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VII Jornadas Nacionales de Derecho Civil (Argentina)

Buenos Aires, septiembre 1997.


Comisión No. 9: Bioética y Derecho Civil

¿Todos los seres humanos son personas?


-El Derecho ante un debate emergente

Roberto Andorno
El interrogante que encabeza el presente trabajo puede resultar extraño, ya que
estamos instintivamente habituados a reconocer como “persona” a todo ser humano. Y
esta reacción instintiva incluye por igual a la persona en sentido filosófico-real como en
sentido jurídico. Es que esta última no es más que la misma persona real vista por el
Derecho, es decir, el ser humano en tanto sujeto de derechos y deberes. En otras
palabras, todo ente que presenta “signos característicos de humanidad, sin distinción
de cualidades o accidentes” (art. 51 C.C. argentino) es reconocida como “persona” por
el Derecho.
Se puede decir que precisamente una de las mayores conquistas de la Modernidad –aun
cuando ella tuviera sus raíces en el pensamiento clásico- ha sido la de afirmar con fuerza
la igual dignidad de todos los seres humanos. En ese sentido, cabe destacar la
Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas poco
después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. En su artículo 6 identifica
expresamente las nociones de “ser humano” y “persona” al disponer que “todo ser
humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”.
Esta afirmación no era superflua, sino que estaba dirigida a evitar el retorno de
ideologías como la que acababa de ser derrotada, que negaba la dignidad moral a
ciertos individuos por motivos raciales o de salud física o psíquica.
Sin embargo, en estos últimos años, la identificación entre las nociones de “ser humano”
y de “persona” que parecía definitivamente consolidada, vuelve a ser discutida, sobre
todo en el mundo anglosajón. El debate se plantea con toda su agudeza en el campo de
la bioética, pero tiene indudables repercusiones jurídicas. Los exponentes más claros de
la nueva separación entre las nociones de “persona” y de “ser humano” son el
americano H. Tristram Engelhardt y el australiano Peter Singer. Vamos a exponer
suscitamente las posturas de ambos autores, para luego señalar las razones de nuestra
disidencia con la tesis por ellos defendida.
H. Tristram Engelhardt parte de considerar que, dada la multiplicidad de posturas
morales que coexisten en las sociedades pluralistas en que vivimos, se ha vuelto
imposible sostener ciertos principios éticos con valor objetivo y universal. La moral
secular que él propone es por ello una moral puramente procedimental, sin contenido
substancial. Su única tarea es la de establecer reglas formales para procurar que los
conflictos entre los individuos que son “extraños morales” se resuelvan de modo
pacífico. Se trata de una moral radicalmente incapaz para juzgar acerca de la bondad o
malicia intrínseca de las conductas humanas. Su única pauta es el consentimiento
prestado por lo individuos. Por ello, el “principio de autonomía” es erigido como criterio
supremo del juicio ético.

Es en este marco de escepticismo moral agudo, donde el autor americano sostiene que
“no todos los seres humanos son personas” y plantea su distinción entre “personas en
sentido estricto” y “vida biológica humana”. Las “personas” son seres autoconscientes,
racionales, libres en sus opciones morales. En cambio, caen fuera de esta categoría,
entre otros, los fetos, los recién nacidos, los retardados mentales profundos, y los
comatosos sin posibilidades de recuperación. Esto seres no son susceptibles de
reproches ni de elogio alguno, no pueden hacer promesas ni celebrar contratos por sí
mismos. Por ello caen fuera de la “empresa moral secular”. El hecho de que pertenezcan
a la especie humana no tiene ninguna trascendencia ética, según Engelhardt, dado que
tal pertenencia sería un mero dato biológico.
Debe destacarse que si el respeto debido a las personas es su autonomía moral, como
entiende Engelhardt, es comprensible su conclusión de que “no tiene sentido hablar de
respeto de los fetos o recién nacidos o dementes graves”, ya que aún no son autónomos
o nunca lo fueron. “Tratar a estas entidades dejando de lado lo que no poseen y nunca
han poseído, no los despoja de nada, según los criterios de la moral secular. Caen fuera
del santuario de la moral secular”.
En esta postura, los individuos que poseen “mera vida biológica humana”, no tienen un
valor intrínseco, sino que valen en la medida que así lo juzguen las “personas en sentido
estricto”, Más aún, un feto humano puede valer menos que un mamífero adulto de otra
especie, dado que si grado de desarrollo y de percepción de la realidad es menor que el
de este último. Como consecuencia de estas premisas, no sería en sí mismo objetables
ni el descarte de embriones ni el aborto. Más aun, incluso el infanticidio de recién
nacidos enfermos podría ser legítimo, si así lo juzgan los padres.
Peter Singer llega a conclusiones similares a las de Engelhardt, aunque su punto de
partida no sea exactamente el mismo. El filósofo australiano tiene como principal
preocupación el respeto de los animales y su equiparación moral con los seres humanos.
Por ello, rechaza el antropocentrismo que supone reconocer a estos últimos un valor
eminente sobre el resto de los seres vivos. Entiende este autor que la postura clásica
supone un “especismo”, es decir, una discriminación de especie respecto de quienes no
pertenecen al género humano.

Para Singer, la noción de “persona” no está ligada a la especie humana. Por el contrario,
dado que, según entiende el autor, algunos mamíferos superiores (perros, chimpancés,
etc.) tienen un cierto grado de conciencia, debería reconocérseles como “personas”. En
otras palabras, “no todos los miembros de la especie Homo sapiens son personas, y no
todas las personas son miembros de la especie Homo sapiens”.
Al rechazo del antropocentrismo se agrega el rechazo del principio del respeto
incondicional de la vida humana inocente. Entiende Singer que muchas de las modernas
prácticas biomédicas, en el campo de los trasplantes de órganos, de la procreación
artificial, de la atención a los recién nacidos y a los enfermos terminales, se han vuelto
incompatibles con la creencia en el igual valor de toda vida humana. En realidad,
sostiene, el valor de las vidas humanas es variable; entre otras cosas, porque “la vida sin
autoconsciencia no tiene ningún valor”. Por ello, se trata de “reescribir los
mandamientos” de la ética clásica. De acuerdo con el nuevo mandamiento propuesto
por Singer, debemos tratar a los seres humanos “de acuerdo con sus características
éticamente relevantes”, esto es, según que sean o no “conscientes, capaces de
interacción física, social y mental con otros seres, que posean una preferencia
consciente para continuar viviendo y tener así experiencias placenteras. Por ello, entre
otras prácticas, la supresión de los recién nacidos deficientes podría ser legítima.
Debe destacarse que Singer, al igual que Engelhardt, parten del pensamiento de John
Locke, para quien la “persona” es “el ser dotado de razón y reflexión, que puede
considerarse a sí mismo como sí mismo, es decir, como la misma cosa pensante en
diferentes lugares y tiempos”. Se trata de una definición de tipo inmanentista, es decir,
centrada en la dimensión pensante de la persona, y que olvida que el cuerpo también
es constitutivo de la misma. Recuerda en este sentido al dualismo cartesiano según el
cual la persona se identifica como la res cogitans, con la “cosa pensante”, mientras que
el cuerpo solo sería una res extensa, un mero objeto externo. La dimensión corporal, en
el pensamiento cartesiano, aparece así relegada al “mundo exterior”, como si fuera un
mero instrumento de la persona y manipulable a voluntad por ésta.
¿Cómo juzgar las posturas de Engelhardt y Singer desde el Derecho? Ante todo, cabe
destacar que el pensamiento jurídico, tal vez con su mayor acercamiento con la realidad
cotidiana, es claramente contrario al dualismo filosófico. Es por ello que, por ejemplo,
el Derecho identifica todo daño causado al cuerpo como un daño causado a la persona
misma. En otras palabras, parece existir entre los juristas un consenso sobre el punto
siguiente: el cuerpo humano no es la propiedad de la persona, sino que es la persona
misma.
Para el Derecho, la autoconsciencia no es definitoria de lo que es persona, sino que esta
última se integra con un cuerpo animado por un espíritu. Ambos elementos son
indisociables, al menos mientras la persona se encuentre con vida.
La consciencia de sí es un acto que la persona puede o no realizar, pero ese acto no se
confunde con la persona misma. Los actos de la conciencia son los actos de alguien. Para
ser consciente, primero es necesario ser. Debe evitarse por tanto la confusión entre un
acto del sujeto y el sujeto mismo. El acto de autoconsciencia no es constitutivo del
sujeto, sino que es sólo una de las expresiones de su personalidad.
Por otra parte, si el ser de la persona se apoyara enteramente en su autoconsciencia,
ello querría decir que la persona viene a la existencia gradualmente. El niño de un año
de edad, que apenas es autoconsciente de sí, sería solo parcialmente una persona.
Ahora bien, el ser personal, dotado de unicidad, no puede por principio venir a la
existencia gradualmente. Sólo las cosas constituidas por una multitud de elementos
pueden comenzar a existir gradualmente. Se puede hablar de una “mitad de casa”, pero
no se puede hablar de una “mitad de persona”. La persona goza de la simplicidad
ontológica sobre la cual tanto se ha escrito a lo largo de la historia de la filosofía. La
persona no es susceptible de una ontogénesis gradual, sino que sólo puede venir al ser
de modo instantáneo.
La tesis de Engelhardt y Singer se inspira de una visión empirista del hombre que reduce
a éste a ciertas funciones. Se confunden así dos planos enteramente distintos: el plano
del ser y el plano del obrar. Tal como señala Vittorio Possenti, la persona viene de este
modo a ser “disuelta en sus funciones”. Es como si la personalidad humana fuera
identificada a una suma de actividades, en lugar de ser reconocida como el acto de ser
fundante del individuo.
En este sentido, la tesis de la autoconsciencia supone un reduccionismo antropológico,
dado que se toma una parte de la persona (ejercicio actual de la autoconsciencia) como
si ella fuera el “todo”. Por ello se ha afirmado que se trata de una posición
intelectualista, en cuanto discrimina a lo seres humano según su inteligencia,
atribuyendo a los individuos intelectualmente más pobres un valor inferior a los demás.

Se olvida en esta tesis que el ejercicio de la autoconsciencia no es una actividad más


“personal” o “humana” que otras que puede realizar el hombre. De hecho, todas las
funciones biológicas fundamentales (p. ej. alimentarse, procrear, etc.) no son en el
hombre funciones puramente animales o “a-personales”. Por el contrario, son actos
profundamente personales. En este sentido, los rituales que habitualmente rodean a
esas diversas actividades en los distintos pueblos nos muestran que ellas poseen una
significación particular, y suponen mucho más que meros “datos biológicos”. En otras
palabras, “la personalidad no es en el hombre algo separado de su animalidad”.
Pero, más allá de la cuestión filosófica de fondo, si nos limitamos a las consecuencias de
la tesis de la autoconsciencia, pareciera claro que ella nos conduce hacia una sociedad
cruel, en la que los individuos más dotados ejercen un poder absoluto –de vida y de
muerte- sobre los más débiles. Es allí donde el Derecho entra abiertamente en choque
con tal postura. Es que el Derecho es todo lo contrario de la “ley del más fuerte”. La
función del sistema jurídico es precisamente la de salvaguardar la igual dignidad de
todos los seres humanos. Su tarea principal consiste en compensar los desequilibrios
naturales que se dan entre los individuos, a fin de asegurar que todos sean igualmente
respetados. Por ello crea la categoría de los “incapaces”, que no son menos persona que
los “capaces”.
La noción misma de “derechos humanos”, es decir, de derechos que corresponden al
hombre por el sólo hecho de ser hombre, entra en conflicto con la perspectiva
reduccionista de “persona” que comentamos. Es que, como destaca Spaemann, “si debe
haber algún sentido así como derechos humanos, entonces sólo puede haberlos en el
supuesto de que nadie esté capacitado para juzgar si yo soy (un) sujeto de tales
derechos. Pues la noción de derecho humano indica precisamente que el hombre no se
convierte en miembro de la sociedad humana mediante una captación realizada sobre
la base de determinadas características, sino en virtud del propio derecho. En virtud del
propio derecho solo puede significar: en virtud de su pertenencia biológica a la species
Homo sapiens. Cualquier otro criterio convertiría a unos en jueces sobre los otros. La
sociedad humana se convertiría en un closed shop y la noción de derecho humano
quedaría eliminada de raíz. Sólo cuando el hombre es reconocido como persona sobre
la base de lo que es simplemente por naturaleza, puede decirse que el reconocimiento
se dirige al hombre mismo y no a alguien que cae dentro de un concepto que otros han
convertido en criterio para el reconocimiento. Como es natural, de aquí se deduce
también que todo límite temporal para su reconocimiento inicial como hombre es
convencional, y, por lo mismo, tiránica”.
En síntesis, pareciera que la posición más justa es la que reconoce a todo ser humano
como “persona”, independientemente de sus cualidades, de su edad o de su estado de
salud física o psíquica. En esta perspectiva, la persona es el individuo que pertenece a
una naturaleza racional (naturae rationabilis individua substantia), según la clásica
definición de Boecio. Pero el pertenecer a una naturaleza racional –como es la
naturaleza humana- no supone que el individuo en cuestión pueda ejercer de hecho y
actualmente las funciones racionales. Para ser “persona” basta, en este enfoque, con la
simple pertenencia a la especie humana, no siendo exigible ningún requisito adicional.
Como se advierte, la sociedad moderna está enfrentada en el campo bioético a un
trabajo indispensable de revalorización del ser humano y de su dignidad. Los juristas
ocupan en esta tarea un lugar eminente, ya que “su palabra es esencial a la posibilidad
de supervivencia de los seres humanos en tanto personas”. Este trabajo pasa por una
desideologización de la perspectiva reduccionista de la persona. Ya que si la persona no
se encontrara en su cuerpo, o mejor, si no fuera su cuerpo, ¿dónde podríamos
encontrarla? ¿No correría el riesgo de desaparecer, o de convertirse en una mera
abstracción? ¿Cómo haría el Derecho para protegerla?
El desarrollo de la medicina plantea así a los sistemas jurídicos un desafío enorme y
atractivo a la vez: reafirmar el respeto igualitario, es decir, no discriminatorio de todos
los seres humanos.

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