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Los Estados Egotistas

En el centro de mi ser, en ese centro todavía inconsciente, reside el hombre primordial, unido
al Principio del Universo, y por él, al todo del Universo, que se basta a sí totalmente. Uno
principial, ni solo ni no solo, ni afirmado ni negado, más allá de todo dualismo. Es el Ser
Primordial, subyacente en todos los “estados” egotistas que lo recubren en mi conciencia
actual.

Por el hecho de que actualmente ignoro lo que son en realidad mis estados egotistas, estos
estados constituyen una especie de pantalla que me separa de mi centro, de mi Yo real. Soy
inconsciente de mi identidad esencial con el Todo y no me considero más que en cuanto
distinto del resto del Universo. El Ego, soy yo en cuanto me considero distinto. El Ego es
ilusorio, puesto que yo no soy en realidad en cuanto distinto; y todos los estados egotistas son
igualmente ilusorios.

En el estado egotista fundamental, me siento como Yo opuesto al No-Yo, un organismo cuyo


“ser” es opuesto al “ser” de los demás organismos. En este estado fundamental, todo lo que
no sea mi organismo es No-Yo; amo mi Yo, es decir, deseo mi existencia y odio el No-Yo, es
decir, deseo la desaparición de su existencia; ansío la afirmación de mi Yo en cuanto distinto y
la negación del No-Yo en cuanto éste pretende existir al margen de mi Yo distinto. En este
estado egotista fundamental, “vivir” es afirmar mi Yo venciendo al No-Yo: victoria material por
la adquisición de bienes materiales, victoria sutil por la adquisición de renombre
(reconocimiento, por el No-Yo, de la existencia del Yo; adquisición de gloria que “inmortaliza”
al Yo distinto).

El estado afectivo fundamental del hombre común es, por lo tanto, sencillo; este hombre ama
su Yo en oposición al No-Yo, y odia el No-Yo que se opone a su Yo.
Sobre este estado fundamental egotista-egoísta pueden construirse cinco estados egotistas-
altruistas que encierran apariencias de amor a los demás:

1.- Amor aparente al prójimo por proyección del Ego

Es el amor idolátrico, en el que el Ego está proyectado en otro ser. La pretensión a la divinidad
“en cuanto distinto” ha abandonado mi organismo y se encuentra ahora fija en el organismo
del otro. La situación afectiva se parece a la de hace un momento, salvo que ahora el otro ha
ocupado mi puesto en mi escala de valores; deseo la existencia del otro-ídolo, contra todo lo
que se le oponga. No amo mi propio organismo, mas que en cuanto resulta fiel servidor del
ídolo; fuera de esto, ya no tengo sentimientos con respecto a mi organismo, me es
indiferente, y si es necesario puedo dar la vida por la salvación de mi ídolo (puedo sacrificar
mi organismo a mi Ego, que está fijado en el ídolo; por ejemplo, Empédocles se lanzó al Etna
para inmortalizar su Ego). En cuanto al resto del mundo, lo odio si es hostil a mi ídolo; si no le
es hostil y si mi contemplación del ídolo me colma de gozo (es decir, afirmación egotista) amo
indistintamente todo el resto del mundo (más adelante veremos por qué, al tratar de la quinta
modalidad de amor aparente). Si el ser idolatrado me rechaza hasta el punto de impedirme
toda posesión de mi Ego en él, el amor aparente puede convertirse en odio.

2.- Amor aparente al prójimo por extensión localizada del Ego

Por ejemplo; el amor de una madre a su hijo, el amor de un hombre a su patria, etc. En el
amor idolátrico había, ante todo, proyección del Ego y en seguida necesidad de poseer el Ego
proyectado, en una posesión material o sutil del ídolo. Aquí existe primeramente posesión del
otro (ocurre fortuitamente que este hijo es mi hijo, este país es mi país). La situación afectiva
resultante es muy parecida a la del amor idolátrico; sin embargo, los goces son menos
conscientes y con frecuencia domina el temor de perderlos. El amor idolátrico proporciona lo
que el hombre llama “un sentido” a su vida; el amor posesivo también, pero es, con
frecuencia, un sentido menos positivo, que sacia menos.

3.- Amor aparente al prójimo porque éste nos ama con uno de los dos amores
precedentes

El otro ama su Ego en mí, pero me da la impresión de que ama mi Ego. Por ello, yo deseo su
existencia así como deseo la existencia de todo lo que desea mi existencia.

4.- Amor aparente al prójimo porque es parte de la imagen ideal de mí mismo o de


mi amor idolátrico

Amo al prójimo porque necesito considerarme estético para amarme a mí mismo y amar al
prójimo es estético. O bien amo al prójimo porque amo místicamente una imagen divina sobre
la cual está proyectado mi Ego y considero que esta imagen divina desea que yo ame al
prójimo, y yo deseo lo que desea esta imagen divina (identificada con mi Ego).

5.- Amor aparente al No-Yo porque mi Ego está saciado momentáneamente

El hombre que colma momentáneamente una intensa afirmación egotista ama a todo el
Universo. Este amor sin particularismos no corresponde a una aparición momentánea del amor
primordial universal, sino a una inversión momentánea del odio fundamental egotista al No-Yo
motivada por una suspensión de la reivindicación egotista. Este estado sólo dura poco tiempo.
Es comparable con la sensación voluptuosa de no sufrir más; esta voluptuosidad sólo es
comparativa, y cesa en cuanto desaparece el término de comparación.

Estas cinco clases de amor aparente al prójimo representan otros tantos goces de mi Ego,
experimentados en situaciones que me afirman en cuanto distinto. A toda disimulación de una
de estas situaciones corresponde la aparición de la angustia y la agresividad.

Cuanto más llamado está a la realización intemporal, más necesidad tiene el hombre de vivir
estas clases de amor; estos estados se parecen más o menos al estado afectivo del hombre
realizado (que ama todo), pues lo ligan, aparentemente, a algo que no es él mismo.

Sin embargo, cuanto más avanza este hombre en el conocimiento de sí mismo, más se
desvalorizan estos amores a sus ojos, y pierden su eficacia compensadora. Este hombre
pierde poco a poco sus sentimientos “positivos”, “altruistas”. Su comprensión cala
profundamente en estos hábiles simulacros y lo lleva, de grado o por fuerza, hacia el estado
fundamental egotista en el que siempre ha odiado lo que no es su Yo: estado de “noche” y de
soledad. Y siente la angustia, a causa de su negativa a combatir el No-Yo.

Este hombre, despojado poco a poco de toda posibilidad de hacer trampa interiormente, se ve
impulsado hacia el trabajo realizador. Recurre, cada vez con mayor frecuencia, a su
pensamiento imparcial para poner en duda la legitimidad de la reivindicación egotista, de esta
pretensión de “ser” distinto, que engendra la soledad y el temor. El Ego se encuentra
contraído de manera cada vez más pura, cada vez más comprimido en sus últimos reductos.
Hay un límite para esta comprensión, al otro lado del cual el Ego estalla en el satori. Entonces
el Ego se difunde en el todo, completándose y destruyéndose al mismo tiempo.

Hubert Benoit

Extractado por Leonardo Varela de


H. Benoit.- La Doctrina Suprema.-
Ediciones Mundonuevo S.A.C.I.

Cuadros de Magritte.
Hubert Benoit- Su Vida - Su Obra.

Resulta sorprendente, pero no extraño, constatar la poca información


disponible en torno a la vida personal del notable budista, escritor, médico,
psiquiatra y realizador que es Hubert Benoit. Sorprendente, porque es
prácticamente contemporáneo nuestro; nacido en Nancy, Francia, el 21 de
Marzo de 1904 y fallecido en París el 28 de Octubre de 1992. No resulta
extraño sin embargo, si se aprecia la profundidad de su existir y la total
concentración que mantuvo a lo largo de su vida en el mundo interior del
hombre y las más elevadas realizaciones espirituales, como puede
desprenderse de una atenta lectura de sus obras.

H. Benoit obtuvo el título de médico por el año 1935 luego de culminar sus
estudios académicos, los que realizaba conjuntamente con los de violín, en el Conservatorio de
Nancy. Se dedicó a la cirugía, que practicó por doce años, y como tal le tocó participar en la
Segunda Guerra Mundial, y en particular como miembro de la defensa civil en la Batalla de
Normandía, donde fue alcanzado por el bombardeo aliado, en Saint-Lô, en la madrugada del 7
de Junio de 1944, en las postrimerías del conflicto.

La gravedad de sus lesiones lo mantuvo por años postrado en cama, período en el que fue
sometido a múltiples operaciones, y a pesar de lo casi milagroso de su recuperación, quedó
con secuelas que le impidieron volver a practicar la cirugía y el disfrute de su violín.

En esa época era discípulo directo de Gurdjieff, junto con Luc Dietrich quien estaba con él
durante el bombardeo y que falleció a consecuencia de sus heridas un mes después. Fue
afortunado al contactarse con D. T. Suzuki, quien lo adoptó como discípulo predilecto y lo
ayudó a salir de su invalidez durante seis años.

Aprovechó la larga convalecencia para estudiar psiquiatría, y para adentrarse y profundizar en


el budismo, el taoísmo, la metafísica y la meditación. Luego de su convalecencia, practicó la
psiquiatría durante treinta y cinco años en París, paralelo a la publicación de sus estudios y los
metódicos hallazgos de sus investigaciones en el alma humana. Toda su vida sintió la
necesidad de conocer la condición humana y de buscar la vía de la realización intemporal del
hombre. Su método de tratamiento lanza un puente entre el caso psicológico particular y las
leyes metafísicas generales, necesarias para la interpretación profunda de los síntomas.

La base fundamental de Benoit en cuanto a influencia se encuentra en el budismo Zen, y en


particular, en la línea del Ch’an, un budismo chino temprano, nacido de la fusión entre el
Budismo hindú - llevado por el monje Bodhidharma en el siglo VI a la China - y el Taoísmo,
que ya existía en ese país desde época remota. Al ser trasplantado al Japón, el Ch’an es lo que
conocemos como Budismo Zen en la actualidad. El ideograma es el mismo, pero se pronuncia
diferente en chino y en japonés. Es traducción de la palabra sánscrita Dhyana, que significa
“meditación”.

El Ch’an fue impulsado principalmente por el Sexto Patriarca, Hui Neng, figura cumbre en esa
línea, quien busca ir al centro de la experiencia más que a descripciones o análisis o
concepciones teóricas. El budismo Ch’an no busca la felicidad ni hace referencia a asuntos
sociales, existenciales o de relaciones humanas; no postula la existencia de algún Creador o
ser superior de ningún tipo ni fuerzas espirituales disponibles a los hombres más que el “Chi”,
energía unificadora de todo lo existente.

Poco más se puede saber sobre la vida personal de Benoit en cuanto a hechos externos o
anecdóticos. Se le puede imaginar como un hombre reservado, introspectivo, observador,
meticuloso, sensible y profundo. Se evidencia, al leer sus obras, que su verdadera vida
sucedía deliberadamente adentro, que su centro de atención, de interés, de observación y
aprendizaje no se encontraba en el mundo de los hechos históricos, y que por tanto, cualquier
evento de su vida personal quedaba en segundo plano respecto del cauce profundo que
absorbía su mirada y su agudo discernimiento.

Se sabe que era discípulo de Gurdjieff en la época de su accidente, por referencias respecto de
él de otros alumnos contemporáneos. Se sabe que mantuvo una larga y estrecha relación con
D. T. Suzuki, de quien tradujo del inglés y prologó uno de sus libros: "Le Non-Mental selon la
Pensée Zen", (basado en el Sutra de Hui-Neng). Se sabe que en gran medida su difusión al
mundo anglo parlante, y con ello al planeta entero, es debida a las traducciones que de sus
escritos en francés hiciera Aldous Huxley. Y aunque se le reconoce como budista, es evidente
la influencia de las otras líneas espirituales de las que se nutrió, lo que, sumado a sus estudios
de psiquiatría tradicional, le permitió hacer una extraordinaria síntesis entre la tradición
oriental y el conocimiento occidental, aplicable a un ser único, individual y a la vez universal:
el alma humana, tanto en sus trampas y meandros como en todo su potencial de plenitud.

Hablar de Benoit, por tanto, no es hablar de Benoit, sino de los conceptos que expone, de sus
descripciones, de sus investigaciones y observaciones acerca de la vivencia interior, de la
experiencia subjetiva y lo que subyace a ella. Podemos imaginar que Benoit no querría hablar
de Benoit, sino de lo que permanece, de lo que es eterno y común a todos los hombres, de la
esencia y realización del Ser. Sin embargo, no hablamos de una suerte de meta-persona, sino
de alguien cuyas marcadoras experiencias biográficas están innegablemente ligadas a su
desenvolvimiento humano. Una misteriosa mano del destino pareció conducirlo a través de
hechos traumáticos hacia la introspección trascendente; su arte fue capitalizar esas
oportunidades en una visión paulatina y crecientemente más profunda y penetrante, y en ser
capaz de traducir en palabras lo que está más allá de ellas.

Leer a Benoit

Resultaría arrogante “dar por visto” a Benoit o considerarlo “asimilado” o “digerido”, aún
después de varias lecturas. Entrar en sus escritos es una literal inmersión en un mundo en el
que habitualmente las palabras, o bien sobran, o no resultan suficientes. Y sin embargo, en
sus textos, el lector es conducido a través de una coherencia racional de enorme precisión y
claridad, paralelamente a una sugerencia implicada que si bien no está explícitamente
descrita, se encuentra plenamente allí, entre líneas. La lectura, por tanto, exige múltiples
facultades, o grados de atención, por parte de quien lee. Es que este verdadero “relojero del
alma” no deja cabo suelto ni punto por esclarecer, ni da espacio a vaguedades o licencias
ambiguas. La exactitud y precisión del lenguaje se desgrana detallada y minuciosamente, línea
tras línea, abordando todas las formas posibles para iluminar la comprensión, pero de alguna
forma aquello a lo que alude no se encuentra en la forma concreta de las palabras, aunque
impregna todo el texto. El lector acostumbrado a los temas psicológicos o metafísicos puede
percibir que su mente concreta es capaz de descifrar perfectamente los contenidos expresados
en palabras, y que simultáneamente, algo más sutil se va infiltrando en la mente abstracta, en
la comprensión más profunda y no verbal.

Porque Benoit no escribe desde el intelecto, sino desde la comprensión, la que logra traducir
de una forma intelectualmente nítida para ser transmitida de un modo que se percibe como
completamente fiel a su original. Resulta inevitable suponer una transposición de sus técnicas
médico-quirúrgicas a la disección metódica del alma, examinando capa tras capa, fibra tras
fibra, develando los tejidos vitales hasta la última palpitación. Es semejante a la presencia del
propio autor, al que se siente completamente concentrado en la tarea que tiene entre manos,
atento a todos los hilos que sostiene y desarrolla, tanto, que tal pareciera que casi no
estuviese allí más que como un transmisor de lo que se ha propuesto decir, y no obstante, se
encuentra totalmente presente en cada renglón.

Benoit no es un teórico, por más que teorice con gran exactitud. Su discurso emana de su
experiencia interior y la reflexión, intelectualizadas y a la vez llenas de humanidad, en su más
alta acepción. Su exploración y práctica del Zen lo ha llevado a experiencias y a
comprensiones que es capaz de traducir a términos comprensibles para la mente occidental,
sin distorsionar los contenidos originales. A menudo habla en primera persona, mostrando que
él ha transitado por los territorios internos que describe, y que es posible que aquellos ámbitos
que pertenecen al No-Yo puedan quedar atrás, que es posible trascender el ego. Pero tal vez
los mayores méritos de los escritos de Benoit no sean los ya mencionados de claridad y
profundidad, sino, por una parte, el instar inevitablemente al lector a examinar en su interior
los asuntos que expone, y por otra, provocar en él un anhelo profundo de constatar,
experiencialmente, cada uno de los temas que aborda, hasta, en algunos casos, la realización
total.

La obra más conocida y difundida de Hubert Benoit es La Doctrina Suprema, de la que


transcribimos algunos párrafos:

- El ser humano al que generalmente llamamos "desesperado" no está definitivamente


desesperado, está lleno de esperanzas que el mundo se niega a satisfacer; por lo tanto es
muy desgraciado. El ser humano que ha llegado a una verdadera desesperación, el que ya no
espera nada del mundo de los fenómenos, se llena de gozo perfecto al que por fin ha dejado
de oponerse.

- En nuestro deseo de escapar de la angustia, buscamos doctrinas de salvación, buscamos un


maestro. Pero el maestro no está lejos y ofrece constantemente sus enseñanzas: es la
realidad tal cual es, es nuestra vida cotidiana.

- No es la impotencia misma la que causa la humillación, sino el impacto que experimenta mi


pretensión de omnipotencia cuando choca contra la realidad de las cosas.

- Recordemos que la naturaleza de las cosas es para nosotros el mejor y más humillante de
los maestros y que nos rodea con su ayuda vigilante. La única tarea que nos incumbe es
comprender la realidad y permitirnos ser transformados por ella.

- La imposibilidad en que me encuentro hoy de gozar de mi naturaleza propia, de mi


naturaleza-de-Buda, como hombre universal y no como individuo distinto, me obliga a fabricar
constantemente una representación radicalmente engañosa de mi situación en el Universo. En
lugar de verme en igualdad con el mundo exterior, me veo, o bien por encima de él o bien por
debajo; sea “arriba”, sea “abajo”. Según esta perspectiva, en donde el “arriba” es Ser y el
“abajo” es la Nada, estoy obligado a esforzarme siempre hacia el Ser. Todos mis esfuerzos
tienden, necesariamente, de una manera directa o indirecta
a elevarme, sea de manera grosera, o sutil, o, como suele decirse, “espiritualmente”. Todos
mis automatismos psicológicos naturales, antes del satori, están fundados en el amor propio,
la pretensión personal, la reivindicación del “subir” de un modo o de otro; y esta reivindicación
para elevarme individualmente es la que me oculta mi dignidad universal infinita. La
pretensión que anima todos mis esfuerzos, todas mis aspiraciones, es a veces difícil de
reconocer como tal pretensión. Me es fácil ver a mi pretensión cuando el No-Yo del que deseo
distinguirme está representado por otros seres humanos; en este caso, un poco de lealtad
interior es suficiente para dar su verdadero nombre a mi tentativa. Pero ya no es lo mismo
cuando el No-Yo del que deseo diferenciarme está representado por objetos inanimados o,
sobre todo, por esta ilusoria y misteriosa entidad que denomino “Destino”; sin embargo, en el
fondo es absolutamente lo mismo; mi suerte me exalta; mi mala suerte me humilla…Si vemos
bien las bases profundas de nuestro amor propio, comprenderemos que todos nuestros goces
imaginables son satisfacciones de este amor propio y que todos nuestros sufrimientos
imaginables son heridas que se le infligen. Comprendemos, pues, que nuestra actitud
pretenciosa personal domina la totalidad de nuestros automatismos afectivos, es decir, la
totalidad de nuestra vida.

- Si me siento humillado es porque mis automatismos imaginativos consiguen neutralizar la


visión de la realidad y hacen fracasar la evidencia… Si me sucede una circunstancia
humillante, ofreciéndome un maravilloso secreto de iniciación, mi imaginación se apresura a
conjurar lo que me parece un peligro; lucha contra el ilusorio desplazamiento hacia “abajo”;
hace todo lo posible para restaurarme en ese estado habitual de arrogancia satisfecha donde
encuentro una tregua transitoria, pero también la certeza de nuevas angustias. En resumen:
me defiendo constantemente de aquello que se propone salvarme; lucho con tesón por
defender la fuente misma de mi desgracia. Todos mis trabajos interiores tienden a impedir el
satori, puesto que aspiran a lo “alto” mientras que el satori me espera “abajo”. También el
Zen tiene razón al decir que“el satori cae de improviso sobre nosotros cuando hemos agotado
todos los recursos de nuestro ser”.

Algunos estudiosos han observado que en La Realización Interior, Benoit corrige algunos de
los conceptos desarrollados en La Doctrina Suprema, libro más de 25 años anterior. Como es
obvio, el crecimiento progresa y del mismo modo se acrecienta y enriquece la comprensión, de
lo que resulta esperable una evolución del pensamiento del autor. Lo extraño sería que dos o
tres décadas de reflexión y práctica no hubieran incrementado la comprensión. La naturaleza
de Buda es permanente, pero su realización es necesariamente gradual. De forma análoga,
pero en otra escala, puede considerarse la lectura de Benoit. El mismo texto, tras sucesivas
lecturas, logra comprensiones paulatinamente más profundas. Invitamos a todos aquellos que
siguen un camino interior, y que buscan sinceramente la realización personal, a enriquecer su
búsqueda, y especialmente a esclarecer sus motivaciones y desbrozar su senda, con los
escritos de Benoit. El notable autor no descubrió un camino, pero contribuyó mucho a
despejarlo y señalar los desvíos inconducentes, facilitando el tránsito hacia la libertad interior
y una verdadera realización.

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Bibliografía :
- Métaphysique et psychanalyse, essais sur le problème de la réalisation de l’homme (1949)
- De l'Amour, psychologie de la vie affective et sexuelle (1951)
- La Doctrine Suprême : réflexions sur le bouddhisme zen (2 volumes, 1952)
- Lâcher prise, théorie et pratique du détachement selon le Zen (1954)
- De la Réalisation intérieure (1979 ; 1984)
Isabel De Veer
El Bien y el Mal

Sabemos que la metafísica tradicional nos muestra la creación universal como si fuera el juego
concomitante y conciliado de dos fuerzas que se oponen y se complementan. La creación, por
lo tanto, resulta del juego de tres fuerzas: una fuerza positiva, una fuerza negativa y una
fuerza conciliadora. Esta «Ley de Tres» puede simbolizarse por medio de un triángulo: los dos
vértices inferiores representan los principios inferiores de la creación, positivo y negativo; el
vértice superior representa el Principio Superior o Conciliador.

Los dos principios inferiores son, en la sabiduría china, las dos grandes fuerzas cósmicas: el
Yang, positivo, masculino, seco, caliente, y el Yin, negativo, femenino, húmedo, frío. Son
también el Dragón Rojo y el Dragón Verde, cuya lucha incesante es el motor creador de «las
Diez mil Cosas».

El diagrama del T'ai-kí está compuesto de una parte negra, el Yin, y de otra blanca, el Yang -
cuyas superficies son rigurosamente iguales - y de un círculo que rodea a las dos y que es el
Tao, el Principio Superior Conciliador. La parte negra encierra un punto blanco, y la parte
blanca un punto negro, para demostrar que ningún elemento es absolutamente positivo ni
absolutamente negativo. El dualismo primordial Yang-Yin incluye todas las oposiciones que
podamos imaginar: verano-invierno, día-noche, movimiento-inmovilidad, belleza-fealdad,
verdad-error, vida-muerte, construcción-destrucción, etc.

Esta última oposición resulta particularmente clara en uno de los aspectos hindúes de la Tríada
de que hablamos: bajo la autoridad de Brahma, Principio Supremo, la creación es la obra
simultánea de Vishnú, “El Conservador” y de Shiva, “el Destructor”.

La creación del universo tal como nosotros lo percibimos se desarrolla en el tiempo; es decir,
que el juego de los dos principios inferiores es temporal. Pero estos dos principios en si
mismos no podrían ser considerados temporales, puesto que no podrían estar sometidos a los
límites que resultan de su acción: son intermediarios situados entre el Principio Superior y el
universo creado, que es la manifestación de este Principio. La creación universal se desarrolla,
pues, en el tiempo, pero ella en sí misma es un proceso intemporal, al que no se le puede
asignar o negar comienzo o fin, puesto que estas palabras no tienen ningún sentido fuera de
los límites del tiempo. Las teorías científicas más modernas están de acuerdo en esto con la
metafísica y no le ven al universo ni comienzo ni fin.

Hay que comprender bien todo esto para librarse definitivamente de la concepción infantil
según la cual un Creador, encarado de manera antropomórfica, habría puesto en marcha una
vez el movimiento universal. Mi cuerpo, por ejemplo, no ha sido creado solamente el día que
fui concebido: está creándose constantemente. En cada instante de mi vida, mi cuerpo es el
lugar donde nacen y mueren las células que lo componen, y esta lucha equilibrada en mí entre
el Yang y el Yin es lo que me está creando hasta mi muerte.

En esta Tríada intemporal que crea sin cesar nuestro mundo temporal, se ve la perfecta
igualdad de los dos principios inferiores. Como su colaboración es necesaria para que aparezca
el conjunto de los fenómenos - por pequeño que cada uno sea - es imposible asignar una
superioridad, cualitativa o cuantitativa, a uno u otro de estos dos principios. En determinado
fenómeno vemos que predomina el Yang, en otro, el Yin; pero los dos Dragones se equilibran
exactamente en la totalidad espacial y temporal del universo. Por eso en la Metafísica
Tradicional el triángulo que simboliza la Triada creadora ha sido siempre un triángulo
equilátero cuya base es rigurosamente horizontal.

La igualdad de los dos principios inferiores entraña necesariamente la igualdad de sus


manifestaciones encaradas abstractamente. Si Shiva es igual a Vishnú, ¿por qué habría de ser
la vida superior a la muerte? Esto que decimos es perfectamente evidente desde el punto de
vista abstracto en que nos colocamos en este momento. Desde este punto de vista, ¿por qué
habríamos de ver la menor superioridad en la construcción con respecto a la destrucción, en la
afirmación con respecto a la negación, en el placer con respecto al sufrimiento, en el amor con
respecto al odio, etc.?

Si abandonamos ahora el pensamiento intelectual puro, teórico, abstracto, y volvemos a


nuestra psicología concreta, comprobamos dos cosas: en primer lugar, nuestra parcialidad
innata por las manifestaciones positivas: vida, construcción, bondad, belleza, verdad. Esto se
explica fácilmente porque esta parcialidad es la traducción intelectual de una preferencia
afectiva, y porque ella es el resultado lógico del deseo de existir que hay en el hombre. Pero
también comprobamos algo cuya explicación es menos fácil: cuando el metafísico imagina al
hombre «realizado», libre de todo determinismo irracional, libre interiormente, identificado con
el Principio Supremo y adhiriéndose perfectamente al orden cósmico, liberado de la necesidad
irrracional de existir y de la preferencia consiguiente por la vida en contra de la muerte, el
metafísico experimenta la intuición indiscutible de que sus acciones son amantes y
constructoras, no odiosas y destructoras. Nosotros no decimos que el hombre «realizado» es
amante y apasionado de la construcción, porque este hombre ha superado los sentimientos
dualistas del hombre común pero sólo podemos ver sus acciones como amantes y
constructivas. ¿Por qué parece que la parcialidad que ha desaparecido del hombre «realizado»
debe persistir en su comportamiento? Hemos de contestar esta pregunta, si deseamos
comprender enteramente el problema del Bien y del Mal.

Muchos filósofos han razonado con bastante acierto para criticar nuestra visión afectiva del
Bien y del Mal y negarle un valor absoluto, pero a menudo lo han hecho en favor de un
sistema que, no sólo rechazaba esta visión en cuanto tiene de errónea, sino que también
negaba lo que tiene de justa y que, al llevar al hombre más allá de un Bien y de un Mal
abolidos, lo dejaba desorientado con respecto a la conducta práctica de su vida, o lo entregaba
a una moral inversa. La dificultad no está en criticar nuestra visión afectiva del Bien y del Mal,
sino en hacerlo de manera que la integre, sin destruirla, en una comprensión donde todo se
concilie.

Ante todo, veamos en forma sucinta en qué consiste el error que el hombre comete
habitualmente cuando enfrenta este problema. El hombre ve, fuera de él y en sí mismo,
fenómenos positivos y fenómenos negativos, constructores y destructores. En virtud de su
deseo de existir, necesariamente prefiere la construcción a la destrucción. Como está dotado
de un intelecto abstracto, generalizador, se eleva hasta la concepción de la construcción en
general y de la destrucción en general. Es decir, hasta el concepto de los dos principios
inferiores, positivo y negativo. En este peldaño del pensamiento, la preferencia afectiva se
convierte en parcialidad intelectual, y el hombre piensa que el aspecto positivo del mundo es
el Bien, que este es el único legítimo y que debe eliminarse, en forma gradualmente más
completa, el aspecto negativo que es el Mal. De ahí la nostalgia de un «paraíso» que se
concibe desprovisto de todo aspecto negativo. En este plano imperfecto del pensamiento, si
bien el hombre concibe la existencia de los dos principios inferiores, no concibe, en cambio, la
del Principio Superior que los concilia. En consecuencia, no ve más que el carácter antagónico
de los dos Dragones, no ve su aspecto complementario. Ve que los dos Dragones luchan, pero
no ve que colaboran en esta lucha. Por eso siente necesariamente el deseo absurdo de ver
que por fin el Sí triunfa en forma definitiva sobre el No. Por ejemplo, cuando distingue en sí
impulsos constructores - que denomina «cualidades» - e impulsos destructores - que llama
«defectos» - piensa que su evolución justa debe consistir en eliminar por completo sus
defectos y en sentirse animado únicamente por cualidades. Así como ha imaginado el paraíso,
imagina «el santo», hombre en que sólo reina un perfecto positivismo, y trata de copiar este
modelo. En el mejor de los casos, esta forma de actuar cumple una especie de encauzamiento
de los reflejos condicionados, por el cual los impulsos negativos se inhibirían en beneficio de
los positivos. Es evidente que tal evolución es incompatible con la realización que supone la
síntesis conciliadora de los polos positivo y negativo, de modo que estos dos polos, sin dejar
de oponerse, puedan por fin colaborar armónicamente.

Esta concepción dualista «Bien - Mal» sin la idea del Principio Superior Conciliador, es la que el
hombre adquiere espontánea y naturalmente cuando carece de iniciación metafísica. Es
incompleta, y por ello errónea, pero es interesante ver la verdad que contiene dentro de sus
limites. Si la parcialidad intelectual en favor del Bien, causada por la ignorancia, es
equivocada, la preferencia afectiva innata en el hombre por el Bien no debe considerarse
equivocada puesto que existe en el plano afectivo irracional en el que ningún elemento está de
acuerdo con la Razón ni en contra de ella. Esta preferencia tiene ciertamente una causa, una
«razón de ser» que nuestro intelecto racional no debe rechazar a priori sino, por el contrario,
debe tratar de comprender.

Planteemos el problema de la mejor forma posible. Mientras los dos principios inferiores,
concebidos por el intelecto puro, son rigurosamente iguales en su antagonismo
complementario, ¿por qué cuando se los encara desde el punto de vista práctico afectivo,
parecen desiguales, y el principio positivo parece indiscutiblemente superior al principio
negativo? Si al dibujar el triángulo de la Triada, denominamos los vértices inferiores «sí
relativo» y «no relativo», ¿por qué al buscar un nombre para el vértice superior, nos sentimos
inclinados a denominarlo «Sí Absoluto» en lugar de «No Absoluto»? Si los vértices inferiores
son «amor relativo» y «odio relativo», ¿por qué el vértice superior no puede ser concebido
más que como «Amor Absoluto» y no como «Odio Absoluto»? ¿Por qué la palabra «creación» -
aunque la creación supone tanta destrucción como construcción - evoca necesariamente en
nuestro espíritu la idea de construcción y de ningún modo la idea de destrucción?

Porque cuando la existencia de los principios inferiores (positivo y negativo) se concibe fuera
de su funcionamiento, vemos que se derivan de una Causa Primera con respecto a la cual
ambos son rigurosamente iguales. Pero cuando los contemplamos en operación, vemos que el
juego de la fuerza activa causa el juego de la fuerza pasiva. La primera es acción y la
segunda, reacción. Esto hace que el principio positivo posea una indiscutible superioridad
sobre el principio negativo. Ella no consiste en una anterioridad cronológica, puesto que la
acción y la reacción son simultáneas, sino en una anterioridad causal. Podría expresarse esto
diciendo que el Principio Superior al despertar a los dos principios inferiores llega al negativo a
través del positivo.

Al llegar a este punto podemos comprender que todo fenómeno constructivo manifiesta el
juego de la fuerza activa (acción) y que todo fenómeno destructivo manifiesta el juego de la
fuerza pasiva (reacción). Por esta razón, el hombre «realizado» es tan constructivo en cada
instante como las circunstancias se lo permiten. Este hombre, en efecto, está liberado de los
reflejos condicionados; ya no «reacciona» más, es activo, y al ser activo es constructor. Su
comportamiento es constructivo - sin que eso signifique un fin premeditado - porque procede
de una actividad pura y se adapta a las circunstancias de una manera nueva, una manera
constantemente inventada.

Hubert Benoit

Traducido y extractado por Carmen Bustos de


H. Benoit.- La Doctrine Suprême.-Le Courrier du Livre.

La Aceptación

Atención Temporal y Atención Total

El Ser se realizará en mí en la medida, en que yo cese de pretender, por mis actitudes


interiores, que lo «soy» ya, que mi aspecto temporal es divino. Cuando me observo, veo que
tiendo sin cesar, con todo lo que soy, a modificar mi situación temporal. Que tienda a ello es
perfectamente legítimo, es el juego incesante y normal del principio conciliador natural que
suscita todos mis impulsos naturales. Lo que no es normal en mí, que soy hombre y no
animal, es tender hacía esta modificación de mi situación temporal «con todo lo que yo soy»
En efecto, tengo en mí, al lado de la tendencia a ser temporalmente, la tendencia a «ser»
nada más, a «ser» sin límites, de una manera absoluta. La primera tendencia es limitada, la
segunda prolonga la primera al infinito. Cuando la tendencia a «ser absolutamente» se ejerce
también en el sentido de la modificación de mi situación temporal, ella se descarría, cae en la
trampa de la ilusión de los sentidos, comete el pecado original.

Mi necesidad de «ser» no puede encontrar su realización, por el contrario, sino en la plena


aceptación de mi situación temporal tal como ella es en cada instante. Yo no puedo salir, yo
todo entero, mi Ser virtual, de mi prisión temporal, más que aceptando la condición prisionera
de mi parte temporal.

Se ve entonces que las dos tendencias que hay en mí deben tener direcciones que, desde el
punto de vista temporal, son exactamente opuestas. La tendencia temporal debe ir
naturalmente hacia una modificación constante de mi situación temporal. La tendencia hacia el
Ser debe ir hacia la aceptación entera de esta situación en cada instante. Es esta dualidad la
que debo comprender bien, bajo pena de caer sea en la reivindicación, instinto de vida
temporal sin freno, sin limites, sea en la resignación o instinto de muerte temporal.

La tendencia a modificar mi situación temporal y la tendencia a aceptarla serían


evidentemente irreconciliables si ellas debieran actuar en el mismo plano, Pero no es así. La
tendencia a modificar juega en el plano espontáneo de mi vida pasional, ella es
cronológicamente la primera. La tendencia a aceptar juega en el plano de la reflexión
consciente donde me veo yo mismo, donde yo soy sujeto para quien mi vida pasional es
objeto.

Cuando vivo sin reflexionar, el sujeto es el yo, el Ser duerme (aunque existiendo siempre); mi
deseo juega sin observador. ¿Quiere decir entonces que lo acepto? No. El Ser duerme, él deja
hacer en su ausencia, esa no es una aceptación.

Pero cuando el Ser despierta, ¿actúa? ¿Es que cada vez tomo consciencia de mi deseo? No.
Todo funcionamiento de la consciencia reflexiva no es necesariamente el Ser. Pues la pasión,
sí no hago un esfuerzo interior especial, se embraga sobre mi pensamiento y lo hace actuar.
Es así, por ejemplo, que si yo condeno uno de estos deseos de los que tomo consciencia, es
que un deseo contrario y momentáneamente más fuerte está embragado sobre mi
pensamiento. Cuando el Ser actúa, es decir, lo hace la inteligencia independiente sin el
embrague de las pasiones, ningún juicio es dirigido sobre mi deseo, mí deseo no es condenado
ni aprobado. Lo que caracteriza esencialmente el juego del Ser es la sensación interior de una
distinción radical entre mi deseo y yo. Yo veo mi deseo como una cosa con la que mi
pensamiento no tiene nada en común. El pensamiento puro no tiene nada que mezcle su
naturaleza a la del deseo. Él es enteramente otra cosa, está sobre otro plano, no está ni en
pro ni en contra de lo que sea, simplemente «es».

Se empieza entonces a ver lo que es la aceptación real. No es una aprobación, es una


distinción, una separación. Yo acepto mi deseo cuando me separo de él, cuando yo me afirmo
existiendo al lado de él, otro que él.

Vamos a ver más netamente todavía lo que es la verdadera aceptación, precisando lo que ella
no es. Cuando tomo conocimiento de mi deseo sin hacer el esfuerzo interior especial que me
hace distinto de él, estoy necesariamente vis-a-vis del deseo, ya sea en pro o en contra de él.
En este caso, acepto el obstáculo del mundo que todo deseo encuentra virtualmente. En el
conflicto donde el mundo y yo somos adversarios, yo acepto el adversario «mundo», pero no
acepto el adversario «yo», porque mi condenación de mi deseo refrena su juego, lo rechaza.
Yo acepto el mundo, pero no a mí mismo. No soy imparcial, no acepto todo,

Supongamos ahora que estoy por mi deseo, Yo me acepto. Pero esta vez no acepto el mundo-
obstáculo. Yo falseo todavía el sentido del combate y me privo de sus efectos.

¿En qué consiste en los dos casos la ayuda que aporta a uno de los adversarios mi
pensamiento reducido y parcial? Esta ayuda es inmensa, pues el pensamiento lanza en uno de
los platillos de la balanza la potencialidad absoluta, infinita, que es su consecuencia. Actuando
así, él no se limita a falsear parcialmente el combate, lo vuelve nulo, introduciendo una
diferencia cualitativa infinita entre los combatientes.

La verdadera aceptación simultánea de mi deseo y del mundo-obstáculo es mi presencia


arbitrando el combate sin intervenir en él. Es una presencia indiferente al resultado; presencia
distinta que, aceptando cada uno de los adversarios con su naturaleza propia, rehúsa agregar
a la temporalidad del uno o del otro la potencialidad infinita del pensamiento a la cual ellos no
tienen ningún derecho. Esta presencia - es necesario comprenderlo - no es una actitud
interior. En los dos casos de trampa que hemos visto: trampa de reivindicación o trampa de
resignación, había una actitud. El pensamiento subordinado por el ser temporal y precipitado
en él, tomaba allí forma descriptible, yo me portaba de cierta manera. En la aceptación total,
al contrario, donde el pensamiento es puro, donde no hay más trampa, no hay actitud, no hay
forma descriptible. Solamente está la forma principal indescriptible que no se deja seducir a
vestir lo temporal con una máscara de absoluto.

No hay, pues, actitud en la plena aceptación. Si quisiera decir cómo soy cuando acepto
totalmente, debería decir que mi pensamiento se traduce sobre el plano temporal proyectando
allí un «sí » y un «no» simultáneos. Es como decir: «yo soy otra cosa que
todo esto».

Lo mismo que este pensamiento puro tiene una proyección intelectual en lo temporal, hay allí
también una proyección afectiva. Es el sentimiento de que el hecho que exista el combate
entre mi yo temporal y el mundo-obstáculo, tal como él pueda ser, está bien. Para el
pensamiento puro, para el Ser, poco importa quién gane, lo que importa es que el combate
sea sin trampa. En la medida en que el Ser esté presente, él siente que el combate está bien,
que está exactamente en el punto en que tendría que estar. Es así como se debe comprender
la aceptación del destino, la certidumbre de que lo que me ocurre, sea lo que sea, es
exactamente lo que me puede ocurrir para mejor. La aceptación justa del destino no es la
aceptación de todo lo que me podrá venir en el porvenir. Eso sería irreconciliable con la
aceptación de mis deseos. La aceptación justa del destino es la aceptación en el instante no en
la duración (o si no, se recaería en la resignación). Esto no debe sorprender porque el Ser
aceptante es intemporal. Él actúa en el «instante» que es el punto donde se cortan el tiempo y
la eternidad.

En todo esto que precede hemos hablado de «deseo» sin precisar más. Pero es necesario
ahora recordar una distinción muy importante entre dos clases de deseo. Para la primera, que
llamo impulso temporal, o más simplemente «Impulso», tiendo hacia la simple realización de
mi aspecto temporal, hacia la satisfacción de mis funciones. Esto es un deseo «natural»,
perfectamente lógico y normal. Para la segunda clase de deseo, la que llamo
«aspiración temporal», tiendo a encontrar en lo temporal la prueba de la realización de mi Ser
total. Por ejemplo, puedo experimentar un deseo sexual simple, la necesidad de satisfacer mi
función sexual. Pero puedo experimentar el deseo del mismo acto con una mujer
apasionadamente amada, buscando allí la sensación de mi existencia divina. En el primer caso
se trata de un impulso, en el segundo de una aspiración temporal. 0 bien, puedo tener
simplemente hambre (y es un impulso), pero puedo también, siendo muy pobre, reivindicar
una de esas comidas que yo veo que otros disfrutan (y eso es una aspiración temporal).

El Ser no aprueba más el impulso que la aspiración temporal. No es propio del Ser aprobar o
desaprobar lo que sea en lo temporal. Lo que es preciso comprender es que la presencia del
impulso es compatible con la presencia del Ser, en tanto que la presencia de la aspiración
temporal es incompatible. Pues el impulso es una tendencia limitada que, partiendo en la
dirección del absoluto, se detiene antes de haber equivocado su ruta. Al contrario, la
aspiración temporal es una tendencia ilimitada que, comenzando en la dirección del absoluto,
describe una parábola y cae a cero.

La presencia del Ser - ya lo hemos dicho - es la imparcialidad delante de mi combate contra el


mundo. Pero la aspiración temporal supone la parcialidad porque el carácter ilimitado de esta
tendencia le viene de la potencialidad infinita que ella roba al pensamiento adormecido. Ella es
entonces incompatible con la presencia total imparcial. Cuando yo estoy totalmente presente,
acepto por igual mi tendencia y el mundo-obstáculo. Es diferente cuando mi tendencia está
constituida precisamente por una negación del obstáculo del mundo.

Pero si la aspiración temporal es incompatible con la presencia total, es, sin embargo, gracias
a ella que puedo encontrar esta presencia. Pues el pensamiento puro, adormecido al
nacimiento, no puede despertarse más que cuando le ha sido robada su potencialidad
absoluta. Es entonces cuando ese robo, suscitando el instinto de muerte, habrá puesto todo
mi ser en peligro, y yo lucharé por recuperar mi potencialidad absoluta de la iniciativa
usurpadora del mundo. Es trabajando sobre mis aspiraciones temporales, es reduciendo -
gracias a mi comprensión - sus manifestaciones a la simplicidad de los impulsos subyacentes,
que yo puedo liberar la potencialidad absoluta usurpada y alcanzar mi Ser.

La satisfacción de los impulsos no lleva por sí misma al Ser total, sino solamente si es
preferida inteligentemente a las aspiraciones temporales que se fundan en ella. Y la obtención
del Ser total tiene tanta más posibilidad de efectuarse si la aspiración temporal abandonada
era intensa. La angustia que yo siento cuando renuncio a satisfacer mi aspiración temporal
mide el grado de mi necesidad de absoluto y mi posibilidad de colmarla. Yo siento la angustia
de la divinidad ausente. Me siento tentado a rechazar el impulso y - si la manifestación
positiva de la aspiración temporal es imposible - a permanecer en una angustia que es todavía
una manifestación, pero negativa, de esta aspiración temporal. Gozar simplemente de la vida
pasional según las modalidades correspondientes a mi naturaleza temporal no es fácil de
consentir para quien ha conocido la vibración violenta, el gusto intenso de la aspiración
temporal. La vida pasional es más bien insípida y yo no puedo consentir en ella más que
gracias a la certidumbre intelectual - si es que actúo así - de llegar a poseer la maravilla que
la aspiración me ha hecho entrever. Siempre que esta certidumbre intelectual alcance una
fuerza suficiente para engendrar a continuación la esperanza y el amor de lo que me espera
en esta vida.

Examinemos un momento la angustia sentida ante el abandono de la satisfacción de la


aspiración temporal. Es la que yo experimentaba cuando mi pasión estaba amenazada por
cualquier obstáculo, es el terror de perder una ilusión divinizante, de recaer en este mundo sin
Dios del que mi pasión me había ilusoriamente sacado. Ella puede ser tan intensa que yo
rechace este renunciamiento. Si mi comprensión es tan grande como para hacerme renunciar
a ella, esto no impide la angustia. Arriesgo entonces el complacerme en ella, porque ella es
todavía una manifestación ilusoriamente divinizante - en modo negativo - de mi aspiración
temporal. Por lo tanto, esta manifestación negativa debe ser abandonada tanto como la
positiva. Ésta angustia no es directamente utilizable para mi realización; ella me impulsa a
rehusar la vida pasional ordinaria. La actitud en la que ella me coloca hace reaparecer el
instinto de muerte. Su utilidad desde el punto de vista de mi realización reside solamente, de
una manera indirecta, en la advertencia temible y salvadora que ella constituye, en el pavor
orgánico que ella provoca en mí y en la apertura que me trae a continuación una comprensión
más profunda.

Pero, a la inversa de otra angustia que veremos en seguida, no es directamente utilizable y yo


debo esforzarme en liquidarla. Por esto, me es preciso evitar la trampa del enojo, del
confinamiento en una angustia que me diviniza al revés. Me es preciso aceptar mi vida
pasional simple, abandonando mi complejo de castración, aceptar naturalmente la dicha
temporal.

Si yo franqueo esta etapa alcanzo una condición donde me será posible conocer una nueva
angustia totalmente diferente de la primera, y que esta vez me introduce en el dominio del
Ser. Esta angustia no será ya el terror de perder una ilusión divinizante, sino el sufrimiento de
no encontrar mi verdadera esencia divina en la expansión de mi naturaleza temporal. Esta
angustia no vendrá por sí misma, provocada automáticamente por tales circunstancias
temporales. En efecto, la saciedad de la vida pasional engendra el aburrimiento y aun la
desesperación, pero no la angustia realizante, porque el hombre que está en este estado sufre
de una ausencia, pero de la ausencia de una cosa de la cual no encara la existencia. No basta
que la vida pasional plenamente vivida defraude la necesidad de «ser absolutamente» que
tiene el hombre. Es preciso que esta decepción sea interpretada correctamente. Esta
interpretación no es posible sino cuando - en el curso del juego de las pasiones que se
satisfacen - yo tiendo al mismo tiempo que hacia mi fin temporal, hacia un fin intemporal
consciente que mi impulso no satisface. La angustia realizante no es una angustia automática,
sino una angustia que yo debo merecer conscientemente por un trabajo especial. Ella no me
es dada, no es el resultado de un problema a resolver, sino el resultado largamente
perseguido y difícilmente obtenido de un trabajo persistente. Este trabajo se hace en el curso
de la vida, pero, aunque él es sin cesar paralelo a la vida temporal pasional - sin la cual no es
imaginable - no está mezclado a ella y permanece siempre interior.

El primer trabajo del cual hemos hablado, aquél por el cual yo autorizo a las pasiones simples
por sobre las aspiraciones temporales, se efectúa en el plano temporal: él apunta a una
modificación de mi manifestación. Pero este nuevo trabajo del que hablamos ahora no produce
una modificación de ningún modo y permanece perfectamente invisible desde el exterior.

El trabajo interior consiste en tender lo más constante e intensamente posible hacia la realidad
absoluta que la satisfacción de mis aspiraciones temporales me ha hecho presentir, y de la
que he comprendido que sobrepasa infinitamente la realidad de lo temporal. En el curso de las
alegrías de la pasión, he sentido muy bien que la realidad que entreveía sobrepasaba
infinitamente el objeto temporal de mi pasión.

He sentido que se trataba de una realidad cósmica inmensa que existía independientemente
del objeto temporal particular y vis-a-vis de la cual el objeto temporal no era para mí más que
una especie de plataforma contingente de observación. La pasión no me ha conducido a este
dominio sobrenatural, pero ella me ha hecho experimentar su existencia, ella me ha dado la
certidumbre. Yo debo tener ahora el coraje inteligente de renunciar a la plataforma de
observación y al éxtasis ilusorio que encontraba allí. Renunciando a los reflejos exteriores de
esta luz, debo volver mi mirada hacia el centro de mí, y allí donde yo no veo todavía sino
oscuridad, conjurar por una aspiración ferviente la fuente luminosa misma que yo sé que está
virtualmente presente.

Esta aspiración debe hacerse en el curso mismo de la vida pasional ordinaria. Se podría
objetar que esto va a desviar mi atención de la vida temporal. Pero no es así, La atención que
yo doy a la realidad absoluta no es quitada a la atención temporal. Se trata del despertar de
un excedente de atención que dormía, que no estaba en el temporal, y donde este despertar
no disminuye en nada la atención temporal. Es importante comprender la relación exacta de
estas dos atenciones. La atención temporal es a la atención absoluta lo que el aspecto
temporal del hombre es a su Ser total, lo que la necesidad de ser temporalmente es a la
necesidad de «ser absolutamente». Las dos atenciones no son divergentes. La atención
absoluta prolonga infinitamente la atención temporal sin continuarla en su juego. Una
comparación bastante trivial ayudará a comprender esto. Si yo recojo flores para ofrecerlas a
alguien, la consciencia que tengo al coger las flores del fin al cual las destino, no me hace
distraerme de los gestos que estoy efectuando, pongo atención a la vez al tallo que corto y al
sentido lejano de la acción que realizo.

La atención que presto a la realidad absoluta no es robada a la atención temporal. Sin


embargo, mi estado de atención total va a modificar el juego de mi atención anterior
puramente temporal. En efecto, el excedente de atención que no puede emplearse en el
objeto temporal inmediato con el cual estoy en contacto en ese instante, se empleará en el
temporal de otra manera. Al estar el Ser dormido y, por lo tanto, sin dirigir mi atención, hacía
que ella se gastara imaginativamente en los objetos temporales con los cuales no estaba en
contacto inmediato en el instante. Ella se evadía de la prisión estrecha del instante y
vagabundeaba en la extensión del pasado y del porvenir. Esto nos hace comprender cómo
juega la atención total cuando el Ser está despierto. Ella no considera en el plano temporal
más que mi situación temporal actualmente presente, y todo el resto, liberado por esta
limitación voluntaria, se lanza por su naturaleza misma hacia una percepción absoluta que ella
atrae y conjura en la oscuridad. Nosotros decimos: por su naturaleza misma. Y en efecto,
sería inútil y aun erróneo querer encontrar un objeto cualquiera sobre el cual pudiera fijarse
esta atención absoluta. Este objeto no es definible, concebible por mí hoy día. Si yo tentara de
encontrar uno, caería en una disociación puramente temporal e instalaría en mí una «idea
fija». Basta que limite mi atención al temporal presente en el instante y que libere por eso
todo lo que de mi atención no sabría emplearse allí. Este excedente virtualmente infinito, así
desprendido de la prisión temporal, encontrará solo su vía. Él utilizará esta vez todavía mi
imaginación, pero ésta trabajará entonces según el modo de pura evocación de mi material
psíquico acumulado.

Importa entonces - y con esto basta - que yo comprenda y efectúe la modalidad de atención
temporal que corresponde al despertar y al juego de la atención total. Esta atención temporal
restaurada en su justa modalidad, reintegrada en la atención total, se limita a mi situación
temporal actualmente presente. Esto es mucho más que el objeto temporal que esté en ese
momento en mi percepción sensorial y mental. Es este objeto, pero considerado en sus
conexiones con toda mi vida temporal, es decir, con todos los fines temporales hacia los
cuales yo tiendo. La atención ordinaria que doy al mundo cuando no hago ningún esfuerzo
especial está como pegada al objeto inmediato. Estoy perdido, identificado con lo que hago sin
ser consciente de la razón que determina mi acción. Olvido lo que tengo en vista más allá de
mi acción. A menudo tengo consciencia de un fin temporal hacia el cual va dirigida mi acción,
pero es un fin muy próximo del cual olvido que es sólo un medio hacia otro fin más alejado.
Sin esfuerzo especial, soy como miope, con la mirada fija sobre mi acción. Si vivo en la
duración por la imaginación vagabunda, casi no vivo allí en la realidad temporal. Al contrario,
si restablezco mi atención temporal según el modo correspondiente al juego de la atención
total en el que yo me despego de alguna manera de mi acción - viéndola desde más alto -
entonces soy consciente, no sólo del objeto particular próximo, sino del objeto temporal más
general y más lejano hacia el cual tiende mi acción actual. En suma, mi atención es tanto
mejor, desde el punto de vista del Ser, cuanto más consciente soy de que lo que hago es justo
- apropiado a las circunstancias - y de las razones por las cuales estoy en camino de actuar
así. He dicho que mi atención temporal debía limitarse a mi condición temporal actual; pero
esto no es decir que ella deba detenerse pronto y a la medida de mi pereza. Quiere decir que
ella debe impulsarse en mi vida temporal tan lejos como le sea necesario para reencontrar sus
límites reales, los que me impone en realidad mi condición temporal. Ella no debe detenerse
hasta no haber agotado todo el curso que mi condición temporal le permite y, si esto es
necesariamente limitado, está lejos de ser poca cosa.

Es fácil constatar con qué inmensa pereza repugnamos guardar en el campo de nuestra
consciencia la extensión tan completa como sea posible de nuestra vida temporal. Cuando se
trata de una acción nueva, me siento obligado entonces a considerar en una cierta medida las
conexiones que ligan esta acción al resto de mi vida, a mi porvenir temporal. Pero, desde que
la acción se repite, ya no estoy obligado a considerar sus razones de existir. Entonces ella se
automatiza, es decir, la atención que pongo allí disminuye de más en más hasta tender hacia
un mínimum que bien a menudo es cero. Yo hago lo que sea, sin ser del todo consciente de
las razones que tengo para hacerlo. El automatismo es un verdadero dormir de la atención
real, un dormir en el curso del cual yo sueño en la imaginación vagabunda. El automatismo del
que yo hablo no es el automatismo corporal o mental de ejecución, el cual es necesario y
bienhechor. Aquel del que hablo es el olvido, la inconsciencia de mis móviles, es decir, la
pérdida de vista del plan general de la modificación temporal hacia la cual tiende mi vida
pasional. Es un estado donde ceso de abarcar el conjunto de mi vida temporal y donde, por
negligencia de ir hasta los limites reales de mi condición temporal, no acepto estos limites y
no puedo efectuar la atención total que supone esta aceptación.

Cuando soy consciente de los móviles de esto que hago, cuando estoy consciente de mi acción
en tanto que ella está realmente inserta en el conjunto de mi vida temporal, toda aquella
parte de mi atención que no está encerrada en los limites de mi situación temporal se lanza
hacia una percepción absoluta que ella demanda y suscita. Pero esta percepción absoluta va a
tener un aspecto en el plano temporal, ella va a corresponder a ciertas percepciones
temporales. Si ejercito la atención voluntaria, me doy cuenta de que no percibo solamente lo
que concierne directamente a mis acciones y sus móviles. No percibo sólo lo que debo percibir
para llevar a término lo que deseo. Al mismo tiempo percibo en el mundo que me rodea, cosas
que no tienen para mi deseo ninguna utilidad, o bien cosas que observo de una manera
desinteresada. Estas percepciones que me ligan a objetos de los que soy efectivamente
distinto - puesto que están al margen de mis deseos a los cuales soy atento -
corresponden a un contacto real, a una participación real con el mundo. Puedo
unirme realmente con lo que percibo fuera de los limites de mi vida pasional, y
esto es posible porque he llegado , por mi esfuerzo de atención voluntaria, hasta
los límites de esta vida afectiva que abarco enteramente en mi consciencia bajo
el ángulo de mi acción actual.

Volvamos todavía sobre la modalidad de atención temporal que corresponde a la


atención total. He dicho que debía ser consciente no solamente de lo que estoy
en vías de hacer, sino además de las razones por las cuales actúo y que - por
intermedio de estas razones - debo ser consciente de mi acción en tanto que ella
se inserta en la totalidad de mi vida temporal. Pero estas razones - cuando las
persigo hasta el fin - veo que ellas terminan siempre en la afirmación de mí en
tanto que estoy en el mundo, a la afirmación de mi aspecto temporal. Cada uno
de mis impulsos tiende a querer mi vida. En cambio, mis aspiraciones temporales
no tienden hacia mi vida temporal. Ellas no la aman, ellas no la aceptan; pero
todos mis impulsos aceptan, quieren, aman la vida a través de todos los objetos
que yo amo o detesto. Ser consciente de mis impulsos es, pues, estar consciente
- bajo la circunstancia particular en que estoy - del amor incondicionado que
tengo de mi vida, de la adhesión que le presto con todas las fuerzas que hay en
mí. Es percibir - bajo los objetos particulares que me revelan mis sentidos - el
objeto total que los contiene todos y les da su justa perspectiva: mi vida.

Tomemos un ejemplo. Estoy privado de la presencia de un ser que amo, y sufro.


Si permanezco interiormente dormido, mi atención queda adherida a esta
circunstancia particular y mi imaginación teje sin cesar variaciones dolorosas. Un
solo objeto está en el campo de mi consciencia, ese ser ausente, y yo no tengo nada donde
apoyar mi afirmación de mí. Busco en vano este punto de apoyo, me hundo, tengo miedo,
desespero. Pero si interiormente me despierto, entonces mi atención se desplaza de la
circunstancia particular. Ella no la pierde de vista, pero, la contempla como a distancia, en
otra perspectiva, abarcando la totalidad instantánea de mi vida, de mi situación en el mundo.
Ella percibe no solamente el contenido de mi situación sino su continente. Esto es que yo
estoy en el mundo en este instante y que estoy aquí por intermedio de mi sufrimiento actual.
Entonces mi sufrimiento deja de ser sólo una falta, una ausencia. Saliendo del plano inferior
donde él estaba afectado del signo menos, se integra en un volumen donde no reina la
bipolaridad, donde todo es afirmación. Cuando lo veo así, me afirmo en él. En tanto que él es
la sustancia actual de mi vida, él me es un punto de apoyo legítimo y eficaz.

Se ve que una tal atención no constituye una disociación, más bien al contrario, una síntesis.
Es la atención pasiva ordinaria la que es una disociación. Mi presencia está pegada a la
circunstancia particular acompañándose, a causa de mi ausencia a mi vida total, de
representaciones imaginarias que me niegan al instante presente.

No hay allí entonces disociación de todas mis potencias actuales, sino al contrario, una síntesis
de estas potencias. Pero esa síntesis produce en mí una disociación de otro orden. Se trata de
la diferencia que existe entre el estado de «realización» donde estoy actualmente y el estado -
que yo concibo más o menos intensamente - donde yo debería estar para cumplir mi
verdadero destino infinito. Pues, cuando yo soy consciente de la totalidad instantánea de mi
vida temporal, cuando yo ocupo toda su extensión hasta sus límites que yo siento y acepto, el
excedente de mi atención, liberado, se lanza, en alas de la imaginación creadora, hacia mi fin
absoluto. Supera así mi realización presente, haciéndome sentir la insuficiencia de esta
realización. Mientras más voy por esa vía, más estoy adaptado y dichoso en mi vida temporal,
y más, al mismo tiempo, siento la desdicha de haber realizado tan poco de mi Ser total.
Alejándome de mi angustia de muerte debida a mi no aceptación de mi condición temporal, yo
progreso en mi angustia de vida que no puede ser calmada por la conquista de la totalidad de
mi vida temporal. Ella no sería suficiente para compensarme. Y esta angustia de una clase
totalmente nueva debe profundizarse poco a poco hasta que se produzca la «iluminación», lo
que el budismo Zen llama el «Satori» o «apertura del tercer ojo».
Hubert Benoit.

Traducido y extractado por Carmen Bustos de


H. Benoit.- La Doctrine Suprême.- Le Courrier du Livre.

Sensación y Sentimiento

En cada instante emotivo determinado existe una relación entre las imágenes que desfilan en
nuestra mente y nuestra emotividad subyacente. Esta relación es compleja, y es interesante
que la estudiemos porque incluye algunos errores muy sutiles que nos impiden estar atentos a
nuestra emotividad.

Ante todo es importante considerar la distinción esencial que existe entre el film imaginativo
que nos hacemos de la realidad presente, y el film imaginativo inventado en nuestra mente.
Cuando observamos un espectáculo cualquiera del mundo exterior, lo hacemos a través de un
film imaginativo que lo reproduce parcialmente, y que está calcado sobre las formas exteriores
que acaparan nuestra atención. Cuando forjamos «ensueños» en la ociosidad o durante el
curso de cualquier acción, percibimos un film imaginativo inventado por nosotros y proyectado
dentro de nuestra mente. La emotividad está ligada de maneras muy distintas a estas dos
clases de films.

Vamos a estudiar estos dos casos utilizando los términos siguientes: al film calcado sobre el
mundo exterior lo llamaremos «film imaginativo real», puesto que está copiado de fenómenos
que, aunque carecen de realidad absoluta, no dejan de tener una realidad relativa. Al film
inventado lo llamaremos «film imaginario». Cuando se trata de un film imaginativo real, la
relación existente entre él y la emotividad es bastante sencilla: la emotividad varía en grados
cuantitativos de contracción-descontracción, de acuerdo con el carácter afirmador o negador
de las imágenes del film. Las imágenes asociadas a una amenaza para mi existencia
determinan una contracción emotiva. Las asociadas a la continuación de mi existencia
determinan la disminución de esta contracción, es decir una relajación relativa. Esta reacción
de la emotividad a las imágenes del film real constituye una relación sencilla de sentido único:
la forma de los fenómenos imaginativos determina la forma de los fenómenos emotivos.
Desde un punto de vista formal, el mundo exterior es activo y mi mundo interior es pasivo.
Nada está inmóvil, los fenómenos exteriores cambian sin cesar y la emotividad que reacciona
varía también sin cesar. No hay emotividad inmóvil, hay contracciones y descontracciones, no
existe un «estado emotivo» - el que es una contractura permanente - sólo emociones.

Cuando se trata de un film imaginario, todo es mucho más complicado. La relación con la
emotividad ya no es de sentido único sino que existe en las dos dimensiones a la vez. Sucede
que la emotividad reacciona ante las imágenes imaginarias al igual que lo hace ante las
imágenes reales. La emotividad no distingue entre estas dos clases de imágenes: un hombre
celoso que imagina con intensidad una escena en la cual su mujer lo engaña, se emociona
tanto como si la escena fuera real. Pero, por otra parte, el estado emotivo reacciona sobre la
elaboración del film imaginario: si me acaba de suceder un hecho real que me ha entristecido,
empiezo a imaginar otros iguales y a verlo todo con un tinte sombrío. Así se establece un
círculo vicioso de doble reacción.

Pero en esta relación entre emotividad y film imaginario interviene otro factor más
importante: el film imaginario se asemeja, en cierto modo, al film real. Los films que yo
invento están elaborados necesariamente con elementos que he recibido del mundo exterior,
pero existe una diferencia esencial entre estas dos clases de films: el film real es invención del
Cosmos, su fuente es el manantial cósmico, se origina en la Causa Primera del Universo, por
ello, todo film real es armónico y está equilibrado en el Todo, y no podría haber en este film
ninguna fijeza a nivel de fenómeno: es sólo puro movimiento. En cambio, el film imaginario
está centrado en mi ego, en el «yo» pretendiendo ser absolutamente el centro de mi mundo.
Como es un centro falso, excéntrico, en consecuencia existe en este film, al mismo tiempo que
un movimiento continuo, cierta fijeza a nivel de los fenómenos, que no fluyen como en el film
real. Esto se traduce en que mis ensueños, aunque están hechos con imágenes móviles, son
imágenes que siempre giran con más o menos intensidad alrededor de una «idea fija»; son
siempre más o menos «obsesivas». Mis escenas imaginarias están organizadas en
«constelaciones» o «complejos» artificialmente coherentes. A esta fijeza de los fenómenos
corresponde una fijeza en la reacción emotiva, es decir una «contractura» emotiva, un
«estado» emotivo.

La reacción emotiva ante el film real - reacción que no implica ningún elemento de fijeza - es
normal o sana puesto que es una reacción ante la realidad relativa normal de los fenómenos
cósmicos. La reacción emotiva ante el film imaginario - reacción que implica siempre una
«contractura» - es anormal o malsana, porque es una reacción ante imágenes anormales,
puesto que el centro formador de esas imágenes no es real.

Hemos distinguido claramente estas dos reacciones emotivas: ante el film real por una parte y
el film imaginario por la otra. Pero en el ser humano salido de la primerísima infancia, la
emotividad no reacciona en ningún momento sólo ante un film real. Siempre existe allí, al
mismo tiempo, un film imaginario. Las emociones jamás son puras, hay siempre un estado
emotivo coexistente, y tanto más cuanto más esté dotado el individuo de necesidad de
Absoluto, de avidez de «ser», de «idealismo». El niño muy pequeño, quien aún carece de la
posibilidad de inventar un film imaginario - su función intelectual no está suficientemente
desarrollada - tiene todavía una emotividad prácticamente pura, totalmente moviente, sin
contractura, inestable. Pero a medida que el intelecto se desarrolla aparecen las contracturas
de los estados emotivos. En el adulto muy dotado de la necesidad de Absoluto, la emotividad
presenta – por debajo de contracciones a veces muy inestables - contracturas de ritmo lento.
Si ese hombre sabe observarse con acierto, comprueba esta dualidad de ritmo de su
emotividad: le parece que tiene dos emotividades distintas, una con tendencia a correr y otra
con tendencia a quedarse en su sitio. Los sueños aluden muchas veces a este estado de
cosas: quiero correr, necesito correr, y al mismo tiempo me quedo adherido en el sitio donde
estoy.

Hay, por lo tanto, dos clases de films, dos clases de respuestas emotivas y, en la práctica - en
nuestra fenomenología interior - dos emotividades: una auténtica que reacciona ante el film
real, y una ilusoria o falsa que reacciona ante el film imaginario. La emotividad auténtica
corresponde al plano de la sensación - percepciones sensoriales del mundo exterior - la
emotividad falsa corresponde al plano de la imagen - percepciones imaginarias. La emotividad
auténtica - la del niño pequeño - opera según un ritmo móvil, inestable, y es enteramente
irracional, es decir, no tiene relación con la importancia que nuestra «razón» concede a las
imágenes según nuestra «escala de valores». La emotividad falsa opera con arreglo a un ritmo
lento y es más o menos racional. A veces, en momentos de fatiga, puede apreciarse aquí
también cierta inestabilidad; pero ella no es una sana ausencia de fijeza, sino desfallecimiento
de una contractura que se agota.

Esta emotividad falsa está en relación con la imagen ideal que me forjo del mundo y de mí
mismo, con mi deseo de verme en actitudes «bellas-buenas-verdaderas» y con mi temor a
verme en otras feas-malas-falsas». Mi reacción auténtica ante una circunstancia determinada
se burla del «ldeal», no depende más que de mi visión del mundo exterior; pero mi reacción
emotiva falsa puede ser radicalmente distinta, ya que depende de mi visión ideal de mí mismo
y está hecha con los sentimientos que abrigo, no ya respecto al mundo exterior, sino a mis
actitudes ante ese mundo exterior. A causa de esto puede muy bien suceder que yo me sienta
falsamente feliz - en mi emotividad imaginaria - en tanto estoy auténticamente triste - en mi
emotividad auténtica - o viceversa.

Por ejemplo, me he estado regocijando con unos meses de anticipación de mis vacaciones
anuales, Se ha desarrollado con fuerza en mi mente una imagen de yo-dichoso-de-ver-
Florencia. Si soy idealista, muy egotista, ávido de «ser» absolutamente, la realización de esta
imagen se convierte para mi en una necesidad imperiosa. Una vez en Florencia me encuentro
muy fatigado y deprimido. Mi estado auténtico, que se mofa de la visión de mí mismo y sólo
responde a las circunstancias reales, está contraído. En el fondo, me siento desdichado; pero
mi deseo de ver realizada la imagen yo-dichoso-de-ver-Florencia me impide darme cuenta de
que es así. Si alguien me pregunta: «¿Qué tal esas vacaciones?» respondo: «¡Espléndidas!
Todos estos museos son un poco fatigosos, pero ¿qué importa ante tanta belleza?». Si dirijo
entonces mi atención hacia mi emotividad con espíritu de investigación franco y leal, veo la
verdad desnuda: soy desdichado, más desdichado de lo que soy habitualmente en el metro
que me conduce a mi trabajo. Veo que, sin un esfuerzo especial, no podría darme cuenta de
ello, o bien me daría cuenta de mi tristeza, pero la achacaría ilusoriamente a algún film
imaginario que sólo sería el efecto de ella.

Otro ejemplo: un hijo ha sido tiranizado durante muchos años por un padre egoísta; ha sido
humillado, obstaculizado en todas sus iniciativas, anulado por una educación sádica que
pretendía ser abnegada. El padre muere, y la reacción emotiva auténtica del hijo es un intenso
alivio. Pero, si ese hijo es muy «idealista», tiene tal necesidad de sentirse triste que lo
consigue en contra de la evidencia. La tristeza de su film imaginario puede impedir en gran
parte, o aun totalmente, el relajamiento profundo.

Este desacuerdo entre mis «emociones» y mis «estados» emotivos imaginarios es


particularmente obvio desde el punto de vista siguiente: mi imagen ideal, absoluta, divina,
comprende entre otros atributos, la estabilidad, la inmutabilidad. El Absoluto del que todo
emana es inmutable, por encima del tiempo y de los cambios del tiempo. Por ello, uno de los
atributos esenciales de la imagen que yo deseo tener de mí mismo consiste en la «Igualdad de
humor», es decir, en la estabilidad del estado emotivo, Por eso la representación que me hago
de mis estados emotivos a lo largo de mi vida está muy deformada en el sentido de la
estabilidad. Desde el momento que me dedico a examinar con leal espíritu de investigación las
variaciones de mi emotividad auténtica, me doy cuenta de que estas variaciones son mucho
más frecuentes y marcadas de lo que yo pensaba. Basta una palabra que se me diga, o una
imagen que caiga bajo mi vista, o un espasmo intestinal, o la absorción de un poco de vino o
de café para que se registren - en el gráfico de mi emotividad - cumbres o precipicios. Por otra
parte, la imagen ideal que tengo de mí mismo exige que mis reacciones emotivas sean
racionales. Pretendo que sólo las «grandes cosas» pueden conmoverme con intensidad,
porque presumo que existe un paralelismo entre la amplitud de mis variaciones emotivas y la
importancia que mi «razón» concede a los acontecimientos que me afectan.

Cuando observo a un niño pequeño me sorprende su inestabilidad emotiva - pasa sin


transición de la risa a las lágrimas - y la irracionalidad de sus emociones - da señales de una
angustia profunda cuando se le quita el biberón. Pienso entonces en la enorme diferencia que
existe entre la emotividad de ese niño y la mía, mucho más estable y racional. En realidad, la
diferencia sólo existe entre mi emotividad falsa y la emotividad del niño; pero esta diferencia
se debe al engaño inmenso que implica la elaboración de mi emotividad falsa. La necesidad
que siento de ver realizada la imagen ideal de mí mismo ha falseado poco a poco mi
emotividad, Cuando hago sinceros esfuerzos para ver mis variaciones emotivas tal como son,
no veo más que las auténticas y me doy cuenta de que no existe ninguna diferencia entre el
niño y yo, Mi emotividad auténtica es tan inestable e irracional como la suya.

El trabajo interior de que hablamos ahora - esfuerzo para ver directamente nuestra situación
emotiva instantánea - logra que entre en juego una mirada interior intuitiva, directa, que
atraviesa la emotividad falsa sin detenerse en ella. La única emotividad que no se desvanece
ante esta mirada es la auténtica, la que corresponde al plano único de la sensación o plano
instintivo, El plano de la imagen, o «angélico», o «ideal», se anula. Vemos entonces que el
plano instintivo siempre ha persistido en nosotros debajo de las construcciones imaginarias
angélicas y que él es lo único que se encuentra actualmente realizado de nuestro ser total.
Todo lo demás es irreal. Debemos regresar humildemente a nuestro organismo para conseguir
despertar, en su centro, su principio inmanente y trascendente.

La mirada interior intuitiva atraviesa la falsa emotividad sin detenerse en ella, es decir, disipa
las imágenes del film imaginario. Pero, si bien disipa el film, no disipa, en cambio, la
contractura profunda en su mismo determinismo. Puedo comprenderlo teóricamente: no basta
con hacer desaparecer el film imaginario ligado en el instante a la subconsciencia para anular
esa subconsciencia misma. Y la práctica me prueba, efectivamente, la persistencia de mi
contractura profunda. Esto me lleva a reflexionar con mayor intensidad y comprender que esta
contractura tiene algo de correcto y normalizador. Es saludable porque tiende a inmovilizarme
en mi centro interior. Si hasta ahora no ha sido normalizadora para mí es porque siempre he
estado defendiéndome en forma refleja contra esta inmovilización. Recordemos la doble
relación que existe entre la emotividad y el film imaginario: las imágenes desencadenan la
contractura y la contractura desencadena las imágenes. Lo primero es inevitable y no es de
lamentar porque ello tiende a la inmovilidad deseable. Lo que sí es de lamentar y puede
evitarse es que el estado de contractura provoque las imágenes, produciendo variaciones
perpetuas en la contractura, variaciones que me impiden aprovechar esa inmovilidad. Y es
porque existe en mí la falsa creencia de que la inmovilidad es nefasta, mortal. Siempre creo
que debo «hacer» yo mismo mi «salvación», cumplir mi realización total por medio de una
actividad personal.

La oruga tiene que inmovilizarse en crisálida para convertirse en mariposa, Cuando me agito
en el círculo vicioso de los estados emotivos y de los films imaginarios, soy comparable a una
oruga que se sintiera vencida por el proceso de crisálida y luchara encarnizadamente contra la
inmovilización presentida como un peligro. Sin embargo, si yo comprendo lo absurdo que es
temer la inmovilización, si comprendo que la contractura profunda no significa para mi el
aniquilamiento, sino sólo una muerte aparente - crisálida - para conseguir al fin una vida real -
mariposa - entonces me doy cuenta de que la puesta en movimiento de un film imaginario
derivado del estado emotivo ya no es en absoluto inevitable. Fortalecido por mi comprensión,
compruebo que soy capaz - y con mucha facilidad - de acurrucarme en mi contractura, es
decir, en mi miedo, en mi tristeza, en mi preocupación, sin ninguna imagen miedosa, ni triste,
ni preocupada, sin pensamientos, sin movimientos interiores. Al cabo de un rato, mi tristeza
deja de ser tal para no ser más que inmovilidad incolora. Entonces soy insensible como si
estuviera anestesiado, me parezco a un pedazo de madera, soy idiota en cierto sentido y, sin
embargo, soy muy capaz de actuar, de reaccionar correctamente ante el mundo exterior,
como un robot en buenas condiciones de funcionamiento.

Se ve a qué conclusiones paradójicas conduce nuestro estudio. Nuestras primeras


comprobaciones condenaban la contractura emotiva y nos inspiraban una nostalgia de la
emotividad puramente móvil de la infancia. Pero es imposible volver atrás, hay que marchar
hacia adelante. Las deplorables consecuencias examinadas procedían sólo del hecho de que, a
causa de nuestra ignorancia, nos resistíamos a nuestra inmovilización interior. La resistencia a
ella producía nuestras variaciones de contractura, nuestros remolinos de angustia: nos
heríamos contra las ligaduras que nos oprimían. Pero el remedio estaba allí donde veíamos el
mal: las ligaduras sólo eran nuestros enemigos cuando les oponíamos resistencia. La
contractura emotiva sólo era destructiva mientras continuaba siendo emotiva, es decir,
agitada. Desde el momento en que dejo de temer la inmovilidad, me libero del film imaginario,
ilusoriamente opresivo, nacido de la contractura. Ella deja de ser emotiva y cesa en ese
momento de ser contractura para no ser más que inmovilidad sin sufrimiento.

Nosotros llegamos a la paradoja a la que llega siempre nuestro intelecto en el momento en


que tesis y antítesis se resuelven en una síntesis. Al principio me dominaba la creencia
irreflexiva de que mi estado emotivo era mi vida misma (tesis). Mi estudio reflexivo me lleva a
la creencia diametralmente opuesta de que mi contractura central es mi muerte (antítesis), y
de repente descubro que mi adhesión consciente a mi estado emotivo de contractura me
libera del mismo. Es decir que esta adhesión concilia vida y muerte, movimiento y fijeza,
contractura y flexibilidad. La paradoja es sólo aparente en el plano formal. Detrás de esta
apariencia está la conciliación de los opuestos.

Una comparación entre la emotividad y el músculo nos permite precisar la nueva modalidad de
relajación que se obtiene al dejar de luchar contra la inmovilización de la contractura. Cuando
mi músculo se contrae, se acorta; cuando se descontrae, recupera su longitud y se encuentra
listo para una nueva contracción y acortamiento. Cuando no efectúo ningún trabajo interior
justo, sucede evidentemente que mi contractura central disminuye. Esta eventualidad, como
ocurre con el músculo, me sitúa en una distensión dispuesta a una nueva contractura, Pero
cuando me adhiero conscientemente a mi contractura, lo que ocurre en mí es un fenómeno
que no ocurre jamás en fisiología: un músculo que se relajaría sin alargarse, que se
descontraería sin recuperar su longitud interior, que estaría al mismo tiempo acortado y
flexible. Supongamos que un fracaso me coloca en una contractura de humillación. Si no hago
ningún trabajo interior justo, mi humillación pasará más o menos pronto. Un día cualquiera
habré salido de ese estado, ya no me sentiré humillado, pero entonces habré vuelto a mi
pretensión habitual y, por consiguiente, estaré abierto para una nueva humillación. Si, por el
contrario, en mi estado humillado me adhiero conscientemente a mi contractura, mi
humillación desaparece sin que mi pretensión reaparezca. Mi músculo central - al contrario de
lo que ocurre en mis músculos materiales - se descontrae sin perder su acortamiento: mi
humillación se transforma en humildad.

La comparación con el músculo, en sus estados de expansión y de disminución, es correcta.


Cuando un éxito me exalta, me siento duplicado en volumen, Aun físicamente siento
expandirse mi pecho, mis fosas nasales se dilatan, tengo gestos amplios. Por el contrario,
cuando me ha humillado un fracaso, me siento pequeño, encogido, disminuido, tengo un peso
en el pecho, mis gestos son mezquinos. El trabajo interior de que hablamos consiste en
encerrarse de buen grado en este volumen reducido. Se produce entonces una especie de
condensación del ego, que se ve al mismo tiempo negado en su volumen y afirmado en su
densidad. Este proceso es comparable con el que transforma el carbón en diamante; la
finalidad de este proceso no es la destrucción del ego, sino su transformación, su
trascendencia. La aceptación consciente consigue que el carbón más denso, por lo tanto más
negro y más opaco, se transforme en un diamante de transparencia perfecta.

Es evidente que este gesto interior de adhesión completa a nuestra estructura de


encogimiento, no podemos efectuarlo realmente desde el momento que lo intentamos. Porque
todos nuestros automatismos anteriores nos impulsan a gestos radicalmente opuestos. El
trabajo interior consiste en realizar con perseverancia ejecuciones parciales del gesto útil. Esto
me proporciona ya cierta calma que aumentará progresivamente. De este modo me dirijo a la
calma completa que puede permitir un día el estallido del satori o iluminación.

Aprendo de tal modo a sentir directamente en mí la contractura, mi malestar, bajo el film


imaginario que oculta más o menos mi centro. La adquisición de esta sensación interior nueva
condiciona todo el resto del trabajo, y mi atención abandona bruscamente mi film para caer y
permanecer inmóvil sobre el malestar profundo que he presentido en toda su pureza. Ese
malestar del que huía siempre hasta ese momento es el malestar en que me instalo; el único
lugar en que el león cesa de ser peligroso es la boca misma del león, Por lo menos, hago mi
más leal esfuerzo para instalarme en él. Pero, como ya hemos visto, mi malestar desaparece
en la medida en que mi esfuerzo ha logrado el éxito y me encuentro en mi mismo centro, allí
donde parecía hallarse aposentada mi angustia ilusoria. A causa de que mi éxito durante
mucho tiempo es sólo parcial, mi atención no consigue estabilizarse en ese centro del «yo».
Sólo lo consigue en un instante sin duración, porque la desaparición de mi malestar priva a mi
atención de todo objeto y esta atención vuelve a quedar prendida en la red de las imágenes, y
todo vuelve a empezar. Nuestro «espíritu de investigación» debe ser perseverante.

Este trabajo implica la justa «desesperación» de donde nace la Esperanza. Hasta ahora yo
esperaba que las convulsiones de mi film imaginario anularían algún día mi contractura.
Cuando tenía una preocupación, efectuaba el trabajo forzado de las estériles rumiaduras
porque implícitamente las creía útiles y me encontraba en la cárcel donde me encerraba mi
absurda confianza en mi imaginación. Ahora he visto que la imaginación es realmente una
engañifa estéril. La confianza que tenía en su actividad se transforma en la Esperanza basada
en su no-actividad. La puerta de mi cárcel se abre, tengo por fin derecho a sufrir sin rumiar,
es decir, sin perpetuar mi sufrimiento. Tengo derecho al fin a aprovecharme de la inestabilidad
esencial de mi sufrimiento, a dejarme consolar por él sin hacer nada.
Prescindiendo de sufrir sin motivo, «sacrifico» mi sufrimiento, y economizo, con vistas a mi
transformación, la energía vital que despilfarraba hasta ahora.

Es obvio que lo más interesante sería la descripción del gesto interior de que hablamos.
Desgraciadamente, nuestro lenguaje no se presta para descripciones de cosas completamente
internas; pierde su eficacia cuando nos aproximamos a los límites del
mundo de las formas. Se puede decir que lo que debe percibirse bajo el film imaginario es
cierta sensación profunda de calambre, de opresión paralizante, de frío inmovilizador, tal como
el frío inmoviliza al río al helarlo. Sobre esa capa dura, inmóvil, fría, es donde debe
quedar fijada nuestra atención; como si tendiéramos tranquilamente nuestro cuerpo sobre una
roca dura, pero amistosa, exactamente moldeada sobre nuestras formas. Pero tal descripción
no tiene ningún valor indicativo. Cada cual deberá experimentar en sí mismo,
a la luz de aquello que ha logrado comprender

Hubert Benoit

Traducido y extractado por Carmen Bustos de


H. Benoit.- La Doctrine Suprême.-Le Courrier du Livre.
Alquimia Interior

Todo aquel que desee comprender el Zen no debe perder de vista en ningún momento que se
trata de la vía abrupta. El Zen, por cuanto niega que el hombre tenga que conquistar una
liberación o que tenga que «elevarse» en forma alguna, no podría admitir que su condición
pueda ir mejorando poco a poco hasta «llegar a ser» por fin normal. El acontecimiento del
satori no es más que un instante entre dos períodos de nuestra vida. Se asemeja a la línea
que separa una zona de sombra de una zona de luz, no tiene más existencia real que esa
línea. 0 bien veo las cosas tal como son, o. bien las veo como no son. No existe período
alguno durante el cual yo vería poco a poco la Realidad del Universo.

Pero aunque la noción de progresividad no esté en relación con la Realización misma, aunque
la «transformación» sea rigurosamente abrupta, el Zen enseña que esta transformación está
precedida por cambios sucesivos en las formas de nuestro funcionamiento interior. Decimos
«sucesivos» y no «progresivos» para recordar que esta evolución que precede al satori no
corresponde a una aparición gradual de la Realidad, sino a simples cambios graduales de las
modalidades de nuestra ceguera.

Una vez recordado claramente este punto, es interesante que pongamos nuestra atención en
esta evolución gradual (pero no progresiva) que precede al satori. A medida que se profundiza
nuestra comprensión o «vista penetrante» observamos que nuestra vida interior espontánea -
emociones e imaginaciones - se modifica. “Tú te conviertes en aquello que piensas», dice la
sabiduría hindú. Esta modificación evolutiva es comparable a la destilación que, aplicada a un
cuerpo cualquiera, lo purifica, lo «sutiliza». Cuando se destila una maceración de frutas y se
obtiene de ella el alcohol, la modificación del producto primitivo consiste en una rarificación
cuantitativa y una exaltación cualitativa. Hay menos materia, pero la materia es más fina; hay
menos fuerza grosera - el alcohol es menos pesado que los frutos de donde ha sido extraído -
pero existe una mayor potencia sutil: la ingestión del alcohol produce efectos que la ingestión
de frutas no podría producir. Las destilaciones sucesivas acentúan esta modificación de las
sustancias tratadas. La alquimia de la Edad Media, con sus retortas, sus alambiques y su
búsqueda de la «quintaesencia», era una representación simbólica del proceso interior que
estamos estudiando. Cuanto más se «sutiliza» una sustancia, menos perceptibles a la vista
son sus características esenciales: el aspecto visible del fruto evoca claramente lo que dará al
ser consumido; el alcohol, por el contrario, aunque posee una fuerza acumulada, se presenta
en un aspecto más borroso. La palabra «sutilizar», en el lenguaje corriente, significa «hacer
desaparecer», La «sutilización» es también, como hemos dicho, una «purificación». La
sustancia más sutil es, al mismo tiempo, más simple.

La comprensión evolutiva representa una destilación de nuestro mundo interior, es decir, de


nuestro material de imágenes. Hay purificación, sutilización, simplificación, de este material y,
correlativamente, de todos nuestros procesos imaginativo-emotivos. Este proceso de
«destilación» que se debe al trabajo de la intuición intelectual corresponde a la idea de que
nuestra evolución interior justa no destruye nada pero lo «realiza» todo. La aparente muerte
del «hombre viejo» no es en realidad una destrucción. Cuando extraigo el alcohol del fruto, no
destruyo su esencia, la purifico, la concentro, la realizo. Hay muerte aparente porque hay
disminución de lo visible, de lo perceptible por los sentidos y la mente; pero nada ha sido
destruido por el hecho de que cese de existir la creencia en la realidad de una percepción. La
realización del ser humano lleva consigo la desaparición de la ilusoria realidad de las imágenes
percibidas por los sentidos y la mente.

La condición del hombre desde su nacimiento es sentirse fundamentalmente insatisfecho. Cree


que le falta alguna cosa, lo que él es y lo que él tiene no le conviene. Espera otra cosa, una
verdadera vida; busca la solución de su pretendido «problema»; reivindica tales y cuales
situaciones en la existencia. No hay que destruir esa actitud reivindicadora que engendra
todos nuestros sufrimientos, hay que completarla. Todos nuestros afectos individuales derivan
de nuestro apego central a la imagen de nuestro ego, a la imagen de yo-en-cuanto-distinto
por asociación identificadora entre una imagen particular y esta imagen general. Mientras más
se profundiza mi comprensión, más se anulan estas asociaciones. Mi apego se purifica, se
sutiliza, se concentra: se vuelve menos y menos aparente, más y más no-manifestado. La
reivindicación apegada no disminuye ni un solo átomo antes del satori, pero se purifica y se
realiza a medida que se aproxima el instante de la transformación abrupta donde se
conciliarán apego y desapego.

Mi amor propio es un aspecto de mi actitud reivindicadora. El también se purifica a medida


que yo comprendo. Parezco más modesto a quienes me observan desde afuera. Pero
comprendo muy bien que no es así. Mi amor propio se vuelve cada vez más sutil y
concentrado de suerte que se lo ve menos. Se realiza tendiendo, en un sentido hacia el cero
de la perfecta humildad y, en otro sentido, hacia el infinito no-manifestado de mi dignidad
absoluta.

La angustia que está asociada a la reivindicación egotista experimenta la misma modificación


gradual. Es un grave error creer que la comprensión pueda agravar la inquietud del hombre.
Las falsas informaciones, al introducir en nuestra mente «creencias» apremiantes, pueden
aumentar nuestra angustia. Pero la intuición de la verdad la sutiliza, por el contrario,
disminuyendo su aspecto manifestado y aumentando su aspecto no-manifestado. La angustia
profunda, de la que derivan todas las angustias particulares manifestadas, no disminuye un
átomo antes del satori, pero es gradualmente más no-manifestada. El practicante del Zen, a
medida que evoluciona (sin «progresar»), siente cada vez menos angustia. Cuando ella ha
llegado a ser casi totalmente no manifestada, el satori está próximo.

La agitación interior del hombre traduce el conflicto existente entre el movimiento vital, por
una parte, y el rechazo de la limitación temporal que condiciona este movimiento, por otra.
Colocado ante su vida tal como esta es, el hombre la desea y al mismo tiempo no la desea.
Esta agitación se purifica a medida que la comprensión produce la disminución del rechazo con
respecto a la limitación temporal. El movimiento vital no es alcanzado, en tanto que disminuye
lo que se le opone. De tal modo este movimiento se purifica: la agitación desaparece, nuestra
máquina funciona cada vez mejor.

La evolución que estamos estudiando supone - ante todo - la sutilización de nuestro material
de imágenes. Ellas pierden poco a poco su aparente densidad, su ilusoria objetividad. Se
tornan más sutiles, más amplias, más generales, más abstractas. Su poder de hacer surgir
nuestra energía vital en contracturas emotivas disminuye. Todo el proceso imaginativo-
emotivo pierde su intensidad, su violencia. Nuestro film imaginativo presenta menos
contrastes, nuestro ensoñar interior se alivia.

Se puede considerar que el satori es un despertar, ya que nuestra condición actual - con
respecto a ese despertar - es una especie de dormir en el que nuestro pensamiento consciente
es el sueño. Hay algo verdadero en esta manera de ver, pero esto encierra una trampa en la
que puede caer nuestra comprensión. Siempre soy propenso a querer representarme las cosas
y a olvidar que el satori - acontecimiento interior inimaginable - no puede ser asimilado
analógicamente a nada de lo que yo conozco. De tal modo, tengo tendencia a suponer una
analogía entre el satori - despertar definitivo - y el despertar que experimento todos los días
cuando paso del sueño a la vigilia. En esta ilusoria analogía reaparece de manera insidiosa la
concepción «progresiva». Así como mi despertar común me parece un progreso en relación
con mi sueño, el satori sería un super despertar, un despertar «verdadero», un progreso
supremo en relación a mi estado de vigilia actual. Así como mi despertar común me devuelve
una consciencia de la que carecía mientras dormía, el satori me habrá de dar una «super
consciencia» que me faltaría ahora. Esta concepción falsa - puesto que estoy de toda la
eternidad en el estado de satori y puesto que, a pesar de las apariencias, no me falta nada -
entraña ideas equivocadas acerca del proceso interior que precede al satori-acontecimiento.
Entre el dormir profundo y la vigilia, paso por el estado del dormir con sueños. La aparición de
la actividad consciente, en el curso del dormir, avanza en el sentido del despertar: cuanto más
sorprendente, emocionante, urgente e ilusoriamente objetivo sea el sueño, más próximo estoy
al despertar. Siguiendo mi falsa analogía «progresista» puedo llegar a creer que el satori ha
de estar precedido de una exacerbación de mi pensamiento consciente, de mi film
imaginativo. Creo que una hiperactividad mental, en el
éxtasis o en la pesadilla, al llegar a un punto crítico de
tensión, obtendrá el estallido de la última barrera y la
entrada en un estado de super consciencia cósmica. Todo
esto está en completa contradicción con la concepción
abrupta del Zen. Observemos cómo se vuelve a encontrar,
en esta quimera progresista, la identificación egotista que
entraña la ilusoria adoración de nuestro consciente. Nuestro
universo imaginario interior, centrado en nuestro ego,
pretende que es el universo. El consciente que fabrica ese
universo se asimila en esta forma a la Mente Cósmica, y
entonces no es sorprendente que contemos con ese
consciente para conquistar la Realización.

En realidad, durmiendo o en vela, estoy desde ahora en el estado de satori. Sueño y vigilia
entran por igual en este estado. El estado de satori desempeña, en relación con el dormir y la
vigilia, el papel de una hipóstasis que los concilia. Sumergidos en lo intemporal, dormir y
vigilia son dos modalidades extremas del funcionamiento de mi organismo psicosomático,
extremos entre los cuales oscilo. Entre el dormir profundo y el estado de vigilia, el dormir
soñando ocupa una posición intermedia, que supone proyección sobre la base del triángulo de
su límite superior. De ahí la sabiduría trascendental del sueño. Su pensamiento simbólico, en
el que se expresan las situaciones de nuestro microcosmos particular desprovistas de toda
ilusoria objetividad del mundo exterior, es actualmente en nosotros el único pensamiento
capaz de ver determinadas cosas tal como son. Por eso, el pensamiento del sueño se expresa
de manera simbólica, ya que las cosas-tal-como-son no pueden ser expresadas
adecuadamente de manera directa.

En esta perspectiva correcta, tratemos de concebir cómo se traduce en nuestro consciente, en


nuestro «sueño despierto», la evolución gradual no-progresiva que precede al satori. Nuestro
sueño despierto, como todo en nosotros, se cumple gradualmente «sutilizándose», lejos de
hacerse más terminante, más aparentemente real, más alucinante. Se aligera, por el
contrario, se hace menos opaco, menos denso, más volátil; es menos adhesivo, menos
viscoso.

Las cargas afectivas que llevaban imágenes disminuyen, nuestro universo interior se iguala.
Bajo ese sueño despierto cada vez más liviano, nosotros cumplimos con mayor plenitud el
dormir de nuestra condición egotista actual. En resumen, la ejecución de nuestro pensamiento
consciente se aproxima, en cierto sentido, al dormir profundo. Y al mismo tiempo que nuestro
pensamiento consciente se aproxima al dormir, se diferencia de éste desarrollando hasta el
máximo sus posibilidades intelectuales sutiles. Hay aproximación real en lo no-manifestado,
alejamiento aparente en lo manifestado. Según el aforismo hermético: «Lo que está arriba es
como lo que está abajo; lo que está abajo es como lo que está arriba.»

La actividad imaginativa se sutiliza y tiende hacia la no-manifestación, aun cuando la mente se


mantiene despierta, es decir, continúa funcionando. Una «concentración sobre nada» se
desarrolla por debajo de la atención siempre captada por las imágenes. Mi estado se asemeja
entonces al del sabio distraído; pero, a la inversa del sabio que está distraído porque su
atención está concentrada en algo que tiene forma, yo estoy distraído porque mi atención está
concentrada sobre algo in-formal, ni concebido ni concebible.

Todo el proceso imaginativo-emotivo se aligera. Esto se traduce por el hecho de que me siento
dichoso sin motivo aparente. No soy dichoso porque la existencia me parezca buena sino que
la existencia me parece buena porque soy dichoso. La evolución que precede al satori no
implica exacerbación de la angustia sino, por el contrario, un alivio gradual de la angustia
manifestada. Un equilibrio neutralizador de angustia fundamental precede al instante en que
veremos directa y definitivamente que nuestra angustia ha sido siempre ilusoria. Esto enlaza
con la idea de que nuestra nostalgia de la realización desaparece a medida que nos acercamos
al «asilo del reposo».
Los occidentales tienen frecuentemente dificultad en comprender la expresión de «Gran Duda»
de que se sirve el Zen para designar el estado interior que precede inmediatamente al satori.
Piensan que debe ser el colmo de la incertidumbre, de la inquietud y, por lo tanto, de la
angustia. Y es precisamente lo contrario. Intentemos ver con claridad este punto.

El hombre viene al mundo con una duda con respecto a su «ser» y esta duda domina todas las
reacciones del mundo exterior. Aunque muchas veces no me dé cuenta de ello, la pregunta:
«¿Soy o no soy?» está detrás de todos mis esfuerzos: busco una confirmación definitiva de mi
«ser» en todo lo que investigo.

Mientras esa pregunta metafísica está identificada en mí con el problema de mis éxitos en el
plano material, mientas debato esa cuestión en la Manifestación, la angustia me domina a
causa de mis limitaciones
temporales, porque la pregunta formulada así, está siempre amenazada por una respuesta
negativa. Pero a medida que mi comprensión se profundiza y mi representación imaginativa
del universo se «sutiliza», se va deshaciendo la identificación entre mi duda metafísica y la
eventualidad de mi fracaso temporal; mi angustia disminuye. Al final de este proceso de
destilación, la duda se ha hecho casi perfectamente pura.

La «Gran Duda», al mismo tiempo que pierde todo carácter angustioso, es el colmo de la
evidencia, evidencia sin objeto formal, tranquilidad, paz: «El sujeto tiene entonces la
impresión de vivir en un palacio de cristal, trasparente, vivificante, exaltador y real; y al
mismo tiempo, es como un idiota, un imbécil». La famosa e ilusoria pregunta: «¿Soy o no
soy?», al purificarse se anula y, por fin, voy a escapar a su fascinación, no con una solución
satisfactoria del «problema» sino con la evidencia de que no ha habido jamás problema.

Observemos por fin cómo este proceso evolutivo que «sutiliza» nuestro mundo interior
modifica nuestra percepción del tiempo. Nosotros creemos en la realidad del tiempo porque
esperamos una modificación de nuestra vida en el mundo de los fenómenos, capaz de colmar
nuestra falta ilusoria. Cuanto más sentimos la nostalgia de un «llegar a ser», más
dolorosamente nos hostiga este problema del tiempo. Nos reprochamos porque dejamos
escapar el tiempo, por no saber aprovechar los días que pasan. A medida que mi impulso
hacia el «llegar a ser» se sutiliza en mí, convirtiéndose cada vez más en no-manifestado, se
modifica mi percepción del tiempo. Aunque manifestado en mi vida cotidiana, el tiempo se me
escapa cada vez más y dejo que se me escape dándole cada vez menos importancia. Mis días
están cada vez menos llenos de cosas que yo pueda decir, de las que pueda acordarme.
Paralelamente, siento disminuir mi impresión del tiempo perdido; cada día me siento menos
frustrado por la marcha inexorable del reloj. Y en esto, como ocurre con todo, cuanto menos
me esfuerzo en alcanzar, más poseo. Aclaremos, sin embargo, que no se trata de una
posesión positiva del tiempo sino de una disminución gradual de la impresión punzante de no
poseerlo. En los momentos de la «Gran Duda» no poseemos el tiempo de ninguna manera,
pero no se nos escapa porque ya no lo reivindicamos. Y esta suspensión del tiempo anuncia
nuestra reintegración a la eternidad del instante.

Ya hemos dicho que nuestra percepción de un objeto exterior es la percepción de una imagen
mental que se produce en nosotros estimulada por el objeto. Pero, detrás del objeto exterior y
de la imagen interior, hay una percepción única que los une. En el universo todo es energía
vibratoria. La percepción del objeto se produce por una combinación unificadora de las
vibraciones del objeto y mis propias vibraciones; esta combinación sólo es posible porque ellas
son de una misma esencia. La combinación manifiesta esta esencia única bajo la multiplicidad
de los fenómenos. La imagen perceptiva se produce en mí, pero esta imagen se inicia en el
Inconsciente o Mente Cósmica, que no tiene residencia particular, sino que reside lo mismo en
el objeto percibido que en mí percibiéndolo. La imagen mental consciente es individualmente
mía, pero la percepción misma que es el principio de esta imagen no es ni mía ni del objeto;
en esta percepción no existe ninguna distinción sujeto-objeto: es hipóstasis conciliadora que
une sujeto y objeto en una síntesis ternaria. Sin embargo, todas las percepciones del mundo
exterior no provocan en mí el satori. ¿Por qué? Porque actualmente mi imagen mental
consciente acapara toda mi atención; este aspecto puramente personal de la percepción
universal me fascina, a causa de mi «creencia» de que las distintas cosas son. Todavía no he
comprendido con todo mi ser la afirmación de Hui-Néng: «desde el comienzo, ninguna cosa
es». Yo creo todavía que esto es esencialmente distinto de aquello; soy parcial. En mi
ignorancia, las múltiples imágenes que son los elementos de mi universo interior son
claramente distintas y se oponen las unas a las otras. Cada una de ellas se define ante mis
ojos por aquello en que difiere de las otras. En esta perspectiva ninguna imagen puede
representar anónimamente, al igual que cualquier otra, la totalidad de mi mundo interior. Es
decir, ninguna imagen es «Yo» sino solamente un aspecto del Yo. En tales condiciones todo
ocurre, como si no se realizase unión alguna, a través de la percepción, entre yo y no-yo, sino
solamente una identificación parcial. Como el yo no está integrado, sólo se identifica
parcialmente con el no-yo. Y la revelación de la identidad total, o sea el satori, no se produce.

Esta revelación sólo se hace posible al término del proceso de «sutilización» simplificadora.
Cuando más se «sutilizan» mis imágenes, más se diferencia su distinción aparente. Yo
continúo viendo en qué se diferencian unas de otras, pero cada vez veo menos oposición en
estas diferencias. Todo pasa como si yo presintiese la unidad debajo de la multiplicidad. Las
oposiciones discriminativas se hacen cada vez menos manifestadas. Ninguna unidad verdadera
se realiza en mi universo interior con anterioridad al satori, pero, a medida que la multiplicidad
se hace no-manifiesta, mi estado interior tiende a la simplicidad, la homogeneidad, la unidad
matemática (que no hay que confundir con la unidad metafísica o primordial). Al producirse la
imparcialidad ante mis imágenes, se produce la integración del yo. La identificación parcial con
los objetos exteriores disminuye; me siento cada vez más distinto del mundo exterior. El
proceso que precede a la identificación total no consiste en un aumento progresivo de la
identificación parcial, sino, por el contrario, en su desaparición gradual. Para emplear una
expresión espacial, diremos que el yo manifestado se va reduciendo y tiende hacia el punto
geométrico sin dimensión. A medida que tiendo hacia el punto, mi representación del mundo
exterior tiende, así mismo, hacia el punto. Todo sucede como si se purificase una zona
medianera de interpretación entre el yo y el no-yo, como si el yo y el no-yo estuvieran cada
vez más separados al mismo tiempo que disminuye su oposición aparente. Así como dos
hombres enemigos, a medida que desaparece su odio, se sienten cada vez más extraños el
uno al otro, y al mismo tiempo desaparece su oposición.

Al final de esta evolución gradual, mi universo interior alcanza la homogeneidad en la que no


desaparecen las formas, sino la oposición de las formas.

Todo se convierte en lo mismo. Y entonces una imagen cualquiera puede representar


adecuadamente la totalidad de mi universo interior. Me ha hecho capaz de experimentar, en
una percepción, no ya solamente una identificación parcial con el no-yo sino mi identidad total
con él. Todavía es necesario que se manifieste el no-yo; y esto es lo que ocurre en esta
percepción liberadora a los que han experimentado el satori. Ante el yo integrado en una
totalidad no manifestada aparece el no-yo totalmente integrado en un fenómeno que lo
representa. Entonces surge la percepción en la que se manifiestan a la vez, sin discriminación
de ninguna especie, la totalidad del yo y la del no-yo. La totalidad del yo se hace manifiesta
pero en la unidad en que todo se concilia y en la que el yo parece destruirse en el instante
mismo en que se realiza.

Hubert Benoit

Extractado por Carmen Bustos de


Hubert Benoit.- La Doctrina Suprema.- Mundonuevo

El Esfuerzo Interior

El trabajo interior que constituye el análisis (trabajo que el hombre aprende a efectuar en el
curso de sesiones analíticas, pero que continuará durante toda su vida) comporta
esencialmente poner en juego la Inteligencia Independiente. El hombre se observa y se
comprende por la función de un pensamiento que, durante el curso mismo de los hechos
vividos cada día, interpreta su comportamiento interior y exterior de una manera imparcial. Es
decir, lo hace a la luz de leyes psicológicas generales que ha aprendido y sin dejarse
influenciar por sus impulsos y sus aspiraciones temporales. En la ausencia de un esfuerzo
especial, el pensamiento del hombre es parcial, su funcionamiento es falseado por la influencia
que ejercen sobre él los movimientos incesantes de su vida instintiva. Si el «embrague» que
estos movimientos poseen naturalmente sobre el pensamiento no pudiera ser levantado, el
hombre no podría sustraerse jamás a la iniciativa de su vida instintiva. No podría jamás
traspasarla y regirla, no sería jamás libre y no podría utilizarla para la construcción de su Ser.

Pero el embrague de los impulsos sobre el pensamiento puede ser levantado. El hombre puede
suspender esa influencia y pensar entonces de una manera justa. Esta facultad «suspensiva»,
que parece tan pequeña entre las otras facultades del hombre, y con una apariencia tan
negativa, es la puerta estrecha por donde el hombre puede entrar en el dominio del Ser. Por
este rechazo a encerrarse en una vida de dos dimensiones, el hombre se abre al espacio y
merece su volumen.

Pero nuestra vida instintiva nos ata, pues su iniciativa incesante le confiere siempre el
privilegio de la prioridad. Su influencia nefasta sobre mi pensamiento está siempre presente,
establecida desde siempre,
yo no puedo prevenirla. Las fuerzas están circulando por el embrague que debo levantar,
están ya en acción en el momento en que debo levantarlo. Esto no se puede hacer sin aplicar
una fuerza contraria, sin un esfuerzo. Este esfuerzo es tan particular, tan diferente de todo lo
que percibimos de ordinario bajo ese nombre, que nos es necesario definirlo y estudiarlo.

El gesto interior por el cual yo levanto el embrague de mis impulsos sobre mi pensamiento
(gesto que llamaré, a falta de una palabra mejor, «gesto analítico») y que me eleva en el acto
a un punto desde donde los domino, es efectuado, sin embargo, en medio de ellos y en su
plano. Este gesto, bien que sus efectos sean totalmente diferentes de los de otros gestos
interiores, es engendrado de la misma manera. Es el fruto de un deseo; lo precede una
deliberación; una decisión lo efectúa. El deseo del cual es el fruto es un deseo racional ligado a
la existencia en mí de una Razón Divina, deseo, en verdad, el único de su especie en medio de
todos mis deseos irracionales. Deseo más o menos intenso según los hombres. Es un llamado
del Ser, un deseo que, a la inversa de los otros, aumenta a medida que es satisfecho, un
deseo insaciable. Entre este deseo y los deseos irracionales presentes en el momento, se
efectúa una lucha que es la deliberación de la que hemos hablado. A esta deliberación sucede
la decisión, (si el deseo racional ha sido el más fuerte), es decir, la ejecución del acto analítico.

Desde que el gesto ha sido hecho, interviene una fuerza que hace funcionar mi pensamiento
según el modo imparcial. Esta fuerza no viene de otro mundo. Es la mía, es la misma fuerza
que, cuando toma forma en impulsos, se llama libido. Pero ahora ha tomado forma de otra
manera: como pensamiento justo. Cuando, a continuación de mi gesto de desembrague,
pienso con una mente liberada, mis impulsos cesan de afectarme. No dejan de existir, pero ya
no producen emociones porque les falta para ello la complicidad del pensamiento. Durante un
cierto tiempo el pensamiento liberado es puro e incorruptible. Pero este estado cesa en
seguida, el embrague de las pasiones sobre el pensamiento se restablece y el hombre vuelve a
vivir de un modo solamente temporal.

¿De qué depende la duración de este período de pensamiento puro? ¿Por qué termina en un
momento dado? ¿Cómo obtener que su duración aumente? Este período de pensamiento puro
se termina porque la fuerza que lo sostenía se agota. Pero, ¿por qué se agota? ¿La fuente de
esta fuerza no la produce sin cesar mientras yo vivo? Ciertamente, y si la fuerza que sostiene
el pensamiento imparcial se agota, no es por agotamiento de su fuente. La razón es otra y
menos fácil de comprender. El gesto por el cual yo suspendo la influencia de mis impulsos
temporales sobre mi pensamiento produce en mí el juego de mi Razón divina y me hace
participar así en el mundo de lo eterno. El se produce en la intersección del tiempo y de la
eternidad, es decir, en el instante. Cuando me libera de lo temporal, es esencialmente
instantáneo, sin duración, discontinuo. El ha arrebatado al pequeño circuito temporal una
cierta cantidad, necesariamente limitada, de mi fuerza vital para desviarla al gran circuito que
pasa por el infinito antes de regresar a la tierra, a cero. Pero si un nuevo gesto instantáneo no
realimenta el gran circuito, la fuerza que allí circulaba desaparece porque se agotó su cantidad
limitada. El pequeño circuito es alimentado de una manera continua sin que yo participe en
nada. El cumple de manera permanente la misión limitada de la que ha sido encargado por
Dios, que es la de mantener mi existencia en el plano temporal. Pero el gran circuito
necesariamente es alimentado de manera discontinua. Esto se produce sólo cuando vengo yo
mismo, por
un gesto activo voluntario, a colocarme en el punto exacto donde el mundo temporal se
integra en el Ser. Este punto respecto del tiempo es un «instante» sin duración, y así, para mi
aspecto, temporal, la alimentación del gran circuito es necesariamente discontinua. Es el
resultado de un gesto que no es sostenido por ninguna duración y que yo debo rehacer una y
otra vez.

En relación a este gesto instantáneo que constituye una escisión neta, podemos distinguir lo
que sucede después de lo que sucede antes. Lo que pasa después del gesto es, por esencia,
sustraído a nuestro examen. Nosotros podemos solamente decir que la fuerza lanzada sobre el
circuito infinito se agota en un cierto tiempo y que, desintegrándose, produce una energía que
nutre mi Ser. Es evidente la imposibilidad de traducir esto en palabras, porque las palabras
forman parte del mundo únicamente temporal. Solamente lo que sucede antes puede
prestarse a mi estudio. Por lo demás, es todo lo que tengo que conocer, porque esto es lo
único que depende de los medios de que dispongo para mi proceso liberador. No tengo que
saber exactamente cómo este gesto es salvador. Me basta saber con certidumbre que lo es.
Más que todo, me interesa las condiciones en las que se produce.

Este gesto que me va a liberar de la limitación temporal tiene sus raíces en el plano temporal
mismo. Es
allí donde él es enteramente engendrado. Yo debo comprender cómo esto se efectúa, qué
clase de esfuerzo debo hacer, qué posibilidades tengo de perfeccionarme en la elaboración de
este gesto tan particular.

Nosotros hemos visto ya que el gesto analítico es el fruto de un deseo racional que está
presente en nosotros con una intensidad variable y que, antes de la decisión por la que el
gesto se efectúa, se opera
una deliberación. Allí el deseo racional se opone a los deseos irracionales actualmente
presentes en mi consciencia, deseos que quieren mantener su embrague sobre mi
pensamiento. Vamos a estudiar este proceso suponiendo que el deseo racional triunfe y llegue
a la ejecución del gesto (lo que no necesariamente es siempre así). Ensayaremos ver en este
proceso dónde está el esfuerzo, cuál es la causa y cómo se modifica su intensidad a medida
que el proceso se desarrolla.

Pero es necesario definir de antemano a qué corresponde la sensación de esfuerzo interior que
yo experimento en el curso del juego de mis deseos irracionales ordinarios. Porque yo no
podré comprender la génesis en mí del gesto analítico, que es tan particular, si no comprendo
la génesis de mis gestos interiores ordinarios. Cuando tengo, en el curso del juego de un
impulso en mí, la sensación de «esfuerzo interior» es porque al lado de él existe un impulso
opuesto que se encuentra contrariado, que es tenido en jaque. Si, por ejemplo, una decisión
«moral» triunfa en mí sobre el impulso instintivo oponente y yo me decido a ejecutar la acción
«moral», yo experimento, al decidir la acción y en el curso de su ejecución, una impresión de
esfuerzo interior. Esta impresión corresponde a la presión del impulso tenido en jaque y
produce en mí una sensación penosa que yo llamo «esfuerzo». Hay allí un esfuerzo real y este
esfuerzo es mío en el sentido de que es mi fuerza la que está tomando forma. No puedo decir
que es un esfuerzo «voluntario» porque esta vida únicamente temporal que es la mía, trabaja
en mí sin cesar y sin mi iniciativa. Ella es incapaz por sí sola de asegurar la relación con mi Ser
total real,

Habiendo definido lo que yo llamo «esfuerzo interior», contemplemos las variaciones de este
esfuerzo a lo largo del proceso. Al momento en que empiezo a considerar las dos acciones
opuestas que puedo realizar, en ese instante en que ninguna de las dos moviliza todavía mi
fuerza hacia la ejecución de su propósito, el esfuerzo es nulo porque ninguna de las dos
fuerzas ha sido puesta en jaque. Pero, desde que mi deliberación empieza a operar, yo
imagino en el curso de esta deliberación el juego de cada una de ellas, y por esta imaginación
yo les permito movilizarse, tomar forma, hacer jugar en mí mi fuerza bajo el aspecto de dos
fuerzas particulares opuestas. Ambas se enfrentan, se comparan y, poco a poco, aparece
entre ellas un desequilibrio: una triunfa sobre la otra. Desde que el desequilibrio aparece, la
impresión de esfuerzo comienza a aparecer. Mientras más la deliberación se aproxima a la
decisión que le pondrá término y a la ejecución que coincidirá exactamente con la decisión
real, más aumenta la impresión de esfuerzo. Esto sucede porque las fuerzas que se movilizan
en mí aumentan al mismo tiempo. Al instante en que la deliberación termina, el «esfuerzo
interior» alcanza su máximo, el que depende de la intensidad dinámica de la fuerza vencida.

Volvamos ahora a la génesis del gesto analítico, gesto que supone la victoria de la motivación
racional sobre uno o muchos impulsos irracionales. Más exactamente, el adversario que se
opone a la motivación racional es un impulso irracional único, que es el deseo de mantener el
embrague de mi mundo interior instintivo sobre mi pensamiento. Mi deseo racional es deseo
de levantar ese embrague y el deseo irracional es deseo de mantenerlo. Retrocedamos al
instante inicial de la deliberación. Este instante no es aquel donde va a comenzar el
desequilibrio entre dos deseos que van a movilizar mi fuerza, pues el impulso irracional ya
está presente y plenamente desarrollado mientras que la motivación racional no ha hecho más
que nacer. El desequilibrio no va a comenzar, existe desde ya al máximo. El deseo irracional
que quiere mantener el embrague no aumenta porque era máximo desde la partida, queda
como estaba. Al contrario, el deseo racional aumenta a medida que mi imaginación considera
su realización; la diferencia disminuye entonces. Pero se diría: ¿Cómo la deliberación es
posible? ¿Cómo el deseo irracional, poseyendo su pleno desarrollo, permite al deseo racional
aparecer y desarrollarse? ¿No hay ahí un milagro increíble, una derogación de las leyes
naturales del psiquismo? Sí, hay ahí un milagro, pero es que la motivación racional está
dotada de un valor cualitativo que no puede compararse con el impulso irracional. Ella es la
manifestación en lo temporal de un principio divino que le agrega un aspecto cuantitativo por
el cual puede medirse con la cantidad del impulso irracional. Aún siendo cuantitativamente
ínfima, la motivación racional puede acrecentarse siempre que reciba de mi aspecto temporal
una cantidad al menos igual a la de su adversario.

En consecuencia, si nosotros volvemos al proceso de la deliberación, vemos al impulso


irracional incapaz de aumentar y vemos aumentar la motivación racional. La diferencia
disminuye entre los dos. En el instante donde la deliberación llega a su fin, la motivación
racional ha llegado a ser cuantitativamente igual al impulso irracional y, a causa de su
diferencia cualitativa infinita, lo vence en seguida. En este instante, el equilibrio es perfecto
entre ambas fuerzas. No hay entre ellas ninguna diferencia cuantitativa.

Vemos entonces que la sensación de «esfuerzo interior» va a variar, en la génesis del gesto
analítico, exactamente a la inversa de lo que ocurría en la génesis de un gesto interior
ordinario. Ella es máxima desde que el gesto es considerado, después disminuye a medida que
se efectúa la deliberación y desaparece en el instante en que el gesto se efectúa. Así el
«esfuerzo interior» que yo siento cuando pongo en juego mi Inteligencia Independiente, es de
un tipo radicalmente diferente a todos los «esfuerzos interiores» que conozco habitualmente.
Va de máximo a cero a medida que realizo mi gesto analítico, en tanto que va de cero a
máximo cuando realizo un gesto ordinario. Es, pues, un esfuerzo de descontracción mientras
que los otros esfuerzos son esfuerzos de contracción. Me distiendo, mientras que en todos los
otros me crispo.

Pero, aunque este gesto analítico es de un tipo tan especial, el esfuerzo de descontracción
puedo, sin embargo, aprender a hacerlo cada vez mejor. Él se encuentra en el plano temporal
y obedece a leyes según las cuales yo puedo mejorarlo en ese plano. Termina, cierto, en un
punto más allá de sus límites; pero se elabora más acá de ese punto, en el plano temporal.
Allí yo puedo entrenarme en producirlo como puedo entrenarme en producir cualquier otro
gesto. Puedo, desde ya, nutrir mi deseo racional por la comprensión teórica de la riqueza de
mi condición humana, del destino real que es el mío, del daño infinito que me causa el
embrague de mis deseos irracionales sobre mi pensamiento. Yo puedo, en seguida, repetir
este gesto instantáneo que me libera, y hacer jugar así para mi provecho la ley de constitución
de automatismos. Esta ley actuaba siempre en mi contra hasta ahora, porque ella reforzaba
sin cesar el embrague esclavizante. Pero depende de mí el utilizarla para reforzar mi facultad
de desembrague. Yo creía que «automatismo» era sinónimo de esclavitud temporal, pero es
que confundía «automatismo» con «mecanicidad». La mecanicidad es el automatismo que
juega en mí cuando me dejo estar únicamente en el plano temporal, pero era mi pasividad
interior la que hacía que ese automatismo fuera malo, y no dependía más que de mí el hacerlo
servir a mi realización.

Lo que hemos visto del «esfuerzo interior» en la génesis del gesto analítico, nos hace
comprender una cosa importante: el gesto analítico liberador no es penoso, no lleva en sí
mismo ninguna pena. ¿Cómo podría ser de otra manera puesto que me libera? La pena no
existe sino antes del gesto. Es en el preciso instante en que el gesto se plantea que la pena es
la más grande. Pero desde que me pongo a realizarlo, de instante en instante la pena
disminuye. Es el comienzo el más duro. Cuando he comprendido y he experimentado esta
verdad, tengo menos resistencia a emprender el «esfuerzo interior» liberador.

Hubert Benoit

Extractado por Farid Azael de


Benoit, Hubert.- La Doctrina Suprema.- Ediciones Mundonuevo.

Las Bases Metafísicas del Análisis

El problema del destino del hombre, de la manera como él debe vivir, del bien y del mal en
sus acciones, su sufrimiento, su persecución tan difícil de la felicidad, su estupor ante la
muerte que parece arrancarle todo cuanto él posee, todas estas interrogantes han sido
justamente ligadas, durante tanto tiempo como puedan remontarse nuestros conocimientos, a
la idea que el hombre era capaz de una evolución interior, de un desarrollo espiritual. A todo
lo largo de la historia de la humanidad se encuentran las grandes líneas inmutables de una
Metafísica tradicional cuyos principios constituyen las bases intemporales de una ciencia de
este desarrollo del hombre.

Las adquisiciones con que el psicoanálisis ha enriquecido la psicología no se colocan al margen


de la Metafísica Tradicional, porque ésta, desde el punto de vista en el cual está situada, lo
abarca todo. Y es interesante ver cómo los hechos observados se integran en la concepción
metafísica general, porque el análisis posee la eficacia que la experiencia ha demostrado. Esta
confrontación de los hechos con las ideas de todos los tiempos es necesaria para dirigir de
manera justa el manejo de este método psicológico poderoso cuyos efectos pueden ser, según
cómo se lo aplique, tan nefastos como saludables.

La Metafísica Tradicional enseña que el principio de la Trinidad preside la creación continua del
Universo. En todas las sabidurías antiguas se encuentra esta concepción primordial, Los
egipcios reverenciaban tres dioses: Shu, el Aire; Tefinet, el Vacío, y Atum, que domina los dos
primeros y los concilia. En el país de Sumer, es Anu, rey del Cielo, Enlil, rey de la Tierra, y Ea,
dios supremo. En Persia, Ormuzd es el dios del Bien, Ahriman el dios del Mal, y Mithra es el
tercer gran dios. Entre los indúes, Brahma, el Creador, es asistido por Vishnú, el Conservador
de los seres, y por Shiva, el Destructor. Pero es en el símbolo chino del Tai-Chi o «Hecho
Supremo», que se expresa más perfectamente la idea trinitaria. Allí, los dos dioses del
dualismo son representados por las dos partes, una negra y una blanca, de un círculo al que
divide una línea sinuosa; y el gran dios que los equilibra está representado por un círculo
exterior que los encierra.

La parte negra es el Yin, femenino, húmedo. frío, negativo; la parte blanca es el Yang,
masculino, seco, cálido, positivo; el círculo que los rodea es el Tao, principio conciliador que
reglamenta las relaciones alternantes de los dos principios opuestos, del Yin y del Yang.

Todo el universo es así creado por la síntesis trinitaria: dos principios opuestos, uno positivo,
el otro negativo, situados sobre el mismo plano, y teniendo el mismo valor, son armonizados,
conciliados, arbitrados, por un principio supremo sin el cual ellos se anularían.

Y el hombre es un microcosmos construido a la imagen del macrocosmos. La creación de su


Ser real es el producto de dos principios opuestos, positivo y negativo, situados en el plano
natural temporal, en el plano donde juegan las «pasiones» del hombre, arbitradas por un
principio superior intemporal, espiritual. Y este principio espiritual es representado en el
hombre por su Razón divina que nosotros llamaremos también Inteligencia Independiente.
Nosotros precisaremos más adelante cómo concebimos esta Inteligencia Independiente.
Digamos solamente ahora que ella es esta posibilidad que tiene el hombre de pensar, sin sufrir
la influencia de sus pasiones, de una manera imparcial.

La realización del hombre se efectúa por la toma de posesión de su mundo interior. Y ella se
cumple cuando el hombre, colocado sobre el plano de su Inteligencia Independiente, ve a la
vez en él los dos principios, afirmativo y negativo, que, iguales en valor y opuestos el uno al
otro, residen sobre el plano de los fenómenos. Entonces él realiza la síntesis equilibrada de su
«Ser» total.

Este punto de vista, el único que da la visión justa, no incluye ninguna emoción ordinaria ante
la visión de tal o cual elemento en el plano inferior. En efecto, según la Metafísica Tradicional,
los dos principios, afirmativo y negativo, constructor y destructor, se balancean exactamente
al interior del todo de un ser dado. Para el ojo que los abarca juntos, su total es
rigurosamente nulo en su plano y ellos sólo valen en tanto que elementos de la síntesis
ternaria. Se puede entonces decir que toda observación de sí que implique una aprobación o
una crítica, una alegría o un sufrimiento, un Bien o un Mal, no está efectuada desde el punto
de vista conveniente. En efecto, toda aprobación o crítica prueba que el equilibrio no es exacto
entre los dos principios inferiores; uno es visto como predominante sobre el otro y esto sólo
puede ocurrir cuando el hombre que los ve está situado en ese mismo plano. En tal caso es
imposible una visión rigurosamente total porque esa visión sólo puede tener por objeto las
manifestaciones de los principios inferiores y no estos principios mismos en su unidad
respectiva. La visión total de sí, visión unificante, da por abolida toda distinción entre el Bien y
el Mal, y toda persistencia de esta distinción prueba que esta visión no ha sido obtenida. Dicho
de otra manera, toda observación de sí que incluya una emoción ordinaria de contento o de
sufrimiento no está efectuada desde el punto de vista que es el único justo.

Se ve la necesidad en que se encuentra el hombre que quiere realizar su Ser de abandonar


voluntariamente la distinción del Bien y del Mal en la que ha vivido hasta ahora y todas las
emociones que a ella están ligadas. En el pecado original, Adán come el fruto del árbol del
Bien y del Mal, es decir que él pierde el principio conciliador de la síntesis ternaria y cae en el
dualismo donde el Ser no podría realizarse.

Se preguntará por qué, a la visión del Bien y del Mal, están ligadas emociones de alegría y de
sufrimiento. ¿Por qué el Bien aparece superior al Mal siendo que ambos son igualmente
necesarios a la síntesis trinitaria? ¿Por qué los dos principios aparecen desiguales cuando falta
el principio conciliador? Esto proviene del hecho de que existen ciertas relaciones entre el
principio superior y los principios inferiores, entre los mundos intemporal y temporal,
relaciones que se expresan en el Simbolismo. El plano espiritual
es afirmación, construcción, y el simbolismo no puede relacionar este plano a la vez a los dos
principios inferiores opuestos, sino solamente al principio inferior constructor, al Bien. Si el
hombre prefiere necesariamente el Bien al Mal, es porque, en la profundidad de su conciencia,
él sólo tiende hacia un único valor que es la realización de su Ser espiritual.
El hombre debe abandonar la distinción del Bien y del Mal para realizar la síntesis trinitaria de
su Ser. Actuando así, él obtiene su liberación, porque la esclavitud del hombre encerrado en el
dualismo, no es, como muchos lo creen, la esclavitud del Mal, sino la esclavitud de la
distinción del Bien y del Mal.

Abandonando esta distinción, el hombre debe dejar necesariamente todas las emociones
ordinarias de las cuales ella es la única causa. Hemos dicho que este abandono debía ser
voluntario. En efecto, va a producirse una lucha porque frente a la fuerza temporal que
constituye la emoción ordinaria, otra fuerza deberá aparecer, fuerza intemporal que, en la
medida en que aparecerá, será necesariamente victoriosa a causa de su naturaleza superior
misma. Pero la emoción ordinaria desde que nace en el hombre toma por asalto su atención y
la capta siempre en una cierta medida. El fin de la lucha interior consiste justamente en
arrancar a la emoción temporal todo lo que ella ha captado de atención, y es solamente
cuando la totalidad de esta atención ha sido arrancada que se obtiene la visión estabilizante
de la síntesis trinitaria.

La visión justa es entonces una visión sin emoción ordinaria y ella se obtiene por la extinción
de esta emoción al arrancarle, por el juego de la Inteligencia Independiente voluntaria, la
atención que había capturado. ¿Cómo comprender la realización de este anonadamiento? Para
obtener la visión trinitaria, que es una síntesis, la Inteligencia Independiente anula la visión
parcial, relativa, que la emoción quiere retener en el plano inferior, por un análisis, es decir,
por una descomposición en elementos distintos. En efecto, la visión parcial del plano inferior,
en tanto que parcial, es necesariamente heterogénea. Los elementos que la constituyen no
tienen la conexión orgánica que sólo puede ser la consecuencia de un todo. Visto desde el
principio superior para quien sólo un todo tiene una realidad, este conjunto heterogéneo
aparece como una pura nada. Y, visto así, este conjunto que, mientras parecía real, podía
retener la atención, ahora ya no es capaz de ello y, soltando presa, se reabsorbe integrándose
en la totalidad del principio, integrado él también en la síntesis trinitaria.

Todo ocurre como si la fuerza de vida que, por la captura de la atención estaba ligada a la
atención ordinaria, al soltarse pasa a nutrir la realización naciente del Ser del sujeto. Hay
muerte sobre el plano inferior y nacimiento en el plano superior, muerte temporal, nacimiento
espiritual.

Se comprende que este proceso no se pueda hacer más que en el momento mismo en que la
emoción está viva en el hombre, cuando él es afectado como sujeto. Por lo tanto, el análisis
sobre emociones antiguas, hecho en un momento en que sólo el intelecto está en juego, no
tendría ninguna eficacia inmediata porque
la fuerza de la emoción ya no está presente y no puede entonces ser transferida de un plano a
otro. Este no podría tener más que una eficacia secundaria, preparando el retorno de otro
análisis hecho en un momento en que la emoción esté presente. La Inteligencia Independiente
realmente es esta visión imparcial en la que el hombre se ve como si él fuera otro. Pero ella
no tiene eficacia si el hombre es en verdad, a causa del tiempo transcurrido, otro, es decir, ya
no es un sujeto sino un objeto para su visión. Esta sólo es eficaz si
el hombre es a la vez otro y el mismo, a la vez sujeto y objeto.

El anonadamiento de las emociones, del cual hemos dicho que es necesario a la síntesis del
Ser, no debe evidentemente ser comprendido como un anonadamiento definitivo, y el hombre
que realizare la plenitud de su Ser no sería un hombre en el que ya no se produjeran más
emociones ordinarias. El anonadamiento de la emoción es un proceso instantáneo, es decir,
ocurre en este «instante que es la intersección del tiempo y de la eternidad». Esto no modifica
en nada el juego del principio que, funcionando en el plano temporal, ha producido la emoción
y continuará produciendo otras nuevas. El anonadamiento no afecta más que al producto de
esta fuente profunda. Este producto ha desaparecido, vacío de su contenido de fuerza de vida
que ha sido arrebatado en beneficio del Ser real. Pero la fuente continúa y es indispensable
que así sea para que continúe la realización del Ser que se nutre de sus efectos. Es así que se
puede representar al hombre que hiciera actuar continuamente su Inteligencia Independiente
como un hombre sin emociones, porque ellas serían vaciadas de su contenido y en
consecuencia muertas a su aparición; pero no como un hombre sin deseos porque la muerte
de los deseos es incompatible con la vida corporal.

Hemos dicho que el abandono de la posición dualista, de la distinción del Bien y del Mal,
involucraba el abandono de las emociones antes de tener consciencia de su función dualista.
Así vemos nosotros ahora, en la marcha inversa que es la práctica de la vida interior, que el
hombre que quiere abandonar sus emociones para nutrir su Ser debe tomar consciencia de su
posición dualista y de la necesidad en la que él se encuentra de abandonarla. Y es preciso
comprender aquí que lo que hemos llamado la distinción del Bien y de Mal debe ser entendido
en la aceptación la más vasta y que ella se encuentra detrás de la totalidad de los fenómenos
psicológicos, porque no hay ninguno de ellos que no produzca una resonancia emotiva.
Nosotros hemos hablado de emociones de contento de sí y de sufrimiento de sí
experimentados cuando el hombre se observa a sí mismo. Es evidente que todas las
emociones de contento y de sufrimiento en general son asimilables a las primeras porque toda
percepción tiene por objeto una parte del sujeto afectada por el mundo exterior o por un juicio
que él mismo formula. Lo que llamamos distinción del Bien y del Mal engloba, entonces, de
una manera general, toda distinción de placer y de desplacer.

Hemos visto que los dos principios inferiores, constructor y destructor, aunque iguales ante la
mirada de la síntesis trinitaria, no parecen iguales ante la mirada del hombre situado en su
plano, y que el simbolismo explica esta desigualdad. A causa de este simbolismo, se puede
decir que de una cierta manera las emociones de contento son menos falsas que las de
sufrimiento. Y esto por dos motivos: en primer lugar, el sufrimiento atrapa al hombre más que
el contento; capta más su atención. separándola del polo intemporal donde ella debería estar.
Así el hombre es más perjudicado por su sufrimiento que por su placer. Por otra parte, las dos
clases de emoción deben ser consideradas de manera muy diferente desde el punto de vista
de su utilización posible para la realización del Ser.

En efecto, a causa de la relación simbólica que existe entre ellas y el plano inferior, y en
consecuencia también entre la emoción de placer ordinario y la alegría inmóvil del plano
superior, el hombre que siente el placer es comparable a un hombre dormido que soñara que
está despierto y en quien la voluntad de despertar no tiene ninguna razón para actuar. El
hombre que siente placer no puede encontrar en esta situación ninguna razón para
comprender la necesidad de dejar, por el juego analítico de la Inteligencia Independiente, el
plano en el que se encuentra. Por su correspondencia simbólica, el placer contiene algo de
relativamente justo que impide a la Inteligencia Independiente arrebatar la fuerza que le está
ligada. Todo lo que puede hacer la Inteligencia Independiente ante el placer, es hacer salir de
la sombra el sufrimiento que existe siempre como polo complementario de todo placer y
utilizar entonces la fuerza de este sufrimiento. Este fenómeno de desplazamiento de la
consciencia del placer al sufrimiento se observa
a veces espontáneamente. Una emoción de placer muy elevada y muy intensa, experimentada
por ejemplo en el arte o en el amor, «vira» al sufrimiento cuando alcanza un cierto grado. Así
entonces, ya que el placer aprisiona al hombre menos vigorosamente que el sufrimiento, el
hombre no podrá elevarse directamente desde él al plano del Ser, sino que deberá pasar por
el polo de sufrimiento contenido en la misma emoción.
Y se ve que esta última es la única «real» porque es la única emoción utilizable desde el punto
de vista del Ser. Esto explica las palabras del Buda: «Todo es sufrimiento». El hombre que
pasara constantemente su vida realizando su Ser, no conocería más que dos emociones: sobre
el plano inferior de su ser, la fuente profunda de su vida no elaboraría más que sufrimiento, y
la realización de su Ser, efectuada sin cesar a partir de ese sufrimiento, mantendría en él la
alegría inmóvil del plano superior.

Hemos visto que la síntesis trinitaria del Ser se realizaba cuando la Inteligencia Independiente
anulaba la emoción y le robaba su fuerza. Y hemos dicho que el anonadamiento de la emoción
no era el anonadamiento del deseo, del impulso existente detrás de esta emoción. Es que en
efecto la emoción debe ser considerada como la vía desviada por donde se descarga la fuerza
del impulso cuando la Inteligencia Independiente no funciona. El impulso mismo no es
contrario a la realización del Ser, incluso es indispensable. Es solamente la desviación de su
fuerza en emoción la que es falsa y que debe ser anulada para que la fuerza reencuentre su
vía normal.

Esto hará comprender que, si bien el método general de la realización interior es el mismo
para todos los hombres, los gestos interiores correctos por los cuales esta realización deberá
efectuarse son diferentes para cada uno de ellos. Si fuera el impulso el que debiera ser
anonadado por la Inteligencia Independiente, este gesto de muerte sería el mismo para todos.
Pero el gesto de vida que no anula más que la emoción y libera la fuerza del impulso, debe ser
adaptado exactamente a la estructura particular del sujeto.

Es decir que el análisis, que es la modalidad según la cual actúa la Inteligencia Independiente,
es un trabajo esencialmente individual y de ninguna manera un remedio uniforme distribuido
indiferentemente a todos. La intensidad y la cualidad de los impulsos varía en todos los
hombres. Y el análisis debe dar al sujeto la visión de su estructura original.

Este no será eficaz sino en la medida en que sea exacto. Será necesario descomponer los
mecanismos de los impulsos que existen detrás de las emociones, A veces ciertas emociones,
al comienzo invisibles, deberán ser hechas conscientes, deberán ser «rechazadas», antes de
que sus mecanismos productores puedan ser descompuestos. Y estas emociones rechazadas
deberán ser buscadas detrás del comportamiento del sujeto, el que será examinado con
minuciosidad. Es para realizar todo este trabajo que ha sido creada la técnica analítica.

El trabajo interior se servirá entonces de la observación del comportamiento. Pero nosotros


vamos a ver que él va también a modificar este comportamiento y utilizar esta modificación
para la realización de su meta. Nosotros vamos a ver que el esfuerzo hecho por el hombre
para obtener la visión justa de sí mismo
no se va a realizar durante un largo tiempo para terminar en una modificación brusca y única
de su vida. Al contrario, la visión producirá modificaciones sucesivas de esta vida y cada una
de esas modificaciones producirá a su vez un profundizamiento de la visión.

El comportamiento del hombre es lo que él hace, es su manifestación, es el conjunto de las


actitudes exteriores por las cuales él manifiesta sus actitudes interiores. Pero nosotros
sabemos que no se hace nada en el mundo que no sea según la ley de la trinidad. ¿Cómo
comprender que el hombre haga algo sin que funcione en él su principio conciliador superior,
la Inteligencia Independiente? ¿Hay allí una derogación de la ley de tres? No. Pero, para
explicarse este hecho, es preciso saber que el hombre es una criatura compleja en la que se
observa el juego de dos principios conciliadores, o equilibradores, diferentes. La Inteligencia
Independiente es el principio conciliador de naturaleza divina cuya actuación realiza la síntesis
trinitaria del Ser y, como lo hemos visto, el juego de ese principio, si bien es posible en el
hombre, no es necesario ni constante. El es necesario a la construcción del Ser intemporal del
hombre, pero no a la construcción de su ser temporal. A esta construcción temporal la preside
otro principio conciliador, emanado de Dios como todos los principios, pero no de naturaleza
plenamente divina. Es un principio conciliador natural, el mismo principio que actúa
igualmente en el animal privado de Razón divina. Y este principio, a la inversa del primero,
actúa en el hombre de una manera necesaria y constante.

Podemos estudiar el juego del principio conciliador natural cuando él actúa solo, sin que actúe
el principio superior. El principio natural es capaz de hacer la síntesis temporal del hombre,
pero no la síntesis de su Ser total. El obvía esta insuficiencia creando en el hombre lo que en
el lenguaje analítico se llama «compensaciones». Estos son sistemas de actitudes interiores y
exteriores, normas de comportamiento, que ahorran más o menos perfectamente al hombre el
sufrimiento producido por la necesidad insatisfecha de realizar su Ser total. Son máscaras
colocadas delante de vacíos, imitaciones del Ser real, así como hemos visto al placer simular
la alegría inmóvil del plano superior, o como el sueño simula la vigilia y protege así el dormir.

Las compensaciones, a fuerza de actuar, construyen hábitos, automatismos psíquicos. La


compensación,
al comienzo simple movimiento interior, adquiere así un elemento estático y llega a ser una
especie de situación-obstáculo colocada delante de la visión justa e impidiéndole producirse.
Ella mantiene la visión parcial, por lo tanto errónea, del plano inferior. Un círculo vicioso se
establece así, porque mientras más la visión se afirma, más disminuyen las oportunidades de
la visión justa, más la visión se parcializa y se falsea aumentando la importancia de la
compensación.

Se comprende inversamente que el juego voluntario y metódico de la Inteligencia


Independiente, obteniendo la visión desde lo alto que es la única justa en la medida en que es
obtenida, hace aparecer la absurdidad de la compensación desde el punto de vista del Ser y la
destruye en esa misma medida. La actitud interior falsa que ha sido así «aclarada»
desaparece, y el comportamiento exterior que le correspondía es abandonado y reemplazado
por un comportamiento justo. Este comportamiento «rectificado» no es una pantalla opaca
como lo era el comportamiento compensador, y su transparencia descubre otros mecanismos
compensatorios situados detrás de él que podrán a su turno sufrir la acción de la visión justa,
y así sucesivamente. Pues los mecanismos psicológicos se encajan desde la superficie del ser
hacia su profundidad y deben ser rectificados progresivamente en este orden.

Se ve que la realización interior aunque no consiste, propiamente hablando, en nada exterior


visible en el plano temporal, no podría efectuarse sin acarrear consecuencias visibles. Los
comportamientos compensadores son, ya lo hemos dicho, «situaciones-obstáculos», y ciertas
relaciones que el sujeto ha establecido entre él y las gentes y las cosas que lo rodean deben
ser rotas para que el trabajo interior pueda progresar.

Hubert Benoit

Traducido y extractado por Carmen Bustos de


"Métaphysique et Psychanalyse" Le Courrier du Livre.

Más Información:
Hubert Benoit.- "De la Réalisation Intérieure
"Le Courrier du Livre.

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