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Renzo Esteban Pesano, núm. de legajo 108204/9.

Historia de la historiografía,
comisión b de trabajos prácticos.

El siguiente texto es una respuesta tentativa a una pregunta de parcial (de ahí sus
limitaciones de estilo). A partir de un artículo de J. A. G. Ardila (2004) se buscará hallar
conexiones y líneas interpretativas entre la representación del pasado y del pueblo español
que Miguel de Unamuno realizó en su primera colección de ensayos (En torno al
casticismo, publicada en 1895) y los aportes en el campo historiográfico de dos pensadores
del siglo XX: Lucien Febvre (quien, a partir de sus investigaciones sobre el siglo XVI,
reivindicó para el trabajo del historiador el estudio de la psicología colectiva, las
estructuras mentales y las creencias propias de una época, op. cit., pp. xi-xiii y 2) y Michel
Foucault (para quien a través de un estudio arqueológico de los saberes, de inspiración en la
genealogía nietzscheana, es posible documentar un conjunto de transformaciones
“necesarias y suficientes” que, en la transición del siglo XVIII al siglo XIX, nos informa de
la aparición de nuevos marcos conceptuales para la producción de la verdad y de los
discursos científicos, 2013 p. 160); un tercer enfoque historiográfico se incorpora en la
redacción de este trabajo (a modo de introducción y también como conector entre las
temáticas a desarrollar y el artículo a partir del que estas reflexiones surgen): el de la
microhistoria. Si consideramos libremente, siguiendo a Levi (1993), que de lo que se trata
en el artículo de Garrido Ardila (“los caracteres nacionales según en torno al casticismo de
Unamuno”) es de una investigación “basada en la reducción de la escala de la
investigación” y en “un estudio intensivo del material documental” (p. 14) (en este caso, un
libro de ensayos editado en 1895 sumado a la reposición biográfica de las ideas de su autor
en los meses inmediatos a su publicación a través de la lectura de sus cartas y de otras de
sus obras) entonces, de lo que se trataría allí es de una comunicación académica que indaga
las posibilidades abiertas en el análisis de “vastas estructuras sociales” (en este caso,
pertenecientes al campo de la cultura y de las ideas en la España de fines del siglo XIX) a
partir de la exploración de un “espacio social individual” (ib.) (las influencias intelectuales
y generacionales en la conformación de un pensamiento histórico nacional al comenzar
Unamuno su carrera como autor y figura pública). Hablar, entonces, de lo que pensaba el
filólogo vasco en su temprana madurez es hablar (atendiendo a aquella problemática de la
que Levi nos advierte al referir la “diferenciada multiplicidad de representaciones” que
puede devenir de la interpretación de cualquier tipo de estructura simbólica; problemática
que es, lato sensu, la que supone definir los alcances y los límites del funcionamiento de la

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racionalidad humana en contextos específicos, p. 34) de la amplitud de un universo de ideas


y de, por plantearlo en los términos de Febvre, “utensilios mentales”, situados en una
dimensión espacial y temporal claramente definida: la crisis de la modernidad española, el
así vivido por sus contemporáneos como Desastre del 98.
Y es que, ya antes de la derrota española de aquel año, figuras como Unamuno y
Ganivet (Garrido Argila, op. cit., p. 87) evaluaban la existencia de una crisis española
aguda y de largo plazo, crisis cuyas consecuencias se manifestaban holísticamente a nivel
nacional y que era razonada como la desintegración de las ideas madres (Ganivet) o de las
normas eternas (Unamuno) al adentrarse España en la modernidad. Frente a la crisis surgió,
en las obras de estos autores precursores de la generación del noventa y ocho, un esquema
hermenéutico y estimativo en común (Laín Entralgo) que los orientó a un estudio
antropológico, politológico y etnográfico (en los ensayos de Unamuno que vamos a
analizar se trataría de una “contemplación de la psicología del pueblo castellano” a lo largo
de su desarrollo histórico secular y en relación a las características geográficas de la región
central de la península ibérica) detrás del cual existía una expresión de deseo: la
regeneración espiritual de España (pp. 83-85).
En su libro sobre el problema de la incredulidad en el siglo XVI Lucien Febvre
definió que a cada civilización y, más en específico, que a cada época de una civilización
con sus desarrollos técnicos y científicos, le corresponde una serie de “utensilios mentales”
que resultará adecuada para responder a las urgencias y a los interrogantes que le son
característicos; utensilios, pues, cuya aplicación está anclada a un presente relativo, que no
son transmisibles o que carecen de valor si los trasladáramos a otra época (Febvre, op. cit.,
p. 122). Ahora bien, considerando que existen “conjuntos mentales” que se originan según
las necesidades y los problemas que surgen en períodos específicos de la historia de los
pueblos: ¿Cuáles fueron los que le permitieron a Unamuno construir sus propias
herramientas conceptuales para interpretar y recrear una imagen del pasado castellano?
Encontramos, en un primer lugar, las ideas propias de una tradición política: la del
socialismo. “Frente a la historia escrita por la aristocracia y la burguesía, Unamuno reclama
el valor de la intrahistoria, que es la historia del pueblo llano, la historia entendida desde
una perspectiva puramente socialista” (Garrido Ardila, op. cit., p. 94).

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Ahora, si nos aproximamos al primer ensayo de los que conforman en torno al


casticismo, queda planteada la exposición de una consigna: la búsqueda de la tradición
eterna es más que una indagación histórica, relacionada exclusivamente con el pasado; es,
por el contrario, una búsqueda que se ha de realizar también en el presente y su carácter es,
por lo tanto, intra-histórico (Unamuno, op. cit., p. 43). ¿A qué se refiere con esto
exactamente? Para explicarlo tenemos que remitir a un hecho fundamental en relación al
origen y el desarrollo de las “estructuras mentales” en las que el filólogo vasco se inspiró
porque, en un segundo lugar, las ideas de Unamuno expresan una posición sumamente
heterodoxa dentro de los círculos socialistas españoles. Según queda registrado en sus
cartas y, para algunos autores, en la propia redacción de en torno al casticismo (pues
consideran el año 1895 como un punto de inflexión en su pensamiento filosófico y político)
Unamuno descartó el materialismo, descartó el cientificismo racionalista y abrazó, en
cambio, una concepción más bien utópica e impregnada por una vindicación de la
irracionalidad, de lo intuitivo, del sentir y de la vida. Él mismo escribió: “Me conviene
advertir, ante todo, al lector de espíritu notariesco y silogístico, que aquí no se prueba nada
con certificados históricos ni de otra clase, tal como él entendería la prueba; que esto no es
obra de la que él llamaría ciencia…” (ib. p. 25). Así, Unamuno asume, frente al
materialismo, un compromiso con lo que él denomina misticismo (y esto aun desde una
identificación con el socialismo) (Garrido Argila, op. cit., pp. 93-94). Y esto lo lleva a
interpretar el Volkgeist: el espíritu del pueblo (idea extraída de Hegel y cuyo origen puede
rastrearse en Herder; idea que en Unamuno se corresponde con los caracteres nacionales de
un pueblo, el “espíritu de la casta” castellana). El espíritu del pueblo se enmarca en la
tradición eterna: el Weltgeist hegeliano, el espíritu del mundo, que en Unamuno es “el
fondo del ser del hombre”, “la masa idéntica sobre que se moldean las formas
diferenciales” (Unamuno, op. cit., p. 40). Ahora sí podemos comprender la particular
concepción de la historia, la intra-historia, que es el concepto clave y la principal
herramienta conceptual, originada en el fondo de las mentalidad colectivas de su época, la
segunda mitad del siglo XIX, que anima estos ensayos: “las olas de la Historia”, escribió
Unamuno, “con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo,
hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo
último fondo nunca llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda

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del ‘presente momento histórico’, no es sino la superficie del mar, una superficie que se
hiela y cristaliza en los libros…(L)os períodicos nada dicen de la vida silenciosa de los
millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se
levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor
cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madrépora suboceánicas echa las bases
sobre que se alzan los islotes de la Historia” (ib. pp. 37-38). Este pasaje viene a manifestar
una diferenciación entre la mera historia (“el presente momento histórico”) y el fondo
colectivo, inconsciente y eterno que es el sustrato (definido a través de una comparación
con el fondo del mar) de la tradición eterna y que vive plenamente en el presente: “en el
fondo del presente hay que buscar la tradición eterna, en la entrañas del mar, no en los
témpanos del pasado...” (ib. p. 39). Lo interesante de estas nociones que según Argila
Garrido (op. cit., p. 94) “resuenan a misticismo” es que se hallan sin embargo situadas en
una interpretación que plantea la confluencia de los pueblos en la Internacional de los
trabajadores preconizada por Marx con una concepción antirracionalista que reniega del
cientificismo y que se compromete en una elaboración de carácter intuitivo sobre las
características esenciales de la “casta” castellana.
Febvre ilustró, a través de la lectura de poetas y teólogos del siglo XVI, cómo las
formas de pensar de las personas en una determinada época difieren radicalmente de las
nuestras. Unamuno, precisamente, escribió durante toda su vida ensayos creando sentidos y
significados en torno al ser de España y de los pueblos que habitan la península Ibérica. Sus
preocupaciones lo llevaron a la construcción de un conocimiento sobre temáticas que hoy
en día nos resultan indiferentes: así, por ejemplo, su interés por identificar diferencias y
particularidades entre las razas es una inquietud intelectual que en nuestro presente, a través
de la crítica a la aplicación indiscriminada de las ideas de Darwin a las ciencias sociales
(Unamuno fue lector de Spencer) y la de las corrientes postcoloniales, se nos presenta como
un derroche de energías en defensa de ideas que sólo pueden hallar su origen en una
perspectiva racista y eurocentrada de la historia. Y aun contemplando este punto de vista,
Unamuno se me presenta como un entrecruce fundamental en la tradición de la
intelectualidad europea: su definición de la raza está ligada a una valoración de la lengua
(es decir que el “espíritu” de, por ejemplo, el pueblo vasco está definido por su idioma – en
su ensayo la cuestión del vascuence considera que se trata de una lengua primitiva en

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relación al latín y el castellano – y no por discriminaciones de raíz biologicista) y a


conceptos como el de la intrahistoria, desarrollado líneas arriba, que revelan una
transformación epistemológica que coincide, a nivel regional europeo, con la crisis de fin
de siglo XIX. Y, por lo tanto, con las determinaciones de lo inconsciente, con esa
ponderación frente al fenómeno propiamente humano que es el lenguaje, con el
descentramiento final de la personalidad humana que, a fin de cuentas, ni siquiera se posee
a sí misma porque ocurre que una estructura (oculta, de carácter “suboceánico”) dicta desde
el fondo de su psique o del “espíritu de su raza” los avatares de su existencia. Merece un
pensamiento, entonces, el hecho de que las obras y las vidas de Freud, de Saussure y de
Unamuno sean sincrónicas, contemporáneas, porque en mi opinión esto no es casual.
Esto viene a cuenta de las ideas de Michel Foucault. Para este autor existe un
isomorfismo en la producción de los saberes de un determinado contexto histórico. Así, el
estudio de diversos campos tanto teóricos como prácticos (por ejemplo, el tratamiento de la
locura o de los mecanismos de disciplinamiento) le llevó a establecer una diferenciación
entre un período que se cierra a finales del siglo XVIII y un período posterior: la edad
moderna. En una entrevista manifestó: “…sólo puedo definir la edad moderna en su
singularidad si la opongo al siglo XVIII, por un lado, y a nosotros, por otro. Para poder
llevar a cabo sin cesar la división, es preciso hacer surgir debajo de cada una de nuestras
fases la diferencia que nos separa de ella” (Foucault, op. cit., p. 170). Pero yo me pregunto:
¿Qué hay entre nosotres y el siglo XIX? ¿Qué diferencia nos separa de aquella fase?
Tenemos, así, a finales del siglo XIX, un isomorfismo en el campo de la literatura y
la filosofía europeas en la elaboración de conocimientos y saberes que oponen una crítica al
positivismo y al cientificismo guiado por la razón. En un libro en el que Luckacs detalló las
trayectorias del irracionalismo filosófico que condujeron finalmente a la ideología del
nazismo, Kierkegaard aparece como un precursor. Dentro de este parentesco paradigmático
irracionalista de finales del siglo XIX y principios del XX habría que añadir los nombres de
Nietzsche, de Tolstoi, de Carl G. Jung, de Thomas Mann y de Hermann Hesse, de
Heidegger, de Dilthey y de Spengler. La reivindicación unamuniana de Santa Teresa frente
a René Descartes, su defensa de la espiritualidad frente a la racionalidad, cobra sentido,
desde mi punto de vista, como momento de ruptura epistemológica en el que personas
modernas elaboran una crítica a la modernidad con sus propias herramientas conceptuales.

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Bibliografía.
Febvre, Lucien, 1959 (1942), El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La
religión de Rabelais. México, UTEHA.
Foucault, Michel, 2013 (1967), “Sobre las maneras de escribir la historia
(conversación con Raymond Bellour)”, en Castro, Edgardo (ed.), ¿Qué es ustedes profesor
Foucault? Sobre la arqueología y su método, Buenos Aires, Siglo veintiuno, pp. 153-172
(selección de artículos compilados en francés de forma póstuma en varios volúmenes bajo
el título Dits et écrits).
Garrido Ardila, J. A., 2004, “Los caracteres nacionales según en torno al casticismo
de Unamuno”, en Cuadernos de la cátedra Miguel de Unamuno, publicación de la
Universidad de Salamanca, vol. 39, pp. 81-105.
Levi, G., 1993, "Sobre microhistoria", en BURKE, P. (ed.), Formas de hacer
historia. Madrid, Alianza
Unamuno y Jugo, Miguel de, 1964 (1895), “En torno al casticismo”, en Ensayos,
tomo 1, Madrid, Aguilar, pp. 23-141.

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