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Se usa el siguiente capítulo solo para fines académicos del curso MS181
2021-1 de la UPC
CAPÍTULO 1
En música no hay palabra tan ambigua, contradictoria, propia, impropia, malvada, vulgar,
enaltecedora y discriminatoria como lo es popular. Bajo esa impresión, los dichos donde
dice “hay una música popular y — evidentemente— una música de elite”; el compositor, por
con aires de futura pop star, sentencia “lo mío es la música popular y con ella ganaré mi
primer millón”; el antropólogo hípster añade “esta es la música popular que recoge el sentir
de los pueblos oprimidos y sin voz”; las universidades y conservatorios solo parece que
música popular; el compositor de forzada sabiduría se luce ante los golillas y peluquines
diciendo algo así “mi sinfonía recoge aires populares [ya sea de África, los Andes, bohemios,
etc.]”; los que oyen —hoy por hoy— Bohemian Rhapsody (1975) dicen que el tema es la
— que atendía la tienda especializada en CDs de mi niñez, me advirtió la primera vez que
fui: “aquí no vendemos discos de música popular, salvo este lote de música afgana que me
llegó por error”; el envidioso jazzero saca pecho, frente al encumbrado reguetonero, y se
enorgullece de no caer en la “trampa” de lo popular; ese mismo jazzero se olvida que el jazz,
hace cien años, era un género popular; lo que suena en la radio todo el día es popular; una
obra de Pierre Boulez (Estructuras [1989]) tiene en Youtube 254.971 vistas mientras que una
de Maluma (11 PM [2019]) tiene 466.614.544 vistas ¿Quién es más popular?; el músico con
aires de matemático y físico me dice que para qué escribo sobre esto si todo es fórmula,
puesto que hay una “escuela popular” y una “escuela académica” y que todo se resuelve en
la armonía de un tema.
Vaya que este jaleo es impresionante. Otros, los muy pocos, solo atinan a decir que
en estos tiempos ya no tienen sentido las etiquetas y que deberíamos decir que solo hay
música, pero al parecer eso no ha convencido a nadie ya que parece que esa explicación tan
intranquilidad de vivir en un mundo sin taxonomías. Este libro, cuando fue ideado, tenía por
objetivo demoler ese supuesto muro malvado construido entre lo popular y todo lo demás (lo
“clásico”, lo académico, lo de elite, etc.), y pedir a las personas que solo se entreguen al
erotismo de la música sin más que añadir (hasta había ideado una frase al estilo Susan Sontag
en Contra la interpretación [1969]); pero no, parece que no puedo hacer eso porque ya me
1
Se asume, sin rigor, la creencia de que fue Guillermo de Ockham el que sostuvo el argumento de que la
explicación más sencilla siempre será la verdadera. Tal sentencia no aparece en ninguna de sus obras, pero
desde el siglo XIX muchos intérpretes la han colegido en base a uno de sus dichos (efectivamente dicho) por el
filósofo-monje: “Entia non sunt multiplicanda praeter necessitaten”, es decir, “No debe presumirse la existencia
de más cosas que las necesarias”. Al respecto véase Arráiz Lucca (2015).
queda claro que la gente necesita de esas coordenadas del lenguaje sino sobreviene el caos y
Entonces, caí en la cuenta de que en vez de querer demoler ese supuesto muro se trata, mejor,
de visualizarlo de otro modo: no hay muro y es que todo es popular, todo arte es popular;
Eso último lo aprendí de César Vallejo (1892-1938), poeta oscuro del Perú;
enigmático, pero absolutamente brillante. En su épico poema España, aparta de mi este cáliz
[1939], en un par de versos, lo dice el poeta con esa criptología potente pero precisa y certera:
Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él, de frente o transmitidos,
fortuna.
La crítica ha sostenido que Vallejo, en esos versos, está desmontando la idea del genio
individual, ese que la Ilustración, como movimiento cultural del siglo XVIII, se había
afanado en construir desde esa centuria. La genialidad no viene de una persona — parece
decir el poema— viene de la masa que proporciona el saber que los cultos o incultos toman
para deconstruirlo, recrearlo, destruirlo o rearmarlo y entregarlo, una vez más, transformado
Por ejemplo, el circuito sería así: una melodía, tal vez cantada o entonada por
campesinos, se volvía popular en el sentido de que sonaba aquí y allá, y como era así, esa
melodía era tomada por algún músico de formación que, tal vez, la ponía a modo de minué
para que la toque un grupo de instrumentos o pequeña orquesta; tal minué se volvía — otra
vez— popular entre los miembros de la corte y, así, ese inicial tema campesino terminaba
siendo bailado por una nobleza que tuvo a esa música como digna de ellos. Luego, ese minué
pudo ser calcado o reformulado por su compositor u otro aventurado tocador y transformado
en tema religioso y así tal tema terminaba como una canción de iglesia y, ahí, en el templo,
que ambos ya no lo reconocieran del todo, pero su poder de conmoción seguía incólume.
Aunque sea difícil de creer, entre esos campesinos o artesanos, alguno sería un tocador de
guitarra (instrumento este tenido por popular en los siglos XVII y XVIII) y se llevaría el
mentado tema de la iglesia para devolverlo a donde salió, es decir, al pueblo mismo, tal vez
esta vez ya no como un minué ni como un himno a Dios, sino como una canción de temática
aquí la historia: en los Andes peruanos se escucha un género popular llamado huayno. La
mayoría de peruanos asumen que tal música es una de las más representativas del Perú en
Wikipedia, en su entrada dice de esa música que “es de origen prehispánica”, aunque no se
puede negar la gran impronta que, a lo largo de los siglos, ha dejado la cultura occidental en
ella. El caso es que, encontrándome de visita en las alturas de la sierra central del Perú, en
ese paisaje de clima seco y templado, coronado de un cielo profundamente celeste, a más de
tres mil metros sobre el nivel del mar, vi que una banda de saxofones y maderas, junto a un
arpa andina se disponían a tocar un huayno llamado Esta noche quiero bailar, así que me
dispuse a oír. Sonó la música, y no, no era el sonido de los incas el que comenzó a alegrar el
ambiente donde todos comenzaron a bailar frenéticamente, se trataba de una de mis piezas
favoritas, La Réjouissance de Música para los Reales Fuegos Artificiales (1749) de Jorge
Federico Handel, el gran músico del barroco inglés ¿Cómo Handel pudo llegar desde el siglo
XVIII y desde la corte real inglesa a los Andes peruanos y al año 2019? ¿Cómo fue el proceso
por el cual esa música que —otrora tiempo— acompañó al cortejo real, hoy era el deleite de
Sobre eso, pues solo me puedo aventurar, en base a algunas pistas, a decir lo que
hacia bien entrado el siglo XIX. Principalmente esto se dio así ya que buena parte de la
música de ese compositor estaba planeada para gustar a mucha gente más allá del Castillo de
Windsor y por ese entonces (me refiero ya al siglo XIX) la banda “militar” se había vuelto el
gran divulgador de la música entre los amplios sectores de la sociedad. Muchas de las grandes
obras de la música eran reducidas, por expertos y diligentes directores, al formato de banda
y esas piezas se tocaban en parques, plazas y retretas, siendo el deleite de todos cuanto
escuchaban esos sonidos metálicos pero que parecían condensar, en pequeño, la música de
todos los tiempos, y más aún, de forma gratis para sus oyentes.
Esas bandas eran tan famosas que hacían giras realmente mundiales. He estudiado a
alguna de ellas y he visto que se paseaban por aquí y por allá. A una particularmente le seguí
el paso: esta se fue de Filipinas a Hawaii y de ahí a los Estados Unidos y México, y de ahí a
Europa y de ahí — de regreso— a Chile y de ahí al Perú. En todo ese camino, los músicos
de la banda se nutrían de más música y rescataban temas y motivos de toda latitud y timbre.
Uno de esos músicos, filipino de origen, recaló en Lima y se quedó a vivir el resto de su vida
en el viejo país de los Incas, su nombre era José Sabas Libornio (1858-1915). Pues bien, él
fundó una banda propia y daba conciertos por todos lados y hasta se ganó el afecto del poder
político, a tal punto que hizo una marcha en honor al presidente de la República del Perú,
marcha que, por cierto, le rinde honores al poder Ejecutivo hasta el día de hoy. Lo que hizo
Libornio en el Perú fue increíble y tiene que ver con esos circuitos que recogen sonidos del
Gracias a Libornio y a sus reducciones para banda, la gente de Lima pudo escuchar a
las obras de Wagner, Rossini, Mozart, Verdi, Donizzeti, Auber, entre otros tantos. No solo
eso, en sus programas incluía, además, mucha música hawaiana y hasta más de una vez tocó
piezas de la reina Liliuokalani, cultísima monarca hawaiana que hasta tenía dotes musicales
(es la compositora de la célebre canción Aloha Oe). Entre todas esas obras, Libornio incluía
las suyas propias, composiciones que tenían de todas partes del mundo, sobre todo de los
sabores estadounidenses que habían impresionado tanto al diligente músico. Es más, no tenía
reparos en dedicar muchas piezas a las ciudades del Perú sin que la música tuviese, aunque
sea, un remoto sabor a lo que en esos sitios se tocaba. Por otro lado, lo que los peruanos le
pedían a Libornio, él lo componía y así no tenía temor en hacer valses y canciones con el
“sabor peruano” que, me imagino, intentaba emular. El caso es que entre sus partituras he
visto que había muchas piezas de Handel, arregladas por él para banda, y claro, no podía
faltar la antedicha Réjouissance. Entonces, ya puedo colegir, como una pieza del barroco
comparsa para el presidente del Perú cuando se desplazaba en auto oficial por las calles de
Lima durante las festividades cívicas: era el siglo XX, pero el Presidente del Perú se sentía
monarca, y su auto era (y es) acompañado por una orquesta a caballo (que se llama farandola)
que toca esa pieza de Handel a la que esos músicos renombraron Jaleo. Pues ese Jaleo (antes
eso “pues el pueblo necesita ver representado al poder en toda su majestad” y, salvo su
anacrónico sentir político, es verdad eso del influjo que tiene la música para hacer visible la
majestad del poder. El asunto es que esa pieza, hoy Jaleo de Handel, debe haber resultado
tan pegajoso, que algún músico de banda lo copió, lo llevó a las alturas de los Andes y lo
Entonces, tal será el objetivo de los ensayos contenidos en este libro: entender lo
popular en la música como una omnipresencia: todo sale de las grandes mayorías y regresa
a ellas. Claro, en ese flujo y reflujo lo que sale de las mayorías puede terminar como algo de
elite y quedarse ahí, también puede ocurrir que algo muy académico se termine
Beethoven). De la misma manera, algo sacado del academicismo más puro, tal vez termina
quedándose ahí (lo que suele ocurrir con esa música dodecafónica que no llego a entender
del todo) o puede darse el hecho de que lo simple se hace popular y así satisface a gustos
también simples y sin mayor pretensión ¿Eso último está mal? Pues no, y eso porque hacer
Sin embargo, esas situaciones que prácticamente apuntan a decir que la música es
música y que esta es siempre del pueblo, no escapan al escrutinio de la crítica que han
complejizado el asunto al límite. Esa última situación se ha dado desde los estudios
humanistas del siglo XVI y de la Ilustración del siglo XVIII: en ambos momentos, los
intelectuales — que por haber tenido la fortuna de atisbar un poquito más allá de la caverna
platónica — han tenido la necesidad de buscar lo bello e intelectual, ya sea para acercarse
mejor a Dios o a la luz de la razón. En ese intento pensaron que el ser humano podía dejar
sus gustos más primarios y evolucionar y así comenzaron a idear fantasmas como eso de una
esas buenas voluntades, tal vez no se dieron cuenta que estaban forjando eslabones que hacían
sangrar la carne del cuerpo aprisionado. Aún hoy en día, las personas hacen lastre de esas
ideas y no permiten que la música los mueva y conmueva a mundos alternos donde, tal vez
el goce estético existe, pero también la más vulgar carnalidad; ambos dones que, los seres
demarcación que se han trazado en el abordaje, apreciación y disfrute del arte de los sonidos,
fronteras que suelen ser eso, justamente, muros separadores entre los gustos y disgustos, lo
La música popular de los pueblos sin voz. Como se puede colegir, se trata de la visión
de los aurorales intentos antropológicos por rescatar la música de los pueblos y/o
sometidos por ese Occidente con aires de imperio. En ese sentido, músicos e investigadores
la pureza de esas voces acalladas por procesos de violencia simbólica. En ese sentido, esa
cierta manera, eso último era como el rescate de la música de los vencidos por Occidente.
Sin embargo, esos intentos aurorales de entusiasmo antropológico duraron demasiado
academias del mundo de hoy. Así, en la actualidad sobreviven discursos que dicen que hay
etnias, que hay tribus, que existe un folclore y hasta una música primitiva. Por ejemplo, hace
solo una veintena de años atrás, un diccionario de la música muy conocido definía a la
etnomusicología así:
Para ser un estudio del año 2000, pues su lenguaje era muy decimonónico: “folk”,
obstante, tales siguen siendo los objetivos de los etnomusicólogos, aunque difícilmente lo
reconozcan. Buena parte de ellos se empeñan en alcanzar una pureza en lo musical que libre
a su materia de cualquier rastro de Occidente ¿Eso era posible? Antes creía que sí, que de
alguna manera se podía refinar una y otra vez la música hasta llegar a sonidos realmente
“muy cercanos” a cómo pudieron haber sonado antes que conquistadores europeos aplastaran
e impusieran culturas.
Sobre ese anhelo y labor, la de encontrar purezas; pues ahora ya sé que es una tarea
casi imposible y eso por una de las ideas vertebrales que sostienen este libro: la música está
en una constante mezcla, en un mestizaje cultural que lo fusiona todo. Pero aun así tengo la
intuitiva seguridad de que algo (aunque remotamente) de eso que se llama una música
originaria se puede rescatar, pero eso es un trabajo demasiado complejo de realizar y que
tiene que ver con destilados musicológicos muy difíciles de lograr porque implican un trabajo
servicio de desfasados nacionalismos y así, por ejemplo, encontramos a músicos que están
verbigracia, la música de los incas para así encontrar las raíces verdaderas de la música
peruana como si los incas hubiesen sido peruanos (el Perú — recuérdese— es una creación
de Occidente, un nombre y concepto que apareció hacia 1528). Si no es eso, esa misma
etnomusicología suele caer, hoy por hoy, en el rollo del “buen salvaje” que enaltece la bondad
de las supuestas músicas indígenas y —así— esos temas rescatados del acervo popular son
integrados a obras mayores, tal vez de carácter académico (una sinfonía, por ejemplo) o a
temas de índole comercial (una fusión con latín jazz) para lograr consolidar una estrategia
marquetera que le hace creer a las personas que tales temas, por su semántica reivindicativa,
universitario al que le encantaba narrar la siguiente anécdota. Él siempre solía dejar en claro
que sus orígenes habían sido populares y que su lucha por ascenso social fue, pues, ardua.
Llegado en su carrera a ser nombrado profesor a tiempo completo de una de las mejores
Según su propio testimonio, hallábase ordenando su nuevo recinto teniendo como fondo un
tema salsero, cuando un colega lo interrumpió para preguntarle sobre qué estaba escuchando,
a lo que el estimado profesor, con vergüenza y temor, dijo que era un tema de Latín jazz pues
no quería reconocer ante su colega que le gustaba la salsa puesto que entendía que, estando
en una universidad prestigiosa, pues todos ahí escuchaban música clásica y que por lo menos
que las personas de clase baja escuchan temas que no son académicos y que son más de un
sentir popular, en este caso, la salsa. Luego, presume que el profesor que indaga sobre lo que
está sonando, hace la pregunta con malicia o sorprendiéndose del exotismo de unos ruidos
que salen a romper la armonía del claustro universitario. Después, el otro prejuicio asume
que el hecho de que esa universidad sea de prestigio implica que buena parte de sus miembros
sus gustos salseros e idear una salida que implica cierta alienación: no es salsa, es latín jazz.
A la inversa, tenía un amigo que pertenecía a una de las familias más encumbradas
de Lima, descendía de la vieja oligarquía peruana que señorea al país desde 1895 y tenía esos
apellidos tan largos que parecían los de un marqués (de hecho, descendía también de la vieja
nobleza hispana). No obstante, parecía que todo eso le molestaba y no se cansaba en querer
demostrarnos que sus gustos y saberes eran los del pueblo y no de esa elite encumbrada, y
para tal fin usaba cuando podía a la música. Así, cada 31 de octubre (en el Perú, Día de la
canción criolla que compite con el alienado Halloween) este, mi buen amigo, nos llevaba a
un barrio popular, a un callejón de clase muy baja, donde se daba una jarana2 y ahí, entre
piscos y butifarras, él sacaba una guitarra y pidiéndole a un cajón que lo acompañe se afanaba
2
En el Perú se conoce como jarana criolla a “la fiesta bailable muy alegre, de esencia criolla o afro costeña.
Solía prolongarse varios días y se bebía y comía muy abundantemente y podía acabar en juerga y hasta en
tambarria”. Véase Vega (2001).
El amor siendo humano tiene algo de divino,
nosotros lo tomábamos bien. Además, él parecía disfrutar de la impresión que causaba en sus
camaradas cuando estos le reconocían la calle que tenía y su cercanía con ese pueblo que no
se cansaba en decirnos que amaba. A mi todo esto me pareció siempre forzado y un año me
cansé de su ritual populista y me fui a celebrar lo que siempre me gusto celebrar ese día: mi
Ambas anécdotas nos presentan otros de esos viejos paradigmas que buscan signar lo
influenciados por el marxismo— que desde fines del siglo XIX hay un ideal burgués de
civilización que busca anular una mentalidad tradicional e inculta, sino bárbara, propia de los
grupos populares: así las elites, civilizadas y burguesas (y principalmente blancas) buscan
educar y disciplinar a las clases subalternas. Si eso se aplica a la música, pues el discurso de
3
Salido de la composición de Felipe Pinglo, célebre compositor peruano.
ese arte se pone al servicio de tal proceso civilizatorio y esto lo hace como procedimiento de
exclusión, pero también de disciplina y, claro está, de civilización. En ese sentido, se aplica
al discurso musical lo que Foucault había teorizado: que todo discurso ejerce un poder hacia
el otro, y que, en ese caso, un nuevo ideal, el burgués, buscaba cambiar a los sectores
populares.
Así, la música de la elite burguesa se asume como moderna (frente a los arcaísmos
sonidos que apele al intelecto (frente a lo disonante y exuberante, propio del gusto de la
chabacano de los sonidos del pueblo). Asimismo, en su expresión ritual, la música de la elite
burguesa, bajo la misma óptica foucaultiana, intentaría disciplinar a los sectores subalternos;
así, el protocolo en un teatro para escuchar una ópera, encerraría a la gente en un espacio
limitado para que se les pueda vigilar; se les prohibiría comer, fumar, hablar y, tal vez una
los países periféricos debía apelar a las estéticas de Occidente, principalmente de las
manera, lo supuestamente autóctono de cada país o quedaba silenciado o era recogido por los
artistas pagados por esas elites para que pongan en partituras orquestales los sonidos de ese
apropiado y bajo la lógica y el color de la armonía de esa Europa que parecía haber llegado
al Fin de la Historia de la civilización ¿No fue acaso lo que hizo Dvorak con su Sinfonía del
Nuevo Mundo?
El caso es que, así como muchos siguen pensando que con una música más culta que
la lucha de clases para combatir ese esnobismo. Esas personas son como el profesor o mi
amigo que cité al inicio de este parágrafo: no solo gustan de los sonidos de la música popular,
sino que creen firmemente en que hay un compartimento estanco en donde esta existe y que
ha sido almacenada ahí por el esnobismo de una elite que la desprecia. Ante ese supuesto,
estos oyentes no solo son adeptos de lo popular, sino que también son evangelizadores del
La música popular en una supuesta lógica perversa del mercado. Uno de los
poesía”). No obstante mi admiración, creo que Adorno también fue víctima de un rezago de
ese intelectualismo dieciochesco cuando hubo de afrontar un fenómeno que, tras la Segunda
cual también se vino a insertar la música, consagrándose ahí ésta última con su apelativo de
“popular”.
diferencia sustancial entre la música popular y la música seria está en que la primera se
desliza por la estandarización imperdonable. Al ser un producto enlatado, casi un mueble sin
gracia salido de una fábrica gris, la música popular luce descaradamente sus partes y no un
todo trascendente. En otras palabras, para Adorno, Beethoven — verbigracia— expresa, con
su música, un todo (un mensaje), todo que a la música popular no le interesa plasmar. Tal
anatema de la estandarización resulta más grave para Adorno pues este termina anulando la
libertad del individuo: al estar la música popular manipulada por la industria, su producto
solo expresa un mensaje hipnótico que acaba con cualquier posibilidad de elección del oyente
naturalidad y es que ésta apela a sonidos familiares, canciones de cuna, silbidos de fama y
aires omnipresentes para lograr su cometido de endulzarnos sin decirnos nada. Así, el crimen
impedirá, cuando decidamos hacerlo, distinguir — y así lo dice Adorno— entre el principio
de la Segunda Sinfonía de Brahms y su Tercera. Claro, ese será su mayor crimen, pero el
segundo (y vaya que el filósofo es muy duro) es este: la música popular sirve para la
distracción durante nuestro tiempo libre y como ese tiempo libre es el merecido descanso de
un día entero de trabajo monótono, la música del pueblo viene a impedir, en ese momento de
posible autorreflexión, la concentración. Para Adorno, nuestro tiempo libre no debe ser tan
libre, pues en él, aunque sea, debe haber algo de ejercicio racional.
Pero, los embates del filósofo siguen y estos se dirigen ahora a la industria musical.
Para Adorno, lo que más molesta de esa industria musical es su producción en masa donde
todo es semejante. Así como en una banda sin fin, el producto musical (una canción o una
película, por ejemplo) sale de la línea de ensamblaje como mera mercancía, directo a
venderse a un público nada exigente. Tan simple es el producto cultural, dice Adorno, que el
indicativo para saber si una película es mala se encuentra en el hecho de intuir cómo acabará
esta desde el momento inicial en que nos sentamos en la butaca para verla (¿alguien podría
dudar de que ganará La Fuerza en los nueve episodios de Star Wars?). Lo mismo pasa con la
música que, a entender del filósofo, ya solo presenta un repertorio de temas con repeticiones
En esa lógica industrial, el arte pierde —continúa Adorno— cuando este sólo se
encarga de repetir el contenido del mundo tal cual es, si ofrecer alternativas ni trascendencias
diversión.
Bajo esa impronta, los críticos que hoy hablan de lo popular en la música, asumen
que hoy por hoy estamos viviendo un proceso de imbecilidad absoluta donde la gente prefiere
realmente popular: 70 millones de personas pueden escuchar un solo tema de Maluma y ese
mismo crítico no sale de su asombro ¿Qué le pasa al mundo? ¿Por qué solo quieren lo simple,
música da dinero y es que cree que, si da dinero, es porque su arte se está prostituyendo para
darle a la gente lo que la gente quiere. Como el metal ya no vende, el metalero acusa al
rockero de querer vender con su música, pero como el rock ya no vende, el rockero acusa al
cumbiambero de venderse con sus temas cumbiamberos, pero como ya la cumbia perdió
quiere todo, acusa de vulgar al que hace perreo y así en una larga fila de acusaciones que
plasman un supuesto desgaste de la civilización, desgaste que solo deja a la vista lo vulgar.
Bacilos parece haber cumplido lo que profetizaron en uno de sus buenos temas, ese que dice:
Yo solo quiero que la gente cante por todos lados esta canción desde San Juan hasta
De pensar que esa es la aspiración máxima de los jóvenes músicos. Para ellos, la
música es — en este milenio que se pasa veloz— un negocio y no tienen reparos en asumir
todo lo que Theodor Adorno llegó a odiar de la lógica del mercado cultural: la producción
rápida, en serie, efectista, sin sorpresas y mundana. A la gente —dice esta nueva camada de
músicos— hay que darle lo que la gente quiere y así la producción musical apunta a ese
mercado de lo que se quiere ¿Tiene lógica o no? Estos jóvenes están ávidos de ganarse la
vida con los sonidos, y no están dispuestos a la subsistencia como sus antepasados
compositores. Ellos ven a los músicos del momento, ganando millones, y dándose una vida
de lujos; no solo eso, observan — como en marquesinas iluminadas— como los temas del
renunciado a ser las pop stars, eso no les interesa, hoy por hoy quieren ser los cerebros detrás
de las consolas y teclados electrónicos para, desde ahí, volverse en los creadores de estrellas
y así brillar interpósita persona en un anonimato lubricado por cientos de miles de dólares.
Esos discípulos realmente quieren ser los hacedores de la música popular del futuro. Les vale
que les achaquen el sambenito de lo popular, al contario, lo anhelan, pero cometen el error
de pensar que lo popular justamente es solo instinto y calle, cuando hoy — en una era de
industria capitalista del que hay que saber, no el todo, sino cada uno de sus engranajes a los
que cada uno de estos niños con pretensiones de Tommy Mottola deberá aceitar.
hoy en día en una ciencia empresarial. Era predecible que eso ocurriera, ya había pasado, y
con sus verdaderos bemoles. Tal vez el momento musical más parecido al que estoy
describiendo ocurrió cuando Edison puso en un disco de granito el primer tema que tocó un
fonógrafo: se trató de la hermosa canción The Lost Chord de Arthur Sullivan. Está muy bien
documentado lo que dijo Sullivan cuando escuchó su tema grabado: entendió que la historia
de las artes había cambiado para siempre ya que la buena música iba a ser eternizada junto a
la mala.4 Pues algo de eso ocurrió, pero tal estándar no fue un inconveniente para las
disqueras, primero, y luego para las productoras; en última instancia el verdadero producto
(directa o indirectamente) esa música. Aquí el ideal de lo bello se diluyó ante la lógica
mercantil.
4
Lo que dijo Sullivan fue puesto en un disco de carbón para que este sea enviado a Edison a modo de
agradecimiento por haber realizado la primera grabación de The Last Chord. Se puede revisar el audio y la
transcripción en la web Historical Sullivan Recordings.
Me vengo empapando de varios libros de reciente data sobre la industria musical y
vaya que descubro haberme quedado desfasado en mis ideas de compra y venta de música,
lo mismo con toda la tecnología y psicología que hay detrás de la producción de sonidos. No
solo eso, de la construcción misma de un o una cantante o de una banda; artistas que tal vez
no sean ni buenos en sus interpretaciones, pero a los que el marketing —aunado a una buena
consola de producción musical— han encumbrado a las alturas a las que no llegó, en sus
tiempos vitales, ninguno de los músicos del romanticismo decimonónico ¿Quién habrá tenido
más oyentes hasta el momento? ¿Wagner o Wiz Khalifa? Todo parece indicar que Wiz
Khalifa puesto que, si el Youtube no miente, su tema See You Again ha sido visto y escuchado
por 4 mil 200 millones de personas, es decir ¡cuatro veces la población actual de China! Pues
Para contestar esa antedicha pregunta, pues cualquier iniciado en la industria debe
hacer un acto de fe: debe creer en la industria musical y someterse a sus reglas. Entonces, la
primera regla de la industria musical es tener muy en claro que la música puede ser una
industria musical y que, como cualquier empresa, esta debe generar excedente económico.
tema se vuelva popular debe tener un dominio de todos estas expresiones y espacios:
streaming, playlists, mixtapes, video lyric y teaser. Aún no me queda claro qué es cada uno,
pero parece que todo funciona por ahí y que todo gira y gira — eso sí me quedo claro—
alrededor de la canción, que hoy, como en tiempos remotos, ha vuelto a cobrar supremacía,
supremacía que solo podrá ser total si esa canción logra el anhelado y casi imposible hook.5
5
Al final del capítulo revísese los libros referidos a sobre cómo construir una empresa musical.
***
Por 1763 vivía en Lima un mulato (ósea, el fruto de una unión entre un negro y una blanca)
emprendimiento y cultura. No debe sorprender: ese siglo de ilustración se colaba por doquier
y hasta los miembros más bajos de la remota corte peruana encontraban la forma de nutrirse
Cada día se sabe más de estos casos, gente de abajo que, revelándose a su destino, se
culturizaban y se ponían a la par que los nobles leídos. El caso es que el diligente José
Antonio, dedicado a la música, se atrevió a sacar un libro para enseñar el arte de los sonidos
llamado Cartilla musical (1763) y en él se propuso, con método fácil, enseñar a cantar. Era
era vital enseñar la música puesto que, aparte de ser un don divino, era omnipresente y nadie
Esa idea de la omnipresencia de la música me fascinó, eso de que ella está aquí y allá,
arriba y abajo, para el que goza y para el que sufre; al lado de Dios y al lado de la oscuridad.
Un día esa música puede ser clásica, otro día, romántica; otras veces puede ser académica o
vulgar; unos bailarán con ella mientras que otros rezarán. El caso es que su popularidad es
eso, universal y que las etiquetas que se le quieran poner responden solo a intereses
taxonómicos y de “ordenación”, casi siempre del mundo académico ¿Acaso el que está
bailando para ligar con una chica al ritmo de una salsa sensual le interesa el género u origen
de esa música? ¿Y el que está viendo y oyendo a la Sinfonía 1 de Mahler, en ese espectacular
final que obliga a los cornos a ponerse de pie, acaso recuerda que a esos sonidos se le tildan
de romanticismo tardío? ¿Al que hizo El Baile del Caballo le interesaba la trascendencia o
los 3 mil millones de personas que lo escucharon? ¿Los campesinos de Chiapas sabrán que
lo que escuchan es música popular? Pues los siguientes capítulos estarán dedicados no la
ordenación del mundo sonoro, sino al hecho de que, asumiendo de que solo hay música, los
sonidos que la componen vienen de todos lados y de toda latitud y que lo popular,
dependiendo de la situación, une o desune a los oyentes que no se dan cuenta, la mayoría de
Para oír:
Farandola Escolta Presidencial Húsares de Junín (S/f). Jaleo [arreglo sobre un tema de
Handel].
Gómez, Angélica y Los Guapos del Centro [grupo] (2009). Esta noche quiero bailar.
Handel, Georg Frederick (1749). Música para los Reales Fuegos Artificiales.
Para leer:
Adorno, Theodor (1941). “On popular music”. En Studies in Philosophy and Social Sciences.
Arráiz Lucca, Rafael (2015). La navaja de Ockham. Colombia, Venezuela y otros ensayos.
Caracas: Alfa.
Autores varios (2015). Guía REC. Claves y herramientas para descifrar el ecosistema actual
Cadena Herrera, José Onofre de la (2001 [1763]) Cartilla Música. En Cartilla música;
Diálogo cathe-músico; La máquina de moler caña. Estudio introductorio, ed. y notas por
Foppiano, Gino (2016). Negocios Musicales: ¿se puede vivir del arte en el Perú? Lima:
Vallejo, César (1961). España, aparta de mí este cáliz. Lima: Perú Nuevo.
Vega, Juan José (2001). “Origen de la jarana”. La República, 6 de octubre del 2001.
Zlatar, José (2015). José Sabas Libornio Ibarra. Autor de la Marcha de Banderas. Lima:
Para ver: