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¿Voy bien o me regreso?

El imperativo de la evaluación de
políticas
CLAUDIA MALDONADO TRUJILLO
Este País abril 2013

A fines de 2011, después de un proceso sumamente competitivo en el


que participaron 22 propuestas de siete países de la región, México
logró la sede del Centro clear (por sus siglas en inglés) para América
Latina.1 Este centro, alojado en el cide, tiene la misión de fortalecer las
capacidades de evaluación, monitoreo y gestión por resultados en todo
el continente, como mecanismos para promover el desarrollo y la
rendición de cuentas. Sin duda, el factor determinante para que la
postulación de México fuera exitosa fue el notable grado de avance
institucional en materia de evaluación y monitoreo en el ámbito federal,
particularmente en lo relativo a programas sociales. Con esta decisión,
México recibió el reconocimiento internacional de liderazgo en estos
temas y una doble responsabilidad: promover el aprendizaje y la
formación de capacidades en toda la región, y mantener el compromiso
y la apuesta institucional de los últimos 15 años para seguir avanzando
en la promoción de una gestión pública de y para resultados.

Y todo esto, ¿de qué se trata y por qué debe importarnos? Los
gobiernos contemporáneos están a cargo de una serie de bienes y
servicios públicos que son fundamentales para el bienestar de la
población, ya sea de manera directa o por su influencia en la estructura
de oportunidades para el desarrollo económico y la generación de valor
público. Todos los días, las decisiones sobre el destino y las
modalidades de aplicación de los recursos públicos afectan nuestras
vidas: la calidad y pertinencia de los servicios públicos que recibimos;
la estructura de acceso a derechos sociales como la salud y la
educación; el grado de (in)seguridad que impera en nuestros espacios
públicos y, en general, la estructura de incentivos que enfrentan los
hogares, los mercados y los gobiernos, y que influye de manera
determinante en nuestra capacidad colectiva para satisfacer
necesidades básicas, promover el desarrollo y atender problemas
sociales de diversa índole. Por esta razón, conocer los efectos de las
políticas públicas y los atributos que están asociados a su éxito o
fracaso, así como la estructura de costos y la funcionalidad del modelo
de gestión que las caracteriza, es fundamental para la toma de
decisiones —y nos atañe a todos como ciudadanos.

Hugh Heclo decía que las políticas públicas son una forma (puzzling) de
resolver acertijos o dilemas en nombre y representación de la sociedad.
Es decir, las políticas públicas son una respuesta tentativa —y una
apuesta colectiva— para resolver problemas públicos y/o perseguir
objetivos socialmente deseados. Si tomamos en cuenta que las políticas
públicas son teorías o modelos para la transformación social —
hipótesis complejas para la resolución de problemas públicos— y que
son implementadas por organizaciones públicas en constante
interacción con un entorno que se mueve mucho más rápido que los
gobiernos en cualquier parte del mundo, la enorme complejidad y la
incertidumbre en los que opera la más “sencilla” de las intervenciones
nos obliga a crear instrumentos confiables y oportunos para saber cómo
vamos.

Si bien es cierto que cometer errores es tan humano como inevitable,


también es cierto que cometer errores en decisiones clave para el
interés público y hacerlo con fondos públicos tiene consecuencias
políticas y morales muy serias. Además de las consecuencias
distributivas y los costos de oportunidad de programas públicos
erráticos que carecen de un mapa de ruta claro y de un compromiso
explícito por la transformación de indicadores sociales puntuales, la
erosión de la eficacia y la capacidad de respuesta del Estado
representan un gran peligro para la legitimidad y la sostenibilidad de los
gobiernos democráticos. A esto se debe, en mi opinión, la importancia
de posicionar la agenda de evaluación y monitoreo como un nuevo
lenguaje de la gestión pública, que permitirá a los gobiernos servir más
y mejor a los ciudadanos, reducir asimetrías de información entre
gobernantes y gobernados y canalizar los recursos fiscales de manera
razonada y razonable para que la inversión y los programas públicos
respondan a prioridades claramente identificadas y se realicen con una
alta probabilidad de incidencia en la calidad de vida de la población.

Solo a partir del fortalecimiento de las capacidades de evaluación y


monitoreo estaremos en posición de hacer ajustes a medida que
avanzamos, mejorar los diagnósticos y los modelos de operación de los
programas, incorporar la percepción de los beneficiarios, diseñar metas
realistas y estrategias adecuadas de cobertura, aumentar la incidencia
efectiva de las intervenciones y, por supuesto, responder a las
demandas cotidianas de los ciudadanos y al mandato democrático
explícito que implican las elecciones. Por esta razón, cuando se habla
de evaluación y monitoreo, en realidad lo que está en juego es la
capacidad del aparato público y la sociedad civil para enfocar sus
esfuerzos en la consecución de objetivos sociales compartidos. No se
trata de un mero rediseño contable o la adopción de un lenguaje
administrativo al interior de un par de oficinas gubernamentales, sino de
un cambio en la lógica central de operación de todo el sector público en
diálogo con la sociedad. En suma, el adecuado funcionamiento de estas
instituciones implica procesos de aprendizaje colectivo que no pueden
sostenerse únicamente con el esfuerzo aislado de un Gobierno, de un
secretario, un banco internacional o de una agenda en particular.

Lo que queremos y exigimos los ciudadanos son resultados de política


pública y no la implementación de políticas públicas per se. Por ende,
el vínculo entre la acción gubernamental y la transformación de las
variables centrales en torno a un problema público no puede ser
axiomático. Como dirían los abogados, la “carga de la prueba” es un
imperativo público; como ciudadanos, no podemos aceptar la
“presunción” de eficacia ni dar el beneficio de la duda cuando se trata
de la valoración de la contribución de las políticas públicas a la
consecución de los objetivos sociales que les dieron origen. La
existencia y la comprobación de este vínculo instrumental-causal es una
responsabilidad pública ineludible de la gestión pública democrática.
Para ello, debemos contar con sistemas para “conocer la verdad” sobre
la efectividad y eficiencia de las políticas. Para saber si vamos bien o
nos regresamos, si es preciso hacer un alto en el camino y repensar las
soluciones o apretar el paso porque vamos en la dirección correcta. Esa
es la función primordial de un sistema de monitoreo y evaluación (M&E).
Parafraseando a Aron Wildavsky, la evaluación y el monitoreo son una
forma de “decirle la verdad al poder” y extraer lecciones útiles a partir
de este diálogo. Constituyen, por ello, elementos centrales para la
rendición de cuentas y el aprendizaje colectivo necesarios para mejorar
la incidencia y el impacto de las políticas públicas.

¿Cómo saber si los programas funcionan? ¿Son adecuados nuestros


diagnósticos? ¿Estamos llegando a la población que buscamos
atender? ¿Cómo decidir entre complejas disyuntivas de asignación
recursos escasos? ¿Cómo aprender de manera colectiva de la
experiencia y utilizarla para potenciar los efectos de las intervenciones
públicas? Los sistemas de monitoreo y evaluación pueden responder
estas y muchas otras preguntas relacionadas: desde el más pequeño
detalle de gestión de un proyecto, hasta la discusión macro de grandes
estrategias de intervención y posicionamiento del Estado, o los grandes
debates en torno al modelo de desarrollo que queremos y cómo
podemos lograrlo. En México, hemos realizado avances muy
importantes en el andamiaje institucional básico para la evaluación, el
monitoreo y la gestión por resultados. No obstante, para que estos
sistemas desplieguen su potencial transformador, la información pública
que de ellos se desprende debe ser interiorizada por múltiples
audiencias e incorporada en el debate público de manera permanente.
Para que los sistemas de evaluación y monitoreo cumplan esta misión,
necesitamos que el debate de política pública esté poblado por mejores
argumentos, por evidencia y fuentes de información diversas, creíbles y
ampliamente discutidas en la arena pública.

Como ha sugerido Luis F. Aguilar, el gran desafío de las democracias


del siglo xxi no es tanto “quién gobierna”, sino “cómo se gobierna”: con
qué razones e instrumentos y, sobre todo, con qué resultados. La
ciudadanía, quizá como nunca antes, exige un aparato público eficaz —
más resolutivo que autoritativo—, creativo y flexible que pueda apoyar
en la gestión y atención de los problemas sociales más complejos. A
pesar de esto, el monitoreo y la evaluación permanecieron demasiado
tiempo en los márgenes de las agendas políticas. En la medida en que
someterse al escrutinio y la evaluación públicos puede socavar las
seguridades desde las que operan las rutinas burocráticas y la lógica de
la toma de decisiones a puerta cerrada, es natural que estos sistemas
hayan generado resistencias de diversa índole. Desafortunadamente, el
lenguaje de evaluación y el monitoreo se confunden con frecuencia con
la fiscalización y el control, como una herramienta vertical de control
presupuestario y como una función estrictamente gubernamental en
manos de grupos cerrados de expertos. Nada más lejos de la vocación
democrática e instrumental de la evaluación y el monitoreo.

En primer lugar, vale la pena resaltar que la evaluación y el monitoreo


no son la sustitución de la política por la técnica. Al contrario, son una
apuesta a mejorar la política democrática a partir de un debate más
informado que involucre las herramientas, los aprendizajes y la
evidencia de las ciencias sociales en un diálogo más abierto con la
ciudadanía. Si la democracia es el gobierno por discusión y las políticas
públicas son el lenguaje del Estado en diálogo con la sociedad, las
decisiones de política pública no pueden ni deben tomarse en un
“territorio libre de evidencia”, desprovistas de argumentos y de espacios
para la discusión crítica de las alternativas y la rendición de cuentas en
función de los resultados, y no solo de las intenciones y nobles objetivos
de un líder, un programa de gobierno, un partido político o una corriente
o movimiento político.

En segundo lugar, si partimos de la premisa de que los sistemas de


monitoreo y evaluación implican la adopción de un lenguaje con una
lógica diferente de operación, estos sistemas también son factores muy
importantes para profesionalizar y motivar al aparato público. Cuando
se adoptan indicadores explícitos de gestión y resultados, se fomenta
también que las organizaciones públicas se apropien del modelo de
transformación social del que son parte solo por el hecho de administrar
programas públicos e interactuar con la población. Se ofrece la
oportunidad de que los funcionarios públicos compartan ese sentido de
misión por el destino de los programas y cuenten con elementos para
realizar mejor su trabajo, así como espacios para que se premie y se
motive la innovación gubernamental. También, por supuesto, se crean
espacios para que se asignen responsabilidades y se definan rutas
alternativas cuando los objetivos no logran alcanzarse o los procesos
de implementación resultan completamente inadecuados.

En tercer lugar, la evaluación y el monitoreo permiten también algo que


creo que es importantísimo en contextos como el mexicano: legitimar y
robustecer programas públicos que tienen poblaciones-objetivo
políticamente débiles, como los grupos vulnerables, los grupos
indígenas y los grupos en condiciones de mayor pobreza. La
evaluación, al hacer explícita la incidencia distributiva —a dónde va a
parar cada peso público que se transfiere del Estado a los hogares—,
puede atenuar las fallas de representación política y atención
gubernamental que caracterizan a las sociedades con muy altos niveles
de desigualdad.

Gracias al monitoreo y la evaluación, sabemos que los apoyos de


Procampo son regresivos (apoyan más a quien más tiene) y son un
instrumento inadecuado para apoyar a pequeños productores y atenuar
la pobreza rural. Conocemos también la magnitud del rezago educativo
y las brechas de calidad y pertinencia de nuestro sistema educativo.
Gracias a más de una década de evaluación constante, el programa
Oportunidades mejoró su incidencia en la desnutrición infantil, identificó
los problemas de implementación del modelo urbano e incorporó una
serie de reformas al modelo de atención; asimismo, se ha discutido la
pertinencia de un modelo diferenciado para zonas indígenas.
Igualmente, gracias a la evaluación podemos conocer las virtudes,
hechos y realidades del Seguro Popular y diferenciarlos del triunfalismo
de la propaganda. Sin embargo, persisten todavía muchas áreas de
política pública en las que no contamos con información confiable y
fidedigna en lenguaje de resultados, que permita alimentar los esfuerzos
colectivos por la mejor utilización de los recursos públicos.

Este espacio de la revista ofrece una valiosa oportunidad para


intercambiar información, argumentos y evidencia nacional e
internacional en torno a los temas de política pública que nos preocupan
a todos. Como sugiere el epígrafe de este texto, si no sabemos a dónde
vamos, cualquier camino nos lleva… a ninguna parte. Ese es el riesgo
de no tomarnos las decisiones de política pública en serio.

1
Centers for Learning on Evaluations and Results (CLEAR).
Actualmente también existen centros CLEAR en India, China, Sudáfrica
y Senegal.

_________
CLAUDIA MALDONADO TRUJILLO es profesora-investigadora del CIDE y directora general del
Centro para el Aprendizaje en Evaluación de Resultados para América Latina.

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