que juró por Dios que había sido violado por un
extraterrestre, una lavandera en Santiago de Chile que dijo que en su juventud había
sido capaz de multiplicar unos panes y unos peces, y una prostituta regenerada que
después de penar hasta la locura (“yo aquí, pene que pene”, dijo), una tarde encontró a
Dios en los ojos de un mendigo, se casó con él y, juntos, comenzaron la colección de
prótesis más grande del mundo.

Pilar Navarro, apesadumbrada por una noticia que acaban de darle y que no puede
transmitirle a nadie hasta mañana, presenta el final de esos grandes éxitos de
Semejante a la vida con una sonrisa nostálgica y todas las mujeres del auditorio, que se
sienten en el estudio como se sienten en sus casas, aplauden y gritan y celebran.
Aunque, claro, no sólo de mujeres se compone el público de hoy: también, en un rincón,
hay un hombre. Pilar siempre se ha dado cuenta de ello y, cuando aparece en el
escenario, nunca olvida buscarlo como si jugara a encontrar a Wally. Pase lo que pase,
siempre hay un señor, un padre de familia pensionado, que se deja convencer por la
mujer para ir al programa.

Pilar les vuelve a dar las gracias por haberla acompañado en el especial de hoy. Las
luces se apagan mientras Darth Vader vuelve a darle paso a la célebre canción del
programa. Y cuando Pilar oye la última frase, el bellísimo “deja en tu casa la astucia”,
se dirige, como un alma en pena, hasta su inmenso camerino. Una, dos, tres personas
intentan hablarle, pero ella logra abrirse paso sin responderles ni una palabra y sin que
se den cuenta de que está a punto de llorar. Cierra la puerta del camerino, se mira en el
espejo y, a los veintisiete años, sin una arruga, sin un hueso torcido, se siente vieja,
gorda y fea.

Lucero, la maquilladora, que en realidad es su asistente, entra sin golpear y le pregunta


a Pilar qué está pasando. Ella la conoce muy bien, desde hace dos años, y sabe que en
todo eso, en su reacción de hace un momento, hay gato encerrado.

-Van a cancelar el programa -dice Pilar-: mañana es la última grabación.

-Pero no nos pueden hacer eso, ¿ah?, ¿cierto que no nos pueden hacer eso? -pregunta
Lucero.

-Una cifra -le dice Pilar-: llegamos a un rating de una sola cifra: pueden hacernos lo que
se les dé la gana.

-Estoy sin aire -dice Lucero-, todavía me falta por pagar la mitad de las cuotas del carro.

13
-Dos años de vida a la basura -dice Pilar: habla, sin saberlo, como una heroína de
telenovela.

-Marcelita necesita que le compre el libro de matemáticas -dice Lucero-. Esos hijueputas
no pudieron escoger un mejor momento, ¿cierto?, ¿ah?, ¿cierto que no pudieron escoger
un mejor momento?

-Qué idiotas, no saben con quién se están metiendo.

-Llama al que sabemos -dice Lucero-, dile lo que está pasando.

-¿Castilla?, ¿Gilberto Castilla? -pregunta Pilar-, ese no va a descansar sino hasta que le
acepte la invitación a Aruba.

-¿Y es que tú ya conoces Aruba?

-Es que por nada del mundo me voy a dejar tocar ni un pelo de ese señor -jura Pilar-,
¿me oyes?: ni un solo pelo.

Por nada del mundo. Más bien va a darles, a él y a su papito, el programa con más rating
de toda la historia del canal. Va irse, mañana, con el mejor show que jamás hayan
podido imaginar. Va a llamar a Teresa Leal, la productora, y a Claudia y a Gustavo, los
dos libretistas, y les va a pedir que, a espaldas de todos, echen a rodar el plan que
siempre han discutido cuando se pasan de tragos, la idea más perversa que jamás se les
ha pasado por la cabeza.

-De aquí nos sacan arrastrados, Lucerito: primero muerta a dejarme chantajear por
semejante huevón -dice Pilar: entonces suena el timbre del teléfono de su camerino y,
como una veloz pistolera del Oeste, contesta la llamada antes que la maquilladora-.
Estaba hablando de ti -dice iracunda-: que eres el hijueputa más bobo del mundo, ¿qué
más hay para decir?

Lucero cierra los ojos como si pensara que su vida acaba de terminarse, como si la
hubieran capturado en el aeropuerto de Nueva York con un par de kilos de coca. Trata
de reaccionar, pero Pilar, energúmena, no para de insultar al hijo del dueño del canal:

-¿Sabes quién me da mucha tristeza? -le pregunta mientras se mira en el espejo-: tu


esposa, ¿nadie le ha contado que está casada con el soltero menos codiciado del país?

Lucero piensa que, como decían su mamá y la mamá de su mamá, Dios proveerá: ni ella
ni su esposo le hacen mal a nadie; a las niñas, a las tres, les va lo más de bien en el
colegio; y ellos, los cinco, siempre visitan a sus enfermos y a sus muertos. Todo tiene
que salirles bien. No pueden quedarse sin trabajo a estas alturas de la vida. No en
tiempos de recesión absoluta.

-¿Qué tal lo que me dice el desgraciado? -dice Pilar apenas cuelga el aparato-: que yo sé
qué tengo que hacer para que el programa dure otros dos años, ¿ah? Qué tal el
desgraciado.

14
Pilar se da cuenta de que Lucero no sabe qué decirle. Debe pensar que hay que ser muy
estúpida y muy egoísta para negarse a pasar un fin de semana con el dueño de la
empresa. Si ella tuviera las piernas y la boca, seguro que lo haría. Pero no, ésta no, ésta
es de mejor familia, ésta no se deja comer sino por dos o tres tipos de aquí hasta la
muerte y es capaz de echar al mejor de los hombres, al mejor amante, al menos
perezoso de todos, o porque le huele mucho a cigarrillo, o porque se ríe como si
rebuznara, o, simplemente, solamente, porque sí. Lucero no sabe qué decirle, pero
debe estar pensando en algo como eso.

No sabe que ella, Pilar Navarro, se está guardando para un príncipe azul. ¿Quién podría
imaginarse que una estrella de la televisión conservara, después de portadas, entrevistas
y cientos de miles de autógrafos, el refundido tesoro de la virginidad? Primero que todo,
nadie sabe, a ciencia cierta, si la virginidad es un tesoro. Segundo, ella, por un horrible
temor al ridículo, y la verdad es que no hay nada tan ridículo como una presentadora de
televisión virgen, les ha dicho a todos, a las revistas, a sus compañeros de trabajo y a su
familia, que tiene un novio piloto que la visita, sin falta, cada quince días, y lo más
posible es que, porque vive sola, en un apartamento de las afueras de la ciudad, todos
hayan imaginado a qué tipo de visitas se refiere. Cuarto, sabe cogerles el brazo a sus
pretendientes, sabe quitarse el pelo de la frente y echárselo detrás de las orejas y sabe
mirar fijamente a la boca de los hombres en el momento preciso, como si fuera, de
lejos, la mujer más experimentada de la tierra.

-Necesito un favor, Lucero -dice Pilar-: necesito que llames a Gustavo, a Claudia y a
Teresa y les digas que mañana vamos a presentar, en vivo y en directo, el plan del que
hablamos la otra noche.

-¿El plan del que hablaron la otra noche?

-Ellos saben de qué estoy hablando -dice Pilar: habla, sin querer, como una heroína de
Shakespeare le hablaría a su dama de compañía-: corre, corre como una hijuemadre, ve
a llamarlos, pero, ojo, cuidado, pilas, llámalos desde tu casa porque las paredes de este
lugar tienen oídos y no queremos que nuestra venganza se vaya al carajo.

Pilar Navarro se pone sus gafas oscuras. Saca, de entre el bolsillo secreto de su billetera,
la fotografía de Gilberto Castilla. ¿De verdad está enamorada de un tipo que es capaz de
poner en juego la vida de una serie de camarógrafos, maquilladores, escenógrafos,
apuntadores, a cambio de unos minutos de placer? ¿Es ese tipo de dientes torcidos su
príncipe azul? ¿De verdad guarda la esperanza de casarse con un hombre que cada vez
que le dirige la palabra la degrada? ¿Está fascinada por la posibilidad de quitarle el
marido a otra mujer o se siente atraída por la gravedad de un tipo que no puede
sostenerse cuando la ve? ¿No es cierto que le gusta que la miren? ¿No es verdad que en el
fondo, bien en el fondo de su alma, aspira a protagonizar los mejores escándalos del
mundo?

Se sube a su pequeño auto deportivo. Ahora, ahora sí, se siente feliz de ser Pilar
Navarro: las pecas en sus mejillas, las pulseras de tela en sus manos, los zapatos que se
compró el viernes pasado. Está en el borde de una crisis, pero hay algo en esa situación
que la hace sentirse viva. Sabe hacia dónde va. Quizás es eso. Sabe que en un par de
días todos los periódicos van a hablar de ella. Está preparada para lo que viene. Prende
la radio y busca desesperadamente una voz conocida. Avanza por el garaje, se despide

15
del portero con una sonrisa torcida y lanza el carro hacia la cima de la rampa de salida.
Cuando va a salir a la calle, cuando va a girar a la derecha sin precaución, Lucero se le
lanza sobre el carro.

-Hablé con todos -dice mientras trata de recuperar el aliento-: que te llegan a tu
apartamento por la noche.

-¿Y no llamó nadie más? -pregunta Pilar.

-Pero no creo que quieras sabe nada de él.

Pilar se queda en silencio. Es como si le hubiera cogido la corriente, pero no pudiera


contárselo a nadie. ¿Y si le devolviera la llamada y le aceptara la invitación? ¿No sueña
todas las noches con que Castilla le arranque, en una playa desierta, una blusa de las
viejas?

-De aquí sólo nos sacan arrastradas -dice.

Entonces le pica el ojo a Lucero, que tiene quince años más que ella pero la respeta
como a sus mayores, y se suma al río de los carros mientras los estudiantes la señalan y
los celadores intentan recordar en dónde, en qué programa, en qué revista, en qué
oficina es que la habían visto antes. Todo va bien por el camino hasta cuando el motor
de un bus de los más viejos comienza a echar humo negro por la carretera. Pilar levanta
el capote, cierra las ventanas y le baja el volumen a la radio.

Los carros de los lados comienzan a pitar enloquecidos, y ella, que no tiene afán porque
los libretistas y la productora sólo llegan a su apartamento hasta por la noche, no
reacciona ni nada sino hasta cuando un niñito, hecho de aceite y de lana, le pide, con un
cuaderno cochino en la mano, un autógrafo para su papá, que está allá, en el semáforo,
vendiendo ediciones piratas del último libro de José Saramago.

Pilar abre la ventana y saca su esfero de entre la cartera, pero pronto, sobre la
superficie mugrienta del cuaderno, descubre que se ha quedado sin tinta. Le señala al
niño las hojas y la punta del esfero como si no hablaran el mismo idioma, como si
tuvieran que entenderse por señas.

-Allá hay una papelería -dice el niño-, ¿quiere que la acompañe?

Pilar no tiene afán. Sabe que el trancón va a durar unos minutos más y que esa noticia,
que la vieron de la mano con un niño de la calle, va a aparecer en alguna revista. Deja
el carro a un lado, sobre el andén, y apaga la radio y sale y cierra las puertas con
seguro. Le da la mano al niño, que sonríe, y trata de limpiarse los mocos con la manga, y
camina, hecha una princesa europea, como si esa fuera una escena vital para una
película. Entran a la papelería, bajo un letrero de neón que dice El papel de su vida, y
aunque al comienzo a nadie le parece extraña su presencia, después, cuando todo
vuelve a sus justas proporciones, y ella empieza a hacer parte de la escena, la cajera le
pega un codazo al muchacho, y éste, que hasta ahora aprende a anillar fotocopias, no
logra disimular su emoción.

16
-¿Esa es? -pregunta a media voz a la cajera.

-Claro que es -dice la cajera-, ¿no le ve las gafas negras?

-¿Qué es lo que les pasa a ustedes dos? -pregunta el señor Marroquín-. Dejen de hablar
tanta tontería: ¿no ven que hay un jurgo de clientes?

-Pero es que estamos atendiendo a la señorita -dice el muchacho al tiempo que señala a
Pilar Navarro, la presentadora, con el mentón.

-Buenas tardes -dice Pilar: sonríe como si protagonizara un divertido comercial de


American Express-, necesito un esfero.

El señor Marroquín es, desde el primer momento en que la ve, en vivo y en directo, una
marioneta abandonada a su suerte. Intenta decir algo, alguna de las frases que ha
ensayado tantas veces en el baño de arriba, pero ella le ha quitado la mirada y se ha
puesto a hablar de tú a tú con el gamín. Quiere decirle que ha aprendido a preparar la
pechuga con rodajas de piña que a ella le gusta comer los fines de semana. Quiere
decirle que sacó en la guitarra su canción favorita. Pero no, ya no, no va a alcanzar a
pronunciar ni una palabra y va a lamentarlo para siempre: el muchacho trae el esfero y,
en nombre de la parálisis de su jefe, le dice a Pilar que no se preocupe por el dinero,
que es cortesía de la casa.

-¿Cierto señor Marroquín? -pregunta el muchacho.

El señor Marroquín agita las manos, da un paso al frente y dice que sí con la cabeza:
como un gnomo mecánico.

-¿Cómo se les va a ocurrir? -dice Pilar: busca con la mirada sonriente al gnomo jorobado
y peludo y de un momento para otro le parece que lo ha visto en alguna parte-. Nosotros
nos conocemos, ¿cierto?

-Ahí donde lo ve el señor Marroquín hizo el papel de Coque en Mi familia es como las
demás -dice el muchacho antes de que su jefe se desmaye-: hoy tenemos dos estrellas
en la papelería.

-No lo puedo creer -dice Pilar: habla, ahora, como una fanática de los Beatles-: “el
mundo no es tan feo, ¿no mamita?”

El señor Marroquín, alelado ante la imagen de Pilar, sólo se atreve a sonreír. Va a decir
algo, cualquier cosa, tal vez un “muchas gracias, señorita”, o un “todo el mundo me
recuerda por esa frase”, pero los demás clientes de la papelería ya se han dado cuenta
de que la presentadora de Semejante a la vida está en el establecimiento y, sin la
menor demostración de pudor, han comenzado a acercarse, todos, para pedirle un
autógrafo. Ella, como en una película muda, los detiene con la palma de la mano, les
pide que la dejen firmarle una hoja aquí, a su amiguito el gamín, y se dedica a
agradecer, mientras se inventa una dedicatoria al lado de su firma, todas las
manifestaciones de afecto de la gente. La voz, la noticia de que ella está en la papelería

17
del enano, se ha corrido por todo el barrio. El señor Marroquín nunca había visto a tanta
gente dentro de su almacén.

Pilar le da un beso al niño mocoso, lo deja irse entre el bosque de piernas, y levanta la
mirada hacia el horizonte de fans que, como una jauría de tiempos romanos, han
comenzado a cercarla.

-Tengo que llegar a mi casa en una media hora -dice-, no creo que pueda firmarle a todo
el mundo.

Y la gente, en vez de reírse, comprenderla y agradecerle el simple hecho de que los


haya tratado como a iguales, como a vecinos o compañeros de colegio, empieza a
reclamarle, a exigirle, con grosería y altanería, que les de un autógrafo a todos los que
están en el local. La cajera y el muchacho no se dan cuenta de ello, pero dan un paso
hacia atrás y se cubren, inconscientemente, con el mostrador lleno de lápices,
borradores, plumas, reglas, compases, crayolas, tijeras, clips, transportadores,
escuadras, vinilos, plastilinas, tajalápices y papeles de todos los tamaños y todos los
colores.

El señor Marroquín, entonces, entra a hacer parte, a hacer el héroe, de la película


muda. Se arma de unos rollos de cartulina y, como si espantara a un ganado mutante,
empieza a dar gritos y a empujarlos a todos hacia la puerta de la papelería. Sus ojos
bondadosos se han dilatado por completo. Es una nueva lección para la cajera y el
muchacho: el señor Marroquín, como cualquier hombre decente, está dispuesto a
defender, a capa y espada, a todos los que quiere. Algunos clientes, furiosos, le pegan
una palmada en la calva, pero él, de inmediato, se voltea y los aterroriza con la mirada.
Y así, poco a poco, logra sacarlos a todos, poner la tranca en la puerta y cruzarse de
brazos como si fuera el rey del universo.

Afuera, como muertos de hambre ante una vitrina llena de manjares, los fanáticos de
Pilar Navarro, que en realidad son los fanáticos de cualquier celebridad que pase por la
calle, intentan romper las puertas de vidrio de la papelería. Y Pilar, que se esconde
detrás del mostrador, más allá de la cajera y del muchacho, fija su mirada en el señor
Marroquín como si toda su vida dependiera de sus decisiones. El señor Marroquín aún no
dice ni una palabra pero sí la hace comprender, con uno, dos o tres gestos, que necesita
que escriba una dedicatoria y firme en una de esas hojas blancas. Ella, como una mujer
secuestrada, hace exactamente lo que él le pide: escribe “para mi amigo: por ser mi
bastón y mi alegría”, hace la versión temblorosa de su firma y, después de darle el papel
al señor Marroquín, intenta pedirle a Dios que al menos le dé la oportunidad de hacer el
programa de mañana.

El señor Marroquín es la definición del héroe: mientras un grupo de fanáticos se pone de


acuerdo para encontrar una piedra que les permita romper la puerta de vidrio de la
entrada, él, sin dudarlo ni siquiera por un momento, saca cien fotocopias del autógrafo,
pega un grito que en realidad es una palabra sin comienzo ni final, abre la puerta de la
papelería y les entrega a todos, uno a uno, una copia calientita de la firma de la
presentadora de Semejante a la vida.

No es exactamente lo que ellos querían. Pero, ante la mirada de dos agentes de policía
que acaban de aparecer en la distancia, cualquier cosa es mejor que nada. Le lanzan un

18
gesto de agradecimiento a la presentadora, le levantan las cejas al señor Marroquín, y,
ante la llegada de los dos agentes de la ley, que vienen acompañados por el niño del
semáforo, dan así, sin más, la media vuelta. Los policías son, en realidad, un par de
adolescentes llenos de barros y espinillas: seguro que los dos, el gordo y el flaco, acaban
de salir del colegio, y que les ha correspondido esa suerte, ser dos inútiles policías de
barrio, en el sorteo de finales del año pasado.

-¿Están bien? -pregunta el gordo-: por poco y me los linchan, ¿eh?

-Si no hubiera sido por el señor -dice Pilar- a esta hora estaríamos metidos en una
ambulancia.

-¿Y es que el señor trabaja en esta papelería? -pregunta el flaco.

-El señor es el dueño -aclara Pilar: habla, ahora, como si en el fondo se avergonzara del
trabajo de su novio.

-¿Y ustedes abren los fines de semana? -pregunta el gordo-: es que mi hermano mayor
estudia arquitectura y siempre pasa afanes los sábados y los domingos.

-El señor Marroquín trabaja veinticuatro horas al día -dice el muchacho-: ¿no ve que vive
en el segundo piso?

-Nosotros venimos de ocho a cinco -dice la cajera.

-Bueno saberlo -dice el policía flaco: le pica el ojo a la cajera-: con empleadas así quién
no compra una pluma y una hoja y se vuelve poeta.

-¿Quién no? -dice la rabia del policía gordo, que, como en cualquier serie policíaca de
televisión, ya no resiste más a su compañero de trabajo.

-Óigame, ¿y sumercé sí tiene la te? -pregunta el flaco.

-¿La regla? -contraataca la cajera-, ahí sí depende de usted: tenemos para todos los
tamaños.

El señor Marroquín, muerto de la pena, coge del brazo a la presentadora y se la lleva


hasta una esquina de la papelería: odia, con todas sus fuerzas, los apuntes de doble
sentido, y no quiere que ella, su princesa, oiga frases tan vulgares y tan innecesarias.
Siempre, desde cuando sus papás estaban vivos, se ha sentido en el mundo equivocado.
Pero siempre, en la soledad de su camita, cuando se pone su gorrito de dormir, ha
pensado que algún día, así sea un par de días antes de morirse, va a encontrar a la
mujer que Dios hizo para él, sólo para él. No se atrevería a declararle su amor a Pilar
Navarro, pero ahora que la tiene a su lado, con ese aspecto de Venus de Boticelli, no va
a desaprovechar la oportunidad de protegerla, de ofrecerle el único hombro bueno que
le queda.

-Perdónelos -le dice: se siente feliz porque aún puede hablar-, no saben lo que están
diciendo.

19
-No se preocupe -dice ella-, tengo dos hermanos.

-Pero esa no es una excusa -dice el señor Marroquín-, no debieron hablar vulgaridades
enfrente de una mujer como usted.

-No se preocupe -repiten los ojos brillantes de ella-, más bien déjeme agradecerle lo
que acaba de hacer por mí.

Es, punto por punto, una escena de la versión cinematográfica de Blancanieves y los
siete enanitos: ella, que mide dos cabezas más que él, toma la calva gorda y redonda
del señor Marroquín entre las manos, y aunque él se pone completamente rojo, le da un
beso de profundo agradecimiento. Ha sido nombrado caballero en una esquina de su
propia papelería. Es, por fin, y a pesar de los chiflidos del muchacho, la cajera y los dos
policías, absolutamente feliz.

-Se me acaba de ocurrir una idea -anuncia Pilar: mira a un punto invisible en el espacio,
reflexiona, recapacita-, pero no, tal vez no.

-¿Qué?, ¿qué es? -dice el señor Marroquín.

-No, no vale la pena -dice ella-, ¿para qué me pongo a molestarlo?

-¡No más! -grita el policía redondo y le da un puño al peligroso borde de metal del
estante de vidrio: está histérico y rojo y resopla-: ¡no aguanto más!, ¡no soporto cuando
alguien dice que tiene una idea, pero no la dice!, ¡hay que ser muy perro!

-¿Qué es?, ¿cuál es la idea? -dice el señor Marroquín poniéndole, a pesar del temblor,
una manita en el hombro a Pilar y lanzándole una mirada de desaprobación al policía
gordo-: mire que ya nos dejó a todos intrigados.

-Mañana es el último programa de Semejante a la vida -dice ella y, sobre los susurros,
las exclamaciones y las interjecciones de sorpresa, agrega-, y de verdad me encantaría
que usted fuera el invitado especial: el héroe, el sobreviviente del mundo de la
televisión, el niño que cerraba los ojitos y decía, como si tratara de convencerse a sí
mismo de esa idea, la frase “el mundo no es tan feo, ¿no mamita?”

Habla, sin saber, como una periodista de última hora. Se ha jugado el todo por el todo y
espera la mejor de todas las respuestas. El señor Marroquín, por su parte, no esperaba
esa propuesta. No, no se la imaginaba. Ha pasado mucho tiempo en ese pequeño cuarto,
rodeado por el penetrante olor de la tinta y el sudor contagioso de las máquinas, y ya ha
perdido la más humana de las aspiraciones humanas: la de salir por televisión.

-¿Qué opina?, ¿qué tal le parece?

-¿Semejante a la vida se acaba? -pregunta el muchacho.

-Pero ¿cómo sería eso? -pregunta la cajera: piensa, sin duda, que ahí hay algo que huele
mal-, ¿quiénes más estarían invitados?

20
-No sé -dice Pilar-, ¿otros sobrevivientes?, ¿otros niños?

-¿Por qué se acaba?

-Porque así es la televisión -dice Pilar-: un día estás en todos los canales y al otro no
apareces en ninguno.

No es una gran frase, ni nada, pero el señor Marroquín, dispuesto a todo por su amada,
de pies en cuerpo y alma para ella, dice que sí, que lo hará, con un movimiento
convulsivo de su cabeza gigante. Pilar, entusiasmada por el gesto, da un pequeño
aplauso de alegría.

-Yo no estaría muy segura de esto -dice la cajera.

-¿Pero es que se les acabó el rating, o qué? -pregunta el muchacho.

-Me quedó doliendo la mano, mano -añade el policía gordo.

-Es muy sencillo -aclara Pilar-: el señor Marroquín va, se sienta en la silla, nos cuenta su
experiencia en Mi familia es como las demás y nos dice cómo le ha ido todos estos años.

-Suena muy fácil -dice el escepticismo de la cajera.

-Es lo más fácil del mundo -acepta Pilar-: y, claro, no tiene que hacerlo si no quiere.

-Quiero -dice el señor Marroquín-: acompañarla a usted, estar a su lado, es un gran


honor para mí.

Pilar se acerca al señor Marroquín, le da otro beso en la frente y lo abraza como si fuera
un oso de peluche de la infancia. Él, atrapado a la altura del pecho de la presentadora,
descubre que el corazón de ella titila como un beeper desbocado, como un tambor en el
pelotón de fusilamiento, como una alarma de mesa de noche. ¿Quiere decir que ha
ocurrido el milagro? ¿Quiere decir que Dios ha oído sus súplicas y le ha traído hasta ahí,
hasta su casa, hasta el pequeño espacio de su oficina, a la mujer, al ángel, a la
protagonista de sus sueños? ¿Quiere decir que la soledad ha terminado y que ahora, por
fin, van a venir las risas y los ojos de los hijos?

-Lucero, mi maquilladora, que es mi amiga y mi asistente, lo va a llamar en un par de


horas -asegura Pilar al tiempo que comienza a comprender, de verdad, lo que está
diciendo-. No sabe lo feliz que me hace.

Pilar le da la mano a todos. Ahora está nerviosa porque el plan ha comenzado a


funcionar y porque todo parece indicar que se va a salir con la suya. Piensa que así, de
pronto y porque sí y cuando todo parece indicar que no hay salida alguna, se resuelven
las peores situaciones. Todos, la cajera, los policías y el muchacho, la miran como si esa
escena hubiera sido el sueño de cualquiera de los cuatro. Y ahí, a un lado, está, como
embrujado, el señor Marroquín. Ahí se queda mientras ella se sube a su carro, le cuenta
las últimas noticias a Lucero por medio de su teléfono celular y emprende el viaje hacia

21
su apartamento de soltera. Ahí está en este momento: suspira como si hubiera
terminado un episodio.

El señor Marroquín les dice a todos que ya se pueden ir. Que hoy, teniendo en cuenta los
hechos, va a cerrar la papelería un poco más temprano.

-Un poco no es palabra -dice el muchacho.

-Alcanzamos a invitarlos a tomarnos algo -dice el policía flaco: le pica el ojo a la cajera-
. Bueno: si no tienen planes.

-¿Y si no aceptamos? -pregunta la cajera coqueta-, ¿sería como no hacerle caso a la


autoridad?

-Por supuesto que sí -le dice el policía-: al que no nos haga caso, le sacamos las esposas.

El señor Marroquín no quiere oírlos más. Quiere que se vayan. Quiere subir al segundo
piso, entrar en su habitación y medirse todos los vestidos elegantes que le quedan. Y sí.
Eso hace. Lo dejan solo, voltea el letrero de “abierto” y se dedica a mirarse en el espejo
con el vestido del entierro de su mamá y a conceder, en voz alta, una entrevista
imaginaria. Quizás, en el fondo, ha estado esperando este momento. Tal vez aspiraba,
en el inconsciente, a volver a salir por televisión. O de pronto es el recuerdo de sus
labios en la frente. El espejo le dice que sí, que se ve bien, que cuando lo vean lo van a
llamar para actuar en otra comedia. Puede hacer el papel del abuelo. Puede hacer el
papel del mayordomo fiel. Puede hacer lo que ellos quieran. Está listo, como siempre,
para servirlos en lo que quieran: el cliente siempre tiene toda la razón.

Baja a la fotocopiadora y las máquinas no lo reconocen de corbata. Les dice que sí, que
es él, que no las va a olvidar cuando vuelva a ser famoso. Huele los borradores en forma
de princesas y dragones, les confiesa su alegría a los lápices de todos los colores y
acaricia a las láminas de madera y a los pliegos de cartulina como si fueran mascotas
fieles. Quiere salir. Quiere llenarse los pulmones de aire y recobrar la energía que va a
perder por el camino.

Por eso sale a la calle. Camina por la estrecha acera de su cuadra. Siente, como
siempre, que los semáforos lo menosprecian, que los carros se ríen de su tamaño y que
las bancas de los parques lo señalan con sus brazos de metal. Seguro que piensan que es
el de Mi familia es como las demás. Seguro que lo compadecen. Seguro que creen que él
es un hombre frustrado, pero seguro que, si lo conocieran personalmente, se darían
cuenta de que él es uno de los pocos hombres felices que quedan en el mundo. Hoy, tal
vez, es el más feliz. El único. Vuelve sobre sus pasos cuando descubre que no tiene a
dónde ir, entra de nuevo en la papelería, prende su televisor y trata de abstraer, hasta
mañana, las posibilidades de su futuro.

Cierra los ojos. Los abre. Y ahora, de un momento para otro, jueves es viernes, noche es
día, mañana es hoy. No sabe cómo ha hecho para soportar la ansiedad. Sabe que ha
recibido la llamada de Lucero, la asistente, y que debe llegar al estudio, al otro lado de
la ciudad, a las tres de la tarde. Y sabe que ha dormido un poco, que ha dado vueltas
por ahí, que le ha pedido a Dios que lo ayude a sentirse en paz de aquí hasta la

22
grabación. Que le ha pedido que lo deje llegar fresco, como una lechuga, hasta los
estudios de su programa favorito. Que no, jamás, se le noten los nervios.

El día avanza. La cajera y el muchacho llegan a la papelería y, como si lo hubieran


discutido en el bus, le piden que por hoy no se preocupe por el negocio. Ellos ya están
preparados para quedarse solos, a cargo de todas las funciones del almacén. Ellos dos
son capaces de cualquier cosa con tal de que él se sienta tranquilo. El señor Marroquín
les da las gracias, les dice que los considera sus hijos y se dedica a esperar, en el
banquito de lata de siempre, al chofer de Semejante a la vida. De acuerdo con las
indicaciones de Lucero, lo recogerá hacia las dos de la tarde.

Que, contra todos los pronósticos, llegan, en el reloj de la esquina, de un momento para
otro. Ha sido gracias a los clientes, al gamín y a los dos policías: gracias a un par de
yuppies que le sacan copia a una propuesta para una licitación; gracias al niño que ha
venido a preguntar si sería posible que le regalaran un cuaderno; gracias al flaco, que ha
venido a proponerle matrimonio a la cajera; gracias al gordo, que ha venido a pedir
perdón porque ayer casi destroza una vitrina.

El señor Marroquín mete una extraña hoja en un sobre y se lo guarda en el bolsillo


interior del blazer. El muchacho le pregunta qué lleva ahí y él se niega a revelarlo
porque, según dice, es el gran secreto de su vida. Sus amigos, conmovidos, le dicen
adiós desde la puerta de la papelería, bajo el letrero de neón que dice El papel de su
vida. El chofer del programa lo mira desde el espejo retrovisor y, mientras arrancan,
avanzan y atraviesan la ciudad, le pregunta una, dos o tres bobadas. Llegan a los
estudios de Semejante a la vida cuando todavía faltan cinco minutos para que sean las
tres de la tarde. Aún no puede creer que esté ahí. Que esté en el estudio que ve todos
los días desde su oficina. Ojalá el muchacho se acuerde de grabarlo. Imposible que no:
le dejó el aparato prendido, el casete listo para comenzar y un papelito amarillo,
pegado en la superficie del VHS, en el que dice “espichar record, el botón rojo, a las
tres y cincuenta y cinco de la tarde”.

Lucero, al borde de un ataque cardíaco, lista a perder su trabajo para siempre, lo recibe
en la puerta de la entrada, le dice una o dos frases que jamás va a recordar y lo conduce
hasta una especie de camerino en donde comienza a maquillarlo.

-¿Puedo hablar con Pilar? -le pregunta el señor Marroquín.

-Creo que después del programa -dice Lucero-: ahora mismo está en una reunión.

-¿Ya llegaron los otros?

-Acaban de llegar: va a ser un programa muy lindo.

-¿Quiénes son ellos?

-Hombres como usted -dice ella porque no sabe qué más puede decir-: uno fue payaso
de un circo y el otro fue pianista de la Orquesta Filarmónica.

-Estoy nervioso -dice él-: hace mucho tiempo no sentía estas cosquillas en la garganta.

23
-Todo va a salir muy bien, tranquilo.

Una media hora después, comienza la angustia en el pasillo: quedan unos minutos para
comenzar, los otros dos invitados están listos en los otros camerinos y parece, dicen,
que Gilberto Castilla, el hijo del dueño, está discutiendo con Pilar en la tras escena. El
coordinador aparece en el camerino del señor Marroquín y le dice que, en unos diez
minutos, tendrá que aparecer en el escenario. El señor Marroquín asiente y traga saliva
como si fuera a perder la cabeza.

No ve nada, porque no hay un monitor ni nada en ese cuarto, pero alcanza a oír, en la
distancia, la voz de Darth Vader: nos dice que ahora, ya, en vivo y en directo, comienza
el mejor programa de la televisión. Después, como siempre, suena la canción: “nadie
sabe la sed con que otro bebe, / nadie sabe de solidaridad, / y como el que nada teme
nada debe, / ven a confesarnos la verdad. / En Semejante a la vida tendrás un nuevo
hogar / en donde podrás lavar tu ropa sucia, / cuéntale tus emociones a Pilar / con una
sonrisa: deja en tu casa la astucia”.

El señor Marroquín sabe que las luces caen y que la preciosa Pilar Navarro llega hasta el
escenario, a través del auditorio, y, después de darle la mano a todas las señoras que se
encuentra por el camino, y de dar una pequeña venía a unos pasos de los tres asientos
vacíos, le da las gracias a todos por haber venido, cuenta alguna pequeña anécdota de
su vida e introduce, sin más, el tema central del programa. Pero él no lo alcanza a oír
bien porque Lucero le dice, en ese preciso momento, que nunca habían hecho un
programa como ese.

-¿Yo soy el primero? -pregunta el señor Marroquín.

-Todos salen al tiempo, pero usted es el último que habla -dice Lucero-: ya viene el
coordinador y le dice todo lo que tiene que hacer, no se preocupe.

Así que ha llegado la hora de la verdad. En cualquier momento se dirigirá hacia el


escenario. La gente, las señoras de gafas del auditorio, aplauden como si hubieran
regresado a la primera etapa de la infancia. El corazón del señor Marroquín se comprime
como un puño a punto de dar un golpe. Y sí, ahí viene, esos son los pasos del
coordinador del programa.

-¿Señor Marroquín? -le pregunta el coordinador-: lo necesitamos en el escenario, ¿me


acompaña?

-Sí señor -dice: siempre, aunque se trate de alguien menor que él, trata de demostrar
así su respeto por las personas-, como usted diga.

-Hay mucha gente en el público -dice el coordinador mientras comienzan a avanzar por
los pasillos sin perspectiva-, como si todos hubieran sido fanáticos de Mi familia es como
las demás.

-¿Estamos en propagandas? -pregunta el señor Marroquín.

-Estamos en los primeros cortes comerciales: sí señor.

24
Y ahí, en la tras escena, está Pilar Navarro. Qué manos tan misteriosas, qué labios tan
silenciosos, qué ojos tan sedientos. Es, de verdad, una princesa. No hay nadie, ni aquí,
ni más allá, en el mar o en el desierto o en la nieve, que pueda nublar su presencia. Ella
está primero que todas las mujeres de todos los tiempos y todos los espacios. Ella sonríe
cuando uno está a punto de perder las esperanzas y da la vuelta cuando uno está
empezando a contrariarla.

Pero ¿quién es ese hombre con el que discute? ¿Por qué se niega a mirarlo a los ojos?
¿Por qué subraya sus frases con sus manos? ¿Por qué Lucero, a unos pasos, se tapa la cara
con las suyas?

-Señor Marroquín -dice una Pilar sorprendida-, me alegra mucho tenerlo en el programa.

-Es mi honor -dice el señor Marroquín-, es la alegría de mi vida.

-Este es el señor Marroquín -le dice Pilar a Gilberto Castilla-, este es el doctor Gilberto
Castilla.

-Un minuto para arrancar -grita el coordinador.

-Tenemos que hablar -le dice Castilla a Pilar-: yo no me voy a quedar con los pasajes
comprados y sin ninguna respuesta.

-¿Viene conmigo? -le pregunta la sonrisa de Pilar al señor Marroquín-: vamos a divertirnos
mucho.

-Yo vivo por usted y para usted y hasta que usted me lo pida -dice el rubor y la voz baja
del señor Marroquín.

-Y yo le doy las gracias por ser tan bueno conmigo.

El señor Marroquín hace una pequeña venia para Gilberto Castilla y sospecha, mientras
sigue a Pilar y al coordinador, que algo muy raro está pasando. Sale, a pesar de los
reflectores y las miradas del auditorio, hasta el pequeño escenario que ha visto tantas
veces desde su papelería. Por ahora, hasta ahora, es el único que ha llegado a ese lugar.

-Siéntese en la silla de la mitad -sugiere Pilar-: el protagonista es el protagonista.

-Veinte segundos -grita el coordinador.

-¿En dónde están los otros dos? -pregunta Lucero.

-Ahí están, ahí vienen -dice una voz desde detrás de las cámaras.

-Cinco, cuatro, tres, dos, uno -dice el coordinador.

-Y ahora, con nosotros, Pilar Navarro -dice el locutor del lado oscuro.

25
-Hola -dice Pilar-: estamos, en Semejante a la vida, con tres personajes maravillosos:
Oscar Aguirre, Bernardo Valderrama y el señor Juan Fernando Marroquín. Oscar, mejor
conocido como Piñita, fue unos de los payasos más influyentes del país hasta que sufrió
un horrible accidente. Oscar: ¿podrías hablarnos un poco de esa tragedia?

-Yo iba con Compota y con Nenito en mi carro -dice Piñita.

-Compota y Nenito: los payasos que aparecían en tu programa.

-Exacto: acabábamos de salir de una grabación y estábamos un poco cansados y de un


momento para otro un camión comenzó a perseguirnos.

-¿Porque sí?

-Porque sí, nos cerraba y trataba de sacarnos de la calle.

-Lo pregunto porque hay quienes dicen que ustedes, completamente borrachos, le
mostraron sus partes nobles al conductor y a su hija de tres años.

El señor Marroquín acaba de descubrir qué está pasando y por eso está en el borde de la
muerte. O por lo menos eso siente. Ya no siente su propio corazón. Da la vuelta y ve
cómo el payaso Piñita, sin brazos y sin piernas, narra su horrible tragedia. Eso es. Es una
imagen que no ha podido evitar: el payaso es sólo un tronco, no hay nada más, no queda
nada. Habla, argumenta, se defiende. El público lo abuchea, lo aplaude, se ríe de sus
comentarios. Y él, con la cabeza gacha, con su nariz roja y su cara pintada de blanco,
encoge los hombros cuando el coordinador anuncia que ha llegado el nuevo corte de
comerciales.

El señor Marroquín ve cómo Pilar desaparece, de nuevo, en la tras escena. Respira como
si hasta ahora se hubiera dado cuenta de que tiene que hacerlo. A un lado, tiene a un
payaso que trata de hacer reír a los niños, pero al final, hecho una cabeza y un pecho,
sólo se aparece en sus pesadillas. Y, al otro, a su derecha, tiene a un hombre llamado
Bernardo Valderrama que, según dice, ahora que hemos vuelto de los cortes comerciales
y Pilar ha regresado, deshecha, desde las profundidades del teatro, fue, a los siete años,
el mejor pianista del mundo.

-¿Y cómo llegaste a quedarte sin las dos manos? -pregunta Pilar.

-Mi papá nunca me pegaba -dice Valderrama-, pero ese día, el trece de enero de hace
veinticinco años, no resistió mi mala educación y me pegó muchas veces con una regla.

-¿Eso fue todo? -pregunta Pilar.

-Mis manos eran muy delicadas -dice él-, no estaban preparadas para semejantes golpes:
quedaron heridas y, como se fueron infectando con el paso de los días, al final tuvieron
que cortarlas.

-Tuvo que ser muy duro para tu papá.

26
-Me acuerdo de que jamás pensé que fuera a ser tan grave: traté de convencer a mi
papá de que algún día volverían a crecerme las manos, porque, claro, yo era un niño y
estaba seguro de que todo le crecía a uno como las uñas o el pelo.

-Pero no -dice la derrota de Pilar-, no podemos volver atrás.

-Así es: jamás volví a tocar el piano ni pude ser policía ni bombero y mi papá, que era un
hombre muy bueno, no resistió mi frase, mi “algún día volverán a crecerme”, y una
mañana decidió pegarse un tiro.

-¿Y por eso tienes paralizada la mitad del cuerpo?

-Por eso -dice Valderrama-, porque, si tú te pones a pensar, Pilar, las manos son la
mitad de la vida: no puedes cambiar un canal sin las manos, conducir un carro o un
ascensor, saludar con valor a un enemigo, acariciar a la mujer de tus sueños o escribir
una carta de amor.

-No me lo digas a mí -dice Pilar-: a veces me hace falta una tercera.

-Y perdí a mi papá y a todos mis amigos, o sea, a mi otra mitad, y resistí todo lo que
pude hasta que una tarde, un primero de enero de hace doce años, decidí lanzarme
desde el último piso de mi edificio.

-Y aquí estás para contar la historia -dice ella-: y aquí termina la segunda parte de este
capítulo especial de Semejante a la vida: no se vayan, ahora volvemos con otro de
nuestros errores de la naturaleza.

El señor Marroquín no puede creerlo. A su lado tiene dos seres deformes. Allá, en el
público, hay una serie de mujeres con síndrome de Down, un par de obesas al borde del
infarto y dos hermanas siamesas con bigote. Y ahora, en la inmensa pantalla del estudio,
aparece un hombre feo, cabezón, peludo, calvo y jorobado. Tiene un ojo de vidrio, una
frente achicharrada y un belfo gigantesco, y si él, el señor Marroquín, se mueve un poco
a la derecha, o se agacha, o pone el cuello como un jarrón romano, el monstruo toma la
decisión de imitarlo. Si el señor Marroquín sonríe, el engendro intenta una sonrisa. Si el
señor Marroquín se rasca la nariz, el ser fabuloso hace lo mismo.

¿Dijo “nuestros errores de la naturaleza”? ¿Dijo eso? ¿No es un programa sobre estrellas
de la televisión del pasado? ¿Qué caras estarán haciendo el muchacho, la cajera, los
policías, el gamín y los demás clientes de la papelería? ¿Habrá sido él el último en darse
cuenta de quién es ese hombre achatado y repugnante, ese gnomo baboso y grasiento
que lo imita en la pantalla del estudio? Es él. Ese monstruo es él. Nadie más y nadie
menos que él. El señor Marroquín, el mismo, el de la papelería, el que se quedó sin
nadie cuando llegó el último capítulo de Mi familia es como las demás, el que fue
humillado por un hombre con capucha en un callejón oxidado de la ciudad, el que ahora
es observado, con desprecio, por las cámaras, las sillas y las pantallas. Él es el
monstruo.

Cuando Pilar Navarro, ahora liviana y sonriente, vuelve de la tras escena y le pica un ojo
y le señala su propia cara en el monitor, el señor Marroquín siente un profundo silencio

27
en su interior como si todos sus órganos vitales hubieran dejado de funcionar, como si al
final, de un golpe, hubiera descubierto que sí existía la música secreta de los pulmones,
los riñones y el intestino. Su corazón es, en este preciso momento, una mano que se
abre de repente. Su ojo de vidrio es lo único que se niega a cerrarse para siempre.

-Cinco, cuatro, tres, dos, uno -anuncia el coordinador.

-Volvemos a Semejante a la vida, a este capítulo de errores de la naturaleza, con una


buena noticia -dice Pilar: habla, ahora, como si una secta le hubiera lavado el cerebro-:
el programa saldrá del aire durante los próximos quince días, pero volverá con una hora
más de duración, y mientras eso, mientras yo por fin conozco las islas de Aruba y
Curazao, y termino mi relación con mi novio, el piloto, nuestro equipo creará un nuevo
escenario y un par de nuevas secciones.

El público aplaude. Lucero, desde detrás de los paneles, siente que todo va a salir peor
de lo que esperaba. Pilar, fuera de sí mientras los aplausos nacen, crecen y se
reproducen, descubre que en el programa de hoy no hay ningún un hombre entre las
monstruosas amas de casa del auditorio. No es, para nada, una buena señal. El letrero
de neón se apaga y las espectadoras dejan de ovacionarla, y ella, Pilar Navarro, la
presentadora que superará por siempre y para siempre los escándalos, las censuras y las
desgracias conseguidas por sus propios errores, sabe que todos le van a hablar a sus
nietos, de aquí a la eternidad, de la siguiente escena de horror.

El señor Marroquín se ha quedado sin aliento y sin latidos y no quiere responderle una
pregunta. ¿Cómo es tu historia? ¿No quieres hablar? ¿No es cierto que te atracaron en un
callejón? ¿Por qué no hablas? ¿No es cierto que aparecías en un programa de televisión y
le jurabas a tu mamá que el mundo no era tan feo como todos los demás creían? ¿Estás
nervioso? ¿Por qué no me miras? ¿No es cierto que ese día, el día cuando te atracaron,
venías de un horrendo prostíbulo del centro de la ciudad? ¿Estás bien? ¿No es cierto que
has mantenido relaciones sexuales con mujeres que habrían podido ser hombres en
estrechas calles sin salida?

El señor Marroquín no responde y no va a responder. Está muerto.

-¿Está bien? -le pregunta la mano de Pilar-: ¿hay alguna enfermera entre el público?

-Pongan una cortinilla, hagan cualquier cosa -grita Gilberto Castilla.

Los clientes de la papelería se miran los unos a los otros. El policía gordo le da un puño a
un estante y, cuando los vidrios caen al suelo, declara que detesta cuando se va la
señal. El policía flaco no logra darle el beso a la cajera que, ante la imagen congelada
de Pilar y el letrero “les pedimos disculpas por la interrupción: Semejante a la vida se
reanudará en pocos instantes”, lanza una frase que podría ser “mierda, se los dije” o
“esto no me gusta nada, nada”. El muchacho coge sus llaves y su billetera y sale,
despavorido, de la papelería. Va a ir en un bus hasta el estudio para ver qué está
pasando. No va a dejar que esa gente se burle de su jefe, de su segundo padre, de su
maestro.

-Este man se chitió -asegura el coordinador del programa-: hay que llamar una
ambulancia.
28
-Que nadie salga del estudio -dice la voz desde detrás de las cámaras.

-Pero si estaba bien hace un minuto -se queja Pilar-: recuérdenme que nunca vuelva a
invitar a los tipos sensibles que conozca por la calle.

-No le suena el corazón -dice Lucero-, tuvo que ser un infarto, ¿cierto?, ¿ah?, ¿no es
cierto que tuvo que ser un infarto?

-Pues entonces recuérdenme que jamás vuelva a invitar a un tipo tan frágil.

-Así son esos niños de la televisión -resume Gilberto Castilla-: se resisten a crecer un par
de centímetros.

-Tiene algo en el bolsillo -dice Lucero-. Es una carta para Pilar.

-Eso a usted no le importa -dice Gilberto-: usted ya no trabaja aquí.

-¿Yo?: ¿yo qué hice? -pregunta Lucero.

-No ha hecho sino meterle a Pilar cuentos raros en la cabeza -dice Gilberto Castilla-: ¿un
programa con errores de la naturaleza?, ¿le parece poco?: se nos va a venir el mundo
encima: busque sus cosas, recójalas y lárguese: no quiero verla nunca más en mi canal.

Lucero quiere llorar, pero no les va dar ese placer. Y todo mientras Pilar, como si ya no
la conociera, le recibe el sobre, lo abre y descubre que, debajo de una fotocopia de un
ojo de vidrio, y dedicadas “a mi futura esposa”, están el autógrafo del señor Marroquín y
la frase “el mundo no es tan feo, ¿no mamita?” Es un testamento inesperado que la
obliga a sentarse en el suelo y a concentrarse, sin aire, en la absurda imagen de cuatro,
cinco o seis franjas de todos los colores en la pequeña pantalla de un monitor. Es como
cuando comienza o finaliza la programación. Hay rectángulos de colores y un timbre
agudo que no está dispuesto a callarse. Eso es todo.

Eso es. Así termina. Pilar no ha puesto las reglas y no tiene por qué sentirse deprimida.
Pero, por lo que ha venido y por lo que vendrá, les pide a todos que la dejen sola. Así
sea por un momento.

Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975)


Estudió literatura en la Universidad Javeriana e hizo un Master en cine en la Universidad Autónoma
de Barcelona. Es el autor de la obra de teatro Podéis ir en paz (1998), el libro de cuentos Sobre la
tela de una araña (1999), la página de Internet de ficción (ideada junto con el fallecido Germán
Pardo García-Peña) www.ricardosilvaromero.com (2002), el poemario Terranía (2004), la biografía
Woody Allen: incómodo en el mundo (2004) y las novelas Relato de Navidad en La Gran
Vía (2001), Tic (2003), Parece que va a llover (2005), El hombre de los mil nombres (2006) y En
orden de estatura (2007). Es comentarista de cine de Semana desde agosto de 2000 y columnista
de SoHo desde agosto de 2001. Sus relatos han aparecido en más de veinte antologías editadas
en Colombia, México y España. Ha sido colaborador de publicaciones como Arcadia, Gatopardo, El
Malpensante, Babelia, Número y Piedepágina.

29
Tal vez 1600 Asas
Eunice Shade

A Maruca y Martín

La Avenida Universitaria, desde la Universidad Nacional de Ingeniería hasta la


Universidad Centroamericana, es particularmente transitada. Prescinde de fuentes y
jardines imposibles, tiene en común con avenidas extranjeras personas divagando con
mochilas y libros decorativos. La agobiante circulación vehicular.

Grupos detrás de la Escuela de Danza rinden culto a Baco, el Dios más adorado. Taxistas
llenando barrigas de grasa y plástico. Vendedores de sal y azúcar. Vendedores de
vanidades en collares, chaquiras y talismanes falsos. Internet C$ 10 la hora. Fotocopias,
ampliaciones, levantado de texto, fotos tamaño carné. El Parnaso con precios
dolarizados. Una pregunta a Delfos son 30. Ella siempre quiso comprar una antología
bilingüe de Rimbaud; para navidad tal vez.

En la puerta, un patético póster de Gabo en bikini: “vendo historia”. Todos compran


pasado y revenden futuro. El resto es Radio Ya, seguida de mano de obra barata:
capitalismo chino y sus bonitas camisetas de 25 pesos para ir al cine.

Opuestos, los tapices de la UCA. Graffitis, sino contestatarios, ocurrentes en sus


mensajes de neón, dirigiéndonos hacia la estatua de un jesuita desconocido.

El tránsito escandaloso, gases tóxicos y Fiorella rumbo a El Parnaso.

Profesores cruzando la calle, portafolios negros deteniendo al sol. Sol y humo. Cenizas
urbanas le enturbian la vista. Suspendida, escucha el mantel de murmullos que teje la
ciudad. El celaje es velo en su rostro. El perfume de la avenida universitaria mezclado.
Managua está en brumas. Actividad forzada para la función respiratoria y el pito de la 111
cuando la calle deja escapar sus lamentos. Aliento de multitud.

El trayecto produce el instante casual en que Martín encuentra a Fiorella.

-¿Te gusta Arthur? -pregunta él.

-¿A mí?

-Sí, a vos. ¿Te gusta Arthur?

Mira el libro rápidamente, lo cierra y devuelve al estante. Recuerda la noche delAmatl.

Sentado frente a la barra del Amatl Café, con los dedos rodeando la cerveza, más el
semblante atristado, es blanco de la mirada de Fiorella Cassirer.

30
Martín, un poeta de ideologías resignadas. Sus textos, papeles vistiendo dudas. Saliva
negriseca desfilando en la pasarela blanca. Su cerveza, profesora de ligeras
construcciones, la mayoría, resucitadas por la hierba.

Levantó la cabeza y ordenó “otra más por favor”.

En cuestión de segundos el bar tender golpeó la mesa con la botella ¡Plaj! Unas gotitas
salpicaron las manos de Martín.

-Gracias -dijo.

Un trago de centenario descansaba en la mesa estratégica de Fiorella. Le imaginó de


tantas formas. Ambos en sus respectivas órbitas no escuchaban la música. Solos en
el Amatl Café. El resto eran imágenes sin parlamento moviéndose de un lado a otro,
saltando en la pista o simplemente estatuas en las mesas esperando la cerveza o el
cigarro de turno.

Tomó una servilleta de la barra, sacó un lapicero. Una metáfora gastada, tal vez
proveniente del Amatl.

Ásperas al lienzo del ojo

son las quimeras de tu mirada…

Su codo izquierdo apoyado en la barra y deteniendo la frente. Estiró la servilleta con la


derecha, leyó insatisfecho y bruscamente la rompió.

La música a todo volumen. Sudor en la frente de Fiorella. Sudor flotante en el Amatl. Sus
escudos se habían debilitado. Martín pagó dos cervezas y la noche había concluido.

-Pues no sé -encoge los hombros-. Lo he leído poco.

-Si continuás, te aseguro que no te vas a arrepentir:

“Puis tu te sentiras la joue égratignée…


Un petit baiser comme une folle araignée,
Te courra dans le cou…
Et tu me diras: “Cherche”! en inclinant la tête,
Et nous prendrons du temps à trouver cette bête
Qui voyage beaucoup¨ …

¡Maldito Rimbaud! Ahora una lección de francés. ¡Lo que faltaba!

Ella, irritada cambió la postura de su espalda y con las manos se peinó la melena hacia
atrás.

-Me llamo Martín Mulligan, mi papá es norteamericano y se enamoró de una nica hace 33
años. ¿Tenés pena?

31

Prefiere el anonimato, estancar la vista en una montaña de libros en oferta. Invento un


nombre no invento un nombre un nombre no invento un nombre inven

-Fiorella, hija de madre soltera, nieta de abuela soltera emigrante de la Italia fascista.

Cuando el hielo se rompe, en cuestión de segundos se bajan las cabezas, se mira a los
lados, se sonríe, hasta que nuevamente las caras enfocan el origen de la escena.

-Fiorella… -dijo-, casi como quien dice Fellini -agregó, mientras ella lo miraba confundida.

-Me voy -avisa con alivio Fiorella Cassirer-. Ya es tarde.

¿Tarde para qué? y antes de que Martín insistiera, ella, como pez, deslizó su cuerpo
alejándolo de la librería.

La sensación de quién roza a quién, qué imagina él o quién la imagina a ella irrumpe las
dos cabezas.

¿Quién es Fiorella?, se pregunta.

Sacó a Rimbaud del estante. Detiene su curiosidad en los imperceptibles puntos que unen
el libro. -Es irreal, murmura.

II

Mitos humanos de Josefina Kiesler

Fotógrafa nicaragüense de origen alemán. Capta y extrae arte de la atmósfera social que
trabaja. De acuerdo con Kiesler, Eugene Smith le ayudó a encontrar sensibilidad en el
lente. Considerada por algunos “Arqueóloga de la Técnica Fotográfica”: Película 400 ASA
trabajada a 1600, en su célebre Leica M3, casualmente el modelo preferido por H. Cartier
Bresson.

Son memorables sus trabajos: “El Manicomio Nacional”, “Los Orfanatorios Clandestinos”,
“La Muralla China de la Vieja Managua” y “El Fashion File de los Poetas Nicaragüenses
de Fin de siglo”.

En esta ocasión presenta una colección de fotos carentes de espontaneidad. Sobresale la


fabricación, re-creación y distorsión del sujeto-objeto. La exposición se titula “Mitos
Humanos-Vol. I” y podrá ser apreciada hoy a las 8: 00 PM en Galería Añil.

Martín apachurró el periódico, acto seguido lo tiró a la basura mientras ella lo dejaba en la
silla del comedor. Fiorella se dirigió a su cuarto. Encontró la edición 8-9 deArtefacto en su
mesa de noche y se dispuso a releer ese poema que tanto le gustaba. “Y la transfusión de
sangre de los museos”…

32
Martín optó por una taza de té verde en la sombra de su terraza. Ella leía en voz alta una
y otra vez, tanto que el sonido de sus cuerdas vocales grababa con nostalgia la cerámica
boliviana y las esculturas mexicanas que la acompañaban, al mismo tiempo que él
recordaba una vieja Nikon F3 que no usaba desde la universidad. “Es una buena cámara”,
aunque todavía no comprendía por qué los fotógrafos importantes preferían los modelos
alemanes. Cuando terminó de leer, pensó en congelar poesía con un lente. “Nunca he
tenido una cámara en mis manos… pero admiro las buenas fotos”, e improvisaba tomas
en su cabeza.

Alejados en sus respectivas cuevas coincidieron: Asistirían a la exposición de Josefina


Kiesler.

El día transcurrió corriente: algunas bombas en Madrid, juicios internacionales,


secuestros, robos, asesinatos, Irak, Estados Unidos jodiendo forever. Aún así, lo único
interesante para Martín, a parte de su reciente curiosidad fotográfica, es la India, sus
viejas creencias, lasupuestamuertedelsánscrito y las aventuras de Rama.

Fiorella prefería los documentales de Leni Riefenstahl, en particular Triumph of the


Will y Olympia.

Una foto del Ganges o del atardecer en el Himalaya. Los vedas: sus residuos historiando
la nada. Tengo un viaje pendiente. Ella se dirigió al jardín. Alimentación hídrica de la
naturaleza costumbrista . Tapó una parte del orificio de la manguera con el dedo gordo
para arreciar el chorro y alcanzar distancia.

¡Já! ¡Como si no supiera quién es Rimbaud! Las plantas reverdecían de agua.

El combate entre Devas y Asuras. La derrota de Ravana. La humillación de Sita. Ajá. Fue
humillada y todavía después del repudio y la duda terminó aceptándolo. No. Algunas
mujeres han cambiado. No son las mismas de los poemas épicos.

Terminó con el jardín. Entró a la cocina y preparó café. Sentada en el comedor


apretó power en el control remoto, dios dijo: “hágase la televisión y la televisión se hizo”.
Un breve recorrido por los canales. Estaba harta de los reality shows. Prefirió su
grabación (en DVD) en inglés: The wonderful, horrible life of Leni Riefenstahl by Ray
Mueller. Una mujer en los años 30 había cambiado el cine para siempre; su técnica
novedosa e inteligente es hoy usufructuada por miles en la industria fílmica. Fue vilmente
boicoteada por su “estética nazi” ¿Y los Nubas? Ezra Pound Fascista y El Arte de la
Poesía. ¡Y qué importa!, pensó Fiorella. El arte no es nazi o fascista. Independientes o
hollywoodenses, son imitadores de Leni Riefenstahl.

Sin duda su parte preferida es el final:

“What do you mean by that? Where is my guilt? I can regret. I can regret that I
made the party film, Triumph of the will in 1934. But I cannot regret that I lived in
that time. No anti-semitic word has ever crossed my lips. I was never anti-semitic. I
did not join the party. So where then is my guilt? You tell me. I have trown no
atomic bombs. I have never betrayed anyone. What am I guilty of?”

33
III

La noche cíclope inauguró la vigilia. Martín y Fiorella estarían abstraídos en sus


pensamientos. Dos personas serían dos universos.

Las calles de Añil empezaron a llenarse de carros, todos lustrosos y apretados. Desfiló
raquítico el cuerpo letrado de Managua. La fotógrafa rubia estrechó manos periodistas,
poéticas, pintoras, musicales. Algunos olían bien. Bañaditos y heladitos por el aire
acondicionado. Según ellos los herederos de la nobleza criolla ¡Joder! Otros se encubrían
de ropajes post-hippies-punk-rock- stars. Según ellos los herederos Joplin-Ginsberg-
Cobain, etc. Tampoco faltaron los y las fans de Silvio Rodríguez, los dijes del Ché, las
camisas de Víctor Jara… la cultura fetichista managüense.

Al evento asistieron los dueños de la razón, los actores y actrices de la indiferencia, los
interesadísimos en las fotos, las últimas chocolitas de la pulpería, los genios, los payasos,
las eminencias, los sospechosamente callados, los todólogos, los diferentes y los
cualquier cosa.

-El problema con Josefina Kiesler es que no trabaja digital -dijo Tamara Montenegro en
tono displicente. Famosa por sus documentales sobre indígenas. -En estos tiempos -
prosigue moviendo la cabeza de un lado a otro- no podés obviar la tecnología, es inútil.

-Pero su trabajo tiene calidad -agregó la esteta Natalia Orange mientras sacaba un
paquete de cigarrillos de su cartera-. Es un trabajo artesanal pero no significa que sea
malo.

-Para mí tiene que probar una cámara digital, si es que puede, si no lo hace no es artista -
insiste Tamara.

-¡Ya vas!, definitivamente vos no cambias -le replicó Natalia en tono resignado mientras
abría la caja de cigarrillos. Ofreció a Tamara quien rechazó la propuesta. Metió
nuevamente la mano en la cartera y sacó su encendedor. Se colocó un cigarrillo en la
boca y raspó dos veces la ruedilla rugosa del chispero. “Tamara, Tamara, Tamara, hay
que tener cuidado con vos”, pensó, luego que una tormenta de humo saliera de sus
labios.

Martín estaba sofocado. El tiempo llegaría a su tope y pronto empezaría oficialmente la


exposición. Apurado salió de su casa. Encendió un volkswagen rojo año 68. Prendió la
radio y después de cinco minutos “al aire” se hastió de locutores babosos y sus fiestas
“crazy weekend“. Cambió a los 99.9 FM. Billie Holiday, alivio al instante.

Fiorella eligió una sabrosa caminata de veinte minutos para llegar a Galería Añil.

♫ My blue horizon is turning gray


And my dreams are drifting away
Your eyes don’t shine like they used to shine
And the thrill is gone when your lips meet mine…
I’m affraid the masquerade is over♫

34
El escarabajo rojo llegó a la esquina donde está el estudio de Artes Visuales, giró a la
derecha y se orilló a unos 100 metros. Se bajó y cerró la puerta, bip BIP sonó la alarma
del carro. Caminó hacia el jardín de Añil y saludó al literato German Pomares Herrera, que
estaba junto a la Fuente de Venus con el pintor Mariano Castillo.

-Pomares, ¡tanto tiempo! -exclamó Martín moderado en su alegría.

-Poeta Mulligan, ¡qué milagro! -expresó German exagerando la entonación.

Estrecharon sus manos y sonrieron cordialmente.

-Pensé que seguías estudiando en Francia. ¿Cuándo regresaste? -preguntó Pomares.

-Hace unos días, quiero descansar y dedicarme a completar el libro y… -¡Ah!, ¡qué mal
educado! ¡Por Dios! Él es Mariano Castillo, hijastro de John Constable -interrumpió
Pomares riéndose maliciosamente y viendo directo a los ojos de Martín. Luego volvió la
mirada al pintor.

-¡Mariano querido! Él es otro poeta proscrito y anónimo -dijo en el mismo tono ridículo-. Su
madrastra es parisina -agregó.

No tardó Martín en reconocer el estilo mordaz de Pomares. El mismo de la universidad,


pero ahora, con saco y corbata, un dandi sátiro en sus comentarios, eventualmente
certeros y por eso, más grotescos.

-Señores, me parece que la exposición va a empezar -avisó Mariano Castillo.

-Let it be! -dijo German señalando la entrada al interior de la galería.

Fiorella recién llegaba a Añil. Justó entró cuando Natalia Orange encendía el micrófono.
La galería estaba considerablemente concurrida. Fiorella se arrimó a una de las esquinas
y se quedó de pie observando a la esteta.

-Buenas noches tengan todos y todas. He escrito un estudio acerca de la fotografía de


Josefina Kiesler, pero ahora sólo leeré una pequeña, pequeña e informal introducción
acerca de las características habituales de su trabajo. Como saben, ella es la única
fotógrafa en el país que continúa trabajando seriamente en blanco y negro, sobre todo al
momento de hacer el revelado. -Hizo una pausa y sacó la pieza preliminar para empezar
la lectura-. El cuarto oscuro le ha proporcionado un acabado sombrío-luminoso original en
cada una de sus fotos. El fotógrafo Raoul Shade en su “Estética de la Fotografía” afirma
que: “La fotografía blanco y negro (luz y sombra) posee una esencia representativa de la
naturaleza… que no es realismo técnico sino realismo interpretativo… A diferencia de la
fotografía a color, el blanco y negro no imita la realidad objetiva en su afán de precisión,
sino que la desentraña, porque es secundario su papel de reproducción fidedigna…
Todas las sombras no tienen el mismo rostro… La imagen fotográfica puede detener la
breve luz entre eternas sombras”.

Es precisamente ese desenmarañamiento de realidades, entre luces y sombras, el que


Josefina Kiesler nos presenta esta noche, acompañado de otro torrente de atributos
artísticos, una combinación de luz, de composición, de descomposición y contenido

35
capaces de sensibilizar al corazón de una roca. Nos presenta una secuencia descarnada
y concientizadora de nuestra humanidad. Hemos sido testigos de su notable trayectoria y
estamos aquí nuevamente para felicitarla y apoyarla.

-Detuvo la lectura y tras otra pausa concluyó- … y como no deseo aburrirlos con
tecnicismos sobre el tema, le cedo la palabra a Josefina Kiesler.

-Bueno, muchas gracias Natalia, y muchas gracias a todos ustedes por estar aquí. Creo
que Natalia ha dicho lo que se tenía que decir, sin embargo, nunca está de más subrayar
ciertas cosas. En esta presentación quiero destacar tres elementos: contrastes entre luces
y sombras, la creación de espacios u objetos y en algunos casos la alteración técnica del
contenido en la foto. Otra cosa que no me gustaría obviar es mi trabajo en el cuarto
oscuro, arte casi perdido, y digo esto porque el cuarto oscuro me ha permitido
experimentar a profundidad ese contraste de luces y sombras. Para mí la luz tiene dos
momentos: el primero cuando la congelo con la cámara y el segundo cuando amplío o
reduzco sus posibilidades en el laboratorio, es por eso, que es fundamental que ustedes
conozcan mi modus operandi, porque les va a permitir comprender mejor mi trabajo. Les
agradezco por haber venido y bueno, si no tienen preguntas… las fotos están ahí para
que ustedes las aprecien. Muchas gracias.

Se escuchó el golpeteo masivo de las palmas. Nadie se atrevía a preguntar. Tamara


Montenegro estuvo a punto, pero la mirada incisiva de Natalia la intimidó, así que prefirió
reservarse el comentario. También un periodista farandulero llamado Nacho Oveja murió
en el intento.

La agitación sonó en las bocas asistentes. Murmullos. También voces de sillas. Todos se
acercaban a las fotos y suspendidos admiraban, criticaban o no decían nada. Algunos
eligieron la mesa de vino, queso y jamón serrano. Ahí estaban los supuestos letrados del
tercer mundo disfrutando delicados y finos bocadillos.

Fiorella se aproximó a la foto de una mujer con la mirada anclada en el Támesis. Una foto
borrosa donde cada punto era un grano reventado, una imagen definidamente borrosa, tal
vez tomada a 1600 Asas. Una escala de grises; el blanco movimiento del negro en
cámara lenta endureciendo las arrugas grises. Aislada recorría cada punto, cada tramo de
luz y oscuridad incrustado en la atmósfera que envolvía al cuerpo femenino.

Martín a su espalda. Ambos veían la foto, cada quien con sus lentes, cada quien con su
cada quien. Aislada, para ella todo estaba detrás de un puente londinense.

-Sos vos…

Ella se volteó y le dijo que le gustaba ese tono fotográfico más que un poema de
Rimbaud. Cómplices del momento sonrieron y tomaron su destino en copas y copas de
tinto.

Se empezaron a formar grupillos en la galería. Afinidades o intereses los unían.

German saludó a la Kiesler.

-¡Preciosura! ¿Cómo está mi vedette favorita?

36
Josefina no muy convencida de aceptar el saludo, respondió defensiva.

-¿Cómo podría estar después de ser saludada por el payaso abominable del gremio?

Pomares complacido con la reacción y la boca empurrada para besar prosiguió.

-Amorcito, no es para que te alterés, vos sabés lo mucho que aprecio tu buena figura…
los alemanes deben sentirse orgullosos de tus curvas tropicales.

Ya acostumbrada a la pesadez del literato optó por presentarle al periodista farandulero


Nacho Oveja.

-Vení German, quiero presentarte a alguien con quien te vas a divertir. -Lo jaló de la mano
y lo condujo a la puerta principal de Añil. Histriónico, Pomares simulaba ansiedad,
actuaba grandilocuente y escuchaba la vocecilla de Josefina Kiesler.

-Trabaja en el Diario Nacional. Te conviene conocerlo, tal vez podrías enseñarle tu


trabajo. Él podría publicarte. -German cerró los ojos y fingiendo suspiró de la emoción-.
¡Vamos, vamos que me muero por conocerlo!

-Él es German Pomares. -Nacho Oveja sonrió cortés. Levantó la copa de vino con su
mano derecha y como todo periodista actualizado comentó el último libro de Pomares.

–La obsesión colonial de la vieja guardia me pareció una crítica fascinante a los poetas
granadinos. Seguramente muchos están en contra de su planteamiento; en lo personal,
creo que es desafiante.

German lo observaba pensativo mientras sonreía como guasón. Este señor se quedó con
la solapa, pensó.

-Es que me parece magistral que rompa con el pasado, ya era hora que alguien les dijera
sus cositas… Si usted me lo permite me gustaría publicar fragmentos de su libro en el
periódico… esos son los textos que este país necesita -decía Oveja convencido.

Risas de hiena y muecas de Molière adentro de German.

-Usted se da un aire al primo de Beatriz Viterbo… -irrumpió Pomares.

-¿Beatriz Viterbo? Es un elogio para mí que encuentre similitudes entre tan alta pluma y
este humilde redactor.

Nada sorprendido, el literato llamó a uno de los meseros de Añil. De la bandeja tomó la
botella, le rellenó la copa de tinto a Nacho Oveja y en tono comprensivo, como el del papá
que aconseja al niño, le susurró al oído: “El periodismo no es bueno, ni malo. Es
incorregible”.

Un signo de interrogación apareció en medio de las cejas del periodista.

37
-Usted debería conocer a Martin Mulligan. Su trabajo podría interesarle más que el mío. -
Doblemente sorprendido, Oveja se plegó a las sugerencias del escritor.

-Mire, él está por allá. -Señaló una de las esquinas de la galería-. Josefina, decile que
venga.

Titubeante, el poeta Mulligan tomó la mano de Fiorella y acudió al llamado de la fotógrafa.

-Esa foto de esa mujer frente al Támesis… ¿Cómo obtengo una copia de esa foto?, -
preguntó Martín.

-No sabía que realmente le interesara mi trabajo ¿Primera vez que lo ve?

-Sí… leí el anuncio de la exposición y vine. No pensé que encontraría una foto así.

-¿Así cómo? -frunció el ceño Josefina

-¡No, no, no! -objetó Pomares-. Si el poeta habla no se detendrá nunca, el propósito de
invitarlo a este peculiar círculo de celebridades no es la fotografía de Josefina. Le decía a
Don Nacho Oveja que tu trabajo es más interesante que el mío. Le gustará saber que
Martín habla y escribe en francés. Ha traducido a Rimbaud, usted sabe que no cualquiera
navega en esos barcos ebrios.

Nacho Oveja pensaba que Pomares era un genio, y como tal, su carácter era justificable.
Josefina al contrario disgustaba de sus groserías y Martín ya conocía las actitudes
“cómico perversas” del literato. Fiorella optó por ser todo oídos.

-Rimbaud representa mucho. Mi tesis doctoral será sobre él, pero ahora estoy tomando un
descanso. La vida en Francia es muy intensa y requiere múltiples focos de atención. Creo
que me desvié, por eso detuve mis estudios y estoy aquí. Es probable que viaje a Nueva
Delhi en unas semanas, tal vez a Goa. Usaré una vieja cámara que tengo por ahí, a lo
mejor saco algo interesante, aunque no soy fotógrafo como usted (señaló a la fotógrafa),
pero creo que podría experimentarlo.

-Por supuesto, todo es que de verdad lo sienta en su corazón -añadió Josefina, mientras
Pomares se disponía a dictar nuevamente el tema de conversación.

-¿Ovejita? -Nacho asintió con la cabeza-. ¡Perfecto! Deberías leer la literatura de Martín
Mulligan. Goza de la excentricidad faltante en el resto de escritores nicas. El muchacho es
muy disciplinado.

-No creo ser tan disciplinado… pero te agradezco que pensés así. Yo sólo soy un viajero.
Regresé de paso a revitalizarme, me encontré con una cámara y quiero irme de nuevo…
necesito, tal vez, entender a Rimbaud de otra forma, quiero encontrármelo en otro
escenario. El objeto de mi estudio ya no está en los libros… al menos no por ahora.

Oveja dudaba de Martín. Pensaba que sin libros y su respectiva lectura no llegaría muy
largo. Atrasar su tesis doctoral para encontrar a Rimbaud quién sabe donde… en los
putales seguramente y en cantinas de mala muerte. ¡Qué Dios le ayude! Esta gente no

38
entiende. ¡Cómo se le ocurre que el alma de un gran poeta va estar esperándolo en
semejante centros de corrupción!

-Maravilloso Martín que te guste la fotografía, si te vas a la India y sacás buenas fotos,
mandámelas, no me dejés intrigada sin saber de tu trabajo, le dijo Josefina.

-Pero…¿me harás llegar una copia de la foto de la mujer en el Támesis?

-Dejame hacerla y en cuanto la tenga te la envío.

-Genial, entonces mi visita no ha sido en balde.

Pomares que lucía aburrido notó la presencia de la extraña Fiorella que al parecer era
muda.

-Muchachita de agua dulce, sería tan amable de decirme de dónde ha salido usted-.
Fiorella algo apenada por el tono cantadito de Pomares centró los ojos en los de Martín
pidiendo un rescate del demonio.

-Es amiga mía. Fiorella es lectora y le gustan las artes, pero antes de averiguar su
biografía propongo que vayamos a otro lugar más tranquilo donde podamos conversar y
pasarla bien -sugirió Martín.

-¡Excelente idea! -repuso Pomares-. Propongo El Panalushky, detrás de la Escuela de


Danza, hay ambiente al aire libre, nunca existió la perestroika y… todo es permitido, -
sonrió sensualón y viendo descaradamente los senos de Fiorella.

-Me apunto, voy a invitar a Natalia y a Mariano para que seamos un grupo interesante, -
añadió Josefina.

Natalia Orange trajo consigo a Tamara Montenegro y se fueron en el carro de Mariano


Castillo. Martín llevó a Fiorella y a Josefina le tocó soportar en el trayecto a Pomares y a
Nacho Oveja.

IV

El Panalushky lucía particularmente desolado. Sonaba, qué casualidad, Billie Holiday en


el aire y las mesas lucían ansiosas de aventura. Se parquearon, se bajaron ya con unas
copitas de tinto en la sangre, echaron un vistazo y decidieron instalarse. Entre todos
juntaron dos mesas y ordenaron una botella del whisky chileno de los hermanos Watson
para cambiar el sabor del vino. Martín se sentó al lado de Fiorella y ella junto a Pomares y
este junto a Josefina y Josefina junto a Tamara y esta junto a Natalia y Natalia junto a
Mariano quien estaba próximo a Nacho Oveja que cerraba el círculo con Martín.

La conversación inició en el Paris tecnológico de hoy en día de Martín comparado con


aquel bohemio y tradicional Paris de la adolescencia de Pomares.

39
Fiorella masculló dos tres preguntas referentes a la tradición poética francesa e hizo
hincapié en Rimbaud, a lo que Martín y Pomares respondieron explayando sus teorías
personales sobre la vida del poeta precoz.

-Era un homosexual frustrado, lo que necesitaba era una buena culeada, pero, ¿qué
podía esperarse de un cursi como Verlaine?, -dijo Pomares para luego sorber un profundo
trago de whisky.

-No me lo parece German, no creo que Verlaine fuera un cursi y segundo no creo que
Rimbaud estuviera frustrado. Gay o no, Rimbaud estaba decepcionado, pero con el
tiempo lo superó y entendió que había algo más allá de la poesía.

-Vos y el más allá, ya venís con esos cuentos cristianos de aparecidos y sensaciones
espirituales elevadas. Rimbaud era un prosaico, un niño despierto sexualmente al que le
encantaba que se le mamaran. -A lo que siguió una estruendosa carcajada de Pomares y
una sonrisa resignada de Martín.

-¿Ves Fiorella?, con este hombre es imposible, -ella le asintió y vació la botella de whisky.

-¡Mesero! ¡Mesero! Otra botella del mismo por favor, y le voy a pedir que se esté
pendiente para que cuando se acabe ésta, nos traiga la otra -ordenó Pomares.

Tamara cuestionó el modus operandi de Josefina. Natalia trató de persuadirla ante la


mirada irritada de Josefina y guió la conversación hasta Ara Guler, Brassai y Koudelka,
como paradigmas de la influencia de Josefina.

-Le voy a ser franca, me parece que usted es misoneísta-, dijo Tamara dirigiéndose a
Josefina.

-¿Misoneísta?, ¿acaso se trata de una secta? No entiendo, pero le puedo asegurar que
no me gustan las sectas, más bien todo lo contrario. Los fanáticos me dan alergia, -aclaró
Josefina.

-A ver. Déjenme pensar. Lo que Tamara quiere decirte es que considera que sos algo
anticuada porque no trabajás con artefactos digitales. Yo intenté explicarle pero ella está
cerrada. No entiende la herencia de tu escuela, Brassai, Ara Guler, no comprende porque
no los conoce, -agregó Natalia.

-¿Anticuada yo? Nunca nadie me había dicho eso, la verdad es que hoy me siento tan
relajada y complacida con mi exposición que se lo voy a dejar pasar -dijo en tono
indiferente Josefina y viendo a los ojos a Natalia, quien se apresuró a encender un
cigarrillo y a comentar la reciente antología fotográfica que iniciaba con una impresionante
imagen de Joseph Koudelka.

Por su parte, Nacho Oveja le explicaba a Mariano Castillo que las “artes contemporáneas”
no tenían futuro en Nicaragua, “son el fraude del siglo”.

-Toda esa pandilla de jovencitos con esas ideas locas… se van fuera del país y regresan
con ideas contaminantes, dígame usted, una servilleta arrugada junto a un cenicero y una
botella de cerveza vacía, eso se llama “oscuridad interna”. Luego viene esa mujercita con

40
turbante en la cabeza, la tal Patricia Belli y su mesa con pelo de caballo, ¡por favor! Y lo
peor de todo es que son una pacotilla de arrogantes y ella su líder, ella está detrás de
todo ese movimiento de degenerados ¡Válgame Dios!

Mariano en silencio asentía con la cabeza y bebía y bebía tanto o más que Nacho Oveja.
Ya con la quinta botella de whisky en la mesa, el pintor Castillo se atrevió a sacar un
paquete de sustancias sicotrópicas y alucinógenas. En esta ocasión se trataba de un
porro de hierba lleno de cogollos y bañado de polvo de ángel, una combinación perfecta
para la noche. Las mujeres, quien sabe por qué, se mostraron ligeramente en desacuerdo
con la idea, pero Pomares soliviantó la mesa aduciendo que sería una experiencia
fenomenal, “¡Inolvidable!, digna de un grupo de celebridades como nosotros, recuerden a
Huxley, a Morrison, al mismo Carlos Rigby, no sean ignorantes”. A Martín le daba igual.
Nacho Oveja pensó en despotricar contra la propuesta indecorosa de Mariano, pero al
escuchar el comentario de Pomares se acobardó y aprobó la moción interpuesta por el
literato. De manera que la “hierbabuena” pasó de boca en boca y como German no se dio
por abasto ordenó a Mariano que preparara dos más y los distribuyera de manera justa.
Mariano muy solícito preparó no dos, sino cuatro y además ordenó dos botellas más de
whisky para prevenir la sed que les provocaría tanta fumadera.

La atmósfera empezó a sentirse sino jamaiquina más ligera, la música electrizante, el


viento suave con sensualidad flotante y aromática. Los enrolados de hierba iban y venían,
las bocas aspiraban y exhalaban como si se tratase de un cigarrillo cualquiera. Las
botellas de los hermanos Watson cada vez lucían más transparentes. La música de Billie
Holiday continuaba en el toca discos. Fiorella le sonreía a Martín y ya sin miedo le
contaba de la genialidad de Leni Riefenstahl, así como su admiración por los poemas de
Carlos Martínez Rivas. Pomares la escuchaba y la recorría de punta a punta saboreando
imaginariamente cada una de sus curvas. Martín se iba y venía mentalmente del
Ramayana mientras acariciaba la mano de Fiorella que no paraba de parlotear.

Josefina sacó una cámara de su cartera, era una leica de lujo, y le explicaba a Tamara al
mismo tiempo que le restregaba el modelito en la cara, que jamás renunciaría a su técnica
por una propuesta vulgar como la de la Kodak. Natalia con las manos en la cabeza
mediaba entre ambas cuando ameritaba la situación. Y Nacho Oveja ya tocado por la
magia de la hierba le hablaba en tono suave a Mariano, quien sobresalía por ser el
calladito de la mesa.

-La verdad es que creo que sos una ignorante, nada te enseñaron los indígenas niña, -dijo
Josefina a Tamara en tono despectivo. Esta última sacó chispas por los ojos. Intentó
anclarse en la silla pero el instinto pudo más, se abalanzó sobre Josefina. Le arrebató la
cámara y la arrojó al piso con una fuerza descomunal, a lo que Josefina respondió furiosa,
apartando bruscamente la silla, tomándola por el cuello y enterrándole las uñas. Ambas,
como buenas gatas callejeras dieron inicio a un combate ante los ojos atónitos del resto.
Se cayeron algunas botellas, afortunadamente vacías.

Pelos de punta, arañazos, gritos, mejillas sonrojadas y sudor. “Sos una estúpida”, “idiota,
ignorante, inculta”, “envidiosa”, estúpida”, “estúpida tu madre fracasada”, “anticuada
frustrada”, “maldita perra”, “zorra”, “puta”, “la tuya mierda”…

¡Silencio! ¡Silencio! Se escuchó la voz indignada de Natalia. “Es demasiado hasta donde
llegan sus infantiladas. Esta fiesta se acabó. Tamara levantate que te voy a dejar a tu

41
casa de ipso facto”, les gritaba la esteta, quien minutos después sujetó a Tamara del
brazo. “Vamos, vamos, que no estoy jugando. Lo siento Josefina, después te llamo y
platicamos. Lo siento amigos, pero es mejor que nos retiremos. En otra ocasión será
diferente”, y se despidió. Tamara lucía molesta, ya no se diga Natalia. Ambas caminaron
tambaleantes algunos metros hasta montarse en el primer taxi y desaparecer de El
Panalushky. Mariano Castillo recogió la cámara del suelo y se la entregó a la sonrojada
Josefina quien suspiró: “ojalá todavía tenga salvación”.

-Bueno, ya pasó, no debemos arruinar la noche por una tontería. Yo brindo a tu salud mi
querida y excelente fotógrafa, vos sos mi vedette favorita, eso no se te debe olvidar nunca
-dijo Pomares, quien luego rellenó y levantó el vaso con whisky-. ¡Salud amor mío!

Y como en el fondo todos preferían el relax optaron por acatar la sugerencia de German, y
aunque a Josefina todavía le resonaran en la cabeza las incómodas palabras de Tamara,
se decidió por un considerable trago de licor que le borró la finas arrugas del rubio
entrecejo.

-No vaya usted a preocuparse Josefina. Yo en lo particular comprendo, es engorroso que


venga otra persona a burlarse del trabajo de uno. Usted tenía todo el derecho de
exaltarse. Fue de muy mala educación, una perfecta grosería el comportamiento de la tal
Tamara -comentó Nacho Oveja a la fotógrafa.

-¡Ay bueno, ya! Acabemos con esto que no fue nada -repuso ella.

-¡Esa es la actitud amor mío! ¡A tu salud cariño! -exclamó Pomares quien se levantó de su
sitio con su vaso de whisky para instalarse junto a Josefina.

-Tiene usted razón, German. ¿No lo cree así Mariano? -El pintor asintió con la cabeza-.
Una vez me tocó presenciar una disputa, qué digo disputa, un pleito de mercaderas entre
dos poetisas nicaragüenses. La una le reclamaba a la otra que el premio que había
recibido por su poemario fue un fraude porque se acostó con dos de los miembros del
jurado. ¡Es que se me ponen los pelos de punta sólo de recordarlo! También me acuerdo
de un historiador granadino y un poeta de Masaya, fue otro escándalo antológico, el
historiador granadino olvidó el decoro y se abalanzó sobre el bardo como buitre
hambriento ¡En la sala de la honorable Embajada de España! ¡Frente a una distinguida
concurrencia! Entre ellos, este humilde servidor, quien por cierto fue reconocido en esa
ocasión por los españoles como el periodista del año… pero la otra vez fue a un escultor
que…

Josefina, German y Mariano se destornillaban de la risa al escuchar los chismes de


Nacho Oveja. Sobre todo Josefina quien pensaba en las caras de otros artistas cuando el
periodista les refiriera la escena que recién había ejecutado con Tamara. “Bueno, al
menos no me van a echar presa”, se consoló internamente la fotógrafa.

A pesar de que Fiorella y Martín se sobresaltaron con el berrinche entre Tamara y


Josefina, la atracción entre ellos fue una cortina que los apartó del resto, a quienes
tampoco, y ya al calor de los tragos, parecía importarles mucho. De Leni Riefenstahl, las
aventuras de Rama y la fotografía pasaron al cuerpo y sus sensaciones.

42
-Sos una mujer interesante. Me gustaría que hubiera un acercamiento más íntimo entre
nosotros -le dijo un Martín desinhibido por el vino, el whisky y los sorbos de hierbabuena.

-Me encantaría que estuviéramos solos -se atrevió a responderle Fiorella, quien ya sentía
en sus venas el calorcito del alcohol mezclado con la hierba provocando una deliciosa
humedad entre sus piernas.

Y fue como por arte de magia, de esa magia inusual que brilla en una noche de tragos,
que Martín y Fiorella desaparecieron y se encontraban a medias ropas dentro del
escarabajo rojo tambaleándolo de un lado a otro, con las ventanas empañadas de amor
súbito y la voz de Billie Holiday a lo lejos.

-¡Basta de chismes por el momento! ¡Un trago más y la naturaleza me llama! -exclamó
ceremonioso Nacho Oveja. Se puso de pie y caminó en dirección al toilette de El
Panalushky. Comenzó desabrochándose la faja, se bajó los pantalones y el calzoncillo
hasta las rodillas dejando escapar a su ser por el orificio de su pene, cuando fue
brutalmente sorprendido por la retaguardia con los dones eróticos de Mariano Castillo.

-Ahora sí vamos a dejar los chismes Don Nacho. Vamos a acomodarnos al placer, vamos
a dejar el bla, bla y vamos a gozar -le dijo el pintor con los ojos achinados y rojos, en
posición de ataque, sosteniendo por detrás y de la cintura a Nacho-. ¡Vamos, vamos,
vamos! -arremetió sin piedad. Y en el espejo del baño se podía ver a media luz el perfil de
Nacho Oveja como ido, como hipnotizado, como poseído por alguna extraña fuerza que le
proporcionaba felicidad eterna.

-¡La noche ha sido un éxito! -sentenció Pomares a Josefina-. Nuestros amigos están
disfrutando… y vos y yo… ¡Querida!, ¿qué pasa entre vos y yo? ¿Por qué soy víctima de
tu frialdad? -preguntó Pomares a la fotógrafa.

-Lo nuestro se acabó y no empecemos, que esa pequeña temporada en el infierno la


vivimos hace mucho tiempo. ¡Ay ya German por favor! Mejor busquemos cómo pagar la
cuenta.

-¡La cuenta! ¡La guillotina! Esperemos a los demás o mi bolsillo desfallecerá -explicó
Pomares, con lo que Josefina estuvo de acuerdo.

La física es una ciencia maravillosa. Velocidad es igual a distancia sobre tiempo. Y en otro
tiempo, a otra distancia y a otra velocidad estaban Martín y Fiorella, ahora recostados en
la trompa del Volkswagen rojo, con los rostros al cielo arrancando estrellas, repartiéndose
planetas lejanos.

-¿Te voy a volver a ver? -preguntó ella.

-Es posible -respondió él-, debo viajar a Nueva Delhi.

Prefirió no continuar la conversación y besarlo hasta que se agotara el último minuto de la


noche.

Mariano Castillo regresó triunfante a la mesa. Pomares le dirigió una mirada maliciosa y
Mariano sonrió con la misma perversidad.

43
-Después de todo, el arte contemporáneo tiene su estilo -dijo el pintor. German y Josefina
soltaron una estruendosa carcajada.

-Bueno, es tiempo de irme -avisó Mariano-, aquí les dejo mi aporte a la mesada -sacó tres
billetes que inmediatamente Josefina agarró.

-¿Entonces vos llevás a Don Nacho? -interrogó la fotógrafa.

-Ja, ja, ja… bueno veamos que dice él -repuso Mariano.

-Que lo lleve, ahora es su putilla -añadió German.

-¡Callate!, ¡sos un imprudente! -le reprendió Josefina.

-Hablando del rey de Roma…Nacho, ¡querido!, hablábamos de tu parte para pagar la


cuenta.

-¡Claro, claro!, aquí está -y le entregó el dinero algo nervioso y sudoroso a Josefina-.
¿Quién me lleva a mi casa? -dijo el periodista.

-¡Mariano, por supuesto! -agregó con sarcasmo German.

-Bueno, Mariano, o yo si lo prefieres -repuso Josefina.

-Si Mariano está de acuerdo… pues me voy con él. Ya es tarde y parece que ya te vas
¿no? -preguntó viendo al pintor.

-Efectivamente, me marcho, estoy cansado. La jornada fue intensa… entonces vamonos,


que ya es tarde -contestó Mariano.

-Pero antes, llamen a Martín y a Fiorella, que quiero sacar una foto, quiero ver si mi
cámara todavía sirve -indicó Josefina.

-¡Par de tórtolos! ¡Martín, Fiorella! -gritó Pomares a todo pulmón.

-¿Escuchaste? Nos llaman -le dijo ella a Martín.

-Seguro que ya se marchan. Vamos a despedirnos, -y el poeta tomó de la mano a Fiorella


y aparecieron con rostros tiernos e inocentes en la mesa.

-Una foto muchachos, quiero sacar una foto y hay que pagar la cuenta.

Martín le dijo a Fiorella que él pagaría por los dos. Ella no se opuso. Sacó dinero de su
billetera y se lo entregó a Josefina.

-¿Pero usted no va a salir en la foto? -le dijo preocupada Fiorella a Josefina.

-Es cierto Josefina, sería una lástima si no aparecés -agregó Martín.

44
La fotógrafa se quedó pensativa.

-¡Está bien! ¡El mesero tomará la foto! ¡Mesero! ¡Mesero! La cuenta y una foto, por favor. -
El mesero algo adormecido por la hora se apresuró hacia Josefina, le entregó la cuenta.

-German, tu contribución al éxito de la noche… -le dijo Josefina mientras él sacaba de su


cartera un par de billetes y se los daba en el acto. El mesero se guardó la plata en uno de
los bolsillos de su pantalón, incluida su jugosa propina, ¡Benditos sean los hermanos
Watson!, y sonrió quedando a la espera de las indicaciones de Josefina. Ella programó las
asas, la velocidad de la captura y ubicó al joven a unos cuantos pasos de distancia. Le
explicó que debía sostener la cámara a determinada altura y en determinada posición y
únicamente apretaría el botón derecho conteniendo la respiración en ese preciso instante.
Después le indicó que descansara unos segundos y repitiera la misma operación. Minutos
antes de la toma, Martín, Fiorella, German, Mariano y Nacho se ubicaron como Josefina
les ordenó. La fotógrafa buscó la espalda de German y se instaló detrás de ella, de
manera que entre uno de los hombros del literato y del pintor, sobresalían sus enormes
ojos verdes, su cabellera rubia y su rostro de Walkiria. Martín y Fiorella parecían en otra
sintonía, sus siluetas y las inclinaciones de sus cuerpos hablaban más que sus ojos.
Mariano, German y Nacho lucían como tres soberbias sombras en el centro. Martín y
Fiorella a la izquierda, en la esquina del papel, en un segundo plano y en otra órbita. Y
todos, al estilo de Robert Cappa, ligeramente fuera de foco, como si se desintegraran,
aunque los bordes de sus figuras estuvieran delineados con precisión por el color negro
que parecía fijar sus espíritus en el tiempo o en el papel fotográfico que ella revelaría en
su cuarto oscuro días después.

Mariano se marchó en su automóvil con Nacho Oveja. Martín en su escarabajo rojo con
Fiorella. Y Josefina le dio un aventón a German Pomares. El mesero recogió las botellas
vacías y limpió los vestigios de los artistas. Entregó la plata a su jefe que se encontraba
apunto de cerrar el bar. Ambos caminaron en la oscuridad hasta la avenida universitaria
dejando atrás el solitario y silencioso Panalushky. Se montaron en un taxi. La noche lucía
cansada y estaba punto de cerrar su único ojo.

Es probable, en un pueblo tan pequeño como Managua, que todos se volvieran a


encontrar. Aunque sea de paso y para intercambiar pocas palabras.

Aquella tarde de octubre cada uno recibió un sobre amarillo con la fotografía, titulada por
su autora: Tal vez 1600 asas de emociones, y una nota que decía: “Hay momentos que
nunca deben olvidarse”. Pero en uno de los sobres iba algo más. La foto de la mujer en el
Támesis con una dedicatoria en la parte de atrás: “Martín, una mirada perdida con cariño
para vos. Josefina.”

German Pomares continuó en sus andadas perversas y sarcásticas. Dicen que


actualmente se encuentra escribiendo su propia versión de El nicaragüense porque la de
Pablo Antonio Cuadra le parece una herejía. Mariano Castillo se encerró en su estudio a
pintar una serie de cuadros sobre la dualidad. Hace unas semanas fue entrevistado al
respecto por el New York Times. Nunca más volvió a tener algo con Nacho Oveja, a pesar

45
de la insistencia del periodista. Josefina Kiesler sigue enamorada del blanco y negro, y
por supuesto, del cuarto oscuro. Nacho Oveja siempre al día con la farándula artística y
su “desdoblamiento espiritual” cuando se pasa de copas. De Natalia Orange se supo que
recién público un libro de crítica fotográfica: Las cien mejores fotos de Centroamérica.
Josefina le escribió el prólogo. Tamara Montenegro se fue a vivir con los Miskitos para
realizar un documental de corte histórico con Discovery Channel, y al igual que Josefina,
ya no recuerda el pleito entre ambas.

Y Martín está en la India, sentado frente a su computadora, reescribiendo una y otra vez
esta historia porque todavía no encuentra la forma de concluir su destino y el de Fiorella.

Eunice Shade (Guadalajara, 1980) Poeta, escritora y periodista. Ha publicado el libro de


narrativa El texto perdido (2007) y el poemario Escaleras abajo (2008). Ha sido parte del programa
de narradores Entresures. Cuentos y poemas suyos han aparecido en las siguientes antolo-
gías: Trilces trópicos (España), No es una antología, paisaje real de la ficción vivida (Perú), Usted
está aquí (México), Mujeres del sol y luna, Nicaragua en las redes de la poesía y Retrato de poeta.
Ha sido invitada al Festival Internacional de Poesía de Granada en Nicaragua y a la Feria
Internacional del libro (FIL) de Guadalajara. Ha sido editora de la revista El Pozo del paroxismo y
Literatosis.

46
Nunca te dejes montar la pata en la escuela
Armando Luigi Castañeda

Escupe, araña, grita y traga tierra. Encuentra un protector. Haz lo que te diga. No te le
despegues. Jode siempre a los pequeños. Rómpeles la boca. Entra a una pandilla.
Maltrata, sé agresivo, no tengas miedo. Ráspate las rodillas con la bicicleta. Mata
iguanas. Pégale candela al monte. Orínale la cama al vigilante de la construcción.
Quiébrale los vidrios al vecino. Dale con el palo al perro callejero. Espíchale los cauchos a
los carros de los estacionamientos. Sácale dinero a tu madre. Si no te da, quítale de la
cartera. Dile a tus amigos lo que has hecho. Repite conmigo «todos los pobres son
mierda, todos los negros son mierda». Cállate si tienes familiares pobres o negros.
Ignóralos, desprécialos. Aprende a decir mentiras. Haz creer a tus padres que te maltrata
la maestra. Culpa a tu madre, frente a la maestra, de tu pobre desempeño. Envidia, pon
tus mierdas sobre los otros. Nunca mires para adentro. Maltrata a los pendejos. Haz que
la gente se pelee. Sé violento. Practica kárate. Mantente a la moda. Cuida tu corte de
pelo. Emborráchate. Aprende a bailar. Rómpele la cara al bonito de la fiesta.

Cógete a la mujer de servicio. Dile a tus amigos lo que has hecho. Llévate escondido en la
noche el carro de tu madre. Quítale plata y vete de putas. Compra drogas. Compártelas.
Roba reproductores de carro y véndelos. Acostúmbrate a tener dinero. Cógete a las
changas mostrándoles el dinero. Rómpele la cara al bonito de la fiesta. Empátate con
alguien de tu clase social, aunque sea fea. Métele mano. Cógetela si puedes. Dile a tus
amigos lo que has hecho, aunque no lo hayas hecho. Haz que tus padres te compren un
carro nuevo. Deja a la tipa fea. Vete a la capital a estudiar la carrera que tu padre elija.
Sácale todo el dinero que puedas. Estudia poco. Emborráchate. Fuma y esnifa toda la
mierda que encuentres. Cógete a quien se resbale. Haz saber que tienes dinero. Rómpele
la cara al bonito de la fiesta. Utiliza a la gente. Desprecia a los pendejos. Aprende de tu
padre. Fíjate mejor en tu tío, el que trabaja con el gobierno. Búscate una novia rica.
Escucha a tu madre, ella sabe quién te conviene. Acaba la carrera.

Olvídate de las palizas. No destruyas más carros. No te metas tanta droga. Acomódate el
pelo. Usa corbata. Trabaja donde te ponga tu tío. Encuentra a un protector. Haz lo que te
diga. No te le despegues. Jode siempre a los pequeños. Rómpeles la boca. Entra a una
pandilla. Maltrata, sé agresivo, no tengas miedo. Compra un carro grande. Busca la
ganancia rápida. Relaciónate con gente del gobierno. Persigue algún contrato público.
Mójale la mano a quien convenga. Mueve tus contactos, no pierdas el tiempo. Cásate.
Sácale a tus suegros un tremendo piso. Abre una empresa. Pide préstamos bancarios.
Mójale la mano a quien convenga. Quiebra la empresa. Cómprate una casa grande.
Reprodúcete. Monta una venta de motos. Lava narcodólares. Compra un carro importado.
Abre cuentas en el extranjero. Busca una amante. Construye un centro comercial. Lava
narcodólares. Entra en el negocio de la multipropiedad. Lava narcodólares. Deja a medias
los proyectos. Quiebra la empresa.

Regresa a la coca. Deja a tu mujer y lárgate con la modelo. Alquila un apartamento de


lujo. Emborráchate. Vete cada noche de fiesta. Pelea con tus hijos. Recórtales el dinero.
Monta un restaurante. Desatiéndelo. Quiebra. Busca otros negocios. Mira cómo los

47
amigos te cierran las puertas. Amenázalos, insúltalos, maldícelos. Vende tu carro
importado. Esnifa toda la coca que puedas. Deja de pasarle dinero a tus hijos. Gástate lo
que te queda. Sobregira las tarjetas de crédito. Pide dinero prestado. Vende tu reloj de
oro. Usa películas porno ahora que no puedes pagar mujeres. Empléate. Trabaja mal.
Acepta las condiciones del despido. Arruínate. Enférmate. Olvida a tu familia, que no te
quiere. Muere solo, pero muere ya, porque se te ha acabado el tiempo.

Armando Luigi Castañeda (Valencia, 1970)


Es autor de Mujer desnuda mirando a un enano negro arrodillado (1994), La crisis de la
modernidad (1997), Historia de la burra y la motocicleta (1998), Estafa en la red (Barcelona, 2005)
y Guía de Barcelona para sociópatas (Veracruz, 2007). Relatos suyos han aparecido en los
diarios El Nacional, Ultimas Noticias, Panorama, y en revistas como Imagen Latinoamericana,
Púrpura y La Tuna de Oro. Ha participado en las antologías Un paseo por la narrativa
venezolana (1998), Voces nuevas. 1990-1991 (1999), Gaborio (2004), Las horas y las hordas.
Escritores latinoamericanos del siglo XXI (1998), estas dos últimas compiladas por Julio Ortega,
y Las voces secretas. El nuevo cuento venezolano (2006).

Patán universal
Ignacio Alcuri

La cena de fin de año de la Asociación de Neurocirujanos había comenzado a las ocho.


Ya eran las nueve y media.

Leonardo Da Vinci estacionó el carruaje bastante lejos de la vereda y corrió hacia el


ballroom. No estaba invitado por sus logros en el mundo de las artes o por sus
descubrimientos científicos. Estaba invitado porque, además de pintor, escultor e inventor,
Leonardo era neurocirujano.

Se disculpó con el primer grupito de colegas que encontró.

-Mil disculpas. El gremio de taxistas tuvo una asamblea urgente por los últimos hechos de
violencia. Y como soy taxista tuve que ir. Pensé que iba a llegar más temprano, pero
calculé mal los tiempos.

-Lástima que no es usted relojero -dijo con sorna un hombrecito de bigotes.

-De hecho sí soy relojero. Pero dicen que en casa de herrero, cuchillo de palo. Y puedo
confirmarlo, porque soy herrero.

Se sentó en una de las mesas y le entró de punta a los saladitos. Sólo paraba de comer
para servirle saladitos al resto. Porque también era mozo.

48
Al poco rato de haber llegado, la mayoría de los presentes estaba caliente con él. Esto le
pasaba muy a menudo. Es que resultaba irritante oírlo contar sus anécdotas como
arqueólogo, espeleólogo, piloto de pruebas y ganador de un Globo de Oro como Mejor
Director. Además, como era orador, todo lo decía como si estuviera dando el State of the
Union.

El peor momento fue cuando llegó un mago, el número contratado para amenizar la
velada.

-Necesito un voluntario.

-Yo soy voluntario -dijo Leo, que era voluntario de la ONU, de UNICEF, la OTAN y la
Comisión de Obras del Parque Central.

Subió al escenario. El mago le dio una pelotita de gomaespuma que tomó con sus manos.

-¿Dónde está la pelotita? -preguntó el mago al público. No tuvieron tiempo de responder.

-Está en el bolsillo de su camisa. Nunca estuvo en mis manos. Lo sé porque yo soy mago.

Al cuarto truco que le arruinó, el prestidigitador huyó en un mar de lágrimas. Todos


miraron a Da Vinci.

-Vos sos culpable de todo esto -dijo alguien.

-Es cierto, soy culpable. Pero también soy inocente.

Como tenía razón no pudieron decirle nada. Pero él, con extensos estudios en
reconocimiento facial, se dio cuenta de la cara de embole que tenían todos.

-Traje algo por si esto pasaba. -Era previsor.

Conectó su guitarra eléctrica al cubito y empezó a tocar. Leonardo era un guitarrista del
carajo. A los pocos segundos todos los neurocirujanos agitaban en un gran pogo frente al
escenario.

El set list estuvo compuesto por diez canciones de su autoría. El público se quedó con
ganas de más y lo hizo saber a viva voz, pero el tano terminó el último tema y se fue para
su casa. No lo hizo porque fuera malagradecido, amargo o patán (que lo era), sino porque
Leonardo Da Vinci no hace bises.

Ignacio Alcuri (Montevideo, 1980)


Es autor de Sobredosis pop (2003), Combo 2 (2004) y Problema mío (2006). Fue columnista de la
revista Neo, guionista de radio para Justicia infinita y de la televisión para el programa Los
informantes. Es autor del blog: hijodechucknorris.blogspot.com.

49
Niños sandinistas

Rodrigo Peñalba

“Toño, Delia y Rolando pertenecen a la Asociación de Niños Sandinistas (ANS). Los niños
sandinistas usan un pañuelo. Participan en las tareas de la Revolución y son muy
estudiosos.” Créditos: Página 73, Los Carlitos 1, Libro de lectura para primer grado.
Ediciones Cubanas, 1988

Los entonces miembros de la Asociación de Niños Sandinistas, Toño, Delia y Rolando,


vieron concluidas sus labores en pro de la revolución con la derrota del FSLN en las
elecciones de 1990. Con el pasar de los años estudiarían en colegios distintos, buscarían
empleo, crecerían y formarían familias.

Toño reencontró la mística de la revolución en las protestas estudiantiles. Camisetas


negras con mensajes simples y directos como ‘Quién dijo miedo?’, ‘Gallito Pinto’, ‘6%’, ‘No
al TLC’, ‘Daniel Presidente’, y otras cincuenta variantes. Gusta de Mago de Oz, odia el
reggaeton y toma Toña.

Delia aprendió inglés, es fanática de Michael Bolton, de Celine Dion, y de la música salsa.
Recuerda el día en que no fue a la plaza, un 19 de julio, y se quedó viendo en
casa Batman y Rambo III (contra los soviéticos en Afganistán) por Canal 6. Actualmente
estudia ingeniería y ayuda a su madre en una tienda de ropa en el Mercado Oriental.

Rolando tiene todos los discos de Eminem. Sus tíos en Miami le mandan ropa y le pagan
los estudios. Tiene televisión por cable desde 1994 y es seguidor del Real Madrid. Tiene
una hija de dos años que no atiende. Por las noches maneja un ciber-café en Altamira
desde donde chatea con sus primos que viven en los Estados Unidos.

Delia y Rolando estudian en la misma universidad pero ya no se recuerdan. Toño ganó


una beca y la defiende en las protestas estudiantiles. Un noticiero local grabó la represión
de esas protestas, y en la imagen se aprecia a Toño siendo reducido por tres policías
envueltos en nubes de gases lacrimógenos. Rolando observa eso desde el televisor del
cafetín de su universidad y aplaude que los policías le saquen la mierda a ese vándalo.
Delia tuvo que regresar caminando a su casa porque el transporte público fue detenido.
Rolando aprovecha que las clases fueron suspendidas y se va con unos broderes a
echarse unas vichas.

Rodrigo Peñalba (Managua, 1981)


Es escritor y editor para MarcaAcme.com. Textos suyos han aparecido en revistas como Estrago, Las palabras sobran, El
ojo de Adrián, Patadeperro, Barricada.com.ni, Global Voices Online y El Nuevo Amanecer Cultural. Es autor
de Holanda (2006). Como curador de arte, ha participado en Falsificaciones Verdaderas, obra/instalación de Ernesto
Salmerón (artista ganador de la Bienal de Artes Visuales de Nicaragua en 2005). Relatos suyos han aparecido en las
antologías Banda aparte (2006) de la revista electrónica Los Noveles, y en 30 cuentistas latinoamericanos (2007) publicada

50
en Literaturas.com. Es, además, autor de Sandino, pieza interactiva v 0.1x (2008, aún en proceso) y Espacios urbanos:
fotografía e intervención urbana en galerías del Centro Cultural Managua. Recientemente coordinó en Managua la apertura
de Unión utópica, primera exposición digital centroamericana, inaugurada en simultáneo entre Nicaragua y Costa Rica.

Seltz
Carlos Yushimito

Cuando me quitaba el traje en el almacén, sentí su duro aliento a cachaza junto a la oreja.
Era Bautista, el administrador. Tenía la cara sudorosa. Pensé, como siempre, que habría
estado divirtiéndose mucho por cómo le vi torcer la boca y la forma como sus palabras se
abalanzaron hacia mí con intensidad, pero descoordinadamente. No era raro que me
asaltara entonces un extraño sentimiento de pudor. Un furtivo sentimiento de culpa. Por
unos segundos, sentí como si alguien estuviera mirando la cópula de un par de langostas
en cámara lenta y yo estuviera a su lado, de pie, delante de veinte televisores que
repitieran la misma imagen. Lenta. Lentísima. Zé Antunes dice que la mejor estrategia
comercial, para una tienda de electrodomésticos como la nuestra, es dejar que todos los
televisores de la tienda estén siempre sincronizados en el Discovery Channel. “Por
ejemplo”, decía, “imaginemos que hay un concierto de rock o un partido de fútbol: los
padres asocian el televisor con la droga o con el ocio mal aprovechado. Si hay una
película, una mujer de cuarenta y tantos, casada y con hijos en la universidad, suele
recordar con nostalgia y cierto rencor inconsciente que su marido ya casi nunca la invita al
cine”. Zé Antunes dice que los canales educativos aumentan las probabilidades de que
una venta se concrete, y debe ser verdad, porque a los padres la educación siempre les
parecerá una buena inversión y nunca escatimarán nada. “Ésa es la parte sensible que
debemos atacar: la yugular de las ventas”, afirma. Zé Antunes sabe mucho sobre el
mundo animal, aunque no tanto como de ventas y marketing. Por eso procuro escucharlo
a menudo con atención, para contagiarme de toda esa sabiduría suya. Pero con Bautista
es diferente. Mientras miraba sus gestos amplificados, casi seguro de que su tabique
adelgazado se había metido una buena farra por la tarde, pensé en su idea de felicidad y
en el buen negocio que seguramente habría hecho con el distribuidor de Draco. Una cosa
lleva a la otra, ya se sabe. Y él conoce bastante bien el negocio porque es el hijo del
dueño, y el dueño es uno de los hombres más importantes y ricos de todo Río de Janeiro.

“Esta noche tengo un nuevo disfraz para ti, Toninho”.

Palmoteándome la espalda con complicidad, Bautista permaneció en actitud alerta sin


darse cuenta de que yo no tenía ganas de otra mala noche a su lado. Por eso, aunque
insistió, no levanté la cabeza afirmando ni negando nada. Continué con mi
caprichoso strip tease hasta que recuperé mi forma humana.

Al final se dio por vencido, tal vez cohibido por mi exceso de confianza. Me apuntó con
una pistola hecha por sus dedos, y un gatillo presionado en sus ojos disparó:

“Te espero en el auto”.

51
Me esperaba en el corredor, no en el auto.

“¿Cerraste bien la llave?”, preguntó Zé.

Yo le dije que sí, pero el cara, desconfiado como siempre, quiso comprobarlo por sí
mismo. Al rato vino secándose las manos.

“Hombre prevenido, vale por veinte”.

A esas alturas, la puerta corrediza ya clausuraba la entrada principal. Solamente


quedábamos los tres adentro, enlatados entre losetas blancas y monitores de televisor
encendidos en el mismo canal. Un león de melenas rojas se alejaba con el último pedazo
de entrepierna en la boca, meneaba el trasero y unas hienas se disputaban los restos de
lo que antes fuera una cebra. Comían con ardor, con un apetito africano. Bautista y Zé
Antunes, sin prestarme atención, seguían charlando animadamente junto a la caja.

“En el maletero tienes un saco y una buena loción”, dijo Bautista, interrumpiéndose por un
momento. Movió las manos, como si su cabeza fuera la bola de una pitonisa:

“Póntelo y te metes al auto”.

Me tiró la llave.

Antes de salir miré que conversaba con Zé y que éste le tendía un pequeño sobre
amarillo. Era el sobre que empleaban en la contabilidad los fines de mes. Pese a su edad,
Zé Antunes es el empleado más antiguo de la tienda, se ocupa cada noche de ponerle el
candado a la puerta, de apagar los equipos y desconectar la electricidad. Es el último en
marcharse y el primero en llegar, salvo los días martes, cuando se toma las mañanas
libres. En los cuatro años que llevo trabajando aquí, nunca le he visto faltar ni tomarse
vacaciones. Y nunca lo he escuchado quejarse, ni maldecir, ni incordiar a nadie que no lo
merezca.

Es en verdad un tipo al que todo el mundo debería imitar.

Cuando cerré la puerta del maletero me sentía más alerta y animado que antes. Me puse
el saco recién lavado al seco, terminé de echarme la loción al pelo y me monté en el
asiento del copiloto con un salto ágil. Me miré en el espejo retrovisor y la idea no me
disgustó tanto. Prendí la radio. La voz de Daniela Mercury gruñía en los parlantes, con la
misma sensualidad que su cuerpo: Vem ai un baile movido a nova fontes de energía.
Chacina, política e mídia. Bem perto da casa que eu vivia… eletrodoméstico… eletro-
brazil…

Camisa abierta, tweed marrón, cabellos húmedos. Al cabo de algunos minutos me había
convertido en un Bautista apenas diferente, más pequeño, menos elegante. El pecho, un
tanto al descubierto, disfrutaba el aire que se metía a patadas, partido en ráfagas, por la
ventana de su Audi. Me caía bien el papel de hombre despreocupado que sale un viernes
por la noche para librarse del estrés de una negociación incierta. Tenía ese mismo
aspecto de tensión a punto de estallar que atrae tanto a las mujeres. Me observé con
disimulo en el espejo lateral. Una y otra vez me miré. Sí, concordaba: en verdad me
sentía apuesto, sofisticado. Fuera de mi maltrecho y abaratado atuendo cotidiano era un

52
seductor innato: el instinto seductor bullía, silenciosamente, bregando por saltar de mi
interior. Aún así, la entereza se conservó tanto como un chispazo de luz. Bautista es un
niño rico que hace deporte por competencia, pocas veces por diversión, y viste trapos
onerosos que yo nunca podré comprar, ni con el sueldo de cinco meses. Sabe
comportarse en sociedad y no le cuesta esfuerzo que las cosas le calcen bien en el
cuerpo y en la vida. Tiene los ojos verdes como dos luciérnagas en la noche y una buena
osamenta que transpira testosteronas, con un suave aroma de Gucci. Ojalá tuviera yo su
habilidad para engatusar con las palabras, esa determinación conductual (diría Zé),
cuando quiere llevarse a una chica bonita a la cama.

“¿Entradas?”, dice el negrazo, atento en la puerta.

Me mira con cierta desfachatez, de arriba abajo.

“Déjalo ahí, Ciro. Viene conmigo”.

Bautista sabe cómo desautorizar sin más poder que su sonrisa rotunda. Después de eso,
el par de entradas personales y su tarjeta de socio, terminan por abrirnos todas las
puertas. Atento a la cara dulcificada de los dos gorilas, yo me atieso en el tweedy camino
sin miedo hacia adelante. Los atravieso. Siento, con impaciencia, la energía palpitante
que proporcionan los placeres y las jerarquías. Dentro hay un pasillo de paredes
cromadas; una explosión que se intuye y, finalmente, la sorpresa que nos engulle a esa
enorme fábula con miles de vidas en movimiento. De súbito, las luces nos atraen como a
dos astronautas perdidos en mitad del universo. Me digo en voz baja que esto es la
riqueza de los seres humanos; el centro del poder en reposo. Aunque vistos así, en la
oscuridad, nada los diferencia de los que se quedaron afuera, hombres y mujeres son
apenas sombras y destellos de sí mismos; caras y sellos de una moneda, eso sí, de muy
diferente valor.

“Estos tipos son como los perros antidrogas”, dice casi gritando Bautista, mientras avanza
a mí lado: “pueden oler a los pobres a más de doscientos metros de distancia”.

“Estarán acostumbrados”, respondo, la rabia contenida aún. “A este negro lo veo yo


subiendo todos los días a vender droga a São Clemente”.

Apenas acabamos de abrirnos paso cuando alguien nos aborda.

“Bautista”, dice un hombre.

Los veo abrazarse, darse un beso en la mejilla. Es un hombre flaco, de lentes.


Circunstancial.

“No me digas que vamos a seguir negociando aquí”.

“Siempre que tengamos la misma química”, se ríe cogiéndose el hocico.

Es el distribuidor de Draco.

“Evaristo Rangel”, me extiende una mano.

53
“Toninho”, digo yo.

“Mi primo Toni”, corrige Bautista, y, disimuladamente, me mira con odio.

“Ajá… así que eres tú, el famoso Toni”, dice Rangel.

Me mira con curiosidad a su vez.

“El famoso Toni”, repite ahora, mirando a Bautista.

Me siento un poco idiota, riéndome sin entenderlos.

Buena parte de la noche nos la pasaremos hablando sobre anécdotas vacías e


intrascendentes, cuentos de los que nadie se enterará, ni recordará luego. De cuando en
cuando harán tres hileras de coca y yo me meteré una para no malograr el maquillaje que
me ha elegido Bautista. Bueno, me meteré más de una. A este ritmo mentir no se hará tan
difícil. Llegará un instante en que nada será verdad, y ellos no se enterarán de lo que
dicen que yo he dicho que ellos han dicho. De pronto seré el tipo más divertido sobre la
tierra solo porque ellos han querido que lo sea. Diré que el sexo de las serpientes es
lento, casi como su digestión, y que las palomas tiran de un modo horrible, se despluman
casi literalmente, que son los animales más sádicos y refinados para el dolor, sobre todo
entre ellos mismos. Les hablaré de cosas poco comprometedoras. Me reiré de mí mismo,
fingiendo que es otro el idiota que baila vestido de cocodrilo para los críos. Se reirán. Nos
reiremos. Podría decirles, sin asomo de sarcasmos, que son un par de idiotas y aún así
reirían con ganas. En el caos, el momento de cambiar de diversión llegará sin palabras.
Dos morenas como nunca antes he visto se unirán a la fiesta, escotes, muslos,
pantorrillas oliendo todo ellas a sexo. Cuando me saludan, la suave textura de sus
pantalones me lamen la pierna, y siento que necesito otro tiro, pero éstos ya se
terminaron para Toninho. Quizá para Toni haya uno más, le digo a Bautista. Y él se ríe. Y
yo me meto.

El distribuidor de Draco nos abastece de caipirinhas y cervezas. Y el negro de la puerta,


en efecto, es el que nos traerá la coca. Las morenas me miran con lujuria. Sin arrestos,
casi me imaginaré una orgía sobre la mesa, y cuando voy a tocarle el muslo a una de
ellas, Bautista me lleva a un lado de los sofás y dirá que tiene que llevarse a Evaristo
Rangel. “Eres fenomenal, Toninho. Recuérdame que te mereces un aumento el próximo
mes”. El próximo mes nunca llegará. Pero en ese momento lo abrazo, y él me aparta
suavemente porque una de las morenas lo atrapa a su vez, desde atrás, como si fuera un
osito de felpa. Tiene un par de ojazos que todo lo petrifican. Mi palo, para empezar. Mi
boca. Mi autoestima. Regreso a la mesa solo. Evaristo me abraza y me besa la mejilla. “El
famoso Toni”, se ríe. Y yo me río también, me río observando cómo se alejan Bautista y
Rangel del brazo de dos colosales reinas. Uno de los camareros me toca el hombro,
señor, me alcanza el sobre amarillo que le ha dejado Bautista antes de irse. Me lo llevo al
bolsillo después de mirarlo con cautela. Si fuera un hombre juicioso, siendo pobre como
soy, debería esperar un poco, beberme una última cerveza y marcharme a casa con un
sueldo extra en los pantalones. Si fuera un hombre atinado secaría mi vaso sin mirar a
ninguna parte. Pero la primera cerveza se multiplica milagrosamente en mis manos, y,
sentado aún en la misma mesa, el vaso lleno de una renovada y luminosa magia,
reconozco a Julia, ah, la bella Julia Oliveira.

54
“¿Has visto a Bautista?”, inicia nuestra conversación por primera vez.

Levanto los hombros.

“Se fue”, le digo.

Veo cómo sus pupilas de gata herida se dilatan en la oscuridad. Adivino que su cabello
echado hacia atrás procura ser un gesto de dignidad frente al abandono.

“Hijo de puta”, murmura, pensando en Bautista

Y, sin más explicación, me enseña su espalda.

La segunda vez la veo rondando inútilmente alrededor de la mesa.

Me causa pena. Le miro las tetas.

“¿Y tú quién eres?”, dice ella, atraída por mi curiosidad.

“Toni”, le miento: “El primo del hijo de puta”.

Se ríe, coquetamente ahora.

“Supongo que no sabrás a dónde se ha ido, ¿no?”.

No voy a traicionar a mi amigo.

Le digo que no.

“Claro”, continúa ella, tomando asiento. “Ustedes los hombres siempre se cubren el culo
unos a otros cuando se ven en aprietos. Es una cuestión de género, me imagino. Un
instinto animal, simple conservación. En cambio nosotras aprovechamos el primer
descuido para destruirnos. ¿Por qué será? Debe ser que evolucionamos más deprisa que
ustedes”. Su voz se suaviza, creo que se pondrá a llorar: “No me importa que se vaya con
otras, siempre y cuando me lo diga, ¿sabes?”.

Pero no se lo creo. Es una forma de soltarme la lengua.

Al rato de mirar a la gente bailar en la pista, siento que sus ojos se arriman.

“Sabes bailar, ¿no?”.

Esta vez no le miento cuando respondo que sí. Durante cinco años lo había hecho para la
escuela de samba de Mangueira, hasta que me hice viejo para seguir viviendo de la renta
de un mes al año y los trotes entre lentejuelas no me dieron lo suficiente para
alimentarme. Antes me había servido para encontrar un trabajo legal, y ahora me serviría
para acostarme con una linda chica. ¿Quién me había dicho que bailar no me llevaría a
ninguna parte? Qué importaba, me decía: uno es lo que vive. Me sentí afortunado por mi
agilidad, por mis fuertes y flexibles brazos. No me costó trabajo acomodar mi cuerpo a la

55
curiosa sensualidad que Julia irradiaba; no me costó trabajo atacar sus fuertes ancas con
las mías. La clavé con una mirada profesional, dejando en claro que solo éramos un
hombre y una mujer haciendo lo que querían en una pista de baile. Nada más nos
comprometía. Nos meneamos un buen rato hasta que las piernas nos pidieron una tregua:
las suyas antes que las mías, y nos devolvimos a los sofás, exhaustos. Éramos dos
langostas observadas por una cámara oculta, pensé: miles de televisores nos miraban de
cerca, la complicidad de una buena venta, la felicidad de un par de respetables padres de
familia. Sentí que las luces rojas y amarillas de la siguiente canción, la voz grave de Tim
Maia arrastrándose como un comando camuflado en la oscuridad, nos calentaba de
nuevo.

“Bailas bien”, dejó caer en mi oído.

En realidad quería decir: “bailas muy bien, formidablemente”, pero la dominaba esa
continencia femenina que me había enseñado a comprender, incluso a valorar, en mí
mismo, leyendo las revistas del corazón en la peluquería.

“No tanto como tú”, le mentí.

“Ya ni siquiera me apetece que venga tu primo, Toninho”.

Recordaba mi nombre.

Bailamos el resto de la noche. Nos besamos. Di buena cuenta de lo que sobraba en el


sobre. Luego, con alguna excusa, me llevó a su casa. Quería saber si era verdad lo que
decían: que uno baila como tira.

Al día siguiente, con el palo adolorido, desperté pensando que había sido el mejor sexo
de mi vida.

“Cuando dos lobos se encuentran fuera de un territorio neutral es inevitable que peleen
entre sí hasta que uno de los dos venza. En estas circunstancias, antes de morir, el lobo
más débil se encoge y pone su carótida a voluntad del vencedor. Es una señal de
sumisión que sabe, instintivamente, el otro acatará de inmediato. No importa que a éste la
sangre le borbotee en calor, y sus colmillos no hayan terminado de asimilar que esa
noche no disfrutará represalias. El vencedor lo dejará ir, pues incluso entonces su
impronta los fuerza a su propia subsistencia colectiva. A este fenómeno, los etólogos lo
denominan ‘mecanismo de inhibición’. Una clave genética que evita que los animales de
una misma especie se eliminen unos a otros, cuando hay, por ejemplo, tantas otras
especies por eliminar, conejos o venados…”.

Miraba la televisión, cuando se acercó Zé Antunes.

“Llegas tarde”, me dijo.

Supongo que Bautista se lo habría advertido anoche porque no me regañó más de la


cuenta. En algún momento incluso se mostró aprensivo:

“Tienes mala cara, Toninho. Debes haberte quedado despierto hasta muy tarde”.

56
La verdad es que no me quejaba. Encontré enseguida el camino de regreso desde los
bajos de Tijuca, me duché en el almacén y ahora intentaba recuperar un poco de
energías, dormitando sobre el sofá los pocos minutos que tenía libres. Aún cuando
recurría al buen recuerdo de la noche, a las caricias de Julia Oliveira, la cabeza no dejaba
de dolerme. La molestia se había intensificado, convirtiéndose en un aguijón implacable.
Frente a los televisores veía ese ballet de luz, la sincronía perfecta de sus imágenes.

Escuché que Zé Antunes saludaba a los guardias, a Roberto, a Célia, a Clarice, a


Zacarías.

Todos ellos caminaban en fila, cada vez más lejos.

“Suponga usted que dejamos correr reiteradamente la misma pelota de ping pong frente a
un grupo de patitos recién nacidos. En ese momento, sin darnos cuenta, furtivamente,
quizá habremos fijado la impronta que los hará asociar el movimiento rotativo con la
identidad de la madre, y en adelante no será extraño ver a las cinco crías ir detrás de la
pelota como lo hubieran hecho con una pata adulta; imitar esa reacción delante de
cualquier esfera que despierte instintivamente su necesidad de protección; correr y morir
aplastados por la llanta de un coche irresponsable que cruzó la carretera demasiado
aprisa…”.

Para entonces, ya reducido por la voz susurrante del televisor, Julia conducía su cochazo
azul deportivo y yo, a su lado, miraba a través de la ventanilla la hilera continua de la
carretera, los postes de luz y los extensos campos a oscuras, como si todo conformara
una sola e inseparable identidad. Pero, sobre todo, yo la miraba a ella. Miraba el reflejo de
su perfil azul. El lunar que tenía en el cuello, junto a la yugular. De cuando en cuando ella
volteaba y yo veía en sus ojos una promesa firme, fuera de mi alcance.

Tal vez por eso sonreí: porque me sentía inseguro mientras me miraba.

“Solo los hombres cazan por deporte o matan por diversión. Los demás animales lo hacen
porque tienen miedo a ser devorados, porque sienten hambre o por simple competencia
territorial. Si creemos en las jerarquías evolutivas, entonces tendríamos que aceptar que
la agresividad humana, desarrollada hasta niveles en exceso, ha alcanzado su máxima
perfección en la crueldad y que nuestros instintos de nada sirven contra la cultura cuando
enfrentamos situaciones básicas como son la amenaza frente al territorio o el miedo al
que es diferente”.

Julia sonreía desnuda sobre la cama.

“¿Por qué a veces hablas de cosas que no entiendo, Toninho?”

Dejé de hablarle entonces sobre los televisores que suelen parecernos más caros de lo
que son, de las palomas, de las serpientes.

“Estás loco”, dijo.

Sentí que interrumpía mi papel, que el mal aliento de la mañana y la resaca que
empezaba a despertarse quizá le pertenecían mucho más a quien realmente era.

57
“Porque haces que me ponga nervioso, de lo linda que eres”, dijo Toni.

“Oh, eres tan dulce, tontinho“.

Volví a mirar su perfil en el vidrio.

Esta vez su cabellera formaba ondas perfectas sobre un campo verde, cada vez más
iluminado por el brillo que la puerta corrediza dejaba pasar. Su lento ascenso metía el
sonido del centro comercial como gorjeos matinales. Solo algunos segundos después,
parpadeando pesadamente, una hilera de patitos seguía persiguiendo una pelota sobre el
césped.

“¿Puedo ir a buscarte luego?”, escuché.

Miré a Ze Antunes con los brazos en jarra estorbando el televisor.

“Ya es hora, chico”.

Asentí.

Pero, mientras ella se duchaba, me marché sin responderle cuándo.

Abrimos la tienda hacia la diez. Solo había conseguido descansar quince minutos extras.
Lejos de lo que hubiera podido pensar, la gente fluía afuera con una continuidad
inquietante: era un largo caudal de infinitas cabezas, caminatas apremiantes y
necesidades insatisfechas. Era la vida en movimiento. En mi esquina, delante de la
entrada principal, me las había ingeniado para tener ya el disfraz ajustado; el gran
abdomen con lunares verdes; la cabeza enorme sobre la pequeña cabeza humana; el
hocico, los dos colmillos blandos, el par de bien disimulados agujeros que me servían de
ojos. Era nuevamente el gran cocodrilo que promocionaba los electrodomésticos
de Almacenes Mattos bailando para los niños. Trabajando mi talento, no tardé en atraer y
luego en reunir en seguida a los pequeños y sus padres. Con el equilibrio de mis piernas
largas, con la fuerza de mis brazos, los llevé hasta la sección de refrigeradoras Draco y
ahí la habilidad de Roberto hizo el resto. Regresé a mi esquina y continué bailando. No
me detuve en ningún momento. Media hora después vi salir a una pareja de esposos,
seguidos por Zacarías y un enorme televisor de 21 pulgadas, y una cafetera de regalo.
Sonreían, tomados fuertemente de la mano.

“Toninho”, sonrió Bautista, reluciente.

Traía en la mano un catálogo de los productos Draco, desplegado y espléndido, como


corresponde a la empresa de electrodomésticos más importante de todo Brasil. Pronto
llegaría la nueva colección de lavadoras y secadoras, un verdadero adelanto en
tecnología que revolucionaba el mercado de la línea blanca en todo el continente.

“Y los tendremos primero aquí, en nuestra tienda”, decía, blandiendo el folleto, a ratos
besándolo y golpeándolo ligeramente, como si se tratara de una ampolleta y estuviera a
punto de ensartarme una inyección en el trasero.

“Toni”, me palmeó la espalda.


58
Tenía, como siempre, la sonrisa perfecta.

Una de las ventajas que tiene mi profesión es que puedo controlar, discretamente, a todas
las personas que entran y salen de la tienda. Puedo hacer gestos obscenos sin ser
descubierto, mirar escotes y pasar inadvertido. Por eso, cuando vi acercarse a Julia, única
entre la multitud, no me tomó realmente por sorpresa. Me sentí perplejo, asustado, pero
protegido al fin bajo toda esa barrera de goma y algodón que me escondía. La vi
ascendiendo, empujada por las escaleras eléctricas, una visión magnífica que se abría
paso entre la multitud. Julia, radiante, el rostro encendido con la vitalidad que le da el
buen sexo a las mujeres, pasó junto a mí sin mirarme. Sabía que había hecho todo el
camino desde Tijuca solo para encontrarme.

“Julia Oliveira”, escuché que decía Bautista.

Me volví sobresaltado, pues, en mi ensimismamiento, no había previsto la posibilidad de


un encuentro entre ambos, pero eso era lo que sucedía.

“Qué sorpresa tenerte en nuestro humilde negocio familiar”, continuó.

Vestida con un escote provocador, Julia se las había arreglado para sobrevivir a la luz del
día con mucho más éxito que todas las mujeres que había conocido juntas. La miré,
sutilmente maquillada, desafiante bajo el despecho, pero incomparablemente hermosa y
digna frente al casanova que tenía delante y que no la merecía. Sentí que, bajo el calor de
la goma, empezaba a fundirse toda mi seguridad, viendo cómo lo encaraba con un valor
que yo nunca hubiera reconocido en mí mismo.

“¿Y bien?”, decía ella, con voz indiferente. “¿Sabes dónde puedo encontrarlo?”.

“¿Toni?”, se rió Bautista.

Sentí un escalofrío deslizándose por mi larga cola de cocodrilo.

“Sí, Toni”, dijo ella. “Toninho. Tu primo. ¿Dónde está?”.

Bautista encontró mis ojos en mitad de la gente.

“Debe estar en el club de yates, en Ipanema”, noté cierto grado de molestia esta vez.
“Como a todo buen carioca, le gusta darse de golpes contra las olas”.

Mi alma regresó al cocodrilo. Ahora estábamos a mano.

“Iré a buscarlo entonces a Ipanema. Ciao Bautista”.

Luego pasó a mi lado, evitándome con elegancia, caminando de prisa.

Yo no existía más para ella.

59
No hice nada por demostrar lo contrario. No le dije nada mientras se iba. Dejé que los dos
agujeros de mi disfraz apuntaran excesivamente su magnífico trasero, mientras ella se
hundía en las escaleras eléctricas y el primer piso no tardaba en engullírsela.

Poco después, Bautista la siguió. Se le veía realmente furioso conmigo, aunque no lo


reveló de ninguna forma superficial, ni quise yo interpretarlo de esa manera. Estábamos
bien como estábamos. No valía la pena malograr el día. Al cruzar junto a mí, susurró
lentamente que le debía una explicación, y creo yo que lo decía más por no haber sido
Toni la noche entera, que por haberme tirado a su novia, cinco o seis veces.

Seguí bailando, girando, bailando hasta que Gal Costa me dio una tregua prudencial.

Entonces detuve a los niños que brincaban alrededor y caminé hacia la tienda, sin que
nadie ni nada me detuviera, inmune a súplicas y reclamos. Pese a ello, uno de los niños
alcanzó a colgarse de mi cola; pero yo lo aparté con fuerza, y el pequeño tunante fue a
parar junto a las lavadoras. Caminé sin miedo, atravesando las palabras de amonestación
que pudieran tener Zé, Bautista o cualquier cliente, padres de familia conservadores,
interesados en una correcta educación de sus hijos. Pero, admirablemente, nadie me
siguió. Nadie se atrevió a decirme nada. En el camino solo me encontré con Célia, la
promotora de tecnología celular, animándome con la sonrisa hueca que le entregaba a
todos.

“Lo que sea, diles que necesitaba ir al baño”.

“Te cubro” dijo. “Pero no esperes que lo haga más de cinco minutos”.

Pensé que iba a añadir “o iré a buscarte”; pero la puerta, cerrada por el vaivén,
interrumpió mi fantasía.

Como fuera, me sentía enfadado.

Una vez dentro no fui directamente al baño como le había dicho; antes me quité la
enorme cabeza y la abandoné junto al grifo. Deseaba con todas mis fuerzas poder
sacarme también la otra, ese blando espiral que se hundía hacia ninguna parte al interior
de mi cuerpo. Caminé hacia el casillero, y rebusqué en los bolsillos del pantalón hasta que
di con el sobrecito celeste que había comprado dos horas antes en el camino a Tijuca.
Saqué la pastilla, la sumergí en un vaso de agua y me senté a esperar, observando cómo
se desintegraba en miles de burbujas lechosas en la superficie. Miré cómo se hundía,
cómo el náufrago vencido por la gravedad se adelgazaba hasta llegar a esa convulsión
final que lo desintegró por completo. Pensé en las langostas reproduciéndose en
proporción a las buenas ventas. En Célia sonriéndome con algo más que simpatía antes
de desaparecer. En Julia buscándome en todos los yates encallados de Ipanema. En
Bautista orgulloso de tener el catálogo completo de Draco, mucho antes que en cualquier
otra tienda del centro. En Daniela Mercury, pensé. En los lobos que son palomas y las
palomas que son lobos. En los animales que se perdonan la vida. Quizá mi cuello había
sido expuesto mucho antes de saber que iba a perder. O podía lanzar mis propias bolas
de ping pong a la vida; conseguir que alguien me siguiera, al menos un par de metros en
lo que quedaba de ella. Mirando el vaso en paz, creí encontrar la respuesta a muchos
misterios de la vida, pero no tuve palabras para compartirlas con el mundo. Tampoco hizo
falta. Solo éramos ese momento y yo. Vigoroso, inspirado por una extraña dignidad,

60
escuché los quejidos de un niño y el grito de un padre indignado, quizá mi nombre dicho
atravesando el tabique del almacén. Escuché los pasos que venían a buscarme,
amenazadores, y, quieto por fin, también el dolor de cabeza deshecho en miles de
burbujas de adrenalina, me calcé la cabeza de cocodrilo y los esperé de pie, dispuesto a
darles batalla.

Mi nombre era Antonio Carlos Pereira. Toninho.

Estaba listo.

Carlos Yushimito (Lima, 1977)


Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos donde ganó los juegos florales
en 2002. Ha publicado los libros de cuentos El Mago (2004) y Las islas (2006), así como la
plaqueta “Madureira sabe” en la Colección Underwood. Algunos de sus relatos forman parte de las
antologias Selección Peruana 1990-2007 (2007) y Disidentes. Muestra de la nueva narrativa
peruana (2007). Codirige el sello Mundo Ajeno Editores.

Manos dibujando

Yolanda Arroyo Pizarro

El lápiz de carbón se escurre en su mano. Agustina dibuja líneas y líneas. Danza su


muñeca con trazo firme sobre el papel. El papel sobre su falda. Los trazos pueden
divisarse por la hendija de la puerta. Trazos, música soft rock y trazos. Los senos
desnudos se le mueven cada vez que marca un delineado, o un semicírculo, o intensifica
los detalles de los nudillos en el esbozo, de los botones de la camisa arrugada por una
soga, de las venas sobre la piel del cuello, cuando atenúa los pormenores del puente.
Blanco y negro. Gris.

Él la observa desde la hendija de la puerta, en un escondite que acomoda su secreto


hace semanas. Que acomoda su secreto y la vergüenza, acaso compartida. Identifica el
bulto de ropa femenino sobre una butaca, de lado a una estiba de libros antiguos de
Bierce. Él lame sin lengua la piel aún a esa distancia. Aspira todo el espacio que puede
recoger entre su cuerpo maduro, arrugado y el de ella inaugural. Poco trayecto si se
atreviera, si le diera la gana y abriera la caja para verle las pestañas a Pandora. ¿Sabrá
que él la observa?

Agustina levanta el rostro por un momento. Luego regresa al dibujo. Tiene la potestad de
recrear realidades incomprendidas desde que era más chica y su padre le permitía
colorear. Su padre la sentaba en su falda y le pedía que dibujara. Que dibujara y se
quedara quietecita, que no se quejara aunque sintiera cosas. No ha pasado tanto tiempo.

61
Entre las figuras dibujadas en el papel va apareciendo de a poco, en rayas grises, un
hombre que contempla el rápido discurrir del agua. Tiene los brazos detrás de la espalda;
las muñecas sujetas con la soga; otra soga colgada al cuello y atada a un grueso tirante
por encima de su cabeza. Agustina también le ha dibujado algunas tablas flojas, en
blanco y negro, colocadas sobre los durmientes de los rieles que le prestan un punto de
apoyo a él y a sus verdugos. Los verdugos son dos soldados rasos del ejército federal
que Agustina ha estampado. Blanco, negro, sombra. No lejos de ellos, en el mismo
entarimado improvisado, se halla de pie un oficial del ejército con las divisas de sus
combates; estrellas de capitán. Grises, líneas finas y líneas gruesas. Cuando Agustina se
detiene a dibujar en más detalle las medallas, el de la hendija se agita, jadea, intenta no
hacer ruido mientras su mano se pierde. Desearía también tomar un lápiz, acuclillarse
junto a Agustina, rozar su piel mientras comparten el pedazo de papel. Escuchar que ella
lo sabe, que lo perdona por antes, por ahora y por más tarde. O que quizás lo disfruta un
poco.

El personaje del dibujo abre los ojos y escucha cómo corre el agua bajo sus pies. Piensa
en que si lograra desatar sus manos, podría soltar el nudo corredizo y saltar al río;
esquivaría las balas y nadaría con fuerza hasta alcanzar la orilla; después se internaría en
el bosque y huiría hasta llegar a la casa. El canvas. La hendija. Agustina. Hay un hombre
mayor que la observa.

Presiona casi hasta perforar el papel. Dibuja con tenacidad. Él no está aquí. Atrapa la
esencia. Sudan los poros. Vuelve a tomarla de los hombros y la lanza al suelo en un gesto
que no sucede. Musita “mi Agustina” con una voz que no se dice. Se coloca encima. Se
mueve provocándola y escuchándole decir que no es nada, que no importa, que siempre
lo ha sabido y que le da igual. Colgado de la pared hay un Drawing Hands de Escher que
les guiña un ojo entre el chasquido de los dedos de ambas manos.

Cuando Agustina se estira para delinear los trazos de las sogas, en el dibujo blanco y
negro sobre su falda, él vuelve a agitarse aún escondido; aún sin haber salido jadea,
intenta no hacer ruido, su mano se sigue perdiendo, recuerda a su niña sobre las rodillas
no hace tanto tiempo. Al hombre del papel se le parte el cuello y se balancea de un lado a
otro sobre el puente del río Búho.

Yolanda Arroyo Pizarro (Guaynabo, Puerto Rico, 1970)


Es escritora. Ha sido merecedora de varios premios literarios a nivel nacional e internacional
(Argentina; Chile). Es autora de los libros de cuentos Ojos de Luna (2007) y Origami de
letras (2004), además de una novela, Los documentados (2005, Premio PEN Club 2006). Ha
escrito para los periódicos El Nuevo Día, El Vocero de Puerto Rico, Claridad y La Expresión. Sus
ensayos y columnas se encuentran en la página de literatura ciudadseva.com y, entre otras, La
Pata de Liebre (Chile), Letralia.com y Narrativa Puertorriqueña. Cuentos suyos han aparecido en
las revistas culturales Identidad, Revista Púrpura, Preámbulos yTonguas. Actualmente, es corres-
ponsal de la revista de literatura puertorriqueña Letras Nuevas y ejerce la crónica cultural desde su
blog Boreales. En mayo de 2007 fue seleccionada como uno de los 39 escritores menores de 39
años más importantes de América Latina.

62
Mañana, después de todo

Eduardo Varas

Vulnerant omne, ultima necat


(inscripción latina en algunos relojes de iglesias)

¡Vaya suerte la tuya! Una especie de logro a punta de desconsuelo y ternura. La estúpida
realidad de los payasos, crónica de algo que puede dar risa, pero te derrota, ¿no? Sé que
así es contigo, no me lo puedes negar. La derrota es tuya y a la larga el tedio llega,
sofoca y no motiva. Destroza, eso te pasa, ¿no? A veces eres tan cristalino que es fácil
ver a través de ti. Estoy como repetido, caleidoscópico, como los ojos de Margarita
¿Recuerdas? Tanto nos gustaba. Sí, era maravillosa. Sí, usa el verbo en pasado, como
todo lo que tiene que ver con nosotros. Volvemos a encontrarnos, tú de un lado, yo del
otro, como siempre antes de cada función. Ahora toca ensimismarte y convertir los
secretos en algo más oculto que aquello que no dices. Ni siquiera debes pensarlos.

Toma el bigote y lo pega con cuidado. Se mira, quizás debí peinarlo antes de ponérmelo,
piensa. No, nada de eso, te ves bien de esa manera. Prefiere no escuchar y se lo quita.
Abre el cajón, busca entre fotografías, recortes de diarios, artículos que hablan de él.
Todo el recuerdo con el filtro de los años, amarillo. Mueve los objetos, se pincha con un
alfiler. ¡Chinga tu madre! Un punto rojo empieza a crecer en el dedo anular y se lo lleva
a la boca. Chupa, deja que la saliva juegue un papel importante. Lo revisa, el sangrado
ha terminado. Descubre el cepillo y con dedicación deja que las cerdas se vayan
mezclando, bigote y cepillo uno solo. La maravilla de la simbiosis y la compenetración.
¿No te recuerda a algo? Se mira a los ojos y sonríe. Hacía ya tanto tiempo que el color
blanco en su rostro no le resultaba interesante, peor una manera digna de sentirse útil.

¿Cómo fue? Vamos, piénsalo de nuevo. Fue en el DF, llegaste al estudio sin nada que
perder. No habías comido en días, y la idea de representar cualquier obra de Artaud se
te estaba desvaneciendo. “No sólo del hombre vive el pan”, ¿no es así? Llegó tu buena
estrella con ese papel. Pasa el cepillo una y otra vez sobre el bigote. Hay tanto por decir
de aquello que no vale la pena pronunciarlo, ni siquiera para recordar tu capacidad
actoral. ¿Habías sido el más joven en representar a Hamlet en el grupo de la Universidad
Autónoma? Pues algo pasó en el camino porque te hiciste payaso. ¿Cuáles eran las frases,
cuáles? “¡Ya basta de tanta tontería”, la primera; “¡Pero noooooooooo!”, la otra. Todos
a reír. ¿Te parece que ya está el bigote? Déjame verlo. Lo enseña con lentitud. ¡Pos sí
mano!, manos a la obra, a continuar la tradición.

Intenta colocarse el bigote. Trata de encontrar un punto que permita la simetría


perfecta, sucede luego de varios intentos. Ahora los lentes. El estuche está a un lado.
Tiene una pequeña inscripción en la que se lee ‘Don Armargado’. ¡Qué nombre! Parece
que al autor no se le ocurrió nada mejor. Ya estás hablando de más. El cambio está
completo. Bienvenido Don Armargado, pase y tome asiento, está en su circo.

63
Se detiene en la puerta del camión. Arrima su espalda en una de las paredes y reza para
no caerse en la función. ¿No está listo don Pablo? Estoy listo, chamaco. Ayúdame a llegar
a la pista. Claro, faltaba más. El conserje lo sujeta del brazo, ejerce la tensión
suficiente para soportar el peso. Vamos, don Pablo, falta un escalón. Eso, ahora vamos.
¿Sabe? Cada día, apenas llegaba de la escuela, prendía la tele y esperaba ‘La Pandilla’,
me encantaba cuando salía usted y gritaba: ¡Pero nooooooooooooo! Era tan tonto el
‘Muelas’, ¿sigue vivo el actor? ¿Cómo se llama? Dionisio, se llamaba Dionisio, murió de
una insuficiencia renal hace unos años. ¡Qué pena! Era tan chistoso. Sí, era muy
chistoso. Bueno, tenga cuidado, el piso está un tanto resbaloso. Nos vemos, chamaco.
Gracias. No, es un placer para mí. La palmada en la espalda fue más que un simple acto
reflejo de agradecimiento.

Apoya su mano en uno de los pilares. Quiere desesperadamente un cigarrillo. Disculpa


chamaco, ¿no me das una fumadita? Pero don Pablo, ¿no se lo había prohibido el médico?
Chamaco, ya estoy viejo, la muerte se duerme conmigo todas las noches y a la mañanita
va a buscar a sus compadres. Convídame un poquito. Con tal que no diga que fui yo, no
hay problema. El ‘Chipotle’, al menos eso parece con el disfraz, le da un poco de su
cigarrillo. Golpea y tose. Ya no los hacen como antes. No, don Pablo, lo que pasa es que
sus pulmones ya no resisten. Mijo, a esta edad hasta ir al baño a echar aguas es cuestión
de resistencia. El ‘Chipotle’ sonríe. ¿No se quiere sentar un ratito? No chamaco, deja no
más. Solo quiero apoyarme un rato. Si me siento no voy a tener fuerza para levantarme
y ahí se chinga la función. Como quiera, voy a retocarme, ya regreso.

No es el ‘Chipotle’, se ve como el ‘Chipotle’, pero sabe que no es él. Gracias al


maquillaje se transforma en el personaje y los años parecen difuminarse. “La verdadera
relatividad del tiempo está en lo subjetivo, en la memoria”, piensa. ‘Chipotle’,
‘Muelas’, ‘Rosarios’, ‘el Mugre’ y ‘el Nadas’, vueltos a la vida gracias a la maravilla de
los cosméticos. El único dinosaurio era él, pedazo de recuerdo que se mantiene vivo sin
saber por qué, bueno, en un principio era el menor de todos, aunque físicamente
parecía lo contrario. El color blanco sobre la cara, así confunde las arrugas, los rasgos
que son disparados a la idea de la risa, de la emoción. Él continúa arrimado sobre uno de
los pilares. La voz del anunciador lo sobrecoge: “Ahora, los perros amaestrados por el
gran Benito”. Cuenta los aplausos y la intensidad, “de seguro hay poca gente”, piensa.
El enano sale a escena, acompañado de cinco french poodles. Saltan las argollas, ladran
cuando se los pide, caminan en dos patas y, para finalizar, uno muerde la pata de otro.
Estalla la guerra canina y Benito los saca del escenario a punta de gritos y patadas.

-¿No es fabuloso? -grita el anunciador.

Nadie parece entender lo sucedido. El enano entra a su camerino, los perros siguen
detrás de él, cabizbajos. ¡Pinches perros! ¡Cabrones! ¿Así me pagan lo que he hecho por
ustedes? Para sus oídos no existe otro instante. Lo más alto del día: los insultos del
enano a unos perros, entristecidos por la vergüenza que acaban de provocar.

-A veces estos perritos tienen su temperamento, pero ¿quién no? -unos cuantos deciden
aplaudir-. Pero sigue el instante que están esperando, esa posibilidad de remontarse a la
edad de sus hijos. ¿Quién no se ha criado viendo a ‘La Pandilla’?

Los niños se agarran de los brazos de los padres. La excitación crece, es


endemoniadamente prometedora. Los vi cuando era pequeño, casi de tu edad, cuando

64
estuve en el DF. Era una actuación en la Arena México. Fue increíble, me impresiona que
le sigan gustando a los chiquitos. Sí, oiga, es el tipo de humor que debería poblar la
televisión. Por eso es que me parece genial que un canal los vuelva a poner a las ocho de
la noche. Sí, es el horario ideal para verlo con los pelados. ¿Se acuerda de las canciones?
Claro: “la botella del doctor tiene una medicina/ una medicina que me pondrá mejor/
combate mis dolores y me hace sonreír/ la botella del doctor es toda para mí”. Ya no
hacen temas como esos. Para nada.

-¿Listo, don Pablo? -pregunta el ‘Muelas’.

-Estoy bien, salgamos a matar. Hoy hacemos el capítulo en que a don Armargado le
duele la muela.

Rodrigo es el ‘Muelas’, Arturo ‘el Nadas’, Giovanna es ‘Rosarios’, Mauricio ‘el Mugres’ y
el ‘Chipotle’ le cayó a Alfonso. Avanzan por el pasillo y se ven idénticos. Las voces y el
trabajo escénico los convierten en los mismos personajes de ‘La Pandilla’. “Estos
mocosos son mejores de lo que éramos nosotros”, dijo alguna vez en una entrevista.

-Señoras, señores. O debiera decir: Niños, Niñas e hijos de las niñas y niños… Con
ustedes “¡La Pandilla!”.

Abren el telón. Los cinco personajes aparecen saltando. La música se apodera de todos
los rincones de la carpa. Los padres aplauden utilizando la mano de los niños. Cantan:
“Estamos esperando que empiece nuestro horario para darte un poco de diversión/
somos algo locos, pero no estamos tan locos/ Somos ‘La Pandilla’ sin igual/ No somos
criminales/ todo nos sale mal/ queremos ser mejores/ queremos robarnos una sonrisa de
verdad/ La Pandilla ya llegó a divertirte…”.

Don Armargado entra a escena.

-¡Pero noooooooooooo! ¿Qué están haciendo? -la gente aplaude a rabiar. Don Armargado
camina ayudado de un bastón y gesticula con menos fuerza, pero su voz sigue siendo la
misma.

-¿Le pasa algo, Don Armargado?

-No, nada. Hay que preparar un plan para obtener el dinero de la Empresa.

-Pero antes comamos. Le tengo preparado un pastel, don Armargado -Rosarios regresa
con una tajada en un plato-, pruebe.

-¿A qué se debe el detalle? -don Armargado baja el tono de la voz. La mira con
delicadeza a la chica y le acaricia el mentón.

-Pos a nada en particular, le quise hacer un regalo porque ha sido un padre para
nosotros.

-¡Ve, qué bacán! Creo que este es el capítulo de la muela -el hombre sentado en la
segunda fila habla con su mujer.

65
-No amor, este es cuando a todos les hace daño la comida.

-Estás equivocada, solo don Armargado está comiendo, los otros no.

-Ah, cierto.

-¿Me va a dar un poco, don Armargado? -el Muelas habla, mientras todos está rodeando
al jefe, esperando que pruebe el pedazo.

-¡Ya basta de tanta tontería! Quiero comer en paz -don Armargado corta con dificultad
el pedazo-. Está algo duro, pero se ve delicioso.

Consigue partir un poco y lo pone en su boca. La música se detiene, el sonido es el de


una bestia salvaje comiendo su alimento del día. Algo se destroza, el crash se oye con
lentitud y la cara de don Armargado cambia por el dolor.

-¡Ay!

-¿Qué pasó, don Armargado?

-¡Mi muela, mi muela!

-¿Ves? Era ese el capítulo.

Don Armargado camina con la mano en la boca. El dolor es terrible, es la raíz de todo.
Por cada línea que repite desearía ser el príncipe de Dinamarca.

-¡Por Dios, niña! ¿Desde cuándo tienes este pastel guardado? (…La naturaleza está en
desorden… ¡Suerte execrable! ¡Haber nacido yo para enmendarla!..).

-Pues lo hice hace tres semanas, pero estaba esperando a que se enfriara.

Las risas se sueltan en el circo.

Don Armargado la mira con odio, pero un odio signado por el ridículo. Quiere ir hasta
ella y ahorcarla. El Chipotle y el Mugres lo detienen.

-No jefe, pare. A la chava le falla la chirimoya. Mejor veamos su muela. -dice el
Chipotle.

-¿Acaso eres odontólogo? (…El patán hará reír a los que tengan la risa a punto en el
disparador…).

-Jefe, el Chipotle es bien macho, no lo insulte -otras carcajadas suenan al unísono.

-Yo le saco la muela jefe, por algo me llamo el Muelas.

-¿Lo sabrás hacer bien? Mira que no aguanto el dolor. (..¡Oh, vergüenza! ¿Dónde están
tus sonrojos? ¡Rebelde infierno!..).

66
-Confíe jefe, nada malo le haremos.

-Aquí es cuando le sacan tres dientes que no son la muela que le duele -dice en voz
baja.

-Ajá. Creo que al final él mismo se estrella con una puerta y se le cae la muela.

-Cierto, cierto.

-Ten cuidado Muelas, o te muelo a palos. (…El gusano es el monarca supremo de todos
los comedores…) -otras carcajadas llegan hasta la pista.

El Muelas tapa la cara de don Armargado al público. Hace el gesto de colocarle un hilo
en la muela adolorida.

-No se preocupe don Pablo, unos minutos más y estaremos entrando a los camerinos -
susurra.

-Dale chamaco, dale. Estoy muy cansado.

-¡Nadas, pásame el alcohol para limpiarme las manos! -el Nadas permanece sentado y no
se mueve. El auditorio vuelve a reír.

-Que me late que mejor te hubiesen puesto el Muchas, a ver si así haces algo, ¡torpe! -el
Chipotle lo mira con enojo.

-¡Ya basta de tanta tontería! ¡Me duele la muela! (…¡Acordarme de ti..! Sí, alma infeliz,
mientras haya memoria en este agitado mundo…).

Los personajes de ‘La Pandilla’ corren por toda la pista. Surgen las carcajadas, el
estrépito es único. Los movimientos asemejan a los de la serie de televisión. El estudio
hecho de cada uno de los personajes es producto del empuje que don Pablo le ha dado a
las representaciones. Porque no tiene más remedio, lo que hace debe hacerlo bien,
aunque tenga 73 años y le falle una de las piernas. Camina de un lado al otro. Tres cubos
gigantes acaban de saltar de su boca, al menos eso parece. Similar a lo sucedido en el
capítulo 300, sólo que los actores eran distintos y ahora no hay corte tras corte, luego de
algún movimiento no ensayado. Aquí puede pasar lo que sea. Los niños están contentos,
los adultos han percibido una posibilidad de unión con sus criaturas. Don Armargado se
golpea en la puerta por culpa del Mugres, que lo empuja. Se detiene, mete su mano a la
boca y saca otro de los cubos. Grita de la felicidad y abraza al Mugres. Luego le da un
cocacho en la cabeza, la música se detiene y las luces se apagan.

Hacen la venia mientras los espectadores aplauden de pie, observándolos con emoción.
Un estruendo que alimenta el ego de los participantes. Don Pablo sale de la pista, luego
de aceptar el abrazo de un niño que había corrido a su encuentro. Chico, ¿no me ayudas
a llegar a mi camerino?, le dice al Muelas. Estoy algo cansado y quisiera dormir un rato.
Cómo no, eso no debe ni siquiera pedirlo. Vamos, don Pablo. Salen de la carpa, el sol
está cayendo por detrás de uno de los camiones. Los trapecistas conversan entre ellos,
mientras los domadores se acomodan el pantalón en medio de las piernas. Vaya mundo

67
este, ¿no? Es una locura linda, don Pablo. En mis tiempos los circos eran tan estrictos,
nadie podía salir de sus camerinos a menos que el dueño lo permitiera, según decía para
mantener el encanto de lo secreto y escondido para el público. No sabía que había
trabajado antes en un circo. Sí, por un par de años, antes del programa. Debe sentirse
orgulloso de haber formado parte de algo con tanta repercusión. Bueno, algo. No sea
modesto don Pablo. El programa era una belleza, todavía lo pasan en algunos países. Sí,
lo he podido ver en el cuarto del hotel. Llegamos, entre y descanse, más tarde tenemos
otra función. Se sienta en un pequeño mueble y de lejos ve la foto de toda ‘La Pandilla’,
si bien es cierto que no distingue nada por la distancia, se sabe de memoria cada gesto y
posición. A su lado está Margarita, la ‘Rosarios’ original. La mano que no se ve le está
tocando el trasero y don Pablo sonríe. Francisco era el Nadas y la paradoja más grande
es que era uno de los guionistas. Al parecer, el personaje llegó de la nada y no les dio
tiempo para contratar actor. Manuel del Río era el Chipotle y cómo le encantaba serlo.
Era el que más lo disfrutaba, en la calle, fiestas, cuando iba a recoger a sus hijos al
colegio. Un gran compañero, un cuatachón. Juan era el Mugres y nunca fue tan amigo de
ninguno, pero sí era el más profesional. Pero el Muelas era su preferido, Dionisio Rivera,
todo un personaje. La última vez que lo vio fue cuando estaba enfermo, recluido en un
hospital. Mira que sí la hicimos, fuimos famosos en nuestra época. Así es compadre,
tuvimos nuestro tiempito. Me siento feliz por eso, solo espero que te sepas disculpar. No
hay nada más que hablar del tema compadre, y así fue. Dos semanas más tarde falleció.

Sentado en el mueble recuerda, la foto como remitente, el sentido de las palabras que
escuchó con tanto desprecio. ¿Qué es esa chingadera que me estás diciendo? Como
escuchó don Roberto, ya son cinco años con el mismo personaje y quiero progresar, no
estancarme en la interpretación de ‘Armargado’. Es un personaje querido, me ha dado
satisfacciones, especialmente económicas, pero quiero hacer algo más. Mira, tarugo, te
voy a doblar el sueldo y te vas a meter esas ideas estúpidas sobre la expresión y los
requerimientos actorales por el culo. Renuncias y no te dejaré trabajar en ningún lado,
ni siquiera de muñeco de almacén. ¿Quedó entendido? Después de todo el dinero que te
he hecho ganar con mi creación vienes a decirme semejante tontería. Ahora vete de
aquí y dedícate al libreto. Pendejo. De una vez aprende que yo soy el dueño del balón y
aquí se hace lo que yo quiera.

Se levanta del asiento y va hasta el espejo. ¿Qué haces? Lo que ves, me saco el bigote. Y
¿para qué? Para dormir algo, estoy tan cansado que no podré hacer nada en la siguiente
función. Vamos a descansar. Tú mandas ahora.

Eduardo Varas (Guayaquil, 1979)


Escritor. Es autor del libro de cuentos Conjeturas para una tarde (2007). Su relato “Mamparas”
ganó la segunda edición del concurso “Escritores del mañana” convocado por la Fundación
Sociedad Femenina de Cultura de Guayaquil en 2006. En 2007 fue incluido en la Antología del
humor.

68
Fabularios
Ronald Flores

Dos presos llevan años en una mazmorra húmeda. Cuelgan, engrilletados de pies y
manos. Recuerdan las cadenas tan sólo cuando las ratas avanzan sobre ellas,
balanceándolas. Una pequeña ventana en el lejano techo alimenta, a la vez que amarga,
su esperanza. Sus ojos han fatigado las figuras que provoca el moho en las paredes de
piedra. Hartamente conocen la sombra de cada hora del día en cada estación del año.
Aborrecen el medio día que anula las figuras y los castiga el sol que quema desde las
alturas.

No se hablan para conservar la saliva. Rompen el silencio tan sólo en invierno cuando
pueden beber de la lluvia que cae sobre ellos. Han visto con tristeza y cierto alivio que
hasta los roedores, que andan por sus huesos, tienen carne y grasa bajo la piel. Cada vez
los alimentan menos. Los han dejado que se consuman. Ambos sienten que la muerte los
ronda.

El primer día de invierno, con la poca energía que guarda, habla uno de ellos. Convence
a su compañero de infortunio a hacer algo memorable antes de morir. La certeza del
hambre se los come por dentro. Agonizan. La plática es agria en un inicio. La pueblan
llantos, nostalgias y viejas recriminaciones. De pronto, alguno menciona a Don Quijote y
el recuerdo del flaco enloquecido los hace estallar en risas. Deciden, entonces, inventar
una historia. Distinta a la que empieza en algún lugar de la Mancha, pero bastante
parecida.

-De aventuras -se proponen.

-¡Eso! -se animan.

-Con mujeres hermosas.

-Y trago. ¡Mucho trago!

Cada uno aporta cosas distintas. Beben en una cantina, de la cual se retiran sin pagar.
Afuera, alegres, comentan.

-¿Por qué salimos corriendo? -pregunta, carcajeándose.

-No sé – responde su compañero, sacudiéndose de la risa.

Agarran camino.

-Pero, yo no quiero ir a pie. ¿Por qué no agarramos esos caballos?

Saltan una barda y corren atemorizados por el patio. Desatan y montan caballos.

69
-¡Arre! -gritan al unísono mientras parten a galope.

Cuando están lejos del poblado, comenta:

-Es tan hermoso galopar y sentir el viento en la cara.

-Más hermoso sería galopar sobre una moza.

Ambos ríen a sus anchas. Trotan a caballo por la campiña. Disfrutan del paisaje. Para
pasar el tiempo, dan voces. Están al mando de un ejército.

-¡Flanco derecho! ¡Avance!

-¡A la carga! ¡A la carga! – grita el otro mientras le clava los espolones a su caballo.

Se hablan a gritos. El sonido de la batalla los distancia. De pronto, le grita al amigo:

-¡Atrás de ti, camarada! ¡Agáchate!

Por la advertencia, esquiva un golpe que pudo ser mortal. Se dan la mano. Se palmean la
espalda. Arremetan a una sola voz contra las huestes enemigas.

-¡Quién contra nosotros! ¡Nadie!

Hunden el acero, baten las espadas, abren las puertas. Han rescatado la ciudad sitiada,
la multitud clama sus nombres, los esperan bellas damiselas. Beben en el salón del Rey.

-¡Salud! ¡Salud, hermano!

-¡Salud! ¡Majestad, a vuestro nombre!

-¡Salud!

El Rey los premia con sus hijas, herederas del reino.

-¡Mira que hermosos ojos los de la princesa!

-¡En lo que te fijás! ¡Mírale las piernas!

Se ríen a carcajadas.

Unas ratas caminan sobre sus cadenas…

Ambos callan y no se atreven más a verse a los ojos. La muerte les llega en silencio.

70
Ronald Flores (Ciudad de Guatemala, 1973)
Obtuvo una licenciatura en Educación en la Universidad del Valle de Guatemala y una maestría en
Literatura Comparada en la Universidad de Texas en Austin. Fue becario de la Fulbright,
catedrático universitario y consultor político. Ha obtenido los premios más importantes de Centro
América: en novela el Certamen Monteforte Toledo, en 1999, por Último silencio; y en ensayo, el
Certamen 15 de Septiembre, en 2007, por Signos de fuego. Ha publicado los libros de cuentos: El
cuarto jinete (2000; 2007) y Errar la noche (2000); los libros de ensayo: Maíz y palabra(1999), El
vuelo cautivo (2004), La sonrisa irónica(2005) y Signos de fuego (2007); y las novelas: Último
silencio (2001; 2004), The Señores of Xiblablá (2003), Stripthesis (2004), Conjeturas del engaño
(2004), Un paseo en primavera (2007), El informante nativo (2007) y La rebelión de los Zendales
(2008). Su cuento "El cuarto jinete" aparece antologado en Pequeñas resistencias 2: antología del
cuento centroamericano contemporáneo (Madrid, 2003). La novela Último silencio ha sido
traducida al inglés como Final Silence (Londres, 2008). “Fabularios” fue publicado originalmente
con el título “Condenados” en el libro El cuarto jinete (2001; 2007).

El viejo, el asesino y yo

Ena Lucía Portela

Espero que no tenga usted nada que decir


en contra de la maldad, mi querido ingeniero.
En mi opinión, es el arma más resplandeciente de la razón
contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.

T. Mann, La montaña mágica

Es la noche y el viejo balconea. El aire golpea suavemente su rostro, que alguna vez fue
hermoso. Todavía lo es, aunque las huellas del tiempo en su piel no sean las que suele
dejar una existencia feliz. Está solo. Tanto, que al asomarse a la calle parece el hombre
más solo del mundo.

Me deslizo hasta él sin hacer ruido. Me deslizo como una serpiente. Se percata. Me mira
con el rabillo del ojo, procurando tal vez que no me aproxime demasiado, que no
penetre en su aura. Lo mejor que se puede hacer con una serpiente es mantenerla a
distancia, lo comprendo.

Aunque quizás no le importe. Suele afirmar que a su edad casi nada importa, conocer o
desconocer, tomar champán o visitar a los amigos, nada. Le da muchas vueltas a eso de
la edad, por momentos parece obsesionado, se burla de sí mismo. Que La Habana no es
la de antes, los carros, los bares, los olores, la forma de vestir -el amor en La Habana

71
tampoco es el de antes-, que ya no quiere hacer otra cosa demasiado distinta a mecerse
en un sillón. Que los verdaderos amigos están muertos.

Nadie como él para instalarse en el pasado: justo donde no puedo alcanzarlo, donde él
puede reinar y yo no existo. Cierro los ojos y extiendo las manos en busca del pasado, no
puedo. Tu generación, mi generación, dice. Creo que se burla de sí mismo a manera de
ejercicio retórico o quizás para evitar que alguien se le adelante. Un ceremonial
apotropaico, un conjuro. Dice lo que imagina que otros podrían decir acerca de él,
exagera y no queda más remedio que citarlo.

Me acerco más. El balcón es chico, la manga de su camisa me roza el hombro desnudo.


Es más alto que yo, es un hombre alto que, aun sin llevarlo, parece haber nacido con un
traje. Siempre me han gustado los hombres de traje: estadistas, financieros, escritores
famosos. Patriarcas, próceres, fundadores de algo. Cuando se reúnen varios de ellos me
parece asistir a un lugar de decisiones importantes, a una especie de asamblea
constituyente.

El aire mueve diminutos fragmentos entre él y yo. Su espacio huele a lavanda, a lejanía,
a país extranjero donde cada año cae nieve y los árboles se deshojan; huele a oscuridad
cerrada y de elevado puntal, a mil novecientos cincuenta y tantos. Mediados de un siglo
que no es el mío. Porque su época, según él, es la anterior a la caída del muro de Berlín;
la mía es la siguiente. Todo cuanto escriba yo antes del XXI será una obra de juventud.
Después, ya se verá. Creo que es una manera elegante de decir que estamos separados
por un muro.

-¿En tu casa hay balcón?

No, pero sí una terraza con muchísimos cactos, cada uno en su maceta de barro o
porcelana con dibujitos. Para el caso es lo mismo. No adoro los cactos, pero se dan
fáciles. Proliferan entre el abandono y la tierra seca, arenosa, en mi versión reducida
del desierto de Oklahoma. Algunos tienen flores, otros parecen cubiertos por una fina
pelusa, pero hincan igual. Son las plantas más persistentes que conozco: aprendo de
ellos.

-No, pero sí una terraza -si me pongo a hablarle de mis cactos, capaz que se vaya y me
deje con la palabra en la boca.

Nunca lo ha hecho, Dios lo libre. Pero sé que puede hacerlo. Mejor dicho, que le gustaría
poder hacerlo. No es grosero (fue educado en un colegio religioso y todavía se le nota),
pero admira la grosería, la brutalidad deliberada como una forma de independencia de
no sé cuántas ataduras, convenciones o algo así. Y no me imagino a mí misma
sujetándolo por la manga de la camisa. Al menos por el momento…

Así son las cosas. Temo aburrirlo. De hecho, tengo la impresión de que lo aburro. ¿Qué
podría contarle yo, que apenas he salido del cascarón? “Una joven promesa de la
literatura cubana”, es ridículo. ¡Él ha visto tanto! ¡Me lleva tantos años! ¡Lo repite tan a
menudo! Un caballero medieval bien enfundado en su armadura, en su antigüedad.
Temo al malentendido. Temo que escape justo en el momento de haber alcanzado su
definición mejor… temo. Cada vez que lo veo me lleno de temores (y temblores) y aun

72
así no puedo dejar de acercarme a él. No me lo explico. Es absurdo, soy absurda.
Revoloteo alrededor del viejo como una mariposilla veleidosa.

Como de costumbre, hay mucha gente en la casa. Ruedan de un lado a otro, comentan,
murmuran, toman ron. Parece una escena bajo el mar, dentro de una pecera, en cámara
lenta. Moluscos.

Otras tardes y otras noches resultan más animadas que ésta: discuten de literatura,
hablan de la gente que no está en la casa, se interrumpen unos a otros, se apasionan. El
viejo ironiza, grita, se queda ronco, le dan palpitaciones y luego es el insomnio, el techo
blanco. Se promete a sí mismo no volver a acalorarse y reincide. (Uno no escribe con
teorías -me ha dicho hoy y no estoy de acuerdo, pienso que nada es desechable, que uno
escribe con cualquier cosa, pero en fin.) No he estado presente en esos barullos que
horripilan a los editores extranjeros (no se pelean, es su forma de conversar, son
cubanos -le ha dicho un mexicano a otro). Alguien me los describe. Siempre hay alguien
para contarme punto por punto lo que ocurre. Menos mal, pienso.

Porque delante de mí sólo dicen banalidades, sin alzar la voz apenas, como articulando
muy a propósito unos diálogos más insípidos que los del Nouveau Roman o el cine de
Antonioni. La asepsia verbal, la sentencia descolorida, la incomunicación. El gran
aburrimiento. El viejo se pone elegíaco y cuenta de sus viajes lo mismo que podría
contar un turista cualquiera. Le ha dado la vuelta al mundo más de una vez, para
cerciorarse, al parecer, de que todo lo que hay por ahí es muy tedioso. Habla de los
epitafios que ha visto y planea el suyo. Confunde los detalles adrede. (Eso de que
Esquilo participó en la batalla de Queronea no se lo cree ni él.) Cualquier originalidad,
incluso la que resulte de una vasta erudición, podría resultar comprometedora a largo
plazo y quizás antes. No se oyen nombres propios, ni siquiera los nombres de los muertos
(sólo Esquilo, Byron, Lawrence de Arabia y gente así), ninguno suelta prenda. Se
repliegan. Cierran filas. Actúan como conspiradores. En ocasiones, por provocar, hablo
mal de alguien, de algún conocido en el mundo de los vivos, y entonces todos se
apresuran a defenderlo. “Es una impresión errónea”, me dicen. O se callan todavía más.
No hay manera. Como en un retrato de grupo, todos quieren quedar bien.

Sucede que tengo mala reputación. Yo, la peor de todas, en principio asumo el
comportamiento de un analista o un padre confesor. Me aprovecho de las crisis
existenciales, de las depresiones, de los arrebatos de cólera. De todo lo que
generalmente las personas no pueden controlar, al menos en nuestro clima tan fogoso.
Ofrezco confianza, complicidad, discreción, nunca advierto a mi interlocutor que
cualquier palabra que pronuncie puede ser utilizada en su contra; regalo alguna de mis
propias intimidades, la cual se trivializa en mi boca y al instante deja de serlo. De ese
modo, dicho sea de paso, he llegado a tener muy pocas intimidades (lo que no quiero
que se sepa no se lo digo a nadie y hasta procuro olvidarlo), mi techo no es de vidrio.

Insisto: A ver, cuéntame de tu infancia, ¿tu padre era tiránico, opresivo? ¿Te pegaba?
¿Era cruel, verdad? ¿Cómo lo hacía? Vamos, cuéntame todos tus pecados, ¿a quién
quisieras matar? ¿A quién matas cada noche antes de dormir? ¿Y en sueños? ¿Cómo lo
haces? Y las personas hablan, claro que sí. Les encanta hablar de sí mismas. Se

73
desahogan, descargan, delegan sus culpas en mí. Entonces los absuelvo, les digo que no
son malos, los reconcilio consigo mismos, los ayudo a recuperar la paz.

Como es de suponer, en realidad no adelantan nada. Qué van a adelantar. Simplemente


se vuelven adictos a mí, a mi inefable tolerancia. Conmigo, qué suerte, se puede hablar
de cualquier cosa. Sé escuchar. No interrumpo, no condeno. La atención es una droga.
Olvidan que en verdad no soy analista ni padre confesor. Peligrosa amnesia que procuro
cultivar. Ellos se proyectan en mí, discurren cada vez con mayor soltura hasta que sale a
relucir algún material significativo. Mientras más profundo es el sitio de donde proviene,
más notable, más escalofriante es la revelación.

He ahí el momento: con ese material significativo -y algunos otros elementos tan
secretos como el contenido preciso de una nganga– escribo mis libros. Cuentos, relatos,
novelas, siempre ficción. (Tal vez me gustaría escribir teatro, pero no sé por qué
desconfío de los autores que incursionan a la vez en géneros distintos y hasta opuestos.
Me he habituado a narrar.) Trabajo mucho, reviso y reviso cada frase, cada palabra.
Reinvento, juego, asumo otras voces, muevo las sombras de un lado a otro como en un
teatro de siluetas donde veinte manos delante de una vela pueden figurar un gallo,
desdibujo algunos contornos, cambio nombres y fechas, pero, desde luego, los modelos
siempre reconocen, en mis personajes y sus peripecias, sus propias imágenes. Que son
sagradas, claro está. Qué falta de respeto.

Su ingenuidad resulta curiosa. No se percatan de que, al darse por enterados y poner el


grito en el cielo, aportan a mis libros la imprescindible credibilidad que algunos lectores
exigen y, de paso, me hacen tremenda propaganda -no hay nada como los trapos sucios
para llamar la atención. Gratis. Tampoco entienden que dentro de cien años nadie que
me lea, si aún me leen (ojalá), los va a reconocer. Y si los reconocen, será porque de un
modo u otro han accedido por lo menos a un trocito de gloria. No digo que debieran
estar agradecidos; no digo que los rostros de los Médicis son aquellos que les inventó
Miguel Ángel y no otros, porque la verdad es que suena demasiado soberbio, justo el tipo
de cosa que se me ocurre no debo decirle a nadie.

Los lectores ajenos a los círculos literarios -son esos los que más me gustan- se asombran
de mi desbordante y pervertida imaginación: ¿Cómo es posible crear tantos y tales
monstruos? ¿De dónde salen? Si supieran… Creo que algunos ya andan investigando por
ahí.

Los escandalitos van y vienen; me acusan a la vez de oficialista y de disidente de un


montón de causas; como tienden a hacer de todo una cuestión política, según las filias y
las fobias de cada uno, me ponen lo mismo en la extrema izquierda que en la extrema
derecha. Lo que sea, ¿acaso el dominico Fra Angélico no pintó a los franciscanos en el
infierno? Bien pudo ser al revés. Me atribuyen unas ideas sobre el ser humano y eso, que
ni siquiera comprendo muy bien, pues no acostumbro a pensar en términos de semejante
envergadura -más que la especie, me interesan los individuos y, sobre todo, los
individuos que me rodean. Me acusan de falta de creatividad, de resentida y envidiosa;
intentan bloquear mis relaciones de negocios -de vez en cuando lo logran: un simple
comentario delante de eso que llamo “el lector poderoso” puede resultar demoledor-;
recibo amenazas por teléfono, a mi oficina en la editorial llegan constantemente
anónimos plagados de injurias firmados por “La Espátula” y “La Mano Que Coge”, me
echan brujerías de todo tipo, en fin, lo de siempre.

74
A pesar de que en las “entrevistas” nunca uso grabadora (mi memoria para estos asuntos
es excelente, puedo recordar durante años un dato al parecer insignificante), ninguno
de mis modelos ha intentado hasta el momento desmentirme por escrito. No importaría
si lo hicieran: mis versiones son más dignas de crédito en virtud del aforismo
maquiavélico que dice “piensa mal y acertarás”. Lo esencial es que nadie se atreve a
demandarme, porque las zonas más truculentas de esas historias, las zonas más
envenenadas y denigrantes, no las escribo, no les doy curso. Me las reservo como
garantía, como la última bala en el tambor. Eso se llama chantaje y es eficaz.

Sé que un día me van a asesinar y a veces me pregunto quién, cuál el último rostro que
me será dado ver.

Pero esta noche es especial. No persigo los crímenes recónditos ni los alucinantes
fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que pueblan la historia universal
de la infamia. No provoco. Descanso. La inquietante proximidad del viejo de alguna
manera me hace feliz. Siento la mirada fija de su amante clavada en mi espalda y eso
me complace más. Me impide soñar que las cosas son diferentes. Ese muchacho no podrá
concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la conversación deshilachada que sostienen los
demás ahí dentro, no podrá.

-Después de la segunda botella te pones insoportable -ha sentenciado el viejo.

Desde el balcón se divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en la oscuridad,
con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas partes. Como si se hubiese
decretado un toque de queda, hoy ni los vecinos quieren alborotar. Del fondo de la casa
llegan los boleros de siempre y un ligero ruido ambiental de cristales que chocan,
fósforos que se encienden y crepitan, susurros similares al del océano que habita en los
caracoles, risitas fúnebres. El gato se frota contra el viejo, se enreda a sus pies en un
ovillo peludo. El viejo baja la vista, advierte que es sólo un gato y lo deja hacer.

El fresco nocturno me rescata un poco de los furores de nuestro septiembre ardiente,


mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por dentro. Pienso en Amelia. Los
viernes, de cinco a siete, en la habitación de los altos de su taller. Divina. Ella no habla
casi porque hablar -afirma- le provoca dolor de cabeza y porque de todos modos -sonríe
lánguida- no tiene mucho que decir. Al menos no con palabras. Pienso que la amo.

Por allá dentro flota una voz apagada, casi anónima entre las otras voces:Recuerdas tú,
aquella tarde gris /en el balcón aquel, donde te conocí… Puede ser el bolero que ya
pasó o el que está por venir. El mismo que oigo, a retazos, durante toda la noche.

El muchacho, lo presiento, trata de llamar la atención como si tuviera que recobrar


algo, como si hubiese algo por recobrar. Sube el volumen. Está loco, febrilmente loco
por el viejo y eso se entiende. Aunque podría hacerlo, no se acerca a nosotros.

75
-Él dice que tú le coqueteas -me ha advertido con el entrecejo fruncido como si dudara
entre la risa y el enojo-. Ten cuidado.

-¿Y qué piensa? -he preguntado supongo que ansiosa-. ¿Le gusta? ¿Le gusto?

-No sé -de pronto ha gritado-. ¡No sé!

-¿Qué crees tú? -he insistido casi con ternura-. Tú lo conoces mucho mejor que yo.
Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?

-Yo no creo nada -su voz ha sonado tensa, cargada de lúgubres premoniciones-. Tú te
volviste loca. Loca de remate. Vas a sufrir…

-¿Igual que tú?

Ha vuelto a mirarme fijo y sus ojos grises parecen dos punzones de acero. Susurra:

-Yo te mato, ¿entiendes? Yo te mato.

He acariciado su mejilla hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón (tiene un


hoyito, como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una imitación casi natural
de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua. En la vasija original, tan auténtica
como la página de un libro, aparecían dos muchachas. Fondo rojizo, siluetas negras. Una
acariciaba la mejilla de la otra de esa misma manera y el pie de grabado aseguraba que
se trataba de un gesto típicamente homosexual. Mira, mira…

He tocado su frente y no ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha movido. Arde en


fiebre.

-Eres una puta.

Es interesante que me considere un rival, pienso, aunque sólo sea por instantes y
después se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a los hombres y todavía
más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer? Bah.

Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo ha estado
divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los balcones y las terrazas
en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó /para mirar feliz nuestra escena
de amor… Ambas imágenes se yuxtaponen, el viejo y Amelia. Se cruzan. Parecen
fundidas sin sutura, como las mitades de Bibi Andersson y Liv Ullman en el famoso
primer plano de Persona. Quizás el deseo pone en entredicho las identidades, porque el
viejo y Amelia se integran en una sola cara y no es el ron ni el aire de la noche.

Como aquella vez que lo vi desde mi oficina. Él estaba de pie en el pasillo, diciéndole
malevolencias a alguien, como siempre, tirando piedras. (Afirma que eso de atacar al
prójimo no luce bien a su edad; supongo, pues, que no puede resistir la tentación de
ejercitar el ingenio a costa de los demás: no debe ser fácil renunciar a un hábito tan
añejo. Muchos le temen y eso lo divierte.) En aquel tiempo él aún no tenía noticias de
mí. Nada, una muchacha ahí, una muchacha cualquiera. Pero yo, desde mucho antes,

76
llevaba siempre en mi cartera una foto suya recortada de una revista. Una foto de
archivo, treinta años atrás, un joven bellísimo frente a una máquina de escribir. Amelia
lo encuentra vulgar, de lo más corriente, pero ella no sabe nada de hombres.

Ese día lo detallé desde la sombra, sin moverme de mi asiento, para descubrir al fin la
rara discrepancia entre sus rasgos y sus pretensiones. Nariz corta, respingadita, graciosa.
Labios llenos, sensuales, voluntariosos. Ojos soñadores, pestañas largas, abundante pelo
blanco. ¿Es esa la cara de un viejo cínico que no cree -ni descree- en nada ni en nadie?
En el siglo XIX se creía que el rostro era el espejo del alma…

El viejo se aparta del balcón, donde ha permanecido quizás el tiempo necesario -y


suficiente- para convencer no sé a quién de la soberana indiferencia que le inspiro.
Como si yo fuera el mismísimo fresco de la noche, algo que pasa. A mí, por ejemplo, ni
siquiera hay que decirme que después de la segunda botella me pongo insoportable: da
lo mismo y, además, lo cierto es que no necesito alcohol para ponerme insoportable en
cualquier momento: es mi oficio. El muchacho, en cambio, cuando no bebe es bastante
simpático.

La espectacular indiferencia del viejo me convence a ratos (y lo que es peor, me pone


triste), sobre todo cuando olvido que no mirar es mirar, que la persona que te ignora
puede hacerlo porque sabe justamente dónde estás a cada instante. Supongo que sea
así, pues en realidad no guardo memoria de haber ignorado jamás a nadie. ¿Cómo
pretender que no existe lo que a todas luces sí existe? ¿Solipsismo? ¿Pensamiento
mágico? No sé, pero tampoco ahora puedo dejar de seguir al viejo hasta el sillón donde
se deja caer.

La mirada del muchacho -¿sorpresa?, ¿interés?, ¿miedo?- tampoco puede dejar de


seguirme a mí. Todo lo contrario de la indiferencia, su intensidad es tal que en ella se
pierden los matices. Me envuelve, me quema, me atraviesa. Es una mirada que conozco
al menos en su incertidumbre: he buscado en ella a mi asesino y no lo he encontrado.
Qué bueno. Pero de todas maneras podría ser él, pues los asesinos, ya se sabe, no tienen
necesariamente que tener miradas de asesinos. Muchos ni siquiera saben que lo serán,
que ya lo son. Al igual que la víctima, se enteran a última hora. Cuando las emociones se
precipitan y se escurren entre los dedos.

El viejo se mece en el sillón de lo más contento. La casa es del muchacho, pero los
sillones los ha comprado el viejo (he ahí la clase de detalles, domésticos si se quiere,
que siempre alguien me cuenta) porque viene de visita casi todas las tardes y le encanta
mecerse. ¿Qué otra cosa se puede hacer a mi edad? -es lo que dice. Y sonríe igual que
Amelia cuando se describe a sí misma como una tímida cosita que pinta tímidas
naturalezas, vivas y muertas.

Me siento en una butaca frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi insistencia no
lo sobresalta. No me mira como se mira a las personas empalagosas y demostrativas.
Incluso me asombra no advertir en él la más mínima inquietud. Sonríe otra vez. No sé,
en lo absurdo también debería quedar un rincón para la coherencia…

77
Ambos hemos leído recientemente esas páginas chismosas de A Common Life(Simon &
Schuster, 1994) donde David Laskin se extiende y se regodea en el amor desolado que
durante largo tiempo profesó Carson McCullers, la maliciosa chiquita del cazador
solitario, el ojo dorado y el café triste, a Katherine Anne Porter. Una pasión a primera
vista que de manera perversa fue derivando hacia un asedio compulsivo, abierto,
irresistible, maniático. Tal vez Carson también aprendía de los cactos. Sus torturadas
demandas inexorablemente fueron retribuidas con patadas y más patadas, desprecios y
desplantes de todo tipo, con un odio que se me antoja inexplicable. Tan inexplicable y
profundo como el amor (la diferencia) que lo había suscitado.

-Nada de inexplicable -me dijo el viejo-. McCullers la perseguía, la molestaba y nadie


tiene por qué aguantar eso.

Sí, claro, sobre todo si estás en los calores de la menopausia y los hombres no te quieren
y las deudas te llegan al cuello y tus libros no tienen el éxito de los de tu perseguidora.
Si, encima, te asustan las lesbianas, tú sabrás por qué.

Yo pensaba sentada en el suelo (él, por supuesto, en el sillón) y anoté que al viejo le
disgustaba la vehemencia, el homenaje abrumador, la exuberancia intempestiva y
desbordada de quien se lanza en pos de sus fantasías sin contar para nada con el
protagonista de éstas. Un escritor no quiere ser descrito tan sólo como el objeto del
deseo (admiración, ambición) de otro escritor. Un deseo furioso puede llegar a ser
anulador -Katherine Anne: la deplorable mujercita que rechazó a Carson-, un escritor
aspira a existir por sí mismo. Qué cosa.

Desde el suelo me preguntaba si el fuerte atractivo que el viejo ejercía sobre mí podría
arrastrarme alguna vez a los extremos de Carson. Aparecérmele en todas partes con cara
de sufrimiento, de perro apaleado. Llamarlo todos los días por teléfono -lo he llamado
tres o cuatro veces y nunca reconozco su voz en el primer momento, la plenitud de su
voz, el registro grave, me recuerda más bien al joven de la foto en mi cartera, siempre
me dice “gracias por llamarme”-, llamarlo no para preguntar por un conocido, por una
fecha, no para hablar del tiempo, las yagrumas o nuestras inclinaciones
aristocratizantes: a ambos nos gustaría poseer un título de nobleza, somos así. No,
llamarlo para decirle que no hago más que pensar en él. Que me voy a suicidar y suya
será la culpa. Acercar el auricular al tocadiscos: Yo te miré /y en un beso febril /que
nos dimos tú y yo /sellamos nuestro amor… Obligarlo a cambiar su número, pesquisar el
nuevo número. Volver a llamarlo. Mandarle cartas. Insistir, insistir hasta el vértigo.
Perseguirlo hasta su casa, gemir, dar golpes enloquecidos en la puerta como en una
habitación de la torre de Yaddo: “Katherine Anne, te quiero, déjame entrar”.
Permanecer tirada en el quicio toda la noche hasta que él salga y pase por encima de mi
cuerpo… No me importaría hacerlo, pensaba. ¿Y a él? ¿Le importaría a él que yo lo
hiciera? Quién sabe.

Todavía no he llegado a ese punto.

Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impulso de
seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes. Sublime encantador
que mueve las manos mientras habla -de su árbol preferido: la yagruma, se cubre de
metáforas- como si dirigiera una orquesta sinfónica. El mismo gesto demorado que le he
visto hacer en la televisión, donde lo creí un truco de cámara. (Conozco a la directora

78
del programa, he estado pensando en ir a pedirle, de un modo muy confidencial, que me
permita sacar una copia del video. Lo peor que puede suceder es que diga no.)

Mi atención no le molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le va a molestar a
un encantador la atención de una serpiente?

Soy discreta, no hago locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a nuestro
alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasiado perspicaz para
darse cuenta de que el viejo, a menudo ríspido, agresivo, negador -cuando se empeña en
demoler a alguien, ya lo dije, lo que sale por su boca es vitriolo-, se comporta esta
noche como un gentleman. Exquisito, elegante, sereno. Cuando abre y cierra el abanico,
su enorme abanico oscuro, una dama de sangre azul, la marquesa de las amistades
peligrosas. Y ese personaje, el de los chistes blancos y la sonrisa fácil, el que acomoda
mi silla y me cede el paso, el que ha servido los postres con envidiable soltura (en la
mesa siempre nos sentamos frente a frente y casi no puedo comer), le va de maravilla.
Algo tan evidente no debe ser importante, este viejo es un hipócrita de siete suelas, un
jesuita que sabe más que el diablo y se protege de los zarpazos de la bandidita, es lo
que leo en las demás caras y me complace.

“No hago locuras” quiere decir que no convierto mi ansiedad en secreto. No podría
hacerlo aunque quisiera, pero basta con exhibirla para dar la impresión de ser una
persona muy segura de mí misma, una persona sobre quien resbalan las opiniones, los
comentarios ajenos. De cierta forma es verdad: mi imagen pública difícilmente podría
ser peor de lo que ya es. Hoy sólo me preocupa el reconocimiento, la aprobación del
viejo.

El calor es suficiente para desabrochar un primer botón, sacarme el pelo de la cara,


cruzar las piernas y la falda sube. Estoy sentada frente al viejo y vuelvo a pensar en
Amelia, quien se marcha muy pronto a París con una beca por dos años de la École de
Beaux-Arts. Naturalezas vivas, espléndidas, regias naturalezas. La falda es roja, breve
sin incomodar. (En momentos así es cuando pienso que yo nunca sabría llevar un título
nobiliario como un personaje de Proust le recomienda a otro: igual que lady Hamilton
tengo alma de cabaretera.) La blusa es gris como esos ojos que me vigilan entre
fascinados y sombríos. Fascinados no conmigo, sino con el conjunto. El viejo y yo.

Cómo me gusta decirlo: el viejo y yo.

-¿Tú quieres algo con él y conmigo? -me ha preguntado el muchacho, conciliador.

-No -le he respondido suavemente-. Sólo con él.

-Eso no va a ocurrir nunca -me ha dicho irritado-. Y si quieres te digo por qué…

-¿Tienes muchas ganas de decirme por qué?

-Yo… este… No, mejor no.

79
El viejo y yo conversamos. Es decir, parece que conversamos. Le pregunto algo sobre
uno de sus libros. La biografía de un amigo muerto, uno de los verdaderos, un lindo libro
donde el viejo se ha mostrado particularmente eficiente a la hora de escamotear
detalles. ¿Buen tono? ¿Temor? ¿Censura? Me gustaría interrogarlo en el estilo de
un paparazzo o un fiscal, en el estilo de Sócrates, enredarlo con su propia cuerda,
hacerlo caer en contradicciones. Me gustaría verlo evadirse, sortear todos los obstáculos
y pasar a la ofensiva. Me gustaría contradecirme yo y tocar su pelo blanco, apoyar un pie
descalzo en su rodilla, todo a la vez y sé que no es el momento. Nunca será el momento,
¿no es eso lo que me han dicho? En medio de una charla de salón me seduce la
imposibilidad.

-Nadie es como era él -afirma el viejo con una tristeza que no le conocía-. Nadie.

Y no es la amistad entre escritores ni la cita de Montaigne. Es el pasado. Su reino.

La madre del muchacho nos trae café en unas tacitas de porcelana azul con sus
respectivos platicos también azules. Todo de lo más tierno, como jugando a ser una
familia. Me sonríe. Le sonrío. El viejo coge la tacita en un gesto maquinal, ensimismado.
Quizás piensa todavía en el muerto, un muerto que le sirve para descalificar al resto de
la humanidad conocida y por conocer. Empezando por mí, desde luego, que no soy como
era él. Para nada. Es lógico, pero me incomoda.

Pienso en la madre del muchacho, Normita. Una excelente cocinera que tiende a
apurarnos cuando el muchacho y yo nos demoramos ochenta años en pelar las papas o
escoger el arroz, una excelente señora en sentido general. Es viuda y vive en un pueblo
del interior, sola en una casa muy amplia. Ahora está de visita por un par de semanas o
algo así -para el muchacho su presencia constituye un alivio, imagino por qué, la llama
Normita en lugar de mamá-, pero se irá pronto, pues no soporta vivir lejos de su casa y
su tranquilidad en este manicomio que es La Habana.

Hemos descubierto (o construido) entre nosotras una afinidad peculiar. Me cuenta


deliciosas anécdotas sobre la infancia de su hijo para horror de él. Se ríe. “Ponme en
una de tus novelas”, me dice y vuelve a reírse. “Así no vale, Normita”, le digo. Es
Escorpión, igual que yo, y dice que la gente tiene muchos prejuicios con los escorpiones,
que en el fondo somos buenas personas. Si de verdad ella piensa que soy una buena
persona, cosa que me resisto a creer, no sé qué prejuicio en esta vida puede quedarle a
Normita. Pero siempre es reconfortante tener a alguien que le diga eso a uno. ¡Si lo
sabré yo!

Me ha invitado a irme con ella cuando regrese a su casa. O después si lo prefiero.


Necesito respirar aire puro, ya que, en su opinión, estoy medio chiflada. Probablemente
aceptaré. Quizás me resulte lacerante pasar por la calle de Amelia los viernes de cinco a
siete y ver el taller cerrado a cal y canto. No estoy segura, pero es muy posible. Habrá
que esperar a ver. Porque han sido años, casi desde que éramos adolescentes, Amelia
conoce mi cuerpo como nadie… y de pronto ¡zas! Sí, yo también me iré. Dentro de poco
hago así y cobro los derechos del último libro, pido vacaciones en la editorial (los
anónimos que vayan llegando me los pueden guardar, a veces son utilizables), le doy
todo el dinero a Normita y me instalo por tiempo indefinido en un pueblo del interior.
Mis cactos y mis modelos pueden sobrevivir sin mí. No creo que me necesiten demasiado

80
ni yo a ellos. ¿Podría escribir un libro enteramente de ficción? ¿Acaso puede existir
semejante libro? No lo sé. Tal vez sería la mejor solución para todos, no lo sé.

El viejo y yo hemos estado hablando del placer que produce acostarse boca arriba en la
cama en el silencio en una tarde apacible y divagar. Deshacer los lazos que nos atan al
mundo, dejarnos fluir en la soledad que de algún modo ya hemos aceptado.

El muchacho se acerca a nosotros con el sempiterno vaso de ron en la mano. El viejo


desaprueba con los ojos. El muchacho lo enfrenta retador. Pienso que el muchacho
podría hacer algo desesperado en cualquier momento. Algo tan desesperado como el
silencio que se empeña en mantener o la ferocidad de sus réplicas aisladas y no muy
pertinentes…

Divagar. Las imágenes se suceden unas a otras, se interponen, se entrelazan. Imágenes


visuales, auditivas, aromáticas. Procedentes lo mismo de los libros, el cine o la música,
que de ese eidos con límites borrosos -esfumados como elbackground de Monna Lisa- que
por convención suele llamarse “la vida real”. Una vida, a veces no tan cierta, que no
sólo incluye los viajes, el momento indescriptible en que se descubre desde el avión
cómo se alza vertiginosa Manhattan entre un mar de neblina, o el ronroneo sobrecogedor
del primer vuelo sobre el Atlántico o las blancas cimas de los Andes. Una vida que
también abarca, como miss Liberty o el Cristo de Río, la cotidianidad en apariencia más
intrascendente, con sus afectos y desprecios, con sus pasiones anónimas de pronto tan,
pero tan, inmersas en lo ficticio, en la fábula.

Porque mi mundo interior es impuro e inmediato, casi palpable, quienes me odian dicen
que no lo tengo, pienso.

Pero no menciono eso último por no perturbar al viejo, quien comprende y acepta y
hasta participa de mi misma noción de divagar. Después de todo, quienes me odian son
sus amigos. Con ellos comparte complicidades, credos estéticos, historias vividas; con
ellos tiene compromisos. Esos mismos que le impidieron hacer la presentación de mi
primera novela, donde me río un poquito de ellos (más de lo que sus egos hipersensibles
pueden soportar, qué horrendo delito), les saco la lengua y les guiño el ojo. Sé que ellos
no significan para el viejo ni remotamente lo que significó el muerto. Porque nadie es
como era él, nadie. ¿No es así como decía? Sé que el viejo está solo, que no lo olvida y
siente miedo. Que los compromisos son los compromisos. Por esa razón, y no por aquella
otra que con aire freudiano insinuaba el muchacho, entre el viejo y yo no puede suceder
nada. He llegado demasiado tarde. Hay un muro.

No quiero introducir asuntos espinosos ahora que nuestra divagación sobre la divagación,
más allá de rencillas y despropósitos, fluye tan armoniosamente.

-Ustedes, ya que son tan cínicos, tan lengüinos, deberían discutir… ¿Por qué no se
enfrentan? -sugiere el muchacho y el viejo se hace el sordo.

-Estamos discutiendo, lo que pasa es que tú no te das cuenta -comento y el viejo sonríe.

¡Ay viejo! Querría decirte que a mí también me gusta tu muerto -quizás menos que a ti:
prefiero el teatro de O’Neill, su largo viaje del día hacia la noche es único, es genial, es
incomparable desde cualquier punto de vista y tu muerto debió saberlo-, querría decirte
81
que me gusta sobre todo la relación que hubo, que hay, entre ustedes, un viejo y un
muerto, que me fascina tal y como la describes en tu libro, que los envidio a los dos
porque yo nunca tuve amigos así…

Voy a hablar y el muchacho me interrumpe en el primer aliento para decir que la


divagación no es lo que creemos nosotros, sino un concepto muy diferente, relacionado
con el sexo o algo por el estilo. No lo entiendo bien. Habla como si no pudiera evitarlo,
como si las palabras salieran por su boca en un chorro a presión. Es un hombre
desmesurado, violento, pienso no sé por qué. El viejo hace un gesto de impaciencia:

-Sigue tú con tus divagaciones y déjanos a nosotros con las nuestras -dice en voz baja.

¿Las nuestras? ¿Las nuestras ha dicho? ¿Existe entonces algo que el viejo y yo podemos
designar como nuestro, aunque no sea más que la imposible suma de dos soledades? Tal
vez lo ha dicho para mortificar a su amante. Alguien tan entrometido probablemente se
merece que lo aparten de vez en cuando, al menos un par de milímetros. Ellos, pienso,
deben estar acostumbrados el uno al otro (como Amelia y yo) con sus necesarios, vitales,
imprescindibles conflictos; eso se les ve. El viejo me utiliza. Pero no me importa: que
haga lo que quiera, lo que pueda.

Porque me han contado que en una tarde bien tranquila, de esas que invitan a la siesta y
a la divagación, el viejo se apareció en esta misma casa, todo agitado, con un ejemplar
de mi primera novela en la mano. Se la tendió al muchacho y le dijo busca la página tal
y lee, lee en voz alta. Y el muchacho le dijo ¿no quieres té?, ¿por qué no te sientas? Y el
viejo le dijo lee, vamos, lee, como quien dice pellízcame a ver si no estoy soñando. Y el
muchacho leyó. Unas diez páginas, en voz alta.

Me han contado que el viejo, alegre y sombrío, caminaba de un lado a otro, se alteraba,
se reía, se ahogaba, volvía a reírse, a carcajadas, se tocaba el pecho, pedía agua. Un
desorden de emociones, el nacimiento de una nueva ambivalencia. ¿Tú has visto qué
mujer más mala? No, no es buena. Lo peor es que todo esto (el muchacho señalaba el
libro abierto como un pájaro con las alas desplegadas, como el diablo de Akutagawa) es
verdad. Malintencionado sí, pero falso no es… ¡Un poco más y pone hasta los nombres de
la gente con segundo apellido y todo! No, lo peor no es eso (el viejo hablaba despacio,
saboreando las palabras). ¿Qué es lo peor? Lo peor es que ese librejo infame está bien
escrito. Mira tú qué clase de oxímoron. Lo peor es que me gusta y que esta mujer
perversa hasta me cae simpática… (Me seduce imaginar al viejo, con su voz tan
envolvente, susurrándome al oído muchas veces la frase “mujer perversa, mujer
perversa”. Yo me erizo.) Sí, a mí también, pero te juro que no quisiera verme en el
lugar de esta gente. ¿Cómo se habrá enterado ella de cosas tan íntimas, eh?

Ignoro si la escena transcurrió exactamente así. Lo anterior es un esbozo tentativo, más


o menos tragicómico. Pero en esencia fue así y así la concibo tomando en cuenta los
hechos posteriores: a partir de entonces mis relaciones con el viejo, que antes apenas
existían, se convirtieron en una diplomática sucesión de espacios vacíos, en una fila
versallesca de puertas cerradas o entreabiertas, con celosías y el año pasado en
Marienbad.

Ahora, cuando dice “nuestras” y me envuelve en ese plural excluyente, de alguna


manera me acerca. No sé. No es fácil interpretar al viejo -mi próximo libro, el que

82
escribiré en casa de Normita, podría llamarse El viejo. An Introduction, y se lo enseño
cuando aún esté en planas, no vaya a ser que le dé un infarto ante tal muestra de amor-,
sólo siento que me acerca. Mejor aún, que ya estoy cerca aunque él no lo diga. ¿Qué
puede importarme si de paso me utiliza para fastidiar un poco al muchacho?

Permanecemos los tres en silencio. Normita y los otros conversan, toman café y fuman
como si no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo nada y sólo existe una
persona, yo, colocada ahí para discurrir, suponer, para inventar historias sobre la gente
y cada día buscarse un enemigo más. Una enredadora profesional.

Miro al viejo, él me mira. Le sonrío, me sonríe. Cualquiera diría que somos un par de
idiotas. Como si hubiese escuchado mis pensamientos, él se levanta y, en el tono más
natural que ha podido encontrar, dice que se va. En mi cara algo debe haber de súplica
(esa expresión no la necesito para mi trabajo, pero también la he ensayado frente al
espejo, por si acaso se presentaba alguna coyuntura imprevista y aquí está), pues me
explica, como a un niño chiquito, que ya es muy tarde, que ha permanecido incluso más
tiempo que de costumbre. Que él es una persona mayor (un viejo) y no debe trasnochar,
a su edad los excesos son peligrosos.

¡A mí con esas! Pienso que le gusta aparecer y desaparecer, darse poco, a pedacitos,
escurrirse entre las bambalinas y el humo de la ambientación, detrás de su enorme
abanico oscuro como la diva más seductora. No tiene apuro y yo, que soy joven,
tampoco debería tenerlo. Pero la edad no constituye ninguna garantía acerca de quién
va a morir primero. Lo inesperado acecha y nos hace mortales de repente, nunca lo
olvido. Como la gente abanderada del sesenta y ocho, quiero el mundo y lo quiero
ahora…

No sé de qué forma lo miro, porque sus ojos brillan y vuelven a soñar a pesar del
cansancio, de nuevo se transforma en el joven de la foto en mi cartera cuando se
aproxima, y él (el joven, el viejo, él), que nunca me ha tocado ni con el pétalo de una
flor, ni con la púa de un cacto, él, que se inquieta y hace muecas de pájaro incómodo
cuando penetro en su aura, se inclina y me besa en la boca. Bueno, más bien en la
comisura, pero pudo ser un error de cálculo, un levísimo desencuentro. Me besa como
alguien que se despide y quiere dejar un sello. O como alguien que flirtea sin
comprometerse, que juega a alimentar una pasión no correspondida. O como alguien
que simplemente se siente bien. Como Peter Pan y Wendy, el último de los cuentos de
hadas.

Es sabia la idea de perderse ahora, pienso.

No sé si el muchacho ha notado el gesto, es igual. Ellos intercambian algunas palabras


que no alcanzo a oír y que tampoco me importan. Me he quedado petrificada, hecha una
estatua de sal por asomarme a un pasado que no me pertenece, y sólo atino a
levantarme de la butaca cuando el viejo ya se ha ido. Corro, pues, al balcón para verlo
salir. Demora un poco en bajar la escalera (que es muy empinada y con escalones de
diverso tamaño, la locura) y cuando al fin descubro su cabeza blanca, justo debajo del
balcón, ya no sé si llamarlo, si gritar su nombre, si dejar caer sobre él la tacita de

83
porcelana azul que aún conservo en la mano. Tú volverás, me dice el corazón, /porque
te espero yo, temblando de ansiedad…

No hago nada. Quizás porque he vuelto a sentir una mirada gris, más agresiva que nunca,
clavada en mi espalda. Pero no es necesario: al llegar a la esquina el viejo se vuelve
bajo la luz amarillenta de un farol callejero con algo de spot light. Es la estrella, no hay
duda. Me saluda con la mano, de nuevo dirige una orquesta sinfónica. Rachmáninov,
empecinado, dramático. Rapsodia sobre un tema de Paganini. No distingo bien su rostro,
se pierde entre la luz y la sombra, sigue siendo el joven de la foto. No sé si se despide o
si me llama. Prefiero creer que me llama. Si es así, me esperará. Entro, pongo la tacita
sobre la mesa, recojo mi cartera, un chao Normita -besos no, ahora nadie puede
tocarme la cara-, chao gente, la puerta y salgo.

El muchacho sale detrás de mí. Escucho sus pasos, su respiración anhelante. Me alcanza
en el primer descanso de la escalera. Me agarra por el brazo.

-Déjalo tranquilo -creo que dice, no lo entiendo bien.

-Quítame las manos de encima -trato de soltarme, él es más fuerte que yo.

-No -aprieta más-. Hoy tú te quedas a dormir aquí.

-Te dije que me quitaras las manos de encima.

Es raro, ninguno de los dos grita. Todo transcurre a media voz, en la penumbra de un
bombillo incandescente sobre una escalera de pesadilla. Al parecer no es algo público,
se trata de un asunto a resolver entre nosotros.

-¿Pero qué te has creído, puta?

Me sacude. Forcejeo. No consigo deshacerme de él. No sé por qué no grito. Alguien


tendría que venir. Vivimos en un mundo civilizado, ¿no? No se puede retener a las
personas contra su voluntad. ¿Y si gritara? Arriba están Normita y los demás. Los boleros.
En la esquina me espera el viejo. Y me darás… Tengo que sacarme a este loco de arriba,
como sea. Pero no grito. ¿Será verdad que vivimos en un mundo civilizado? El viejo está
en la esquina… tu amor igual que ayer… Con la mano libre le doy una bofetada.
Parpadea, por un segundo el estupor asoma a los ojos grises. Después aparece la cólera y
hay un instante donde me arrepiento… y en el balcón aquel… ¿Por qué nos obligamos a
esto? Me suelta para propinarme la bofetada más grande que haya recibido en mi vida.
Tanto es así que pierdo el equilibrio. Con la última frase mis dedos resbalan por el
pasamanos. Mármol frío. No hay nada bajo mis pies. Él trata de sujetarme y hay un
instante donde se arrepiente. Al menos eso me parece, pues grita mi nombre y, en lugar
de “puta”, oigo un “Dios mío”. Su voz resuena, se multiplica, se fragmenta, viene de
muy lejos. Golpes, muchos, incontables, quiebran. Por todas partes. En la espalda y algo
se congela. En la cabeza y cómo es posible tanto dolor y de repente nada. Se acabó,
final del juego. ¿Era tan fácil? A partir del segundo descanso no soy yo quien rueda por la
escalera, es sólo mi cuerpo. Dejo de oír. Me siento flotar, algo se hace lento. Hay un
abismo, un resplandor. Pienso en Amelia.

84
Ena Lucía Portela (La Habana, 1972)
Narradora y ensayista. Licenciada en Lenguas y Literaturas Clásicas por la Universidad de La
Habana. Ha publicado las novelas: El pájaro: pincel y tinta china (Barcelona, 1999), La sombra del
caminante (Madrid, 2006), Cien botellas en una pared (Madrid, 2002, Premio Jaén de la Caja de
Ahorros de Granada, España; y Prix Deux Océans–Grinzane Cavour 2003, Francia) —la cual ha
sido traducida al francés, portugués, holandés, polaco, italiano, griego y turco—, y Djuna y
Daniel (Madrid, 2008). También ha publicado los volúmenes de cuentos Una extraña entre las
piedras (La Habana, 1999) y Alguna enfermedad muy grave (Madrid, 2006). Su cuento “El viejo, el
asesino y yo” recibió el premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional en 1999. Actualmente,
colabora con el periódico El País de España y con la revista Crítica de la Universidad Autónoma de
Puebla, en México. En mayo de 2007 fue seleccionada como uno de los 39 escritores menores de
39 años más importantes de América Latina.

La hija del revisor

Carolina Sanín

Queríamos bajarnos en Armero. Nos levantamos de nuestros asientos, cogimos las


maletas, nos quitamos las chaquetas para salir al aire tibio de la estación. Ya Víctor
tenía la cara encendida de alegría y la mano en la manija de la puerta del
compartimiento, cuando la hija del revisor se adelantó a abrir por el otro lado y asomó
su cara de ojos negros, morena y triste.

-Lo prometido -anunció, mostrándonos una bolsa de papel.

Tres horas antes había ido a comprar para nosotros medio pollo asado. Durante la
primera hora esperamos que volviera, durante la segunda nos quejamos y en la tercera
aprendimos a olvidarnos de la comida por tramos cada vez más largos. Pero cuando por
fin íbamos a llegar a Armero para que el medio pollo no volviera a importarnos nunca
más, la niña se presentaba con sus guantes de hilo y la bolsa de papel.

-Lo prometido -repitió empujando a Víctor, que le cortaba el paso hacia el


compartimiento.

Yo sólo podía pensar en que al cabo de unos minutos estaríamos quietos, al abrigo del
aire después de tanto frío. Extendí el brazo derecho para recibir la bolsa, pero cuando la
tenía a un milímetro de distancia, cuando ni una abeja habría podido volar entre ella y
yo, Víctor me agarró por la muñeca. Me besó la mano y se la guardó en el bolsillo del
pantalón. Luego la volvió a sacar y la dejó caer a su lado.

Yo la levanté, me la puse delante de los ojos y pensé que no tenía nada que hacer con
esa mano: tenía sólo una maleta, y la izquierda me bastaba para cargarla. Así que olvidé
la bolsa de la niña y devolví mi mano derecha a donde Víctor la había puesto primero.
Toqué la costura del fondo de su bolsillo justo en el instante en que el tren paró.

85
Víctor quiso dar un paso y despegó un pie del suelo, pero enseguida tuvo que volver a
ponerlo en el sitio de donde lo había despegado. No podía avanzar. Los botines negros
de la niña le pisaban las puntas de los zapatos.

-Quédate con el pollo -le dijo Víctor a la niña-. En todo caso ya te lo pagamos.

-Véndelo -dije yo. Los ojos negros de la niña brillaban como adornos abandonados, como
adornos rescatados en el pico de una urraca-. Véndeselo a los pasajeros que se suban en
esta estación. Puedes vender cada presa por separado.

La niña se pasó por la cara el dobladillo de la falda, como para secársela, aunque no
había derramado ni una lágrima. Dijo con voz entrecortada que a partir de Armero ya no
había gente que subiera al tren, sólo gente que bajaba y gente que cambiaba de vagón.
Ofreció otra vez la bolsa y buscó mi mano derecha, pero sólo la izquierda era visible,
prendida al asa de la maleta.

-Nos comeremos el medio pollo en Armero -le dije a Víctor al oído. Por encima de la
cabeza de la niña veía a los pasajeros que avanzaban por el pasillo hacia la salida-. Ya
ha bajado casi todo el mundo. Cojamos la bolsa y salgamos -rogué flexionando con
impaciencia las rodillas.

-No podemos entrar en Armero con medio pollo muerto dentro de una bolsa de papel -
dijo Víctor.

-Nadie se va a dar cuenta -dijo la niña en un susurro, mirando al suelo.

Víctor le recordó que una vez fuera del tren ya no querríamos comer pollo. Nos
olvidaríamos de la bolsa y andaríamos con ella por el pueblo y por el campo, sin saber
que habíamos querido lo que tenía adentro.

La niña abrió la bolsa, miró el contenido y dijo algo que se ahogó en el fondo de papel.

-¿Qué acabas de decir? -le pregunté.

-Que es una pena tirar un pollo que se ha asado durante tres horas.

Fruncía la boca como resignada, pero aún no se apartaba de la entrada.

Entonces habló el hombre gordo, de bigote y doble chaleco, que compartía con nosotros
el compartimiento y que hasta entonces había fingido dormir.

-Lo que no puedo ni soñar es que alguien pueda soportar a esta niñita -dijo despacio y
sin entonación, como si leyera las palabras en el aire.

Víctor y yo nos volvimos a mirarlo. Tan pronto como lo enfocamos dejó de interesarnos.
Miramos hacia afuera, donde todas las cosas habían empezado a andar en reversa
lentamente. Había columnas de hierro, o más bien postes, una floristería y un hombre
con tres galgos al final de tres traíllas.

86
-No son galgos -dijo Víctor-. Los perros que son así tienen otro nombre.

Por el borde derecho de la ventanilla apareció una señora de pelo blanco. Estaba de pie
en el andén, llevaba un chal y sostenía un cartel que decía “Sara y Víctor”. Desapareció
por el borde izquierdo de la ventanilla cuando el tren aceleró rumbo a la parada
siguiente.

-Alguien nos estaba esperando, creo -dijo Víctor, y se sentó, no en el asiento que había
dejado libre hacía unos minutos sino en el que yo había ocupado antes, junto a la
ventanilla y frente al gordo.

Me senté a su lado, y a mi lado se sentó la hija del revisor. La niña se puso la bolsa en el
regazo, se quitó los guantes, y con su mano morena dobló varias veces el borde de la
bolsa para cerrarla mejor. Me la volvió a ofrecer. La tomé, le di una vuelta más al papel
y la puse sobre mis rodillas. Eché la cabeza hacia atrás y miré el techo desvencijado. De
repente sentí los ojos muy abiertos y temí no poder cerrarlos nunca más.

Cuando me empezaron a arder, los cerré y los volví a abrir. Lo hice otra vez y luego
otra, hasta perder la cuenta.

Víctor se puso su chaqueta y me ofreció la mía.

-¿El billete que compraron no más llegaba hasta Armero? -preguntó la niña como
buscando hacer las paces.

Víctor la miró de lado y no le contestó. Yo ni la miré ni nada.

-Lo arreglaré con mi padre -continuó ella-. Es el revisor.

-Ya -dijo Víctor.

-Ya -dijo el gordo de los chalecos, y bajó la cabeza hasta tocarse el pecho con la primera
de sus dos papadas.

-¿Quién será Sara? -pregunté.

-Quién sabe -dijo Víctor-. Debe ser otra. Deben ser otros dos que tampoco llegaron en el
tren. Otro Víctor y otra Sara.

–Una Sara -dije-. No otra Sara. A mí nadie me llama Sara.

-Tal vez lo que la señora tenía escrito era su propio nombre -dijo Víctor-. Se llamaba
Sara y se llamaba Víctor, y quería que algún pasajero la reconociera.

-Yo lo arreglaré con mi padre -repitió la niña, incorporándose en su asiento-. Es el


revisor.

-Ya – dijo Víctor.

87
-Volveremos a parar en Armero al regreso -continuó la niña-. Claro, ya no será lo mismo.
Lo mismo, exactamente, no será. No será exactamente como si no hubiera pasado nada.

El gordo de los chalecos carraspeó.

-Es bonita la niña -dijo, dirigiéndose a mí-. Será una mujer bonita.

-Gracias, señor -dijo la niña.

-¿Hay muchos niños que hablen así como ella? -preguntó el señor.

-Si mi papá viene a revisar los billetes -dijo la niña- le diré que por mi culpa ustedes dos
no pudieron bajar del tren. Le pediré que los deje seguir aquí hasta la próxima vez que
paremos en Armero. Pero como no subirá nadie más desde ahora hasta que estemos de
regreso, pasarán varias horas sin que él venga a revisar los billetes.

-¿Cuánto falta para que volvamos a parar en Armero? -pregunté.

-Tres estaciones. Pero no todos los tramos se hacen tan largos como el último.

El gordo de los chalecos anunció que se bajaría en la próxima parada. Antes de llegar,
quería contarnos que tenía una hija de la misma edad que la hija del revisor. Después de
contárnoslo quiso mostrarnos un pañuelo que siempre llevaba consigo, en el bolsillo del
segundo de sus chalecos. El pañuelo tenía un nudo. Dentro del nudo, el gordo guardaba
los dientes de leche de su niña.

-Los chalecos no tienen bolsillos -dijo la hija del revisor, y contó que también a ella,
hacía no mucho tiempo pero sí bastante, se le habían caído todos los dientes de leche y
le habían salido los definitivos:

-Los de hueso. Y también mudé casi todas las muelas.

En seguida preguntó si no íbamos a comernos el medio pollo que tanto habíamos querido
y esperado.

-Tengo la boca seca -dije-. Si me como el pollo ahora, se me va a quedar pegado al


paladar.

La niña ofreció ir a comprar una botella de agua en el vagón restaurante.

-Trae otra para mí -le dijo Víctor, y le dio dos monedas.

-Y otra para mí -dijo el de los chalecos, y no ofreció ningún dinero.

-Sí. A todo lo que ustedes me pidan diré sí -dijo la niña a gritos.

-Ya iba siendo hora de poder hablar temas de adultos -dijo el gordo cuando ella salió-.
¿Qué van a hacer ustedes en Armero?

88
-Lo mismo que todo el mundo -respondió Víctor.

-¿Cómo se llaman?

-Víctor y Olivia -dije.

Preguntó si nos habíamos casado antes del viaje.

-No.

Si nos parecían cómodos los asientos.

-Más o menos.

Si estábamos cansados.

-Hemos descansado mucho.

¿Alguien nos había hablado de Armero?

¿Hablábamos de Armero entre nosotros?

Víctor me señaló los árboles que pasaban por la ventanilla, uno tras otro, cien y mil.

-Todo está tranquilo -dije contra la ventanilla, en voz baja-: los árboles y los arbustos.
Cada nervio de cada hoja, y yo-. Me tapé la boca con la solapa de la chaqueta como por
si alguien o algo, en algún lugar de la vía férrea, sabía leer los labios. Luego limpié con
la manga el cristal empañado por mi aliento.

El bosque no había terminado de pasar, cuando el gordo empezó a hablar de nuevo.


Hablaba con el mismo ritmo con que había dicho lo primero que había dicho, como si
sacara cada palabra de una página distinta.

Dijo que hasta llegar a Armero se había hecho el dormido. Que si pensaba en cuánto le
faltaba para llegar a su estación, se le aparecía un espacio en blanco. Si dejaba los ojos
cerrados, todo era negro. Por la ventanilla desfilaron otros árboles.

Víctor no tenía ganas de comentar nada, sólo de mirar lo que el paisaje traía. Luego
quiso contar que una vez, cuando era muy joven, había hecho un viaje en tren por
América del Sur.

-Me lo creo -dijo el vecino-, pero debió faltarle Colombia. Cuando usted era joven, el
ferrocarril colombiano se había acabado y no había uno nuevo todavía.

Seguí mirando la tierra. Cruzábamos por entre dos colinas cubiertas de rocas y de casas
con techos verdes.

-Ahora el tren empezará a frenar -dijo el gordo.

89
El tren empezó a frenar.

-Lo prometido -dijo la hija del revisor, asomándose al compartimiento con tres botellas
de plástico entre las manos.

El gordo se levantó de su asiento, se remangó la camisa y se colgó del hombro un


maletín. Se despidió de mí con un gesto de la cabeza y a Víctor le estrechó la mano.

-Lo peor es que eres tonta -le dijo a la niña-: nos vendes el agua al mismo precio al que
la compras en el vagón restaurante, en lugar de sacar una ganancia.

Y salió dándole un empellón.

La hija del revisor aterrizó en el suelo con un chillido. Se puso en pie rápidamente, nos
entregó nuestras dos botellas de agua, destapó la tercera, la que había traído para el
gordo, y bebió.

-¿Quién te ha enseñado a ser tan necia? -le preguntó Víctor.

-Yo misma me he enseñado -dijo ella, y derramó un poco de agua sobre una herida que
se había hecho en el codo al caer.

-¿Aceptaron las monedas de Víctor en el vagón de la comida? -le pregunté.

-Claro que no -dijo-. Yo sabía que no eran monedas de aquí y que aquí no tenían valor. Si
las recibí no fue para entregarlas sino para que mi papá tuviera que pagar por el agua. Él
es el revisor, y siempre tiene dinero en el bolsillo porque a veces la gente no tiene
tiempo para comprar el billete en la estación y se lo compra a él en el tren…

-Gracias -dijo Víctor.

-De nada -dijo la niña.

Se paró y salió al pasillo. Víctor y yo bebimos.

-Ahora es antes -oímos que decía a lo lejos una vocecita. Nos asomamos, y vimos a la
hija del revisor de pie en el pasillo, al comienzo del vagón. Luego la niña salió corriendo
hacia el otro extremo.

-Y ahora es después -dijo al llegar al final del vagón.

Víctor y yo volvimos a sentarnos.

Nos dijimos que el viaje en tren empezaba a parecerse a ese sueño en el que uno se
sube en un ascensor, oprime el número del piso al que quiere ir, digamos el cinco, y se
pone a mirar la pequeña pantalla que indica los pisos por los que va pasando. Aparece el
número 5, luego aparece el 10, que es el último piso del edificio, luego salen el 15, y el
123, y el 280…

90
-Pero yo nunca he tenido esa pesadilla -dije-. Sólo he oído de ella. ¿Será que es como un
bingo?

La hija del revisor se asomó y nos preguntó por qué no nos comíamos el pollo si ya nos
habíamos bebido el agua.

-Por nada -dije.

Busqué en la bolsa, saqué el pernil, le di a Víctor el ala y empecé a comer. La niña se


sentó en el asiento que antes había ocupado el señor de los chalecos.

-Quisiera quedarme dormida -dijo.

-Pues hazlo ahora -dijo Víctor-. Olivia y yo tenemos que hablar, y no queremos que oigas
lo que vamos a decirnos.

Los tres hicimos silencio y cerramos los ojos. Al cabo de un minuto, la hija del revisor
anunció que no podía dormirse.

-Enséñale a hacer alguna cosa para que se distraiga -le sugerí a Víctor.

-¿Hay algo que no sepas? -le preguntó él a la niña.

-No -respondió ella.

-Enséñale a hacer sumas -dije.

-¿Sabes sumar? -preguntó Víctor.

-Sí -dijo la niña.

Víctor empezó a enseñarle. Tres horas después, la hija del revisor había vuelto a
aprender a sumar y el tren había parado en la estación siguiente.

-Cuando el tren empiece a andar, queremos que te vayas por ahí con lo que has
aprendido -dijo Víctor.

-¿A dónde? -preguntó la niña.

-A otros vagones. A practicar sumas. A contárselo a tu padre -dijo Víctor.

-Para que nos dejes solos -dije yo-. Nos gusta más estar solos.

El tren empezó a andar, pero la niña se quedó quieta.

-Ve a comprar unas servilletas -le ordenó Víctor-. Tenemos la boca sucia de grasa de
pollo.

91
Ella no se movía.

-¿El pollo estaba caliente? -preguntó.

-Estaba muy bueno -le respondimos, y aceptó ir a buscar las servilletas.

-Son gratis -dijo de salida.

-A veces imagino un ferrocarril vertical -dije-. Pienso que hacen una escalera con la vía
del tren para subir al edificio interminable del que estábamos hablando antes.

Luego me adormecí. Me pareció que en algún momento el tren disminuía la velocidad y


luego aceleraba otra vez. Entre la última parada y la nuestra, que era Armero otra vez,
Víctor me despertó.

-¿Qué dictado? -pregunté aletargada.

-Que no sé para qué te he despertado. No he dicho nada de un dictado.

Estuvimos abrazados mientras atravesábamos un maizal.

-Ahora podríamos hablar de Armero -dijo Víctor-. De lo que haremos, de lo que va a


haber.

Vino un campo ondulado y gris, de polvo, o más bien de humo que había vuelto a caer a
tierra. Vimos unas cabras. O unas ovejas.

-Lo prometido -anunció la hija del revisor, abriendo la puerta del compartimiento. Traía
en la mano tres servilletas de papel. Me dio una a mí y otra a Víctor, y salió dejando la
puerta abierta.

-Ya había venido antes a darles las servilletas -dijo desde el pasillo-. Vine cuando íbamos
llegando a la parada anterior, pero ustedes estaban dormidos. Lástima, porque vine con
mi papá, y no pudieron conocerlo.

-Ya lo vimos cuando nos perforó los billetes al iniciar el viaje -dijo Víctor-. Antes de
Armero.

-Pero no lo conocieron bien -dijo la niña.

Nos íbamos a bajar en Armero. Nos quitamos las chaquetas, cogimos las maletas, nos
restregamos los ojos.

-¿Éste era un viaje de luna de miel? -preguntó la niña.

Víctor dio el primer paso fuera del compartimiento. No lo parecía, pero estaba aún más
contento que yo.

92
En el andén no nos esperaba nadie. No había tampoco nadie que esperara a otros. La
estación de Armero estaba vacía como Armero.

El tren empezó a andar. La niña nos despidió desde nuestra ventanilla agitando la
servilleta de papel que había sobrado.

Carolina Sanín (Bogotá, 1973)


Estudió Filosofía y Letras en Bogotá y obtuvo un doctorado en Literatura Hispánica de la
Universidad de Yale. Vivió en Francia y en España, donde trabajó como traductora. Actualmente
vive en Nueva York y es profesora de la State University of New York en Purchase, NY. Su primera
novela, Todo en otra parte, fue publicada en 2005. Ha publicado dos libros humorísticos bajo
pseudónimo. Sus crónicas, relatos y ensayos han aparecido en revistas de Colombia, México y
Estados Unidos. Ha participado en las antologías Rompiendo el silencio: Nuevas narradoras co-
lombianas (2002), Fricciones urbanas: 11 escritores escriben sobre 11 ciudades (2004), y Lectores
y autores del Quijote (2005).

La mujer que me gusta llega tarde a la playa

Gabriela Bejerman

1.

La mujer que me gusta llega de noche a un hotel de una pequeña ciudad marítima.
Baja, va al kiosco, compra una lata de coca, sube y desde el balcón ve una calle por la
que ya pasa poca gente. Se prueba unas nuevas calzas con mar y palmeras fucsia. Al
día siguiente está tomando agua de coco.

2.

La mujer que me gusta trabaja en una fábrica de osos de peluche en una pequeña
ciudad marítima. De 7.30 a 6. Apenas sale va a la playa, corcovea en el mar, camina
kilómetros ida y vuelta. Su barrio tiene antiguas plantas en flor y casas color pastel. Le
gusta usar ropa ancha, pero se la distingue por sus reflejos en corto pelo castaño. Ve la
novela nacional, prefiere salir, disfruta especialmente de la oscuridad.

3.

El martes a la tarde las dos mujeres que me gustan se cruzan por la playa. Una de las
mujeres que me gusta se acerca a la otra y organiza el flirt de modo tal que la otra
mujer que me gusta se presta al juego recordando que cortó con su novia porque era
muy celosa.

93
4.

La mujer que me gusta consigue su cometido. Está besando (una fugacidad) a la mujer
que le gusta. Yo estoy contenta por eso, a la otra mujer también le gusta. Las mujeres
deben separarse, a una de las dos su ex la espera más allá surfando.

5.

La mujer que me gusta vuelve al hotel y encuentra en la guía telefónica la dirección de


una fábrica de peluches. Marca la página, mezcla la pequeña guía entre los libros
religiosos, vuelve a tomar agua de coco. Se le cae sobre la remera dos veces, se siente
tonta pero se divierte pensando posibles encuentros con la mujer que podría localizar
y le gusta. Mañana al mediodía la irá a buscar a un lugar que no conoce, tomará el
ómnibus con la facilidad de una viajera empedernida. Mañana.

6.

La mujer que me gusta encuentra a la tarde, cuando vuelve de almorzar, un cartel en el


reloj donde ella y sus 19 compañeras marcan tarjeta. Pero antes que ella lo vio su jefa
que la llama a la oficina para pedirle explicaciones. En el aire acondicionado glacial
ella parece muerta y congelada. La mujer que me gusta atina a pedir servilmente
disculpas y ofrecer ojitos indefensos. La vieja bruja la perdona con desgano, sin
bostezar, tensa como un perro guardián enano. La mujer que me gusta vuelve al
galpón de trabajo pensando que esto podría hacer tambalear su situación en la fábrica,
pero no tiene miedo, trabaja bien. A la noche comenta lo sucedido a su ex, con quien
vive, lo cual va caldeando el terreno para algo que la mujer que me gusta no quiere
precipitar pero su ex sí: el retorno, la reconciliación.

7.

La mujer que me gusta no logra ver al mediodía a la mujer que le gusta. Deja un cartel
en el reloj y luego toma una excursión. Visita una ciudad. Saca fotos, bebe latas de
cerveza en varias oportunidades. Compra chucherías tachando nombres de una lista
escrita a mano, toma un barco turístico con gran resolución. En el ómnibus de vuelta
muda ve el ovni del atardecer. Agradece a las vírgenes que recuerda con sonrisa
cómplice, como si la estuvieran acompañando en este momento tan especial. Da
vueltas por el pueblo pesquero durante dos horas esperando encontrar a la mujer que
le gusta, pero ella no llega. Tampoco consigue un lugar donde pueda uno tomar café y
fumar un cigarrillo al mismo tiempo. Refunfuña hasta quedarse dormida viendo
televisión en la sala del hotel. Después despierta un poco como para volver a su
habitación, desvestirse y darse una acariciada intermedia antes de yacer con peso
máximo hasta mañana.

94
8.

Al otro día la mujer que me gusta recuerda la nota que dejó en la fábrica de muñecos
de peluche. Busca excusas para no hacer absolutamente nada durante el día y cuando
llega la hora se produce un poco para el posible encuentro. Toma el ómnibus hacia su
barrio. Esta vez la encontrará. Sí, se encuentran. Permanecen en la playa besándose
entre algas, juncos y, por qué no, estrellas de mar. ¡Qué bien me hace todo esto! Las
mujeres que me gustan prometen encontrarse mañana pero no intercambian muchos
datos más acerca de cómo ubicarse ni de quiénes son además de un cuerpo
enamoradizo y cachondo.

9.

La mujer que me gusta suda desnuda destapada. Un espectáculo infantil que han
tenido la mala idea de montar frente al hotel la despierta temprano. Maldice a los
niños antes del desayuno. La mujer que me gusta espera nuevamente la hora. Al salir
por la tarde no repara en el clima, sólo a tres cuadras piensa “podría haber traído el
paraguas”. Cuando llega al mar llovizna. Deja que el frente de tormenta se acerque con
una cola de cielo verde por detrás tronando. La empapa. Pero no encuentra a la mujer
que busca, una pared de precipitaciones las separa. Espera que pase la gota gorda, sale
a la plaza con esperanza, camina hacia el atardecer. Cuando cansada da la vuelta ve el
arco iris entero. Sigue rumbo al arco de regreso. No ha encontrado a la mujer que le
gusta pero el cielo hace ahora de sus hábitos una bebida poco corriente.

10.

La mujer que me gusta lo intenta otra vez. Pero hoy es sábado, la fábrica está cerrada.
Sale la jefa mala con un marido mudo. Dice que hoy es sábado, la fábrica está cerrada y
la mujer que me gusta no está. Le pregunta si anda sola de vacaciones y que dónde
está su familia. Ella inventa rápido que está con las primas y sale a la playa. Atraviesa
un barrio, trata de que un milagro ocurra: encontrarla. La marea está muy llena, se
come todo lo que antes había de arena. La mujer que me gusta avanza rauda con pies
descalzos mojados inundados.

11.

La mujer que me gusta sale a caminar por la playa. Ella y su ex están volviendo a la
punta de piedras. En el camino una ha dicho cosas románticas que siempre funcionan.
La mujer que me gusta piensa “y, bueno”. Restablece su vínculo suspendido, ¿porque
vive, come y habla con ella todo el día sin parar? Porque alguien capitalizó la emoción
de su nuevo romance. Le dice que si se encuentra con la mujer que conoció en la playa
tendrá que darle una explicación.

95
12.

Las mujeres que me gustan se encuentran. Una de las mujeres que me gusta le dice a la
otra que ahora no pueden irse juntas, que adoró estar con ella pero que ahora no da,
no puede, es imposible, ni siquiera mañana, antes de que ella se vaya de la ciudad. La
mujer que me gusta la mira sin llegar a especular con la idea de la histeria, prefiere
localizar ahí un brillo leal. La mira fijo sin lograr borrar de la mujer que le gusta a su
ex ex. Se le trasluce el amor que queda a pesar de que a cincuenta metros las mira la
celosa, cautiva ya su presa predilecta.

13.

La mujer que me gusta le da un beso en la mejilla apretando “push” con un cachete


indio y japonés. La presión destella. Las mujeres que me gustan emprenden caminos
separados que nunca se han de volver a encontrar. Sin embargo las mujeres que me
gustan tendrán muchos otros romances fugaces.

14.

El mar ha decidido rebajar la marea de a poco, esta tarde no hay arco iris en el mismo
camino de vuelta. El ómnibus que toma hacia el hotel no es el que da toda la vuelta.
Tarda apenas cinco minutos en volver. Pero el tiempo se ha quedado corto sólo
porque ella llegó a la playa un par de horas tarde.

Gabriela Bejerman (Buenos Aires, 1973)


Es licenciada en Letras (UBA), escritora, performer, cantante. Desde 2000 coordina diversos
talleres de escritura y lectura. Editó la novela Presente perfecto (2004), varios libros de poesía
(Alga; Crin; Pendejo; Sed), cuentos y una revista de poesía (Nunca, nunca quisiera irme a casa). A
partir de su búsqueda interdisciplinaria, editó un disco música y poesía como en Gaby Bex.

96
Música incidental

Jesús Nieves Montero

A Jennifer y Leika
A Arly por contarme un lado de la historia

Un golpe en su hombro -el mesonero llevándole la cuenta porque estaban a punto de cerrar- le
interrumpía la versión de My way que terminaba de interpretar ante un público en trajes de
etiqueta en un pub neoyorquino. Probablemente por eso no funcionaba la técnica de la
personificación: tenía que estirar demasiado la imaginación para llevar ese bar barato de
portugueses en la avenida Fuerzas Armadas, con sus borrachos morosos suplicando la del
estribo y sus mesoneros hediondos y amanerados, hasta su recuerdo de Nueva York para que
el escenario alcanzara la dimensión del artista.

De cualquier manera insistió. Como escritor en pleno bloqueo se había dado a la tarea de
cazar historias donde las hubiese, al principio trató de hacerlo perdiéndose en las calles
buscando, como un modernista, la multitud; también yendo a las fiestas de sus amigos de las
cuales se había alejado varios años antes cultivando una imagen de ermitaño literario, pero
eso no funcionaba. Así que salía de su casa en dos turnos, mañana y noche, convertido en un
estudiante angustiado porque tiene un examen; un marido infiel acechado por la culpa y la
sombra de su esposa perseguidora; un político devaluado que sueña con desmesurados planes
para retomar el poder; un predicador evangélico, armado con una Biblia gratuita de los
Gedeones, vociferante en las calles; un músico derrotado por la economía de mercado
norteamericana que apenas logra comer cantando en locales nocturnos de Nueva York,
cuando su título de la Julliard debería haberle garantizado plaza fija en un gran escenario.

Pero debía haber una falla, no se convertía ni siquiera en una estadística. Ni lo agredían, ni lo
insultaban, ni siquiera sentía que la indiferencia del mundo exterior estaba dirigida
directamente contra él sino que era una actitud generalizada. Quiso ser asaltado, preso,
torturado, agredido, discriminado, descubierto en su infidelidad, encontrarse con un ateo que
la emprendiera contra su proselitismo, verse en la baranda de un puente y sentir deseos de
terminar con su angustia pero todos los mecanismos parecían atascados.

Dosificaba con buenas perspectivas el dinero que su hermana le enviaba desde el exterior por
cuidar su apartamento y mantenerle los pagos al día. Desde que podía verla con la webcam y
recibía fotos e informaciones prácticamente a diario, la distancia, la ausencia se había vuelto
irrelevante. Podría decirse que la extrañaba. Podría decirse que rogaba a Dios porque nunca
regresara. Y deseba aprovechar la coyuntura para escribir y seguir así indefinidamente. Le

97
gustaba soñar con encontrar un mecenas, por lo cual revisaba en internet en caso de que
alguien solicitara escritores para tomarlos bajo su protección.

II

Consideró que era demasiado ambicioso personificar un hombre que fuera resultado de las
complejidades de una biografía íntegra, así que se concentró en situaciones. Jugaba al llegar a
su casa que había perdido las llaves y no podía entrar; si hacía cola en un banco era un ladrón
que esperaba refuerzos, que nunca llegaban, para comenzar un golpe millonario; tropezaba
intencionalmente en la calle para ver las reacciones de los demás transeúntes; sentando en un
banco del Parque del este era un cazador de nuevos talentos para el modelaje internacional;
fingía que le había ocurrido un accidente automovilístico y necesitaba un baño para lavarse y
un teléfono.

Así la conoció. Una noche vio un local de San Bernardino -apuestas hípicas, loterías, billar-, iba
camino a su casa y no quiso acostarse sin haber hecho un esfuerzo más. La historia sería la
siguiente: uno de los cauchos había recibido la puñalada de un clavo y se desinfló. Le pareció
buen presagio esa frase, le sonó poética. Se bajó del carro y acarició con violencia la cara
interna del caucho del copiloto hasta embarrarse, al principio tuvo reparos, pero también
acercó su camisa. Se miró, se vio sucio, merecía solidaridad, compasión. Entró, habló con el
encargado. La vio. Jeans desteñidos forrando unas piernas torneadas y unas nalgas que
parecían dos inmensos gajos de mandarina, un top sin sostén debajo que resaltaba unos senos
que lo obsesionaron. No es el tipo de mujer que buscan los públicos de hoy, le dijo su
personalidad de experto en modelos, muy rellena. Fue al baño, se lavó con el jabón disponible
-detergente en polvo para ropa- y salió aún con las manos mojadas y la vio escribir en una
libreta pequeña, de espiral metálico en la parte superior, escuchó para entender: eran las
apuestas de la siguiente carrera del hipódromo de Valencia. Decidió sentarse y pedir una
cerveza. Golpeaba con los dedos de su mano derecha la mesa de formica, comenzó a sudar y se
sintió un ludópata esperando que su caballo le resarciera de todas sus pérdidas. La llamó para
tratar de colocar una apuesta. Y ella quiso explicarle todos los procedimientos de un juego que
él no conocía y quiso sugerirle que ella estaba a un par de horas de salir e inclinándose y
mostrando su escote le hizo saber que estaría disponible para donde él quisiera llevarla. Y él
pensó que si del refugio entre las piernas de una mujer se podía concebir un niño, con más
razón podía surgir también una nueva historia. ¡Cómo no lo había considerado!

III

¿Primero? Primero fue la marca bajo el seno, la evidencia de la incisión que hizo el cirujano
plástico para incorporarle la prótesis que le daba un par de tallas más de sostén. La descubrió
la noche de su encuentro lamiendo el seno derecho, tratando de establecer sus linderos, había
sentido algo tirante en la piel del escote la primera vez que lo acarició, recién salidos
del Saturday night, lo cual le hizo sospechar del implante pero a él nunca le había importado
con ninguna otra mujer e, incluso, antes de llegar esa noche al hotel, paseando sus manos
sobre la ropa de ella, le pareció un todo real, tenso de deseo. Lamía, entonces, su seno, lo
recorría y cuando quiso bajar, tal vez a buscar su sexo, o sólo su vientre, la lengua encontró en
el pliegue entre el tórax y el seno una protuberancia, una textura, un reto a las papilas
diferente: fue un descubrimiento, sinceramente, la madera lisa del resto de su seno había
terminado por aburrirle, así que se concentró en esa nueva sensación.

98
Sus ojos, que estaban cerrados, se abrieron para ver la causa de esta diferencia y allí tuvo el
tejido reconstituido pero diferente y siguió lamiendo insistiendo allí. Nunca se había operado,
así que en su propio cuerpo no conocía de cicatrices. No comentó sobre su predilección, pero
ella debió notar la forma como se consagraba a esa zona y el deseo aumentaba y terminaron
haciendo el amor pero en su cabeza estaba, sobre todo, la cicatriz.

IV

Siguieron saliendo. Miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo había carreras, él iba a
buscarla al Saturday night cada noche, después de las doce, incluso alguno de los días
terminaba por tenerlo libre y los encuentros nocturnos se mudaron de los hoteles de tráfico
rápido al apartamento que cuidaba a su hermana. Ella le contaba que vivía con su madre, lo
que quería ser y hacer y le hablaba de su hijo, el padre, hijo de puta, estaría pudriéndose en
una cárcel, todavía repitiendo que robaba para darle de comer a ellos aunque nunca vieron un
centavo. Él no se asustó, de hecho pidió conocer al niño. Algo faltaba en su vida y la idea del
niño pareció darle nuevas perspectivas.

Pero el motor de todo era ese cuerpo. Sus encuentros. Comenzó a llevar consigo la hojilla y a
simular los accidentes. Una pequeña incisión sobre el pezón izquierdo, un error, una
confusión, cómo pudo haber pasado. Mientras esa herida sanaba y producía su propia cicatriz,
él seguía lamiendo bajo los senos, pero se excitaba ante la anticipación de ese nuevo punto de
territorio. Y vamos a comer helados con tu hijo, es todo un hombre de la casa, ¿le caigo bien?,
no lo había notado, sí, nos vi en un espejo y parecemos padre e hijo. Y a las dos semanas sobre
el seno ya era una cicatriz madura y lamió y la lamió, tres puntos sobre su cuerpo para estar
concentrado. Pero pronto sintió necesidad de otra herida. La quiso cerca del ombligo. Y la
hizo. Por la tarde fingía ser padre, orgulloso. Lunes, miércoles y viernes béisbol de dos a cinco,
el resto de los días alguna caminata, algún paseo, algún museo, todavía no se le ocurrían
historias pero sentía que el método de personificación funcionaba, tenía fe, esperaba las
historias que no veía y se hacía encajar hasta formar el cuadro de una familia, cómo no nos
habíamos encontrado antes, incluso algún te amo se habría colado. Las cicatrices. Otro
accidente, risas, la mala suerte, una hojilla, quién podría pensarlo, por eso advierten, tienen
razón, no son juguete, maneje con cuidado, manténgalo fuera del alcance de los niños. Tres,
cuatro, diez, quince heridas, así sí podía hacerse un cuerpo, podía concebir una amante,
siempre había heridas nuevas, en su paso a convertirse en cicatrices y ya el cuerpo podía ser
el cuerpo amado, una cartografía de lugares que rompieran con la monotonía de la piel
corriente, ya ni siquiera daba excusas por la hojilla, todo sucedía y era parte de su vínculo. Y
por la mañana, mientras imaginaba que su hijo salía al colegio preparado por su suegra y que
su esposa dormía el cansancio de la noche anterior y conservaba las heridas que serían el
placer de la noche siguiente, compraba cinco o seis periódicos y los leía buscando historias,
pensó que la mejor manera de detonar las historias era con palabras escritas, pero no
productos terminados de creación, sino esas maravillas de construcciones híbridas que sólo
hallaba en una buena crónica, un artículo de opinión, la página de sociales, los obituarios o las
páginas rojas. La mujer, el niño, el bloqueo. Y las cicatrices.

La esperó una noche de viernes fuera del Saturday night. Doce-Una-Dos-Tres. No la vio salir.
No quiso llamar. Pensó ampliar su registro haciendo de marido ofendido y defraudado. No
pudo saber que se había desmayado. Que cuando llegó al hospital la desnudaron. Que al llegar

99
la madre no pudo sino llorar ante todas las cicatrices de ese cuerpo que le exhibía el residente
de la emergencia, ese cuerpo que ella recordaba niña cuando la bañaba, adolescente cuando la
acompañó a sus primeras visitas al ginecólogo, los días previos y el propio día de la boda
cuando la ayudaba a colocarse todo el andamiaje del vestido. Tomaba su mano mientras se
recuperaba y, airadamente, juraba venganza, en silencio, mientras veía que el policía
encargado de hacer el expediente que comenzaría la investigación había encontrado
entretenimiento en las piernas de la enfermera y ya estaba sobre ella, con la mano muerta
sobre la cintura, en caída controlada hacia las nalgas y hasta allí llegaría el procedimiento, al
menos el relacionado con las heridas de su hija. ¿Quién lo hizo?, ya, mamá, está bien, ¿Cómo va
a estar bien?, mamá, por favor, estamos en un hospital, no grites, igual, la vida es así.

VI

El domingo siguiente, aún -y muy concentrado- en su papel de cónyuge defraudado, se levantó


y compró los periódicos. Cuando abrió Últimas noticias fue directo a las páginas intermedias,
las dedicadas a las regiones y las de sucesos, siempre estaban los grandes titulares pero
también había notas pequeñas, mínimas, escuetas, la definición de un relleno para cumplir
con el espacio de la página. Allí leyó el título: “Torturada por su amante” y el subtítulo,
“Porque te quiero te estropio”. Hablaban de cómo una mujer joven que se había desmayado en
su centro de trabajo, una popular casa de apuestas del norte de la ciudad, ingresó por esta
razón al Hospital Universitario de Caracas, pero al despojarla de sus ropas para examinarla
encontraron decenas de heridas de arma blanca, probablemente una navaja. Se decía que la
mujer tenía un hijo y vivía con él y con su madre. Se decía que la policía investigaría. Ni el
nombre de Mariana se decía. Pero era ella. Era ella y ahora todo había terminado. No sintió
temor por esa mala casualidad: aunque soñó con oscuridades de calabozos, con violaciones y
linchamientos, incluso su muerte, vio otra vez el tamaño de la nota: las conocía, era de los
casos que a nadie interesaría, tal vez sólo a un escritor bloqueado que buscara en los
periódicos gérmenes para nuevas historias. El único policía disponible hablaba de escenarios:
extraño accidente, violencia doméstica. Creía que se trataba de un asunto sexual. ¿Por qué no
seguiría pensando? Un rito satánico, una forma evolucionada del tatuaje tradicional, intentos
de suicidio vacilantes, en estos días se ven tantas cosas. De cualquier manera había terminado.
No vería más a Mariana, no vería más a Adrián.

VII

El niño está de pie, callado, en la puerta del salón de profesores, con los ojos dolorosamente
abiertos como si, cual caricatura, un mondadientes u otro tipo de varilla mantuviera los
párpados levantados. Chorrea agua por sus manos, las puntas de los dedos, extendidas,
parecen pequeño grifos. El olor ha comenzado a llenar la habitación. La maestra lo observa. La
franela blanca tiene manchas marrones. La maestra lo ve, en el pedagógico no le han enseñado
cómo se responde a esto, igual no se ha graduado pero no cree que le falte justo el curso que lo
enseña. Le dice que buscará los teléfonos de sus padres. El niño es una estatua.

Revisa el bolso, los cuadernos, ni un teléfono, ni un nombre. No quiere bajar a la dirección: el


archivo de una escuela pública es un cementerio inexpugnable de papeles, los expedientes
seguramente fueron quemados en los últimos disturbios o botados como basura por la bedel
nueva que contrataron por ser compañera de partido. Solo una ficha del equipo de béisbol. Un
teléfono celular. Tiene poco saldo pero igual intenta la llamada.

100
-Sr. Rivas. Necesitamos que venga al colegio, hubo un pequeño accidente con Adrián […] -
Perdone, pero es el único teléfono que encontramos […] -Si no fuera importante no lo
hubiéramos molestado, además, la madre […] -No, nada grave, pero, por favor, traiga una
muda de ropa.

Por supuesto que ella no podría responder a las nueve de la mañana. A esa hora las ojeras, la
noche anterior, simplemente el caminar de una mesa a otra, de un apostador a otro llevando
la libreta y apuntando las jugadas, las caminatas al baño para orinar el efecto de los dos o seis
cervezas que le brindaron, el cansancio del brazo retirando las manos de los clientes que en
un aparente descuido se posaban en sus nalgas, el cansancio de escuchar la conversación del
taxista y luego el cansancio de dormir sola o del sexo con una nueva pareja. Ni siquiera el
desmayo la habría podido detener. Su vida era un carrusel que sólo se detendría con su
muerte. Al menos eso creía haber aprendido de ella. Dos meses después. No había bloqueos ni
detenciones como en su aventura de escritor. A esa hora ella nunca iría.

Trata de recordar la talla de ropa de Adrián, le había comprado el uniforme del béisbol. Se
detendrá, pedirá tallas para niños de nueve años. Ocho y medio. Nueve, debe ser lo mismo. Y
tratará de imaginar a Adrián. Siempre lo recuerda. En realidad lo extraña. Y siempre lamentó
no conservar una foto de él. Comprará una franela y un pantalón o short, le dirá a la maestra
que se lleva al niño, desayunarán, hablará con él, lo dejará a dos cuadras de su casa, le dirá que
nunca le comente a su madre y le propondrá encontrarse algunos días, podrían seguir siendo
amigos, si es que él entendía la amistad, claro que la entiende, es un niño astuto.

Pero, ¿qué le pudo haber pasado a Adrián, por qué un cambio de ropa, por qué la maestra con
voz alterada, por qué no consiguieron primero a Mariana y la abuela, por qué no contestó la
abuela?

Llega al colegio, busca a la maestra. Le dice que Adrián está en el baño, sí, señor, ¿cuál es su
nombre?, no, no soy el padre, buen amigo de la familia, fue atacado, algo horroroso, sí, lo
metieron de cabeza, retrete, porque les dio la gana, son niños mayores, la violencia, sí, es
difícil, y los padres, creen que dejan a los niños y aquí haremos milagros, creen que meten
pellejo y saldrá lomito, si me perdona el ejemplo, estamos muy apenados, buscaremos
responsables, castigo, castigo, claro que puede llevárselo.

En el baño, Adrián está de pie, sólo lleva puesta su ropa interior. Se resiste a llorar, seguro
agotó sus lágrimas cada noche esperando a su padre, cuando no le podían comprar algún
juguete, cuando su abuela le soltaba, con o sin razón, un correazo. Ninguno de los dos se
aproxima, se diría que van a comenzar una batalla, otro David enfrentando a otro Goliat.
Filtrado el sonido entre la separación que deja la hoja de lata gris que sirve de puerta al baño,
escucha unos pasos, tacones, en general, en la escuela de Adrián hay profesoras pero aún cree,
con ingenuidad, con ceguera, que puede aislar el sonido firme, marcial de los zapatos de
Mariana, el par de cuero negro que llevaba la primera noche o los de semicuero rojo,
gastadísimos, que le encan-taban por su comodidad.

Y en un descuido, cuando los ojos del niño se clavan en los suyos, él pierde el control de los
eventos y los sonidos todos caen como una cascada, fundidos, los pasos, los gritos de otros
niños, las bocinas de algunos automóviles puertas afuera. Extiende la mano y espera la
reacción del niño, su mirada es de rencor, ¿cuántas veces habrá preguntado por qué no había
aparecido más, por qué no más helado a media tarde los domingos, ni aplausos en el béisbol?

101
Es capaz de esperar toda la vida. En la mano izquierda lleva la bolsa con la ropa, en el bolsillo
opuesto de su saco lleva la hojilla, no la había sacado desde la última vez con Mariana. ¿Si
llegara ella, qué podrían decirse? Espera un arrebato, trasposición, carro de fuego o ángel de
muerte, aunque la escena resiente la falta de música incidental. No habrá registro alguno en
los periódicos. De cualquier manera sabe que se han desprendido del mundo, pero no teme.
Intuye una historia.

Jesús Nieves Montero (Caracas, 1977) Participó en los talleres de Narrativa


del CELARG con Sael Ibañez (1997-98) y de ensayo con Jorge Romero León (2001-2002). Es
autor de los libros de relatos Casi un juego (1999, mención especial en el Primer Concurso de
Autores Inéditos organizado por Monte Ávila Editores), Juegos de amor/Juegos de
memoria (2001; Comala.com; segundo lugar del Premio Latinoamericano de Literatura Joven
Dupont-M.E.E.T); Juegos de perdón (2002; primer lugar en el Premio Internacional de Narrativa
convocado por The Cove/Rincón (Miami) y Pegaso Ediciones de Rosario, Argentina). Finalista del
Concurso de Cartas de amor Mont Blanc, 2006. También es autor de las novelas cortas Últimos
juegos (2003) y Pies de barro (2007). Actualmente es profesor del Programa Superior del Instituto
de Creatividad y Comunicación y el Diplomado en Escritura Creativa de la Universidad
Metropolitana. Ha sido colaborador de las revistas Papel Literario (Diario El nacional,
Caracas), Letra en ruta (Universidad de Princeton, USA) y The Barcelona Review (España).

Otra historia de gatos


Hugo Ríos

Vea usted. Si me permite, le podré explicar qué sucedió y cómo sucedió, y de ese modo
quedaremos todos claros. Trataré de ser lo más breve posible porque imagino que
tendrán otras cosas que hacer. Resulta que amo mi trabajo. Aunque algunos dicen que es
un trabajo patético, a mí me parece de lo mejor que hay. En ocasiones hasta hay comida
gratis. Además, la tranquilidad de las noches cuando me toca hacer guardia nocturna se
presta perfectamente para la lectura. Muchos libros ya he leído en ese lugar y por eso
aprecio el trabajo. Es cierto que cuando me toca desechar algunas cosas o limpiar el área
de trabajo, pues las cosas son diferentes, pero le digo, no me quejo. Andaba un día
tranquilo en el turno nocturno con una noche profunda sobre mí, cuando escuché ruidos
en el patio posterior. Aunque soy discreto, a veces mi curiosidad me lleva a ponerme en
peligro, como quiera que sea mi trabajo de guardia nocturno exige que me cerciore de lo
que ocurría. Tomé mis instrumentos de vigilia y me dirigí, sin prisa, a investigar. Pude
notar movimiento detrás de unas cajas y con mucho cuidado las removí y allí me encontré
con la siguiente escena.

¿Les dije que quería ser escritor, especialmente de guiones de cine? Una de las claves
para tener éxito es postergar la revelación, ¿no cree? Bien, bien, continúo. Pues resulta
que había seis gatos acompañados de su madre justo detrás de las cajas que mencioné.
Los gatitos recién nacidos estaban acurrucados sobre los pechos de la madre. Ella, muy
alerta de cualquier movimiento sospechoso que yo diera, para saltar en la defensa de sus
crías. Esa noche por casualidad había llevado algo de leche para mi merienda nocturna.
Un poco de leche caliente ayuda a aliviar los nervios y al menos a mí me mantiene
despierto. Bueno, el caso es que busco la leche y la gata muy precavida, poco a poco se

102
acerca y toma. Mientras sus crías fueron pequeñas pude alimentarlas con leche durante
todos mis turnos nocturnos. De hecho, en varias ocasiones me ofrecí para cubrir esos
turnos funestos que nadie quería y así poder alimentar a mis amigos felinos.

Algunos crecieron rápidamente y como estábamos en el centro de la ciudad, la gata


madre empezó a tener problemas para proveerles alimento a todos. Como quiera ella se
las arreglaba para llegar con una rata o algún ave pequeña, pero esto no era suficiente.
Yo seguí proveyendo mis dosis nocturnas de leche, pero las miradas hambrientas de los
gatos poco a poco me afectaron. Los observaba con detenimiento. Había cuatro que eran
muy rápidos y cuando llegaba la madre atacaban con furia la comida hasta saciarse, pero
los otros dos quedaban algo rezagados.

Esto comenzó a reflejarse en el tamaño de los gatos. Los primeros cuatro crecían muy
aprisa mientras que los otros apenas rebasaban el tamaño que tenían al nacer. Cuando el
primero de los pequeños murió, supe que tenía que hacer algo. Realmente la
combinación de muchas deudas y poco presupuesto ponía en jaque cualquier intento de
comprarles comida. Estuve largas horas del día pensando cómo solucionar mi problema
de una manera eficiente, y así fue como se me ocurrió el plan maestro. Cuando tenía
turnos de día, siempre estaba cerca del área de procesamiento porque el técnico que allí
trabajaba era uno de los pocos empleados divertidos que tenía el lugar. En muchos de
mis ratos libres, cuando no alcanzaba el dinero para comer fuera o simplemente me
saltaba el almuerzo, iba con él al taller como le llamábamos y lo veía trabajar.

El hombre realmente era exasperante en la frialdad de su empresa y hasta lo vi comiendo


en el taller. Luego de terminar su trabajo, amontonaba los sobrantes, los colocaba en una
caja que luego una compañía de desechos especializada se llevaba una vez cada dos
semanas. Así que decidí tomarme unas libertades con el sobrante. Sabía la fecha en que
la compañía recogía los sobrantes y preparaba porciones en pequeños sacos para así
garantizar que tendría para todo el tiempo. Eran desechados, así que, no me pareció un
crimen tomar un poco para que los pobres animales pudieran sobrevivir. Los miraba
mientras engullían los sobrantes, se veían tan felices de poder comer a sus anchas. Cada
uno tenía una porción y ya no tenían que competir por la comida. En las semanas que
siguieron los vi crecer con más fuerza. Podía jurar que hasta su pelo brillaba más.

Una noche llegué a mi turno correspondiente y cuando fui a buscar los sacos de reserva,
no estaban allí y en el taller tampoco quedaba nada. Esa noche mis pobres amigos sólo
pudieron beber leche. Al otro día fue igual y como toda la semana me tocaba el turno de
noche y a esa hora no había a quién preguntarle, decidí darme una vuelta de día por el
local. Le pregunté a mi amigo del taller sobre la ruta de la compañía de desechos. Mi
amigo sorprendido por mi interés me contestó que la nueva política de la compañía
requería un nivel de limpieza más alto y se estaban haciendo rondas diarias para recoger
los sobrantes. Me fui de allí frustrado. Qué desperdicio. Ni pensar que todas las sobras
eran para las llamas, mientras que mis amigos se morían de hambre. Pasaron dos días
en los cuales, además de leche, les pude llevar algunos sobrantes míos, pero yo comía
tan poco que no resultaba suficiente y terminaban peleándose de nuevo por la comida.
Una tarde mientras los veía pelear por la escasa carne de algunos huesos que les había
traído, se me ocurrió una idea, a mi entender genial.

Mi amigo no terminaba su trabajo el mismo día porque algunos le tomaban más tiempo.
Así que, utilicé destrezas aprendidas en películas de espionaje (bueno realmente tenía la

103
llave) y logré entrar en el taller. Conocía el sitio muy bien y di con un trabajo a medias.
Estaba muy frío por lo que tuve que utilizar las herramientas de mi amigo para extraer un
pedazo.

Calenté lo obtenido por mi esfuerzo en el microondas para removerle el frío y les serví
porciones a todos mis amigos. Tuve mucho cuidado de limpiar bien los cuchillos de la
cocina que utilicé porque mis jefes sabían que yo nunca usaba la cocina de noche. Mis
amigos complacidos saltaron como nunca y jugaron toda la noche junto a mi silla de vigía,
mientras yo me deleitaba con sus juegos y alternando la lectura de Los hermanos
Karamazov con la novela Vendaval de un tal Marcos.

Seguí así por unas semanas hasta que un día cuando llegué al lugar, mi supervisor y mi
amigo del taller me esperaban en la puerta. Luego de unas horas de preguntas les conté
la verdad explicándole la situación, pero ni aún al mostrarle lo saludable que estaban los
gatitos pude apaciguar la furia de mi jefe. Llamó a la policía y me llevaron arrestado como
si fuera un criminal. Y aquí estoy frente a usted, su Señoría. Le he dicho toda la verdad
como quería hacerlo. Mi abogado anterior se rehusaba, por eso decidí hablar yo mismo y
prescindir del estorbo de abogados. Sé que usted comprenderá. Sólo me queda una
pregunta más, ¿quién cuidará mis gatitos si no regreso a la funeraria?

Hugo Ríos (Puerto Rico, 1972)


Es autor de la colección de relatos Marcos sin retratos (2003; premio PEN Club de Puerto Rico) y
del poemario Al otro lado de tus párpados (2006). Textos suyos aparecen en las revistas
Atenea, El Nuevo Día, Aqueloo, entre otras. Actualmente realiza estudios de doctorado en Rutgers,
Universidad de New Jersey, y trabaja su próxima colección de relatos Evangelios Domésticos y la
novela Vendaval.

Kamandil Viarko
Antonio Ungar

(23 de enero, 1998)

La carne era aterciopelada, suave, perfumada, dulce, perfecta. Blanda, jugosa,


derritiéndose en la boca. Olga, doña Taica, Viarin, Tanica y Bogol comíamos alrededor de
la mesa, brindábamos en copas de cobre y tomábamos vino atcheno de una sola botella
enmohecida y colosal. Reíamos, cantábamos canciones del Voostra, nos mirábamos a los
ojos brillantes. Olga alimentaba a un niño vivo entre los brazos (otro niño, uno recién
hecho y oloroso, como cuando podíamos permitírnoslo) y tenía los senos morenos
expuestos al aire de la primavera; reía dichosa, dejando que el vino se derramara en
gotas amplias sobre el pezón descubierto como si no hubiera más dicha en el mundo que
ese tiempo de toda la familia reunida alrededor de la carne, brindando con vino rojo,
celebrando.

104
La carne aterciopelada, el vino, las tetas de Olga, todo; los olores y la risa, eran todo un
sueño, claro.

Hace ya muchos meses que sólo sueño, Martín. Se me acabaron los días. Me despierto
mirando el techo humedecido de este apartamento miserable, procurando recordar las
imágenes, odiando esta puta ciudad de egoístas, maldiciendo los ronquidos de
rinoceronte de la señora Taica. No puedo volver a dormir mientras pasa la noche y miro
las caras cada vez más delgadas de los niños y el ceño fruncido de mi Olga, de mi
sonriente Olga que hace ya varios meses que no sonríe ni cuando está dormida, que
duerme con la mandíbula apretada y el cuerpo recto y bien tapado, como si no pudiera
abrir las piernas ni soñar, como si tuviera que mantener tensa ella sola la cuerda tensa de
esta última miseria.

Pobre Olga, pobre mi familia. Pobres todos.

Maldita ciudad de estreñidos, esta París. Ya no son tiempos para vida. Las últimas
familias atchenas han emigrado a Andalucía o se han suicidado en masa, o han preferido
el régimen de terror de los cratios a esta existencia de miseria. Otras han vendido sus
costumbres, se han hechos siervas de los franceses, han admitido la derrota: que el
Señor las castigue.

Esto va a durar y a durar. Nos van a acorralar, van a acabar con nuestros nervios y
nuestros huesos. Nos van a ir desgastando hasta desaparecernos, porque París ya no
respeta a ningún atcheno; porque simplemente no nos dejan carne para comer, ni un
trozo, mi Martín querido. Nos estamos muriendo de hambre, al mismo tiempo que esta
ciudad se mueve en sus metros de alta velocidad y soporta las autopistas que le pasan
por debajo y hace crecer como hongos blancos barrios completos de banqueros de Paris,
con sus corbatas y sus risas blancas. Ruedan cada vez más coches nuevos que Viarin
mira con la boca abierta como si viera el Atlas, mi pobre hijo hambriento, y se reproducen
los nuevos edificios del gobierno, parecen naves espaciales, y la gente compra nuevos
telefonitos antenados para andar con afán.

Y mientras tanto, en este apartamento de mierda, una humilde familia de atchenos que
hace todas las filas de rigor con su pasaporte y la cabeza baja, que le paga al maldito
gobierno sus impuestos para que se los gaste en museos de lujo y bibliotecas llenas de
turistas transoceánicos, mientras tanto esta familia humilde y trabajadora no puede
comerse un buen cadáver fresco y jugoso, un cadáver dichoso de alegría por dar su
bendita carne a las tripas de otros.

Hace cuatro meses que no comemos carne humana.

Como lo lees, querido Martín. Como lo lees. Cuatro meses. Ahora lo consideran una
práctica antihigiénica y hasta criminal: piensan (piensan demasiado, los parisinos) que
comer cadáveres contradice lo que se enseña en las universidades y en los libros y en la
televisión y en esas computadoras grises en donde escriben palabras. Piensan que comer
carne humana ya no es posible. Y en sus cabezas llenas de fluidos fríos, que van tan bien
con un buen vodka de las Talissas, se imaginan que comerse un pernil de hombre atenta
contra la moral. La moral.

105
Si la moral enseña que no se desperdicia un cadáver, que de nada sirve un muerto
pudriéndose en los cementerios apiñados entre autopistas para que sobre sus huesos
porosos crezcan cerezos enclenques. Eso enseña la moral. La que me enseñaron papá
Viadko y mamá Viara. La que trato de enseñarles a mis dos hijos que miran coches con la
boca abierta y oyen música insabora y mascan una porquería de plástico y ya no saben
como se adereza un niño antes de meterlo al horno. Esta es la palabra que dura, esta es
la moral: no se le quita la comida de la boca a una familia verdadera de atchenos cretios,
sólo porque eso represente ideas, ideas que no están aquí ni allá, ni en ninguna calle ni
en ningún patio de esta ciudad de estreñidos y pensadores.

Ya lo sabes tú, cómo es esta ciudad con los atchenos. Siempre lo has sabido. Y todo se
acabó de dañar, se dañó más, desde que viniste la última vez (te quedaste muy poco
tiempo; sólo alcanzaste a probar el niño que conseguimos con los de sanidad del Distrito
5, que nos alimentó y se rió dentro de nosotros, generoso y dulce, durante un mes). Ahora
pueden meterte preso con asesinos y ladrones y violadores por alimentar a tu familia
como mandan las sagradas palabras del profeta, la tierra lo guarde en su gloria. Ahora se
puede sentir que sobramos, que somos los únicos; que la ciudad nos va a pasar por
encima; nos va a devorar, a triturar y a digerir, y que de nuestros restos hará pasto para
los tristes cementerios, o ciudadanos franceses concientes de sus derechos, orgullosos
de sus deberes, estreñidos pagadores de impuestos y obedientes asalariados de la ley
del trabajo.

Los guerreros comehombres de Oriente, los atchenos, no seremos pronto más que un
recuerdo, Martín; el recuerdo de un recuerdo, un eco en este mundo duro y fuerte, un
chisme, un cuento para amedrentar a los niños maleducados, una preciosa joya para los
mediocres escritores que vendrán. Nadie les creerá, cuando hablen de nosotros, familias
escondidas como ratas, clandestinos, queriendo alimentarse de buenos ciudadanos
parisinos del siglo XX. Todos sonreirán orgullosos y se sentirán muy cultos hablando del
mito atcheno. Y hechos mito, despareceremos.

La verdad (tengo que contarte la verdad, Martín, eres el único dispuesto a oírme, aunque
sea por escrito, el único que no duerme a estas horas, que no es francés y no piensa
antes de oír), la verdad es que los cadáveres frescos están siendo monopolizados por la
policía. Como lo oyes. La policía, que nunca mereció respeto ni aquí ni en Atchenia ni en
Rusia ni en ningún país con un gobernante y unos hombres pequeños. La policía. Los
monos. Los mismos que nos confunden con eslavos, a nosotros que sobrevivimos a los
serbios; los que nos dicen gitanos con cara de asco, como si se pudiera ser gitano y creer
en el Profeta a la vez. Ja, se ríe la grande tierra atchena. Los policías.

Un mozalbete de bozo, orgulloso de su uniforme de mono de feria, un pequeño gendarme


impotente, se salvó de un paliza que yo y mi primo Bogol le hubiéramos dado de no
haberse metido él entre la boca tragante del Metro, conociendo la lluvia de golpes que le
iban a caer como del vasto cielo sobre su cabeza si seguía diciendo lo que estaba
diciendo. Que sólo los animales se comen entre si. Eso decía. Y que no lea estas
palabras ahora la pobre Olga dormida, porque es capaz de levantarse y correr a estas
horas a buscar al mocoso y hacerle saber como se trata a la mujer atchena.

Yo no soy un animal, le dije. Yo no soy distinto de las cien familias que llevaron la palabra
y fundaron en el valle la Madre Patria, no soy distinto de los cinco guerreros de fuego que
la defendieron del cosaco y del mandarín y del turco.

106
Soy el mismo que todos los atchenos, y que Glodar Maskinievr, que repelió gritando a los
austro húngaros y a sus bombas y a sus trenes y a sus capitanes; que los enfrentó, él
solo con sus caballos, y que después se hizo quemar vivo por los perros traidores persas,
sin dejar de cantar y de soltar carcajadas.

Porque cada uno de los atchenos soy yo, y comiendo hombres he vivido y comiendo
hombres me voy a morir, para que me coman otros hombres, como tantos valientes que
han poblado la tierra. Eso le dije al idiota gendarme que me seguía mirando muy estreñido
y muy nervioso desde el andén, que se ponía pálido mientras escupía sólo una o dos
frases en su lengua de cólicos y náuseas. No soy un animal, joven, le dije: no soy un
animal, no soy un animal, no soy un animal, y entre más repetía la frase más sentía que la
sangre se me subía a la cabeza, y si mi primo Bogol no mira con sus ojos a los ojos del
mozo este y sin abrir su boca le dice “lárgate ahora mismo, hijo, largo”, creo que hubiera
muerto un sucio policía entre estas manos que han sabido domar caballos. Y hubiera
muerto Kamandil Viarko, también.

Y algo de la muerte atchena, en esos dos cadáveres por los que habría tenido que
responder Bogol, hubiera muerto también.

Lo único que se puede hacer, pues, es beber un vodka con nombre ruso que se produce
en algún barrio escondido de esta ciudad de amargados, emborracharse. Y cada día,
claro, montar la función en la calle, con Olga; confiar en que los niños hagan lo suyo en
Campos Elíseos, en la entrada del Louvre, en el Puente Nuevo, y rezar para que a ningún
policía se le ocurra tocarles un pelo. Encontrarse por la noche, contar lo recogido de las
manos de los turistas, darle un beso en la frente a mamá Taica, y saber que al final de la
semana, aunque todos lo evitemos, aunque las monedas se acumulen en el platico verde
que está junto a la tabla de cortes, alguno tendrá que apretar las mandíbulas, no sonreír,
coger las monedas y una bolsa grande e ir al maldito mercado de la esquina para traer
verduras enlatadas, jamones de pobres animales empacados en plásticos, salsas de
porquería en tarros de vidrio, cajas con jugos de alguna fruta de perfume barato que
deben sembrar en un solar escondido, en los rincones de este laberinto de frío.

Y saber que eso será lo que se volverá a comer, toda la semana siguiente, y la siguiente,
los meses necesarios hasta que a algún mafioso policía le de por soltar un cadáver
fresco, sin que sea una trampa, sin riesgo para Olga y los niños. De eso se alimenta la
familia Viarko desde hace tres meses. Basura bien empacada y jugo de cedazo, miseria y
más miseria; eso hacemos, todas las mañanas: salir al invierno (y ya sabes tú lo que eso
significa en esta ciudad de lloviznas, de enfermos y pusilánimes), trabajar honradamente
para pagar sus impuestos y para llevar a los niños a sus colegios. Miseria y más miseria.

(Olga pareció despertarse, separó sus párpados desde la cama, pareció mirarme pero
sólo estaba mirando sus propias visiones. He hecho girar un poco la lámpara pequeña,
ahora no veo a los niños en sus camas. Prosigo).

Los suicidas, dirás tú, por qué no intentarlo con los suicidas. Si no son enterrados en
cementerios cristianos y son demorados en la morgue, si son manoseados por la policía
antes de quedar bajo tierra. Pues te digo que aquí los suicidas llevan a cabo sus muertes
de manera privada, sin que nadie se entere, o envenenan su propia carne los muy
mezquinos; que las morgues ya no permiten la entrada bajo ninguna circunstancia; que de
nada sirven las explicaciones sobre las costumbres atchenas a funcionarios gordos con

107
corbata, previa entrega de los correspondientes pasaportes. Y es inútil repartir unos
francos. Y mucho peor es ponerse a amenazar al burócrata de turno mostrándole la
navaja del destajo o los dientes afilados.

Ya no explican ni temen como antes, ya no saben que hubo hombres en esta ciudad que
comieron carne de otros hombres felices, sin miedo. Sólo llaman a otros gendarmes, y en
menos de cinco minutos estás en la cárcel. Así nos han ido desapareciendo a todos. Si
dices las palabras equivocadas puedes acabar como la familia de Miluk, ellos encerrados,
sus niños cuerpos inútiles de tristeza, la casa abandonada y llena de gatos. Si no te va tan
mal terminarás insultado o apaleado y sin un gramo de carne para llevarte al estómago.

(Se ha despertado mi pequeña Tanica, he estado cinco minutos junto a su pequeño


cuerpo de venadito joven. La he tenido pegada a mi pecho, con las cabezas juntas,
queriendo prometerle algo desde mi respiración.)

Recuerdo las noches, cuando éramos niños: el abuelo y la abuela, junto al fuego,
contando a los nietos viejas historias de los atchenos en París. Recuerdo también que la
carne se conseguía en cualquier lado, que había muchos hombres dispuestos a
desaparecer un cadáver fresco para una causa noble como alimentar a una familia
atchena. Dice mamá Taica, y lo repite muchas veces, por las noches, dando vueltas sobra
la misma frase como una leona encerrada en la jaula de un circo, que si eras amigo de los
funcionarios adecuados, incluso te daban niños frescos, cuando ella era joven. Niños
frescos.

Últimamente ando enfermo de nostalgia, buen Martín. Soñando despierto con la abuela
mientras voy en el Metro, recordando los juegos de niños. Enfermo de nostalgia; siempre
en otro lugar, antes, mientras me gano el pan en estas calles de llovizna. Soñándome con
las carcajadas de mi padre, con sus amigos y los juegos de cartas. Y cuando no puedo
más por la enfermedad de la nostalgia, me voy a escondidas de Olga y de los demás, me
invento cualquier cosa, camino hasta los edificios terribles de la Biblioteca Nacional (sólo
ahora me dejan entrar, se ven obligados, los guardias y sus perros, porque ahora tengo
mi carnet con mi foto), y en las salas demasiado limpias, demasiado calladas, demasiado
frías, me siento y me dedico a mostrarme pruebas de la existencia de Atchenia. De lo que
soy, de lo que somos, mi mujer y mis hijos.

Rastros de la Gran Familia. Huellas dejadas por gente que ya no existe, por una
civilización que está a punto de perecer por hambre. Supe por una revista de antropología
de los años sesenta que las anécdotas de la abuela eran ciertas: ventas de cuerpos
atchenos en los descampados alrededor de la ciudad a finales del siglo pasado, historias
de la labor atchena en la Gran Guerra del catorce. Recuentos de los primeros barrios de
chabolas en las afueras de París; banquetes memorables al aire libre, fiestas con vino rojo
y baile y fogatas. La ciudad tenía más de cincuenta mil atchenos en 1910, y a nadie le
faltaba carne. He aprendido todo eso de un tiempo que ahora ya no es, que ahora se ha
convertido en párrafos en letra muy pequeña, grabaditos de minúsculos hombres a
caballo, nombres de hombrecitos muertos. Pero también he logrado reconstruir ese
tiempo que viví y recuerdo, pero que parece desvanecerse cada día más, en cada
llovizna, en cada atardecer de esta ciudad, el tiempo difuso en el que empezó la
persecución contra nuestro pueblo.

108
Dicen los archivos que la ciudad de París descubrió que había atchenos por un escándalo
en los periódicos amarillistas, en el que salían las fotos y los testimonios de una familia
que se había comido al difunto de otra familia. La policía investigó, descubrió que era
cierto: los miembros atchenos de ambas familias contaron el hecho con mucho orgullo y
con todos los detalles. Los gendarmes, no teniendo ninguna ley para encarcelar a los
responsables, empezó a vigilar a las familias, a rastrear las pistas de los encargados de
conseguir cuerpos, a redoblar el control en la morgue. Después de algunos meses se
supo que también ciertos franceses habían estado donando cuerpos de difuntos a lo
atchenos para llevar a cabo el ritual del banquete de la vida. Eran vecinos de familias
atchenas, o estudiantes idealistas, o intelectuales. Conocedores de la cultura atchena y
de sus rituales, del significado profundo y la gran sabiduría que es dar un cuerpo para ser
bien comido. Se prohibió entonces a los franceses entregar cuerpos.

Unos pocos políticos de izquierda, algunos representantes de las asociaciones más


progresistas y algunos de los estudiantes más radicales, empezaron a defender en el
Concejo (eran uno contra cien, pero la defendían), una ley en pro de los derechos de los
inmigrantes atchenos. Disponer de buena carne; negarse a matar y a comer vacas o
cerdos o corderos o conejos; celebrar sin tener que esconderse el ritual de la bendición y
el adobamiento del cuerpo; construir hornos de leña en los apartamentos; destilar vino
propio en las casas; fumar en las celebraciones tabaco rojo cretio con semillas de mijo o
raíz picante; asistir a las lecturas de las ordenanzas en casa y llevar a cabo los nueve
días de ritual sin ser molestados por los vecinos.

Eran una minoría demasiado pequeña, los defensores de las costumbres atchenas, claro
está. Y los otros, que eran toda París, no entendían nada, como ahora. Nada de nada.
Pero al menos algunos de ellos se dejaban sobornar en silencio y otros colaboraban, y la
carne fluía. Nuestros padres, seguros de la supervivencia, miraban impasibles como toda
Francia gritara escandalizada, desencajada, batiéndose furiosa contra la Amenaza del
Este, y leían, entre risueños y nerviosos, las hojas de los periódicos sensacionalistas en
donde se nos hacían ver como a monstruos salidos de Transilvania.

Contra esos periódicos, y contra los políticos que pedían que nos encarcelaran de por
vida, y contra las prohibiciones, hubo marchas organizadas por los viejos patriarcas,
cuando yo era niño. Ayer encontré un artículo de un periódico estudiantil de entonces,
describiendo la marcha de la Bastilla al Puente Nuevo, la primera de las marchas, que
después se harían más violentas hasta que el jefe de la policía tuvo que prohibirlas.
Todavía tengo recuerdos de esa tarde: sol, cielo azul, hombres corriendo, humo, un
helado de limón. Dice el periódico que la marcha duró menos de una hora y que hubo
trescientas personas, lo que es muchas personas teniendo en cuenta los riesgos.
Trescientas, más o menos: arrastrando las ladkas, acompañando la consignas con las
palmas, elevando cueros llenos de vino, mostrando desafiantes a las cámaras los dientes
afilados.

Y las mujeres adelante, cantando, agitando las lenguas en las bocas, y los niños con el
torso desnudo y gritando entre los pasos de los adultos. Todos con una mano arriba,
exigiendo lo que era nuestro.

Detrás de la marcha (recuerdo que mi abuelo decía lo mismo) marcharon también en esa
tarde de octubre del 69 algunos franceses: intelectuales, artistas, uno que otro estudiante
radical que después iría a emborracharse a nuestras salas y a dormir en nuestros

109
colchones y a indigestarse con alguno de nuestros muertos. Eran esos, los estudiantes,
los únicos que parecían entender a veces algo de lo que se trataba todo el asunto. Sólo
ellos, a veces, después de las reuniones, en la lucidez que les daban tres botellas de vino
y un buen trozo de carne, sonreían como se debe, se levantaban sobre la mesa, cantaban
algunas de sus canciones, que no estaban nada mal para ser cantadas en la lengua del
mareo, y gritaban a voz en cuello que Los Estudiantes De París estaban dispuestos a
hacerse matar por el Pueblo Atcheno, y Que Viva La Música, y Que Viva El Vino, y
después daban un mordisco a su trozo de carne y lanzaban como un aullido, un grito de
batalla muy esforzado que daba para encender los acordeones, hacer brillar los ojos de
los viejos y apretar la risa de mi abuela. Y después de los gritos y las consignas, las
mujeres se levantaban también de sus asientos y se ponían a bailar, solas o con nosotros,
con los niños, que también mirábamos, serios, y a veces nos reíamos.

Esa fue mi infancia, querido Martín. Esa fue mi infancia. Gritos de júbilo, batallas ganadas,
mujeres bailando, estudiantes que se creían atchenos, atchenos que se creían dioses
cuando enfrentaban las barricadas de los monos en uniforme, con piedras y palos y
botellas llenas de gasolina. Dioses atchenos que se reían con todos sus dientes afilados
en la cara de todos los viejos parisinos, miopes, encorvados, atorados. Esa fue mi
infancia. Mi padre y mis tíos, arremetiendo en nombre de la gran patria que palpitaba en
sus corazones, apretando todas las muelas y cerrando los ojos, pensando en las mujeres
y los niños al lanzarse como una horda contra las baterías policiales.

Así crecimos. Felices, vivos. Aunque vistiéramos de otra manera y habláramos otra
lengua y comiéramos hombres. Aunque fuéramos cientos y ellos toda Francia.

Pero ahora todo se ha acabado.

No hay más que esta inmensa ciudad fría, los restos dispersos de dos o tres familias. La
única vida que queda está en los sueños, por las noches; tendidos, hambrientos,
acorralados, sin poder ser lo que fuimos antes. Y un poco de vida (vida pasada, vida fría
ya) queda también en los libritos de la Biblioteca Nacional, consultados aguantando
siempre la mirada de desprecio de los nuevos estudiantes que no se parecen a los otros,
que son como millonarios jóvenes y esposas de jóvenes millonarios, que no tienen nada
que ver con los que bailaban sobre una mesa y caían como plomos ebrios en el regazo de
nuestras mujeres.

Esta es toda la vida que me queda. Aguantar que me miren mal: en la calle y en la
biblioteca y en las filas del gobierno. Llegar a fin de mes comiendo sólo vegetales
empacados. Buscar y rebuscar en un índice de la biblioteca escrito en la lengua de los
mentecatos hasta encontrar dos o tres hojas malolientes y medio rotas en donde está la
única prueba de nuestra existencia.

(15 de agosto, 1999)

Ahora me doy cuenta que han pasado siete meses desde mi última carta, y es como si
todas estas horas iguales hubieran sido sólo dos o tres días muy largos. Sobrevivir el
invierno, asistir a la operación de mamá Taica, aguantar las enfermedades de los niños
como una maldición. Ver acercarse la primavera con el estómago vacío. Ver llegar a mi
sobrino Tardik de la nada, de Suramérica, en junio. Y después sólo esto, julio, agosto, el
verano largo y quieto.

110
Primero fue el accidente de mamá Taica. Segunda semana de marzo, llovía en esta
ciudad como si fuera diciembre. Parece ser que ella estaba en la puerta del supermercado
cuando ocurrió el encuentro que acabaría en el hospital. Le había correspondido ese mes
la tarea humillante de coger las moneadas de cinco y diez francos que estaban sobre el
plato verde, al lado de la nevera, y caminar hasta el supermercado para seleccionar los
paquetes más grandes de deshechos bien empacados. Parece ser que recorrió todo el
local arrastrando su carrito, la pobre, con sus enaguas y su chal y sus piernas hinchadas
que ya no la aguantan bien en pie; dice la cajera que pagó como le correspondía, que
recibió las vueltas (puedo imaginarla, pobre suegra, con sus manos regordetas saliendo
de los chales y las enaguas, con su sonrisa cortés a pesar de las circunstancias,
empacando sus bolsas). Parece ser que llegó un pensionado, uno de esos cúmulos de
amargura que viven encerrados detrás de las puertas de esta ciudad, oliendo a orines y a
podredumbre; parece ser que se quedó mirando a la vieja y la reconoció por el tatuaje en
los dedos, o por los dientes afilados, o por los aretes de plata en las orejas, y algo se
debió activar en su memoria de viejo. Se acercó como un perro, la miró de arriba abajo
por la espalda y según la cajera le dijo en su lengua de estreñidos algo como Qué hace
una animal carroñero en un establecimiento para ciudadanos decentes. El caso es que
mamá Taica se volteó para defenderse, buscando torpemente la navaja de destajo que
siempre guarda en el bolsillo bajo la enagua, y cuando le vio la cara, los ojitos azules de
francés brillando en sobre piel arrugada, la risa de hiena, a la pobre mujer le paralizó todo
el cuerpo un infarto doble.

Tuvieron que cargarla entre la cajera y un cliente (ella suramericana, él paquistaní) y


dejarla tirada en el andén hasta que llegara una ambulancia. Olga y yo sólo pudimos verla
cuando ya la tenían entubada en el hospital, lista para abrir, rodeada de médicos
franceses con guantes, de olor a limpieza y alcohol, dormida bajo una luz demasiado
blanca. Y sólo pudimos llevarla a casa dos días después, a su cama como se lo merecía,
cuando ya la habían abierto y vuelto a cerrar, y después de haber pagado la ambulancia.

Ahora es otra persona, mamá Taica, como una imitación más pesada y silenciosa de lo
que había sido. Como si el infarto y la conciencia lejana de la humillación, y la doble
humillación de no poderse acordar del momento de la humillación primera le pesaran en
la espalda, en su espalda ya vieja y cansada desde antes. Se pasa el día en el patio del
primer piso, yendo de un lado para el otro muy despacio, cargando ropa sucia, mirando
las plantas, con los ojos siempre muertos.

Casi no sale a la calle.

Ya antes del accidente de mamá Taica habían empezado las enfermedades de invierno.
Primero fue Viarin, con un brote por todo el cuerpo y una fiebre que lo hacía mirarme
como si yo no fuera su padre, como si fuera una cosa; con una lejanía nueva, como si su
madre, los niños suramericanos que venían a verlo, los gatos de la casa, todo fueran
cosas, objetos sin importancia. Parpadeando despacio, muy despacio, mi pobre niño, con
sus ojos de vidrio.

La fiebre duró casi un mes. Haciéndolo sudar, haciéndolo temblar en su cama, haciéndolo
susurrar palabras que ninguno entendía. Y la fiebre se fue como había venido, una
mañana cualquiera, después de una semana de hierbas y lavativas y una cortada en el
dedo hecha por mamá Taica que no lo hizo llorar y que según Olga le salvó la vida. Un
sábado de sol de abril se despertó mi hijo, de vuelta a su mirada verde de vida. Fuimos

111
muy felices, Martín. Pensamos que era el principio de otro tiempo, de un tiempo limpio,
natural, fluyendo como el agua; nos fuimos al campo con una familia de negros del
primera planta y con dos niños suramericanos que estaban en casa. Nos fuimos al parque
del bosque de Bolonia, en un bus; llevé el violín del abuelo, dos botellas de mal vino.
Cantamos, bailamos, fuimos más felices. Pero cuando el sol empezó a bajar me sentí un
poco borracho, me tendí en el potrero y miré de nuevo a los míos; vi que la risa de esa
felicidad nueva era pequeña y triste, y supe que habíamos cambiado para siempre, que
esa era la única forma en que ahora podíamos ser felices.

Después, en abril, fue Tanica. De nada sirvieron las lavativas, el corte de sangre, las
hierbas, los rezos cantados de una mujer negra senegalesa que subió desde el primera
planta para auxiliar el desespero de Olga, y que ya salía cuando yo entré de la calle. La
mujer negra pasó a mi lado muy seria, con su gran cuerpo jorobado, me miró y procuró
sonreírme con su gran boca de muchos dientes blancos y sus ojos secos, amarillentos;
cuando entré al cuarto de mi niña supe que de nada habían servido los cantos de madera,
los poderes de encantamiento que se comentaban en todo el bloque, el roce de las
manazas inmensas de esa mujer. Al final de todo sólo había dicho que la niña, que mi
Tanica, mi venadito pequeño, tenía un problema en la tripa que sólo los médicos podrían
arreglar.

Entonces vinieron dos noches de infierno, querido Martín, mirándola en su cama, sin
poder dormir, imaginándome los pasillos y los corredores y las caras indigestas de los
malditos hospitales de blancos, sabiendo que las enfermeras me echarían fuera, que
tendría que esperar durante días y días sin saber lo que le estarían haciendo esos
malditos vampiros a mi niña, a mi pajarito. Si la estarían inyectando, si la estarían
auscultando, si estarían mirando por dentro su cuerpecito limpio y moreno (todo lo sé
porque lo recuerdo, porque vi como murió mi padre, en manos de médicos de esos, de
batas blancas y uñas tan limpias).

Al tercer día en la cama de su cuarto, mi niña ya estaba muy pálida, con ojeras grandes,
vomitándolo todo, mirando al cielo raso con una sonrisa de ojos acuosos, y supe que se
me iba a morir, que mi niña se me iba a morir en ese apartamento, en ese miserable
apartamento del piso número 9 del bloque número 14, en la mirad de la soledad, del
abandono de su gente, de la separación de su raza, y que si mi niña se me moría aquí, ya
no serían suficientes Olga, ni la risa de los demás, ni las palabras de mamá Taica.

Estuvo tres días en el hospital, y todo fue igual que antes, que en mi infancia, la misma
rutina blanca con olor a formol. Después salió, viéndose mejor. La atendió un medico que
parecía árabe, que era menos malo que los franceses, que me sonrió mucho y me palmeó
la espalda. Y al final, antes de dejar ir a mi niña, nos hizo acercarnos al escritorio, a Olga
y a mi. Después de muchas preguntas y sonrisas nos dijo que mi Tanica tenía parásitos
en su estómago, que además estaba desnutrida, y después, de la forma más sonriente,
nos preguntó si no teníamos nada que darle para comer. Yo no supe si dejar que mi
cuerpo cediera y mis ojos lloraran, ahí mismo, sobre el escritorio del médico; si contarle
quienes éramos, de dónde veníamos, si hacerle saber que éramos atchenos, atchenos
cretios, hijos del profeta, nietos de guerreros comehombres de oriente. Y que ya no
teníamos marcha atrás. Que nosotros éramos (“Yo, señor, yo y mi mujer a la que usted ve
aquí sentada, y el niño que está afuera, y la anciana, y el joven que ha estado
acompañando a la niña, nosotros, señor”) la parte más angosta de una raíz que había
salido de Atchenia cuando Atchenia existía, hace cien años, y que había llegado hasta

112
aquí reptando por los puertos y los descampados en las afueras de las ciudades; que
ahora ésa la raíz estaba cortada para siempre, cercenada de una madre patria que ya no
existía; que los últimos atchenos de París estaban presos o desterrados. Que ya no
existíamos. Quise decirle entre sollozos que sólo éramos nosotros, Atchenia: cinco seres
humanos abandonados en un maldito apartamento en la periferia de la ciudad más triste
del mundo. “Y nos estamos muriendo de hambre, y nos vamos a morir de soledad
también, doctor, sin no aparece alguien para brindar con nosotros, para compartir un
cadáver humano bien adobado.”

No supe si decir todo eso entre lágrimas que hubieran venido bien, o más bien insultarlo.
Levantarme mientras lo insultaba, irle rompiendo cada uno de los estantes de su maldito
laboratorio, sus frascos, sus vacunas, sus aparatos, y después agarrarlo por la solapa y
gritarle bien claro a la cara que yo sí tenía cómo alimentar a mi hija, que yo le había dado
todo y era una niña sana y risueña, un regalo perfecto del cielo, hasta el día en que los
malditos franceses decidieron que ni los atchenos podían comerse entre ellos mismos y
que ningún francés tenia permiso de donar su cuerpo para alimentar a una niña atchena
que estaba destinada a ser una verdadera atchena, fuerte, única, clarividente, hermosa,
madre de muchos hombres de verdad. Quise decirle todo eso, escupirlo todo, hacerle
saber que si mi hija casi se muere de hambre, de comer solamente la cal de las paredes,
era porque Tanica, mi Tanica, era una atchena de verdad, porque su carne y su corazón y
su espíritu venido de los bosques cretios, se negaba a comer malditos desechos fríos
envueltos en plástico y papel.

Pero claro, no le dije nada de eso.

Y entonces supe que ya yo tampoco, aunque fuera a la biblioteca, aunque soñara con mis
padres y con los padres de mis padres cada noche, que tampoco yo, era ya un atcheno.
Porque lo que hice, y lo que hizo Olga, fue mirar al piso. Bajamos los ojos. Asentimos, nos
dejamos aconsejar, recibimos las condolencias de ese maldito moro; su receta médica,
sus reconstituyentes y sus pastillas y sus sueros y sus brebajes para que mi Tanica no se
muriera. Me acuerdo que salimos de la oficina, Olga y yo, cada uno cargando a la niña de
un abrazo hasta llevarla a un taxi. Me acuerdo que el cielo estaba nublado pero no llovía.
Me acuerdo que mi niña reía, feliz de estar otra vez viva, y que se durmió sonriendo en mi
regazo, antes de que hubiéramos llegado a casa. Recuerdo que Olga y yo no nos
miramos durante todo el trayecto, mientras nos acercábamos a casa, el cielo seguía
nublado, y ese silencio, y el viento que entraba por las ventanillas del taxi, era lo único
que nos separaba del llanto.

Abril pasó igual. Los niños fueron al colegio en las mañanas como siempre pero ahora
despertándose apagados, tristes, sin fiereza ni risa en los ojos. Mendigaron frente a la
catedral, frente al Louvre, como siempre: Viarin con la dulzaina que le regalé cuando
cumplió tres años y Tanica cantando, como un ángel, cantando las canciones atchenas
pero ahora triste, mucho más triste y más ausente. Los vi una tarde; yo iba a la biblioteca
y los divisé al final de la calle: caminando, uno detrás del otro, mis dos hijos. Decidí
seguirlos, iban hacia los Campos Elíseos, jugaban, repartían las monedas conseguidas en
el Puente Nuevo. Después miré cómo actuaban junto a la fuente, entre los turistas. Viarin
meciendo su cuerpo, dando saltitos mientras tocaba la dulzaina, agitando la cabeza como
yo le había enseñado, haciendo ver que la música estaba viva dentro de él. Y Tanica con
una mano arriba, mirando al cielo con sus ojos muy verdes maquillados de negro, con su
boquita como una rosa y sus vestido de flores, dejando salir su voz fuerte, de llanuras y

113
bosques atchenos. Lo hacían todo, como tenía que ser. Pero ahora estaban apagados,
los dos, y el ritual de conseguir el dinero, la fiesta, era sólo una pantomima de
movimientos vacíos, sin sentido, rutinarios y monótonos.

Volví a casa mirando los andenes, dejé lo recogido en el día, me quedé el resto de la
tarde viendo el atardecer desde el balcón, sabiendo que al mismo tiempo mi Olga estaría
en alguna esquina mostrando cómo hacer tatuajes de henna a alguna extranjera,
extendiendo la mano para recoger alguna moneda o cantando ella también, como una
muerta ausente. Que en otro lado mi sobrino Bogol haría acrobacias, juegos con bolos,
malabares con teas de fuego prendido, frente a un público de extranjeros tarados como
vacas.

Detrás de mi, toda la tarde, mamá Taica estuvo dando vueltas de ciega por la casa. Del
otro lado de la calle la brisa del verano agitaba los árboles. El sol se escondía despacio,
las nubes se volvían amarillas, sonaba la ciudad más lejos.

Y supe que no había nada más en este mundo mío, sólo mi gente: mi sobrino, mis hijos,
mi mujer, mamá Taica, yo. Y las monedas para no estar muertos.

(16 de agosto, 1999)

El 11 de junio, domingo, a las siete de la mañana, alguien golpeó a la puerta. Nadie se


decidía a abrir y golpearon más fuerte. Cuando al fin me levanté con un palo en una mano
para ver quién venía a dañarnos ahora la vida, abrí y me encontré en el pasillo con la
figura delgada, los bigotes muy largos y la sonrisa abierta de mi sobrino Tardik Viarko.
Tardik, el hijo de Marso, emigrado a Sudamérica después de la muerte a cuchilladas de
su padre a manos de marineros turcos en un bar de mala muerte de Marsella.

Tenía un gran saco al hombro, la misma sonrisa que le había conocido cinco año antes y
las ropas nuevas. Lo hice seguir. Venía de Perpiñán. Había desembarcado dos días
antes, acababa de llegar a París. Estaría pocos días, los suficientes para vender todo lo
que tenía todavía aquí: un container lleno de cigarrillos de contrabando, dos cajas de
alcohol ruso, una moto con sidecar, dos máquinas tragaperras en bares de la periferia, un
televisor. Había venido para encontrar a sus viejos compañeros de juego, moros y negros,
y cobrarles deudas de cartas. Se quedaría el tiempo suficiente para eliminar sus rastros
en esta ciudad y volver para siempre a Suramérica, de donde, según decía, no quería
volver a salir nunca más.

Cuando se despertaron todos desayunamos alrededor de la mesa, reímos, escuchamos


historias de ese pueblo caliente, inundado de música, lleno de mujeres hermosas y
árboles florecidos, en donde decía vivir Tardik. ¿Y la carne?, le pregunté yo antes de que
nos levantáramos, cuando se dedicaba a hacer acrobacias con las cucharas para los
niños. Toda la que quieras, me respondió. Si el muerto te conocía, y hablas con la viuda o
el viudo o los hijos del difunto, es muy fácil que el cuerpo sea entregado sin formalidades,
sin pedir permisos, haciendo creer a la policía y al cura que lo que se entierra en el cajón
es en verdad un muerto y no aire. Y después de decir eso se levantó, se fue a la cocina a
seguir jugando con los niños. Cuando hubo silencio, Olga me miró a los ojos, muy seria,
como diciendo Escucha lo que dice, Kamandil, escucha.

114
El cobro de las deudas de Tardik se complicó. Un hombre que le debía más de diez mil
francos, un nigeriano muy amigo suyo, estaba traficando en Algeria y no llegaría hasta
mediados de agosto con el dinero; su mujer le había dicho a Tardik que lo esperara, que
el tipo pagaría. Tardik sabía que podía dormir en mi casa, que para pagar su comida
podría trabajar en la calle y no gastaría nada de ese dinero que había venido a recuperar.
Así es que se quedó. Su amigo negro no ha llegado aún y aquí sigue con nosotros. Y todo
el día habla de su pueblo. En la mesa, en la calle, acompañándome a la biblioteca, en el
patio. Dice que allá, al otro lado del mar, puede beberse todo el trago que quiera y bailar
hasta la hora que quiera, adobar él solo a la vieja manera sus cadáveres frescos y
sonrientes. Y Bogol lo secunda y sonríe, como si ya hubiera estado en Suramérica,
sabiendo ya, como sé que sabe, que tan pronto como Tardik se vaya, él lo seguirá hasta
el barco que los alejará para siempre de nosotros. Nos dejarán más solos y más
desprotegidos.

Yo ya no quiero oír más.

No quiero saber nada de la vida de Tardik y su alegría, porque yo ya no tengo las ganas
ni la fuerza ni el dinero para romper con esto, botar al vacío estos cuarenta años en esta
ciudad, dejarlo todo atrás, montarme en un barco, atravesar todo el océano sobre una
cubierta y desembarcar en una tierra salvaje en donde no conozco a nadie. No puedo, y
no lo haré. La vida para mí aquí sigue, sea la que sea.

(18 de agosto, 1999)

Empieza agosto, otro agosto con sus turistas y su calor.

Pero ni siquiera esa palabra, agosto, es lo que fue: borracheras de vino y paseos a
campos que a mi padre le recordaban los campos de Atchenia, sus caballos, las fiestas,
los hornos del pan. Un baile con más cretios y suramericanos y árabes en donde conocí a
Olga, cuando estuvimos vivos. Agosto, palabra caliente, amplia, de cielo azul y música, de
comida abundante, de risas, en donde hasta los franceses se parecían más a seres
humanos, cuando yo era niño y en el colegio todos respirábamos agosto, masticábamos
agosto, nos tomábamos agosto en los besos de las mujeres, en las fiestas, en el sol, en el
verano que era agosto respirando por todos nuestros poros.

Pero ahora llegó agosto. Y agosto ha sido como un suplicio. Un duro y nítido suplicio de
hierro. Exposición de nosotros mismos, de nuestros cuerpos bajo el sol, este agosto
nítido. La miseria siendo más real, más definida bajo esta luz perfecta, más clara en el
silencio de las calles, en la poca brisa caliente, en los parques llenos de gente y de
turistas y en las escuelas vacías y en los edificios y los patios sin franceses, en las tardes
de los fines de semana en que no hay nada que hacer ni con quién celebrar fechas que
ya no importan. Y ahora, en este agosto, sólo podemos sentarnos, sudar, mirarnos las
caras y saber que no hay salida.

Agosto, en la luz sobre nuestras cabezas, sobre mi familia a la que ya no puedo mirar sin
que se me haga un nudo en la garganta que baja despacio despacio y se va haciendo un
nudo en el estómago, porque ya me miran como si no fuéramos la familia, porque aunque
la vida sigue siendo la misma (la calle, la risa, las monedas, el vino, los abrazos, el
apartamento pequeño, los fines de semana para no hacer nada), ahora la luz, y la mirada,
nuestros ojos, son otros, y nuestros corazones están secos en esta condena de no poder

115
vivir como manda el cuerpo, como manda la patria, como manda la ley escrita desde
siempre en nuestras tripas, en nuestra sangre de atchenos cretios.

Y la vida se nos está haciendo solamente esto, este contemplar lento de los días, de las
horas, de las estaciones, de los gestos de estos hombres, mi familia, lo que fue mi familia,
de sus caras y sus movimientos iguales y sin sentido. Y las palabras de Tardik como
dulces mentiras que cuando abre la boca hacen suspirar a Bogol y reír a los niños, y
hacen que doña Taica se aleje para no oír, y hacen que Olga me mire con sus ojos
acuosos que suplican sin mover un músculo, desde su dignidad de gran mujer atchena,
que me suplican que escuche, que no me quede, que lo oiga.

Hoy es jueves, esta mañana me he levantado para ir a la plaza de la Concordia a tocar mi


dulzaina y hacer reír a los extranjeros con mi violín desafiando. He mirado a Olga que se
arreglaba en el espejo, que se hacía un moño con su cabello tan negro; he visto a los
niños saliendo de la ducha, muy peinados, vestidos con sus ropas viejas. He escuchado a
doña Taica en la cocina. He visto a Tardik, dormido sobre el sofá, sonriente, roncando en
sus bigotes, como si estuviera en otra parte, en su pueblo lejano de calor y risas. Me he
acercado al cuerpo de mi Olga para abrazarla por la espalda, para apretarla y recordarla y
darle un beso. Pero he visto su cara arrugada en el espejo, el cansancio en sus ojos y en
su cuerpo, su agotamiento. La he mirado muy fijo, buscando alguna respuesta en su
dureza de mármol, pero hoy Olga tampoco ha tenido respuestas y me ha quitado los
brazos de sus hombros, y se ha levantado para salir a la ciudad sin decirme adiós. He
visto cómo se alejaba, abajo, por el andén, de espaldas, expuesta toda a ese infierno azul
de la calle en agosto.

(24 de agosto, 1999)

No sé cuánto tiempo más aguante en la ciudad. Ya ni siquiera tengo familia, querido


Martín. Desde hace unos días me miran todos de la misma forma, como si fuera un
extraño, sabiendo que hay una vía de escape que no podemos tomar por mi cobardía y mi
debilidad. Estoy tendido en mi cama y sé que todos sueñan con ese pueblo de fantasía
que Talik les ha metido en la cabeza, que todos tiene hambre y ninguno quiere estar más
en esta ciudad, que ninguno está dispuesto a aguantar otro invierno mendigando y
haciendo malabares y sabiéndose distinto en la calle y en el colegio, sin conocer a nadie
que siquiera hable nuestra lengua, sin poder reírse con gente como nosotros ni comer un
buen bocado de carne.

Ya sé que podemos ir a América, ya sé, pero no estoy dispuesto a renunciar a todo lo que
hemos construido, a este apartamento que sólo pude comprar después de diez años de
hacer el payaso en estas calles, a la biblioteca en donde están los últimos restos de
Atchenia inexistente, al recuerdo de mi madre en los parques y en los cafés. Ni a dejar
atrás a los vecinos, que se han convertido en una extensión de mi familia.

No estoy dispuesto a subirme a un barco, con toda mi gente y dos baúles llenos de ropa y
chécheres, y mentirme diciendo que nací ayer y la vida vuelve a empezar de cero, como
piensan Olga y los niños que se puede hacer. Y además el viaje a Suramérica dura casi
un mes. Más de veinte días en la cubierta de un barco, aguantando el sol, la comida, los
chistes de los marineros, el mar infinito. Tal vez doña Taica no aguante y se muera por el
camino, tal vez tendremos que lanzarla al mar.

116
Además la tierra prometida lo puede ser para un joven como Tardik, que sólo piensa en
revolcarse en la cama con mujeres y tomar alcohol y comer hasta reventarse y soltar
carcajadas con otros hombres alrededor de las copas. Pero puede que mi Olga no
aguante ni un día en ese pueblo en el fin del mundo, entre las mujeres de esa raza
desconocida, entre matronas que hablarán otro idioma y se moverán distinto y educarán a
sus hijos como a salvajes.

No me voy. Lo dije muy claro, hace tres días, en la mesa del comedor, ante las
insinuaciones cada vez más insistentes de Tardik, de Tardik prometiendo a los niños que
tendrían campos verdes en dónde correr, y amigos con quienes jugar, y una escuela en la
punta de un cerro desde donde se ve un río, prometiéndoles que habría tantas frutas que
se caerían de los árboles y cualquiera podría cogerlas, que haría calor todo el año, que
todos andarían en pantaloneta y descalzos. Estuvo toda la comida arengando,
aconsejando a Mamá Taica, con un mano sobre su hombros y su aliento de vodka muy
cerca de su cara, que más valía arriesgar la vida por estar en el otro mundo que seguir en
esta ciudad en donde cualquier día un viejo amargado era capaz de humillarla. Bogol
asentía y sonreía plácido, sin hablar, como si ya estuviera allá. Olga sólo escuchaba, lo
miraba muy seria, temblando con las ganas de lanzarse, de huir, de arriesgarlo todo para
estar lejos de aquí y poder criar a sus hijos entre gente más viva. Todos lo miraban con
deseo, con ardiente deseo, todos reían con su cuentos y su historias y sus mentiras (a mi
nadie me mira, desde que decidí esconderme en el silencio y no decir nada más, desde
que me escondí en mi mismo par no enfrentar a ese demonio de mi sobrino, tentando a
las mujeres y a los niños, haciéndonos más infelices en esta tierra de muertos vivos).

Pero no aguanté más.

Con los dos puños le di un golpe seco a la mesa, se regaron las bebidas de los vasos y
hubo silencio. Tardik se calló por fin, fue el último, su carcajada aguda quedó en el vacío,
flotando frente a mis ojos. Los demás también me miraron pero sin miedo, con esa mirada
socarrona con que me miran ahora.

Grité basta, los miré a los ojos a todos, uno por uno y les dije, muy despacio y muy
modulado para que quedara claro. Yo no me marcho a esa tierra desconocida. Yo nací en
esta ciudad, y ustedes tienen que acabar el colegio aquí, y tú sólo puedes ganarte la vida
en una gran ciudad como ésta, y mamá Taica no aguanta un viaje de esos. Que quede
claro. No nos vamos. Tardik puede beber todo lo que quiera en su maldito pueblo y comer
hasta hartarse y tener a todas las mujeres que quiera porque es un maldito traficante, y
Bogol puede seguirlo a donde quiera porque es mayor de edad y no puedo controlarlo,
pero nosotros nos moriríamos de hambre en un pueblo así, y yo no voy a llevar a mi
familia a morir en una tierra desconocida. La supervivencia está asegurada en esta
ciudad, eso es lo único seguro. Y punto. No se discute. Y si se quieren ir, se pueden ir
solos, les grité. Solos.

Me levanté de la mesa, tiré el plato de porquerías al piso y me largué para no tener que
oír las respuestas, las frases dulces del maldito Tardik y sus condenadas explicaciones.

Estuve andando toda la tarde. Me aburrí. Antes de que anocheciera me metí a un bar del
barrio y sabiendo lo que hacía me bebí todo el alcohol que mi cuerpo pudo aguantar,
mirando la brisa que barría los andenes al otro lado de la ventana. Cuando Olga,
desesperada, salía a la estación de policía, a las cinco de la mañana, me encontró tirado

117
junto a la puerta del apartamento. Parece que me llevaron a rastras dos hombres del bar.
Olga me dejó en la cama, me dio un beso que alcancé a distinguir entre el embotamiento
de la borrachera y el dolor en el estómago.

Estuve durmiendo toda la mañana.

A la hora del almuerzo llegó el maldito Tardik a decir que le habían pagado todas sus
deudas, que se marchaba. El próximo lunes tomará un tren a Marsella. Desde allí, el
jueves, zarpará un barco para América y en él se habrán ido para siempre mis dos únicos
sobrinos. Hoy no he salido en todo el día, ni he hablado con nadie, ni he comido nada. No
he querido cruzar ninguna palabra con mis niños, que me que acariciaron la cabeza antes
de salir esta mañana pero no se atrevieron a besarme. Con Olga, que se agachó a mi
lado, y me dio un beso en la boca, y después me dijo que era un idiota, que me iba a
morir en esa cama de tristeza si no hacía algo. Doña Taica estuvo toda la tarde entrando
y saliendo del cuarto, sin mirarme a los ojos. Me trajo tasas de té y lavativas para la
enfermedad del alcohol, para la tristeza. Y yo sigo aquí mirando el techo, mirando la
llovizna que sigue inundando las calles ocho pisos más abajo.

A las siete, antes de que llegaran los demás, mi suegra se acercó y se sentó a mi lado.
Me preguntó cómo me sentía. Me dijo que ella tampoco estaba bien.

Hubo un poco de silencio, una pausa en la que escuchamos el ruido del viento entre los
árboles, y después doña Taica empezó a hablar, como no lo hacía desde hacía varios
meses, con la voz firme, sin detenerse, con su extraña mezcla de acento italiano y
atcheno puro. Dijo que esta era su ciudad, que aquí había llegado a los catorce años,
proveniente de Génova, y que todo lo había vivido aquí. Aquí había conocido al padre de
Olga, aquí se habían casado y habían celebrado los cinco días de fiesta de la boda, aquí
habían nacido Olga y su hermana Viaka. En esta ciudad se había muerto Viaka. En París
habían vivido y muerto todas las personas que ella conocía. Después hizo una pausa, se
acercó a la ventana, se quedó mirando algo, lejos, detrás de los edificios.

Y cuando se sintió con fuerzas suficientes, dijo lo que tenía que decir.

Ya no quedaba nada de todo lo que había sido la patria atchena ni de la gente que ella
había conocido. Lo que yo ya sabía. Sólo quedábamos nosotros, y nosotros también nos
estábamos marchitando y dejando de ser atchenos. Se detuvo de nuevo y se acercó a la
cama. La siguiente frase la dijo despacio, mirándome a los ojos como nuca lo había hecho
y con su mano sobre las mías como una madre atchena. Tardik se va, y su risa, que es la
última, se habrá marchado también. Bogol se va, y será una bolsa de monedas menos.
Yo también me voy. Y ni tú ni Olga me podrán detener.

Después me miró unos segundo más, fijamente y se secó los ojos con el dorso de la
manga.

Ya llegaron los demás. Tardik los está deleitando con historias de cacería, de aventuras
por los ríos, de risas y árboles que se inventa. Lo he oído todo desde mi cuarto, no he
querido salir a enfrentarlos a la sala. Mamá Taica no ha hablado. Hace dos horas que han
acabado de comer y se han despedido. Se han acabado las risas, se han ido cada uno a
su cuarto y han apagado las luces.

118
Olga se ha quedado en la oscuridad de la sala más de una hora; después ha entrado, se
ha desnudado frente a mí y se ha acostado dándome la espalda.

Y aquí estoy yo, con la luz de la lámpara medio dañada, tendido en un rincón,
escribiéndosete esta maldita carta cobarde, querido Martín, como si fuera mejor compartir
todo esto contigo, haciéndome la ilusión de que estamos sentados uno frente al otro,
abrazados, con una botella de licor de las Talissas brillando en la mesa.

(15 de septiembre, 1999)

El pueblo tiene una plaza cuadrada con una gran ceiba en la mitad, las casas son blancas
y los techos de teja de barro, un río lento pasa por el cañón que está al lado. Las calles
son anchas, de tierra, y grandes piedras sobresalen de su superficie. Siempre hace calor;
la plaza de mercado es grande. Los hombres no se quitan el sombrero y las mujeres,
morenas, hermosas, andan por la plaza con vestidos de colores. Se come mucha carne,
se toma guarapo, que es un licor de hojas de piña con dulce de caña de azúcar.

Todo eso me lo ha dicho Manuel, un venezolano que va para Barranquilla pero conoce
San Juan. Zarpamos hace cuatro días del puerto de Marsella. Olga y yo nos hemos vuelto
a acercar despacio, todavía con dolor, todavía en silencio. Los niños juegan todo el día en
cubierta con los hijos de los marineros amigos de Tardik. Él y Bogol están siempre
sentados en la sombra, jugando dominó, hablando, tomando vasos de ron.

Quiero antes de despedirme darte las gracias por haberme aguantado las cartas tristes de
los últimos meses; si no es por mamá Taica y por ti, por tu escucha, nunca me habría ido.
Quedan tres semanas para América y el pueblo sigue siendo sólo un espejismo, una
promesa. Ya te seguiré escribiendo luego, te haré llegar las cartas a Maniatan cuando
pise tierra americana. Mientras tanto creo que no tengo mucho más que agregar, porque
nada nos queda en la ciudad de la lluvia, porque no hay marcha atrás.

Ahora Olga se ha acercado, se ha agachado y mira estas palabras que escribo, sobre mi
hombro, abrazándome por el estómago. Me ha preguntado para quién son. Cuando se lo
he dicho, me ha besado y se ha alejado, con los ojos húmedos. Creo que tiene miedo de
lo que vendrá, pero también está más feliz.

Antonio Ungar (Bogotá, 1974)


Ha desempeñado diversos oficios en Bogotá, las selvas del Orinoco, México DF, Manchester y
Barcelona. Es autor de los libros de cuentos Trece circos comunes (1999) y De ciertos animales
tristes (2000), y de las novelas Zanahorias voladoras (2004) y Las orejas del lobo (2006), estas dos
últimas traducidas al francés y al alemán. Cuentos suyos han aparecido en revistas de Portugal,
Italia, Alemania, Francia y EEUU, y han sido incluidos en trece antologías en castellano, inglés y
alemán. En compañía de Liliana Woloschin escribió el libro Contar cuentos a los niños (Barcelona,
2001). Actualmente vive en Jaffa, Palestina, desde donde prepara una tercera novela y colabora
con revistas y periódicos de México y Colombia.

119
Revoluciones musicales
Wilmer Urrelo Zárate

Todavía faltan tres minutos para las cinco de la tarde. Entonces te quitas el reloj de
pulsera y lo guardas en el bolsillo derecho de la chamarra. Dentro del coche hace calor,
muchísimo. Sin embargo, prefieres no zafarte de prenda alguna, quieres estar así cuando
ocurra lo que tenga que ocurrir: al fin y al cabo fue ella quien te compró toda esa ropa a lo
largo de estos años viviendo juntos. Te recuestas un poco en el asiento. Desvías la
mirada casi de forma mecánica hacia la calle. Ahí está, sobre la calzada, el vendedor de
CD piratas cuyo nombre nunca puedes recordar, pero de quien adquirieron decenas de
veces música variada, desde los tangos de Ástor Piazzolla pasando por Luis Miguel y sus
poses de mariconazo hasta llegar al último álbum de Julieta Venegas.

Pensaste: ¿No se parecían las dos en cierta medida? ¿No se habían dado cuenta ambos
de este detalle el otro día mientras veían en MTV un programa sobre su más reciente
disco? Tal vez en la forma de hablar, en lo suavito de la voz, en la risa casi infantil. Y un
poco en la cara también. Pero entonces volviste a poner atención en el vendedor. Ahí
estaba como siempre: alto, flaco, con los pelos sucios y tiesos, además de esos bigotes
espesos y desaliñados que parecían un gusano peludo. ¿Cuántos hijos tendría? Seguro
que muchos, ¿no decían siempre que los pobres tenían hijos como los conejos?, ¿a
montones?, ¿uno tras otro? Te los imaginaste a todos dentro de una habitación de
paredes húmedas y piso de cemento. Una cama de dos plazas a un costado donde
seguro el flaco dormía con la esposa y una mesa pequeña donde almorzaban,
desayunaban y donde los chicos harían los deberes durante las tardes. Mesa que, era
más que seguro, quitaban por las noches para tender los colchones o lo que fuera para
que se fueran a dormir.

Volviste a ver el reloj. Ya no faltaba mucho. ¿Y si la llamabas? A lo mejor podría


sospechar. Podría decirte: ¿pasa algo?, ¿estás bien? Preferiste no hacerlo. No valía la
pena volver a oír su voz. Además se lo habías prometido a Morote anoche: Nada de
arrepentimientos a última hora, compadre, nada de sentimentalismos, ¿estamos? La
última hora, la que estaba llegando. Optaste más bien por pensar en ella: no había
cambiado mucho desde que se habían conocido y desde esa mañana de abril cuando se
casaron. Seguía siendo la misma, pero era otra o en todo caso sería otra. ¿Tenía lógica
eso? Con una media sonrisa pensaste en las frases de los autores de libros de autoayuda
que ella leía con una devoción exasperante. Lo que habías pensado se parecía a eso.
¿No decían cosas obvias en frases más o menos complicadas para de esa manera
aparentar profundidad? ¿Qué diría Carlos Cuauhtémoc Sánchez sobre lo que te estaba
ocurriendo? ¿Paulo Cohelo? Seguramente alguna bobería. O los muy pendejos podrían
usar tu historia para escribir un nuevo libro y así ganar millones.

Sí, pese a los años ella no había cambiado. Era la misma físicamente, a eso te referías.
Era la misma mujer de caderas delgadas, el mismo corte de cabello y la misma nariz recta
y decisiva de la cual te habías enamorado. Porque tú eras así: las pocas veces que te
habías enamorado lo habías hecho a partir de un rasgo físico en particular para luego

120
recién abarcarlo todo. ¿Cómo te había dicho Morote que se llamaba eso el otro día
cuando se lo contaste? No recordabas. Inclusive los ojos eran los mismos: oscuros y
siempre curiosos. En alguna oportunidad ella había querido cambiárselos, ponerse unos
lentes de contacto azules o verdes pero al final no se animó, por suerte.

Volviste a mirar al flaco. No sabías cómo hacía esta gente para estar sentada todo el día
en la calle. ¿No se aburrirían? A lo mejor tendrían alguna técnica para evitarlo. Tal vez
imaginar otras vidas. O pensar en la vida de las personas que compraban sus CD.
¿Habría hecho eso contigo y tu esposa en alguna oportunidad? Tal vez esa cortesía con
que los atendía cada vez que aparecían frente a su puesto sólo era una actuación, una
simulación, una estrategia. Era posible que luego, una vez que pagaban y se iban, el muy
degenerado pensara en cómo te la tirabas todas las noches. En lo que a ella le gustaba
en la cama. ¿Pensaría en tu esposa cuando estaba con su mujer? ¿Cómo sería ella?
Seguro que como la mayor parte de las mujeres pobres: las tetas caídas, las caderas
rollizas y la boca desdentada. A lo mejor el flaco tendría que recordar las tapas de sus CD
piratas para que se le parara: la imaginaría con el culo de Shakira, las tetas de Ashlee
Simpson y el rostro virginal de Dido. ¿Habría reparado él también en el parecido de tu
esposa con Julieta Venegas? Tal vez. Sin embargo, el que lo había hecho sin el menor
reparo había sido Morote.

Cuando le mostraste la foto de la cantante el otro día te lo dijo: se parece a tu esposa.


Eso había sido un error. Mostrarle la foto. ¿Por qué tenía que conocer algo que
compartías sólo con ella? ¿Por qué de pronto te había surgido esa necesidad de contarle
a Morote todos los detalles de su vida en común? ¿No podías haberte quedado callado y
sólo esperar a que simplemente ocurriera? Morote y su acento peruano. Morote y sus
pelos parados y esos ojos rasgados de chinito. Cuando le dijiste que se parecía a Fujimori
se enojó contigo. Eso es un insulto para mí, hermano, te dijo, más respeto. Y lo dijo con
tanta furia que te asustaste y fue ahí, precisamente, en ese galpón frío y húmedo que casi
das un paso atrás. ¿Qué estabas haciendo? ¿Cometiendo el error más grande de tu vida?

En esa oportunidad miraste a Morote con calma. Era pequeño y de tórax estrecho: la
clase de persona con la que jamás te juntarías en otras circunstancias. Siempre andaba
nervioso y expectante: las cosas deben salir bien, te decía, hay que tener todo planificado.
Calculaba todo con meticulosidad, te explicaba lo pasos que iban a dar ese día (es decir,
hoy) dibujando planos, mostrándote cómo iba a ocurrir lo que tenía que pasar con cajitas
de fósforos y en algunos casos incluso haciendo efectos de sonido con la boca. Morote
estaba convencido. Tú, pensabas, sólo buscabas una salida decorosa a todo lo que te
estaba pasando. Sí, una salida fácil, sin complicaciones. Limpia. Sacaste una vez más el
reloj. Ya casi era la hora. Lo volviste a guardar. Ahora alguien le compraba un CD al flaco.
Era una jovencita con falda a cuadros y camisa blanca de hombre. La elección era obvia,
pensaste, RBD. Grupitos de mierda, pensaste, de esos que de acá a diez años nadie
recordaría por fortuna para la historia de la música. Viste pagar a la chica y marcharse
guardando el disco en la mochila. El flaco observaba cómo se alejaba. Pensaste: una
imagen más para tus arrechuras nocturnas, flaquito.

En eso sonó el celular. Lo tomaste del asiento del copiloto. Viste qué nombre revelaba el
identificador: Batuque. No contestaste porque habían quedado en que sólo te haría
timbrar, nada más. Era Morote. Morote que ya estaba en el mirador de la ciudad con la
cámara de vídeo que le habías comprado. Listo para filmar. Él mismo te había pedido que
le pusieras ese nombre en la agenda del celular y cuando le preguntaste si era su nombre

121
de guerra él rió divertido. Te dijo que no. Te contó que era el nombre de un perro que
aparecía en alguna novela de un escritor también peruano a quien en los años ochenta él
tendría que haber matado porque estaba en la lista negra de Sendero Luminoso. Te contó
cómo le había hecho el seguimiento, cómo sabía las cosas aburridas que hacía, las
novelas que escribía, los lugares que frecuentaba. Te contó también con desilusión cómo
habían abortado el plan no sabía muy bien por qué y cómo desde ese día tenía una
fijación con él: algún día mataré a ese maldito, te dijo. No te acordabas del nombre del
escritor, pero estabas seguro que era conocido.

Al recordar este episodio pensaste en la peligrosidad de Morote. ¿No era Sendero


Luminoso un grupo terrorista? Cuando te contó esa parte de su vida, luego, habías
investigado por Internet. Era un grupo ya acabado, terminado, casi extinguido. ¿Por qué
entonces Morote seguía creyendo? Nunca quiso decirte y tú te molestaste por eso. ¿No le
habías contado las razones que te impulsaban a hacer lo que estabas haciendo? ¿No
podía haber hecho lo mismo? En esa oportunidad Morote te dijo que respetaba las
decisiones de los otros hombres. Cada quien hace su lucha a su modo, te dijo. ¿Pero
cómo lo habías conocido? Volvieron hasta ti la noche en que saliste de ese bar
borrachísimo luego de enterarte de toda la verdad, de esa verdad que te había
atormentado desde que la conociste y que estabas seguro te atormentaría tan sólo hasta
hoy.

Habías estado bebiendo desde la mañana, primero en lugares más o menos decentes y
poco a poco habías ido descendiendo de escala hasta llegar a un lugar llamado El sapito
en su charco. Era un bar estrecho y mugroso, donde los borrachos tenían que beber no
en mesas sino sobre tablones adosados a las paredes. Ya de madrugada saliste
tambaleándote por una callecita empedrada y con un solo poste como toda iluminación. Y
fue entonces cuando lo viste. Morote estaba apoyado contra una pared, sosteniendo una
caja que contenía corbatas lustrosas y de colores estrafalarios. El peruano te miraba con
fijeza. Cuando te vio caer se acercó a ti con calma y te dijo: ¿estás bien? Cuando oíste su
acento peruano creíste que iba a matarte. ¿No decían que la ciudad estaba llena de
ladrones peruanos? ¿De bandas de asaltantes? ¿Incluso de secuestradores que eran
capaces de torturarte por el PIN de tu tarjeta de débito? Quisiste ponerte de pie y correr
pero ya era demasiado tarde: Morote te había alzado como a un costal de papas y
lanzado al hombro, cosa inimaginable estando sobrio, pues tú medías casi un metro
ochenta y Morote apenas llegaría al uno sesenta con mucho esfuerzo. Pero lo hizo de
alguna manera y tú, a partir de allí, sólo recordabas una cama dura y una ventana
estrecha y sin cortinas por donde se filtraba la luz amarilla y sucia del alumbrado público.

Entonces el celular volvió a tocar.

El identificador decía Batuque una vez más. Eso quería decir que Morote ya estaba solo,
que no había nadie cerca de él y que empezaba a grabar. Habían quedado en que haría
esa segunda llamada para que lo supieras, tan sólo para que estés tranquilo. Recordaste
el miedo que sentiste ese día cuando recobraste la sobriedad y lo viste oteando por la
ventana. Te había atado a una desvencijada cama de hojalata (o por lo menos sonaba así
cuando te movías) y cuando oyó tu voz giró para decirte que estabas retenido (no
secuestrado) sino retenido por las Fuerzas Armadas Peruanas Revolucionarias en el
exterior y luego recitó una sigla con orgullo: Fapre. No tengo dinero, le dijiste, y él te dijo:
No queremos tu dinero. Y fue entonces cuando te contó el plan o el operativo, como le
gustaba llamarlo.

122
Tú escuchaste todo con calma, sin entender algunas cosas: cómo se habían enterado a lo
que te dedicabas, dónde vivías, el seguimiento que te habían hecho, los insumos (dijo
insumos y no ítemes, como acostumbrabas a llamarlos tú) que manejabas en tu trabajo.
Te pidió calma. Te dijo que no te harían nada si colaborabas. Tampoco a tu esposa. Ella
está bien, te dijo, y estaría bien en el futuro: eso dependía de ti, por supuesto. Sólo
querían la dinamita, nada más, y también el silencio, se entiende. Entonces explicó el
plan. El edificio, el lugar donde debería ocurrir. Enmudeciste: ¿ahí?, ¿en ese lugar? ¿Por
qué ese edificio?, y entonces le contaste: trabaja allí, mi esposa. Morote no contestó, se
pasó los dedos por la barbilla: Como marxista-leninista-maoista, pensamiento Gonzalo no
debería creer en la mala suerte, te dijo, pero a veces ocurre. Antes la sacas de ahí con
alguna excusa y listo. No tenemos problemas con eso.

Entonces te pusiste a llorar. No lo viste en ese momento, pero Morote te observó con
desprecio. ¿Es que nunca había visto llorar a un hombre? Tal vez era un tipo duro. De
esos que no se quiebran ante nada. Pero luego de un tiempo se acercó a ti y ordenó que
callaras. ¿No veía que se estaba humillando? ¿Por qué la pequeña burguesía no tiene
dignidad? Cuando callaste le explicaste todo. Le dijiste lo que había ocurrido. Las cosas
que no querías que pasaran con el tiempo. Le dijiste que no tenías el valor suficiente para
soportarlo, para enfrentarlo. Que por eso habías estado bebiendo desde tan temprano y
en esas cantidades. ¿Comprendía?

Morote escuchó tus palabras sin cortarte, tan sólo parpadeó un par de veces en todo ese
tiempo y fue entonces cuando te dijo: demuéstrame que es cierto. Le pediste que sacara
la billetera del bolsillo trasero de tus pantalones. Que buscara. Morote analizó cada uno
de los papeles hasta que se topó con uno azul. Lo leyó con detenimiento, unas tres veces,
moviendo los labios muy quedito cuando pasaba por alguna frase. Luego te miró y te dijo
con frialdad: eso no importa. Quisiste ponerte de pie para golpearlo pero estabas
demasiado bien atado. ¿Nunca se había enamorado? ¿Nunca le habían pasado cosas
con una mujer? ¿Nunca había querido a alguien? Morote no dijo nada, tú respirabas
agitadamente, hubo un silencio largo y demoledor y no supiste en qué momento se te
ocurrió la idea. Entonces se lo dijiste. Él te dijo que las cosas personales no le
importaban. Bastaría con no decirle nada y listo, te dijo, con no avisarle lo que pasaría,
con sacarla a tiempo con cualquier excusa. Luego te preguntó si ayudarías. ¿Qué otra
opción tenías? ¿No era lo que habías pensado hacer desde que te enteraste de la
noticia? ¿No eran Morote y su plan sólo un aditamento a lo que ya habías decidido? ¿Una
pieza final? ¿Y qué con las otras personas que trabajaban con ella? Morote te dijo: en
toda guerra siempre hay bajas. Entonces dijiste que sí. Esta vez sonó la alarma del
celular.

Sólo faltaba un minuto. Echaste una mirada final al vendedor de CD: seguía ahí,
impertérrito, con la mirada clavada en la nada. Luego pensaste en Morote y en el
nerviosismo que seguramente lo estaría invadiendo en este momento. Pensaste en tu
esposa y en ese parecido a Julieta Venegas. Entonces sacaste el otro celular de la
guantera. Lo encendiste. Buscaste el único número que tenía grabado en la sección de
directorio: Julieta. Encendiste el coche y partiste. Te alejaste. Estacionaste cinco
manzanas más allá del edificio donde, en este momento, tu esposa trabajaba y en cuya
puerta de ingreso el vendedor de CD imaginaba las escenas morbosas que
protagonizaban sus clientes. Mientras el dedo pulgar de tu mano derecha apretaba el
botón que decía yes del celular pensaste en ese papelito azul que, meses atrás, habías
hallado debajo del colchón y que tu esposa jamás te mostró. Ese papelito que la
condenaba a morir con lentitud y sufrimiento, esas letras en Verdana que decían que su

123
muerte estaba próxima: una muerte escandalosa, rodeada de algodones (imaginabas),
tubos transparentes, olor a alcohol y sudor, jeringuillas desechables, nalgas llagadas,
estómagos destrozados, cabelleras inexistentes, venas escurridizas.

Recordaste al fin los 500 kilos de dinamita y anfo metidas en las cajas que habían sacado
junto a Morote dos noches antes de las bodegas que estaban a tu cargo, y que ahora se
encontraban en la parte trasera de una Van celeste que el peruano había conseguido
vaya uno a saber de dónde y que se hallaba en el estacionamiento subterráneo del
edificio. Recodaste, mientras en la pantalla del celular salía el texto que decía llamando, el
intrincado sistema electrónico del cual Morote se sentía orgulloso y que estaba conectado
a las cajas, y que las haría explotar, recordaste también que el ring tong que habías
programado en el celular (y que estaba en el piso de la Van) era, precisamente, una
canción de Julieta Venegas.

Wilmer Urrelo Zárate (La Paz, 1975)


Es autor de Mundo negro (2000; Premio Nacional de Primera Novela, convocado por la editorial
Nuevo Milenio), además participó en el libro Trabajos forzados y otros cuentos (2000). Cuentos
suyos han aparecido en Memoria de lo que vendrá (2000) y Pequeñas resistencias 3: antología del
cuento sudamericano(Madrid, 2006). Ganó el IX Premio Nacional de Novela 2006 con Fantasmas
asesinos.

124

También podría gustarte