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Título I.

El principio de legalidad 141

PárrAFo 1. SubordinACión
dE lA AdminiStrACión Al lEgiSlAdor
174. En su dimensión históricamente más relevante, el principio de legalidad
es la traducción jurídica de un arreglo institucional. La distribución de competen-
cias que implica la separación de poderes, al menos en la tradición continental,
presupone el principio de legalidad (sección 1). La administración está sometida,
ante todo, a la ley considerada desde el punto de vista formal (sección 2), que es
la que le atribuye poderes jurídicos (sección 3), de donde resulta que la legalidad
administrativa supone, al menos de manera general, vinculación positiva de la
administración a la ley (sección 4). Con esta conceptualización en mente se com-
prende que el principio de legalidad, inicialmente leído en clave liberal, se adapte
también a cualesquiera propósitos que legislador soberano se proponga perseguir
(sección 5).

Sección 1. Orígenes y fundamentos del principio


175. El principio de legalidad es un invento positivo, que surge en el contexto
histórico-político de la Ilustración. En realidad, tal como se la conoce en el dere-
cho continental (y por eso, en derecho chileno), la administración es una noción
moderna, propia del siglo XIX, que representa la herramienta práctica de que
dispone el Estado para la ejecución de las orientaciones políticas definidas por el
Pueblo soberano; conceptualmente, pues, la administración se identifica en rela-
ción a la ley. Ahora bien, el motor fundamental del principio de legalidad fue una
reacción contra el modelo del absolutismo, que hacia fines del siglo XVIII entró
en una crisis de legitimidad que condujo a la desmembración del poder público,
identificando distintas funciones que se radicarían en órganos separados; este fe-
nómeno provocaría el sometimiento de la administración moderna a la ley. El
fundamento del principio de legalidad debe buscarse en ese momento histórico
por tres series de razones:

(a) la búsqueda de frenos al poder absoluto


176. El modelo de organización política imperante en Europa desde finales de
la Edad Media hasta fines del siglo XVIII descansa en la monarquía absoluta: el
monarca concentra en sus manos un cúmulo de poderes de toda naturaleza, sin
que lo detengan frenos auténticamente jurídicos (en parte, porque se creía que su
poder era divino: el monarca sólo respondía de sus actos ante Dios).
142 José Miguel Valdivia

La identificación entre el monarca y el Estado es evidente (como se muestra en


la conocida expresión atribuida a Luis XIV). El monarca concentra todos los po-
deres jurídicos. En general, es él quien define la política y gestiona (por intermedio
de la corte) los asuntos del reino. Cuando lo cree necesario legisla, aunque no se
ve vinculado por esas reglas, que en teoría puede cambiar en todo momento. Por
último, también es capaz de avocarse el conocimiento de asuntos litigiosos.
Las difundidas máximas princeps legibus solutus est y quod principi placuit
legis habet vigorem reflejan la posición jurídica de la monarquía: está por encima
de las leyes, que puede manejar a su amaño. Ciertamente ese era un terreno fértil
para el abuso. Por eso, una de las primeras reivindicaciones de la Ilustración con-
sistirá en poner frenos jurídicos al poder, sometiéndolo a reglas.

(b) El propósito de someter el poder a reglas definidas por el Pueblo


177. Mientras la legitimidad del monarca se reputaba de origen divino, la Ilus-
tración va a proponer un cambio de eje: en lo sucesivo, el soberano es la Nación
o el Pueblo (con los matices conceptuales del caso). En realidad, el régimen ab-
solutista estaba marcado por un fuerte grado de personalismo del poder: éste no
debía rendir cuentas (más que a Dios). Al modificarse la fuente de la soberanía
y residenciársela en el Pueblo, el poder del monarca adquiere un carácter subor-
dinado. Esta subordinación no es solo finalista (como quizá podía serlo ya bajo
el absolutismo ilustrado), sino sobre todo procedimental. El monarca deviene así
un instrumento del Pueblo. En este contexto, el Pueblo se reservará el papel más
significativo entre las funciones jurídicas del Estado: la definición de las reglas
generales y abstractas que han de regir la sociedad y encauzar la actuación del po-
der. La concepción de la ley como fruto de la voluntad soberana, imperante hasta
la actualidad (Código Civil, art. 1), es demostrativa de este papel subordinado de
la autoridad ejecutiva.

(c) idea de un poder “ejecutivo”


178. Los filósofos de la Ilustración emplearon la gráfica expresión “poder eje-
cutivo” para referirse a la burocracia monárquica que más tarde devendría en ad-
ministración pública. La fórmula sugiere que las potestades confiadas a la admi-
nistración se limitan a la ejecución de la ley; correlativamente, el modelo supone
una capacidad de iniciativa muy restringida de la administración.
El carácter “ejecutivo” de la administración presenta analogías con la función
jurisdiccional, que también se reputa aplicar la ley sin innovar en el ordenamien-
to. Es sabido que, con respecto al orden judicial, el predominio de la ley se ma-
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nifestó de manera particularmente intensa. Ante todo, en el desconocimiento de


la jurisprudencia como fuente del derecho, limitando la eficacia de las sentencias
al caso concreto en que recaigan (Código Civil, art. 3). En seguida, en la instau-
ración del recurso de casación como medio destinado a uniformar la aplicación
de la ley, asegurando su prevalencia sobre las concepciones de los jueces. En ter-
cer lugar, en el papel subordinado que se asigna a la justicia en la interpretación
de la ley; para tener carácter “generalmente obligatorio”, esa interpretación sólo
puede provenir del mismo legislador (mediante ley interpretativa). Por último, en
la figura del referimiento al legislador (référé législatif), del que quedan vestigios
en el discurso inaugural del año judicial, que es el único mecanismo que tiene el
Poder Judicial para dar cuenta al legislador de las dificultades que experimenta en
la aplicación de las leyes y rogarle modificaciones o enmiendas. La majestad de la
ley alcanzó su paroxismo con respecto a la jurisdicción.
La idea de una potestad meramente ejecutiva no refleja el papel exacto que la
administración juega en la actualidad. De hecho, una comparación entre la juris-
dicción y la administración muestra precisamente la identidad de esta última de
cara a la aplicación de la ley: mientras los jueces aplican la ley sin propósitos que
la trasciendan, la administración lo hace, al revés, con propósitos utilitarios. En
el elocuente ejemplo de García de Enterría, “cuando la Administración construye
una carretera... lo hace no para ejecutar la Ley de Carreteras, sino en virtud de las
razones materiales que hacen a dicha carretera conveniente u oportuna en el caso
concreto”. De aquí que ese autor concluya que “el objeto de la actuación admi-
nistrativa no es, pues, ejecutar la Ley, sino servir los fines generales, lo cual ha de
hacerse, no obstante, dentro de los límites de la legalidad”. Sin duda, la adminis-
tración es un importantísimo motor del progreso social y jurídico. Ahora bien, sin
perjuicio de la identidad propia de la administración, concebirla caricaturalmente
como poder ejecutivo permitió asentar hábitos y prácticas que disciplinaron el
poder, sometiéndolo a la ley.

Sección 2. El principio de legalidad como observancia de la ley formal


179. En el periodo fundacional del derecho administrativo, no se discute que
la legalidad que importa es de carácter formal: la norma con rango o jerarquía
de ley, y no otro tipo de reglas de derecho (supra, ni a fortiori infralegales). Tal es
un reflejo concreto de la supremacía del parlamento –el cuerpo representativo por
excelencia– sobre el aparato administrativo del Estado. En suma, el sentido inicial
del principio de legalidad administrativa, al igual como ocurre con el de legalidad
penal o el de legalidad tributaria, supone apego a una ley formal.
144 José Miguel Valdivia

En el periodo de formación de los conceptos básicos del derecho administrati-


vo, la superioridad de la ley proviene de su jerarquía. Se asume que, en términos
prácticos, en la ley se expresa la voluntad del Pueblo, titular de la soberanía, lo
que basta para justificar su predominio sobre otro tipo de normas o de decisiones.
Además, durante el siglo XIX el legislador no parece verse encerrado por límites
de orden material, de modo que en teoría puede reglar con fuerza de ley cualquier
asunto de interés público, incluso algunos típicamente administrativos. Es cierto
que en este periodo aún no hay plena claridad respecto de las tareas que corres-
ponden respectivamente al parlamento y al gobierno. También es verdad que este
tipo de definiciones depende en muy buena medida de criterios pragmáticos, pro-
pios de cada tradición e historia nacionales, y no tanto de un modelo dogmático
único.
180. Por obvias razones, las mayores fricciones entre el gobierno y el parla-
mento debieron surgir a propósito de las potestades normativas del gobierno,
reconocidas desde antiguo. En cuanto cada uno pretendía ejercer sus competen-
cias normativas, no tardó en plantearse un desorden institucional, que exigiría
el establecimiento de parámetros que deslindaran sus tareas respectivas. Ésa es
la función actual que cumple la “reserva de ley”: distribución de competencias
normativas (entre la ley y el reglamento) por medio de una cláusula constitucional
de apoderamiento al legislador para abordar una materia determinada. Conse-
cuencialmente, en las materias reservadas al legislador, el reglamento no puede
intervenir como norma primaria, sino únicamente como norma secundaria, esto
es, complementaria de las orientaciones definidas por el legislador. Ahora bien,
esta distribución de competencias importa, además, un mandato de exhaustividad
en la regulación legislativa: el legislador tiene el deber de agotar su competencia
en las materias que le son reservadas, definiendo las normas generales pertinentes,
sin descansar en la eventual intervención posterior de normas subordinadas (p.
ej., mediante remisiones normativas al reglamento). La importancia incesante de
la reserva de ley en el régimen constitucional actualmente vigente continúa dando
cuenta del predominio de la legalidad formal en materias administrativas.
La reserva de ley juega un papel de primera importancia en la protección de los
derechos fundamentales de cuño clásico: libertad y propiedad. En la literatura del
constitucionalismo los orígenes de esta técnica, a propósito del impuesto y los cas-
tigos penales, se atribuyen a la Carta Magna. Siglos más tarde la doctrina propug-
naría, mediante un juicio deductivo a partir de esa experiencia antigua, la necesi-
dad de ley formal para las regulaciones que afectaren la libertad y la propiedad.
En línea con estos postulados, sólo por ley formal pueden limitarse los derechos
fundamentales; como la ley es expresión de la comunidad, esa regulación puede
tenerse por una legítima autolimitación de los derechos. Hasta la fecha se concibe
a la ley como garantía de la libertad, particularmente frente a las prerrogativas de
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la administración. Un número significativo de reservas de ley se contiene precisa-


mente a propósito de la regulación de los derechos fundamentales.
En lo que aquí interesa (y con prescindencia de la regulación constitucional de
los derechos fundamentales), el derecho positivo chileno consagra explícitamente
una reserva de ley a propósito de la definición de potestades públicas. El artículo
7 de la Constitución dispone que las autoridades públicas no “pueden atribuirse
ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos
que los que expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las
leyes”. A la luz de lo que viene diciéndose, esta regla supone que sólo cabe a la
ley formal la atribución de poderes a la administración. La subordinación de la
administración a la ley propiamente tal se muestra así en su más nítida expresión.

Sección 3. Legalidad como técnica de atribución de potestades


181. En el medio doctrinal chileno (que en este punto sigue a la doctrina es-
pañola), la explicación más difundida sobre el modo en que opera el principio de
legalidad consiste en la necesidad de una atribución legal de potestades públicas a
la administración. Pareciera haber consenso doctrinal en que conceptualmente la
idea de potestad presupone el principio de legalidad. Para comprobarlo (d) es útil
revisar la noción misma de potestad (a), sus caracteres (b) y los rasgos distintivos
de la potestad pública (c).

(a) noción de potestad


182. En términos muy generales, la potestad es un tipo de posición jurídica
activa que, a diferencia del derecho subjetivo, se traduce en el poder de crear, mo-
dificar o extinguir relaciones jurídicas.
Por su elevado grado de abstracción, la noción tiene una vocación amplísima,
pues cubre posiciones de poder tanto de derecho público como privado (p. ej.: la
libertad contractual, la de testar o de casarse, la patria potestad, el derecho fun-
damental de ejercer acciones judiciales, la potestad reglamentaria, la jurisdicción,
etc.).
A pesar de su pertenencia a los conceptos jurídicos fundamentales, es en dere-
cho público que la figura de la potestad alcanza su mayor importancia práctica.
Aquí suministra una explicación técnica para el poder de acción unilateral de las
autoridades, refleja la asimetría de posición entre el Estado y el ciudadano y, por
eso, permite definir la posición jurídica del Estado, y concretamente, de la admi-
nistración.
146 José Miguel Valdivia

La influencia de estas ideas en la doctrina chilena parece tener origen en la


amplia difusión de la noción de potestad en el derecho administrativo español,
proveniente a su vez de explicaciones más tempranas de origen italiano (cuyo
mejor exponente es Santi Romano).

(b) Características

(i) Abstracción de la potestad


183. En sentido técnico, la noción de potestad tiene un marcado carácter abs-
tracto que la distingue del derecho subjetivo en sentido estricto. La potestad no
recae sobre objetos determinados, porque no persigue inmediatamente una cosa o
una prestación. Su contenido es abstracto y puramente jurídico, destinado a tra-
ducirse en una serie indeterminada de relaciones jurídicas, que sí puedan conllevar
deberes u obligaciones y, correlativamente, derechos. De esta manera, la noción de
potestad juega un papel lógicamente previo al surgimiento del derecho subjetivo
(entendido como derecho a incidir concretamente en una conducta ajena); en el
mejor ejemplo, la libertad contractual es una potestad que sólo al actualizarse por
medio del contrato da origen a derechos y obligaciones civiles.
Esta distinción conceptual entre la potestad y el derecho subjetivo no puede
llevar a ignorar que en el lenguaje vulgar muchas veces las nociones se confunden
(como ocurre con la potestad de provocar un proceso judicial, comúnmente lla-
mada derecho a la acción). Así, es corriente que las potestades de la administra-
ción sean denominadas “facultades”. Evidentemente, de la circunstancia de que
la potestad pública sea la posición jurídica característica de la administración no
se sigue que ésta sea inhábil para ser titular de derechos subjetivos, al igual que
otros agentes jurídicos.

(ii) La potestad como fruto del ordenamiento


184. En razón de la aptitud particular de las potestades para incidir en la crea-
ción de derechos, según la opinión doctrinal mayoritaria, éstas sólo proceden del
ordenamiento jurídico. Esta premisa se explica porque las potestades configuran
aspectos singulares de la capacidad jurídica, cuya conformación corresponde pre-
cisamente al derecho objetivo. De esta idea resulta que las potestades no son ni
pueden nunca ser fruto de una decisión de su propio titular. En su concreción en el
terreno administrativo, la teoría supone que las potestades públicas sólo pueden
ser creadas por la ley (u otras fuentes supralegales); inversamente, la propia admi-
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nistración no puede arrogarse potestades mediante autogeneración (por ejemplo,


por medio de reglamento).
Es esta concepción la que explica los fuertes lazos de parentesco entre la noción
de potestad y el principio de legalidad. La potestad (pública o privada) siempre
procede de la ley. Este aspecto de la doctrina clásica es lo que justifica el auge de la
idea de potestad pública en derecho chileno. La doctrina nacional entiende que la
idea de potestad es perfectamente reconducible a los principios básicos del Estado
de Derecho recogidos por el derecho positivo. En circunstancias de que el artículo
7 de la Constitución prevé que los órganos del Estado no “pueden atribuirse…
otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en
virtud de la Constitución o las leyes”, la expresión “autoridad o derechos” podría
ser sustituida sin problemas por la idea de “potestad”.
De la necesidad de su atribución legal no se desprende necesariamente que
las potestades deban ser “expresas”. Ciertamente su establecimiento en términos
formales y explícitos ofrece el mayor grado de certeza posible, sobre todo tratán-
dose de potestades cuyo ejercicio que puede acarrear consecuencias gravosas para
terceros. Pero otro modelo es imaginable; el derecho comparado ofrece teoriza-
ciones posibles para los “poderes implícitos” (implied powers o incluso inherent
powers).
Algo similar debe decirse de las potestades concebidas en términos generales y
abstractos. Ejemplos de estas potestades existen (como se muestra, de nuevo, en la
libertad contractual del derecho privado, que no se asocia a contratos o negocios
jurídicos típicos; muchas autoridades administrativas cuentan con potestades de
contratar concebidas en términos igualmente generosos). Naturalmente, mientras
se la conciba con mayor grado de precisión, mayor certidumbre genera la potestad
y menor el riesgo de contestación respecto de su ejercicio. Pero conceptualmente,
esta atribución puede ser genérica y reglamentarse con más o menos profundidad
por las leyes o por normas infralegales, respetando los criterios constitucionales
de distribución de competencias normativas.

(iii) Indisponibilidad de la potestad


185. En razón de su configuración jurídica, como atributo inherente a la ca-
pacidad de las personas o de alguna categoría de personas, las potestades son
indisponibles para su titular. De este modo, el titular de la potestad no puede
transferirla a terceros ni renunciar válidamente a su ejercicio. En sí mismas, las
potestades no son transferibles. Sin embargo, puede habilitarse a terceros su ejer-
cicio, bajo condiciones limitativas. La delegación de potestades es sólo en apa-
riencia una excepción, porque implica una potestad en sí misma (la de delegar)
148 José Miguel Valdivia

que, como cualquier otra potestad, procede cuando el ordenamiento la reconoce


como tal. Además, las potestades son irrenunciables, lo que implica que su titular
no puede despojarse de ellas por su propia decisión, sin perjuicio de que decida no
ejercer la potestad en concreto.
Por razones similares, las potestades son imprescriptibles. No se ganan por
prescripción, ni se pierden por su falta de ejercicio. Sólo en cuanto el derecho las
reconozca, las potestades tienen existencia legal y permanecen vigentes.
Por cierto, no toda potestad es de duración indefinida. Algunas pueden estar
sujetas a plazo o a otro tipo de modalidades (como la delegación de potestades
legislativas en el Presidente de la República, que se actualiza mediante decretos
con fuerza de ley); pero este supuesto es relativamente inusual. La permanencia
temporal de las potestades es consistente con su carácter abstracto: las potestades
no se agotan por su ejercicio (ni por su falta de ejercicio), de modo que –sin per-
juicio de limitaciones legales– pueden ejercerse tantas veces como su titular desee,
incluso con ocasión al mismo asunto.

(c) la potestad pública


186. La idea de potestad es un concepto doctrinario, desarrollada para expli-
car mejor fenómenos jurídicos. Aunque es inusual que los textos legales se refieran
a la idea, dos de ellos tienen particular importancia en el derecho administrativo
chileno. Por una parte, la definición legal de acto administrativo lo concibe (en
plural) como “las decisiones formales que emitan los órganos de la Administra-
ción del Estado en las cuales se contienen declaraciones de voluntad, realizadas
en el ejercicio de una potestad pública” (LBPA, art. 3 inc. 2). Por otra, a propósito
de las instituciones ajenas a la administración pero en la que ésta ejerce su pree-
minencia en razón de vínculos propietarios o contractuales (como las sociedades
del Estado o la llamada “administración invisible”), el derecho administrativo
general impide el ejercicio de potestades:
“El Estado podrá participar y tener representación en entidades que no formen parte
de su Administración sólo en virtud de una ley que lo autorice, la que deberá ser de quó-
rum calificado si esas entidades desarrollan actividades empresariales.
Las entidades a que se refiere el inciso anterior no podrán, en caso alguno, ejercer
potestades públicas” (LOCBGAE, art. 6).

El reconocimiento de la noción de potestad pública exige un par de precisio-


nes, con el fin de delimitar sus contornos (en ausencia, por cierto, de toda defini-
ción legal al respecto). Sus notas más típicas son, de modo general, la titularidad
pública, su justificación en el interés general y su carácter unilateral.
Título I. El principio de legalidad 149

(i) Titularidad pública


187. En principio, sólo los organismos públicos pueden ser titulares de po-
testades públicas. El contenido regulativo del artículo 6 de la LOCBGAE indica,
precisamente en este sentido, que las instituciones ajenas a la administración, por
muy vinculadas que estén a ella, no pueden ser titulares de estas potestades. Por
cierto, el ordenamiento podría introducir soluciones aberrantes o atípicas.

(ii) Orientación al interés general


188. Las potestades suponen un poder de acción en favor de un interés pro-
pio o ajeno. El derecho privado conoce mayoritariamente ejemplos de potesta-
des concebidas en beneficio del interés personal de su titular, y algunas hipótesis
marginales de potestades en interés ajeno (como, típicamente, la patria potestad).
Como afirmaba Romano, los poderes animados por un interés ajeno u objetivo,
“toman el nombre de ‘funciones’, o de ‘oficios’, y se presentan principalmente en
el derecho público”. Las potestades públicas siempre encuentran su justificación
en el interés general o interés público; incluso en aquellas potestades de orden
doméstico de la administración, el interés “del servicio” es una denominación
cómoda para referirse a la parcela o dimensión del interés general cuya cautela
corresponde al organismo respectivo. Así, la idea de potestad pública identifica
los poderes jurídicos con que el ordenamiento dota al Estado, poderes finalizados
hacia la obtención del interés general.

(iii) Ejercicio unilateral


189. De un modo general, las potestades dan a la administración su fisonomía
jurídica específica, pues la ponen en posición de supraordenación respecto de los
particulares (y a éstos en posición de subordinación frente a ella).
El vínculo entre la noción de potestad y la idea de subordinación, tan típica
del derecho público, ha sido puesto en evidencia en el didáctico análisis de W. N.
Hohfeld. Según el autor pueden distinguirse cuatro categorías típicas de posiciones
jurídicas activas: derecho propiamente tal, libertad o privilegio, inmunidad y po-
testad (o competencia). En este análisis, la pretensión o derecho en sentido estricto
permite dirigir la conducta ajena y supone en otro u otros la obligación o deber de
hacer o no hacer alguna cosa. En cambio, la libertad o privilegio de realizar algo, es
la posibilidad de disponer su actuar sin someterse a deberes, que tiene por correlato
la ausencia de posiciones jurídicas que permitan a terceros interferir en esa libertad
(no-derecho). La posición de aquel que está exento de las relaciones jurídicas crea-
das por otro corresponde a una inmunidad, cuyo correlato implica la incompeten-
150 José Miguel Valdivia

cia de ese otro a su respecto. En este esquema la idea de potestad identifica una po-
sición jurídica particular cuya especificidad consiste en crear o modificar relaciones
jurídicas, respecto de terceros que están en posición de sujeción.
Desde una perspectiva más general, tal vez pueda discreparse de que las potes-
tades públicas se conciban siempre con relación a un tercero subordinado. En tal
sentido, no toda potestad entraña la imposición de cargas o sacrificios, sino que
puede ampliar la esfera jurídica de su destinatario (p. ej., mediante la atribución
de subsidios). Sin embargo, la generalidad de las potestades administrativas puede
concebirse así.
Aunque el derecho administrativo también concibe potestades contractuales, su-
jetas a una disciplina específica, es típico de las potestades públicas estar concebidas
para su ejercicio unilateral por parte de la administración, de modo que se actualizan
por medio de actos de voluntad unilateral. De hecho, es esto lo que justifica la inclu-
sión de la idea de potestad en la definición antes transcrita de acto administrativo,
destinada a cubrir fundamentalmente los actos unilaterales de la administración.
Con toda seguridad, el temor que procura conjurar la LOCBGAE al impedir el
ejercicio de potestades públicas por parte de organismos ajenos a la administra-
ción es el de las consecuencias a que podrían quedar expuestos terceros en virtud
de decisiones unilaterales de tales organismos. Mientras el derecho administrativo
ofrece medios de impugnación eficaces contra los abusos o excesos relativos a
esos actos, el derecho privado no suele tratar aquellas materias; la atribución de
potestades públicas a entidades de derecho privado puede, así, dejar en indefen-
sión a los destinatarios de sus actos.
Ahora bien, a pesar del claro tenor del artículo 6 de la LOCBGAE, permanecen
vigentes algunos textos legales que atribuyen potestades públicas a organismos
de esta índole. El problema más típico concierne a la Corporación Nacional Fo-
restal, constituida como corporación de derecho privado, sin integrar la admi-
nistración, aunque es evidente que participa al menos como auxiliar de ésta en
el cumplimiento de algunas funciones administrativas. Algunos cuerpos legales
siguen atribuyendo a Conaf potestades públicas (por ejemplo, para ordenar la
paralización de faenas forestales, conforme previene el DL 701 de 1974, sobre
Fomento Forestal, art. 29). El Tribunal Constitucional se ha pronunciado abier-
tamente contra este tipo de prácticas legislativas (1° de julio de 2008, Rol 1024,
Ley sobre recuperación del bosque nativo).

(d) Síntesis
190. La cuestión de las potestades ha sido erigida por la doctrina en una de las
principales preocupaciones del derecho administrativo chileno (como si frente a
Título I. El principio de legalidad 151

cualquier movimiento de la administración la primera pregunta relevante recayese


sobre las potestades con que cuenta al efecto). Indudablemente, esta perspectiva
contribuye a fortalecimiento de la disciplina legalista del derecho administrativo.
Sin embargo, el lugar dogmático de la idea de potestad (y la sujeción correla-
tiva) calza más precisamente con la noción de acto administrativo. La potestad es
el “título” que permite dictar actos administrativos, que concretizan el poder de
la administración. Ahora bien, como advirtiera Forsthoff, en un Estado de bien-
estar la administración moderna actúa cada vez menos mediante actos jurídicos,
sino de actividades materiales (que se traducen en prestaciones concretas). En este
contexto, la idea de potestad no explica suficientemente en toda su extensión el
principio de legalidad.

Sección 4. Intensidad del principio de legalidad


191. Según una máxima ampliamente difundida, en derecho público quae non
sunt permissa prohibita intelliguntur (esto es, lo no permitido se entiende prohibi-
do). Sin embargo, para que una operación se ajuste a la ley lo mínimo que se exige
es que no transgreda los límites legales, y esta manera de ver las cosas también
podría ser extensible al Estado.
La comprensión del principio de legalidad administrativa fluctúa entre estos
dos criterios. Su denominación común (según terminología atribuida a Günther
Winkler) las designa como principio de vinculación positiva o de vinculación ne-
gativa a la ley. En el modelo de la vinculación positiva la ley opera como condi-
ción habilitante para el ejercicio de cierta actividad; en cambio, en el modelo de
vinculación negativa la ley sólo actúa como límite a su ejercicio, cuya legitimidad
se subentiende. Algo parecido (aunque no idéntico) puede plantearse en términos
de conformidad o mera compatibilidad –e incluso, no incompatibilidad– entre
una acción y la ley (Eisenmann). Ninguna de estas perspectivas es neutra. La ma-
yor o menor intensidad de vinculación de la administración al derecho, incide en
la esfera de libertad o flexibilidad de gestión de la administración (en principio, en
favor del interés público), e inversamente en las libertades del ciudadano.
Históricamente, una de las cuestiones más delicadas relativas a esta definición
tenía que ver con la discrecionalidad. Por buen tiempo hubo la creencia de que
la discrecionalidad importaba un ámbito de libertad de la administración frente
al vacío de las reglas, de modo que en ausencia de limitación legal ésta podía re-
solver libremente sobre determinada materia; esta concepción era consistente con
un modelo de vinculación negativa. Sin embargo, la progresión de las técnicas de
control de la legalidad, que han reducido sustancialmente los ámbitos exentos de
152 José Miguel Valdivia

control, ha permitido ver que la discrecionalidad también es un poder jurídico,


creado y legitimado por el derecho, en línea con la tesis de la vinculación positiva.
En el ordenamiento chileno, en que la atribución de potestades públicas a las
autoridades estatales requiere siempre de ley formal, el principio general sólo
puede ser el de la vinculación positiva de la administración a la ley. Prima facie,
para actuar la administración requiere de la atribución de potestades previamente
configuradas por el ordenamiento. La administración sólo puede actuar en la me-
dida en que esté autorizada por el derecho.
Ahora bien, sólo desde una creencia ingenuamente normativista puede pensar-
se que el principio de legalidad exigiría que el más mínimo gesto de la administra-
ción esté predeterminado por la ley. Al contrario, los poderes jurídicos que se le
atribuyen normalmente le dejan un margen de maniobra que permite la adapta-
ción de las decisiones públicas a los cambios sociales, culturales, técnicos, etc. En
algunos terrenos, como ocurre característicamente con las potestades normativas
o de planificación (p. ej., urbanística), el contenido de las decisiones administrati-
vas apenas está prefigurado por la ley; ciertamente la operación reglamentaria o
planificadora debe estar prevista por la ley, pero a muchos respectos la adminis-
tración puede conformarse con no transgredir ciertas normas superiores. El prin-
cipio de la vinculación positiva no debe llevar a ignorar la necesaria flexibilidad
en la conducción de los asuntos públicos
Conviene tomar distancia de los axiomas que hasta ahora han caracterizado al
derecho público y al derecho privado, como dominados por dos lógicas comple-
tamente distintas. Por lo mismo, también debe desconfiarse de la tesis que asume
que el fundamento del principio de legalidad radica en la personalidad jurídica del
Estado, porque en razón de su carácter ficticio depende en todo del ordenamiento
que los crea (Soto Kloss). En cuanto algunas personas jurídicas actúan en derecho
público y otras en derecho privado, están más o menos sujetas a un principio de
vinculación positiva o negativa respecto del ordenamiento; pero en sí misma la
personalidad jurídica es una categoría neutra.

Sección 5. La ideología del principio de legalidad


192. La observancia del principio de legalidad fue promovida sin contrapesos
durante el siglo XIX, en buena medida porque estaba en sintonía con los valores
de la época. En Europa la burguesía (y en Chile, la oligarquía) hegemonizó el
sistema político, adhiriendo a un ideario en que la ley era pieza clave en la orde-
nación de la sociedad. Sin embargo, el respeto a la legalidad ha sobrevivido a la
crisis de ese modelo político, obligando a replantear su significado.
Título I. El principio de legalidad 153

(a) la legalidad al servicio de la libertad del ciudadano


193. El siglo XIX vio en la ley una obra de la razón. En el espíritu de la época,
eso supuso concebir la legalidad al servicio de los derechos del hombre y del ciuda-
dano. Por eso la ley debía entenderse general y abstracta, de modo de promover la
igualdad y la libertad de los ciudadanos en el plano civil. La libertad del ciudadano es
consecuencia inherente a la mecánica institucional del sistema: la participación de los
ciudadanos en la instancia legislativa asegura que las reglas de conducta se adoptarán
tomando en cuenta todos los intereses en juego, asegurando su libertad. Y, en retros-
pectiva, las principales reglas adoptadas en el siglo XIX pueden analizarse en clave
liberal: autonomía privada, libertad contractual, libre circulación de la riqueza, segu-
ridad jurídica del propietario. Correlativamente, el derecho de propiedad adquiere
una importancia y protección significativas: frente a la propiedad de los ciudadanos,
el Estado debe mantenerse al margen, limitando su gestión a resguardar esos derechos
mediante la conservación del orden público y la aplicación de la ley.
En derecho público, la majestad de la ley se proyectaría en la sumisión del po-
der público a la ley. Es el Pueblo representado en el Congreso quien determina las
orientaciones de la acción política, con el fin de satisfacer las necesidades públicas.
La sola sumisión de la administración a la ley parece imponer un modelo de Estado
mínimo: se asume que éste sólo existe en áreas de interés de la clase dirigente, y no
interfiere en su esfera de negocios. La administración asume principalmente funcio-
nes de policía o conservación del orden público, que también está al servicio de la
libertad. El servicio público, aunque no inexistente, no adquiere aún la dimensión ni
caracteres que tendrá durante la expansión del Estado de bienestar. En cuanto habi-
lita a la autoridad administrativa a actuar, el derecho público se entiende necesaria-
mente fragmentario, excepcional y, por eso, de interpretación restrictiva (razón por
la cual se rechazará el recurso a la analogía para colmar lagunas, conceptualmente
inexistentes en esta área). El paso de esta concepción a una visión pasiva de la ad-
ministración se produce en forma insensible. El “fetichismo de la regla” (expresión
de Danièle Lochak) describe la aproximación práctica de los funcionarios a la ley:
sin ley específicamente aplicable al caso, la administración no actúa… actitud que
vaticina la impotencia del poder, por una parte, y la “inflación legislativa”, por otra.
Es inequívoco que la legalidad se impone de modo distinto al Estado y a los
particulares. Las concepciones usuales del derecho público y del derecho privado
en función de las nociones de sumisión y autonomía provienen de esta época.

(b) la legalidad como técnica de cambio social


194. La lectura liberal del principio de legalidad no puede proyectarse por mucho
tiempo más fuera del siglo XIX. La presión política de grupos sociales desplazados se
154 José Miguel Valdivia

hará sentir, impulsando un cambio de concepciones. La ampliación de la base electo-


ral (que es el objeto de la universalización del derecho a sufragio) tendrá por efecto
una mutación de los propósitos del Estado. La misión del Estado ya no puede enten-
derse circunscrita a garantizar la libertad de los particulares (o mejor, de los pocos
particulares que pueden pagársela), sino que propenderá a un resultado mucho más
ambicioso, como la felicidad de la población, y en especial de los grupos menos favo-
recidos. Son estos grupos, que acceden ahora efectivamente al status de ciudadano,
quienes impulsarán las nuevas líneas de acción del Estado. En muy buena medida
también, las nuevas orientaciones del Estado serán fruto de los movimientos ideológi-
cos que germinan al compás de estas modificaciones institucionales.
El Estado de bienestar (o Estado-providencia, o Estado de la procura existen-
cial, o Estado social, sin perjuicio de los matices conceptuales del caso) muestra
una virtualidad de la ley que no se había percibido hasta entonces. Mientras la
lectura liberal asignaba a la ley un papel neutro en la garantía de la libertad, aho-
ra la ley deviene una herramienta de política (que es, por definición, no neutra).
Hoy en día es trivial concebir la ley en esos términos: la política se juega en muy
buena medida en el Congreso. La ley sigue siendo manifestación de la voluntad
soberana, pero ahora que el soberano son los pobres, oprimidos y desplazados,
la ley persigue la satisfacción de las necesidades sociales. Para tal efecto, la ley
constituirá una densa red de servicios públicos encargados de satisfacer esas ne-
cesidades, echará mano del impuesto para financiarlos, o recurrirá a técnicas de
coordinación o colaboración entre privados para alcanzar el interés general. La
ley pasa a ser un mecanismo de intervención económica. Entonces, la legalidad
no puede seguir significando lo mismo. No es garantía de un Estado mínimo sino
condición de que el Estado alcance los fines que la ciudadanía quiere que persiga.
Un autor clásico como Georges Ripert responsabilizaba al “régimen democrático”
de la pérdida de ese sentido neutral de la ley (en El régimen democrático y el derecho
civil moderno, de 1936). Independientemente de esa mirada despectiva hacia la de-
mocracia, la afirmación tiene sentido en cuanto pone de manifiesto que la ley no es en
sí misma neutra, sino una herramienta funcional a los fines que la nación se propon-
ga. En realidad, la neutralidad de la ley no carecía de color político (era instrumental a
los fines económicos de la burguesía o de la oligarquía). Y, por lo demás, aun antes del
Estado de bienestar se desarrollaron políticas intervencionistas por la administración:
la política monetaria chilena durante el siglo XIX es testimonio fiel de la intensidad de
la intervención estatal en los negocios. Por otra parte, la compleja trama de las obras
públicas en una morfología tan caprichosa como la del territorio chileno, es también
muestra de un desarrollo importante de actividades de servicio público por parte de
la administración. En suma, esa concepción aséptica con que se ha querido ver a la
legalidad desde la perspectiva liberal es probablemente infiel a los orígenes mismos
del régimen republicano, que reposa en la madurez política del Pueblo.
Título I. El principio de legalidad 155

PárrAFo 2. El PrinCiPio dE lEgAlidAd


Como rESPEto Al SiStEmA jurídiCo
195. La posición que la ley ocupó entre las fuentes positivas del derecho du-
rante el siglo XIX va a ser relativizada a lo largo del siglo XX, que va a situarla
en el contexto de un sistema más amplio y complejo, integrado por distintos
componentes. Se adquirirá así conciencia de que el soberano se muestra más en la
constitución que en la ley, que ésta queda sujeta a límites y que convive con otras
reglas. El protagonismo de la constitución como pieza maestra de un régimen
estructurado y jerarquizado de normas es uno de los rasgos más distintivos de la
concepción contemporánea del ordenamiento jurídico. Esta materia forma parte
de las enseñanzas más elementales del sistema jurídico y, por su naturaleza misma,
excede con creces del ámbito del derecho administrativo.
Aquí basta con tener en cuenta que esta toma de conciencia del nuevo lugar de
la ley conducirá a una reformulación del principio de legalidad, sin alterar su filo-
sofía general. La doctrina verá que la cultura de la legalidad forjada a lo largo del
siglo XIX es susceptible de operar en condiciones análogas en este universo más
complejo de normas. Es eso lo que explica el surgimiento de la expresión “bloque
legal” o “bloque de legalidad” (cuyo origen puede atribuirse a M. Hauriou), que
denota la naturaleza heterogénea del compuesto que da forma a la legalidad.
Incluso se ha propuesto una variante lexical para el mismo principio de legali-
dad, que da cuenta de la dilución de la importancia de la ley en el conjunto de las
fuentes: principio de “juridicidad”. Esta expresión, atribuida a A. Merkl, ha hecho
fortuna en el derecho chileno a partir de los años 1980. Sin embargo, este cambio
es principalmente terminológico: el principio de juridicidad de hoy es el mismo
principio de legalidad de ayer. Tal vez por razones didácticas sea conveniente el
uso de esa expresión, de modo que el control de legalidad no se entienda restrin-
gido únicamente a la observancia de la ley en sentido formal.
Algunos ordenamientos constitucionales recogerán explícitamente esta nueva
concepción, reconociendo que “los poderes ejecutivo y judicial [están sometidos]
a la ley y al Derecho” (Ley Fundamental de la República Federal Alemana, art.
20.3), o que la administración pública ha de actuar “con sometimiento pleno a la
ley y al derecho” (Constitución Española, art. 103.1).
Esta configuración del sistema jurídico trasciende las fronteras del derecho pú-
blico y del derecho privado. En otros términos, la estructura ordenada y jerarqui-
zada de las fuentes del derecho está presente en esos dos grandes ámbitos. Así, el
bloque de legalidad no es un concepto exclusivamente aplicable al derecho admi-
nistrativo. Abundan ejemplos de actividades privadas cuyo ejercicio está supeditado
a la observancia de normas constitucionales, legales, reglamentarias y aun de jerar-
156 José Miguel Valdivia

quía subalterna. Es el caso de la construcción inmobiliaria, sujeta a normas legales


(Ley General de Urbanismo y Construcciones), reglamentarias de alcance nacional
(Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones) y reglamentarias de alcance
local (plan regulador comunal respectivo). Es, también, el caso de las industrias
reguladas, sujetas a un cúmulo crecientemente importante de regulaciones adop-
tadas por autoridades administrativas, que se suman a exigencias constitucionales,
legales y reglamentarias. En suma, la existencia de una legalidad diversificada, que
puede calificarse con el neologismo de juridicidad, no es un rasgo propio del dere-
cho público, sino del derecho a secas. Sin duda se extiende al principio de legalidad
administrativa, como ocurre con cualquier otra disciplina jurídica.

Capítulo 2
reconocimiento positivo del principio
196. Entendido de modo trivial, como subordinación de la administración al
derecho en su integridad, el principio sólo aparece recogido en toda su extensión
en una norma de jerarquía legal. En efecto, la LOCBGAE dispone:
“Los órganos de la Administración del Estado someterán su acción a la Constitución y a
las leyes. Deberán actuar dentro de su competencia y no tendrán más atribuciones que las
que expresamente les haya conferido el ordenamiento jurídico. Todo abuso o exceso en el
ejercicio de sus potestades dará lugar a las acciones y recursos correspondientes” (art. 2).
Ahora bien, la praxis nacional entiende recurrentemente que el principio se con-
tiene en dos preceptos de la Constitución, que se citan como si constituyeran una
unidad: los artículos 6 y 7. Tal vez los contornos del principio se aprehendan mejor
con una presentación racional de los aspectos singulares que lo integran. En ámbitos
cruciales la administración sigue estando sujeta a la observancia de leyes consideradas
en sentido formal (párrafo 1), sin perjuicio de que en sus actuaciones corrientes deba
proceder conforme a criterios de regularidad jurídica (párrafo 2), en cuyo contexto la
legalidad se identifica con el sistema jurídico en su conjunto (párrafo 3).

PárrAFo 1. lA rESErvA dE lEY En mAtEriAS


AdminiStrAtivAS
197. La Constitución exige la intervención de la ley formal para múltiples
materias, por lo común vinculadas con la regulación de los derechos fundamen-
tales y con la configuración del aparato del Estado. En lo que aquí interesa, las
reservas de ley más significativas para el derecho administrativo general son la
que concierne a la organización administrativa (a) y el funcionamiento de la ad-
ministración (b).
Título I. El principio de legalidad 157

(a) organización administrativa


198. A propósito de las leyes de iniciativa exclusiva del Presidente de la Repú-
blica, la Constitución (art. 65, inc. 4, N° 2) prevé:
“Corresponderá, asimismo, al Presidente de la República la iniciativa exclusiva para:
Crear nuevos servicios públicos o empleos rentados, sean fiscales, semifiscales, autóno-
mos o de las empresas del Estado; suprimirlos y determinar sus funciones o atribuciones”.
De la regla se sigue que la creación de instituciones administrativas sólo puede
efectuarse por ley formal (que, además, debe tener origen en una iniciativa presi-
dencial); sólo el legislador, o a fortiori el mismo constituyente, puede dar forma
a la administración. La administración requiere necesariamente de la ley para
adquirir forma orgánica; es una subordinación plena a la ley formal. La materia
se estudia con mayor detalle en el título sobre organización administrativa (cf.
§§ 57 y ss.).

(b) Atribución de potestades


199. El artículo 7, inc. 2, reza:
“Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni
aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes”.
Según se ha visto, la doctrina chilena ve en esta regla, con razón, el recono-
cimiento del principio de legalidad en la atribución de potestades públicas, de
modo que los órganos del Estado no tienen más autoridad que la que les entrega
el ordenamiento al que están subordinados. Aquí interesa remarcar la reserva
de ley (i.e., la necesidad de una ley formal) en la configuración de las potestades
públicas.
La Constitución refuerza esta exigencia mediante el uso del adverbio “expresa-
mente”. No sólo se requiere una atribución por norma de jerarquía legal, sino que
se la conciba en términos formales y explícitos. Con esta formulación la Consti-
tución parece rechazar el recurso a las potestades implícitas en el derecho público
chileno, lo cual importa un criterio muy estricto.
Por cierto, una pregunta de singular relevancia concierne aquello que se
debe entender por “potestad” (o “autoridad o derechos”) en el contexto es-
trictamente formal del precepto en análisis. A propósito de la teoría del acto
administrativo, la doctrina ha desarrollado una acabada taxonomía de los ele-
mentos que integran el ejercicio de las potestades públicas, y que debe tenerse
en cuenta para estos propósitos. Al parecer, en toda potestad hay dos elemen-
tos estrictamente indispensables: el objeto del acto, que se refiere al tipo de de-
158 José Miguel Valdivia

cisiones que se puede adoptar (otorgamiento de beneficios, imposición de san-


ciones, elaboración de reglas, etc.) y la competencia, es decir, la identificación
del órgano encargado de ejercer la potestad. Es más dudoso que la regulación
mediante ley formal deba ser exhaustiva con respecto a los demás aspectos.
En cuanto a las formas o el procedimiento, la Constitución se conforma con
que la ley establezca las bases sobre la materia y no una regulación acabada
(art. 63, N° 18); por lo demás, esas bases ya están definidas por la LBPA, que
opera con alcance supletorio respecto de la generalidad de los procedimientos
administrativos. Con relación a los motivos, es bastante usual que los textos
legales configuren potestades sobre la base de conceptos jurídicos indetermi-
nados, cuya particularidad es reconocer a la administración un cierto margen
de apreciación. Por último, la finalidad de la potestad pública, que también es
un requisito que la integra, suele no ser definido por la ley sino desprenderse
de ella mediante un ejercicio interpretativo.

PárrAFo 2. rEgulAridAd jurídiCA


dE lA ACtuACión AdminiStrAtivA
200. El principio de legalidad se refiere fundamentalmente a las operaciones
jurídicas de la administración, que pueden estimarse como actos administrativos.
Sin embargo, la legalidad también se extiende en alguna dimensión a los actos
meramente materiales de la administración.

(a) regularidad de los actos administrativos


201. En su texto íntegro, el artículo 7 de la Constitución dispone:
“Los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus inte-
grantes, dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley.
Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni
aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes.
Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades
y sanciones que la ley señale”.
Una lectura literal de los preceptos transcritos pone en evidencia el marcado
carácter técnico jurídico de los conceptos ahí empleados. Los textos sugieren que
la administración (y los demás poderes públicos) deben respetar un cumulo varia-
ble de exigencias para que sus actuaciones se consideren válidas, so pena de incu-
rrir en nulidad. Salta a la vista la conexión entre la validez, referida en el primer
inciso, y la nulidad, mencionada en el último.
Título I. El principio de legalidad 159

Prácticamente toda la doctrina chilena de la “nulidad de derecho público” se


ha construido sobre la base de este precepto, a pesar de que la brevedad de su
texto arroja más sombras que luces sobre la materia.
En cuanto a los requisitos de regularidad jurídica de las actuaciones, la Consti-
tución enumera, esta vez sin ningún rigor técnico: investidura regular, competen-
cia y formas. El requisito de investidura, al que se ha aludido en materia organiza-
cional, es un aspecto de la competencia, que aparece así mencionada por partida
doble. Desde antiguo la doctrina ha relativizado la incidencia de la investidura en
la eficacia de las decisiones públicas, frente al peso de la confianza en la aparien-
cia. Por su parte, “la forma que prescriba la ley” envuelve requisitos tanto instru-
mentales como procedimentales. En cualquier caso, a la vista del principio de “no
formalización” de los procedimientos administrativos (LBPA, art. 13) la densidad
de este requisito como necesariamente invalidante es más que dudosa. Esta rápida
lectura del inciso 1 aconseja, más bien, desconfiar de la literalidad del precepto.
Sobre todo, el inciso 1 se refiere únicamente a requisitos de índole formal de
los actos administrativos, aquellos que la doctrina francesa considera de “regula-
ridad externa”, y cuya singularidad está dada por su débil incidencia anulatoria.
Una decisión ilegal por incompetencia o por vicio de forma puede ser adoptada
de nuevo, en los mismos términos, pero esta vez con plena eficacia jurídica, por la
autoridad que correspondía o mediando las formalidades inicialmente omitidas.
Para que la regularidad se entienda también referida al contenido mismo de la
decisión o a su justificación legal, es decir, a su “regularidad interna” habría que
remitirse más bien al inciso 2; en buenas cuentas, hay que entender que al hablar
de “autoridad o derechos” de los órganos públicos la Constitución se está refirien-
do a todos los elementos nucleares de la potestad pública.
En este sentido, es elocuente que la fórmula jurisprudencial empleada para
referirse a las causas que justifican la nulidad de derecho público de un acto admi-
nistrativo rebase el marco de lo previsto en el inciso 1, y comprenda “la ausencia
de investidura regular del órgano respectivo, la incompetencia de éste, la inexis-
tencia de motivo legal o motivo invocado, la existencia de vicios de forma y pro-
cedimiento en la generación del acto, la violación de la ley de fondo atingente a la
materia y la desviación de poder” (últimamente, Corte Suprema, 27 de diciembre
de 2017, Astaburuaga Suárez c/ Fisco, Rol 82.459-2016).
Conviene tener aquí presente que la Constitución lleva al extremo la exigencia
de regularidad jurídica, relativamente al ejercicio legal de las potestades admi-
nistrativas. Tal como indica el inciso 2, tal exigencia rige en todo caso, incluso
frente a “circunstancias extraordinarias” o excepcionales. La consagración del
principio de legalidad impone así al legislador la necesidad de prever reglas tanto
para situaciones normales como para hipótesis excepcionales, pues de otro modo
160 José Miguel Valdivia

la administración podría incurrir en actuaciones jurídicamente ineficaces. Ni las


circunstancias excepcionales ni la urgencia hacen ceder el vigor de este principio.
Posiblemente es esta razón la que explica el entusiasmo con que algunos conci-
ben esta regla, como la “regla de oro” del derecho público chileno (Soto Kloss) o
“el más cardinal de los principios” de este ámbito del derecho (TC, 26 de marzo
de 2007, Inconstitucionalidad del artículo 116 del Código Tributario, Rol 681-
2007). Con todo, se trata ésta de una concepción muy rigurosa de la legalidad;
sobre este punto el derecho comparado también ofrece modelos alternativos, me-
nos rígidos.
Esta revisión sugiere que, en orden a recoger la evolución actual del derecho
administrativo chileno, el artículo 7 debiera ser objeto de una reforma vigoro-
sa. Con pocas variantes, el texto ha integrado las constituciones chilenas desde
1833; es posible que su importancia sea más histórica (y, por eso, simbólica) que
genuinamente jurídica. Tal vez una manera inteligente de salvar su contenido sea
entenderlo como el establecimiento de una garantía institucional: un mandato di-
rigido al legislador para que articule un régimen de sanciones de ineficacia de las
decisiones irregulares. Pero es muy poco más lo que se puede decir por la Consti-
tución en esta materia, sin congelar (con consecuencias potencialmente graves) la
evolución del derecho positivo.

(b) regularidad de las operaciones materiales


202. Las operaciones puramente materiales escapan, evidentemente, al ámbito
de aplicación del artículo 7 (porque no son susceptibles de la calificación de váli-
das o nulas). Por supuesto, de aquí no se sigue que estas operaciones estén exentas
de la legalidad. La exigencia de regularidad de estas operaciones podía extraerse
extensivamente de otros preceptos, en particular de aquel que opera como norma
general de sometimiento de los órganos públicos al ordenamiento. En lo pertinen-
te, el artículo 6 de la Constitución dispone, en su inciso 1:
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas
dictadas conforme a ella […]”.

Ahora bien, por lo mismo que los actos materiales no son ejercicio de poderes
jurídicos, su materialización no parece quedar subordinada al derecho del mismo
modo que los actos jurídicos. Sin duda, existen límites a respetar, provenientes
de la consideración de los derechos fundamentales o de exigencias legales diver-
sas; pero como ha advertido Santamaría Pastor a propósito de las actividades
prestacionales de la administración, es razonable pensar que en este campo el
principio de legalidad opere conforme a un modelo de vinculación negativa (esto
Título I. El principio de legalidad 161

es, prescribiendo límites más que condiciones al ejercicio de la actuación de la


administración).
203. Es especialmente relevante en relación con estas materias el principio de
legalidad presupuestaria, que se extiende tanto a la actividad jurídica como la ac-
tividad material de la administración. El artículo 100 de la Constitución dispone:
“Las Tesorerías del Estado no podrán efectuar ningún pago sino en virtud de un de-
creto o resolución expedido por autoridad competente, en que se exprese la ley o la
parte del presupuesto que autorice aquel gasto. Los pagos se efectuarán considerando,
además, el orden cronológico establecido en ella y previa refrendación presupuestaria
del documento que ordene el pago”.
Más allá de las condiciones formales para su eficacia, el precepto da cuenta
de la necesidad de previsiones legales en relación con el gasto público. Aunque
alguna flexibilidad se reconoce al gobierno en esta materia en casos extremos
(Constitución, art. 32, N°  20), para las simples autoridades administrativas las
exigencias son rigurosas. El control de la legalidad del gasto público por parte de
la Contraloría muestra la eficacia del principio en el establecimiento de respon-
sabilidades administrativas, civiles y penales de los agentes que den mal uso a los
recursos públicos.

PárrAFo 3. lA intEgridAd dEl SiStEmA jurídiCo


204. El artículo 6 de la Constitución ordena:
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas
dictadas conforme a ella, y garantizar el orden institucional de la República.
Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos
órganos como a toda persona, institución o grupo.
La infracción de esta norma generará las responsabilidades y sanciones que determi-
ne la ley”.
El precepto envuelve al menos tres ideas. Por una parte, reconoce el carácter
jurídicamente obligatorio del sistema normativo en su conjunto, al que están su-
peditados ante todo los órganos públicos. Por otra, prevé que la ordenación de
este sistema normativo es presidida por la Constitución. Por último, contempla
consecuencias jurídicas, en forma de responsabilidades y sanciones, en caso de
infringirse alguna de las reglas integrantes del sistema.
Literalmente, el artículo 6 da a entender que la Constitución tiene carácter de norma
jurídicamente obligatoria, y por eso debe ser respetada. El carácter obligatorio o vin-
culante es un presupuesto inherente a toda norma jurídica, aunque ella no lo exprese;
dicho de otro modo, expresarlo resulta superfluo o trivial. Por eso, el principal valor de
la norma es simbólico o pedagógico (lo que muestra que la importancia de la regla es
162 José Miguel Valdivia

más política que jurídica). Por cierto, este aspecto de la regla tiene significación histó-
rica, pues las prácticas antiguas no prestaban demasiada atención a la Constitución (a
menudo vista como un acuerdo de caballeros destinado a regir la gestión política en sus
grandes líneas). Se quiso así reafirmar su importancia jurídica y, por lo mismo, práctica.
Hoy día la regla es testimonio de aquella época en que la praxis jurídica y política em-
pezó a tomarse en serio la Constitución; pero su valor propiamente jurídico es limitado,
y si la regla se suprimiera no cambiaría mucho en el derecho positivo chileno.
También es probable que con esta regla se pretendiera abandonar la prácti-
ca de introducir “disposiciones programáticas” en la Constitución, normas que
de facto no eran inmediatamente aplicables porque requerían de desarrollo por
medio de textos normativos subordinados. Al disponer su obligatoriedad, se su-
gería a los jueces que podían aplicar directamente la Constitución en los asuntos
litigiosos de que conocieran. De hecho, una buena parte del control judicial de la
administración, tal como fue modelado por la doctrina a partir de los años 1980,
operó sobre la base de esa aplicabilidad inmediata de la Constitución: nulidad
de derecho público construida a partir del artículo 7, responsabilidad del Estado
que se pretendía incluida en el artículo 38, recurso de protección de derechos
fundamentales, etc. Sin embargo, las reglas programáticas no han desaparecido y,
mientras la política siga teniendo relevancia, seguirán existiendo, porque es muy
frecuente que los acuerdos políticos se forjen en torno a principios cuya operati-
vidad se prefiere postergar. Más aún, a despecho de su obligatoriedad inmediata,
muchas normas constitucionales necesitan concreción legislativa para ser operati-
vas (entre otras, las relativas a la descentralización, a la división político-adminis-
trativa del país, al régimen electoral y a muchos derechos fundamentales).
Además, la regla reconoce de modo general la obligatoriedad de toda otra
norma jurídica que se conforme a la Constitución; la regla concierne así a la nor-
matividad del sistema jurídico en su conjunto. Con todo, desde esta perspectiva,
la norma en análisis diluye la especificidad del principio, pues, así como ocurre
con la misma Constitución, la normatividad del sistema jurídico rige no sólo para
el Estado, sino para “toda persona, institución o grupo”. Si se asume que el prin-
cipio de legalidad es una marca característica del derecho público, este precepto
parece referirse a otra cosa. El objeto de regulación de la regla está más en la su-
premacía constitucional que en el principio de legalidad en sentido estricto.

Capítulo 3
la legalidad y sus fuentes
205. Como se ha visto, si en su origen el principio de legalidad implicaba vincu-
lación de la administración a la ley entendida en sentido formal, en su dimensión
Título I. El principio de legalidad 163

actual supone que actúa sometida, en condiciones similares, a las demás normas
que integran el ordenamiento jurídico. Esta concepción es en buena medida fruto
de la estructura jerarquizada del ordenamiento jurídico, en que la ley misma está
enmarcada por reglas superiores y es desarrollada por normas de jerarquía inferior.
Las preguntas que plantea una actuación al margen de las competencias con-
feridas por ley a un organismo administrativo no son sustancialmente distintas de
las que suscita la violación de reglas o principios recogidos por normas de jerar-
quía distinta a la ley. Asimismo, el control de legalidad que practican los jueces
sobre la administración se funda tanto en la ley en sentido formal como en otras
normas de referencia. Esto explica, tal como afirmaba Hauriou, que “en materia
de validez o de invalidez de los actos administrativos particulares, la violación de
una regla de origen reglamentario haya sido considerada como un vicio de igual
naturaleza que la violación de una regla de origen legal”.
Por las razones anteriores, se entiende que la enseñanza del derecho admi-
nistrativo también se detenga en estos aspectos generales del sistema jurídico,
por lo común concentrados en el capítulo de las “fuentes” de la disciplina. Esa
presentación no puede aspirar a agotar esta materia, que se explica mejor preci-
samente desde la teoría del derecho que desde las disciplinas aplicativas (como el
derecho administrativo). En consecuencia, el análisis que sigue debe entenderse
condicionado por esas reservas, y únicamente con la perspectiva de subrayar los
problemas más comunes que se presentan en esta área.
Las explicaciones usuales acerca de las fuentes integrantes del bloque de legali-
dad realzan el carácter jerarquizado de sus componentes (Constitución, tratados,
ley, reglamento, etc.). Sin embargo, esta manera de ver olvida que hay cierto tipo
de fuentes que es difícil de clasificar desde una perspectiva jerárquica (párrafo 3).
E incluso al interior de las fuentes de origen autoritativo, las reglas no son homo-
géneas; desde la perspectiva de los fundamentos y, en parte también, del régimen
jurídico, es relevante distinguir entre la legalidad de origen “externo” (párrafo 1)
y la legalidad de origen “interno” a la administración (párrafo 2).

PárrAFo 1. FuEntES dE lA lEgAlidAd


dE origEn EXtErno
206. El núcleo originario del principio de legalidad consiste en la sumisión de
la administración a la ley, norma externa y superior a la administración. La con-
cepción del sistema normativo como conjunto ordenado y jerarquizado de reglas
conduce a pensar que junto a la ley (sección 3) otras fuentes de origen externo,
164 José Miguel Valdivia

como la Constitución (sección 1) y los tratados internacionales (sección 2), se


imponen a la administración de un modo análogo.

Sección 1. La Constitución
207. La administración está sometida ante todo a la Constitución, cúspide del
sistema jerarquizado de normas en derecho interno. Uno de los rasgos distintivos
del derecho contemporáneo reside en la revalorización de “la Constitución como
norma jurídica” (título de un importante artículo de García de Enterría), y su apli-
cación concreta por los jueces en casos litigiosos. Sin duda, la consideración de los
derechos fundamentales (reconocidos en preceptos de jerarquía constitucional)
no es ajena a este fenómeno.
El fenómeno de constitucionalización del derecho alcanza a todas las discipli-
nas jurídicas. Por el objeto sobre el que recae, ese fenómeno es particularmente
intenso respecto del derecho administrativo. En otra parte se han mencionado las
numerosas disposiciones constitucionales explícitamente referidas a la adminis-
tración, y que configuran su marco normativo más general (v. § 35).
Aunque la importancia de la Constitución en el derecho moderno no puede
soslayarse, la densidad de sus reglas puede plantear dificultades de aplicación.
En efecto, aunque las reglas constitucionales pueden definir de modo concreto y
preciso modalidades de actuación de la administración, es usual que contengan
únicamente principios generales, que deban ser desarrollados por reglas jerárqui-
camente inferiores (típicamente, la ley). Algunas reglas constitucionales encierran
principios tan genéricos que no admiten una única solución posible (p. ej., aquella
que encomienda al legislador proteger la vida del que está por nacer). Además, la
índole política de la Constitución favorece la adopción de compromisos abstrac-
tos que necesitan ser concretizados por otro tipo de reglas. Así se muestra en el
ejemplo reciente de los cambios al sistema electoral: la Ley 20.337 fijó una regla
constitucional de incorporación automática de los ciudadanos al registro electo-
ral, pero sus modalidades de aplicación necesariamente dependían de modifica-
ciones a la ley orgánica respectiva, que debieron efectuarse por ley (Ley 20.556,
de 2011 y Ley 20.568, de 2012). También puede referirse el ejemplo más antiguo,
pero de continua actualidad, del imperativo constitucional de descentralización
del poder, cuya operatividad siempre pasa por la adopción de normas legales.
En suma, la pretensión de superar el déficit de normatividad de la Constitución
mediante un principio de aplicabilidad inmediata (que estaría contenido en el ar-
tículo 6) no puede ocultar este fenómeno, ni tampoco excluir de plano la eventual
adopción de normas meramente “programáticas”.
Título I. El principio de legalidad 165

La relación entre la Constitución y las reglas legales que inciden en su radio de


acción suscita en el derecho administrativo problemas típicos, que se relacionan
con la prevalencia de la Constitución sobre la ley y los mecanismos formales que
permiten materializarla.

(a) Prevalencia de la Constitución sobre la ley


208. En principio, la administración está obligada por las reglas constitucio-
nales. Sin embargo, también lo está respecto de la ley, que puede consagrar reglas
más específicamente aplicables al caso concreto de que se trate. Cuando la admi-
nistración ejecuta mandatos legales explícitos puede resultar difícil observar la
Constitución.
Las reflexiones tradicionales en este campo han estado dominadas por la cons-
trucción francesa de la “teoría de la ley pantalla” (théorie de la loi-écran). Con-
forme a esta teoría, la Constitución integra el bloque de legalidad y, por tanto, la
administración, debe respetarla. Con todo, si el acto administrativo se ha adopta-
do directamente en aplicación de una ley, ésta se interpone entre la Constitución y
el acto (produciendo, en sentido figurado, un efecto de “pantalla”, que impide que
irradie la luz de la Constitución). Entonces, para el control de legalidad basta con
que el acto se ajuste a la ley y, luego, el juez no puede chequear su conformidad
con la Constitución.
La teoría da cuenta de las dificultades derivadas de la posición jerárquica y
de la textura de la Constitución como norma, que requiere de su concretización
mediante leyes. Sin embargo, en sí misma, parece responder a las limitaciones
procesales del sistema de control de constitucionalidad de las leyes. En el derecho
francés, ese control fue prácticamente inexistente a todo lo largo de los siglos XIX
y XX. Las competencias iniciales del Consejo Constitucional sólo le permitían
llevar a cabo un control preventivo de constitucionalidad, con el resultado de
que una vez votada y promulgada la ley, y en ausencia de un control represivo o
a posteriori, los jueces estaban obligados a darle aplicación, sin poder censurarla.
Ahora bien, los datos procesales franceses han cambiado con la irrupción de la
excepción de inconstitucionalidad de las leyes (question prioritaire de constitu-
tionnalité, en vigencia recién desde 2008), que guarda analogías con el recurso de
inaplicabilidad por inconstitucionalidad del derecho chileno. Con todo, el control
de constitucionalidad así instaurado es concentrado, con lo cual la teoría de la
ley pantalla subsiste en un campo relativamente importante. A fin de cuentas, la
teoría arbitra dos principios contradictorios: por un lado, la coherencia del sis-
tema jurídico, fundado en la jerarquía de reglas y, por otro, el formalismo en la
verificación de esa coherencia, en función de la seguridad jurídica.
166 José Miguel Valdivia

Si la teoría reposa en las peculiaridades procesales del control concentrado de


constitucionalidad, entonces es posible extrapolar algunas de sus consecuencias
al derecho chileno. Por cierto, resulta inaceptable concluir que la Constitución no
rige como norma jurídica. Pero si en un caso concreto el Tribunal Constitucional
ha descartado la inconstitucionalidad de una ley o simplemente no ha llegado
a pronunciarse sobre ella, no puede tenerse esa regla por inconstitucional. Los
tribunales, que conforme a la tradición procesal están obligados a aplicar la ley,
no pueden prescindir de una regla cuya inconstitucionalidad no se ha reconocido
mediante los canales formales que el derecho instituye al efecto.
Algunos autores contrarios a la teoría de la ley pantalla refieren como precedente,
en apoyo de su planteamiento, el caso del Reglamento de acceso a las playas, resuelto
por el Tribunal Constitucional en 1996 (sentencia de 2 de diciembre de 1996, Rol
245). Como se sabe, las playas de mar son bienes nacionales de uso público (Código
Civil, art. 589). Para hacer posible ese uso público, el DL 1939, de 1977, que establece
normas sobre adquisición, administración y disposición de bienes del Estado, prevé que
“los propietarios de terrenos colindantes con las playas de mar, ríos o lagos, deberán
facilitar gratuitamente el acceso a éstos, para fines turísticos y de pesca, cuando no exis-
tan otras vías o caminos públicos al efecto”; en caso de no haber acuerdo directo entre
los interesados, la vía de acceso será fijada por la autoridad administrativa (artículo 13,
énfasis añadido). En 1996 el gobierno decidió especificar las modalidades de aplicación
de este mecanismo legal por medio de un reglamento, sobre cuya constitucionalidad el
Tribunal Constitucional debió pronunciarse. El argumento central del fallo, que en de-
finitiva declaró inconstitucional el reglamento, consistía en que las vías de acceso a las
playas importaban una limitación significativa al dominio de los propietarios riberanos
sobre sus predios y, por eso, se sostuvo entonces, su apertura no podía ser gratuita. Sin
embargo, la gratuidad estaba ordenada directamente por la ley (y sigue estándolo). Pa-
ra resolver como lo hizo, el Tribunal analizó en forma directa la constitucionalidad del
reglamento, haciendo abstracción de la ley en cuya virtud había sido dictado (y cuyas
reglas iban precisamente en el sentido del reglamento). Sin declarar inconstitucional la
ley, que no fue siquiera analizada, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el
reglamento. Ahora bien, aunque esta solución parece ir contra la teoría de la ley panta-
lla (en cuanto el fallo prescinde de una ley vigente), se justifica única y exclusivamente
por las peculiaridades del tribunal competente en el caso, cuya misión es justamente
velar por la aplicación de la Constitución por encima de otras reglas. No parecería
legítimo que este proceder se repita por parte de tribunales ordinarios.

(b) mecanismos de control de la constitucionalidad de la ley


209. Teóricamente, los sistemas de control concentrado de constitucionalidad
de las leyes se distinguen de los sistemas de control difuso, en consideración al
Título I. El principio de legalidad 167

o los órganos encargados de ejercerlo: en estos últimos la totalidad de los jueces


puede verificar la adecuación de una ley a la Constitución, mientras que en los
primeros estas atribuciones están radicadas en organismos específicos.
El derecho positivo chileno contempla un régimen concentrado de control de
constitucionalidad de las leyes, con arreglo al cual el Tribunal Constitucional es la
única autoridad habilitada para declarar formalmente que una ley es contraria a
la Constitución y, por consiguiente, impedir su aplicación en un asunto sujeto al
conocimiento de la jurisdicción. Inicialmente, la Constitución de 1980 entregó al
Tribunal Constitucional únicamente un control preventivo o a priori de la cons-
titucionalidad de las leyes. El modelo actualmente vigente data de 2005, cuando
se radicaron en él, además, las funciones que desde 1925 y hasta entonces se
habían confiado a la Corte Suprema para conocer de los recursos de inaplicabi-
lidad por inconstitucionalidad de las leyes (control represivo o a posteriori). Las
modalidades del control represivo de constitucionalidad se detallan en la mis-
ma Constitución (artículo 93) y en la Ley Orgánica Constitucional del Tribunal
Constitucional.
En este modelo de control concentrado los tribunales ordinarios de justicia
no pueden prescindir de la aplicación de una ley, ni aun bajo pretexto de ser ésta
inconstitucional, a menos de contar con el pronunciamiento previo del Tribunal
Constitucional en tal sentido. Conforme a un modelo tradicional, los códigos de
procedimiento ordenan a los tribunales aplicar la ley, y el sistema concentrado
de control supone precisamente impedir a los tribunales censurar la ley. Desde
luego, la Corte Suprema no puede declarar una ley inaplicable o prescindir de
su aplicación, porque la reforma constitucional de 2005 tuvo precisamente por
objeto despojarla de tal atribución. A fortiori, tampoco pueden hacerlo los demás
tribunales, jerárquicamente inferiores a la Corte Suprema. Con todo, la misma
Constitución ofrece a los jueces la posibilidad de plantear directamente al Tribu-
nal una cuestión de constitucionalidad relativa a leyes cuya aplicación se discute
ante ellos (artículo 93, inciso 11). En consecuencia, para que un tribunal deje de
aplicar una disposición legal por ser contraria a la Constitución, el camino pasa
necesariamente por un pronunciamiento favorable del Tribunal Constitucional,
ya sea requerido por las partes o por el juez de la causa.
210. Durante los años 1980 surgió una jurisprudencia (siempre minoritaria)
tendiente a reconocer una especie de control difuso de constitucionalidad de las
leyes preconstitucionales. Con arreglo a esta jurisprudencia, en el marco de la
determinación del derecho aplicable en alguna disputa sujeta su conocimiento
–tarea inherente a la función jurisdiccional– cualquier tribunal podía constatar
la contrariedad entre la Constitución y un precepto legal adoptado con anteriori-
dad a su entrada en vigencia, declarándolo derogado tácitamente. La derogación
168 José Miguel Valdivia

tácita de las leyes preconstitucionales se apoya tanto en la posterioridad de la


Constitución como en su superioridad jerárquica.
Esta jurisprudencia se inauguró a propósito del DL 2695, sobre regularización
de la posesión de la pequeña propiedad raíz. Ese texto permite al tenedor material
de un inmueble obtener de la administración (Min. de Bienes Nacionales) un títu-
lo formal de posesión, que puede inscribirse en el registro conservatorio y condu-
cir a una prescripción adquisitiva de muy corto tiempo. El sistema es consistente
con el Código Civil, porque conserva la estructura típica de los modos de adquirir
–y perder– el dominio de las cosas corporales. Como toca al legislador definir los
modos de adquirir el dominio (Constitución, art. 19 N° 24), la regla se ajusta al
sistema jurídico. Con todo, algunos tribunales han juzgado que ese sistema sería
inconstitucional porque permite que mediante acto administrativo un propietario
raíz sea desposeído en beneficio del mero tenedor. Más recientemente, la Corte
Suprema ha procedido de igual manera con respecto a la ley de extranjería, en
cuanto obliga a los servicios públicos exigir a los extranjeros interesados en pro-
cedimientos administrativos, que acrediten “su residencia legal en el país” (DL
1094, de 1975, art. 76). La regla había sido invocada por el Servicio del Registro
Civil para rehusarse a celebrar el matrimonio en Chile de inmigrantes ilegales,
negativa que se estimó ilegal por fundarse en norma derogada por la Constitu-
ción de 1980 (asumiendo que el reconocimiento de la igualdad ante la ley de las
personas es incompatible con el establecimiento de diferencias que impidan a esos
extranjeros casarse).
Con la tesis que promueve la derogación tácita de las leyes preconstitucionales
se consigue que los jueces –ordinarios o especiales, cualquiera sea su posición
dentro de la jerarquía judicial– efectúen un control de constitucionalidad de las
leyes. Aunque esta habilitación no sea incondicional, importa desconocer el sis-
tema del control concentrado y, por eso, defrauda la Constitución. La práctica es
inaceptable y debe ser censurada.

Sección 2. Los tratados internacionales


211. Las reglas de derecho internacional vigentes en derecho interno también
integran el bloque de legalidad y son, por tanto, oponibles a la administración.
La manera en que el tratado internacional se incorpora al derecho inter-
no está recogida principalmente por el derecho internacional y por el derecho
constitucional, pero escapa al derecho administrativo general. En cuanto a su
valor, la práctica legal chilena asume que las reglas del derecho internacional
convencional tienen, en el plano interno, al menos una jerarquía igual a la ley.
En verdad, la cuestión no está regulada de manera precisa, pero tal interpreta-
Título I. El principio de legalidad 169

ción deriva de las exigencias procesales que condicionan la aprobación de un


tratado, el que “se someterá, en lo pertinente, a los trámites de una ley” (Cons-
titución, art. 54 N° 1, inc. 1). Algunos autores opinan que ciertos tratados (de
“derechos humanos”) tienen o deben tener un valor superior a la ley, pero esta
tesis está lejos de ser pacífica.
Históricamente el derecho internacional convencional ha tenido una inciden-
cia limitada en el derecho administrativo, porque los tratados son (por su natura-
leza misma de acuerdos supranacionales) instrumentos inidóneos para configurar
el aparato del Estado. Ni la articulación orgánica de los servicios públicos ni la
atribución de potestades públicas puede ser efectuada por medio de tratados,
atendidas las definiciones constitucionales sobre la materia. En fin, el conocido
déficit democrático de los tratados impide asignarles una función equivalente a
la de la ley en la definición de los objetivos sociales y los medios para alcanzar-
los. Sin embargo, varios acuerdos supranacionales imponen deberes específicos
a los Estados signatarios, y no es infrecuente que en los actos de suscripción se
identifique a los organismos administrativos responsables de materializarlos. Adi-
cionalmente, el desarrollo de ámbitos específicos del derecho internacional, como
el de los derechos humanos o del medio ambiente, ha multiplicado los deberes
exigibles de los Estados, cuyos principales destinatarios son, por obvias razones,
los organismos administrativos.
Entre los problemas derivados de las relaciones entre el derecho internacional
y el derecho interno deben mencionarse dos de especial importancia para el de-
recho administrativo: el carácter inmediatamente aplicable de los instrumentos
convencionales y el control de la adecuación del derecho interno al derecho in-
ternacional.

(a) Aplicabilidad directa de los tratados en el derecho interno


212. Numerosos tratados internacionales tienen una densidad normativa simi-
lar a la de la Constitución. Atendido su origen concordado entre representantes de
ordenamientos disímiles, no es inusual que se limiten a consagrar principios muy
elementales, que no determinan soluciones de tipo binario, sino que sólo pueden
cumplirse en la mayor medida posible. Este carácter es particularmente fuerte
respecto de los instrumentos que definen el derecho internacional de los derechos
humanos. En estos casos, la observancia del tratado puede requerir la adopción
de normas de derecho interno.
En algún grado, esta dificultad derivada de la consistencia de las reglas in-
ternacionales se traduce en el reconocimiento de tratados autoejecutables y tra-
tados no autoejecutables. Esta distinción proviene del derecho norteamericano,
170 José Miguel Valdivia

pero ha sido acogida por la jurisprudencia constitucional chilena. Según el Tri-


bunal Constitucional, las primeras son aquellas que por su contenido y preci-
sión son susceptibles de ser aplicadas en el derecho interno sin más trámite que
la aprobación del tratado; las segundas, en cambio, serían aquellas que para su
entrada en vigencia requerirían de alguna manifestación normativa adicional
por parte del Estado suscribiente (TC, 4 de agosto de 2000, Constitucionalidad
del Convenio N° 169, sobre pueblos indígenas y tribales en países independien-
tes - Rol 309, cons. 48).
La jurisprudencia interamericana ha entendido que la Convención Interame-
ricana de Derechos Humanos (un típico tratado de derechos humanos) tiene ca-
rácter autoejecutable, porque confiere –sin más– derechos a las personas. Este
entendimiento no es muy convincente, porque conduce a la conclusión de que
habría “principios autoejecutables”. La idea es paradójica, porque si se asume
que los principios operan como “mandatos de optimización”, sus principales des-
tinatarios son los órganos políticos (que determinan la forma de materializar esos
principios). En buenas cuentas, el mayor rendimiento de estos tratados, a despe-
cho de su pretendido carácter autoejecutable, requiere de la adopción de medidas
de implementación conforme al derecho interno.

(b) Compatibilidad del derecho interno frente el derecho internacional


213. Ordenamientos provenientes de distintas tradiciones legales han incor-
porado entre sus instituciones un “control de convencionalidad” tendiente a ve-
rificar la compatibilidad del derecho interno a la luz del derecho internacional.
Como resultado de este control, disposiciones normativas internas, como leyes o
reglamentos, podrían ser estimadas inconvencionales (esto es, contrarias a una
convención o tratado) y, luego, ineficaces en un caso práctico.
Los riesgos que entraña el control de convencionalidad son similares a los que
podría producir un control difuso de constitucionalidad de leyes. Entre esos ries-
gos puede mencionarse la dispersión de soluciones, el debilitamiento de la fuerza
de la ley y el desprestigio de las instituciones democráticas. También entraña una
pérdida de certeza jurídica, porque la ley define –mejor que las normas de mayor
jerarquía, pero menor densidad normativa– las expectativas de comportamiento
de los distintos agentes sociales, incluida la administración. Para la autoridad
administrativa, las técnicas oblicuas de control de la ley suponen volver a la in-
certeza. ¿Cuándo la autoridad está segura de actuar conforme a derecho? Si los
controles siguen siendo ex-post (materializados por la intervención del juez), la
solución siempre llega tarde. Por eso, conviene guardar extrema reticencia frente
a la técnica del control de convencionalidad.
Título I. El principio de legalidad 171

El control de convencionalidad reposa en la idea de que la eficacia de las le-


yes está condicionada por los tratados, en razón de su jerarquía normativa. Ese
argumento carece de sustento textual explícito en el derecho chileno, según se ha
expresado. Tal vez podría construírselo sobre la base de cierta intangibilidad de
los tratados frente a la ley, derivada de su carácter bilateral, que los hace inmodi-
ficables (unilateralmente) por el legislador nacional. Seguramente, algunos invo-
carán también en favor de la idea el principio pacta sunt servanda, en cuya virtud
“todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena
fe” (Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, art. 26). Ahora bien,
asumir que todo tratado internacional tiene aptitud para provocar la derogación
del derecho positivo interno implica asignarle per se carácter autoejecutable, lo
que también está lejos de ser pacífico.

Sección 3. La ley
214. Las reglas legales propiamente tales son fuente primaria del bloque de
legalidad. Por eso, son directa y ordinariamente aplicables a los asuntos admi-
nistrativos y su observancia por la autoridad pública es obligada. El predominio
de la ley sobre la administración se explica suficientemente bien por la virtud
democrática de la ley, vale decir, de su procedimiento de aprobación; la inter-
vención de los representantes del pueblo se reputa el instrumento idóneo para
que la ley sea el reflejo del interés general. Estas cuestiones ya se han analizado
más atrás.
El régimen jurídico de la ley opera como modelo respecto del estatuto de las
normas en general. Su definición no pertenece al derecho administrativo, sino que
al sistema jurídico en su conjunto. Históricamente, su enseñanza estuvo radicada
en el derecho civil, en razón de la inclusión de un número importante de reglas
generales sobre la materia en el Código Civil chileno (al igual que, antes, en el
Código Civil francés). Esas reglas, que dan cuenta de la filosofía legalista del siglo
XIX, conviven con varias otras más modernas previstas en la Constitución, que
fija el marco normativo de las competencias y procedimientos legislativos. Esas
razones justifican la parquedad de las explicaciones que siguen, que se concentran
en la tipología de las leyes y su eficacia.

(a) tipología de leyes


215. Para lo que aquí interesa, por ley debe entenderse todo precepto de je-
rarquía o rango legal. Desde luego, la ley por excelencia es la que surge de la
discusión parlamentaria. La misma definición de ley que entrega el Código Civil
172 José Miguel Valdivia

la identifica como “manifestación de la voluntad soberana”, esto es, del Pueblo


(artículo 1). Sin embargo, esa noción formal de ley se complementa con una di-
mensión material, que en el régimen constitucional se traduce el reconocimiento
de “materias de ley” (Constitución, artículo 63). La definición de las materias
de ley atribuye a la noción de ley un cierto carácter técnico, que la separa de su
soporte formal (y permite entenderla como un tipo de instrumento normativo
jurídicamente idóneo para regular cierto tipo de materias).
De ahí que cuenten también como leyes otros actos que recaen sobre ma-
terias de ley (o ya reguladas previamente por medio de ley). Es el caso de los
decretos con fuerza de ley, cuyo paradigma son aquellos dictados sobre materias
de ley por el Presidente de la República previa habilitación efectuada por ley
parlamentaria (Constitución, artículo 64). Es, en seguida, el caso de los textos
refundidos, coordinados y sistematizados de leyes, también contenidos en de-
cretos con fuerza de ley dictados –sin mediar ley habilitante– en ejecución de la
potestad que al efecto la Constitución entrega al gobierno (artículo 64, inciso
5). Por último, es también el caso –más discutible en términos de legitimidad,
pero difícilmente controvertible en la práctica– de los decretos leyes, dictados
en períodos de anormalidad política o constitucional (como la dictadura de Pi-
nochet en el periodo 1973-1981 o, antes, la dictadura de Ibáñez hacia fines de
los años 1920).
Del procedimiento de formación de las leyes se ocupa, con lujo de detalles,
el derecho constitucional. Debe recordarse que, en el régimen chileno vigente,
más allá de las etapas que integran este procedimiento, la aprobación de las
leyes puede estar sujeta a la obtención de quórums diferenciados en razón de
la materia. Junto a la ley simple, cuya aprobación requiere de la mayoría de los
parlamentarios presentes en cada cámara, hay que tomar en cuenta las leyes de
quórum calificado, que requieren la mayoría absoluta de los diputados y sena-
dores en ejercicio, y las leyes orgánicas constitucionales, que debe ser aprobada
por cuatro séptimos de los diputados y senadores en ejercicio. Este tipo de leyes
supramayoritarias suele tener importancia para el derecho administrativo, pues
muchas de las materias en que intervienen se asocian a la configuración del
aparato del Estado. Entre las leyes orgánicas constitucionales más significativas
para el derecho administrativo se cuentan aquellas que definen la organización
básica de la administración pública (Constitución, art. 38), así como las que
inciden en la organización y atribuciones o el personal de la Contraloría Gene-
ral de la República (artículo 99), la Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad
Pública (artículo 105), el Banco Central (artículo 108) o las instituciones del
gobierno y administración regionales y comunales (artículos 110 y siguientes).
Por su parte, la ley de quórum calificado tiene gran relevancia en materia de
Título I. El principio de legalidad 173

publicidad y transparencia (artículo 8) y a propósito del régimen del Estado


empresario (artículo 19, N° 21).
En principio, los distintos quórums necesarios para la aprobación de la ley
son relevantes para el derecho constitucional, pero son relativamente indife-
rentes para la administración: una ley de quórum calificado es una ley. Con
todo, la antinomia entre una ley supramayoritaria y una ley simple puede ser
problemática y exigir una definición precisa acerca de su vigencia respectiva,
por parte del aplicador del derecho (administración o juez). Por ejemplo, en
circunstancias que la responsabilidad del Estado integra la regulación de la
organización básica de la administración pública (contenida en la LOCBGAE,
dictada conforme al artículo 38 de la Constitución), sería discutible que una
ley simple desligara a algún servicio público de toda responsabilidad en un
caso concreto; podría cuestionarse la eficacia jurídica de esa ley, si no hubiere
sido adoptada conforme a las formalidades propias de una ley orgánica cons-
titucional.

(b) Eficacia de la ley


216. En relación a la manera en que producen sus efectos y deben interpretarse
las leyes, los criterios definidos en el Código Civil también operan como marco de
referencia generalmente suficiente para el derecho administrativo.

(i) Interpretación de la ley


217. El estatuto de la ley contempla tradicionalmente reglas de interpretación,
que se contiene en el Código Civil (artículos 19 a 24). En mayor o menor grado,
los distintos “elementos” que configuran los principios interpretativos dan cuenta
de la modernidad del artefacto legislativo. La primacía del texto (tenor literal) por
sobre las intenciones que pudieron precederlo (espíritu) revela la importancia de
la dimensión formal de la noción de ley en el derecho moderno. El derecho admi-
nistrativo no ha innovado, de un modo general, en estos criterios interpretativos.

(ii) Eficacia espacial de la ley


218. El principio en derecho administrativo es la territorialidad de la ley, que
es, además, coincidente con el fuerte carácter político de la disciplina. Las leyes
administrativas chilenas se aplican en Chile. Sólo excepcionalmente sería imagi-
nable que desplegaran sus efectos fuera de las fronteras (como podría ocurrir con
el servicio exterior, a cargo del cuerpo diplomático).
174 José Miguel Valdivia

En sentido inverso, el mismo principio explica que el derecho administrativo


extranjero no tenga, prima facie, aplicación en el país. Solo en caso de remisión ex-
plícita parecería procedente la aplicación de estándares administrativos extranjeros.
Para un ejemplo de estas remisiones, la dispuesta en el artículo 11 del Reglamento
del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, aprobado por DS 40, del Min.
del Medio Ambiente, de 2012; la regla declara como normas de referencia para los
efectos de evaluar si se genera o presentan determinados riesgos medioambientales,
y siguiendo criterios de similitud, las normas de calidad ambiental y de emisión vi-
gentes en Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, España, México, Estados
Unidos, Nueva Zelandia, Países Bajos, Italia, Japón, Suecia y Suiza.

(iii) Eficacia temporal de la ley


219. La exigencia primaria de la vigencia de las leyes es su publicación (Consti-
tución, artículo 75; Código Civil, artículo 6). A la vista de este principio no debie-
ra caber duda de que son inadmisibles las leyes secretas, a pesar de que la práctica
ha conocido algunas de ellas (por ejemplo, la Ley 13.196, de 1958, llamada ley
reservada del cobre, publicada en forma restringida en su minuto, pero que dejó
de ser secreta recién con la Ley 20.977, de 2016).
220. Las leyes y, en general, los enunciados contenidos en cuerpos normativos,
están hechos para durar indefinidamente en el tiempo. Aunque es cierto que algunas
leyes parecen tener fecha de vencimiento (por ejemplo, la ley de presupuestos de
cada año), esta situación es excepcional. El principio de perpetuidad de la ley puede
leerse como garantía de estabilidad y, luego, de seguridad jurídica. Sin embargo, en
un régimen moderno, el necesario dinamismo del derecho supone que las leyes pue-
den ser reemplazadas por otras (derogación, tanto expresa como tácita, Código Ci-
vil, artículos 52 y 53). El legislador siempre puede derogar la ley antigua, lo cual es
funcional al interés general, porque cada nueva ley se reputa mejor que la anterior.
Con todo, en ocasiones la jurisprudencia constitucional (y en el campo de los regla-
mentos, la jurisprudencia judicial) ha aplicado un principio de no regresión, en cuya
virtud la ley antigua sólo puede ser derogada para mejorársela, pero no para rebajar
estándares de protección de objetivos valiosos; esta práctica es bien discutible.
221. Una cuestión que tradicionalmente ha preocupado a los autores concierne a
la retroactividad de la ley. El principio es el efecto prospectivo (Código Civil, artículo
9) pero, dada la jerarquía simplemente legal de este criterio, podría adoptarse explíci-
tamente una solución de sentido contrario. La Constitución, por su parte, no impide
la retroactividad de la ley, salvo en materia penal (lo que, a la luz de experiencias com-
paradas, no se extiende necesariamente al derecho administrativo sancionador). En
un pasado relativamente cercano, con más o menos éxito, se ha intentado fundar en
el derecho de propiedad un argumento tendiente a impedir la afectación retroactiva
Título I. El principio de legalidad 175

de derechos adquiridos, definidos en forma bastante difusa; pero la mejor doctrina


entiende que no puede haber derechos adquiridos a la conservación del ordenamien-
to jurídico. También se ha recurrido a la doctrina de la protección de la confianza
legítima (sin recepción positiva, pero susceptible de construirse como derivación de
la idea más antigua de seguridad jurídica, también sin reconocimiento textual por la
Constitución). Esta última doctrina puede proveer de soluciones más aceptables para
enfrentar los cambios normativos, porque no los excluye, aunque aconseje introducir
en ellos una cierta gradualidad, a fin de que se prevean reglas transitorias que faciliten
el mejor cumplimiento de las nuevas disposiciones.

PárrAFo 2. FuEntES dE lA lEgAlidAd


dE origEn intErno
222. La administración también está obligada, con las prevenciones que se di-
rán, a respetar fuentes que emanan de ella misma, como los reglamentos (sección
1) y los actos administrativos singulares (sección 2).
El fundamento en que descansa la obligatoriedad de estas fuentes no es el
mismo principio de legalidad. En efecto, un principio estructural del sistema ju-
rídico moderno consiste en su dinamismo, esto es, la posibilidad de evolucionar
mediante actos posteriores de idéntica jerarquía y valor: “las cosas se deshacen
de la misma manera como se hacen” (idea a veces expresada como principio de
paralelismo de las formas). Al igual que ocurre con las leyes, los reglamentos pue-
den ser derogados por otros, ya sea para modificarlos o para extinguirlos. Y de
modo similar, conforme a este criterio también los actos administrativos pueden
ser dejados sin efecto por otros posteriores. ¿Por qué, entonces, la administración
estaría obligada por los reglamentos y sus demás actos? La observancia por la
administración de las fuentes de origen interno a ella misma parece más bien des-
cansar en un principio de autolimitación.

Sección 1. Los reglamentos


223. Un reglamento es un texto normativo adoptado por un órgano de la ad-
ministración del Estado (dotado de competencias para hacerlo). Esta breve defi-
nición pone en evidencia los dos rasgos más salientes de la noción de reglamento:
se trata de una norma de origen administrativo. Por su incidencia en el derecho
administrativo, conviene revisar rápidamente también la eficacia de los reglamen-
tos y su control.
176 José Miguel Valdivia

(a) naturaleza normativa de los reglamentos


224. Ante todo, el reglamento contiene normas generales y abstractas. Su na-
turaleza es análoga a la ley (lo que, para la doctrina, justifica su inclusión en la
categoría de “ley material”). Por eso, en algún modo su estatuto corre la suerte
de la ley: para efectos de publicación y vigencia, derogación e interpretación, por
ejemplo, el estatuto de la ley contiene un modelo regulativo que es en buena me-
dida aplicable al reglamento.
La equivalencia funcional de la ley y del reglamento puede ser problemática.
En efecto, la regulación por medio de reglamentos podría desvirtuar las garantías
que representa la ley propiamente tal (al menos, sus garantías procedimentales,
al servicio del pluralismo político y la democracia). Por eso conviene mantener
las diferencias entre ambos tipos de instrumentos normativos, por lo menos en
el plano jerárquico: el reglamento está siempre subordinado a la ley y no puede
implicar “legislar por decreto”. Un reglamento es conceptual y prácticamente al-
go enteramente distinto de un decreto con fuerza de ley o, con mayor razón, de
un decreto ley; estos instrumentos tienen jerarquía idéntica a la ley y, por tanto,
escapan a las limitaciones usualmente impuestas a los reglamentos. El camino
institucional que permite distinguir a la ley del reglamento es una distribución de
competencias normativas, cuya pieza clave es la reserva de ley.
Tal como se ha dicho con anterioridad, una reserva de ley implica un ámbito
reservado exclusivamente a la intervención del legislador. En sí misma, la identi-
ficación de las reservas de ley da cuenta de que las competencias normativas del
legislador son limitadas y de que comparte el espacio de configuración normativa
con alguien más (esto es, con la administración dotada de potestad reglamenta-
ria). Frente al legicentrismo del siglo XIX, bajo este esquema la ley deja de poseer
una competencia general para regir todos los campos en que el legislador decida
intervenir. En cambio, su dominio pasa a ser limitado, y el legislador se ve definir
una competencia “de atribución”. En el derecho positivo, este cambio se materia-
lizó en el mecanismo de empoderamiento al legislador, mediante una reconfigu-
ración de las competencias legislativas bajo la fórmula “sólo son materias de ley”
(Constitución, artículo 63, énfasis añadido). Por eso se dice que, en el esquema
constitucional vigente, el ámbito de intervención del legislador o “dominio legal”
es máximo (lo que da cuenta de su mayor extensión posible). Con todo, la nor-
ma de clausura de ese dominio legal máximo permite al legislador definir “toda
norma general y obligatoria que estatuya las bases esenciales de un ordenamiento
jurídico” (Constitución, art. 63 N° 20). Así, el terreno en que el legislador puede
incidir es amplísimo, aunque su profundidad es más o menos limitada: puede par-
ticipar en cualquier ámbito, con tal de definir “las bases esenciales” de la materia.
Título I. El principio de legalidad 177

225. Las reservas de ley son múltiples; sin embargo, la experiencia constitucio-
nal en la materia –que ha conocido una evolución significativa– ha permitido ver
que poseen densidad variable, vale decir, que no todas son igualmente importan-
tes. El Tribunal Constitucional, sensible a las aspiraciones (más o menos legítimas)
de las minorías parlamentarias, ha logrado distinguir al menos dos categorías de
reservas de ley. Llama absolutas a aquellas que exigen una definición específica,
en profundidad, por parte de la ley; relativas, en cambio, son aquellas reservas de
ley carentes de especificidad, marcadas por fórmulas ambiguas tales como “con-
forme a la ley”, que no excluyen una convocatoria al reglamento. Con todo, en
lo que parece ser el último estadio de esta evolución, la jurisprudencia identifica
dos grandes ámbitos en que se agrupan las reservas de ley, con distinto grado de
intensidad. “En la medida que la regulación aborde derechos, la convocatoria que
hace la ley al reglamento debe ser determinada y específica y la ley debe abordar
los aspectos esenciales de la regulación, entregando al reglamento los aspectos de
detalles” (TC, 16 de enero de 2013, Proyecto de Ley que crea el Ministerio del
Deporte, Rol 2367). En contraste, las reservas de ley relativas a la organización
del aparato del Estado pueden implicar un grado más significativo de intervención
reglamentaria en la definición de las reglas del juego.
En el modelo clásico de distribución de competencias normativas, la tarea del
reglamento se limitaba simplemente a ejecutar la ley, vale decir, a especificar las
modalidades de detalle de su ejecución o materialización. En este sentido el re-
glamento no puede innovar con respecto a la ley. Sin embargo, la autoridad re-
glamentaria dispone de un significativo margen de maniobra en la definición de
las reglas: la potestad reglamentaria es discrecional en un sentido bastante fuerte.
226. Ahora bien, la redefinición del sistema de fuentes en base a reservas de ley
permitió ver el surgimiento de una especie nueva, distinta del reglamento de eje-
cución: el reglamento autónomo. La “autonomía” de esta clase de reglamentos se
entiende con relación a la ley: las competencias normativas de la administración
no dependen de la ley (como en el reglamento de ejecución), sino que las recibe de
la Constitución misma. Esta noción, recogida de la experiencia comparada, refleja
un cambio de perspectiva del constituyente respecto del reglamento, valorándolo
como instrumento de adecuación normativa. Teóricamente, en su ámbito de ma-
terias el reglamento autónomo puede definir las reglas fundamentales y primarias,
y no sólo los detalles de ejecución. Con todo, el ámbito propio del reglamento
autónomo es muy limitado. En principio, el dominio del reglamento autónomo
es residual con respecto a la ley; sin embargo, la norma de clausura del dominio
legal máximo refleja que ese campo residual es bastante estrecho (Constitución,
art. 63 N° 20). Fuera de los contadísimos casos en que la Constitución le atribu-
ye directamente la regulación de ciertas materias (por ejemplo, regulación de la
libertad de reunión o de los contratos especiales de operación de hidrocarburos
178 José Miguel Valdivia

y otros minerales), el reglamento autónomo tiene muy pocas ilustraciones (de las
cuales, una de las más relevantes es probablemente la instauración de comisiones
asesoras del gobierno).

(b) El origen administrativo de los reglamentos


227. No obstante su naturaleza normativa, los reglamentos surgen de la admi-
nistración; son manifestación de potestades confiadas a autoridades administrati-
vas y se adoptan por medio de procedimientos administrativos.

(i) Competencias normativas de la administración


228. En todo ordenamiento resulta delicado determinar las autoridades habi-
litadas para dictar normas generales. Para evitar el desorden normativo conviene
circunscribir al máximo esta habilitación; sin embargo, la necesidad de especiali-
zación de la normativa justifica su atribución a autoridades sectoriales.
La Constitución reconoce al Presidente de la República una potestad regla-
mentaria singularmente importante. El artículo 32 N° 6 prevé:
“Son atribuciones especiales del Presidente de la República: Ejercer la potestad regla-
mentaria en todas aquellas materias que no sean propias del dominio legal, sin perjuicio
de la facultad de dictar los demás reglamentos, decretos e instrucciones que crea conve-
nientes para la ejecución de las leyes”.
Como se ha visto, el campo natural del reglamento es la ejecución de las leyes
(reglamento de ejecución): toda ley puede ser reglamentada por el Presidente, y en
este ámbito el reglamento importa definir los detalles de aplicación de la ley. Sin
embargo, la Constitución también consagró una potestad reglamentaria propia
del Presidente, que se ejerce en campos ajenos a la competencia normativa del le-
gislador (reglamento autónomo, en el sentido de no necesitado de una ley previa);
en este ámbito es el reglamento el que establece las reglas primarias.
229. Hay varias otras autoridades investidas de potestades normativas aná-
logas a la del Presidente de la República. La Constitución se las reconoce, por
ejemplo, a los gobiernos regionales, las municipalidades y al Banco Central. Se ha
discutido si el legislador (y no sólo el constituyente) podría conferir este tipo de
potestades a otras autoridades. Hay buenas razones –de eficacia, de especializa-
ción, de equilibrio institucional– que pueden justificar estas atribuciones al mar-
gen de las prerrogativas presidenciales. Finalmente, el Tribunal Constitucional ha
zanjado la cuestión de modo afirmativo: la atribución de potestades normativas
a organismos distintos, típicamente aquellos que intervienen en la regulación de
actividades económicas –como las superintendencias– es conforme a la Consti-
Título I. El principio de legalidad 179

tución (p. ej., entre otros, TC, 22 de mayo de 2008, Rol 1035 y 15 de marzo de
2012, Rol 1669; a la luz de estos precedentes, no debería tomarse en cuenta un
reciente pronunciamiento en sentido contrario: TC, 18 de enero de 2018, Rol
4012, sobre reforma al Servicio Nacional del Consumidor).
230. Es necesario distinguir los reglamentos de las meras instrucciones, direc-
tivas o circulares (aunque desde una perspectiva formal parezca difícil diferen-
ciarlos). Todo jefe administrativo posee, por su condición de superior jerárquico
de su servicio, la potestad de impartir instrucciones de alcance general a su de-
pendencia; pero, según un entendimiento compartido en la doctrina, estos actos
sólo tienen trascendencia intraadministrativa y no configuran auténticas fuentes
normativas. Por desgracia, el legislador no es muy riguroso con la terminología,
y a veces faculta a determinados organismos administrativos a dictar circulares
o instrucciones con eficacia ad extra, es decir, con fuerza vinculante respecto de
terceros. Se trata de un tipo anómalo de normas reglamentarias o, eventualmente,
de actos interpretativos de otras normas.

(ii) Procedimiento administrativo de elaboración de reglamentos


231. Formalmente, un reglamento está contenido en un acto administrativo.
Cuando el reglamento es dictado por el Presidente de la República, necesariamen-
te adopta la forma de un Decreto Supremo y, por consiguiente, debe ser firmado
por un Ministro de Estado (Constitución, art. 35). La jurisprudencia ha entendido
–de manera discutible– que en la materia no cabe la delegación de firma, de modo
que todo acto administrativo de competencia presidencial que contenga normas
generales debe ser suscrito personalmente por el Presidente, sin que quepa hacerlo
a sus ministros con la fórmula “por orden del Presidente de la República” (TC, 25
de enero de 1993, Plan Regulador Intercomunal La Serena-Coquimbo, Rol 153).
Tratándose de las potestades normativas de las demás autoridades, las normas de
carácter reglamentario se materializan por medio de resoluciones.
El procedimiento de adopción de los reglamentos no está especificado por la
ley. La doctrina ha discutido (sin llegar a acuerdo) que se apliquen a su formación
los estándares del procedimiento administrativo general, contenidos en la LBPA.
Con todo, aunque ese texto está concebido más bien pensando en los actos ad-
ministrativos de efecto singular, contiene algunas prescripciones aplicables a los
actos de efecto general, que sin duda pueden aplicarse a los reglamentos. Tratán-
dose de algunas regulaciones de naturaleza económica se ha previsto un “análisis
de impacto regulatorio” en forma previa a su adopción (p. ej., Ley 20.416, que fija
normas especiales para las empresas de menor tamaño, artículo quinto). Además,
para las regulaciones susceptibles de incidir en ámbitos sectoriales de competencia
180 José Miguel Valdivia

de distintas autoridades la ley ha instituido mecanismos de coordinación previos


(LBPA, art. 37 bis).
Los reglamentos dictados por el Presidente de la República, en cuanto no son
susceptibles de delegación de firma, requieren siempre y necesariamente de la
toma de razón por parte de la Contraloría General de la República, no pudiendo
quedar exentos de este trámite (LOCGR, art. 10, inc. 5). Respecto de los demás
actos reglamentarios rigen las normas generales.

(c) la eficacia del reglamento frente a la administración

232. En circunstancias que los reglamentos pueden ser dejados sin efecto por
la misma autoridad que los dictó, su observancia no puede sustentarse en la su-
perioridad jerárquica de las reglas, como es típico del principio de legalidad. Al
contrario, suele justificarse en un principio de inderogabilidad singular de regla-
mentos, que se expresa en la máxima tu patere legem quam ipse fecisti (padece
la ley que tú mismo hiciste). El principio da cuenta de la sustancia normativa del
reglamento, que fija normas permanentes, y, por tanto, no puede ser modificado
por operaciones destinadas simplemente a reglar de modo puntual y pasajero un
asunto concreto. En virtud de este principio, pues, la administración no puede
infringir una norma de jerarquía reglamentaria con ocasión de un acto adminis-
trativo singular (en otras palabras, los actos administrativos singulares deben res-
petar los reglamentos vigentes); si la administración está interesada en modificar
el criterio reglamentario, debe previamente modificar el reglamento o introducir
alguna excepción en él.
Por cierto, los distintos órganos administrativos deben respetar las competen-
cias normativas de otras autoridades. Así, por ejemplo, el gobierno central debe
ser respetuoso de las competencias municipales, y adaptarse, en lo que correspon-
da, a las ordenanzas municipales. Así, una operación de obras públicas, de com-
petencia del gobierno central, debe ajustarse a los instrumentos (normativos) de
planificación territorial, como los planes reguladores comunales, de competencia
municipal. Pero en esta dimensión, el deber de respetar los actos normativos de
otras autoridades arranca de las leyes que distribuyen competencias entre ellas.

(d) Control de los reglamentos

233. Por su importancia política y jurídica, los reglamentos dictados por el


Presidente de la República están sujetos a controles excepcionales.
Título I. El principio de legalidad 181

El más antiguo de todos es la toma de razón por la Contraloría, que supone


un control de legalidad previo a la vigencia del reglamento y que, de hecho, puede
demorar mucho su eficacia.
Además, estos reglamentos son susceptibles de impugnación ante el Tribunal
Constitucional. Este control tiene notas particulares, que dan cuenta de su marca-
do carácter político, como catalizador de disputas entre el ejecutivo y el Congreso,
fundamentalmente en lo que concierne el reparto de competencias normativas
entre la ley y el reglamento. La impugnación sólo puede ser provocada por parla-
mentarios (y no por particulares) y sólo puede fundarse en la inconstitucionalidad
del reglamento (y no en su mera ilegalidad, materia sobre la cual el Tribunal es
incompetente).
Posiblemente a partir de estas singularidades algunos han pretendido que los
reglamentos no serían susceptibles de control jurisdiccional, idea que excepcio-
nalmente algunos fallos han recogido. Sin embargo, esa idea resulta contraria
al principio de la tutela judicial efectiva y, por eso, debe descartársela. Ninguna
razón textual, sustantiva ni procesal, impide el ejercicio de acciones judiciales en
contra de un reglamento, sea presidencial o de autoridades inferiores y, de hecho,
la práctica las acepta de modo mayoritariamente pacífico (para una afirmación
de principio de su impugnabilidad por medio de un recurso de protección, Corte
Suprema, 11 de agosto de 2015, Agencia de Acreditación y Evaluación de Educa-
ción Superior S.A. c/ Comisión Nacional de Acreditación, Rol 6370-2015).

Sección 2. Actos administrativos singulares


234. Los actos administrativos singulares no contienen auténticas reglas de
derecho, porque carecen de generalidad y abstracción. En cambio, rigen parti-
cularizadamente una situación puntual, definiendo la posición respectiva de su
destinatario y de la administración.
Los actos administrativos singulares también deben ser respetados por la ad-
ministración, dentro de ciertos límites.
Ciertamente, en principio los actos administrativos podrían ser dejados sin
efecto total o parcialmente por actos posteriores. Al efecto el ordenamiento chile-
no reconoce dos importantes poderes jurídicos con que la administración cuenta
para hacer progresar el ordenamiento frente a actos antiguos: invalidación y re-
vocación, ambas especies del género retiro.
En términos generales (la materia se analiza con mayor detalle a propósito de
la extinción del acto administrativo — cf. §§ 269 y ss.), la potestad revocatoria
permite a la autoridad volver sobre sus actos antiguos y modificarlos o extin-
182 José Miguel Valdivia

guirlos por simples consideraciones de oportunidad (o mérito o conveniencia), es


decir, por una reevaluación del interés público que lo justificaba. En cambio, la
potestad invalidatoria sólo permite a la administración dejar sin efecto sus actos
ilegales, es decir, se justifica en consideraciones de legalidad. Dado que el ejercicio
de estas potestades podría afectar la estabilidad de las posiciones jurídicas de sus
destinatarios, el derecho adopta ciertos resguardos en beneficio de ellos; así, la
revocación no procede contra actos que hayan conferido o declarado derechos
en favor de sus destinatarios, y la invalidación sólo puede disponerse dentro de
un plazo perentorio, que es de dos años contados desde la entrada en vigencia del
acto en cuestión.
Así las cosas, fuera de los casos en que la administración puede retirar sus
propios actos, éstos se imponen obligatoriamente a ella, por razones de seguridad
jurídica.

PárrAFo 3. FuEntES diFuSAS dE lA lEgAlidAd


235. La doctrina explica que el bloque de legalidad está también conformado
por grupos de fuentes menos fácilmente identificables, como los principios genera-
les y la jurisprudencia. La consistencia propia de estas fuentes es difícil de precisar.

(a) la jurisprudencia
236. La jurisprudencia no tiene un status normativo oficial en la generalidad
de las ramas del derecho chileno. El Código Civil declara abiertamente que “las
sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en
que actualmente se pronunciaren” (art. 3), de modo que pareciera desconocer a
la jurisprudencia su carácter de fuente normativa. Esa aproximación legalista a la
obra de la jurisprudencia influye en el trabajo de los jueces, que normalmente no
se sienten vinculados por decisiones anteriores recaídas sobre la misma materia.
Sin duda en algunos ámbitos la jurisprudencia es suficientemente fuerte como
para ver en ella el reconocimiento de una auténtica regla de derecho, pero en
muchos casos no es así.
En contraste, la jurisprudencia administrativa emanada de los informes y dic-
támenes de la Contraloría General de la República, tiene definido en forma posi-
tiva un cierto status vinculante. Según la Ley Orgánica de la Contraloría (LOCC-
GR, arts. 6, 9 y 19), que habla sin rodeos de jurisprudencia, los dictámenes de ese
organismo son vinculantes para el caso concreto en que recaigan y, además, con-
figuran una jurisprudencia que debe ser conocida y respetada por los organismos
Título I. El principio de legalidad 183

administrativos. En esas condiciones, parece razonable pensar que la observancia


de la jurisprudencia administrativa se impone a la administración. Ahora bien, en
general el efecto propio de la jurisprudencia consiste en interpretar textos legales
o reglamentarios, de modo que la transgresión de la jurisprudencia puede tenerse
por transgresión de los textos positivos a que se refiera.
Por último, debe tenerse presente que las sentencias judiciales pasadas en auto-
ridad de cosa juzgada son obligatorias también para la administración. El deber
de observarlas resulta más que del principio de legalidad, de la consideración
debida a las competencias propias de los órganos jurisdiccionales, y que son ex-
presión del principio de separación de poderes (Constitución, art. 76).

(b) Principios generales del derecho

237. Suele afirmarse que los principios generales del derecho también integran
el bloque de legalidad y por consiguiente configuran límites a la acción adminis-
trativa. Dado el carácter fragmentario de las regulaciones aplicables a la admi-
nistración del Estado, los principios debieran tener una importancia mayor en el
derecho administrativo, al menos en el plano discursivo.
Sin embargo, los principios presentan dos déficits en su consideración como
inequívocas fuentes de la legalidad. Ante todo, un déficit de cognoscibilidad, pues
cuando no son reconocidos como tales por textos positivos (por ejemplo, los
principios del procedimiento administrativo definidos en los arts. 4 y s. de la Ley
19.880), los principios se presentan de manera muy difusa en el ordenamiento.
En muchos casos, su consagración parece depender únicamente del juicio del ór-
gano llamado a aplicar el derecho, quien ciertamente está expuesto a error. En
segundo lugar, y conforme a un entendimiento difundido (y que suele atribuirse
a Alexy), los principios se diferencian de las auténticas reglas de derecho en que
no proveen soluciones binarias frente a un caso, es decir, no son normas que se
pueden cumplir o no, sino que se pueden cumplir en la mayor medida posible, y
entonces operan como mandatos de optimización que, en el caso concreto, deben
ser ponderados junto con otros principios.
Así las cosas, el lugar preciso de los principios en la jerarquía de reglas es
dudoso. La práctica legal chilena no distingue, como suele hacerse en el derecho
comparado, entre principios de jerarquía constitucional, legal o infralegal, ni su
compatibilidad con tales o cuales reglas positivas. Por eso, sin desconocer la im-
portancia de los principios, su observancia por la administración suele ser fuente
de incertezas.
184 José Miguel Valdivia

bibliogrAFíA rEFErEnCiAl
238. La literatura sobre el principio de legalidad es la de la parte general del
derecho administrativo, incluyendo la revisión de las fuentes que lo integran. Por
eso, cabe aquí una remisión a los textos generales del derecho administrativo o,
más generalmente, de las fuentes del derecho (sin apellidos). Entre las principa-
les influencias en la estructura y el contenido de este título se cuentan el famoso
artículo de Charles Eisenmann, “Le droit administratif et le principe de légalité”
(Études et documents du Conseil d’Etat, 1957, y ahora en sus Ecrits de droit
administratif, París, Dalloz, 2013), y el bellísimo ensayo de García de Enterría,
Revolución Francesa y administración contemporánea (Madrid, Taurus, 1972).
El estudio de las fuentes del derecho, integrantes de la legalidad, recorre prácti-
camente la totalidad de las disciplinas jurídicas, de modo que la enunciación de la
bibliografía sería extenuante. Con todo, por el talante teórico de sus autores, debe
citarse una colección de ensayos sobre aspectos puntuales de las distintas fuentes
del derecho público, en Eduardo Cordero y Eduardo Aldunate, Estudios sobre el
sistema de fuentes en el derecho chileno (Santiago, Legal Publishing, 2013).
Respecto del tema específico de las potestades, el texto seminal es el de Santi
Romano “Poderes, potestades”, en Fragmentos de un diccionario jurídico (Grana-
da, Comares, 2002), aunque en general tanto la doctrina italiana como española
contienen referencias suficientemente ilustrativas sobre el punto. El trabajo referi-
do de W. N. Hohfeld es Conceptos jurídicos fundamentales (México, Fontamara,
1992). En el derecho los chilenos, una actualización de la noción de potestad pú-
blica se contiene en Christian Rojas, Las potestades administrativas en el derecho
chileno. Un estudio dogmático-jurídico en torno a su configuración, estructura y
efectos (Santiago, Legal Publishing, 2014).

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