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Entrevista publicada en el periódico El Tiempo 16 de abril de 2023

‘Yo soy congénitamente optimista’, dice el científico


Moisés Wasserman
El científico bogotano presenta en la Filbo Reflexiones en cápsulas'. Entrevista.

El científico y exrector de la Universidad Nacional de Colombia (UN) Moisés


Wasserman se devuelve a sus años de infancia y juventud, el momento
cuando quedó sembrada la primera semilla de lo que sería hoy su faceta como
columnista de este diario y de otras publicaciones, tan aplaudida por tantos
lectores. Precisamente, el académico presentará en la edición de este año de la
Feria Internacional del Libro de Bogotá su nueva publicación, 'Reflexiones
en cápsulas. Un diálogo entre la ciencia, el conocimiento y la sociedad'.

Wasserman comenta que en su niñez “tragaba” cualquier lectura que se le


atravesara. “Incluso unas que hoy –dice– algunos teóricos considerarían impropias
para un niño”. Creció en un entorno familiar donde todos leían de manera
“omnívora”. “Recuerdo a mis padres, siempre sentados en la sala leyendo. Mi
hermana y mi hermano (menores que yo) también han sido lectores desde
pequeños”.

(Lea además: Mario Mendoza: ‘El sistema embrutece y esclaviza’)

Tal vez esa influencia de sus padres fue determinante en la curiosidad que
este bogotano, nacido en 1946, mostró desde un inicio. Su madre fue
bacterióloga de la Universidad Nacional, “apenas años después de que se
permitiera el ingreso de mujeres a la universidad”, recuerda Wasserman en un
emotivo texto introductorio de su libro.

“Mi padre estudió medicina en Francia, con enormes dificultades para un


joven judío pobre, en la Europa xenofóbica y antisemita, que se acercaba a la
guerra y al horror nazi”, cuenta el autor, quien con un toque de humor continúa
describiendo su entorno más cercano: “Mi hermana es educadora de niños con
necesidades especiales, mi hermano es médico y pintor, mi hijo profesor de
química teórica, mi esposa devora unos tres libros por semana, y no nombraré a
tíos y primos, para no volverme pesado”.

Con un círculo familiar vinculado al amor por el conocimiento, Wasserman


comenta que los libros no solo adquirieron la categoría de “juguete”, sino que
fueron en su infancia y juventud un regalo “muy preciado”. Y con ellos, claro,
llegaron detrás los cómics, que él considera ideales para esa transición hacia los
textos sin dibujos. “Todas las semanas recibía un peso con cinco centavos, con
los cuales compraba tres revistas (desde entonces sabía automáticamente, sin
necesidad de calcular, que treinta y cinco por tres da ciento cinco)”, dice.

De esas primeras lecturas que cayeron en sus manos, el bioquímico


recuerda con especial cariño la famosa colección española Araluce. “Había
versiones para niños de todo (que, al menos a mí, no me quitaron el apetito por la
versión completa). 'La Ilíada', la 'Odisea' y la 'Eneida' junto al 'Quijote' (en dos
volúmenes como se debe); biografías de famosos (algunos que hoy son famosos
desconocidos), y títulos exóticos, por ejemplo, 'Las aventuras de Till Eulenspiegel',
héroe popular del folclor alemán, o 'El lazarillo de Tormes', español. Todo parecía
interesante, porque en realidad todo es interesante”.

“Leer y conocer se convirtió en una especie de concurso emocionante de


acumulación de logros”, anota. A esa primera formación intelectual, el profesor
atribuye esa capacidad inicial de establecer conexiones entre diversas ideas y
temáticas, como son sus columnas. “Cuando uno lee muchas cosas y muy
diversas encuentra relaciones sorprendentes entre ellas; los humanos somos
diversos y diferentes, pero ¡cómo nos parecemos!”, anota.
El libro es editado por Intermedio Editores.

Foto: 
archivo particular

“Cuando cumplí los 13 años, en el 'bar mitzvá', algunos amigos de los


padres regalaban plata. Mis padres no me censuraban, y en la Bogotá de esos
tiempos uno podía, a los trece, caminar hasta la librería Mundial en el centro de la
ciudad. Me compré 'La montaña mágica' de Thomas Mann, creo que por su peso y
volumen; la asumí como un reto. La leí de tapa a tapa, aunque seguro debí
haberme perdido (o dormido) en las conversaciones entre Castorp y Settembrini”,
recuerda.

De esos primeros años de vida, Wasserman recuerda entre sus compañeros de


kínder a uno –dos o tres años mayor que él– que se llamaba Bernardo Romero
Pereiro, que luego llegaría a ver en la televisión, convertido en un gran actor y
director. Tenían como patio de recreo el parque de la Independencia. Pero
completico, cuando todavía no lo había cortado la avenida 26. “Creo que lo único
que hacíamos en el kínder (y bien hecho) era jugar en el parque”, acota.

Luego ingresó al Colegio Colombo Hebreo, donde su prodigiosa memoria se


da el lujo de enumerar, con nombre y apellido, a los profesores tutelares de
Historia, Castellano, Geometría, Física, Filosofía y hasta Idiomas. “Tuvimos clases
de tres idiomas: inglés, hebreo y francés. Hasta hoy lo que puedo leer de francés
se lo debo exclusivamente a las clases de madame Messinger”, dice.

(Le puede interesar: Felipe Ossa: 50 años entre los estantes de la Librería


Nacional)

Y aunque estuvo a punto de estudiar Filosofía, cuenta que gracias a la insistencia


de su abuelo y de su madre se decidió por Química en la UN. En ese amor por la
formación integral, aprovechó esos años para tomar cursos también de Literatura
Americana, entre otras disciplinas. Recuerda con especial afecto uno de
Shakespeare que le dio un jamaiquino, el profesor Howard Rochester, que
además les reveló a él y a sus compañeros de entonces la música de los Beatles.
Por esa época, también conoció ese maravilloso fenómeno narrativo de nuestra
región que fue el boom latinoamericano.

Cuando terminó la universidad, la experiencia de su doctorado en la


Universidad Hebrea de Jerusalén, en Israel, “fue un paso más de ascenso a la
libertad intelectual”, recuerda Wasserman. Experiencia que se complementó luego
con un posdoctorado en la Universidad Estatal de Nueva York.

Además de haber sido rector de la UN, este amante obsesivo por el conocimiento
dirigió el Instituto Nacional de Salud, a mediados de la década de los años
noventa, y fue decano de la Facultad de Ciencias de la UN, antes de su llegada a
la rectoría entre 2006 y 2012. Su trabajo le ha merecido, entre otros, del
Premio Nacional al Mérito Científico, en la categoría de investigador de
excelencia, en 1996, y el reconocimiento del Mineducación por Vida y Obra,
en 2014.

La docencia, como es natural, ha sido en su vida un ejercicio de enriquecimiento


intelectual de doble vía. No solo por las discusiones que mantuvo con sus alumnos
en clase, sino por las decenas de tesis de grado, maestría y doctorado que dirigió
a lo largo de su carrera.

Su paso de ese mundo complejo de textos académicos a las columnas no fue algo
súbito. Él ya había comenzado a “calentar la mano”, cuando, como rector de la
UN, debió salir a explicar algunos problemas de la educación superior pública y las
razones por las cuales se oponía a algunas de las medidas propuestas por los
gobiernos. Luego, cuando se retiró, comenzó a hacer unas columnas que escribía
cada 15 días. Hoy su columna en EL TIEMPO de los viernes es una de las más
leídas.

Como buen científico, Wasserman tuvo muy claro que sus columnas deberían
cumplir con ciertas premisas que se planteó. “Me propuse abordar temas
interesantes e importantes, actuales, pero no pasajeros, que tuvieran una base de
conocimiento y que para mi sorpresa pasaban muchas veces desapercibidos.
Siempre me sorprendió que hechos muy interesantes, sobre los cuales la ciencia
ha hecho revelaciones sorprendentes, fueran considerados unos ladrillos
aburridores. Podría decir entonces que el objetivo fue discutir a distancia, con un
público amplio, temas de ciencia y educación con impacto en la sociedad.
Además, notará que con frecuencia repito la palabra ‘hecho’. Eso sugiere también
alguna intencionalidad”, comenta.

(Además: Lilly de Ungar: la librera que logró escapar de los nazis )

El también expresidente de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas,


Físicas y Naturales explica que su intención, a través de sus escritos, es
ofrecerle al lector unas bases. “Procuro no hablar de un problema sin explicar
antes en qué consiste. Posteriormente opino al respecto, a veces comparo mis
opiniones con las de otros autores o personajes públicos, y finalmente trato de
concluir algo sobre el hecho actual que me llevó a escribir la columna, y sobre sus
implicaciones. La condición sine qua non es decir algo nuevo. Si uno no tiene
nada que decir, es mucho más decente callarse”.

Moisés Wasserman, científico y exrector de la Universidad Nacional de Colombia.

Foto: 
cortesía Andrea Moreno/ Revista Credencial

Contaba usted que en su infancia la literatura fue determinante para abrir esa
mente inquieta de los primeros años. ¿Continúa leyendo literatura o poesía o
prima hoy el deseo por las obras de no ficción sobre otras temáticas
científicas?

Por falta de tiempo mis lecturas se han vuelto más restringidas. Todavía leo
novelas, pero muy poca (o nada) poesía. Aunque estoy pensionado y oficialmente
no tengo horarios, durante el día laboral leo ensayos y estudios; la ficción la dejo
para la noche. Leo varios libros al tiempo, en papel y electrónicos (Kindle). Los
electrónicos los subrayo, con el papel no he podido, es una reverencia un poco
mítica que me impide rayar los libros. Entonces, tomo notas; a veces en
cuadernos, otras veces en un papel muy cuadriculado y de color amable a la vista
que guardo en fólderes de tres anillos. No sé muy bien cómo paso de un libro a
otro, pero no es con un sistema tan organizado. Tal vez en mi caso es un poco un
juego de asociaciones el que me hace navegar entre ellos. Leo mucho en inglés y
en español. Los libros electrónicos tienen la ventaja de que llegan al aparato lector
30 segundos después de comprados en la red. Ocasionalmente leo novelas en
hebreo. Es sorprendente la cantidad que se publican para un público lector
realmente pequeño. Las disfruto mucho porque en español y en inglés leo muy
rápido, a veces imagino lo que dice en lugar de leerlo. En hebreo me toca ser lento
y cuidadoso, porque si no, pierdo el hilo (recuerde que en hebreo no se escriben
las vocales y a uno le toca hacer un ejercicio, a veces complejo, para construir las
palabras a partir de las raíces básicas y algunas reglas gramaticales). Eso lo hace
muy disfrutable.

Dedica usted el libro a su nieta, algo que invita a pensar en ‘el mañana’.
Cuando no se hace el ejercicio en la vida de autobservación, de pensar
sobre uno mismo –o cuando la humanidad no reflexiona sobre ella misma–,
¿dónde podemos terminar?

Mi nieta es una persona muy inteligente; es un verdadero placer conversar con


ella, pero apenas tiene ocho años. Algunos temas no le llaman la atención todavía.
Me encantaría conversar con ella más tarde, pero seguramente no voy a estar. La
gran magia de la escritura (que sin duda es el mejor invento de nuestra especie)
permite esa conversación asincrónica. Y usted tiene razón en lo que sugiere,
escribir también es una forma de pensar en el mañana. Yo soy congénitamente
optimista. Estamos en la Tierra llenos de amenazas, pero no tengo dudas de que
vamos a resolver las que podamos –si nos golpea un gran cuerpo celeste, pues
nada que hacer, pero lo que dependa de nosotros creo que lo vamos a manejar–.
Es decir, vamos a resolver la transición energética, lograremos detener el
calentamiento global (el que depende de nosotros), vamos a manejar la ‘bomba
demográfica’, produciremos más y mejor alimento, migraremos lento pero seguro
a sociedades más pacíficas, ricas e igualitarias. La ciencia y la tecnología jugarán
un papel decisivo en eso, espero que la política y la economía también.

(Lea además: ‘Me preparé toda la vida para contar a Julio César’: Santiago
Posteguillo)

Usted creció rodeado de la rica biblioteca de sus padres. Y en un estudio


que usted lideró cuando fue rector de la UN encontró algo revelador. ¿Qué
puede generar en un niño o joven crecer con libros en su casa?

El trabajo al que usted se refiere tuvo hallazgos interesantes. Uno de ellos fue que
el hecho muy simple de que hubiera libros en la casa se asociaba
estadísticamente con el éxito académico, es decir, con la no deserción y
culminación del programa. Creo que los psicólogos encargados del proyecto no lo
llevaron hasta elucidar el mecanismo por el que eso sucedía (no era su objetivo),
pero la asociación entre los dos hechos era fuerte.
Es como si el libro tuviera una fuerza singular...

Pecando contra mis convicciones, yo diría que es, un poco, un acto de magia. El
libro tiene un poder para abrir horizontes y mundos posibles. Una de las tareas
más difíciles y más importantes de la universidad es generar en los estudiantes el
sentimiento de que son capaces de enfrentar problemas y resolverlos
exitosamente. La mayoría de los fracasos académicos se dan más por cobardía
que por incapacidad, y los libros infunden valor.

Al repasar este conjunto de columnas, uno como lector agradece esa mirada
de 360 grados. ¿Qué consejo les daría a quienes quieran desarrollar una
mirada que vaya más allá de lo local, del corto plazo?

Leer mucho, y con la actitud de que en todo lado puede haber cosas interesantes,
incluso cautivantes. Esa actitud produce gran ganancia personal. Uno se siente
enriquecido cuando oye algo que no sabía que existía y cuando entiende algo que
no tenía claro. Hay pocos placeres más grandes que ese instante en el que uno se
da cuenta de que entiende. A veces hay decepciones: alguna creencia muy
cómoda que empieza a fallar, un héroe que deja de brillar. Pero todo es ganancia.

¿Qué herramientas siente que el método científico y su formación le


aportaron para la escritura de sus columnas?

Más que de método científico, sobre el que podríamos enredarnos en largas y


complejas discusiones, prefiero hablar de ‘actitud científica’. Esa es más común a
las diferentes ciencias, y se incorpora en la gente como parte de su personalidad.
En mi opinión debería aspirarse a que todos los niños salieran del colegio bien
armados con ella. La ‘actitud científica’ hace enfrentar los problemas con duda y
cautela. Ninguna creencia se puede dar por cierta si no hay hechos de algún tipo
que la soporten, y también en ese caso se asumirá la certeza solo como temporal.
Esa actitud es una vacuna contra dogmas, mitos y sofismas. Uno se podrá
equivocar, pero no va a ser por la aceptación acrítica de algún concepto
preestablecido, por la opinión de una ‘autoridad’, por las certezas de una mayoría
o incluso por revelaciones sobrenaturales. Y sí, por supuesto que esa actitud está
presente en todo lo que escribo; o al menos a eso aspiro.
El profesor Wasserman hizo su doctorado en la Universidad Hebrea de Jerusalén, en Israel. Luego realizó un
posdoctorado en la Universidad Estatal de Nueva York.

Foto: 
cortesía Andrea Moreno/ Revista Credencial

¿Cómo salen los temas de sus columnas?

Arriba le mencionaba que tener la palabra y no decir nada es una forma grave de
peculado por omisión, ¿no le parece? Si a uno le otorgan el privilegio, que pocos
tienen, de hablar públicamente, sería una gran irresponsabilidad desperdiciarlo. Yo
sé que eso se da. He visto colegas muy apreciados e inteligentes recurriendo al
escapismo de la repetición de trivialidades, y la ‘persecución de likes’. Es una
traición. Contrariamente a lo que muchos me dicen que sucede, yo generalmente
no tengo problemas en encontrar un tema. Tengo varias listas, que casi siempre
se quedan en listas porque surgen otros asuntos interesantes. El problema llega
después de escogido el tema. Esa ‘actitud científica’, que reclamaba en una
pregunta anterior, me obliga a buscar sustento a lo que voy a decir. Me toma
mucho más tiempo leer antecedentes que escribir la columna. Después viene la
corrección que incluye ajustarse al número de caracteres permitido, sin dejar de
decir lo que hay que decir, y simplificando al máximo las oraciones. Pocas cosas
me parecen tan odiosas como un lenguaje enrevesado para aparentar
profundidad.

(Le puede interesar: ‘De no haber sido escritor hubiera sido cuchillero’: Juan
Sebastián Gaviria)

¿Qué tanto ayudó su formación universitaria?

Indudablemente la formación universitaria fue de gran importancia para consolidar


el rigor en los análisis. Me refiero no solo a las épocas en las que fui estudiante,
sino también a aquellas en las que fui profesor e investigador científico. La
dirección de la tesis de un estudiante enriquece, al menos en la misma medida, a
estudiante y tutor.

Un buen columnista, en últimas, invita a hacer un ejercicio de reflexión.


¿Qué le diría a alguien del común o a alguno de sus alumnos si le pidieran
un consejo sobre cómo aprender a pensar?

En principio diría que esa duda es equivalente a explicarle a un pez cómo


aprender a nadar. La especie humana evolucionó como una especie pensante, tal
vez la única (si uno no flexibiliza demasiado el concepto de pensar). Sin embargo,
usted tiene algo de razón. Esa misma evolución que desarrolló el pensamiento nos
impuso un poco de sesgos, que se pueden explicar si uno imagina al humano
inicial, cazador y recolector, cuya supervivencia dependía de evaluar riesgos y
entender señales. Así tenemos una cantidad de sesgos y de falacias lógicas.
Tendemos a ponerles más atención a los argumentos negativos que a los
positivos, más a lo que nos asusta que a lo que nos tranquiliza. Los ejemplos
cercanos en tiempo y espacio tienen un peso exagerado en las evaluaciones que
hacemos; miramos con más benevolencia a quienes más se parecen a nosotros, y
así muchísimos más. La solución no es fácil, en los últimos años se otorgaron un
par de premios Nobel en economía por explorar esos misterios. Gran parte de las
respuestas están incluidas en las anteriores que di. Dudar, sobre todo del
pensamiento cómodo o fácil, confrontar las ideas siempre con los hechos y con la
realidad, construir hipótesis, hacer predicciones y confrontarlas, a veces
experimentando. Y cuando uno ya aprendió a hacer todo eso, practicarlo mucho.
¿Se ha preguntado alguna vez cómo opera ese maravilloso engranaje del
pensamiento colectivo y lo que suma a la evolución humana?

Es sumamente difícil pensar algo que nadie más ha pensado o está pensando; al
menos en mi campo profesional que es el de las ciencias naturales. Creo que a
todos los que investigamos nos ha pasado que después de meses de trabajo en
un problema, una mañana aparece un artículo en una revista científica en el que
alguien, del otro lado del mundo, hizo exactamente lo mismo que nosotros
estábamos haciendo (y el desgraciado llegó primero). Es muy frustrante, pero a la
vez reconfortante. Da la sensación de ser parte de un gran proyecto de
pensamiento de la especie. Muchos de quienes creemos en la evolución (y aquí el
verbo ‘creer’ no tiene relación con una fe, sino con un consenso alrededor de una
hipótesis científica, mil veces contrastada con hechos y nunca refutada) pensamos
que esta no termina estrictamente en la fase biológica y continúa, con
mecanismos muy similares, en la cultura. Son culturas típicamente humanas,
infinitamente diversas y extraordinariamente parecidas. Se puede traducir y
entenderemos a alguien que expresa sentimientos, parecidos a los nuestros,
aunque vengan de nuestra antípoda. Esas culturas no serían entendidas por un
no-humano. Se han seleccionado biológicamente los requisitos y las condiciones
para que ellas se den. Nuestras morales, mayoritariamente monógamas, no serían
nunca entendidas por una civilización de abejas, así como a nosotros nos
parecería inaudita una sociedad como la de ellas, con una sola madre y miles de
hijas esclavas.

En el siglo XVIII y XIX se vivía en Europa una gran movida en torno al


pensamiento. Basta con ver esa profusión de pensadores que dieron
Alemania, Francia o Inglaterra. Uno siente que estamos viviendo una era de
crisis del pensamiento. ¿Lo siente así?

Sí, la magnífica Ilustración, que en mi opinión sigue siendo actual e importante.


Creo, por cierto, que hoy hay autores que tratan de mantenerla vigente a pesar de
los embates en su contra. Provienen más de las ciencias, de la psicología
experimental y de la economía que de la filosofía. Las guerras mundiales del siglo
XX produjeron mucho pesimismo, pesimismo paralizante. En mi opinión la
tendencia más negativa ha sido la del posmodernismo. Este se ha visto muy
disminuido (por la fuerza de la biología: ya casi todos los autores de la corriente
han muerto), pero sobrevive, sobre todo en círculos académicos pequeños en
Estados Unidos, en Francia, y entre nosotros, los latinoamericanos, que llegamos
un siglo tarde a todo. Los relativismos moral y cognitivo que algunos encuentran
‘graciosos’ y útiles para ‘espantar al burgués’ son profundamente destructivos,
además de que en sana lógica se autorrefutan. Bueno, pero eso es para otra
charla, lo que sí debo decir es que a pesar de todo yo soy optimista. Esas
tendencias muy tontas que se dan ahora no tendrán larga vida.

Wasserman fue rector de la Universidad Nacional de Colombia entre 2006 y 2012.

Foto: 
cortesía Andrea Moreno/ Revista Credencial

Rescato acá una de las columnas de su libro que se titula ‘La utilidad de lo
inútil’, de cómo gracias a ideas que parecían tontas surgieron verdaderas
revoluciones de la humanidad. ¿Nos está faltando un poco regresar a eso?

Llevamos unos cuantos miles de años en eso y seguiremos en lo mismo. Me


pregunto ¿qué es más tonto, afilar una piedra y usarla para cortar carne, o un
ChatGPT, que es una máquina que conversa de lo que a uno se le ocurra? Todo
el tiempo surgen cosas nuevas (a algunas las llamamos revoluciones). En el
último par de años la astrofísica dio un brinco fenomenal, llegó la ‘segunda
revolución cuántica’, la producción de alimentos se multiplicó con el uso de
transgénicos y, recientemente, de la edición génica construimos vacunas en siete
meses. Se habla en los periódicos de minería espacial, estamos esperando que se
haga realidad la fusión nuclear y hace unos días su periódico anunciaba la
construcción de un superconductor a temperatura ambiente. Todo eso va a traer
cosas que nos cuesta imaginar hoy. Si se mira la idea inicial tras cada una de
ellas, podría uno haber dicho fácilmente que era inútil y hasta tonta. No recuerdo
qué persona ilustre se había reído de la idea de un computador personal porque
“quién diablos va a querer un computador en su casa”.

(Además: ‘Nadie muere del todo mientras alguien lo recuerde’: Hugo Chaparro V.)

Pasemos a otro de los temas de su vida. ¿Percibe usted, que lo ha estudiado


tanto, una crisis en la forma como se educa hoy?

Uno de los sesgos es pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”. Así surgen
teorías de crisis a veces injustificadas. Me parece que ese puede ser el caso en la
educación, perdemos la perspectiva de dónde venimos y cuánto hemos logrado.
Si hay algo que caracterice a la educación moderna, es una democratización
desbordada. Se ha dado en los números; por ejemplo, hace algo más de un siglo
apenas el 10 por ciento de la población del mundo sabía leer y escribir, hoy el
número está invertido, solo el 10 por ciento es analfabeta. La cobertura en
educación básica es casi total, incluidos los países menos desarrollados, el
porcentaje actual de jóvenes en estudios terciarios nunca se había visto. La
democratización no es solo cuantitativa. Hay que reconocer que durante muchos
siglos la educación fue elitista, una forma de mantener y heredar privilegios. La
universidad surgió como una iniciativa privada en la que abogados y médicos
pagaban a maestros para que sus hijos fueran abogados y médicos. Luego
surgieron muchas al servicio de la Iglesia, otras al servicio de los monarcas y,
finalmente (hasta hace poco y aún en algunos lugares), al servicio del Estado. Hoy
la gran mayoría está al servicio de sus estudiantes. Dicho esto, por supuesto que
tenemos problemas importantes que resolver. Si las oportunidades no son
igualitarias y las calidades impartidas no son equivalentes, la democratización es
fallida. Pero, además, la época trae nuevas exigencias.

¿Qué desafío cree que enfrenta el sistema educativo?

Una característica del conocimiento hoy es su rápida y acelerada obsolescencia.


Así que la nueva educación deberá buscar vías para resolver ese problema, para
que se convierta en un proceso continuo, y para que la formación no sea una
simple adquisición de información, sino una capacitación para resolver problemas
nuevos y desconocidos, y para consolidar el carácter y facilitar vidas productivas y
felices, ¡tremendo reto!

CARLOS RESTREPO
EL TIEMPO

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