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Eran de mi padre y quedaron para mí. Quizás nunca los tocaré. Son dos cajones
de libros de química antigua que alternan con cabalísticos, astrológicos y quirománticos.
Con los de química no quería hacer nada bueno: falsificar vinos y licores. Creo que lo
hizo, porque son más efectivos que cualquiera de los otros, el adivinador de la lotería
por ejemplo. Han venido conmigo a todas las pensiones porque no me atrevo a
venderlos ni a tirarlos. Tienen algo de mi padre o él tenía algo de ellos, y yo nada tengo
de él, excepto esto.
Excepto esto y la mudez. No era mudo él, no. Pero fue por él. Yo tenía
diecinueve años y estaba enamorado. Entré en el baño y ahí estaba mi padre, en la
bañera, bajo la lluvia, sí; pero colgado del caño de la flor.
El pericote, que de tan joven podía confundirse con un ratón, entró de día, en la
siesta, quizás en fuga de alguna persecución infantil. Los chicos se bañan ahí al fondo,
en el canal, bajo el sauce. Pasan las horas desnudos, alborotando. Hacen puntería sobre
alguna lata o sobre algún animalejo. Escarban las cuevas. De vez en cuando muere
alguno, alguno de los chicos, se entiende, que muere ahogado.
El pericote se iría, sí, apenas digerido el miedo al amparo de los cajones surtidos
de cábalas de mi padre. Mi padre habría dicho: Pobreza; anuncia la pobreza. Yo, de
pensarlo, tendría que haber preguntado: ¿Aún más?
Proseguí convocando el sueño, que, despreocupado de mí, hacía las cosas a
medias: No me tomaba del todo.