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EL HADA DEL VIEJO PINO

Hubo una vez, en unas lejanas llanuras, un árbol antiquísimo al que todos admiraban y que encerraba
montones de historias. De una de aquellas historias formaba parte un hada, que había vivido en su
interior durante años. Pero aquella hada se convirtió un día en una mujer que mendigaba y pedía
limosna al pie del mismo pino.
Muy cerca, vivía también un campesino (al que la gente consideraba tan rico como egoísta), que tenía
una criada. Aquella criada paseaba cada mañana junto al viejo pino y compartía con la mujer mendiga
todo el alimento que llevaba consigo. Pero cuando el campesino se enteró de que la criada le daba el
alimento a la señora que mendigaba, decidió no darle ya nada para comer para no tener así que
regalárselo a nadie.
Tiempo después, el campesino avaro acudió a una boda en la que tuvo la ocasión de comer y beber casi
hasta reventar cuando, regresando a casa, pasó cerca del pino y de la mujer que mendigaba a sus pies.
Pero en lugar de un árbol, el campesino vio un palacio precioso que brillaba a más no poder. Animado
aún por la boda, el campesino decidió entrar y unirse a lo que parecía otra fiesta. Una vez dentro del
palacio, el campesino vio a un hada rodeada por varios enanitos disfrutando de un festín. Todos
invitaron al campesino a compartir la mesa con ellos y no lo dudó dos veces, a pesar de que había
acabado muy lleno de la boda.
El campesino, ya sentado en la mesa, decidió meterse todo cuanto pudo en los bolsillos, puesto que ya
no le cabía nada en el estómago. Acabada la fiesta, el hada y los enanitos se fueron a un salón de baile
y el campesino decidió que era el momento de volver a casa. Cuando llegó, quiso presumir de todo
cuanto le había pasado ante su familia y sus criados y, para demostrarlo, sacó todo cuando había metido
en sus bolsillos. Pero, oh, oh…de los bolsillos no salió nada.
El campesino, enfurecido por las risas de todos, ordenó a la criada que se fuera de su casa y que
comprobara si quisiera cuanto le había contado. La pobre joven salió de la casa entristecida, y acudió
hasta los pies del pino. Pero, de pronto, poco antes de llegar, notó algo muy brillante en los bolsillos de
su delantal. Eran monedas de oro.
Tan contenta se puso la criada que decidió no regresar nunca más al hogar del campesino egoísta, y fue
a ver a la mujer que mendigaba en el pino para darle algunas monedas.
Tome señora, unas pocas monedas que tengo, seguro que le ayudarán. – Dijo la joven.
Y en aquel mismo momento la falsa mendiga retomó su forma de hada, recompensando la actitud de
la joven con un premio todavía mayor, su libertad y su felicidad eternas.

LA LEYENDA DEL CONEJO GRABADO EN LA LUNA


Existe una leyenda misteriosa que nos habla del dios azteca Quetzalcóatl. Según esta leyenda, en una
tarde de verano, el dios azteca Quetzalcóatl pensó que podía ser muy buena idea ir a dar un paseo.
Pero se olvidaba de que su aspecto, en forma de serpiente emplumada, podría atemorizar al mundo.
De esta forma decidió que lo mejor sería bajar a pasear a la Tierra tomando un nuevo aspecto humano
y común.
Caminó sin parar durante todo el día el dios Quetzalcóatl disfrutando plenamente de todos los
maravillosos paisajes que le brindaba la preciosa Tierra. Y tras mucho caminar, cuando ya parecía
despedirse el Sol entre las luces rosadas y mágicas del atardecer, Quetzalcóatl sintió un hambre terrible
que le apretaba el estómago, además de un fuerte cansancio. Pero a pesar de todo aquel malestar,
Quetzalcóatl no se detuvo en su camino.
Finalmente cayó la noche, y junto a una hermosa y casi anaranjada Luna, brillaban miles de estrellas
que eclipsaban al mismísimo dios. Y en ese justo instante Quetzalcóatl pensó que debía parar su paseo
y descansar finalmente para reponer fuerzas. La belleza del firmamento le había hecho darse cuenta
de que el mundo merecía contemplarse con detenimiento y verdadera atención.
Tomó asiento en aquel mismo instante sobre una piedra gruesa del camino, y al poco tiempo se le
aproximó un conejito que parecía observarle con mucha atención mientras movía los finos bigotes.
¿Qué comes?- Dijo el dios al conejo.
Como una deliciosa zanahoria que encontré por el camino. ¿Deseas que la comparta contigo?
No gracias, no puedo quitarle su sustento a un ser vivo. Tal vez mi verdadero destino sea pasar hambre
y desfallecer como consecuencia de ello y también de mi enorme sed.
¿Y por qué habría de pasar algo tan terrible si yo puedo ayudarte? – Replicó el conejo.
Eres muy amable, conejito. Sigue tu camino y no te preocupes por mí. – Exclamó apesadumbrado y
agotado el dios Quetzalcóatl.
Solo soy un pequeño e insignificante conejo. No dudes en tomarme como tu alimento cuando creas
que no puedes más. En la Tierra, todos debemos encontrar la manera de sobrevivir.
Quetzalcóatl se quedó completamente conmocionado ante aquellas palabras del conejo y lo acarició
con mucho cariño y emoción. Después lo cogió entre sus manos y lo alzó hacia el cielo, en dirección al
brillo que despedían las estrellas en la noche. Tal alto lo subió con sus propias manos, que su silueta
quedó grabada en la gran Luna casi anaranjada. Mientras Quetzalcóatl volvía a descender sus brazos
con el conejo entre las manos, observaba el magnífico grabado que había quedado en el cielo. La
imagen del conejito quedaría para siempre en el firmamento, para que fuese recordada siglos y siglos
por todos los hombres que habitaran la Tierra como premio por su bondad.
Después Quetzalcóatl se despidió del conejo, y agradeciéndole nuevamente su amabilidad, continuó su
camino. El pequeño conejito no podía creer lo que había visto. Aquel hombre tenía aspecto de humano,
pero se comportaba con una grandeza fuera de lo normal.
Y con aquella reflexión observó anonadado el brillo de su silueta en la Luna durante mucho, mucho,
tiempo.

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