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Revista Siete Días Ilustrados

14.04.1972
Fue, seguramente, uno de los personajes más polémicos del siglo. Ya sea por sus
encendidas campañas pacifistas durante las dos guerras mundiales, los continuos
arrestos de que fue objeto a causa de sus radicales posturas políticas o por su
turbulenta vida sentimental, lo cierto es que Bertrand Russell —el célebre
escritor y filósofo de cuyo nacimiento se cumple un siglo el 18 de mayo— nunca
dejó de concitar la atención pública mundial. Descendiente de una acaudalada
familia integrante de la nobleza británica, comenzó a destacarse a través de los
acalorados manifiestos pacifistas con que intentó influenciar al pueblo inglés
durante el primer conflicto bélico mundial. En esas circunstancias, un artículo
publicado en un importante matutino londinense en el año 1918 le valió su
primer encierro prolongado, cuando ya se había consagrado internacionalmente
como autor de Principios de matemáticas (1903), Ensayos filosóficos (1910),
Principia Mathematica (1910) y otros escritos que de alguna manera fueron el
punto de partida de la lógica moderna.
Años más tarde, el entusiasta pensador utilizaría los mismos argumentos
pacifistas que esgrimiera a principios de siglo, aunque esta vez al frente de la
Campaña por el Desarme Nuclear; un organismo desde el cual criticó
severamente la gestión del presidente John F. Kennedy durante el episodio de los
misiles cubanos. Sin perder en ningún momento la lucidez que siempre lo
caracterizó, Russell creó poco antes de su muerte —acaecida a los 98 años— el
Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra para enjuiciar la acción de Estados
Unidos en el conflicto de Vietnam. De esta manera, se perpetuó como un
intelectual comprometido y también como profeta de la destrucción atómica,
aunque no faltaron quienes intentaron descalificarlo a raíz de sus peculiares
concepciones morales: el ilustre ensayista se casó cuatro veces, y se mostraba
escéptico ante la institución matrimonial.
Esa faceta de la vida de Bertrand Russell, precisamente, continuó siendo un
enigma para sus biógrafos y admiradores hasta pocos días atrás, cuando su hijo
Conrad Russell ofreció una esclarecedora conferencia en la Universidad de
Londres, en la que se revelaron aspectos ignorados de la vida íntima del célebre
filósofo. Lo que sigue son los tramos esenciales de dicha exposición.

Creo que cualquier hijo se sentiría como yo en este momento. Es una experiencia
extraña y emocionante a la vez: tener que rendir tributo a mi padre como uno de
los hombres más grandes de su siglo. Más aún, cuando una de las principales
características de Bertrand Russell era la de ignorar la solemnidad de la raza
humana.
Los homenajes que se han rendido tanto a su lucidez filosófica como a sus
realizaciones, son merecidos. Sin embargo, también es importante, y ésta es la
mejor alabanza que puedo hacerle, que la impresión que dejó en la mente de un
niño que creció a su lado no es la de temor o reverencia, sino de afecto y risas.
La imagen que se grabó en mi memoria no es la de un gran cerebro que siega
toda oposición, sino la de un hombre suave, inocente y amante de la alegría.
Sobre todo, su amor por las cosas simples. Aún recuerdo el placer que le
producía el perfume de la primera pipa del día y la llegada de su taza de té al
mediodía. Lo recuerdo iniciándome en la misteriosa ceremonia de dar cuerda a su
reloj de oro y la expresión de deleite que se reflejaba en su rostro cuando
observaba desde la terraza las montañas bañadas por la luz del sol de la tarde.
El mejor tributo que puedo rendirle en cuanto a padre es decir que las veces que
lo recuerdo más vívidamente no son aquellas en que pienso en alguna de sus
grandes causas, sino cuando tengo que explicarle algo a mi hijo de tres años,
cuando observo la expresión de asombrado entusiasmo que se refleja en su cara,
a menudo me doy cuenta de que estoy copiando las demostraciones que
producían la misma reacción en el niño que era yo hace muchos años.
Dos temas dominantes se destacan siempre entre todos estos recuerdos. Uno es el
de su intensa vitalidad, su interés por saber: la identificación de una montaña
distante podía ejercitar su mente con la misma intensidad que un problema de
lógica matemática. El otro es su constante ingenio y su capacidad para crear
diversiones. Cuando yo tenía 4 años, acostumbraba consolarme durante el
desagradable proceso de curarme unos forúnculos, describiéndome las hazañas
de un personaje llamado el Capitán Niminy-Piminy, que era una mezcla entre
Nansen y el Barón de Munchhaussen.
Sobre todo, lo recuerdo no como un "intelectual", sino como un hombre que se
sentía realmente dichoso en contacto con la naturaleza. Su proverbio favorito era:
"Los hombres que poseen sabiduría aman el mar; los que poseen virtud aman las
montañas".
En realidad, crecer como hijo suyo me procuró una educación sin rival para
obtener la destreza necesaria en el mar y en las montañas. Máximas tales como
"Si hay una corriente, siempre empieza por tratar de nadar en contra de ella para
asegurarte de que eres capaz de hacerlo", se han adherido firmemente en mi
mente y espero que lo mismo sucederá con mis hijos.
En los momentos difíciles conservaba una calma llena de autoridad que era
deliciosa para un niño. Recuerdo, por ejemplo, haberle gritado pidiendo auxilio
una vez que perdí fondo en el mar; se paró tranquilamente a la orilla del agua y
me dijo con sencillez: "Nada". Y eso fue lo que hice.
Lo recuerdo alcanzando la cumbre del Knicht cuando él tenía 77 años y yo 8. Y a
los 95 años balanceándose sobre los peldaños para alcanzar el balcón y ver
Snowdon bajo el sol del crepúsculo. Por sobre todo, lo recuerdo pasar horas
observando el movimiento del agua en las cascadas. Una de las imágenes más
antiguas que guardo de él es la de haberlo visto parado bajo una cascada en
California y una de las últimas la de contemplar extasiado la caída del agua per
los rápidos de Aberglaslyn en Gales del Norte.
OCIO, TRABAJO Y POLITICA
Junto a estas sencillas diversiones, podía entregarse a su amor por la información.
Debo aclarar que para mi padre las diferencias convencionales entre trabajo y
descanso tenían mucho menor significado que para la mayoría de la gente.
Excepto cuando lo impulsaba la presión urgente de los acontecimientos o la
necesidad de dinero, trabajaba con regularidad. De igual manera, absorbía la
experiencia de sus ocios en el trabajo. Por ejemplo, en su libro Conocimiento
Humano debatía el hecho de si era posible el estar sentado en la playa y saber si
hay más granos de arena en esa playa que los que uno ve. Este interrogante se le
ocurrió durante unas vacaciones en Gales, mientras se encontraba en las Arenas
de Roca Negra contemplando la extensión de la playa. Me consultó al respecto y
tuvimos una larga discusión. Así, algo que empezó como una conversación
cualquiera pasó más tarde a convertirse en un serio debate filosófico. El no
obtenía las ideas que usaba en sus obras trabajando, las adquiría simplemente
viviendo. Vivir con él fue en sí mismo una educación, mejor que la de Eton o
cualquier otro colegio.
Otra cosa que me enseñó desde muy chico fue la importancia de las palabras, la
necesidad de usarlas con enorme precisión. Como siempre, me ilustraba la idea
con alguna de sus innumerables historias. En este caso se trataba de Herbert
Spencer. Un estudiante le dijo al gran filósofo: "Qué cantidad tan atroz de
cuervos".
Spencer (y aquí la voz de mi padre se hacía portentosamente solemne) replicaba:
"No veo nada de atroz en esos cuervos". "Yo no dije que era una cantidad de
cuervos atroces", agregaba el estudiante, "yo dije que era una cantidad atroz de
cuervos". Después de varios relatos por el estilo, la precisión en el uso de las
palabras pasó a ser una segunda naturaleza en mí.
Tal vez la más valiosa de todas las lecciones que me enseñó fue que las ideas
deben ser consideradas según sus propios méritos. Y que no deben ser rechazadas
más que una vez que haya sido probada toda evidencia en pro o en contra a su
respecto. El estaba muy consciente de que la mayoría de las ideas que
actualmente se consideran convencionales fueron halladas demasiado excéntricas
en otras épocas como para darse la molestia de escucharlas.
Debido a esto, le era imposible ser un izquierdista incondicional. No habría
podido, sin violentarse, ser una de esas personas que conocen su posición tan
pronto como saben cuál es el pronunciamiento de "la Izquierda" sobre el tema. El
ejemplo clásico de este hecho fue su visita a Rusia en 1920. Siendo el hombre
que era, no podía dejar de ver lo evidente y menos aún de pronunciarse al
respecto. El resultado fue Práctica y teoría del bolchevismo, libro en que se
mostró contrario a algunos de los principales rumbos de la revolución rusa, así
como en contra de muchas de las teorías marxistas que se encontraban tras ellos.
La obra es tan extraordinaria precisamente porque no es lo que pensaba escribir
cuando fue allá, sino que se vio forzado a escribir la verdad. Debido a ello, perdió
a algunos de sus más íntimos amigos.

LA LUCHA DE UN FILOSOFO
Mi padre podía manifestar un tajante desprecio por los argumentos de un primer
ministro o un filósofo si no los encontraba intelectualmente convincentes.
Paralelamente, podía sentir un profundo respeto por la opinión de su masajista o
de su jardinero si le parecía cierta.
Su buena disposición para considerar un caso según sus propios méritos se
extendía tanto a la persona como al asunto mismo. Mi padre pensaba que tenía
derecho a exigir que el gobierno lo escuchara, pero no porque él fuera Bertrand
Russell, sino porque lo consideraba un derecho inherente al ser humano.
Para mí, por supuesto, esta actitud significó que, tan pronto como fui capaz de
formar frases coherentes, pude discutir con él, a sabiendas de que se me trataría
como un igual. Mis argumentos eran aceptados con respeto y, si ganaba una
discusión, la victoria me era concedida sin regateos.
Este respeto por las buenas razones, viniesen de donde viniesen, brotaba de una
misma fuente: su apasionado interés por aquello que presentara algo nuevo que
aprender.
Al mismo tiempo que supo adaptarse a un siglo que evolucionó más de lo que
pudieron imaginar jamás aquellos junto a los que creció, mi padre conservó un
robusto sentido del pasado, de su propio pasado familiar. Muchas de las causas
por las que luchó eran las mismas por las que habían luchado sus padres
enfrentando el ridículo de sus contemporáneos.
Mi padre fue educado, por sus abuelos, lord John Russell y su esposa. Ellos eran
la fuente de muchas de sus mejores historias. Como acostumbraba decir, la
historia llegaba hasta la batalla de Waterloo; de ahí en adelante no eran más que
chismes.
Pero el sentido de familia de mi padre se extendía más allá que esto. Para él una
familia no significaba solamente las personas que vivían bajo el mismo techo;
eso era para él "mi gente". Pero "mi familia" significaba para él algo que sólo
puede ser para aquellos que han crecido entre retratos de familia: una línea que se
extiende hacia atrás, hasta el siglo XVI, y que él esperaba que se siguiera
extendiendo hasta muchas generaciones después de su muerte.
Su preocupación por la posteridad de la raza humana debe ser observada dentro
del contexto de este sentido de posteridad familiar. Aquel de generaciones que se
extienden más allá de su conocimiento.
En cambio, no puedo juzgar su trabajo en matemáticas y filosofía porque no
tengo competencia para ello. El enorme efecto ejercido por sus comentarios sobre
asuntos sociales puede ser parcialmente ilustrado por el hecho de casi todos sus
puntos de vista que le acarrearon la crítica de sus contemporáneos,
posteriormente pasaron a ser convencionales.
Pero su mayor anhelo, la abolición de las armas nucleares, no ha encontrado eco
hasta ahora. Sin embargo, aunque no logró un triunfo total, logró al menos uno
parcial. Hasta aproximadamente 1959 los ministros regularmente acostumbraban
defender la posesión y el uso de bombas nucleares. En muy poco tiempo, y
principalmente gracias a los esfuerzos de mi padre, esta visión cambió. El último
ministro que intentó defender la utilización de bombas nucleares en la guerra fue
Henry Brooke, durante la elección general de 1964, y fue abucheado por el
público.
Mi padre merece reconocimiento por este viraje de la opinión pública. Si lo
logrado con esto será suficiente para preservar la raza humana, ello queda por
verse. Mi padre no lo creía así.

El tercer hijo de Bertrand


Russell
Alicia Delibes

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El pasado 14 de octubre ha muerto en Londres
Conrad Russell, quinto conde Russell, tercer hijo
del filósofo Bertrand Russell, historiador,
miembro muy activo del Partido Liberal-
Democráta británico y de la Cámara de los Lores.
Esta noticia ha llamado especialmente mi atención porque
siempre he sentido interés por conocer qué había sido de los
hijos de Bertrand Russell (1872-1970), uno de los personajes
más admirados por los estudiantes de Matemáticas de mi
generación y un individuo que fue importante protagonista de
todas las corrientes intelectuales que han dominado el
pensamiento occidental del siglo XX.

Conrad Russell nació el 15 de abril de 1937. Su madre, Patricia


Spence, fue la tercera mujer de Bertrand Russell. En 1930,
Patricia, "Peter" como se la llamaba familiarmente, era una
joven estudiante de Oxford a la que contrató el matrimonio
Russell, formado por Bertrand y Dora, para que se ocupara
durante el verano de sus hijos John y Kate.

Por aquel entonces los Russell formaban una pareja "liberal" y


progresista que hacía gala de mantener una relación matrimonial
abierta y moderna. Dora tenía un amante, el periodista
americano Griffin Barry, y el 8 de julio de 1930 había dado a luz
una niña fruto de sus relaciones extramatrimoniales.

Los Russell vivían en una mansión, Telegraph House, propiedad


de Frank Russell, hermano mayor de Bertrand. Allí habían
instalado un pequeño colegio, conocido como Bacon Hill, que la
pareja había fundado en 1927 siguiendo las corrientes
pedagógicas más progresistas de la época.

Al llegar aquel verano de 1930, Bertrand, con Peter y los niños,


marcharon a su habitual residencia veraniega de Cornualles.
Poco más tarde se les unieron Dora y la recién nacida. A su
llegada Dora se encontró a Bertrand y a la institutriz enredados
en un romance amoroso.
Un año después, el 8 de abril de 1932 nació el segundo hijo de
Dora y su amante americano y, en ese mismo momento, Bertie
abandonó a su mujer y se fue a vivir definitivamente con Peter
Spence.

En 1935, después de una dura batalla legal, obtuvieron el


divorcio y Russell comunicó a Dora su intención de volverse a
casar y su deseo de recuperar Telegraph House. El colegio debía
trasladarse a otro lugar. Peter y él se casaron en 1936 y un año
después nació el pequeño Conrad.

Cuando Conrad tenía sólo un año, Russell, movido por razones


económicas, decidió aceptar de Chicago una oferta para dar un
ciclo de conferencias y la familia trasladó su residencia a los
Estados Unidos. Allí permanecerían hasta 1944, año en el que
Russell recibió una invitación del Trinity y pudo cumplir su
deseo de regresar de nuevo a Inglaterra.

Al llegar se instaló a vivir confortablemente en Cambridge


mientras Peter y Conrad lo hacían en las sórdidas habitaciones
de una casa de huéspedes. Pronto Russell pudo comprarse una
casa y trasladarse allí con su mujer y su hijo. Pero, según cuenta
en su Autobiografía, "las damas de allí nos consideraban poco
respetables" y se vio obligado a vender la casa de Cambridge y
mudarse al norte de Gales. Puede que no fuera ésta la razón
fundamental que le empujó a mudar su residencia sino la
reanudación de sus relaciones con una antigua amante llamada
Collette O’Niel.

En 1950 Peter Spence, al descubrir que su marido se había


marchado a vivir al norte de Gales para estar cerca de su antigua
amante Collette O’Niel, solicitó el divorcio por abandono. Cuál
no sería su sorpresa cuando, una vez concedido, se enteró de que
Bertie no pensaba vivir con Collette sino que planeaba contraer
un nuevo matrimonio con Edith Finch, a la que había conocido
en Estados Unidos en 1943.

Cuando sus padres se separaron, Conrad tenía 11 años. Poco


habla de él su padre en la Autobiografía salvo para quejarse de
lo cara que le salía su educación y la manutención de su madre.
Sabemos que Patricia, dejándose de experiencias pedagógicas,
envió a su hijo a Eton, una de las grandes y más
tradicionales Public Schools británicas, donde, al parecer, el
joven Russell, después de vivir de forma traumática la
separación de sus padres, encontró cierta estabilidad emocional.

Conrad Russell se graduó en Historia en el Merton College de


Oxford en 1958. Escribió y publicó muchos libros durante los
años 70. En 1966 se presentó al Parlamento por el Partido
Laborista pero en 1974 lo abandonó para incorporarse al Partido
Liberal-Demócrata, el antiguo partido whig, que era el de sus
antepasados, entre los que se cuenta su bisabuelo, el primer Lord
Russell, que fue Primer Ministro en el siglo XIX. En estas
pinceladas biográficas, que quienes le conocieron trazan con
cariño en estos días que ha sido noticia su fallecimiento, se
puede adivinar la lucha de un hombre por escapar de sus
fantasmas familiares y perfilar su propia biografía; empresa que
no debió de ser nada fácil dada la fuerte personalidad de su
padre.

La hija de Bertrand Russell


Cultura
15 Ene 2011 - 10:00 PM
Héctor Abad / Especial para El Espectador
Fui invitado por Lady Katharine, la hija del escritor, matemático y filósofo —mi
ídolo, mi dios—, a pasar un par de días en la misma casa donde sus padres,
Bertie y Dora, vivieron quizá los años más felices y fecundos de su vida.

La región es Cornualles, en el extremo suroeste de Inglaterra. El lugar conocido


más cercano se llama el Final de la Tierra, o Land’s End, la punta más occidental
de la isla, donde las piedras y acantilados de la tierra firme oponen una
resistencia heroica a las olas incesantes del Atlántico. Aquí el paisaje termina,
con una última explosión de sí mismo, es decir, con una de las vistas más bellas
del mundo. Para llegar allí hay que coger un tren en Londres, en la estación de
Paddington, y viajar siete horas hacia el sur, hasta Penzance. En esta pequeña
ciudad, al final de una calle empinada, de nombre Causeway Head, hay una
tienda Oxfam de libros viejos y ropa de segunda mano. Y allí, a cualquier hora
del día los martes y los viernes, atiende siempre una mujer de 87 años —lúcida
como una navaja y ágil como un gato—, Lady Katharine Tait, más conocida en
su juventud como Kate Russell, la única hija mujer y la única hija todavía viva
del escritor, matemático y filósofo Bertrand Russell: mi ídolo, mi dios.

Vine a Cornualles porque me dijeron que allá vivía ella, en la misma casa que
habían comprado sus padres, Dora y Bertrand Russell, en la primavera de 1922.
No sé si Alá es grande o si lo grande es el azar. El caso es que mi traductora al
inglés, Anne McLean, tiene un complicado parentesco con Lady Katharine, que
no es del caso explicar aquí. Gracias a ella, entonces, más que a Alá o al azar, fui
invitado por la hija de Russell a pasar un par de días en la misma casa donde sus
padres, Bertie y Dora, vivieron quizá los años más felices y fecundos de su vida.
Y yo dormí allí con una placidez asombrada, un par de noches. La placidez venía
de la belleza, el sosiego y el silencio del sitio; el asombro, de mi extraña suerte:
¿a qué milagro se debía que yo pudiera dormir en un cuarto donde alguna vez
durmió también Ludwig Wittgenstein, el gran lógico y colega de Russell en la
Universidad de Cambridge? ¿Qué misteriosa fortuna me traía a conocer la única
hija viva del intelectual que más influyó en mi formación moral e intelectual,
Bertrand Russell? A veces el asombro no me dejaba dormir.

Pero vuelvo al principio. Cuando Lady Katharine (su título nobiliario se debe a
que su padre era Earl) termina su jornada en la tienda Oxfam (comercio
equitativo, lucha contra el hambre, la pobreza y la injusticia), tomamos todos un
bus y llegamos a Porthcurno, un pueblecito diminuto que unos pocos viajeros
conocen en las islas británicas, y sólo por tres hechos memorables: de allí partió
el primer cable telegráfico submarino que se lanzó entre Inglaterra y sus colonias
en 1870 (primero India, luego Australia y el lejano Oriente, finalmente América),
hoy conocido como “el internet victoriano”; por un fantástico teatro al aire libre,
el Minack Theatre, labrado en los acantilados que miran al océano; y por una
casita sencilla a la entrada del lugar: Carn Voel, que fue la residencia de verano
del segundo matrimonio de Bertrand Russell, frecuentada por ellos durante diez
años, hasta 1932, y luego ocupada solamente por la madre, Dora, que moriría allí
en 1986.

En el libro que Kate Russell le dedicó a la casa donde ahora vive, ella la describe
así: “La casa es como el dibujo que hacen los niños de una casa, con su puerta en
la mitad, una ventana a cada lado, tres ventanas más en la parte de arriba y luego
un par de buhardillas en el techo, como dos cejas mal puestas”. La descripción es
perfecta. Faltaría decir, tal vez, que la casa está rodeada de un magnífico
escenario natural: potreros verdísimos con vacas y caballos, un gran campo
sembrado de coliflores, suaves colinas con más casitas blancas dibujadas, y de
repente una serie de acantilados que caen a plomo sobre el océano, con radas y
bahías donde el agua es tan cristalina como en las islas coralinas del Caribe
(cuando el mar está en calma), o turbia y furiosa de olas y corrientes submarinas
que se estrellan contra las rocas, si hay mar embravecido, que es lo habitual.
Tal vez hay pocos sitios en la Tierra de una belleza tan suave y al mismo tiempo
tan agreste e intensa. Un perfecto escenario para esa vieja leyenda tan amada por
los románticos, la de Tristán e Isolda: el rey Karl de Cornualles manda a su
sobrino, Tristán, a que le traiga de Irlanda a su nueva esposa, Isolda. Los dos
jóvenes, en el barco de regreso, beben por error un filtro mágico y quedan
irremediablemente enamorados. Sin poder resistir al filtro de amor, la joven
esposa se vuelve adúltera y el joven sobrino es incapaz de no traicionar al tío. Un
enredo familiar que en parte puede servir de prólogo a las dificultades conyugales
que acabarían con el dichoso matrimonio entre Bertrand y Dora Russell. Pero de
esto hablaré más adelante.

Por ahora diré que Bertrand Russell, mi ídolo, mi dios, se casó cuatro veces en su
vida, y tuvo también numerosas amantes. Con todas sus mujeres, mientras las
tuvo, pudo siempre dedicarse con ánimo sereno a lo que siempre hizo: mejorar el
mundo, criticar su estupidez irremediable y liberar a los hombres de prejuicios
inútiles, mediante una escritura clara, tersa, incisiva, devastadoramente
inteligente. Es posible que en su cabeza de escéptico perviviera el mito de los
amores sucesivos como combustible indispensable para la creatividad y la
inspiración. Una nueva mujer era la gasolina que le daba un impulso renovado a
sus ideas. Si esto fue así en él, podemos decir que Dora inspiró algunas de sus
obras más importantes, tanto en matemáticas y filosofía (Filosofía matemática, El
ABC de los átomos y de la relatividad, El análisis de la mente, En qué creo, Por
qué no soy cristiano), como en pedagogía (Sobre la educación, Educación y
orden social), y también en la vida cotidiana y la moral (Matrimonio y moral, La
conquista de la felicidad, Ensayos escépticos). Todos estos libros los escribió, en
tres lustros de maravillosa fecundidad intelectual, mientras estuvo con ella.

Dora Black, su amante durante varios años y luego su mujer, era también sin
duda una personalidad fascinante. Socialista, feminista, pedagoga, escritora de
varios libros y numerosos panfletos sobre la liberación sexual y de la mujer,
ejerció durante más de 15 años una honda y positiva influencia sobre el filósofo.
Ambos se empeñaron en distintas cruzadas libertarias a favor de una educación
liberal y no autoritaria (fundaron una famosa escuela alternativa, Beacon Hill,
que estuvo abierta más de quince años), por un pacifismo radical (que sólo el
ascenso de Hitler haría renegar), y por una revisión profunda de todos los
principios morales que habían regido la sociedad victoriana (en la que Russell
nació), y también la eduardiana (en la que Dora creció).

Para poner un ejemplo, en los días en que estaban juntos, Dora fundó en Londres
la “Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre una Base Científica”. Esta liga
organizó en 1929 un congreso en el que hablaron, entre otros, H.G. Wells,
Bernard Shaw, Hugh Walpole y por supuesto B. Russell. Para dar una idea del
ánimo libertario y el sueño racional que los animaba, el discurso de bienvenida,
para delegados de decenas de países, se dio en esperanto. Y las ponencias
versaban sobre el derecho al aborto, a la homosexualidad, la libertad sexual en el
matrimonio, la educación sexual de los niños, etc. Tanto Dora como Bertrand, en
ese decenio magnífico de los años 20, creían todavía, con cierta confianza
exagerada, en que los conflictos y las relaciones humanas podían ser regulados
por el pensamiento racional, la tolerancia mutua y el método científico.

Para entender los intríngulis sentimentales de aquellos años, más que repasar la
Autobiografía de Russell, que al respecto es algo rápida y reticente, conviene
mucho leer el libro autobiográfico de Dora (El árbol de tamarisco) y el volumen
testimonial de Kate (My Father Bertrand Russell). Leyéndolos uno puede darse
cuenta de que el intento de llevar la vida más sensata, la más gobernada
exclusivamente por una razón iluminada, se puede chocar de repente con las
demandas primitivas del más irracional y apasionado instinto animal (por
supuesto presente en el animal humano, incluso en un animal humano tan
racional y compasivo como Bertrand Russell).

Paralelamente a su intensa vida intelectual, Dora y Bertrand quisieron instaurar,


en la práctica, un nuevo tipo de matrimonio donde en vez de fidelidad habría
lealtad, donde los celos no tendrían razón de ser, y en el que se podría hablar
abiertamente de las aventuras sexuales que cada uno de ellos tuviera. La apuesta
no era fácil, pero lo intentaron, y Dora lo llevó hasta sus últimas consecuencias.
Dora, mucho menor (y sexualmente más animosa que su marido), llevó sus
convicciones teóricas a la práctica y se consiguió un amante joven, un atractivo
periodista norteamericano, corresponsal de guerra, aventurero, también de mente
abierta: Griffin Barry. No estaba tan enamorada de él como de Bertie, pero
hacían viajes juntos y pasaban momentos agradables.

Mientras Russell estaba en una gira de conferencias en Estados Unidos (donde le


cancelaban los contratos, precisamente, por sus opiniones “inmorales” sobre el
sexo y el matrimonio), Dora quedó embarazada de Barry. Al darse cuenta de su
estado, le escribió a su marido, contándole sin mucho entusiasmo la novedad;
como era defensora del aborto, le preguntó a él si prefería que interrumpiera el
embarazo. El filósofo le contestó, con un telegrama, que no hiciera nada, que
podrían criar al nuevo retoño como si fuera de los tres. Reconocía, además, que
como él por su cuenta no había podido hacer “su parte”, estaba bien que otro lo
hiciera, en vista de que ella quería tener más hijos. El periodista, Griffin Barry,
en cuanto supo que sería padre, se escapó a París, como un seductor cualquiera, y
sólo regresó meses después, para tener una entrevista con el mismo Russell.

Así nació Harriet, la tercera hija de Dora (antes habían nacido John, el
primogénito, y Kate, la protagonista de este viaje). Russell hizo de tripas corazón
e inicialmente, incluso, reconoció a la niña como propia, dándole su célebre
apellido de lores y de condes. Pero al mismo tiempo se acercó mucho, física y
sentimentalmente, a la niñera, Patricia (Peter) Spence. Mientras seguían sus
viajes y su incansable actividad intelectual, el matrimonio de dos tenía ahora a su
lado dos fantasmas. Quizá lo que Bertrand no pudo soportar fue la repetición de
la preñez, por interpuesta persona, de su mujer. Porque en efecto Dora, que en
realidad quería otro hijo del mismo Bertrand, al tiempo que éste ya no ejercía con
ella los deberes conyugales, volvió a quedar en embarazo de su amigo el
periodista norteamericano. Y nació Roderick. Bertrand, entonces, se sentía más a
gusto con su nuevo amor, Peter, y se alejó de su antigua compañera, Dora, quizá
ya incapaz de seguir manteniendo en la práctica sus ideales teóricos de libertad
sexual dentro del matrimonio. Esta estaba bien hasta cierto punto, pero no era
posible pasar incluso por encima del problema de la paternidad.

Durante un tiempo sus ideales libertarios los llevaron a persistir en el intento y


pareció posible seguir viviendo así: un equilibrio incierto en la infidelidad
recíproca, los cuatro adultos con los cuatro niños, en un ménage à quatre (la
expresión es de Dora) de cuernos consentidos. Incluso pasaron algunas
vacaciones juntos en Hendaye, al lado francés del País Vasco. La rabia, el
desamor, el desagrado, los implacables celos recíprocos, que dicta el corazón y la
razón no entiende, desgarraron la unión. La separación y el divorcio no fueron
amigables, sino la habitual y terrible pelea de abogados, las mutuas
recriminaciones, el resentimiento.

Al final Bertrand se casó con la niñera de apodo masculino, Peter, y la Segunda


Guerra Mundial los cogió en Estados Unidos, donde prefirieron permanecer. Con
ella tuvo su último hijo, hoy ya desaparecido, Conrad. Su nombre lo escogió en
honor de su amigo, Joseph, el marino escritor. Dora se quedó sola con los cuatro
niños, aunque, como la custodia era compartida, los dos mayores, John y Kate,
pasaban la mitad de las vacaciones con su padre. Unas vacaciones medidas con
tanta precisión matemática que si los días feriados eran impares, a cada
progenitor le tocaba medio día de la última jornada. También los niños y los
jóvenes pasaron largas temporadas con el padre, al otro lado del Atlántico, y
como la Segunda Guerra Mundial los sorprendió allí, la estancia en Estados
Unidos se prolongó mucho más de lo esperado. Los años de abogados y disputas
sepultaron el sueño de Beacon Hill, aquel experimento de un colegio distinto, con
una pedagogía novedosa, sin miedo, en libertad. También el colegio tuvo que
cerrar, cuando la ausencia de Russell, y su desafecto, lo alejaron también de allí.
La tozuda, la miserable realidad (que muchas veces asume el rostro de los
problemas económicos) se impuso por encima del deseo y de las buenas
intenciones.

Los niños de Dora crecieron y el primogénito, John, tuvo graves problemas de


salud mental. Había en la familia Russell, genes intermitentes de locura, que
Bertrand siempre temió, como temían el filtro de amor Tristán e Isolda. Tampoco
la esposa de John era muy cuerda, y las hijas que tuvieron fueron siempre una
difícil carga, y una especie de pesadilla para el filósofo. Ciclotimias, suicidios,
manicomios, hospicios, hospitales y casas de reposo… El caso más triste es el de
su nieta, Lucy Katherine Russel, que se prendió fuego viva, a lo bonzo, en el
atrio de una iglesia cerca de Penzance, para pedir la paz en el mundo, como su
abuelo, pero con un gesto mucho más radical. Con su tía visitamos la tumba
donde hoy se encuentra. Anne McLean, con su dulzura habitual, despejó el
epitafio enceguecido por la maleza, y un poco conmovidos pudimos leer las
palabras que la abuela Dora le dedicó en la lápida: “Courageus in death, in life,
she sought understanding, and for mankind, peace. Only the actions of the just
smell sweet, and blossom in their dust”*.

Por este y otros fracasos de familia, los enemigos de Russell se alegraron. El


castigo divino, dijeron los fanáticos del cristianismo. El castigo genético, dijeron
los discípulos de Mendel o de Darwin. Lo normal, lo que a cualquier familia le
podría pasar, decimos sus amigos. Tampoco el matrimonio con Peter duró
demasiado, y Russell se divorció y casó una vez más. Como les ocurre a los
hombres que se casan muchas veces es como si Russell hubiera seguido el
consejo para el mal amor de Yehuda Amichai: “Con las sobras del amor / de una
mujer anterior / fabrícate otra mujer para ti / y luego con lo que sobre de esta
mujer / hazte de nuevo otro amor, / y sigue así / hasta que nada quede”. Al final
de sus días Dora cuidaba del hijo desequilibrado y visionario, John, que hacía
largos discursos en la Cámara de los Lores y enviaba pastorales, interminables en
su incoherencia, al Times de Londres, mientras fumaba cigarrillos, uno tras otro
sin parar.

La casa de Cornualles, Carn Voel, mientras tanto, se venía al suelo, hecha


pedazos. Dora no era rica. Goteras en el techo, humedades, insectos, mal olor. La
última asistente de Dora, siempre borracha, escondía en el viejo jardín —puras
malezas ya— las botellas de gin. Y mientras su hijo moría enfermo y solo y loco,
mientras Dora moría, indignada, mandona e iracunda, cubriendo de alegría
exterior su exasperación interior, Bertrand Russell, mi ídolo, mi dios, luchaba por
salvar la humanidad. Era un destino melancólico, al final, el contraste entre las
dificultades de la vida privada de la mujer y su hijo mayor, y la vida pública del
marido, siempre más célebre, premio Nobel de Literatura, y enfrascado en
maravillosos proyectos políticos a favor de causas justas internacionales. Esta
pionera mundial del feminismo moría como una mujer cualquiera, divorciada y
sola, bastante olvidada, al tiempo que su marido crecía en el respeto y la
admiración universal.

En esos mismos años, su única hija mujer, Katherine, criada por su padre en el
ateísmo, bibliotecaria en Harvard, donde había estudiado, se convirtió al
cristianismo. Y, más aún, se enamoró y contrajo matrimonio con un pastor
norteamericano de la iglesia episcopal. Bertrand Russell no tomó la conversión
de su hija como otra tragedia familiar y tampoco como un fracaso personal. Lady
Kate me muestra las respuestas amables de su padre cuando ella le anunció su
conversión. “Creo que el cristianismo es un mal, pero lo acepto si el mismo te
hace a ti feliz”. El marido de Katherine estudió teología y luego la pareja se fue a
Uganda, a trabajar como misioneros. Pese a su ateísmo, Russell les ayudaba
económicamente, y tenía por su hija un afecto inquebrantable. Ahora Kate ha
dejado su militancia misionera, y vive su fe en la intimidad, y sin ningún ánimo
proselitista. Cuando le pregunto por esto, simplemente me dice que se inclina a
pensar que el universo, más que fruto del azar, es algo que fue creado. Pero de
ahí no pasa.

Ahora Lady Katherine ha vuelto a vivir en este paraíso de su infancia, en


Cornualles. Vive sola en la vieja casa restaurada, donde el jardín ha vuelto a ser
jardín. El piso de abajo lo ocupa uno de sus hijos, que por estos días no está. El
vigor, la alegría, la agilidad mental del viejo filósofo han vuelto a tomar las
riendas de la casa. Es una mujer solitaria, pero serena y sabia, que guarda de su
padre un recuerdo amoroso, sin rencor alguno. Ella, dicen los biógrafos de
Russell, es la demostración viva de que esa educación en libertad con que
soñaron sus padres, a veces puede dar frutos excelsos. Si la materia prima es
buena, la libertad florece en ella, de un modo ejemplar. A Kate, en esta hermosa
casa aislada, en el final de la Tierra, o Land’s End, la acompaña una joven gata
ciclotímica, que en vez de maullar hace un ruido extraño, como de pato que
grazna. La gata estornuda y hace ruidos extraños, como un enfermo de asma o
enfisema. Ella, sin ganas de darle un nombre, le dice Cat, no más. Esta mujer casi
nonagenaria, ágil como su gato, con los genes longevos de su padre (que viviría
hasta los 98 años), nos lleva a Anne y a mí, de la lengua, a caminar por los
acantilados y por las playas de Cornualles, de una belleza absurda, indescriptible.
Y en este final de la Tierra o Land’s End, en este paraíso terrenal donde el agua
salada y cristalina del Atlántico se estrella incesante contra las piedras altas como
castillos que resisten su sitio milenario, en este hogar de focas, de caballos y de
vacas, en este verde intenso contra el azul del mar y el cielo gris yo siento, de
repente, que me asfixio de razón, y también de libertad. Mis viejos ideales, la
herencia intelectual de Bertrand Russell, entran en conflicto con la realidad.
Pienso que hay una intuición de la vida, una inteligencia emocional que
instintivamente percibe lo que a los otros seres humanos puede herirlos
hondamente. Y que nada puede planearse tan solo con la razón, sino que siempre
deberíamos tener en cuenta nuestro antiguo y tozudo instinto animal, nuestro
viejo y tozudo corazón. Oponerse a esto puede producir mucha infelicidad. Con
este sentimiento me despido de Cornualles, de Anne, de Lady Katherine, del
hermoso recuerdo de Bertrand Russell, mi ídolo, mi dios.

* ‘Valerosa en la muerte, en la vida, buscó comprensión, y para la humanidad,


paz. Sólo las acciones de los justos huelen bien, y en su polvo florecen’.

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Bertrand Russell

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