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El concepto de cultura como paradoja ontológica


Ángel Díaz de Rada
UNED. Departamento de Antropología Social y Cultural

El concepto de cultura y la empresa antropológica


La vida de la palabra “cultura” es ya larga en ciencias sociales, y su importancia
en el desarrollo de la antropología social y cultural difícilmente discutible. Para
mostrar la relevancia inicial de esta palabra en el desarrollo de la antropología
suele mencionarse una definición de Edward B.Tylor, publicada por primera vez
en 1871 en su obra Primitive Culture (Tylor 1920). También se suele aludir a
una taxativa afirmación que hizo Robert Lowie en su obra de 1917 Culture and
Ethnology (Lowie 2008): la cultura, vino a decir, es el tema fundamental de la
etnología (cf. Kuper 2000). Pocos antropólogos se adherirían hoy en día a una
definición tan contundente de la disciplina. Sin embargo, el concepto de cultura
sigue siendo un pretexto fundamental para debatir el sentido de la práctica de
la antropología (Gupta y Ferguson 1992, Stolcke 1995, Weiner 1995, Kuper
2000, Rapport 2003). Esto no es extraño, pues el concepto de cultura ha sido y
es una poderosa lente para percibir lo que se encierra en la expresión “realidad
humana”. Como el concepto de “sociedad”, el concepto de “cultura” ha sido y
es una herramienta ontológica fundamental.
Como la mayor parte de las palabras que forman el vocabulario analítico
de las ciencias sociales, la palabra “cultura” tenía ya una larga historia
semántica antes de aparecer mencionada en los escritos de sociólogos,
historiadores y antropólogos. Esta historia ha sido relatada con muy diversos
fines y matices (Kroeber y Kluckhohn 1963: 11-73, Williams 1976, Markus
1993, Kuper 2000). Igualmente, como la mayor parte de las palabras del
vocabulario de las ciencias sociales, la palabra “cultura” ha sido investida,
dentro y fuera de la práctica profesional de los investigadores, con múltiples
significados; y manejada cotidianamente como una versión eufemística de todo
tipo de fundamentalismos ideológicos (Stolcke 1995).
Aquí me centraré en explorar los perfiles analíticos del concepto de
cultura, especialmente en antropología social y cultural. En las últimas
décadas, ha habido antropólogos que han sugerido abandonar el concepto de
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cultura, con el argumento de que su sobreextensión en antropología, y los


abusos que ha experimentado fuera de la disciplina, han hecho de él un
concepto carente de valor analítico (cf. Hann 2001, y muy especialmente Kuper
2000). Aquí refutaré estas posiciones. Para ello, mostraré en primer lugar que
el concepto de cultura es, en sus usos profesionales, mucho más preciso de lo
que puede parecer al leer a esos autores. Se trata, ciertamente, de un
concepto muy abarcativo, pero, en contra de la opinión de Adam Kuper,
sostendré que el concepto de cultura no puede ser sustituido por conceptos
como “conocimiento, creencia, arte, tecnología, tradición, o incluso ideología...”
(Kuper 2000: 12esp). Cada uno de estos términos menciona tipos de acción
cultural, pero ninguno de ellos incluye en su significado el significado, más
abstracto, del concepto de cultura. En cuanto a la idea de abandonar el
concepto de “cultura” en antropología debido a los abusos que ha sufrido al
incoporarse a los lenguajes ordinarios, encierra un absurdo. Al fin y al cabo, si
no he de esperar de un físico que abandone su concepto de “energía” al
escuchar hablar a charlatanes y videntes, tampoco veo motivo alguno para
renunciar, como antropólogo, al concepto de “cultura”, a no ser, claro está, que
haya poderosas razones analíticas para hacerlo. Yo creo que no las hay.
La disciplina que ha trabajado con mayor intensidad y continuidad
histórica el concepto de cultura es la antropología social y cultural. Sin
embargo, es un lugar común que en ella han proliferado las definiciones del
concepto, y que estas definiciones no son coincidentes (Jones 2007: 365). En
consecuencia, parece muy poco prometedor aventurarse en los compromisos
ontológicos de la palabra “cultura”, sin acotar del modo más claro posible qué
se quiere decir con ella. En este ensayo seguiré la estrategia de formular tales
compromisos después de ofrecer una secuencia de siete definiciones. Al
presentar esta secuencia, no pretendo ofrecer un exhaustivo recorrido histórico,
aunque sí estoy convencido de que esta secuencia de definiciones conecta,
desde la primera (“forma de vida”) hasta la séptima (“discurso de
convenciones”), dos extremos en clara progresión científica. Es decir, creo que
esa séptima definición es, en relación con la primera, más consistente
lógicamente y más adecuada empíricamente, además de ser posterior en el
tiempo histórico. Al formular estas siete definiciones, coordinándolas con un
cierto volumen de bibliografía, sólo aspiro a cubrir un mínimo denominador
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común de los conceptos de cultura, sobre la base de un lenguaje preciso y, por


lo tanto, fácil de impugnar. Sería desmesurado pretender concitar un acuerdo
universal en torno a estas definiciones, pero al haberlas formulado del modo
más preciso posible, sí espero al menos ofrecer un corpus de nociones que
permita (a) expresar con claridad los desacuerdos, y (b) elaborar una posición
clara sobre la clase de supuestos ontológicos que encierra la palabra “cultura”.
El concepto de cultura se encuentra, históricamente, en el núcleo de la
reflexión antropológica. Por eso, ha sufrido las tensiones esenciales de la
disciplina. George W. Stocking enunció en 1992 la que a mi juicio tiene mayor
importancia: la antropología se ha debatido, desde su misma génesis, en la
tensión entre el anthropos y el ethnos (Stocking 1992). Es decir, se ha debatido
en la tensión entre producir conocimiento acerca de la especie humana, el
Homo Sapiens Sapiens, como anthropos universal; y producir conocimiento
acerca de cada una de las variantes locales, étnicas, de esa especie.
Paralelamente, el concepto de cultura se ha desarrollado en el seno mismo de
esa tensión, como un concepto que cualifica unitariamente a la especie, y como
un concepto que cualifica, diferencialmente, a cada una de sus realizaciones
sociales. El compromiso de la antropología con el universalismo científico se ha
visto afectado de este modo con una suerte de pluralismo ontológico: lo que
cualifica al ser humano es la diversidad en cuanto a sus formas de ser (una de
las cuáles es, desde luego, la de ser un científico social).

Definición #1: la cultura es una forma de vida social


En su revisión semántica de la palabra “Cultura”, Raymond Williams formuló,
entre otras, esta definición: “a particular way of life, whether of a people, a
period or a group, from Herder and [XIXth Century]” (Williams 1976:80). Esta
definición es un buen punto de partida, pues los analistas coinciden en señalar
a Herder, y su énfasis romántico en la diversidad de las formas de vida
humana, como un antecedente fundamental de la clase de indagación empírica
que después tomaría la forma canónica del trabajo de campo antropológico
(Kroeber y Kluckhohn 1963, Williams 1976, Markus 1993, Caisson 1991).
Al atribuir la cultura a “a people [...] or a group”, Raymond Williams ofrece
una imagen muy exacta de la clase de uso lógico que la palabra ha tenido, y
sigue teniendo, en ciencias sociales; y, desde luego, del uso que quería darle el
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propio Herder. Como forma de vida, la cultura es, en esta acepción, una
propiedad de un sujeto social. Al avanzar en las sucesivas definiciones de este
ensayo, mostraré que esta noción de cultura es empíricamente insostenible y
analíticamente estéril. Si todo el significado de la noción de cultura se recogiera
en esa idea de “a particular way of life, whether of a people, a period or a
group”, entonces haríamos bien en seguir la sugerencia de autores como Kuper
o Hann: deshacernos definitivamente de tal concepto.
El problema fundamental de esta acepción de la palabra “cultura” radica
en el supuesto de que los seres humanos viven en sociedades que tienen,
cada una de ellas, una forma de vida. De ese modo, el concepto de cultura
constituye una potente metáfora del orden social. En esa metáfora se encierran
todas las trampas que, precisamente, el énfasis antropológico en la diversidad
pretende conjurar. Ese concepto de cultura (a) reifica a un sujeto social, al que
(b) interpreta como una unidad aíslada de los demás sujetos sociales, (c)
predicando de ese sujeto social una identidad que, (d) es la identidad de todas
las unidades menores que lo componen. Al implicar un concepto de sociedad
que subraya la dimensión substantiva, como sociedad de sujetos, y no la
dimensión activa y procesual, como socialización entre agentes (Ramírez
Goicoechea 2007), ese concepto de cultura es reificador, insularista y
homogeneizador.

Definición #2: la cultura es la forma convencional de la acción humana


Sin embargo, en esa primera definición hay una noción que sí es empírica y
analíticamente fértil: la noción de forma. La acción humana toma formas
convencionales 1 . Esas formas convencionales de saludar, hablar, besar,
pensar, comer, trabajar, etcétera, constituyen una amplia esfera de nuestra
actividad como seres humanos, y hacia ellas apunta el concepto analítico de
cultura. Puede notarse de inmediato que este concepto de forma convencional
no tiene por qué ir necesariamente de la mano de “un pueblo, un grupo”. Las
acciones humanas tienen formas convencionales incluso si esas formas son

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El concepto de cultura que elaboraré aquí es, por otra parte, al menos en lo que respecta a
las definiciones #2, #3 y #4, compatible con el comportamiento de otras especies (Sapolsky
2006).
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diversas o son llevadas a cabo por sujetos sociales que no forman parte de un
pueblo.
Puesto que el concepto de convención será central en toda mi
argumentación, conviene dedicarle una palabras previas. Steven Mailloux ha
ofrecido la siguiente definición, al discutir un conjunto de aportaciones clásicas:
“Conventions refer to shared pratices” (Mailloux 2003: 399; cf. Mailloux 1982,
Lewis 2002, Putnam 1981, Culler 1981) 2 . Puesto que la palabra “shared” es
siempre problemática, Mailloux ha subrayado la diferencia analítica entre los
aspectos tradicionales y prescriptivos de las convenciones humanas, y los
aspectos constitutivos, es decir, la convenciones como ejercicios compartidos
de determinación del significado en el curso de una acción, texto o situación
(Mailloux 2003: 399). En cuanto al uso que doy al concepto de convención en
este texto, destacaré dos énfasis: (a) las convenciones se generan en las
prácticas comunicativas; y pueden estabilizarse objetivamente (objetivarse), al
tramarse las unas con las otras, en una diversidad de producciones: leyes,
muebles, diálogos, planificaciones urbanísticas, caminos o rutas aéreas,
partituras. Al poner en práctica las convenciones, los agentes, en un escenario
de acción coordinada (Lewis 2002), (b) se sirven de recursos semióticos, como
representaciones, reglas, códigos, interpretantes, etcétera, cuya existencia se
encarna en instituciones humanas relativamente estabilizadas en el tiempo
social (Searle 1997).
El énfasis en la noción de forma convencional al caracterizar el concepto
de cultura fue realizado por Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn en su revisión
conceptual de 1952:
In the operation of definition [of the concept of culture] one may see in
microcosm the essence of the cultural process: the imposition of a
conventional form upon the flux of experience (Kroeber y Kluckhohn
1963:78).
Este concepto de cultura como forma convencional de la acción presenta
un doble status ontológico, que se encuentra también en la base de los
desarrollos del concepto de práctica durante el pasado siglo. Una práctica

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Esta definición sólo apunta hacia una categoría de prácticas que, en palabras de Todd Jones
es “ambigua” y “polisémica”, y que él mismo interpreta, siguiendo a Lakoff (1987) como una
“’’radial’ structure, with a prototypical core meaning”: “What is done” in concrete situations
(Jones 2007: 389 y passim).
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presenta un momento experiencial, digamos subjetivo; y, al llevarse a cabo,


presenta también un momento objetivado: la práctica produce efectos en el
mundo al intervenir en él (Bourdieu 1988, 1990; cf. Turner 1994). Así también
sucede con el concepto de cultura: la cultura es la forma convencional de la
acción y también la forma convencional del producto de esa acción, es decir,
de sus objetivaciones; en un sentido aproximado al elaborado por Franz Boas
en este pasaje de 1916:
An inexperienced basket-maker who does not control the movements of
her hands will produce an uneven fabric, the stitches of which will for this
reason possess an irregular surface. On the other hand, the expert basket-
weaver will have such control over her movements that all the various
operations will be performed in an automatic manner; so that the intensity
of pull and the manner of twisting that are necessary in this operations will
be performed with even intensity. For this reason the stitches will be
aboslutely regular, and the regularity itself will produce an esthetic effect
(Boas 1982: 535; Véase también Stocking 1996)

Definición #3: la cultura es un conjunto de convenciones por medio de las


cuales las personas dan forma a sus relaciones sociales
Forma convencional implica relación social. A través del concepto de
convención el concepto de cultura permite distinguir entre los objetos del
mundo producidos sin la mediación de instituciones sociales, y los objetos del
mundo que deben su existencia a alguna institución social. Ésa es la diferencia
que el arqueólogo percibe entre un geofacto producido, por ejemplo, como
consecuencia de una presión tectónica, y un artefacto, producido como
consecuencia de una acción debida al aprendizaje social: entre una piedra del
monte y un pedazo de vasija.
Para extraer todo el potencial analítico que encierra esta definición es
preciso tomar conciencia de algunos matices y dificultades.
En primer lugar, la noción misma de ”forma” puede operar con diversos
significados. Kroeber y Kluckhohn, al referirse en inglés a esta noción, usaron
un variado conjunto de palabras: ”form”, ”way”, ”mode”, ”pattern”.
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The word ’mode’ or ’way’ can imply (a) common or shared patterns; (b)
sanctions for failure to follow the rules; (c) a manner, a ’how’ of behaving;
(d) social ’blueprints’ for action (Kroeber y Kluckhohn (1963: 98).
A estas variantes convendría añadir una de las preferidas de Alfred
Kroeber: ”configuration” (véase por ejemplo, Kroeber 1951), una palabra que
fue usada por él y por sus colegas con un sentido muy próximo a la alemana
”Bildung”, como en esta expresión de Max Weber: Bis in die frühesten
politischen Bildungen zurück, finden wir... [Al remontamos a las configuraciones
políticas más tempranas, encontramos...] (Weber 1992: 164. Mi cursiva). Esta
idea de forma —una forma compleja de disponerse los agentes en las
instituciones, y las instituciones entre sí— permitió a Max Weber hablar de tipos
institucionales ideales, definidos por sus propiedades en cuanto a la
configuración de las relaciones sociales producidas en ellos.
En este último sentido, la cultura es un conjunto de convenciones por
medio de las cuales las personas dan forma a sus relaciones sociales,
objetivándolas, en algún grado, institucionalmente.
En segundo lugar, la palabra ”convención”, aplicada a la forma de las
relaciones sociales. exige una reflexión sobre el problema de la compulsión. En
caso contrario, retornan al concepto de cultura todos los problemas de
reificación, insularidad y homogeneidad que intentamos despejar
anteriormente. En ciencias sociales, la tensión entre compulsión (social) y
agencia (individual) que se encierra en el concepto de convención constituye,
sin duda, un nudo gordiano. En él se atan los cabos de dos dualismos clásicos:
estructura y agencia, o estructura y estructuración (Durkheim 1982, Giddens
1984, 1993).
Si se extrema el concepto de convención hasta entenderlo como una
norma o una regla de acción enteramente compartida por una comunidad en su
conjunto, la noción de cultura consecuente es falaz, por homogeneizadora;
pero si este concepto de convención desaparece por completo, entonces se
hace impracticable la descripción de la mayor parte de los comportamientos
humanos (Searle 1997). Antropólogos como Roger Keesing (1982) y filósofos
sociales como Stephen Turner (1994) han alertado sobre las inconsistencias
derivadas de la noción de regla en sus versiones más compulsivas. En el
análisis de la vida social, tan importante es destacar que los seres humanos se
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comunican por medio de conjuntos de convenciones a través de las que


instituyen sus vínculos, como reconocer que esas convenciones son muy
variables en cuanto a su grado de compulsión. Las convenciones pueden
funcionar así, como el código de la circulación, a la manera de un conjunto de
normas dictadas por un órgano legislador y recogidas por escrito, lo que
permite someter los comportamientos a estricta sanción; pero también pueden
consistir en laxas orientaciones para el entendimiento mutuo, como los
ejercicios del turno en la conversación entre personas que hablan (Silverman
1998), y que, al hacerlo, producen una más o menos acabada comunidad de
entendimiento, o, utilizando una terminología más flexible, un ”habitat de
significado” (Hannerz 1998: 40, Bauman 1992).
En esta definición #3, la expresión ”conjunto de convenciones” introduce
un matiz adicional sobre el orden o la coherencia que esas convenciones
mantienen entre sí. Al escribir ”conjunto”, en lugar de ”sistema” o ”·estructura”,
trato de evitar la visión insular de un todo social cerrado sobre sí mismo, en un
orden perfectamente estructurado, sistemático o sistémico. Al usar la palabra
”sistema”, Clifford Geertz se vio en la obligación de añadir la siguiente
explicación:
”Systems need not be exhaustively interconnected to be systems. They
may be densely interconnected or poorly, but which they are —how rightly
integrated they are— is an empirical matter” (Geertz 1975a: 407).
Por otra parte, la palabra ”conjunto” no es contradictoria con el tradicional
holismo del concepto de cultura; y que dota, precisamente, al concepto de
cultura de una entidad que no podemos reducir al concepto más elemental de
convención: las convenciones humanas forman tramas complejas
irregularmente interconectadas —culturas. Las convenciones no funcionan de
una en una, sino en relación las unas con las otras. Sin embargo, la palabra
”conjunto” sí es incompatible con la idea de un todo completamente prefigurado
en la vida social antes de cualquier propósito analítico. Para ser operativo, un
concepto de cultura holístico ha de tratar con una totalidad analíticamente
construida, a partir de concretos problemas de investigación: una totalidad
relativa a un universo de problemas (Díaz de Rada 2003).
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Definición #4: la cultura es un conjunto de convenciones por medio de las


cuales las personas dan forma a su acción
Puesto que las relaciones sociales han de producirse por medio de acciones e
interacciones concretas, esta cuarta definición no es más que una extensión
lógica de la anterior. Cualquier acción humana es un proceso en el tiempo. Y,
aunque esta categoría de tiempo no es independiente de la propia construcción
convencional de la vida social (Fabian 1996), podemos adherirnos a ella,
tentativamente, como una condición universal de la experiencia: la que la
cualifica como un decurso, una continuidad en la que igualmente captamos las
discontinuidades (Handler 1984). Cualquier acción humana se produce en
relación con un polo más estático, el de los repertorios de convenciones a
disposición del agente en su entorno; y un polo más dinámico, el de la puesta
en práctica concreta de esos repertorios, en la propia acción (Cohen 1982). La
metáfora de la cultura como lengua es aquí pertinente. A menudo se ha
contemplado la lengua, con sus dimensiones de competencia y actuación,
como una buena analogía de la cultura (vease, por ejemplo, Goodenough
1981). La analogía es en realidad una sinécdoque, porque, como forma
especial de acción humana, el uso de la lengua no es sino una parte de la
totalidad de la acción (Durbin 1972).
Un equívoco frecuente a propósito de la noción de cultura se encierra en
la idea de causación, como si los repertorios de convenciones relativamente
objetivados fueran las causas de las actuaciones concretas de los seres
humanos. Así se ha podido llegar a la conclusión de que la cultura causa, o
incluso determina el comportamiento humano (contra Keesing 1982). La idea
es, en sí misma, grosera, al no contemplar las diversas varientes posibles del
concepto de causa; y, cuando se extrema hasta el punto de afirmar que la
cultura es la causa fundamental del comportamiento, se convierte en esa forma
de reduccionismo que denominamos culturalismo. En términos lógicos, el
problema es bastante sencillo: ¿cómo puede la forma de un comportamiento,
que es una propiedad predicable de él, causarlo?
Para evitar este enredo estéril, la cuarta definición que ofrezco aquí es
explícita en cuanto a la génesis de la ación social: son las personas las que
dan forma a su acción sirviéndose de la cultura (es decir, del repertorio de
formas convencionales disponible en su entorno). Las personas producen la
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acción, no la cultura. Dotar a la cultura de capacidad de acción sólo es posible


a costa de personificar la cultura. El desmantelamiento de este tropo es
esencial para eliminar el fundamentalismo cultural (Rapport 2003). Este tipo de
fundamentalismo puede llevarnos a eximir a una persona concreta de la
comisión de un acto, apelando a la fuerza causativa de ”su” cultura. Por eso es
preciso reiterar: la cultura no hace nada, son las personas las que, en todo
caso, hacen cosas sirviéndose, intencionalmente o no, de la cultura 3 . De
manera análoga, no es la lengua la que escribe este texto, sino que soy yo —
Ángel— quien lo escribe, haciendo uso de repertorios de convenciones
comunicativas y lingüísticas.
El debate sobre el fundamentalismo cultural ha cobrado en los últimos
tiempos cierta viveza (Stolcke 1995, Rapport 2003), pero la idea que se
contiene en esta cuarta definición fue formulada con gran precisión, ya en
1952, por Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn, al criticar el culturalismo de Talcott
Parsons:
”[...] Culture is obviously not only a way of behavior, but also a product of
human beings. Its cause in the modern sense of the word, equivalent to
the Aristotelian efficient cause, is the actions of men —human behavior, in
contemporary phraseology” (Kroeber y Kluckhohn 1963: 265).
El escribir este texto recurriendo al viejo Aristóteles estaban haciendo uso
de un razonamiento previo de Alfred Kroeber:
”In the case of a house the ’material cause’ would be its wood; the ’formal’
the plan or design of the building; the ’efficient’, the carpenter; the ’final’,
the goal of shelter” (Kroeber 1948: 410).
De haber alguna relación de causalidad entre la cultura y el
comportamiento, esa relación —apuntó Kroeber— sería la de una causalidad
formal, no la de una causalidad eficiente. La cultura como conjunto de
convenciones posibilita realizar acciones con una forma, un diseño, un plan,
pero quien lleva a cabo las acciones, siguiendo en la práctica más o menos ese
diseño o ese plan, es un ser humano (Sperber 1996: 62-63). Este
planteamiento me lleva a reconocer, con Todd Jones, que el orden psicólogico

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Esta idea, sin embargo, no resuelve el problema de juicio que conlleva la doctrina jurídica de
la imputabilidad. La cultura no exime a nadie de la comisión de sus acciones, pero esas
acciones habrán de ser interpretadas, en su caso, en un contexto o configuración de sucesos y
convenciones.
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es fundamental en la comprensión de la causación en ciencias sociales (Jones


2007: 373), pero con la advertencia de que los agentes actúan en un entorno
de instituciones. Esto quiere decir que las unidades que forman el lenguaje
analítico de la psicología (motivos, recompensas, percepciones, recuerdos,
individuos) están generalmente tramadas en espacios de relación social y en
conjuntos de convenciones (Harris 1989, Harré 1992) 4 .
Debemos reconocer en los autores con formación antropológica la
tentación del reduccionismo culturalista, del que el mismo Kroeber fue
entusiasta militante treinta años antes de escribir estos textos, en una pieza
clásica titulada ”The superorganic” (Kroeber 1917). Pero también debemos
reflexionar críticamente sobre el predominio del paradigma instrumental en
nuestra visión del mundo (Sahlins 1976, Velasco y Díaz de Rada 1997, Díaz de
Rada 2007). En un pimer movimiento, este paradigma lleva a considerar que
todo conocimiento, para ser válido, ha de ser formulado en términos causales;
y, en un segundo movimiento, lleva a reducir toda forma de causalidad a la
causalidad eficiente. Flaco favor haremos a una crítica del reduccionismo
culturalista, sirviéndonos del reduccionismo instrumental como herramienta de
crítica epistemológica.
Ese mismo matiz en la formulación de la relación de la cultura con el
comportamiento fue puesto de relieve por Clifford Geertz, al indicar que el
concepto de cultura apunta hacia una forma de integración lógico-significativa,
en cuyo seno las convenciones se disponen como un entramado semiótico
cuya coherencia no depende, al menos exclusivamente, de un orden causal-
funcional (Geertz 1957: 34, Habermas 1988).
Admitir que la cultura es un conjunto de convenciones por medio de las
cuales las personas dan forma a su acción exige, por otra parte, acotar en qué
condiciones el comportamiento humano puede ser descrito a base de
convenciones. En este sentido, la cultura es una propiedad parcial del
comportamiento humano. El concepto de cultura ayuda a describir el
comportamiento humano en su dimensión semiótica, pero sólo con el supuesto
de que esta dimensión semiótica no recoge la totalidad del comportamiento. De
lo contrario, el concepto de cultura impone una nueva forma de

4
Esta misma advertencia se presenta cada vez que, en el ámbito de las convenciones
lingüísticas, se apela al “autonomous speaker” (Jackman 1999, cf. Lewis 2002).
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fundamentalismo que podríamos denominar fundamentalismo semiótico: una


mirada que reduce todo lo que contiene la acción humana a una descripción
basada en convenciones. Esta consideración de la cultura como dimensión
parcial es útil para salir de las encerronas que han caracterizado, en las últimas
décadas, a la radical textualización de la acción, y que han sido sometidas a
examen bajo el rótulo, por otra parte poco preciso, de ”antropología
postmoderna”.(véase, por ejemplo, Tyler 1986, 1992).
En primer lugar, es preciso reconocer que el carácter semiótico de la
convención humana, es decir, su carácter comunicativo y expresivo, y su
consistencia arbitraria, no pueden ser considerados rasgos suficientes para la
descripción de la acción en su totalidad. Hay muchos otros rasgos de la acción
humana que no se generan desde esos mismos principios constitutivos. La
semiosis no lo es todo (Hodge y Kress 1988). La acción humana se desarrolla
en plexos de signos, símbolos, mensajes y reglas (todos ellos formas
convencionales), pero también en plexos de contingencias, regularidades, y
causas (eficientes), que no son convencionales. El comportamiento humano se
construye sobre una semiosis gradual: algunos comportamientos, como el
movimiento caótico de un cuerpo mareado por una subida de glucosa, se
sitúan en un umbral mínimo de semiosis. Este umbral inferior de semiosis, que
plantea un evidente límite a la interpretación cultural del comportamiento, se
hace presente cuando tratamos con procesos y productos humanos, que, como
los de la tecnología, han de responder a fenómenos en los que intervienen
órdenes de causalidad instrumental: intenta comer sopa con una cuchara
convexa. Entonces es especialmente razonable entender la cultura como un
conjunto de convenciones que median, con mayor o menor éxito funcional,
entre la acción humana y esos órdenes de causación instrumental (Keesing
1974). Otros comportamientos, como la interpretación psicosómatica de un
psicoanalista acerca del comportamiento de esa persona mareada, se sitúan
en un umbral máximo de semiosis, a veces por medio de una errónea
sobreinterpretación (Eco 1979, 1994).
Este razonamiento se aplica también a la fuerza de la codificación de las
convenciones humanas. Dentro de una interpretación puramente semiótica de
la acción, una cosa es adoptar una perspectiva dirigida por el concepto de
código, que suele subrayar el polo más estáticamente estructural, inscrito en el
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sistema lingüístico (Saussure 1985); y otra cosa es adoptar una perspectiva


dirigida por el concepto de interpretante [interpretant], que subraya el polo más
dinámicamente estructurante, y que se abre desde el sistema lingüistico como
código de reglas a seguir hacia el sistema general de la acción (lingüistica y no
lingüística), como pragmática de convenciones en formación (Peirce, en
Hoopes 1991; Eco 1979) 5 .
En segundo lugar, es preciso reconocer el carácter gradual del concepto
de arbitrariedad. Las producciones culturales establecen marcos que, aunque
convencionales, no por ello son enteramente modificables al arbitrio de cada
intérprete social. Algunas de esas convenciones, como los códigos jurídicos,
constituyen entornos de intepretación que operan frecuentemente como límites
empíricos de la agencia. Además, las posibilidades de acción de un agente
concreto pueden verse constreñidas eficientemente por la confluencia compleja
de distintos entornos de esa naturaleza que, tomados por separado, no
producirían ese mismo efecto de coerción. Basados en convenciones
humanas, los códigos jurídicos que regulan las transacciones económicas se
establecen en marcos complejos de esta naturaleza (regímenes impositivos,
convenios laborales, marcos arancelarios, etcétera), cuya confluencia en cada
caso concreto de acción, puede provocar, regularmente, movimientos de
capital que no dependen, ni única ni fundamentalmente, de los libres ejercicios
de interpretación de los agentes, y ni siquiera de su conocimiento inmediato de
la situación.
Estos problemas apuntan hacia una cuestión del máximo interés para el
estudioso de la cultura: ¿cómo es que los conjuntos de convenciones a través
de los cuales los agentes dan una forma específica a su acción, se relacionan
con plexos de contingencias y regularidades que no dependen estrictamente
del procesamiento convencional de la acción? (Sperber 1996: 9). En un texto
de 1974, ”Theories of Culture”, Roger Keesing ofreció algunas claves para
componer un concepto de cultura capaz de integrar múltiples niveles de
descripción: adaptativo, cognitivo, estructural y simbólico.

5
Para una reflexión análoga en relación con las nociones de ”signo” y ”símbolo”, véase Sperber
1975.
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Definición #5: la cultura es una descripción del conjunto de convenciones


por medio de las cuales las personas dan forma a su acción
El concepto de cultura se refiere a una doble realidad, y en esto también es
análogo al concepto de ”lengua”. Por una parte, ”cultura” hace referencia a los
conjuntos de convenciones que utilizan los agentes sociales en su mundo de la
vida [lebenswelt, Schütz y Luckmann 1989]; por otra parte, ”cultura” hace
referencia a la descripción textual, que el etnógrafo realiza al interpretar, desde
el exterior, ese mundo de la vida. Y también, como sucede en el caso de los
estudios lingüísticos, la relación entre ambos conceptos de cultura es compleja,
pues ningún intérprete externo es tan externo como para ver limitada toda su
capacidad de interpretación, y ningún agente interno lo es hasta el punto de ver
por completo limitada su reflexividad sobre sus formas de acción. Todo
etnógrafo ha de ser en alguna medida nativo (”nativo marginal”, en una clásica
formulación de Freilich, (1970)), y todo nativo es, en alguna medida,
etnometodólogo (Garfinkel 1984).
Esta doble referencia del concepto de cultura incluye en realidad una
advertencia relativista. También el etnógrafo, como ser humano, vive en su
propio mundo de la vida, en el que tienen sentido las convenciones de
interpretación que selecciona como marco analítico. Lo que se encierra, pues,
en esa doble referencia es una crítica del supuesto, tanto naturalista 6 como
positivista, de que la realidad cultural de los nativos está ahí para ser
meramente transcrita por un etnógrafo cognitiva y moralmente neutral
(Hammersley y Atkinson 1989).
Esa doble referencia del concepto de cultura encierra, además, otro
problema: ¿qué debemos entender por una ”perspectiva” interna o nativa de la
cultura?. Sin un adecuado examen reflexivo, la idea de ”perspectiva nativa”
puede devolvernos un concepto de cultura excesivamente intelectual, una
reducción de la cultura a un conjunto de pautas ideales y conscientes que los
agentes sociales aplican a su propio mundo vivido. Cuando no nos planteamos
reflexivamente qué queremos decir con ”perspectiva nativa” o ”punto de vista
nativo”, corremos el riesgo de ofrecer una reducción idealista de la cultura. Sin
embargo, esta reducción idealista no es en absoluto necesaria en el concepto
de cultura que estoy elaborando aquí.
6
Sobre este concepto de naturalismo, veáse la nota 9.
15

Los antropólogos hemos entendido tradicionalmente este problema a


través de las categorías emic y etic, tomadas del lingüista Kenneth Pike (1967).
Sin embargo, no siempre nos hemos entendido muy bien con él. Emic hace
referencia al punto de vista interno desde el que se construye un sistema
lingüístico como sistema práctico, sistema de habla (phonemics). Etic hace
referencia al punto de vista que un observador externo (por ejemplo, un
lingúista) tiene de ese sistema de habla, al utilizar su propia escucha o
determinados instrumentos de captación y análisis sonoro (phonetics).
Sirviéndose del análisis fonético, el lingüista puede apreciar diferencias sonoras
que el hablante nativo no considera relevantes desde el modelo clasificatorio
de los sonidos (fonémico) con el que produce su habla.
El concepto etic encierra poca ambigüedad. Un lingüista trabaja
básicamente con su propia reflexividad consciente, trabaja elaborando ideas.
Los problemas aparecen cuando proyectamos esa misma reflexividad
consciente sobre los hablantes nativos de la lengua. Haciendo uso de esta
proyección, Marvin Harris llegó a sostener que la perspectiva emic es la
perspectiva ideal que los nativos tienen de su propia cultura. El debate entre
Pike y Harris puede encontrarse en una excelente edición promovida por
Thomas N. Headland en 1990: Emics and Etics. The Insider / Outsider Debate.
A mi juicio, Kenneth Pike siempre mantuvo una posición inequívoca sobre el
asunto, que reiteró de forma clara en esa edición de Headland:
”An emic unit, in my view, is a physical or mental item or system treated by
insiders as relevant to their system of behavior and as the same emic unit
in spite of etic variability” (Pike 1990: 28. La cursiva es mía).
El orden de realidad del plano emic no es, pues, exclusivamente, en la
visión de Pike, un orden ”mental”, mucho menos ”ideal”, sino un orden práctico
(Bourdieu 1990). Y ése es el orden de realidad de la cultura, si nos atenemos a
todas las definiciones que ofrezco aquí, salvo esta #5. No es que los agentes
culturales ”consideren idealmente” a una unidad de comportamiento como
relevante, sino que ”la tratan” como tal. Ése es también el sentido que Clifford
Geertz concedió a la expresión ”from the native’s point of view” (Geertz 1983).
La cultura, en su primera acepción relativa al mundo nativo, no es
necesariamente un conjunto de convenciones traducidas ya como ideas acerca
del mundo, sino un conjunto de convenciones puestas en práctica al vivir en él.
16

El concepto de cultura no fuerza, por sí mismo, a ninguna clase de


reduccionismo idealista.

Definición #6: la cultura es un conjunto de convenciones por medio de las


cuales las personas dan forma a las relaciones que mantienen con las
convenciones en situaciones concretas
Cuando las personas actúan en situaciones concretas ponen en juego una
forma particular de convenciones que podemos denominar metaconvenciones.
Estas metaconvenciones operan como marcadores, por medio de los cuales
los agentes en esa situación dan forma a su relación con el conjunto de
convenciones, más básico, que constituye el tejido de la acción y de la relación
social. Tales convenciones de segundo orden pueden operar como metarreglas
(véase, por ejemplo, Mailloux 1983), que permiten connotar el sentido en el que
cabe entender las reglas en contexto; metasignos (Hodge y Kress 1988: 262); o
cualesquiera otros formatos convencionales de comunicación, sentido y
significación.
Un joven empleado, impecablemente vestido ante su jefe, esgrimiendo
con seguridad y convicción sus argumentos, hace algo más que utilizar un
vestuario o hablar en inglés. También expresa por medio de esos marcadores
una particular relación con la autoridad y tal vez con la empresa. Al examinar el
concepto de cultura es imprescindible reflexionar sobre esta nueva dimensión,
que nos indica el componente evaluativo de toda acción cultural. En los
términos de Jean-Claude Passeron: ”Una cultura es tanto un sistema de
relaciones con las reglas como un sistema de reglas” (Passeron 1983: 22).
La cultura opera aquí como una herramienta de producción de diferencia
social; y esa diferencia, por medio de marcadores metaconvencionales
adicionales, se traduce frecuentemente en jerarquía. En cada acción social, los
agentes ratifican o desmienten las posiciones sociales que ocupan, los unos en
relación con los otros, en un campo concreto de prácticas. Formulan y
reformulan así, en un juego generalmente desigual, los criterios de la distinción
social, al hacer valer sus capitales y competencias en el espacio de los
diferenciales de capital (cf. Bourdieu 2007, Díaz de Rada 2007).
También aquí, la cultura ofrece la doble cara del repertorio y la práctica (la
competencia y la actuación). En su polo más estático y objetivado, ese conjunto
17

de metaconvenciones antecede a la acción concreta, la enmarca y la etiqueta


(Bateson 2000), y evoca campos de poder sobre los que los agentes no tienen
una capacidad directa de influencia. Los agentes sociales concretos en las
situaciones concretas parten ya de posiciones diferenciales en cuanto a su
poder, es decir, en cuanto a su capacidad para producir realidad social
legítima, aceptada por los otros como tal realidad. En su polo más dinámico y
situacional, los agentes juegan a reconfigurar esas posiciones, con relativo
éxito, y generalmente de forma muy limitada. Por eso, para apreciar las claves
de cualquier juego situacional con el poder, es necesario incluir en el análisis
los marcos y marcadores de relación con las convenciones, cuya producción
suele encontrarse fuera de la situación concreta del juego. Es por ello que una
microetnografía de la cultura, basada solamente en el examen de la interacción
concreta, apenas puede revelarnos el proceso de estructuración de las
relaciones sociales en el campo de poder; o hacerlo de forma engañosa, si lo
que pretendemos es interpretar las posiciones estructurales, más estables,
objetivadas durante largos períodos de tiempo (Bourdieu y Wacquant 1992,
Ogbu 1981, Giddens 1984). Pero, por otra parte, debemos tener en cuenta que
esos marcos objetivados de convenciones que (como los reglamentos jurídicos
escritos) limitan la práctica cultural en las situaciones concretas, también han
tenido que ser producidos en alguna situación concreta. De lo contrario,
estamos abocados a una mistificación de la cultura, es decir, a la ilusión de que
las formas de cultura sancionadas por las existentes estructuras de autoridad y
legitimidad han surgido ex nihilo. En cualquiera de sus dimensiones, la
comprensión de las convenciones culturales nos conduce racionalmente hacia
el examen de las prácticas de producción cultural, y no sólo al estudio de las
formas de reproducción de la cultura (Willis 1981a, 1981b; De Certeau 1979).
Esta dimensión metaconvencional de la cultura, al estar constituida por
convenciones relativamente estabilizadas biográficamente o históricamente, se
presenta ante nuestros ojos como un orden más real que el de las
convenciones del primer nivel (#3 y #4) (Berger y Luckmann 1966). Esto ha
tenido importantes consecuencias sobre el concepto de cultura. De hecho, esa
cultura legítima (o mejor dicho, legitimada) ha recibido y recibe con frecuencia
la denominación general de ”cultura”: la cultura en singular, la que representa a
las élites artísticas, intelectuales, escolares y políticas; y también, por otro
18

cauce, la que representa a las costumbres de un un pueblo, reveladas en los


textos de esas mismas élites (Burke 1994, Velasco 1990). Asimismo, en los
trabajos de Pierre Bourdieu, la cultura ha sido sistemáticamente entendida
como un ”capital cultural” acumulado en las objetivaciones legítimadas por la
autoridad política o por el registro patrimonial: certificaciones escolares, bienes
”culturales” (Bourdieu 1993, 2007; cf. Grignon y Passeron 1982).
El concepto de cultura que aquí presento no se reduce a esta cultura en
singular. Este concepto toma como referencia cualquier conjunto de
convenciones humanas. Todo ser humano es agente de convenciones
culturales en cualquiera de las acepciones que aquí ofrezco, con o sin escuela,
con o sin bienes patrimoniales que declarar.

Definición #7. La cultura es un discurso de convenciones en el tiempo


social
En su The structure of social action, Talcott Parsons escribió:
”The culture systems are distinguished from both the others [nature
systems and action systems] in that they are both non-spatial and
atemporal. They consist, as Professor Whitehead says, of eternal objects,
in the strict sens of the term eternal, of objects not of indefinite duration but
to which the category of time is not applicable. They are not involved in
’process’” (Parsons 1968, Vol. II: 763).
Este texto, originalmente publicado en 1937, Parsons evoca la definición
superorgánica de ”cultura”, ofrecida por Kroeber en 1917. En las sucesivas
reediciones de su obra, Parsons mantuvo este punto de vista y así ignoró todo
el desarrollo enactivo, procesual, histórico y dinámico que el concepto de
cultura estaba experimentando ante sus ojos (cf. Kluckhohn y Kroeber 1963
[1952]). Con su selectiva comprensión del concepto, Parsons destemporalizó a
la noción de cultura, aislándola de los procesos empíricos de acción.
Sin embargo, la acción social cobra forma convencional al ser puesta en
práctica por agentes sociales de carne y hueso. Hoy en día, el concepto de
cultura es impensable, al menos para los antropólogos, fuera del tiempo y el
proceso, fuera del curso de la acción (Fabian 1983, 1996, Comaroff y Comaroff,
1992].
19

”Hemos progresado desde una noción reificada de la cultura y luego


procesual hasta llegar a una comprensión discursiva” (Baumann 1999:
esp167).
La visión de Talcott Parsons sigue sin embargo vigente, en gran medida,
en los usos del concepto fuera del ámbito de la antropología social y cultural, y
conlleva un poderoso argumento de reificación con importantes consecuencias
políticas. La cultura se convierte así en un conjunto de convenciones (o más
bien, aquí, en un sistema o estructura), generalmente ideas, que caracaterizan
”eternamente” a una sociedad en su conjunto. Las tareas de reducción teórica
que el analista practica para llegar a tal concepción integrada del orden social
(#5) quedan escamoteadas, oscureciéndose los disensos y eventualmente los
conflictos que toda acción social humana comporta. Desde esta perspectiva, se
subraya el perfil más consensual del concepto de convención.
Resituar la cultura en la acción, significa interpretarla como un discurso de
convenciones en el tiempo social, biográfico o histórico, en las situaciones
concretas de acción, y en contextos concretos de interpretación. Entonces
apreciamos que en realidad lo ”compartido” en la cultura es, en todo caso, un
horizonte de entendimiento entre agentes sociales, o un supuesto que
responde a concretos marcos de legitimidad (Mailloux 1983, Jackman 1999:
303 7 ). En la práctica, todo discurso social es, hasta cierto punto disensual,
porque todo agente social es un intérprete de las convenciones, un intérprete
dotado hasta cierto punto de capacidad para dar forma a su acción y a sus
relaciones sociales. Como el discurso musical, el discurso cultural es un curso
de interpretaciones nunca totalmente convergentes. Lo que se comparte es, en
su límite mínimo, esa general metaconvención de la convivencia; en muchos
casos, también, las competencias generales de interpretación, pero no
necesariamente las formas concretas de la actuación.
”Si una cosa es verdad, es que la verdad del mundo social es un
entramado de luchas [...]. La representación del mundo no es un dato o, lo
que es equivalente, una grabación, un reflejo, sino el fruto de

7
Cualquier examen adecuado de un orden cultural, empezando por el lingüístico, debe ser
sensible a la dimensión metaconvencional implicada en las instituciones humanas (#6): no es
sólo la práctica la que conforma la convención, sino la relación (política) que los agentes
mantienen con ella, incluso después de reconocer su naturaleza arbitraria (cf. Jackman: 308).
20

innumerables acciones de construcción que están siempre ya hechas y


que siempre hay que rehacer” (Bourdieu 2002: 249).

Paradoja ontológica
Puesto que el concepto de cultura desglosado en estas definiciones pone de
relieve la forma convencional de cualquier clase de acción humana, podemos
tener la tentación de concluir que nada en la realidad humana escapa a la
cultura. Por ello, la sugerencia de unir las palabras ”ontología” y ”cultura” no es
nueva (Feibleman 1951, Sperber 1996, y el reciente debate celebrado en
Manchester y resumido por Rollason (2008) 8 ). Sin embargo, si es que ha de
tener valor analítico, el concepto de cultura exige precisión. Cultura es una
propiedad que encontramos, de uno u otro modo, en cada acción humana;
pero, al mismo tiempo, es una propiedad bien específica: su forma
convencional.
El concepto de cultura incorpora una inevitable paradoja ontológica:
ninguna cultura puede trascender su propia realidad institucional, artificial.
Como seres humanos, no podemos dejar de interpretar la realidad, y de
construirla, a través de formas convencionales, pero sólo podemos expandir el
horizonte de nuestro saber acerca del mundo reconociendo las limitaciones que
nos imponen esas tramas de convenciones. Esas limitaciones se dan,
básicamente, en dos órdenes: el de los objetos susceptibles del predicado de la
cultura (los movimientos estelares no incorporan cultura, aunque sí la
incorporan, parcialmente, las descripciones que hacemos de ellos); y el de las
formas y métodos de construir nuestro saber.
Más allá de cualquier ilusión antropocéntrica, a través del concepto de
cultura no podemos acceder a todo orden de fenómenos, ni siquiera a todo
orden de fenómenos sociales, sino sólo a aquéllos que se fundan en actos de
convención. Lo que no quiere decir, naturalmente, que no podamos acceder a
esos otros fenómenos prescindiendo, siquiera parcial o gradualmente, del
concepto de cultura.

8
En el momento de elaborar este texto sólo dispongo del resumen aportado por William
Rollason. Este resumen, que recoge esbozos de las aportaciones de Michael Carrithers, Matei
Candea, Karen Sykes y Martin Holbraad, ha sido para mí una fuente de inspiración.
21

En relación con un concepto general de ontología, el concepto de cultura


puede ser útil de varios modos, todos ellos, como queda dicho, parciales:
1. Desde la perspectiva nativa, emic (#5), y muy especialmente en el polo
más ideológico y consciente de la reflexividad humana, la cultura suele conferir
sentido a la experiencia humana. Esto quiere decir que, parcialmente, ayuda a
los seres humanos, en sus concretas situaciones vitales, a articular su
experiencia del orden convencional con la experiencia de todo aquello que lo
trasciende (Geertz 1975b, 1975c; Lévi-Strauss 1985: capítulo I).
2. Desde la perpectva analítica, etic (#5), el concepto de cultura puede
ayudarnos a:
2.1. Comprender mejor la aportación de las convenciones humanas (y de
la capacidad humana para crear convenciones) a la formación de los vínculos,
los tejidos sociales, y la socialidad [sociality], entendida como proceso
formativo (Carrithers 1992, Ramírez Goicoechea 2005, 2007).
2.2. Comprender mejor que, al menos en lo que concierne a la vida social,
hay múltiples formas de existencia (#3, #4) y múltiples interpretaciones
reflexivas de esas formas (#6). También podemos llegar a comprender mejor
que esas múltiples formas de existencia, y esas ontologías mútliples
(Feibleman 1951), al entrar en contacto comunicativo en la escena social, lo
hacen como pugnas, cuando no como colisiones (#7); pues se trata entonces
de discursos comprometidos con el poder de definición de la realidad, y con la
lucha por la legitimidad.
Fuera de estos límites es desde luego posible adoptar, con Dan Sperber,
un compromiso ontológico que, aproximándonos a la forma de construcción del
saber de la ciencia natural, nos lleve a superar la indeterminación interpretativa
acerca de la existencia real de los objetos culturales (Sperber 1996), o,
expresado en sus propios términos, su presencia en el ”mobiliario [forniture] del
mundo”:
”if I am right in claiming that the anthropological vocabulary is interpretive,
then anthropological accounts are wonderfully free of ontological
commitments. Just as the appropriate use og ’goblin’ by an anthropologist
tells us nothing regarding the existence of goblins, the appropriate use of
’marriage’, ’sacrifice’, or ’chiefship’ does not tell us whether marriages,
22

sacrifices or chiefships are part of the furniture of the world” (Sperber


1996: 18).
En este intento de Sperber hay, de todos modos, varios problemas que
conviene explicitar, y que, como veremos, nos devuelven de nuevo a la
paradoja ontológica que he enunciado.
En primer lugar, Sperber elige para su intento una variante del concepto
de ”realidad” que en modo alguno debemos dar por sentada. Sperber no
parece satisfecho con la posibilidad de que ”matrimonio”, ”sacrificio” o ”jefatura”
formen parte del ”mobiliario del mundo” precisamente como hechos
convencionales, hechos institucionales (del mismo modo que, por ejemplo, la
lengua inglesa forma parte de ese ”mobiliario”, hasta el punto de que yo, Ángel,
considero la posibilidad de hacerme trducir en ella). La variante del concepto de
realidad que elige Sperber es importante, y sin duda fructífera para el avance
de nuestro saber acerca de la cultura, pero no carece de limitaciones. Sperber
prefiere un análisis causal a un análisis interpretativo:
”One might choose as a topic of study these causal chains made up of
mental and public representations, and try to explain how the mental
states of human organisms may cause them to modify their environment,
in particular by producing signs, and how such modifications of their
environment may cause a modification of the mental states of other human
organisms” (Sperber 1996: 26).
En el centro de su sistema causal se encuentran las ”representaciones”
(o, como en el texto anterior, los signos). Esto conduce a la segunda y la
tercera limitación:
Podemos, desde luego, centrarnos en esas ”representaciones”, pero ello
no conducirá automáticamente a la visión ”naturalista” de la cultura que el
enfoque promete 9 . No lo hará, a no ser que decidamos pasar por alto el
importante detalle de que la ”representación” misma, y muy especialmente el
signo, es un acto de convención cuya conexión esencial, la del significante con
el significado no es causal, como el mismo Sperber mostró espléndidamente en

9
En este texto estoy utilizando dos conceptos diferentes de “naturalismo”: el que usan
Hammersley y Atkinson (1989), mencionado en #5, y el que usa aquí Sperber. El primero
implica una actitud epistemológica que tiende a dar por válidas las descripciones de realidad de
los nativos (emic) en los textos etnográficos. Este segundo implica una actitud epistemológica
que busca incorporar el lenguaje analítico de las ciencias de la cultura (y en particular de la
antropología) al de las ciencias de la naturaleza.
23

su libro Rethinking Symbolism, sirviéndose de la tradición de estudios en


semiótica (Sperber, 1975).
La tercera limitación del enfoque de Sperber afecta al concepto mismo de
”representación” como elemento fundamental de su compromiso ontológico. No
se trata sólo de que las clases de ejemplos de representación que él mismo
reconoce haber seleccionado —”concepts”, ”beliefs”, ”narratives”— remiten a
una forma de apropiación característicamente individual, y no necesariamente
social (Sperber 1996: 75), sino de otro problema mucho más relevante. Todas
esas clases de representación se refieren a un orden de reflexividad referencial
que circula fundamentalmente en un medio verbal. Fuera de ellas, quedan
todas las convenciones prácticas, que, dentro y fuera del lenguaje, no son ni
verbales ni referenciales (Díaz de Rada y Cruces 1994). La ”representación”,
en el sentido verbal-referencial que da Sperber a esta palabra, no es sino un
caso especial, limitado, del concepto de convención (Lewis 2002, Capítulo IV).
La propuesta de Sperber presenta una cuarta limitación cuya discusión
tiene ya una larga historia en antropología social y cultural. Su compromiso
ontológico se cifra en el proyecto de una epidemiología de las representaciones
culturales que permita construir un mapa en el que apreciar cadenas causales.
Los modelos distribucionales de la cultura, segmentada en conjuntos de
rasgos, no son nuevos; por el contrario, son famosos. Y por ello sorprende que
ni siquiera aparezcan mencionados en la bibliografía de Explaining Culture
(Schwartz 1978, y sobre todo Murdock 1963, 1967). Tales modelos han sido
muy fructíferos, como lo puede ser la propuesta de Sperber, cuando el
propósito ha sido ofrecer distribuciones, y, basándose en ellas, hipótesis
causales (aunque a esas hipótesis se puede llegar también por caminos
interpretativos). Pero la lógica correlacional (Murdock 1937), que está en la
base de cualquier modelo epidemiológico distribucional, no incorpora la varita
mágica de la causación. Un lenguaje distribucional, tomado aisladamente,
sigue siendo un lenguaje descriptivo. Con todo, ésta no es la limitación
fundamental de estos modelos.
La limitación fundamental radica en que los rasgos de cualquier cultura,
por ejemplo, las ”representaciones”, son relevantes para la acción humana en
configuraciones contextuales, tramas de convenciones (#3). Así, el modelo
24

implicado en la palabra ”epidemiología” ofrece una limitación adicional a ésta


que reconoce Dan Sperber:
”Whereas pathogenic agents such and viruses and bacteria reproduce in
the process of transmission and undergo a mutation only occasionally,
representations are transformed almost every time they are transmitted,
and remain stable only in certain limiting cases” (Sperber 1996: 25-26).
Estoy de acuerdo. Pero además, y aquí se contienen buena parte de los
dilemas conducentes a la paradoja ontológica que he formulado: a diferencia
de una bacteria o un virus, que se agrega individualmente a otros
funcionalmente equivalentes, una ”representación” (o cualquier otra clase de
convención humana), es lo que es precisamente por su relación con otras, que
no son funcionalmente equivalentes, en una configuración concreta. Y puesto
que en esas tramas, las convenciones no son funcionalmente equivalentes,
sino que se conciertan en diferentes planos funcionales (como cuando yo, al
comunicar este texto, utilizo con quien lo lee convenciones retóricas,
semánticas, sintácticas, etcétera), tampoco todas sus relaciones pueden
reducirse a una elemental agregración: no son relevantes porque van unidas,
sino porque lo hacen de formas especñificas. Desde luego que podemos
extraer las representaciones de sus configuraciones, y tratarlas individualmente
con un propósito distribucional o comparativo, pero al hacerlo no deberíamos
ignorar la especial mutación metodológicamente provocada que esas
representaciones sufren en el mismo momento en el que practicamos la
amputación de su contexto (Cruces y Díaz de Rada 1991, Strathern 1987,
1992, 2004).

”Identidad” no es ”Cultura”
Con excepción de la definición #1, las seis restantes definiciones del concepto
de cultura que he ofrecido en este ensayo conducen a un importante corolario:
la cultura es una propiedad, un atributo de la acción humana, no de los agentes
sociales. ”Cultura” ha de predicarse de una acción, no de un sujeto. Por ello,
”identidad” no es un equivalente lógico de ”cultura”. A la luz de las definiciones
que he presentado, la expresión ”tener cultura” indicaría de una manera vaga,
al aplicarla a las personas: haber aprendido un conjunto de competencias para
el uso de convenciones en entornos sociales concretos. Este concepto de
25

cultura no territorializa a un grupo de sujetos encerrados en el interior de una


frontera simbólica, sino que los comunica o coordina en sus entornos sociales
(Gibson 1984). Esos entornos habrán de ser acotados, en cada caso, con
arreglo a intereses teóricos concretos (Díaz de Rada 2003).
Los etnógrafos y antropólogos hemos desmentido con contumacia este
concepto de cultura, al construir un discurso constantemente saturado de
etnónimos: los ”nuer”, los ”inuit”, los ”sámit”, los ”mayas”, que, no por azar,
imita, para el caso de las poblaciones colonizadas, la forma de describir a los
sujetos característica de los sociólogos en relación con los estados nacionales
colonizadores: los ”españoles”, los ”ingleses”, los ”franceses”, etcétera (Díaz de
Rada 2008). Ese lenguaje reificador y esencializador de las identidades
sociales recibió un primer golpe importante, sin duda, con la obra de Frederick
Barth Ethnic Groups and Boundaries (1998 [1969]), en la que el concepto de
”grupo étnico” fue construido como un concepto relacional, no territorial. Hubo
golpes previos, desde luego, como aquél de J. Clyde Mitchell, asestado en
1956:
”It is impossible to generalize about the operation of these principles [of
human asssociation in ”tribes”], without reference to the specific social
situation in which the interaction takes place” (Mitchell 1956: 43).
Y también hubo otros golpes posteriores como el de Ronald Cohen en
1978: ”Ethnicity has no existence apart from interethnic relations” (Cohen 1978:
389).
Pero es sobre todo la evidencia empírica de un mundo caracterizado por
una movilidad territorial sin precedentes, la que ha conducido a los
antropólogos sociales a tomar una conciencia creciente de que, si hemos de
seguir manteniéndonos fieles a un concepto identitario (y generalmente
territorial) de cultura, entonces más vale teorizar ”más allá de la cultura” (Gupta
y Ferguson 1992).
A partir de #2, he ofrecido en estas páginas un conjunto de definiciones
del concepto de cultura que, siendo fiel a los aspectos teóricamente
productivos de la tradición antropológica, es completamente independiente de
los conceptos de identidad y territorialidad. Lo he hecho de este modo, porque
considero que el compromiso ontológico del concepto de cultura no ha de
confundirse, de ningún modo, con el compromiso ontológico de la noción de
26

identidad, si es que hemos de debatirnos en la tensión esencial del anthropos y


el ethnos. De nada sirve obstinarse en el uso de la palabra ”identidad” por
medio de atributos como ”múltiple”, ”fragmentaria” y ”fluida”; porque, como han
indicado Brubaker y Cooper:
”It is not clear why what is routinely characterized as multiple, fragmented,
and fluid should be conceptualized as ’identity’ at all” (Brubaker y Cooper
2000: 6).
Un concepto de cultura como el que he expuesto en estas páginas,
centrado en los aspectos convencionales de la acción humana, en la acción
humana como discurso social, es el vehículo más adecuado para adquirir
compromisos ontológicos ”más allá de la identidad” (Brubaker y Cooper
(2000)); aunque tal vez esos compromisos, por paradójicos, no satisfagan del
todo una voluntad de alcanzar un saber totalizante.

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