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TEMA 1.

LA CORONA

i. JUSTIFICACIÓN DE LA CORONA
1. ARGUMENTOS EN CONTRA
a)igualdad política
b)estado de derecho (igualdad jurídica)
2. ARGUMENTOS A FAVOR
a) La razón histórica
b) Poder integrador
c) Garante de la unidad nacional y relaciones internacionales
ii. FUNCIONES DE LA CORONA
1. Funciones “regladas” y debidas
2. Funciones “libres” o “discrecionales”
3. Irresponsabilidad y “refrendo”

1. JUSTIFICACIÓN DE LA CORONA

Como predica el Art 1 y en su apartado 2º también afirma, nuestra forma de Estado es la


democracia. Los poderes del Estado deben emanar directamente del único sujeto de la
soberanía, el pueblo. Sin embargo, el Art 1 en su apartado 3º encaja en esa forma del Estado
democrático un órgano que no pertenece al mismo: la monarquía, constituyendo en término
de ciencia política un régimen o sistema monárquico parlamentario. Ese órgano se sitúa en la
jefatura del Estado. Eso significa que se le atribuye la más alta representación del pueblo
español dentro del Estado y en la sociedad internacional. Es precisamente ese carácter no
democrático de la Corona lo que plantea la necesidad de justificar su elección como símbolo
del Estado, y la decisión constitucional a favor de la misma. Para ello, debemos argumentar a
favor y en contra para convencernos de si a pesar de no encajar en la democracia, podría
resultar útil al funcionamiento y desarrollo del Estado.

1. ARGUMENTOS EN CONTRA
a) IGUALDAD POLÍTICA

El principal argumento contra el sistema monárquico proviene de la idea misma de


democracia, de la igualdad política que constituye el núcleo duro de toda democracia.
Efectivamente, una monarquía como jefatura de Estado toca ese núcleo de 2 maneras
evidentes:

- Porque no emana del pueblo soberano. No es elegida tras un proceso electoral por
votación directa del pueblo o un Parlamento elegido por el pueblo, entre cuyas
atribuciones estará a su vez designar al Jefe del Estado. Este proceso electoral
democrático es el proceso más racional para seleccionar entre distintos candidatos el
que reúne mejores cualidades para el cargo. La clave del método es la libre
competencia que provoca, el sometimiento al control de la opinión pública de esas
cualidades de los candidatos. En una monarquía parlamentaria ese método racional
desaparece, los únicos criterios de selección son la historia, la biología y la tradición (el
art 57 CE afirma que esos serán los criterios que se tendrán en cuenta).
Una monarquía hereditaria como la que establece el artículo 57 afecta a la democracia
negándola en un segundo sentido, porque democracia e igualdad política significa
también el derecho igual de todos los ciudadanos a acceder a los cargos públicos, a ser
por lo tanto elegidos o examinados en sus méritos y capacidades para lograr un cargo
público. La propia constitución señala en su artículo 23 este principio democrático
como un derecho fundamental. Sin embargo, en una monarquía parlamentaria, el
cargo más representativo del Estado, el símbolo de la personalidad jurídica del Estado
queda reservado a una persona y a los sucesores legítimos de la misma, por lo tanto,
se convierte en el único cargo al que no pueden acceder el resto de ciudadanos, y por
eso daña el principio de igualdad, pero además la constitución no establece
condiciones o requisitos alguno para acceder en línea sucesoria a dicho cargo del
Estado, lo único que exige es ser hijo legítimo. Cumplida esa condición, el artículo 57 se
limita a establecer la fórmula para decidir dentro de las líneas sucesorias al heredero
directo al trono, siendo preferida la línea anterior a la posterior, una vez situada en esa
línea anterior deberá preferirse el grado más próximo al remoto y en el mismo grado al
varón sobre la mujer, y en el mismo sexo a la de edad mayor frente a la menor. Ese es
el sistema automático de asignación de la Jefatura de Estado y la ausencia de todo
control de las virtudes p
Públicas, capacidades intelectuales y la honorabilidad del heredero desaparecen
porque como señala el siguiente artículo el heredero lo es ya desde su nacimiento o
desde que se produce el hecho de su llamamiento. La única excepción que establece es
la de no contraer matrimonio contra expresa prohibición del rey o de las Cortes
Generales que llevaría a perder el derecho sucesorio y tampoco permite controlar la
personalidad del futuro jefe del Estado si se produce una abdicación. En efecto, según
el propio artículo 57, apartado 5º, las renuncias o abdicaciones del monarca a favor de
su heredero legítimo deben simplemente “resolverse” en una ley orgánica, es decir,
sólo tienen que ser ratificadas por mayoría absoluta del Congreso de los Diputados y
mayoría simple del Senado, pero no cabe debate sobre el heredero legítimo ni mucho
menos rechazo, se trata de un acto constitucionalmente debido, si el sucesor legítimo
está bien señalado en el documento de abdicación, la única abdicación que se ha
producido es la de junio de 2014.

b) IGUALDAD JURÍDICA
Por lo tanto, de lo dicho hasta ahora tenemos que la idea de democracia rechaza
completamente la presencia monárquica en la estructura del Estado por ese ataque
tan fuerte que provoca en la igualdad jurídica, precisamente en la institución que
mejor debería representar el espíritu democrático e igualitario de un pueblo y la
creencia fundamental de este en la meritocracia como única base de las distinciones,
pero además hay una segunda línea de rechazo a la corona que proviene ahora de la
igualdad jurídica y del Estado de derecho y el imperio de la ley, y es que todavía hoy las
monarquías y las constituciones de los sistemas monárquicos y parlamentarios
mantienen la regla constitucional según la cual, el rey no hace el mal, no comete
delitos, por lo tanto, es irresponsable cualquiera que sea el acato ilegal que cometa, ya
sea un delito, una infracción civil, administrativa, etc. Nuestra constitución sigue
manteniendo este principio constitucional en el Artículo 56, párrafo 3ª, donde
inviolable significa que no puede ser detenido ni siquiera en caso de delito flagrante,
de esta manera la monarquía parlamentaria se separa completamente de la República,
todas las constituciones republicanas establecen un procedimiento de inculpación y
condena del Jefe del Estado si este comete delitos u otros actos ilegales o incluso actos
considerados un deshonor para la nación.
Esta irresponsabilidad plena frente a cualquier acto que señala el Artículo 56 le
acompaña como privilegio al rey durante todo el ejercicio de su cargo, y tan sólo cesa si
el propio rey decide voluntariamente abdicar pasando al legítimo heredero señalado
en el artículo 57 de la Constitución. La abdicación es según la Constitución artículo 57
párrafo 5, como decimos, un acto personal y voluntario; ninguna resolución de las
Cortes Generales puede forzar al rey a la renuncia y cesión. En efecto, según la norma
constitucional la función de las Cortes Generales se limita a ratificar esta decisión
(abdicación), mediante una ley orgánica con un único artículo, pero es muy importante
resaltar que la abdicación se ha realizado correctamente. Las Cortes Generales sólo
pueden aprobar como acto constitucional debido, obligatorio, y no podrán en ningún
caso votar en contra.
Por lo tanto, una abdicación tampoco es un momento democrático para que el pueblo
a través de sus representantes pueda someter a control a la persona del Jefe del
estado. Pues bien, vista lo que es una abdicación, hay que señalar que la fecha de esa
abdicación es el comienzo de la responsabilidad jurídica del monarca emérito, de
manera que todos los actos ilegales cometidos antes de esa fecha (19 de junio del
2014) no son investigables ni perseguibles judicialmente, pero sí los cometidos con
posterioridad a tal fecha, y en cuanto al órgano judicial que debe juzgar esos actos
posteriores a esa fecha del rey emérito, la ley orgánica del poder judicial afirma que la
competencia judicial queda atribuida a las salas del Tribunal Supremo. Entendida así la
inviolabilidad se ha justificado por nuestro Tribunal Constitucional únicamente en
razón de la dignidad y el respeto que la jefatura de Estado necesita e incluso por el
funcionamiento eficaz que dicha cualidad da al funcionamiento de la jefatura. Sin
embargo, este es el privilegio de irresponsabilidad, unido al carácter no democrático de
las instituciones, sigue siendo de los argumentos más fuertes contra el sistema
monárquico parlamentario establecido en el título segundo de la constitución,
precisamente porque ambas características, rasgos unidos, lo convierten en un signo
dudoso del Estado, tal y como es ello define el Artículo 1 de la constitución; estado
social y democrático de derecho.

2. ARGUMENTOS A FAVOR

Sin embargo, frente a esas dos razones contrarias expuestas que aconsejan abrir una reflexión
constitucional hacia una república parlamentaria se oponen al menos tres argumentos sobre la
mayor utilidad que sigue teniendo la monarquía en nuestro país:

 La razón histórica. Se reconoce en efecto el papel protagonista que la Corona tuvo en la


transición a la democracia y en la fundación del nuevo Estado constitucional. Esta
razón histórica no se da sólo en nuestra monarquía sino que es común en todos los
países que siguen eligiendo este sistema política que es la monarquía parlamentaria.
 Poder integrador y garante de la unidad nacional: el valor que la monarquía representa
como expresión de la unidad nacional como símbolo de esa patria común e indivisible
de todos los españoles y españolas y la mejor garantía de la misma.
 Relaciones internacionales. La utilidad de la corona en tercer lugar se trata de apoyar
en la alta representación o divinidad que la institución tiene en otros países y estados
afirmando así que el rey es el mejor embajador posible para nuestro Estado en las
relaciones comerciales y en la firma de otros tratados políticos importantes.

Vistos estos tres argumentos y comparándolos con los anteriores, si se llegase a la conclusión
de que el título segundo de la Constitución debe ser reformado, serían posibles dos opciones
de reforma: la primera, más débil, consiste en retocar sólo parcialmente dicho título para
acabar con la irresponsabilidad (56.3), limitando la irresponsabilidad de los actos en ejercicio
de las funciones del rey, pro no aplicable a los actos personales. La segunda opción de reforma,
más radical, es cambiar por completo el título segundo de la Corona, para que pase a ser el
título del presidente de la República Española, para que se describa nuestro sistema como
república parlamentaria.

Ahora bien, sea cual sea la opción elegida en la actualidad, ninguna de ellas es en la práctica
posible, dado que los partidos políticos mayoritarios y otras fuerzas, salvo los partidos
independentistas y la extrema izquierda, están en contra de revisar la Corona, y lo están no
tanto porque racionalmente resulte una jefatura de Estado, un sistema político más útil y más
fundamentado que la república para la mayoría, sino porque cualquier modificación de la
Corona provocaría la posible ruptura de todo el régimen o sistema. Se dice en efecto que
cualquier proposición de reforma constitucional provoca enseguida otras propuestas o
enmiendas para modificar también el Artículo 2 sobre unidad nacional y derecho de
autodeterminación de las nacionalidades, y todo el título octavo sobre el Estado y las
competencias de las Comunidades Autónomas, y los nuevos Estados federados, incluso
reformas más técnicas como la del Senado, etc.

II. Funciones de la corona

Establecida constitucionalmente la Corona como Jefatura de Estado, el siguiente paso que debe
dar toda Constitución es decidir qué funciones o poderes le atribuye al rey en la estructura de
órganos y poderes del Estado. Se trata de una cuestión muy compleja, estudiada por la Ciencia
Política (sobre todo la inglesa; Bagehot), conforme a esta caben dos soluciones perfectamente
constitucionales y compatibles con una monarquía parlamentaria:

1. La primera solución: dada la naturaleza no democrática de la Corona y su carácter


fundamentalmente simbólico de la unidad nacional, se deberá reducir la función de la
misma dentro del sistema, a la pura representación del Estado en todos aquellos actos
donde se necesite personificar al mismo Estado y a la propia sociedad unida (recepción
de embajadores, día de la fiesta nacional…)

Un buen ejemplo es la Constitución de Suecia 1976, que ni siquiera le da al rey la función de


sancionar, promulgar y publicar las leyes. Tampoco exige ya que el Gobierno tome posesión de
sus cargos ante el rey, y este no está presente en ninguna otra decisión importante que el resto
de órganos constitucionales deba realizar.

2. La segunda solución consiste en lo opuesto, es decir, revestir al rey de funciones


controladas en el sentido de que no puede hacer nada por sí solo, pero que le
permiten esas funciones una fuerte presencia en todos los actos políticos y jurídicos
del Estado, en especial, en el momento en que se crean las leyes y otras fuentes del
derecho estatal, y en el momento en que se nombran los altos cargos y autoridades de
otros órganos del poder ejecutivo y judicial, e incluso en las elecciones.
Pues bien, ha sido esta segunda solución la acogida por nuestra Constitución en el título II de la
Corona, de hecho, podríamos dividir las distintas funciones atribuidas al rey en dos clases;
funciones regladas o debidas, y otras libres o discrecionales.

1. Funciones regladas o debidas: se tratan de ese conjunto de competencias o funciones


que el rey no puede cumplir por sí solo, en las que necesita la función de otro órgano
que es realmente quien toma las decisiones que tienen que ver con dicho acto, pero
que sin embargo el rey cumple la función de perfeccionar o integrar el acto jurídico o
político que se está llevando a cabo. Lo decisivo es que sin la parte que corresponde al
rey, el acto del otro órgano del Estado carece de validez. Ello se ve claramente si
enumeramos esas decisiones y actos que necesitan del perfeccionamiento por el rey.
Los mismos vienen establecidos en el Artículo 62 de la Constitución, es al rey a quien
corresponde sancionar, promulgar y mandar publicar la ley. Por lo tanto, aunque el rey
no participa en las discusiones y votaciones de la ley reservada únicamente a las Cortes
Generales, la ley aprobada por estas no es todavía derecho válido y vigente hasta que
el rey no firma dicha ley, la manda cumplir y la lleva a publicar al BOE. Además, el rey
también está presente con esta función integradora o perfeccionadora en el caso de los
tratados internacionales negociados y redactados por el Gobierno, autorizados por las
Cortes Generales, pero sólo válidos si el rey firma el consentimiento del Estado de
cumplirlos (artículo 63.2). Sin embargo, el acto del rey no sólo es necesario en el
momento de creación del Derecho, sino que el Artículo 62 también lo convierte en
integrador de los nombramientos de los altos cargos del Estado, comenzando por el
artículo 62.d., proponiendo al candidato a Presidente del Gobierno, es también el rey
quien nombra a los 12 magistrados del Tribunal Constitucional, o a los vocales del
Consejo General del Poder Judicial (art 122), también es el rey quien nombra a los
ministros. Ahora bien, es necesario subrayar que las personas seleccionadas para esos
cargos no son seleccionadas nunca por el rey, ni puede este participar en su selección,
y su función se limita a sancionar el nombramiento, pero este no es válido sin esa firma
real.

Pero incluso en los momentos decisivos de nuestra democracia, como convocar y disolver las
Cortes Generales, convocar elecciones y llamar a referéndum, el artículo 62 de la Constitución
atribuye al rey la misma función perfeccionadora o contribuidora al acto de otro órgano del
Estado.

Así por ejemplo, en el caso del referéndum es el presidente del Gobierno con la autorización
del Congreso de los Diputados con mayoría absoluta, quien toma la decisión política de
convocar el referéndum y prepara la “pregunta” con la cuestión que se va a someter a la
decisión del pueblo español, pero el referéndum no se puede publicar en el BOE, y estar
válidamente convocado si el rey no firma, y por lo tanto no convoca solemnemente. Todas
estas funciones y otras, son funciones que necesariamente debe cumplir el rey por mandato
expreso y directo de la norma constitucional, debe además cumplirlas en el momento y en la
forma en que la propia Constitución u otras leyes señalan sin poder negarse a realizar este acto
que se le pide, y en la forma en que se le pide, sin embargo, y plantea la difícil cuestión
constitucional de, qué ocurre si el rey se niega a cumplir su función. Además, la larga lista de
funciones del rey plantea el problema también de su posible implicación en conflictos o
polémicas políticas, y ello porque algunos de esos actos complejos que debe perfeccionar o
integrar pueden estar fuertemente debatidos en la opinión publica, especialmente por los
partidos de la oposición, por ello nuestra Constitución trata de sacar al rey de la polémica
política con la regla de su irresponsabilidad total en el ejercicio de sus funciones (artículo 56.3).

Ahora bien, la Constitución no sólo le atribuye estas funciones regladas y debidas, que
necesariamente tiene que cumplir, sino que le ha dado al monarca como jefe del Estado alguna
competencia o función libre, es decir, que puede ejercer sin sujetarse a la voluntad de otro
órgano dando contenido, forma y sentido a dicha función según su criterio y voluntad, la más
importante es la que recoge el Artículo 56.

Una monarquía hereditaria como la que constituye el Artículo 57 niega la democracia e


igualdad política en un segundo sentido, porque democracia e igualdad política significa
también el derecho igual de todos los ciudadanos a acceder a los cargos públicos. A ser, por lo
tanto, elegidos o examinados en sus méritos y capacidades para lograr un cargo público. El
artículo 23 señala que este derecho es fundamental. Sin embargo, en una monarquía
parlamentaria, el cargo más representativo del Estado, el símbolo mismo de su personalidad
jurídica queda reservado a una persona y a los sucesores legítimos de la misma. Por lo tanto, se
convierte en el único cargo al que no pueden acceder el resto de ciudadanos y ciudadanas, y
por eso daña o viola el principio de igualdad. Pero además, la Constitución no establece
condición o requisito alguno para acceder en línea sucesoria a dicho cargo del Estado.
Solamente exige que se trate de un legítimo heredero. Cumplida esa condición, el artículo 57
se limita a establecer la fórmula para preferir, dentro de las líneas sucesorias, al heredero; una
vez situados en esa línea anterior o directa deberá entonces preferirse el grado más próximo al
más remoto; y por último, en el mismo grado, al varón sobre la mujer; y en el mismo sexo, la
persona de más edad a la de menos. Ese es por tanto, el sistema automático de designación de
la jefatura del Estado, y la ausencia de todo control de las virtudes públicas y la honorabilidad
del heredero o heredera desaparece porque, como señala el Artículo 57.2., el heredero lo es ya
desde su nacimiento, o desde que se produzca el hecho que origine el llamamiento. La única
excepcional condición que establece la orden constitucional es no contraer matrimonio contra
la expresa prohibición del Rey o de las Cortes Generales, que llevaría a perder el derecho
sucesorio (57.4), y tampoco permite la Constitución controlar la personalidad del futuro jefe
del Estado si se produce una abdicación. Si el rey decide abandonar y hacer efectiva una
abdicación, las Cortes Generales sólo pueden ratificarlo, no pueden entrar en debate. En
efecto, según el propio Artículo 57, apartado 5º, las renuncias o abdicaciones del monarca a
favor de su heredero legítimo, deben simplemente “resolverse” en una ley orgánica. Es decir,
sólo tienen que ser ratificadas por mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, y mayoría
simple del Senado, pero no cabe debate sobre el heredero o heredera legítima, ni mucho
menos rechazo. Se trata de un acto constitucionalmente debido. Si el sucesor legítimo está
bien señalado en el documento de abdicación sólo cabe ratificar o aprobar por parte de las
Cortes Generales.

Por lo tanto, de lo dicho hasta ahora, tenemos que la idea de democracia rechaza
completamente la presencia monárquica en la estructura del Estado, por ese ataque tan fuerte
que provoca en la igualdad política, precisamente es la institución que mejor debería
representar el espíritu igualitario y democrático de un pueblo, y la creencia fundamental de
este en el trabajo y en el mérito, como única base de las distinciones. Pero, además, hay una
segunda línea de rechazo o crítica a la corona, que nace ahora de la igualdad jurídica y del
Estado de derecho y el imperio de la ley, y es que, todavía hoy las monarquías y las
constituciones de los sistemas monárquicos parlamentarios mantienen la regla constitucional
según la cual el rey no comete delitos, no hace el mal, por lo tanto es, completamente
irresponsable, cualquiera que sea el acto ilegal que cometa. Ya se trate de un delito, de una
ilegalidad administrativa, civil o laboral. Nuestra Constitución sigue manteniendo este principio,
en el Artículo 56.3. La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.
Inviolable significa que no puede ser detenido, salvo en caso de flagrante delito. De esta
manera, la monarquía parlamentaria se separa completamente de la República. Todas las
Constituciones republicanas, en efecto, establecen sí o sí, un procedimiento de inculpación y
condena del jefe del Estado, si este comete delitos u otros actos ilegales, o incluso actos
considerados un deshonor para la nación.

Esta irresponsabilidad plena y universal frente a cualquier acto le acompaña como privilegio
durante todo el ejercicio de su cargo, y tan sólo cesa si el propio rey decide voluntariamente
abdicar, es decir, renunciar a su posición de jefatura del Estado, traspasándola, cediéndola, al
legítimo heredero o heredera según la regla señalado en el Artículo 57 de la Constitución. La
abdicación es según la Constitución, Art 57.5., un acto personal y voluntario. Ninguna
resolución de las Cortes Generales puede forzar al rey a esta renuncia y cesión. En efecto,
según la norma constitucional, la función de las Cortes Generales de Congreso y Senado se
limita a ratificar esa abdicación mediante una ley orgánica con un único artículo. Es muy
importante resaltar que si la abdicación se ha realizado correctamente, las Cortes Generales
sólo pueden aprobarla como acto constitucional debido, y no podrían en ningún caso votar en
contra. Por lo tanto, una abdicación tampoco es un momento democrático para que el pueblo a
través de sus representantes, la mayoría democrática, pueda someter a control a la persona del
jefe del Estado. Hay que señalar que es la fecha de esa abdicación el comienzo mismo de la
responsabilidad jurídica del monarca emérito, cesante o saliente; de manera que, todos los
actos legales, civiles, penales y administrativos, cometidos antes de esa fecha (ej. 19 de junio
de 2014) no son investigables ni perseguibles judicialmente, pero sí los cometidos con
posterioridad a tal fecha. Y en cuanto al órgano judicial que debe conocer esos actos ilegales
posteriores a esa fecha, la Ley Orgánica 4/2014 del Poder Judicial, afirma que la competencia
judicial queda atribuida a las salas de lo civil y lo penal del Tribunal Supremo. Entendida así esta
inviolabilidad se ha justificado nuestro Tribunal Constitucional únicamente en razón de la
dignidad y el respeto que el jefatura de Estado necesita o requiere, e incluso por el
funcionamiento más eficaz que dicha irresponsabilidad facilita a la institución de la jefatura de
Estado.

Sin embargo, este privilegio de irresponsabilidad, unido al carácter no democrático de la


institución siguen siendo los argumentos más fuertes contra el sistema monárquico
parlamentario establecido en el título segundo de la Constitución, precisamente porque ambas
características o rasgos unidos lo convierten en un símbolo dudoso, débil, del Estado, tal y
como este lo define el Artículo 1, párrafo 1 de la Constitución.

3. ARGUMENTOS A FAVOR

Sin embargo, frente a esas dos razones contrarias, que aconsejarían abrir una reflexión
constitucional hacia una república parlamentaria, se oponen al menos tres argumentos sobre
la mayor utilidad que sigue teniendo la monarquía en nuestro Estado.

En primer lugar, la razón histórica. Se reconoce en efecto el papel crucial que la Corona tuvo en
la transición hacia la democracia, y por lo tanto, en la fundación del nuevo Estado. Esta razón
histórica no se da sólo en nuestra monarquía, sino que es común en todos los países y Estados
que siguen eligiendo este sistema político.

Poder integrador y garante de la unidad nacional. La segunda razón considera el valor que la
monarquía representa como expresión de la unidad nacional, como símbolo de esa patria
común e indivisible de todos los españoles y españolas, y la mejor garantía de la misma.

Por último, estarían las relaciones internacionales. La utilidad de la Corona en tercer lugar se
trata de apoyar en la alta representación o divinidad que la institución tiene por otros países o
Estados. Se afirma así que el rey es el mejor embajador posible para nuestro Estado en las
relaciones comerciales y en la firma de otros tratados políticos importantes.

Vistos esos tres argumentos, y confrontándolos con los anteriores, si se llegase a la conclusión
de que el título segundo de nuestro texto fundamental debe ser reformado, serían posibles dos
opciones de reforma: una más fuerte y otra más débil.

La primera, reformar sólo parcialmente dicho título segundo de la Corona, para frenar la
irresponsabilidad, limitándola a los actos en ejercicio de las funciones del Rey, pero no
aplicable a los actos personales; y reformar el Artículo 57 para que no se prefiera ya al varón
sobre la mujer.

La segunda opción más radical es cambiar de arriba abajo el título segundo de la Corona, para
que pase a ser el título del presidente de la república española. Por supuesto, el Artículo 1,
para que describa nuestro sistema como republica parlamentaria.

Ahora bien, sea cual sea la opción elegida, en este momento de la vida política española hay
que afirmar que ninguna es fácticamente posible, dado que los partidos políticos mayoritarios,
y otras fuerzas, a salvo los partidos independentistas vascos y catalanes y la extrema izquierda
están en contra de revisar la Corona, y lo están no tanto porque racionalmente resulte una
jefatura de Estado más útil para la mayoría, más fundamentado que la República, sino porque
cualquier modificación de la Corona provocaría la posible ruptura de todo el régimen o
sistema. Se dice en efecto que cualquier proposición de reforma constitucional provocaría
enseguida otras propuestas o enmiendas de reforma para modificar también el Artículo 2
sobre unidad nacional y derecho de autodeterminación de las nacionalidades, y por tanto, todo
el título octavo sobre el estado y las competencias de los Estados de las Comunidades
Autónomas y los nuevos Estados federados, y reformas más técnicas como del Senado.
**

Además de esas competencias, funciones prerrogativas, poderes atribuidos del rey en los
artículos mencionados (art 62 y 63, y otros), la Constitución le concede además al rey
competencias o funciones exclusivas y discrecionales, sujetas sólo a su voluntad y al momento
en que decida realizarlas. La más importante es la que contiene el Artículo 56, párrafo 1º Ce,
“corresponde al rey la más alta representación del Estado”, “corresponde al rey arbitrar y
moderar el funcionamiento regular de sus instituciones”. El rey puede en efecto emitir
mensajes, conforme a esta facultad, mediante los cuales trate de influir en las decisiones
políticas de otros órganos constitucionales para que se ajusten a lo que la Constitución les
exige en el desarrollo de sus funciones, o traten de llegar a acuerdos o consensos si existen
conflictos, tensiones, crisis entre ellos. Así por ejemplo, el discurso del rey de 2017 exigiendo a
los poderes públicos con competencia constitucional para ellos, según el Art 155 de la
Constitución, someter a la Comunidad Autónoma catalana al respeto a la Constitución y a las
leyes del Estado, y por tanto, a un funcionamiento respetuoso con la Constitución.

Ahora bien, tales actos de influencia introducen al rey en la polémica política, le hacen
participar de alguna manera en el conflicto, y deja de ser poder neutral, para convertirse en
poder parcial, sujeto a críticas de parte de la opinión pública perjudicada. Así ha ocurrido con
Felipe VI y la opinión pública mayoritaria catalana.

Por ello, en muchas monarquías parlamentarias, y en la inglesa, la Constitución o la costumbre


constitucional, ha excluido ya esta función moderadora y de arbitraje del rey, exigiendo que se
mantenga en los estrictos términos de un símbolo neutral capaz de representar al Estado
cualquiera que sea la crisis política en que se encuentre. En una palabra, las monarquías
parlamentarias más desarrolladas, rechazan todo activismo del rey, que el rey no realice ningún
acto que pueda ir en contra de la dirección política internacional o interna marcada por el
Gobierno. Dado que es la Constitución la que establece que sólo el Gobierno dirige la política
interior y exterior del Estado. (Esta sujeción a la política del gobierno y la mayoría llega incluso
a someter a previo control del Gobierno cualquier viaje del rey por la implicación política que
pueda tener en materia internacional).

En fin, también son actos discrecionales del rey.

3.Irresponsabilidad y refrendo.

Ahora bien, son las funciones regladas o debidas las que han planteado cuestiones técnicas a
resolver por la ciencia política, y que tienen relación, están conectadas, con la necesidad en
toda democracia de limitar al máximo los poderes del rey. De hecho, el principio establecido en
las monarquías parlamentarias es que el rey no puede hacer nada por sí solo. Que tiene que
ser siempre controlado por otro órgano constitucional. A salvo ese espacio discrecional que le
deja la Constitución. Y ello con un doble objetivo: el primero, que el rey no realice ningún acto
ilegal o inconstitucional y que no actúe más allá de las funciones estrictas que la Constitución le
señala; y en segundo lugar, que cumpla con esas funciones regladas, también de manera
correcta, sin abusar de las mismas. Para ello, todas las Constituciones de las monarquías
parlamentarias, establecen la llamada técnica del “refrendo”, o “contrafirma”, “firma al lado de
“, firma junto a la firma del rey.
Entendido así, el refrendo es una firma de control. El órgano constitucional que firma junto al
rey comprueba que el rey se ha limitado a hacer lo que la Constitución le pide o le obliga a
hacer, por ejemplo, sancionar y promulgar una ley aprobada en las Cortes Generales. Sin
alterar o modificar en nada dicho texto legal. Pero además, el refrendo impide como firma de
control que se publique y adquiera eficacia jurídica cualquier acto hecho por el rey que no
pertenezca a sus competencias constitucionales. Por ejemplo, la concesión de un premio a un
hombre de Estado, sin la autorización del Gobierno, que es quien dirige la política
internacional. Y para asegurar esta función de control, la propia Constitución en su Artículo 56
afirma o señala que los actos del rey estarán siempre refrendados, careciendo de validez sin
dicho refrendo. En fin, la Constitución añade además qué órganos constitucionales son los
encargados de refrendar los actos del rey. Salvo que sea necesario su sustitución con la firma o
refrendo de un ministro o ministra, mientras que el nombramiento del presidente del Gobierno
será refrendado por la presidenta o presidente del Congreso de los Diputados (Art 64). Ahora
bien, el refrendo exige como técnica, en buena lógica jurídica excluir completamente la
responsabilidad del rey por los actos que realiza en el ejercicio de sus funciones regladas, y
sometidas a refrendo, porque dado que él verdaderamente sólo participa a efectos simbólicos
y formales, y bajo control, toda la responsabilidad política y jurídica de ese acto complejo del
Estado debe recaer en quien refrenda.

Así por ejemplo, del Real Decreto que concede indulto a los miembros del proces, en el que se
comete una ilegalidad, solo resulta política y jurídicamente responsable el presidente del
Gobierno o el ministro de Justicia que refrenda.

Finalmente, vistas las funciones del rey y su carácter perfeccionador, necesario e


imprescindible para la validez jurídica de todo acto del Estado, cabe plantearse qué ocurre si el
rey, a pesar de estar obligado, y haberlo jurado, decide no cumplir sus funciones. Pues bien,
para ese problema constitucional, que paralizaría al Estado impidiendo que una ley aprobada
en Cortes entre en vigor, nuestra Constitución no establece solución alguna. Es imposible
sustituir al rey. Ni siquiera es posible aplicar el Artículo 59 párrafo 2º. Es imposible inhabilitarlo,
es decir, declararlo imposibilitado medicamente, fisiológicamente para el ejercicio de sus
funciones.

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