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Tal vez esa influencia de sus padres fue determinante en la curiosidad que
este bogotano, nacido en 1946, mostró desde un inicio. Su madre fue
bacterióloga de la Universidad Nacional, “apenas años después de que se
permitiera el ingreso de mujeres a la universidad”, recuerda Wasserman en un
emotivo texto introductorio de su libro.
Foto:
archivo particular
Además de haber sido rector de la UN, este amante obsesivo por el conocimiento
dirigió el Instituto Nacional de Salud, a mediados de la década de los años
noventa, y fue decano de la Facultad de Ciencias de la UN, antes de su llegada a
la rectoría entre 2006 y 2012. Su trabajo le ha merecido, entre otros, del
Premio Nacional al Mérito Científico, en la categoría de investigador de
excelencia, en 1996, y el reconocimiento del Mineducación por Vida y Obra,
en 2014.
Su paso de ese mundo complejo de textos académicos a las columnas no fue algo
súbito. Él ya había comenzado a “calentar la mano”, cuando, como rector de la
UN, debió salir a explicar algunos problemas de la educación superior pública y las
razones por las cuales se oponía a algunas de las medidas propuestas por los
gobiernos. Luego, cuando se retiró, comenzó a hacer unas columnas que escribía
cada 15 días. Hoy su columna en EL TIEMPO de los viernes es una de las más
leídas.
Como buen científico, Wasserman tuvo muy claro que sus columnas deberían
cumplir con ciertas premisas que se planteó. “Me propuse abordar temas
interesantes e importantes, actuales, pero no pasajeros, que tuvieran una base de
conocimiento y que para mi sorpresa pasaban muchas veces desapercibidos.
Siempre me sorprendió que hechos muy interesantes, sobre los cuales la ciencia
ha hecho revelaciones sorprendentes, fueran considerados unos ladrillos
aburridores. Podría decir entonces que el objetivo fue discutir a distancia, con un
público amplio, temas de ciencia y educación con impacto en la sociedad.
Además, notará que con frecuencia repito la palabra ‘hecho’. Eso sugiere también
alguna intencionalidad”, comenta.
Foto:
cortesía Andrea Moreno/ Revista Credencial
Contaba usted que en su infancia la literatura fue determinante para abrir esa
mente inquieta de los primeros años. ¿Continúa leyendo literatura o poesía o
prima hoy el deseo por las obras de no ficción sobre otras temáticas
científicas?
Por falta de tiempo mis lecturas se han vuelto más restringidas. Todavía leo
novelas, pero muy poca (o nada) poesía. Aunque estoy pensionado y oficialmente
no tengo horarios, durante el día laboral leo ensayos y estudios; la ficción la dejo
para la noche. Leo varios libros al tiempo, en papel y electrónicos (Kindle). Los
electrónicos los subrayo, con el papel no he podido, es una reverencia un poco
mítica que me impide rayar los libros. Entonces, tomo notas; a veces en
cuadernos, otras veces en un papel muy cuadriculado y de color amable a la vista
que guardo en fólderes de tres anillos. No sé muy bien cómo paso de un libro a
otro, pero no es con un sistema tan organizado. Tal vez en mi caso es un poco un
juego de asociaciones el que me hace navegar entre ellos. Leo mucho en inglés y
en español. Los libros electrónicos tienen la ventaja de que llegan al aparato lector
30 segundos después de comprados en la red. Ocasionalmente leo novelas en
hebreo. Es sorprendente la cantidad que se publican para un público lector
realmente pequeño. Las disfruto mucho porque en español y en inglés leo muy
rápido, a veces imagino lo que dice en lugar de leerlo. En hebreo me toca ser lento
y cuidadoso, porque si no, pierdo el hilo (recuerde que en hebreo no se escriben
las vocales y a uno le toca hacer un ejercicio, a veces complejo, para construir las
palabras a partir de las raíces básicas y algunas reglas gramaticales). Eso lo hace
muy disfrutable.
Dedica usted el libro a su nieta, algo que invita a pensar en ‘el mañana’.
Cuando no se hace el ejercicio en la vida de autobservación, de pensar
sobre uno mismo –o cuando la humanidad no reflexiona sobre ella misma–,
¿dónde podemos terminar?
(Lea además: ‘Me preparé toda la vida para contar a Julio César’: Santiago
Posteguillo)
El trabajo al que usted se refiere tuvo hallazgos interesantes. Uno de ellos fue que
el hecho muy simple de que hubiera libros en la casa se asociaba
estadísticamente con el éxito académico, es decir, con la no deserción y
culminación del programa. Creo que los psicólogos encargados del proyecto no lo
llevaron hasta elucidar el mecanismo por el que eso sucedía (no era su objetivo),
pero la asociación entre los dos hechos era fuerte.
Es como si el libro tuviera una fuerza singular...
Pecando contra mis convicciones, yo diría que es, un poco, un acto de magia. El
libro tiene un poder para abrir horizontes y mundos posibles. Una de las tareas
más difíciles y más importantes de la universidad es generar en los estudiantes el
sentimiento de que son capaces de enfrentar problemas y resolverlos
exitosamente. La mayoría de los fracasos académicos se dan más por cobardía
que por incapacidad, y los libros infunden valor.
Al repasar este conjunto de columnas, uno como lector agradece esa mirada
de 360 grados. ¿Qué consejo les daría a quienes quieran desarrollar una
mirada que vaya más allá de lo local, del corto plazo?
Leer mucho, y con la actitud de que en todo lado puede haber cosas interesantes,
incluso cautivantes. Esa actitud produce gran ganancia personal. Uno se siente
enriquecido cuando oye algo que no sabía que existía y cuando entiende algo que
no tenía claro. Hay pocos placeres más grandes que ese instante en el que uno se
da cuenta de que entiende. A veces hay decepciones: alguna creencia muy
cómoda que empieza a fallar, un héroe que deja de brillar. Pero todo es ganancia.
Foto:
cortesía Andrea Moreno/ Revista Credencial
Arriba le mencionaba que tener la palabra y no decir nada es una forma grave de
peculado por omisión, ¿no le parece? Si a uno le otorgan el privilegio, que pocos
tienen, de hablar públicamente, sería una gran irresponsabilidad desperdiciarlo. Yo
sé que eso se da. He visto colegas muy apreciados e inteligentes recurriendo al
escapismo de la repetición de trivialidades, y la ‘persecución de likes’. Es una
traición. Contrariamente a lo que muchos me dicen que sucede, yo generalmente
no tengo problemas en encontrar un tema. Tengo varias listas, que casi siempre
se quedan en listas porque surgen otros asuntos interesantes. El problema llega
después de escogido el tema. Esa ‘actitud científica’, que reclamaba en una
pregunta anterior, me obliga a buscar sustento a lo que voy a decir. Me toma
mucho más tiempo leer antecedentes que escribir la columna. Después viene la
corrección que incluye ajustarse al número de caracteres permitido, sin dejar de
decir lo que hay que decir, y simplificando al máximo las oraciones. Pocas cosas
me parecen tan odiosas como un lenguaje enrevesado para aparentar
profundidad.
(Le puede interesar: ‘De no haber sido escritor hubiera sido cuchillero’: Juan
Sebastián Gaviria)
Es sumamente difícil pensar algo que nadie más ha pensado o está pensando; al
menos en mi campo profesional que es el de las ciencias naturales. Creo que a
todos los que investigamos nos ha pasado que después de meses de trabajo en
un problema, una mañana aparece un artículo en una revista científica en el que
alguien, del otro lado del mundo, hizo exactamente lo mismo que nosotros
estábamos haciendo (y el desgraciado llegó primero). Es muy frustrante, pero a la
vez reconfortante. Da la sensación de ser parte de un gran proyecto de
pensamiento de la especie. Muchos de quienes creemos en la evolución (y aquí el
verbo ‘creer’ no tiene relación con una fe, sino con un consenso alrededor de una
hipótesis científica, mil veces contrastada con hechos y nunca refutada) pensamos
que esta no termina estrictamente en la fase biológica y continúa, con
mecanismos muy similares, en la cultura. Son culturas típicamente humanas,
infinitamente diversas y extraordinariamente parecidas. Se puede traducir y
entenderemos a alguien que expresa sentimientos, parecidos a los nuestros,
aunque vengan de nuestra antípoda. Esas culturas no serían entendidas por un
no-humano. Se han seleccionado biológicamente los requisitos y las condiciones
para que ellas se den. Nuestras morales, mayoritariamente monógamas, no serían
nunca entendidas por una civilización de abejas, así como a nosotros nos
parecería inaudita una sociedad como la de ellas, con una sola madre y miles de
hijas esclavas.
Foto:
cortesía Andrea Moreno/ Revista Credencial
Rescato acá una de las columnas de su libro que se titula ‘La utilidad de lo
inútil’, de cómo gracias a ideas que parecían tontas surgieron verdaderas
revoluciones de la humanidad. ¿Nos está faltando un poco regresar a eso?
(Además: ‘Nadie muere del todo mientras alguien lo recuerde’: Hugo Chaparro V.)
Uno de los sesgos es pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”. Así surgen
teorías de crisis a veces injustificadas. Me parece que ese puede ser el caso en la
educación, perdemos la perspectiva de dónde venimos y cuánto hemos logrado.
Si hay algo que caracterice a la educación moderna, es una democratización
desbordada. Se ha dado en los números; por ejemplo, hace algo más de un siglo
apenas el 10 por ciento de la población del mundo sabía leer y escribir, hoy el
número está invertido, solo el 10 por ciento es analfabeta. La cobertura en
educación básica es casi total, incluidos los países menos desarrollados, el
porcentaje actual de jóvenes en estudios terciarios nunca se había visto. La
democratización no es solo cuantitativa. Hay que reconocer que durante muchos
siglos la educación fue elitista, una forma de mantener y heredar privilegios. La
universidad surgió como una iniciativa privada en la que abogados y médicos
pagaban a maestros para que sus hijos fueran abogados y médicos. Luego
surgieron muchas al servicio de la Iglesia, otras al servicio de los monarcas y,
finalmente (hasta hace poco y aún en algunos lugares), al servicio del Estado. Hoy
la gran mayoría está al servicio de sus estudiantes. Dicho esto, por supuesto que
tenemos problemas importantes que resolver. Si las oportunidades no son
igualitarias y las calidades impartidas no son equivalentes, la democratización es
fallida. Pero, además, la época trae nuevas exigencias.
CARLOS RESTREPO
EL TIEMPO