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Gabriela Diker.
Introducción.
Lo común es la escuela
Ahora, Enrique, todos estudian. Piensa en los obreros, que van por la noche
a clase, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las
muchachas del pueblo, que acuden a la escuela los domingos, tras una
semana de fatigas; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos
cuando regresan, rendidos, de sus ejercicios y de las maniobras; piensa en
los niños mudos y ciegos que, sin embargo, también estudian; y hasta en los
presos, que asimismo aprenden a leer y escribir. Cuando salgas por las
mañanas de tu casa, piensa que en tu misma ciudad y en ese preciso
momento van como tú otros treinta mil chicos a encerrarse por espacio de tres
horas en una habitación para aprender y ser un día hombres de provecho.
Pero ¡qué más! Piensa en los innumerables niños que a todas horas acuden
a la escuela en todos los países [...]. Desde las últimas escuelas de Rusia,
casi perdidas entre hielos, hasta las de Arabia, a la sombra de palmeras,
millones de criaturas van a aprender, en cien diversas formas, las mismas
cosas; imagínate ese tan vasto hormiguero de chicos de los más diversos
pueblos, ese inmenso movimiento del que formas parte, y piensa que si se
detuviese, la humanidad volvería a sumirse en la barbarie. Ese movimiento es
progreso, esperanza y gloria del mundo5.
Que en buena parte del mundo la universalización de la escuela básica sea todavía una
deuda y que muchos niños no accedan a la escolaridad obligatoria, o que, por diversas
razones, la escuela sea cada vez más heterogénea (en sus contenidos y en sus formas) no
modifica el hecho de que la experiencia escolar se haya convertido, a lo largo del siglo XX
en Occidente, en una experiencia social común. En todo caso, la identificación de individuos
e incluso de sectores importantes de la población que no asisten o no asistieron a la escuela
3 Respecto de las distinciones entre escuela elemental, primaria y común, véase Dussel (2006).
4 Corazón fue publicado por primera vez en el año 1886. Para 1897 el número de ediciones llegaba ya a 197. Fue traducido en cuarenta
lenguas.
5 Reproducido en De la Torre y Huerta (1909).
solo refuerza uno de los principales efectos sociales de la escuela: la producción de una
población escolarizable, es decir, que tiene en común que puede y debe ser convertida en
población escolar.
Ahora bien, el énfasis en la cuestión de lo común no debe hacernos perder de vista que
también es función de la escuela diferenciar para una sociedad diferenciada, de modo que
la «población escolarizable» está lejos de constituir un conjunto homogéneo. La
escolarización misma introduce en ese universo líneas de diferenciación, de calificación y
clasificación de los sujetos, que se sobreimprimen a los efectos comunes que la escuela, sin
dudas, también produce.
El revés de lo común
6 Un análisis de este punto puede encontrarse en el artículo de Flavia Terigi («Lo mismo no es lo común») incluido en este
volumen.
sigue exigiendo que se pongan en juego estrategias centralizadas que aseguren alguna
unidad en la creciente diversificación de la oferta y de las experiencias escolares. Estas
estrategias podrán haberse desplazado del control directo y centralizado del Estado sobre
un sistema de escuelas homogéneas hacia políticas de evaluación de desempeño de
alumnos que asisten a modalidades escolares diversificadas; ahora, no por ello renuncian a
introducir algunos parámetros comunes que producen, inevitablemente, efectos
normalizadores, tendientes ya no a homogeneizar las experiencias escolares, sino más bien
a diferenciarlas y jerarquizarlas 7 . Recordemos al respecto el señalamiento de Querrien
(1979:100): «La normalización no es nunca la conformación real a una norma única, como
tiende a creerse. Es la introducción de una norma estructurante del medio, la introducción
estructural de una carencia».
La pregunta que debemos conservar, entonces, es si es posible sostener la pretensión
de ofrecer al conjunto de la población experiencias escolares comunes sin que lo común
mismo se traduzca en una norma que, lejos de eliminar, reintroduzca procedimientos
clasificatorios y de jerarquización de los sujetos (e incluso de las experiencias educativas
transitadas en modalidades escolares diversas) que consoliden, una vez más, las
desigualdades.
Por otro lado, si sigue concitando acuerdos la idea de que es necesario propiciar para
toda la población un conjunto de experiencias escolares comunes (sea bajo formatos
homogéneos o no), no podemos olvidar que también se espera de la escuela que prepare
para el desempeño de (unciones diferenciadas en la sociedad. No se trata, en este caso, de la
diferenciación que se produce en el interior de la educación común, sino de la función del
sistema educativo de sostener también una oferta diferenciada. La pregunta en relación con
este punto es cuál es la naturaleza de las relaciones que se establecen o pueden
establecerse entre una y otra función.
Para abordar esta pregunta, recurriremos a la síntesis que, hace ya más de un siglo,
Durkheim (1976:95) produjo en relación con esta doble función de la escuela: «No existe, por
así decirlo, ninguna sociedad en la que el sistema educativo no presente un doble aspecto:
ese sistema es, al mismo tiempo, uno y múltiple».
Como es sabido, para Durkheim, la dimensión «múltiple» del sistema educativo es
7 Las políticas de evaluación de la calidad podrían considerarse un ejemplo de las características y efectos de estas estrategias,
en la medida en que terminan normalizando las prácticas escolares, ya no a través del control directo del trabajo en las escu elas,
sino a través de la evaluación de desempeño de alumnos en pruebas homogéneas, construidas sobre parámetros curriculares
comunes. Al respecto, véase el análisis expuesto en Terigi (1999). También Gentili y Da Silva (1994) y en Diker (1996).
función directa de la complejidad y consiguiente diferenciación de funciones de la sociedad en
la que se inserta:
puesto que el joven tiene que ser preparado con vistas a la función que estará
llamado a desempeñar, la educación, a partir de cierta edad, no puede ya
seguir siendo la misma para todos los sujetos a los que es aplicada. Por ese
mismo motivo es por lo que vemos, en todos los países civilizados, cómo se
tiende más a la diferenciación y a la especialización; y esta especialización va
siendo cada vez más precoz. La heterogeneidad que entonces se produce no
se basa [...] en desigualdades injustas; sin embargo, no por eso resulta menor
(96).
Ahora bien, las «educaciones especiales», así diversificadas, «no se bastan a sí mismas». En
este sentido, Durkheim sigue diciendo:
Todas ellas reposan en una base común. No existe ningún pueblo en el que
no exista cierto número de ideas, de sentimientos y de prácticas que la
educación tiene que inculcar a todos los niños indistintamente, sea cual fuere
la categoría social a la que pertenecen En el curso de nuestra historia se ha
ido constituyendo todo un conjunto de ideas sobre la naturaleza humana,
sobre la importancia respectiva de nuestras diferentes facultades, sobre el
derecho y sobre el deber, sobre la sociedad, sobre el individuo, sobre el
progreso, sobre la ciencia, sobre el arte, etc., que están en la base misma de
nuestro espíritu nacional.
Toda la educación, tanto la del rico como la del pobre, tanto la que conduce a
las carreras liberales como la que prepara para las funciones industri ales,
tiene la finalidad de fijar esas ideas en la conciencia (97).
Que la educación tiene que ser una y múltiple sigue resultando hasta hoy una síntesis difícil
de superar. El punto de tensión es, en todo caso, la función que la educación común
cumpliría en relación con la educación múltiple. Al respecto, Durkheim señala dos funciones:
por un lado, la educación común prepara para los trayectos educativos subsiguientes; por
otro, cohesiona, socializa, incorpora a los individuos en un conjunto de normas y valores, lo
cual permitiría, aun en sociedades altamente diferenciadas y complejas, mantener el orden
social. Ahora, también se acumulan muchas investigaciones y desarrollos que muestran que,
lejos de la aspiración de Durkheim, la heterogeneidad de recorridos educativos y
especializaciones termina consolidando o sumando desigualdades a las ya existentes.
También muestran que esta desigualdad es producida, reproducida y legitimada a través de
la lógica meritocrárica, en el terreno de la educación común. Más aún, recordemos que
Parsons (1990) señalaba que es justamente una función de la escuela común, estructurada
en base al rendimiento de los alumnos, que los que ocupan las posiciones inferiores vean
su posición como merecida. Huelga detenernos aquí sobre las críticas evidentes a esta
posición. El punto, en relación con el problema que nos ocupa, es si el postulado
durkheimniano de que la educación es una y múltiple puede materializarse de otro modo.
Nuevamente, si lo común tiene algo que ver con la igualdad o si lo común es el terreno en el
que la diferenciación se pone en escena.
Por último, señalemos que la definición misma de lo común resulta de una operación
directamente vinculada con la producción de diferencias, jerarquías, negaciones y
exclusiones, tanto de contenidos culturales como de individuos y grupos. De hecho, el
problema de lo común (lo que tenemos en común, lo que nos es común, lo común que debe
dirigirse a todos, etc.) solo tiene sentido en la medida en que se recorta sobre un fondo
abierto de universos particulares, es decir, sobre el fondo ilimitado de lo no-común.
En relación con los sujetos que quedan dentro o fuera de lo común, digamos que la
escuela ha producido históricamente un conjunto muy sofisticado de parámetros y
estrategias destinados a delimitar con claridad el universo de la población escolarizable y no
escolarizable. Edad, género, inteligencia, etnia, aptitudes físicas, nivel socioeconómico,
nacionalidad, lengua, características de las familias son solo algunos ejemplos de unos
criterios de delimitación que no cesan de modificarse, pero que siguen actuando. Como se
verá más adelante, expresiones tales como «educación para todos» parecen sugerir que, al
menos en el terreno declarativo, hemos llegado al final del camino, donde nos encontramos
con que la población escolarizable coincide con el conjunto de la población. Si bien es cierto
que los criterios de delimitación de quienes conforman el universo escolar han permitido una
ampliación sostenida de este a lo largo de la historia de la escuela, nos confrontamos
permanentemente con situaciones e individuos concretos que, desde afuera de la población
escolar, ponen en discusión la completud de ese universo. Por otra parte, discusiones como
las que se sostuvieron durante los últimos años acerca del concepto de educabilidad
muestran que el movimiento no siempre es de ampliación, sino que también puede ser de
restricción8.
8 Véase, ai respecto, López y Tedesco (2002). Críticas a esta posición pueden encontrarse en Baquero (2003). También
recomendamos la interesante polémica sobre el tema publicada en la revista Novedades Educativas, año 16, n° 168, diciembre
de 2004.
A su vez, la definición del universo al que la educación común se dirige se relaciona
directamente con el juego de diferenciaciones y exclusiones que se activa a la hora de
determinar qué contenidos culturales (qué conocimientos, saberes, valores, normas, etc.)
serán considerados comunes por la escuela. Dicho de otro modo, la definición de los
destinatarios y de los contenidos de la educación común no son dos operaciones distintas.
Por el contrario, sostendremos aquí que se trata del mismo movimiento el que define a la
educación como universal y común. En el apartado que sigue, nos extenderemos sobre esta
hipótesis.
Según Badiou (2006), la universalidad ha sido entendida como una relación entre valor y
totalidad: «Es universal lo que tiene valor para todos los elementos de un conjunto [...] Y si
el conjunto es el universo, el valor es universal». El punto que nos interesa destacar aquí es
que el valor y el conjunto se definen mutuamente en una suerte de relación circular, dado
que, según el autor, «es universal un valor que vale para todos los elementos en un conjunto
dado [...], pero en realidad la propia totalidad depende del valor». En términos del problema
que nos ocupa, la tautología podría traducirse de este modo: dado que lo que la escuela
transmite es «lo común», se dirige a todos y, porque se dirige a todos, eso que la escuela
transmite es «lo común» (la cultura común, lo que tenemos en común). De allí que la
definición de la escuela como universal y la articulación de la cultura escolar en torno de lo
común resulten dos asuntos inescindibles.
Ahora bien, Badiou formula dos críticas a esta idea de universalidad que interesa
examinar aquí. La primera se dirige a la circularidad del procedimiento que acabamos de
describir. Al respecto, señala que, en la medida en que todo valor es en realidad una
construcción, no puede postularse la existencia de un valor en sí, en nuestros términos, la
existencia (previa o posterior a la acción escolar) de una cultura común por fuera del universo
que se define como escolarizable, dado que lo común no sería otra cosa que una
construcción que tiene lugar en el interior del conjunto para el cual vale.
A su vez, y esta es la segunda crítica que este autor formula, el conjunto para el cual
vale, es decir, la totalidad respecto de la cual se define lo que es común, es siempre abierto,
razón por la cual no es posible postular valores para todos los elementos de la totalidad,
porque la expresión «todos los elementos de la totalidad» no quiere decir nada. «Si la
totalidad está abierta, nunca se tienen todos los elementos de la totalidad. Para ello haría
falta que esa totalidad fuese cerrada».
La proclama de universalidad de la escuela suele hacernos olvidar esta advertencia. Si
la escuela es (al menos en el plano legal, declarativo) para todos, el conjunto para el cual
vale se nos presenta como una totalidad completa, cerrada, sin exterioridad, en la medida
en que nada (o, para ser más estrictos, nadie) quedaría afuera de esa proclama. En todo
caso, el problema se nos presenta a nivel de la concreción de la pretensión de universalidad
de la escuela, no a nivel de su definición. Que en el plano empírico este universal no termine
de concretarse, porque porciones importantes de la población escolarizable no llega a ser
escolarizada, no modifica nuestra representación de la población escolar como totalidad
plena, completa. En todo caso, entendemos que es una tarea de la política buscar los modos
de resolver este problema. Las consignas «escuela inclusiva» o "escuela para todos", por
mencionar algunas formulaciones muy en uso en estos días, nos hablan de la persistencia
de la identificación de la población escolarizable con la totalidad de la población y, al mismo
tiempo, claro está, de la incompletud de su concreción.
Sin embargo, y en relación con lo que planteamos en el apartado anterior, la totalidad (en
nuestro caso, la población destinataria de la educación común, básica y obligatoria) no sería
más que un momento precario de fijación de un juego de diferencias que es, por definición,
ilimitado9.
Esta observación presenta, a nuestro entender, una importancia crucial a la hora de
pensar qué papel jugó, juega o debe jugar la escuela en el sostenimiento y/o construcción de
una cultura común para todos, en la medida en que nos advierte: 1) sobre el carácter por
definición incompleto y cambiante de ese «todos»; 2) sobre la precariedad de las definiciones de
lo común, en tanto son indisociables de la totalidad siempre abierta a la que se dirige eso
común; 3) sobre el efecto de clausura y, por consiguiente, de exclusión de otros posibles
que supone la proclama misma de universalidad.
En relación con el último punto, Judith Butler ha señalado que cada vez que por resultado
de determinadas luchas políticas se visibilizan aquellos que no tienen derecho a hablar «con
los auspicios de lo universal», a pesar de lo cual «hablan de todos modos, reclamando
derechos universales», lo universal revela su incompletud, lo que permanece en él
esencialmente irrealizado. «Lo universal anuncia, por decirlo así, su “no lugar”, su modalidad
1. Lo común es todo
Para comenzar este recorrido, decidimos comenzar con un punto de partida clásico de la
pedagogía moderna: la Didáctica Magna. Nos interesa este texto no tanto por el carácter
fundacional del pensamiento pedagógico moderno que se le asigna, sino sobre todo porque
allí la preocupación por lo común está ausente.
En efecto, en la medida en que Comenio (1922:80) postula como principio que «en las
escuetas hay que enseñar todo a todos», el problema de lo común se diluye; la escuela
ocupa el lugar de un universal completo y cerrado, tanto desde el punto de vista de a quiénes se
dirige como de aquello que se les dirige. Veamos el asunto con más detalle.
En relación con los destinatarios de la educación escolar, o con lo que más arriba
llamamos «la población escolarizable», Comenio pronuncia un universal sin reparos, sin
excepciones. La escuela -nos dice el pedagogo- es para todos: estúpidos e inteligentes, ricos y
pobres, los que alguna vez han de dominar a otros y los súbditos, nobles y plebeyos, niños y
niñas, incluso para los que «parecen por naturaleza idiotas y estúpidos» o para aquellos de
«naturaleza más tarda o perversa» (77).
El recurso a la enumeración de pares opuestos que utiliza Comenio para describir a
quiénes está destinada la escuela refuerza evidentemente la universalidad de la fórmula «a
todos». Las oposiciones binarias se proponen como arti- culadoras de todos los matices
posibles; por lo tanto, si se incluyen los dos términos de la oposición, nada quedaría afuera.
Ahora bien, esta operación solo es posible si la totalidad se asume, desde el principio, como
cerrada, dado que solo en una totalidad cerrada los juegos de diferencias y diferenciaciones
pueden considerarse limitados 10. Sin embargo, Comenio deja afuera toda sospecha sobre
la arbitrariedad de ese cierre, echando mano de la principal base de legitimación que
sostiene toda la obra: la religión. La escuela debe ser para todos, sin excepción, porque sin
excepción todos somos reconocidos ante Dios: «El mismo Dios nos asegura siempre que
ante Él no hay excepción de personas. Por lo cual, si nosotros admitimos a algunos pocos,
excluyendo a otros, al cultivo del ingenio, cometemos injuria, no solo contra nosotros mismos
[...], sino contra Dios» (Comenio, 1922:76). La alusión a Dios en este pasaje cumple dos
funciones que nos interesa destacar: por un lado, construye una equivalencia entre el
universo divino y el universo escolar que no puede sino producir efecto de completud. Nadie
queda por fuera, nada hay por fuera; la totalidad a la que la escuela se dirige es el universo
mismo. Por otro lado, instala como garantía de completud nada menos que a la ley divina.
Subvertirla (excluir, dejar por fuera de la escuela) es injuria contra Dios.
La radicalidad del párrafo que citamos muestra que, para Comenio, la universalidad de
10. Estamos retomando aquí las categorías propuestas por Laclau para el análisis de la constitución de identidades. Al respecto,
Butler señala que, para Laclau, «una identidad particular se convierte en una identidad en virtud de su localización
relativa en un sistema abierto de relaciones diferenciales. En otras palabras, una identidad es constituida a través de su
diferencia con un conjunto ilimitado de otras identidades [...] esto implica que las diferencias que constituyen (e
invariablemente limitan) la postulación de identidad no son de carácter binario y que pertenecen a un campo de
operación que carece de totalidad» (Butler, Laclau y Zizek, 2000:37).
la educación escolar no admite matiz alguno. Y esto es así, dado que el fin mismo de la
educación es «que los hombres se hagan verdaderamente HOMBRES» en los «TALLERES
DE LA HUMANIDAD» que son para él las escuelas (81)".
El riesgo de la no escolarización, entonces, es alto y justifica que el pedagogo nos
amenace con la ley divina. No se trata de que los individuos no escolarizados queden, por
ejemplo, simplemente en la ignorancia. El riesgo es que queden en una condición de
inhumanidad: «Quede pues sentado que a todos los que nacieron hombres les es precisa la
enseñanza porque es necesario que sean hombres, no bestias feroces, no brutos, no troncos
inertes» (77).
Frente a este universal pleno que representa la población escolarizable en la perspectiva
comeniana, la escuela no puede menos que enseñar todo: «todos los que hemos venido a
este mundo [...] debemos ser enseñados e instruidos acerca de los fundamentos, razones y
fines de las más principales cosas que existen y se crean» (80).
Por supuesto, está claro para Comenio que no es posible enseñar todos los
conocimientos producidos por todas las ciencias ni las artes (nótese, en la cita, que se refiere a
las «principales cosas»). Esto —dirá— «ni es útil por su misma naturaleza, ni posible dada la
brevedad de la humana existencia» (ídem). Sin embargo, Comenio no renuncia al todo; lo que
propone no es una operación de selección de los contenidos culturales destinada a
11
determinar cuáles ingresan al curriculum escolar común y cuáles quedan afuera. Por el
contrario, lo que Comenio propone es extraer, de todos los conocimientos producidos, sus
fundamentos, razones y fines, de manera que «no ocurra nada, durante nuestro paso por
este mundo, que nos sea tan desconocido que no lo podamos juzgar modestamente y
aplicarlo con prudencia a su uso cierto sin dañoso error» (ídem).
Después de todo, se trata, para Comenio, de formar a todos «para todas las cosas de la
vida», por lo tanto, nada puede quedar afuera. Otra vez, aquí, lo común (como resultado de
una operación de selección) se diluye, dado que no hay «cosas de la vida» que puedan
considerarse ajenas a la formación del hombre en tanto tal; es decir, no hay, por definición,
cosas que puedan considerarse no comunes. Esto no significa, por supuesto, que Comenio
no considere la necesaria diferenciación de funciones, roles y ámbitos sociales en los que
los hombres se desarrollarían luego. Veámoslo en sus palabras: «Y como en el útero
materno se forman a cada hombre los mismos miembros, manos, pies, lengua, etc., aunque
todos no han de ser artesanos, corredores, escribientes u oradores, así en la escuela
11 Mayúsculas en el original.
deberán enseñarse a todos cuantas cosas hacen referencia al hombre completo, aunque
unas hayan de ser después de mayor uso para unos que para otros» (85).
La noción de completud insiste y, en todo caso, la diferenciación de funciones y
posiciones sociales dependerá no de enseñar y aprender cosas diferentes, sino del grado de
profundidad con que se utilicen.
En este punto, conviene aclarar que de ningún modo estamos sosteniendo aquí que los
universales plenos, cerrados, que no dejan nada afuera, postulados por Comenio en la
Didáctica Magna, efectivamente lo sean. Baste como ejemplo que se trata de un texto que se
dirige al mundo cristiano. Por otra parte, hemos sostenido ya en este trabajo que la
incompletud es una característica constitutiva del universal.
Lo que, en todo caso, nos interesa de la Didáctica Magna es el modo en que la escuela
universal se pone en escena: por encima de toda particularidad o, más bien, conteniendo en
su interior todas las particularidades, bajo la categoría más abarcativa y unificadora posible:
la humanidad misma. El problema, entonces, de la delimitación de lo común (de los
conocimientos, normas, valores, etc., que serán considerados comunes a todos o para
todos) no es un problema para Comenio, dado que aquello que es para todos (nosotros
diríamos «común para todos») no resulta de un recorte: es todo. Este universal, entonces,
no coincide, ni colisiona, ni deja afuera ningún particular, dado que se postula como la
fórmula más abarcativa posible. Podríamos decir, entonces, que en la Didáctica Magna es
un universal lo que ocupa el lugar de lo común o, dicho más estrictamente, lo que es común
a todos; en adelante, será problema de la escuela y la pedagogía lograr que lo común ocupe
el lugar de lo universal.
2. Lo común es un efecto
En este caso, nos referiremos a una operación de definición de lo común que asume que lo
común no preexiste a la escuela, sino que debe ser construido por ella.
Se trata de una operación que podríamos localizar como característica del momento de
consolidación de la escuela masiva, cuyo principal mandato no será el de conservar, sino el de
renovar la sociedad y la cultura, el de formar «nuevos sujetos» para una «nueva
sociedad». Nacida al calor de las revoluciones políticas y económicas de los siglos 17 y 18, la
escuela es pensada como empresa masiva al servicio de la transformación del orden social.
Hacia el siglo XIX, cuando la maquinaria escolar termina de ensamblarse, se articulan las
piezas que contribuirían a producir, como efecto, una nueva cultura común. La
obligatoriedad de la escuela elemental, el curriculum nacional unificado, la homogeneidad
de la forma escolar (cronosistema, espacios cerrados, distribución fija de las posiciones de
saber y no saber, método simultáneo, etc.), el control estatal centralizado, la expansión
territorial de la escuela, la formación de maestros deberían contribuir masivamente a la
formación de sujetos libres y, a la vez, racionales, autónomos y gobernables; a la
consolidación de los Estados nacionales modernos y del sentimiento de nacionalidad; a la
socialización de la fuerza de trabajo que las formas industriales de producción requerían; y a
asegurar, en nombre de la igualdad como derecho natural y jurídico, la distribución
meritocrática de los individuos en una sociedad desigual.
La escuela nace, así, portando la marca de la novedad: directamente asociada a
procesos revolucionarios, está llamada a romper con la tradición que representa el antiguo
régimen. De allí que lo común se visualice más como un punto de llegada que como un punto
de partida. Desde ya, esto no significa —como hemos señalado anteriormente— que la
escuela «invente» lo que se va a definir como común para todos. De hecho, alguna de las
funciones que se le asignan a esta escuela, como la de formar la nación, requiere poner en
juego una tradición (un pasado común, valores comunes, etc.). Lo que nos interesa destacar,
en todo caso, es el efecto de novedad que la escuela tiene, por mandato, que producir. En
palabras de Lepeletier 12, la educación republicana, igual y común para todos es «la única
capaz de regenerar a la especie humana, tanto en sus rasgos físicos como en su carácter».
El optimismo sobre esta capacidad de regeneración de la escuela es, como se puede ver,
ilimitado: regenerar la especie humana; en tal sentido, sus efectos se extienden sobre todos
los ámbitos de la vida social. Romme, también en el marco de los debates educativos
posrevolucionarios en Francia, describe este efecto con elocuencia:
Una buena instrucción pública asegurará buenos hijos, buenos esposos y
buenos padres a la sociedad; amigos fervorosos y defensores fieles de la
libertad y de la igualdad; al cuerpo político, funcionarios lúcidos, valientes y
entregados a sus deberes [...] La instrucción pública esclarecerá la opinión,
ayudará a la voluntad general y, por ella, mejorará todas las instituciones
sociales. Ella debe extender, sobre todo, este amor sagrado de la patria que
anima, todo unido, para embellecer y consolidar todo y asegurar a los
ciudadanos, por la concordia y la fraternidad, todas las ventajas de una gran
asociación. La Constitución concederá a la nación una existencia política y
12 Representante del ala jacobina de la revolución francesa. Presentó, en representación de Robespierre, su Plan d'education nationalc
en la Convención de 1793, cit. en Madrid Izquierdo (1990:163).
social, la instrucción pública le dará una existencia moral e intelectual 1'.
En relación con el tema que nos ocupa, la pregunta es qué es lo nuevo que se dirige a todos,
qué es lo que se supone que esta escuela pone a disposición para producir unos efectos
comunes de semejante nivel de dispersión y amplitud, y con tal capacidad para producir
novedad. Al respecto, sostendremos que la mayor novedad que la escuela introduce radica en
que se constituye, ella misma, en el elemento común que toda la población, por derecho y por
obligación, debe compartir.
Dice Lepeletier: «Yo les pido que decreten que, desde la edad de cinco años hasta los
doce para los chicos, hasta los once para las chicas, todos los niños sin distinción, sin
excepción sean educados en común, a expensas de la República; que todos, bajo la santa ley
de la igualdad, reciban los mismos vestidos, la misma alimentación, la misma instrucción, los
mismos cuidados»14.
La cita es más que elocuente; muestra con claridad que es la escuela misma, definida
como universal e igual para todos, dirigida a toda la población infantil «sin excepción», lo
que se propone como experiencia social común (la más común de todas). En este sentido,
no importa tanto lo que la escuela hace o enseña, sino que lo que haga y enseñe sea lo
mismo para todos (nótese, en este sentido, que ofrecer la misma instrucción es solo una de
las cosas que de manera homogénea la escuela debe garantizar) 15. La contracara de la
«santa ley de la igualdad» que actúa a través de la definición de lo mismo para todos es,
13 14
claro está, el desconocimiento de lo particular o incluso la lucha contra lo particular, de
15
modo que ser reconocidos en canto iguales exige la renuncia a identidades y universos
culturales propios.
Por otra parte, está claro que eso mismo para todos, eso que se les dirige a todos en
nombre de lo común y de la igualdad (tanto la selección de conocimientos, saberes, normas
y valores que ingresan al curriculum unificado como el formato escolar mismo), representa
un recorte cultural y unos intereses particulares que logran imponerse como universales, es
decir, como válidos para todos. La validez universal de ese recorte particular se legitima a
través de distintas fuentes, entre otras, la ciencia, que, en tanto fuente de conocimiento
3. La neutralidad de lo común
En esta línea, se entiende que la escuela debe evitar justamente imponer conocimientos,
valores y normas particulares como universales, pero sin por ello renunciar a delimitar qué es
lo común, es decir, qué es lo que la escuela debe dirigir a todos. Para ello, se busca
identificar elementos «neutros», es decir, no contaminados por ninguna clase de
particularismo (cultural, ético, étnico, etc.).
La neutralidad de lo que se considerará parte de la educación común va a provenir, por
lo menos, de dos fuentes: por un lado, de la ciencia; por otro, de la identificación de los
elementos que los universos culturales particulares concernidos por la escuela tendrían en
común.
Tal como se señaló más arriba, el recurso a la ciencia como fuente de legitimación de la
selección de contenidos escolares y de la definición de estrategias y métodos de enseñanza
para todos está presente desde el origen mismo de la escuela moderna. Sin embargo,
encontramos una diferencia fundamental con la modalidad que estamos describiendo : si
antes se recurría a la ciencia como fuente de verdad, ahora se recurre a la ciencia como
fuente de neutralidad. Este desplazamiento reposa en el reconocimiento de la variabilidad e
historicidad de la verdad científica y en el entendimiento de que esta resulta de un proceso
siempre abierto e inacabado, sujeto a nuevos descubrimientos e incluso a cambios en los
paradigmas en juego. Ahora bien, este reconocimiento no impide tomar a la ciencia como
punto de referencia. Por el contrario, lleva a redoblar la fidelidad a la ciencia, proponiendo
incorporar a la escuela los rasgos que se entienden son más cercanos a su funcionamiento
real.
Tomemos como ejemplo el proceso de elaboración de los Contenidos Básicos Comunes
en la Argentina que tuvo lugar en el marco de la reforma del sistema educativo en la década
del noventa y que colocó en un lugar protagónico a científicos y académicos de todos los
campos de referencia del curriculum escolar. En relación con lo que venimos planteando, se
señalaba: «Los contenidos deberán presentarse como productos no acabados de un
proceso que se desarrolla en el tiempo, a través de una elaboración, presentación y
contrastación de perspectivas múltiples. El hecho de que la información cambia velozmente
[...] demanda la presentación de los temas desde distintos enfoques, explicados
provisoriamente, con distintas hipótesis, abiertos a nuevos descubrimientos» (Ministerio de
Cultura y Educación de la Nación, 1993a).
Ahora bien, asumir el carácter provisorio del conocimiento que se incorpora al curriculum
escolar común no resuelve todo el problema, dado que la multiplicidad de enfoques y
corrientes que están en discusión permanentemente en el campo de la ciencia también
podría, en una selección inadvertida, atentar contra la neutralidad que se pretende preservar.
La metodología de elaboración de los CBC encara directamente este punto desde la
convocatoria que realiza a los científicos: «Se convocará a académicos, investigadores y/o
profesores universitarios de reconocido prestigio en la comunidad científica, con inserciones
institucionales y sesgos profesionales o de enfoques diferentes. Entre los convocados se
deben incluir profesionales que actúen en el interior del país» (ídem, 1993b).
Además, se decide, como reaseguro de calidad de la producción y de neutralidad, que
cada una de las propuestas realizadas por los científicos y académicos convocados sea leída
por otros diez colegas en carácter de referentes académicos. Finalmente, en una etapa
denominada «de convergencia imprescindible», se extraerían los comunes denominadores de
las propuestas de los científicos y de insumos generados en otros ámbitos (sobre esta
cuestión volveremos más adelante).
Como se puede ver en el ejemplo de la elaboración de los CBC, la ciencia es la fuente
central de referencia para la delimitación de lo que se va a considerar común para todas las
escuelas del país, no por el carácter verdadero (y, por lo tanto, universal) de los
conocimientos que produce, sino por la neutralidad que, bajo condiciones muy precisas,
puede asegurar. Dichas condiciones son: prestigio reconocido por la comunidad científica,
representación de distintas pertenencias institucionales, enfoques y sesgos profesionales, y
«convergencia imprescindible».
La segunda fuente de neutralidad de lo que se considerará parte de la educación común
proviene, tal como adelantamos, de la identificación de aquello que los universos culturales
e intereses particulares concernidos por la escuela tienen en común. En otras palabras, lo
común se localizaría en la intersección entre esos universos de particulares. Esta estrategia,
que complementa la anterior, asume que la diferencia de intereses está en el punto de
partida y se propone respetarlos definiendo como común solo lo que puede representar a
todos. Para ello se propone, en primer lugar, encontrar aquello que se erige por encima de
lo particular, que alberga lo particular y que, en tal sentido, se presenta como neutral. La
apelación al derecho ocupa básicamente este lugar. Nuevamente, entre los criterios para la
elaboración de los CBC, encontramos un ejemplo: «La significatividad social no se agota en
lo que cada generación selecciona como relevante, sino que se extiende a valores que hacen
a los derechos humanos con justicia social y equidad para posibilitar a toda la población su
plena realización como persona y al respeto y cuidado del medio ambiente, valores que
deben ser patrimonio de nuestro acervo cultural» (ídem, 1993a).
No es este el lugar para desarrollar la discusión en torno del carácter parcial que
contiene la definición misma de derechos universales 16. Lo que nos interesa remarcar es la
operación que busca en los «derechos humanos» categorías universales capaces de
colocarse por encima de todo interés o cultura particular, para definir qué puede ser
considerado inequívocamente como común en la escuela. Digamos de paso que la
mención al «cuidado del medio ambiente» produce también este efecto, en la medida en
que el planeta mismo es su ámbito de aplicación y, por lo tanto, no dejaría nada ni nadie
afuera.
En segundo lugar, lo que se propone es procesar la diferencia de intereses que está en el
punto de partida de la definición de lo común a través de un mecanismo de negociación
política en el que participen todos aquellos «particulares» que se verán concernidos por la
escuela común. Este procedimiento exige que se establezca previamente quiénes son esos
particulares que serán convocados al proceso de negociación, de manera tal que podrán
hacer sonar su voz solo aquellos que ya tienen visibilidad política.
Aunque extenso, nos permitimos reproducir aquí nuevamente una descripción de la
metodología de elaboración de los CBC que ilustra con toda claridad esta operación:
4. Lo común no existe
Desde ya, la posibilidad que cada grupo tiene de incorporar a la educación de todos sus
parámetros particulares depende del poder que acumule y de su posición en las relaciones
de fuerzas. De allí que tampoco sea esta una alternativa que «resuelva» finalmente el
problema de lo común, dado que, por definición la totalidad no se deja «atrapar», y lo común
para todos siempre resultará, final mente, de una operación de exclusión.
Entonces... ¿renunciamos a una educación común para todos?
Hasta aquí, hemos planteado los límites y las complejidades que, desde nuestra perspectiva,
han presentado y siguen presentando los intentos de definir, delimitar, establecer qué cosa
común debe dirigir la escuela a todos.
Hemos intentado demostrar que la definición de lo que es común en la escuela está
directamente asociada con la definición de la población escolarizable, es decir, con la
delimitación del universo al que la escuela se dirige. También, que la ilusión de completud
de ese universo ha orientado en buena medida los esfuerzos de la escuela y la pedagogía
por encontrar en lo común los valores y conocimientos universales o, dicho en sentido más
estricto, universalmente válidos para todos. Está claro a esta altura, sin embargo, que esa
pretensión de universalidad no hace otra cosa que representar siempre un recorte parcial
que coincide, claro está, con las relaciones de dominación cultural y política de cada
momento histórico.
Quizá el problema de lo común radique en esta ilusión de completud, en esa operación
que, bajo distintas formas, sostiene la ilusión de que no deja afuera a nada ni a nadie. Porque es
justamente esa pretensión de mostrarse como un universal completo lo que está en la base
del mecanismo de exclusión.
Quizá debamos, entonces, abandonar la ilusión pedagógica y política de encontrar,
finalmente, lo que es común para todos, por encima, por fuera o conteniendo todo
particularismo, y considerar la advertencia de Laclau acerca de que ningún concepto de
universalidad puede ser omniabarcativo, dado que, si abarcara todos los contenidos
posibles, «no solo cerraría el concepto de tiempo, sino que además arruinaría la eficacia
política de la universalidad. La universalidad pertenece a una lucha hegemónica de final
abierto» (Butler, Laclau y Zizek, 2000:45).
Esto no nos lleva necesariamente a renunciar a la pregunta por lo común en educación,
por lo que la escuela puede dirigir en común a todos. Quizá de lo que se trate es de
abandonar la identificación común-universal; quizá se trate de dejar abierta tanto la definición
de lo que es común como la delimitación del universo al que se dirige, teniendo en cuenta
que ese universo se modifica no solo por la inclusión de nuevos individuos o grupos, sino
también porque las identidades mismas cambian. Quizá se trate también de estar atentos al
modo en que estas modificaciones en lo que definimos como población escolarizable se
imponen a lo que se había establecido como común. Quizá se trate de considerar la
temporalidad del universal, toda vez que, como ha señalado Badiou (2006:6), «lo que puede
ser universal es un devenir, en construcción, abierto. Un proceso de universalización. El
origen de lo universal es del orden de lo que sucede, no de lo que es».
En tiempos en los que la idea misma de comunidad encuentra sus límites, y las
identidades particulares, por otro lado, cambiantes, se multiplican, visibilizan y proliferan en
una «danza loca», para utilizar la gráfica expresión que propone Zizek; en tiempos en los
que ni la escuela, ni el Estado, ni la ciencia gozan de la autoridad de antaño para fijar y
sostener la imposición de una cultura como común; en tiempos en los que «la crisis de los
universales clásicos afecta a todos los aspectos de lo social: crisis de la representación,
crisis histórica (de legitimación universal de los grupos dominantes), crisis ética (de la función
de la ley), crisis política (de los ideales), crisis artística (de las formas), etc.» (Badiou, 2006:6),
entendemos que vale la pena conservar en pie la pregunta por lo que tenemos en común y,
especialmente, por si es posible habitar un mundo en el que la definición de lo común se
mantenga abierta.
Para finalizar, nuevamente traemos aquí las palabras de Judith Butler: «Que la
universalidad no sea pronunciable fuera de un lenguaje cultural [...] solamente significa que
cuando pronunciamos su nombre, no escapamos de nuestro lenguaje, si bien podemos —y
debemos— empujar los límites» (Butler, Laclau y Zizek, 2000:48).
Bibliografía
Gabriela Diker
Doctora en Educación, Universidad del Valle, Cali, Colombia.
Vicepresidenta de la Fundación Centro de Estudios Multidisciplinarios (CEMI)
Docente Investigadora de la Universidad Nacional de General Sarmiento.