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Cuando mis nietos me pregunten cómo conocí a su abuelo, probablemente comience el cuento
diciendo que era mi cumpleaños y que en la fiesta sólo estuvimos presentes mis padres y yo por
culpa de un virus chino y una cuarentena.
De cualquier modo, afirmar que el virus es chino es impreciso, especialmente cuando las científicas
que demostraron que el origen de la pandemia tuvo lugar en un laboratorio en Arizona aparecieron
muertas en circunstancias misteriosas. Misteriosas es una forma de decir, no me acuerdo cómo se
dice cuando los restos que se encuentran tras la inesperada explosión de un avión resultan ser un par
de brazos maniatados.
Hay muchas palabras que ya no recordamos y hay muchas otras que ya ni siquiera sabríamos
escribir, aunque supiéramos qué significan.
Hace un par de días, hicimos FaceTime con el hijo más chico de mi hermano por su cumpleaños.
No consiguió leer la tarjeta a mano alzada que le habíamos enviado junto al videojuego.
Literalmente, pensó que era un dibujo. A los niños ya no les hacen escribir a mano en la escuela.
El esposo de una de las científicas muertas reconoció el anillo de bodas, dijeron online, pero
después no se supo nada más. Después fue todo silencio virtual, una calma impensada.
El silencio que vino me exige cuestionarme alguna cosa, pero puertas adentro lo revolucionario
tiende a ser un tanto más frágil. Sé que es preciso pedirle explicaciones sobre la tormenta a aquellos
que permanecen en calma frente al caos, pero ni siquiera sé con quién tendría que hablar. No
conozco el nombre de muchas personas que tienen el mundo a cargo.
También es cuestionable esto de llamar cuarentena al encierro: el ocho de marzo pasado cumplimos
veintinueve años en casa. Es un montón. En internet le dicen “la pausa”.
Recuerdo perfectamente el primer año: fue una locura. Yo habré tenido poco menos de seis, pero
retengo en detalle las imágenes que vi en YouTube (en la época que YouTube era gratis): personas
que jamás se hubiesen saludado combatiendo cuerpo a cuerpo contra la policía y el ejército para
hacer valer su derecho de circular libremente.
De esa gente rebelde ya no queda nada, del ejército tampoco.
En los siguientes dos años, el veinte por ciento de la población adulta se había suicidado. Mi abuela
también se suicidó, aunque mis padres quieran creer que se confundió con los remedios. Yo ya no
discuto sobre la muerte de la abuela. Yo hubiese hecho lo mismo. Lamento siempre haber sido la
oveja cobarde de la familia.
El año que Gonzalo se fue de casa se pusieron más bravos con el tema de los traslados. Ese mismo
año, me olvidé de la palabra parque y aprendí la palabra paradero. Me olvidé de la palabra río y
aprendí la palabra muerte.
Sucede que la gente se moría por todos lados.
Cuando nació mi sobrino, China comenzó a construir la primera ciudad hermética, diez metros
debajo de Chengdu. Ayer, a cincuenta pies de la vieja Madison, Wilson inauguró Underland, la
ciudad subterránea más grande del inframundo, del tamaño de Tucumán.
En la Tierra ya no queda nadie, nos dijo mi abuela la noche antes de confundirse con los remedios.
Éramos un hormiguero, ¿te acordás que éramos un hormiguero, Cacho? Lavalle y Florida, qué días.
Ahora somos los restos del veneno. El mundo allá afuera resplandece y a nosotros nos siguen
prohibiendo pisar el césped. Qué picardía. Si tan sólo pudiera pisar el césped una última vez.
Esa noche pensé mucho en la abuela. Es cierto que nos habíamos visto solamente dos veces fuera de
la virtualidad: cuando nací y cuando se fue Gonzalo. De cualquier modo, la memoria de mi piel
sabe todo sobre su abrazo.
Del día que nací recuerdo cada detalle: el color de la sala, la voz de los médicos, los ojos de mi
padre llenos de lágrimas, la voz amorosa de la abuela. Habré visto la grabación medio millón de
veces.
Cuando Gonzalo se fue, yo era chiquita. Entre él, mamá y papá le pagaron el Uber a la abuela. De
esa noche tampoco me olvido más, aunque los videos pasen a revisión y el gobierno piense que son
peligrosos y los suprima.
Esa noche, la abuela estaba radiante. Contenta como ninguna pantalla pudo mostrármela alguna vez.
Brillaba como la luna bajo la luz opaca de la casa, tenía olor a crema y a colonia y una sonrisa que
se llevaba por delante nuestros suspiros.
Ya nos conocíamos, sí, pero no era lo mismo. Sentí de inmediato que no era lo mismo. Las pantallas
nunca podrán reemplazar lo que se siente hundirse en la carne tibia de la persona que amamos.
Esa noche, la abuela y yo nos enamoramos para siempre.
Cuando se tuvo que ir, lloré desconsolada. Gonzalo se ofendió, me dijo que por él no había llorado
tanto, pero no le presté atención. El pecho me ardía como un millón de gotas de agua hervida
salpicándome por dentro. Hoy, tantos años después, vengo a confirmar lo que entonces sospeché:
que jamás volvería a llorar así por nadie.
La visita fugaz de la abuela había resultado ser alguna certeza, la prueba de que existe un mundo
paralelo en el que los nidos vuelan hasta los pájaros.
El alma se me escapaba de a gritos. La abuela me abrazó con todas sus fuerzas y me dijo yo voy a
estar con vos para siempre. Después me quedé dormida.
Cuando me desperté era de día y Gonzalo y la abuela no estaban. Mi mamá me dijo si gritás te
vamos a tener que poner otra inyección. Cacho me dijo vos entendés que no va a poder venir nunca
más la abuela, ¿no?
En efecto, la abuela no vino nunca más.
Se mató mucha gente cuando prohibieron las visitas, pero mi padre no tocó el tema. De algunas
cosas no se hablaban porque no era recomendable. Algunas ideas podrían traducirse en conductas
de riesgo para el individuo y la célula, explicaron los mismos médicos que habían inventado la
inyección para dormir a los nenes que no podían controlarse con las visitas.
Mientras cenábamos, llegó la encomienda. Gonzalo me había mandado maquillaje digital. Le habrá
costado carísimo, pobre estúpido. No sé de dónde sacó la idea de que me gusta filmarme con la cara
llena de ese barro inmundo que cobra vida frente al ojo de la cámara. Igual, le dije que gracias. Se
ofende fácil, él. Mi mamá dice que es delicado.
Fue papá el que se dio cuenta de que había algo más en el fondo del mensajero hermético: un sobre
pálido que había pasado desapercibido contra el fondo blanco de la caja. Lo agarró con la mano
libre y leyó en voz alta.
Un rato después, ya en mi dormitorio, mientras colocaba el recuerdo portátil en el lector de la
pantalla, la voz de mi padre todavía hacía eco en mi cabeza:
"A Trinidad, en su cumpleaños número treinta y cinco. Tu abuela"
Juan Solá
Nació en La Paz, Entre Ríos, en enero de 1989. Es narrador y editor del sello Árbol Gordo.
Publicó las novelas Naranjo en flúo (Sudestada, 2019), La Chaco (Hojas del Sur) y Ñeri
(Hojas del sur), y los libros de relatos Microalmas (Sudestada) y épicaurbana (Sudestada).
Virginia Feinmann
Nació en Buenos Aires en 1971. Fue, y ocasionalmente vuelve a ser, periodista, traductora,
editora, docente y librera. Ha publicado ficción breve en el suplemento literario
de Página/12 y en las revistas Letras Libres, La Granada, La Gaceta y El Coloquio de los
Perros. En 2016 apareció su primer libro, Toda clase de cosas posibles, por el sello
independiente Mulita. Varios de sus microrrelatos, de fuerte circulación en las redes sociales,
han sido adaptados para radio, teatro y espectáculos de narración oral.