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Aguafuerte

[Minicuento - Texto completo.]


Rubén Darío

De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes
llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que
resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas,
áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se
miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas
armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia
enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero.
Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas
holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas
piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las
llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de
sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre
aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían
resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado.

FIN
Juan y el caldero
En la bella isla de Puerto Rico, vivía Juan con su mamá. Juan era un niño de buen corazón, pero
siempre andaba en problemas por no seguir instrucciones.
Un día su mamá lo llamó y le dijo:
—Juan, necesito que vayas donde tu madrina y le pidas prestado el caldero. Estoy cocinando un
asopao de pollo y no me cabe en la olla. ¡Apúrate que lo necesito con urgencia!
—Claro que sí, mamá —respondió Juan.
El asopao de pollo era su comida favorita, así que salió corriendo colina arriba hacia la casa de su
madrina.
Al llegar, su madrina lo saludó y le entregó el caldero.
—Juan, ten mucho cuidado con mi caldero, recuerda que es de cerámica y puede romperse—le dijo.
—No te preocupes madrina —respondió Juan, mirando la enorme olla de tres patas.
Entonces, emprendió su camino colina abajo hasta que el sudor empezó a recorrerle por la cara y sus
brazos comenzaron a sentirse muy, pero muy cansados ante el peso del caldero.
Su casa no quedaba muy lejos, Juan puso el caldero en la tierra y se detuvo para pensar:
“Los perros tienen cuatro patas y caminan. Los gatos tienen cuatro patas y caminan. Las gallinas tienen
dos patas y caminan, ¿cómo es posible que este caldero de tres patas no camine?”
Juan miró el caldero y con toda seriedad le dio la orden:
—Camina caldero de tres patas, mi madre te espera para hacer asopao de pollo.
¡Pero el caldero no se movió ni un poquito! Muy enojado, Juan le dio una patada y lo mandó rodando
por la colina, con tan mala fortuna que el caldero se estrelló contra una roca y se quebró en mil
pedacitos. Nadie supo si Juan cenó asopao de pollo.
Lo que sí se sabe es que después de ese día, la madrina dejó de confiar en Juan... y su mamá nunca
volvió a pedirle favores.

El conejo plasmado en la luna


Cuenta la leyenda azteca, que el dios Quetzalcóatl dejó su aspecto de serpiente emplumada para
transformarse en un hombre común y así poder explorar la Tierra.
El dios se encontraba tan maravillado con los hermosos paisajes que siguió caminando hasta que el
cielo se oscureció y se llenó de estrellas. Cansado y hambriento, se detuvo al lado del camino.
Un conejo pasó por su lado y le preguntó:
—¿Estás bien?
—No, me siento muy cansado y hambriento —respondió el dios.
Sin saber que estaba hablando con una deidad, el conejo rápidamente se ofreció a compartir su comida
con Quetzalcóatl.
—Gracias, pero no como plantas — le dijo el dios al conejo.
El pequeño animal sintió mucha pena por el viajero:
—No tengo nada más que ofrecerte, soy una criatura insignificante y tú necesitas recuperar tus fuerzas,
por favor cómeme y reanuda tu viaje.
El dios conmovido por el noble gesto de la pequeña criatura, regresó a su forma de serpiente
emplumada y sostuvo al conejo tan alto que su reflejo quedó plasmado para siempre en la luna.
Luego, regresó al conejo a la Tierra y dijo:
—No eres una insignificante criatura, tu retrato pintado en la luz de la luna contará a todos los hombres
la historia de tu bondad.

María y el panadero avaro


Érase una vez, en un pequeño pueblo de Perú, una humilde joven llamada María que vivía frente a una
panadería. Todos en el pueblo le tenían aprecio porque era muy trabajadora y de buen corazón. Para
pagar sus alimentos, María limpiaba casas y lavaba ropa ajena.
El panadero, vecino de María, horneaba los mejores panes, pasteles y tartas de todo el pueblo. Pero él
era un hombre codicioso y áspero que rara vez tenía una palabra amable que ofrecer. Aun así, su
panadería siempre estaba llena de gente, porque nadie podía hornear tan bien como él.
María y el panadero rara vez cruzaban palabra, pero la joven amaba los olores que provenían de la
panadería. Antes del amanecer, mientras el panadero horneaba, María se acercaba a la ventana de la
panadería para deleitarse con los deliciosos aromas.
—¡Ah, qué deliciosos olores! —exclamó la joven—. No tengo cómo comprar los panes y pasteles, pero
me siento feliz solo con olerlos.
El panadero alcanzó a escuchar a María y furioso le dijo:
—Si te sientes feliz con los olores, tendrás que pagar por ellos.
De un portazo cerró la pastelería y salió camino abajo hacia el juzgado. Cuando llegó ante el juez, dijo:
—María me debe dinero porque me ha robado.
Y presentó su caso. El juez lo escuchó atentamente y citó a María a juicio ordenándole traer diez
monedas de oro.
Pronto, la gente del pueblo se enteró de la noticia y acudieron a la casa de María. Entre todos habían
reunido las diez monedas de oro.
Llegó el día del juicio y María se presentó al juzgado con las diez monedas de oro dentro de una bolsa.
—María —dijo el juez—, ¿has estado oliendo las tartas, pasteles y panes del panadero?
—Sí, señor Juez, lo confieso —dijo María—. Por la mañana me deleito con todos esos maravillosos
olores; estos se confunden con el aire cuando salen por la ventana.
El juez se quedó en silencio. Todo el pueblo, reunido en la sala del juzgado también guardó silencio.
Después de varios minutos, el juez se levantó.
—He llegado a un veredicto — dijo—. Te encuentro culpable de robar los olores del panadero. Ahora es
el momento de tu sentencia. Acércate al panadero y sacude la bolsa que traes con las diez monedas.
María, muy desconcertada con la extraña petición, se acercó al panadero y sacudió la bolsa.
Todos escucharon el sonido de las monedas.
El juez miró al panadero y le preguntó: —¿Has escuchado el sonido de esas monedas?
—Claro que sí Señor Juez —respondió el panadero.
—¿Y es un sonido encantador para ti? —preguntó el juez.
—Claro que sí, señor Juez —respondió el panadero.
—Bien entonces —dijo el juez —. María ha robado los olores de tu panadería y te ha pagado con el
sonido de las monedas. ¡Caso cerrado!

Tío Tigre y Tío Conejo


Una calurosa mañana, se encontraba Tío Conejo recolectando zanahorias para el almuerzo. De
repente, escuchó un rugido aterrador: ¡era Tío Tigre!
—¡Ajá, Tío Conejo! —dijo el felino—. No tienes escapatoria, pronto te convertirás en un delicioso
bocadillo.
En ese instante, Tío Conejo notó unas piedras muy grandes en lo alto de la colina e ideó un plan.
—Puede que yo sea un delicioso bocadillo, pero estoy muy flaquito —dijo Tío Conejo—. Mira hacia la
cima de la colina, ahí tengo mis vacas y te puedo traer una. ¿Por qué conformarte con un pequeño
bocadillo, cuando puedes darte un gran banquete?
Como Tío Tigre se encontraba de cara al sol, no podía ver con claridad y aceptó la propuesta. Entonces
le permitió a Tío Conejo ir colina arriba mientras él esperaba abajo.
Al llegar a la cima de la colina, Tío Conejo gritó:
—Abre bien los brazos Tío Tigre, estoy arreando la vaca más gordita.
Entonces, Tío Conejo se acercó a la piedra más grande y la empujó con todas sus fuerzas. La piedra
rodó rápidamente.
Tío Tigre estaba tan emocionado que no vio la enorme piedra que lo aplastó, dejándolo adolorido por
meses.
Tío Conejo huyó saltando de alegría.

Quetzalcóatl y el maíz
Cuenta la leyenda que muchos siglos atrás, antes de la existencia del dios Quetzalcóatl, el pueblo
azteca solo se alimentaba de raíces y animales.
Sin embargo, detrás de las enormes montañas vecinas, yacía un tesoro imposible de alcanzar; ese
tesoro era el maíz. Otros dioses intentaron sin triunfo dividir las montañas para que los hombres
pudieran atravesarlas.
Fue entonces que apareció Quetzalcóatl.
Quetzalcóatl prometió a los aztecas que les entregaría el preciado maíz, pero no mediante el uso de la
fuerza, sino de la inteligencia. Fue así como se transformó en una hormiga negra y acompañado de una
hormiga roja que conocía el camino, se marchó hacia las montañas.
En el recorrido encontró innumerables obstáculos, pero estos no lo detuvieron. Él mantuvo en sus
pensamientos las necesidades del pueblo azteca, y siguió avanzando.
Pasaron muchos días antes de que Quetzalcóatl llegara a cima de la montaña y encontrara el maíz.
Tomó un grano entre sus mandíbulas y emprendió el camino de regreso. Al llegar, les entregó a los
aztecas el grano de maíz prometido.
Desde ese día, el pueblo azteca prosperó bajo el cultivo y cosecha del maíz. Se hicieron poderosos,
llenos de riquezas y construyeron las más imponentes ciudades, palacios y templos.
Y por esto, veneraron con fervor a Quetzalcóatl; el dios que les trajo el maíz.

Juan y la puerca emperifollada


En la bella isla de Puerto Rico, vivía Juan con su mamá. Juan era un niño muy bueno, sin embargo,
siempre andaba metido en problemas por ser muy despistado. No es que él quisiera ser de esa manera,
pero se le hacía muy difícil prestar atención y seguir instrucciones.
Un domingo, muy temprano por la mañana, su mamá lo llamó desde la puerta y le dijo:
— Juan, presta atención: tengo que ir al pueblo a misa y necesito que cuides a Dorotea, la puerca.
Llévale agua para que no tenga sed y no le dé mucho calor, ¿me entendiste?
En ese momento, cerró la puerta y emprendió el largo camino hacia el pueblo.
—Claro que sí, mamá —respondió Juan.
Pero en realidad, como se encontraba medio dormido y bostezaba mientras que su mamá le hablaba,
las únicas palabras que alcanzó a escuchar fueron:
PUEBLO, MISA, DOROTEA, LA PUERCA, LLÉVALE.
—Mi mami quiere que lleve a misa a Dorotea, la puerca — pensó Juan.
Así que corrió a la habitación de su mamá, abrió el ropero y escogió el mejor traje de domingo que su
madre tenía y dos pares de tacones.
Luego, se dirigió hacia el tocador y tomó un collar, un par de aretes y el brazalete de perlas. Puso todo
encima de la cama y salió al corral.
—Vengo a llevarte a misa, Dorotea, pero primero tengo que vestirte muy bien.
Juan abrió la puerta del corral y llevó la puerca a la habitación de su mamá.
Estando en la habitación le puso el traje, las joyas y los tacones. Antes de salir, le aplicó un pocotón de
maquillaje y colocó sobre su cabeza un sombrero de paja para que no le diera calor.
—Tienes que lucir muy bien para ir a misa —dijo Juan.
Entonces, abrió la puerta de la casa, pero Dorotea, toda emperifollada, salió corriendo hacia su corral. A
la pobre puerca no le gustaban los vestidos ni las joyas, así que gruñó y se revolcó en el fango hasta
que se deshizo de ellas.
En ese momento, regresaba de misa la mamá de Juan en compañía de sus vecinos, y al ver semejante
espectáculo se rieron a carcajadas.
Es por esto por lo que, hasta el día de hoy, cuando alguien se emperifolla demasiado, los vecinos dicen
que se parece a la puerca de Juan.
Tío Tigre, Tío Conejo y los mangos
Una tarde de verano, Tío Tigre y Tío Conejo quisieron dejar a un lado sus diferencias y dar un paseo por
el campo. Al cabo de varias horas, el calor se hizo insoportable y los nuevos amigos decidieron sentarse
a la sombra de un frondoso árbol de mangos.
Los mangos eran pequeños, pero dulces y jugosos. Tío Conejo y Tío Tigre comieron muchas de estas
frutas hasta quedarse dormidos.
Al despertar, Tío Tigre levantó la vista hacia las ramas del árbol y le dijo a Tío Conejo:
—¡En este mundo todo está al revés! Este árbol tan alto tiene mangos pequeños, mientras que las
enormes sandías nacen de tallos en la tierra. Pasa lo mismo contigo Tío Conejo, eres bajo de estatura,
pero bastante orejón.
Al final de estas palabras, le cae a Tío Tigre un mango en la cabeza.
—¡Qué afortunado eres Tío Tigre! Si las sandías crecieran en los árboles, menudo golpe que te
hubieras llevado —dijo Tío Conejo, revolcándose de la risa.
Y fue así que Tío tigre y Tío conejo volvieron a enemistarse.
"La continuidad de los parques"
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los
robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi
perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra,
absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba
la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido
para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido
desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y
disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano
acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña.
Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir
en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

El cerdito verde
 

En un lugar de Colombia que nadie recuerda, hubo una vez una familia de cerdos que vivía
plácidamente en una granja.
Allí tenían todo lo que se podía desear. Durante el día, retozaban en el barro y después se bañaban
en cualquier charca de las muchas que había en la finca para refrescarse un poco. Si tenían hambre,
su dueño les ofrecía un gran cubo lleno de ricas bellotas o mordisqueaban apetitosos frutos rojos que
la naturaleza ponía a su disposición.
Un día, la mamá cerda tuvo una nueva camada de gorrinos. Todos eran gorditos y sonrosados menos
uno, que nació de color verde esmeralda. Los cerditos le miraron horrorizados y no entendían cómo
un animal tan extraño podía ser su hermano.
Además de verde, su comportamiento era muy diferente al de los demás. En vez de alimentarse de la
leche de la madre prefería comer trozos de bizcocho. Tampoco le gustaba retozar en el barro como
sus hermanos ¡A él le gustaba mucho más intentar subirse a los árboles!
Con el paso del tiempo se ganó la fama de que era un cerdito raro y él lo sabía. En realidad, no le
importaba lo más mínimo ser diferente.  Lo que no se imaginó es que su familia y el resto de animales
de la granja, odiaban sus extravagancias y no le aceptaban tal como era. Poco a poco fueron
apartándole y el cerdito se sentía cada día más solo. Nadie le hacía caso ni quería jugar con él.
Harto y disgustado, una mañana decidió marcharse lejos. Ni siquiera miró hacia atrás. Con los ojillos
llenos de lágrimas y lo poco que tenía, se adentró en el bosque buscando un lugar mejor donde vivir.
Al finalizar el día se encontró con una pareja de ciervos entrados en años que no tenían hijos. Allí
estaban ellos, masticando un poco de hierba, cuando vieron aparecer un cerdito verde ante sus ojos
¿Un cerdo verde? ¡Qué cosa más curiosa! Sin temor se acercaron a él y notaron que estaba muy
triste y abatido. Con mucha dulzura, la cierva le preguntó qué hacía por allí, y el pequeño le contó que
era muy infeliz porque nadie comprendía que no pasaba nada por ser distinto a los demás.
Los ciervos se conmovieron y decidieron que ese cerdito sería el hijo que nunca tuvieron. Le lavaron
bien, le dieron agua y comida y dejaron que por la noche se acurrucara junto a ellos para dormir
calentito.
Los tres formaron una familia pintoresca pero muy feliz y cuentan que por aquella época, algún
humano que atravesó el bosque, pudo ver la hermosa estampa de una pareja de ciervos junto a un
cerdito verde esmeralda correteando entre los árboles.

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