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De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes
llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que
resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas,
áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se
miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas
armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia
enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero.
Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas
holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas
piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las
llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de
sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre
aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían
resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado.
FIN
Juan y el caldero
En la bella isla de Puerto Rico, vivía Juan con su mamá. Juan era un niño de buen corazón, pero
siempre andaba en problemas por no seguir instrucciones.
Un día su mamá lo llamó y le dijo:
—Juan, necesito que vayas donde tu madrina y le pidas prestado el caldero. Estoy cocinando un
asopao de pollo y no me cabe en la olla. ¡Apúrate que lo necesito con urgencia!
—Claro que sí, mamá —respondió Juan.
El asopao de pollo era su comida favorita, así que salió corriendo colina arriba hacia la casa de su
madrina.
Al llegar, su madrina lo saludó y le entregó el caldero.
—Juan, ten mucho cuidado con mi caldero, recuerda que es de cerámica y puede romperse—le dijo.
—No te preocupes madrina —respondió Juan, mirando la enorme olla de tres patas.
Entonces, emprendió su camino colina abajo hasta que el sudor empezó a recorrerle por la cara y sus
brazos comenzaron a sentirse muy, pero muy cansados ante el peso del caldero.
Su casa no quedaba muy lejos, Juan puso el caldero en la tierra y se detuvo para pensar:
“Los perros tienen cuatro patas y caminan. Los gatos tienen cuatro patas y caminan. Las gallinas tienen
dos patas y caminan, ¿cómo es posible que este caldero de tres patas no camine?”
Juan miró el caldero y con toda seriedad le dio la orden:
—Camina caldero de tres patas, mi madre te espera para hacer asopao de pollo.
¡Pero el caldero no se movió ni un poquito! Muy enojado, Juan le dio una patada y lo mandó rodando
por la colina, con tan mala fortuna que el caldero se estrelló contra una roca y se quebró en mil
pedacitos. Nadie supo si Juan cenó asopao de pollo.
Lo que sí se sabe es que después de ese día, la madrina dejó de confiar en Juan... y su mamá nunca
volvió a pedirle favores.
Quetzalcóatl y el maíz
Cuenta la leyenda que muchos siglos atrás, antes de la existencia del dios Quetzalcóatl, el pueblo
azteca solo se alimentaba de raíces y animales.
Sin embargo, detrás de las enormes montañas vecinas, yacía un tesoro imposible de alcanzar; ese
tesoro era el maíz. Otros dioses intentaron sin triunfo dividir las montañas para que los hombres
pudieran atravesarlas.
Fue entonces que apareció Quetzalcóatl.
Quetzalcóatl prometió a los aztecas que les entregaría el preciado maíz, pero no mediante el uso de la
fuerza, sino de la inteligencia. Fue así como se transformó en una hormiga negra y acompañado de una
hormiga roja que conocía el camino, se marchó hacia las montañas.
En el recorrido encontró innumerables obstáculos, pero estos no lo detuvieron. Él mantuvo en sus
pensamientos las necesidades del pueblo azteca, y siguió avanzando.
Pasaron muchos días antes de que Quetzalcóatl llegara a cima de la montaña y encontrara el maíz.
Tomó un grano entre sus mandíbulas y emprendió el camino de regreso. Al llegar, les entregó a los
aztecas el grano de maíz prometido.
Desde ese día, el pueblo azteca prosperó bajo el cultivo y cosecha del maíz. Se hicieron poderosos,
llenos de riquezas y construyeron las más imponentes ciudades, palacios y templos.
Y por esto, veneraron con fervor a Quetzalcóatl; el dios que les trajo el maíz.
El cerdito verde
En un lugar de Colombia que nadie recuerda, hubo una vez una familia de cerdos que vivía
plácidamente en una granja.
Allí tenían todo lo que se podía desear. Durante el día, retozaban en el barro y después se bañaban
en cualquier charca de las muchas que había en la finca para refrescarse un poco. Si tenían hambre,
su dueño les ofrecía un gran cubo lleno de ricas bellotas o mordisqueaban apetitosos frutos rojos que
la naturaleza ponía a su disposición.
Un día, la mamá cerda tuvo una nueva camada de gorrinos. Todos eran gorditos y sonrosados menos
uno, que nació de color verde esmeralda. Los cerditos le miraron horrorizados y no entendían cómo
un animal tan extraño podía ser su hermano.
Además de verde, su comportamiento era muy diferente al de los demás. En vez de alimentarse de la
leche de la madre prefería comer trozos de bizcocho. Tampoco le gustaba retozar en el barro como
sus hermanos ¡A él le gustaba mucho más intentar subirse a los árboles!
Con el paso del tiempo se ganó la fama de que era un cerdito raro y él lo sabía. En realidad, no le
importaba lo más mínimo ser diferente. Lo que no se imaginó es que su familia y el resto de animales
de la granja, odiaban sus extravagancias y no le aceptaban tal como era. Poco a poco fueron
apartándole y el cerdito se sentía cada día más solo. Nadie le hacía caso ni quería jugar con él.
Harto y disgustado, una mañana decidió marcharse lejos. Ni siquiera miró hacia atrás. Con los ojillos
llenos de lágrimas y lo poco que tenía, se adentró en el bosque buscando un lugar mejor donde vivir.
Al finalizar el día se encontró con una pareja de ciervos entrados en años que no tenían hijos. Allí
estaban ellos, masticando un poco de hierba, cuando vieron aparecer un cerdito verde ante sus ojos
¿Un cerdo verde? ¡Qué cosa más curiosa! Sin temor se acercaron a él y notaron que estaba muy
triste y abatido. Con mucha dulzura, la cierva le preguntó qué hacía por allí, y el pequeño le contó que
era muy infeliz porque nadie comprendía que no pasaba nada por ser distinto a los demás.
Los ciervos se conmovieron y decidieron que ese cerdito sería el hijo que nunca tuvieron. Le lavaron
bien, le dieron agua y comida y dejaron que por la noche se acurrucara junto a ellos para dormir
calentito.
Los tres formaron una familia pintoresca pero muy feliz y cuentan que por aquella época, algún
humano que atravesó el bosque, pudo ver la hermosa estampa de una pareja de ciervos junto a un
cerdito verde esmeralda correteando entre los árboles.