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TORRES ARANCIVIA, Eduardo.

2021 Diabolus in música. O sobre lo popular en la música. Libro inédito.

Se usa el siguiente capítulo solo para fines académicos del curso MS181
2021-1 de la UPC

CAPÍTULO 1

Los sonidos vienen del pueblo y van hacia él

El antipático (o útil) uso del término popular en la música.

En música no hay palabra tan ambigua, contradictoria, propia, impropia, malvada, vulgar,

enaltecedora y discriminatoria como lo es popular. Bajo esa impresión, los dichos donde

aparece la mentada palabra se vuelven varios en un larguísimo espectro. Así, el estudioso

dice “hay una música popular y — evidentemente— una música de elite”; el compositor, por

su parte, profiere un “yo hago música académica, no popular”; el cachorro de compositor,

con aires de futura pop star, sentencia “lo mío es la música popular y con ella ganaré mi

primer millón”; el antropólogo hípster añade “esta es la música popular que recoge el sentir

de los pueblos oprimidos y sin voz”; las universidades y conservatorios solo parece que

tienen dos puertas de ingreso: o se va por la puerta de la música académica o por la de la

música popular; el compositor de forzada sabiduría se luce ante los golillas y peluquines

diciendo algo así “mi sinfonía recoge aires populares [ya sea de África, los Andes, bohemios,

etc.]”; los que oyen —hoy por hoy— Bohemian Rhapsody (1975) dicen que el tema es la

amalgama perfecta entre lo clásico y lo popular.


La retahíla continúa: la señora — con aires a un personaje sacado de Downton Abbey

— que atendía la tienda especializada en CDs de mi niñez, me advirtió la primera vez que

fui: “aquí no vendemos discos de música popular, salvo este lote de música afgana que me

llegó por error”; el envidioso jazzero saca pecho, frente al encumbrado reguetonero, y se

enorgullece de no caer en la “trampa” de lo popular; ese mismo jazzero se olvida que el jazz,

hace cien años, era un género popular; lo que suena en la radio todo el día es popular; una

obra de Pierre Boulez (Estructuras [1989]) tiene en Youtube 254.971 vistas mientras que una

de Maluma (11 PM [2019]) tiene 466.614.544 vistas ¿Quién es más popular?; el músico con

aires de matemático y físico me dice que para qué escribo sobre esto si todo es fórmula,

puesto que hay una “escuela popular” y una “escuela académica” y que todo se resuelve en

la armonía de un tema.

Vaya que este jaleo es impresionante. Otros, los muy pocos, solo atinan a decir que

en estos tiempos ya no tienen sentido las etiquetas y que deberíamos decir que solo hay

música, pero al parecer eso no ha convencido a nadie ya que parece que esa explicación tan

sencilla pues no lleva a la verdad (a pesar de Ockham1) sino a un estado de intranquilidad, la

intranquilidad de vivir en un mundo sin taxonomías. Este libro, cuando fue ideado, tenía por

objetivo demoler ese supuesto muro malvado construido entre lo popular y todo lo demás (lo

“clásico”, lo académico, lo de elite, etc.), y pedir a las personas que solo se entreguen al

erotismo de la música sin más que añadir (hasta había ideado una frase al estilo Susan Sontag

en Contra la interpretación [1969]); pero no, parece que no puedo hacer eso porque ya me

1
Se asume, sin rigor, la creencia de que fue Guillermo de Ockham el que sostuvo el argumento de que la
explicación más sencilla siempre será la verdadera. Tal sentencia no aparece en ninguna de sus obras, pero
desde el siglo XIX muchos intérpretes la han colegido en base a uno de sus dichos (efectivamente dicho) por el
filósofo-monje: “Entia non sunt multiplicanda praeter necessitaten”, es decir, “No debe presumirse la existencia
de más cosas que las necesarias”. Al respecto véase Arráiz Lucca (2015).
queda claro que la gente necesita de esas coordenadas del lenguaje sino sobreviene el caos y

es que lo popular — como insulto, anatema, elogio, carácter o negocio— es necesario.

Entonces, caí en la cuenta de que en vez de querer demoler ese supuesto muro se trata, mejor,

de visualizarlo de otro modo: no hay muro y es que todo es popular, todo arte es popular;

toda música es popular, viene del pueblo y va — de regreso— al pueblo.

Eso último lo aprendí de César Vallejo (1892-1938), poeta oscuro del Perú;

enigmático, pero absolutamente brillante. En su épico poema España, aparta de mi este cáliz

[1939], en un par de versos, lo dice el poeta con esa criptología potente pero precisa y certera:

Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él, de frente o transmitidos,

por incesantes briznas, por el humo rosado de amargas contraseñas sin

fortuna.

La crítica ha sostenido que Vallejo, en esos versos, está desmontando la idea del genio

individual, ese que la Ilustración, como movimiento cultural del siglo XVIII, se había

afanado en construir desde esa centuria. La genialidad no viene de una persona — parece

decir el poema— viene de la masa que proporciona el saber que los cultos o incultos toman

para deconstruirlo, recrearlo, destruirlo o rearmarlo y entregarlo, una vez más, transformado

en arte a esa misma masa, en un flujo circular.

Por ejemplo, el circuito sería así: una melodía, tal vez cantada o entonada por

campesinos, se volvía popular en el sentido de que sonaba aquí y allá, y como era así, esa

melodía era tomada por algún músico de formación que, tal vez, la ponía a modo de minué

para que la toque un grupo de instrumentos o pequeña orquesta; tal minué se volvía — otra

vez— popular entre los miembros de la corte y, así, ese inicial tema campesino terminaba
siendo bailado por una nobleza que tuvo a esa música como digna de ellos. Luego, ese minué

pudo ser calcado o reformulado por su compositor u otro aventurado tocador y transformado

en tema religioso y así tal tema terminaba como una canción de iglesia y, ahí, en el templo,

todos se encontraban, el noble y el campesino; y escuchaban, otra vez, el tema. Es probable

que ambos ya no lo reconocieran del todo, pero su poder de conmoción seguía incólume.

Aunque sea difícil de creer, entre esos campesinos o artesanos, alguno sería un tocador de

guitarra (instrumento este tenido por popular en los siglos XVII y XVIII) y se llevaría el

mentado tema de la iglesia para devolverlo a donde salió, es decir, al pueblo mismo, tal vez

esta vez ya no como un minué ni como un himno a Dios, sino como una canción de temática

provocativa y hasta vulgar. El circuito estaba cerrado.

Ese extraño fluir del mencionado circuito yo mismo lo he visto y he escuchado. He

aquí la historia: en los Andes peruanos se escucha un género popular llamado huayno. La

mayoría de peruanos asumen que tal música es una de las más representativas del Perú en

virtud a ser, supuestamente, esencialmente indígena en su origen, es más, la misma

Wikipedia, en su entrada dice de esa música que “es de origen prehispánica”, aunque no se

puede negar la gran impronta que, a lo largo de los siglos, ha dejado la cultura occidental en

ella. El caso es que, encontrándome de visita en las alturas de la sierra central del Perú, en

ese paisaje de clima seco y templado, coronado de un cielo profundamente celeste, a más de

tres mil metros sobre el nivel del mar, vi que una banda de saxofones y maderas, junto a un

arpa andina se disponían a tocar un huayno llamado Esta noche quiero bailar, así que me

dispuse a oír. Sonó la música, y no, no era el sonido de los incas el que comenzó a alegrar el

ambiente donde todos comenzaron a bailar frenéticamente, se trataba de una de mis piezas

favoritas, La Réjouissance de Música para los Reales Fuegos Artificiales (1749) de Jorge
Federico Handel, el gran músico del barroco inglés ¿Cómo Handel pudo llegar desde el siglo

XVIII y desde la corte real inglesa a los Andes peruanos y al año 2019? ¿Cómo fue el proceso

por el cual esa música que —otrora tiempo— acompañó al cortejo real, hoy era el deleite de

toda una comunidad campesina?

Sobre eso, pues solo me puedo aventurar, en base a algunas pistas, a decir lo que

ocurrió. Todo lo de Handel se comenzó a expandir por el mundo tras su “redescubrimiento”

hacia bien entrado el siglo XIX. Principalmente esto se dio así ya que buena parte de la

música de ese compositor estaba planeada para gustar a mucha gente más allá del Castillo de

Windsor y por ese entonces (me refiero ya al siglo XIX) la banda “militar” se había vuelto el

gran divulgador de la música entre los amplios sectores de la sociedad. Muchas de las grandes

obras de la música eran reducidas, por expertos y diligentes directores, al formato de banda

y esas piezas se tocaban en parques, plazas y retretas, siendo el deleite de todos cuanto

escuchaban esos sonidos metálicos pero que parecían condensar, en pequeño, la música de

todos los tiempos, y más aún, de forma gratis para sus oyentes.

Esas bandas eran tan famosas que hacían giras realmente mundiales. He estudiado a

alguna de ellas y he visto que se paseaban por aquí y por allá. A una particularmente le seguí

el paso: esta se fue de Filipinas a Hawaii y de ahí a los Estados Unidos y México, y de ahí a

Europa y de ahí — de regreso— a Chile y de ahí al Perú. En todo ese camino, los músicos

de la banda se nutrían de más música y rescataban temas y motivos de toda latitud y timbre.

Uno de esos músicos, filipino de origen, recaló en Lima y se quedó a vivir el resto de su vida

en el viejo país de los Incas, su nombre era José Sabas Libornio (1858-1915). Pues bien, él

fundó una banda propia y daba conciertos por todos lados y hasta se ganó el afecto del poder

político, a tal punto que hizo una marcha en honor al presidente de la República del Perú,
marcha que, por cierto, le rinde honores al poder Ejecutivo hasta el día de hoy. Lo que hizo

Libornio en el Perú fue increíble y tiene que ver con esos circuitos que recogen sonidos del

pueblo y llenan de sonidos a ese mismo pueblo.

Gracias a Libornio y a sus reducciones para banda, la gente de Lima pudo escuchar a

las obras de Wagner, Rossini, Mozart, Verdi, Donizzeti, Auber, entre otros tantos. No solo

eso, en sus programas incluía, además, mucha música hawaiana y hasta más de una vez tocó

piezas de la reina Liliuokalani, cultísima monarca hawaiana que hasta tenía dotes musicales

(es la compositora de la célebre canción Aloha Oe). Entre todas esas obras, Libornio incluía

las suyas propias, composiciones que tenían de todas partes del mundo, sobre todo de los

sabores estadounidenses que habían impresionado tanto al diligente músico. Es más, no tenía

reparos en dedicar muchas piezas a las ciudades del Perú sin que la música tuviese, aunque

sea, un remoto sabor a lo que en esos sitios se tocaba. Por otro lado, lo que los peruanos le

pedían a Libornio, él lo componía y así no tenía temor en hacer valses y canciones con el

“sabor peruano” que, me imagino, intentaba emular. El caso es que entre sus partituras he

visto que había muchas piezas de Handel, arregladas por él para banda, y claro, no podía

faltar la antedicha Réjouissance. Entonces, ya puedo colegir, como una pieza del barroco

inglés pudo recalar en el país andino.

Luego la Réjouissance (a eso ya no pude seguirle el rastro) se volvió pieza de

comparsa para el presidente del Perú cuando se desplazaba en auto oficial por las calles de

Lima durante las festividades cívicas: era el siglo XX, pero el Presidente del Perú se sentía

monarca, y su auto era (y es) acompañado por una orquesta a caballo (que se llama farandola)

que toca esa pieza de Handel a la que esos músicos renombraron Jaleo. Pues ese Jaleo (antes

Réjouissance) encanta a quien la escucha y enaltece a la figura de autoridad del presidente


del Perú. Sobre eso, un antiguo maestro mío, hoy nonagenario, me dijo que qué bien que pase

eso “pues el pueblo necesita ver representado al poder en toda su majestad” y, salvo su

anacrónico sentir político, es verdad eso del influjo que tiene la música para hacer visible la

majestad del poder. El asunto es que esa pieza, hoy Jaleo de Handel, debe haber resultado

tan pegajoso, que algún músico de banda lo copió, lo llevó a las alturas de los Andes y lo

transformó en un simpático inicio de huayno andino. Tal es la verdadera magia de la música

y de eso que nos empeñamos en llamar el influjo de lo popular.

Entonces, tal será el objetivo de los ensayos contenidos en este libro: entender lo

popular en la música como una omnipresencia: todo sale de las grandes mayorías y regresa

a ellas. Claro, en ese flujo y reflujo lo que sale de las mayorías puede terminar como algo de

elite y quedarse ahí, también puede ocurrir que algo muy académico se termine

transformando en una producción muy popular (por ejemplo, el Himno a la Alegría de

Beethoven). De la misma manera, algo sacado del academicismo más puro, tal vez termina

quedándose ahí (lo que suele ocurrir con esa música dodecafónica que no llego a entender

del todo) o puede darse el hecho de que lo simple se hace popular y así satisface a gustos

también simples y sin mayor pretensión ¿Eso último está mal? Pues no, y eso porque hacer

lo simple en la música no es simple, suele ser, justamente, lo más complejo.

Sin embargo, esas situaciones que prácticamente apuntan a decir que la música es

música y que esta es siempre del pueblo, no escapan al escrutinio de la crítica que han

complejizado el asunto al límite. Esa última situación se ha dado desde los estudios

humanistas del siglo XVI y de la Ilustración del siglo XVIII: en ambos momentos, los

intelectuales — que por haber tenido la fortuna de atisbar un poquito más allá de la caverna

platónica — han tenido la necesidad de buscar lo bello e intelectual, ya sea para acercarse
mejor a Dios o a la luz de la razón. En ese intento pensaron que el ser humano podía dejar

sus gustos más primarios y evolucionar y así comenzaron a idear fantasmas como eso de una

idea de “civilización”, “espíritu”, “cultivar el alma”, “enriquecer el alma”, “paz perpetua”,

“cultura elevada”, “academia”, “intelectualidad”, “equilibro” y, claro está, “belleza” y, en

esas buenas voluntades, tal vez no se dieron cuenta que estaban forjando eslabones que hacían

sangrar la carne del cuerpo aprisionado. Aún hoy en día, las personas hacen lastre de esas

ideas y no permiten que la música los mueva y conmueva a mundos alternos donde, tal vez

el goce estético existe, pero también la más vulgar carnalidad; ambos dones que, los seres

humanos, por el solo hecho de sufrir la contingencia de la vida, merecen gozar.

No obstante, y a pesar de lo que se intente en este libro en cuanto a entender la

omnipresencia de lo popular en la música, es preciso recordar las grandes líneas de

demarcación que se han trazado en el abordaje, apreciación y disfrute del arte de los sonidos,

fronteras que suelen ser eso, justamente, muros separadores entre los gustos y disgustos, lo

llano y lo enaltecedor. En cada una de esas lógicas, lo popular se ha entendido así:

La música popular de los pueblos sin voz. Como se puede colegir, se trata de la visión

de los aurorales intentos antropológicos por rescatar la música de los pueblos y/o

civilizaciones no occidentales, es más, de esos pueblos y/o civilizaciones que fueron

sometidos por ese Occidente con aires de imperio. En ese sentido, músicos e investigadores

se autoimpusieron la necesidad de rastrear los sonidos libres de occidentalismo, para alcanzar

la pureza de esas voces acalladas por procesos de violencia simbólica. En ese sentido, esa

etnomusicología buscó encontrar las primitivas esencias de las sociedades conquistadas. En

cierta manera, eso último era como el rescate de la música de los vencidos por Occidente.
Sin embargo, esos intentos aurorales de entusiasmo antropológico duraron demasiado

a tal punto de hacer ya una estructura demasiado difícil de derruir en conservatorios y

academias del mundo de hoy. Así, en la actualidad sobreviven discursos que dicen que hay

etnias, que hay tribus, que existe un folclore y hasta una música primitiva. Por ejemplo, hace

solo una veintena de años atrás, un diccionario de la música muy conocido definía a la

etnomusicología así:

Esta ciencia estudia la música popular o folk de cualquier país y, en general,

la música de las culturas exóticas o extra occidentales y de las primitivas.

Para ser un estudio del año 2000, pues su lenguaje era muy decimonónico: “folk”,

“exóticas”, “primitivas” y todos esos términos asociados a lo popular en la música. No

obstante, tales siguen siendo los objetivos de los etnomusicólogos, aunque difícilmente lo

reconozcan. Buena parte de ellos se empeñan en alcanzar una pureza en lo musical que libre

a su materia de cualquier rastro de Occidente ¿Eso era posible? Antes creía que sí, que de

alguna manera se podía refinar una y otra vez la música hasta llegar a sonidos realmente

“muy cercanos” a cómo pudieron haber sonado antes que conquistadores europeos aplastaran

e impusieran culturas.

Sobre ese anhelo y labor, la de encontrar purezas; pues ahora ya sé que es una tarea

casi imposible y eso por una de las ideas vertebrales que sostienen este libro: la música está

en una constante mezcla, en un mestizaje cultural que lo fusiona todo. Pero aun así tengo la

intuitiva seguridad de que algo (aunque remotamente) de eso que se llama una música

originaria se puede rescatar, pero eso es un trabajo demasiado complejo de realizar y que

tiene que ver con destilados musicológicos muy difíciles de lograr porque implican un trabajo

de equipos interdisciplinarios en los que el músico dialogue con lingüistas, historiadores,


antropólogos, etc., y eso no suele pasar. Por el contrario, la etnomusicología se pone al

servicio de desfasados nacionalismos y así, por ejemplo, encontramos a músicos que están

convencidos (algunos con sinceridad, otros maliciosamente) de que están rescatando,

verbigracia, la música de los incas para así encontrar las raíces verdaderas de la música

peruana como si los incas hubiesen sido peruanos (el Perú — recuérdese— es una creación

de Occidente, un nombre y concepto que apareció hacia 1528). Si no es eso, esa misma

etnomusicología suele caer, hoy por hoy, en el rollo del “buen salvaje” que enaltece la bondad

de las supuestas músicas indígenas y —así— esos temas rescatados del acervo popular son

integrados a obras mayores, tal vez de carácter académico (una sinfonía, por ejemplo) o a

temas de índole comercial (una fusión con latín jazz) para lograr consolidar una estrategia

marquetera que le hace creer a las personas que tales temas, por su semántica reivindicativa,

son expresiones de rescate de un pueblo otrora tiempos subyugado.

La música popular en la lógica de la lucha de clases. Conocí el caso de un profesor

universitario al que le encantaba narrar la siguiente anécdota. Él siempre solía dejar en claro

que sus orígenes habían sido populares y que su lucha por ascenso social fue, pues, ardua.

Llegado en su carrera a ser nombrado profesor a tiempo completo de una de las mejores

universidades latinoamericanas, pues accedió al derecho de tener una oficina en el claustro.

Según su propio testimonio, hallábase ordenando su nuevo recinto teniendo como fondo un

tema salsero, cuando un colega lo interrumpió para preguntarle sobre qué estaba escuchando,

a lo que el estimado profesor, con vergüenza y temor, dijo que era un tema de Latín jazz pues

no quería reconocer ante su colega que le gustaba la salsa puesto que entendía que, estando

en una universidad prestigiosa, pues todos ahí escuchaban música clásica y que por lo menos

decir Latín jazz acercaba su gusto a ese género.


Si se analiza la anécdota, en ella se montan prejuicio sobre prejuicio. Así, ésta asume

que las personas de clase baja escuchan temas que no son académicos y que son más de un

sentir popular, en este caso, la salsa. Luego, presume que el profesor que indaga sobre lo que

está sonando, hace la pregunta con malicia o sorprendiéndose del exotismo de unos ruidos

que salen a romper la armonía del claustro universitario. Después, el otro prejuicio asume

que el hecho de que esa universidad sea de prestigio implica que buena parte de sus miembros

se deleitan escuchando música clásica. Finalmente, viene la perturbación cognitiva de mi

colega que, asumiendo todo lo dicho, se ve amenazado y en la obligación de mentir, esconder

sus gustos salseros e idear una salida que implica cierta alienación: no es salsa, es latín jazz.

A la inversa, tenía un amigo que pertenecía a una de las familias más encumbradas

de Lima, descendía de la vieja oligarquía peruana que señorea al país desde 1895 y tenía esos

apellidos tan largos que parecían los de un marqués (de hecho, descendía también de la vieja

nobleza hispana). No obstante, parecía que todo eso le molestaba y no se cansaba en querer

demostrarnos que sus gustos y saberes eran los del pueblo y no de esa elite encumbrada, y

para tal fin usaba cuando podía a la música. Así, cada 31 de octubre (en el Perú, Día de la

canción criolla que compite con el alienado Halloween) este, mi buen amigo, nos llevaba a

un barrio popular, a un callejón de clase muy baja, donde se daba una jarana2 y ahí, entre

piscos y butifarras, él sacaba una guitarra y pidiéndole a un cajón que lo acompañe se afanaba

en cantar el célebre vals criollo “El plebeyo”:

Trémulo de emoción dice así en su canción:

2
En el Perú se conoce como jarana criolla a “la fiesta bailable muy alegre, de esencia criolla o afro costeña.
Solía prolongarse varios días y se bebía y comía muy abundantemente y podía acabar en juerga y hasta en
tambarria”. Véase Vega (2001).
El amor siendo humano tiene algo de divino,

Amar no es un delito porque hasta Dios amó,

Y si el cariño es puro y el deseo es sincero,

Porque robarme quieren la fe del corazón.

Mi sangre, aunque plebeya también tiñe de rojo,

El alma en que se anida mi incomparable amor,

Ella de noble cuna y yo humilde plebeyo,

No es distinta la sangre ni es otro el corazón,

Señor por qué los seres no son de igual valor.3

Lo tocaba y cantaba de forma regular, se equivocaba mucho en la guitarra, pero todos

nosotros lo tomábamos bien. Además, él parecía disfrutar de la impresión que causaba en sus

camaradas cuando estos le reconocían la calle que tenía y su cercanía con ese pueblo que no

se cansaba en decirnos que amaba. A mi todo esto me pareció siempre forzado y un año me

cansé de su ritual populista y me fui a celebrar lo que siempre me gusto celebrar ese día: mi

amado y alienado Día de las Brujas.

Ambas anécdotas nos presentan otros de esos viejos paradigmas que buscan signar lo

que se entiende por popular en la música: la lucha de clases. Muchos asumen —

influenciados por el marxismo— que desde fines del siglo XIX hay un ideal burgués de

civilización que busca anular una mentalidad tradicional e inculta, sino bárbara, propia de los

grupos populares: así las elites, civilizadas y burguesas (y principalmente blancas) buscan

educar y disciplinar a las clases subalternas. Si eso se aplica a la música, pues el discurso de

3
Salido de la composición de Felipe Pinglo, célebre compositor peruano.
ese arte se pone al servicio de tal proceso civilizatorio y esto lo hace como procedimiento de

exclusión, pero también de disciplina y, claro está, de civilización. En ese sentido, se aplica

al discurso musical lo que Foucault había teorizado: que todo discurso ejerce un poder hacia

el otro, y que, en ese caso, un nuevo ideal, el burgués, buscaba cambiar a los sectores

populares.

Así, la música de la elite burguesa se asume como moderna (frente a los arcaísmos

tradicionales de la música popular); equilibrada, en ese sentido de la proporcionalidad de los

sonidos que apele al intelecto (frente a lo disonante y exuberante, propio del gusto de la

chusma); bella (frente a lo vulgar) y con mensaje y contenido enaltecedores (frente a lo

chabacano de los sonidos del pueblo). Asimismo, en su expresión ritual, la música de la elite

burguesa, bajo la misma óptica foucaultiana, intentaría disciplinar a los sectores subalternos;

así, el protocolo en un teatro para escuchar una ópera, encerraría a la gente en un espacio

limitado para que se les pueda vigilar; se les prohibiría comer, fumar, hablar y, tal vez una

de las máximas del desarrollo capitalista, se le enseñaría a ser puntuales.

Además, sí se estaba fuera de Europa, se entendía que la modernidad de las elites de

los países periféricos debía apelar a las estéticas de Occidente, principalmente de las

potencias imperialistas de ese entonces: Inglaterra, Francia, Italia y Alemania. De esa

manera, lo supuestamente autóctono de cada país o quedaba silenciado o era recogido por los

artistas pagados por esas elites para que pongan en partituras orquestales los sonidos de ese

pueblo que comenzaron a presentarse en un lenguaje —se entendía entonces— más

apropiado y bajo la lógica y el color de la armonía de esa Europa que parecía haber llegado

al Fin de la Historia de la civilización ¿No fue acaso lo que hizo Dvorak con su Sinfonía del

Nuevo Mundo?
El caso es que, así como muchos siguen pensando que con una música más culta que

se toque en un escenario controlado se civiliza a las personas, otros utilizan el paradigma de

la lucha de clases para combatir ese esnobismo. Esas personas son como el profesor o mi

amigo que cité al inicio de este parágrafo: no solo gustan de los sonidos de la música popular,

sino que creen firmemente en que hay un compartimento estanco en donde esta existe y que

ha sido almacenada ahí por el esnobismo de una elite que la desprecia. Ante ese supuesto,

estos oyentes no solo son adeptos de lo popular, sino que también son evangelizadores del

género pues no se cansan en promocionar ritmos populares en detrimento de la música clásica

a la cual suelen ver como propiciadora de alienaciones.

La música popular en una supuesta lógica perversa del mercado. Uno de los

filósofos que más he admirado es Theodor Adorno (1903-1969). A él le agradezco haberme

mostrado las trampas de la Ilustración y de sus promesas vanas (siempre viene a mí su

contundente aforismo: “después de lo ocurrido en Auschwitz ya nadie debería escribir

poesía”). No obstante mi admiración, creo que Adorno también fue víctima de un rezago de

ese intelectualismo dieciochesco cuando hubo de afrontar un fenómeno que, tras la Segunda

Guerra Mundial, se volvió inexorable; me refiero al de la llamada Industria cultural en el

cual también se vino a insertar la música, consagrándose ahí ésta última con su apelativo de

“popular”.

Muy duro es el filósofo con la música popular y es que, a decir de Adorno, la

diferencia sustancial entre la música popular y la música seria está en que la primera se

desliza por la estandarización imperdonable. Al ser un producto enlatado, casi un mueble sin

gracia salido de una fábrica gris, la música popular luce descaradamente sus partes y no un

todo trascendente. En otras palabras, para Adorno, Beethoven — verbigracia— expresa, con
su música, un todo (un mensaje), todo que a la música popular no le interesa plasmar. Tal

anatema de la estandarización resulta más grave para Adorno pues este termina anulando la

libertad del individuo: al estar la música popular manipulada por la industria, su producto

solo expresa un mensaje hipnótico que acaba con cualquier posibilidad de elección del oyente

que solo debe someterse a su pedestre influjo.

No obstante, el principal engaño de la música popular, estaría en su supuesta

naturalidad y es que ésta apela a sonidos familiares, canciones de cuna, silbidos de fama y

aires omnipresentes para lograr su cometido de endulzarnos sin decirnos nada. Así, el crimen

de la música popular es de lesa majestad: al acostumbrarnos a sus influjos prostituyentes nos

impedirá, cuando decidamos hacerlo, distinguir — y así lo dice Adorno— entre el principio

de la Segunda Sinfonía de Brahms y su Tercera. Claro, ese será su mayor crimen, pero el

segundo (y vaya que el filósofo es muy duro) es este: la música popular sirve para la

distracción durante nuestro tiempo libre y como ese tiempo libre es el merecido descanso de

un día entero de trabajo monótono, la música del pueblo viene a impedir, en ese momento de

posible autorreflexión, la concentración. Para Adorno, nuestro tiempo libre no debe ser tan

libre, pues en él, aunque sea, debe haber algo de ejercicio racional.

Pero, los embates del filósofo siguen y estos se dirigen ahora a la industria musical.

Para Adorno, lo que más molesta de esa industria musical es su producción en masa donde

todo es semejante. Así como en una banda sin fin, el producto musical (una canción o una

película, por ejemplo) sale de la línea de ensamblaje como mera mercancía, directo a

venderse a un público nada exigente. Tan simple es el producto cultural, dice Adorno, que el

indicativo para saber si una película es mala se encuentra en el hecho de intuir cómo acabará

esta desde el momento inicial en que nos sentamos en la butaca para verla (¿alguien podría
dudar de que ganará La Fuerza en los nueve episodios de Star Wars?). Lo mismo pasa con la

música que, a entender del filósofo, ya solo presenta un repertorio de temas con repeticiones

sin gracia en una especie de retahíla hipnótica.

En esa lógica industrial, el arte pierde —continúa Adorno— cuando este sólo se

encarga de repetir el contenido del mundo tal cual es, si ofrecer alternativas ni trascendencias

a la cotidianidad. Es que lo sorpresivo o innovador no vende, justamente por su rareza. Todo

debe ser entretenimiento. Así lo dice Adorno con claridad:

La actual fusión de cultura y entretenimiento no se realiza solo como

depravación de la cultura, sino también como espiritualización forzada de la

diversión.

Bajo esa impronta, los críticos que hoy hablan de lo popular en la música, asumen

que hoy por hoy estamos viviendo un proceso de imbecilidad absoluta donde la gente prefiere

escuchar reguetón a Mozart, o al Jazz, o a la “buena” salsa, etc. Lo popular en la música es

realmente popular: 70 millones de personas pueden escuchar un solo tema de Maluma y ese

mismo crítico no sale de su asombro ¿Qué le pasa al mundo? ¿Por qué solo quieren lo simple,

lo llano, lo vulgar? Se indagan y preguntan.

Al músico de estela romántica, por su parte, le cuesta aceptar el hecho de que la

música da dinero y es que cree que, si da dinero, es porque su arte se está prostituyendo para

darle a la gente lo que la gente quiere. Como el metal ya no vende, el metalero acusa al

rockero de querer vender con su música, pero como el rock ya no vende, el rockero acusa al

cumbiambero de venderse con sus temas cumbiamberos, pero como ya la cumbia perdió

fuerza, el cumbiambero no le perdona al reguetonero el hecho de hacer dinero con el


reguetón, pero como las ganancias del reguetón no son suficientes, el reguetonero que lo

quiere todo, acusa de vulgar al que hace perreo y así en una larga fila de acusaciones que

plasman un supuesto desgaste de la civilización, desgaste que solo deja a la vista lo vulgar.

La música popular en la lógica crematística del mercado. El grupo colombiano

Bacilos parece haber cumplido lo que profetizaron en uno de sus buenos temas, ese que dice:

Yo solo quiero pegar en la radio,

para ganar mi primer millón,

para comprarte una casa grande en donde quepa tu corazón.

Yo solo quiero que la gente cante por todos lados esta canción desde San Juan hasta

Barranquilla desde Sevilla hasta Nueva York.

De pensar que esa es la aspiración máxima de los jóvenes músicos. Para ellos, la

música es — en este milenio que se pasa veloz— un negocio y no tienen reparos en asumir

todo lo que Theodor Adorno llegó a odiar de la lógica del mercado cultural: la producción

rápida, en serie, efectista, sin sorpresas y mundana. A la gente —dice esta nueva camada de

músicos— hay que darle lo que la gente quiere y así la producción musical apunta a ese

mercado de lo que se quiere ¿Tiene lógica o no? Estos jóvenes están ávidos de ganarse la

vida con los sonidos, y no están dispuestos a la subsistencia como sus antepasados

compositores. Ellos ven a los músicos del momento, ganando millones, y dándose una vida

de lujos; no solo eso, observan — como en marquesinas iluminadas— como los temas del

momento se vuelven hits mundiales arrasando en views y ventas.

Asimismo, también se está forjando una generación de “productores” que han

renunciado a ser las pop stars, eso no les interesa, hoy por hoy quieren ser los cerebros detrás
de las consolas y teclados electrónicos para, desde ahí, volverse en los creadores de estrellas

y así brillar interpósita persona en un anonimato lubricado por cientos de miles de dólares.

Esos discípulos realmente quieren ser los hacedores de la música popular del futuro. Les vale

que les achaquen el sambenito de lo popular, al contario, lo anhelan, pero cometen el error

de pensar que lo popular justamente es solo instinto y calle, cuando hoy — en una era de

hiper información e hiper especialización — es ya casi un mecanismo monstruoso de la

industria capitalista del que hay que saber, no el todo, sino cada uno de sus engranajes a los

que cada uno de estos niños con pretensiones de Tommy Mottola deberá aceitar.

Eso de ganar un primer millón, como anhelo de cantantes y productores, se ha trocado

hoy en día en una ciencia empresarial. Era predecible que eso ocurriera, ya había pasado, y

con sus verdaderos bemoles. Tal vez el momento musical más parecido al que estoy

describiendo ocurrió cuando Edison puso en un disco de granito el primer tema que tocó un

fonógrafo: se trató de la hermosa canción The Lost Chord de Arthur Sullivan. Está muy bien

documentado lo que dijo Sullivan cuando escuchó su tema grabado: entendió que la historia

de las artes había cambiado para siempre ya que la buena música iba a ser eternizada junto a

la mala.4 Pues algo de eso ocurrió, pero tal estándar no fue un inconveniente para las

disqueras, primero, y luego para las productoras; en última instancia el verdadero producto

de calidad es el que se vende y el público realmente objetivo es el que consume y compra

(directa o indirectamente) esa música. Aquí el ideal de lo bello se diluyó ante la lógica

mercantil.

4
Lo que dijo Sullivan fue puesto en un disco de carbón para que este sea enviado a Edison a modo de
agradecimiento por haber realizado la primera grabación de The Last Chord. Se puede revisar el audio y la
transcripción en la web Historical Sullivan Recordings.
Me vengo empapando de varios libros de reciente data sobre la industria musical y

vaya que descubro haberme quedado desfasado en mis ideas de compra y venta de música,

lo mismo con toda la tecnología y psicología que hay detrás de la producción de sonidos. No

solo eso, de la construcción misma de un o una cantante o de una banda; artistas que tal vez

no sean ni buenos en sus interpretaciones, pero a los que el marketing —aunado a una buena

consola de producción musical— han encumbrado a las alturas a las que no llegó, en sus

tiempos vitales, ninguno de los músicos del romanticismo decimonónico ¿Quién habrá tenido

más oyentes hasta el momento? ¿Wagner o Wiz Khalifa? Todo parece indicar que Wiz

Khalifa puesto que, si el Youtube no miente, su tema See You Again ha sido visto y escuchado

por 4 mil 200 millones de personas, es decir ¡cuatro veces la población actual de China! Pues

bien, ¿Cómo se logra eso?

Para contestar esa antedicha pregunta, pues cualquier iniciado en la industria debe

hacer un acto de fe: debe creer en la industria musical y someterse a sus reglas. Entonces, la

primera regla de la industria musical es tener muy en claro que la música puede ser una

industria musical y que, como cualquier empresa, esta debe generar excedente económico.

Como segunda regla se encuentra el aprendizaje de nociones mínimas de marketing,

tecnología, métodos cuantitativos, derecho y psicología. Finalmente, el que quiera que su

tema se vuelva popular debe tener un dominio de todos estas expresiones y espacios:

streaming, playlists, mixtapes, video lyric y teaser. Aún no me queda claro qué es cada uno,

pero parece que todo funciona por ahí y que todo gira y gira — eso sí me quedo claro—

alrededor de la canción, que hoy, como en tiempos remotos, ha vuelto a cobrar supremacía,

supremacía que solo podrá ser total si esa canción logra el anhelado y casi imposible hook.5

5
Al final del capítulo revísese los libros referidos a sobre cómo construir una empresa musical.
***

Por 1763 vivía en Lima un mulato (ósea, el fruto de una unión entre un negro y una blanca)

llamado José Antonio Onofre de la Cadena, y a pesar de su origen, y de lo limitado de su

condición (por el color de su piel) en esa sociedad estamental, él mostró ingenio,

emprendimiento y cultura. No debe sorprender: ese siglo de ilustración se colaba por doquier

y hasta los miembros más bajos de la remota corte peruana encontraban la forma de nutrirse

de algún halo de esos rayos de iluminación.

Cada día se sabe más de estos casos, gente de abajo que, revelándose a su destino, se

culturizaban y se ponían a la par que los nobles leídos. El caso es que el diligente José

Antonio, dedicado a la música, se atrevió a sacar un libro para enseñar el arte de los sonidos

llamado Cartilla musical (1763) y en él se propuso, con método fácil, enseñar a cantar. Era

pues el genuino intento ilustrado de popularizar el conocimiento. De la Cadena entendía que

era vital enseñar la música puesto que, aparte de ser un don divino, era omnipresente y nadie

podía escapar a su influjo. Lo decía así, de forma más que melodramática:

Pues la música está en los Cielos empleada en las divinas alabanzas, en la

tierra aliviando sus trabajos a los moradores de ella, en los infiernos

confundiendo y atormentando a los condenados.

Esa idea de la omnipresencia de la música me fascinó, eso de que ella está aquí y allá,

arriba y abajo, para el que goza y para el que sufre; al lado de Dios y al lado de la oscuridad.

Un día esa música puede ser clásica, otro día, romántica; otras veces puede ser académica o

vulgar; unos bailarán con ella mientras que otros rezarán. El caso es que su popularidad es
eso, universal y que las etiquetas que se le quieran poner responden solo a intereses

taxonómicos y de “ordenación”, casi siempre del mundo académico ¿Acaso el que está

bailando para ligar con una chica al ritmo de una salsa sensual le interesa el género u origen

de esa música? ¿Y el que está viendo y oyendo a la Sinfonía 1 de Mahler, en ese espectacular

final que obliga a los cornos a ponerse de pie, acaso recuerda que a esos sonidos se le tildan

de romanticismo tardío? ¿Al que hizo El Baile del Caballo le interesaba la trascendencia o

los 3 mil millones de personas que lo escucharon? ¿Los campesinos de Chiapas sabrán que

lo que escuchan es música popular? Pues los siguientes capítulos estarán dedicados no la

ordenación del mundo sonoro, sino al hecho de que, asumiendo de que solo hay música, los

sonidos que la componen vienen de todos lados y de toda latitud y que lo popular,

dependiendo de la situación, une o desune a los oyentes que no se dan cuenta, la mayoría de

veces, que son parte de un todo armónico.

FUENTES DEL CAPÍTULO 1

Para oír:

Bacilos [grupo] (2002). Mi primer millón.

Beethoven, Ludwig Van (1824). “Himno [Oda] a la Alegría”. En Sinfonía N° 9.

Boulez, Pierre (1989). Estructuras.

Brahms, Johannes (1877). Sinfonía N° 2.


Brahms, Johannes (1883). Sinfonía N° 3.

Dvorak, Antonin (1893). Sinfonía N° 9 “Del Nuevo Mundo”.

Farandola Escolta Presidencial Húsares de Junín (S/f). Jaleo [arreglo sobre un tema de

Handel].

Freddie Mercury (1975). Bohemian Rhapsody.

Gómez, Angélica y Los Guapos del Centro [grupo] (2009). Esta noche quiero bailar.

Handel, Georg Frederick (1749). Música para los Reales Fuegos Artificiales.

Liliuokalani (1878). Aloha Oe.

Mahler, Gustav (1888). Sinfonía N° 1 “Titán”.

Maluma (2019). 11PM.

Pinglo, Felipe (1931). El plebeyo, vals.

PSY (2012). Gangnam Style (“El baile del caballo”).

Sullivan, Arthur (1877). The Lost Chord.

Wiz Khalifa (2015). See You Again.

Para leer:

Adorno, Theodor (1941). “On popular music”. En Studies in Philosophy and Social Sciences.

Vol. IX. Nueva York: Institute Of Social Reserch.

Arráiz Lucca, Rafael (2015). La navaja de Ockham. Colombia, Venezuela y otros ensayos.

Caracas: Alfa.
Autores varios (2015). Guía REC. Claves y herramientas para descifrar el ecosistema actual

de la música. Buenos Aires: Ministerio de Cultura.

Cadena Herrera, José Onofre de la (2001 [1763]) Cartilla Música. En Cartilla música;

Diálogo cathe-músico; La máquina de moler caña. Estudio introductorio, ed. y notas por

Juan Carlos Estenssoro Fuchs. Lima: IFEA.

Foppiano, Gino (2016). Negocios Musicales: ¿se puede vivir del arte en el Perú? Lima:

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

Foucault, Michele (1980). El orden del discurso. Barcelona: Tusquets.

Pérez, Mariano (2000). Diccionario de las músicas. Madrid: Istmo.

Sontag, Susan (1969). Contra la interpretación. Barcelona: Seix Barral

Vallejo, César (1961). España, aparta de mí este cáliz. Lima: Perú Nuevo.

Vega, Juan José (2001). “Origen de la jarana”. La República, 6 de octubre del 2001.

Zlatar, José (2015). José Sabas Libornio Ibarra. Autor de la Marcha de Banderas. Lima:

Instituto de Estudios Históricos Aeroespaciales del Perú.

Para ver:

Fellowes, Julian (2002). Downton Abbey, serie dramática.

Lucas, George (1977-1983). Star Wars, Episodios IV, V y VI.

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