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las que trabajaban, en su mayoría, lo hacían como sirvientas. Con frecuencia eran
objeto de explotación económica y sexual por parte de sus patronos.
Las mujeres de clase alta utilizaban a numerosas criadas como signo de distinción y
éstas trabajaban con total dependencia de los señores prácticamente las 24 horas por
salarios de miseria. Como consecuencia de los agotadores y mal retribuidos salarios
aumento la prostitución en las grandes ciudades ejercida por jóvenes que trataban de
sobrevivir. En Inglaterra, a mediados del siglo XIX, el 40% de las mujeres que trabajan
lo hacen en el servicio doméstico. En las jóvenes de clase media se hizo frecuente
emplearse como institutrices y damas de compañía y es a mitad de este siglo cuando
nació el oficio de enfermera.
En Finlandia, en 1878, la ley reconoció a las mujeres rurales el derecho a la mitad de la
propiedad y de la herencia en el matrimonio y en 1889, las mujeres casadas pusieron
disponer libremente de sus salarios. O leyes aún más tempranas en Noruega en los
años 40 y 50 permitieron la igualdad hereditaria (1845). En cambio el Código Napoleón
(1803) de Francia y en el Código Civil español de 1889 disponían que la mujer casada
carecía de autonomía personal y tanto sus bienes como sus ingresos eran
administrados por el marido. Solo en el siglo XX se conseguirá en Francia y España
romper la legislación discriminatoria.
Los movimientos feministas del siglo XIX se concentraron en conseguir el sufragio para
las mujeres. El camino hacia el voto no fue fácil y estuvo lleno de escollos. En 1848 se
reunió en Nueva York la primera convención sobre los derechos de la mujer, pero no fue
hasta 1920 cuando se consiguió el derecho al voto en Estados Unidos. La lucha en
Europa fue dirigida por las mujeres inglesas, que crearon una organización propia
dentro del partido socialista. En ocasiones la lucha de las mujeres no estuvo exenta de
enfrentamientos violentos con la Policía y la obtención del voto femenino fue posible
tras una lucha de un siglo. Las leyes electorales que consagraron el derecho de sufragio
femenino en general en Nueva Zelanda (1893) y en Australia, progresivamente otros
países se fueron sumando, Imperio ruso (1906), Noruega (1913), Dinamarca (1915),
Alemania (1918), Estados Unidos (1920), Suecia (1921), Gran Bretaña (1928), España
(1931), Francia e Italia (1945).
Puede parecer sorprendente, pero no lo es. Las sociedades que giran en torno a la
naturaleza y viven en contacto directo con ella actúan de manera más igualitaria. Y no
hace falta remontarse en el tiempo para comprobarlo. Las comunidades amazónicas
que subsisten aún, inmersas en la naturaleza, atestiguan estas pautas de
comportamiento.
Luego del matrimonio ella no era propiedad de su marido, eran compañeros en una
aventura matrimonial. La esposa permanecía como dueña exclusiva de sus
propiedades, tampoco las propiedades habidas juntamente o poseídas por ambos
podían ser vendidas o cedidas por el marido, sus derechos sobre los bienes comunes
eran iguales y para disponer de ellos era necesario el voluntario consentimiento de
ambos.
La mujer en la vieja Irlanda- único lugar del mundo celta que nunca fue visitado por las
legiones romanas, mantiene su independencia hasta el siglo XII, y a los fines prácticos
unos tres siglos más- estaba casi en un plano de igualdad con el hombre. En particular
las mujeres importantes que no sólo imponían esta igualdad, sino también en algunos
casos su superioridad. La mujer permaneció emancipada y fue a menudo elegida por su
profesión, rango y fama.
De igual forma en medio de una época medieval en la que la mujer europea no era
tenida en cuenta e incluso se la llegaba a considerar como inferior, los vikingos fueron la
excepción a la regla. Ellos tenían mujeres líderes, gobernantes, guerreras. Tenían un
estado igualitario en la cultura vikinga, tanto legal como social. La mujer vikinga era la
jefa en el interior de la casa y a menudo se hacía cargo de la marcha de la granja
cuando su marido y sus hijos estaban ausentes por motivos guerreros o comerciales.
Se casaban entre los 12 y los 16 años, normalmente por matrimonios acordados,
aunque se conocen historias de amores turbulentos consumados al margen de los
acuerdos familiares. Si quería divorciarse en caso de que el marido fuera perezoso,
insultase a la familia o la maltratara, lo único que tenía que hacer ella era llamar a
algunos testigos, y anunciar que se divorciaba. Las mujeres vikingas tenían un estatus
que ninguna otra mujer de la época tenía, y que sólo lograron en períodos más
recientes.