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14.04.1972
Fue, seguramente, uno de los personajes más polémicos del siglo. Ya sea por sus
encendidas campañas pacifistas durante las dos guerras mundiales, los continuos
arrestos de que fue objeto a causa de sus radicales posturas políticas o por su
turbulenta vida sentimental, lo cierto es que Bertrand Russell —el célebre
escritor y filósofo de cuyo nacimiento se cumple un siglo el 18 de mayo— nunca
dejó de concitar la atención pública mundial. Descendiente de una acaudalada
familia integrante de la nobleza británica, comenzó a destacarse a través de los
acalorados manifiestos pacifistas con que intentó influenciar al pueblo inglés
durante el primer conflicto bélico mundial. En esas circunstancias, un artículo
publicado en un importante matutino londinense en el año 1918 le valió su
primer encierro prolongado, cuando ya se había consagrado internacionalmente
como autor de Principios de matemáticas (1903), Ensayos filosóficos (1910),
Principia Mathematica (1910) y otros escritos que de alguna manera fueron el
punto de partida de la lógica moderna.
Años más tarde, el entusiasta pensador utilizaría los mismos argumentos
pacifistas que esgrimiera a principios de siglo, aunque esta vez al frente de la
Campaña por el Desarme Nuclear; un organismo desde el cual criticó
severamente la gestión del presidente John F. Kennedy durante el episodio de los
misiles cubanos. Sin perder en ningún momento la lucidez que siempre lo
caracterizó, Russell creó poco antes de su muerte —acaecida a los 98 años— el
Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra para enjuiciar la acción de Estados
Unidos en el conflicto de Vietnam. De esta manera, se perpetuó como un
intelectual comprometido y también como profeta de la destrucción atómica,
aunque no faltaron quienes intentaron descalificarlo a raíz de sus peculiares
concepciones morales: el ilustre ensayista se casó cuatro veces, y se mostraba
escéptico ante la institución matrimonial.
Esa faceta de la vida de Bertrand Russell, precisamente, continuó siendo un
enigma para sus biógrafos y admiradores hasta pocos días atrás, cuando su hijo
Conrad Russell ofreció una esclarecedora conferencia en la Universidad de
Londres, en la que se revelaron aspectos ignorados de la vida íntima del célebre
filósofo. Lo que sigue son los tramos esenciales de dicha exposición.
Creo que cualquier hijo se sentiría como yo en este momento. Es una experiencia
extraña y emocionante a la vez: tener que rendir tributo a mi padre como uno de
los hombres más grandes de su siglo. Más aún, cuando una de las principales
características de Bertrand Russell era la de ignorar la solemnidad de la raza
humana.
Los homenajes que se han rendido tanto a su lucidez filosófica como a sus
realizaciones, son merecidos. Sin embargo, también es importante, y ésta es la
mejor alabanza que puedo hacerle, que la impresión que dejó en la mente de un
niño que creció a su lado no es la de temor o reverencia, sino de afecto y risas.
La imagen que se grabó en mi memoria no es la de un gran cerebro que siega
toda oposición, sino la de un hombre suave, inocente y amante de la alegría.
Sobre todo, su amor por las cosas simples. Aún recuerdo el placer que le
producía el perfume de la primera pipa del día y la llegada de su taza de té al
mediodía. Lo recuerdo iniciándome en la misteriosa ceremonia de dar cuerda a su
reloj de oro y la expresión de deleite que se reflejaba en su rostro cuando
observaba desde la terraza las montañas bañadas por la luz del sol de la tarde.
El mejor tributo que puedo rendirle en cuanto a padre es decir que las veces que
lo recuerdo más vívidamente no son aquellas en que pienso en alguna de sus
grandes causas, sino cuando tengo que explicarle algo a mi hijo de tres años,
cuando observo la expresión de asombrado entusiasmo que se refleja en su cara,
a menudo me doy cuenta de que estoy copiando las demostraciones que
producían la misma reacción en el niño que era yo hace muchos años.
Dos temas dominantes se destacan siempre entre todos estos recuerdos. Uno es el
de su intensa vitalidad, su interés por saber: la identificación de una montaña
distante podía ejercitar su mente con la misma intensidad que un problema de
lógica matemática. El otro es su constante ingenio y su capacidad para crear
diversiones. Cuando yo tenía 4 años, acostumbraba consolarme durante el
desagradable proceso de curarme unos forúnculos, describiéndome las hazañas
de un personaje llamado el Capitán Niminy-Piminy, que era una mezcla entre
Nansen y el Barón de Munchhaussen.
Sobre todo, lo recuerdo no como un "intelectual", sino como un hombre que se
sentía realmente dichoso en contacto con la naturaleza. Su proverbio favorito era:
"Los hombres que poseen sabiduría aman el mar; los que poseen virtud aman las
montañas".
En realidad, crecer como hijo suyo me procuró una educación sin rival para
obtener la destreza necesaria en el mar y en las montañas. Máximas tales como
"Si hay una corriente, siempre empieza por tratar de nadar en contra de ella para
asegurarte de que eres capaz de hacerlo", se han adherido firmemente en mi
mente y espero que lo mismo sucederá con mis hijos.
En los momentos difíciles conservaba una calma llena de autoridad que era
deliciosa para un niño. Recuerdo, por ejemplo, haberle gritado pidiendo auxilio
una vez que perdí fondo en el mar; se paró tranquilamente a la orilla del agua y
me dijo con sencillez: "Nada". Y eso fue lo que hice.
Lo recuerdo alcanzando la cumbre del Knicht cuando él tenía 77 años y yo 8. Y a
los 95 años balanceándose sobre los peldaños para alcanzar el balcón y ver
Snowdon bajo el sol del crepúsculo. Por sobre todo, lo recuerdo pasar horas
observando el movimiento del agua en las cascadas. Una de las imágenes más
antiguas que guardo de él es la de haberlo visto parado bajo una cascada en
California y una de las últimas la de contemplar extasiado la caída del agua per
los rápidos de Aberglaslyn en Gales del Norte.
OCIO, TRABAJO Y POLITICA
Junto a estas sencillas diversiones, podía entregarse a su amor por la información.
Debo aclarar que para mi padre las diferencias convencionales entre trabajo y
descanso tenían mucho menor significado que para la mayoría de la gente.
Excepto cuando lo impulsaba la presión urgente de los acontecimientos o la
necesidad de dinero, trabajaba con regularidad. De igual manera, absorbía la
experiencia de sus ocios en el trabajo. Por ejemplo, en su libro Conocimiento
Humano debatía el hecho de si era posible el estar sentado en la playa y saber si
hay más granos de arena en esa playa que los que uno ve. Este interrogante se le
ocurrió durante unas vacaciones en Gales, mientras se encontraba en las Arenas
de Roca Negra contemplando la extensión de la playa. Me consultó al respecto y
tuvimos una larga discusión. Así, algo que empezó como una conversación
cualquiera pasó más tarde a convertirse en un serio debate filosófico. El no
obtenía las ideas que usaba en sus obras trabajando, las adquiría simplemente
viviendo. Vivir con él fue en sí mismo una educación, mejor que la de Eton o
cualquier otro colegio.
Otra cosa que me enseñó desde muy chico fue la importancia de las palabras, la
necesidad de usarlas con enorme precisión. Como siempre, me ilustraba la idea
con alguna de sus innumerables historias. En este caso se trataba de Herbert
Spencer. Un estudiante le dijo al gran filósofo: "Qué cantidad tan atroz de
cuervos".
Spencer (y aquí la voz de mi padre se hacía portentosamente solemne) replicaba:
"No veo nada de atroz en esos cuervos". "Yo no dije que era una cantidad de
cuervos atroces", agregaba el estudiante, "yo dije que era una cantidad atroz de
cuervos". Después de varios relatos por el estilo, la precisión en el uso de las
palabras pasó a ser una segunda naturaleza en mí.
Tal vez la más valiosa de todas las lecciones que me enseñó fue que las ideas
deben ser consideradas según sus propios méritos. Y que no deben ser rechazadas
más que una vez que haya sido probada toda evidencia en pro o en contra a su
respecto. El estaba muy consciente de que la mayoría de las ideas que
actualmente se consideran convencionales fueron halladas demasiado excéntricas
en otras épocas como para darse la molestia de escucharlas.
Debido a esto, le era imposible ser un izquierdista incondicional. No habría
podido, sin violentarse, ser una de esas personas que conocen su posición tan
pronto como saben cuál es el pronunciamiento de "la Izquierda" sobre el tema. El
ejemplo clásico de este hecho fue su visita a Rusia en 1920. Siendo el hombre
que era, no podía dejar de ver lo evidente y menos aún de pronunciarse al
respecto. El resultado fue Práctica y teoría del bolchevismo, libro en que se
mostró contrario a algunos de los principales rumbos de la revolución rusa, así
como en contra de muchas de las teorías marxistas que se encontraban tras ellos.
La obra es tan extraordinaria precisamente porque no es lo que pensaba escribir
cuando fue allá, sino que se vio forzado a escribir la verdad. Debido a ello, perdió
a algunos de sus más íntimos amigos.
LA LUCHA DE UN FILOSOFO
Mi padre podía manifestar un tajante desprecio por los argumentos de un primer
ministro o un filósofo si no los encontraba intelectualmente convincentes.
Paralelamente, podía sentir un profundo respeto por la opinión de su masajista o
de su jardinero si le parecía cierta.
Su buena disposición para considerar un caso según sus propios méritos se
extendía tanto a la persona como al asunto mismo. Mi padre pensaba que tenía
derecho a exigir que el gobierno lo escuchara, pero no porque él fuera Bertrand
Russell, sino porque lo consideraba un derecho inherente al ser humano.
Para mí, por supuesto, esta actitud significó que, tan pronto como fui capaz de
formar frases coherentes, pude discutir con él, a sabiendas de que se me trataría
como un igual. Mis argumentos eran aceptados con respeto y, si ganaba una
discusión, la victoria me era concedida sin regateos.
Este respeto por las buenas razones, viniesen de donde viniesen, brotaba de una
misma fuente: su apasionado interés por aquello que presentara algo nuevo que
aprender.
Al mismo tiempo que supo adaptarse a un siglo que evolucionó más de lo que
pudieron imaginar jamás aquellos junto a los que creció, mi padre conservó un
robusto sentido del pasado, de su propio pasado familiar. Muchas de las causas
por las que luchó eran las mismas por las que habían luchado sus padres
enfrentando el ridículo de sus contemporáneos.
Mi padre fue educado, por sus abuelos, lord John Russell y su esposa. Ellos eran
la fuente de muchas de sus mejores historias. Como acostumbraba decir, la
historia llegaba hasta la batalla de Waterloo; de ahí en adelante no eran más que
chismes.
Pero el sentido de familia de mi padre se extendía más allá que esto. Para él una
familia no significaba solamente las personas que vivían bajo el mismo techo;
eso era para él "mi gente". Pero "mi familia" significaba para él algo que sólo
puede ser para aquellos que han crecido entre retratos de familia: una línea que se
extiende hacia atrás, hasta el siglo XVI, y que él esperaba que se siguiera
extendiendo hasta muchas generaciones después de su muerte.
Su preocupación por la posteridad de la raza humana debe ser observada dentro
del contexto de este sentido de posteridad familiar. Aquel de generaciones que se
extienden más allá de su conocimiento.
En cambio, no puedo juzgar su trabajo en matemáticas y filosofía porque no
tengo competencia para ello. El enorme efecto ejercido por sus comentarios sobre
asuntos sociales puede ser parcialmente ilustrado por el hecho de casi todos sus
puntos de vista que le acarrearon la crítica de sus contemporáneos,
posteriormente pasaron a ser convencionales.
Pero su mayor anhelo, la abolición de las armas nucleares, no ha encontrado eco
hasta ahora. Sin embargo, aunque no logró un triunfo total, logró al menos uno
parcial. Hasta aproximadamente 1959 los ministros regularmente acostumbraban
defender la posesión y el uso de bombas nucleares. En muy poco tiempo, y
principalmente gracias a los esfuerzos de mi padre, esta visión cambió. El último
ministro que intentó defender la utilización de bombas nucleares en la guerra fue
Henry Brooke, durante la elección general de 1964, y fue abucheado por el
público.
Mi padre merece reconocimiento por este viraje de la opinión pública. Si lo
logrado con esto será suficiente para preservar la raza humana, ello queda por
verse. Mi padre no lo creía así.
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Vine a Cornualles porque me dijeron que allá vivía ella, en la misma casa que
habían comprado sus padres, Dora y Bertrand Russell, en la primavera de 1922.
No sé si Alá es grande o si lo grande es el azar. El caso es que mi traductora al
inglés, Anne McLean, tiene un complicado parentesco con Lady Katharine, que
no es del caso explicar aquí. Gracias a ella, entonces, más que a Alá o al azar, fui
invitado por la hija de Russell a pasar un par de días en la misma casa donde sus
padres, Bertie y Dora, vivieron quizá los años más felices y fecundos de su vida.
Y yo dormí allí con una placidez asombrada, un par de noches. La placidez venía
de la belleza, el sosiego y el silencio del sitio; el asombro, de mi extraña suerte:
¿a qué milagro se debía que yo pudiera dormir en un cuarto donde alguna vez
durmió también Ludwig Wittgenstein, el gran lógico y colega de Russell en la
Universidad de Cambridge? ¿Qué misteriosa fortuna me traía a conocer la única
hija viva del intelectual que más influyó en mi formación moral e intelectual,
Bertrand Russell? A veces el asombro no me dejaba dormir.
Pero vuelvo al principio. Cuando Lady Katharine (su título nobiliario se debe a
que su padre era Earl) termina su jornada en la tienda Oxfam (comercio
equitativo, lucha contra el hambre, la pobreza y la injusticia), tomamos todos un
bus y llegamos a Porthcurno, un pueblecito diminuto que unos pocos viajeros
conocen en las islas británicas, y sólo por tres hechos memorables: de allí partió
el primer cable telegráfico submarino que se lanzó entre Inglaterra y sus colonias
en 1870 (primero India, luego Australia y el lejano Oriente, finalmente América),
hoy conocido como “el internet victoriano”; por un fantástico teatro al aire libre,
el Minack Theatre, labrado en los acantilados que miran al océano; y por una
casita sencilla a la entrada del lugar: Carn Voel, que fue la residencia de verano
del segundo matrimonio de Bertrand Russell, frecuentada por ellos durante diez
años, hasta 1932, y luego ocupada solamente por la madre, Dora, que moriría allí
en 1986.
En el libro que Kate Russell le dedicó a la casa donde ahora vive, ella la describe
así: “La casa es como el dibujo que hacen los niños de una casa, con su puerta en
la mitad, una ventana a cada lado, tres ventanas más en la parte de arriba y luego
un par de buhardillas en el techo, como dos cejas mal puestas”. La descripción es
perfecta. Faltaría decir, tal vez, que la casa está rodeada de un magnífico
escenario natural: potreros verdísimos con vacas y caballos, un gran campo
sembrado de coliflores, suaves colinas con más casitas blancas dibujadas, y de
repente una serie de acantilados que caen a plomo sobre el océano, con radas y
bahías donde el agua es tan cristalina como en las islas coralinas del Caribe
(cuando el mar está en calma), o turbia y furiosa de olas y corrientes submarinas
que se estrellan contra las rocas, si hay mar embravecido, que es lo habitual.
Tal vez hay pocos sitios en la Tierra de una belleza tan suave y al mismo tiempo
tan agreste e intensa. Un perfecto escenario para esa vieja leyenda tan amada por
los románticos, la de Tristán e Isolda: el rey Karl de Cornualles manda a su
sobrino, Tristán, a que le traiga de Irlanda a su nueva esposa, Isolda. Los dos
jóvenes, en el barco de regreso, beben por error un filtro mágico y quedan
irremediablemente enamorados. Sin poder resistir al filtro de amor, la joven
esposa se vuelve adúltera y el joven sobrino es incapaz de no traicionar al tío. Un
enredo familiar que en parte puede servir de prólogo a las dificultades conyugales
que acabarían con el dichoso matrimonio entre Bertrand y Dora Russell. Pero de
esto hablaré más adelante.
Por ahora diré que Bertrand Russell, mi ídolo, mi dios, se casó cuatro veces en su
vida, y tuvo también numerosas amantes. Con todas sus mujeres, mientras las
tuvo, pudo siempre dedicarse con ánimo sereno a lo que siempre hizo: mejorar el
mundo, criticar su estupidez irremediable y liberar a los hombres de prejuicios
inútiles, mediante una escritura clara, tersa, incisiva, devastadoramente
inteligente. Es posible que en su cabeza de escéptico perviviera el mito de los
amores sucesivos como combustible indispensable para la creatividad y la
inspiración. Una nueva mujer era la gasolina que le daba un impulso renovado a
sus ideas. Si esto fue así en él, podemos decir que Dora inspiró algunas de sus
obras más importantes, tanto en matemáticas y filosofía (Filosofía matemática, El
ABC de los átomos y de la relatividad, El análisis de la mente, En qué creo, Por
qué no soy cristiano), como en pedagogía (Sobre la educación, Educación y
orden social), y también en la vida cotidiana y la moral (Matrimonio y moral, La
conquista de la felicidad, Ensayos escépticos). Todos estos libros los escribió, en
tres lustros de maravillosa fecundidad intelectual, mientras estuvo con ella.
Dora Black, su amante durante varios años y luego su mujer, era también sin
duda una personalidad fascinante. Socialista, feminista, pedagoga, escritora de
varios libros y numerosos panfletos sobre la liberación sexual y de la mujer,
ejerció durante más de 15 años una honda y positiva influencia sobre el filósofo.
Ambos se empeñaron en distintas cruzadas libertarias a favor de una educación
liberal y no autoritaria (fundaron una famosa escuela alternativa, Beacon Hill,
que estuvo abierta más de quince años), por un pacifismo radical (que sólo el
ascenso de Hitler haría renegar), y por una revisión profunda de todos los
principios morales que habían regido la sociedad victoriana (en la que Russell
nació), y también la eduardiana (en la que Dora creció).
Para poner un ejemplo, en los días en que estaban juntos, Dora fundó en Londres
la “Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre una Base Científica”. Esta liga
organizó en 1929 un congreso en el que hablaron, entre otros, H.G. Wells,
Bernard Shaw, Hugh Walpole y por supuesto B. Russell. Para dar una idea del
ánimo libertario y el sueño racional que los animaba, el discurso de bienvenida,
para delegados de decenas de países, se dio en esperanto. Y las ponencias
versaban sobre el derecho al aborto, a la homosexualidad, la libertad sexual en el
matrimonio, la educación sexual de los niños, etc. Tanto Dora como Bertrand, en
ese decenio magnífico de los años 20, creían todavía, con cierta confianza
exagerada, en que los conflictos y las relaciones humanas podían ser regulados
por el pensamiento racional, la tolerancia mutua y el método científico.
Para entender los intríngulis sentimentales de aquellos años, más que repasar la
Autobiografía de Russell, que al respecto es algo rápida y reticente, conviene
mucho leer el libro autobiográfico de Dora (El árbol de tamarisco) y el volumen
testimonial de Kate (My Father Bertrand Russell). Leyéndolos uno puede darse
cuenta de que el intento de llevar la vida más sensata, la más gobernada
exclusivamente por una razón iluminada, se puede chocar de repente con las
demandas primitivas del más irracional y apasionado instinto animal (por
supuesto presente en el animal humano, incluso en un animal humano tan
racional y compasivo como Bertrand Russell).
Así nació Harriet, la tercera hija de Dora (antes habían nacido John, el
primogénito, y Kate, la protagonista de este viaje). Russell hizo de tripas corazón
e inicialmente, incluso, reconoció a la niña como propia, dándole su célebre
apellido de lores y de condes. Pero al mismo tiempo se acercó mucho, física y
sentimentalmente, a la niñera, Patricia (Peter) Spence. Mientras seguían sus
viajes y su incansable actividad intelectual, el matrimonio de dos tenía ahora a su
lado dos fantasmas. Quizá lo que Bertrand no pudo soportar fue la repetición de
la preñez, por interpuesta persona, de su mujer. Porque en efecto Dora, que en
realidad quería otro hijo del mismo Bertrand, al tiempo que éste ya no ejercía con
ella los deberes conyugales, volvió a quedar en embarazo de su amigo el
periodista norteamericano. Y nació Roderick. Bertrand, entonces, se sentía más a
gusto con su nuevo amor, Peter, y se alejó de su antigua compañera, Dora, quizá
ya incapaz de seguir manteniendo en la práctica sus ideales teóricos de libertad
sexual dentro del matrimonio. Esta estaba bien hasta cierto punto, pero no era
posible pasar incluso por encima del problema de la paternidad.
En esos mismos años, su única hija mujer, Katherine, criada por su padre en el
ateísmo, bibliotecaria en Harvard, donde había estudiado, se convirtió al
cristianismo. Y, más aún, se enamoró y contrajo matrimonio con un pastor
norteamericano de la iglesia episcopal. Bertrand Russell no tomó la conversión
de su hija como otra tragedia familiar y tampoco como un fracaso personal. Lady
Kate me muestra las respuestas amables de su padre cuando ella le anunció su
conversión. “Creo que el cristianismo es un mal, pero lo acepto si el mismo te
hace a ti feliz”. El marido de Katherine estudió teología y luego la pareja se fue a
Uganda, a trabajar como misioneros. Pese a su ateísmo, Russell les ayudaba
económicamente, y tenía por su hija un afecto inquebrantable. Ahora Kate ha
dejado su militancia misionera, y vive su fe en la intimidad, y sin ningún ánimo
proselitista. Cuando le pregunto por esto, simplemente me dice que se inclina a
pensar que el universo, más que fruto del azar, es algo que fue creado. Pero de
ahí no pasa.
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