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Y
cuanto más se tocaban, con sus tensiones, más calamidad, despertaban en el
ambiente. Con terrores, que se arañaban a bocanadas limpias, sin más ánimo
que el que se contagiaban. En definitiva, sonidos, que sin micrometrar, caían en
los olvidos, de eras, con nombres, extraños.
Ingresando en sus imaginarios, después, de haberlos gestado tanto tiempo
antes.
Pero alguien dijo, pa ésto no abras la boca.
Y realmente no lo hice, solo miré. Y miré en el orden de mi memoria. Miré, como
se encogían de brazos en los jardines, las raíces, que se deshacían con la
tierra. Como quien rompe a llorar, mucho tiempo después, de su tiempo
perdido.
Y sin dar movimiento temático, a la noche, sin colocar la tranquilidad del trineo
que tira hacia las páginas, con suaves corrientes de aire, llamando a la ventana,
me dispuse a contar una historia, que no contaba nada, pero que si se adentra
en los ojos del sentirlo. En los ojos de quien masca la luz, sin agujeros. En quien
se desdobla a mitades, y, cabalga sin estar condensado.
Del cantar de una época que clama un dolor. Uno al que le ponen nombre, con
su ley del abatimiento. Una que descarga en su enamoramiento el mismo dolor
que descargaba por si mismo.
No se trata de las reglas, esta vez.
Solamente deshago lo que hago, para que se haga con y de otras maneras.
Pero sin dolores, como quién susurra mentiras a los engaños para que se
conviertan en verdades
Tengo amigas, como tengo manos, las que son, necesarias. Cada día las siento
mejor, aunque no me agrade no poder quererlas como se lo merecen.
Asi transcurre la vida en los parajes de la soledad, mientras me cuento que en
el escribir hallo la manera más fina de rellenar ese hueco.
Mi madre es preciosa.
Cualquier madre lo es, solo por el hecho de serlo.
Y cualquier mujer que no lo sea también es preciosa, por ser hija.
Si cruzara el río con el embuste de la corriente me convertiría en agua para
acariciarte.
Pero la soledad me puede, y no necesito a nadie.
Rompería a llorar nubes de algodón por mis ojos, para que te comieras mis
lágrimas, para que pudieses sujetarlas y supieras cuanto duele no poder
abrazarte.
Pero ni eso es verdad.
Yo te contaría mil cuentos si me dejaras.
Pero ya, nadie quiere escucharme.
Una vez, en una comida al aire libre, a pie de playa, me encontré una perla.
Una gota de mar disecada.
Una gota del océano monstruoso.
Y se la obsequié a una amiga, a una gran amiga.
La perla en forma de lágrima se lo susurró a mi mano, cuando la toqué, y la
abracé con mis dedos desde la silla donde estaba sentado.
Y esa fue la obligación, sin requisitos que tuve que ofrecer.
Con mi corazón ambulante.
Con mi cuerpo hecho un desastre.
No sabré que bien hice, ni por qué.
Pero no, no lo hice mal.
Sé, que estuvo bien.
Los encontronazos siempre dejan una parte de lo que fuiste en shock, solo por
un momento. Ya no me acuerdo de ella, no se ni como es su voz, cuando no
canta, pero es digna de mención. De algo me acuerdo sí, solía cantar delante
de cualquiera, y a mi me impresionó, bueno me impresionó porque quería
impresionarme. Aquella chica me enseñó algo del querer, me enseñó a no
equivocarme con los celos, porque fui sencillamente la pena que infunde a la
obsesión. Fui otro tipo de mierda más fina, pero al fin y al cabo esa mierda de
egoísta inacabado. Por no decir que sí, era simpática, muy simpática, pero no,
no me acuerdo de ella. Supe quien eras hace mucho tiempo, ahora no se
realmente quien eres.