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Scarlett O’Connor

©Lune Noir, 2020


©Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita de los
titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.
Índice

MIRANDA

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo

CAMERON
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo

EMILY
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo

VANESSA
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
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Miranda
Señoritas Americanas 1

Scarlett O’Connor

©Lune Noir, 2018


©Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita de los
titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.
Para aquellos que no se cansan de soñar.
Scarlett O’Connor
CAPÍTULO 1

—Señorita —se quejó la mujer que la ayudaba con el peinado—, no


puede salir así.
Miranda Clark hizo caso omiso y se puso de pie. Los bucles negro
azabache de su cabellera le cayeron con libertad por los hombros, salvo
tres, que estaban sujetos con delicadas horquillas decoradas con perlas.
—Lo que no podemos, Elisa, es hacer esperar a mi padre, ya lo
conoces. —La advertencia de Miranda llegó tarde, el vozarrón de Edward
Clark resonó en la mansión neoyorkina de la familia.
—¡Miranda!
Elisa se estremeció. Quiso protestar ante la apresurada marcha de la
señorita, pero mantuvo los labios unidos. Miranda le regaló una mirada de
diversión con una pizca de resignación antes de perderse en el pasillo
como un tornado de seda lila y bucles negros.
La señora Elisa había trabajado para las mejores familias de Nueva
York, aquellas que llevaban algo de sangre noble en sus venas o que
supieron contar con la aprobación de la reina antes de la independencia
americana. Todavía eran ellas las que marcaban las normas de la sociedad
neoyorkina, incluso en esos tiempos, en los que el dinero de sus cuentas
era escaso y los nuevos ricos se abrían camino a pasos agigantados. Y a los
Clark les gustaba andar a grandes zancadas.
La pobre sirvienta tenía más conocimiento de protocolo y formas
que los integrantes de la familia, e intentaba inculcar esos modos en
Miranda, sin mucho éxito hasta el momento. La joven Clark era tan briosa
como su padre y su madre, un matrimonio de modales hoscos y buen
corazón, que aún llevaba en sus manos los callos con los que habían
fundado el imperio de la construcción que hoy poseían. Los gritos de
Edward se escuchaban desde todos los puntos de la mansión, haciendo que
los sirvientes contuvieran el gesto. Lo querían y respetaban, sobre todo,
porque hasta hacía no muchos años, ese señor de traje de gala y bastón con
empuñadura de plata había sido uno de ellos. Un albañil. Sin embargo, el
poco empeño que ponía el hombre en habituarse a las formas y modos
ponía nerviosa a la servidumbre, acostumbrada a otro tipo de trabajo. En
vano era recordarle las campanillas que se encontraban en cada habitación
y se conectaban a una central mediante hilos para llamarlos sin tener que
andar vociferando como un estibador de puerto.
—¡Miranda!
—¡Ya voy, papá! —fue el grito de respuesta que hizo a Elisa poner
los ojos en blanco.
La muchacha llegó al despacho de su padre casi al trote, para darse
de lleno con el robusto pecho del hombre. El intento de sostenerla terminó
en un abrazo cariñoso antes de hacerse a un lado para dejarla pasar. En el
interior, Eva Clark, su madre, aguardaba sentada en un sofá mientras
repasaba los libros contables. Eva había trabajado de ayudante en una
tienda de sombreros antes de casarse y emprender el negocio junto a su
marido, quien, hasta hacía no mucho, era analfabeto. Por ese motivo era la
mujer quien repasaba las cuentas, del mismo modo que supo hacer para su
patrona, solo que ahora, las mismas contaban con varios —por no decir
demasiados— ceros más.
—¿Qué es tan urgente? —preguntó Miranda en un tono que, en otra
familia, se hubiera considerado insolente—. Elisa se va a morir del
disgusto, literalmente, la mataremos del disgusto.
—Tu madre y yo queremos hablar sobre Dylan Paterson. Ven,
siéntate.
Miranda se tensó ante la orden. Dos actitudes en sus padres le
indicaron que la situación era seria. Una, Edward jamás pedía que se
sentaran, le parecía que mantener las reuniones en pie ayudaba a que la
gente no se fuera por las ramas y se enfocara en los temas serios. La
segunda, Eva dejó el libro contable a un lado, y no solo eso, lo cerró. La
joven Clark comenzó a preocuparse.
—¿Algún problema con el señor Paterson? —inquirió.
Edward la instó a sentarse, y Miranda lo hizo dejándose caer en la
butaca frente al escritorio. Su madre se acercó y, con cariño, le acomodó
los bucles sueltos tras las orejas. Era más un gesto que un intento de
peinarla.
—¿Cuál es tu opinión de él? —preguntó Eva con un toque de
cautela. Miranda fijó la vista en su padre, y percibió el malestar.
—Parece un buen hombre —se animó a decir—, es amable, me trata
bastante bien… —titubeó un poco antes de agregar—: ya saben cómo son
los demás, a él no le molesta que rompa las normas sociales.
—¿Te gusta? —indagó un poco más su madre. Miranda se ruborizó
apenas. Sus mejillas no tardaron en volver al color original tras un bufido
de su padre—. Edward, querido, ya lo discutimos…
—¿Qué discutieron?
—Miranda, hija —Eva se sentó en el escritorio y cruzó las piernas
bajo la falda. Si Elisa la viese en esos momentos, tendría un infarto. Casi
podía oírla: «Solo las fulanas cruzan las piernas»—, tu padre y yo
decidimos hace mucho tiempo que, sin importar la fortuna que
amasáramos, te permitiríamos vivir lo que nosotros vivimos.
—¿Pobreza? —dudó la muchacha, y Edward rompió en una sonora
carcajada.
—No, ¡Por Dios! —expresó entre ataques de risa—, lo último que
deseamos para ti es eso. Nos referimos a… ya sabes…
—¡Ay! Hombre terco, dilo —exigió Eva con una sonrisa y los ojos
brillantes de diversión y ternura.
—Un buen matrimonio —completó el señor Clark, y su esposa
refunfuñó.
—Lo sabía, jamás lo dirá en público. ¡Amor!, hija, deseamos que
elijas a tu esposo. Puede que nosotros gritemos, me cruce de piernas o no
entendamos el para qué de tantos cubiertos en la mesa, pero si algo hemos
descubierto es que la gente de dinero es mil veces más bárbara que
nosotros. Se imponen los matrimonios, como si algo bueno pudiera salir
de eso. Mira, que con lo que amo a tu padre, lo quiero ahorcar unas tres
veces al día, si no la amara, ya lo hubiera hecho y estaría en prisión.
Edward Clark no tomó la amenaza como tal, sino como una
demostración de afecto.
—¿Y qué tiene que ver el señor Paterson en esto? —Una bola de
fuego se había instalado en la boca del estómago de Miranda.
—El señor Paterson pidió tu mano en matrimonio.
—¡Pero a mí no me ha dicho nada! —se enfadó Miranda.
—Ya lo ves, hija, bárbaros. —La mujer hizo una gran inspiración
antes de continuar—: Por eso nos interesa saber tu opinión, ¿quieres
casarte con Dylan?
Miranda se quedó congelada por unos segundos. Lo único que
atravesó las capas de frío fue la mirada de fuego de su padre. Ambos
tenían el mismo color de ojos, un verde tan intenso que sus iris parecían
esmeraldas, y refulgían con mayor intensidad cuando estaban furiosos. Por
ese motivo, la muchacha adivinó que a Edward no le agradaba para nada la
idea. Intentó hallar las razones por las cuales su padre podía albergar esos
sentimientos hacia el señor Paterson, y no pudo. Dylan era un hombre de
una buena familia de Nueva York, de esas que dictaban las modas y las
normas, y pese a eso, se mostraba siempre solícito con ella, no se burlaba
de sus metidas de pata, ni se molestaba porque no pudiera bailar el vals de
manera coordinada. Tampoco la había mandado a callar nunca cuando
hablaba de temas impropios para una dama —como la bolsa de comercio o
el precio del carbón—, ni tampoco mostraba bochorno cuando ella reía a
carcajadas limpias siempre que algo le causaba gracia.
Dylan había resultado ser el mejor compañero de veladas que una
muchacha como ella podía tener, no sabía por qué le sorprendía la
propuesta. Quizá porque siempre pensó que eran amigos y nada más, o
porque Miranda era consciente de que Dylan jamás la había mirado como
a Jeniffer, la hija del diplomático francés. A decir verdad, ella tampoco lo
miraba a él de esa manera. Era apuesto y encantador, sin duda, pero la idea
de besarlo no le provocaba mariposas en el estómago, sino vértigo.
—No lo sé —confesó tras eternos minutos de silencio—. No pensé
demasiado en el matrimonio.
—Deberías, cumplirás diecinueve años en unos meses… —dijo Eva,
y fue interrumpida por su marido.
—Si no lo sabes es porque no lo quieres. Fin de la discusión, le
diremos que no.
—¡Edward! —se molestó su esposa.
—Papá —Miranda jamás le decía padre o señor, como las demás
muchachas de su edad y círculo social—, ¿qué no me estás diciendo?
—¿Lo ves, Eva? Es demasiado lista para todos los mequetrefes que
conoce, en especial para el crápula de Dylan.
—¡Papá! —lo defendió ella—. Que no sepa si me gusta o no, no
quiere decir que piense que es un mal hombre.
—Miranda, lo que tu padre quiere decir…
—¡Es un cazafortunas! Y si te trató bien todo este tiempo, fue por
mi cuenta bancaria.
Miranda Clark tuvo que hacer el esfuerzo por respirar, era como si
algo se le hubiera atorado en la garganta, a la vez que una boa constrictora
le apretaba la boca del estómago. Sí, así se sentían las palabras de su
padre. Se le llenaron los ojos de lágrimas; en el intento de no llorar, aspiró
profundo. Observó a su madre y supo que, en ese instante, estaba frente a
una de las tantas veces que quería ahorcar a su marido pese a amarlo.
—Tu padre no quiere decir que no seas lo suficientemente buena
para él, solo que…
—¡Él no es lo suficientemente bueno para mi hija! —alzó la voz el
hombre.
—Por favor, explíquenme —pidió en un susurro.
—Los Paterson están muy mal de dinero, y hoy la bolsa cayó dos
puntos, para nosotros no es muy significativo, pero para los ingresos de
ellos sí lo es. Tu padre piensa que es interés, que quiere casarse contigo
por dinero.
—Sé juzgar a un hombre, sé de lo que están hechos —se defendió el
aludido, algo culposo por haber herido a su hija.
—Que esté en ruinas no lo hace un mal hombre, papá. Y que prefiera
apurar un matrimonio por ese motivo, tampoco. Si es que me quiere… —
agregó con la voz quebrada. Edward bufó, y Eva estuvo segura de haber
superado un récord, era la cuarta vez que deseaba matarlo en una hora.
El enojo de su madre hizo a Miranda sonreír por encima del dolor.
No le gustaba sentirse así. Luchar contra la sociedad neoyorkina era una
pérdida de energías, los Clark jamás encajarían. Se quitó la pátina de
falsas y pueriles ilusiones para observar de manera crítica la situación. Era
demasiado pedir que Dylan la quisiera tal cual era, con sus modales
vulgares y su andar enérgico. El dinero pasaba a ser su único atributo, lo
único que podía brindarles a los hombres de su círculo social. La idea de
casarse solo por eso la hizo sentir pánico, y comprendió que no podía
hacerlo. No, era demasiado parecida a su madre, por lo que querría matar a
su marido tres veces al día, y comenzaba a sospechar que, con Dylan, se
rendiría en el tercer round. Ella necesitaba amor para emprender la ardua
tarea del matrimonio, no concebía otra forma de hacerlo. Y Miranda no
amaba a Dylan Paterson.
—No quiero casarme con Dylan —confesó. La sonrisa de Edward
iluminó el despacho. El hombre golpeó el escritorio con el puño a modo de
festejo.
—Eres muy lista, mi pequeña, eres toda una Clark.
—Lo inteligente lo sacó de mí —se mofó su madre.
—Aguarden —interrumpió los festejos Miranda—, es verdad, no me
casaré con él, pero el señor Paterson ha sido siempre muy amable
conmigo, por interés o no —Alzó la mano para acallar la protesta de su
padre—, por ese motivo, le retribuiré la amabilidad en persona. Le
explicaré mis razones, y le desearé suerte en la búsqueda de una esposa.
—No es necesario —dijo su padre—, así no se manejan los hombres
de dinero. Me pidió la mano a mí, le responderé yo.
—Papá… —se quejó ella—, por favor, es lo menos que puedo hacer.
De verdad.
—Bueno, hazlo esta noche en la velada de los Radziwill, no lo
extiendas demasiado. No sé por qué, Dylan no me da buena espina. No
confío en él.
—Lo haré. Iré a terminar de arreglarme, o Elisa apretará por demás
el corsé a modo de castigo.
Eva se bajó del escritorio en un salto y besó la frente de su hija.
Miranda supo que su decisión era la correcta cuando vio a su madre volver
al sofá y tomar el libro contable. Sus padres tenían un sexto sentido para
los negocios, los acuerdos y las personas. Si ellos estaban en paz, ella
también lo estaría.

La velada en la mansión de los Radziwill se presentaba como otro


fracaso social para Miranda. Las hijas de la señora interpretaban a Mozart
en la sala de música, aunque hubiera sido más certero decir que lo
descuartizaban. Miranda se abstuvo de comentar algo al respecto, o le
dirían que su escaso conocimiento musical era el que le impedía disfrutar
del talento de las niñas Radziwill. Su madre y su padre habían conseguido
eludir el martirio gracias a la edad, Eva se encontraba en el salón de
mujeres con las demás matronas, y su padre, en el de caballeros, haciendo
negocios.
—Querida, ven —la invitó la Señora Monroe, y agregó en un susurro
—, desde aquí el sonido de la fuente nos permite escuchar menos.
Miranda largó una carcajada, que hizo a más de uno voltear a
mirarla con desagrado. Las mejillas de la muchacha se tiñeron de rojo,
mientras que la señora Monroe, más acostumbrada a las normas, ocultaba
su diversión tras el abanico.
Las butacas estaban colocadas de manera que rodearan el escenario,
por lo que tuvo que disculparse con toda la hilera de invitados para llegar
junto a la señora Monroe. Elisa le había dicho una vez que disculparse era
de mala educación; le resultaba absurda esa norma, por lo que avanzó con
un eco de «Lo siento, disculpe, lo siento», cada vez que su falda se rozaba
contra una pierna o su bolso con bordados de perla se enganchaba en algún
cabello. Al fin llegó junto a su acompañante, y se sentó a sufrir la obra.
—Estás muy bella hoy —halagó la mujer en un susurro tras el
abanico. Le señaló a Miranda que hiciera lo mismo. La muchacha la imitó,
antes de contestar se cubrió el rostro con el lienzo pintado a mano que,
extendido, dibujaba un lago con cisnes.
—Muchas gracias, usted también.
—El lila es tu color, aunque el verde resalta el de tus ojos. ¿Te has
esmerado para agradar a al señor Paterson? —preguntó Grace Monroe, sin
filtro alguno. Una de las razones por las que le gustaba a Miranda era esa,
la mujer no seguía las normas sociales, se asemejaba a los Clark.
—No, no…
—Escuché que pedirá tu mano —insistió su compañera.
—Oh, ¿cómo hace para enterarse de todo? Yo lo supe hace unas
horas.
—Tengo mis métodos. ¿Y bien…?
—No me casaré con él, creo que está interesado en Jeniffer ¿no lo
creé así?
—Hmmm. —La señora Monroe acompañó el quejido con un
enérgico movimiento de muñeca. El viento le movió los bucles a Miranda.
—¿Qué piensa?
—No quiero sonar cruel, querida, sabes que me caes bien…
—Jeniffer no tiene tanto dinero como yo —completó la señorita
Clark, sin muestra de emoción alguna.
—Eres una niña sensata.
—Lo mismo me ha dicho mi padre luego de comunicarme la noticia,
comienzo a sospechar que no lo soy en absoluto. Resulta que todos
conocen el carácter del señor Paterson menos yo… conmigo era tan
encantador —murmuró derrotada. ¿Acaso ningún caballero se fijaría en
ella con desinterés? Empezaba a volverse pesimista y cínica ¡Y ni siquiera
tenía diecinueve años! ¿Qué quedaría para cuando llegara a los cuarenta y
aún esperase al amor de su vida?
—Lo importante es que lo has sabido ver. Debes enfocarte en otra
clase de hombres, querida, alguno que ya posea una fortuna, de esa manera
sabrás que no lo empuja el interés.
—Gracias por el consejo —finalizó la conversación y cerró el
abanico. Ya no se sentía entusiasmada por el vestido lila tornasolado que
estrenaba, ni por las perlas que decoraban su cabello negro, ni los
delicados guantes. Todo el mundo veía en ella la cuenta bancaria de su
padre, lo mismo sería salir con un traje hecho de arpillera. La criticarían
por sus formas, la adorarían por su fortuna…
El martirio a los oídos terminó tras una pésima interpretación de la
sonata número 6, Rondeau en polonaise. Andante. Y les permitió a los
invitados pasear por los salones, balcones y jardines de la mansión
Radziwill mientras los sirvientes quitaban las butacas y convertían el
auditorio en lo que era en realidad, el salón de baile.
Miranda divisó a Dylan en la multitud, y el hombre le sonrió a la
distancia. Lo correcto sería que él se acercara a ella, pero la joven Clark no
quería perder el tiempo. Le había prometido a su padre dar una respuesta
esa misma noche, y comenzaba a tener un mal presentimiento sobre
Paterson. Si sus padres, a quienes se sumaba la señora Monroe, decían que
no era trigo limpio, ella debía ser cautelosa. Se abrió camino entre el
gentío, mientras varias miradas se posaban en ella. La muchacha ralentizó
el paso al darse cuenta de que caminaba como su padre, a grandes
zancadas, como si la vida fuera demasiado corta para menear las caderas
en el andar.
—Señorita Clark —exclamó él, feliz de verla, y se presentó ante
ella. Le besó la mano enguantada a modo de saludo—. ¡Qué placer verla!
¡Oh, malditos sean sus padres!, se lamentó Miranda. En esos
momentos, todo lo que salía de los labios de Dylan le resultaba falso y
exagerado. ¿En serio se alegra de verme? Al menos finge, completó para
sí.
—Señor Paterson…
—Imagino que su padre le ha comentado de nuestra conversación
esta mañana —la interrumpió Dylan—, me ha dicho que le pertenece a
usted la última palabra.
Algo en su tono de voz, el timbre, o lo forzado, le indicó a Miranda
que al señor Paterson no le había agradado demasiado la disposición de su
padre.
—Sí, de eso exactamente quería hablar con usted. Me temo que…
—Por favor, conversemos en privado —pidió él, y a la señorita
Clark le molestó la segunda interrupción en menos de un minuto. Miró
derredor, varios ojos estaban puestos en ellos, con sus respectivas orejas,
por supuesto. Miranda largó el aire con resignación.
—Claro, tiene razón, aquí no es el lugar indicado. Lo siento.
Dylan amplió los labios en una gran sonrisa que puso incómoda a
Miranda. El hombre siempre parecía dispuesto a pasar por alto los fallos
de ella, nunca remarcaba sus errores sociales, y la joven comenzaba a
sospechar de sus intenciones.
—Acompáñeme, busquemos algo de beber. —Brindó su brazo para
que Miranda se tomara de él, y la acompañó a la mesa de refrigerio. En
cada intento que hacía la muchacha de expresar su negativa al matrimonio,
Dylan la interrumpía o buscaba una evasiva.
Ya había hablado sobre el clima, las constelaciones, hasta le
permitió conversar sobre la importancia de la nueva línea ferroviaria.
Cualquier tópico era válido antes del matrimonio. Frustrada, con la mente
fija en cómo abordar el tema del casamiento, Miranda no se percató de que
Dylan la llevaba por los jardines, ni de la mirada que el hombre lanzó
hacia atrás, en busca de su amigo Robert.
—Como decía —insistió Miranda—, mi padre me ha comentado y
quisiera no alentar falsas esperanzas…
—Está muy bella esta noche, señorita Clark.
Miranda se exasperó. Si volvía a interrumpirla, lo mataría, y
entonces no tendría que negarse.
—Por favor, en honor a la amistad de estos días, deseo expresarle las
razones que me llevan a negarme. No quiero que piense que es algo que
haya hecho usted ni…
Dylan parecía ajeno a las palabras de la muchacha. Llevó la mano
hacia la mandíbula de ella y la acarició con delicadeza. Miranda se sintió
molesta por el avance y retrocedió un paso. Alzó la vista, y comprendió
que estaban solos, las personas más cercanas se hallaban a varios metros
de ellos, en la zona más iluminada de los jardines. La situación era
inapropiada, y temió las consecuencias. Por lo que fue al grano de
inmediato.
—Señor Paterson, mi respuesta es no. Me gustaría explicarle las
razones, pues lo último que deseo es herir sus sentimientos —«si es que
los tiene», agregó su cerebro cruel— dado que ha sido siempre tan amable
conmigo. No obstante, no me parece que este sea el momento ni lugar
adecuado, si le parece…
El discurso de Miranda fue acallado por un beso. Un beso que no
pidió, que le resultó forzado, violento y asqueroso. Empujó el pecho de
Dylan, mientras en el suyo el corazón se le desbocaba por el miedo y la
repulsión.
—¡Por Dios! Deténgase —exigió cuando pudo correr la cara. El
movimiento de ella le dio acceso a Dylan a su cuello, donde comenzó a
desperdigar besos como si fueran bien recibidos—. ¡Deténgase!
—Vamos, Miranda. Sé que lo deseas, no sé qué te ha dicho tu padre
para convencerte… —Y comenzó a tirar de la seda del vestido—. ¿Quién
más crees que estará dispuesto a casarse contigo? Estás bien para amante
—remarcó apretándole un seno—, tienes la energía y la falta de decoro
suficiente para entretener a un hombre en la cama…
—¡Suélteme! —gritó Miranda, y la risa de Dylan le provocó un
escalofrío. Había cometido un grave error al alzar la voz, había alertado a
los invitados de lo que sucedía en las sombras del jardín. El vestido estaba
arrugado por el forcejeo y se veía parte de la enagua por encima del
escote. Las lágrimas comenzaron a quemarle los ojos, y antes de mostrarse
rendida, antes de que tomara real consciencia de la catástrofe en la que
estaba envuelta, le dio un sonoro cachetazo a Dylan, y luego otro, y otro.
Hasta que el hombre tuvo que soltar la cintura y dejar sus avances
libidinosos en pos de defenderse del ataque.
Robert, que conocía sus intenciones, apareció junto a su prometida
para pescarlos in fraganti. Lo que debía ser un beso pasional era ahora una
pelea de puños. De todos modos, la escena tenía las mismas consecuencias
para Miranda.
—¡Maldito hijo de perra, desgraciado mal parido! —insultaba la
señorita Clark, haciendo uso de un vocabulario que solo Edward podría
admirar.
En pocos minutos, los invitados rodearon a la pareja mientras
criticaban el accionar de Miranda. La muchacha, de la impotencia al verse
víctima no solo de Dylan, sino de toda la sociedad, cometió el tercer error
de la noche. El primero había sido creer que Paterson merecía
explicaciones, el segundo caer en su trampa… y ahora…
—¡Se ha sobrepasado conmigo! —expresó con la garganta ardida
por la ira y el llanto atrapado.
La señora Monroe corrió hacia ella y comenzó a arrastrarla lejos de
allí. Mientras rechistaba para que cerrara la boca.
—¡Se comportó de manera inapropiada! Me forzó con un beso —
largaba Miranda entre hipidos desesperados. ¿Por qué nadie la ayudaba?
¿Por qué todos la señalaban?
—Shh… esa era su maldita intención, y se la has servido en bandeja.
¡Un escándalo! Consiguió obligarte al matrimonio.
—¡No! Jamás me casaría con ese animal, monstruo asqueroso —y el
llanto arremetió para llevarse el resto de sus palabras, de su voz. No podía
ser, su reputación estaba arruinada, ningún hombre se querría casar con
ella, salvo uno… uno que ahora odiaba con todo su corazón.
¿Cómo pudo ignorar la verdadera esencia de ese hombre? La había
obnubilado con su buen trato, con los modos amables que nadie más tenía
para con ella. Cayó en su trampa mucho antes de esa noche, Dylan
Paterson llevaba meses tejiendo la red en la cual atraparía a Miranda
Clark.
—Lo siento tanto, querida —le dijo la señora Monroe y la envolvió
en un abrazo. A los pocos segundos, se sumó su madre, que se enteró de lo
sucedido. El rumor ya había llegado a la sala de matronas.
El estruendo que le siguió le dijo a Miranda que ya era tarde. El
rumor también había llegado al salón de caballeros, a su padre. Estaba
condenada.

Contener a Edward Clark para que no le arrancara la cabeza de cuajo


a Dylan Paterson requirió de diez hombres y tres mujeres.
—Papá, detente —rogó Miranda, y su clamor atravesó parte de la
neblina de ira que envolvía al empresario.
—¡No te creas, maldito parásito, que te saldrás con la tuya! Si crees
que el estado de tus cuentas bancarias es una desgracia, no imaginas cómo
será cuando termine contigo. —La amenaza sumió al salón en un sepulcral
silencio, y muchos de los hombres y mujeres que presenciaban la escena
hambrientos de cotilleo decidieron hacerse a un lado hasta saber hacia
dónde soplaría el viento. Si Edward Clark buscaba venganza, no querían
caer bajo su yugo.
La señora Monroe se interpuso una vez más, y convenció a Edward
de dejar la mansión de los Radziwill.
—Vamos, encontraremos el modo de solucionar eso —susurró para
Eva, quien ejercía un gran poder en su marido.
—¡Por supuesto que lo solucionaremos! —dijo Eva, tan furiosa
como Edward—, solo que nuestra Miranda va a sufrir las consecuencias.
La muchacha ya no lloraba. Tenía las mejillas rojas y los nudillos
blancos. La furia la embargaba en incesantes oleadas. Por momentos,
quería matar a Dylan con sus manos, luego, esa sensación era reemplazada
por el deseo de tortura. Una muerte rápida no sería suficiente.
Y así, mientras las demás muchachas de su edad soñaban con
matrimonio, Miranda reemplazaba esos anhelos con imágenes de
habitaciones llenas de armas.
—No me casaré con él —expresó con los dientes apretados—,
prefiero comer arañas vivas, dormir sobre serpientes…
—No te casarás con él —sentenció Edward.
—Tenemos que comprar tu reputación —explicó la señora Monroe
mientras le pedía al lacayo que le avisara al chofer que se marcharían.
Desde los ventanales que daban al frente, varias miradas estaban puestas
en ellos—. No hay nada que una obscena suma de dinero no pueda
comprar, y ustedes son vulgarmente ricos.
—Solo una cosa no se puede comprar… —agregó con pesar Eva y
abrazó a su hija. El amor no estaba a la venta.
—Claro, claro. Aunque… —los ojos de la señora Monroe brillaron
—, quizá no se pueda comprar, pero sí se pueda pagar a alguien para que
lo busque por nosotros. En algún lugar del mundo, querida, está el amor de
tu vida.
El coche arribó, y Eva detuvo a la mujer.
—Por favor, ya sabe, no somos muy educados, y las formas no van
con nosotros. No creo que mis nervios puedan soportar hasta mañana, ¿le
molestaría acompañarnos y explicarnos qué posibilidades tenemos?
—La compensaremos —agregó Edward, y la señora Monroe sonrió.
—Por supuesto. —Le indicó al cochero que fuera a la dirección de
los Clark, y fue seguida por el coche del empresario. Los cascos de los
caballos resonaron por las empedradas calles hasta la majestuosa mansión
de la familia. Los sirvientes recibieron a la invitada imprevista como si
fuera esperada y, sin demora, los cuatro estuvieron cómodos en el
despacho del empresario.
En las manos de Miranda, una copa de coñac refulgía con el fuego de
la chimenea. Se había negado a ir al cuarto, quería saber qué le deparaba el
destino y no dejaría esa decisión librada al azar.
—Oh, este coñac es excelente —expresó la señora Monroe, y
Edward le indicó a un empleado que tuviera en bien comprar una caja y la
enviase a la casa de Monroe. La mujer volvió a sonreír, los modos toscos
de esa familia no hacían más que incrementar su buen corazón.
—¿Qué más puedo comprar con mi dinero? —pidió el señor Clark
—, porque juro que no dejaré que ese malnacido se salga con la suya.
—Señor y Señora Clark, en unas semanas tengo previsto viajar a
Londres. Ya saben, lo suelo hacer seguido, un hábito que me quedó de la
época en la que el señor Monroe vivía.
—Sí, sí, siempre comenta los avances de la moda —asintió Eva.
—Pues bien, mi marido tenía negocios con Lord Thomson, el
vizconde de Sameville. Su esposa, Lady Thomson es una gran amiga mía.
Los tres integrantes de la familia Clark se miraron con desconcierto
antes de asentir.
—¿Comprar un título nobiliario? —preguntó Edward en búsqueda de
la confirmación a sus sospechas.
—Sí. Lady Thomson suele amadrinar muchachas americanas, lo
hace en beneficio de los negocios de su marido… Si usted está dispuesto a
recibir a Lord Thomson el año entrante…
—Por supuesto —accedió de inmediato, y miró a su mujer para
saber si estaba de acuerdo. Por último, dirigió sus ojos verdes hacia los de
Miranda—. ¿Hija?
—Si me caso con un noble, Dylan tendría que entrar siempre detrás
de mí en cada velada, tendría que decirme mi lady y saludarme con una
reverencia… —El iris esmeralda brilló por el enojo—, me casaría hasta
con un vejestorio a cambio de presenciar eso.
Eva y Edward sufrieron con sus palabras, les dolía el pesar de su
hija. La señora Monroe pareció divertida por el fuego de la muchacha, a
quien apreciaba mucho por ese carácter vivaz.
—¿Qué debemos hacer, además de recibir a Lord Thomson? —
inquirió Eva, yendo al grano.
—Por desgracia, tenemos poco tiempo. Deberán completar el
guardarropa de Miranda, para que luzca despampanante; determinar una
elevada dote, y dejar lo demás en mis manos. Lady Thomson la adorará,
como lo hago yo. Y sin duda, encontrará para ella el marido perfecto, las
habilidades de mi amiga son legendarias, ninguna de las muchachas que ha
presentado en sociedad se ha casado con menos que el hombre de sus
sueños. Tengamos fe…
Eva sonrió esperanzada y se acercó a su hija para abrazarla. La
apremió a terminar el coñac y la acompañó a la cama, como cuando era
pequeña, para arroparla ella misma.
—Quizá, Miranda, de todo esto salga algo bueno. Quién dice, tal vez
nunca encontraste un esposo entre los caballeros de Nueva York porque el
indicado está al otro lado del océano.
—Mamá… —se lamentó Miranda, sin ganas de seguir llorando.
—No cierres tu corazón, hija. Sí abre los ojos, la mente, y estate
atenta, pero no te cierres al amor por una mala experiencia. Ya verás, el
agua se vuelve vapor, y el vapor nube, la nube lluvia… y así vuelve al río,
a su cauce. Tú serás feliz, es tu destino, esta es solo la tormenta que te
lleva de regreso a tu camino.
Cuando Miranda se durmió, Eva bajó a reunirse con la señora
Monroe y su marido, tendrían mucho por hacer en pocos días. Fuera como
fuera, convertirían a su hija en la sensación de la temporada londinense.
Capítulo 2

Miranda estaba fascinada y hastiada de Londres en partes iguales. Pasaba


de la euforia a la desesperación en un salto.
—¡Oh, mire, señora Monroe! ¡El Hyde Park! —exclamó y por poco
se lanza del carruaje en movimiento.
—Ya habrá tiempo para eso.
—¿Cuándo? —insistió la muchacha.
—Cuando te cases, o cuando un caballero te invite a un paseo
durante el cortejo, antes…
—Antes… el martirio.
La señora Monroe sonrió con cariño y le guiñó el ojo. Miranda bufó
sin quitar la vista del paisaje. Inglaterra sufría los cambios que azotaban a
Estados Unidos, pero lo hacía de manera paulatina, como si los británicos
se opusieran a que el progreso les quitara la personalidad. Las calles
empedradas eran la mitad de anchas que las de Nueva York, y las casas de
la zona más elitista de la ciudad conservaban el estilo jacobino, mientras
que las zonas de nuevos ricos y nobles solteros se asemejaban a las
construcciones americanas.
A la joven Clark le hubiera encantado lanzarse del coche y recorrer
todo a pie. Hasta el momento, sus paseos se habían visto limitados a dos
puntos: la casa de alquiler de la señora Monroe y la tienda de moda de
Madame L’mer, la modista más prestigiosa de la nobleza.
—Deberías dar saltos de alegría, querida. Madame L’mer no recibe a
cualquiera, hizo una concesión especial contigo.
—¿Llamas concesión a las libras de mi padre?
Grace rompió en risas.
—¡Por Dios, aquí está mal visto hablar de dinero! Y en parte sí, a las
libras que ha pagado tu padre, y también a un favor personal que Lady
Thomson se cobró con la marquesa de Shropshire. Madame L’mer
confecciona el guardarropa de Lady Katherine Richmond.
La forma en que la señora Monroe había pronunciado el nombre de
la marquesa le dio a entender a Miranda que se trataba de un gran honor.
Solo que ella no comprendía por qué debía rehacer sus vestidos cuando no
había estrenado ninguno. En Nueva York, la tienda Le Dame, prestigiosa
entre los más ricos, había cerrado sus puertas por dos semanas con el fin
de dedicarse solo a ella, y ahora resultaba que ese trabajo había sido en
vano.
—¿Qué tienen de malo mis vestidos? —inquirió Miranda con la
vista puesta en el escote de su traje de tarde color burdeos. El mismo tenía
un intrincado bordado en tonos dorados que formaban flores de lis, las
mismas se conectaban a la falda con una línea de perlas—. A mí me
parece muy bonito.
Entraron juntas a la tienda, y las quejas de la señorita Clark
resonaron en el lugar. Lady Penélope Sutton aguardaba por su nuevo traje
de montar y se giró a observar a la muchacha que hablaba en un tono de
voz demasiado elevado y con un acento extraño. Le regaló una sonrisa a
modo de saludo, y la señora Monroe la codeó para recordarle que en esas
tierras a las personas se las respetaba por el título. Miranda hizo una
reverencia y esperó, impaciente, a que Lady Penélope hiciera lo mismo. La
mirada de madame L’mer y la risa contenida de la señora Monroe le
dieron una pista de que acababa de meter la pata.
—¿Qué? —susurró.
—Ella es la condesa de Sutton, no se debe inclinar hacia ti, en
cambio, tú debes hacerlo, no hablarle hasta que ella te invite a hacerlo y…
—¿Y cómo se supone que sepa que es una condesa si nadie me la
presenta? No lo entiendo ¿acaso todos los ingleses saben quién es quién?
—Sí, señorita —interrumpió madame L’mer con un porte de reina
—. Es menester para manejarse en sociedad saber absolutamente todo. Por
ejemplo —agregó tras asegurarse de que Lady Penélope ya se había
marchado—, que la condesa de Sutton se escapó con el conde para casarse
sin aprobación.
—¿Y por qué quisiera yo saber semejante cuchicheo
malintencionado?
—Porque eso te dice que esa mujer está dispuesta a romper las
reglas, puede ser tu aliada algún día, al igual que su cuñada.
—Su cuñada es la marquesa —aclaró la señora Monroe—, y la razón
por la que tienes un espacio en la agenda de madame L’mer es porque
Lady Katherine también se casó en medio de un escándalo. Lady Thomson
salvó su reputación… ¿lo ves?
—Lo único que veo es que la sociedad londinense es aún más
compleja que la neoyorkina. ¡Oh, Dios! Y yo no encajaba en esa ¿qué voy
a hacer? —exclamó derrotada y se dejó caer con dramatismo en uno de los
sillones. Grace ocultó la carcajada, a la vez que madame L’mer lanzaba
chispas por los ojos.
—Para empezar, puedes no sentarte como si alguien te hubiera
aflojado el corsé —se quejó la mujer—, lo segundo, es solucionar tu
atuendo.
Madame L’mer se dirigía a ella de un modo que jamás emplearía con
el resto de sus clientas, de alguna manera, se había tomado personal el
caso de Miranda. Sabía lo duro que era tener un negocio, amasar una
fortuna y que, pese a eso, no te aceptaran jamás como a una igual. Por ese
motivo, además de la vestimenta, le brindaba cuanto consejo podía.
—¿Qué tiene de malo? Este es uno de mis trajes preferidos. Es
hermoso. —Miranda hizo un mohín.
—No es adecuado. El burdeos es un color que solo podrás usar una
vez que te hayas casado, siempre y cuando lo hagas con un hombre
importante, de lo contrario te considerarán una… —se acalló antes de
decir algo impropio.
—¿Debo vestir de colores insulsos? —se lamentó la muchacha.
—¡Exacto! —exclamaron L’mer y Grace al unísono.
—Y menos decorado, tanta ostentación está mal vista… hilos de oro,
perlas, bordados… es demasiado.
—Pero el dinero es lo único que tengo para ofrecer.
El cinismo de la muchacha no fue acallado por las mujeres, sino
festejado como una muestra de eterna sabiduría.
—Para eso tienes la dote, mi nombre en tus diseños y los rumores
que Lady Thomson está corriendo en tu nombre. Ven, vamos —insistió—,
que debemos tener al menos tres vestidos de noche listos para esta
semana, un traje de montar y cinco de tarde.
Miranda se puso de pie y acompañó a madame L’mer al interior de
los probadores. Cuando se desvistió para medir los avances, la modista
agregó en una frase inteligible por los alfileres que pendían en su boca:
—Menos mal que la ropa interior nadie la ve… —ante la delicadeza
de la confección del corsé, las medias de seda y las enaguas con puntillas.
El mal humor de Miranda se esfumó ante la propuesta de la señora
Monroe.
—Si no estás muy cansada luego de las pruebas, podemos ir a visitar
a Lady Thomson. Nos ha invitado al té, quiere que conozcas a otras
muchachas americanas que amadrinará esta temporada.
La señorita Clark no se cansaba con facilidad, y en el último tiempo,
en que la única actividad era probarse vestidos y leer junto al hogar, la
energía le emanaba por los poros y la empujaba a un estado de completo
nerviosismo. No era dada a retozar, en su familia se consideraba una
pérdida de tiempo y, por lo tanto, de dinero. El cambio de planes la
entusiasmó.
—Nada cansada —aclaró.
—Lo imaginé, de todos modos, con los caballeros debes fingir que
las actividades te agotan, tanto brío los asusta.
—Empiezo a pensar que los ingleses son muy frágiles. —La señora
Monroe rompió en risas.
—Los hombres en general lo son, querida. Su masculinidad, ya
verás, al igual que sus egos, son más frágiles que el cristal.
Le indicaron al cochero la dirección y le dieron la orden de que
llevara las cajas de compras a la casa de alquiler mientras ellas tomaban el
té. Descendieron en el ingreso de la mansión del vizconde de Sameville y
la mandíbula de Miranda cayó presa de la gravedad.
—¡Oh, por Dios! ¿Y dicen que yo soy ostentosa?
—Esto no es nada, querida. No obstante, hay que ganarse el
privilegio de ser vulgar en la sociedad londinense, y Lady Thomson lo
hizo a pulmón. La critican tanto como la adulan.
—Es tan hermoso —exclamó Miranda mientras avanzaban por el
jardín frontal. El mismo estaba decorado con fuentes que coordinaban sus
aguas para mostrar una coreografía perfecta. Era temporada de tulipanes, y
los mismos decoraban uno de los lados de césped dibujando un reloj solar
en el suelo. Una gran araña, que en ese momento tenía las velas apagadas,
colgaba del hall de ingreso, y la gran puerta de madera labrada se abrió
para permitirles entrar.
Miranda, por poco, le hace una reverencia al lacayo. Era tan regio
con su traje azul de botones dorados que pudo jurar que así se vería un rey.
La señora Monroe le tomó el brazo para comenzar con su típica
conversación de apretones que le indicaban a Miranda que estaba haciendo
algo inadecuado. La muchacha estaba segura de que esa noche tendría la
piel llena de moratones.
El ama de llaves las dirigió por los extensos pasillos hasta la sala de
té de Lady Thomson. El andar de Miranda se hizo aún más errático que de
costumbre cuando descubrió que el cielo raso de la mansión estaba pintado
a mano.
—Mira, mira —insistía tirando del vestido de la señora Monroe—,
querubines en el cielo.
Estaba tan concentrada en el diseño que pasó de largo la puerta de la
sala de té. La risa de una mujer, tan estridente como la suya, aunque
bastante más melodiosa, la trajo al presente. Miranda retrocedió los
metros que la separaban de Lady Thomson, y, en esa ocasión, nadie tuvo
que indicarle la reverencia. El porte de Mariana Thomson hablaba por ella,
al igual que el vestido de tarde rojo rubí.
—A eso se refería madame L’mer —susurró Miranda, encantada por
el color del traje aterciopelado.
—Lady Thomson —saludó Grace e hizo una reverencia—, le
presento a la hija de mis queridos amigos, los Clark. Miranda.
La muchacha repitió la reverencia antes de lanzarse a halagar la
mansión.
—Es realmente bella, mi Lady. Los techos, el jardín, las fuentes…
—Un apretón de la señora Monroe la llamó al silencio, y Miranda se
sonrojó.
—Oh, querida amiga —la reprendió Lady Mariana—, no es
necesario que corrijas a nuestra invitada en mi presencia. Más cuando
sabes que adoro que me adulen.
La risa de la señora Monroe le permitió a la joven Clark largar el
aire con alivio. Era bueno saber que estaba frente a una mujer con sentido
del humor y no tan atada a las normas sociales.
—Lo sé, mi lady —contestó Grace mientras avanzaban hacia el
salón que daba a los jardines posteriores. Si los frontales eran
impresionantes, no existía adjetivo para los traseros—. Solo intento
recordarle a Miranda la extensa lista de normas que rigen la sociedad
británica. Por desgracia, no hemos contado con el tiempo para formarla.
—Lo siento mucho, querida —dijo Lady Thomson, y su expresión
pareció sincera—, me he enterado de lo sucedido. Mal nos pese, no fui la
única. El escándalo ha viajado contigo.
—Espero que no sea un impedimento —musitó Miranda.
—No uno insalvable.
En el salón de Lady Thomson se hallaban varias mujeres de diversas
edades. Miranda no tardó en adivinar quiénes serían sus compañeras de
temporada. Las tres muchachas que se aproximaban a su edad lucían tan
fuera de lugar como ella. Al otro lado del salón, junto al hogar, las
matronas conversaban mientras bebían el té con unas masas tan delicadas
que daba pena morderlas.
—La señorita Miranda Clark —presentó la anfitriona y la llevó junto
a las mujeres mayores para que las saludara primero. Luego, fue
acompañada hacia la mesa en la que las jóvenes jugaban con un mazo de
cartas—. Ellas son Cameron Madison, de Virginia, Emily Grant de
California y Vanessa Cleveland de Boston.
Miranda sonrió y se sintió mejor de inmediato. De un segundo al
otro, había pasado a no estar tan sola.
—Un gusto —saludó y ocupó el espacio libre—. ¿De qué
conversaban? —preguntó una vez que se aseguró de que las matronas no
las escuchaban. Su escasa experiencia con jóvenes de su edad le decía que
en general las conversaciones giraban en torno a muchachos y a moda.
—Del misterioso artículo que se ha publicado en un folletín
femenino. Lady and society —comentó Cameron y desconcertó a Miranda
por completo. Dos aspectos habían llamado su atención, el acento de la
joven, que estiraba las vocales y que solo lo había escuchado en algunos
políticos del sur, y el tono confidente.
—¿Misterioso? —indagó.
—No lo es tanto, lo único curioso es que hayan publicado algo
interesante en un folletín femenino —espetó Vanessa con un rictus de
desagrado. El tono, más cínico que el que Miranda usaba para referirse a
Dylan, sorprendió a la señorita Clark. La joven se preguntó qué le pudo
haber sucedido a su coterránea para que fuera por la vida con una
expresión de desagrado tan evidente.
—A mí me parece algo bueno —murmuró Emily, la más tímida de
las tres—. Siempre nos toman por tontas.
—No nos toman por tontas, nos hacen tontas —rebatió Vanessa, otra
vez con sus modos mordaces. Emily se sonrojó hasta la raíz del cabello, y
Miranda sintió pena por ella.
La joven de California era, si se podía, la que peor parada estaba de
todas ellas. Para empezar, la timidez era evidente, tanto como que era la
más rica de las cuatro. California había sido adosada a Estados Unidos
hacía muy poco, y no se consideraba territorio explorado, era salvaje hasta
para los estándares neoyorkinos. Sin contar que, en su mayoría, era
habitado aún por mexicanos, quienes no eran muy bien vistos por los
americanos. A eso se sumaba que la pobre muchacha no había recibido la
asesoría de madame L’mer, y su atuendo era tan lujoso que superaba a la
misma Lady Thomson. La cantidad de joyas, bordados y plumas no hacían
mucho por disimular lo abultado de su pecho, o la poca estrechez de su
cintura. Era una muchacha en extremo curvilínea para los estándares
británicos.
—¿De qué trata el artículo? —pidió Miranda que la pusieran al
corriente.
—De la hipocresía de la nobleza británica —susurró Cameron.
Observó a ambos lados para cerciorarse de que nadie la escuchaba antes de
agregar—. El doctor C., tal y como firma, asegura que los nobles están al
borde de la quiebra por su desprecio al progreso, que desaíran a quienes
tienen dinero y los tratan de vulgares a la vez que están dispuestos a
vender sus títulos para salvarse de la ruina. «Si existe algo más
ignominioso para un noble que mostrar sus riquezas, es ser pobre. Están
dispuestos a vender a sus hijas e hijos antes de trabajar una hora, pero sin
duda, lo harán con un gesto de desagrado, como su rigurosa educación lo
indica. El desprecio es, para esta ruinosa sociedad, lo único que les queda
por ostentar» —leyó la cita con la vista puesta en su regazo. La señorita
Clark supuso que escondía el recorte en su bolso de mano.
—Oh, eso sí que es controversial —exclamó, y tomó nota mental de
hacerse con el folletín—. Es proclamar a viva voz el motivo por el cual
nos abrirán las puertas de sus veladas y nos dejarán casar con sus lores.
—No se hagan ilusiones —agregó Vanessa con acritud. Miranda
pensó que, si no fuera por esa expresión de haber pisado deshechos de
caballos, la señorita Cleveland sería la más bella de las cuatro—,
recuerden, el desprecio es lo único que les queda. Nos harán la vida
imposible, incluso después de casarnos con uno de ellos. Nunca, jamás,
seremos nobles. Y ellos, nunca, jamás, dejarán de recordárnoslo.
—No suenas muy compungida por eso —observó Emily, y Miranda
tuvo que esconder la sonrisa tras la taza de té. Por primera vez, Vanessa
dejó la expresión agria y pareció sonreír con sinceridad. Miranda
comprobó lo que había pensado, la señorita Cleveland era realmente
hermosa cuando cambiaba de actitud.
—Estoy aquí porque me han obligado —confesó. Las tres
muchachas asintieron en silencio sin hacer preguntas. Todas ellas
escondían un secreto, una razón desagradable por la cual estaban a la caza
de marido. Si la amistad entre ellas se fortalecía, quizá llegaría el
momento de compartir los motivos, ayudarse las unas a las otras e intentar
convertir el fracaso en éxito.
De momento, las cuatro compartían la balsa. Ese té se convertía, sin
que lo supieran, en un acuerdo tácito, entre todas remarían para el mismo
lado. Cuatro sonrisas brillaron tras los bordes de las tazas.
Capítulo 3

—Me retiro —se rindió Sir James y bajó las cartas sobre la pana verde.
Solo quedaban Nicholas Payne, Barón de Sunnyvalle, y él. Lord
Colin Webb decidió ese instante para llegar al club.
—Elliot —lo saludó con una palmada en la espalda, impropia en
otro ámbito que no fuera ese—, ¿desplumando o desplumándote?
—Estaba por descubrirlo —respondió Lord Elliot Spencer, vizconde
de Bridport y heredero del ducado de Weymouth, antes de volver la vista a
las cartas que escondía con cuidado en su mano derecha.
En otro contexto, la presencia de los títulos de Elliot y Colin en un
club de caballeros de tercera categoría sería tan extraño como un elefante
suelto en Hyde Park. La realidad era que ya los habían expulsado de todos
los clubes de renombre, casi siempre por intervención de Lord Weymouth,
el padre del vizconde. Intentaba por todos los medios enderezarlo, hacerlo
digno del ducado que heredaría cuando la muerte se lo llevara. Elliot
Spencer tenía otros planes, que su nombre fuera sinónimo de escándalo,
libertinaje y hedonismo. El único verdadero amigo que aún lo secundaba
era Colin.
Ambos lores fijaron la vista en el Barón, que sudaba copiosamente.
La conversación dilataba el momento de enterarse si se había salvado o si
su condena era definitiva. Al club de caballeros East Point lo frecuentaban
los deshechos de la sociedad, los nobles quebrados y los juerguistas…
Colin y Elliot pertenecían a los últimos.
—Qué hago aquí no es tan novedoso, me pregunto tus motivos —
insistió Lord Bridport y jugueteó con la cuantiosa pila de fichas que se
encontraba como apuesta.
El resto de los hombres prestaban atención a la conversación
mientras alternaban con sus propias charlas, puros y mujeres. El ambiente
del club era relajado, sin tantas normas como los respetados de la
sociedad. Entre sus paredes cubiertas de madera, sus salas de juego y el
alcohol de mala calidad, los hombres encontraban un espacio acorde para
distenderse y hablar de ciertos negocios. Aunque las sumas que se
manejaban allí no se aproximaban siquiera a las de White, el último club
del que los habían expulsado.
—No quieres saberlo.
—¡Oh! Sí quiero, y esas palabras me invitan a indagar. Celine,
querida —llamó a una de las acompañantes que brindaba el club. East
Point no ofrecía servicios de prostitución, sino de acompañantes. La línea
que separaba ambas profesiones era muy delgada, solo la forma y lugar de
pago. En lugar de ser por tiempo y actividad, a una acompañante se la
trataba como a una amante por una noche. Se la llevaba al teatro, se la
invitaba a una cena y luego… luego no existía más diferencia—. Creo que
mi amigo necesita consuelo.
A Celine le brillaron los ojos por el deseo y la codicia, mientras que
el resto de las muchachas, incluso la que estaba a su lado, lamentaron la
disposición. Marion se apuró a disimular y volver su atención a Lord
Bridport. Él hizo que la muchacha soplara sobre las cartas de manera
juguetona, como si pudiera alterar el azar o el destino. El Barón
comenzaba a impacientarse de tanta charla.
Celine se apuró a servir una copa de coñac y a llevársela a Lord
Colin Webb, luego se sentó en el regazo, asegurándose de que su escote
quedara al alcance del joven por si deseaba servirse. Colin era el noble
más bello que jamás hubiera visto, con su cabello dorado oscuro, su piel
apenas bronceada por las horas de actividades al aire libre y sus ojos
celestes, tan claros y vivaces que parecían prometer el paraíso. Hasta
Marion, que estaba con Elliot, sentía en ese instante un ramalazo de
envidia. Mientras Lord Colin se asemejaba a un ángel, Lord Bridport era
un demonio de cabello rojo y ojos miel, casi amarillos.
—Eso, ¿Qué ha pasado, querido? —insistió Celine mientras
calentaba la copa de coñac en sus manos—. Permíteme hacer que te
sientas mejor.
—He terminado mi relación con Lady Anne. Me ha costado un
brazalete de diamantes y rubíes, y, aun así, debí soportar sus lágrimas, sus
reclamos y sus gritos mientras dejaba su casa. ¡Por Dios! Y eso no es todo,
semejante alboroto hizo que todo el mundo supiera que estoy disponible
—se lamentó y dejó caer la cabeza hacia atrás. Celine desperdigó un par
de besos en la piel del cuello. Si bien podía anhelar una noche con ese
caballero, no era capaz de albergar las esperanzas de las demás damas que
ahora lo asechaban.
La carcajada de Lord Bridport llenó el salón del club.
—¿Dime que no has asistido a una velada llena de debutantes? —se
mofó, divertido.
—Exactamente de allí vengo. Mi hermana tiene que encontrar
marido, la única soltera de todo Londres que no me persigue. Por eso
adoro a la pequeña Daphne, las demás ladies deberían parecérsele.
—No puedo estar más de acuerdo —comentó Elliot con picardía, y
como respuesta, Colin lo pinchó con el atizador de fuego. Lady Daphne era
tan bella como todos los Webb y, sin esfuerzo alguno, se había convertido
en la sensación de la temporada. Los pretendientes hacían fila tras ella,
aunque tuviera solo dieciséis años; todos estaban seguros de que no
necesitaría más temporadas para hacerse con un marido. Colin no temía
por su hermana en las garras de su amigo, Lady Daphne era un derroche de
virtudes, perfecta flor inglesa, educada para llevar un condado o un
marquesado… incluso un ducado. Si Elliot eligiera a Daphne como esposa,
haría inmensamente feliz al duque de Weymouth, y su objetivo en la vida
era el opuesto.
—Bueno, terminemos con esto —dijo Lord Bridport antes de bajar
las cartas. El rostro del Barón de Sunnyvalle se desfiguró. Elliot mostraba
una escalera real, mientras que Nicholas tenía en sus manos póker. ¡No
podía ser! Había perdido todo—. Otra vez será, mi lord —agregó Elliot sin
emoción alguna. No necesitaba el dinero, si apostaba era solo por
diversión, y porque cada tanto le gustaba perder cuantiosas sumas de
dinero para horrorizar al duque.
—Yo… yo —balbuceó el Barón, desesperado.
—Venga, hombre, anímese —dijo Lord Bridport—, esta ronda la
invito yo.
Pidió que trajeran whisky para todos, y animó a Nicholas Payne con
un par de palmadas en la espalda. Elliot, ajeno a los chismes y a los
círculos sociales respetables, desconocía el golpe letal que le había
propinado al barón con esa derrota. El hombre se había jugado lo que no
tenía, sus cuentas estaban en rojo. Colin, que sí era conocedor de esos
pormenores, se atrevió a aconsejarlo.
—Lord Nicholas, puede que me queje de las debutantes, pero creo
que esta temporada su salvación se encuentra en los salones de baile y no
en las mesas de póker. Menos, a manos del calavera de mi amigo.
Elliot Spencer simuló ofenderse, lo que hizo a Marion reír antes de
lanzarse a sus brazos a la espera de ser su acompañante por la noche.
—¿A qué se refiere? —se atrevió a preguntar Nicholas.
—Lady Thomson se ha superado este año, cuatro muchachas
americanas. Y déjame decirte, si no fuera por ese horrible acento y esos
modos, hasta me atrevo a resaltar que son bastante bellas.
—Un hombre debería estar demasiado desesperado para casarse por
dinero —comentó Elliot, sin imaginar cuán desesperado estaba Nicholas.
—Creo que tiene razón —murmuró el hombre, antes de ponerse de
pie y dejar el salón.
—¿Te lo decía a ti o a mí? —inquirió Lord Bridport.
—Sin duda, a mí, Elliot… tú nunca tienes razón. Por cierto, una de
ellas es más escandalosa que tú. Mi madre le ha prohibido a Daphne hablar
con ella ¿puedes creerlo?
—No, si existe una forma de motivar a tu hermana a hacer algo, es
pidiéndole lo opuesto.
Ambos amigos sonrieron, pero la idea del escándalo se fijaba cada
segundo en la mente de Lord Bridport. ¿Una americana como la próxima
duquesa de Weymouth? Con sus modales atroces, su acento que alteraba a
los ingleses y, como cereza en el postre, un escándalo. Se prometió indagar
en la muchacha más adelante, esa noche, tenía una cuantiosa suma de
dinero en el bolsillo, una amante en el brazo y un amigo que necesitaba
consuelo.
—Vayamos al teatro, ¿qué les parece, muchachas?, un poco de
diversión para animar a Colin.
Pasearse por Londres con una amante ya se consideraba indecoroso,
hacerlo con una acompañante de un club de mala muerte como East
Point… Oh, al duque no le gustaría para nada la idea.
Colin Webb sonrió, él tenía otras razones para hacer algo
escandaloso. Quizá si comenzaba a correr rumores en su nombre, las
cientos de debutantes que se le arrojaban a los pies en cada velada
desistirían del intento. Estaba harto de esquivarlas. Las jóvenes hacían
todo por llamar su atención, o para envolverlo en una situación
comprometida que lo empujara a un matrimonio. Cada noche, se sentía
como un zorro en un terreno lleno de trampas. Esperaba que Daphne se
casara pronto, para poder escapar de los salones, pero mientras su hermana
tuviera que buscar marido, a él no le quedaba más remedio que correr por
su vida.
—Vamos —accedió y alzó a Celine al vuelo—, un poco de diversión
no ha matado a nadie.

La rutina nocturna de Lord Bridport crecía a pasos agigantados, ya


era casi una necesidad para él arribar al hogar a primera hora de la mañana
en un estado deplorable.
Lo hacía con experta maestría, tenía serias intenciones de sumarle a
su título de vizconde el de juerguista profesional para hacer sentir
orgulloso a su padre. No en vano había optado por la gran casona ubicada
en el centro de la ciudad como lugar de vivienda, su cercanía a Hyde Park
le otorgaba el papel de máximo protagonista en los alrededores, las
andanzas del vizconde comenzaban a recorrer las calles a la par de las
noticias más relevantes.
A pesar de estar borracho como una cuba, ni bien atravesó el umbral
de la puerta y se encontró en la calidez del hall de recepción de la casa, fue
en busca de su reflejo en el gran espejo que decoraba ese particular
ambiente.
Maldijo para sus adentros, estaba haciendo de la embriaguez un arte,
la había domando como una fiera, algo que comenzaba a detestar. Olía a
cigarro, whisky y a perfume barato de fulanas, pero la imagen que se
proyectaba ante él rozaba el límite de lo correcto. Se alborotó los cabellos,
hacia un lado, hacia el otro, contaba como ventaja con el tono rojizo caoba
de su cabellera que, a esa primera hora de la mañana, con los rayos del sol
que se filtraban por las ventanas, parecía encenderse como un fuego
ansioso de arder. Comprobó también que el nudo de la corbata todavía
mantenía un perfecto estado... ¡Dios, se desaprobaba a sí mismo! La
desanudó, se liberó de la presión de los botones del cuello y dejó que parte
del vello de su pecho quedara expuesto. Perfecto, como toque extra, se
quitó la chaqueta para cargarla sobre su espalda. Un carraspeo cercano
interrumpió su puesta en escena. El reflejo en el espejo le obsequió la
imagen impoluta e inexpresiva de Cohan Hurt, el mayordomo de la casa.
Giró con brusquedad para lograr que todo el alcohol que había ingerido
hiciera lo suyo. Así sucedió, se tambaleó ante el hombre, y este no hizo
nada para ayudarlo, al contrario, se limitaba a mirarlo con desaprobación.
La función del Señor Hurt iba más allá del control de la casa y el
manejo de la servidumbre, era una especie de niñero impuesto por Lord
Weymouth, el padre de Elliot. Cohan, que superaba por lejos los cincuenta
años, brindaba sus servicios a la familia desde tiempos inmemoriales; de
hecho, conocía a Elliot Spencer, el actual Lord Bridport, desde sus
primeros minutos en esta tierra. Había desarrollado un intenso vínculo con
el niño, uno que se mantenía hasta hoy, pero que se encontraba oculto en
los últimos tiempos debido a los inadecuados comportamientos del
vizconde. Para Elliot, haber alterado los nervios de Hurt significaba todo
un logro, si el hombre se manifestaba con tal disconformidad, su padre
debería estar al borde del frenetismo. Sabía que la decepción en Cohan
había llegado al extremo, y por tal motivo, con intenciones de regresarlo al
buen camino, había tomado la decisión de transformarse en fuente de
información para el duque.
—Señor Hurt, viejo y dulce gruñón, ven aquí.
—¿Le alcanzo una cubeta, milord? —El hombre se manifestaba
inmutable. Estaba hasta la coronilla de los vómitos mañaneros del señor
de la casa.
—¿Cubeta? Por favor, ¿acaso te crees que estás hablando con un
principiante?
—No, mi lord, en lo absoluto. —La voz de Hurt era grave y
profunda, si a eso se le sumaba el tono de disconformidad en ella, a esas
horas de la mañana sonaba como una extraña voz de ultratumba, un ser del
más allá que venía a juzgarlo por los pecados del presente.
—No necesito una cubeta, solo necesito... —Sabía que la
combinación perfecta con el alcohol era un estómago vacío, lo demás
sucedía por decantación, aunque esa mañana los cálculos le habían fallado.
Fingió malestar forzando su garganta con movimientos bruscos.
El Señor Hurt actuó con rapidez, desapareció por unos segundos para
regresar con la cubeta, no tenía deseos de exigirles a las doncellas que
limpiaran el vómito de las alfombras por décima quinta vez en el mes.
—Aquí tiene mi lord —dijo Cohan colocando el recipiente frente al
rostro de Elliot a una altura prudencial. Este se aferró a la misma como si
fuese una mujer desnuda y él, un hombre hambriento de cariño.
—Hurt... —Como el vómito que intentaba generar no estaba
dispuesto a abandonar su estómago, Elliot intentó sumar otro estilo de
dramatismo al momento— la casa está girando, ¿por qué demonios está
girando la casa?
—La casa no está girando. —Cohan se rendía, al fin de cuentas,
presentía que la actitud descontrolada del joven había llegado a su fin, es
más, conservaba en el bolsillo de su chaqueta lo que consideraba la posible
sentencia del vizconde —. Venga, aférrese a mi brazo, creo que lo mejor es
que tome un buen baño.
—Vamos, Hurt, no soy un niño, puedo caminar solo —le reprochó a
modo de juego.
—¿Puede? —lo provocó.
—Por supuesto que sí, ¡mírame! —Se alejó del hombre para desfilar
ante él, trastabilló adrede una y otra vez sin llegar a perder el equilibrio—.
¿Has visto? Estoy en perfectas condiciones. Ya te he dicho que no soy...
—Ningún principiante —repitió Cohan con ironía y desgano—. Ya
lo veo. Imagino que no necesita mi ayuda para subir la escalera, entonces.
—¡Por supuesto que no! —manifestó falsa ofensa—. Puedo ir a mi
habitación sin asistencia alguna. Ten... —le devolvió la cubeta y Hurt la
depositó en uno de los peldaños. Dio un paso lento, y otro... y otro, cuando
estuvo a centímetros del primer escalón se detuvo y cambió de dirección,
fue hacia la derecha. Tras unos pasos, volvió sobre sus huellas en
dirección izquierda. Hurt estaba a segundos de perder toda la paciencia,
Elliot podía sentir su respiración pesada, se tuvo que obligar a contener la
risotada que nacía en su garganta para no poner en evidencia su maniobra.
Sin más alternativa, hizo lo que tenía que hacer para empujar al hombre al
colapso— ¡Hurt! —gritó a centímetros del oído del hombre— ¡La escalera
ha desparecido! ¡Hurt, por todos los santos, alguien se ha robado la
escalera!
—¡Por todos los santos y por todos los demonios! —exclamó Cohan
hastiado del comportamiento desfachatado del lord de la casa. Con total
atrevimiento, lo tomó de los codos y lo guio en la subida—. Nadie se ha
robado la escalera. Vamos, camine, temo que, si no voy con usted, no
llegará nunca a destino. De un paso a la vez, mi lord. —Elliot aceptó la
ayuda con plena satisfacción, se dejó manipular como a un niño, hasta se
dio el permiso de tropezar para otorgarle más sentido a la acción del
hombre—. Con calma, no vaya a ser que...
—No vaya a ser que... ¿qué? —preguntó para brindar el preámbulo
perfecto a lo que continuaría, finalmente el alcohol se había revuelto en su
estómago vacío y ante el movimiento, ascendía dispuesto a salir de su
cuerpo cual volcán en erupción. En segundos, la alfombra de la escalera
fue decorada por un amarillento vómito.
—No vaya a ser que vomite... mi lord —respondió rendido.
—Tarde, Hurt... creo que vomité.
—Ya lo creo, mi lord. Ya lo veo.
Una extraña sensación de culpa invadía a Hurt desde los últimos
meses; el hombre había tratado por todos los medios de suavizar las
andanzas del vizconde ante las demandas de información del duque, pero
las últimas salvajes semanas del joven lo empujaron a aunar fuerzas con el
mismo en pos de un beneficio para el futuro duque. Ahora sentía que había
tomado la decisión correcta, alguien tenía que ponerle límites a Elliot
Spencer, y la única persona capaz de hacerlo era su padre.
Una vez en la recámara, lo ayudó a higienizarse para eliminar los
restos del vómito en su barbilla, luego contribuyó a desvestirlo para que se
metiera en la tina de baño, el agua estaba tibia, perfecta. Hurt era un
hombre por demás precavido y había considerado de antemano todas
posibles necesidades del joven.
—Enviaré a su ayudante de cámara para que lo asista luego del baño,
mi lord —le informó, pretendía dejarlo solo, ya había analizado los
posibles pormenores, y considerando la profundidad del agua, las
posibilidades de ahogo eran casi nulas. Casi. Con Elliot Spencer todo era
posible, pensó Hurt refunfuñando para sus adentros. Temía que se quedara
dormido dentro de la tina, por tal motivo decidió utilizar el as que tenía
guardado en la manga para capturar su total atención—. Ha llegado esto
para usted —dijo y colocó un sobre lacrado con el sello familiar sobre la
pequeña mesa contigua a la cama—, una misiva de su padre.
Elliot no pudo más que sonreír, sin importar el contenido, para él
significaba buenas noticias. Estaba satisfecho con su desempeño, por fin
su presa había caído en la trampa. Y la muy desgraciada se había hecho
desear.
—Pues de ser así, tráemela a aquí. Al duque de Weymouth no hay
que hacerlo esperar jamás. —El sarcasmo salió a flote en la tina, y Hurt
comprendió que la borrachera del vizconde era por demás extraña, de
buenas a primeras parecía que había recuperado la compostura de
pensamiento.
Cohan Hurt hizo lo que le solicitaron, acercó la carta hasta la tina y
Elliot la tomó con las manos húmedas sin importarle protocolo alguno.
Ansioso rasgó el sello lacrado ante los ojos del hombre y los restos de cera
seca se hundieron en el agua tibia.
—Algunos leen junto al hogar, otros en la biblioteca, yo prefiero
hacerlo dentro de la tina de baño —dijo como justificación a su
vulgaridad. Romper las reglas ya se había convertido en toda una
disciplina, y había comprendido que, para ser un auténtico fracaso social,
debía comenzar desde puertas adentro, solo así podría trasladar al exterior
el hábito de las malas costumbres.
—Con su permiso, mi lord. —Hurt deseaba marcharse, no quería
inmiscuirse más de lo debido en las trifulcas familiares, ya cargaba con la
culpa necesaria. Además, cada día, se le hacía más difícil contener las
ganas de tirarle de las orejas a modo de reprimenda. Por todos los cielos,
esperaba que Lord Weymouth le pusiera fin a la locura de su heredero.
—¿No quieres oír las buenas nuevas del duque? —interrumpió la
partida de Cohan, Elliot sí tenía deseos de inmiscuirlo, al fin de cuentas, el
pobre hombre, ya casi anciano, había contribuido gracias a la información
que le había dado al duque.
El señor Hurt se detuvo en seco en la puerta, conocía a Lord Bridport
del derecho y del revés, hasta que no compartiera las noticias con él, no lo
dejaría partir. La expresión en el hombre fue más que suficiente, su mirada
confesaba una inevitable aceptación.
Elliot optó por hacer un resumen de la misiva, no era para nada
necesario compartir los llamados de atención de su padre, su Excelencia
tenía una maravillosa y aristocrática manera de insultar que prefería
reservarse para sí.
—Al parecer, mi padre se ha enfadado por mi actual
comportamiento... ¿Mi comportamiento? Me pregunto cómo se habrá
enterado del mismo —dijo escudriñando a Hurt por el rabillo del ojo, era
una invitación a que Cohan se manifestara. Y lo hizo.
—No lo sé, mi lord, intuyo que por cada uno de los habitantes de
Londres.
—¿Todo Londres habla de mí?
—Posiblemente.
—Malditos aristócratas aburridos, Dios no permita que me convierta
en uno.
—Lo dudo —sentenció Hurt y provocó una gran sonrisa en el rostro
de Elliot.
—Eso es lo más bonito que te he oído decir en toda mi vida —dijo a
modo de burla. Cohan resopló con fastidio, comenzaba a comprender que
lo que la carta informaba no iba a cumplir cometido alguno—. En fin...
gracias a las habladurías de todo Londres, mi padre ha decidido reducir mi
cuota mensual. ¿Has oído, Hurt? ¿Reducir? —finalizó haciendo un bollo
con el papel para arrojarlo al agua.
No lo podía creer, el duque de Weymouth no era más que un
sensiblero que no sabía poner límites. ¿Qué más tendría que hacer? ¿Qué
más? Por lo visto, debía tomar medidas extremas, medidas que ni siquiera
había contemplado aún. Dejó que sus pensamientos vagaran por su mente,
la verdad era que las noches de juerga y póker ya lo estaban aburriendo, ni
hablar de que su creatividad mermaba día a día a causa del abuso del
alcohol, aunque no bebía tanto como aparentaba. En fin, caía en cuenta de
que nada de eso había sido suficiente para el duque. ¡Por favor, reducir la
cuota mensual! Como si eso le afectara, cuando de dinero se trataba, Elliot
parecía ser amparado por la suerte más suprema. Jugaba al póker y
triplicaba su dinero, apostaba a carreras de purasangre clandestinas y lo
quintuplicaba. Tenía ese don. Aunque quisiera, no podía evitarlo, en
consecuencia, no le hallaba más solución que hurgar dentro de la herida.
La presa había sido capturada, ahora restaba hacer del dolor algo
insoportable para llevarla a emitir el último suspiro. La pregunta era:
¿cómo?
La conversación con Colin de horas atrás regresó al instante
presente: Las señoritas americanas. Sí, ese era el tiro de gracia que su
padre necesitaba. No precisamente iba a casarse con una de ellas, de
hecho, el plan de casarse con una mujer solo para generar la animosidad
del duque era una idea recién nacida, pero se alzaba como una estrategia
majestuosa. Ante todo, debía de comprobar la mercancía, la misma debía
ser digna de repudio y desaprobación general, en consecuencia, conocer a
las tan mencionadas americanas comenzaba a ser su meta primera, luego...
luego decidiría qué rumbo tomar.
—Señor Hurt, esta noche voy a estar afuera. —Recordó que esa
misma noche, Lady Thomson brindaría una fiesta y su padre había
confirmado su presencia.
—No me diga —bufó el hombre manteniendo vivo el fastidio, acto
seguido, alzó las cejas como expresión de incredulidad, esperaba que
algún delirio nuevo abandonara la boca del vizconde.
—Quita esa expresión de tu rostro. Hoy pretendo jugar a ser el noble
que debo ser. —Las cejas del hombre se alzaron hasta alcanzar límites
insospechados—. Ordena que preparen el carruaje para la noche y uno de
mis mejores trajes. Voy a hacer sentir orgulloso a mi padre. —Sonrió con
picardía. Presentía que la suerte volvía a estar de su lado, y nada tenía que
ver con caballos o juegos de cartas, no, era algo mejor... algo que tenía
nombre de mujer.
Capítulo 4

Con el afán de convertirse en el máximo detractor de su apellido, Lord


Bridport llevaba meses distanciado de todo tipo de evento social, era algo
así como la joya de la corona perdida. Por tal motivo, su presencia en la
mansión Sameville hizo que todas las miradas se posaran en él, en especial
las de las jovencitas. La anfitriona cumplió con su rol y fue a su
recibimiento. Para Lady Mariana, la participación del Lord en la fiesta le
otorgaba a la misma la cualidad de máximo éxito. El vizconde era una de
las figuras más ansiadas y reclamadas en la temporada, el título de ducado
que estaba próximo a heredar le atribuía la mejor de las cualidades; sin
duda, cumplía al pie de la letra con las características de esposo perfecto.
Ni hablar de su extraña belleza, por no decir poco habitual en el estándar
masculino local. El tono rojizo de sus cabellos le otorgaba aires de
llamarada a su figura y, sin proponérselo, su sola presencia levantaba la
temperatura ambiente de cualquier lugar. Ni mención hacer de las mujeres,
bastaba verlas por unos segundos para comprobar que se entregarían con
placer absoluto al seductor diablo de cabello de fuego y ojos amarillos.
Porque así refulgían sus iris bajo la intensa luminosidad de la mansión,
brillaban como dos piedras preciosas, de esas que se consideran únicas.
—Lord Bridport, decir que es un honor contar con su presencia es
poco. —Lady Thomson no sintió pudor alguno ante él, fue libre de
manifestar sus pensamientos—. Un pajarillo me ha contado que usted
estaba decidido a recorrer otros rumbos.
—Pues dígale a ese pajarillo que está equivocado, mi estimada. Para
mí es un placer asistir a sus eventos sin importar rumbo alguno —dijo y le
ofreció el brazo para escoltarla hacia el centro del salón. Ella lo tomó con
gusto.
—Dígame, Lord Bridport, ¿cuáles son sus expectativas para esta
noche? —Lady Mariana quería saber si debía redirigir su brújula o no, no
deseaba invertir tiempo en vano ni generar falsas expectativas con él.
—Si le soy sincero, Lady Thomson, he venido en busca de nuevos
aires, de algo que me sorprenda. He exprimido hasta la última gota a la
naranja londinense y he caído en cuenta de que no he tenido satisfacción
alguna.
—Comprendo. Nada ha saciado su sed —musitó la vizcondesa al
hallar lo que buscaba en las palabras de Elliot—. Creo que ya sé cuál es su
problema, mi Lord.
El murmullo generalizado comenzó a mezclarse con la música de
orquesta, en ese instante nada era más importante que Lord Bridport en
compañía de la anfitriona. Imposible no deleitarse con su figura, robusta
pero justa, y su altura perfecta. Además, contaba con un exquisito gusto a
la hora de elegir vestuario, el tono azul Oxford de su traje resaltaba no
solo el rojizo de su cabellera, sino que también confesaban las formas
torneadas y musculosas de su cuerpo. Como si con eso no bastara, la
delicada camisa crema combinada con una corbata amarillo zafiro le
otorgaban a su mirada un efecto hipnótico, todo él invitaba a la
contemplación, no pasaba desapercibido para nadie.
—¿Cuál? ¿Cuál es mi problema? —preguntó con específico interés,
estaba allí con un motivo puntual, y reconocía que Lady Thomson era la
única capaz de satisfacer ese motivo.
—Debe ir en busca de otra fruta para degustar.
—¿Otra? ¿Usted cree? —fingió desconcierto. La pobre Lady
Mariana no sabía que estaba cayendo en las dulces redes de su
manipulación.
—Sí, por supuesto que sí. Necesita de una fruta exótica. Puedo
notarlo.
Una vez en el centro del salón, Elliot hizo un fugaz recorrido visual.
Buscaba indicios de su padre, su presencia, al igual que la de él, era
destacable, por distintos motivos, pero destacable al fin. Eso era la único
que tenían en común. Reconoció un sinfín de rostros habituales hasta que
finalmente llegó a uno que le era más que familiar, Daphne Webb, quien
hablaba con dos jovencitas que, a simple vista, le resultaban desconocidas.
No recayó en ninguna de ellas, fue en búsqueda del otro Webb que le
interesaba, Colin, que de seguro no se encontraba muy lejos del radar de su
pequeña hermana.
—Creo que la palabra exótica no es la correcta aquí, Lady Thomson
—dijo sin quitar la vista sobre los alrededores.
—¿Y cuál sería la correcta? —La intriga dominó a la mujer. De
pronto, la idea de ser la originadora de un enlace entre Lord Bridport y
alguna de las jóvenes que amadrinaba desfilaba en su mente con uno de
sus posibles mayores logros.
—Prohibida —confesó sin hacer contacto visual con ella—. Me
apetece una fruta prohibida, ¿conoce alguna, Lady Mariana? —sentenció a
modo de cierre final al hallar a su amigo cerca de la salida a la terraza
principal.
—Puede que sí. —La respuesta logró capturar la atención de Elliot,
giró el rostro hacia ella tratando de ocultar la sonrisa que nacía en la
comisura de sus labios. Le fascinaba la capacidad casamentera de Lady
Thomson, la mujer no manifestaba escrúpulo alguno a la hora de formar
parejas. Era una auténtica profesional en lo que hacía, no fallaba.
—¡Vaya sorpresa! De ser así, me pongo en sus manos. Sorpréndame.
—Me agrada saberlo, Lord Bridport. —Lady Mariana percibió el
deseo de partida en el joven, comprendía que el vizconde encontraría
actividades más placenteras lejos de ella y se lo dio a entender con esas
palabras.
—Ahora, si me disculpa, las amistades demandan mi atención.
—Por favor, disfrute la velada.
—Ya lo estoy haciendo... ya lo estoy haciendo —murmuró por lo
bajo mientras se alejaba de ella.
Atravesó el salón sin miramiento alguno, los presentes le
importaban muy poco, la velada en sí le importaba poco. Sorprendió a
Colin que se refugiaba lejos de la multitud de jóvenes.
—¿Qué haces aquí? —Elliot lo sorprendió con su pregunta y con su
presencia.
—¿Yo? Creo que la pregunta va más dirigida a ti que a mí. —
Bridport lograba hipnotizar a todos con su mirada y compostura, pero para
Colin otra era la historia. Su más que evidente atractivo destilaba un
perfume casi afrodisíaco, las jovencillas, y las no tan jóvenes, se pegaban
a él como moscas a la miel. En ese instante agradeció la presencia de su
amigo, para bien o para mal, Lord Bridport era considerado mejor partido
que él, y eso lo libraría de las mujeres por un buen rato— ¿Qué extraño y
maquiavélico motivo te ha traído hasta aquí? —indagó Webb.
—¿Necesito de motivos para disfrutar de un evento social de este
estilo? —replicó ofendido.
—Por supuesto que sí. Yo tengo mi excusa, solo por eso estoy aquí
—dijo haciendo referencia a su hermana.
—Eres muy sobreprotector, lo sabes ¿no?
—¡Cómo no serlo! Ya conoces la clase de canallas que nos rodean.
—Verdad —asintió Elliot—. Y entre ellos, deberíamos incluirlos.
—¡No digas sandeces! —Colin Webb no se consideraba a la altura
de un granuja, por lo menos no de momento. Conocía a su amigo, él
tampoco lo estaba, intentaba serlo, sin lograrlo del todo—. Hay un límite,
y lo sabes.
—Lo sé, claro que lo sé, en mi caso es un título nobiliario, en el
tuyo... —dejó abierta la línea de pensamiento.
—En lo que a mí se refiere, me encantaría que ese fuese un factor de
relevancia, por desgracia no lo es. —Cada tanto, Colin se vanagloriaba de
sus atributos, ese instante fue uno de esos—. A propósito —dijo para
cambiar el eje de la conversación—, tu padre se encuentra en el salón de
caballeros y me atrevo a decir que estará más que encantado con tu
presencia.
—¿Lo crees? —bromeó con sarcasmo.
—Harás que la velada sea única para él. —Colin intuía las posibles
intenciones de su amigo, todo siempre giraba en torno a lo mismo, el
desprestigio social, y no había mayor placer para él que hacerlo frente a
las narices de su progenitor.
—Pues esa es mi intención. Mi existencia halla justificación solo
ante la plena satisfacción de mi padre.
—De eso no cabe duda alguna.
—Creo que puedes dejar a Lady Daphne sola unos minutos y
acompañarme. El único sitio donde no hay debutantes es el salón de
caballeros —invitó Elliot.
Colin miró derredor antes de asentir. Su hermana se hallaba junto a
una de las muchachas americanas, una joven de Boston que, pese a ser
bastante atractiva, su porte engreído superaba al de la mayoría de las
condesas y conseguía caerle mal incluso a él, que no se consideraba un
hombre prejuicioso. Como fuera, mientras lady Daphne estuviera en
compañía de las americanas, ningún caballero se le acercaría.
—Encantado —accedió y emprendió paso a la par de su amigo. La
sonrisa de Lord Bridport lo hizo poner los ojos en blanco, ya se había
rendido al intento de adivinar sus maquiavélicos planes.
El salón de caballeros apestaba a tabaco caro y a coñac francés. Los
hombres alzaron la mirada en cuanto atravesaron el dintel y, por un
segundo, el silencio invadió el lugar. La cabellera roja de Elliot y su
sonrisa de dientes blancos prometía escándalo, y si bien, en general los
nobles solían hacer la vista a un lado para congraciarse con él, en la
habitación se encontraba uno de los pocos hombres más poderosos que
Lord Bridport. Su padre, el duque de Weymouth.
—Su excelencia —saludó Elliot con una inclinación acorde.
—Lord Bridport, imagino que no debo hacerme ilusiones, que su
presencia en la velada no debe ser interpretada como un regreso al buen
camino.
—Por supuesto que sí. Lord Thomson —se dirigió al anfitrión, un
hombre que sabía disimular cuando disfrutaba de una escena, como esa
noche—, sus fiestas son legendarias. Si uno quiere aprender, nada mejor
que un buen maestro.
—Muchas gracias, mi Lord —respondió el aludido—, espero que
disfrute de la noche.
—Debí suponerlo —gruñó Lord Weymouth por lo bajo. Lord
Shropshire intervino en favor de su amigo Thomson, y lo invitó a unirse a
su conversación sobre la comercialización con el sur americano. Elliot
aprovechó que el único molesto era su padre, para sentarse junto al hogar
en compañía de su amigo y simular que estaba interesado en algo de lo que
se hablaba.
El título de Lord Bridport era honorífico, por lo que hasta que no
heredara el ducado, no tenía la responsabilidad de administrar más que su
casa de soltero. No pretendía cargarse con esas tareas antes de tiempo.
Colin, un poco más maduro en algunos aspectos que él, solía prestar algo
de atención a los temas económicos, aunque siempre lo hacía bajo la tutela
de su padre, el conde de Sutcliff.
—Ya has molestado a tu padre, Elliot —se quejó Lord Webb—,
¿podemos volver al salón?
—Tu hermana es una chica lista, Colin, si fuera tú, estaría más
preocupado porque te comprometan a ti que a ella.
—¿Qué buscas? —insistió Webb.
—Eso, busco exactamente eso —respondió y se dejó caer en el sofá,
con el oído lo más cerca posible de la voz de su padre.
—Mi hijo está decidido a arruinar el nombre Spencer —vociferaba
Lord Weymouth—, y Lord y Lady Thomson, el buen lugar de la sociedad
británica. De todos los eventos sociales, tenía que elegir este para regresar.
—Por favor, excelencia, no se altere —le pidió otro de los
caballeros. Elliot sonrió al imaginar el color rojo fuego de las mejillas de
su padre, por desgracia, se parecían demasiado.
—Debería marcharme de inmediato, y mostrar mi desagrado con
esta blasfemia, ¡porque eso es lo que es! Una blasfemia. ¡Americanas! Ni
siquiera tienen el honor de un sirviente, que conoce su lugar, que agradece
estar al servicio de la nobleza. No, son unos malditos burgueses que
desean derrumbar el orden, la moral y las costumbres.
—¿Elliot? —inquirió Colin al verlo tan concentrado. Lord Bridport
alzó la mano para pedirle silencio, su padre estaba por mencionar quién le
molestaba más que su propio hijo. Que alguien le hubiera ganado el podio
del repudio del duque merecía todo su respeto. Sir Blackson intentaba
serenar a Lord Weymouth, mientras le decía sí a todo. «Tiene razón, por
supuesto, claro que es así».
—De por sí, con esos modales atroces que demuestran la falta de
educación —seguía la queja el duque—, pero eso parece no bastar a Lady
Thomson. Debimos suponer que una cantante lírica, de mala muerte,
nunca comprendería la importancia de la nobleza británica. Hoy pagamos
nuestra magnificencia, esto es lo que sucede cuando se alivianan las
normas. ¡Hay que ser estrictos! Exigirnos tratar con ellas, incluirlas como
iguales en sus invitaciones…
—¡Oh, por Dios! Sus lamentos son interminables. —Elliot se
presionó la sien, la migraña esa noche no tendría que ser fingida. El efecto
de la voz de Lord Weymouth era peor que el gin de mala calidad.
—… Miranda Clark… —El nombre llegó a los oídos de Lord
Bridport y lo hizo largar el aire con alivio. Por fin conocía quién era la
receptora del mayor de los desprecios del duque—. Hija de un obrero
analfabeto, y eso no es todo —prosiguió, otorgándole a Elliot el jugoso
chisme—, no quiso casarse con el hombre que la comprometió, y viene
aquí a buscar uno mejor…
—¿Ya tienes lo que quieres? —preguntó Colin.
—Casi. De momento, debo corresponder el favor que me has hecho,
volvamos al salón, debemos cuidar atentamente a Lady Daphne.
—¿A mi hermana o a sus nuevas amistades? —La retórica pregunta
flotó en el aire. Lord Webb no necesitó más confirmación que la sonrisa
satisfecha de su amigo.

El salón de baile era un abanico de colores y siluetas. Las arañas


proyectaban sus luces sobre los bailarines, y desde los jardines, el aroma
de las flores se mezclaba con el de la cera de las velas. Lady Daphne
intentaba por todos los medios quitarse de encima a un pretendiente. El
pobre hombre por poco dejaba un charco de baba junto a los pies de la
joven Webb.
Colin estaba que largaba veneno por la boca, Elliot fue el receptor de
la mirada suplicante de Lady Daphne y se aproximó para rescatarla. No
fue necesario.
—¿Qué piensa, mi Lord? —preguntó una muchacha con marcado
acento neoyorkino al enamorado de Daphne—, ¿cree que la ciencia puede
avanzar lo suficiente con la disección de animales salvajes o deberíamos
de utilizar…?
La expresión de horror del hombre hizo reír a Lord Bridport, que
detuvo sus intentos heroicos para presenciar a la maestra del espanto en
acción. Lady Daphne comprendió las intenciones de su reciente amiga y se
sumó a la conversación.
—Ranas —agregó—, creo que deberíamos utilizar ranas. Son fáciles
de diseccionar y luego, cuando las abres…
—Disculpe, mi Lady —la interrumpió el hombre—, creo que…
me… llaman. Sí… eh…
—Oh, no lo retengo. ¡Qué desconsiderada de mi parte! Sin duda su
presencia debe ser muy solicitada. Le agradezco el honor de su compañía.
—Sin más, volvió la atención hacia la señorita de bucles negros.
Spencer estaba fascinado, comprendía que estaba ante una digna
rival en el escándalo. ¿Sería ella quien molestaba a su padre? ¿o acaso
Lady Thomson se guardaba una mejor bajo la manga? Recordaba a la del
rictus severo que había conversado con Daphne más temprano y la
descartó de inmediato.
—Muchas gracias, señorita Miranda —agradeció la joven Webb.
—De nada —respondió y sus labios, rosas y llenos, dibujaron un
mohín que le pareció en extremo tentador a Elliot—, espantar
pretendientes es la única habilidad social que he adquirido hasta el
momento.
—Oh, ya encontraremos… —comenzó a decir Daphne, pero fue
interrumpida por Lord Bridport.
—Lamento disentir, señorita —Inclinó la cabeza a modo de saludo
—, sin lugar a dudas sus atributos sociales han robado por completo mi
atención. Lady Daphne —Le besó la mano a la muchacha que conocía
desde pequeña. La joven Webb puso los ojos en blanco y buscó con la
mirada a Colin para confirmar sus sospechas. La expresión en el rostro de
su hermano le dijo todo, Elliot tramaba algo—, me haría el honor de
presentarme a la señorita.
—Por supuesto… no tengo alternativa —lo segundo fue dicho en un
susurro entre dientes que fue apenas oído por Lord Bridport. La sonrisa de
Elliot fue genuina, y se sorprendió al darse cuenta de que, desde que había
arribado al salón de baile, se estaba divirtiendo—. Señorita Miranda Clark,
le presento a Lord Elliot Spencer, Lord Bridport, heredero del ducado de
Weymouth.
—Mi Lord —murmuró Miranda e hizo una reverencia como le
habían enseñado. La misma salió algo descoordinada. ¿Ducado? ¿Había
oído bien? Comenzó a temblar. Hasta el momento ni los sirvientes le
habían hablado.
—No te he presentado a mi hermano aún —cortó el momento Lady
Daphne, y Miranda agradeció tener que quitar los ojos de ese hombre por
un segundo—. Lord Colin Webb, el primero en la línea sucesoria.
—Creo que no debes explicarle todo eso —la corrigió Colin tras
hacer un saludo.
—Es que nadie les ha explicado las mil normas de nuestra sociedad.
Las han soltado a los lobos.
—No le crea —se defendió Elliot—, no somos todos lobos.
—Él es el peor de todos —bromeó Daphne, y el color de las mejillas
de Miranda subió varios tonos. No debía mirarlo así, era de mala
educación, además ¿duque? ¡oh, Dios! Ese pensamiento seguía resonando
en su mente junto a otros: «Nunca vi ojos de ese color ¿son amarillos?»,
«¿Su cabello siempre se ve así, como si acabara de despertar, con los
mechones desordenados?», «¿Es impropio de una dama pensar en un
caballero al despertar?». Oh, oh, iba a derretirse en ese mismo instante.
Solo esperaba que alguien más sacara a relucir el tema de las ranas
diseccionadas para salvarla a ella de hacer un patético espectáculo.
—La invito a comprobarlo usted misma —agregó Lord Bridport—,
espero no haber llegado tarde y que aún tenga un baile disponible en su
carnet.
—¡Por supuesto! —chilló nerviosa. Lady Daphne tiró de uno de los
lazos de su vestido verde agua con cintas crema para remarcar el error.
Miranda comprendió que su muestra de efusividad estaba mal vista y se
atrevió a corregirse—. Me refiero a que está completamente vacío, ¿lo ve?
—y extendió el carné de madreperlas con las páginas casi transparentes.
Daphne se lamentó por no haber sido clara con su reprimenda. Les
había tomado cariño a las muchachas americanas, y deseaba ayudarlas.
Comprendía que era una tarea ardua, aunque agradable. Si no fuera una
lady destinada a casarse para seguir siendo lady, y engendrar más lores y
ladies, hubiera elegido ser institutriz. La tarea de enseñar le llenaba el
alma.
—No se haga problema, señorita, yo me encargaré de completar más
de un baile.
—Ni se le ocurra, mi Lord —intervino Lady Daphne—. Miranda,
querida, solo puedes bailar más de una pieza con el mismo hombre si se
trata de tu prometido.
—¡Qué aguafiestas! —exclamó Lord Bridport.
—Alguien debe aguarte la fiesta, Elliot —lo reprendió la muchacha
—. Lo siento —la disculpa fue para ambos y le explicó a su amiga—, no
debo tutearlo en público.
—No le diremos a nadie. Colin…
—No, no —se quejó Daphne—, puede que quiera espantar a mis
prometidos por una noche, pero no estoy tan desesperada como para bailar
con mi hermano. Vayan, haremos de matronas desde aquí.
Miranda lanzó una mirada hacia atrás en busca de la confirmación
de Lady Daphne. Esa muchacha se había convertido en su aliada, no temía
explicarle las mil normas que rompía cada noche, ni de murmurarle al
oído cuando se encontraba ante un sir, un barón, un conde o un… ¿duque?
—Mi lord, me temo que Lady Daphne me ha advertido todo sobre
usted, pero no a usted sobre mí. Soy pésima bailarina.
—Y yo un excelente profesor.
—¿No es de mala educación alardear? —preguntó Miranda con
curiosidad. Le habían resaltado ese defecto a Vanessa en una tarde de té.
—Conmigo no debe preocuparse por las normas, tengo intención de
romper todas y cada una de ellas. Siempre y cuando, usted sea mi
cómplice. —Con esas palabras en el aire, la invitó a un juego que Miranda
no estaba segura de saber jugar.
Se posicionaron en la pista, y todos los ojos estuvieron fijos en ellos.
La mirada esmeralda de la señorita Clark, en cambio, no podía apartarse
de la ámbar de Elliot. Ese tono que le recordaba a la miel la tenía
hipnotizada y parecía atraer a las abejas que zumbaban en la boca de su
estómago. Era la primera vez que un hombre la atraía de esa manera, y no
podía adjudicar sus sentimientos a la amabilidad, como había sucedido
con Dylan.
Comprendía que Lord Bridport no estaba siendo amable con ella,
estaba jugando, la estaba manipulando a su gusto, y Miranda no
encontraba la fuerza para resistirse. ¿Por qué, para qué?, esas preguntas
resonaban en su mente como un eco lejano, porque en el momento en que
Elliot puso su mano en la cintura de ella, los pensamientos se le
evaporaron. El calor que emanaba el hombre parecía acorde con el color
de sus cabellos, con el tono dorado de su piel salpicada de algunas pecas
cobrizas.
—Me ha mentido, señorita —le susurró él al oído y la piel de
Miranda se erizó por completo—, resulta que usted baila muy bien.
Se sorprendió con esa confesión, y tuvo que volver por unos
segundos a la realidad para comprobar que Elliot no mentía. De verdad se
movían acompasados, al son de la melodía. Sus cuerpos se acoplaban a la
perfección, era la primera vez que Miranda no lamentaba su altura que
excedía a la media, pues esos centímetros de más eran los que le permitían
tener la vista a la par de los labios de Lord Bridport.
—Solo con usted —confesó con inocencia. Se refería a que la
contextura del hombre y su experiencia como bailarín la habían llevado a
ella a lucirse. Sin embargo, sus palabras tuvieron otro significado para
Elliot, uno que lo hizo arder de deseo. Miranda cerró los ojos por unos
instantes, justo en el momento en el que correspondía un giro. Confió a
ciegas en la destreza de Lord Bridport, en que él la guiaría, la llevaría
adonde debían ir.
Y, sobre todo, se permitió unos segundos para soñar. Para borrar la
palabra duque de su mente, para recordar que ese hombre era inalcanzable
hasta para la fortuna Clark. Ella había cruzado el océano para comprar un
marido viejo, soso y fundido, que pusiera el dinero por encima de todo.
Aspirar a ese demonio de cabello de fuego y labios rojos era ir demasiado
lejos. Solo quedaba disfrutar de ese vals.
Un giro más, otro. Elliot ya no jugaba, ardía. «Solo con usted»,
¿cómo podían esas inocentes palabras tener un efecto devastador en él?
También quería dejarse llevar. No por la melodía, no por la muchacha, sino
por la sorpresa. La sorpresa de encontrar algo que le diera satisfacción y
no por hacer miserable a su padre… por él.
—Abre los ojos —le pidió, y su voz sonó a un ruego. Quería sentir el
verde de esa mirada puesta en él, el brillo en ese iris, saber que era el
causante de ese resplandor en ella. Los bucles negros enmarcaban su rostro
oval, de piel clara, de labios rosas y llenos. Las pestañas largas y negras
destacaban aún más su mirada y proyectaban sombras en los altos
pómulos.
Y si su rostro comenzaba a parecerle el de una diosa romana, no
lograba hallar comparación para su cuerpo. La forma de su cintura
estrecha, los senos que llenaban el escote del vestido, la altura que le
permitía adivinar las largas y torneadas piernas que se escondían bajo la
falda.
La pieza llegó a su fin y se detuvieron con poco aliento. No deseaban
separarse, ambos eran presos del mismo anhelo.
—Debo volver —rompió el hechizo Miranda, y tras tantas vueltas en
la pista, le costó hallar el punto en el que Daphne esperaba con su
hermano. A su lado, Lady Thomson y Emily los miraban con expresiones
de deleite.
—Claro, permítame. —Le extendió el brazo para que se tomara de él
y volvieran junto a los invitados. Cuando llegaron, Elliot se atrevió a decir
—: quizá podría reservarme otra pieza.
—Lord Bridport —lo reprendió Lady Daphne—, como he expresado
antes, solo un prometido puede hacer una doble invitación.
Miranda bajó la mirada, Lady Thomson imaginó que apenada. La
realidad era que la joven Clark había soltado un improperio. Algo como
«Maldita Inglaterra y sus endemoniadas normas», por ese motivo, sintió
un tirón en las cervicales cuando escuchó las palabras de Elliot. Un tirón
que le dejaría una contractura de una semana.
—Entonces, no me quedará más remedio que pedir la mano de la
señorita Miranda Clark. ¿Con quién debo hablar?
Capítulo 5

Dos días, ese breve tiempo había transcurrido desde la fiesta de Lady
Thomson, y Miranda no entendía el por qué, pero se sentía traicionada.
¡Ese diablo seductor de cabellos de fuego!
El silencio se había adueñado de ella, y sus compañeras de
aventuras, al igual que Lady Mariana, que se sentía responsable por el
hecho de haberla arrojado a los brazos de esa fiera aristocrática llamada
Elliot Spencer, presuponían que la joven se encontraba enfrascada en
pensamientos de tristeza y decepción. Le atribuían un corazón frágil, uno
que se había rasgado con la falsa promesa de una proposición de
matrimonio que nunca se concretaría. Estaban por demás equivocadas.
Miranda Clark callaba porque intentaba con todas sus fuerzas adaptarse a
las normas sociales londinenses, por eso no liberaba a sus palabras, unas
que estaban cargadas de insultos a mansalva. Si de insultos se trataba, era
una especialista, había aprendido cada uno de ellos de su padre. De hecho,
había aprendido un par de cosillas más. Cuando lo pensaba, el vizconde se
merecía una dosis de bofetadas iguales a las que le había propinado a
Dylan ante su comportamiento vulgar y abusivo. El futuro duque, en cierta
forma, se había comportado de manera similar al granuja norteamericano
del que había huido.
Por supuesto, el enfado también se hizo presente en ella. Todas las
extrañas e indescriptibles sensaciones que había experimentado al bailar
con el vizconde fueron desterradas de su cuerpo sin dudarlo. Ni siquiera
intentó hallarles sentido, si había algo que detestaba por sobre todas las
cosas, era que se burlaran de ella. Desde su primer minuto en tierras
británicas se había sentido atacada de mil maneras, con desprecios,
desplantes y murmullos constantes cuyas únicas intenciones eran
desmerecerla hasta convertirla en la mismísima nada. No le importaba, se
aferraba a sus raíces, y se sentía orgullosa de su procedencia, cargaba a
cuestas el apellido Clark con orgullo. A pesar de ello, comprendía que el
juego de Lord Bridport había tenido una intención más profunda y dañina.
El muy sinvergüenza alzaba la vara en el juego de «caza al ratón
americano», y ella no se le permitiría. ¡Por supuesto que no!
—No parpadea. Creo que deberíamos preocuparnos.
Las palabras llegaron a sus oídos como susurros empujados por el
viento. Reconoció la voz, era Cameron.
—Pues, llamemos a la señora Monroe. —Emily era más práctica,
abandonó su lugar en la mesa de té para ubicarse a su lado. Pasó una y otra
vez la mano ante los ojos de Miranda para ver si esta reaccionaba—.
Aunque me ofrezco a regresarla a la vida de ser necesario, conozco ciertos
trucos que se utilizan para la reanimación de los terneros.
Miranda pestañeó, caía en cuenta de que se había petrificado, con
taza de té en mano, a mitad de camino. Estaba tan decidida a orquestar una
jugada en contra de Lord Bridport que su cuerpo había entrado en un fugaz
estado de catatonia solo para otorgarle el máximo poder a su mente en la
planificación.
—Oh, mira... tu truco ha funcionado —replicó Vanessa con burla—.
El solo hecho de compararla con un ternero fue suficiente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó con auténtica preocupación
Cameron cuando la vio parpadear.
—Sí, sí... lo siento —respondió Miranda y llevó la cabeza un poco
hacia atrás para librarse del rostro cercano de Emily que la evaluaba con
detenimiento.
—Estás pálida —afirmó la joven californiana sumándose a la
preocupación de Cameron.
—No, no lo está —sentenció Vanessa—. Si la observaras desde una
distancia acorde, te darías cuenta de lo equivocada que estás. ¡Dejen de
abrumarla! Y dejen que disfrute mi té con calma. Sus voces son como
pajarillos frenéticos y desentonados.
La cercanía de Lady Thomson logró aquello que Vanessa reclamaba,
Emily regresó a su lugar en la mesa, y todas retomaron la ceremoniosa
actividad en silencio.
A la vizcondesa se la veía radiante, y la señora Monroe, a su lado,
parecía brillar con la misma fuente de luz.
—La velada comienza a cosechar sus frutos, queridas.
—Por eso es usted la mejor —la aduló Grace, y la mujer sonrió feliz.
—¿Frutos? —inquirió Vanessa, y alzó la ceja en muestra de su
desagrado. Lady Thomson le tenía cariño a la muchacha, aunque nadie
pudiera explicarse el porqué. Miranda, esa tarde, agradecía la compañía de
la joven de Boston, pues era la única que la acompañaba en el estado de
humor de hastío, cinismo y desprecio. Ojalá ella pudiera fruncir la nariz
así, como si todo oliera mal, o levantar el mentón como si de un arma se
tratara. No, ella era todo transparencia. Su malestar se evidenciaba y si
Lord Bridport estuviera allí, probablemente saborearía su florido
vocabulario, su eruptivo temperamento y… y nada más, tuvo que
recordarse.
—Sí, frutos. La atención de Lord Bridport hizo que los demás
hombres se fijaran en ustedes.
Las mejillas de Emily se encendieron de inmediato, y bajó la cabeza
para que ninguna de ellas pudiera adivinar su reacción. Cameron fue la
única en percatarse, pero no se atrevió a preguntar y solo le tomó la mano.
—Si son todos como Lord Bridport, se pueden ir al…
—¿Al Hyde Park? —completó Lady Thomson para cortar el
improperio—, ¿a pasear con alguna de ustedes una de estas bellas tardes?
Estoy segura de que esas iban a ser tus palabras.
Vanessa contuvo la risa; Cameron y Emily la miraron con algo de
pena, y Miranda volvió a lamentarse por ser tan transparente. Lady
Daphne le había aconsejado que el mejor pago para esas ofensas era la
indiferencia, los hombres odian verse ignorados. Pero a ella le habían
bastado cinco minutos de vals para descubrir que no tenía defensas ante
Elliot Spencer, lo único que le quedaba era la furia, y poseía a raudales en
su cuerpo.
Porque dolía. Oh, sí, cómo dolía.
No era su juego… no era saber que un hombre así era inalcanzable.
No, eran los sueños rotos lo que le estrujaban el corazón. Era descubrir que
los príncipes azules no existen, y que, si los malditos príncipes pertenecían
a esa nobleza, entonces ella no quería saber nada de ellos.
—No nos tengas en ascuas —pidió Vanessa en un tono de irritable
sarcasmo—, ¿Qué viejo lord fundido ha mostrado interés en una fortuna,
digo… muchacha americana?
—Vanessa, querida, cualquiera diría que no deseas casarte —la
reprendió Lady Thomson.
—¿Cualquiera? No estaría tan segura, mi lady, siempre hay algún
despistado.
La mujer rompió a carcajadas, y Miranda, a su pesar, se sumó a las
risas. No debía burlarse de la desgracia ajena, y el matrimonio, para
Vanessa, era peor que la muerte. ¿Qué la había llevado a Londres, por qué
su padre se gastaba una fortuna en la temporada? Eso aún era un misterio,
y la confianza entre las muchachas no había superado esa barrera aún.
—El Barón de Sunnyvalle, Nicholas Payne, ha mostrado gran interés
en Miranda.
—¿Sabe de mi escándalo? —preguntó la joven Clark.
—Sí, lo siento…
—¿Está fundido? —la interrumpió.
—Casi al borde de la quiebra insalvable.
Los hombros de Miranda se relajaron, y atribuyó la humedad de sus
ojos al alivio tras días de contractura.
—Bueno, es exactamente la clase de hombre que estábamos
buscando, ¿por qué perder el tiempo con los demás? —Las palabras
salieron de sus labios llenas de veneno y rencor, y Lady Thomson le tomó
la mano con cariño.
—Porque disfrutar de un baile, de una temporada de fiestas, no ha
matado a nadie, Miranda —le dijo con cariño—. Querida —Le alzó el
mentón para que fijara la vista en la de ella—, te observé mientras
bailabas con Lord Bridport, lo disfrutaste, te divertiste, pasaste una
hermosa velada. Eso, para mí, como anfitriona, es todo lo que deseo. Eres
lista, sé que no te has hecho ilusiones…
—No, no me las hice —remarcó. Odiaba las miradas de pena de sus
amigas y la señora Monroe fijas en ella. Odiaba que pudieran leer en sus
ojos verdes que sí, que existió esa milésima de segundo, efímera, tan veloz
que apenas si existió, en la que la palabra matrimonio en labios de Elliot la
había hecho suspirar. Había aceptado bailar con él sin esperanzas de nada
más, se había regalado el momento, un respiro, lo que decía Lady
Thomson, diversión entre tanta obligación. Y había sido perfecto, una
noche como la de cenicienta, para vivir y recordar después. Pero Lord
Bridport la había vuelto una burla con su propuesta vacía, con su broma a
costa suya.
—No lo tomes personal —susurró Emily. Miranda buscó a su
reciente amiga en el grupo. ¿Cómo no tomarlo personal?—, es peor si
dejas que entre en ti. Créeme —remarcó y con su mano se señaló—, soy
una experta en recibir burlas.
La confesión de la señorita Grant las sumió a todas en el silencio.
Tenía razón, era la que peor la pasaba. Ya habían murmurado a sus
espaldas por el mal gusto al vestirse, por lo vulgar de su acento y, sobre
todo, por su figura que no se reducía por mucho que ajustaran el corsé.
—Tienes razón, Emily. No dejaré que un pomposo engreído me
afecte, como dijo el doctor C…
—¡Oh, no! —se lamentó Lady Thomson—, han leído esa maldita
nota. Tiene a toda la nobleza cabeza abajo. Quieren saber quién es el
infiltrado, pues sospechan que es alguien del círculo.
El cambio de tema alivianó la tensión que caía sobre ellas. Volvieron
a llenar sus tazas de té, y a conversar de moda y banalidades. Cuando
llegaron al tema escándalos, el nombre de Lord Bridport salió una vez más
a la luz.
—Ya lo ves, Miranda. Es un hermoso demonio, nadie lo duda —
comentó Lady Thomson—, tentador como solo el pecado lo puede ser.
Pero lejos está de ser un buen partido. Su presencia en mi fiesta ha sido la
sorpresa del momento, Lady Ross está que trina, pues su evento fue todo
un fracaso. En cambio, Lady Helen…
—¿Sí? —pidió la señora Monroe.
—Lady Helen espera que se presente en su velada…
—Espero no volver a verlo —comentó Miranda.
—Pues si va o no, no debe afectarte. Enfócate en el barón, y estoy
segura de que Lord Bridport te dejará en paz. Compañía femenina no le ha
faltado jamás, no tiene por qué competir con otro hombre. Imagina, va de
aquí para allá con Lord Webb, que es un imán de mujeres, y jamás se ha
peleado con él por la atención de alguien…
Miranda se abstuvo de decir lo que había pensado la noche que lo
conoció. Estaba decidida a mentirse, a no darle ese mérito. La verdad, a la
joven Clark le había gustado mil veces más Elliot que Colin. Ahora podía
confirmar lo que descubrió en Nueva York, era pésima jueza de carácter.
Ese don, tan propio de sus padres, se había saltado una generación con
ella.
—Hay niveles de belleza que son una maldición. Rayan el absurdo, y
le otorgan a su poseedor el mismo resultado que el de la fealdad extrema.
Nadie, en su sano juicio, querría fijarse en alguien así —agregó la señorita
Cleveland.
—¿A… qué te refieres? —preguntó Emily, incómoda.
—Un hombre como Colin Webb siempre tendrá un ejército de
mujeres a sus pies. ¿Se conformará con una sola? Lo dudo. Quien se una a
él estará condenada a los celos, a la envidia, a la codicia de las demás. Un
infierno peor que el de amanecer todos los días junto a un hombre cuyo
rostro nos repele.
Las palabras de Vanessa la ayudaron a justificarse, a mentirse
diciendo que compartía su visión, que era objetiva, analítica y cínica. Nada
tenía que ver con el encanto de Elliot y su incapacidad de pensar en otros
hombres. Lady Thomson reprendió a Vanessa por sus palabras, que
parecían haber deprimido en demasía a la pobre Emily. Miranda sintió una
inmensa curiosidad por indagar de dónde venía tanto odio y desprecio.
—Bueno —interrumpió Cameron—, si de algo no nos tenemos que
preocupar es de Lord Webb y Lord Bridport. Ambos tienen dinero, belleza
y poder. Fuera de nuestro coto de caza.
—Exacto —agradeció la señora Monroe la interrupción—, además,
por lo que escuché, son unos libertinos y juerguistas. Nadie querría que sus
hijas se casen con hombres así.
—Lord Webb terminó su relación con una amante hace unas
semanas —contó Lady Thomson—, una joven viuda, Lady Anne. La mujer
hizo un escándalo que dio por tierra cualquier intento de Lord Webb de
mantener su vida privada en las sombras.
—¿Lord Bridport tiene una amante también? —preguntó Grace, y a
Miranda se le cortó el aliento.
—No, nunca tuvo una querida. Elliot Spencer es un calavera, pero es
el más enigmático de ellos. Nunca se sabe qué sorpresas dará, es como si
deseara probar el límite de la sociedad, cuánto pueden tolerar antes de
repudiarlo por completo. Por desgracia, las amantes discretas y
mantenidas no son un sabroso escándalo. La mayoría de los nobles las
tienen, son… y lamento decirlo frente a estas inocentes señoritas… son
una muestra de poder, de lujo y de dinero. Poder mantener a una amante es
lo que separa a un noble bien posicionado de uno al borde de la quiebra.
—Entonces, no tengo de qué preocuparme con el barón. Es evidente
que, si está dispuesto a casarse con una americana, es porque no tiene
dinero para una amante.
Deseó que esa certeza le trajera algo de paz, de serenidad. Al fin de
cuentas, estaba a un paso de conseguir lo que había ido a buscar, un
marido noble que limpiara su reputación y que le permitiera volver a
Nueva York como una baronesa.
Intentó pensar en Dylan Paterson, en su rostro cuando tuviera que
decirle mi lady e inclinarse ante ella. Imaginó cómo se las haría pagar
cuando volviera. Cerró los ojos con fuerza para visualizarlo. Cuando lo
hizo, otra imagen se hizo presente, otro hombre, otro rostro, otra
humillación: Elliot Spencer.
Capítulo 6

Miranda estaba hasta la coronilla de Londres y de la aristocracia inglesa.


Extrañaba su hogar, a sus padres y a las flexibles normas sociales que la
habían rodeado desde nacida; deseaba regresar a ello lo más rápido
posible. No iba a engañarse, no había cruzado el océano en busca de amor,
el amor solo se encontraba en las novelas que Emily leía a escondidas para
no ser criticada a viva voz por Vanessa. Ella era práctica, reconocía los
fines comerciales de la unión que había ido a concertar, y ese mismo
análisis mental la llevaba a reconocer que no debía perder más tiempo del
necesario. La temporada de debutantes y caza de maridos recién iniciaba,
y Miranda no tenía la más mínima intención de disfrutarla en su totalidad.
No importaba lo que Lady Thomson dijera con respecto a la paciencia y a
los tiempos, la joven Clark vislumbraba un nubarrón sobre su cabeza, no
iba a abrirse el cielo para ella, los rumores de su persona, peor aún, el
cotorreo barato que desperdigaba por toda la ciudad la falsa proclamación
de su virtud perdida, no iba a desaparecer de un día para el otro.
Comenzaba a comprender la dinámica de los hombres que se le acercaban,
los pocos que lo hacían buscaban disfrutar de placeres que nada tenían que
ver con el matrimonio; solo el barón de Sunnyvalle parecía dispuesto a
una relación con futuro conyugal, por supuesto que era movido por el vil
dinero, algo que a Miranda no le importaba, al fin de cuentas, los dos
tenían motivos, él requería de una fortuna y ella, de un título.
Invertir sus pensamientos en el hombre era más que una estrategia
lógica. Si se lo proponía, podría llegar a considerar los atributos del barón
como agradables y aceptables. Apenas superaba los treinta y cinco años, y
los rasgos faciales no demostraban aptitudes comunes de rudeza, de hecho,
cuando sonreía era más atractivo de lo esperado. Por supuesto no resaltaba
por sobre la media, ni dejaba un reguero de mujeres tras sus pasos. No, no
tenía actitud desafiante, ni parecía un granuja descarado con una mirada
hipnótica. No, no destilaba un perfume de masculinidad endiablada, ni
tenía cabellos revueltos comparables a llamas embravecidas...
¡Elliot Spencer!
Con esa facilidad regresaba a su mente. Cada pensamiento que
germinaba en su cabeza parecía entrelazar sus raíces a las de él. Y no era
porque ella no pudiese olvidarlo, él le había arrebatado esa posibilidad,
cada día se encargaba de torturarla, de recordarle que estaba ahí,
esperando por ella. El muy desgraciado fingía intenciones de cortejo, y
ella se había visto forzada a rechazar cada una de sus invitaciones: un
paseo en carruaje, una caminata por el parque, flores...
La presencia de la señora Monroe en la biblioteca la abstrajo por un
momento de sus pensamientos.
—Hasta que te encuentro... —manifestó la mujer con un deje de
desaprobación. Miranda encontraba placentero el hecho de recluirse en la
biblioteca, escribía cartas a sus padres y se enfrascaba en cualquier lectura
con tal de mantenerse ajena a las actividades sociales—. ¿Se puede saber
qué haces con tanta buena predisposición? —demandó con cortesía
mientras se acercaba a ella. Examinó con discreción la hoja sobre la cual
estaba escribiendo.
—Estoy haciendo un listado de los puntos a favor y los puntos en
contra del Barón Payne —expuso con total calma, era muy común en ella
hacer listados para evaluar los posibles claroscuros de determinada
decisión.
—Vaya, qué alternativa interesante. Dime ¿qué resultados te ha
arrojado el ejercicio? —Miranda exhibió ante ella la lista. La mujer pasó
los ojos de manera fugaz por la misma. Repitió un par de ítems que le
resultaban por demás llamativos—. No es un viejo baboso y barrigón —
agregó—, yo resaltaría ese punto, cielo, su contextura física habla por sí
sola, si sabes controlar los futuros excesos, es muy posible que llegue a la
vejez sin barriga alguna.
—¿Usted cree, señora Monroe?
—Conozco a otros miembros de la familia Payne, dalo por hecho. —
Haciendo una raya debajo de lo escrito, Miranda resaltó el punto a favor.
Grace continuó en silencio: Título, modales, sin rastros de libertinaje.
Finalmente llegó a un ítem que se repetía en los dos puntos de análisis: el
dinero—. Espera, me has confundido ¿casarse por dinero lo consideras a
favor o en contra?
—No he encontrado el equilibrio con respecto a ello. Por un lado, en
lo que a mi situación respecta, su necesidad de dinero favorece mi
posición y la posibilidad de enlace. Por el otro, lo convierte a él en un
cazafortunas, y ya he tenido mala experiencia con uno de su calaña.
—Oh, eso te pone en un aprieto, ¿verdad? —La señora Monroe la
provocó con cierto aire de picardía. El barón era una buena alternativa de
enlace, pero no era la única, Miranda se estaba apresurando.
—No lo sé. —Eso se escapó como un suspiro por entre los labios de
Miranda, la mujer aprovechó el momento de debilidad.
—Deberías anotar eso en tu lista.
—¿Qué?
—La duda. La duda nunca es buena compañía. —Aprovechó el hilo
de sus propias palabras y contribuyó a hacer esa duda más extensiva—.
Hablando de compañía, hay alguien muy dispuesto a reclamarla a como dé
lugar —dijo entregándole una nueva nota cuyo remitente no tuvo que ser
leído por Miranda, intuía su procedencia—. Antes de que te lo preguntes,
sí, ha enviado más flores.
El vizconde se estaba convirtiendo en una piedra en el zapato, una
muy molesta, Miranda estaba llegando a creer que la reclusión definitiva
era su única salvación.
—¡Pues que regresen a su origen!
—¡No puedes hacer eso! —exclamó Grace hastiada del
comportamiento de la joven Clark para con el vizconde.
—Ya lo he hecho —refutó ella como argumento.
—Exacto, y ya no puedo permitírtelo, no es cortés de tu parte tal
comportamiento.
—No es cortés de su parte tal comportamiento insistente ¿acaso no
entienden el rechazo los ingleses?
—Por supuesto que no, la palabra no está en su vocabulario.
En ese instante, recordó lo dicho por Lady Thomson: una vez que
conozcas a los ingleses, comprenderás lo que significa pender de la
delgada línea que separa el amor del odio, ellos provocan los dos
sentimientos en simultáneo. Para Miranda, esa apreciación ya carecía de
sentido, en la balanza de sus emociones solo un lado colapsaba por su
propio peso.
—Si acepto las flores, va a pensar que cedo a sus caprichos.
—¿Y qué te hace pensar que eres un capricho? —A Grace le
interesaba conocer los motivos que generaban tanto desprecio en Miranda
para con el vizconde, su comportamiento era llamativo por donde se lo
mirara. La muchacha parecía decidida a detestarlo.
—¡El sentido común! —esbozó con aires de fastidio—. Ningún
hombre en su sano juicio y con semejante rango de nobleza aspiraría a una
mujer como yo.
—Miranda, no te desmerezcas, por favor, cielo.
—No me desmerezco, sé lo que valgo… valgo cada centavo que mi
padre ha ganado. Por fuera de eso, ya sabemos lo que opinan de mí.
—Definitivamente, comenzarás a juntarte más con Emily y
Cameron, y menos con Vanessa. Su actitud es contagiosa.
Miranda se preguntó si la muchacha de Boston cargaba consigo una
experiencia tan penosa con los hombres. Como fuera, ella no tropezaría
dos veces con la misma piedra. O peor, con una aún mayor. No había
podido evitar escuchar los rumores sobre Elliot en las pocas ocasiones en
las que dejaba la casa de alquiler de la señora Monroe, y hasta para ella
eran escandalosos: acompañantes de una noche, apuestas desorbitantes,
peleas en el puerto, paseos en los bajo fondos. Su imaginación, siempre
desbordada, se veía extralimitada por las andanzas de Lord Bridport. ¿Y
pretendían que lo tomara en serio? No, jamás, Miranda Clark no era tan
tonta.
No era capaz de imaginar qué esperaba conseguir de ese cortejo,
pero estaba segura de que nada bueno.
—Niña, deja de rumiar —la reprendió la señora Monroe—, o será el
barón quien sume arrugas a su lista de puntos negativos. Ya tienes
dibujado el ceño.
—Lo siento, es la conversación. Cuando leo no me sucede.
—De todos modos, debes prepararte para la velada de Lady Helen.
Aún me sorprende que nos haya incluido.
—Ya oíste a Lady Thomson, lo hace para no ser menos que ella.
Quiere su dosis de escándalo, mala suerte, porque no pienso darle el gusto.
—Miranda se puso de pie con determinación—. Esta noche seré toda una
muchacha inglesa —e intentó alzar el mentón como hacía Vanessa. Sus
ademanes torpes tiraron el tintero sobre el papel en el que hacía su lista—.
¡Maldición!
—¿Decías? —se burló la señora Monroe.
—No es gracioso.
—Es un poco gracioso. Ven, tomemos el té antes de que te ajusten el
corsé de noche, y relájate —aconsejó—, sé tú misma. No todo es falso, los
sentimientos siempre son genuinos, solo debemos aprender a mirar.
—Sí. Mis sentimientos son genuinos —remarcó al ver el sello de
Lord Bridport en la nota sin abrir—, por ejemplo, empiezo a detestarlo con
todo mi ser.
—Debemos aprender a mirar… —murmuró la señora Monroe para
que Miranda no la oyera—, solo mirar.

Una brisa suave refrescaba la noche y la hacía tolerable. El vestido


de Miranda era de seda violeta, y la falda se abría para dejar ver la tela
clara de abajo, dando un efecto de cuento de hada. L’mer en esa ocasión se
había esmerado con los detalles, y sin llegar al mal gusto, había decorado
el escote con un bordado a mano en hilos de plata. La cabellera de la joven
Clark fue alzada en un intrincado moño que dejaba algunos bucles negros
al descubierto para enmarcar el rostro, el broche de perlas brillaba entre
los mechones azabaches. La muchacha se permitió unos segundos de
vanidad frente al espejo, le gustaban sus vestidos neoyorkinos, cargados y
lujosos, pero debía admitir que los británicos en ese tema llevaban la
razón. Menos es más.
—Estás preciosa —la halagó la señora Monroe.
—Tú también. —Miranda hizo una exagerada reverencia ante Grace,
quien lucía como una reina en opinión de la joven. Al ser una matrona
podía usar colores vivos que resaltaban su tez y su forma, además, las
joyas no estaban prohibidas para ella.
—Debemos ponernos en marcha. Según me dijo Lady Thomson,
quienes no somos de importancia jamás debemos llegar tarde. De ese
modo, cuando arriban los lores prestigiosos, el salón puede alzarse en
cuchicheos.
—Oh, entiendo. La norma de «no alardear ni ser un engreído» solo
aplica a nosotros. Ellos quieren toda la atención.
—Exacto. Sabía que aprenderías rápido. Ahora, vamos.
—Sí mi sargento —exageró el gesto del saludo militar antes de
seguirla. La señora Monroe subió al carruaje entre carcajadas. Tendría que
corregirla, pero le daba pena hacerlo. En breve pasaría a ser esposa, luego
madre, y los juegos de niños serían algo que observaría en sus hijos sin
jamás volver a experimentar. No se lo arrebataría antes de tiempo.
El camino a la mansión de Lady Helen se hizo eterno. La temporada
londinense se encontraba en su apogeo y la cantidad de carruajes que se
dirigían a la zona de las mansiones de los nobles era increíble. La mayoría
de ellos llevaban los escudos en ambos lados y uno podía adivinar quién
viajaba en su interior. Miranda intentaba recordar los nombres, rangos,
relaciones y demás información que le dictaba la señora Monroe. Tomó la
dramática decisión de anotarlos en su libreta de baile.
—¿Qué haces? —la reprendió Grace—, ¿y si alguien desea
invitarte?
—¿Crees que eso sucederá? Además, dejo algunas páginas libres, es
solo para no volver a cometer errores. Señora Monroe —se lamentó la
joven y atrás quedaron los chistes—, extraño mi casa, mi gente. Aquí me
siento como un elefante en una cristalería.
—Querida, ánimo. Ya te adaptarás —la alentó la mujer.
—No sé si quiero hacerlo. —Se dejó caer sobre el sillón de pana del
carruaje—. No quiero encajar, es como este maldito corsé, aprieta por
todos lados. Me gustaría que no hubiera nada de malo en ser yo.
—No hay nada de malo contigo.
—Pues díselo a ellos —señaló Miranda, en el momento exacto en
que se adentraban a la mansión de Lady Helen. Su carruaje debía aguardar,
por más que hubiera llegado antes, a que los de mayor rango descendieran
primero. A ella, eso le resultaba una injusticia más de tantas.
Descendieron y se dirigieron a presentar sus respetos a la anfitriona.
Lady Helen escrudiñó a Miranda y a la señora Monroe de arriba abajo. La
joven Clark se impacientó, casi podía escucharla pensar: «casi parecen
seres humanos, aunque sean americanas». No estaba muy segura de si
debía hacer algo, como una reverencia, o como mono, para confirmarle
que del otro lado del océano solo vivían salvajes. La mujer las dejó
marchar cuando el conde de Sutton arribó y fue, aduladora, a saludar al
lord.
El salón de baile no era ni tan grande ni tan lujoso como el de Lady
Thomson. La cantidad de invitados se apretujaban unos junto a otros, y los
lacayos apenas si podían pasar por el gentío con las bandejas llenas de
limonada. Nada de champán, el único alcohol disponible era para los
caballeros en el salón destinado a ellos.
En la multitud, encontró a las demás muchachas americanas y se
dirigió junto a ellas. La señora Monroe se sentó a la derecha de la madre
de Emily y entre ambas generaban una ventisca constante con los
abanicos.
—No entiendo cómo pueden estar tan apretados sin morirse, parece
vacas en un corral —se quejó Emily, sonrojada por el calor.
—No creo que les agrade tu comparación —se rio Cameron, por lo
bajo. Sus modos sureños eran correctos y medidos, si bien no había nacido
para ser lady, se notaba que la habían educado para ser esposa y madre de
uno de esos hombres que terminaban en la política americana.
—Tienes razón —agregó la californiana—, las vacas en mi rancho
están menos hacinadas. Nos gustan los animales.
—¿Rancho? —preguntó Vanessa con cierta curiosidad—. Tenía
entendido que el dinero de tu familia venía de las minas de oro.
—Eso fue después, de pequeña teníamos el rancho, que no daba
mucho dinero. Creo que me voy a poner nostálgica… luego mi padre
encontró oro en nuestras tierras y un día me desperté y era esto —se
señaló con desdén.
—Eres hermosa, Emily —la reprendió Miranda. La joven Grant no
dejaba de destruir su ego con cada palabra. Sabía que en parte era por
culpa de sus padres, que la querían, pero que no sabían cómo encajar en la
sociedad a la que ahora pertenecían. Les habían abierto las puertas por el
dinero, y eso los llevó a pensar que era lo único que tenían para ofrecer.
—He visto árboles de navidad menos decorados que yo.
—También reinas —la animó Vanessa—, por eso te desprecian,
porque tienes más oro que un rey. En tu lugar, alzaría el mentón e iría
sacudiendo mis borlas de navidad de muchos quilates solo para verlos
intentar mantener el porte de «no me importa».
—Eres muy cruel —bromeó Cameron—, espero no sufrir de tu
lengua.
La enigmática sonrisa de Vanessa hizo a las tres restantes
estremecer.
—Amigas —pidió Miranda cuando el barón de Sunnyville se acercó
—, deséenme una muerte rápida y un matrimonio aún más veloz.
Nicholas Payne se acercó al grupo, presentó sus respetos a las
matronas y se dirigió a Miranda con su porte regio, que nada parecía
alterar. Habían sido presentados en un té, luego de que Lady Thomson
confirmara sus intenciones. De esa manera eran libres de hablar siempre y
cuando tuvieran compañía respetable.
—Señorita Miranda, qué gusto verla esta noche. Se encuentra muy
bella —halagó el hombre, y Miranda no supo qué contestar. Dylan era
mejor actor, al menos. Si lo pensaba, podía encontrar cierta sobreactuación
en su efusividad. En cambio, el barón parecía incapaz de mostrar emoción
alguna. Repetía las frases sin sentirlas.
—Gra… Gracias —balbuceó. ¿Debía decir lo mismo?— Usted
también se encuentra muy bello. —La expresión en Payne le remarcó su
error—. Es decir, apuesto. Es…
El barón contuvo el impulso de bufar y dar media vuelta cuando la
muchacha, de los nervios, comenzó a retorcer los guantes con botones de
perlas y brillantes. Solo un par de esos pagaría algunas de sus deudas de
juego.
—¿Me concede una pieza? —solicitó.
—Eh… sí, ¿por qué no? —«Respuesta inapropiada». Cameron se
acercó a susurrarle que debía revisar su carné antes de dar una
confirmación. De más estaba remarcar que el «¿por qué no?» sobraba. El
pobre Nicholas aguardaba a que ella le indicara qué baile tenía libre, y si
le daría el honor de concederle un vals, aunque ninguno de los dos lo
deseara en realidad.
El hecho de reservarle esa pieza daba un claro indicio de
reciprocidad en las intenciones. Miranda se detuvo antes de anotar el
nombre en la libreta, de pronto, la idea de bailar con el barón le repelía.
Otro vals, otro hombre le llenaron la mente de imágenes. ¡Maldito Lord
Bridport! La había arruinado peor que Dylan.
—¿La próxima cuadrilla? —sugirió.
—Muy bien, muchas gracias, señorita —dijo con una reverencia y la
dejó en compañía de sus amigas. Los hombros de Miranda se relajaron de
inmediato cuando el barón se marchó. ¿Cómo haría para casarse con él?
Tenía la sensación de que siempre lo consideraría un extraño, que se
tratarían con esa distancia por toda la eternidad. Y lo que era peor, ella
daría cada paso de su existencia pensando que estaba haciendo algo mal,
reprochable, que merecía los ojos en blanco de su marido, sus bufidos de
desagrado. Iba a ser un infierno.
—¿Y ahora? —preguntó Vanessa—, nos debemos quedar otra vez
varias horas en el rincón, soportando este calor.
—A mí no me molesta el calor —dijo Cameron.
—¡Claro que no, eres de Virginia! —enfureció la joven de Boston—,
yo siento que voy a morir. El sudor me pega la camisola, y este vestido…
—En California hace aún más calor, lo bueno es que me permiten ir
más liviana, sin tantas enaguas —agregó Emily que comenzaba a sufrir el
sofoco del salón.
—Hablando de calor, fuego e incendios forestales… —bromeó
Vanessa, y Cameron la reprendió con un fuerte codazo—. ¡Ay! No es mi
culpa que la señorita Miranda no pueda componer su gesto al verlo.
—Es desprecio —se defendió la aludida—, es el más profundo
enojo.
Por fortuna, les daba la espalda a sus amigas, porque en esa ocasión
ni Cameron ni Emily encontraron motivos para pedirle a Vanessa que
cambiara de expresión. Apenas se contenían para no imitarla.
El supuesto enojo de Miranda pasaba a ser legendario. Claro, tal era
la furia y el desprecio, según ella, que no podía hablar de nadie más,
pensar en nadie más, recordar a nadie más. Si hablaban del clima, ella
encontraba la forma de que eso estuviera relacionado con el
comportamiento de Lord Bridport. La comida, Elliot. El color, el sabor, la
ropa, los jinetes, la temporada de patos, las inversiones en los
ferrocarriles… todos los caminos conducían a Elliot Spencer para
Miranda. No había forma de que se lo quitara de la cabeza, ni de que
admitiera que se trataba de algo más que malestar. Por lo que a sus amigas
solo les quedaba imitar la expresión de hastío de la señorita Cleveland y
contener las carcajadas.
—Viene hacia aquí —Cameron señaló lo evidente—. Recuerda,
controla el carné antes de decir que sí. La respuesta concisa, nada de
supongo, de quizás…
—Señoritas —saludó Lord Bridport al llegar junto a ellas—, hoy
lucen despampanantes.
—Gracias, mi lord —contestó Vanessa—, siempre me han dicho que
el azul me favorece.
—Y tenían razón, señorita Cleveland.
—Si no llevas azul —murmuró Emily a su lado y tiró parte de la tela
hacia las velas para observarlas mejor. Era un efecto de la luz, o la falda
era color melocotón.
—Ya lo sé. ¡Vas a incendiar mi vestido! —Cameron contenía las
carcajadas. Ocultarlas tras el abanico no era suficiente, tenía que morder el
mango para no largar sus alaridos de diversión.
—¿Entonces?
—O Lord Bridport es daltónico o no me miró ni tres segundos —
explicó Vanessa, y la señorita Madison tuvo que voltearse incapaz de
contener los espasmos de risa.
Ajenos a las bromas a costa suya, a los murmullos del salón, a los
cuchicheos sobre ellos, Elliot y Miranda se desafiaban con las miradas.
Ambas lanzaban chispas de deseo, de desafío… era una batalla.
—Señorita Miranda, ¿me haría el honor de concederme un baile?
Miranda abrió su carné y pasó las páginas con extrema lentitud.
—Lo siento, mi lord, todas las piezas están reservadas. Quizá la
próxima.
—Entonces, tendré que conformarme con su compañía en estos
momentos.
—No se moleste…
—Lord Bridport —interrumpió la anfitriona, y se acercó a saludar
—, escuché que había llegado.
El desplante de Lady Helen era evidente, Elliot le había faltado el
respeto al ir en dirección a Miranda sin siquiera saludarla. Nadie se
sorprendía, ser réprobo era la esencia del lord.
—Lo siento, tenía asuntos que me apremiaban. —La mirada de la
mujer fue en dirección de la señorita Clark, y volvió a escudriñarla. Esa
vez, con intención de hallar algo que fuera motivo de tanta obsesión por
parte del futuro duque.
—Sí, mi lady —se atrevió a agregar Miranda con los dientes
apretados—, Lord Bridport está tan deseoso de bailar que no se ha podido
contener. Por desgracia, mi carné se encuentra lleno, pero estoy segura de
que usted le hallará más de una dama dispuesta a hacerle compañía.
—Por supuesto, por supuesto… —se entusiasmó la anfitriona—,
acompáñeme, mi Lord. ¿Sabía usted que este año se ha presentado en
sociedad mi sobrina, Lady Teresa? Es una muchacha tan dulce, tan
educada, tan… —la lista de «tan» continuó durante todo el trayecto.
Elliot Spencer se volteó para buscar a Miranda y hallar en ella la
satisfacción. La muy maldita sonreía de lado al verlo marchar.
—Me vengaré —vocalizó de manera pausada para que ella pudiera
leerlo en sus labios—, me las pagarás.
Eso fue una declaración de guerra, y parecía que la misma encendía
de una manera endemoniada a Miranda. El color rojizo de los cabellos de
Elliot se había trasladado a sus mejillas, ardían. Un nuevo ítem se sumaba
a la lista del Barón Payne, uno que ocupaba ambos lugares junto al dinero,
a favor y en contra... el hombre no era Elliot Spencer.
—Tierras británicas llamando a Miranda Clark —bromeó con un
susurro por lo bajo Vanessa, era la única que podía reconocer los cambios
de humor en ella.
—Creo que tienes razón, Vanessa —Miranda regresaba en sí
valiéndose de un argumento apenas lejano—, no veo motivo alguno para
quedarnos en este condenado rincón y sofocarnos por el calor. Podríamos
recorrer los jardines.
—Oh, fantástica idea —motivó Emily que ansiaba con
desesperación encontrar un descanso de las miradas que se posaban en ella
con desdén. Vanessa estaba en lo cierto, las joyas y las piedras preciosas
que colgaban de su cuello parecían resplandecer más y más a cada segundo
—. He oído que los jardines de Lady Helen son de reconocimiento en la
ciudad, dignos de admirar.
Cameron se sumó a la sugerencia con un gesto de satisfacción, no
por el calor en sí, sino por el evento que se encontraba al límite de la
sobrepoblación, la música y el bullicio se le estaban haciendo intolerables.
Se tomó del brazo de Miranda a modo de complicidad y puesta en acción.
—Debo ir a avisarle a Grace sobre nuestra pequeña aventura —
expuso la joven Clark antes de dar otro paso. No estaba bien que
desaparecieran de buenas a primeras sin poner en aviso a las matronas, la
señora Monroe junto a la señora Grant se habían alejado en busca de un
refrigerio.
—Yo me ocupo. —Emily se apropió de la tarea—. Mi madre no me
perdonaría que no la pusiese en aviso en persona. Suele ser un tanto... —
masculló para ocultar lo que en verdad quería decir— demandante.
—¿Demandante? —Como era de esperarse, Vanessa disfrutó del
delicioso bocado que acababan de entregarle—. ¿Quién lo hubiese
imaginado? La señora Grant es una caja de sorpresas llena de cualidades,
ansío conocerlas a todas. —El sarcasmo fue más que notorio.
El rostro de Emily, siempre tan distendido y sonriente, se torció en
una mueca de tristeza, su compañera de temporada estaba en lo cierto, su
madre estaba llena de sorpresas, y cada una de esas sorpresas era expuesta
al mundo a través de ella. Emily Grant debía colmar todas las expectativas
y sueños insatisfechos de sus padres, para desgracia de la joven, eso
comenzaba a pesar, al igual que las benditas joyas que la decoraban. Sin
manifestarse con respecto a lo oído, fue en busca de las mujeres para
recibir la aprobación de su madre, de lo contrario, no habría paseo alguno
por los jardines para ella.
—Vuelvo a repetir —Cameron habló cuando la lejanía de Emily fue
un hecho, se dirigió de manera directa a Vanessa—, eres muy cruel, con
Emily en particular.
—Alguien tiene que espabilarla —respondió la muchacha mientras
avanzaba rumbo al jardín, adrede pasó por entre ellas y las forzó a
deshacer el entrelazamiento de brazos.
Las dos jóvenes, sorprendidas por el detestable comportamiento en
ascenso de la señorita Boston, se detuvieron en seco por unos instantes y
compartieron en silencio el inmenso deseo de abofetear a Vanessa. La falta
de reacción en ellas hizo que la aludida se girara sobre los talones en busca
de una justificación ante la demora.
—¿Qué esperan? —Antes de que pudieran responderle, el baile que
se estaba llevando a cabo finalizó y la música del salón indicó el inicio de
uno nuevo. Vanessa sonrió al ver la actitud rendida en Miranda—. Por lo
visto, tendremos que esperar —dijo cuando divisó al Barón Payne a lo
lejos—. Tu futuro esposo viene a reclamar lo suyo —agregó en notoria
voz alta.
Si experimentaba un simple baile como una condena, no quería
proyectar su vida a futuro con él. Se obligó a sonreír cuando la guio hasta
el centro del salón, intentó recordar cada uno de los puntos a favor que ella
misma le había atribuido para hacer tolerable su cercanía. Por suerte, la
cuadrilla le brindó la distancia necesaria. Por primera vez en toda su
estadía agradecía las normas sociales; tan solo pensar en un vals con él le
helaba la piel.
Nicholas Payne era distante, perfecto y estructurado, por lo visto,
procurarle a ella una asistencia y soporte en los movimientos de la danza
era algo que no estaba dispuesto a hacer. Miranda se sentía abandonada a
la suerte de la torpeza de sus pies. Temió trastabillar; podía imaginarse de
nalgas al suelo ante el hombre, ante el ojo evaluador y excluyente de la
élite londinense. Una súbita confianza nació en ella cuando descubrió que
unos intensos ojos color ámbar la acompañaban en cada giro, en cada
paso... Elliot Spencer. El deseo presente en el iris del joven vizconde
abandonó su mirada y surcó el aire perfumado para llegar hasta ella; como
una flecha inesperada, la atravesó. El frío que le obsequiaba la pobre
presencia del Barón encontró su opuesto en el fuego naciente que le
incendiaba el vientre. Miranda parecía consumirse en ese ardor que crecía
en ella, en esa mirada provocadora. Un giro, y otro... un cambio de
compás, un quiebre de movimiento... llevó a cabo todo sin temor alguno,
sin torpeza posible, el reconocimiento de saberse evaluada por él la
transformaba en una eximia bailarina. Lord Bridport le otorgaba desde la
distancia la combinación perfecta entre desafío y seguridad. Por esos
minutos, solo por esos minutos, le permitió ser el centro de su mundo, el
alrededor se esfumó para ella. Solo estaba él.
Disfrutó cuando el final de la melodía la obligó a darle la espalda.
Agradeció a los cielos, solo así podía apartarse de su mirada. El Barón
habló, aunque cada una de sus palabras fueron sordas para sus oídos. La
atención de Miranda ya tenía nueva dueña, Emily, que en ese preciso
instante parecía ser alejada por Cameron y Vanessa con una obvia actitud
de consuelo.
—Señorita Clark, me preguntaba si le gustaría... —Payne tenía
intenciones de establecer los próximos sucesos de cortejo entre ambos.
—Lo siento, Lord Payne, va a tener que disculparme —dijo sin más
y lo dejó con la palabra en la boca. Abandonó el centro del salón con
determinación, sin delicadeza en sus pasos.
No le importaba la opinión del hombre, de ser necesario, más tarde
lidiaría con él; de momento solo le preocupaba la joven californiana que
parecía ahogarse en un repentino mar de lágrimas.
Las mejillas de Emily latían como si fuesen dos rojos corazones.
Cameron desplegó su abanico para resguardarla, la pobrecilla no
necesitaba de más motivos para llamar la atención.
—¿Qué ha sucedido? ¿Te encuentras bien? —dijo e hizo delicada
presión en su brazo.
—No, no se encuentra bien —respondió Cameron ante la ausencia de
palabras de la joven—. En cuanto a lo sucedido, intentamos averiguarlo.
Vanessa observaba la secuencia dramática desde una prudencial
distancia, estaba a pasos de la sofocación definitiva, el aire no le era
suficiente, y el calor que los cuerpos unificados desprendían la motivó a
generarse más aire. Miranda, fastidiada por su comportamiento y
angustiada como estaba por la joven californiana, le arrebató el abanico
que ésta aferraba y se dispuso a asistir a Emily con el mismo.
—Respira... vamos, tranquilízate. Habla por favor. —Miranda
intentaba llegar a ella.
—Sí, habla, que ya estoy cansada de escucharte gimotear. —Vanessa
hizo a un lado las sutilezas.
—Lo siento —se excusó la joven tratando de tragar las lágrimas.
Una vez más, las ganas de abofetear a la señorita Cleveland
renacieron en Cameron y Miranda, las dos se miraron en búsqueda de
complicidad
—Tú siempre «sientes» todo —gruñó Vanessa malhumorada—.
Ven... —Tomó de la mano a Emily para forzarla a la caminata—, vamos a
ese bendito jardín de una buena vez.
La sugerencia fue bien recibida, Emily se dejó guiar por ella cual
veleta al viento. Miranda y Cameron las siguieron por detrás.
Atravesaron los arbustos de gardenias y llegaron hasta una de las
tantas fuentes que enaltecían el lugar. El fluir del agua continua les
permitía hablar con la seguridad de la confidencia, aun así, optaron por los
susurros, era evidente que Emily no tenía deseos de compartir su pesar con
el mundo. Cameron la tomó de la mano para brindarle sostén.
—Habla ahora. Te escuchamos, estamos para ayudarte —murmuró.
—No es nada —dijo cuando consiguió hacer a un lado el sollozo—,
nada de lo que no esté acostumbrada.
—¿Qué quieres decir? —Entre las lágrimas de Emily, las
sensaciones que Elliot Spencer le despertaba y la frialdad del hombre que
tenía en vistas de ser su esposo, Miranda estaba que estallaba. Necesitaba
algún argumento que le permitiese actuar. Al diablo las malditas normas
sociales de los londinenses, al diablo sus intenciones de comportarse como
toda una señorita aristócrata, era hora de ser una auténtica Clark.
—Vanessa tiene razón... —Ese fue el inicio argumental de la joven
Grant.
—No, no la tiene —refutó Cameron mientras atravesaba a la
nombrada con una mirada de repudio. Vanessa sonrió.
—Para ellos soy comparable a un animal de circo. Acabo de
confirmar que soy el centro de los comentarios de la temporada —confesó
con las lágrimas contenidas.
—¡Mira tú, pensé que era yo! —Miranda intentó ponerle humor al
asunto.
—No según Lady Anne.
—¿Quién demonios es Lady Anne? —inquirió Vanessa.
—No importa quién es Lady Anne. —La joven Clark deseaba
empujar al olvido a Emily—. Aquí lo único que importa es... ¿Cómo me
has robado el protagónico? Dímelo, muero por saberlo.
Emily rio, la estrategia de Miranda hacía efecto y ese fue el primer
paso para aliviar las tensiones en ella.
—Muy simple —Decoró su rostro con una sonrisa de triste
aceptación. Alzó las manos y exhibió ante ellas toda la riqueza que
ostentaban sus dedos enguantados. Al cabo de unos segundos, tras
observar ella misma las joyas que portaba, empalideció— ¡Oh, no! ¡Dios
santo! ¡Mi madre va a asesinarme!
—Cariño, en este momento, todas queremos asesinarte. Ve directo al
grano. —Por más que la detestaran, Miranda y Cameron podían reconocer
el maravilloso talento que Vanessa tenía, ese de llegar al meollo del
problema sin escala alguna. En ese instante les pareció más que necesario.
—He perdido mi anillo de diamante rosa. Mi padre pagó una suma
exorbitante por él.
Cameron ahogó un grito, Vanessa ocultó las ganas desesperantes de
estallar en una carcajada, y Miranda... Miranda llevó su voz hasta los
límites del cielo.
—¡¿Cómo?! —Cuando fue consciente de la intensidad de su voz,
gracias a las miradas desaprobatorias de las personas que se encontraban
en los alrededores, respiró profundo para recobrar la calma. Susurró sin
medirse en lo absoluto—. ¿Cómo diablos has perdido el maldito anillo?
—Miranda, por favor, no maldigas. —Cameron le llamó la atención
por su vulgar expresión. Miranda pasó por alto el comentario.
—¿Estás segura de que lo trajiste contigo esta noche?
—Sí, sí, hasta hace un rato lo tenía aquí, en este dedo —Señaló el
anular derecho— y luego… luego. —Se llamó al silencio para reacomodar
sus pensamientos. En ellos encontró la respuesta a su problema—
¡Diablos! —masculló entre dientes.
—¡Emily! —Cameron volvió a ser mediadora ante los malos
comportamientos.
Cuando la pobre californiana estaba a punto de disculparse, Vanessa
le colocó la mano sobre los labios.
—Te juro que si dices «lo siento», te asesino sin reparos aquí mismo.
—La joven Grant hizo a un lado su comportamiento sumiso y se tragó las
disculpas—. Muy bien, así me gusta. Ahora dinos, luego: ¿qué?
Respiró profundo, por muy extraño que pareciera, los modismos
chocantes y soberbios de Vanessa comenzaban a empujarla lejos de su
lugar común. Habló sin titubeos.
—Fui en busca de mi madre y la señora Monroe, como no las hallé
en el salón principal, hice un intento en los alrededores, ahí fue cuando
escuché la conversación de Lady Anne con otras mujeres, hablaban de mi
vulgaridad, del uso excesivo de joyas, de lo obsceno de mis formas...de
mis...
—Ya, detente, cosas sin sentido no nos interesan —interrumpió
Vanessa y por primera vez se ganó con eso la aprobación silenciosa de sus
compañeras debutantes. Emily continuó:
—No pude evitarlo y me quebré en lágrimas ahí mismo... al notar la
cercanía de unos pasos, me refugié en la primera habitación que encontré,
el despacho de Lord Swift, y en un rapto de insensatez comencé a
despojarme de estos malditos adornos que valen fortuna... lo debo de haber
perdido allí. Cuando escuché la voz de Lady Helen, abandoné el lugar cual
fantasma asustado.
—De ser así, lo recuperaremos —alegó Miranda con total confianza.
—¿Cómo? No puedo volver allí. —El nerviosismo se apoderó de
Emily.
—Por supuesto que tú no, ya vemos que no puedes pasar
desapercibida. —El comentario de Vanessa fue por demás lógico.
—¿Quién, entonces? —Cameron confesaba su obvia reticencia al rol
protagónico con esa pregunta.
—Yo iré. —Para Miranda Clark el inesperado desafío se presentaba
como un juego de niños. Podía con él.
Una vez comprobado que los alrededores del despacho se
encontraban sin moros en las costas, orquestaron el plan perfecto de
distracción. Fue más simple de lo que pensaron, al fin de cuentas, ellas
eran las «señoritas americanas», y con ponerse a hablar de las
publicaciones del Doctor C. en voz alta les fue suficiente. Todos huían
despavoridos de ellas, como si fuesen portadoras de algún tipo de
enfermedad contagiosa. Vanessa y Cameron disfrutaron del momento a lo
grande, sabían que se condenaban frente a la aristocracia ahí presente,
Lady Thomson pondría el grito en el cielo. Conseguirles maridos sería una
titánica aventura.

Lord Bridport no podía apartar la mirada de su objeto de deseo,


seguía con perfecto disimulo cada paso que la señorita Miranda Clark
efectuaba, y lo que estaba presenciando le olía a problemas. Algo se traían
entre manos las jóvenes norteamericanas, parecían avispas nerviosas,
revoloteando en torno al avispero. La cercanía de Colin fue recibida por él
con satisfacción, presentía que en breve iba a necesitar más que un par de
ojos.
—¿Dónde demonios te habías metido? —Le reclamó Elliot.
—Tuve que eludir ciertos inconvenientes —dijo y se ubicó a su lado.
Intentó dirigir su mirada al punto de interés de su amigo.
—¿Inconvenientes?
—Lady Anne —murmuró Colin por lo bajo con fastidio—. Creo que
me va a perseguir hasta mi muerte.
—¡Por todos los cielos, acaso las mujeres no comprenden cuando un
no es «no»! —Elliot se valió de todo el sarcasmo que le recorría las venas
para decir eso.
—Exacto, algunas mujeres no manejan muy bien el rechazo.
—Cierto —dijo Lord Bridport mientras daba un paso hacia la
derecha. La joven Clark parecía decidida a adentrarse en uno de los
pasillos laterales, y él se esforzaba por no perderla de vista. Su cuello
alcanzó una altura insospechada con el fin de poder divisarla sobre los
presentes.
—Y algunos hombres tampoco —lanzó Colin con una falsa tos que
tenía como único motivo capturar la atención del vizconde.
—Ella no me rechaza —justificó el joven Spencer—. Solo juega a
hacerlo, y eso me motiva aún más.
—Díselo a tu padre entonces, por lo visto él no lo considera un
juego, está que trina.
—¿Por qué lo dices? ¿Qué has oído? —Por unos instantes se
permitió dejar de acosar con la mirada a Miranda para ir en busca de
información en el rostro de su amigo.
—La pregunta es: ¿qué no he oído? Los aires de superioridad de la
señorita Clark no son bien recibidos por el duque. Los desplantes que la
joven extranjera te ha hecho fueron puñaladas directas a su ego, no
concibe que alguien pueda rechazar al futuro duque de Weymouth.
—¡Yo tampoco lo concibo, por eso voy a tener que hacer algo al
respecto! —confesó con una sonrisa en los labios —. Más ahora que me
acabas de confirmar que la señorita Miranda Clark es la mujer perfecta
para mí.
Para Colin Webb, las intenciones de desafíos constantes de Elliot
contra su padre ya se encontraban al límite de la inmadurez; a pesar de
ello, como buen amigo que era, las había aceptado hasta el momento sin
objeción alguna. El último comentario de Elliot se acababa de convertir en
la gota que rebalsaba el vaso de su complicidad.
—Por primera vez voy a darle la razón a tu padre en algo: déjate de
tonterías, hay un sinfín de peces más en el mar, olvídate de Miranda Clark.
—No quiero… no puedo. —Lo último fue una confesión que se
escapó de su pecho. Abandonó el contacto visual con Colin para ir en
busca de ella. No la halló.
—Puedes y debes. No tienes más alternativa.
—Tengo todas las alternativas a mi favor —dijo y se hizo a un lado,
el comportamiento de las amigas americanas de Miranda volvía a ser el
centro de su atención. ¿Dónde estaba su señorita americana?
—Lo siento, pero debo derrumbar tu confianza. Hace apenas unos
minutos oí sobre el inminente enlace entre ella y el Barón Payne.
—¿El Barón Payne? ¿Ese patético hombre? ¡Déjate de bromas!
—No, no es broma alguna, va a pedir su mano en matrimonio y ella
está dispuesta a aceptar.
—¡Patrañas! —gruñó enfurecido por lo oído y porque no hallaba
rastro alguno de Miranda—. Hazte a un lado —lo empujó para marcharse
—. Sobre mi cadáver. Sobre mi maldito cadáver va a ser su esposa.

Miranda había depositado su ciega confianza en Vanessa y Cameron,


en especial sobre la primera, tenía una capacidad innata en ella, alejaba a
cualquiera con su simple acto de presencia. Por desgracia, el anillo no
brillaba a la vista, lo que la hacía creer que el costoso desgraciado se
encontraba escondido debajo de alguno de los muebles. La pregunta era
cuál. El despacho de Lord Swift contaba con muebles por doquier.
¡Después las catalogaban a ellas de ostentosas! Se levantó la falda del
vestido para no dañarla y se arrojó de rodillas a la alfombra, las medias le
protegerían la piel contra las rozaduras. Gateó alrededor de los sillones,
estiró la mano por el espacio inferior e intentó palpar la joya. No la halló
ahí, continuó a gatas por el resto de la habitación hasta llegar al escritorio,
metió la cabeza por el espacio del medio y arqueó la espalda para no
golpearse contra la madera, esa postura le otorgó a su trasero el lugar de
mayor visibilidad. La iluminación era escasa, motivo por el cual la tarea
se le hizo más que ardua. Estaba tan compenetrada en su labor de
búsqueda y rescate que no se percató de la invasora compañía.
—¡Ni en mis más ansiados sueños he gozado de tan maravillosa
imagen, señorita Clark! —Y la imagen era más que maravillosa. La ropa
interior de la joven era de una delicadeza sin igual, ni la más cara de las
amantes llevaba prendas de ese nivel de lujo. La mano de madame L’mer
había pulido solo la superficie, dando una pátina de recato al exterior. Por
debajo, seguía siendo Miranda Clark en todo su esplendor.
¡Maldición! Miranda reconoció la voz al instante. Nunca la
olvidaría. Elliot Spencer era imposible de olvidar. La sorpresa la hizo
reaccionar de manera bruta y olvidó el pequeño espacio en el que se
encontraba, su cabeza impactó de lleno contra el duro mueble. Gimió de
dolor.
Elliot dejó la actitud bromista a un lado y se arrojó a la alfombra
para comprobar su estado.
—¿Se encuentra bien, señorita Clark? —Sin proponérselo, se ubicó a
centímetros de su trasero alzado.
—No, la verdad es que no —murmuró ella con fastidio.
—Dígame qué puedo hacer —preguntó solícito.
—Marcharse, Lord Bridport... eso puede hacer.
Él rio. Comenzaba a fascinarle la dinámica de rechazo que ella le
obsequiaba.
—Lo siento, eso no va a ser posible, me siento en el deber de
asistirla.
—¿Quién le dijo que necesito asistencia?
—Su trasero, Señorita Clark.
El comentario descarado del vizconde hizo reaccionar a Miranda,
quería girar hacia él y abofetearlo. No pudo, el espacio reducido no se lo
permitía y, como si eso no fuese suficiente, acababa de volver a golpearse
con la madera. Un pequeño grito de dolor salió de su boca.
Ella no iba a ceder, él tampoco, en consecuencia, Elliot tomó
medidas más drásticas. Gateó alrededor del escritorio hasta ubicarse del
otro lado, de esa manera, su rostro se encontró frente a frente con el de
Miranda.
—¡Dios! ¿Acaso no piensa dejarme en paz?
—Por supuesto que no, ¿qué le hace presuponer que sí?
Los golpes de cabeza no solo le habían provocado dolor, también la
habían despeinado, unos cuantos mechones negros caían desordenados
sobre su frente y le dificultaba la visión. Sopló con fuerza para hacerlos a
un lado, lo que tenía pensado decir quería hacerlo mirando a esos
endiablados ojos color ámbar.
—Lord Bridport, viendo y considerando nuestra reciente e
inapropiada intimidad —No quería ni pensar en los reclamos de la señora
Monroe si se llegaba a enterar—, me veo en la obligación de hacerle una
pregunta que, espero, me responda con su mayor sinceridad.
—Miranda... ¿Puedo llamarla Miranda? —consultó con
caballerosidad.
—No, no puede, Lord Bridport —sentenció ella.
Elliot asintió y continuó sin importarle en lo absoluto lo oído.
—Miranda, desde el momento en que la conocí no he sido más que
sincero con usted.
Ella estalló en una carcajada, no creía palabra alguna.
—¡Vaya, ese no es un comportamiento adecuado para una lady! —
bromeó Spencer.
—Yo no soy ninguna lady.
—Pero lo será en cuanto acepte ser mi esposa.
Por puro instinto o puro deseo, Miranda todavía no lo había
decidido, fue en busca de los ojos de Elliot. Quería hallar la verdad en
ellos, y la encontró. El corazón se le agitó en el pecho cuando descifró que
la sinceridad que él proclamaba era tal. No podía mantenerse ni un
segundo más cerca de él. Puso en acción sus rodillas, se liberó de la
prisión que la retenía en contra de su voluntad y recuperó la verticalidad.
Elliot hizo lo mismo al otro lado, quedaron separados por el frío y
reluciente mueble.
—Lord Bridport, no voy a aceptar su absurda propuesta.
—¿Por qué?
—Porque no, no necesito justificación.
—Tú no, pero yo sí la necesito, Miranda. —El petulante insistía en
llamarla por su nombre y cada vez que la nombraba ella sentía que las
piernas le temblaban.
Si el pomposo y engreído Lord Bridport quería una justificación, ella
se la iba a dar.
—Rumores —confesó como último recurso.
Elliot analizó lo dicho, frunció el ceño y la miró con picardía en
plena señal de contraataque.
—¿Los suyos o los míos?
¡Touché! Miranda no pudo evitar sonreír y el vizconde se anotó su
primer triunfo.
—Cuando vas a comprender que somos el uno para el otro, Miranda.
—Nunca —sentenció manteniendo la sonrisa en sus labios.
Abandonó su lado del escritorio para ir sin presura hacia ella, sus
dedos rozaron la lujosa madera.
—Confío en que, con el tiempo, voy a hacerte cambiar de opinión.
—Lo dudo —dijo ella sin siquiera inmutarse, no iba a darle el placer
de la distancia, la estaba provocando, y su cuerpo reaccionaba a esa
provocación. Las rodillas le temblaban, las manos le sudaban, y su pecho
se estaba transformando en el peor de los instrumentos de percusión, algo
golpeaba fuerte en él—. Lo dudo porque voy a casarme con el Barón
Payne —dijo para ponerle fin a su acercamiento.
—No, no lo harás.
El control que él intentaba ejercer sobre ella la enfurecía, no tenía
intenciones de ser esa clase de esposa, menos que menos, con él.
—Lo haré —mintió, Miranda acababa de caer en cuenta de sus
deseos, nunca podría ser la esposa de un noble. No podría, ni quería serlo.
Deseaba ser libre, ser respetada, amada. ¿Acaso era mucho pedir?
—No lo harás, ¿quieres saber cómo lo sé? —Antes de que ella
pudiera responder, exhibió el anillo que había encontrado debajo del
escritorio, presuponía que eso era lo que ella había ido a buscar. La
expresión en su rostro le dio la respuesta que quería—. Si lo quieres de
regreso, ya sabes qué tienes que hacer.
—¡Bastardo, devuélvemelo! —gruñó sin pudor alguno lanzándose
contra él.
El ataque de su cuerpo le sentó de maravillas a Elliot, alzó el brazo
para impedir que ella pudiera alcanzar la joya. Rio a carcajadas al verla
saltar como un niño en busca de un dulce.
—Puedo darte esta joya y muchas más... puedo darte todo lo que
quieras. —Aprovechó su juego y la capturó de la cintura para atraerla
hacia él.
De manera inevitable, quedaron cuerpo contra cuerpo, rostro contra
rostro.
—No necesito joyas, tengo las suficientes, gracias —dijo a
centímetros de sus labios.
—¿Y qué necesitas? Dímelo y te lo daré.
La mente de Miranda acababa de nublarse, adiós pensamiento
lógico, enterraba cualquier vestigio de razón. Su corazón tomó el control,
habló sin miramiento alguno, latió fuerte para él. Elliot interpretó cada
uno de esos latidos, le acarició el rostro con delicadeza, deseaba disfrutar
del contacto con sus mejillas ardientes. El intenso color esmeralda de los
ojos de Miranda encontró refugio en el calor abrasador de los de Elliot. No
se rendía, se decía, solo se estaba tomando un leve permiso, un permiso
para sentir... para sentirlo. Y lo que él le hacía sentir le revolucionaba el
cuerpo, le torturaba el alma, le arrebataba la respiración.
—No te preocupes, cariño, no tienes que decirlo. Sé lo que quieres,
compartimos la misma necesidad.
Fue en busca de sus labios, con un suave roce los motivó a abrirse.
Ella le permitió eso y más, Elliot le invadió la boca dispuesto a asediar su
humedad con toda la destreza de su lengua.
Estaba perdida, lo sabía, se condenaría. Regresaría a su hogar sin un
esposo y con un corazón conquistado; lo único que la mantenía en pie en
ese instante era el hecho de saber que jamás entregaría su libertad. No, no
tenía la pasta para ser esposa de nadie; aunque si pudiese, se quedaría ahí,
en los brazos de Elliot por el resto de su vida.
La puerta del despacho se abrió de par en par y lo que los rostros que
se encontraban del otro lado presenciaron fue más que significativo. Entre
beso y beso, Lord Bridport había conseguido arrinconar contra el
escritorio a Miranda, sus piernas estaban abiertas en evidente posición de
recibimiento. Ni hacer mención del estado de su cabello, el revoltijo en
sus bucles llevaba a todos a elaborar hipótesis equivocadas. Colin Webb, la
señora Monroe y Lady Helen, la anfitriona de la casa, tras ellos, Vanessa y
Cameron, y ahí se detenía el conteo de los espectadores.
Y pensar que madame L’mer pensaba que nadie vería su ropa
interior.
Elliot sonrió y, apartándose de Miranda, colocó con disimulo el
anillo entre sus manos.
—He arruinado su reputación, señorita Clark —le susurró al oído,
rozándole con los labios el cuello—. No se preocupe, haré lo que
corresponde. La convertiré en mi esposa.
Capítulo 7

Se negaba a salir de la habitación. Se negaba a participar de esa farsa.


Quería morir. Cómo pudo ser tan estúpida, caer dos veces en las garras de
un hombre.
No se iba a casar con él, tenía que existir otra alternativa. Para sumar
males, la señora Monroe no era su aliada en esa ocasión.
—¡Miranda! ¡Por Dios! Recapacita. Tus amigas vendrán en unas
horas para colaborar con los preparativos, y tú… ahí, aún en ropa de
dormir.
—¡No voy a casarme con ese crápula! Si me permitieras enviarle
una carta a mi padre…
—Dos escándalos, Miranda. Dos. No solo no aprendiste la lección,
sino que al segundo fuiste solita.
—No lo hice —se defendió por milésima vez desde que había
empezado esa pesadilla—, ya te expliqué. Fui a buscar el anillo de Emily
y…
—Y te encontraste con los besos de Lord Bridport. Miranda... —El
tono de resignación llenó la habitación. La señora Monroe se adentró en la
recámara hasta llegar a la cama en donde la señorita Clark estaba
bocabajo. Solo se veían los bucles negros sobre la almohada, el rostro lo
tenía escondido en la mullida superficie y se negaba a sacarlo de ahí.
Grace la observaba mientras la muchacha tenía su pataleta. Los años
que las separaban, al igual que las experiencias vividas, la llevaban a
entenderla. No era bronca, no era capricho… era vergüenza. Miranda
Clark estaba avergonzada desde los pies hasta la raíz del cabello. La
abrumaban desde la sensación de ser una tonta por haber sido pescada, una
ingenua por haber deseado experimentar un beso sin pensar en los riesgos
y una desvergonzada por haberlo disfrutado tanto. Como no era un
avestruz, no tenía más recurso que la almohada para esconder la cabeza.
—Me usó, al igual que Dylan, Grace —murmuró la muchacha con la
vista hacia el otro lado—. Son todos iguales. No les importa el deseo de
una, solo sus intenciones. ¿Y sabes qué es lo peor? —Se incorporó en la
cama al fin. La señora Monroe pudo ver las rojeces de sus ojos y las
aureolas violáceas que los enmarcaban—. Ni siquiera conozco las
intenciones de Lord Bridport.
—Querida, existe una inmensa diferencia entre Dylan y Elliot… tú.
—Grace alzó la mano para detener la defensa de Miranda—. Sí, tú. Yo
presencié ambos sucesos. Paterson me revuelve el estómago, e hice todo lo
que tuve en mis manos para impedir que te casaras con un hombre así.
Ahora, en cambio, casi me atrevo a decir que estoy entusiasmada.
—¿Porque es un futuro duque? —preguntó.
—No, porque fui testigo del modo en que brillabas en sus brazos.
—¡Medio Londres lo fue! —exclamó y, en esa ocasión, escondió la
cabeza bajo las sábanas.
—¿Lo ves, Miranda? Es tu orgullo. Habías desatado una guerra
contra Lord Bridport, y la perdiste. Eso es lo único que te avergüenza. No
tu reputación, no que los hayamos visto… Y permíteme decirte que él
también estaba radiante en tus brazos.
—Es colorado, es su estado natural —ahogó las palabras bajo el
edredón.
—Sigue mintiéndote, Miranda. Sigue todo el tiempo que necesites,
de todos modos, será hasta que la muerte los separe. Porque esta vez, te
casarás. Y será en pocos días, ninguno de los dos ha dejado espacio para
más escándalos. Si hasta los han apodado Lord y Lady Escándalo —se
lamentó la mujer.
—Detesto a toda Inglaterra.
—Ponte en marcha, tus amigas llegarán y nos han dejado pocos días
para los preparativos.
La señora Monroe dejó la habitación, y Miranda juntó valor para
ponerse en movimiento. Sabía que tenía razón en muchas cosas, sobre
todo, en que era distinto a Dylan. No lo había planeado, ambos habían sido
arrasados por el beso, lo sabía. Aún tenía el recuerdo de los labios de
Elliot sobre los suyos, de las manos del hombre en su piel. Lo que no le
gustaba era perder, eso seguro. Tampoco que la empujaran a un
matrimonio por un beso. «Haré lo correcto». Nadie le había preguntado, su
opinión no importaba. Era todo muy injusto.
Y lo peor, seguía sin saber los motivos de Lord Bridport. ¿Por qué
ella? No tenía problemas de dinero, no era un hombre feo, por el contrario,
pensó, ella había estado dispuesta a arruinarse por un segundo más de su
boca… Poseería un ducado en unos años, le gustaba la juerga.
Una doncella ingresó al cuarto para ayudarla con el corsé y el
peinado. Ella se dejó llevar, absorta en sus pensamientos sobre Elliot.
Debía agregar a su lista de cosas a favor que su futuro marido no le repelía
en lo absoluto. Si era honesta consigo mismo, tenía que admitir que había
lamentado la interrupción. Deseaba conocer a dónde llevaba el resto de las
sensaciones descubiertas, las caricias, la necesidad de sus cuerpos que se
atraían como un imán. Recordaba el modo en que las pelvis se habían
tocado, el instinto que guiaba sus acciones. Cuando estaba con Elliot
Spencer sabía bailar, él la llevaba y a ella todo le salía de manera natural.
Sus mejillas ardieron, y la doncella le alcanzó un cuenco de agua
para que se refrescara, malinterpretando la razón de su sonrojo. El corsé,
la ropa pesada… nada tenía que ver con el calor que la abrasaba.
Estuvo presentable justo en el instante en que la campanilla sonó
para informarle la llegada de sus amigas. Miranda tomó aire y coraje antes
de bajar. Sabía que Emily se sentía culpable, y no quería que cargara con
esos remordimientos, el problema radicaba en que, para consolarla a ella,
debía asumir algo que no quería: la culpa es toda mía, yo me dejé besar, le
correspondí al beso y si tardaban un poco más…
Fue al encuentro, y las cuatro avanzaron hasta el salón en donde les
sirvieron el té y las dejaron para conversar.
—Cambia esa cara, Miranda —pidió Vanessa—, deberías estar feliz.
¿No deseabas un marido para que Dylan Paterson te tuviera que decir mi
lady? Pues te llevas uno con el que te tendrá que llamar «Excelencia».
—Casi consigues que sonría… casi.
—¿De veras piensas que es peor Lord Bridport que el barón? —
susurró Emily. La muchacha estaba a punto de largar otro lo siento, que
murió en sus labios ante la mirada venenosa de Vanessa. Las reprimendas
de la joven de Boston hacia la de California no tenían fin, parecía ser el
punto de todos los comentarios mordaces, casi con saña.
—No lo sé, me molesta que me manipulen —confesó Miranda, y
Cameron la tomó de la mano para darle ánimos.
—Aún no aprendió la lección —musitó Vanessa—. Somos mujeres,
ese es nuestro designio.
—Puedes ser muy molesta, Vanessa —se quejó la joven Clark.
—Sí, pero en ocasiones tiene razón —intervino Cameron—.
Miranda, a esto vinimos, y lo has logrado. Ninguna de nosotras aspira al
amor, no nos podemos dar ese lujo. Tuviste mucha suerte —agregó y le
acomodó los bucles con cariño—, tu padre te escuchó la primera vez y
tuvo en cuenta tus deseos. No es algo muy común. Y ahora, quizá Lord
Bridport no era el esposo que esperabas, pero, dime la verdad, ¿tanto te
desagrada?
Miranda alzó los ojos y los fijó en la mirada castaña de Cameron. Le
era difícil responder, y esperó que fuera ella la que hallara la respuesta en
su expresión, así no tenía que ponerla en palabras.
—Soy una niña mimada, ¿eso estás diciendo? —intentó bromear en
cambio.
—Sí, exactamente eso estoy diciendo.
Emily se sintió mejor de inmediato al comprender que quizá la
situación que había propiciado resultaba una mejora. A Miranda se la veía
más vivaz al contemplar su futuro junto a Elliot que junto a Nicholas.
Quizá dijera que era odio, desprecio, enojo… lo que fuera, pero no apatía.
Y los sentimientos cambian, lo importante es saber que son capaces de
nacer. Entre Miranda y Nicholas existía un desierto infértil, entre Lord
Bridport y ella, en cambio…
La única que seguía con un gesto de suspicacia en su rostro era
Vanessa, parecía evaluarla, querer ver más allá de ella. Hasta se tomaba
del mentón mientras cavilaba. Al fin, dibujó una sonrisa casi llena de
maldad antes de decir:
—Además, no debes preocuparte demasiado. ¿Cuánto crees que
durará en el papel de buen esposo? Enseguida te cambiará por las fiestas,
las mujeres de mala vida y santo remedio. Como ser soltera otra vez, y
mejor, porque tendrás menos normas que seguir.
—¡Vanessa! —la reprendió Cameron.
—¿Qué? Solo intento darle ánimos. No estoy contando la parte mala,
solo la buena.
—¿E…Esa es la buena? —inquirió Emily, sin imaginar que le daba
el pie perfecto a la muchacha de Boston.
—Claro. ¿Qué más podemos querer que un título que no venga con
el molesto lord adosado? La situación perfecta.
—¿Y la parte mala cuál sería para ti? —preguntó Miranda. Tenía los
dientes apretados y le dolía la mandíbula. Había experimentado algo
demasiado parecido a los celos al pensar a Elliot con otra mujer, y ahora
que lo analizaba, Vanessa tenía razón. Sería muy ingenua, por no decir
tonta, si creía que Lord Bridport iba a cambiar la vida de libertinaje por la
de regio marido. ¡Oh, no! ¿En qué se había metido? Quería lanzarse a
cruzar el océano a nado, llegar a Nueva York y pedirle a su padre que la
metiera en un convento o algo así.
—Que por desgracia tendrás que cumplir de tanto en tanto con tus
obligaciones, hasta tener un heredero. ¿Lo han notado? Casi todos los
nobles tienen pocos hijos, no quieren acostarse dos veces con sus esposas.
Aunque un par tendrás que hacerlo, querida, hasta engendrar el nuevo
duque… solo esperemos… —dejó que el dramatismo llenara el ambiente.
—¡Dilo de una maldita vez! —exclamó Cameron, furiosa, y
sorprendió a sus amigas. La muchacha sureña rara vez mostraba su
carácter y estaban seguras de que era la primera vez que la escuchaban
maldecir.
—Que no la contagie del mal francés, o de otro mal, ¿herpes?
—¿El mal francés? —preguntaron las tres al unísono.
—Sífilis. Quise ser suave… son las enfermedades que se agarra la
gente por… por… ya saben.
—Vanessa ¿cómo puedes ser así? —le recriminó Cameron. Emily
seguía con la mano en la boca, conteniendo la expresión de horror.
—No es mi culpa si él anda con mujeres de mala vida. —Se encogió
de hombros—. Además, es por todos sabido que la sífilis provoca
demencia. Quizá ese es el motivo…
—¡Ya basta! Te juro, Vanessa, que estoy a un segundo de abofetearte
—amenazó Cameron.
—No, no —dijo Miranda—, tiene razón. Eso explicaría todo, ¡oh,
Dios! ¿qué haré?
—Lord Bridport no tiene sífilis —murmuró Emily, roja por la
vergüenza al demostrar que sabía algo de enfermedades venéreas—. Antes
de la locura están las manchas en la piel, la gangrena…
—Voy a vomitar —susurró Miranda.
—¡Dejen de asustarla! —se quejó la señorita Madison. Vanessa, en
cambio, tomaba el té, ajena al embrollo que había desatado.
—Puede que no tenga sífilis, pero quizá sí tenga otra cosa y… ¿qué
voy a hacer? Tengo que huir, me tengo que escapar. Vanessa, ayúdame,
eres la única tan demente como para ayudarme.
—Tienes razón, y hasta puede que tenga una idea. No es definitiva,
pero te dará tiempo de averiguar si Lord Bridport tiene alguna enfermedad
y… bueno… a reducir los encuentros.
—Lo que sea. Lo que sea —rogó desesperada.
Vanessa se acercó al centro de la mesa y compuso un gesto de
secretismo. Las demás muchachas se acercaron, cómplices, a oírla.
Cameron era evidente, pensaba que seguirle las ideas a la señorita de
Boston era una locura, de todos modos, se sumó.
—Cuando vayas a medirte el vestido, justo al lado de la casa de
madame L’mer hay un boticario. Pídele una «poción de hadas», si te
pregunta, le dices que eres una mujer muy nerviosa, que te lo ha
recomendado el médico.
—¿Qué es eso?
—Un compuesto para dormir. Puede dormir hasta a un caballo. Se lo
darás a Elliot la noche de boda, al otro día no recordará nada, ni siquiera
cuándo se desmayó. Tú encárgate de manchar las sábanas con sangre para
que parezca que consumaron y listo… Lord Bridport pensará que cumplió
con sus obligaciones, volverá con sus amantes y solo cuando vea que no ha
engendrado, lo intentará de nuevo. Tendrás unos meses.
—Me da miedo preguntar cómo sabes estas cosas, Vanessa —
masculló Cameron.
—Por lo mismo que has dicho. Miranda es una niña mimada —largó
con desdén, y, por primera vez desde que la conocían, mostró parte de lo
que la hería—. A ella, sus padres la escucharon, tuvieron en cuenta sus
deseos y la dejaron decidir. Otras no tuvimos su suerte, algunas se dejarán
arrastrar. Yo no soy una de ellas. —Volvió la mirada a Miranda—. Es tu
decisión, es solo una opción más. Tómala o déjala.
—La tomo —dijo con determinación la señorita Clark—. Yo
tampoco me dejaré arrastrar.
La sonrisa de satisfacción de Vanessa iluminó el salón. La única
sombra era la suspicacia de Cameron, empezaba a sospechar que la joven
de Boston tramaba algo. Esperaba que fuera con buenas intenciones.

La boda se llevaría a cabo a los pocos días. El duque de Weymouth


hizo todo lo que tuvo al alcance de su mano para oponerse, y fue entonces
que Colin Webb entendió cuán profunda podía ser la determinación de su
amigo. Cualquiera diría que una persona dada al hedonismo, a la búsqueda
del placer, no podía ser tan férreo de voluntad. Elliot demostró todo lo
contrario.
Consiguió un permiso especial para celebrar la unión de inmediato y
la aprobación de un obispo. El enfrentamiento en la cámara de lores y en
la iglesia fue épica. Los nobles se debatían entre el horror de permitir a
una plebeya americana el honor de ser duquesa en el futuro o el de aceptar
la deshonra de uno de los suyos que había comprometido a una joven.
Elliot Spencer se tuvo que hacer presente, declarar sus intenciones
de hacer lo que debía, asegurar que la tradición del ducado estaba intacta y
cuantas promesas más se les ocurriera. El escándalo había conseguido lo
que miles de noches de fiestas y malas compañías apenas había logrado:
que el duque de Weymouth amenazara en público con desheredarlo.
Cuando le dieron la palabra, Lord Bridport hizo uso de la pulida
educación que su padre le había brindado, y de sus dotes para el encanto y
la oratoria.
—El amor, lores, junto a la razón y a la moral, es lo que nos separa
de los animales, es lo que nos hace humanos, creados a semejanza del
Señor… —Colin escuchaba la disertación desde los pasillos, pues le
correspondía a su padre, Lord Sutcliff, participar de la cámara. Desde las
sombras, no sabía si reír, llorar, zamarrear a su amigo o permanecer así,
observando el desenlace como un mero testigo. Optó por la última opción.
¿De verdad estaba hablando de amor?
Por supuesto, Elliot recurriría a todo con tal de salirse con la suya, y
Webb comenzaba a sospechar que la finalidad de Lord Bridport se estaba
diluyendo. En algún momento, el camino se bifurcó, y el capricho dejó de
ser el duque para pasar a ser Miranda Clark. Molestar al duque de
Weymouth pasaba a ser la cereza del postre, solo la cereza, el postre en sí
era la americana. ¿Cuánto tardaría en darse cuenta de eso?
Su amigo no lo sabía, pero a Colin Webb lo habían aceptado
nuevamente en White, el famoso club de caballeros. Allí, en el libro de
apuestas, había sumado mil libras a que el matrimonio se concertaba, otras
mil a que la unión daría frutos antes del año y dos mil más a que Elliot
Spencer dejaba la juerga. Se había jugado su ingreso anual, y comenzaba a
pensar en qué invertiría sus ganancias. Sonrió cuando el discurso de Lord
Bridport llegó a su fin, casi aplaude y lanza la galera al aire para festejar.
El muy desgraciado había conseguido enredar sus palabras al punto tal en
que decirle que no al matrimonio implicaba ir en contra de Dios y, por
consiguiente, la realeza, además de asemejarse a animales sin moral ni
corazón que se guían por instintos básicos ajenos a los sentimientos. Era
un maldito genio.
El duque de Weymouth abandonó la cámara cuando la votación se
llevó a cabo. No quiso presenciar las felicitaciones a su hijo mientras
alzaba victorioso el permiso especial.
—¿Puedo preguntar algo? —le dijo Colin a Elliot cuando
abandonaban el edificio.
—Acabas de hacerlo, pero vamos, lanza —replicó de buen humor.
—¿Notaste que eres el futuro esposo más feliz de Londres? —
inquirió con picardía y esperó por la reacción de su amigo. No, aún no lo
admitiría, ni aunque se observara en un espejo y viera lo mismo que él.
Elliot Spencer sonreía casi, casi, como los hombres enamorados.

No podía soportarlo un segundo más. Iba a gritar de deseo. «De


frustración», se corrigió con prontitud. ¡Demonios! ¿A quién quería
engañar? A los invitados era imposible, y a ella misma, menos que menos.
Elliot la hacía arder en deseo.
Una mirada, un roce, su presencia en traje de gala, el cabello rojo
con los mechones desordenados, el aroma varonil que emanaba y esa
sonrisa… oh, esa sonrisa que le prometía el paraíso. Estaba condenada a
vivir con ese demonio el resto de su vida.
—Sí, acepto —pronunció las palabras que la hacían Lady Bridport.
Elliot le regaló otra de sus radiantes sonrisas antes de imitarla.
—Sí, acepto.
—Los declaro, marido y mujer, puede besar a la novia.
Lord Bridport se giró hacia ella. Miranda llevaba un delicado velo
blanco bordado que Elliot echó hacia atrás con poca solemnidad. Parecía
más un niño abriendo un presente en Navidad que un reciente esposo. La
ansiedad lo consumía, y también era en vano para él intentar disimularlo.
El rostro de la mujer quedó al descubierto, su mujer, y recordó las palabras
de Colin. Era el esposo más feliz de todo Londres.
Los días de preparativos no habían hecho más que aumentar el
hambre que sentía de ella, el deseo de volver a besarla, acariciarla y
terminar lo que habían empezado en el despacho de Lord Swift. Miranda
era la concreción de sus anhelos, el duque de Weymouth era el hombre
más miserable de Inglaterra, pero, por sobre eso, la reciente Lady Bridport
era la mujer más bella que él había visto. Con esos ojos esmeraldas que
lanzaban chispas, esas pestañas negras como el carbón y esa piel lozana
que lo invitaba a tocarla. La deseaba hasta la locura.
Eran fuego contra fuego, lo tentaba ese porte de desafío, esa lucha
que se vislumbraba bajo la superficie de su mirada. No quería ceder a él,
quería pelear, y Elliot deseaba esa guerra encarnizada con ella, en las
sábanas, en la recámara o en el salón, o el despacho, la alfombra, el
carruaje. Allí mismo. Donde fuera, una y otra vez, ganar y perder. Sí, era el
esposo más feliz de Londres.
Recorrió los centímetros que lo separaban de su presa y unió sus
bocas. Un roce, una promesa. Sintió a Miranda vibrar en sus brazos. Les
fue difícil separarse, los aplausos y algunos carraspeos le recordaron que
ese beso era solo simbólico, que guardaran las caricias de lenguas, los
gemidos, para más tarde.
Miranda Clark quiso gritar una vez más. Sabía que se enfrentaba a
un contrincante al que no le podía ganar. No tenía las armas necesarias. En
cuanto Elliot se cansara de ella, volvería a la vida de fiestas y placeres, tal
y como le había dicho Vanessa. Ella, en cambio, comenzaba a sospechar
que jamás se cansaría de él, que no lo podría reemplazar con otro hombre
como había escuchado que hacían las ladies que se casaban sin amor. No,
su destino sería quedar olvidada en alguna de las casas del ducado a la
espera de las migajas de ese demonio de cabello rojo.
Tanteó la pequeña botella que llevaba en su bolso, «poción de
hadas», y juntó valor. Era lo único que le quedaba por hacer, mantenerlo
alejado de ella para no perder. Ya no eran las sospechas sobre
enfermedades venéreas, era saber que si se entregaba a Elliot no quedaría
nada más de Miranda Clark por salvar.
El banquete se llevó a cabo en lo del conde de Sutcliff, uno de los
pocos hombres que no le temía a la furia del duque. La amistad de Colin
Webb con Elliot Spencer iba más allá de los títulos y relaciones, era
genuina. Miranda extrañó a sus padres, a los consejos de su madre. Les
habían avisado de las noticias, aunque era probable que la carta aún no
hubiese llegado a destino. Quizá en unos meses la visitarían, esperaba
poder tener su matrimonio en orden para entonces. Si Lord Bridport ya
había encontrado una amante cuando ellos arribaran… si eso pasaba, ella
volvería junto a sus padres a Nueva York. De nada valía aparentar que
podía ser una futura duquesa, que dejaría de ser Miranda Clark.
Una vez finalizados los festejos, el matrimonio se marchó. No
habían tenido tiempo para planear una luna de miel, por lo que
comenzarían la vida de casados en la casa que Lord Bridport tenía en
Londres. Cohan Hurt los recibió con decoro y buena educación, y apenas si
se notaba en su expresión la falta de alegría ante la nueva señora. Conocía
de primera mano la opinión del duque de Weymouth al respecto, sin contar
con que lo había acusado de no saber controlar a Elliot, y de que esa unión
era, en gran medida, su culpa.
—Yo me encargo desde aquí —manifestó Lord Bridport a la
servidumbre—, es tarde. Mañana se harán las presentaciones oficiales y
todas esas nimiedades.
—¿Nimiedades? —se ofendió Hurt.
—Sí, tengo cosas más importantes que hacer, si me permiten… —
Tomó al vuelo a una estupefacta Miranda que chilló por la sorpresa y, en
alzas, la llevó a la recámara principal.
—¡Bájame ahora mismo! —exigió ella, él respondió a su demanda
—. ¡Por Dios, ¿es que no te cansas de dar qué hablar?!
—Si ellos no se cansan de hablar, no es nuestro problema. Nosotros
no hacemos las cosas para los demás, son ellos y sus patéticas vidas los
que se centran en nosotros. Ahora… ¿dónde habíamos quedado?
—En que recuperábamos un anillo, me tendías una trampa y me
hacías tu esposa sin mi consentimiento. Ahí, más o menos, habíamos
quedado.
—Mujer rencorosa —se quejó Elliot y fue a su lado—. Algunas
cosas las recuerdo de otra manera, ¿podrías hacerme el favor de ayudar a
mi memoria? Tengo una vaga idea de que te besaba así… cuando… nos
descubrieron… —Fue soltando las palabras entre contacto y contacto de
sus bocas.
Miranda suspiró, quiso que sonara como un bufido molesto, pero lo
hizo como un gemido. ¡Cómo le gustaban esos besos! El sabor de la boca
de Elliot, la forma en que se acoplaban la una a la otra. Enredó los dedos
en los mechones rojizos del hombre y, ya sin fuerzas para batallar, se
rindió a la exploración de sus bocas. Las lenguas salieron al encuentro, las
manos se volvieron atrevidas y, tal y como quería Lord Birdport, volvieron
al punto exacto en que habían quedado.
Las piernas de Miranda se abrieron para darle cabida a la cadera de
Elliot, solo que esta vez, estaban acostados sobre la cama matrimonial y
no necesitaron de los instintos, de la experiencia del hombre… la gravedad
cumplió la función de unirlos, de hacerlos uno, de llevarlos a compartir el
calor de sus cuerpos. La deliciosa fricción comenzaba a arrastrar a
Miranda lejos de la razón, a Elliot lo llevaba de la mano a la frustración.
—Nunca he visto ropa interior tan hermosa como esta, pero
comienzo a odiarla —comentó el hombre mientras buscaba la piel por
debajo de las capas de enagua, seda y bordados.
—Madame L’mer dice que es vulgar. Que la ropa interior debe ser
sencilla y funcional.
—Madame L’mer no entiende cuán bien funciona esta ropa interior
conmigo —gruñó. Arrastró a Miranda fuera de la cama para quitarle el
vestido. Quería contemplar ese cuerpo de piernas largas, de cintura
estrecha y senos llenos cubierto solo con la delicada camisola. Postergar
apenas un poco más el momento de desnudarla, para jugar con la
expectativa de ambos.
Había escuchado los rumores que corrían sobre la señorita Clark, y
había indagado en las fuentes confiables. Supo así que habían llegado a
tiempo de impedir los avances de Dylan Paterson, la inocencia de Miranda
estaba intacta, era suya ahora, y él podía ser el escandaloso Lord Bridport,
un bribón, un calavera… pero jamás sería la escoria que era Dylan
Paterson. Haría de esa experiencia algo agradable para su mujer.
—Estás temblando —le susurró con los labios en el cuello mientras
le quitaba el vestido y le aflojaba el corsé—. ¿Son los nervios o es el frío?
—preguntó con amabilidad.
—A… Ambos. ¿Tienes coñac? —La pregunta lo sorprendió. Las
mujeres solían tomar licores más suaves. Debía acostumbrarse a que
Miranda siempre sería diferente, única, bella, su desafío.
—Sí, allí —Señaló la antesala del cuarto—. Déjame traerte.
—Permíteme —pidió ella. Elliot iba a protestar. Las palabras
murieron en su garganta. Miranda salió del revoltijo de prendas que habían
quedado a su alrededor, incluso se quitó el corsé a medio desatar antes de
dirigirse a la antesala. La silueta de su esbelto cuerpo se adivinaba por
completo debajo de la camisola, dejando poco a la imaginación.
Miranda sintió los ojos ámbar de Lord Bridport en ella, y pudo jurar
que los suyos le ardieron. Si no lo detenía en ese instante, no podría
hacerlo jamás. Su cuerpo la traicionaba, pedía a gritos por el contacto de
Elliot, y como en el despacho de Lord Swift, estaba a una milésima de
segundo de abandonar los recaudos y regalarse el momento. El problema
era que cada vez que se regalaba el presente con Lord Bridport, algo salía
mal. Así había sido el vals, el beso… no podía tropezar otra vez con la
misma piedra. Incluso si esa piedra era un bello hombre de cabello
cobrizo, ojos amarillos y cuerpo de infarto.
Sirvió dos vasos con coñac, y en uno arrojó, tal y como el boticario
le había explicado, tres gotas de «poción de hadas». Observó a su marido
por unos segundos, y agregó dos gotas más. Estaba segura de que dormir a
ese hombre tan grande y musculoso requeriría de un ejército completo de
hadas, duendes y ogros.
Volvió a su lado y le extendió la bebida. Ella sorbió de la suya, pues
no era mentira que temblaba de pies a cabeza. No por frío ni por nervios,
por un deseo que la estaba consumiendo.
—Ven aquí —pidió Elliot—, permíteme ayudar a calmarte.
Le extendió la mano y la instó a recostarse en la cama. Sorbió un
trago más de coñac, y dejó el resto en la mesa de noche.
—¿Qué haces? —preguntó ella, confundida.
—Confía en mí —pidió él y comenzó a alzar la camisola. Sus
manos, tibias, le acariciaron la piel desde la pantorrilla hasta los muslos.
El masaje era erótico y, a la vez, relajante. Elliot acompañaba las caricias
con algunos besos suaves, dulces, que la hacían estremecer.
Miranda escondió la cabeza en la almohada para ocultar el bochorno
y ahogar los gemidos de placer que se le escapaban sin control. Sentía el
centro de sus piernas humedecerse por la expectación, pedía de manera
natural la invasión de su marido. Echó la vista atrás por unos segundos,
Elliot se centraba ahora en su espalda, la observaba con los ojos brillantes,
como si jamás hubiera visto a una mujer antes. Continuó con el masaje,
con los besos, hasta sacar por completo la camisola y dejar a Miranda al
desnudo.
—Eres perfecta —susurró—, seré suave, lo prometo, seré suave,
aunque me muera en el intento.
Y tras esa confesión, Elliot murió.
—Elliot —lo llamó ella al sentir el peso de su esposo en la espalda
—. ¡Elliot! ¡Maldición!
Lord Bridport pesaba lo suyo. Miranda agradeció no ser de
contextura delicada, o no podría sacárselo de encima. Para complicar la
situación, todo su cuerpo había quedado en tensión por el deseo. Las
atenciones del hombre habían cumplido su cometido, y ella ardía por todos
lados. Al fin, con un gran impulso, logró rodar y hacer que Elliot cayera a
un lado del colchón. Controló que respirara, y ella lo hizo a la par al notar
el aliento.
—¿«Poción de hadas»? Yo diría garrote de gigante —se quejó.
Comenzaba a lamentar su plan, ¿No podía haber tardado un poquito más?
Se apuró a colocarse la camisola y observó desde los pies de la cama
el resultado. Lord Bridport estaba a medio vestir, debía desnudarlo por
completo si quería convencerlo de que había sucedido. El plan había
cambiado de fin, ya no era alejar a su esposo y evitar cumplir las
obligaciones maritales, era ocultar que lo había drogado, dormido y
engañado.
¡Oh, oh! Estaba en grandes problemas.
Comenzó a desvestirlo.
—¡Demonios! Con razón tienen ayudante de cámara —espetó
mientras tiraba de las botas de un inerte Lord Bridport. Cuando le quitó los
pantalones, casi se desmaya a su lado—. ¡Eso no puede ser normal! —
expresó al verlo. Y encima se suponía que «crecía» por el deseo. Empezó a
agradecerle mentalmente a Vanessa por el plan, no hubiera sido capaz de
llevar a cabo la tarea.
Terminó de desnudarlo y contempló su obra. La obra de Dios. Elliot
Spencer era magnífico. Debía cubrirlo de inmediato si no quería caer en la
tentación. Luego derramó un par de gotas de sangre de pollo que había
conseguido en la cocina de la casa de la señora Monroe y arrojó el coñac
en un jarrón. Su vaso lo volvió a llenar, estaba muy necesitada de alcohol
para digerir lo que acababa de hacer.
El calor la reconfortó y la hizo olvidar las sensaciones vividas, el
deseo que aún latía en ella y la imagen del hermoso demonio que dormía a
su lado. Se recostó en posición fetal, con el rostro hacia su marido y lo
observó dormir. Era tan bello, tan tentador…
Si en esos momentos debía confeccionar una lista de ventajas y
desventajas de haber dormido a Lord Bridport, todos los ítems irían a
ambas columnas. «Hacer el amor con él sería magnífico», a favor de las
sensaciones, en contra de las consecuencias. «Nunca podría volver a mirar
a otro hombre», «quedaría atada a él por siempre», «jamás lo olvidaría»,
«podría llegar a enamorarme». En lugar de contar ovejas, Miranda se
durmió enumerando las razones por las que amar y no amar a Elliot
Spencer serían lo más feliz e infeliz que podía pasarle en la vida.

Elliot Spencer se despertó desorientado. Estaba desnudo, a su lado,


Miranda descansaba cubierta solo por una camisola. Los bucles negros le
cubrían parte del rostro, y los labios rosas estaban apenas abiertos para
permitirle respirar.
—¡Demonios! —ahogó la exclamación. No se acordaba de nada. La
mancha de sangre le demostraba que sí había ocurrido—. ¡No, no, no! —
Ni en la peor de las borracheras se había olvidado de lo sucedido. ¿Cómo
podía no recordar el momento en que había hecho suya a su mujer? Con lo
mucho que la deseaba.
Miranda percibió que su esposo había abierto los ojos, y despertó
sobresaltada.
—Buenos días —la saludó él—. ¿Qué sucedió anoche?
—¿No lo recuerdas? —preguntó ella con cautela. Vanessa le había
dicho que era un efecto de la droga, pero temía que no surtiera efecto.
—No, solo… —Se detuvo. La imagen de Miranda en camisola,
temblando de deseo. Él besándole el cuello… Deseaba repetirlo, y su
cuerpo no tardó en manifestarlo—. Creo que esta vez soy yo quien
necesita que se lo recuerden —dijo de manera juguetona y buscó los labios
de su mujer.
—Ni lo sueñes. —Miranda salió disparada de la cama y puso
distancia de su marido. Si lo dejaba empezar… no, no quería drogarlo de
nuevo, porque solo si se desmayaba podría detenerlo.
—¿Por qué no? ¿Acaso…? —La expresión de horror de Elliot
atravesó a Miranda. Quiso decir algo, disculparse, explicarse. ¿Cómo le
diría, no, no hiciste nada malo, fui yo que te drogué? Palideció ante la
idea, y Lord Bridport malinterpretó la reacción—. ¿Qué he hecho?
Miranda, por favor, no me asustes. ¿Te lastimé? ¿Fui brusco? —Se agarró
la cabeza, como si intentara rebuscar en ella hasta dar con las imágenes de
la noche anterior—. No me acuerdo de nada.
—No, no… —se apuró ella a minimizar las consecuencias—, solo…
solo… no me resultó placentero—mintió—, eh… fue aburrido, soso. —Ni
bien dijo esas palabras cayó en cuenta de su error, tendría que haber
utilizado otro argumento, porque para ser sincera, le parecía casi una
herejía llegar a pensar en la incapacidad de satisfacción sexual en Elliot,
todo él, todo su cuerpo, confesaba una majestuosa destreza.
—¿Aburrido, soso? —exclamó dejando escapar una carcajada
nerviosa—. Cariño, puedo no recordar nada, pero de algo estoy seguro: eso
no es posible.
Lord Bridport conocía muy bien sus habilidades, eran casi su
elemento de batalla, con ellas ganaba todas las guerras habidas y por
haber. Además, no iba a caer en esa falacia, sobre todo porque su ego
jamás lo permitiría.
—Sí es posible, pregúntaselo a mi cuerpo. —Miranda comprendió
que la mejor defensa era el ataque. Se mantuvo firme, a una distancia
prudencial, con el mentón alzado a modo de desafío. Debía mantener su
papel de mujer insatisfecha, algo que comenzaba a presentarse como una
tarea imposible de concretar ahora que Elliot abandonaba la cama en su
búsqueda. Miranda tuvo que tragar saliva, su esposo se dirigía hacia ella
en completo estado de desnudez. ¡Míralo a los ojos! ¡Míralo a los ojos! Se
tuvo que repetir como orden, sus deseos parecían estar complotando en su
contra, haciendo que su mirada se desviara con intenciones de total
contemplación al centro de su masculinidad.
—Mientes —alegó cuando estuvo a centímetros de ella. Aunque
ahora que la observaba de cerca, podía comprobar cómo sus hombros, su
cuello y su rostro evidenciaban tensión. Como eximio amante que era
podía reconocer los beneficios que recibía un cuerpo que había gozado de
sus atenciones. Miranda indicaba lo contrario, estaba tensa, demasiado
tensa. La única justificación que se le dibujaba en la mente ante tal mal
desempeño era la ardiente ansiedad. ¿Podría ser que el deseo contenido le
hubiese jugado en contra por primera vez en su vida? ¿Las ansias de
poseerla lo habían llevado a un juego amoroso apresurado? No, no podía
creerlo—. Jamás una mujer me ha confesado insatisfacción.
—Con mujeres te refieres a... ¿mujeres pagas? —Miranda fue
directo al centro de su ego. Provocarlo comenzaba a ser su tarea favorita, a
la vez que la distraía, estaba a segundos de lanzarse a la aventura del
descubrimiento de su pecho, quería acariciarlo, besarlo—. Porque de ser
así, déjame decirte que no deberías confiar en ellas, siempre hablan a
favor del cliente.
La provocación llegó al puerto correcto, el juego de desafío que su
esposa iniciaba no hacía más que encenderlo, despertar su masculinidad.
La tomó de la cintura y le apretujó el trasero con la única intención de
forzar el roce de ambos sexos. El perfume natural de su piel a primera
hora de la mañana le resultó por demás afrodisíaco. Con brusquedad
descendió el cuello de la camisola para dejar al descubierto uno de sus
hombros, y ahí mismo la atacó con un beso, un beso que dejó huellas
desde allí hasta su cuello como una dulce tortura.
—Detente —demandó Miranda apenas con un hilo de voz.
Comenzaba a detestar a su cuerpo, reaccionaba a él como por arte de
magia. Era como un duelo de titanes, su mente quería una cosa, su
cuerpo... lo quería a él—. Detente, Elliot.
—Lo siento, no puedo, debo de compensarte, cariño. Prometo
llevarte al paraíso —le susurró mientras le mordisqueaba con delicadeza
el lóbulo de la oreja.
¿Paraíso? El único destino posible que tenía en sus brazos era al
infierno. Y ese infierno empezaba a arder ahí, sin control alguno, en la
tibia humedad de su sexo. Con delicada destreza, la guio con su cuerpo de
regreso a la cama.
—No —gimió Miranda a pasos de rendirse. Ese «no» iba dirigido a
su consciencia, a la escasa fuerza de voluntad que le quedaba.
—Sí —jadeó él cuando sus labios iniciaban el descenso a sus
pechos, unos pechos que se alzaban ya erectos, a la espera de su llegada.
Necesitaba una estrategia, algo que inundara su mente para anular la
intensidad del momento, algo que le apagara el incendio forestal que
comenzaba a expandirse por todo su cuerpo. Cerró los ojos con la
intención de nadar en su memoria en busca de un balde de agua mental, lo
halló más rápido de lo esperado, la imagen del Barón Payne le hizo
compañía. Miranda intentó experimentar el encuentro íntimo como si
estuviese en sus brazos. Para cuando sintió el contacto de las sábanas
contra su espalda, el imaginario Barón había convertido a su cuerpo en un
témpano de hielo. Sonrió, ese era su primer triunfo, podía tomar el control.
Un beso en el nacimiento de sus pechos... Nada.
Un roce de labios sobre sus pezones... Nada.
Una caricia invasora por entre sus piernas... ¿Nada? ¿En serio?
Elliot no podía creer la ausencia de reacción en su esposa. Hasta su
masculinidad se vio retraída. Quería satisfacerla, complacerla hasta el fin
de sus días y, sin embargo, ahí estaba, debajo de él como si fuese un
cuerpo sin vida.
—¿Miranda? —reclamó su atención porque deseaba verla a los ojos.
Su rostro estaba mirando en dirección a la ventana.
—Sí, esposo mío —dijo ocultando las ganas de reír.
Lord Bridport se quedó sin palabras, la desesperación estaba
haciendo la suyo en él y su cuerpo parecía no decidido a participar. Se hizo
a un lado en la cama, quedaron uno al lado del otro, Miranda cambió la
dirección de su mirada para acompañar a Elliot en la silenciosa
contemplación del cielo raso. Al cabo de unos minutos, decidió torturar a
su hermoso esposo un poco más, ya conocía su punto débil.
—Elliot, dijiste que jamás una mujer te había confesado
insatisfacción, ¿verdad? —La respiración profunda que salía de él como
un toro embravecido fue la respuesta que Miranda obtuvo—. Bueno,
supongo que siempre hay una primera vez para todo. —Abandonó la cama,
no quería aprovecharse mucho de su estrategia, en cualquier momento iba
a dejar de hacer efecto—. Ahora, si me disculpas, prefiero pasar la mañana
bordando —antes de que Elliot pudiera reaccionar, dejó la recámara y
llamó a la doncella para que la ayudara con las prendas. Si permanecía un
segundo más en su presencia, se quebraría y confesaría todos los pecados.
Y su peor pecado era el desesperante anhelo que tenía de él. Miranda
Clark no se permitiría eso, no se permitiría desear a su esposo. No, no lo
haría.
Capítulo 8

Con tan solo cinco siete días de matrimonio, Elliot Spencer reconocía la
más inesperada de las verdades, la única mujer que se le resistía en todo
Londres era su esposa. Ante ese descubrimiento, había pasado por
diferentes estadios emocionales; el primero fue una insatisfacción
compartida seguida de una intensa sensación de decepción, una decepción
que decantó en una lógica furia silenciosa. Esta última cumplió con su
cometido y lo empujó al camino directo de la aceptación, y en ese camino
encontró la respuesta a el sinfín de preguntas que se hacía: él había
forzado la unión entre ambos, algo que Miranda había rechazado una y
otra vez, en consecuencia, debía afrontar los resultados de su acto egoísta.
Por supuesto no volcó ninguna de las emociones citadas en su
reciente esposa, hacerlo estimularía más el rechazo y la distancia, algo que
Lord Bridport estaba decidido a arrancar de raíz. Debía romper las
barreras que Miranda había puesto en lo alto, esas que convertían a su
cuerpo en una muralla impenetrable. Estaba enfadada y a la defensiva,
podía notarlo. Asediarla y conquistarla era cuestión de tiempo, de encanto
y paciencia. Tiempo tenía de sobra, al fin de cuentas, eran marido y mujer,
estarían juntos hasta el fin de sus días. Encanto... bueno, aunque ella lo
negara, ese era su mayor atributo. Solo tenía que trabajar la paciencia, eso
se le estaba dificultando, la más mínima cercanía de su cuerpo despertaba
en él a la bestia hambrienta que se hallaba agazapada dentro de sus
pantalones. Agradecía la demanda que ella había proclamado noches atrás:
dormir en habitaciones separadas. En primer momento se había
manifestado en contra, en el presente reconocía que era el paño frío que
necesitaba. Tenía un plan en mente, y lo llevaría a cabo con calma y
perfecta maestría, solo así conseguiría el resultado que buscaba: Lady
Bridport le rogaría que le hiciera el amor.
Ella tenía su estrategia, una que él no sabía. Elliot acababa de
elaborar la suya, una que pondría en práctica a la brevedad. Y entre medio
de ellos, a mitad del campo de batalla como forzado mediador, se
encontraba Cohan Hurt que, desde que el matrimonio se había concretado,
elevaba una plegaria al cielo. Lord y Lady Bridport estaban echando por
tierra la escasa tranquilidad mental que el hombre conservada. Si no fuese
por las demandas del duque, ya hubiese renunciado. El hogar Bridport era
comparable a un ring clandestino de peleas de gallos.
El momento del desayuno era el peor de todos, parecía que las
noches en soledad les despuntaba los nervios a los amos de la casa, y el
primer encuentro del día se llevaba a cabo con una larga mesa de por
medio.
Miranda se daba el gusto de romper el protocolo ceremonial y, a la
vez, de abusar del mismo a su antojo. Cada vez que compartía la mesa con
su esposo, lo hacía desde el extremo opuesto, así evitaba la más mínima
cercanía y anulaba posibilidad alguna de conversación, hablar en tonos
altos no era correcto.
Elliot halló entre la correspondencia del día la excusa perfecta para
romper la distante monotonía entre ellos, seleccionó de entre todas las
invitaciones la que le parecía más acorde a las actuales funciones del
matrimonio. Si iban a presentarse en un evento social como marido y
mujer, debían de hacerlo de la manera más pretenciosa posible.
—Señor Hurt —demandó la asistencia del hombre. Ni bien estuvo a
su lado, le entregó la invitación correspondiente—, por favor, entrégueselo
a Lady Bridport, dígale que esta noche debemos corresponder a esta
invitación.
La dinámica matrimonial ya era de noticia común para toda la
servidumbre, pero el afectado en primera persona era Hurt. El infantil
juego entre esposo y esposa le obsequiaba, cada día, una arruga más al
ceño. Caminó con total parsimonia hasta el otro extremo del salón, la
resignación era el único compañero que le quedaba. Miranda alzó la
mirada hacia él, intentaba no prestar obvia atención a las acciones de
Elliot, fingía vivir en pleno desconocimiento de sus atenciones y
necesidades.
—Lady Bridport, su esposo le envía esto.
Hizo a un lado los huevos escalfados y las tostadas para evaluar el
contenido de lo que parecía ser una invitación formal. El vizconde y la
vizcondesa de Bridport estaban cordialmente invitados a la inauguración
del Alhambra Theatre, en el cual se llevaría a cabo el estreno de Alfonso
und Estrella, una ópera póstuma de Schubert. Miranda no estaba de
ánimos para esa clase de puesta en escena, presentarse ante sociedad
implicaba el obvio contacto físico, estar a su lado, aferrarse a su brazo,
sonreír en su compañía. No iba a darle ese gusto a Elliot. No iba a
permitirse caer en esa tentación, porque eso significaba para ella su
cercanía, una tentación con un solo rumbo, la cama, la consumación de su
matrimonio, la entrega definitiva.
Le devolvió la invitación al hombre y continuó con el deguste de los
huevos, no tenía apetito, pero encontraba en ellos la mejor excusa para
demostrar su desinterés.
—Señor Hurt, comuníquele a mi esposo mi insatisfacción ante la
propuesta. Infórmele que no me encuentro en óptimas condiciones para
llevarla a cabo.
—Por supuesto, mi lady. —Cohan contuvo las ganas de resoplar con
fastidio y se limitó a su función, en esos días no era más que un vulgar
mensajero.
Cuando Hurt regresó llevando consigo la invitación, Elliot,
acostumbrado como estaba a Miranda y a sus comportamientos, se preparó
para el embiste lejano de su mujer.
—Mi Lord, me temo que Lady Bridport no se encuentra en
condiciones óptimas y ha decidido declinar la propuesta.
—¿Declinar? —gruñó por lo bajo Elliot. No le interesaba en lo
absoluto los argumentos de su mujer, iban a asistir a ese estreno a como
diera lugar, aun así, le pareció correcto indagar en los motivos de su
negativa—. Me gustaría saber a qué se refiere con que no está en «óptimas
condiciones». —Miró de soslayo a Cohan para que este le diera la
respuesta.
—No lo sé, señor. —A Hurt le hubiese encantado incluir también un:
Y no me importa. Por lógicas razones no lo hizo, solo se limitó a decir: —
No lo he preguntado.
—¡Pues ve y pregúntale, Hurt!
Los ojos del hombre danzaron en sus órbitas, giró sobre los talones y
emprendió el mismo camino anterior, esta vez con una mueca de tensión
en los labios. Miranda volvió a interrumpir su desayuno al notar que iba de
nuevo en su dirección.
—¿Sucede algo, señor Hurt? —preguntó antes de que el hombre
llegara hasta ella.
—Sí, mi lady, su esposo quiere saber a qué se refiere con su
situación.
—¿Qué situación? —Lo interrumpió, estaba tan acostumbrada a
negarse a todo que ya no recordaba ni qué palabras había utilizado en esa
ocasión.
—La de no sentirse en «óptimas condiciones», mi lady.
—Nada en particular, señor Hurt, solo es eso, no me encuentro en
«óptimas condiciones», no creo que sea necesario aclarar cuáles son,
¿verdad?
La común frase «no maten al mensajero» se convirtió en la antítesis
del pensamiento de Cohan Hurt, quería morir ahí mismo. No soportaría un
día más. Al cabo de unos extensos segundos, estuvo de nuevo junto a
Elliot.
—Lady Bridport cree que no es necesario aclarar el origen de su...
Elliot no lo dejó finalizar, el fastidio se le escabulló por la garganta
y lo llevó a alzar la voz para que ella lo oyera.
—¡Pues yo sí creo que es necesario aclarar el origen de los caprichos
de mi esposa, señor Hurt! ¡Ve y díselo! —ordenó a pesar de que sabía que
Miranda había oído cada una de sus palabras.
Demás estaba decir que el hombre quería enviarlos a los dos al
infierno, no lo hizo porque, primero, no se hallaba dentro de sus tareas y,
segundo, porque una parte de él esperaba el estallido final con gusto.
Conocía a Elliot Spencer a la perfección, y lo único que lo estimulaba a
seguirles el juego era el apasionado sentimiento que percibía en las
entrelíneas de esposo y esposa. El estallido final tendría dos resultados
posibles, o se odiarían por el resto de sus vidas, o se amarían con locura
hasta el fin de todo. Cohan Hurt se había sumado a la cadena de apuestas
que Colin Webb había iniciado. Dado los actuales acontecimientos, se
consideraba ya un ganador, proyectaba una vida sin limitaciones gracias a
las ganancias que obtendría.
Miranda se vio en la obligación de subir también el tono de su voz,
así comenzaban las batallas entre ellos, el que perdía la compostura
siempre era él, lo que indicaba que ella se estaba convirtiendo en una
experta atacante. Alterar a Lord Bridport era su actividad marital
preferida.
—Señor Hurt —interceptó con sus palabras en lo alto al hombre que
se encontraba a mitad del camino—. Dígale a mi esposo que él único con
caprichos aquí es él.
—¡Eso está por verse! —replicó del otro lado Elliot—. ¡Hurt, dile
que eso está por verse!
—Señor Hurt, recuérdele a Lord Bridport que no me gustan las
amenazas.
Cohan había logrado alcanzar ese punto muerto que tanto añoraba,
ese en el cual ya dejaba de existir y se convertía en un mueble más dentro
de la habitación. Permaneció inmóvil llamándose al silencio, el
matrimonio ya no lo necesitaba.
—¡Miranda, no te estoy amenazando, solo quiero saber cuál es tu
absurda excusa para no corresponderme esta noche! —dijo poniéndose de
pie. Intentaba recordar las palabras claves de su reciente plan: tiempo,
encanto y paciencia. Respiró profundo.
—No necesito ninguna excusa. Simplemente no deseo hacerlo.
¿Acaso no te es suficiente, Elliot? Considero más acertado que disfrutes de
la noche sin mi presencia. Por lo que sé, las noches fuera del hogar se te
dan muy bien —agregó valiéndose de las conductas populares de Elliot.
—Se me daban muy bien... tiempo pasado, cariño —rebatió con una
sonrisa socarrona en los labios, finalmente volvía al camino de su plan—.
Soy un hombre casado ahora, y mi única meta es satisfacer a mi esposa.
Miranda estaba a un suspiro de estallar en una carcajada, si quería
salir triunfante de esa batalla debía de recurrir a la sutil retirada, se
recordó que soldado que huye sirve para otra batalla. Antes de que su boca
siquiera se pudiera torcer evidenciando el nacimiento de una sonrisa,
abandonó la comodidad del asiento y atravesó el salón con vistas de
marcharse. Cuando estuvo a pasos de él, balbuceó con claridad:
—Pues buena suerte con eso, cariño.
Sin importarle la presencia de Hurt en la habitación, ni del resto de
los empleados que, para esa altura de la discusión, de seguro se
encontraban en la habitación contigua oyendo una de las tantas contiendas
matrimoniales, se interpuso en el camino de Miranda para imposibilitarle
la salida.
—Esta noche asistiremos a ese evento.
—¿Piensas obligarme? —lo interrumpió invirtiendo sus últimos
aires de combate.
La cercanía de cuerpos comenzó a hacer el efecto habitual en ellos,
se provocaban con palabras para alejarse, mientras que sus cuerpos
avanzaban, centímetro a centímetro para convertirse en uno. La falda de su
vestido jugó contra los pantalones de Elliot, así de cerca se encontraban.
Las respiraciones de ambos se confundieron hasta convertirse en una sola.
Exhalaban y respiraban el mismo aire.
—Por supuesto, cariño. Esta noche te quiero a mi lado, aunque tenga
que arrastrarte de la cama y llevarte en camisola. —Pensarla en camisola
le encendió la mirada, y el fuego del deseo en sus ojos se hizo extensivo a
ella. El iris esmeralda de Miranda destelló mucho más que furia, brilló
ardiendo en picardía y deseo.
—No, no lo harías... no te atreverías. —Sí se atrevería, y la sola idea
le fascinaba.
—Espera a esta noche, y veremos —susurró con la satisfacción en
los labios.
—Veremos ... —repitió ella.
Elliot se hizo a un lado para permitirle el libre paso, Miranda no
dudó, se puso en marcha dispuesta a hacer una dramática salida, por
desgracia le fue imposible, la mano de Elliot rozó la suya por lo bajo con
la intención de robarle o regalarle una caricia. No sabía cuál de las dos
opciones era, no importaba, había logrado su efecto, el cuerpo le temblaba,
las mejillas le quemaban, y su corazón... su corazón gritaba: Elliot, Elliot,
Elliot.

Cuando Miranda hacía a un lado las intenciones de desafiar e


importunar a su esposo, las necesidades puestas en pausa salían a flote.
Llevaba una semana de encierro en la mansión Bridport, ella había sido la
originadora de tal condena, se había negado a todo, hasta a las caminatas
por el jardín. Solo el encierro le proporcionaba la distancia que requería
para establecer en su mente el rechazo hacia Elliot, porque eso era lo que
intentaba hacer, convencerse a sí misma de ese rechazo, algo que en
realidad no existía. Todo su cuerpo, en especial esas partes escondidas y
silenciadas a fuerza de decoro, lo convocaban con una oleada de
sensaciones que se intensificaban día a día, y que la hacían convulsionar
noche tras noche por no gozar de su compañía.
Era necesario, se recordaba, ese maldito demonio de cabellos rojizos
siempre hallaba la manera de torturarla. Esa misma mañana lo había hecho
con la sutil caricia que le había dado, y eso no era todo, el muy
sinvergüenza era el peor de los ladrones, un auténtico sabandija, de una u
otra manera siempre conseguía robarle un beso... malditos besos, malditos
ardientes besos, le quemaban los labios durante horas.
Esa noche, a pesar de que la idea de verse arrastrada de la casa en
camisola le parecía por demás tentadora, estuvo dispuesta a cumplir con lo
pedido para salvaguardarse. Si extendía más de lo debido la intención de
clausura, se condenaría al abismo de la locura, una protagonizada por
Elliot Spencer, el peor esposo que una mujer podía tener... sí, el peor:
atractivo, seductor, complaciente, bien dotado. En fin, un perfecto canalla
con título de nobleza.
Miranda Clark no era idiota, sabía que tarde o temprano sería su
prisionera, caería de un tropezón en sus brazos. Era su esposa, y eso
conllevaba obligaciones que no iba a poder dilatar por siempre; la cuestión
era que ella estaba a la espera de su tiempo, de su deseo, algo que nada
tenía que ver con lo que él despertaba en su cuerpo. Tal vez era por el eco
de sus añoranzas de niña, esas que habían construido en su mente la idea
de un matrimonio como el de sus padres, en donde el amor se manifestaba
en el aire, se confesaba en cada mirada, y se magnificaba con cada caricia.
Elliot le había arrebatado la ilusión del amor de manera definitiva, por eso
no podía evitar estar enfadada, lo hacía responsable a él y a nadie más que
a él. Si se hubiese casado con el Barón Payne, otra hubiera sido la historia.
La falta de deseo y las obligaciones maritales hubiesen sido vividas como
parte del trato; sin embargo, con Elliot, todo podría haber sido diferente,
pero no… por algún motivo que aún no comprendía, él había forzado la
unión en un abrir y cerrar de ojos. Un día se conocieron, bailaron un vals y,
al otro, ya eran marido y mujer. La realidad era que ella se sentía parte de
un capricho más en la vida Lord Bridport, y cuando reconocía eso, no
podía evitar que la tristeza la invadiera, justo como le acababa de suceder
en ese momento, al contemplarse en el espejo. Se sentía sola, indefensa,
con el pecho abierto y el corazón expuesto.
Un golpe en la puerta la hizo dar un respingo. Se hallaba sola en la
habitación, la doncella había ido a buscar un té de última hora, algo que
necesitaba para serenar su ánimo y darse valor de enfrentar la noche.
—Adelante —ordenó, pensando que se trataba de ella. Lord Bridport
hizo su triunfal ingreso.
—Buenas noches, Miranda. —La mirada ámbar de Elliot la recorrió,
y le recordó de la peor manera todos sus pesares. Su marido estaba
hermoso en su traje de noche negro, con levita blanca y botas altas. Podría
haber sido su cuento de hadas.
En cambio, para Spencer, la figura de su esposa era el recuerdo que
no siempre se sabe lo que se quiere hasta que alguien lo pavonea frente a
tu nariz. En esos momentos, la imagen de Miranda era todo lo que
deseaba. No sabía si estaba feliz o decepcionado por no hallarla en
camisola. Recordaba la fina tela de la ropa interior de su mujer, y el calor
lo hacía arder por todos lados. Por el contrario, las galas de Miranda lo
hacían sentir una dosis de orgullo y celo. No quería compartirla con la
sociedad londinense, la belleza de esa mujer le pertenecía, así no pudiera
hacer uso de ella.
—Tu doncella me informó —carraspeó para deshacer el nudo en su
garganta— que habías decidido vestir de verde y pensé… —Lord Bridport
se acercó con zancadas firmes hasta el tocador.
Miranda quiso maldecir a su doncella, a la servidumbre, a su marido.
No pudo. Los pensamientos se evaporaron ante la cercanía de Elliot.
Intentó pensar en el barón, la única estrategia que había funcionado hasta
el momento, pero esa noche los encantos de su marido superaban sus
barreras.
Lord Bridport también se había quedado sin palabras. El color del
vestido intensificaba el de la mirada de Miranda. No era un hombre dado a
la moda, recurría a los diseños clásicos y simples, que cumplían la función
de evidenciar lo que la naturaleza le había dado. Y respecto a las mujeres,
desnudas siempre era mejor. Lady Bridport acababa de derrumbar otra
convicción de la lista que regía la vida de Elliot.
—Estás bellísima —la halagó.
—Pensé que no te agradaría. —La confesión de Miranda lo hizo reír.
—¿Y por eso te lo pusiste?
Miranda quiso mentir, decirle que sí, que deseaba molestarlo. Pero
la verdad fue más fuerte en esa ocasión.
—No, porque siempre quise usarlo y madame L’mer…
—Creo que cambiarás de modista, ¿Qué dice madame L’mer? —
insistió el hombre.
—Que el verde es un color de casada, y que puedo usarlo solo si mi
marido es un lord importante, de lo contrario quedaré como una fulana. No
tiene gran aprecio por la confección americana —completó con la vista
puesta en su lujoso vestido.
—A mí me encanta la confección americana —susurró él sobre la
piel del cuello. Una creación americana en particular le quitaba el aliento.
Depositó un suave beso antes de deshacerse del collar que Miranda llevaba
—. A esto vine —dijo reemplazándolo por uno de perlas con un dije de
rubíes rodeado de diamantes. Una de las joyas más valiosas de la
colección—. Cada tanto, los ingleses podemos ser muy ostentosos.
—Es demasiado —se quejó ella al verlo reflejado en el espejo. Junto
a la joya, otras dos piedras preciosas refulgían: los ojos de Lord Bridport.
—Es tuya, todo esto es tuyo, Miranda. —Se acercó aún más—. Eres
Lady Bridport ahora, eso implica que posees las casas del título, las joyas,
los sirvientes… y al Lord.
La doncella llegó con el té y le permitió a Miranda escabullirse para
no morir en sus brazos. A pocos segundos estaba de confesar que no le
interesaban las joyas, los sirvientes ni las casas. Y cuando terminara de
enumerar, Elliot sabría qué única posesión del título anhelaba. Lord
Bridport la acompañó con una medida de whisky antes de que Hurt les
informara que el carruaje aguardaba por ellos.
El Alhambra Theatre abría sus puertas esa noche, y la presencia de
Lord y Lady Escándalo presagiaba un éxito. Si Alfonso und Estrella no era
suficiente espectáculo para entretener a los presentes, lo sería el
matrimonio. Por ese motivo, y pese a la negativa del duque de Weymouth
de concurrir, uno de los palcos fue puesto a disposición de Lord Bridport.
El mismo fue ocupado por Lord y Lady Thomson, la señora Monroe y una
invitada inesperada que tensó el ambiente: Lady Anne.
Miranda empezó a sentirse mal de inmediato en cuanto la joven
viuda se sentó a su lado con el rictus severo y sus aires de grandeza. A
Elliot se lo veía tenso, casi podía decirse que enojado, y la reciente Lady
Bridport comenzó a padecer un sentimiento demasiado cercano a los celos.
La maldita noche se iba en picada, y el intento de seducir a su esposa
también. Lord Webb se las pagaría.
En el receso, Miranda se escabulló del palco hecha una furia. ¿Podía
el muy maldito pavonearse con una de sus amantes en sus narices? ¿Eso
buscaba? Lady Anne era una beldad, no recordaba haber visto a una mujer
tan bella en mucho tiempo. Tenía el cabello oscuro, casi como el suyo,
pero menos rebelde. Unos ojos azules intensos, que casi parecían violetas.
Los pómulos altos, los labios llenos y la nariz recta. Si se descontaba su
cuerpo delgado, proporcionado y curvilíneo.
Tan ensimismada estaba en su enojo, que se dio de lleno con Emily.
La muchacha intentaba alcanzarla desde hacía varios metros.
—Miranda, por Dios, estoy sin aliento de tanto llamarte.
—Lo siento —se disculpó y la saludó con cariño, tratando de dejar
atrás la furia—, necesito pasar a refrescarme. Hace un calor mortal aquí, y
si alguien más se acerca a presentar sus respetos… —gruñó una
maldición. La señorita Grant la siguió a la sala de aseo femenino.
—¿Qué tal el matrimonio? No sabes lo mucho que te extraño —la
demostración de afecto fue más que eso, fue un pedido de auxilio por parte
de Emily.
—Lo siento, es… es complicado. Y ahora, ahora lo será mil veces
más —espetó con furia hacia su marido.
—Cameron se niega a salir, y a decirnos el motivo que la llevó a
aislarse. Solo cuento con Vanessa, que no hace más que hacerme la vida
imposible. No sé qué le ocurre, creo que detesta mi reciente amistad con…
—¿Con…? —la instó Miranda, feliz de hablar de alguien más que
no fuera Elliot y el gran deseo que tenía de ahorcarlo.
—Lord Webb. Los Suttcliff nos han invitado al teatro, estamos en su
palco. Intenté que me vieras, hacer señas, pero Lady Daphne me dijo que
era de mala educación, y tú no tenías ojos para nadie más que Lady Anne.
—Ni la menciones.
—Nadie parece tener ojos para nadie más —agregó Emily en un
tono de triste resignación.
—Te pedí que no lo mencionaras —repitió Miranda, pero la señorita
Grant parecía perdida en un monólogo de lamentaciones en lugar de en
una conversación de amigas.
—Quién pudiera ser así de bella ¿no? —Lady Bridport iba a
abofetear a su amiga si seguía halagando las virtudes de la amante de
Elliot—. Si me viera la mitad de bien que esa mujer, tendría la mitad de
mis problemas. ¡Encima es tan cruel! Va a terminar saliéndose con la suya,
lo sé, no creo que exista hombre que se le resista por demasiado tiempo,
incluso los que ya pasaron por sus sábanas.
—¡Oh, Emily, detente! Eres peor que Vanessa —se enojó Miranda.
—Tienes suerte, estás casada con el único hombre que jamás, jamás,
la tendría de amante —terminó la diatriba Emily y, con dramatismo, se
dejó caer en una de las butacas de la sala de aseo. Miranda tardó varios
segundos en comprender lo que su amiga le acababa de decir.
—¿Dices que no es la amante de Lord Bridport? —indagó para
evacuar las dudas.
—¡No, por supuesto que no! Es la amante de Lord Webb. Ex amante,
mejor dicho, pero lo va a recuperar. ¿La has visto?
—Y a ti la amante de Lord Webb te importa porque… —pidió que se
explicara. Y la señorita Grant se sonrojó por completo.
—Lord Webb ha sido muy amable conmigo. No me gustaría que
cayera en las garras de esa arpía —explicó Emily, y a Miranda le pareció
que mentía. Sin embargo, el alivio que la embargaba le impedía indagar en
los sentimientos de su amiga. Comprendía que el enojo de Elliot no era
con su amante, sino con Lord Webb, al verse envuelto en el tire y afloje.
—Debo volver al palco —se disculpó Miranda—, esta noche es
infernal. Luego iremos a saludar a los Suttcliff, espero deshacerme de la
amante de Webb para entonces, porque a mí tampoco me cae muy bien.
Por cierto —agregó Lady Bridport antes de dejar la sala—, hoy estás muy
bella, Emily, te favorece ese vestido más sencillo, y el tocado… y… todo.
—Sonrió. Realmente la señorita Grant parecía otra sin tanto adorno, y
Miranda comprendió que habían subestimado el potencial de la
californiana. Era como las piedras preciosas, no brillaban hasta que las
pulían y luego… luego eran las más deseadas del mercado.

—¿Quieres arruinar mi matrimonio? —le recriminó Elliot a Colin


en los pasillos del teatro. La media sonrisa de Lord Webb no ayudó a
calmar el fogoso temperamento de su amigo.
—Lo siento, ¿te refieres a tu matrimonio de conveniencia que solo
tenía como fin molestar a tu padre? No, mi lord, no tengo intenciones de
arruinártelo. Además, te recuerdo que aquí, la victima soy yo.
—¿Desde cuándo ser amante de Lady Anne se considera ser
víctima?
—En el preciso instante en que dejas de ser su amante —se lamentó
Colin—. De todos modos, piénsalo como un favor a un amigo, si pones tu
atención en ella, siendo un futuro duque, quizá desista conmigo. Como
beneficio extra, puedes ponerle fin a tu celibato matrimonial.
—¿Perdón?
—Oh, no lo sabías… claro, has estado tanto tiempo encerrado en tu
casa intentando conquistar a tu esquiva esposa que no te has enterado.
Bueno, amigo —Le dio una palmada en el hombro—, todo Londres está al
tanto de que tu esposa se te resiste, y las apuestas están en alza en White.
—¡Debes estar bromeando!
—Para nada, al parecer la señorita Vanessa ha corrido el rumor, y
siendo amiga de Lady Bridport se toma como algo serio. —La risa de Lord
Webb no se correspondía con la de un amigo que compartía el pesar.
Parecía muy divertido por la cuestión—. Supongo que, si te buscas una
amante, y quién mejor que la bella Lady Anne, entonces podrás resguardar
tu honor.
—¡Maldición! Estás disfrutando esto —se quejó Lord Bridport.
—Para nada —mintió el aludido. Sus ojos celestes brillaban llenos
de picardía—. Por el contrario, me siento feliz de poder ayudar a un amigo
a salir de las garras de un matrimonio no deseado. Porque no es deseado
¿verdad? No te afecta en lo más mínimo que tu esposa no quiera compartir
el lecho, debe ser todo un alivio. Sin contar que siempre te gustó ser el
centro del escándalo, y lo eres. El duque está que trina. ¡Felicitaciones,
amigo! Todo ha salido de mil maravillas.
—¡Vete al demonio!
—Entonces ¿no quieres a mi amante? ¿Me tengo que deshacer de
ella por mi cuenta? —Alzó la voz al ver que Lord Bridport se alejaba en
grandes zancadas. Contuvo la carcajada a la fuerza, y solo le bastó un
pensamiento hacia Lady Anne para dar por tierra su buen humor. Era
cierto, iba a tener que deshacerse de ella por su cuenta, y las ideas se le
estaban agotando. El lado positivo de todo ese embrollo era que seguía
convencido de que iba a ganar muchas libras con las apuestas, ahora las
mismas pagaban en contra de Elliot Spencer y a favor de Miranda Clark.
Oh, él conocía muy bien a su amigo… ¿en qué invertiría ese dineral?

En las afueras del teatro, entre las sombras, el barón de Sunnyvalle


permanecía oculto. Observaba a la flamante pareja recibir las
felicitaciones. Ninguno de los dos lucía en absoluto feliz, Lord Bridport
estaba rojo por una ira que destilaba hacia Lord Webb, pero que recaía en
su flamante esposa. Lady Bridport emanaba desafío de cada uno de sus
poros. Los rumores habían llegado a él, las apuestas en su nombre… Lord
Nicholas Payne no poseía ni un penique más para apostar, aunque de
hacerlo, lo haría en contra de Elliot Spencer. Era evidente que Miranda
Clark no tenía intenciones de ceder a sus deseos. El muy maldito la
sometería, la doblegaría…
Poco a poco se convenció de que todos sus males tenían rostro,
nombre y, también, fin. Sus desgracias terminarían cuando eliminara a su
perpetuador. Al hombre que le había ganado la última partida de póker y
robado a la esposa, junto a la dote que ella llevaba. Lord Bridport, Elliot
Spencer, había arruinado dos vidas, y era tiempo de que pagara.
¿Quién decía? Quizá hasta se ganara la aprobación del duque de
Weymouth.
Capítulo 9

Para el final de la velada, cada uno de los rumores que circulaban en


nombre del reciente matrimonio hacían eco en los oídos de ambos. Se
reservaron las opiniones, no tenían intenciones de compartir apreciación
alguna al respeto.
Todo se resumía a que él era un marido insatisfecho y ella, una
esposa frígida que, en breve, arrojaría a su esposo al tibio refugio de las
piernas de una fulana.
Miranda parecía un volcán a punto de hacer erupción, a pesar de lo
confirmado por Emily sobre la inexistente relación entre Lady Anne y
Elliot, los celos le envenenaban la sangre, y reconocerse celosa era lo que
la llevaba al borde de la furia. Miranda Clark no conocía de celos, porque
para que los mismos nacieran debía de existir algo más, un sentimiento
mayor, algo que estaba empecinada en negar.
El no reconocimiento de sentimientos hacia su esposo ya alcanzaba
la condición de capricho en su estado más puro. La reciente Lady Bridport
comenzaba a certificar la veracidad de palabras en Vanessa; la joven de
Boston había dado en el blanco cuando la catalogó de niña caprichosa y
consentida. Lo era, era una maldita niña con el título de vizcondesa
adosado en la frente. ¡Vaya combinación! Tenía que hacer algo al respecto.
Hasta el momento el único ego afectado había sido el de Elliot, y ella se
consideraba feliz ante ese triunfo; pero ahora el tiro le salía por la culata.
Su ego también estaba siendo herido, ante los ojos de Londres ella no era
más que una frígida muchacha, sin pasión alguna, sin fuego en la sangre.
Debía reformular los planes, encontrar el momento para enfrentar la
verdad de su noche de bodas, una noche sin consumación alguna, y poner
las nuevas cartas sobre la mesa. La primera salida formal matrimonial le
había bastado para obtener un panorama por completo diferente al que
vislumbraba desde su encierro. Lo experimentado la llevaba a tomar dos
nuevas decisiones, la primera, no sería considerada la mujer más fría de
Londres; la segunda, al diablo con las costumbres inglesas, su esposo
tendría una amante solo sobre su maldito cadáver.
La presencia de Lady Anne había caldeado aún más los ánimos entre
ambos. La incomodidad había sido compartida y, en consecuencia, el
silencio y el malhumor posterior también lo eran. Al llegar a la
tranquilidad del hogar, la despedida del matrimonio fue fugaz, sin
intenciones pícaras de por medio, algo que era común en Elliot. Esa noche,
Lord Bridport también se replanteaba la relación a futuro, y no lo hacía
por los rumores que habían llegado a él, tenía la saludable costumbre de
hacer oídos sordos ante el cotilleo social, lo que le afectaba eran las
palabras de Colin: matrimonio no deseado. Caer en cuenta de lo
equivocado del concepto hacía que su corazón galopara frenético, y el
hecho de no saber cómo lograr que el corazón de su esposa latiera a igual
ritmo lo agobiaba. No era cuestión de seducción, ni siquiera era por la
simple satisfacción de su cuerpo, más que nunca creía que Miranda era
perfecta para él. Sin lugar a dudas eran el uno para el otro, pero ella no se
permitía ver la posibilidad de esa realidad, y Elliot comenzaba a
vislumbrar un cielo gris sobre ellos, sobre ese matrimonio.
El tinte de sus pensamientos se extendió hacia el clima. La mañana
posterior al primer fracaso social los sorprendió, al igual que a todo
Londres, con grandes y oscuros nubarrones. Los ánimos del vizconde se
sumaron al mal tiempo, y el bello color ámbar de sus ojos se transformó
en un pálido amarillo. Sin embargo, el brillo tan característico de su
mirada se encendió ni bien puso un pie en el salón comedor. Miranda ya se
encontraba en el lugar, pero para la sorpresa de Elliot, no se hallaba en el
otro extremo de la mesa; por primera vez había ocupado el asiento lateral
contiguo al de él.
Cohan Hurt se encontraba haciendo pleno uso de sus funciones, y el
desayuno ya estaba dispuesto para ambos. El hombre instó a la
servidumbre a que abandonaran el salón para otorgarles a los amos de la
casa la intimidad necesaria, él se mantuvo firme, a la espera de cumplir el
papel de intermediario de la pareja, era un rol que ya se había hecho parte
de él.
—Señor Hurt —dijo Elliot a modo de saludo inicial.
—Milord —respondió e hizo una leve inclinación de cabeza.
Cuando estuvo junto a su esposa, la ausencia de cercanía cotidiana le
jugó en contra, ella siempre rehuía de todo contacto físico.
—Lady Bridport. —Tomó asiento, fue en busca de su mano y, con
delicadeza, depositó un beso en ella.
—Elliot... —Esa fue la respuesta de Miranda, una respuesta que traía
consigo una fugaz sonrisa.
Elliot y Hurt coincidieron en miradas, el lord necesitaba la
confirmación visual del hombre. La actitud relajada y sonriente de
Miranda era algo poco habitual a esas horas de la mañana, de hecho, ese
era el horario preferido de la vizcondesa para iniciar el estallido de la
batalla del día. ¿Estarían frente a una tregua? ¿Sería eso posible?
—Esposo mío... —continuó ella, y Lord Bridport dio por confirmada
su suposición, estaban en una inesperada tregua, e iba a valerse de ella.
—Sí, cariño —casi que titubeó al decir lo último. Hasta Cohan
carraspeó.
—La salida de anoche puso en perspectiva ciertas cosas. —Miranda
intentó sonar lo más natural posible, había ensayado su discurso toda la
noche y no tenía intenciones de que él lo percibiera. Elliot escuchaba
atento. Cohan hacía lo mismo, con perfecto disimulo—. No creo que sea
saludable para mis nervios, ni correcto para mi actual condición social —
Se refería a su título de vizcondesa y era la primera vez que hacía mención
de ello como algo representativo—, recluirme en los confines de nuestro
hogar.
Los ojos de Elliot se abrieron de par en par, cuando de Miranda se
trataba, ponía toda la incredulidad que poseía en juego.
—¿Has oído, Hurt? —interrumpió Elliot movido por la extraña
sorpresa, repitió con fascinación—. ¡La vizcondesa de Bridport cree que la
reclusión en el hogar no es correcta para su condición social!
—Sí, señor, ya lo oí.
—¿Y qué más, cariño? —Elliot empezaba a intuir que eso no era
tregua alguna, sino alguna macabra jugarreta más de su esposa.
—Estuve pensando que, tal vez...
—Tal vez ¿qué? —No podía evitarlo, estaba ansioso. Debía
reconocer que junto a ella el matrimonio no tenía nada de aburrido—.
Dime.
Miranda y Hurt resoplaron al unísono. Una vez que ella estaba
dispuesta a una conversación amena y no disruptiva, él se lo impedía.
—Pues, si me dejaras finalizar, te lo diría —murmuró ella entre
dientes. Hurt volvió a carraspear, y la atención de Elliot fue hacia él.
Desde la distancia, el hombre le indicaba con el ceño fruncido que se
callara. El vizconde comprendió el mensaje.
—Por supuesto, cariño, soy todo oídos —finalizó entregándose al
silencio.
—He pensado que podríamos aprovechar el día. Un poco de aire
libre me sentaría muy bien. ¿Qué opinas?
—¿Tú y yo? —La pregunta se escapó por sus labios.
—Sí, Elliot, dije «podríamos». —Miranda estaba haciendo un
esfuerzo sobrehumano para no reír a carcajadas—Tú y yo, a menos que el
señor Hurt quiera hacerme compañía.
—No, mi lady —se apresuró a decir Cohan. Por fortuna para el
nervioso empleado, su respuesta poco educada fue ignorada por el
matrimonio.
Elliot sentía que el viento, finalmente, comenzaba a soplar a su favor
y se entregaba a él con los brazos abiertos cual ave ávida de vuelo.
—De ser así, dime qué planes tienes en mente. —A él se le ocurrían
un sinfín de ellos.
—Estaba pensando en aceptar tu sugerencia de Hyde Park.
—Maravillosa elección, cariño. —Hasta Cohan se dio el permiso de
asentir con satisfacción.
—Tal vez podríamos disfrutar de una cabalgata juntos.
—Perfecto, ¿cuándo?
Ya visualizaba la salida por completo, cabalgata, picnic al aire libre,
una tarde completa a su lado. Sin duda, la mejor estrategia de
acercamiento posible.
—Hoy mismo. Luego del desayuno. —Ni bien dijo eso, un trueno
lejano resonó en el exterior. La tormenta parecía inminente.
—¿Hoy? ¿Te parece lo más adecuado? Creo que el clima no nos
favorece.
No, no le parecía lo adecuado. Miranda no había contado con el mal
clima para sus planes y detestaba tener que desistir ante él. No quería
establecer el común acuerdo todavía, intentaba ceder en cómodas cuotas.
—Hoy, Elliot, tengo deseos de cabalgar hoy. Además, conozco más
las inclemencias del clima que ustedes, créeme, dudo mucho que eso que
ruge afuera llegue a ser tormenta.
Otro trueno volvió a oírse a lo lejos. Miranda maldijo en silencio,
Elliot buscó soporte visual en Cohan porque temía que si seguía mirando a
su esposa está descifrara lo que él trataba de disimular: Estaba loca,
rematadamente loca. En esa oportunidad, Hurt no tuvo que fingir tos
alguna, se atragantó con la saliva y no pudo ocultarlo.
—Señor Hurt, ya oyó a la vizcondesa, dé la orden de que preparen a
los caballos. ¡Si Lady Bridport desea cabalgar, a cabalgar iremos!

Así como Elliot creía que el viento comenzaba a soplar a su favor,


Miranda estaba convencida de lo contrario. El primer plan que había
orquestado en función de la nueva realidad matrimonial a la que aspiraba
fue un perfecto fracaso. Su premisa era la de echar por tierra todos los
rumores que se alzaban sobre ellos, ni ella frígida, ni él insatisfecho, y la
única manera de conseguirlo era obsequiando al mundo londinense la
imagen perfecta de matrimonio feliz. Mal debut el suyo, el Hyde Park se
encontraba desierto debido a los aires de tormenta, las únicas espectadoras
del momento eran las ardillas que correteaban libres ante la ausencia de
concurrentes.
—Tal vez deberíamos de regresar —dijo cuando se abrazó a la
decepción definitiva. Además, comenzaban a dolerle las nalgas. No estaba
acostumbrada a cabalgar, menos, a mujeriegas.
Para Elliot el resultado de la excursión era más que perfecto, era
imposible conseguir ese nivel de intimidad puertas afuera y, a pesar de
ello, ahí estaban, casi a solas. La mañana se presentaba óptima para el
disfrute, podían hacer a un lado las normas sociales, ser libres, gozar del
momento.
—¿Regresar? Pero si acabamos de llegar...
Tenía razón, necesitaba un argumento lógico en su respuesta.
—Va a llover en breve —acusó al instante.
Al parecer, el clima solo era relevante cuando ella lo consideraba.
Lo que una hora atrás no había sido impedimento, ahora lo era.
—Miranda, cariño, ¿debo citar tus propias palabras? —la provocó
con burla.
¡Maldito desgraciado! Las recordaba muy bien.
—No —gruñó por lo bajo.
—Así me gusta, mi bella pronosticadora del tiempo —dijo tomando
control de sus riendas para acercar la montura hacia él—. El mal clima te
sienta de maravillas, lo sabes ¿no? —El viento le agitaba la cabellera
desarmándole el peinado recogido, en consecuencia, los bucles caían como
cascada furiosa en sus hombros.
—No, no lo sé.
—Pues vas a tener que confiar en mi palabra. En los días nublados
luces aún más hermosa que de costumbre.
Las mejillas de Miranda se sonrojaron, y no fue por lo dicho, sino
por lo que experimentaba tras esas palabras. La expresión de Elliot era
intensa, sincera, el clima también le sentaba de maravillas a él, sus ojos
parecían dos hermosas luminarias, y su cabello alborotado la hacía
sensualmente salvaje. Se estaba obligando a no desear a su marido, y en
vista de los actuales acontecimientos, no sabía cuánto más iba a poder
sostener esa fachada.
—Lady Bridport... —dijo él al darse cuenta de que ella se había
sumergido en el silencio.
—¿Qué, Lord Bridport?
—El Hyde Park nos pertenece, hagamos uso de él. —Espoleó con
suavidad a su caballo y se alejó al galope de ella, era una clara invitación a
seguirlo.
Miranda maldijo su suerte. ¡Demonios! Había tropezado una vez
más con la misma piedra, esa piedra de cabello rojo que se volteaba para
comprobar por qué no avanzaba su esposa. Lady Bridport perdía en cada
batalla que desataba con su marido. Vals, beso, noche de bodas y, ahora,
paseo por Hyde Park. No le daría el gusto, así que no puso en palabras el
problema: no sé cabalgar correctamente. Podía dar un paseo, sobre un
animal manso —Hurt le había asegurado que su yegua era la más calma de
la caballeriza—, pero lanzarse a un paseo rápido no estaba en sus planes,
menos que menos, en sus habilidades.
—No seas chiquilín, Elliot, no tengo intenciones de alimentar los
cotilleos. —La carcajada de Lord Bridport sonó junto a un trueno lejano.
—¿Los cotilleos de las ardillas? Vamos, Miranda, estamos solos. Un
paseo ligero rodeando el Serpentine nos hará bien.
—Solo quieres jugar porque sabes que tu caballo es mejor que el
mío —rebatió ella con un argumento que le pareció lógico.
—Te daré ventaja. —La mirada de Elliot brillaba de desafío y
diversión, y nada conseguía mejor despertar el fuego de Miranda que esos
ojos amarillos de diablo. Le daría una lección.
—¿Sabes? El honor de los británicos no es bueno en los negocios,
creo que perderías tu fortuna en un santiamén si negociaras con un
americano. Tienes suerte de haberte casado conmigo, quizá te salve de
malas inversiones.
—¿Cómo cuáles?
—Como las de dar ventajas —remató antes de lanzarse a la carrera
hacia el lado opuesto al que estaba Elliot. Nunca habían establecido hacia
qué punto cardinal cabalgar, ni dónde terminaba la disputa. Por lo que
Miranda tenía una estrategia: hacer trampa. En cuanto Lord Bridport
estuviera a metros de alcanzarla, daría la carrera por terminada.
Elliot se sentía ofendido y divertido por partes iguales. No le gustaba
que jugaran con su honor, ni que a su esposa le importara tan poco. Perder
no estaba en sus opciones, tenía intención no solo de ganar, sino también
de cobrarse un premio. A los pocos segundos, espoleó su caballo y fue tras
su esposa.
Miranda reía a carcajadas tan limpias, tan fuertes y felices que
parecían competir con la tormenta y le llegaban a él a modo de letales
rayos. Esa versión de su mujer era la que lo tenía embelesado, que lo
enfurecía cuando recordaba las palabras de su amigo «matrimonio no
deseado». En esos momentos, lo que más deseaba era que su matrimonio
funcionara como uno real, más que eso, como uno burgués en lugar de uno
aristocrático. Deseaba los bucles de Miranda, las carcajadas no retenidas,
los vestidos lujosos y poco funcionales, los modos espontáneos, esa
juvenil liviandad con la que cabalgaba, como una niña que no mide las
consecuencias, que solo desea jugar.
—¡Maldición! —exclamó Elliot cuando el último pensamiento
cobró real sentido. Ya no era entretenido verla cabalgar sin saber, cuando
la montura la zarandeaba de aquí para allá, al límite de arrojarla—.
¡Miranda! Detente —advirtió él.
—No quiera hacer trampa, mi lord —le gritó ella, volviendo la vista
hacia él. Lo que le confirmó lo evidente, Miranda Clark no tenía idea de
cabalgar—. Nunca podrá ganarle a una maestra en su terreno.
—No quiero ganar, Miranda… —Miranda espoleó su yegua, la
misma respondió con el mismo hastío que Hurt a las jugarretas del
matrimonio. Era, tal y como había prometido el mayordomo, el animal
más manso de la cuadra, quizá de Londres. Elliot la imitó para alcanzarla,
su caballo era joven, veloz y con un brío con el que pocas monturas podían
competir. Cuando estuvo a dos metros de alcanzarla, Lady Bridport tiró de
las riendas para voltear la yegua.
—¡Hasta aquí! La carrera es hasta aquí ¡He ganado! —expuso como
una chiquilla. A Elliot por poco se le habían borrado las pecas del susto, y
su mujer se reía por la treta que había llevado a cabo. Iba a hacérselas
pagar, pero antes de que se le pudiera ocurrir una venganza, la yegua de
Miranda se cobró la ofensa por él.
El animal, cansado y con el mismo carácter que Hurt, se molestó con
la rienda que Lady Bridport llevaba mal; alzó los cascos apenas a modo de
protesta, y movió el cuello de lado a lado. Eso bastó para que el trasero de
Mirandas se resbalara por la montura y perdiera el equilibrio. Elliot
hubiera jurado que la yegua se mofó de su esposa, y cuando contara esa
anécdota, incluiría la expresión del animal que dio dos pasos en dirección
al lago y justo allí, dejó caer la molesta carga.
Miranda terminó de deslizarse, y en el medio de su caída en cámara
lenta llegó a expresar un «ahora entiendo a madame L’mer con lo de la
ropa funcional». La tela de su traje de montar era tan suave, tan delicada,
que propició con mayor facilidad la caída. La muchacha terminó con el
trasero en el Serpentine y una mano aún aferrada a las riendas. Para mayor
bochorno, la yegua se puso a beber agua junto a Miranda, ajena al
accidente que había provocado.
Elliot descendió de su montura. Los intentos de contener la diversión
estaban por matarlo, tenía las mejillas rojas, los ojos llenos de lágrimas de
risas y los labios unidos, en una delgada línea que intentaba resguardar las
carcajadas.
—¡Oh, vamos! —se quejó Miranda—, ayúdame.
—Esto te sucede por tramposa.
—Esto me sucede por confiar en Hurt, me dijo que la montura era
mansa.
El animal seguía bebiendo agua lo más campante, y Elliot no pudo
detener la risa, que brotó de su pecho junto al sonido de los truenos.
—¡Por Dios! No permitiré que difames al animal, mira… —se
acercó a socorrerla, y se detuvo a los pocos centímetros—, antes, admite
que hacías trampa —exigió su pago—, que mi honor está intacto.
—¡No hacía trampa!
—Sí, sí lo hacías, vamos, dilo o no te ayudaré.
—Mis faldas están empapadas, me pescaré una neumonía, moriré y
te perseguiré como un fantasma por el resto de tus días. —Miranda no iba
a ceder.
—Solo dilo. Dilo, dilo, dilo.
—Bien, lo admito ¡Hice trampa! —alzó la voz ella—, ¡Ardillas del
Hyde Park, con ustedes como testigos, pongo en manifiesto que hice
trampa!
La diversión de Elliot le impidió ver el brillo en los ojos de Miranda.
Se acercó a socorrerla con las intenciones de cobrarse el pago por su honor
mancillado, y en cuanto le tomó la mano enguantada… zaz.
—¡Maldita tramposa! —se quejó a viva voz. Miranda lo había
barrido desde las rodillas, una técnica que le había enseñado uno de los
muchachos de la servidumbre cuando era pequeña. Era infalible, sin
importar cuán grande fuera el hombre, las rodillas se doblaban si
empujabas la articulación. Y las de Lord Bridport lo hicieron hasta hacerlo
caer al lago junto a ella.
—Te lo advertí —le dijo ella, jocosa—, el honor de los británicos los
va a llevar a la ruina.
Elliot la salpicó por respuesta, y Miranda, que no estaba dispuesta a
perder nunca más contra su marido, se aseguró de que terminara tan
empapado como ella. Se lanzó sobre él, y lo hundió hasta que todo su traje
quedó mojado.
Las risas se hicieron eco con la tormenta.
—No permitiré que te rías de mí —demandó Lord Bridport con
fingido enojo, y acalló las carcajadas de Miranda con un beso. Un leve
contacto de labios que desató el resto.
—Ya lo estoy haciendo. ¿Qué harás para silenciarme?
No lo estaba soñando. Era real, sucedía esa mañana, en Hyde Park.
Miranda acababa de bajar las defensas, de dejarlo entrar.
—Te besaré, te besaré hasta dejarte sin aliento —prometió.
—Solo si no lo hago yo primero —lo desafió una vez más, y le
devolvió el beso. Con el cuerpo a medio sumergir en el lago y las faldas
pesadas de su mujer encima, Elliot Spencer se rindió gustoso. Así valía la
pena perder.
Los labios de Miranda devoraban la boca de su marido, saciaba el
hambre que llevaba de él por días. Todos sus deseos comenzaban a
concretarse, incluso uno del que se había olvidado: los testigos. No eran
muchos, tan solo un carruaje cubierto que pasó justo enfrente de ellos para
observarlos horrorizados. Una mujer le cubrió la vista a su hijo y pidió a
su dama de compañía que le diera las sales, que estaba por desmayarse.
—Creo que nos han arruinado el paseo —murmuró Elliot sobre la
boca de su esposa.
—¿Sabes cuál ha sido la frase que más veces usé desde que pisé
Londres? —Lord Bridport se puso de pie y la ayudó a salir del lago antes
de negar con la cabeza—. ¡Maldita Inglaterra y sus reglas sociales!
Y las risas de Lord y Lady Escándalo resonaron en el parque. La
lluvia se desató sobre sus cuerpos ya mojados, forzándolos a regresar.
Elliot la alzó y la subió a su propio caballo, arrastraría la yegua hasta las
caballerizas.
El trayecto que los separaba lo hicieron compartiendo más besos de
los que la sociedad estaba dispuesta a tolerar. Su comportamiento sería el
nuevo rumor de Londres, uno mucho mejor que el anterior. Miranda estaba
feliz, esa vez, tropezar con su marido había dado el resultado esperado.

Estaban empapados de los pies a la cabeza, el lago había sido el


propiciador del juego amoroso y la copiosa lluvia se había sumado
gustosa. No quedaba más que deshacerse de las ropas húmedas y entrar en
calor a como diera lugar.
La corta distancia que separaba al Hyde Park de la mansión Bridport
les resultó eterna, una eternidad que se hizo tolerable a fuerza de besos. Lo
que Lady y Lord Escándalo no habían contemplado eran las consecuencias
de ese roce de labios, de ese encuentro de lenguas ansiosas. El fuego les
quemaba la piel, el deseo les anulaba el pensamiento, y las ganas de
amarse los aislaba de realidad. Elliot aprisionaba a su esposa por la cintura
mientras que con sus manos guiaba las riendas de ambos caballos, en
consecuencia, Miranda se había otorgado el importante rol de mantener
encendida la ardiente llama de sus cuerpos. Y lo hacía a la perfección, con
una destreza que no nacía de la práctica sino de las sensaciones que
experimentaba. La masculinidad de su esposo respondía a esas sensaciones
y luchaba con la delicada tela del pantalón para conseguir su libertad. Las
manos de Mirada se aferraban a su cuello, entrelazaban los dedos en los
mechones revueltos y mojados de su esposo, tiraba de ellos para conseguir
el ángulo perfecto y acceder a sus labios; ahí mismo, sin contemplación
alguna, bebía de ellos. Eso ya no era romper las normas sociales, eso era
un ataque confeso y directo, con una única meta, destruirlas por completo.

Cohan Hurt los recibió en el hall principal; como buen mayordomo,


se había adelantado a las necesidades de los señores de la casa, no era muy
difícil presuponer el estado en el que regresarían con la tormenta que
estallaba en lo alto. Presenciar, por primera vez, un arrebato de besos y
abrazos entre ellos lo empujó a un sorpresivo silencio. El hombre hizo a
un lado la mirada, no estaba acostumbrado a ser espectador de ese tipo de
escenas.
Miranda y Elliot se valieron del primer contacto de real intimidad;
entre abrazo y abrazo, giraron, golpearon contra la pared, luego contra el
espejo, hasta finalmente chocar con una superficie mucho más blanda y
tibia. La nueva superficie de apoyo que estaban utilizando para el mutuo
disfrute se vio en la obligación de manifestarse con una fingida tos.
Cuando fueron conscientes de que se estaban sumiendo en un tornado de
caricias y arrumacos contra el cuerpo de Hurt, se apartaron entre
carcajadas compartidas.
—¡Señor Hurt! —Elliot se encargó de ser la voz oficial de la pareja
—. Con Lady Bridport hemos decidido retirarnos a nuestros aposentos…
—Miranda le susurró al oído un par de palabras cargadas de risa y picardía
que él se las trasladó al hombre— por el resto del día.
—Milord —Cohan consideró prudente interrumpir el momento—,
adelantándome a sus necesidades le he indicado a la servidumbre que les
prepararan los respectivos baños para recuperar el calor perdido. —El
hombre era muy bueno en su trabajo, era indiscutible, después de una
situación como la vivida, lo correcto era tomar un baño caliente.
—¡No! —replicaron Miranda y Elliot al unísono. No deseaban baño
alguno, no deseaban impedimento alguno, de hecho, querían deshacerse de
las ropas ahí mismo para llevar esas caricias a su extremo. Elliot continuó
—. No es necesario... yo me voy a encargar de hacerle recuperar a mi
esposa el calor perdido. ¿No es así, cariño?
Las mejillas de Miranda ardían, pero no de vergüenza, sino por la
excitación contenida y por los aires de travesura que hacían volar a todos y
cada uno de sus pensamientos.
—Ya ha oído a mi esposo, Señor Hurt, dígale a la doncella que, de
ser necesario, recurriré a su asistencia, pero que de momento no es
requerida.
—No, no. No es requerida —finalizó Elliot al tiempo que alzaba a su
mujer en brazos y cargaba con ella escaleras arriba. Un único destino los
esperaba, la habitación principal.

Ni bien los pies de Miranda hicieron contacto con el suelo, se valió


de la verticalidad para aprisionar el cuello de su esposo con los brazos.
Con los labios rozándole la piel, y con la voz gobernada por una excitación
sin nombre, le susurró al oído:
—Bésame... por favor, bésame hoy, mañana y siempre.
La ardiente confesión hizo que el corazón del joven vizconde diera
un vuelco dentro de su pecho, tomó el rostro de su mujer en busca del
contacto de su mirada, quería hacerle una promesa, una promesa que
estaba dispuesto a cumplir con loca desesperación.
—Miranda, mírame, cariño. Tus deseos son órdenes para mí, voy a
besarte hasta el fin de mi vida —y llevó a cabo ese juramento sin demoras.
Fue delicado, suave, recorrió sus labios con los suyos y, cuando ella le
brindó el recibimiento necesario, introdujo la lengua dentro de su boca.
Jugó con la de ella, fue paciente y delicado, podía notar la falta de pericia
y eso lo excitaba aún más.
Sus manos abandonaron el rostro de Miranda con una caricia
descendente que, con el simple roce de su palma, conseguía arrebatarle el
frío superficial de su piel. Cuello, hombros; forzó la tela de la chaqueta de
montar que le robaba el dulce privilegio de sus pechos, demasiados
botones, demasiado tiempo de espera.
—Vamos a tener que exigirle a madame L'mer que te confeccione
otros trajes de montar —murmuró travieso sobre los labios de Miranda
cuando los botones volaron por los aires—. Unos que ofrezcan menor
resistencia.
—Dudo que esté de acuerdo —gruñó de placer ella. Contribuyó con
su propia desnudez, deslizó la chaqueta por sus brazos y se desabrochó la
falda, Elliot se encargó de facilitar el descenso de la misma—. Creo que
vamos a tener que recurrir más a la moda americana.
—Pues moda americana será... —sentenció satisfecho al ver a su
mujer, la camisola húmeda se encontraba adherida a la piel y le confesaba
cada una de sus cuervas. La erección latiente de Elliot alcanzó su máximo
esplendor—. No sé si te lo he dicho ya, pero comienzo a amar todo lo que
sea americano.
La sonrisa en sus labios hizo que esa indiscreta y juguetona
proclamación resonara en el corazón de Mirada, una palabra en especial se
quedó anclada en su pecho: amar. ¿Acaso se podían permitir esa
posibilidad? Entre medio de las idas y venidas, de las decisiones forzadas,
de los caprichos compartidos, se encontraba una innegable verdad, se
atraían, se deseaban, se pensaban. No era para nada equivocado suponer
que un sentimiento como el amor podía ser la cosecha definitiva de esa
siembra.
Miranda soltó los mechones rebeldes que aún se mantenían sujetos a
su cabeza, en cuestión de segundos, su larga y negra cabellera le otorgó el
marco perfecto a su semi desnudez. Elliot puso en pausa el deseo frenético
que convertía a su sexo en una rígida lanza dispuesta al ataque inminente.
Quería gozar de ella, redescubrir su cuerpo, sumergirse sin premura en su
secreta humedad. Quería grabar en su memoria los recuerdos de ese
instante perfecto, se negaba a cometer el mismo error que en su noche de
boda, se negaba a ser esa clase de marido para ella. Iba a llevarla a la cima
por el resto de sus días. Se desvistió mientras se deleitaba con su imagen,
la tela húmeda de la camisola de Miranda se transparentaba en
combinación con la luz que ingresaba del afuera, sus pezones rosados y
erectos clamaban por la rabiosa invasión de sus labios. Ya sin chaqueta,
chaleco y camisa, procedió al final de la tortura, botas y pantalón. Su
esposa no le dio tregua; antes de que él finalizara, deshizo el nudo de su
camisola y se libró del contacto de la fría tela, en su descenso, se quitó
también la ropa interior, exhibiéndose completamente ante él. Los nervios
y la sensación de lejanía con el tibio cuerpo de su esposo la hicieron tiritar.
—Lord Bridport, es hora de que cumpla con lo dicho.
Apresurarse casi provoca un tropezón en Elliot, a duras penas pudo
quitarse la bota izquierda con destreza. Una vez que se encontró en iguales
condiciones que su mujer, fue hasta ella para cubrirla y envolverla con su
cuerpo. La erección de Elliot hizo contacto con su inexplorado sexo, y el
frío, apenas percibido por Miranda, desapareció para convertirse fuego.
—Dime, esposa mía, ¿te satisface mi calor? —preguntó lanzándose
a la traviesa aventura de sus pechos. Los acarició, sentía que era la primera
vez que sus palmas entraban en contacto con su delicada piel y su turgente
forma. Miranda jadeó a modo de respuesta, se estaba entregando a él con
los ojos cerrados—. Hoy se trata solo de ti. —Sus labios se sumaron a la
caricia, trazó un camino de besos desde su cuello hasta el nacimiento de
sus pechos y desencadenó una oleada de sensaciones tambaleantes cuando
lamió los pezones con temeraria maestría.
Las rodillas de Miranda comenzaban a flaquear, tuvo que utilizar los
hombros de su esposo como soporte. Llevaba días, con sus respectivas
noches, pensando en este momento. La realidad era que lo había esperado
e imaginado desde el instante mismo en que Elliot había puesto sus labios
sobre los de ella aquella primera vez en el despacho de Lord Swift. Era
una cuestión de química inexplicable lo que le sucedía cuando estaba en
sus brazos, cada una de las células de su cuerpo reaccionaba, se
alborotaban por él, llevándola a un solo resultado, la entrega total. Por eso
había luchado tanto contra esto, por eso había buscado una y otra vez la
distancia, un simple roce la ponía en alerta, un beso robado la despertaba
del letargo de una vida ajena al verdadero significado de la pasión, una
caricia... una caricia la invitaba a la entrega, a la rendición, la única
rendición que estaba decidida a aceptar; y ese día estaba dispuesta a eso,
quería ser su esposa, deseaba sucumbir a la gloria divina entre sus brazos.
No satisfecho con la respuesta de sumisión que los pezones calientes
y erectos de Miranda le entregaban, los labios de Elliot fueron en busca de
más, con su lengua trazó un camino invisible sobre la piel de su abdomen,
llegó a su ombligo, lo recorrió con una caricia fugaz que tenía como único
objetivo alertar sobre su siguiente acto invasivo, el de su sexo. Se arrodilló
ante ella y besó, mordisqueó, el nacimiento de su monte de venus.
—¡Elliot! —gimió Miranda al sentirse asediada por sorpresa, el
inicio de ese juego la afectaba de una manera inexplicable. La respuesta de
su esposo fue otro contraataque inesperado, su lengua volvía a hacerse
presente. Ella enredó los dedos en su cabellera cuando la sensación de
placer aumentó.
Elliot reconocía que estaba hambriento de ella, aun así, no iba a
permitir que ese apetito voraz le impidiera disfrutar de su esposa como se
merecía. Si tenía intenciones de llevarla a la más alta de las cimas, debía
de hacerlo en cómodas condiciones. Detuvo el placer por unos segundos,
la alzó y la llevó hasta la cama.
—Así te deseo, así te quiero —Extendió los brazos de Miranda para
que ella se valiera de la cabecera de la cama como soporte, recorrió la
totalidad de su torso con sus manos hasta llegar a sus caderas, la invitó a
alzarse a él—, flexiona las piernas para mí, cariño —indicó con el fuego
quemándole la garganta. Ella respondió movida por el mismo fuego, por el
mismo calor, el centro de su sexualidad reclamaba un alivio, uno que solo
él podía darle.
Los labios de Elliot fueron los primeros en socorrerla, y cuando su
lengua recuperó su protagónico perdido, Miranda le obsequió a su marido
la confesión de su placer, gimió, y ese gemido se ahogó en su garganta.
Utilizando los dedos como elemento de mayor tortura, le separó los
carnosos pliegues que se alzaban como fieles guardianes de su intimidad y
emprendió un ataque rabioso con su lengua, provocó con movimientos
serpenteantes el centro máximo de su sexo hasta que el diminuto y
sensible punto de placer creció y latió fruto de la excitación; luego, la
penetró con su lengua para beber parte de su cremosa humedad.
Miranda perdió el control de su cuerpo, sus uñas rasguñaron la
aterciopelada tela del respaldo, una sensación sísmica la recorrió como
una briosa ola de la cabeza a los pies, sus piernas aprisionaron al hombre
que se encontraba entre ellas, alzó las caderas para que la penetración de
su lengua fuese más profunda. Él correspondió al silencioso pedido, y para
elevar las sensaciones en su esposa, volvió a estimular su clítoris con la
lengua mientras que uno de sus dedos la invadía para mantener el juego
del goce activo. Lo que era de esperarse ocurrió, el cuerpo de Miranda
alcanzaba el éxtasis por primera vez en su vida.
—¡Elliot...! —apenas pudo hablar—. ¡Detente! —reclamó a modo
de supervivencia, sentía que estaba a pasos de morir víctima del placer.
—Lo siento, cariño... esto recién comienza, no olvido que debo de
compensarte. —Se incorporó de rodillas en la cama y alzó sus delgadas
piernas hasta situarlas a la altura de su cadera—. Rodéame con tus
piernas...
La guio y ella lo hizo. El miembro erecto entró en comunión con su
expectante sexo, la punta carnosa, caliente y ansiosa del pene de Elliot
profanó su virginal abertura y la humedad de su interior facilitó el ingreso.
Con suaves y cortas embestidas logró penetrarla más y más, las manos de
Miranda abandonaron el respaldo de la cama para recorrer el pecho de su
marido, acariciándolo; sumida en el máximo de los deleites, con los ojos
cerrados, se permitía una nueva experiencia de goce a manos del experto
amante que la había tomado por esposa.
Él también se entregaba a una oleada de sentimientos similares, ese
momento les pertenecía a ambos, compartían el deseo, la satisfacción y la
sublime experiencia. El ritmo de sus penetraciones se intensificó, su
miembro se acoplaba a ella como una perfecta pieza de relojería, sus
cuerpos parecían hechos el uno para el otro, su miembro la llenaba por
completo. Ese reconocimiento le encendía el pensamiento, lo excitaba de
una manera nunca antes concebida en su historia sexual, tal vez por eso...
solo por eso, pasó por alto la delgada resistencia que se opuso ante su
penetración más profunda, una que desgarró sin piedad alguna. Gimieron
juntos, recorrieron de la mano todos los extremos del paraíso, y regresaron
a la tierra cuando la última embestida de Elliot la inundó con el líquido de
su semilla.
Salió de ella con delicadeza y se recostó a su lado. Miranda se
refugió en sus brazos, y él la estrechó contra su cuerpo. Ninguno de los dos
podía hablar, estaban saciados y agotados. Al cabo de unos minutos, ella
se entregó a un breve episodio de sueño. Elliot no pudo imitarla, sus
pensamientos vagaban entre el recuerdo del placer vivido segundos atrás y
una verdad no esperada, una que se hacía confesión en la mancha rojiza
que decoraba las sábanas. Por supuesto no recordaba la primera vez con su
esposa... esa primera vez no había existido hasta ahora.
Besó la frente de Miranda con extrema dulzura, solo ella podría
revelar el misterio de aquella noche, lo había engañado, y aunque eso, en
verdad, no le importaba, necesitaba conocer sus motivos. Descubrirlos
significaba conocerla a ella, y Elliot lo deseaba más que nada en el
mundo... anhelaba conocer a su esposa.
Capítulo 10

El alba los encontró abrazados en la recámara de Lord Bridport. Elliot


apenas había podido descansar un par de segundos, aunque se sentía con
energías renovadas. La imagen de Miranda en sus brazos era la que le
había quitado el sueño, ella y la incógnita revelada en las sábanas.
Los ojos de Lady Bridport se abrieron para mostrar el brillo
esmeralda de su iris, la sonrisa de la muchacha se correspondió con la de
Elliot y se besaron en silencio.
—Es apenas la madrugada, tenemos tiempo para permanecer en la
cama un poco más —le confirmó él—, salvo, claro, que prefieras bordar.
Miranda alzó la mirada hacia su esposo, tenía las mejillas rojas por
la vergüenza y se retorció nerviosa sobre el pecho del hombre.
—Elliot, yo…
Él corrió las sábanas para mostrar la evidencia, y luego le alzó el
mentón para que lo mirara, para que comprobara que no había enojo por el
engaño.
—¿Por qué? Miranda, cariño, anoche pensé que sería nuestro
segundo encuentro, es más, creía que el primero había sido insatisfactorio.
Pensé en retribuirte, y el resultado… el resultado fue la falta de
consideración a tu inocencia.
—Para mí fue perfecto tal cual fue —rebatió Miranda, con las
mejillas aún arreboladas—. No me interesa tu consideración en esas cosas,
sino…
—¿Sino?
—Sino en otras —completó. Se incorporó apenas y llevó las sábanas
para cubrir su cuerpo. El pudor había arremetido contra ella, y tener una
charla trascendental estando desnuda se le presentaba como una
desventaja. Elliot se mostraba cómodo en su desnudez, habituado a las
mañanas post sexo, y eso le sentó como un golpe a Miranda. Sentía celos,
inseguridad. Sentía lo que Lord Bridport, sin quererlo, había despertado en
ella. Él la observó en silencio, bebió de su comportamiento y comenzó a
comprender en parte los pesares de su esposa.
—Por favor —pidió que se explicara.
—Ya sabes lo que me sucedió con el señor Paterson, todos lo saben.
Yo…
—¿Estabas enamorada de él? —la interrumpió Elliot, y fue
consciente del malestar que esa idea despertaba en su pecho.
—No, no quería casarme con él. Esa noche me negué al matrimonio,
y él desató el escándalo. El punto es… —balbuceó al percibir la ira en su
esposo. Era difícil explicar la sensación de tibieza que ese enojo le
brindaba a ella, lo que en realidad siempre había anhelado y tanto Dylan
como Elliot le habían quitado—. El señor Paterson era amable conmigo,
me trataba bien, me cortejaba. Lo hizo todo con falsas intenciones, y fue
muy decepcionante para mí comprender que no me quería, que solo
buscaba mi dinero. Con el tiempo, lo asumí, y llegué a Londres dispuesta a
eso, a comprar un marido. Me volví cínica, la señora Monroe me ha
reprendido infinidad de veces por eso. Y entonces, apareciste tú… y todo
se desmoronó… —se silenció para no llorar. Aunque estaba dispuesta a
abrir las compuertas, a intentar un matrimonio, no quería dar el primer
paso mostrando debilidad.
La mano de Elliot le dibujó el contorno del rostro con cariño, casi
adoración. Pasó el pulgar por sus labios, hasta conseguir que los abriera y
le permitiera un beso suave.
—Te entiendo —dijo él, y los labios se curvaron ante la expresión de
desconfianza de su mujer—, tú también tienes el poder de desmoronar las
cosas. De derribar planes y estrategias.
—Cuando bailamos ese primer vals, perdí un segundo mi armadura,
dejé de ser cínica y volví a ser yo, a ser Miranda…
—Por eso es que me gustaste tanto, porque fuiste Miranda Clark,
porque fuiste tú.
Miranda lo observó con escepticismo. Le era muy difícil confiar en
las palabras de Lord Bridport, porque sabía que algo ocultaba. Que
siempre estuvo motivado por otras razones distintas a la pasión, a los
sentimientos compartidos en un baile. Ella podía abrir su corazón, dejar
salir parte de la verdad, pero siempre quedaría una fracción de él al
resguardo, a la espera de la correspondencia de Elliot.
—Pensé que bromeabas a costa mía, y luego… luego el despacho, el
beso y la obligación. Elliot, puede que esta primera vez no haya sido como
tú la esperabas, pero fue exactamente como yo la deseaba. Cuando yo la
deseaba. Vanessa tiene razón, las mujeres rara vez decidimos sobre nuestra
vida, y creo que estaba furiosa contigo por eso, porque te impusiste. Tenías
el poder de obligarme a un matrimonio, y lo usaste. Y yo… yo solo
tenía…
—¿Qué?
—Poción de hadas —confesó con una mueca que intentó ser una
sonrisa. Miranda temía a la reacción de Lord Bridport cuando le dijera que
lo había drogado, el alivio le recorrió la piel cuando las carcajadas sonaron
en la recámara. Su marido no estaba enojado.
—Tienes razón, Miranda. Y espero que esto nunca salga de nuestra
habitación, porque pienso negar públicamente que le he dado la razón a mi
esposa —bromeó—. Lo que me lleva a preguntar, ¿cómo sabía Vanessa de
nuestro distanciamiento? Ella corrió la apuesta.
El gruñido de Lady Bridport hizo eco en la mansión.
—Es tan… tan… aún no lo sé, a veces es muy cruel y otras parece
ser de ayuda, es desconcertante. Lo sabía porque ella me sugirió el
boticario, nunca pensé…
—Lo siento, cariño —se disculpó Elliot—, siento haberte empujado
al matrimonio. En mi defensa solo diré una cosa, intenté cortejarte y me
rechazaste tantas veces…
—Y aun así continuaste ¿por qué, Elliot? —Miranda observó el
modo en que Lord Bridport se cerraba a ella, y una garra invisible le
estrujó el corazón. En su pregunta se escondía una esperanza que la actitud
de su marido apagaba. Era su último sueño de niña hecho añicos. «Por
amor».
Elliot se dejó caer sobre la cama, con la vista al techo. Analizó si
contar o no sus motivos, sabía que al decir la verdad rompería las ilusiones
de Miranda, y no sabía por qué provocarle ese dolor lo hería a él en lo más
profundo. Lady Bridport tenía razón, le había robado el último sueño. Se
había casado con ella por motivos que nada tenían que ver con los
sentimientos. Aunque… aunque una razón se alzaba con fuerza, una que
tenía la voz de Colin como manifestación. Era el esposo más feliz de todo
Londres, y eso no se debía a sus planes y maquinaciones, sino a la mujer
que descansaba a su lado, desnuda, dispuesta a hacer el amor una vez más.
—Estoy distanciado de mi padre, y hacerlo infeliz era mi único
objetivo en la vida —dijo al fin, y fue incapaz de ver el daño que esa
confesión infringía en su mujer.
—Y yo soy ese daño, casarte conmigo representa una vergüenza tal
que es equiparable a tus amantes, a tus fiestas… incluso peor. —Miranda
se puso de pie, arrastrando con ella las sábanas para no quedar expuesta.
Elliot se impulsó tras ella, y la abrazó, le impidió alejarse. No quería
perderla, y para no hacerlo, debía contarle algo que ni Colin, su mejor
amigo, sabía. La razón del desprecio hacia su padre.
—Por favor, Miranda. Permíteme explicarte, pero antes, permíteme
redimirme. Sí, me acerqué a ti por el escándalo que llevaba tu nombre, y el
desdén de mi padre hacia los americanos, pero no es eso lo que nos trajo
aquí esta noche, no es eso lo que desató el desafío entre nosotros, ni la
disputa constante. No es eso lo que pasó allí —Señaló la cama—, y lo
sabes. Dime que lo sabes. —La obligó a girarse ante él, a que indagara en
sus ojos ámbar hasta hallar la sinceridad en ellos. Quería que leyera en su
mirada esos sentimientos que ni él estaba preparado para asumir.
Miranda le acarició la mandíbula, lo observó desnudo, más desnudo
de lo que jamás antes había estado Lord Bridport, y se rindió. Se rindió a
él como había prometido no hacerlo, se rindió por completo. Si no ganaba
esa última batalla, no quedaría nada de Miranda Clark. Había aceptado sus
sentimientos en pos de los que se vislumbraban apenas en la desesperación
de Elliot. Una apuesta más arriesgada que las de los salones de White.
Había mentido cuando dijo que el vizconde le había robado el último
sueño, la última dosis de esperanza. Porque tenía una más, una que se la
jugaba esa noche.
—Cuéntame —pidió y volvió a la cama. Elliot sirvió dos vasos de
coñac y se sentó junto a su esposa. Ambos contuvieron la sonrisa cuando
Miranda observó el contenido con suspicacia—. ¿Piensas cobrártelas?
—Por supuesto —contestó con picardía—, pero prefiero a mis
víctimas despiertas y disfrutando. Sobre todo, si son tan bellas y fogosas
como Lady Bridport.
Tras unos tragos del reconfortante alcohol, las excusas se evaporaron
y Elliot no tuvo más remedio que abrir la puerta de los secretos. Miranda
no lo presionaba, comprendía que se trataba de algo doloroso para su
marido, y lamentaba que el alivio de él implicara una herida en ella. Sus
recientes amigas tenían razón, era una niña mimada. Solo en el último
tiempo se vio arrastrada a situaciones desagradables, a consecuencias de
sus acciones. Había crecido con padres amorosos, y ni siquiera había
vivido las carencias económicas de sus progenitores. La cuna de algodón
en la que creció ya no era un lugar para ella, sin riesgos, sin espinas, no
había rosas.
—No soy el verdadero heredero del ducado de Weymouth —confesó
Elliot Spencer. Lo hizo rápido, como quien desea minimizar el dolor de
una herida y quita el cuchillo en un único movimiento. Miranda lo observó
de soslayo, y comprendió que a su esposo le daba demasiado pudor su
confesión. No obstante, esas pocas palabras no arrojaban luz al asunto,
sino más incógnitas.
—¿Cómo dices? ¿No eres hijo de tu padre? —Estaba atónita,
recordaba el rostro del duque y las similitudes con Elliot eran
abrumadoras. Lo que hacía al viejo hombre un ser desagradable era su
porte soberbio y el desprecio hacia todo, pero Miranda debía admitir que
incluso a su edad se trataba de un ser imponente, hasta atractivo.
—Sí, sí lo soy. No soy el primogénito, sino el segundo. Es… tengo
un hermano no reconocido. —La pena tiñó la voz del vizconde y le llegó a
su esposa a modo de helada brisa. Tuvo que sorber coñac y acurrucarse
aún más bajo las sábanas para conservar el calor. Lo hizo cerca de Elliot,
para brindarle consuelo a él también, parecía necesitarlo—. En realidad,
muchos hermanos no reconocidos. Uno mayor que yo por nueve meses,
dos hermanas y un pequeño. Son hijos de mi padre con la antigua doncella
de mi madre.
—Oh, Elliot… —se lamentó ella. Lo besó suave en los labios, y él se
giró apenas, para buscar el soporte en la mirada de su esposa. En ella halló
la fuerza que necesitaba, y uno de los reales motivos que lo habían
empujado al encaprichamiento. Miranda no veía en él a un futuro duque,
no le importaban los títulos, ni los nombres. Ella era una plebeya para su
padre, lo mismo que debió ser él. Y no parecía molesta al retozar en
brazos de un hombre cuya sangre era solo eso, sangre, ni más roja ni más
azul.
—Lo descubrí sin querer, cuando su amante, si es que así puede
llamarse a esa relación —se molestó él—, se presentó una noche en casa.
Yo no debía estar, ya tenía mi vivienda de soltero. Johana, así se llama la
mujer a quien no conocía, porque fue despedida por mi madre cuando se
enteró, fue a rogarle a mi padre que le diera dinero. Una de mis hermanas
estaba muy enferma, y no le alcanzaba para la medicina. ¡Era hija de un
duque y no tenía para medicina! Mi padre tiene a su segunda familia en la
peor de las miserias, Miranda.
—No… no sé qué decir.
—Sé que sospechabas de que tuviera un affaire con Lady Anne, lo vi
en tu mirada. Puedes estar segura de eso, cariño, jamás, jamás tendré una
amante. Pero al menos, Lady Anne se presta al juego con Colin por gusto y
placer. No es el caso de Johana. Mi padre ha impedido que se la contratara
en cualquier hogar, es un duque y nadie quiere contrariarlo, menos por
algo tan nimio como una doncella. La sometió contra su voluntad, y luego
supe que mi madre hacía la vista a un lado porque prefería que pagara la
doncella en lugar de ella. Cumplió con su rol de engendrar un heredero, y
lo hizo nueve meses después de que mi hermano naciera, cuando Johana
no podía complacer los placeres de mi padre. Esa es la realidad de mi
nacimiento, esa es la sangre del ducado de Weymouth.
—¿Y quieres arruinar su legado? —conjeturó Miranda.
—Sí, pero aspiro a más que eso. Cuando escuché la disputa, mi
padre se negó a darle el dinero. Así que me acerqué yo a Johana. Vivían en
la miseria, de los pocos peniques que mi padre le daba mes a mes a
cambio de sus favores. Ni siquiera le permitía usar el departamento de
Londres en donde concertaban sus encuentros para vivir, ni las prendas
que la obligaba a usar en su presencia. No, todos los lujos del ducado están
resguardados para el placer de mi padre, y las necesidades de esa familia
no pueden importarle menos. Extendió la condena de la mujer a su hijo, a
mi hermano, su propia sangre. Porque si David consigue un empleo que
sustente a la familia, entonces los lazos podrán ser rotos. Lo he intentado
todo, todo, Miranda…
Lady Bridport apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. No sentía
frío, sino un calor abrumador, uno que nacía del odio y desprecio hacia el
duque de Weymouth. Su madre tenía razón, los hombres de dinero eran
unos bárbaros, que los menospreciaban a ellos por sus orígenes, cuando su
moral era más que cuestionable.
—¿Qué… qué ocurrió luego?
—Pagué las medicinas y la consulta al médico. David apenas
sobrevivía con un empleo en el puerto, así que lo recomendé para otro
empleo… hasta que mi padre se enteró, movió los hilos y despidieron a mi
hermano sin referencias. Tuvimos una fuerte disputa, casi terminamos a
los golpes. Entre los gritos me dijo… —Tomó aire y valor—. Me dijo que,
si no entendía lo que implicaba ser el duque de Weymouth, entonces no
merecía el título. Intentó amenazarme, utilizar a David en mi contra, al
blandir que era el verdadero heredero y que, si yo lo defraudaba, lo
reconocería como tal y me dejaría a mí en la calle. Y eso es lo que intento
hacer, Miranda, que me odie tanto, tanto, que declare a mi hermano, el
verdadero primogénito como el futuro duque.
La confesión flotó en el aire y lo volvió espeso. El silencio era
abrumador, y a Elliot le costaba volver el rostro y confirmar el impacto de
sus palabras. Miranda lo obligó a mirarla, le acarició con suavidad la
mejilla, y desperdigó una cadena de besos sobre la suave piel de su
marido.
—Lo siento mucho, Elliot. Lo lamento y lo comprendo. Solo que…
—¿Qué?
—Es tiempo que los dos dejemos atrás las ilusiones de niños, son
bellas y nos motivan a seguir soñando, pero a la vez, son imposibles. Tu
padre jamás te desheredara, porque eso implica un escándalo mayor que
cualquiera de los que podremos desatar tú y yo. No hay beso en público,
amante, ni origen plebeyo que se iguale a reconocer a un bastardo como
legítimo.
—Lo sé. Creo que siempre lo supe, solo… no se me ocurre cómo
ayudarlos. Cómo cortar el lazo que los ata a mi padre, disminuir el poder
que el duque ejerce sobre ellos. Cuando muera… cuando pase, podré
hacerlo. Mientras tanto… Miranda, me siento tan impotente.
—Cariño —musitó ella y le sonrió, sus ojos brillaban por algunas
lágrimas contenidas. La inocencia comenzaba a dar paso a la madurez, a la
comprensión de cómo funcionaba el mundo, casi siempre injusto—, estás
demasiado atrapado en las normas inglesas, en el honor, los títulos, y esos
valores británicos. Mírame bien, yo no soy una lady, no soy de sangre
noble y, de todos modos, seré duquesa.
—¿Qué quieres decir? —indagó él, con una dosis de esperanza.
—Tu padre puede influenciar en Inglaterra, pero hasta los hilos de
un duque tienen límites, y yo los he cortado ¿o no? El dinero americano
será mal visto, considerado vulgar, sucio… y, pese a eso, compra lo mismo
que las libras. Ahora a mí me pertenece el título, y a ti, mis dólares.
Por primera vez desde que la verdad de su origen había sido
revelada, Elliot Spencer sintió algo similar a la esperanza, a la paz. Sus
ojos refulgieron ante la propuesta de su esposa, la realidad que se le
presentaba. La manipulación del duque, que alcanzaba a la nobleza, no
llegaba a los empresarios americanos. Ni a los de ningún otro país. ¿Cómo
no lo había pensado antes? Claro, porque antes su influencia también
terminaba en las costas británicas.
—Eres una hermosa genio —exclamó feliz. Y se lanzó al juego de
besos que era una promesa entre ellos. Ella rio, compartiendo la alegría de
él. Sin proponérselo, se habían entregado al último sueño. Elliot tenía la
posibilidad de convertirse en el príncipe del cuento de Miranda, y
Miranda, en la liberadora de las cadenas de Elliot.
Solo quedaba un obstáculo por sortear, el de aceptarse como tal.
CAPÍTULO 11

Para Miranda, refugiarse en la intimidad de la recámara matrimonial y


disfrutar de la compañía de su marido bajo las sábanas era la mejor luna
de miel que una esposa podía desear. No necesitaba de un viaje a tierras
exóticas, ni aventuras al otro lado del mundo; con los besos de Elliot, con
sus caricias, con ese trozo de paraíso que él le obsequiaba a diario, le era
suficiente. Por fuerza mayor tuvo que ponerle un fin, Lord Bridport, para
bien o para mal, debía cumplir con sus responsabilidades, más ahora que,
junto a su esposa, había perfilado otra manera de conseguir su meta.
Desprestigiar con su comportamiento al duque para que este se viera
forzado a reconocer a sus hijos bastardos ya no parecía la estrategia
adecuada, Elliot redirigía su pensamiento, y ese pensamiento estaba a
pasos de cruzar el océano gracias a su esposa.
En lo que a Miranda se refería, llevar a cabo su rol social de
vizcondesa no era una actividad que la apremiaba, y su marido la
secundaba en eso. El inminente regreso de la señora Monroe a América era
una excepción.
Lady Thomson había organizado un té a modo de despedida. Aunque
la temporada no había finalizado, Grace se sentía satisfecha con el enlace
matrimonial que había conseguido para la joven Clark, y deseaba retornar
al hogar. Miranda vivía en primera persona la añoranza de la mujer, ella
también extrañaba y, una parte de ella anhelaba regresar, pero la otra le
hacía echar raíces ahí, junto al hombre que la había desposado, junto al
hombre que se adueñaba, segundo a segundo, de su corazón. Ya no se
imaginaba lejos de él. No lo imaginaba ni lo deseaba.
—Casi pensé que no iba a volver a saber de ti —bromeó Grace
cuando la estrechó en brazos.
Las mejillas de Miranda se sonrojaron a fuerza de satisfacción
contenida. En Londres, los rumores cambiaban como el viento, semanas
atrás su matrimonio con Elliot había estado en el foco de todos los
comentarios, por lo visto, la infelicidad generaba público y expectativas
dignas de merecer apuestas, pero una vez comprobado lo opuesto, el
interés cedió como niño caprichoso ante un dulce.
—Todas lo pensamos —se sumó con picardía Lady Thomson—
¡Decir que fuimos testigos del matrimonio, mi querida! —agregó con total
libertad, reconocía a una vizcondesa sin aires de vizcondesa cuando lo veía
—, de lo contrario, pensaríamos que Lord Bridport te secuestró.
—Lady Thomson, no me quite mérito —le susurró al oído—. ¿Qué
le hace pensar que el secuestrador fue él?
La anfitriona no pudo más que estallar en una ligera carcajada, la
suspicacia de la vizcondesa le había alegrado el día, presentía que en la
joven Lady Bridport iba a encontrar una agradable compañía. Y la
necesitaba, estaba hasta la coronilla del esnobismo inglés.
—¡Miranda! —Grace no contuvo su reprimenda ante lo oído, le
llamó la atención como lo hubiese hecho semanas atrás. Ni bien lo hizo,
recordó el nuevo estatus social de la joven Clark, y se corrigió—. ¡Lady
Bridport!... Eso quise decir, Lady Bridport.
—Para usted siempre seré Miranda.
—Aquí —dijo la mujer llevándose una mano a la altura del corazón
—, siempre serás Miranda. Aquí —recorrió el entorno con la mirada para
consagrar esas palabras—, eres Lady Bridport, futura duquesa de
Weymouth, no lo olvides.
En ese instante, el estómago de Mirada dio un vuelco, atesoraba la
historia secreta que Elliot le había confiado, y comenzaba a vivenciar el
mismo desprecio que él por el título nobiliario. Su rostro se torció en una
mueca de fastidio.
—Eso es imposible de olvidar, señora Monroe, imposible.
Lady Thomson tomó distancia de la conversación movida por sus
funciones de anfitriona. Miranda aprovechó el momento de intimidad
junto a la mujer.
—Voy a extrañarla, y me atrevo a decir también que voy a
necesitarla.
—Lo de extrañarme, lo acepto, a mi va a sucederme lo mismo. —
Los ojos de la mujer brillaron ante el nacimiento de unas lágrimas—. Lo
de necesitarme, lo dudo —confesó con innegable dicha, luego tomó las
manos de Miranda entre las de ella—. Me voy con la certeza de saber que
te dejo en el lugar correcto, con el hombre correcto. Lo veo en tus ojos,
hueles a todo eso que deseé para ti cuando llegamos aquí.
—Gracias, señora Monroe —dijo mientras le apretujaba las manos
en una delicada muestra de cariño—. Gracias por darle bofetadas
imaginarias a mi orgullo cuando lo necesité.
—¿Ya no las necesitas? —bromeó con dulzura, Miranda se despedía,
día a día, de la niña que había sido.
—No, ya no, han doblegado a mi orgullo con otras estrategias —y
sonrió ante su propio reconocimiento. Ya no eran necesarios los juegos de
guerra entre Elliot y ella, no había lugar para la soberbia y el orgullo entre
ellos.
—Me da placer saberlo, en el amor, no hay peor enemigo que el
orgullo.
«Amor». Miranda perdía el equilibrio cuando se paraba sobre la
balanza que pesaba ese sentimiento. La razón le susurraba que el amor
todavía no había brotado, que apenas era una semilla sembrada. No podía
hablarse de él con tan solo un par de semanas, no, no era posible. La razón
que la gobernaba también tenía su orgullo, uno que, contrario a ella,
parecía no dispuesto a doblegarse a nadie, menos que menos, al corazón.
Un corazón que no se cansaba de gritar con sus latidos: Elliot, Elliot,
Elliot.
Grace se valió de su silencio introspectivo para guiarla al interior del
salón de té. El cotilleo de las matronas la regresó al instante presente, y la
cercanía de sus compañeras caza maridos, en especial Emily, que la
saludaba con gran efusividad a pesar de la corta distancia, le fue suficiente
para hacer a un lado su debate emocional.
—Ve con ellas, están ansiosas de conocer, en primera persona, los
detalles de tu reciente experiencia matrimonial.
La efusividad se intensificó en Emily cuando Miranda estuvo junto a
ellas, abandonó la silla para abrazarla, y no fue para nada delicada. Para la
joven californiana, los afectos eran más importantes que las reglas
sociales.
—¡Emily, por todos los cielos! —clamó Cameron al sentirse víctima
del brusco movimiento.
—Déjala, no puede evitar reaccionar como un cachorro ansioso de
cariño. —Vanessa ni siquiera alzó la mirada hacia Miranda. Por supuesto
fue con obvia intencionalidad, porque ni bien estuvo junto a ella, abandonó
el asiento con la única intención de brindarle una exagerada reverencia—.
Oh... Mi lady, dichosos los ojos.
Miranda se dejó caer en la silla de manera poco delicada, no iba a
darle el placer a Vanessa, en su momento la había catalogado de niña
mimada y caprichosa, ahora parecía decidida a cambiar esas apreciaciones
por otras, algo que ella no iba a permitir.
—¿Té, mi lady? —insistió con la provocación, tomó la tetera de
porcelana y rellenó una taza con la humeante bebida.
—Termínala de una vez, Vanessa —farfulló por lo bajo para que solo
la oyera ella. Esta no pudo más que sonreír en pos de su triunfo. La
vizcondesa perdía los estribos con mucha rapidez.
Emily interrumpió el roce de egos con su común amabilidad, estaba
contenta de volver a encontrarse con Miranda.
—Te ves muy feliz —dijo casi en un suspiro de anhelo— ¿Verdad,
que sí, chicas?
Cameron asintió, por algún motivo, la joven de Virginia no se
encontraba en su mejor momento. Miranda notó el humor tenso que la
regía, algo que nada tenía que ver con ella o con el resto de sus
compañeras de té.
—Verdad —confirmó Vanessa como preludio a su siguiente ataque.
Un ataque que todas esperaban, era parte de la dinámica del grupo—, se te
ve feliz, y eso me hace presuponer dos alternativas: una, encontraste la
manera de drogar a tu marido cada noche en estas últimas semanas, o...
—La poción de hadas cumplió con su función la noche requerida —
interrumpió Miranda, no le interesaba oír la otra alternativa—. De hecho,
aprovecho la oportunidad para agradecer tu ayuda...
—¿La has utilizado? —murmuró muy por lo bajo Emily con las
mejillas enrojecidas. Tenía los ojos abiertos de par en par.
—¿Te ha funcionado? —Cameron regresó a la conversación. La
joven parecía interesada en los resultados de la jugarreta, tal vez, en un
futuro no muy lejano, tendría que recurrir a lo mismo, no lo sabía.
—Sí —respondió Miranda como una niña feliz de su travesura—,
durmió como un bebé toda la noche, y cuando amaneció, el desconcierto le
hizo creer la historia que le inventé.
Vanessa se limitó a escuchar, por extraño que pareciera, no aportó
ningún comentario mordaz al respecto.
—¿Le has dado la bendita poción todas las noches? —Cameron
quería despejar cualquier duda.
—¡No, por todos los cielos! Solo esa noche...
—¿Y luego? —Emily quería recorrer, en su imaginación, el camino
que Miranda había transitado desde esa noche de bodas no consumada al
presente. Conocía los rumores que circulaban en todo Londres con
respecto a la fogosidad del matrimonio Bridport, algo que se podía
corroborar ahí mismo; los ojos de Miranda confesaban todo.
—Luego... —No pretendía contarles las infantiles estrategias que
había utilizado para mantener alejado a su esposo, tampoco podía poner en
palabras los motivos que la llevaron a hacer lo contrario, todavía le
costaba a ella reconocerlos—, luego los días pasaron, mi enojo cedió, su
actitud petulante también, y comenzamos a entendernos como marido y
mujer. —Una sonrisa se dibujó en sus labios y ni siquiera fue consciente
de ello. La realidad era que no podía contener su felicidad, era
inexplicable ¿Cómo poner en palabras la hermosa sensación de vivir en el
paraíso con el hombre soñado?
La felicidad de Miranda se hizo palpable, flotó en el aire. Emily
suspiró ante la añoranza de un sentimiento igual. Cameron volvió a
refugiarse en el silencio, sin suspiro alguno de por medio. Vanessa fue
simplemente Vanessa.
—El entendimiento matrimonial está sobrevalorado. Créanme, de
aquí a un tiempo, volveremos a tener esta conversación con resultados
diferentes.
—Tú no puedes ver feliz a nadie, ¿verdad? —Emily estalló, era la
primera vez que un atisbo de furia se escapaba por entre sus labios.
Miranda y Cameron combinaron en miradas, juntas se obligaron a
contener las intenciones de festejo que nacían en ellas a causa del
intempestivo y atípico comportamiento de la californiana. Vanessa ni se
inmutó ante el débil ataque y continuó, al fin de cuentas, había
interrumpido su discurso.
—Esto va más allá de la felicidad. Es una cuestión de principios y
dinero, hay muchos insatisfechos ante los resultados de este matrimonio.
Me incluyo entre ellos, me has hecho perder un dineral. Por suerte, mi
tutor, Sir Johnson, ha pensado que tú tenías chances y ha contrarrestado
mis pérdidas.
Miranda estaba al tanto de las apuestas, Colin las había iniciado,
pero Vanessa había sido la encargada de redirigir los rumores hacia un
resultado en particular.
—¿Apostaste en mi contra?
—Pues, sí... iniciar un matrimonio con poción de hadas suele ser el
indicador de un futuro fracaso matrimonial.
—¡Tú me lo sugeriste!
Emily y Cameron se valieron de té para mantenerse ajenas al
altercado verbal que se estaba llevando a cabo frente a ellas, sorbieron la
bebida con lentitud, para ocultar las muecas en sus labios.
—Tú lo pediste... como sea —Vanessa intentó poner un punto final
—. Tu felicidad es la infelicidad de otros.
—¡Pues que se vayan al infierno, nadie los obligó a apostar a tal
tontería! —La sociedad londinense comenzaba a darle pena, la aristocracia
no parecía darles un auténtico sentido a sus vidas.
—No me refiero a eso... hay otros que apostaron a mucho más —
deslizó Vanessa esperando que Miranda mordiera el anzuelo.
—¿A qué te refieres?
—Al Barón Payne, a él me refiero... tú eras su mejor apuesta, te
perdió y, gracias a eso, perdió todo lo demás. Según he oído, está hecho
una furia.
Emily devolvió la taza al plato para sumarse a la conversación.
—Ya he oído lo mismo... —se corrigió—, bueno, yo no, Colin, y él
me lo ha dicho. Inclusive, me comentó que estaba preocupado.
—Ay, todos los caminos conducen a Colin. ¡Aburres, Emily! —
interrumpió Vanessa con fastidio evidente.
—Tú también aburres, Vanessa, con tu sarcasmo. —Cameron liberó
parte de su tensión.
Miranda puso en pausa sus deseos de destripar viva a Vanessa, lo que
había dicho Emily le cayó con un bote de agua fría sobre la cabeza.
—¿Preocupado? ¿Por qué está preocupado?
—Al parecer el Barón Payne culpa a Elliot de su desgracia, un
matrimonio contigo lo hubiese salvado de la ruina.
—Y está en lo cierto —agregó Vanessa—, otra sería su historia si
Lord Bridport no te hubiese comprometido como lo hizo. Ahora que lo
pienso... —dijo girándose a Emily con una sonrisa burlona—, sino fuese
por Emily y su condenado anillo extraviado, hoy serías su esposa. —Un
nuevo maquiavélico plan hizo que sus labios se curvaran en una notoria
sonrisa—. Emily, creo que deberías enmendar tu error, lo lógico es que te
cases con el Barón Payne, y lo hagas de inmediato.
—¡No! —La joven californiana reaccionó a la defensiva, no pudo
controlar su cuerpo, su proclamación la elevó del asiento— ¡No voy a
casarme con él!
—¿Y con quién piensas casarte, entonces? —Vanessa sabía que
estaba hurgando en una herida reciente, una que en breve comenzaría a
sangrar.
—No voy a casarme nunca —murmuró por lo bajo.
—¡Vaya paradoja! —ironizó—. Estás aquí para eso lo recuerdas,
¿no? —A modo de cierre final, la atravesó con su daga más filosa—. Baje
sus expectativas, señorita Grant, dudo mucho que pueda elegir el esposo
que tiene en mente.
Las lágrimas brotaron de los ojos de la joven californiana, una vez
más, perdía ante los tendenciosos comentarios de Vanessa. Sin fuerzas
para recibir otro embiste, abandonó el salón en busca de la soledad que los
jardines podrían brindarle.
—Te recuerdo que tú también estás aquí para eso. —Cameron tomó
la posta que Emily había dejado vacante—. Y como sigas conservando esa
actitud, dudo que alguien se anime a acercarse a ti.
Cameron abandonó su lugar en la mesa para ir tras su compañera.
Miranda estuvo a pasos de escupir una secuencia de insultos al mejor
estilo americano, se contuvo porque consideró que la joven de Boston no
valía la pena, en ese momento, Emily necesitaba compañía. Se levantó y
fue rumbo al jardín, antes de que abandonara el salón, la respuesta de
Vanessa a lo dicho por Cameron llegó a sus oídos:
—Cuento con ello…

El regreso al hogar Bridport no fue para nada placentero, a pesar de


haber disfrutado de una maravillosa velada de media tarde, los
pensamientos de Miranda fluctuaban entre el desconcierto y la
preocupación. Le hubiese encantado responsabilizar a Vanessa de ese
malestar mental, tenía la maravillosa capacidad para alterar a cualquiera
con ideas que, en general, carecían de fundamento y solo eran opiniones de
una joven que observaba el mundo con un cristal demasiado oscuro. En
este caso, la inquietud se mantenía porque había sido generada por una
sólida fuente. El recelo de Colin hacia el Barón Payne había alcanzado un
gran nivel de intensidad, Lord Webb no confiaba en el hombre y, ante el
desmerecimiento de su apreciación por parte de Elliot, había buscado
contención en Emily, con quien había compartido las negativas
sensaciones que el hombre le generaba.
Era por demás seguro que Emily había magnificado los hechos, era
parte de la naturaleza femenina hacerlo; donde un hombre ve un nubarrón,
la mujer ve una tormenta. La exageración era una cuestión de previsión, y
esa extralimitación de pensamiento estaba haciendo de las suyas en
Miranda. Tal vez, por eso, cuando descendió del carruaje, creyó ver la
figura del barón a los lejos, acechando, atento a los movimientos de los
alrededores.
Miranda intentó reducir su campo de visión entrecerrando los
párpados. Un carruaje y un pequeño grupo de niños correteando por la
acera se interpusieron ante su objetivo. Al cabo de unos segundos, se
sorprendió al no hallar evidencia del hombre. Se convenció de que el
suceso había sido consecuencia de la sugestión; sin duda, la mente le
estaba jugando una mala pasada. Era necesario expulsar esos pensamientos
de su cabeza, y al igual que Colin, comprendía que la única manera de
lograrlo era compartiendo la inquietud.
El señor Hurt la recibió en el hall principal.
—Mi lady.
—Señor Hurt, dígame ¿cómo ha ido el día sin mi presencia?
—De maravillas, mi lady —alegó el hombre sin tapujo alguno.
—Su sinceridad me abruma, Cohan. —Miranda no pudo más que
reír, el hombre le agradaba cada día más, comenzaba a sentirlo un aliado
—. ¿Mi esposo?
—En su despacho.
—¿En su despacho? —Se había despedido de él en ese lugar—.
¿Todavía sigue allí?
—Sí, mi lady. Solicitó un refrigerio y continuó con sus tareas.
—Y esas tareas nada tienen que ver con un juego de cartas, ¿verdad?
—No sabría decirle, Lady Bridport. —Ni Hurt mismo creyó esas
palabras.
Miranda se acercó al hombre, se colocó a su par y continuó la
conversación con un susurro:
—Cohan, los dos sabemos que usted sabe todo... absolutamente,
todo. Dígame, ¿qué está haciendo mi esposo con tanto ímpetu y
disciplina?
El hombre carraspeó al sentirse arrinconado por la joven vizcondesa.
Tenía razón, nada escapaba de sus conocimientos, era los ojos y los oídos
de esa casa.
—Revisando los libros contables, analizando posibles inversiones...
entre otras cosas —confesó con el mismo tono de susurro.
—¡Vaya! ¿Quién lo hubiese imaginado? Mi esposo, el mayor
juerguista de todo Londres, abocado a sus tareas y obligaciones. —La
ironía llegó al destino deseado.
—Está usted en lo cierto, mi lady —afirmó el hombre sin expresión
alguna en el rostro.
Miranda levantó los talones hasta colocarse de puntillas de pie, solo
así lograría llegar al oído de Cohan. Quería la máxima confidencialidad.
—De ser así, asegúrese que esa información también llegué a los
oídos del duque. Lo justo es lo justo, ¿no lo cree así, señor Hurt?
Él era el mensajero del diablo, Elliot lo sabía, y para esas alturas, era
por demás evidente que ella estuviese al tanto de esa función extra que
cumplía el mayordomo.
El silencio de Hurt fue la primera respuesta, de inmediato, esta fue
acompañada de un atisbo de sonrisa en sus labios. El hombre no sonreía a
menudo, y Miranda lo consideró una de sus mayores victorias.
—Así me gusta, señor Hurt. Creo que usted y yo vamos a ser buenos
amigos —dijo antes de marcharse en dirección al despacho de su esposo.
Ya en soledad, la sonrisa de Cohan creció hasta llegar a su madurez
total. El sentimiento era mutuo, la vizcondesa comenzaba a agradarle…
cada día más.

No hizo notoria su llegada, la puerta del despacho estaba


entreabierta. Con un sutil movimiento de pie amplió la apertura, desde ahí
observó el cuadro completo. Pretendía deleitarse con la imagen que tenía
ante ella: Elliot, con chaleco, camisa y el nudo de la corbata a medio
deshacer. Tenía los cabellos alborotados, y la mano que aferraba la pluma,
iba del tintero a los libros contables sin pausa alguna. Podía pasar el resto
de su vida así, contemplándolo, sabiéndolo suyo. Y así lo hizo, los minutos
pasaron.
—¿Piensas quedarte ahí mucho más? —Elliot habló sin apartar la
mirada de los libros.
—Pensé que no habías caído en cuenta de mi presencia —dijo y
avanzó hacia él.
—Por favor, cariño, contigo he desarrollado habilidades de sabueso,
reconozco el perfume de tu piel a kilómetros de distancia.
Miranda no pudo más que reír ante el comentario.
—Exageras...
—No, no lo hago. Ven aquí. —Hizo a un lado la pluma y, tras
reacomodarse en el asiento, la invitó a que se refugiara en su regazo.
Miranda se lanzó a la invitación gustosa, se abrazó a su cuello y le robó un
beso. Antes de que los labios de su esposa se distanciaran, la tomó del
cuello con delicadeza y extendió el sensual reencuentro de sus labios—.
Yo también te extrañe.
—No parece... —Solo era una provocación más, para no romper la
costumbre.
—¿Celosa del tintero?
—¡Y de quién más!
—De ser así, déjame decirte que los celos son compartidos. —Elliot
aprovechó el juego para deslizar una mano por debajo de su falda.
—¿Celoso de la señora Monroe? —Miranda, por su parte, se deshizo
de la corbata que a duras penas se sostenía a su cuello.
—No, de ella no, pero sí de esas señoritas americanas caza maridos
que te alejan de mí más horas de las que deseo. Además, creo que son
mala influencia. —La mano de Elliot avanzó por la tela de sus medias
hasta llegar a sus muslos desnudos.
—¿Mala influencia? ¿Por qué lo dices?
—No lo sé, supongo que porque te alentaron a que me drogaras en
nuestra noche de boda.
El vizconde tenía un excelente punto a favor.
—Cuando lo expones de ese modo, tienes razón. Dime, ¿qué
medidas piensas tomar al respecto? —La mano de Elliot venció la
resistencia de su ropa interior y, con una intensa caricia, fue al acecho de
su intimidad.
—¡Lo correcto, por supuesto! Y siento mucho si estás en desacuerdo
conmigo, pero como esposo, debo velar por tu bienestar. —La picardía ya
hacía de lo suyo en su voz, mientras que, en sus pantalones, el deseo hacía
lo demás.
—Con eso quieres decir...
—Que te prohíbo... —Cuando estuvo en contacto con los rizos de su
húmedo sexo, redobló la apuesta de caricias invadiendo su cuello con
besos— te prohíbo que rompas tu amistad con ellas —finalizó
levantándose con ella a cuestas. Con su antebrazo empujó los libros que
ocupaban el escritorio y la sentó en él. La leña ya había sido echada al
fuego, era momento de dejarla arder.
—Oh, esposo mío, y yo voy a respetar tus órdenes —dramatizó
Miranda mientras le quitaba el chaleco y le desabotonaba la camisa.
Elliot le alzó la falda hasta la altura de la cintura, le deslizó la ropa
interior y amplió la separación de sus piernas para ubicarse a la altura de
su sexo.
—Lady Bridport, usted es la clase de mujer sumisa que todo hombre
desea tener. —Con delicadeza, le aflojó las cintas del corsé y sus pechos
escaparon libres. Lamió sus pezones, y los apretujo movido por la
excitación que su miembro, ya erecto, le provocaba.
—No puedo evitarlo, mi lord, me han enseñado a ser sumisa desde
muy pequeña —dijo tirando de sus pantalones para atraerlo a ella; cuando
lo consiguió, lo desabrochó hasta dejar expuesta su masculinidad erguida y
ansiosa.
—Ya veo… He sido un afortunado. —Miranda le aprisionó la cadera
con las piernas provocando el roce de su erección contra su sexo.
—Los dos lo hemos sido...
Los ojos de ambos se buscaron con desesperación, abandonaron por
unos segundos el libreto del sensual juego que estaban llevando a cabo,
para confesarse, en el silencio del deseo, aquello que todavía no podían
poner en palabras. Eran afortunados, en verdad lo eran, no podían
imaginarse el uno sin el otro, eran dueños de un paraíso único, uno que
muy pocos lograban conquistar en vida.
La penetró de una sola embestida, comulgó con su humedad, fue
parte de ella... dos cuerpos convertidos en uno. Así se amaron, con sed
inagotable, con pasión irrefrenable, con el fuego quemándoles la piel,
devorándolos por dentro. Y así se amarían hasta el día que tuviesen el
valor para decir aquello que sus corazones les susurraban.
***

No era la primera vez que utilizaban el despacho para esos fines,


habían hecho del lugar una perfecta sala de placer. Perdían la noción del
tiempo, en consecuencia, no era de extrañar que el anochecer los
sorprendiera ahí. El gran sofá les brindaba la comodidad necesaria.
—Voy a solicitar que nos lleven la cena a la recámara, ¿estás de
acuerdo?
Miranda asintió desde el cobijo del pecho de su esposo. La ausencia
de palabras puso en jaque a Elliot, estaba acostumbrado a su verborragia,
sobre todo aquella que la gobernaba en los momentos de intimidad.
—¿Te encuentras bien? —preguntó separándose de ella para
apoyarse en uno de sus codos. Desde ahí pudo observar la expresión de su
rostro, parecía estar perdida en sus cavilaciones—¿Miranda? —debió
insistir para traerla de regreso a él.
—Lo siento, cariño, sí, me encuentro bien. —Le acarició el rostro
para darle auténtica veracidad a su estado.
—No lo pareces, ¿debo preocuparme?
—No —hizo una pausa y se corrigió—. O si, no lo sé.
—¿Qué no sabes?
—¿Tienes alguna noticia del barón Payne? —Después del divino
goce, la preocupación que la había llevado en primera instancia hacia el
despacho regresaba a torturarla.
—¿Del barón Payne? ¿Me lo preguntas en serio? —No sentía celo
alguno por las señoritas americanas, pero el barón Payne, o cualquier otro
nombre de hombre que saliera de la boca de su esposa, era otro cantar.
—Por supuesto que sí. —Al comprobar el ceño fruncido de su
esposo, Miranda se echó a reír—. Espera... ¿estás celoso? ¿Estás celoso de
él?
—Eso no es de tu incumbencia. —Se comportó como todo un niño
caprichoso, y ella no pudo más que lanzarse sobre él víctima de un ataque
de risas.
Lo besó una y otra vez, y el efecto de sus besos logró cometido, la
expresión enfadada de Elliot desapareció.
—Estoy preocupada —expuso cuando la calma retornaba a ellos.
—Entonces debo de preocuparme también, preocuparme por ti —
dijo acariciándole la suave piel de su cuello.
—Posiblemente, pero no por mí, sino por el barón. He oído que te
responsabiliza de su ruina.
Lo dicho no impactó en lo más mínimo en él, resopló por fastidio,
por lo visto ya había oído ese comentario.
—El único responsable de su ruina es él —dijo para dar por zanjado
el asunto. La idea de que el barón Payne les interrumpiera la noche no le
resultaba para nada placentera.
—Estoy de acuerdo contigo, por desgracia, él piensa lo contrario.
—Me vale poco lo que él piense, Miranda. Y a ti debería sucederte
lo mismo. —Se incorporó y le extendió la mano para que se aferrara a ella
—. Ven, continuemos con esto en nuestra habitación.
—¿Continuar con esto? —repitió sin comprender bien el mensaje.
Los labios de Elliot invadieron su cuello al instante, un beso, y otro,
y otro...
—Sí, tú, yo... cena, y las sábanas —le susurró.
Con esa simpleza erradicaron al barón Payne de sus pensamientos.
Ni siquiera se merecía un lugar en los recuerdos de ambos, a lo sumo sería
una breve anécdota que, con el tiempo, se convertiría en un lejano hecho.
Sin embargo, para el barón eran todo lo contrario, eran el maldito sabor
amargo en su garganta, la condena sin salvación alguna. Miranda y Elliot
eran los artífices de su desgracia, una que estaba decidido a compartir con
ellos.
Capítulo 12

Los paseos de primera mañana por el Hyde Park se habían convertido en


la actividad favorita del matrimonio Bridport. En ese lugar habían
derrumbado los muros de sus egos para permitirse el ingreso a sus
corazones. Las caminatas diarias se encargaban de potenciar el
sentimiento que se encontraba mudo en ellos. Llegaría el día en qué
callarse sería comparable al dolor, y la confesión saldría de sus pechos
abiertos de par en par... sí, ese día llegaría. Para lo demás, no había límites
ni secretos, la relación que construían se basaba en la mutua confianza.
Compartían apreciaciones, desacuerdos, y tomaban decisiones en
conjunto, para Elliot, Miranda no era solo una esposa, era su compañera de
vida.
—Elliot, es necesario que sepas que me he tomado un atrevimiento
sin consultarlo contigo.
Miranda hubiese esperado algún comportamiento reaccionario, una
expresión ceñuda, un intercambio de palabras a modo de llamado de
atención. Le era difícil reconocer que el hombre que tenía como esposo, en
verdad, rompía con el molde del noble aristócrata.
—No esperaría menos de ti, cariño —manifestó con plena serenidad.
—¿No te molesta? —Ella se detuvo, quería verlo a los ojos. Miranda
era un hueso duro de roer, le resultaba muy difícil aceptar su buena
fortuna: tenía a su lado al esposo más bello, sensual y comprensivo de
todo Londres.
—Me molestaría enterarme, de lo que sea, por terceros. Solo eso.
—Es bueno saberlo, porque yo detesto lo mismo. Lo que sea, más
tarde o temprano, deseo saberlo de ti.
—Y así será. De momento, no me he tomado atrevimiento alguno
sin tu consentimiento, por lo que te cedo la palabra a ti, cariño. —Apoyó
la mano en su cadera y retomó la caminata a ritmo lento.
—Me valí de la partida de la señora Monroe para enviarle una carta
a mi padre. En un par de meses estará por aquí y quise adelantarme a lo
que hemos hablado.
—¿A lo que hemos hablado?
—Sí, con respecto a una nueva posibilidad laboral para tu hermano,
lejos de aquí.
Lo esperado sucedió, Elliot reaccionó, sus piernas se clavaron como
estacas al césped, con la mirada perdida en la nada.
—Por supuesto no hice mención del lazo filial que los une, eso no
me corresponde; solo mencioné la necesidad del muchacho. —La reacción
de su marido quedó congelada, Miranda se reprendió por esa mala
costumbre que tenía de actuar sin aprobación del otro; era parte de la
herencia Clark, se inmiscuían en los asuntos ajenos sin considerar las
posibles reacciones colaterales. No quería generar ningún tipo de fricción
entre ellos, estaban en el equilibrio perfecto. Expuso sus argumentos a
modo justificativo—. Conozco a mi padre, sé cómo funciona su mente,
para cuando llegué aquí ya tendrá barajadas todas las alternativas laborales
posibles para David. —Nada, el estado ensimismado de su esposo se
mantenía firme— ¿Elliot?
Ni con eso consiguió recuperar su atención. Miranda se desprendió
del sostén de su brazo para enfrentarse a él.
—¿Elliot? —volvió a repetir.
—Cariño, hazte a un lado, por favor. —Eso fue lo único que atinó a
decir. Continuaba con los ojos en una dirección puntual.
—No, no hasta que me hables, ¿estás enfadado?
—En lo absoluto —dijo y le obsequió su mirada por unos segundos
—. Tu atrevimiento es más que justificado, te lo agradezco en mi nombre
y en nombre de David —finalizó y volvió a dirigir la mirada a un extremo
particular del parque.
La condescendencia de Elliot no fue suficiente para ella. Miranda
seguía aferrándose a la idea de un enojo contenido, la tensión en su rostro
ya era algo imposible de negar, y ella se adjudicaba el motivo de dicho
malestar.
—Miranda, por favor, hazte a un lado —insistió él al notar que ella
no desistió de su actitud física.
El enojo que él parecía no dispuesto a demostrar decidió saltarse de
cuerpo. Miranda, y su intenso carácter americano, salieron de su escondite
de falsa nobleza.
—¿Elliot, qué diablos te sucede?
Decidida como estaba de obtener una respuesta, giró sobre los
talones para contemplar aquel particular punto lejano que tenía obnubilado
a su esposo. Compartió el estupor de Elliot cuando vio lo mismo que sus
ojos veían: el Barón Payne los observaba, sin disimulo alguno, desde el
refugio que un árbol le brindaba. Su estado era deplorable, llevaba el
cabello revuelto y la elegancia, tan propia de él, se le había extraviado en
el algún lugar del camino.
—Ese hombre no luce muy bien. —La pena embargó a Miranda—.
Parece que huye de algo.
—No parece, huye de algo... No te lo he comentado, pero emitieron
una orden de arresto sobre él.
—¿Prisión? ¿Por qué? —Giró una vez más, contemplar al hombre la
abrumaba.
—Sus deudas han alcanzado el límite de lo obsceno, y eso trae
consigo consecuencias. La prisión es la única manera de asegurar que un
noble pague con la fuerza de su trabajo lo que debe.
—¿Crees que ha huido de la ley?
—No me cabe duda alguna de ello. —Sin decir una palabra más, la
hizo a un lado—. Quédate aquí, voy a hablar con él.
—¡No! ¿para qué? —Algo le decía que el Barón Payne no tenía
intenciones de plática.
—Para hacerlo entrar en razones, para eso.
Elliot Spencer y Miranda Clark eran el uno para el otro en todos los
aspectos. Compartían virtudes y desventajas, entre estas últimas, la
testarudez. Una vez que una idea expandía raíces en sus cabezas, era
imposible de arrancar.
Respiró profundo para recuperar la calma perdida, verlo alejarse de
ella le revolvía las tripas. No quería dejarse llevar por las sensaciones
negativas que le murmuraban en la mente lo equivocado que Elliot estaba,
el barón no estaba ahí en busca de ayuda, no requería de ninguna bofetada
para su conciencia, si huía lo hacía con una clara intención, y si se
encontraba allí, en ese lugar y momento preciso, era porque también
albergada otra secreta intención.
Desde su lugar, observó el intercambio de palabras entre ellos.
Confirmado, Nicholas Payne no se encontraba allí ansioso de apoyo
emocional, la ira que destilaban sus ojos viajó por el aire hasta llegar a
Miranda. Las palpitaciones de su corazón actuaron como alarma, Elliot
gesticulaba y acompañaba su discurso con movimientos de brazos,
inclusive, había atinado a entrar contacto con Payne mediante una
amistosa palmada en los hombros. El barón prefirió considerar ese gesto
como un acto de ataque, y reaccionó empujando a Lord Bridport, una vez...
y otra vez.
La diferencia atlética entre ambos hombres era abismal, Payne solo
podía atribuirle su delgadez y buena figura a una bondadosa
predisposición genética, por su lado, la figura de Elliot era de gran
supremacía, piernas y brazos torneados a fuerza de entrenamiento
boxístico, deporte muy común en los Lores de su edad. Miranda se
preguntaba cuántos golpes iba a tolerar su esposo sin reaccionar, y se lo
preguntó justo en el instante en que Elliot le devolvía la embestida. El
resultado, como era de esperarse, no fue beneficioso para el barón, el
empujón tuvo la intensidad suficiente para hacerlo caer de nalgas al suelo.
Decidida a poner un paño frío sobre el asunto, fue al encuentro de
ambos hombres. Era en vano observar desde la distancia, estaba muy al
tanto del comportamiento egocéntrico de su marido, y nada bueno podía
resultar de su combinación con el ego resentido de Payne.
—Nicholas... —Ninguno de los hombres la vio venir, ambos se
sorprendieron, en especial por el modo en que ella se dirigió al barón—.
Nicholas, sé que estás en problemas...
—Miranda, ¿Qué maldita parte de «quédate aquí» no entendiste? —
El enojo que ella había esperado en la conversación de minutos atrás
comenzaba a cobrar vida en Elliot—. ¡Hazme el favor de alejarte! Regresa
a casa —gruñó Elliot sin quitar los ojos del barón que trataba de recuperar
la verticalidad a duras penas.
—¿A casa? ¡No, tú estás loco si piensas que voy a marcharme de
aquí sin...
—Hágale caso al imbécil de su marido, señorita Clark. —Payne
finalmente estaba de nuevo en pie. A esa corta distancia, Miranda pudo
comprobar que la imagen del barón no era lo único alterado, estaba
borracho, olía a alcohol barato—. Él y yo tenemos que ajustar cuentas...
—¿Ajustar cuentas? ¿Qué quiere decir?
—¡Miranda! —volvió a gruñir Elliot colocando su brazo ante ella
como una especie de escudo.
—¡Pregúnteselo a su... adorado esposo, el mal... —Las palabras se
enroscaban en su lengua producto de la embriaguez— el maldito futuro
duque de Weymouth!
—Elliot ¿qué quiere decir? —Miranda requería de respuestas para
entender el comportamiento del hombre.
—Nada, el barón Payne ha perdido la cordura por completo. Eso es
todo.
Payne intentó abalanzarse de nuevo sobre él, Elliot lo empujó sin
mucha fuerza, prefería invertirla en el soporte y resguardo que le daba a su
mujer.
—¡Nunca he estado más cuerdo que ahora, Bridport! ¡Compórtate
como un hombre si es que tienes los cojones! —Payne recuperó la
estabilidad perdida y redirigió sus pasos al objeto de su deseo: Miranda—
¡Ella me pertenece y voy a recuperarla!
Sin más alternativa, Elliot hizo uso de la fuerza contra su esposa, le
propinó un codazo tan intenso que Miranda recorrió casi un metro de
distancia hacia atrás.
—¡No te atrevas a ponerle una mano encima! ¡No te atrevas ni a
mirarla, ni siquiera a nombrarla! —Los roles cambiaron y, en esa
oportunidad, fue Elliot el que se abalanzó contra él.
En segundos se trenzaron en una pelea, los puños de Lord Bridport
impactaron sin piedad en el rostro del barón. El hombre no se encontraba
capacitado para devolver ni un solo golpe por la inexperiencia que tenía y
por la embriaguez que lo dominaba, como todo un cobarde, se valió de
patadas para desestabilizar a Elliot, y al ver que no lo conseguía, recurrió
al abrazo forzado, refugió la cabeza en el pecho de Bridport.
—¡Maldito, si no aceptas el duelo... —Payne exponía a gritos sus
intenciones y Miranda comprendió al fin a qué se enfrentaban—,
encontraré otra manera! Como sea, la convertiré en viuda y, finalmente,
será mía, como debió de ser desde un principio.
Payne había ido preparado para todo, no tenía nada que perder,
llevaba un revólver a la cintura y, en un instante de debilidad por parte de
Elliot, se valió de él.
—¡Elliot! —gritó Miranda desesperada.
Fue un error. Lo único que a él le importaba era el bienestar de su
esposa, y el grito fue interpretado como peligro. Giró hacia ella,
desarmando su defensa, y Payne colocó la punta del cañón contra su
vientre.
—Como sea... —masculló entre dientes.
Al sentir el frío del acero, Elliot se entregó a la lucha, envolvió el
revólver y la mano de Payne con las suyas para imposibilitar el disparo.
Consiguió alejar el arma de su vientre, Payne era débil y carecía de
destreza alguna, lo único que tenía a favor era la adrenalina del momento.
Miranda corrió hacia ellos. Elliot y Payne giraban como un trompo
en una lucha de supervivencia. El arma flameó en el aire como una
bandera, de un lado al otro, de un lado al otro. La cercanía de Miranda
mermó las fuerzas de Elliot.
—¡Vete de aquí! —Fue lo único que pudo balbucear. Payne logró
vencer la fuerza de su mano y alcanzó el gatillo. Hizo presión en él—
¡Vete de...
La pelea se había convertido en el mayor espectáculo de la mañana
para los concurrentes del Hyde Park, y el disparo fue la bajada de telón
inesperada. Gritos, corridas, llantos de niños.
Elliot tomó distancia del cuerpo del barón al darse cuenta de que el
disparo no había impactado en él. El barón hizo lo mismo con iguales
resultados. Ninguno había resultado herido. Ninguno. Los ojos del barón
se tiñeron de espanto al comprobar quién había sido la destinataria de su
ira... Miranda.

***

La puerta de la mansión Bridport se abrió de par en par tras recibir el


impacto de una rabiosa patada. Elliot ingresó a los gritos, cargaba a su
esposa en brazos.
—¡Señor Hurt! ¡Señor Hurt!
El hombre se hizo presente de inmediato, y se ahogó con su propia
saliva cuando estuvo ante tal sangrienta escena. El vestido de Miranda
había cambiado de color, el azul había mutado a rojo carmesí.
—¡Por todos los cielos! ¿Qué ha sucedido? —Cohan corrió a
asistirlo, lo ayudó a cargarla colocando sus brazos por debajo de los de
Elliot.
—Ha recibido un disparo y está perdiendo mucha sangre.
—¡Stella, Anna! —gritó el hombre por primera vez en su larga
trayectoria de servicio. Ni bien se hicieron presentes las doncellas,
continuó—. Paños y agua tibia a la recámara principal, ya. —Las
muchachas actuaron sin pausa alguna. Antes de que se marcharan, agregó
— Y díganle a Steven que corra a casa del doctor Ferguson, lo
necesitamos de inmediato.
Subieron la escalera en perfecta coordinación; fueron delicados, no
querían provocarle más daño.
—¡Señor Hurt —Miranda habló, llevaba todo el trayecto hablando
para tranquilizar a Elliot sin mucho éxito. Por desgracia, su estrategia le
había robado más energía de lo que hubiese deseado, no sentía dolor, solo
profundo agotamiento—, quite esa expresión de preocupación! Ya se lo he
dicho a mi esposo... estoy en per... perfectas condiciones.
—¡No te esfuerces, cariño! —Elliot notaba que ella invertía la poca
fuerza que le quedaba en esas palabras, y eso lo atormentaba aún más.
Llegaron a lo alto de la escalera, y avanzaron por el pasillo
manteniendo el mismo cuidado. Hurt habló, estaba angustiado como nunca
lo había estado antes en su vida.
—No estoy preocupado, mi lady. Usted ya me conoce, esta es mi
expresión habitual.
—Verdad, verdad —respondió ella en un murmullo apenas audible.
Ni bien estuvieron en la habitación, Cohan dejó de ser el soporte de
Elliot y se adelantó en pasos para preparar la cama. Hizo a un lado el
cobertor y colocó almohadas extras, en segundos, el cuerpo frío de
Miranda entró en contacto con las tibias sábanas. Hurt le brindó la
comodidad necesaria, mientras Elliot le quitaba los botines y rasgaba la
tela de su vestido. La tela opuso resistencia, tiró de ella y, al hacerlo,
potenció el sangrado. Ante la desesperación, hizo presión en la herida, la
sangre brotó sin control, sus manos se empaparon, se enrojecieron.
—¡Hurt, Hurt, no puedo contener la sangre!
La angustia era palpable en su voz, y el temor le empañó la mirada
con el nacimiento de las primeras lágrimas. Cohan le hizo compañía, había
tomado unas toallas limpias, y ahora las colocaba sobre el volcán en
erupción que era la herida.
Miranda observaba todo como si de una escena ajena se tratara. El
agotamiento la empujaba a una irremediable necesidad de sueño. Tenía
que cerrar sus ojos, sí... tenía que hacerlo.
—Cariño —murmuró. Antes de lanzarse a los brazos de Morfeo
debía de tranquilizar a su esposo—, estoy bien, no te preocupes... estoy
bien. Apenas sien...siento dolor, solo... un poco, un poco de frío. Necesito
dormir, con eso... con eso bastará. —Los ojos se le cerraron en contra de
su voluntad.
—¡Miranda! Abre los ojos. —Le apretujó las mejillas para
regresarla en sí. La sacudió—. Cariño, mírame. —Ella reaccionó—. Así
me gusta —fingió una sonrisa para no trasmitir su temor, estaba pálida,
sangraba sin control, y los primeros calores comenzaban a quemarle la
piel—. Quédate conmigo ¿sí?
Miranda utilizó la última gota de fuerza que le quedaba para alzar la
mano en busca del rostro de su esposo. La caricia fue superficial, sus
dedos se estaban entumeciendo.
—Por supuesto que me quedo contigo. No hay otro lugar en este
mundo en donde quiera estar. —Sus ojos volvieron a cerrarse.
—No. No. —Elliot recurrió a otra sacudida. No le resultó. La
abofeteó con suavidad— Miranda...
El verde esmeralda de los ojos de Miranda encontró el descanso
necesario en el apagado brillo ámbar de los ojos de su esposo. Le sonrió.
—Elliot, voy a decirte algo que no debería decirte, que... que no
tenía planeado decirte ahora... —Tosió, sentía la garganta seca, de hecho,
hasta la piel de sus labios parecía secarse, se los humedeció con la lengua.
Parpadeó como obvio preludio al sueño, y el silencio se apoderó de ella.
—¿Qué, cariño? —La única manera de mantenerla despierta era
obligándola a la conversación, no era lo adecuado, pero era lo único que se
le ocurría— ¿Qué no tenías planeado decir?
Miranda tuvo que hacer memoria, había perdido el hijo de sus
propias palabras. Cuando recordó la confesión, sonrió.
—Que... que te amo, Elliot Spencer… te amo, pero… no se lo digas
a mi marido, todavía es un secreto. ¿Lo prometes?
—Lo prometo —dijo con los ojos llenos de lágrimas.
—Ahora, déjame dormir… solo quiero dormir.
Cerró los ojos y la mano que se aferraba a su mejilla, se desplomó
sobre la cama.
—¡Miranda! —La sacudió una y otra vez. La sacudió con
desesperación— ¡Miranda!
Capítulo 13

El doctor Ferguson fue determinante, si no lograban equilibrar los


humores, Miranda moriría. Habían detenido el sangrado, pero no lograban
hacer lo mismo con la infección que se apropiaba de la piel y dibujaba
horribles estrías junto a la herida.
—La técnica de sanguijuelas es la única opción que existe para
equilibrar los humores —explicó el médico ante la mirada de pavor de
Elliot. De solo imaginar a esos bichos succionando la poca sangre de
Miranda se le revolvía el estómago.
—No lo sé —musitó.
—No tenemos demasiado tiempo, deberíamos provocar un sangrado
inicial y… —La explicación de Ferguson se hizo aire, no llegaba a la
mente de Lord Bridport. Menos tras observar el artilugio que se utilizaría
para dicho fin y el frasco lleno de sanguijuelas. Se dirigió a la cama, junto
a su esposa y le acarició el rostro. Miranda volvía a la conciencia algunos
minutos al día, era el láudano lo que la hacía dormir ahora, pues en el poco
tiempo que estaba despierta era presa de un terrible dolor.
—Déjeme pensarlo, es que…
—Mi lord —insistió el hombre.
Cohan Hurt intervino de una manera impropia de un mayordomo. El
duque de Weymouth se horrorizaría al comprobar que en lugar de
influenciar a Elliot para que se comportara como un vizconde, había sido
el joven quien derribó los protocolos en la servidumbre.
—Ya lo escuchó, cuando tenga una respuesta se la hará saber, no
tiene por qué esperar aquí, aunque si así lo desea, le llevaremos el té al
despacho. —La irreverencia del trato impactó en el médico que fijó la
mirada en Hurt con desdén. No era propio de un sirviente tratar así a
alguien tan respetado. Esperó la reprimenda de Lord Bridport, que no
llegó. El hombre estaba concentrado en su esposa y no podía importarle
menos la falta de respeto de su mayordomo.
—No se preocupe —respondió el hombre, altanero—, me marcharé,
y no se molesten en llamarme cuando comprendan que han cometido un
error. Para entonces, será tarde. —Iba a agregar que de todos modos no
volvería, pero se contuvo al comprender que no podía ganarse la
enemistad del próximo duque de Weymouth. Dio media vuelta y dejó la
habitación. Elliot alzó la mirada en busca de consuelo en los ojos de Hurt,
temía haber cometido un grave error al no seguir las indicaciones del
médico.
—Pediremos otra opinión, mi lord —lo consoló el hombre—. El
ama de llaves confeccionó una lista de todos los doctores de Londres, los
llamaremos uno a uno.
—Por favor… —clamó Elliot, delegando esa tarea. No era capaz de
abandonar el lecho de Miranda, temía perderla de vista. Hurt se marchó
con presura, tenía idea de enviar una misiva a cada uno de los médicos y
empezaría por aquellos que no utilizaban el sangrado a modo de curación.
Tampoco creía que fuera a funcionar, Miranda estaba pálida, con el pulso
casi inexistente, si hasta había escuchado el comentario de la doncella de
la señora que estaba preocupada por las fechas lunares. No, Lady Bridport
no podía perder una gota más de sangre.
Estaba absorto en su misión cuando las visitas inesperadas arribaron.
Quiso echarlas en nombre del vizconde, del ducado y de toda Inglaterra.
Antes de que pudiera cerrar la puerta, un rostro conocido se hizo presente.
—Hurt, no pierda energías, son americanas, igual de tozudas que
Lady Bridport —dijo Colin y se escabulló por el ingreso. Tras él,
utilizando la ancha espalda de Lord Webb como guía, se adentraron Emily
y la señora Grant—. ¿Dónde está Elliot?
—Junto a Lady Bridport, no ha dejado la habitación desde el
incidente, quizá… —se atrevió a esperanzarse el mayordomo—, quizá
pueda convencerlo de que coma algo.
—Lo imaginé, a eso he venido. Las mujeres quieren comprobar con
sus propios ojos el estado de Miranda.
La pena se hizo presente en el rostro de Hurt, adelantando el
resultado. Lady Bridport no se encontraba para nada bien. La carabina se
encaminó por las escaleras, dejando las normas atrás, y fueron directo a la
recámara de Miranda. Cohan les indicó que la mujer estaba en la de Elliot,
sin especificar detalles de la intimidad del matrimonio. Desde que habían
solucionado las cosas entre ellos, compartían la cama todas las noches.
Emily contuvo la expresión de horror al ver el estado de Lady
Bridport. La muchacha parecía más cerca del cielo que de la tierra. Estaba
bocarriba, con los mechones negros enmarcando su rostro que lucía aún
más pálido por el contraste. La boca, siempre rosa, se veía blanca y
resquebrajada y nada quedaba del rubor que siempre teñía sus mejillas. El
olor a medicinas mezclado con el de las flores presagiaban muerte, y así lo
expresó la señora Grant.
—Aún no ha muerto y esto parece un funeral.
—¡Madre! —se quejó Emily por la falta de consideración.
—No hay que llamar a la muerte —explicó la mujer, que se
persignó. Colin, que comenzaba a habituarse a los modos de los Grant,
desoyó la conversación y fue al encuentro de su amigo. Se fundieron en un
abrazo.
—Ven, vamos a comer algo mientras ellas se quedan en compañía de
Miranda.
—No puedo —se negó—, no quiero perderla de vista, no…
Elliot volvió a su sitio y tomó la mano de su esposa. Temía que, en
un parpadeo, ese último pulso se fuera. Le tocaba la muñeca, permanecía
con el pulgar sobre la vena que apenas latía.
—Que coma aquí —sugirió la señora Grant—, es bueno que no deje
la habitación, el amor suele espantar a la muerte.
Emily volvió a sonrojarse por las palabras de su madre, pero se
abstuvo de hacer comentarios. Sabía de qué hablaba, eran costumbres
mexicanas que habían quedado arraigadas en California. Hacía muy pocos
años que era territorio americano, de hecho, la señora Grant hablaba el
español con fluidez y, nadie lo sabía, pero practicaba el catolicismo en
lugar del protestantismo. Ese sería un gran escándalo si se supiera en
tierras británicas.
La palabra amor resonó en el ambiente e impactó en el pecho de
Lord Bridport. La confesión de Miranda lo rasgaba de dolor, no podía
perderla, no ahora. Le parecía increíble que ni Colin ni Emily parecieran
sorprendidos por lo dicho, el amor de Elliot era evidente para todos. Solo
existía un ciego allí, uno que acababa de abrir los ojos.
—El doctor Ferguson dice que la única alternativa es el sangrado,
que hay que equilibrar los humores —Lord Bridport confesó sus pesares
—, solo que… no creo… Está demasiado débil.
—¿Está infectada? —inquirió la señora Grant y se acercó a la cama.
Comprobó la temperatura de Miranda, estaba fría.
—Eso dice el doctor, y la herida no tiene buen aspecto.
—Emily, lleva a Lord Webb fuera de la habitación unos segundos,
pueden hacer algo útil, como buscar comida para Lord Bridport —sugirió
la mujer en sus modos toscos.
—Sí, madre —accedió la muchacha y tiró de Colin. Le sucedía en
presencia de la señora Grant, Emily dejaba sus modos calmos y suaves, la
timidez, y era presa de la misma fuerza y determinación que su
progenitora. Al igual que ella, era la única mujer entre cinco hermanos, la
dama en un rancho, la próxima matriarca de una estancia californiana. Y
aunque las normas británicas la contuvieran como el corsé, en ocasiones el
legado de su sangre se hacía oír.
Una vez a solas con el matrimonio, se atrevió a correr el edredón y a
dejar el cuerpo de Miranda al desnudo. Tocó la zona de la herida, allí sí
estaba hirviendo.
—La fiebre es localizada, eso es muy bueno, Lord Bridport. Hizo
bien en impedir el sangrado, ¡Esos matasanos no saben nada!
—¿Usted sí? —La pregunta no fue insolente, sino esperanzadora.
—Ocho hermanos, en el oeste de Estados Unidos. He visto más
heridas de balas de las que he querido. He traído tantos niños al mundo
como terneros. Créame, esto no es tan grave. Hay que limpiar en
profundidad, abrir la herida, desinfectar y volver a intentar que cicatrice.
Elliot se impulsó con energía renovada, era lo más parecido a una
buena noticia que recibía en días.
—¡Hurt! ¡Hurt! Ven aquí —gritó desde el pasillo. Su vozarrón
resonó en la mansión hasta que Cohan se hizo presente—. Toma nota de
todo lo que pida la señora Grant.
El mayordomo no se inmutó ante la orden, comenzaba a habituarse a
las excentricidades americanas, y, si debía ser honesto, las extrañaba. La
jovialidad y energía de Miranda llenaba la casa de luz, una luz que apenas
titilaba en esos momentos.
—Consiga, Acacia, Aloe vera, ajo y jengibre. Con Ajo, jengibre,
miel y parte de la savia prepare una infusión, como si fuera un té, y
debemos obligar a Miranda a beberlo. El resto de la Acacia, el Alore vera
y el ajo, tráigalo en un mortero para que prepare un emplasto —especificó
la mujer. Hurt se puso en marcha, ansioso, tanto que fue él mismo al
boticario y a los viveros en búsqueda de las plantas en estado natural.
—¿Para qué sirven todas esas cosas?
—Para matar las infecciones. Atacaremos la misma por dentro, y por
fuera. Mientras Hurt consigue lo necesario, trae tijeras, hilos y agua
hirviendo, limpiaremos la herida.
Elliot se apuró a acatar, no sabía si estaba siendo racional al
permitirle a la señora Grant hacer eso, solo confiaba en su sentido común.
No creía que Miranda fuera capaz de soportar un sangrado. Se negó a
abandonar la recámara, y prometió que lo haría en cuanto la mujer
terminara.
La señora Grant cortó los hilos de la herida, y abrió el orificio que
había dejado la bala para limpiar por completo la zona. Lord Bridport
palideció ante el dolor que manifestó la expresión de Miranda que volvió a
la lucidez por la tarea.
—Aguanta, pequeña —le susurró la mujer—, eres fuerte, tú puedes
con esto.
—Sí —murmuró y buscó con la mirada a su marido. Elliot se acercó
y le tomó la mano para infundirle valor. La señora Grant sonrió apenas,
sabedora de que era Miranda quien le daba su fuerza al marido y no a la
inversa. El único que agonizaba de verdad en la recámara era Lord
Bridport.
—¿Quieres un poco de coñac para el dolor? —sugirió.
—No… no puedo beber.
—Ya podrás.
Luego de limpiar la zona, sacar los puntos, la señora Grant hizo
llamar a Emily. Tanto Lord Bridport como Lord Webb, al otro lado de la
puerta, se sorprendieron por lo pedido. Sin embargo, la señorita Grant
entró a paso firme, conocedora de su rol en la curación. No le tembló el
pulso, y lo último que vio antes de cerrar la puerta tras ella fue la
admiración en la mirada azul de Colin.
—¿Ella la va a coser? —preguntó Elliot, sorprendido.
—Mi Emily es la mejor, y estoy segura de que Lady Bridport
agradecerá la decisión cuando se recupere. Las mujeres podemos ser muy
vanidosas.
Emily lavó sus manos con agua hirviendo, se sacó las joyas que
llevaba consigo, incluso se cubrió el cabello rubio con una cofia para
impedir que algo cayera en la herida mientras trabajaba sobre ella.
Enhebró la aguja, la cual fue higienizada en agua hirviendo y alcohol, y
comenzó a coser. Parecía la labor de una bordadora, las puntadas eran tan
delicadas y pequeñas que apenas se notaban, y la buena mano de Emily
hacía que Miranda casi no se quejara del dolor. Finalizó la tarea justo
cuando Hurt regresaba con todo lo solicitado.
La señora Grant hizo el empaste, mientras Lord Bridport y Emily
obligaban a Miranda a beber la infusión de sabor horrible. Terminaron en
el mismo instante en el que el sol se perdía en el horizonte.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Colin, el único que había
permanecido afuera durante toda la curación.
—Antes de lo que imaginan —confirmó la señora Grant. Y al fin,
con esas palabras, Lord Bridport encontró la fuerza para ir a la antesala de
la recámara y comer algo. Los amigos supieron que de nada valía su
compañía en esos momentos, habían hecho lo que debían, solo restaba
esperar.
Se despidieron conformes con lo logrado. Los dos estaban un poco
mejor.

Los primeros días de tratamiento fueron agónicos para el


matrimonio Bridport. Miranda sufría de intensos dolores, pues la señora
Grant había dado la orden de disminuir las dosis de láudano de manera que
comiera y recuperara fuerzas. Por cada quejido de Lady Bridport se
escuchaban cien maldiciones de Elliot. El vizconde temía que su decisión
de llevar la contraria a las especificaciones del médico impactara en la
salud de su esposa.
Por fortuna, a las cuarenta y ocho horas de la primera visita de los
Grant, Miranda ya estaba repuesta de la infección. Quedaba la
cicatrización por delante y recuperar las energías. La receta de la madre de
Emily fue clara, y como la sanación anterior había dado resultado, Elliot
no dudó en seguir las sugerencias. Carnes rojas en todas las comidas,
incluso en el desayuno, espinaca y legumbres.
La mejora en la salud de Lady Bridport fue acompañada por un
cambio de humor general. Todos estaban al pendiente de las necesidades
de su señora y de las demandas casi caprichosas del señor. El tiempo en
que debían abrir las ventanas, la frecuencia en el cambio de las sábanas, la
hora exacta en que debían servir cada comida, el silencio en los horarios
de descanso, los segundos que tardaban en atender el llamado de la
campanilla…
La servidumbre no se quejaba, presa de la tranquilidad al saber que
Miranda estaba bien y saldría adelante. Acataban los pedidos del señor sin
chistar, la que comenzaba a alterarse era ella.
—Por favor, querido, ve al despacho —sugirió.
—¿Y si necesitas algo? No, mejor me traigo las cosas aquí y… —
Miranda contuvo un gruñido.
—Prefiero descansar un poco, si necesito algo, el despacho está a
apenas unos metros.
—Pero…
Elliot era incapaz de alejarse, su sobreprotección comenzaba a ser
algo molesta. Miranda se sentía enternecida por el interés de su marido en
ella y su salud, también tenía presente la razón de la disputa con el barón,
pero en su mente recordaba haber confesado sus sentimientos y no había
escuchado respuesta alguna. Necesitaba de la soledad para analizar su
relación con Elliot, saber si el amor que ella sentía bastaba por los dos, si
el cariño de él era suficiente.
—Ve, le diré a Stella que me haga compañía.
Lord Bridport accedió de mala manera. Volvería a la media hora, lo
sabía, no se sentía capaz de estar separado de ella por demasiado tiempo.
Stella ingresó a la recámara con un ligero tentempié, el horrible té de
jengibre y un libro para entretener a su señora. Elliot bajó los peldaños
para ir a su despacho y ver qué podía postergar. La pila de correspondencia
pendiente crecía sin medida, entre ellas, tenía una misiva del duque de
Weymouth sin siquiera abrir. No estaba de ánimo para tratar con su padre.
Para mala suerte de todos, su excelencia no estaba dispuesto a ser
desatendido. La nota ignorada era una orden de presentarse en la mansión
familiar, al no ser respondida, y ante la ausencia de noticias, el duque se
hizo presente en la casa de su hijo a la hora exacta del té.
El lujoso carruaje con el escudo de los Weymouth frenó en la puerta
de ingreso. Hurt y el ama de llaves tuvieron un total de cincuenta segundos
para preparar el recibimiento. Los dos paneles de la puerta de ingreso
fueron abiertos, tres lacayos corrieron a abrir las portezuelas, extendieron
las escaleras para ayudar al descenso. Una doncella aguardaba por el
bastón y la galera, otra por el abrigo. El único ajeno al ceremonial era el
mismo Lord Bridport.
—¡Por dios! Tanto alboroto. Aquí están para atender las necesidades
de Lady Bridport ¿y si suena la campanilla ahora? ¿Quién está disponible
para ir junto a mi mujer? —espetó, molesto.
—Stella, mi lord —respondió Hurt, algo ofendido porque se pusiera
en tela de juicio al personal.
—Pues yo quiero que, si esa campanilla suene, todos dejen este
espectáculo innecesario y vayan junto a ella —especificó, y su queja
resonó en los oídos del duque.
—Ya veo que los rumores son ciertos —dijo Lord Weymouth—. Te
importa más tu esposa americana que el título que heredarás.
—Padre —respondió Elliot, sin invitarlo a pasar. Se dirigió hacia el
despacho mientras hablaba, si el hombre quería tener una conversación
con él, debería seguirlo—, a estas alturas ya tendrías que saber que las
ardillas de Hyde Park me importan más que el título. ¿A qué debo tu
visita?
Parte de la respuesta se leía en la mirada de Hurt. Lord Bridport se
giró hacia el mayordomo y le regaló una media sonrisa de complicidad.
Era claro que el hombre había dejado atrás la tarea de informarle al duque
de las andanzas de su hijo, y a Weymouth no le quedó más remedio que ir
a la fuente para confirmar los rumores.
—A que estoy dispuesto a hacer la vista a un lado de tus andanzas
ahora que, por lo visto, has recapacitado en parte.
—¿He recapacitado? —preguntó con fingida sorpresa.
—Sí, salvo por el último desagradable escándalo en el que te
hallaste envuelto, claro está. De todos modos, sus consecuencias no son
del todo devastadoras —reafirmó el duque e ingresó al despacho. No
estaba habituado a atender sus propias necesidades, por lo que no se
dirigió a la bandeja de bebidas por mucho que deseara llevar esa
conversación con una dosis de coñac en las venas. Elliot, por el contrario,
se sirvió una medida sin ofrecer a su padre. Sorbió apenas y fijó la
atención en el hombre que se le parecía tanto físicamente y tan poco en el
carácter.
—Con último escándalo te refieres a… —pidió que se explicara.
—A pelearte por la plebeya americana en mitad del Hyde Park, por
supuesto.
—¡La plebeya americana es mi esposa! —alzó la voz Elliot—, y
permíteme recordarte que eso la hace Lady Bridport, así que, salvo que
pretendas quitarnos el título, te referirás a ella como Lady Miranda.
—¡No tientes a tu suerte, Elliot! —lo reprendió su padre—, que he
venido con intenciones de reparar nuestra relación.
—De reparar… —Largó una carcajada—. Tienes muchas relaciones
que reparar antes de llegar a la nuestra. Empieza por allí si lo que buscas
es algo de perdón.
—¿Otra vez con el asunto? En cuanto enviudes, lo entenderás. Esto
no tiene por qué seguir por demasiado tiempo, el Barón ya ha muerto, se
suicidó antes de llegar a prisión, y según el doctor Ferguson, tu esposa le
seguirá los pasos. Tengo entendido que tú lo has solicitado…
—¿Qué estás insinuando? —Los ojos ámbar de Elliot
resplandecieron de odio y desprecio. Se fijaron en los celestes de su padre,
que brillaban de satisfacción. Debía reconocer que el final del Barón de
Sunnyvalle le traía algo de paz, aunque lamentaba que hubiera tenido una
muerte sin dolor. No le parecía castigo suficiente. Sin embargo, que el
duque sugiriera que él esperaba el mismo final para Miranda lo enervaba.
—Por Dios, Elliot, no debes fingir frente a mí. Es evidente que has
comprendido tu error. Lo último que supe es que regresaste a tus
responsabilidades, que ahora atiendes las finanzas y la administración del
dinero. Y en cuanto tuviste la oportunidad de deshacerte de tu mujer, la
aprovechaste…
—¡Desaparece de mi vista! —alzó la voz Elliot—. Miranda no está
muriendo, tus malditos rumores están equivocados, como lo estaba el
doctor Ferguson.
—Te has negado al tratamiento…
—Me negué a que la desangraran, padre. ¿Sabes por qué? Porque
aquí —remarcó golpeándose el pecho—, aquí siempre sabré qué es lo
mejor para ella, porque aquí es donde ella vive. Y eso, excelencia —dijo,
convencido de que, desde ese día en adelante, el duque de Weymouth no
sería más un padre para él—, jamás lo entenderás. Eres incapaz de sentir
amor.
—Intentas aferrarte a una fe ciega…
—No, no lo hace —interrumpió Miranda la disputa—, puede verlo
con sus propios ojos.
Lady Bridport se sostenía del marco de la puerta. Estaba débil,
agitada por el esfuerzo. La presencia del duque le había dado la fuerza
para dejar la cama sin importar el dolor. Mientras intentaba llegar hasta su
esposo para protegerlo del desprecio, del odio, halló la respuesta a su mal.
Sí, bastaba con su amor por los dos. La confesión de Elliot le había llegado
cuando ya lo creía perdido, cuando pensó que el último sueño se había
evaporado. Y en ese instante ambos hicieron realidad su último anhelo,
Miranda consiguió su príncipe de cuentos de hadas, y Lord Bridport
rompió la última cadena con su padre.
—¡Esto es absurdo! ¡No eres digna del ducado! ¡Tendrías que haber
muerto!
—Si tengo que repetirlo —amenazó Elliot—, haré que te saquen a la
rastra. ¡Desaparece de mi vista! —exigió.
Cohan Hurt apareció para acompañar al duque a la puerta, no sabía si
aún trabajaría para Lord Bridport, ahora dependía del vizconde para
conservar el puesto. Una mirada del duque de Weymouth le alcanzó para
confirmar que el trato que tenía con él había caducado.
—Elliot… —lo llamó Miranda cuando quedaron a solas.
—Miranda, no debiste salir de la cama.
—No te preocupes por mí —dijo. Se acercó a él y trató de ocultar la
debilidad en sus pasos.
—¿Y por quién más debería de preocuparme? —La ira todavía le
aprisionaba la garganta, su padre siempre le generaba la misma amarga
sensación, una que quería hacer a un lado de manera definitiva.
—Por ti —exclamó con auténtica preocupación cuando estuvo junto
a él. No había que ser una gran sabia para intuir el malestar emocional que
lo invadía en ese instante—. ¿Cómo te sientes?
—Esa pregunta va más dirigida a ti que a mí. Es más, todo debería ir
dirigido...
—Me refiero a esto —sabía que él iba a ponerla como el epicentro
de su atención y cuidados, y desde donde Miranda se encontraba, el que
necesitaba ese lugar era él—. ¿Cómo te sientes con respecto a esto... a tu
padre?
Elliot se permitió expulsar parte de esa ira contenida en una extensa
exhalación, para qué negarlo, acababa de experimentar una extraña
sensación de punto final, de despedida. Por fin se desprendía de aquello
que lo dañaba, que le atormentaba el alma, que lo hacía sentir un ser
inferior e incompleto. Toda una vida rendida a los pies del gran duque de
Weymouth... ya no. No más. En Miranda había encontrado las razones para
arrancar las cadenas, con ella estaba reconstruyendo su historia.
—Si te soy sincero, me siento como un sentenciado a muerte que se
ha librado de la condena. —Fue en busca de su tibio contacto, se aferró a
sus manos para entrelazar los dedos a los de ella—. Por fin me he quitado
la soga del cuello y... —Volvió a exhalar. La ira se iba, desaparecía, tal vez,
para siempre.
—¿Y?
—Y me siento de maravillas. —La sonrisa en sus labios fue la
confirmación real de esa inesperada experiencia— Por primera vez en mi
vida soy consciente de que no lo necesito.
—No, por supuesto que no lo necesitas, aunque me atrevo a decir
que él si te necesita, más de lo que cree. Ya lo verás.
—No, no... no quiero verlo, y lo digo en todos los sentidos de la
palabra. Por mí, que se vaya al mismísimo infierno y que se quede ahí. No
hay lugar para él aquí, no tiene permitido el ingreso a nuestro paraíso. —
Alzó las manos de su esposa hasta llevarlas a sus labios, las besó, una y
otra vez. Una y otra vez.
—¿Nuestro paraíso? —dijo con intenciones de dulce provocación.
—¿Acaso lo dudas? —Elliot fingió seriedad.
—Jamás —susurró Miranda mientras se valía del cuerpo de Elliot
como soporte. Apoyó la frente contra su pecho a modo de cobijo. El
silencio se apoderó de ella, y Elliot pudo descifrar el lenguaje secreto de
su mudez.
Era tiempo de romper una promesa. Era tiempo de reclamar la suya.
—¿Cariño?
—Sí... —respondió ella desde el refugio de su cuerpo.
—Voy a decirte algo que no debería decirte... —Utilizó sus mismas
palabras colocando en ellas la intensidad de su sentimiento—, que no tenía
planeado decirte ahora...
Los ojos de Miranda hicieron un lento recorrido; de su pecho
avanzaron con un destino específico, los ojos de Elliot. Brillaban, producto
de una luz única, pura... una luz que solo se encendía cuando la miraba a
ella.
—Te amo, Miranda Clark... te amo, pero... no se lo digas a mi
esposa, todavía es un secreto.
La única manera de corresponder a esa declaración fue con un beso...
el más delicado de los besos. Sus labios sellaron un nuevo pacto, esa era la
base sobre la cual se alzaría la vida que compartirían hasta que la muerte
tuviese el valor de separarlos.
Cuando sus bocas se separaron, el cuerpo de Miranda tembló fruto
de la felicidad mezclada con debilidad. Elliot regresó a la realidad de su
estado, la envolvió con sus brazos.
—Por Dios, apenas si te sostienes.
—Nunca estuve más firme que en estos momentos, amor —rebatió
ella, y lo tomó del rostro para que la mirara a los ojos—. Escuché cuando
se lo decías a tu padre, aquí —le tocó el lugar exacto en el que el corazón
de Lord Bridport latía acelerado—, aquí sabes lo mejor para mí. Sabes
cuál es la medicina que necesito.
Elliot la cargó con delicadeza en brazos para llevarla de nuevo a la
cama. Los brazos de Miranda se aferraron a su cuello.
—Sí, necesitas mi amor. Por fortuna, es inagotable, así que gozarás
de buena salud por el resto de nuestros días —y remató esas palabras con
un beso lleno de promesas a futuro.
Epílogo

Miranda había insistido en acompañarlo. Elliot se lamentó de haber


accedido en cuanto entraron a la zona del condado de Milton. Las
industrias emitían un humo constante que se mezclaba con la neblina e
imposibilitaban respirar bien. A eso se le sumaba el putrefacto olor de un
área superpoblada como aquella.
—¿Estás bien? —le consultó por décima vez.
—No, no lo estoy —se sinceró Miranda—. No por mi herida, que
apenas molesta, sino porque no puedo ver esto. Pensar que mis padres
vivieron en una zona similar en Nueva York…
—Lo siento, querida, no debí permitirte venir.
—Cerrar los ojos no lo hace desaparecer, al menos, mejoraremos la
vida de alguien.
Lord Bridport asintió en silencio. Miranda tenía razón, ya no bastaba
con cerrar los ojos. Él había vuelto a sus responsabilidades como
vizconde, y la calidad de vida de los ciudadanos era una de ellas. No
obstante, la situación de David iba más allá de las tareas aparejadas al
título, era su hermano y estaba a cargo del resto de la familia. Su familia.
Arribaron a la casa en la que vivían los Evans pasadas las cinco de la
tarde. Johana los recibió con un rictus triste surcándole el rostro. Miranda
contuvo el asombro cuando entraron en el salón principal, el único salón
de la vivienda. Los Evans se asemejaban demasiado a su marido, tanto
que, si no fuera por los ojos azules, David parecería gemelo de Elliot.
—Mi lord, mi lady —rompió la armonía Johana—, nos halagan con
su visita.
El saludo protocolar, forzado, tensó el ambiente.
—Señorita Johana —lo rompió Miranda, y la mujer mostró por unos
segundos el asombro ante el acento. Jamás hubiera imaginado que la
próxima duquesa de Weymouth fuera una americana—, sabemos que
nuestra presencia puede incomodarla. No es nuestra intención…
—¿Incomodarnos? —irrumpió David. Su tono de voz era similar al
de Elliot, salvo por el marcado acento cockney—. No, estamos
acostumbrados a estar incómodos, lo que nos preocupan son las represalias
del duque.
David Evans se mostraba cauteloso. No le guardaba rencor a Lord
Bridport. Recordaba las buenas intenciones del hombre que salvó a su
hermana Evangeline de la muerte cuando había enfermado e intentó hallar
un empleo digno para él. Pero, por desgracia, también recordaba muy bien
las consecuencias.
—Mi intención es ponerles fin a esas represalias —se explicó Elliot.
Quiso agregar que anhelaba, a su vez, reestablecer los lazos con su familia.
Unos lazos de sangre que podían ser más fuertes que los que jamás tuvo
con su padre. Supo que era demasiado pronto para eso, aunque la
esperanza renacía minuto a minuto. Sobre todo, cuando observaba al resto
de sus hermanos. Evangeline que tenía apenas un año menos que él, y los
más pequeños, los mellizos, Olivia y Oliver.
—No dudo de usted, mi lord —expresó Johana—, pero…
—Por favor, llámeme Elliot —pidió él. No quería que la mujer
recordara al duque cada vez que lo tuviera enfrente.
—Pero ya hemos intentado todo —completó Evangeline, cuando
comprendió que su madre se quedaba sin fuerzas. Las horas de trabajo en
la fábrica textil, el único lugar que la había contratado, la dejaba agotada y
cada día la depresión se adueñaba más de su espíritu.
Elliot buscó con la mirada a Miranda, para que ella le infundiera
ánimos. Así lo hizo, dibujó en sus labios una sonrisa tranquila y tomó la
palabra.
—Todo, no. Hay un lugar en el que Lord Bridport tiene más poder
que el duque de Weymouth, un lugar en el que podrán estar bajo nuestra
protección hasta que se forjen la vida que ustedes deseen.
—¿Dónde? —preguntó David, cauteloso. Le gustaba la propuesta de
Lady Bridport, pues no le ofrecía limosna, no se trataba de un acuerdo de
favores y dependencia, sino de hacerse su propio camino, uno libre.
—América —especificó Elliot—. El padre de Miranda es un hombre
de influencia en América, pero no solo él. Yo he comenzado a hacer
negocios allí, y Lord Thomson me ha ofrecido sus contactos también. Por
desgracia, hasta que el duque no muera, Inglaterra es su dominio…
Las palabras de Lord Bridport no dulcificaban la verdad, y eso
agradó a Johana, que estaba cansada de escuchar mentiras y más mentiras.
Si no fuera por sus cabellos cobrizos, juraría que ese hombre nada tenía
que ver con el duque de Weymouth.
—No es necesario que respondan de inmediato —dijo Miranda—,
entiendo que es una propuesta que implica un cambio muy grande.
Los Evans se observaron los unos a los otros. Los mellizos
mostraron ilusión en sus rostros, eran pequeños aún, lo suficiente como
para soñar con una vida mejor. Evangeline haría lo que fuera por brindarle
un futuro a sus hermanos, y David por ayudar a su madre a olvidar el
pasado. No necesitaban tiempo para pensar, morir de hambre o de alguna
enfermedad pulmonar en Milton no era opción. La última palabra la tenía
Johana, la mujer que con su sometimiento les había brindado lo poco que
tenían.
—Un océano de distancia me parece la mejor idea que he oído —
accedió. La sonrisa de sus hijos mayores fue la certeza de que tomaba la
decisión correcta. La alegría de los menores fue la luz que arrojó
esperanza.
—Entonces, solo quedan los detalles. En unas semanas llega el señor
Clark, mi suegro, y ya estará todo listo.
Se despidieron con algo de pesar. Querían abrazarse, extender la
visita, compartir un té, contarse anécdotas, ponerse al día. Querían ser esa
familia, ese lazo, lo único bueno que había hecho el duque de Weymouth,
lo único que no había logrado destruir. Aún faltaban algunas heridas por
sanar, pero el camino estaba marcado y el destino final se presentaba
como alcanzable.
El matrimonio Bridport volvió al carruaje, en cuanto las puertas se
cerraron, se abrazaron satisfechos con lo conseguido.
—Se merecen ser felices —dijo Elliot, conmovido. Le molestaba la
injusticia cometida por su padre, y, al fin entendía, en brazos de Miranda,
que podía hacer algo para remediarlo, aunque no fuera su pecado. No
sentía la abrumadora culpa que lo había empujado a destruir su vida, se
había perdonado.
—Y lo serán —sentenció ella—. La siembra es buena, solo resta la
cosecha. Ya lo verás.
—Te amo, Miranda. Gracias por cumplir mi sueño, uno que ni
siquiera sabía que tenía. —El pecho de Elliot se abrió ante la verdad, su
anhelo era todo lo que Miranda le había brindado: una familia. Quería la
que ya tenía y se le había negado, quería la que formaría junto a su esposa.
En la vida de Elliot Spencer no había más espacio para la soledad.
—Y yo a ti, Elliot. Tú también has cumplido mis sueños.
—¿Y ahora? —intentó bromear. Buscó los labios de su mujer para
depositar todos los besos contenidos. Pronto Miranda volvería a estar sana,
y la vida conyugal se pondría en marcha. Al fin de cuentas, le debían la
última apuesta a Colin, la de un heredero antes del año de casados.
—Y ahora debemos construir sueños nuevos.
—¿Tienes alguno en mente? —preguntó con picardía.
—Sí, y es el mismo que tienes tú.
Una vez de regreso al hogar, se refugiaron en la recámara y
comenzaron a fabricar su nuevo anhelo. Uno que le pagaría una cuantiosa
suma a Lord Webb en los salones de White.

***

El té en la casa de Lady Bridport era el preferido de las señoritas


americanas. Su amiga casada les brindaba un espacio relajado, sin tantas
normas sociales, donde podían hablar con libertad de cualquier tema.
Como los escandalosos artículos del Doctor C. o los jugosos rumores
sobre las andanzas de la nobleza.
—Cameron, ¡Cameron! —la llamó Emily al verla perdida en
pensamientos—. ¿Te encuentras bien?
La señorita Madison parpadeó, y cuando lo hizo, Miranda observó
que varias lágrimas comenzaban a inundarle los ojos. Hacía varios días
que se comportaba de manera extraña, que se mostraba esquiva, evitaba
los salones de baile, las salidas al parque…
—¿Qué sucede, querida?
—Mi padre tiene razón, ¡lo he arruinado todo! ¡Oh, Dios! ¿Qué
haré? —se desesperó la muchacha—. Debo dejar Inglaterra, debo huir.
Tengo que escapar de él, ya no consigo esconderme más. —Se puso de pie
y comenzó a andar de punta a punta del salón, como un gato atrapado que
busca la salida.
—¿De quién? —preguntó Vanessa, y lo genuino de su preocupación
sorprendió a todas. Era la primera vez que no se mostraba odiosa o
altanera.
—Del señor Walsh. Viene por mí, viene por venganza. —Se cubrió el
rostro con ambas manos.
—¿Por qué alguien querría vengarse de ti, Cameron? —indagó
Emily y la abrazó. Dejó que la muchacha de Virginia llorara sobre su
pecho.
Cameron alzó la mirada y la fijó en sus amigas antes de confesar su
peor secreto:
—Porque lo acusé de homicidio.
Cameron
Señoritas Americanas 2

Scarlett O’Connor
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A todas las mujeres, de todas las épocas, que han luchado incansablemente
por un mundo más justo.
CAPÍTULO 1

Virginia, Estados Unidos, 1854.

La ansiedad de Cameron Madison se perdía entre el ir y venir de los


esclavos con los últimos preparativos para la noche. Ella, como actual
señorita de la casa, actuaría de anfitriona. No era algo que le molestara,
llevaba un año realizando esa actividad, desde que el luto por su madre
había terminado. Había sido educada para ese rol, y le salía de manera
natural. Aun así, agradecía que le diera la excusa para mostrarse
perturbada, pues la razón del latir acelerado de su corazón debía
permanecer oculto un tiempo más.
—Señorita Cameron, las habitaciones…
Cameron se detuvo junto a Gasira para repasar la asignación de
recámaras. La mujer de piel de ébano y cuerpo entrado en carnes era lo
más parecido a una madre que la señorita Madison tenía por ese entonces.
Su nombre inglés era Victoria, pues había nacido el mismo día que la
actual reina, pero Cameron se había acostumbrado a llamarlos a todos
ellos por sus nombres reales.
—Los hombres solteros en el ala oeste, las familias en el este —La voz
le tembló hacia el final—, al señor Walsh ubíquelo en la última recámara
del oeste.
—Sí, señorita.
El rubor se le instaló en las mejillas tras la última petición, y allí
permaneció durante las horas de preparativos. El requerimiento nada tenía
que ver con las comodidades de Walsh, sino con lo accesible de su
habitación y lo fácil que era perderse desde allí hacia la arboleda.
La relación con Sean Walsh había comenzado el verano pasado, cuando
el empresario ferroviario de Chicago inició sus negociaciones para
transportar algodón por tierra hacia el norte. Sean la cautivó de inmediato,
y el sentimiento fue recíproco. Apenas si podían cortar el contacto visual
en las cenas, en los bailes o en los paseos. La búsqueda de la privacidad
para una charla íntima fue inevitable, así como las consecuencias de estar
a solas.
El festejo por el quincuagésimo cumpleaños de su padre se presentaba
como la ocasión idónea para que Sean Walsh hablase con Arnold Madison
y pidiera la mano de su única hija en matrimonio. De todos modos, la
promesa del hombre iba más allá de la aprobación del terrateniente; como
bien sabía Cameron, cuando algo se proponía el empresario, lo conseguía.
Y le había asegurado que nada ni nadie podría separarlos. Ella se sentía
confiada del paso que daría y del hombre que había elegido, aunque eso no
impedía que el temor ante la reacción de su padre la embargara. Sabía que
Arnold tenía otras aspiraciones para ella, no tenía intenciones de abultar su
cuenta bancaria ni ampliar los territorios algodoneros de los Madison, para
qué, si ya eran los más grandes de Virginia. La nueva ambición del padre
de Cameron era Washington, implantar las ideologías del sur en un país
que comenzaba a regirse por las del norte.
Y ese era el mayor obstáculo a sortear. Sean Walsh era un partícipe de
la industrialización de América y de la abolición de la esclavitud. Dos
temas en los que, secretamente, Cameron coincidía. Por supuesto, como
buena señorita sureña, había aprendido a callar. Sin embargo, cuando
compartió esas primeras noches de verano con Sean, y las ropas fueron a
parar lejos, entre sus cuerpos desnudos y saciados, Cameron fue libre de
hablar, de pensar, de sentir.
Walsh supo ver en ella más allá de su cuerpo menudo, de su cabello
castaño claro, de sus ojos azules intenso. Sean se rendía ante el encanto
real de Cameron, ese que permanecía aprisionado por las normas sociales
de Virginia. Saboreó ese fuego, una pasión que la invadía cuando hacían el
amor, y también cuando hablaba de injusticias. La observó en silencio,
cada movimiento, cada sonrisa y gesto. La estudió como a un mapa, la
leyó como a un libro y, cuando al fin se atrevió a hablarle, ya la conocía,
ya deseaba hacerla su esposa.
No le sorprendió entonces cuando Cameron le confesó que no estaba de
acuerdo con la esclavitud, aunque la censura en los libros y publicaciones
le impedían conocer las corrientes de pensamiento que justificaban sus
ideas. Para la señorita Madison era algo simple, sencillo y claro, se trataba
de seres humanos y la libertad no se negociaba. Tampoco se horrorizó
cuando le confesó que sabía sobre la industrialización de los campos, y
que, de ese modo, no se necesitaría tanta mano de obra.
En la correspondencia que compartieron tras despedirse, debatían esos
y muchos temas más. Walsh solía cambiarles las cubiertas a los libros y,
en lugar de enviarle sonetos de Shakespeare, escondía tras esas tapas las
publicaciones de The Libertator, o pensadores de Europa. Y Cameron se
sentía especial como nunca antes.
Desde los dieciséis años, que fue presentada en la sociedad virginiana,
que a la señorita Madison no le faltaban pretendientes. Los poemas, los
ramos de flores, los halagos superficiales habían llegado a saturarla. Sean
era el único que se atrevía a admirar su mente, a valorarla como algo más
que a un jarrón. Cameron aprendió que los hombres necios les temían a las
mujeres inteligentes, y eso elevaba al señor Walsh por encima del resto de
los conocidos.
Más allá de eso, no era ingenua, no se mentiría diciendo que la
atracción hacia Sean era solo intelectual. El anhelo por verlo, por estar a
solas con él, nada tenía que ver con sus conversaciones. Sabía que ambos
eran presos de un deseo instintivo, irracional.
El sol comenzaba a descender cuando Cameron finalizó su labor, solo
quedaba esperar a que los invitados llegaran. El cumpleaños sería al día
siguiente, pero el festejo planeado por su padre incluía varios días en la
gran mansión de campo de los Madison. Esa noche se daría una cena
relajada, amistosa. Arnold era un gran anfitrión, lograba distender a los
socios lo suficiente como para que accedieran a negocios casi sin
evaluarlo. Era el don del gran algodonero, y no existía celebración en
White Valley que no le dejara las manos llenas.
Nala aguardaba por su señora en la recámara. Cameron se detuvo unos
segundos en el umbral para observarla en silencio, nunca encontraba la
forma de reprenderla, aunque Gasira siempre le recordaba que romper las
reglas era perjudicial para ambas. Nala era la esclava más bella de White
Valley, y la muy vanidosa lo sabía, pensó la señorita Madison con cariño.
Siempre lloraba mares cuando la obligaban a cortarse el ensortijado
cabello negro, y en cada ocasión en la que estaba en la habitación de su
señora, disfrutaba de jugar con los lujos que jamás le pertenecerían. Esa
opresión en el pecho era lo que le impedía a Cameron ponerle límites. Las
dos habían nacido la misma semana, en la misma estancia, a escasos
metros de distancia, y ella tenía todo mientras Nala solo podía atisbarlo
desde las ventanas.
—Señorita —exclamó Nala, apenada, y dejó el cepillo de madreperlas
en el tocador con apuro—, yo… —Intentó disculparse.
—No te preocupes —le restó importancia. Nala se hizo a un lado para
permitirle a Cameron dirigirse a la bañera que aguardaba por ella. La
ayudó a desvestirse y a sumergirse en el agua. Como aún tenían algunas
horas hasta la cena, la señorita Madison aceptó lavarse el cabello.
Nala disfrutaba de la tarea de doncella que se le había asignado. Le
otorgaba cierto status ser una esclava doméstica y estar a servicio directo
de la señora de la casa. Gasira solía decirle que era afortunada, que no
debía poner en riesgo el trabajo en pos de otros sueños, pero ella no podía
evitarlo. Le caía bien la señorita Madison, era amable, jamás recurría a los
castigos físicos y en más de una ocasión había intervenido por aquellos
que eran maltratados en los campos por los capataces. En White Valley, se
los trataba bien. Había escuchado en una ocasión al señor decir que un
esclavo bien alimentado y con salud era más rendidor, a ella le hubiera
gustado que la razón detrás de las buenas condiciones fueran otras.
Enjuagó el cabello de su señora y lo embebió con un extracto de
manzanilla, miel y limón para aclararlo. Nala no estaba de acuerdo, para
ella el cabello de Cameron era bellísimo en este tono castaño, pero las
cabelleras rubias eran mejor vistas en Virginia.
Cameron cerró los ojos y se relajó en la bañera, dejó vagar sus
pensamientos hacia los asuntos pendientes hasta que un leve tirón en el
cabello la hizo emitir un quejido.
—Lo siento, señorita —se disculpó Nala.
—¿Qué ha sido? —preguntó con curiosidad e intentó girar la cabeza
como una lechuza. Lo primero que encontró fue el brillo de la mirada de la
muchacha, lo segundo, el refulgir de una joya.
—Mi brazalete nuevo, no me acostumbro a él. Pero hoy debo llevarlo.
La curiosidad de Cameron creció a pasos agigantados. Hundió la cabeza
en el agua para quitarse los restos del ungüento y salió con rapidez.
—Es bellísimo —coincidió al observar la magnífica pieza. La sonrisa
de Nala se amplió ahogando cualquier inquietud de Cameron—, ¿Có…
Cómo lo has conseguido? —se atrevió a indagar. Sabía que la joven, sin
importar cuánto anhelara poseer más que un par de ropajes, jamás robaría.
—¿Me guardará el secreto?
—Por supuesto. —Cameron, ansiosa por conocer los detalles, no esperó
a Nala para secarse. Salió de la tina y se cubrió con la toalla. Las
circunstancias de la vida la habían llevado a crecer aislada de las demás
muchachas de su edad, las extensas tierras de los Madison ubicaba a los
vecinos más próximos a millas de distancia. Las únicas amistades con las
que contaba eran los trabajadores de White Valley, y entre ellos Gasira y
Nala eran las más allegadas.
Se aproximó al fuego e instó a la muchacha a sentarse enfrente.
Comenzó a cepillar su cabello, le dejaría la tarea de acomodar los bucles
para cuando hubiera saciado la curiosidad.
Nala se quitó el brazalete y se lo extendió para que lo estudiara en
detalle. La pieza era sublime, de plata y oro con un gran topacio en el
medio. Se notaba en ella el orgullo de poseerlo, como también que el valor
de la joya iba más allá del material, se trataba de quién se lo había
regalado.
—Hace unos meses conocí a un hombre —confesó en un murmullo—,
es tan apuesto… y amable… —El tono soñador de Nala le impidió a
Cameron agregar el último adjetivo: y blanco. Pues solo una persona
blanca podía comprar una joya semejante en América.
—¿Cómo lo conociste?
—Aquí, no es que salga demasiado —bromeó.
—En eso nos parecemos —fue el susurro de respuesta, de todos modos,
la señorita Madison sonrió para permitirle seguir con la historia.
—Es un hombre muy poderoso, por eso aún no puedo confesarle su
nombre. Pero me ha dicho… —Nala enmudeció de repente y bajó la
mirada apenada.
—Ha dicho… —la incitó.
—Que va a comprarme —dijo al fin, y se atrevió a mirar a su señora.
Esperaba hallar comprensión en la mirada azul de Cameron, y así lo hizo
—. Espero que no se enoje conmigo, señorita, sé que ha sido muy buena y
amable, pero… pero yo lo amo, y hasta que no seamos li…
Cameron se apuró a abrazarla para que dejara de temblar. Nala se veía
asustada por haber hablado de manera tan franca con una mujer blanca,
acababa de confesar sus deseos de marcharse y de liberarse.
—Sé que no se lo dirás a nadie —La señorita Madison le alzó la mirada
a la muchacha para que pudiera ver la sinceridad en su rostro—, yo
también deseo que sean libres, por lo que no debes temer de hablar eso
conmigo. Jamás se lo diré a nadie, solo… solo debes ser muy cautelosa.
Prométemelo, no puedes hablarlo aquí, mi padre tiene infiltrados entre los
esclavos que le cuentan las cosas.
—Perdón, señorita, lo he dicho sin pensar. Es que hoy lo volveré a ver,
y estoy nerviosa.
—¿Es uno de los invitados de mi padre? —Se preocupó Cameron.
—Sí, es un hombre muy rico, muy poderoso. Por eso sé que podrá
comprarme, y tiene la influencia necesaria para… ya sabe…
Sí, Cameron comprendía lo que Nala temía decir. Un hombre blanco
que podía promover políticas a favor de los esclavos en Washington. De
esos había muchos entre los socios y conocidos de su padre, solo que, en
esos tiempos de revueltas y levantamientos, era difícil saber de qué lado
estaba cada uno.
Ella solo conocía las verdaderas intenciones de uno, Sean Walsh. La
empatía por Nala la embargó; unas horas atrás ella misma se preocupaba
por las implicancias y posibles obstáculos a sortear cuando quisiera
casarse con el empresario de Chicago. Nada en comparación con el dueño
del corazón de Nala. Por ese motivo, el consejo que abandonó sus labios la
hizo sentir un vuelco en el estómago.
—Nala, querida —Le tomó las manos con cariño—, prométeme de
nuevo ser cautelosa, de modo que me quede tranquila. No solo con lo que
dices y a quién se lo dices, sino también con este hombre al que amas.
Gasira tiene razón, por mucho que queramos cambiar el mundo, el mundo
es así hoy y estas son las reglas. Necesito saber que te cuidarás, y que, si
algo pasara, vendrás a mí por ayuda.
—Gracias, se lo prometo, señorita, pero no debe inquietarse, de verdad.
Este hombre es muy bueno, y cuando al fin le cuente las buenas nuevas —
dijo tocándose el vientre—, sé que hará todo lo posible para que esté a su
lado. Ya lo verá.
La felicidad por el retoño que crecía en el interior de Nala ahogó el
resto de los miedos, por lo menos en ese instante. Se fundieron en un
abrazo y compartieron la noticia como lo que eran más allá de las
diferencias, amigas. Quizá no había espacio para los mestizos en ese
mundo, ni para los romances entre pieles de distinto color, pero era el
mismo mundo el que giraba, cambiaba y mejoraba.
Dejaron las lágrimas de emoción atrás, y se apuró a finalizar con la
labor de preparar a Cameron para la cena. El primer coche había llegado,
sería una intensa semana como anfitriona.

Sean Walsh fue uno de los últimos en llegar a White Valley. El viaje
desde Chicago había sido infernal, incluso cuando el trayecto fue hecho en
su vagón personal. Durante las horas de encierro y meditación obligada,
había analizado el terreno, las mejoras en los rieles, las conexiones que
debían hacerse, entre otras inversiones. Pero, por sobre eso, había pensado
en lo que debía hablar con Madison. Intentaba enumerar en su mente las
mil objeciones del terrateniente a la posible unión con Cameron, y los
rebatía con argumentos sólidos. No obstante, era consciente de que,
expusiera lo que expusiese, Arnold tenía a su favor la terquedad.
De la estación de trenes de Virginia hasta la estancia eran varias millas
que hizo en carruaje. Su aspecto al arribar era, como mínimo, penoso, por
no decir deplorable. La mirada azul que Cameron le brindó a modo de
recibimiento le infundió energías y borró de un plumazo el cansancio;
también lo hizo sonreír. La señorita Madison era capaz de encontrar la
belleza en un ser humano, incluso cuando esta se escondía tras dos
profundas ojeras, un cabello enmarañado y un ropaje arrugado.
—Omar —ordenó la señorita Madison—, lleve las pertenencias del
señor Walsh a la habitación, así puede descansar un poco antes de la cena.
—Sí, señorita.
—Gracias —contestó Sean, aunque no hizo el intento de seguir al joven
esclavo. No quería romper con el contacto de miradas, ni alejarse de ella.
Las mejillas de Cameron se sonrojaron ante el escrutinio y los labios
pujaron en las comisuras para dibujar una sonrisa de correspondencia.
—¿Cómo ha sido el viaje? —preguntó a modo de encontrar una excusa
para que pudieran extender la compañía.
—Por si mi aspecto no lo dice por mí, ha sido un infierno —bromeó.
—Lo siento…
—No lo haga, valió la pena. Es más, sospecho que no ha sido tan
sacrificado en comparación con la recompensa.
Cameron soltó una carcajada que se apuró a contener. Avanzó un par de
metros más junto a Sean hacia el ala oeste, una vez en el corredor, debían
despedirse. Mientras se dieran los festejos, el sector de hombres solteros
estaba vedado para la señorita Madison.
—Sabe cuánto detesto a los aduladores —continuó con el juego de
coqueteo desatado por Walsh.
—¿Adulador? Me ofende, mis cumplidos son por completo sinceros. —
Los ojos celestes de Sean brillaron con picardía y un poco de sinceridad.
Sí, había valido la pena cada maldita milla recorrida, solo Cameron
conocía la franqueza con la que se expresaba cuando los sentimientos lo
abrumaban, cuando la belleza de la muchacha lo obnubilaba y su compañía
lo llenaba de satisfacción. En esos momentos, atrás quedaban las frases
armadas de cortesía, los cumplidos floridos. Ambos anhelaban repetir uno
de esos instantes.
Cameron sonrió al despedirse de él. Walsh la contempló marchar y,
cuando la tuvo fuera de vista, se giró hacia la recámara asignada, la última
del ala. Omar continuaba con la labor de ordenar las pertenencias, y a Sean
le resultó en extremo molesto. No emitió queja, conocedor de las posibles
consecuencias; si decía que la presencia del esclavo le irritaba, tomarían
represalias con el muchacho en lugar de comprender la razón tras el
malestar. Sabía que Arnold Madison no era dado a castigar a los esclavos,
de todos modos, no quería tentar a la suerte. Había presenciado malos
tratos de otros sureños y chocado con el muro impenetrable de la justicia
en los estados esclavistas.
Se dejó caer en el mullido colchón y observó el cielorraso hasta que al
fin pudiera estar solo. Omar era eficiente, silencioso y de buena presencia.
Se preguntó cuánto le pagarían por esa labor en el norte, y si algún día
sería capaz de dejar la servidumbre. La imagen de Cameron junto al
arroyo le inundó la mente, le quitó parte del peso de las preocupaciones y
lo alimentó con esa fe que se nutre de la inocencia. La señorita Madison
era una idealista, creía que una vez rotas las cadenas de la esclavitud, la
igualdad de derechos se daría sola. Había crecido en ese entorno de
algodones, protegida del mundo real, y estaba convencida de que afuera
todos los seres humanos eran tan buenos como ella, o tan rectos como su
padre y su tía. Por esa pureza era que él había caído rendido a sus pies,
sabedor de la exótica mujer que tenía ante sí. Cameron desconocía su
potencial porque no tenía con quién compararse. Walsh no era capaz de
imaginar una vida sin ella ahora que la había encontrado, quizá fuera
egoísta en su reclamo, en el deseo de protegerla, de llevarla de una cuna de
algodón a un mullido colchón con almohadones. De una estancia cerrada a
una mansión de Chicago en la que no necesitara nada.
—¿Desea que le prepare un baño? —Omar interrumpió sus
pensamientos.
—Sí, es una gran idea. —El muchacho se perdió en el corredor, y Sean
volvió a centrarse en Cameron. La ubicación de la recámara le confirmaba
los deseos de la joven de volver a verse en soledad. Aunque lo habían
hablado en sus correspondencias, y el anhelo de casarse era correspondido,
quería mirarla a los ojos, entregarle la alianza y discutir el futuro con ella.
Debía prometerle que, más allá de la necesidad de protegerla del mundo,
la dejaría volar; Cameron no estaba hecha para jaulas. La rebeldía del
verano pasado se lo demostraba, el modo en que se había entregado sin
medir las consecuencias, sin que le importaran las normas o el qué dirán.
No tuvo reparos en confesar sus sentimientos, en desnudar su cuerpo y su
alma ante él, y esa libertad no era negociable.
Omar regresó para llenar la bañera, y volvió a dejarlo solo. Sean se
desvistió, se sumergió y se dejó llevar por el deleite del agua tibia en su
cuerpo agarrotado. La ansiedad lo inundó por completo, la cena ya no se le
presentaba como una delicia por la presencia de Cameron, sino como una
tortura por la de los demás. La quería para él y solo para él.

La campana resonó en toda la mansión como aviso de la cena. La gran


casona de los Madison era tan extensa que debían recurrir a ese medio
para llamar tanto a los integrantes de la familia como a los esclavos que
trabajaban hasta altas horas en los campos.
El sol se perdía detrás de las plantaciones, llevándose consigo el poco
calor de esos días de invierno. Sean se apuró a vestirse antes de que Omar
regresara para ayudarlo, y recorrió el pasillo hacia el gran comedor en
firmes zancadas. El cabello aún estaba húmedo y un mechón castaño caía
sobre su frente suavizando los rasgos duros de su rostro. Se dio de lleno
con James Seward que se dirigía hacia el mismo lugar, se lo veía
perturbado y algo incómodo al verlo.
—Señor Walsh —se apuró a saludarlo y casi lo empujó por el corredor
—, no sabía que había llegado, lo esperábamos para mañana.
—Señor Seward —Le devolvió el saludo con un firme apretón de
manos—, si bien el viaje ha sido largo y agotador, siempre prefiero una
noche de buen sueño antes de tratar los negocios.
—Claro, claro. Comprendo. Demasiados temas en poco tiempo —
confirmó el hombre al tiempo que echaba una mirada atrás. Sean quiso
divisar qué perturbaba al hombre de Carolina del Sur, pero no logró ver
nada. James apuró el paso obligándolo a ir a la par.
—No estoy seguro de que sean demasiados temas, sino uno de gran
envergadura.
Ambos sabían a qué se refería, y las palabras de Walsh cargaron el
ambiente de estática.
—Ya veremos, le sorprendería a lo que los hombres pueden renunciar
en favor del dinero —fue la enigmática respuesta de Seward antes de
dejarlo solo en el comedor. Sean frunció el ceño y algunas leves arrugas de
expresión le marcaron la mirada. Al otro lado del salón, Cameron
observaba su preocupación y al hombre que la había despertado. A
ninguno le caía bien James, hijo mayor de los Seward, abogado y político,
que dejaba clara su postura esclavista. Walsh entendía muy bien el
entredicho, si quería negociar con Madison, debía dejar sus ideas atrás.
Ocupó el lugar asignado por la anfitriona, y descubrió con placer que
estaban muy cerca, casi enfrentados, de modo que la conversación podía
fluir entre ellos, al igual que las miradas. En el extremo oeste de la mesa,
el lugar para Arnold aguardaba vacío su llegada.
—Oh, no era necesario —fingió humildad el terrateniente—, hubieran
empezado sin mí, ya tendrán el día de mañana para hacerme sentir un
viejo.
Las risas ante su broma se hicieron oír en complacencia y en ese
ambiente distendido tuvo lugar un festín. Sean sabía que solo era una
muestra de la opulencia que se vería el día siguiente, y disfrutó de los
manjares sin preocuparse por adelantado. Tal y como había planeado
Cameron, la charla amena flotaba en el aire, entre ellos, y como esa noche
las formas no eran tan necesarias, la joven Madison se había encargado de
rodearlos de ancianos medio sordos y hombres distraídos.
Entre esos testigos ajenos, ellos alimentaron la ansiedad, la necesidad
de soledad y el anhelo de compartirse el uno con el otro. Cameron lo
observaba mientras Walsh hablaba o degustaba la porción de res en su
plato, e imaginaba esa boca recitarle las palabras escritas en sus cartas. Lo
encontraba apuesto, masculino. Lo rodeaba un aura de determinación que
la hacía sentir segura, querida, incluso cuando esas palabras aún no habían
sido dichas por él. Ella, en cambio, se había entregado por completo, no
encontraba sentido en resguardarse ni acallar los sentimientos.
Tras el postre, los hombres se dirigieron al salón de caballeros y las
damas se entretuvieron con cartas, música y cotilleos. Cameron las deleitó
con una pieza al piano y se despidió temprano, dejando en manos de su tía
Eleanor el rol de anfitriona. No fue directo a su habitación, sino que se
dirigió a los jardines traseros, por los que se podía rodear toda la
propiedad y ver la gran extensión de plantaciones de algodón. A lo lejos, el
anaranjado brillo del fuego le indicó que los esclavos permanecían
despiertos y aprovechaban las pocas horas de descanso en compañía los
unos de los otros. Los había visto varias veces, aunque tenía prohibido
acercarse a ellos a esas horas, y se había enamorado de sus danzas, de la
forma en que interpretaban la religión y mezclaban sus creencias con las
cristianas.
Dio un largo rodeo hasta llegar al ala oeste e ingresó por la puerta
lateral de la misma. Haberlo ubicado en esa estratégica habitación le
permitía cierta intimidad, por lo que nadie vio cuando arrastró la nota por
debajo de la puerta y se perdió una vez más en los jardines. La invitación a
encontrarse a solas antes de que los festejos y el exceso de invitados les
impidiera un segundo de paz.
Walsh tenía sus prioridades claras, sin importar lo que diera a entender
Seward, para Sean había cosas más relevantes que los negocios y el dinero,
y una de ellas aguardaba por él en la noche. Se despidió del anfitrión
adjudicando cansancio, lo mismo hizo de Omar, y fue sin dilataciones a su
habitación. La nota de Cameron le serenó los latidos del corazón, y lo
llenó de gloria saber que ella quería un encuentro tanto como él.
Era un hombre maduro, se dijo mientras sonreía como un crío, un
hombre racional. Sin embargo, la idea de una reunión fortuita, de un
momento a solas con su futura esposa, lo llevaba a comportarse como un
imberbe enamorado. Y lo peor, se sentía muy bien por eso. Uno de los dos
debía llevar las riendas de esa relación, lo lógico sería que el responsable
fuera él, con una década más que Cameron de vida y mucha más
experiencia. Nada era lógico con la señorita Madison, era ella quien regía
sobre los dos.
No durmió, el fuego del hogar estaba encendido y aprovechó el mismo
para calentar agua y preparar café como solía hacer en su despacho. La
vida sencilla era algo que apreciaba y que el dinero no había cambiado. Su
existencia antes del ferrocarril había sido humilde, llena de carencias, y
aprendió a necesitar poco en el ámbito material para ser feliz, en cambio,
en el afectivo y espiritual… allí sus ambiciones no tenían límites, lo
quería todo, a Cameron, a sus ideas, a sus proyectos. No estaba dispuesto a
renunciar, ya llevaba años de renuncia en sus hombros.
Bebió la energizante infusión mientras se perdía en la lectura. Uno de
los ejemplares que llevaba consigo era para Cameron: «La cabaña del tío
Tom», sabía que la muchacha quería leerlo, pero que Arnold se lo había
prohibido, por lo que había reemplazado las solapas por las de «Orgullo y
Prejuicio» de Jane Austen. Tras varias horas, el reloj marcó la
medianoche, y Sean se puso en marcha.
La mansión estaba sumida en un sepulcral silencio. Al ser invierno, y
tratarse de una estancia cuya actividad principal era el trabajo de campo,
los horarios de actividad los marcaba el sol. Si el señor Madison
permanecía despierto, estaría recluido en su despacho. Dudaba que alguno
de los invitados o incluso los esclavos estuvieran de pie a esas horas.
La nota de Cameron lo convocaba al ala este, a la escalinata que daba a
la ladera de la plantación. Allí, con la luna como única iluminación, divisó
la silueta de la muchacha recortada en la noche. Ella se volteó al sentir su
silenciosa presencia y le regaló una de sus magníficas sonrisas. Sin pensar,
sin medir sus actos, Sean apuró el paso a su encuentro y se adueñó de la
boca de Cameron en un beso hambriento que reclamaba todo a su paso.
—Cameron, ha sido una tortura —confesó una vez saciado el primer
contacto—, debemos hacer esto expeditivo.
—Yo también te extrañé —le dijo y lo rodeó con los brazos por detrás
de la nuca—. Pensé que sería más fácil, ya sabes, lo romántico de las
cartas y alimentar la expectativa. La verdad es que quienes escriben
novelas no tienen idea del sufrimiento.
—Tendrás que escribir tus propias novelas para advertir a las jóvenes.
Los labios de Cameron se curvaron en una reluciente sonrisa. Sabía que
las palabras de Sean no estaban libradas al azar, realmente pensaba que
ella era capaz de escribir, de estudiar, de volar y ser quien quisiera ser. Lo
amaba por eso, y lo reclamaba por el reconocimiento de su cuerpo al suyo.
—Aunque quizá deba promover la distancia entre las parejas —agregó
y se entregó a un nuevo beso que le robaba el aliento—, pues no se puede
desarrollar el intelecto ni tener conversaciones estimulantes cuando hay
pasión de por medio.
Walsh tuvo que ahogar la risa para no despertar a los invitados, y
comprendió lo inapropiado de entregarse a besos y caricias en la
escalinata.
—Hace demasiado frío y creo que helará. Debemos buscar refugio —
propuso, alzando la vista en la oscuridad. No podían recurrir a una simple
manta junto al arroyo como en el verano.
—Ven —lo invitó Cameron, demostrándole una vez más que ella no
había nacido para las jaulas sociales—, acompáñame.
No tuvo que preguntar adónde, había hecho ese recorrido mentalmente
cada noche desde su primer encuentro. El camino hacia la tercera
habitación del ala este, la que resguardaba el tesoro más anhelado por
Walsh.
—¿Cameron? —fue la débil protesta.
—Nadie nos descubrirá, ten por seguro. Los Carrignton aún no han
llegado y mi tía cambió su habitación por la del medio del ala, acusando
que los vientos enfrían demasiado este sector en invierno. Estamos casi
solos.
Ingresaron por el ventanal que Cameron había dejado sin trabar; en el
interior, el fuego del hogar y el de la pasión de ellos los aclimató de
inmediato. Todo en el lugar olía a Cameron, y la presencia de Sean allí
parecía profanar hasta el último vestigio de inocencia de la muchacha. Su
masculinidad contrarrestaba la feminidad de ella, del decorado en colores
claros, los almohadones celestes y los ribetes bordados de las sábanas de
algodón y las cortinas a juego.
Los besos fueron insuficientes, las ropas sobraban. Sus cuerpos
clamaban por ser saciados con el recuerdo de los encuentros anteriores.
Sean dejó el libro en la mesa de noche, para entregárselo luego, y libró
ambas manos para recorrer la piel de Cameron. Comenzó el ritual de
desnudarla, y fue correspondido por los delicados dedos de la muchacha.
Para Sean, ya no existía espacio, no le quedaba aliento. No quería
continuar con los encuentros casuales, las cartas escritas con pseudónimos
ni los lomos de los libros forrados. Necesitaba amar a Cameron a la luz del
día, con los rayos del sol sobre su piel, hablar con ella a viva voz, sin
susurros ni ahogos, quería poner un anillo en su dedo que dijera que esa
magnífica mujer lo había elegido a él como su compañero, y que los
demás hombres debían hacerse a un lado, bajar la mirada y alejarse de lo
que jamás sería suyo.
Pero esa noche se amarían así, en la oscuridad, en murmullos. Terminó
de quitarle las prendas hasta dejarla solo con la enagua, no llevaba
miriñaque ni corsé, pues, con el fin de disimular, Nala la había ayudado a
prepararse para dormir y Cameron se había vuelto a vestir con aquellas
prendas que podía colocarse por sus medios. Walsh pensó que, de ahora en
más, la moda de su futura esposa debía contar con esa sencillez. El cuerpo
de la muchacha se reveló bajó la camisola, la perfección de sus curvas, los
senos pequeños coronados de rosados pezones que no tardó en degustar
con la lengua.
Cameron se arqueó y mordió con fuerza sus labios para silenciar los
gemidos. Estaba lista para él, más que lista. Desde su llegada esa tarde que
todo en ella lo reclamaba, y no podía creer que Sean tuviera la voluntad de
ir lento. Podía sentir su deseo, la dureza que llenaba los pantalones a
medio desabrochar. Tiró de la camisa, y arrastró la camisola de abajo hasta
desnudar su pecho firme salpicado de vello.
—Odio el invierno —exclamó al descubrir que, a diferencia del pasado,
más prendas los separaban de la completa desnudez. La risa de Sean le
dijo que el sentimiento era compartido, el aliento le acarició los muslos,
justo en el lugar en que las medias de lana le cubrían las piernas.
—Permíteme ayudarte a olvidar el frío —susurró con la boca sobre la
ropa interior. Cameron se estremeció de deleite, sabía las intenciones de
Walsh. Había saboreado el placer de esa boca en su centro una vez, pero le
pareció que los recuerdos no fueron justos. En cuanto la tela se hizo a un
lado y la lengua del hombre entró en contacto con aquel punto, el
estremecimiento la recorrió como un rayo y tuvo que llevar las manos a la
boca para no gritar.
Sean ya no parecía tan preocupado por que los descubrieran como
minutos atrás, estaba determinado a hacer gemir a Cameron, a que esos
gemidos se unieran con el crujir de la cama y a sus propios quejidos de
deleite. Cualquiera diría que quería despertar a toda la mansión para que
fueran testigos del amor, del placer, de lo que se provocaban el uno al otro.
Se detuvo apenas unos segundos antes de que Cameron llegara a la cima, y
la sintió convulsionarse en un reclamo frustrado. Le quitó la camisola en
un rápido movimiento, y con la misma agilidad, hizo lo mismo con las
prendas que aún lo cubrían.
—Cameron… —susurró justo antes de hundirse en ella y, en esa
ocasión, le impidió el grito con un beso hondo, profundo. La muchacha lo
rodeó con las piernas, sus muslos fuertes se aferraron a la cintura de Sean
para acompasar los embistes y marcar el ritmo que la llevaba a la locura.
Quería verlo, quería nadar en los ojos celestes de Walsh que delataban
el goce, la adoración y ese amor que ella sentía cuando estaban unidos.
Podía leer en sus facciones los «te amo» que no se atrevía a pronunciar, y
bebía de ellos como si fueran su oasis personal. Sin embargo, cuando las
estocadas se volvieron veloces, tuvo que unir los párpados, morder los
labios y arañar la espalda de Sean. El orgasmo fue todo lo prometido,
borró los meses de distancia, reemplazó los recuerdos de noches pasadas
por noches presentes y le confirmó lo que su corazón sabía.
—Te amo —dijo en el momento exacto en que los espasmos tocaban su
fin—, te amo, Sean.
Walsh sintió el estremecimiento final con esas palabras, el placer creció
de manera vertiginosa, tanto en su cuerpo que estaba en contacto con la
calidez del de Cameron, como en su corazón que recibía la más letal de las
caricias. Se derramó sin control en el interior de ella, sin pensar, sin
temer… se dejó caer confiado en que nada se interpondría entre ellos. No
respondió a las palabras, aunque una parte de él le decía que eso que lo
hacía sentir en la gloria no era la entrega física, era el sentimiento
compartido.
Rodó para no aplastar a Cameron, y la llevó con él para que se recostara
sobre su pecho. Sabía que la joven podía sentir los latidos acelerados, la
respuesta a su cercanía. Saciados y abrigados por las mantas, conversaron
por horas. Sean le entregó el libro y resguardó el otro presente para más
adelante.
—Cameron —murmuró cuando la helada comenzó a hacerse niebla y el
cielo se tornó violáceo por los primeros rayos del amanecer—, no quiero
postergarlo más.
—Ni yo —accedió ella, sellando la promesa con un beso.
—Hablaré con tu padre después del cumpleaños, no creo ser capaz de
dejar White Valley sin ti. Tienes razón, puede que la distancia y las cartas
sean románticas en las novelas, pero para mí ha sido un martirio. —Acalló
el resto de sus temores, esos que le decían que, si no se apresuraba, Arnold
concretaría otros planes para su hija.
—Conoces mi respuesta —dijo con una sonrisa de dicha—, y sé que es
la única que te importa.
—Sí, de todos modos —Giró para apresar a Cameron bajo su cuerpo—,
quiero oírte, ¿te casarías conmigo?
—Sí. —Y con esa promesa en el amanecer, volvieron a hacer el amor.
Capítulo 2

La cualidad de falsa diplomacia, junto a la de gran anfitrión, era lo que


definían a Arnold Madison, lo demás caía por su propio peso del lado
opuesto de la balanza. Algo que, en sí, no importaba, ni para él ni para sus
invitados. Madison mantenía los límites y, a su manera, los hacía respetar:
los negocios tenían su lugar y momento, al igual que la política. La cena
siempre era el espacio para el disfrute, para el intercambio de halagos y
las apreciaciones banales. Ese era el único instante de la noche en el que
Cameron se alzaba como protagonista principal, su padre le cedía una
minúscula parte de liderazgo para que ella brillara a la par. Por supuesto lo
hacía con una evidente intención, la de exponerla como un artículo de lujo,
perfecto e ideal para algunos, inalcanzable para el resto. Sean Walsh
estaba incluido en esa segunda categoría.
No era una cuestión de dinero ni de interés económico, para Madison
eso ya era harina de otro costal; dinero y poder iban de la mano, eso era
indiscutible, pero este último debía quedar relegado a aquellos que poseían
una auténtica visión de futuro. Para Arnold Madison, el futuro solo podía
construirse fortaleciendo las políticas sociales del sur. Tenía planes para su
hija, planes que llevarían el apellido Madison a las altas esferas de poder,
y no estaba dispuesto a cambiar eso por ningún sentimiento volátil. No era
un necio, sobre todo, no era ciego, podía ver las intenciones de Walsh para
con Cameron; lo que era peor, podía ver la reciprocidad en esas
intenciones. El intercambio de miradas y las sonrisas en complicidad sin
pudor alguno colocaban en bandeja de plata los sentimientos compartidos.
Debía ponerle un punto final al asunto. La vida de Cameron ya estaba
hipotecada, los derechos sobre ella tenían un potencial dueño, uno con los
mismos estándares ideológicos que él. No en vano se había tomado la
molestia de reformular la reasignación de lugares en la mesa que su hija
había organizado. Como resultado final, Walsh había quedado en el
extremo opuesto, y ella, a su lado, junto a James Seward. Le permitiría a
Seward cortejarla en tiempo y forma, el matrimonio sería beneficioso para
ambos, y también lo sería para Cameron. Seward buscaba apoyo para su
campaña política, Arnold Madison una nueva inversión, entre medio de
ellos se encontraba su hija.
—Mis felicitaciones, señorita Madison, ha hecho un excelente trabajo
esta noche. —Seward pretendía entablar una conversación con ella,
cualquier argumento le era funcional—. La selección del menú ha sido un
gran acierto de su parte.
Cameron intuía el secreto propósito de su padre con respecto al hombre
que se encontraba a su lado, en las últimas semanas el nombre de James
Seward se había repetido como un eco molesto con una notable función, la
de dejar una impronta inconsciente en ella. Por lo visto, el resultado de tal
experimento requería ser puesto en juego esa noche, parecía que Seward
deseaba cosechar lo que Arnold Madison había sembrado.
—Es solo una simple cena, señor Seward, la verdad, no hay mérito
alguno, por lo menos en lo que a mí se refiere. Sugerir un menú es una
tarea simple, elaborarlo...
—Por favor, Cameron —Su padre se vio en la obligación de
interrumpir, había orientado su total atención en la conversación de ambos
—, acepta un cumplido sin cuestionamientos.
Seward y Arnold intercambiaron miradas, y eso bastó para que el
estómago de Cameron gruñera ante los primeros indicios de ácida
molestia.
—Lo siento, señor Seward, mi padre está en la cierto. —Puso en
práctica el rol que su madre le había delegado en vida—. Agradezco sus
palabras —agregó una buena dosis de sumisión para finalizar—: ha sido
muy amable de su parte.
Ansiaba que las agujas del reloj corrieran, después de esa noche, todo
cambiaría, su vida tomaría otro rumbo. Desvió la mirada por lo bajo, el
intenso celeste de los ojos de Sean Walsh, como un brioso mar, inundó la
mesa hasta llegar a ella. Sonrió, presa del sentimiento que le gobernaba el
corazón y el pensamiento, y aunque Seward se otorgó el privilegio de esa
sonrisa, Cameron y Sean sabían que les pertenecía solo a ellos. Walsh
ocultó los labios tras la copa de vino en el preciso instante en que Arnold
Madison dirigía la mirada a él. Nada se le escapaba al amo y señor de la
casa. Nada.
—Estaba pensando, señorita Madison… —Seward habló en tono
confidencial, no deseaba compartir con otros esas palabras.
Un carraspeo forzado abandonó, de manera sonora y evidente, la
garganta de su padre. Ella comprendió el mensaje, tenían una extraña
comunicación no verbal. De hecho, ahora que lo recordaba, toda su vida
había sido así, un gesto, un sonido, una mirada.
—Cameron, señor Seward. Puede llamarme Cameron.
La satisfacción brilló en los ojos del hombre, consideraba eso como el
primer paso a la conquista definitiva.
—Cameron —realzó la voz—, luego de la cena, con el permiso de su
padre...
De todas las palabras posibles, esas. Respiró profundo, intentó
mantener la calma para obsequiarle al resto de los invitados una expresión
distendida y amable, a pesar de que, por dentro, ardía en llamas. Sentía
que su noche, esa en donde el primer paso hacia su felicidad iba a ser
dado, era eclipsada por las maquinaciones de su padre. Porque eso era
James Seward, el deseo de él, no de ella.
—Y, por supuesto, con su permiso —continuó Seward con un tono más
galante que el habitual—, me gustaría saber si estaría dispuesta a ...
No era un hombre desagradable bajo ningún aspecto; dentro de los
estándares habituales, podía considerarse atractivo. Sureño de pura cepa,
con un interesante caudal de dinero y tierras, y como si eso no fuese
suficiente, con una prometedora carrera política en ascenso. La
combinación perfecta para Arnold Madison. El único punto en contra que
el hombre tenía, uno que arrasaba con todo lo demás, por lo menos para
Cameron, era que no era Sean Walsh. Ni lo sería jamás.
—Señor Seward... —lo interrumpió antes de la que invitación saliera de
sus labios.
Y la suerte estuvo de su lado, Gasira dio la orden de ingreso a la
servidumbre, la cena estaba llegando a su fin y era momento del plato
dulce de la noche. Cuatro de los sirvientes, entre ellos Nala, que exhibía
una sonrisa de par en par, procedieron a la atención de los invitados;
retiraron los restos de la cena, la vajilla utilizada, luego rellenaron las
copas de los comensales y presentaron las tartas que satisfaría el paladar
goloso de los invitados.
La conversación que había quedado pendiente nunca se retomó. James
Seward, aprovechando el recambio del menú, se excusó por unos
momentos y abandonó el salón comedor; al regresar, consideró más
correcto hablar de la textura cremosa de los pasteles que de sus
intenciones. Tal vez el hombre había interpretado el delicado desplante sin
necesidad de palabra alguna, pensó Cameron. De ser así, le agradecía en
silencio.

Los ánimos de festejo fueron reemplazados por disertaciones políticas


ni bien el whisky y el licor se sumaron a la noche y brindaron el
preámbulo perfecto para lo importante: los negocios. Las mujeres, en su
mayoría de la región sureña del país, disfrutaban de un último refrigerio
mientras hacían ostentación de los lujos y placeres de los que gozaban,
entre ellas se encontraba Eleanor De Luca, la tía de Cameron, hermana de
Arnold, viuda y con el don de la autoridad absoluta a flor de piel. La
naturaleza no le había permitido engendrar descendencia alguna, y podía
considerarse que la misma había sido bondadosa con ella. La mujer no
estaba dispuesta a compartir el centro de la atención con nadie, menos que
menos, con alguien de su propia sangre. Cameron conocía sus modos y
necesidades, por ello se mantenía al margen; al igual que Arnold Madison,
su tía requería de un rol protagónico constante.
—Eleanor, ¿es verdad lo que ha llegado a mis oídos? —La señora
Wexler, la más cotilla de las presentes, y la más entrada en décadas, se
lanzó a la búsqueda de información—¿Vas a viajar al otro lado del mundo?
La realidad era que la misma Eleanor se había encargado de difundir el
rumor.
—Pues sí, en unos meses inicia la temporada social en Londres, y me
han invitado a formar parte.
Ella se había invitado a formar parte de la misma. Cameron conocía la
auténtica versión de los hechos.
—¿Tienes amistades allí?
—¡Por supuesto que sí! Muy buenas amistades. —El ego se le escapó
por la garganta y le quemó la lengua.
Una sola amistad, eso era lo que tenía. Cameron resopló.
Eleanor había vivido gran parte de su matrimonio en Italia, la tierra
natal de su difunto esposo. Tras enviudar, cinco años atrás, había
regresado a América.
—Lady Mariana Thomson es una gran amiga mía. —Los murmullos
generalizados de las mujeres que la rodeaban la motivaron a más—. Llevo
años posponiendo este compromiso...
¿Años? ¿Compromiso? Los ojos de Cameron bailaron dentro de sus
órbitas, recordaba con exactitud el día en que su tía había escrito la carta
en la cual exponía sus explícitos deseos de viaje. Lady Mariana no había
tenido más alternativa que responder con una invitación.
—Y si les soy sincera... —continuó poniendo en juego todas las
habilidades dramáticas—, este año la invitación me encontró sin excusa
alguna. Desde mi perspectiva ¡Londres me ha acorralado!
—¡Dichosa tú, Eleanor! —convino Mary Ann Tyler, compartía el peso
de la viudez con ella, y se encontraba ahí en compañía de su nuera y su
hijo, Jeffrey Tyler, vinculado a los negocios de la exportación—. Todavía
conservas restos de juventud... —así era, Eleanor apenas había superado
los treinta años de edad, aunque sus actitudes y pensamientos aparentaran
el doble—, aprovecha, explora el mundo.
—¿Cameron va ir contigo? —La señora Carrignton intentó indagar en
el asunto, le parecía más que ideal la oportunidad de viaje para una joven
americana.
—¡No! —Cameron respondió antes de que Eleanor pudiera mover los
labios. Cuando fue consciente de su comportamiento sobresaltado, intentó
disfrazar la reacción con lógicos motivos—. Mi padre me necesita aquí. —
Casi por instinto, sus ojos buscaron a Sean Walsh que se encontraba en un
notorio estado de confrontación ante Edward Moore y Thomas Pierce, dos
conservadores demócratas que conseguían erizarle la piel de los pies a la
cabeza.
Eleanor siguió la ruta que los ojos de su sobrina trazaban en el aire y
comprendió el origen de sus anhelos. Al igual que Arnold, ella detestaba
todo lo que el señor Walsh pregonaba, la abolición de la esclavitud, el
proteccionismo que limitaba el libre comercio, sus ideas republicanas,
hasta detestaba el perfume a norteño que, ella creía, destilaba.
—Arnold vela por el bienestar de Cameron a cada paso —Los aires de
superioridad fueron puestos a un lado para sacar a relucir su faceta más
común, el autoritarismo innato en ella—, sabe muy bien lo que es
conveniente para su hija, y en el presente, Londres no lo es.
La cercanía de Gasira fue la estrategia de huida para Cameron.
—Si me disculpan, requieren de mi atención. —Se alejó delegando el
papel de anfitriona a su tía, sabía que esta iba a darle el uso perfecto. En
segundos, estuvo junto a la mujer.
—Señorita Cameron, el salón de caballeros ya se encuentra disponible.
—En eventos sociales como ese, Arnold Madison prefería que los esclavos
no se dirigieran a él.
—¿Con todas las especificaciones de padre? —El hombre era muy
demandante, todo tenía que lucir a la perfección. Ni mención hacer del
suministro de habanos, licores y algún tentempié que ayudara a combatir
la posible acidez estomacal que el alcohol podía llegar a generar.
—Sí, señorita.
—Perfecto, gracias, Gasira.
La mujer de intensa tez oscura se escabulló del salón como si fuese una
perfecta sombra. Conocía las demandas del señor de la casa, como
esclavos domésticos debían satisfacer cada una de las necesidades que
surgieran manteniendo el perfil más bajo posible, sin generar ningún tipo
de incomodidad visual a las visitas.
La presencia de Cameron pasó desapercibida para la mayoría de los
hombres, en especial para Walsh, el duelo de palabras entre él y Thomas
Pierce parecía haber alcanzado su punto álgido.
—Pierce, cuando comprendas que no estamos hablando tan solo de una
política abolicionista, sino de algo tan importante y fundamental como la
protección de derechos, tal vez ahí, tú y yo podamos mantener una
conversación con sentido.
—¿Derechos? Tu idea de derechos, Walsh, es la sentencia definitiva
para el crecimiento económico, la que para ti es una infantil utopía social,
para la mayoría no es más que un futuro no rentable.
—Creo que tienes los talones muy arraigados al sur, Pierce. Si pudieras
dar un paso hacia adelante para ver más allá de tus narices, podrías
contemplar el futuro que en el norte vemos y proyectamos.
Cameron amaba el ímpetu de Sean, su espíritu combativo en pos de un
bien mayor. Enamorarse de él había sido la más dulce y revolucionaria de
las aventuras. Se mantuvo en silencio, solo así podría disfrutar del
momento, de él; el lugar de la mujer se encontraba muy lejos de todo
posible debate.
—Todo cae por su propio peso, Walsh —intervino Edward Moore,
llevaba minutos reservándose la palabra—, el progresismo que pregonan
tarde o temprano va a ser el ancla que los lleve al hundimiento, y aquí, en
el sur, vamos a recibir con gusto a los sobrevivientes de ese naufragio.
—Por supuesto, eso te incluye a ti, Sean. —Para Thomas Pierce la
breve reflexión de Moore fue el broche de oro que le adjudicó el triunfo en
la conversación.
—No te preocupes por mí, puedo mantenerme a flote, Thomas.
—Como sea —continuó el hombre con los aires de gloria en la voz—.
Siempre serás bien recibido, sobre todo si de negocios se trata. —
Finalmente, Cameron se hizo visible para Pierce, y antes de que Walsh
pudiese contraatacar con otro argumento difícil de rebatir, utilizó la carta
femenina a su favor—. Ya, Walsh, ya, cierra la boca así la señorita
Madison puede expresarse, vaya uno a saber cuánto tiempo lleva aquí, en
silencio.
—El suficiente, señor Pierce, no deseaba interrumpir.
—Por favor, su presencia nunca es una interrupción —alegó Moore con
actitud caballerosa.
Se colocó a la par de Sean, su cercanía la contagiaba, la impulsaba a
romper la barrera que contenía a sus palabras. Lo miró de soslayo, y sintió
cómo su mirada era correspondida con la misma intensidad.
—No me refiero a eso, señor Moore, no quería interrumpir al señor
Walsh... conozco la punta de mi nariz a la perfección, y la idea de mirar
más allá de ella me resulta por demás interesante.
Walsh debió luchar contra las ganas de reír a sus anchas, no solo por las
palabras de Cameron, sino por la expresión de los dos hombres que, de
repente, habían sido empujados a una inesperada mudez.
—Con su permiso, caballeros —dijo tomándose la falda con claras
intenciones de partida—, desde ya los invito a compartir el resto de la
velada en el salón personal de mi padre. Ahora, si me disculpan, debo
dirigirme a él.
A Sean Walsh le hubiese encantado tomarla de la mano para forzarla a
quedarse ahí, a su lado, compartiendo su pasión y su palabra. Para él, el
alma prisionera de Cameron era el reflejo de la suya, deseaba, con una
fuerza inconmensurable, compartir su libertad con ella. Lo haría, la
convertiría en su esposa, en una compañera de vida.
Al cabo de una hora, las mujeres se retiraron a los aposentos asignados.
Era imposible seguirles el ritmo a los invitados hombres, podían llevar las
discusiones y planes de negocios hasta entradas horas de la madrugada.
Para Cameron, hallar la excusa perfecta para perpetuar su vigilia fue
imposible, nada justificaba su presencia, guardaba para sí el motivo que la
guiaba al camino del insomnio: el pedido de su mano en matrimonio. Sin
más alternativa, una vez comprobado que las visitas se encontraban
satisfechas con las habitaciones y comodidades asignadas, se resguardó en
la recámara. Nala la ayudó a desvestirse frente al espejo, el agotamiento
en la señorita de la casa era más evidente que en la muchacha que había
llevado a cabo un sinfín de tareas en cuestión de horas.
—¿Se encuentra usted bien, señorita?
La expresión ceñuda de Cameron se había permitido ser libre en la
comodidad de la habitación. La inquietaba no tener noticias de Sean ni de
su padre, a esa altura de los acontecimientos era más que lógico oír alguna
repercusión de las partes.
—Sí... sí, estoy más que bien. —Era una verdad que le estaba siendo
muy difícil demostrar. Los ojos de ambas se encontraron en el espejo.
—No lo parece —agregó Nala compartiendo con ella una sonrisa de par
en par mientras le desabotonaba el vestido y la liberaba de la presión del
corsé.
La sonrisa que le había visto en la cena perduraba en su rostro. Por unos
instantes, Cameron la envidió; a pesar de todo, Nala encontraba la manera
de vivir con gran fervor cada día, más ahora que parecía que el cielo gris
se abría sobre su cabeza gracias a la posibilidad del amor.
—Tienes razón, a veces dejo que los pensamientos me agobien. —
Sonrió.
—¿Qué pensamientos? —Fue hasta la cama, ahí se encontraba la ropa
de dormir dispuesta para su uso.
Cameron se deshizo de la camisola que vestía para permitirle a ella
colocarle el recambio. La tela fresca y perfumada fue como un bálsamo
para su cuerpo, respiró profundo para inundar sus fosas nasales con el
intenso aroma a lavanda de la ropa limpia. La sensación de relajación la
llevó a trasladar en palabras aquello que nunca había confesado.
—¿Alguna vez has sentido cómo las decisiones de los otros te afectan y
controlan? —Cuando repitió la oración en su mente cayó en cuenta de lo
absurdo de su pregunta para con Nala. Sus ojos la atravesaban a través del
espejo, ya no había sonrisa en su rostro—. Lo siento... —finalizó
llamándose al silencio.
Ese silencio se hizo contagioso, se extendió por toda la habitación. Sin
saber cómo quebrar el incómodo momento, tomó asiento ante el tocador.
Nala respondió como era de esperarse, llevando a cabos sus funciones, le
desarmó el peinado con cuidado, le separó el cabello en mechones y
comenzó la tarea del cepillado. Al cabo de unos minutos, la sonrisa volvió
a vestir su rostro y retomó la conversación.
—Gasira me ha dicho que no está bien que sonría tanto... que no está
dentro de nuestras tareas ser felices —imitó la voz de la mujer—. ¡Van a
quitarte esa sonrisa a fuerza de azotes, niña tonta!
La garganta de Cameron se cerró, las posibles palabras de
condescendencia se quedaron ahí, atoradas, provocándole dolor. Había
oído esa reprimenda en más de una oportunidad. Lo que era peor, conocía
la espantosa melodía de los azotes.
—Me han arrebatado todo, pero mi felicidad... —continuó la muchacha
de piel morena—, mi felicidad me pertenece. Jamás la entregaré, y usted
tampoco debería de hacerlo.
La lección de vida de Nala le sentó como una bofetada. Tenía una vida
de privilegios, y aunque en algunos aspectos su libertad era reducida y
gobernada por otros, no se comparaba en lo absoluto a la de ella. Detuvo el
trabajo de la muchacha, le quitó el cepillo y entrelazó las manos a las de
ella.
—Gracias... —le susurró. Ambas volvieron a sonreír. Por acto reflejo,
desvió la mirada hacia sus muñecas, la ausencia del mayor tesoro de Nala
era por demás evidente—. ¿Y tu brazalete?
La muchacha hurgó bajo el pliegue de la cintura de la falda, ahí era
donde llevaba escondido el objeto de orgullo, su pasaporte a otra vida. Se
lo colocó en la muñeca.
—¿Ya has hablado con él? —Quería estar feliz por ella, quería creer
todas esas promesas que le habían sido prometidas.
—Lo he visto, solo eso... pero sé que él encontrará la manera de llegar a
mí esta noche. —Posó las manos sobre su vientre—. Tengo un buen
presagio, señora.
—Que así sea, entonces.
Cameron se aferró a esa idea, tal vez porque ansiaba lo mismo para
ella. Confiaba en Sean, en el futuro que ya habían comenzado a imaginar
juntos.
—Pero, por favor, ten cuidado. —Tiró de la manga de la camisola de
Nala para cubrir el brazalete, enrolló la tela en torno a él hasta dejarlo no
visible—. Es preferible que nadie lo note, por lo menos de momento.
Una vez que Nala abandonó la habitación, decidió tomar un descanso en
el sillón frente al hogar, el invierno se hacía más vivo día tras día. Se
cubrió las piernas con un cobertor. Tomó el libro que Sean le había
obsequiado e intentó desfilar por sus hojas sin mucho éxito. Los latidos de
su corazón se comparaban a las manecillas de un reloj, cada latido era un
segundo, y la noche le sentaba eterna, llena de ecos lejanos que lo único
que lograban era potenciarle el insomnio, uno que tenía como único
destinatario a Sean Walsh.
El nerviosismo le recorría el cuerpo con tanta notoriedad que parecía
imposibilitada al reposo. Deambuló por la habitación para invertir parte de
la energía en algo que no fueran pensamientos. No tardó demasiado en
comprender que nada de lo que hiciera le bastaría, solo una persona podía
brindarle la calma que requería para enfrentar el resto de la noche. Rompió
las últimas reglas del decoro al abandonar su recámara en medio de la
madrugada para ir a refugiarse a la de un hombre soltero. Sabía que Sean
no desaprobaría ese comportamiento, juntos habían roto todas las reglas
habidas y por haber, incluso la de compartir la cama hasta el alba sin estar
unidos en matrimonio. Si su padre supiera, todo White Valley ardería por
el fuego de su furia.
Se envolvió con una bata para combatir las ventiscas de los corredores,
abrió la puerta y comprobó los alrededores. La calma suprema fue la
acompañante perfecta para la escapada nocturna. En puntillas de pie
avanzó hacia el ala oeste. Los efectos del consumo excesivo de licor en los
hombres jugaba a su favor, podía jurar que oía los ronquidos de los
invitados. Cuando llegó a la esquina del corredor que se comunicaba con
las habitaciones, la sensación de una presencia la detuvo. Tomó resguardo
en una de las columnas y, desde ahí, observó: era Sean, abandonaba la
habitación en dirección opuesta a ella. El más mínimo susurro se
convertiría en una sinfonía de alerta en la tranquilidad de las instalaciones,
sin otro recurso más al que apelar, siguió sus pasos.
No solía ubicarse como el centro de deseo de nadie, a pesar de ello, su
inquieto corazón, ansioso de novedades, le decía que Walsh iba en su
búsqueda. Algo que se contradecía con la lógica de su pensamiento, uno
que le recordaba que su habitación se encontraba lejos del camino que
Sean había tomado. White Valley tenía una estructura de naturaleza
laberíntica, contaba con una sola planta, y eso hacía que la gran casona se
extendiese a lo largo y a lo ancho; estaba plagada de corredores, ambientes
conectados y salones, no podía culparlo, confundirse era una habitual
costumbre para los invitados. Sin embargo, la travesía inesperada de
Walsh parecía tener un destino bien claro, no deambulaba por el lugar, se
dirigía con obvia intención al ala sur de la casa. Atravesó la recepción
principal y la sala de descanso, hasta llegar al salón comedor que se
comunicaba con la cocina.
El anhelo de sus brazos, víctima de un corazón enamorado, poco a poco
le fue dando espacio a la amarga intriga. Lo primero que se instaló en la
mente de Cameron fue una repentina necesidad de satisfacer el apetito
nocturno, tal vez Sean iba en busca de un vaso de leche o algún tipo de
bebida con la que no contaba en la habitación. Sí, debería de ser eso.
Pero no... Walsh se detuvo en la cocina tan solo por unos segundos para
evaluar el alrededor, luego, como si de una costumbre habitual se tratara,
se adentró al pasillo que se comunicaba con la despensa y las habitaciones
de las criadas.
¿Qué tenía que hacer Walsh ahí? ¿Qué buscaba?
Unos pasos cercanos la hicieron resguardarse tras la puerta de la cocina.
El repiqueteo de unas botas le alertó sobre la presencia, sin dudas, de un
hombre. El constante ir y venir parecía confesar desconcierto, a diferencia
de Sean, el otro extraño en las sombras sí parecía confundido. Finalmente
se alejó. Cameron tomó una gran bocanada de aire para llenar sus
pulmones, intentaba relajarse, el nerviosismo se había apoderado de ella.
Abandonó el escondite momentáneo y atravesó con sigilo la cocina hasta
llegar a la arcada que invitaba al acceso de la despensa. No había señales
de Walsh ahí. El corazón se le aceleró. No quería pensar, no quería
presuponer. La luz de una vela en el fondo del pasillo, proveniente de una
de las habitaciones de la servidumbre, fue la confirmación del destino de
Sean. Era la habitación de Nala. ¡Dios, no, no quería presuponer!
No podía evitarlo, su mente ya había elaborado una historia, y esa
historia la quebraba por dentro. Tuvo que cubrirse la boca con la mano
para evitar que los gemidos previos al llanto se le escaparan. Dio unos
pasos hasta acortar la distancia y llegar a ese punto estratégico que le
permitiese ver lo que sucedía dentro de la habitación. La puerta estaba
abierta, Nala yacía en el piso, un charco de sangre la rodeaba, y a Sean... a
Sean lo único que parecía importarle era el brazalete que ella aún
conservaba en la muñeca. Desde donde se encontraba pudo ver cómo él lo
ocultaba dentro de su chaleco, luego se alzó para contemplar el cuerpo sin
vida. Cameron pudo ver los ojos abiertos y vacíos de la muchacha.
¡Dios, quería llorar, gritar... vomitar! Sentía que iba a desmayarse ahí
mismo.
Retrocedió. Un paso, otro paso, sin alejar la vista de la macabra escena.
Sin proponérselo, su espalda chocó con uno de los estantes de la despensa,
una fuente con manzanas se tambaleó, y un par de ellas cayeron al suelo.
Antes de que Walsh descubriera su presencia, giró sobre los talones y
corrió con desesperación.
La oscuridad de la noche, combinada con una repentina desorientación
emocional, hicieron que tomara el camino incorrecto. Uno que no
transitaba a solas. Chocó con un cuerpo. La luz de la luna que se filtraba
por los ventanales le permitió reconocer el rostro.
—Señor Seward... —gimió invadida por la angustia. El corazón le latía
descontrolado y la cabeza le daba vueltas.
—Señorita Cameron..., ¿ha sucedido algo? Está temblando.
De las sombras emergió la forma de otro cuerpo, era Thomas Pierce. Se
sumó al suceso.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó a Seward al notar el estado de la
joven.
—Eso es lo que trato de averiguar, está temblando. ¿Cameron? —
intentó llegar a ella.
—Él... —balbuceó a segundos del colapso definitivo —. Él...
—Él... ¿qué? ¿quién? —Para el hombre estaba claro que la muchacha
no podía articular bien las palabras. Se tomó el atrevimiento de tomarla de
los hombros para brindarle sostén.
—Él... la mató.
La confesión le atravesó el corazón, el alma... la hizo pedazos. Era
imposible tolerar tanto dolor, no podía mantenerse en pie, no podía
siquiera respirar. Cerró los ojos, el mundo giraba, los dos hombres giraban.
Se desmayó, ahí, en los brazos de James Seward.
CAPÍTULO 3

Estaba recluida en la habitación, y no a fuerza de voluntad. Era la


disposición de Arnold Madison que pretendía mantenerla al margen de los
acontecimientos a como diera lugar. Cameron luchó contra la déspota
decisión sin buen resultado, ningún argumento fue considerado, ni siquiera
el que la esgrimía como la testigo directa del hecho. La narración del
macabro suceso parecía no querer ser oída por nadie. Nala era un recuerdo,
como muchos tantos otros iguales a ella. Estaba segura de que ya había
sido reemplazada. El desprecio por la vida humana era moneda corriente,
lo sabía, ella estaba entre los privilegiados. La suciedad de los ricos, la
crueldad de los poderosos, todo eso se ocultaba bajo las alfombras. Se
preguntaba qué sentido tenía una existencia así, hasta cuándo podía
aferrarse a la ingenuidad que la sociedad le obsequiaba como herramienta
de subsistencia. Porque ese era el estereotipo que todos, en especial su
padre, demandaba. Hacer la vista a un lado, eso le habían inculcado.
Entre medio de todo ello, se hallaba Sean Walsh y el dolor del
desengaño. A él sí lo hacía a un lado, lo expulsaba de su mente porque el
simple acto de pensarlo la llevaba a rememorar una y otra vez la fatídica
escena. A cada hora, a cada minuto, las posibles hipótesis y planteos
crecían. Lo que vio, lo que no vio, la historia secreta de Nala, una que solo
ella conocía.
Los débiles latidos de su corazón todavía clamaban por él, y ella no
podía dejar de cuestionarse cada uno de esos sentimientos. Quería
arrancarse del alma, del cuerpo, lo que sentía por Sean. No quería amarlo,
el hombre que creía conocer parecía ser una fantasía, un panfleto de venta
que ella había adquirido ávida de ilusiones. Walsh le había entregado el
paraíso perfecto, uno elaborado a su medida. No iba a entregarse a la
necedad, a la ceguera del amor, aun así, experimentaba la furiosa
necesidad de enfrentarlo en busca de la verdad.
Sus intenciones de reclamo habían sido frenadas por el encierro
impuesto. Domar su ímpetu, esa había sido la expresión de Eleanor tras
apropiarse de la llave de la recámara. Solo contaba con la asistencia
ocasional de Gasira cuando le traía las bandejas con alimento, y tarea que
se ejecutaba bajo el exhaustivo control de su tía.
El sonido de la llave dentro del cerrojo la hizo abandonar la cama de un
salto. Se precipitó al centro de la habitación, se mantuvo ahí, erguida y
desafiante, no estaba dispuesta a tolerar más esa imposición.
—¡Por todos los cielos, Cameron! —Eleanor se horrorizó ante la
imagen desalineada de su sobrina. Estaban a pasos del mediodía, todavía
llevaba puesto el camisón de dormir, tenía el cabello alborotado, y las
ojeras ponían en jaque a su desvelo—. Pareces un animal salvaje...
¡Victoria! —clamó.
—Gasira —la corrigió Cameron.
—¡Victoria! —volvió a repetir sin quitarle la mirada de encima.
La mujer estuvo junto a ella de inmediato.
—¿Sí, señora?
—Ayuda a mi sobrina a verse civilizada. Su padre la espera. —Luego se
dirigió a Cameron—. ¿Has oído? Tu padre te espera en el despacho.
Intenta lucir presentable, por favor.
—¿A qué le llamas lucir presentable, tía? ¿A hacer de cuenta que nada
ha sucedido? —La provocación llegó a destino. Eleanor caminó hasta
ubicarse frente a ella. La atravesó con la mirada, en sus ojos no había
rastro alguno de misericordia ni empatía.
—Nada ha sucedido, Cameron. ¡A ver si lo comprendes de una buena
vez! —Giró sobre sí decidida a marcharse, cuando estuvo junto a Gasira,
amplió la orden—. La quiero lista en quince minutos.
Ni bien estuvieron a solas, Gasira cerró la puerta para brindarle la
intimidad adecuada. Comprobó que la bandeja del desayuno estaba intacta.
—¡Ay, señorita, no ha tocado bocado alguno!
—No tengo apetito —dijo acercándose al tocador. No tenía deseos de
satisfacer a su tía, pero si no lo hacía, las consecuencias impactarían en la
mujer. Se dejó caer en la butaca acolchada para que hiciera el trabajo
asignado—. Ni lo tendré.
—Pues inténtelo, aunque sea a la fuerza —susurró a modo de
sugerencia. Gasira tomó el cepillo para iniciar la ardua tarea de desenredar
el cabello enmarañado.
—¿Acaso crees que no lo he probado? Cada vez que intento tragar un
bocado, el recuerdo de la imagen de Nala me lo impide. —Se llevó las
manos al rostro para que actuaran como barrera de contención para las
lágrimas—¿Qué han hecho con ella?
Gasira no respondió, los detalles no debían de llegar a la señorita de la
casa. Una vez finalizado el superficial cepillado, le trenzó el cabello para
enroscarlo a la altura de la nuca. La realidad era que requería de un baño
para lucir un buen estado, algo que era imposible teniendo en cuenta el
tiempo con el que contaba. Fue por una camisola limpia y el corsé.
La ausencia de respuesta fue interpretada por Cameron como lo que era,
una herramienta de escape.
—¿Gasira? —insistió. Utilizar más palabras era innecesario.
La mujer regresó a su lado y le quitó la ropa de cama para cubrirla con
la camisola.
—Los invitados ya se han marchado. —Sabía que no podría eludir el
interrogatorio, por ello optó por llevar la conversación por un camino
paralelo. La envolvió con el corsé y tiró de las cintas.
—Sí, ya me he dado cuenta, por lo visto, la calma retornó a White
Valley —dijo con un tono sarcástico para nada habitual en ella—. Pero eso
no es lo que te he preguntado, Gasira.
Una vez más, desvió la pregunta con otra. Dispuso dos vestidos sobre la
cama.
—¿Ocre o aguamarina, señorita?
Cameron fue hasta ella, tomó el vestido aguamarina, introdujo las
piernas en él, lo calzó a su cintura y giró para que se lo abotonara. Cuando
la tarea estuvo finalizada, se volvió hacia la mujer para interrogarla con
los ojos, la pobre se sintió arrinconada.
—Su padre no desea que ciertos detalles...
—Mi padre, mi padre —la interrumpió—. Yo no soy mi padre, y lo
sabes. Por favor, dime que le brindaron correcta sepultura, que les
permitieron llevar a cabo sus rituales.
La muerte de la joven esclava había ocasionado una gran incomodidad
en los invitados, toda posible ceremonia y cántico fue vedado por orden de
Arnold Madison, que no estaba dispuesto a hacer un espectáculo
sensiblero y fuera de lugar delante de sus amistades y socios.
—Colocaron los restos en la fosa común, señorita. —La pena actuó
como eco en esa confesión, y sus ojos buscaron un punto de referencia en
el piso, como si sintiera vergüenza— Y Anuar...
—¿Anuar? ¿Qué tiene que ver Anuar en todo esto? —Era otro de los
esclavos de la hacienda.
—Él la ha matado, señorita, y él ha pagado...
—¡No, no, no! —Estaba enfurecida, la red de mentiras ya estaba tejida
y la habían lanzado al mar en busca de la primera captura—. ¡Anuar era
prácticamente como un hermano para Nala! —Necesitaban un culpable de
piel oscura. El chivo expiatorio perfecto— ¡No, no voy a permitir que la
persona incorrecta sea inculpada!
La furia la impulsó, su padre la escucharía, la había mantenido
silenciada dos días, pero no más. Sin los invitados presentes, la verdad iba
a salir a la luz. Antes de que pudiera abandonar la habitación, Gasira la
detuvo, unió sus manos a las de ella a modo de súplica.
—Señorita, déjelo así... Nala ya es libre. Olvídela.
—La muerte no es liberación alguna, Gasira.
—Para nosotros, la muerte es la única liberación posible. —Se separó
de ella para adelantarla en pasos—. Su padre la espera. Con permiso...
Sin nada más que agregar, la siguió hasta el hall central, y de ahí en
adelante, se separaron rumbo a caminos diferentes, tal cual lo hacían día a
día.

***

Los aires de batalla se transformaron en suaves ventiscas ni bien estuvo


ante su padre. Todavía no se sentía capaz de romper las cadenas que la
unían a su herencia, Arnold la doblegaba con la simple cercanía, el amor
de su padre venía de la mano del condicionamiento.
—Cierra la puerta tras de ti —ordenó sin siquiera alzar la mirada hacia
ella. Tenía los dedos manchados de tinta, sin dudas, llevaba horas
realizando la misma labor —. Siéntate.
Cameron acomodó la falda de su vestido y tomó asiento. La acción le
permitió observar de reojo la actividad en la que su padre invertía la
energía: cartas. Al cabo de unos segundos, Arnold hizo a un lado la pluma.
Lucía cansado y su apariencia era similar a la que ella había dejado atrás
en su habitación. Chaleco desabrochado, mangas retraídas, arrugas más
profundas y unos lentes que parecían incrustados a la altura del tabique
nasal. Lo ojos irritados recorrieron el escritorio en camino directo a ella.
La evaluó con detenimiento. No la había vuelto a ver desde el colapso
nervioso dos noches atrás.
—Creo que Eleanor ha exagerado —dijo haciendo referencia a su
imagen. No era la primera vez que Cameron se enfrentaba a la muerte, la
muchacha tenía más familia enterrada que viva, pero Arnold debía
reconocer que la muerte de la sirvienta había sembrado un nuevo
precedente, de seguro, uno muy difícil de digerir a esa edad— ¿Cómo te
sientes? —se vio en la obligación de preguntar por simple cortesía. Arnold
Madison no era muy afín a los sentimientos, en especial en lo que a la
práctica se refería.
—¿Cómo quieres que te responda, con la verdad o la mentira? —No
hubo intención de desafío en su voz, sino de resignación.
—Quiero que me respondas como se te ha enseñado. —Arnold Madison
siempre hallaba la manera de imponer sus reglas de educación.
Cameron fingió una sonrisa, tensó los labios y exhibió los blancos
dientes. Fue la perfecta sonrisa de un bufón.
—Veo que Eleanor estaba en lo cierto, entonces —masculló con el
agotamiento en la voz—. Pongámosle un punto final a todo esto, Cameron.
No es la primera vez que uno de nuestros esclavos muere.
—En eso tienes razón, padre. Pero aquí no hablamos de muerte,
hablamos de otra cosa.
—Hablamos de una maldita acepción a la palabra, nada más.
La calma con la que se expresó reavivó el fuego interno de Cameron.
—¡Hablamos de asesinato! —El cuerpo se sumó a su proclamación, se
puso de pie.
Los ánimos se caldearon. El aire se volvió denso, irrespirable. Arnold
comenzaba a asociar el comportamiento reaccionario de Cameron a
amistades muy poco beneficiosas. Amistades masculinas que no quería
recordar.
—¡No vuelvas a repetir eso bajo este techo! —Imitó a su hija,
abandonó la silla para imponer su presencia física.
—¿Repetir qué? ¿Asesinato? —Alzó la voz lo más que pudo— ¡Vamos,
padre, dilo tú también! ¡Asesinato!
El pecho de Cameron subía y bajaba a un ritmo frenético. Madison no
recordaba haberla visto jamás en ese estado frenético. Si así era como
pretendía jugar, ahí lo haría.
—¡Niña idiota, pretendes vivir en un mundo que no existe! ¿Lo sabes,
no? —Rodeó el escritorio para llegar al otro lado. La enfrentó, tuvo que
contenerse, los deseos de tomarla por el cuello se hacían cada vez más
incontenibles—. ¡Te han llenado la cabeza con falsas ilusiones, con ideas
insustentables! Mira a tu alrededor, Cameron, todo lo que posees se ha
construido sobre sangre derramada. ¡Esa es la maldita mecánica que
mueve a este mundo!
Cameron retrocedió, la furia de su padre se uniría a la suya y todo
colapsaría.
—Madre tenía razón —balbuceó con la decepción definitiva en los
labios—. Tarde o temprano, el velo que cubre al desencanto cae a nuestros
pies.
—Ojalá fueras como tu madre —gruñó—. Ella sabía muy bien cuál era
su rol a cumplir.
—¿Y ese rol cuál es? ¿Callar? ¿Aceptar?
—¿Callar? —Madison se quebró en una irónica carcajada— ¡A ver, ven
aquí! —Le señaló la silla que antes había ocupado—. ¡Habla, quiero oír lo
que tienes para decir!
Ella no correspondió a lo indicado. Al señor de la casa no le agradaba la
falta de respeto, ni la desobediencia.
—¡Pon tu maldito trasero aquí, he dicho! —gritó.
Cameron sintió vibrar el suelo bajo sus pies. Volvió a tomar asiento.
Madison se mantuvo firme, a su lado, utilizando el escritorio como
soporte para su cuerpo cansado.
Ahora comprendía el privilegio del silencio forzado, callar era la parte
sencilla, hablar significaba demasiado. Hablar significaba hurgar en la
herida de su corazón.
—Lo seguí... lo vi —titubeó víctima del dolor emocional que le
atenazaba el alma.
—¿A quién viste? —La serenidad había retornado al habla de su padre.
—A Sean... —Se corrigió de inmediato al notar que la voz se le
quebraba al nombrarlo—. Al señor Walsh.
—¿Estás segura de que viste al señor Walsh?
Respiró profundo, esa certeza requería de un valor que no poseía en ese
momento.
—Sí... era él. Lo seguí desde el ala oeste hasta...
¡Dios, cómo dolía! La vida que había soñado durante meses se hacía
añicos a sus pies.
—Hasta la cocina —continuó— y... luego la vi a ella, a él. —Unía las
piezas, nadaba en el recuerdo.
—Cameron, ten cuidado con tus palabras, ver y creer ver no son lo
mismo. —Quería hacer entrar en razones a su hija.
—¡Lo sé! —El malestar experimentado noches atrás se repetía a la par
que las imágenes—. El señor Walsh estaba de rodillas junto a su cuerpo
cubierto en sangre...
—¿Lo viste quitarle la vida? —la interrumpió.
La duda tomó control de ella. No podía asegurarlo. ¿No podía o no
quería? Ella sola se colocaba entre la espada y la pared cuando de Sean
Walsh se trataba.
—¿Cameron?
—No... solo vi cómo se apoderaba de su brazalete.
La expresión en el rostro de Arnold se vistió de incertidumbre.
Abandonó el soporte del escritorio movido por el reciente sentimiento.
—¿A qué brazalete te refieres?
Mantener oculto el origen de la joya no tenía sentido. Ya no había nadie
a quién castigar.
—Nala tenía un costoso brazalete —Antes de que su padre pudiese
insinuar lo equivocado, expuso—. Uno que le había obsequiado el hombre
que la cortejaba. —Al decir eso, Arnold desvió la mirada.
—Dudo mucho que los hombres que la cortejaban pudiesen costear algo
como lo que dices. —Retomó el lugar en su silla al otro lado del
escritorio.
—La cortejaba un hombre blanco, es más, ella me aseguró que era uno
de nuestros invitados.
—¿Y tú le creíste? —rio con falsedad.
—¡Por supuesto que sí, porque habría de mentirme!
—No digo que te haya mentido, sino que malinterpretó los hechos. —
Intentó ser lo más delicado posible—. Los hombres de negocios no
cortejan esclavas, Cameron.
—¿Qué quieres decir? —La inocencia se le escapó por entre los labios.
—Satisfacen necesidades de hombre, nada más, eso quiero decir.
La simpleza con la que su padre asumía ese tipo de relaciones, junto a
la soltura con la que su cuerpo se movía en la comodidad de la silla, le
demostraban a Cameron que él conocía una parte de la historia.
—Padre, ¿tú estabas al tanto de esa relación?
Las preguntas de su hija comenzaban a fastidiarlo. Arnold se apretujó la
barbilla para descargar la reciente tensión adquirida.
—Cameron, el mundo de los hombres y los negocios se escapa de tu
entendimiento. Y es mejor que siga así.
—¿La muerte de Nala es una cuestión de negocios?
—Todo es cuestión de negocios. La muerte de Nala fue una perdida que
ya ha sido compensada. Y en lo que a mí respecta, ya no queda más que
hablar. —Fue directo, la había convocado para eso, para espantar de su
cabeza los pajarillos de la justicia—. Tú no tienes nada más que hablar
sobre el asunto.
Sintió los invisibles grilletes rodearle los tobillos. Vivía en una prisión
de algodones. Tenía libertad condicional solo si respetaba el papel que le
había sido dado para interpretar. Y así lo haría, pero antes, se rasgaría las
vestiduras en pos de la verdad. Aunque esa verdad muriese ahí, en esas
cuatro paredes, quería oírla.
—¿No hablar significa culpar a Anuar por una muerte que no le
corresponde? ¿No hablar significa aceptar que la conquista del poder y el
dinero valen más que una vida? ¿Que la verdad no importa?
—Tu verdad, Cameron. ¡Solo la tuya! Porque el señor Walsh tiene otra,
y créeme... extrañamente —masculló para esconder el malestar que le
generaba ese pensamiento—, no coincide con la tú manifiestas.
Su nombre fue como una daga, la atravesó decidida a hacer polvo los
restos de su corazón fragmentado.
—Sean —susurró el nombre—. ¿Qué te ha dicho? Necesito hablar con
él —confesó guiada por la ansiedad—. Sí, necesito hacerlo, oír de sus
labios...
—¡En tus sueños! —la interrumpió con la furia palpitante en él—. Ya
llegará el momento en el que tú y yo hablemos de tu comportamiento de
fulana. ¡De solo pensarlo, siento deseos de abofetearte!
—¡Padre! —reaccionó a la defensiva. Las mejillas se le enrojecieron.
—¡Padre, nada! Walsh nunca fue ni será el hombre correcto para ti.
Espero que lo ocurrido te haya servido de aleccionamiento. ¡No todo lo
que reluce es oro, mi dulce niña! Demasiado tarde lo has comprendido.
—¿Mantenía él una relación con Nala? —Solo así podría continuar con
su vida, la herida sanaría, de alguna manera lo haría, pero extirparlo de su
corazón requería de mucho más. Si la había engañado, si le había vendido
un amor ficticio, debía de saberlo.
—Eso no es de tu incumbencia.
—¡Sí lo es! ¡Dios santo, estaba embarazada! —gritó golpeando el
escritorio con las palmas de sus manos.
Arnold Madison hizo aquello que nunca pensó hacer, abofeteó a su hija.
La decepción mezclada con esa pequeña dosis de peligrosidad que él
saboreaba lo llevó a cometer tal irracional acto.
—¡No vuelvas a levantar la voz en esta casa! ¿Comprendido?
No pudo responder, el fuerte golpe le había enrojecido la mejilla y le
quemaba la piel, utilizó sus manos para aliviar la molestia.
—¡Déjame a solas! —En ese instante, la presencia de su hija no hacía
más que alterarlo—. Todavía me queda pendiente la redacción de un par de
cartas más, alguien tiene que pedirles disculpas a nuestros invitados.
No era un tirano, pero tampoco era su opuesto. Arnold Madison era un
hombre de mentalidad rudimentaria y funcional, con un don de mando
incuestionable y un olfato perfecto para los negocios. Hasta ahí llegaban
sus capacidades. El título de padre era honorífico.
La sensación de orfandad y soledad acompañó en cada paso a Cameron.
Los sueños se transforman en pesadillas. Los sentimientos, en asesinos
silenciosos.
Se marchó rememorando a Gasira: «La muerte es la única liberación
posible».
Comenzaba a comprender la naturaleza real de esas palabras.
Tras su muerte, volvía a envidiar a Nala.

***
Aunque lo intentara, el descanso no le era posible; parecía que sus ojos
se encontraban imposibilitados a la entrega, los párpados no se le
cerraban. Unos pasos inesperados la pusieron en alerta, en el silencio
ensordecedor de la noche, nada pasaba desapercibido en White Valley.
A excepción de los esclavos, solo otras tres personas habitaban la casa.
Reconoció el impacto de esas zancadas contra el piso, era su padre. Le
siguió el eco del golpe en una puerta. Descifrar el destino de Arnold no
requería de mucha ciencia: Eleanor.
Ya tenía suficientes dudas cargadas a su espalda como para soportar una
más. Si su padre se aventuraba a la recámara de su hermana a esas horas
era porque la urgencia y la confidencialidad lo apremiaba.
Tomó el edredón que se encontraba doblado a los pies de la cama y se
cubrió con él. Tenía que ser una con la sombra, con el silencio. Abrió la
ventana y se escabulló. El frío la atacó de inmediato, se envolvió con el
cobertor. Las terrazas de paseo que rodeaban a la casa comunicaban a las
habitaciones, en un par de segundos estuvo junto a la ventana de Eleanor.
La oscuridad le servía de disfraz, se acercó lo más que pudo para oír la
conversación.
—Me preocupas, Arnold.
—Y te preocupas con justa razón.
—¿Qué quieres decir? ¡Habla de una vez!
Las voces le llegaban como débiles susurros, pretender descubrir los
matices emocionales en ellas era imposible. Desde donde se encontraba,
todo sonaba igual.
—La verdad es que esa maldita negra tenía un secreto, uno que alguien
estuvo dispuesto a silenciar. Por desgracia, ese secreto fue compartido
antes de su muerte.
—Uno que ahora tú sabes, intuyo.
—Que Cameron y yo sabemos. Yo sé guardar secretos, y no estoy
dispuesto a poner en juego lo que tengo por una estúpida esclava. Pero
Cameron...
Ella regresaba al centro del conflicto. Estaba claro que su padre le había
ocultado más información de la que ella creía.
—Pero Cameron tiene una boca demasiado grande para su edad, lo sé.
—Eleanor no podía controlar el poder de su voz, lo elevaba con cada
palabra dicha.
—Exacto, y yo no pienso exponerla a ningún riesgo.
¿Riesgo? ¿Qué clase de riesgo? Podía hacerse mil preguntas más, no lo
hizo, prefirió colocar toda la atención en ellos.
—¿Qué sugieres?
—Llevarla lejos.
—¿Y tus planes? ¿Y James Seward?
El nombre de James Seward volvió a indigestarla como la hacía cada
vez que estaba cerca de ella. Dios no quiera que su padre...
—Supongo que tendré que buscar otras alternativas, no te preocupes,
Eleanor, los negocios son mi especialidad. En cuanto a lo demás, necesito
de tu ayuda.
Respiró profundo y exhaló. El alivio fue inmediato, Seward ya no era
una figura de interés.
—Y por supuesto la tienes, dime qué debo hacer.
—Llévatela contigo.
—¿A Londres? —La propuesta no pareció agradarle. «Londres» resonó
tan fuerte dentro de la habitación que hasta los cristales del ventanal
temblaron.
—¡Sí, a Londres, mujer, dónde más! La quiero bien lejos de aquí. Lejos
de Sean Walsh. Y si es posible, no la deseo de regreso. Si la verdad llegara
a salir a la luz, de una u otra manera, ella pagará las consecuencias.
—¿Qué quieres decir con que «no la quieres de regreso»?
—Lo que entiendes... haz lo necesario. Encuéntrale un marido al otro
lado del mundo. Duplicaré, triplicaré su dote de ser necesario. Lo que sea.
¿Me has entendido, Eleanor?
—Sí, Arnold, te entendí a la perfección. Lo que sea, como sea.

El pedido logró aquello que el frío no consiguió. Tembló... ante el


temor, el desconcierto. Las lágrimas le inundaron los ojos. No podía
regresar a su recámara, la angustia la dominaba. Así como estaba, descalza
y ligera de ropa, se atrevió a hacer aquello que estaba prohibido para ella,
recorrer su hogar bajo las estrellas. Caminó por los campos de algodón, los
regó con sus lágrimas para despedirse de ellos. Respetaría el último
pedido de su padre, no regresaría.
Era el fin de su historia ahí, dejaría todo... todo excepto su corazón.
CAPÍTULO 4

El viaje a Londres resultó una tortura para Cameron. Era la primera vez
que viajaba en barco y los interminables días sin pisar tierra firme la
llevaron a enfermar. El estómago apenas lograba contener un par de
bocados, los mareos eran constantes y la reclusión en su camarote la
arrastró a un inicio de locura.
No dejaba de pensar una y otra vez en Nala y en Walsh, y en los retazos
de conversación con su padre. Sabía que no tenía toda la información, que
Arnold le ocultaba algo. Tía Eleanor desconocía los pormenores de la
orden dada por el terrateniente y, a diferencia de Cameron, no sentía ni la
más mínima curiosidad. Las damas debían callar y acatar, así se lo había
recordado en la última conversación en tierras americanas.
Ahora eso había quedado atrás, tan lejos como la costa de Virginia. Por
desgracia, no pudo dejar el dolor y el corazón roto en el mismo puerto. Los
arrastraba con ella al viejo continente, y era una enfermedad que la
debilitaba. Su malestar físico iba a la par del emocional. Tía Eleanor se
negaba a hablarle más que para reprenderla y exigirle que le agradeciera
por llevarla a Inglaterra cuando no lo merecía. El resto del tiempo se
dedicaba a enviarle miradas de censura.
—¿Puedes dejar eso? —exigió la mujer, cansada de las náuseas de su
sobrina.
—Sí, tía. —El sarcasmo de su respuesta se perdió en otra arcada, lo que
llevó a Eleanor a abandonar el camarote. Apenas se soportaban. La
relación que antaño supo ser distante, ahora era tensa. Las capas de pulida
educación de Cameron estaban resquebrajadas por los sucesos y daban
como resultado una muchacha menos sumisa y más indómita, incluso en
ese estado de evidente debilidad.
El clima de la costa no ayudó cuando arribaron. El oleaje hizo que las
últimas horas a bordo se convirtieran en una pesadilla. La lluvia les dio la
bienvenida, los vientos helados y el vaivén de un carruaje fueron la
estocada final para la salud de Cameron, llegó a la mansión de los
Thomson con fiebre y el estómago tan revuelto como si aún estuviera
navegando el Atlántico.
—Oh, Lady Mariana, no queremos importunar —escuchó la queja de su
tía entre momentos de lucidez—, no es necesario un médico, con que
descanse un poco…
—¡De ninguna manera! —exclamó Lady Mariana Thomson y la voz
sonó como la de un ángel en los oídos de la señorita Cameron. La
vizcondesa supo ser una gran cantante lírica en sus años mozos, y el
timbre de su voz conseguía dejar mudo a cualquiera que la escuchara,
entre ellos, Eleanor—. Nos aseguraremos de que tu sobrina reciba los
cuidados pertinentes. Ahora mismo la instalaremos en su habitación, la
doncella le preparará un baño y el médico la verá en unas horas.
Los siguientes días serían una gran nebulosa en la mente de Cameron.
Pasó horas y horas en cama, hasta que comprendió que su mal nada tenía
que ver con el resfrío, sino con un corazón roto. Lady Thomson no tardó
en dar con el verdadero diagnóstico y, sin hacer preguntas, la trasladó a
una habitación lejos de su tía, en la otra ala de la inmensa mansión.
A Mariana no le agradaba Eleanor De Luca, pero la toleraba por los
negocios del pasado y por los posibles en el futuro. En cambio, algo en la
joven Madison lograba enternecerla, adivinaba que no había sacado la
ambición de la familia paterna y se preguntaba si quizá la madre era quien
había transmitido esa llama de dulzura que se mantenía brillante aunque se
estuviera apagando.
—Señorita Cameron —la llamó antes de ingresar a la habitación—,
¿cómo te sientes hoy?
—Mucho mejor, milady —expresó la muchacha al tiempo que se
incorporaba en la gran cama de madera maciza. La doncella abrió las
cortinas, y el plateado cielo de Londres se coló por las ventanas.
Acostumbrada al clima de Virginia, Inglaterra no hacía más que alimentar
la melancolía. Ni los vivos colores del empapelado de las paredes de su
recámara, ni las arañas que siempre estaban encendidas, ni el carácter
vivaz y afable de la vizcondesa conseguían animarla.
Le costaba reconocerlo, extrañaba a Nala, extrañaba a Walsh. Y ambos
anhelos eran incompatibles, se sentía dividida por albergar sentimientos
hacia Sean, creía que le era infiel a Nala, a la justicia que merecía y jamás
recibiría.
—Esperemos que pronto la mejoría se evidencie —fue el mordaz
comentario de Mariana, hecho con una sonrisa amistosa que indicaba las
buenas intenciones.
—Gracias, milady.
—Cuando estemos a solas, puedes tutearme —le recordó Mariana, con
cariño.
—Lo siento, no me acostumbro. Mi tía ha hablado tanto de usted… de
ti —se corrigió—, que me cuesta no tratarla… —Se interrumpió una vez
más al darse cuenta de que no le saldría de manera natural. Allí, ella era un
ser inferior, su sangre no era noble y, por lo tanto, si bien se dirigían a ella
con un mínimo de respeto, le recordaban su lugar. Era injusto, y se sentía
horrible. Pero, por sobre todo, exponía un trato aún más desigual, el que se
tenía en su país para con los esclavos. Los pesares volvieron de golpe, y
junto a ellos, el malestar físico.
—Querida, estás tan pálida, tan frágil y con el temple tan apagado, que
serás la sensación de la temporada. Toda una florecilla inglesa —bromeó
Mariana y consiguió la primera risa de Cameron en días.
—Gracias por el no halago, milady —respondió a la broma, y escondió
en su expresión el dolor que sentía. Lady Thomson lo adivinó de todos
modos, y así lo expresó.
—Eso está mucho mejor, Cameron. Aprende a esconder la debilidad, o
aquí te comerán los ojos.
—No me está saliendo muy bien si puede adivinar siempre lo que me
pasa.
—Oh, ese es mi don, no todos lo tienen. Algún día, querida, hablaremos
en confianza y me contarás qué te tiene en cama, porque sé que no es el
resfrío. Mientras tanto, intentaremos que te repongas, que saques a flote
esa belleza que te acompañó como un mito desde Virginia y
conseguiremos un esposo para ti, uno que te permita escapar del pasado.
—Es muy amable de su parte.
—Por cierto, quiero que conozcas a unas muchachas de tu tierra. Estoy
segura de que eso te animará y borrará parte del pesar —agregó Lady
Thomson con su melodiosa voz antes de dejarla a solas.
La idea de al fin contar con jóvenes de su edad y en situación similar a
la suya la llevó a una leve y constante mejoría. Día a día encontraba la
fuerza para salir de la cama, arreglarse, pasear por el suntuoso jardín de
los Thomson, degustar la para nada deliciosa comida de Inglaterra, leer,
conversar con Mariana y mantener distancia de Tía Eleanor.
El nuevo pasatiempo eran los artículos del Doctor C. que se publicaban
en un folletín para damas de la sociedad londinense Lady and society. El
escandaloso doctor sacaba a relucir en cada nota alguna de las aristas más
oscuras de la sociedad. La identidad de tan osado hombre era una
incógnita que mantenía a Cameron entretenida y le permitía recordar la
otra cara de Sean Walsh, aquella que se había disipado en una noche
confusa que parecía un mal sueño.
La sensación onírica la acompañó durante el primer mes en Londres.
Era arrastrada por Mariana a las casas de moda, a los salones de té, a las
clases de historia inglesa y protocolo con una prestigiosa institutriz de
rictus severo, a las tardes en compañía de sus coterráneas, a los bailes…
Pronto descubrió que su ajustada agenda no era casual, Lady Thomson
parecía conocer la receta para sanar el mal de amores: distracción
constante y lejanía de Tía Eleanor.
De a poco recordó cómo sonreír, cómo disfrutar de un banal
entretenimiento. Los mejores momentos eran las tardes compartidas con
sus nuevas amigas.
—Sospecho —dijo Cameron en un susurro para Emily Grant—, que
Lady Mariana es quien busca esquivar a mi tía todo el tiempo, y que yo
soy la excusa. No a la inversa.
Vanessa Cleveland largó un bufido poco femenino a modo de
reafirmación. Las tres amigas se encontraban en el salón personal de Lady
Thomson, tomando el té y conversando. Solo una de ellas estaba ausente,
Miranda Clark, la reciente Lady Bridport. La joven neoyorkina había sido
la primera de ellas en tener éxito en la búsqueda de un título nobiliario que
limpiara el pasado y le abriera puertas al futuro, aunque ni en los más
osados de sus sueños hubieran imaginado la pesca de un futuro duque.
—No creo que pueda culparla —murmuró Emily al tiempo que sus
mejillas tomaban un intenso color rojo. La muchacha de California era
tímida y reservada, el opuesto exacto de Vanessa, que era mordaz y
sarcástica.
—¡Oh! ¿Qué he escuchado? ¿La señorita Grant ha expresado una
opinión propia? Necesito mis sales —exageró la joven de Boston, y
Cameron quiso abofetearla. Detestaba cuando la señorita Cleveland
descargaba su cinismo e ironía en la inocente Emily, parecía tenerla de
punto.
—Hablando de opiniones que no hay que decir en voz alta —
interrumpió la puja entre ambas—, ¿leyeron el último artículo del Doctor
C.? Habla del trato de los ricos hacia la servidumbre.
—Sí —se apenó la señorita Grant—, tiene tanta razón que duele. Mal
nos pese, creo que esta vez no ha dado con el dardo solo en la sociedad
británica. Los americanos no nos diferenciamos demasiado.
—¡Por supuesto que no! —se quejó Vanessa—, si hasta les damos el
poder de humillarnos. De alguna manera, consideramos natural esa
pirámide absurda de hombres sobre hombres… —De improviso, se acalló
apretando los dientes. Cameron quiso indagar un poco más, sorprendida
por haber hallado un punto de concordancia con la joven de Boston que,
hasta el momento, era quien peor le caía.
—Por favor, sigue —pidió.
—No, en vano hablar, más cuando los pasteles están deliciosos. ¿Han
probado el de mora? —Lo superficial del comentario cumplió con lo
cometido. Emily y Cameron quedaron mudas, con la boca abierta y los
ojos fuera de sus cuencas—. Por cierto, ¿se han enterado de los rumores
sobre Miranda… perdón, Lady Bridport?
—No empieces —fue la advertencia de la señorita Madison que cayó en
saco roto. Miranda Clark y Elliot Spencer eran la comidilla de Londres.
Lord y Lady Escándalo. Sabía por Lady Thomson que se hablaba de ellos
en todos los salones de caballeros y de damas, incluso había apuestas a su
nombre. El matrimonio de su amiga neoyorkina podía ser un éxito
respecto a intereses, pero parecía ser un completo fracaso puertas adentro.
—Sí —agregó Emily—, me he enterado por Colin las cosas que se
dicen en el White.
Colin Webb era el mejor amigo de Lord Bridport y, al parecer, la nueva
obsesión de la señorita Grant. No había conversación con la californiana
que no terminara en Lord Webb.
—¿Colin? —remarcó Vanessa—, ¿Llamas a Lord Webb Colin? Esa es
nueva.
Las mejillas de Emily ardieron de inmediato, y Cameron no encontró el
modo de salir al rescate. Cada día, la adoración de la muchacha hacia el
joven lord era más evidente, y a diferencia de Vanessa, le parecía de una
crueldad innecesaria remarcar lo difícil de esa unión. Colin Webb no solo
era el hijo de un adinerado conde que no necesitaba de las abultadas
cuentas americanas, sino que además era poseedor de una belleza y un
encanto que cortaba el aliento. Hasta la entrenada Lady Thomson debía
contenerse para no babear a los pies de Lord Webb. Para sumar
desventajas, Emily era quien más se alejaba de los estándares británicos.
De cuerpo entrado en carnes, orígenes humildes, riqueza vulgar y modales
francos, la joven californiana estaba condenada al fracaso social.
—Lo siento —se disculpó en un tono tan bajo que apenas fue oído—,
Lord Webb me ha dado permiso para tutearlo, claro, en privado, pero me
he acostumbrado tanto…
Las palabras sonaron en los oídos de Cameron como las campanadas de
una iglesia, y antes de dejar en la lengua venenosa de Vanessa la
advertencia, tomó las riendas.
—Emily, querida —Unió las manos a la de la muchacha—, dos cosas
están muy mal en tu confesión. Una, no puedes tutearlo porque él es un
noble y tú, una plebeya, y dos, no pueden estar en privado, a solas.
—Lo sé… es que…
—Por favor, Emily, prométemelo —exigió casi desesperada. De pronto,
sintió la mirada de la señorita Cleveland fija en ella, y supo que, en su afán
de proteger a la señorita Grant, había dejado en descubierto sus propios
pesares.
La advertencia era la misma que ella se había negado a escuchar, y la
había llevado directo y sin escala a la perdición. El mundo está lleno de
normas, quienes las rompen, las pagan. Y, la más dolorosa de todas, piensa
bien antes de entregar el corazón, porque cuando lo destruyen, duele como
mil demonios.
—Lo prometo —fue la mentira que salió de los labios de Emily.
Cameron pudo apostar que la mano que se escondía bajo la mesa cruzaba
los dedos para no dar peso al juramento. Lo sabía y lo entendía como solo
alguien que se había enamorado podía hacerlo. Por eso, Vanessa, la única
ajena a ese sentimiento, las miró como si fueran dos tontas de remate.
—Dado que no puedo hacer nada para que sean racionales —fue la
mordaz interrupción de la joven de Boston—, lo que haré es dinero a costa
de sus malas decisiones. Además de apostar contra Miranda, apostaré
contra ustedes dos.
—¡Por Dios! Eres lo más cruel que he visto en mi vida —se enojó
Cameron, pero la sonrisa pícara de Vanessa la hizo temblar.
—¿Sabían? En la edad media se les decía brujas a las mujeres
inteligentes…
La única respuesta posible a esa afirmación fue poner los ojos en
blanco, largar un bufido y abarrotarse la boca de tarta de mora. Y aunque
las pullas siempre terminaran de esa manera, con un cruce verbal, un
desafío y una molesta espinilla por las palabras de la bostoniana, las tardes
junto a ellas eran lo que llenaba a Cameron de energía para afrontar un día
más.
Un paso a la vez hacia el olvido, un paso a la vez hacia el futuro. Si se
lo repetía, quizá esa noche no soñaría con Sean Walsh. Era tiempo de
dejarlo atrás, de escuchar sus propias advertencias, de dejarse llevar por
los planes de Lady Thomson. Era tiempo…

***

El sol se coló por la ventana de la habitación de Cameron y refulgió


sobre el candelabro dorado que reposaba sobre la mesa de luz. El
empapelado azul con dibujos de colibríes y calas pareció cobrar vida con
los rayos. La muchacha se incorporó de golpe, desorientada por completo,
para descubrir que estaba tan descansada y llena de energías como no le
sucedía desde antes de abandonar Virginia.
No tenía reloj en su cuarto, el ir y venir de los sirvientes y el sonido
lejano de los salones le dijo que era casi el mediodía. Rara vez dormía
tanto. Esos meses de eventos sociales y salidas con Lady Thomson la
habían agotado, por lo que le sorprendió el cambio imprevisto.
Se detuvo antes de llamar a la campanilla, le gustaba ese momento de
soledad, por lo que se quitó la camisola de dormir, se lavó con el agua
fresca que siempre estaba dispuesta para ella en el tocador, se trenzó el
largo cabello castaño y se vistió con un traje de día que no requería de
ayuda externa. Al menos, no de tanta.
El corsé frontal fue apenas ajustado por sus gentiles dedos y el
miriñaque reemplazado por una enagua almidonada que daba forma a la
falda. La camisa de seda con volados al cuello y botones de perlas se
perdía por debajo de la cintura, y la blancura inmaculada contrarrestaba
con el azul marino de la amplia falda. Una vez lista, desoyó el rugir de su
estómago para regalarse unos minutos más. Abrió apenas la ventana para
dejar entrar la brisa y se sentó en el marco a leer. De su baúl sacó Shirley
de Charlotte Brontë, sin recordar que el tomo original estaba al resguardo
en la biblioteca familiar, y que el que había llevado era uno de los que
Sean Walsh había reemplazado para ella. Dejó de lado el peso de su
corazón herido y los recuerdos de su amor para concentrarse en las líneas
de Vida de un esclavo americano contada por él mismo de Frederick
Douglass.
La lectura la absorbió a punto tal que no oyó el llamado a la puerta, y la
voz de Lady Thomson la sobresaltó.
—Querida, ¿te encuentras bien?
—Milady. —Cameron se incorporó de inmediato, cerró el libro en un
movimiento tan veloz que hizo a Mariana sonreír e interrumpirla a mitad
de una reverencia. La carcajada de la vizcondesa la hizo imitarla.
—Mi niña, ¡eres tan mala disimulando que te van a pescar en todas tus
travesuras! Es más, si mal no recuerdo, creo que fue tu rostro el que delató
a la actual vizcondesa de Bridport.
—No se lo digas a nadie, todos creen que fue culpa de Emily —musitó
la muchacha, arrancando una nueva carcajada del pecho de Lady Thomson.
—¿Alguna novela picarona? Porque no creo que… Shirley —leyó en las
solapas— sea la razón de tu sonrojo.
—Eh… —El balbuceo despertó la curiosidad de Mariana, que extendió
la mano para que la joven entregara el libro. Cameron dudó, si bien la
mujer era abierta de mente y nunca había cuestionado su forma de ser, la
lectura de ciertas cosas podía considerarse escandalosa hasta para la
antigua cantante lírica. Al fin, se rindió y entregó la prueba del delito.
—Ya veo que tienes intención de hacerme la tarea difícil —bromeó la
mujer antes de devolver el ejemplar—, puedo con una indecorosa joven
dada a novelas pícaras, pero ¿abolicionista? —Exageró el pesar llevando
la mano a la frente y consiguió que Cameron se relajara y emitiera una risa
suave—. Bueno, querida, hasta los que luchan por los derechos deben
desayunar. Ven, vamos, que es casi el mediodía y no has bebido ni un té.
—¿No le dirá a mi tía? ¿Verdad? —se preocupó Cameron antes de
seguirla.
—¡Por Dios! ¡No! No tengo intenciones de hablar siquiera del clima
con Eleanor, menos que menos, de política.
Avanzaron por el pasillo en dirección al salón personal de Lady
Thomson en lugar del comedor, era una de las tantas tretas que tenían para
evadir a su tía, quien, adepta a las reglas, jamás comía en otro lugar. En la
luminosa sala, los altos ventanales que daban a la terraza estaban abiertos,
y Mariana, al ver la ilusión en los ojos azules de Cameron, solicitó que les
sirvieran en la mesa de hierro forjado del exterior.
—Se te ve mucho mejor esta mañana —comentó la mujer—. Menos
apagada y, aunque no me has contado qué te tiene tan mal, el hecho de
verte leer sobre lo que pasó en América me anima a pensar que lo
comienzas a superar.
—Le seré sincera, Lady Thomson —Mariana se resignó a que la
muchacha jamás la tutearía—, no creo que lo vaya a superar alguna vez,
quizá solo aprenda a vivir con el dolor que provoca.
—¿Un corazón roto? —indagó.
—Un corazón roto, una injusticia y, no lo sé, quizá una profunda
decepción. —La sonrisa triste de Lady Thomson la invitó a cambiar de
tema—, milady, ¿por qué nadie me ha despertado hoy? Si mal no recuerdo,
teníamos previsto una visita a Lady Sophie y…
—Hubo un repentino cambio de planes, uno que me llena de dicha —Al
notar la expresión de Cameron, agregó—: aunque no se me note. Me
pareció buena idea aprovechar el imprevisto y permitirte algo más de
descanso. También estar un poco más relajada. —Señaló la vestimenta
sencilla de la muchacha, que, sin proponérselo, realzaba la belleza real.
—Sé que no tenemos confianza… —comenzó para saciar la curiosidad,
y consiguió que Mariana volviera a reír.
—¡Mantén esas formas lejos de mí! Ese cuchicheo tras abanico es para
las noches de baile, entre nosotras seremos francas. Hoy tendremos la
visita de un gran amigo —explicó—, el capitán Hobart, quien ha regresado
de Las Indias hace muy poco.
—¿No le hace feliz esa visita?
—Oh, sí, me hace muy feliz —rebatió Mariana y, por la necesidad de
consuelo, tomó las manos de Cameron por encima de la mesa—, es un
gran amigo de Lord Thomson, un gran, gran amigo. ¿Sabes? No siempre
fuimos esto —dijo y señaló el entorno.
La opulencia de los Thomson era legendaria. El dinero parecía lloverles
y los negocios, tener tantos brazos que era imposible saber hasta dónde
llegaba el imperio Sameville. La confesión de Mariana la sorprendió.
—Mi tía habla de usted como si fuera la misma reina de Inglaterra. —
Las palabras de Cameron hicieron reír a Lady Thomson a carcajada
abierta.
—Tu tía no siempre pensó así de mí, solía decir que era una fulana
trepadora. He aprendido a masticar mi orgullo, pero jamás a tragarlo.
Nunca se sabe cuándo la vida te permitirá devolver tantas ofensas.
—¡Oh, lo siento mucho, milady! Espero que no crea que comparto la
visión de mi tía…
—Por supuesto que no, eres una niña muy dulce, y que no te haya
podido corromper me dice que también eres fuerte. Pero aquí el tema…
cuando yo era una simple cantante lírica y Lord Thomson estaba a medio
fundir por las rígidas formas británicas de negocios, todos los lores le
dieron la espalda, más aún cuando cometió el «error» de enamorarse de mí
y dejar plantada a la hija de un duque.
Cameron se incorporó apenas en la silla, ansiosa por los detalles de esa
historia de amor. Olvidó el té, los huevos a medio comer y el pan con
mantequilla. Sus mejillas se sonrojaron por la ilusión, como una niña ante
un cuento de navidad.
—El capitán Hobart fue uno de los pocos que no nos volteó el rostro —
continuó la mujer—, es más joven que Lord Thomson, pero muy bien
conectado con los hombres poderosos, y fue quien convenció a mi marido
de que, si podía romper una norma al casarse conmigo, podía romper las
de los negocios también. Lo conectó con gente en la India, y ese fue el
primer negocio que fundó esto.
—Y entonces… ¿Por qué la entristece verlo?
—Porque yo soy tan feliz gracias a él, gracias a su amistad constante,
que no sé cómo mirar su tristeza. Me hace sentir tan impotente, tan…
ojalá pudiéramos cargar el dolor de esos a quienes amamos. —Lady
Thomson se limpió una lágrima con la servilleta antes de seguir—: En
India conoció a la hija de Lord Dalhousie, el gobernador general.
Camile… oh, qué muchacha dulce y frágil. Mi buen amigo quiso volver
con ella de inmediato a Inglaterra tras la unión, pero Camile no quería ser
un estorbo en su carrera y se negó. El embarazo se la llevó a ella y a la
pequeña niña…
—Cuánto lo siento —murmuró Cameron a través del nudo en la
garganta.
—Luego de eso, Charles no quiso dejar Las Indias porque allí estaban
enterradas… es la primera vez que se atreve a viajar, a volver. Por las
cartas que le envía a Lord Thomson sé que lo ha empezado a superar,
pasaron ya cinco años. Creo que busca formar una nueva familia al fin, es
muy joven, aún no llega a los cuarenta.
Cameron quedó en silencio, sin saber qué decir. Las palabras parecían
haberse evaporado. Ella lloraba por un corazón roto, pero su pérdida no
había sido definitiva. El duelo era otro, uno que no podía permitir que la
envenenara. De pronto, sintió un gran anhelo por conocer al capitán, por
descubrir cómo había hecho ese hombre para seguir luego de un golpe tan
duro. Sin conocer su rostro, ni su voz, ni sus pensamientos, sintió una
enorme conexión con él.
Mientras terminaba el desayuno con la mente perdida, se hizo una
promesa, la de bajar los muros por una noche y dejar que las personas
vieran a la verdadera Cameron. La última vez que lo había hecho, Sean
atravesó las barreras, su piel, su corazón y dejó una enorme huella, una
cicatriz gigante que aún sangraba, pero quizá, en esa ocasión no dejaría
entrar al verdugo, sino al salvador.

Lo primero que ayudó a Cameron en la misión de dejar caer los muros


fue lo íntimo del evento. La cena tenía pocos invitados, todos ellos
allegados a los Thomson. Para ser un matrimonio que se manejaba en
beneficio de los negocios, el cambio de ambiente fue evidente. La cena se
dio temprano, antes de que el sol desapareciera por completo. Se llevó a
cabo en el comedor principal, que daba a la misma terraza en la que esa
mañana habían desayunado, y de allí, las escalinatas conectaban a los
jardines traseros. Las flores de la temporada y las farolas encendidas
conseguían darle al evento un aire de cuento.
Charles Hobart se presentó puntual, lo cual le granjeó una broma del
anfitrión.
—Charles, Charles, puedes sacar a un hombre del ejército, pero no
puedes sacar el ejército del hombre. —Hobart le devolvió el saludo en un
abrazo.
—Aún no he dejado el ejército, milord. Estoy en mi merecido receso.
—¿Receso? Eso sí que es nuevo, no le mientas a un viejo amigo,
Charles —replicó Lord Thomson, con cariño. Debido a que el resto de los
invitados no habían llegado, Mariana insistió en que aguardaran por la
cena en su salón.
—Querido —se quejó lady Thomson al tiempo que le tomaba el brazo
al capitán—, si permito que mi marido te lleve a su despacho, me perderé
de tu compañía por toda la noche. Sí, sí —agregó ante la expresión de
falsa indignación de Charles—, recuerdo muy bien cómo son ustedes dos.
Ven, permíteme presentarte a mis visitas americanas.
Mariana llevó al capitán junto a Eleanor, quien lo saludó con exagerada
cortesía al ver que era importante para la vizcondesa. De todos modos,
Cameron pudo adivinar que su tía no estaba impresionada por el hombre
que no ostentaba título nobiliario. ¿Capitán? Tenemos muchos en América,
casi pudo escuchar el timbre de voz de la mujer en su cabeza. Ella, en
cambio, estaba impresionada por la presencia del hombre y por el
magnetismo que ejercía sobre Lady Thomson, una mujer que, en general,
no se dejaba obnubilar por nadie.
—Y ella es la señorita Cam… —El tiempo pareció detenerse en ese
instante, y Cameron leyó la tristeza en el iris verdoso del hombre.
—Perdón —se disculpó Charles—, mi mente ha decidido irse a navegar
en el peor de los momentos.
—Cameron Madison —se presentó la joven, de manera apresurada, y
acompañó las palabras con una reverencia.
—Cameron… —susurró el hombre, y la señorita Madison le sonrió en
complicidad. Hobart se había paralizado al creer que dirían Camile, y a
ella se le estrujó un poco más el corazón. A pesar de lo que Lady Thomson
pensaba, Cameron entendía como nadie que el capitán aún no lo había
superado. Ese lapso, ese segundo de duda era el mismo que ella había
tenido esa mañana al pensar en Sean, al tener en mano el libro que él le
había dado. Y esa conexión emocional fue el empujón definitivo, ese que
le dijo que había un motivo por el cual estaban frente a frente, quizá
debían ayudarse a sanar.
Los invitados rompieron el momento de escrutinio, aunque no lo
suficientemente pronto como para que Mariana no notara la dinámica
entre Charles y Cameron. Con un movimiento de manos y unas órdenes
susurradas, alteró por completo la disposición de la mesa para dejar a la
joven de Virginia enfrentada a su gran amigo. Eleanor quiso protestar por
considerarlo inapropiado, pero fue acallada a tiempo por Lord Thomson.
—Es lo bueno de tener una cena relajada, sin tanta etiqueta.
Y ante las palabras del anfitrión, a la mujer no le quedó más que acatar
en silencio y con el rictus de desagrado. Los demás comensales eran una
familia de mercaderes italianos; Sir Johnson, prestigioso profesor de
Cambridge y tutor de la señorita Vanessa Cleveland, y la señora Smith,
gran amiga de Mariana. La cena fue regada con vino francés y
acompañada de una charla interesante, alejada de las normas sociales.
—He de comunicar a la cámara de lores lo que veo en Las Indias, y no
es para nada alentador —comentó Charles. A Cameron le dio risa la
expresión de Tía Eleanor, apenas si podía mascar y los ojos parecían
salirse de sus cuencas. ¿Cómo se atrevía ese hombre a hablar de política
en la mesa? Arnold Madison estaría horrorizado, lo que hacía que ella
estuviera encantada—. Se han llevado a cabo medidas muy fuertes para
aplacar las expresiones culturales, por el miedo a la sublevación, y estoy
convencido de que esa clase de remedio es peor que la enfermedad en sí.
—¿Y qué propone usted? —se atrevió a preguntar Cameron,
maravillada.
—Permitirles conservar su cultura, sus costumbres, su religión…
—¿Piensa que Inglaterra debe darle la independencia a Las Indias? —
indagó, olvidando por completo la cuchara que estaba a mitad de camino
del plato y su boca, también la postura rígida había quedado atrás, ahora se
inclinaba hacia adelante para acortar la distancia que la mesa imponía
entre ella y el capitán.
—¡Cameron! —fue la reprimenda entre dientes de Eleanor. El susto la
hizo soltar la cuchara, que cayó en el plato y salpicó el mentón de la
muchacha con salsa. La risa del Capitán la hizo sonrojar hasta la raíz del
pelo. Las orejas le ardían y la bronca hacia su tía hizo que los ojos se le
llenaran de lágrimas. Contrario a lo que se pudiese suponer, Charles no se
reía de la torpeza de la señorita americana, sino de su ocurrencia.
—¡Por Dios, no! —exclamó divertido, y Lord Thomson, conocedor de
su amigo, rio a la par—, soy un inglés de pura cepa, jamás se me ocurriría
abandonar una colonia. De hecho, señorita, me atrevo a llamarla a usted,
mi enemiga.
La broma distendió el ambiente y les permitió proseguir. Cameron
limpió los restos de salsa y agradeció que su postura poco ortodoxa
hubiera salvado al vestido de noche celeste de las consecuencias de su
torpeza.
—Crees que al prohibirle la cultura los empujaremos a un quiebre
definitivo —expuso Lady Thomson.
—Exacto. Si no somos lo suficientemente humanos para aceptar las
diferencias, listos para aprender de otras culturas… si caemos en la
soberbia de creernos mejores que el otro y nos enceguecemos, entonces no
merecemos el lugar en el que estamos, el poder que tenemos ni el dinero
que eso nos genera. Y la estupidez se paga tarde o temprano —expresó el
capitán, con un énfasis que conmovió a Cameron. Sir Johnson por poco se
pone de pie para aplaudir, pero como no era dado a las demostraciones
pasionales, prefirió condimentar la conversación con su sapiencia.
La señorita Madison se sentía fascinada. Hasta el momento, solo un
hombre la había involucrado en conversaciones trascendentales, y había
pensado que era capaz de comprender los pormenores políticos y
económicos del mundo. Desde esa noche, odiaría las veladas superficiales,
los tés vacíos, las charlas de moda… quería que cada cena del resto de su
vida fuera así de estimulante. Tras la mesa de dulces, Lady Thomson
volvió a dirigir a los invitados a su salón personal, donde sirvieron coñac y
whisky para los hombres y licores de fruta para las mujeres. El único gusto
masculino prohibido allí era el tabaco.
Tía Eleanor estaba a punto de excusarse producto del mal humor,
cuando la propuesta de Mariana la dejó de piedra en la silla.
—En honor a nuestro especial invitado, Charles Hobart, interpretaré un
fragmento de Rigoletto de Giuseppe Verdi. Cameron, querida, ¿podrías
acompañarme con el piano? —solicitó la vizcondesa dejando a los
presentes mudos.
Desde su matrimonio que no cantaba en público, era un honor escuchar
a la gran Mariana en vivo, y la señorita Madison supo que su tía solo
volvería a América para vanagloriarse de ello. Cameron sintió un nudo en
la boca del estómago por acompañar a la artista al piano, y tuvo que
respirar profundo antes de sentarse en el banquillo y comenzar con la
pieza en la parte exacta en la que Lady Thomson le indicó.
La voz de la cantante resonó en la sala, y aunque la acústica no era
buena y la interpretación de Cameron lejos estaba de la de los grandes
maestros de la música, emocionó a los presentes hasta las lágrimas,
quienes, al terminar, se pusieron de pie para ovacionarla.
—¡Bravo, bravo! —exclamó Lord Thomson—, bravo, amore mio. —Y
frente a los invitados, el matrimonio selló con un beso la promesa de amor
eterno hecha años atrás.
Ante tan desproporcionada muestra de cariño, Eleanor acusó cansancio
para dejar la sala e insistió en que Cameron debía hacer lo mismo.
—Sería una pena —intervino Charles—, pues pensaba invitarla a dar un
paseo por los jardines. Los recuerdo hermosos, aunque con Lady Thomson
nunca se sabe qué cambios puede uno hallar.
—Lo siento, señor, pero…
—¡Por supuesto! —interrumpió Mariana—, claro que sí, La señora
Smith y yo haremos de carabina, ve a descansar, Eleanor, no queremos
causarte malestar.
—En ese caso… —se opuso su tía, quien no confiaba en las dotes de la
vizcondesa como chaperona.
—No, no. De ninguna manera —se impuso la anfitriona, y Lord
Thomson tuvo que contener la risa tras el vaso de coñac—, ya has dicho
que estabas agotada. ¿Qué clase de anfitriona sería si dejo que mis
invitados sufran? Por favor, por favor… —y por poco la saca a las rastras
del salón.
La mirada cómplice del capitán hizo que Cameron tuviera que
morderse la mejilla para no reír a carcajada limpia. Una vez eliminado el
estorbo que representaba Eleanor, Charles le brindó el brazo para guiarla
por los cuidados senderos del jardín de los Thomson.
Mariana y la señora Smith iban unos metros detrás, los suficientes
como para no oír la conversación de la pareja.
—Ha sido un honor escuchar a Lady Thomson —comentó Cameron con
intención de romper el hielo. Charles se encontraba en un estado
meditativo, con la mente en algún lugar lejano.
—Sí, hacía años que no la oía. Recuerdo la primera vez, y cómo su voz
impactó en mi amigo. Es agradable saber que aún conserva el encanto, y el
poder de conmover a Lord Thomson.
Que un hombre tan ferviente en la política se mostrase abierto a los
sentimientos la hizo sonreír, aunque su sonrisa se tiñó de tristeza,
nostalgia y dolor al darse cuenta de que, aunque batallara, Sean volvía a
sus pensamientos una y otra vez. Era injusta con el capitán al compararlo
con Walsh, porque sabía que no tenía chances contra su recuerdo, del
mismo modo que ella no podía ganarle a Camile en el corazón de Hobart.
La conexión que sentía con él no era la de almas gemelas, la de cuerpos
que se reconocen… era la de personas heridas.
El silencio se instauró entre ellos a medida que admiraban las estatuas
romanas, las fuentes y los setos podados. Cameron se permitió un
momento para contemplar su rostro agradable, su cabello oscuro que
dejaba entrever las primeras canas, pero fueron sus ojos tristes los que le
indicaron el camino.
—Esta noche, Lady Thomson lo ha hecho por usted…
—Lo sé, por los viejos tiempos —coincidió Charles.
—Supongo que antes sonreía más.
—No tanto —y le regaló una de esas escasas sonrisas a Cameron—,
siempre ha sido un grupo selecto el que me divierte y con quienes me
relajo lo suficiente. Lord y Lady Thomson, y…
—Y Camile —completó la señorita Madison.
—Y Camile —repitió él. El iris de Charles brilló con solo mencionarla.
La señorita Madison presionó su brazo con cariño y consuelo, sabedora de
lo que sentía en el pecho en ese momento. Ella llevaba meses sin repetir el
nombre Sean, y cada silencio se volvía una vuelta más de soga sobre su
cuello.
—Cuénteme de ella —pidió Cameron, y el capitán giró el rostro para
observarla. La mirada azul de la muchacha fue un espejo, tenía el mismo
color del mar ártico y se reflejó en él hasta encontrarse.
—Ya veo —dijo en cambio—, usted también ha perdido un amor. ¿En
América?
—Sí, allí quedó y allí quedará. Mi padre… secretos, mentiras, no lo sé,
aún no lo sé. Solo entiendo lo mucho que duele, y cuánto cuesta seguir.
—Señorita Cameron, si aún no lo sabe, entonces no podrá seguir jamás.
Yo tengo certezas, una certeza insoportable: ni ella ni mi niña volverán.
Por eso es que estoy listo para dar un paso a la vez, pero no quiero poner
sobre los hombros de nadie la responsabilidad de quitarme el dolor.
Cameron asintió en silencio y retomó la marcha. No era un simple
paseo por los jardines, era un acuerdo, un contrato de amistad. Eso era lo
que el capitán ofrecía y lo que pedía a cambio, y quedaba en ella concluir
si le bastaba para un matrimonio.
—Creo que he cometido un grave error —admitió Cameron.
—¿Quién no? De eso se trata vivir.
—Pensé que quizá, si dejaba a alguien más entrar en mi corazón, me
ayudaría a sanar. Al fin de cuentas, se rompió de ese modo. Ahora entiendo
lo que quiere decir, no le puedo delegar una tarea mía a alguien más. —La
sonrisa compasiva de Charles fue la confirmación de que la conclusión era
la correcta.
—Cuando perdí a Camile, entendí que al único que le dolía era a mí,
ella y mi niña estaban en paz, yo era quien sufría. Las personas que nos
quieren nos ven mal e intentan sacarnos sonrisas, distraernos, traernos de
nuevo felicidad, y uno empieza a hacerlo por ellos, porque sabe cuánto
duele… y un día empiezas a hacerlo por ti.
—Hacerlo por mí —repitió en un susurro apenas audible. Charles
emprendió el regreso a la terraza con la carabina pisándole los talones. No
iba a hacer una propuesta matrimonial aún, temía que sus palabras se
convirtieran en una orden para Cameron. La joven Madison todavía no
había empezado a hacer las cosas por ella, seguía en el afán de arreglar el
pasado, de complacer a alguien, de disculparse por un error. Desconocía lo
sucedido, e indagaría en ello por sus medios. Cuando supiera que la
muchacha era capaz de elegir con el corazón y el cerebro, recién allí haría
una propuesta. Por esa noche, ambos tenían demasiado en que pensar.
CAPÍTULO 5

Lord Thomson contaba con oficinas comerciales en la zona más lujosa de


Londres, tan solo a un par de metros del Burlington Arcade, el lugar más
propicio para los negocios; todo allí invitaba al derroche de dinero y a la
inversión a largo plazo. Las frecuentaba tres veces a la semana y, casi
siempre, eran el espacio en donde se llevaban a cabo acuerdos y
transacciones locales. Cuando de negociaciones internacionales se trataba,
cuando la proyección de los nuevos acuerdos financieros podía trasladarse
un paso más allá, Thomson ponía más esmero.
Las amistades lo definían, era un hombre comprometido a ellas, y
contaba con la empatía necesaria para llevarlas a buen puerto. Ese día le
daba la bienvenida a un nuevo socio, uno que merecía de su gentileza a
gran escala, en consecuencia, las puertas de la mansión Thomson se
abrieron de par en par para recibirlo.
Cameron y su tía se mantuvieron al margen de dicho suceso, los ánimos
de Eleanor, como ya era habitual, no se encontraban en alza. La realidad
era que la mujer gozaba de cada una de las atenciones que sus anfitriones
le brindaban e intentaba explotarlas al máximo; en su mente, se sentía
parte de la realeza misma, y pretendía perpetuar esa experiencia hasta el
último segundo de su estadía. La presencia de la nueva amistad las había
motivado a un almuerzo no tan protocolar, en la terraza, con el glamoroso
espectáculo de los jardines ante sus ojos. Lady Mariana se les sumaría en
cuanto pudiera, la joven Madison se ganaba, día a día, un lugar en su
corazón, más ahora que veía en ella el posible elixir de felicidad perfecto
para Charles Hobart. La vizcondesa se enorgullecía de todos los enlaces en
los cuales había actuado como artífice, pero este se le había escapado de
las manos. No lo había proyectado siquiera y, sin embargo, las fuerzas de
la naturaleza se habían encargado de marcarles el camino. Lady Thomson,
por primera vez en mucho tiempo, se encontraba ansiosa, expectante de
los futuros acontecimientos, y no iba a permitir que el carácter
desamorado y colérico de Eleanor pusiera en riesgo la bella oportunidad
que se había gestado la otra noche.
Cualquier excusa era puesta en juego, el plan era mantener a Cameron
lo más lejos posible de su tía, algo que resultaba una tarea sencilla
considerando que la mencionada no tenía intención alguna de abandonar
las comodidades de la mansión. La servidumbre ya había recibido las
indicaciones pertinentes, lo que la mujer solicitaba era llevado a cabo, ella
era feliz en su falsa burbuja de nobleza, y Cameron se transformaba en el
efecto colateral de su falta de atención.
—Repíteme una vez más lo sucedido, por favor. —Por lo visto, Eleanor
estaba más interesada en el pastelillo de crema que devoraba que en las
palabras de su sobrina—. ¿Quién le disparó a quién?
Se refería al trágico incidente en el cual el matrimonio Bridport se
había visto involucrado, uno que había llevado a Miranda Clark, la actual
vizcondesa, una de sus americanas amigas, al borde de la muerte.
—¿Acaso importa eso ya? —Para Cameron el suceso en sí había
perdido relevancia, lo único que le importaba era la evolución de salud de
su amiga.
—¡Por supuesto que importa! ¡Eso habla del nivel de barbarie que
todavía se encuentra presente en esta sociedad! —Finalizó lo dicho
engullendo medio pastelillo, el relleno de crema estalló en su boca y se
escapó por la comisura de sus labios.
Fue el colmo para Cameron, estaba hasta la coronilla de los
comentarios de su tía. Por un lado, disfrutaba del esnobismo inglés con
cada célula de su cuerpo, después, lo criticaba. Por el otro, escupía una
catarata de elogios sobre su tierra de origen, y a la vez, atacaba con
desprecio y por lo bajo a cada una de las americanas que se resguardaban
bajo el ala de Lady Thomson.
—¿Barbarie? ¿En verdad tía, tú te atreves a hablar de barbarie?
—¿Qué quieres decir? —Desentenderse de la realidad vivida era una de
sus mayores cualidades de Eleanor.
—¿Debo recordarte el motivo por el que estamos aquí?
La conversación que, en primera instancia, había nacido como un mero
acto decorativo de fin de almuerzo, pasó a la categoría de confrontación.
—¡Déjame corregirte, niña ingrata... el motivo por el que tú estás aquí!
—Eleanor se debatía entre un nuevo pastel o el sutil acto de amedrentar a
su sobrina con una de sus miradas invasivas.
La insatisfecha mujer no tuvo que llegar a tal instancia decisiva, los
aires de conflicto fueron empujados muy a lo lejos con la sorpresiva
intromisión de Lady Mariana.
—Creo que los motivos no son necesarios, importa que estén aquí. —
La vizcondesa hacía honor a su nombre y rango, ni bien se apersonaba,
eclipsaba a cada uno de los presentes, y eso incluía a Eleanor De Luca. Se
llamó al silencio, complaciente, en pos de los beneficios a adquirir. —
Importa que Lady Bridport, finalmente, se ha recuperado, y ha decidido
celebrar con sus amigas ese bienestar. ¿No lo crees así, Eleanor?
—Por supuesto que sí. —El discurso de Eleanor mutó para acompañar
al de Lady Thomson.
—Los detalles escabrosos del suceso no son necesarios. ¿Verdad? —
agregó la vizcondesa con claras intenciones de zanjar el asunto. Eleanor
asintió por puro hábito.
Los ojos de Lady Mariana se encontraron con los de Cameron, en ellos
se podía leer un silencioso: Gracias.
La dueña de la casa tomó asiento dispuesta a guiar la conversación en
otra dirección. Desplegó el abanico, el sol impactaba de lleno en la
sombrilla que las cubría generando un entorno caluroso. Uno de los
sirvientes se adelantó a sus necesidades, y colocó un vaso de fría limonada
ante ella.
—Veo que estás torturando a tu paladar con las delicias del maestro
pastelero Baudouin —dijo al comprobar los restos de crema en los labios
de Eleanor.
—Sí, no puedo evitarlo... las texturas, los sabores.
—Enloquecí a Lord Thomson por meses hasta que consiguió la manera
de obtener sus servicios durante la temporada. ¿Has probado el de crema
de cacao, Eleanor?
—Oh, no... —respondió ansiosa, sus ojos hicieron un análisis
exhaustivo de la bandeja con intenciones de dar con él.
—Éste de aquí, querida —señaló con su abanico la vizcondesa—.
Pruébalo, no te arrepentirás.
Para Eleanor eso fue considerado una orden. El pastelillo abandonó la
bandeja víctima de sus dedos para iniciar el recorrido directo a su boca. Ni
bien su lengua hizo contacto con el sabor indicado, confesó su éxtasis. Los
ojos le bailaron dentro de las órbitas ante el momentáneo episodio de
felicidad que experimentaba, al parecer, la única clase de felicidad que se
permitía.
—¿Y tú, Cameron? ¡Vamos, cariño, esos pastelillos están aquí para ser
devorados, no admirados!
Y a Cameron la idea le sentaba de maravillas, por desgracia, no podía
llevarla a la práctica. De hecho, con el simple acto de verlos, el estómago
se le agitaba. Estaba luchando con las ganas de devolver el escaso
almuerzo que se había permitido comer.
—Lo sé, pero en esta oportunidad no creo que sea lo adecuado. El
almuerzo no me ha caído bien.
—¿Almuerzo? —interrumpió Eleanor valiéndose de la pausa entre
mordisco—. Como mucho le has dado dos o tres bocados al almuerzo.
Lady Thomson frunció el ceño ante una repentina sensación de
preocupación. Examinó a la muchacha, la luz del pleno día disfrazaba su
nueva palidez.
—¿Te encuentras bien, Cameron?
—Sí... no. —Cambió el discurso al comprender que, en breve, el
malestar de su estómago subiría por su garganta y le decoraría el rostro—.
No lo sé, creo que el desayuno tampoco me ha sentado bien.
—¿Por qué no descansas un poco, querida? —sugirió con dulzura.
La actitud maternal de la anfitriona puso en evidencia el corazón
carente de afecto de Eleanor. Algo que ella no iba a exponer con tanta
claridad al mundo.
—Coincido con Lady Thomson. Un descanso puede resultarte
beneficioso —vistió su voz de falsa preocupación—. Tal vez sea
recomendable que canceles el té en lo de Lady Bridport.
—¡No! —se lamentó Cameron—. En verdad tengo deseos de verla, y al
resto de las muchachas, no quiero declinar su invitación.
Si ese pensamiento se plantaba en la cabeza de su tía, iba a ser
imposible de arrancar, echaría profundas raíces. Cameron buscó asistencia
en Lady Mariana, el encuentro de sus ojos fue suficiente, la mujer
interpretó la plegaria en ellos.
—Ve a tu recámara y descansa. Si al cabo de una hora continuas con el
malestar, enviaremos una nota a Lady Bridport para que comprenda el
motivo de tu ausencia —observó de soslayo a Eleanor y cuando comprobó
que esta volvía a estar de acuerdo con ella, continuó—. Si te encuentras
bien, no veo el sentido alguno de posponer la visita.
No era correcto desestimar las palabras de la anfitriona, era parte de las
reglas de juego que uno asume al aceptar ser un visitante.
—¡No se diga más! —La vizcondesa intentó dar el cierre definitivo—.
Cameron, descansa. Tu tía y yo seguiremos disfrutando de este... —ocultó
el hastío y le sonrió— de este maravilloso mediodía.
La paciencia y bondad de Lady Thomson no tenía límite, tolerar a
Eleanor era el equivalente a ganarse un lugar en el paraíso. Sin duda, se
merecía eso y mucho más.

Abandonar la comodidad de la silla en busca de un mejor descanso no


fue la mejor decisión de todas. Ni bien su cuerpo se dispuso a la caminata,
el malestar que hacía presión en la boca de su estómago halló la fuerza
necesaria para catapultarse fuera de su garganta. Disimuló lo más que
pudo, no quería poner en alerta a las mujeres. Ni bien se encontró bajo el
resguardo de la mansión, aceleró los pasos en dirección a uno de los
tocadores individuales. Ya en esa intimidad, permitió que el origen de su
malestar hiciera la explosión definitiva. Las instalaciones sanitarias de la
mansión Thomson contaban con moderno equipamiento, unas piezas de
cerámicas llamadas retretes cumplían el rol que las bacinillas solían
ocupar. De rodillas al piso, se aferró a él, y vomitó el poco alimento que
había ingerido. La sensación de mejora fue inmediata. Se incorporó
utilizando las paredes como soporte. Tomó una de las toallas individuales
para limpiarse el rostro, giró la sofisticada pieza de metal que permitía la
salida de agua para humedecerse las mejillas y beber de ella. La sensación
de frescura por la garganta le reavivó el espíritu. El sabor amargo que el
vómito le había obsequiado a su boca desapareció. En minutos, su
malestar no fue más que un recuerdo. Sonrió satisfecha, no tendría que
cancelar su visita a casa de Miranda, con una breve siesta estaría como
nueva. Accionó la campanilla que ponía en aviso a los sirvientes sobre la
utilización del sanitario, y abandonó el tocador en dirección a la escalera
principal.
A esas horas del día, la mayoría de las actividades de la servidumbre ya
se habían llevado a cabo, la tranquilidad reinaba en cada rincón de la
mansión. Caminó a paso lento, lo único que ocupaba sus pensamientos era
la ansiedad previa al reencuentro con sus amigas, tal vez les contaría sobre
el capitán. O no, ya podía imaginar los comentarios tendenciosos de
Vanessa al respecto. En fin, cuando el momento llegara, tomaría la
decisión de revelar o no esa información; cuando lo pensaba, reconocía
que no tenía más novedades que esa.
Tan dominada por la rutina estaba que no percibió los pasos que se
acercaban a ella. El automatismo que su cuerpo demostraba entró en
conflicto con su corazón, un corazón que comenzó a latir ansioso.
Reconocía esos latidos, interpretaban una sinfonía que tenía un dueño.
¿Cómo era posible? Se paralizó ahí mismo y la realidad cobró vida, no
estaba sola. Una respiración profunda confesó la cercanía de la presencia.
Su perfume le invadió las fosas nasales, la llevó de la mano a la entrega,
fue como un embrujo. Cerró los ojos en una absurda búsqueda por regresar
a sus cabales. ¿Era un sueño? ¿El anhelo desesperado finalmente la
traicionaba y la lanzaba a los brazos de la locura?
—Cameron... —fue casi un susurro.
Estaba enloqueciendo, ahora lo comprendía. Era su voz, era Sean Walsh
regresando a ella para torturarla como un cruel fantasma.
No, no, no... no quería recordarlo, no quería amarlo. Quería arrancarlo
de su corazón.
El roce de un cuerpo hizo contacto con su espalda, una mano se posó
sobre su cintura y la recorrió por detrás. No, eso no era la imaginación de
un corazón terco y anhelante, eso era una verdad que le quemaba la piel,
justo ahí, en donde la mano se posaba. Abrió los ojos y giró con
brusquedad para enfrentarse al peor de sus fantasmas, el que asechaba a su
corazón.
Era él, Sean Walsh, en carne y hueso. Imponente, perfecto y tan bello
como siempre.
—¿Sean? —Los sentimientos entraron en conflicto en ese mismo
instante. La expresión severa en el rostro de Walsh se mezclaba con los
retazos mentales de Nala. Todo volvía a ella. Todo eso que se había
forzado a erradicar de su alma a fuerza de lágrimas y profundo dolor
regresaba con la furia de un huracán— ¿Tú? ¿Có... cómo es posible?
El temor se apoderó de su voz, de su cuerpo, y él lo percibió.
Retrocedió, un paso, otro. Pero no, él no se lo iba a permitir.
—No, no crucé el océano para que vuelvas a alejarte de mí. —Había
fuego en su voz, un fuego que podía confesar pasión y odio por igual.
Cameron no podía interpretar cuál de los dos sentimientos era. Sus brazos
fueron como tentáculos, se enredaron a su cintura para aprisionarla.
Cuerpo contra cuerpo. Deseo contra deseo. El reloj volvía a cero con
ellos. El mundo personal que habían construido tiempo atrás giraba para
ponerlos de nuevo de cabeza. Así era como la historia de ambos había
comenzado.
—¡No, no puedes estar aquí, no debes estar aquí! —El temor la
comandaba.
—¿Por qué no debo estar aquí? Dímelo ¿Tú no me quieres aquí,
Cameron?
Sean Walsh había ido en busca de respuestas, y no se marcharía de allí
sin ellas. No se marcharía de ahí sin Cameron. Esa era la secreta promesa
que se había dicho ni bien se subió al barco que atravesó el Atlántico en
dirección a ella.
El silencio fue un compañero inadecuado para Cameron.
—Dímelo, Cameron. Me niego a aceptar las palabras de tu padre como
tuyas.
El injustificado temor fue hecho a un lado, al igual que los gritos de su
corazón que reclamaban la cercanía de su cuerpo como el único elemento
posible de salvación. La razón fue puesta en juego, era el momento para
que la muy desgraciada actuara.
—¿Qué palabras? ¿Qué te ha dicho mi padre?
—Qué has venido aquí en busca de un marido, que esta fue tu intención
desde un principio. Que yo fui nada más que un acto de rebeldía para ti.
El dolor era palpable en su voz, y Cameron lo compartía. Sentía ese
dolor con la misma intensidad.
—¿Y tú le creíste? —Luchó contra sus brazos sin conseguir resultado
alguno.
Sean la liberó, no quería dañarla, y la resistencia podía provocar eso.
Además, estaba a un paso de perder la paciencia que su plan requería. La
señorita Madison tenía el descaro de acusar su desconfianza, cuando la
credulidad de ella ante la peor de las barbaries dolía mil veces más.
—Te marchaste, Cameron. Llámame tonto, pero para mí eso fue la
confirmación de sus palabras.
—De ser así, no veo el motivo de tu presencia aquí. —Que pusiera en
tela de juicio el amor que le había confesado solo conseguía profundizar
más la herida.
La reacción de Cameron estuvo cargada de provocación, una que
enloqueció a Walsh. Necesitaba acariciarla, sentirla, besarla.
—Porque necesito oírlo de ti, por eso estoy aquí. —Sus labios
invadieron el territorio hostil de los alrededores de Cameron. Centímetros,
eso era lo que separaba ambas bocas.
La necesidad era compartida, ella también sucumbía al deseo, quería
abrazarse a su cuello, enredar los dedos en su cabello y saciarse hasta el
fin de los tiempos con sus besos.
No lo hizo, la razón conducía cada uno de sus pensamientos. Nala se
extendía como un veneno por su sangre.
—Lo siento, no puedo...
—¿Qué no puedes? —Aprisionó el cuerpo de ella con el suyo, la pared
fue el soporte de espalda de Cameron.
Esa pregunta la hizo colapsar por dentro, sí, Nala era un veneno, él era
un veneno, y en ese instante, no pudo tolerarlo más. Estalló, rompió las
barreras de su cuerpo, de su alma.
—No puedo... no puedo hacer de cuenta que todo continúa igual, Sean.
No puedo confiar en ti, por Dios santo, ni siquiera puedo mirarte a los ojos
en este momento. —Era verdad, sus ojos encontraban una y otra vez la
excusa perfecta para rehuir de él—. No se trata de lo que deseo o añoro, se
trata de lo que no puedo olvidar. Y yo... yo no puedo olvidar esa noche,
Sean.
—Cameron, tú me conoces, sabes de lo que soy capaz o no. —Tomó su
rostro con delicadeza para guiarla al encuentro de sus miradas—. Mírame,
cariño, por favor, mírame y dime si me conoces o no.
Y perderse en el intenso celeste de sus ojos fue como ahogarse en el
mar, sus pulmones se cerraron, el aire se detuvo, solo tuvieron lugar las
lágrimas. La herida crecía, en vez de sanar, se ensanchaba potenciando el
dolor.
—No lo sé, Sean... ya no sé qué conozco de ti. No sé quién es el
auténtico Sean Walsh.
—Lo sabes, la única persona en este mundo que realmente me conoce
eres tú. Nunca te he mentido, ni en palabras ni en sentimientos. Nunca...
—susurró con el fuego quemándole los labios, no se contenía, tenerla tan
cerca, amarla de esa manera.
Hizo lo que su corazón y su piel le reclamaban hacer, la asedió con su
boca, la forzó a un beso que fue correspondido sin duda alguna. La invadió
con su lengua, y ella lo recibió contraatacando la embestida con la
ferocidad de la suya. Al diablo la razón, Cameron se rendía a ese pequeño
fragmento de felicidad que la vida le entregaba. Porque para ella, Sean
Walsh era eso, el hombre que amaba, el único hacedor de su felicidad. Se
debían una despedida, se debían un último beso, eso era para Cameron ese
instante, el fin definitivo. Una barrera invisible se había alzado entre
ambos, una que no le permitiría volver a confiar en él.
—¡Walsh! ¡Walsh!
La voz de Lord Thomson actúo de separador. Los labios se dijeron
adiós, y los cuerpos ardieron víctimas de un fuego que no iba a ser
apagado por la satisfacción del deseo. Sean lo sabía, debía actuar con
cuidado, estaba al tanto de la presencia de Eleanor, y de lo que ella
manifestaba para con su persona. Lo único que tenía a favor era la reciente
amistad con el dueño de la casa y la prometedora propuesta de trabajo en
conjunto, sabía que eso le otorgaría el lugar y el tiempo que necesitaba.
Antes de que la cercanía de Thomson los sorprendiera, le entregó a
Cameron unas últimas palabras.
—Nunca te he mentido, haré que lo comprendas y llevaré a cabo cada
una de las promesas que te hice —le susurró con una certeza tal que hizo
que Cameron temblara ante él—. Y eso incluye convertirte en mi esposa.
Thomson los halló a pasos de la escalera. La situación comprometedora
de ambos pasó desapercibida para el hombre, la especialista en el romance
era su esposa, él era por completo lo opuesto, presuponía otras cosas.
—¡Hasta que te encuentro, Walsh, pensé que te habías extraviado!
—Casi, Lord Thomson... casi.
—Veo que te has encontrado con tu coterránea. Me veo en la obligación
de formalizar las presentaciones. Señorita Madison, le presento al señor
Walsh.
—Sí, ya hemos tenido el placer —masculló Cameron ocultando el
torbellino de sentimientos que la acosaba—. El señor Walsh y mi padre
mantienen una muy provechosa amistad comercial.
—¡Vaya, el mundo es un pañuelo! Encontrarse aquí debe de ser una
grata sorpresa, entonces.
—Por supuesto que lo es, es una grata sorpresa, ¿no es así, señorita
Cameron? —Sean se sumó a la apreciación de Thomson.
—Lo es... —Tragó saliva, el malestar la volvía a tomar como víctima
—. Ahora, caballeros, si me lo permiten, continúo con mi camino así
ustedes pueden continuar con el suyo. —Con un movimiento de cabeza se
despidió de ambos.
Se encomendó a la tarea de subir por las escaleras, las piernas le
pesaban, cada paso era el equivalente a una travesía, así de difícil le
resultaba alejarse de él. Moriría, ese veneno llamado Sean Walsh la
consumiría por completo.

No pudo descansar ni un minuto, quedó en el medio de la cama, vestida,


contemplando el intrincado del cielorraso. Sean estaba allí, la había ido a
buscar. No sabía qué pensar, qué creer. Lo que conocía de él se desvanecía
ante lo atestiguado, el señor Walsh destilaba furia, enojo, rencor. ¿Hacia
quién? Ella parecía el objetivo más claro.
La doncella golpeó la puerta con órdenes de lady Thomson de constatar
su bienestar.
—Sí, necesito salir de aquí —confirmó al tiempo que se ponía de pie.
No sabía si su verdugo se encontraba bajo el mismo techo o ya se había
marchado. Debía ser honesta con la doncella, no estaba del todo repuesta,
por lo que solicitó que no ajustaran demasiado el corsé; además de una
constante acidez estomacal, en los últimos días los senos le dolían y
estaban sensibles. La señorita Madison lo acusó a la inminente llegada de
su periodo, llevaba más de dos meses de retraso, y le adjudicaba tal
irregularidad al estrés emocional que la agobiaba. Ya se había enfrentado a
una situación similar, tras la muerte de su madre, el duelo y la angustia
ocasionaron un desarreglo hormonal que se extendió por meses. Reconocía
parte de los síntomas en la situación presente, la sensibilidad en los
pechos, la hinchazón de piernas y los cólicos que no finalizaban con su
tarea. Era cuestión de tiempo, de calma, algo que ahora le parecía muy
difícil de obtener.
Mientras optaba por un traje de tarde de falda verde inglés, camisa
blanca y chaleco haciendo juego, su mente recorría los pasillos de la
mansión hasta el despacho de Lord Thomson y el hombre que allí se
encontraba haciendo negocios. Tras el encuentro, Cameron contaba con
una pieza más del rompecabezas, una que no sabía dónde encajaba. Arnold
había mentido para alejar a Walsh, para impedir que hablaran.
Se dejó caer en el banquillo del tocador y se cubrió el rostro con las
manos para no ver su reflejo pálido en el espejo. La quiero bien lejos de
aquí. Lejos de Sean Walsh. Y si es posible, no la deseo de regreso. ¿Por
qué? En ese momento, la declaración de su padre daba en un cuerpo
magullado, en un cerebro agarrotado y en un corazón destrozado. No había
podido analizarlo ¿Qué había hecho su padre? ¿Por qué renunciaba a su
plan con Seward?
En medio del sinfín de vueltas y vueltas, comprendía que aún le faltaba
demasiada información para comprender el panorama completo, y llegó a
una única conclusión, Sean estaba allí para vengarse. Le había creído a su
socio la versión de que la relación entre ellos siempre fue superflua, se
había alejado de White Valley acusado de homicidio por la mujer que le
había confesado amor… había sido burlado por los Madison, y Cameron
no se creía capaz de defenderse. Dudaba de ella misma, dudaba de lo que
había atestiguado, de los sentimientos… dudaba de Sean Walsh, como
Sean dudaba de ella. Todo entre ellos estaba reducido a cenizas.
La doncella terminó de trenzar el cabello, y al ver las violáceas ojeras
de Cameron, decidió realizar un recogido suave, que no aumentara el
evidente dolor de cabeza de la señorita.
Le agradeció con una mueca que intentó ser sonrisa, y se dispuso a
abandonar la habitación. El sigilo con el que se condujo por los corredores
la mostraban a ella como la culpable de todo ¿Lo era? Para Sean Walsh sí.
Los ojos azules de Cameron se llenaron de lágrimas, y tuvo que aspirar
grandes bocanadas de aire para impedir romper en llanto. Lo amaba, aún
lo amaba y ni siquiera era capaz de confiar en el recuerdo que tenía de él.
¿Podía su corazón estar tan confundido? ¿o acaso era el único que llevaba
la razón?
—Nunca me dijo que me amaba —susurró en el instante en que se
perdía en el interior del carruaje de los Thomson. Alzó la vista hacia la
majestuosa mansión y, en la quinta ventana a su izquierda, la figura de
Walsh se recortaba tras el cristal. La observaba huir de él una vez más, y
Cameron pudo jurar que la furia del hombre la golpeó directo en el pecho.
Cerró los ojos, aliviada por la soledad. No necesitaba carabina, pues
ahora, Miranda Clark era una señora casada, una vizcondesa y una
próxima duquesa, nadie dudaría de lo decoroso de la visita. En esos
momentos, acompañada por el traqueteo del carruaje, sintió alivio y
desazón al dejar atrás a Walsh. Quería conocer su verdad, a la vez que le
temía como a nada en el mundo.
Sí, Sean quería casarse con ella, lo había dicho una y mil veces, incluso
esa misma tarde, pero los anhelos, las ambiciones, los planes no eran
motor suficiente para cruzar un océano en su búsqueda. Solo un
sentimiento intenso, fuerte y demoledor podía empujar semejante travesía,
y si no era el amor… entonces, debía ser el odio.
Llegó a la mansión Bridport a la hora exacta para el té. Sus amigas se
encontraban sentadas en la sala personal de Miranda, mientras hablaban de
manera relajada, olvidando por completo las mil normas de la sociedad
británica. Lady Bridport y Emily eran quienes más disfrutaban del
desapego, pues en América tampoco pertenecían a la élite. Por el
contrario, habían viajado a la pesca de marido para elevar el status de sus
familias y limpiar deshonrosos escándalos. Cameron se alegraba del éxito
de Miranda, y esperaba lo mismo para la señorita Grant. En cambio, tanto
Vanessa como ella pertenecían a las prestigiosas familias de Estados
Unidos, y ambas parecían dispuestas a volver a sus tierras con las manos
vacías.
—De verdad —insistió Miranda—, ya estoy bien, completamente
repuesta, y si me vuelven a tratar como a una inválida, enloqueceré. Lord
Bridport no me deja en paz un segundo. —La queja sonó fingida en los
oídos de ellas, y mientras Vanessa bufaba ante el enamoramiento de la
vizcondesa, Emily la miraba embobada, anhelante de experimentar esa
dicha. La única ajena al momento era ella, que conocía el amor y ahora
vivenciaba el opuesto.
La mirada de Sean, su promesa hecha con furia… ¡Oh, Dios! No era tan
fuerte. Estaba perdiendo la cabeza.
—Cameron, ¡Cameron! —la llamó Emily al verla perdida en
pensamientos—. ¿Te encuentras bien?
La señorita Madison parpadeó, y cuando lo hizo, varias lágrimas
comenzaron a inundarle los ojos. No estaba bien, no… El recuerdo de
Nala; la imagen de Walsh junto a su cuerpo, frío, decidido a dar con la
evidencia; el encierro, las amenazas de su padre, el viaje a Londres
precipitado… todo la golpeó y creyó que se desmayaría una vez más,
como le sucedió esa noche.
—¿Qué sucede, querida?
—Mi padre tiene razón, ¡lo he arruinado todo! ¡Oh, Dios! ¿Qué haré?
—se desesperó Cameron. Había dinamitado los negocios de Arnold en pos
de su corazón, y había destruido ese amor por la desconfianza y las
mentiras. Su vida, tal y como la conocía, había sido una completa farsa, el
dramatismo se apoderó de ella en ese instante, impidiéndole medir las
palabras—. Debo dejar Inglaterra, debo huir. Tengo que escapar de él, ya
no consigo esconderme más. —Se puso de pie y comenzó a andar de punta
a punta del salón, como un gato atrapado que busca la salida.
—¿De quién? —preguntó Vanessa, y lo genuino de su preocupación
sorprendió a todas. Era la primera vez que no se mostraba odiosa o
altanera.
—Del señor Walsh. Viene por mí, viene por venganza. —Se cubrió el
rostro con ambas manos tras la confesión, y la única conclusión a la que
había llegado. Se dejó caer, rendida.
—¿Por qué alguien querría vengarse de ti, Cameron? —indagó Emily y
la abrazó. Dejó que la muchacha de Virginia llorara sobre su pecho. Y
entonces, en la nebulosa, comprendió su error. Volvía a sacar conclusiones
apresuradas. Se serenó lo suficiente como para hablar, hablar por primera
vez desde que todo había sucedido.
Cameron alzó la mirada y la fijó en sus amigas antes de confesar su
peor secreto:
—Porque lo acusé de homicidio. —Cuando las palabras abandonaron
sus labios, el pánico también lo hizo. Tía Eleanor le impedía hablar del
tema, su padre lo había barrido bajo la alfombra y regado con mentiras y
maquinaciones, y le habían impedido aclarar el suceso con Sean, con los
invitados, con las fuerzas de la ley. Dejarlo ir de su pecho, contar la verdad
de Nala, ponerle voz a lo que realmente había presenciado fue el primer
paso del duelo que se le arrebató ese enero en Virginia. Sin los
sentimientos ahogándola, su mente comenzó a funcionar con mayor
claridad. Lo acusé de homicidio, fue la declaración que iluminó sus ideas.
Era ella quien cargaba con la culpa en lugar de él, de haber estado segura,
sus palabras hubiesen sido otras. Porque fui testigo de su homicidio,
porque quiere silenciarme… en cambio, admitía que era ella quien alzaba
el dedo acusador, quien había impedido la defensa de Sean y se había
dejado llevar por las declaraciones de los demás. De algo estaba segura, de
que no se había hecho justicia por Nala.
—¿Có… cómo? —indagó Emily. Vanessa la observaba con la cabeza
apenas inclinada hacia la derecha, y Miranda intentaba comprender las
palabras de Cameron.
—Es largo… y complicado, y ni siquiera yo lo entiendo del todo. Pero
él está aquí, lo vi en casa de los Thomson, dice que vino por mí. ¡Oh! Ya
no sé qué pensar.
—No te preocupes, tenemos varias horas más de té y prefiero hablar de
esto que del traje de Lady Anne en la fiesta de Lady Sophie, ¡esa mujer me
exaspera! —dijo Vanessa, y se ganó una sonrisa tímida de Emily, quien era
la que más desprecio le profesaba a la bella Lady Anne—, ¿complicado?
Mejor, tantos meses en Londres me están quitando la capacidad de
raciocinio, con razón la nobleza es tan insulsa, sus cerebros están
atrofiados por la falta de ejercicio. Así que… permítenos ayudarte, y que
la ayuda sea mutua.
—Vanessa —se quejó Miranda al tiempo que hacía sonar la campana de
servicio y un regio mayordomo, el señor Hurt, se presentaba para
comprobar que las mujeres tuvieran té y pasteles para un rato más—,
siempre consigues que suenen mal hasta tus buenas intenciones. Sí,
Cameron, cuéntanos e intentaremos ayudarte. No por aburrimiento —
aclaró con sus refulgentes ojos verdes fijos en los de la señorita Cleveland
—, sino porque para eso estamos las amigas.
Emily le tomó las manos entre las suyas y le dio ánimo para empezar.
—Sean… El señor Walsh —se apuró a corregirse—, es un viejo socio
de mi padre, aunque creo que, tras lo acontecido, dudo que sigan
manteniendo su relación. Lo conocí el año pasado, y… y… —balbuceó—,
teníamos previsto casarnos. —No se sentía lista para confesar cuán hondo
era su amor, ni la confianza que había sentido en sus brazos, esa que la
había llevado a dejar el decoro y las normas, segura de que el matrimonio
se concretaría.
—¿Lo amas? —preguntó Miranda, compasiva. Lady Bridport había
descubierto la fuerza de ese sentimiento en brazos de Elliot Spencer, y
comprendía la magnitud de lo que uno estaba dispuesto a hacer por amor.
—Creí hacerlo, ahora no lo sé. —La duda en su mirada enterneció a
Emily, quien albergaba en su corazón un anhelo imposible. Vanessa, en
cambio, negó con la cabeza y llevó la conversación a un terreno que sí
manejaba. El tema de los sentimientos la incomodaba, porque podía ver
que era la única que no se desenvolvía en esa área a la perfección y odiaba
quedar como tonta, o inexperta.
—Supongo que lo que te hace dudar es que lo crees un asesino… —
sugirió la señorita Cleveland.
—¡No! —se apuró a saltar en su defensa, luego se rectificó—. Sí, no lo
sé —y las manos volvieron a cubrirle el rostro, cuando dejó de llorar y
Miranda le acercó un pañuelo, retomó con la historia—: Mi padre me ha
enviado a Londres porque lo decepcioné, él deseaba que me casara con
otro de sus socios, el señor Seward…
—¿Seward? —interrumpió Vanessa, a Miranda y a Emily les sonaba el
nombre, pero no lograban asociarlo. En cambio, la señorita Cleveland
acababa de hallar otra de las piezas del rompecabezas, solo que ella tenía
aún menos información que Cameron—, ¿te refieres a los Seward de
Carolina del Sur? A…
—Sí, sí, el abogado… el…
—El próximo presidente de los Estados Unidos —completó Vanessa, y
por fin abandonó la sensación de sobrar en la conversación.
—Primero debe ganar las elecciones —interrumpió Miranda, molesta
porque dieran por sentado que un demócrata sureño ganaría. No era dada a
la política, pero tampoco vivía bajo tierra, algo sabía.
—Al margen de la política —prosiguió la señorita Madison, y Vanessa
se ahorró de comentar que aquello estaba por completo relacionado por
más que ella insistiera en temas del corazón—, yo amaba, o creía amar a
Sean Walsh. Pero en la fiesta de cumpleaños de mi padre, Nala fue
asesinada… —Al ver el desconcierto de sus amigas, aclaró—, mi
doncella, mi…
—Esclava —completó la señorita Cleveland, a quien las costumbres del
sur irritaban en sobremanera.
—No me gusta llamarla así, ella era más que una esclava, era mi amiga
y… ¡y la mataron! —Cameron perdió los estribos—, la mataron en mi
casa, la mató un hombre blanco y acusaron a otro esclavo para cubrirlo.
Ella… ella quería ser libre, solo quería ser libre y…
—¿Y crees que fue este tal señor Walsh? —preguntó Emily.
—Lo vi junto al cuerpo, buscaba un brazalete que yo sabía se lo había
dado su amante blanco. En el momento, me desmayé por la impresión —
relató con el nudo aprisionándole las cuerdas vocales—, luego mi padre
me encerró en mi habitación, no me dejó salir hasta que se fueron todos.
No puede hablar con el señor Walsh, y mi padre no me permitió ir a
declarar ante las fuerzas de la ley. Quedó todo en nada, hasta ahora… Nala
no recibió justicia, yo permití que me arrastraran lejos, no luché por ella y
Sean… ¡oh, estoy tan confundida!
Ante el quiebre de Cameron, Miranda y Emily optaron por dejar el
tema. Se la veía mal, pálida, con profundas ojeras y rojeces en la nariz de
tanto llorar. Parecía a punto de sufrir un desmayo, y el aire no era capaz de
atravesar el mar de pena para llenar los pulmones. La única ajena al dolor
de la señorita Madison era Vanessa, que meditaba en silencio.
—¿El señor Walsh de qué parte de Estados Unidos es? —inquirió al fin,
y se ganó dos miradas fulminantes, la de Grant y la de Lady Bridport.
—Del norte, de Chicago.
—¿Negocios?
—¡Vanessa! —Miranda quiso frenar el interrogatorio por el bien de la
muchacha de Virginia.
—Ferroviario —contestó Cameron, más calma al seguir la línea de
pensamiento de la bostoniana.
—Y tú sabías que Nala quería ser libre, tenía un amante blanco… habló
de eso contigo porque…
—Porque éramos más que ama y… ¡éramos amigas!
—¡Porque sabía que eras abolicionista! —la contradijo Vanessa en un
grito que se apuró a ahogar, luego se agarró las sienes, como si el ejercicio
de comprenderlo todo le estuviera agotando las energías. Solo por eso dejó
el tema allí.
Miranda y Emily le agradecieron que cerrara la boca. Dado el tono de la
conversación, y el volumen de sus voces, Hurt adivinó los ánimos y,
eficiente como era, reapareció con los mejores pasteles de Londres. Lady
Bridport se lo agradeció con una mirada cómplice, de bocas llenas de
chocolate no salen confesiones peligrosas.
El resto de la tarde la pasaron intentando animar a Cameron y
convencerla de que no valía la pena huir. Al fin de cuentas, Walsh la había
encontrado una vez, nada indicaba que no la fuera a encontrar siempre.
Si no existía lugar al que escapar, solo quedaba una cosa por hacer…
enfrentarlo.
CAPÍTULO 6

Los negocios en alza iban mano a mano con la creciente industrialización;


los beneficios y el enriquecimiento que esta traía compensaba lo demás,
por lo menos para la nobleza o los ricos que no debían de lidiar con la
contaminación y la polución que aumentaba de manera desproporcionada
cada día. Lo que para unos era una forma de vida muy poco saludable, para
otros era la excusa perfecta para el descanso y el disfrute. Los calores tan
característicos de la estación y la humedad tan habitual de Londres,
combinada con las nubes de smog que, gracias a las cálidas brisas,
viajaban del norte hasta el centro de la región, generaban un clima
pegajoso e irrespirable. El matrimonio Thomson le huía a todo posible
vestigio de incomodidad, en especial cuando tales condiciones climáticas
podrían llegar a afectar a la vizcondesa. Lord Thomson protegía el tesoro
que para él significaba su esposa, y eso incluía mantenerla alejada de todo
aquello que pudiese dañar su voz y pulmones.
La partida rumbo a la casa del vizcondado fue el argumento ideal para
organizar un nuevo evento que hiciera eco en los oídos de la élite
londinense. Los preparativos se organizaron en cuestión de días, y la
puesta en marcha no se hizo esperar mucho más. Luego de enviarse las
correspondientes invitaciones convocando al encuentro, el matrimonio
Thomson, junto a sus actuales invitadas, emprendió la travesía que los
llevaría a los brazos del inevitable descanso.
La señorita Vanessa Cleveland se sumó a Cameron y Eleanor. Sir
Johnson, su tutor, debía ausentarse de la ciudad por unos días y
consideraba más prudente delegar su tarea a Lady Mariana, la mujer se
había propuesto hacer de la joven bostoniana una auténtica señorita
inglesa. Al parecer, la muchacha era el diamante en bruto que siempre
había deseado, ese que pondría en juego toda la experiencia casamentera
que había adquirido.
Las tres compartían carruaje, algo que fue beneficioso para Cameron.
Les esperaba una hora de trayecto hasta la estación de tren y, de ahí en
adelante, un par de horas más hasta llegar al condado de Dorset, donde
retomarían el viaje en carruaje hacia Sameville.
—No sé qué es peor tortura —El calor era el enemigo indiscutido de la
joven de Boston, la asistencia de su abanico no le bastaba—, el calor, la
contaminación... o la compañía.
Se refería a Eleanor que roncaba sumida en un profundo sueño. Lady
Mariana había hecho de las suyas pensando en el resguardo de las
muchachas y, antes de emprender el trayecto en tren, le había facilitado
unas sales para relajarla.
Cameron era víctima del ensimismamiento, su mente nadaba en el
profundo mar de confusión que la rodeaba desde que Walsh se había hecho
presente. El silencio fue la confesión de su estado, uno que Vanessa estaba
decidida a atacar.
—Aunque ahora que lo pienso, prefiero los comentarios absurdos de tu
tía antes que esto. ¡Dios, nunca pensé que iba a decir lo que estoy a punto
de decir! —elevó la voz adrede, pretendía atravesar los oídos de Cameron
a como diera lugar— ¡Envidio a Emily!
La muchacha californiana se había comprometido previamente a otro
evento, lo que reducía su estadía a un par de días, a diferencia de ellas que
estaban condenadas por dos semanas. Condena desde el punto de vista de
la señorita Cleveland, que no disfrutaba en lo absoluto de los eventos
sociales de gran envergadura. Como sea, lo dicho por Vanessa dio en la
tecla.
—¡No puedes dejarla en paz, verdad! —Cameron reaccionó a la
defensiva ante la melodía que su compañera de viaje le había brindado.
—Hasta que regresas en sí, querida, pensé que las sales habían hecho
efecto contigo también. —Cerró el abanico y se deslizó sobre la
reconfortante butaca a fin de colocarse frente a ella, gozaban de la
comodidad de los camarotes del vagón personal de los Thomson—. Con
respecto a la señorita Grant, repito, la envidio, y esa manifestación no va a
volver a salir de esta boca jamás. No veo el motivo de tu reacción.
—¿El motivo de mi reacción? ¡¿El motivo de mi reacción?!
Oh, sí, ante los ojos de Vanessa Cleveland, Cameron Madison se
mostraba como un volcán en erupción. Estaba en ese punto exacto en el
que la herida debía sangrar para limpiarse, solo así podría empezar a
sanar, y para Cameron, sanar significaba colocarse en el rol protagónico de
su vida, uno que le había sido negado a fuerza de mandatos familiares,
normas sociales e inescrupulosos negocios. Antes de enfrentar a Sean
Walsh, debía de enfrentarse a sí misma.
—¡¿Te piensas que las palabras no duelen?! ¡¿Te piensas que esa
superioridad que te has permitido creer que tienes te da permiso para
manipular, atacar, o ridiculizar a alguien?! Criticas la violencia en este
mundo y, a la vez, desde tu cómoda postura de señorita perfecta, la
estimulas con el veneno de tu lengua.
Vanessa se mantuvo en silencio, no porque el ataque de la muchacha le
imposibilitaba la acción, era una especialista en el arte del derrame de
veneno, estaba así porque esperaba encontrar la ventana que le permitiese
observar a la verdadera Cameron Madison.
—A veces, tenemos que ser la voz que a otros les ha sido negada. A
veces, debemos ser la balsa que mantenga a flote a los que no pueden
mantenerse en pie —agregó la joven de Virginia.
Las palmas de Vanessa chocaron entre sí una y otra vez a modo de
suave aplauso.
—¡Bravo! —finalizó con el irónico vitoreo—. Ahora, me encantaría
decir que oírte recitar esas palabras me sorprende, pero no es así, sé que
las has tenido atragantas en tu garganta por mucho tiempo. Lo que sí me
sorprende es que no las apliques contigo.
Lo dicho se coló por los pensamientos de Cameron. Sabía a lo que se
refería, de todas maneras, necesitaba oírlo de ella, acababa de reconocer
que requería de una fuerte bofetada para regresar a la realidad.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que entiendes, pretendes ser para otros lo que no puedes ser para
ti misma. Las dos hemos vivido entre algodones. Bueno, tú literalmente —
rio ante su comentario—, y esa idea de existencia privilegiada nos ha
hecho creer que no tenemos fortaleza alguna. —Hizo una pausa, estaba
revelando una parte de sí que no solía exhibir al mundo—. Yo he
aprendido a ser mi propia balsa, ¿tú? —El silencio volvía a apoderarse de
Cameron, y Vanessa lanzó la embestida más profunda—. Deja, no me
respondas, no lo necesito, el temor que ese tal... —llevó su voz al límite
del susurro— Walsh te despierta, me dice todo.
—¡No le temo!
Y eso fue una confesión que le atravesó el alma. Lo que creía, lo que
pensaba, entraba en choque con aquello que se escapaba de su corazón a
través de las palabras. Estaba dejando a un lado ese instinto que le gritaba
que lo único bueno y puro que había hecho en toda su vida era haberse
enamorado de él. ¿A quién le temía, entonces? ¿A qué le temía?
—¡Oh, vaya, eso sí que es nuevo! —se jactó con sorna Vanessa—.
Díselo a tu cuerpo, así deja de temblar.
Temblaba, de los pies a la cabeza temblaba. La que la mantenía en ese
estado no era Sean o su presencia repentina, era todo aquello que aún se
mantenía oculto en la sombra. Las verdades silenciadas.
—Voy a obsequiarte una recomendación, Cameron. Tómala o no, como
gustes.
Cameron dirigió su mirada hacia la ventana, contemplar el paisaje
parecía más prometedor, los ojos de Vanessa, en ese momento, no le
parecieron para nada amistosos. A pesar de ello, puso real atención a esa
recomendación, a su manera, la joven de Boston se convertía en la única
brújula que tenía a mano.
—Aleja de tu cabeza todas esas teorías conspirativas de poder que
tienes...
—¿Teorías conspirativas? —El rostro de Cameron se tensó de
inmediato. Las palabras de su padre regresaron a ella: Si la verdad llega a
salir a la luz, de una u otra manera, ella pagará las consecuencias —. ¿A
qué teorías conspirativas de poder te refieres?
—Oh, no lo sé —Cameron podía notar que fingía—. Creí haberte oído
decir eso a ti. —Volvió a desplegar el abanico y lo agitó frente a su rostro
—. Estaré confundida... a veces mi cabeza suele hacerlo, sobre todo con
este clima. Sí, sí... definitivamente el clima de esta ciudad no me sienta
para nada bien.
La señorita Cleveland había sembrado la semilla inesperada, Cameron
comprendía el giro equivocado que sus pensamientos habían estado
tomando, todas sus energías se convertían en la búsqueda de una verdad
que siempre terminaba siendo eclipsada por los recuerdos de Nala y los
sentimientos que conservaba hacia Walsh. ¡Maldita tonta! Sean era una
pieza de ese rompecabezas inconcluso, huir de él era lo más absurdo que
podía hacer, tenía que oír esa parte de historia que le había sido negada.
Tenía que hacerlo.
Lady Mariana tenía todo previsto para que su repentino viaje al campo
fuera un gran suceso. Lo primero que necesitaba era que Cameron se
relajara lo suficiente como para permitirse un acercamiento con Charles.
Por ese motivo no dudó en disponer una habitación a compartir con
Vanessa.
—No me parece apropiado —se quejó Eleanor.
—Oh, es lo mejor, te lo aseguro. De esa manera podrás estar más
cómoda en una habitación solo para ti. —La idea de tener una recámara
personal le ganó al decoro e hizo que Eleanor accediera. La casa de campo
era amplia, de tres plantas y más habitaciones de las que se podían contar.
Era la única propiedad que quedaba del vizcondado, pues Lord Thomson
había perdido casi todo antes de lanzarse a los negocios. Las medidas
conservadoras de los nobles británicos los estaban empobreciendo, y las
tierras de Sameville eran un claro ejemplo de ello.
Sin embargo, las refacciones que se habían hecho le habían devuelto al
lugar el lujo de antaño. Las paredes del exterior en piedra clara, las
ventanas altas, las múltiples terrazas y los cuidados jardines daban un
marco ideal para escapar de la opresión de Londres. Como el lago había
quedado en la parte de las tierras que ya no les pertenecían, Lady Thomson
hizo construir uno artificial al que llenó de patos, peces, y decoró a gusto
con puentes de madera.
Por un momento, hasta Vanessa se permitió el banal entretenimiento de
conocer la casa y recorrer los serpenteantes caminos de los alrededores.
Cameron, más tranquila tras su decisión, admiró a su amiga en silencio.
Así, cuando se dejaba llevar por las emociones y derribaba los muros de
cinismo con los que se protegía, se podía admirar la belleza de la
muchacha y la juventud. Esa amargura confundía a los que la conocían,
haciéndolos pensar que era mayor, que pronto llegaría a los veinticinco
años y que se quedaría para vestir santos. Vanessa tenía apenas dieciocho,
le restaban varias temporadas de tortura hasta que se rindieran con ella y
la dejaran en libertad.
—Cameron —advirtió la joven bostoniana—, no quiero que llores,
patalees o te desmayes, pero he escuchado a Lord Thomson decir que ha
invitado a algunos de sus socios, entre ellos a un americano. Cabe pensar
que es tu señor Walsh.
—No es «mi» señor Walsh.
—Como sea… Por lo visto Lady Thomson no sabe de tu
enamoramiento, pues tiene intenciones de que yo lo conozca. Al parecer, y
en palabras de la vizcondesa, tu señor Walsh es un hombre de
pensamientos modernos, que está a favor de los derechos de las mujeres y
muchas cosas más que lo hacen un excelente partido para mí. ¿Tú qué
dices?
Cameron apuró el paso, presa de un irrefrenable deseo de ahorcar a
Vanessa. Y pensar que minutos antes la había considerado bella… la
estocada final le llegó por la espalda, a traición.
—¿Celosa, señorita Madison? ¿No era que no se trata de «tu» señor
Walsh? —la pulla fue acompañada de una risa socarrona. Dar bofetadas
mentales era el pasatiempo preferido de la señorita Cleveland, y al
parecer, un ejercicio muy requerido por sus recientes amigas.
La distancia entre ellas sería temporal, pues debían compartir
habitación, por lo que Cameron se permitió el espacio. Vanessa lograba
sacarla de sus casillas, aunque comenzaba a sospechar que tras cada
palabra de la bostoniana había una clara intención. En esa ocasión era la de
guiarla por el intrincado laberinto de pensamientos nebulosos. Un hombre
moderno, a favor de los derechos de las mujeres, por poco Cameron deja
escapar que no era por los únicos derechos que clamaba y con esa
confesión estaba de nuevo en el camino que desembocaba en la muerte de
Nala.
Absorta en sus pensamientos, se perdió en una de las terrazas y tuvo
que alzar la mirada para saber en qué ala estaba. Con la vista en el cielo, se
dio de lleno con el pecho de un hombre.
—Señorita Cameron, un gusto volver a verla —exclamó la conocida
voz del capitán Charles Hobart.
—Capitán. —La señorita Madison dio un paso atrás para poder realizar
el saludo.
—Al parecer —Le extendió el brazo para acompañarla al interior—, he
descubierto que tenemos otra cosa en común.
—Ah, ¿sí? —preguntó con curiosidad, mientras miraba el marcado
mentón del hombre de soslayo.
—Sí, a ambos nos gusta navegar. Yo por agua, tú por los cielos. —La
risa de la muchacha endulzó el ambiente e hizo a Charles sonreír.
—Espero que usted se oriente mejor en altamar que yo en el espacio,
pues, para serle honesta, estaba por completo perdida.
—Entonces, un gusto para mí salir al rescate. —La caminata amena los
llevó directo al salón principal, donde la señora Smith interpretaba una
alegre canción al piano. La pareja llegó justo para los aplausos.
—Cameron, querida —se alegró lady Thomson—, llegas a tiempo para
agasajarnos con tu talento.
—Oh, me hará sonrojar —se quejó la muchacha con las mejillas
ardidas. No se sentía merecedora del reconocimiento de una cantante lírica
como Mariana. Y por ese mismo motivo, tampoco encontraba las excusas
para negarse. Avanzó con paso vacilante hasta el banquillo que había
ocupado la señora Smith, pasó las partituras hasta encontrar una que
conociera y fuera menos propensa a errores, y comenzó a mover los dedos
sobre las teclas.
La melodía era amena, no tan divertida como la anterior, pero tampoco
melancólica. El capitán se acomodó en un rincón, para disfrutar de la
canción y desde allí pudo ver al hombre que se detenía en el umbral de la
sala. Era joven, no llegaba a los treinta, alto, de cabello castaño claro, ojos
celestes y rasgos marcados. Los labios eran una delgada línea, tensa, como
si quisiera contener las palabras a fuerza de voluntad. Tenía la mirada
encendida por un fuego fácilmente reconocible por el experimentado
capitán, fija en Cameron. Charles aguardó al final de la pieza para evaluar
la reacción de Cameron ante el hombre que parecía reclamarla como suya
con su sola presencia.
—Bravo, bravo, querida —aplaudió lady Thomson, y los presentes se le
sumaron. Incluso el nuevo invitado. Cameron se giró para ocultar el rubor
y quedó de frente con el hombre del umbral. Ambos fueron presos de una
parálisis momentánea, los presentes se disiparon, el tiempo se detuvo, y el
capitán tuvo la certeza de que estaba ante el corazón que la señorita
Madison creyó dejar en América.
—Señor Walsh —intervino Lord Thomson al verlo indeciso bajo el
dintel—, ven, adelante, únete a la velada. Creo entender que ya conoce a la
señorita Madison.
—¿De verdad? —inquirió Mariana, confundida.
—Sí, Walsh y Madison tienen negocios en América. Permíteme
presentarte al resto de los invitados —sugirió Thomson. Charles
aprovechó la ocasión para evaluar al hombre de cerca e intentar adivinar
sus intenciones. Ahora que sabía un poco más sobre Cameron, su plan
daba un giro drástico. La apreciaba y aún la consideraba una buena opción
como esposa, pero de ella dependería la decisión, de ella y de Sean Walsh.
Si el empresario buscaba lastimar a la señorita Madison, entonces él se
encargaría de protegerla con su apellido, con su dinero y con todos sus
contactos. Si el escenario era el que parecía más evidente, se haría a un
lado, pues como buen militar sabía que había batallas que estaban perdidas
de antemano, y ganarle al amor genuino era una de ellas.
Cameron no salía de su estupor mientras las presentaciones tenían
lugar, por instinto, buscó el sostén de Charles y se situó junto a él. Eleanor
lanzaba chispas por los ojos y, en breve, espuma por la boca. La sonrisa
falsa de dientes blancos y el brillo en la mirada de Sean le dijeron a la
señorita Madison que su tía era por seguro víctima del desprecio del
empresario. Vanessa volvió de los jardines en ese instante, y Lady
Thomson la introdujo en el círculo.
—Señorita Cleveland, él es el señor Walsh de quien te hablé. —La
mirada de Vanessa fue en búsqueda de su amiga antes de saludar al nuevo
invitado. Los celos se abrían paso por sobre el estupor y el resto de los
sentimientos, era una buena forma de salir de ese estado catatónico en el
que se había sumergido para sobrellevar el dolor.
—Un gusto, señor.
—Cleveland —repitió Sean, otorgándole unos segundos de atención a
la bostoniana, aunque se aseguró de tener a Cameron en su campo visual.
No permitiría que huyera de él una vez más—, ¿de Boston?
—Sí. Hija de Robert Cleveland.
La sorpresa fue genuina en el rostro de Walsh, y Vanessa se regaló el
instante para admirar la belleza del hombre. En general, no era una
persona superficial, y el aspecto de los caballeros no podía importarle
menos; el estudio era meramente científico, pues algo en esa contextura
física, en los rasgos y en el tono de voz había robado la razón de Cameron,
y la señorita Cleveland aún desconocía la mecánica del asunto. ¿Qué hacía
que una mujer cayera rendida a los pies de un hombre? Había presenciado
el suceso con Miranda y ahora con la señorita Madison, y todo seguía
siendo un misterio.
—Su padre ha sido mi profesor de economía en Harvard.
—¿Ha ido a Harvard? —La pregunta fue retórica a la vez que repetía el
apellido Walsh y buscaba asociarlo a uno de esos ricachones que entraban
a la universidad por contacto. Al no hallar asociación, tuvo que otorgarle a
Sean el mérito de conseguirlo por sus medios—. Interesante.
Lady Thomson emanaba luz de cada uno de sus poros al observar a las
dos parejas que se estaban gestando bajo su techo. Indicó a los presentes
que la cena se serviría en el salón en pocos minutos y propuso un paseo
bajo las primeras estrellas para darle tiempo a los atareados sirvientes de
prepararlo todo. Todavía faltaban muchos invitados, la mayoría de ellos
llegarían el fin de semana; según los expertos, el smog se uniría con la
niebla y empeoraría la situación de la gran ciudad. Dadas esas molestas
circunstancias, disfrutar del relajado ambiente de Sameville sin tantas
normas era una opción más que atractiva.
Charles Hobart era un experto en astronomía, y mientras señalaba las
estrellas del firmamento, las constelaciones y la posición de cada una de
ellas, Cameron se permitió olvidar por un instante que Sean le pisaba los
talones, y lo que era peor, iba tomado del brazo de Vanessa quien le
brindaba una estimulante conversación.
Le llegaban sus voces y, con ellas, los recuerdos de sus charlas íntimas,
de sus confesiones. No le sorprendería que la señorita Cleveland cayera
rendida a sus pies.
Razón no le faltaba, Vanessa estaba extasiada, pero no por el encanto
del señor Walsh, sino por la historia que tejía en su cabeza. Regresaron al
salón comedor e ingresaron respetando el protocolo de nobleza, lo que
hacía que ellos dos entraran últimos, justo después del capitán Hobart y la
señorita Madison. La bostoniana observaba la dinámica de la pareja que la
antecedía y comprendía lo obtuso del comportamiento de Cameron. Por
fortuna, se evidenciaba que Charles era un hombre maduro e inteligente, y
que el corazón del hombre no estaba en juego en aquella dinámica. Sin
embargo, Vanessa se sorprendió al encontrarlo en el mismo estado de
concentración que ella, pero frente a otro objeto de estudio: Sean Walsh.
El capitán se afanaba en comprender las intenciones del empresario con
el mismo empeño que Vanessa ponía para descubrir la verdadera historia
tras su amiga. Y si quería lograrlo, necesitaba juntar las dos piezas que
insistían en repelerse.
—Oh, milady —se quejó con intención—, creo que el clima me está
agobiando. No quisiera incordiar, pero… podrían ponerme lejos de la
lámpara. ¿Usted qué opina, señor Walsh? ¿no es agobiante el clima
británico? ¡y ni siquiera estamos en junio!
—Por supuesto, querida —accedió Mariana—, pueden situarse junto al
capitán Hobart y la señorita Madison.
—Gracias, creo que el señor Walsh también lo agradecerá. Una vez
estuve en Chicago, el frío de esa zona es legendario. ¿No es así? —Sean
asintió con la cabeza, incapaz de dejar de lado la furia que lo abrumaba.
En esos instantes nada en él recordaba el invierno, quería arder en el
verano de Virginia, en el cuerpo de su amada que ahora lo ignoraba en
favor de otro hombre. Siempre fue su intención, recordó las palabras de
Arnold.
Había cruzado el océano por ella, y ahora, que la tenía ante sí,
empezaba a dudar de su empresa. Se había aferrado a una ilusión, no
quería aceptar que los Madison le hubieran visto la cara de tonto, jugado
con él. Necesitaba las pruebas, esclarecer lo sucedido ese enero y, ante la
verdad, y solo la verdad, tomar una decisión. Cameron lograba
desestabilizarlo, como siempre, cuando estaba con ella las emociones lo
gobernaban. La mirada de Charles Hobart fija en él, evaluándolo, no lo
ayudaba a serenarse. No quería pensar en ese influyente hombre como su
rival, pues todav saboreaba las consecuencias de enfrentarse a otro
poderoso hombre. De todos modos, no se rendiría.
La señorita Cleveland, a su lado, intentaba llevar la conversación con
poco éxito. La tensión en el ambiente los sumía en el silencio, temerosos
de que cualquier palabra que saliera de sus labios los delatara. Walsh
observaba fijo a Cameron, la muchacha jugaba con la comida sin probar
bocado, tampoco bebía vino, solo unos pequeños sorbos de agua para
disimular. Eso lo preocupó, y despertó en él al ser protector que había
anhelado llevar a la señorita Madison a una cama llena de almohadones.
—Capitán —dijo Vanessa y centró la atención en el único de los cuatro
que era capaz de emitir palabra—, tengo entendido que tuvo el gusto de
conocer a Sir Johnson, mi tutor.
—Así es, un hombre brillante. No tuve el honor de asistir a sus
cátedras, no he concurrido a Cambridge.
—Son magistrales, y creo que todos los británicos deberían
presenciarlas. Hoy nos refugiamos lejos del smog, pues somos afortunados
de tener adonde huir, pero muchos no lo son. La idea de una economía
comprometida con lo social es lo que fomenta Sir Johnson. Señor Walsh
—llamó la atención del hombre—, usted que ha presenciado las cátedras
de mi padre ¿qué piensa al respecto?
Sean tardó unos segundos en ponerse a tono con la conversación. Su
mente estaba fija en Cameron y en los sentimientos. Tuvo que
concentrarse en las palabras que sí había comprendido para poder formular
una respuesta coherente.
—El profesor Cleveland es un progresista, dudo que esté de acuerdo en
ese punto con Sir Johnson. —Conforme con su respuesta, volvió la
atención a Cameron. Vanessa bufó, y el capitán le regaló una tenue sonrisa.
Un par de gestos elocuentes más, y ambos llegaron a un acuerdo mudo,
sacarían a relucir la verdad de ellos dos.
—¿Y usted qué piensa, señorita Madison? —inquirió Charles. Cameron
se ruborizó al darse cuenta de que estaba callada y que había ignorado a
Hobart durante toda la velada. Pocas noches atrás había estado fascinada
por una conversación de esa índole, y ahora era incapaz de seguir el hilo.
—No lo sé… no lo he pensado —musitó con timidez. Walsh bufó,
furioso, ante tamaña mentira.
—¿No, señorita Cameron? ¿de verdad no lo ha pensado? Porque tengo
un leve recuerdo, dígame si me equivoco, en el que usted manifestó la
importancia de la industrialización del sur.
—O su memoria es demasiado selectiva, o ha decidido olvidar lo que
sucedió después —espetó furiosa. Vanessa sonrió y comenzó a trozar un
pedazo de pan para degustarlo.
—Oh, pero aquí no hay nadie que la pueda acallar ¿o sí? Nadie la
enviará a su recámara por decir lo que piensa, por expresar una opinión…
—¿Para qué? Si ya me han enviado al otro lado del mundo para
silenciarme. Perdón, señor Walsh, si al callarme le doy la impresión de
ilusa, o peor, cobarde, porque le aseguro que solo aplico una lección
aprendida. —Los ojos azules de Cameron ardieron de furia, un enojo
compartido por Sean. Vanessa terminó su pan, bebió un sorbo de vino y
prosiguió escarbando la llaga recién expuesta.
—Bueno, dado que la señorita Madison ha decidido privarnos de su
punto de vista, le pregunto a usted. Progreso por sobre bienestar social, o
bienestar social sobre progreso.
—Si el progreso no trae bienestar social, no es progreso.
—Entonces, deduzco que no está a favor de todas las ideas de su
profesor de Harvard. —El desdén con el que se refería a su padre pasó
desapercibido por los presentes, tan acostumbrados estaban a los modos
hostiles de la muchacha que era difícil dilucidar cuándo se trataba de
alguien que realmente le provocaba malestar—. Y con él, el de muchos
americanos. Aquellos que defienden la esclavitud en el sur a favor de la
economía, y aquellos que defienden la libertad de explotación en el norte
con la misma excusa. Dígame, señor Walsh, esa postura política le debe
haber granjeado demasiados enemigos.
—Solo un par de necios.
—Los necios son los más peligrosos. Lo sé —agregó—, mi tutor los
sufre a diario. Pero está convencido de que el conservadurismo cae por su
propio peso. Capitán Hobart, en Las Indias… —Vanesa llevó el debate a
las colonias británicas como el alzamiento de una bandera blanca. Ya
había expuesto su descubrimiento, unido las únicas dos piezas que tenía:
Cameron y Sean. Ahora les correspondía a ellos el resto del rompecabezas.
La señorita Madison conservaba la tibieza del enfado en sus venas.
¡Cómo se atrevía Sean a pedirle que se exprese en público! Si él, más que
nadie, sabía al nivel de censura y claustro al que había sido sometida toda
su vida. Si él, y solo él, era el culpable de que la hubieran silenciado,
impedido hablar por Nala ante la justicia. ¿O no?
La idea de que no había sido Walsh la razón de que la sometieran al
encierro y al destierro se arraigó a ella, y la ansiedad por escuchar su
versión de los hechos se acrecentó en su interior. La ansiedad conjugó con
el malestar y la falta de hambre, y la llevó a palidecer. El primero en
notarlo fue Sean, que atinó a ponerse de pie para socorrerla. Vanessa lo
detuvo.
—Permítanme acompañar a la señorita a los tocadores. Es la comida
londinense —la excusó—, ya lo verá, señor Walsh, en unas semanas usted
mismo experimentará malestar. —Charles se contuvo de sumarse a la
humorada, pues el estado de Cameron parecía indicar que era algo serio.
La señorita Cleveland guio a su amiga hasta los sanitarios, allí no eran tan
modernos como los de la mansión de la capital, pero en todos contaba con
jarras de agua fresca, toallas limpias y sales en caso de tener que atender
algún malestar femenino.
Las arcadas arremetieron contra Cameron y los espasmos la debilitaron.
No tenía demasiado que devolver, y solo se calmó cuando dejó ir hasta la
última gota de líquido de su estómago.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Vanessa, preocupada.
—Sí, gracias. La cena, la conversación, la compañía… creo que todo
me ha caído mal. —La señorita Cleveland giró el rostro a un lado y al otro,
para luego negar con rotundidad.
—No creo que tenga que ver con nada de eso —murmuró—. ¿Necesitas
algo más? ¿Quieres que te excuse con Lady Thomson? No soy experta en
estos asuntos, pero se suele recomendar reposo.
—No estoy enferma, ya me siento bien, de todos modos, sí, hay algo
que debo pedirte. Un favor enorme.
—No dije que estuvieras enferma —agregó resignada—, dime, ¿qué
favor?
—Necesito hablar con el señor Walsh a solas, tengo que aclarar lo
sucedido o me volveré loca. —Otra vez las náuseas, solo que, en esa
ocasión, nada salió de su garganta.
—¡Por supuesto que tienes que hablar con él! Es lo que te vengo
insinuando desde que nos contaste todo esto —se molestó Vanessa.
—¡Pues deja de insinuar y di las cosas de una vez y de frente! Porque
hoy me has hecho perder los nervios. ¿Me ayudarás o no? Ya sé que no es
apropiado que me encuentre con un hombre a solas… —La risa de la
señorita Cleveland cortó el discurso de Cameron. La bostoniana tomó su
abanico y le dio aire al pálido rostro de su amiga.
—¿Que no es apropiado? —se burló—, llego algo tarde para mi rol de
chaperona.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, dejaré de insinuar, como me has acusado, y seré frontal.
Debes hablar con el señor Walsh para aclarar lo sucedido, porque
evidentemente él no ha matado a Nala y se cruzó el maldito océano para
aclararlo; debes hablar con él porque todavía te desmayas a su paso,
ignoras al resto del mundo y se te nota en la mirada que quieres besarlo, y
él a ti, y, sobre todo, debes hablar con él porque no es la endemoniada
comida londinense la que te hace vomitar, sino su hijo. —La cara de
horror de Cameron la hizo carcajear—. Ya ves, al final no querías que
fuera tan frontal. En fin, escribe una nota para Walsh, yo se la daré cuando
termine la cena. Tu ve a descansar, que es lo que se suele recomendar en
estos casos.
Madison escribió que lo esperaba en el puente central del lago artificial
a medianoche. Aún presa del estupor por el descubrimiento de Vanessa, se
arrastró camino a la habitación que compartían y se quitó el vestido, el
corsé y el miriñaque. Tanta ropa contribuía a un malestar del que ahora
conocía la procedencia. Lo había negado, se había dejado colocar la venda
sobre los ojos porque era el camino más fácil, pero era tiempo de ver. Por
ella, por Sean… por esa vida que crecía en su interior. Se acarició el
vientre con amor y, por primera vez desde que su vida había dado un
vuelco, se sintió feliz.
Sería una niña, lo sabía, sería una niña y se llamaría Nala.
CAPÍTULO 7

De un lado al otro, a lo largo y a lo ancho, así recorría la habitación. La


idea de ir en busca de reposo fue desestimada ni bien puso un pie en ella.
La perspectiva de su vida había cambiado de un instante a otro; con una
simpleza abrumadora, la oscuridad más profunda abandonaba su mente
para darle lugar a una maravillosa claridad. Las bofetadas que Vanessa
llevaba propinándole finalmente hacían su efecto y ponían en relieve
aquello que no se había permitido ver. Comprendía que el hecho de ignorar
sus sentimientos hacia Sean no los iba a hacer desaparecer, él era parte de
ella, una parte que crecía en su interior; la única alternativa que le quedaba
era decidir ignorar aquello que debió ignorar desde un principio, sus
temores. Porque esos temores no le pertenecían, habían sido sembrados y
cosechados por otros. Por supuesto que conocía al hombre al que se había
entregado sin límites ni dudas, la posibilidad de enlazar la vida a la suya
había sido el mayor acto de cordura llevado a cabo en su vida. Dentro de la
más bella irracionalidad, esa que te otorga como efecto colateral el amor,
descubrió esa capacidad aniquilada a fuerza de mandatos sociales, tomó el
control de su vida decidiendo a quién amar, a quién aceptar como
compañero de vida. Meses atrás, ante la idea de una negativa por parte de
su padre, había estado preparada para todo. Meses atrás, nadie le hubiese
impedido una vida junto a Sean. El resultado final de ese cercano pasado
ponía a prueba la pobreza de su temple. Ya no más.
Su actuación de animal rabioso sometido al encierro fue interrumpido
por el ingreso de Vanessa. Cerró la puerta tras de ella, y la utilizó como
elemento de descanso, desde ahí podía observar la imagen completa: una
Cameron diferente, ansiosa pero a la vez temeraria. La señorita Madison
acababa de caer en cuenta de que sus cadenas no tenían un real cerrojo,
deshacerse de ellas era cuestión de aceptación.
—Por lo visto, el significado de la palabra «reposo» se aleja de tus
conocimientos. —Ocultó la sonrisa que brotaba en sus labios—No te
juzgo, sé que el listado de tus conocimientos es bien reducido.
—¡No estoy para tus bromas, Vanessa!
—¡Nunca lo estás! —Avanzó hasta la que era su cama y se dejó caer en
ella con gran dramatismo—. De todas las jóvenes americanas posibles, a
mí me tuvieron que tocar las más aguafiestas.
—Pues, sí, aprende a lidiar con ello —cortó con brusquedad el hilo de
la conversación para llevarla al puerto que ella deseaba—. Dime, ¿has
podido hacer lo que te solicité?
—Eso debería considerarlo como una ofensa —dijo fingiendo fastidio
al tiempo que acomodaba la cabeza sobre la almohada.
Tenía razón, Vanessa Cleveland era la única con el talento que se
requería para llevar a cabo un favor de tal envergadura. Poner en duda esa
capacidad era un acto insensato para cualquiera.
—¿Te dio una respuesta? —La ansiedad hacía de lo suyo en Cameron.
Retomó la caminata frenética.
—¿Acaso la necesitas?
—Sí... —dudó, se corrigió— no... —volvió a corregirse—. No lo sé.
El reproche se instauró en ella, una vez más ponía sus temores en juego.
Era Sean... «su» Sean.
—Por favor, si estamos hablando del mismo Sean Walsh —Vanessa
intentó despejar esas tontas dudas, estaba cansada de ellas, las quería
arrancar de raíz—, doy por sentado que de seguro ya está allí, esperando
por ti.
—Tienes razón —confesó con una certeza tan poco común en ella que
impactó, sin piedad alguna, en el pecho de Vanessa.
—¡Por todos los cielos! —Se incorporó y apoyó los codos sobre el
colchón. No podía creer lo que había oído—. ¿Me acaba de dar la razón,
señorita Madison?
—Solo por esta vez —murmuró dando paso a una sonrisa, la felicidad
experimentada tiempo atrás iniciaba el camino del retorno.
—Viendo y considerando lo dicho, y tu confirmación, creo que lo
lógico sería que te detengas, tu ir y venir me agota. Además... —dijo
reincorporándose por completo hasta recuperar la verticalidad fuera de la
cama—, ven aquí, invierte las energías en algo productivo.
Cameron correspondió al pedido, en un par de zancadas estuvo junto a
ella, la ansiedad fue suplantada por una pequeña dosis de intriga.
—¿Qué?
Vanessa le dio la espalda para señalarle la hilera de botones perla de su
vestido.
—Le dije a Lady Mariana que no necesitábamos de la asistencia de una
doncella. Es preferible evitar los posibles rumores, basta verte para
adivinar tus planes nocturnos. ¡Eres un libro abierto!
—¿En verdad crees eso? ¿Soy un libro abierto? —La pregunta salió de
sus labios una vez iniciado el trabajo: un botón, otro botón, y otro...
—Sí, lo eres. Desde el primer día que te vi leí sobre ti.
—¿Sí?¿Y qué leíste? —Lo lógico hubiese sido enfadarse con ella,
reprocharle su comportamiento desdeñoso y altanero. No lo hizo, día a día
descubría la riqueza oculta dentro de la señorita Cleveland.
—Nada interesante —Rieron al unísono—, nada interesante hasta
ahora. Debo reconocer que me has sorprendido con un interesante punto de
giro.
—¡Oh, eso me sorprende hasta a mí! —dijo desabrochando el último
botón. Vanessa exhaló satisfecha.
—¿Verdad que sí? Es de no creer... —Cameron tomó distancia al
considerar que su tarea ya había finalizado—. Ey, esto no termina aquí. —
Estiró el brazo hacia atrás para capturar las cintas del corsé, su compañera
la asistió una vez más.
El silencio invadió la habitación por unos segundos, Cameron apartó de
su mente los pensamientos que la agobiaban para darle lugar a uno más,
uno nuevo y distendido.
—Si yo soy un libro abierto, me pregunto ¿qué eres tú?
—¿Yo?... Yo soy solo Vanessa.
La presión del corsé cedió, y eso le obsequió la salida perfecta a la
joven de Boston. Se refugió en la soledad del cambiador.
Cameron elaboró su propia conclusión... una caja de sorpresas, eso era.
Una sofisticada caja de sorpresas.

La calma previa a la medianoche se coló por la ventana. Todos se había


retirado a sus aposentos. Vanessa dormía, o por lo menos, aparentaba
hacerlo. Los acelerados latidos de su corazón fueron la campana de salida
que necesitó para abandonar la habitación. Descendió hasta la planta
principal y atravesó los salones en dirección a la terraza trasera que se
comunicaba con los jardines. Ni bien estuvo bajo el cielo estrellado, la
brisa nocturna jugó con la falda de su vestido. Llevaba puesto un vestido
de media tarde, ligero y fresco, sin corsé ni enagua, la temperatura
corporal en ascenso de su cuerpo se lo había reclamado. Caminó en
dirección a la laguna con la luz de la luna y las estrellas como única guía,
se perdió por entre los árboles, dio más vueltas de lo previsto. El revoloteo
de unas alas le indicó la cercanía de su destino, avanzó siguiendo la
melodía de la naturaleza, llegó al puente indicado, no había señales de él.
De haber sido otro el momento, se hubiese inquietado, arrepentido, de
seguro, hubiese huido. Pero no, confiaba... en ella, en lo que quería y en lo
que había ido a buscar, y no se marcharía de ahí hasta conseguirlo.
Utilizó la barandilla de madera como soporte, estaba agotada como
consecuencia de los continuos malestares propios de un estado que no
había aceptado hasta ese instante. Se debatía en silencio el hecho de
compartir con Sean sobre su embarazo, todavía no lo había decidido, antes
de hacerlo deseaba vislumbrar...
Una mano se posó sobre la suya, se sobresaltó, su cuerpo reaccionó
como un resorte.
—¡Sean! —confirmó al girar hacia el recién llegado.
—¿Esperabas a alguien más? —masculló con un destello de sarcasmo
en la voz.
Tenerlo tan cerca la arrastraba al submundo de las emociones
indomables. Contenerse no era una alternativa. El iris azul de sus ojos
refulgía como un zafiro bajo la luz de la luna.
—¿Quién más que tú?
—No lo sé, tal vez tu querido Charles Hobart. —Casi que gruñó ese
nombre.
Cameron se sintió más feliz al comprobar que, esa tarde, ambos habían
transitado por la experiencia de ese inocuo sentimiento llamado «celos».
—No hemos venido hasta aquí para hablar del capitán —cortó en seco
ella. Si le permitían el ingreso a lo insignificante, nunca llegarían a lo
relevante: la verdad.
—¿Y para qué hemos venido hasta aquí, Cameron?
Walsh no podía, no podía con sus celos, con el deseo, peor aún, no
podía seguir en esa absurda realidad que lo mantenía alejado de ella; y eso
era lo que lo llevaba por el camino equivocado, el de la irracionalidad. La
ausencia de Cameron en su vida le arrebataba la luz a sus pensamientos.
—Por mi parte, he venido aquí para oír tu historia, la verdad de esa
noche, Sean.
—¿Te refieres a la noche en la que me inculpaste de un homicidio?
Fue hiriente a consciencia, y su intención dolosa devoró los centímetros
que separaban a ambos cuerpos. Actuaban por pura inercia, se valían de
cualquier excusa para entrar en contacto el uno con el otro, para sentirse,
no importaba si esa excusa era el dolor, el amor, o un odio que no era tal.
—Solo dije lo que vi.
La confrontación fue el acompañante invisible de la noche. Era el
escudo que los contenía, solo así podrían poner sobre la mesa ese
fragmento de historia que llevaba meses flotando en una nebulosa de las
mentiras y maquinaciones ajenas.
—¿Qué viste?
—A ti y a ella.
—¿Y eso me convierte en un asesino, Cameron?
—No lo sé, dímelo tú. ¿Lo eres, Sean? ¿La mataste?
El dolor se reflejó en los ojos de Walsh, ella no era la única que había
sufrido esos últimos meses, había sido una egoísta, hacía con él lo mismo
que la sociedad hacía con ella, le arrebataba la posibilidad del sufrimiento
por el simple hecho de ser hombre. Su alma también podía romperse en
mil pedazos, su corazón también podía apagarse. Y eso era lo que le estaba
sucediendo, ahí, ante ella.
—Si tú no puedes responder esa pregunta, no tiene sentido alguno que
yo lo haga. —Cameron pudo oír cómo su corazón se partía, y se odió por
ello—. Es más, no tiene sentido que yo esté aquí. Adiós, Cameron.
Tarde para arrepentimientos, su estúpida inocencia y su temor
infundado lograban aquello que las mentiras no habían podido lograr,
alejar al hombre que amaba.
Lo vio marcharse, llevándose consigo los vestigios de un amor que
parecía condenado a la muerte por la debilidad de su carácter.
—¿Me culpas por culparte, Sean?
Consiguió el efecto deseado, lo detuvo.
—No, te culpo por haber permitido que te separaran de mí —dijo eso
sin voltearse hacia ella. El dolor del adiós batallaba contra la furia que le
hervía la sangre.
—Mi... mi padre —titubeó. Se oía y deseaba abofetearse. Así de idiota
se sentía.
La furia le ganó a la intención de despedida, Sean volvió sobre sus
pasos. La enfrentó.
—¡No, Cameron, no utilices a tu padre como excusa, si de verdad
hubieses deseado hablar conmigo, lo hubieras hecho! —Estaba en lo
cierto, no había lugar alguno para justificaciones de ese estilo—. Esto que
somos, que fuimos... —El pesar hizo vibrar a su garganta— existió por
que los dos lo quisimos; de una u otra manera, a pesar de la distancia, yo
encontraba la forma de llegar a ti y tú, a mí. —Ejercía su derecho de
reclamo, y ella no se opondría. Él también debía drenar su herida, de lo
contrario, no saldrían vivos de esa relación—. ¡Maldición, Cameron, era
tan solo cuestión de un mensaje, de una carta, lo que sea... pero no, te
subiste a un condenado barco sin siquiera despedirte!
No, ella no era la única que sufría, la única que se había entregado en
cuerpo y alma. Ella había dicho «te amo», él no, porque no era necesario,
Sean Walsh llevaba su amor a la acción, actuaba en función del
sentimiento. Tenía tanto que aprender... tanto.
Temía perderlo, y por fin tenía las agallas para reconocer eso y más. Se
abrazó a su cuello con desesperación porque todavía se sentía incapaz de
mirarlo a los ojos.
—Lo siento —murmuró en su oído—. Lo siento, Sean. —Debió
contenerse para no estallar en lágrimas.
Él no le correspondió el abrazo, se mantuvo firme, dentro de él se
estaba llevando a cabo una lucha cruel y despiadada. Cameron era su
debilidad, y poseía la capacidad de destruirlo por completo.
—¿Qué sientes? Quiero que lo digas —La separó de él —, y quiero que
me lo digas mirándome a los ojos.
La luna, dispuesta a ser un espectador más de ese testimonio, brilló con
más intensidad. La oscuridad ya no era ni su cómplice ni su refugio. Hizo
lo que él le pidió, al fin de cuentas, era lo que su corazón la forzaba a
hacer. Las miradas de ambos su encontraron, se amaron en silencio, porque
todavía no les era permitido amarse de otra manera, los cuerpos estaban
condenados al exilio.
—Siento haber tomado el camino equivocado —No iba a ser la
Cameron Madison que le habían enseñado a ser. Sería la mujer que había
descubierto que era gracias a él—, un camino que me llevó a dudar de ti,
de tus sentimientos... peor aún, un camino que me llevó a dudar del amor
que siento aquí. —Apoyó la mano sobre su pecho, el corazón le latía con
fuerza, y requería de ella. Necesitaba de toda la fuerza posible para
reconocer su error—. Fui tonta, fui débil... fui todo eso que no debí ser. Y
lo siento, Sean; pero no por ti, sino por mí. Tuviste que atravesar el océano
para que yo pudiera ver aquello que siempre supe...
—Estaba muerta cuando llegué a su habitación —la interrumpió, el
escudo que lo retraía caía a sus pies—. Yo no la maté.
—Lo sé. —Siempre lo había sabido, solo que había decidido enterrarlo
en la profundidad de su consciencia. Llegaría el día en el que indagaría en
ese porqué, pero no sería ahora—. Esa noche fui en tu búsqueda,
necesitaba oír noticias tuyas... —Le era difícil rememorar el asunto, los
anhelos hechos trizas retumbaban como ecos macabros dentro de ella—.
Noticias tuyas sobre...
—Noticias sobre el pedido de tu mano —completó él al darse cuenta de
que esa parecía ser una espina imposible de digerir para ella—. Un pedido
que tu padre rechazó sin la más mínima consideración —agregó, era
fundamental que ella supiera que él había cumplido con su palabra.
—Debería de sorprenderme, pero no lo hace.
Los dos habían esperado eso como primer resultado, por eso habían
urdido los planes necesarios para lograr lo deseado. Lo ocurrido aquella
noche bifurcó esos planes.
—A mí tampoco, pero lo que sí me sorprendió fue lo que sucedió
después.
Hicieron a un lado el dolor para poner en el pedestal de la observación a
las escenas vividas de manera individual.
—¿Te refieres a la muerte de Nala? —Cameron tenía piezas de un
rompecabezas diferente al de Sean.
—No, antes. Estaba enfurecido por la negativa de tu padre, así que fui
por una bocanada de aire fresco para tranquilizar mis pensamientos.
Cuando regresé a la habitación, me encontré con una nota firmada en tu
nombre.
—¿Una nota? ¡Yo no te envíe ninguna nota! —Estaba indignada.
¿Quién haría tal cosa?
—Ya lo sé, Cameron. Creo que después de un año de intercambio de
correspondencia me encuentro capacitado para reconocer tu letra. ¿No lo
crees? —Una gota de sarcasmo endulzó sus labios y con justo motivo—.
Además, tú y yo estábamos en esa instancia de relación e intimidad en
donde las notas ya no tenían sentido.
—Es cierto, de hecho, mi intención de esa noche era ir a tu habitación.
—También la mía, pero decidí seguir el juego de esa nota. Si alguien
sabía de lo nuestro quería ponerle un rostro y un nombre. —La ansiedad en
los ojos de Cameron le indicó la predisposición a oír su relato, continuó—:
En el mensaje me pedías que nos encontráramos en los establos. —Ella
detestaba los establos, solían azotar a los esclavos ahí, no fue necesario
aclararlo, él lo sabía. La indignación en el rostro de Cameron mutó a
cautelosa intriga—. Imagínate que eso despertó aún más el interés en mí...
—¿Y por qué tomaste ese rumbo en la casa para ir hasta los establos?
—Lo interrumpió, era apremiante para ella llegar al desenlace.
—¿Recuerdas la anterior vez que estuve en White Valley? —La ayudó a
rememorar—. Había adquirido dos sementales y pedí permiso para
alojarlos en...
—Sí, y uno de ellos, al intentar escapar, se lastimó una de sus patas. —
El episodio se recapitulaba en su mente con claridad, no requería de todos
los detalles.
—Y cuando salí para chequear su estado tú me dijiste...
—La forma más rápida de llegar a los establos es por la salida contigua
a la cocina —finalizó la oración.
—Y esa salida coincidía con las habitaciones de los esclavos
domésticos... Tú lo sabes, yo lo sé, y por lo visto, alguien más lo sabía.
«Alguien más». Por supuesto que alguien más. Los puntos se unían,
lentamente y hacia atrás.
—Nala tenía un amorío.
—Me lo imaginé. —El costoso brazalete era el indicador de eso.
—Un amorío con un hombre blanco, un socio de mi padre, presente esa
noche —escupió la información deseosa de conseguir más piezas.
—¿Un socio? —Walsh también junto las nuevas piezas, y la última no
le gustó en lo absoluto— ¿Dime que no creíste que ese hombre era yo? —
La no respuesta fue su condena. La furia regresaba a Sean— ¡Por todos los
cielos, Cameron! —Giró sobre sí, se alejó unos pasos, luego volvió a
acercarse a ella. Estaba tan furioso que no podía hablar, los labios se le
tensaban.
—Sean, enójate conmigo luego, ¿quieres? —Por una vez estaban en el
camino correcto, la búsqueda de la verdad y su consecuente justicia.
Justicia para Nala.
—¿Cuándo? —Su bello sarcasmo salía a flote de nuevo.
—No lo sé... tienes todo el resto de nuestras vidas para hacerlo, elige.
Estaba satisfecho con esa respuesta, la posibilidad de un futuro juntos
no se había extinguido, esa llama de deseo se mantenía firme y flameante.
—Lo haré, eso dalo por hecho. —Hizo un pausa para observarla, quería
besarla ¡Dios, cómo quería besarla!—. Continúa por favor...
—A modo de promesa de compromiso, su amante le obsequió un
brazalete, ese que tú tomaste.
—Lo tomé para rastrear su origen, una joya de ese estilo es de diseño
exclusivo.
Un detalle que a ella se le había escapado. Por supuesto que era un
diseño único, su origen delataría al comprador. Encontrar al maestro
orfebre de ese brazalete significaba hallar al asesino de Nala.
—¡Sean! —balbuceó, perdida en sus pensamientos.
—¿Qué?
—Estaba embarazada... Nala estaba embarazada e iba a comunicárselo
a él esa misma noche.
—Y esa misma noche la silenciaron —finalizó él.
La puesta en escena había sido perfecta. La espectadora deseada hizo su
parte, vio algo que no fue, puso en juego sus sentimientos y se dejó
engañar. La espectadora deseada era una gran imbécil.
—¡Cameron! —Un grito cercano los puso en alerta y cortó el resto de
la explicación de Walsh, él había reducido la lista de sospechosos a dos
gracias a la joya.
—Es mi tía Eleanor —susurró la muchacha al reconocer la voz—.
¿Cómo demonios llegó hasta aquí?
—Cameron... —Walsh se permitió sonreír, llevaba meses sin hacerlo.
—¿Qué?
—Has dicho «demonios». —Se merecían un segundo, tan solo un
segundo siendo ellos.
—Lo sé, en mi defensa debo de decir que, para compensar tu ausencia,
he entablado amistad con un par de jóvenes americanas que me empujan a
romper mis propias reglas. Ya conociste a una de ellas.
—¡Cameron! —La voz de Eleanor se acercaba cada vez más.
—¿Señorita Cleveland?
—Esa misma. —No querían separarse, despedirse. Querían quedarse
ahí hasta el fin de sus días.
—Me agrada.
—Pues espera a conocer a las otras, van a agradarte más.
—¡Cameron! —Eleanor no iba a ceder.
—Márchate... escóndete. Que no te vea. —Le indicó cuando la
presencia de su tía parecía inminente.
—No, Cameron, me quedo contigo. —No quería un nuevo círculo
vicioso de mentiras y suposiciones entre ellos—. Yo no tengo nada que
esconder.
—Pero mi padre sí, está al tanto de la existencia del brazalete, y sabe
que tú lo tienes. —Tomó el rostro de Sean entre sus manos, guio sus ojos a
los de él. La confianza y el amor alzaba un nuevo puente entre ellos—. Le
pidió a mi tía que me mantuviera alejada de ti, y la conozco, llevará esa
orden como sea. Si te vuelve a sentir como un obstáculo, va a subirme a
otro barco, uno con destino...
—Con destino a Las Indias. —Con eso se refería a Charles Hobart. Los
celos volvían a dominarlo.
—Exacto.
—No voy a permitir que te alejen de mí, no una segunda vez.
—Entonces, márchate... hazlo. Necesitamos de la verdad, Sean, la
verdad hará descansar en paz a Nala y nos permitirá ser libres.
Fue convincente como nunca antes lo había sido, y el pecho de Sean se
hinchó fruto del orgullo. Había cruzado el océano en busca de la mujer que
amaba y, finalmente, la encontraba.
—¡Cameron!
Un beso robado, solo eso tuvieron. Sean se perdió entre los árboles, y
Cameron se ubicó de nuevo en la barandilla del puente. Los pasos de
Eleanor retumbaron sobre la madera.
—¿Con qué aquí estás? ¿Estás sorda? —El malhumor de Eleanor
inquietó hasta a los peces—. Llevo minutos gritando tu nombre.
—Sí, te oí.
—¿Y por qué no respondiste?
—Porque no tengo deseos de despertar a todo Sameville. —Suficiente,
la indirecta podía ser interpretada.
—¿Qué haces aquí a estas horas? —demandó en un furioso susurro.
Rogaba que sus gritos no hubiesen molestado a Lord y Lady Thomson.
¡Qué vergüenza!
—Salí a disfrutar de la brisa nocturna, le sienta bien a mi malestar
estomacal. ¿Cuál es tu excusa, tía?
—Te vi desde mi ventana. Malestar o no, estas no son horas para que
una señorita salga de aventuras. Además, no me mientas, ¿con quién
estabas?
Cuando de Eleanor se trataba, Cameron había desarrollado la
maravillosa habilidad del engaño. Mentira tras mentira, con su tía era
sencillo, es más, ni siquiera sentía culpa alguna de hacerlo.
Estiró su cuello por sobre la barandilla y con la vista sobre la laguna,
comenzó a contar.
—Con siete... ocho, no, nueve peces… y tres patos. Pero ellos no
cuentan, a pesar de tus gritos, creo que están dormidos.
Eleanor jamás le había levantado la mano, y no pensaba hacerlo, elegía
otro tipo de violencia, el desamor. Fue hasta ella para gruñirle al oído, solo
así podría descargar la furia.
—¡Maldita mentirosa! Oí voces, ¿con quién hablabas?
Cameron sonrió, se deleitaba por adelantado de la dosis de enfado que
conseguiría con su respuesta.
—Con la luna, tía, con quién más.
—¡Me tomas por idiota!
—No, te tomo por una Madison —dijo decidida a emprender el camino
de regreso a la casa—. La abuela Henrietta decía que la única amistad
verdadera que las mujeres teníamos era la luna, a ella podíamos contárselo
todo.
Dio en el blanco, el desamor nace fruto del desamor, Eleanor tenía un
gran vacío en ella, uno que Henrietta Claxson había dejado. Saberse
excluida de la vida de la mujer siempre le dolía.
—Nunca me lo dijo, como nunca me dijo tantas otras cosas. Como
siempre, madre solo velaba por el interés de su querido niño: ¡Arnold esto,
Arnold aquello!
Así ingresaron a la residencia Thomson, acompañadas por la amarga
canción de los reproches de su tía. La estrategia siempre funcionaba.
Regresó a la recámara con la escolta a su lado, Eleanor no se marchó
hasta que no la vio meterse en la cama. De seguro, se quedaría del otro
lado de la puerta hasta comprobar que estuviese dormida, la presencia de
Sean Walsh despertaba al sabueso dentro de ella.
Cameron cerró los ojos y, en cuestión de segundos, nadó dentro del
profundo mar del sueño abrazada a su vientre. Los primeros pasos hacia la
verdad le restablecieron la calma perdida, y lo que era más importante, le
devolvieron al hombre que amaba.
CAPÍTULO 8

Sean y Cameron tenían demasiados asuntos que tratar y ninguna ocasión


de hacerlo. Eleanor no le había creído ni una palabra a su sobrina sobre la
escapada de esa noche, no podía ser casualidad que la reaparición del
señor Walsh trajera consigo el regreso del carácter desafiante de Cameron
y sus comentarios poco apropiados.
Para desgracia de la pareja, tía Eleanor tenía una imprevista aliada:
Lady Thomson. Si bien la mujer de Virginia no simpatizaba del capitán
Hobart, lo consideraba un mejor partido para su sobrina que el empresario
americano. Sobre todo, porque su origen británico entraba en uno de los
tantos requisitos de Arnold. Charles no era un noble, pero sí tenía en su
poder la capacidad de mantener a Cameron lejos de América.
Entre ambas matronas conseguían que la muchacha estuviera siempre
emparejada con Hobart, mientras que Walsh estaba relegado a la compañía
de Vanessa. Por fortuna para el empresario, la joven bostoniana no parecía
mostrar ni el más mínimo interés en él de manera romántica, aunque no
desperdiciaba la oportunidad de indagar en lo sucedido ese enero y lo
atosigaba con teorías conspirativas cada vez más descabelladas.
Cualquier posibilidad de un encuentro tranquilo para terminar de hilar
lo sucedido y reemprender los planes a futuro fue dinamitada con la
llegada del fin de semana y del periódico de Londres que anunciaba que la
niebla no se disiparía hasta que no cambiara el viento.
Lord Thomson, que no tenía intención de perder la conveniencia de
negocios que le daba la temporada londinense, optó por reagrupar a todos
los lores de importancia bajo su techo y convertir aquel escape en el
evento del momento. A sus deseos se le sumó un aliciente, la reciente
pareja de Miranda Clark y Elliot Spencer, lord y lady Escándalo. Lord
Bridport, preocupado por la salud de su esposa luego del infortunio vivido,
consideró que exponerla al smog sería perjudicial y la arrastró lejos de la
gran ciudad.
Lord Sutcliff con toda su familia, los Grant, sir Johnson y otros varios
miembros respetables se sumaron a la procesión, rompiendo la necesaria
armonía de Cameron.
—¿Aún no se lo has dicho? —inquirió Vanessa, como cada tarde. Las
jóvenes habían desarrollado una dinámica que les funcionaba y conseguía
intimidad. Desarrollaban ellas mismas las tareas de doncellas siempre que
les fuera posible. Cameron tensó el moño en el oscuro y lacio cabello de la
señorita Cleveland a modo de respuesta.
—¿Cuándo pretendes que se lo diga? No hemos podido conversar ni
una vez, mi tía por poco monta guardia en la puerta.
—Siempre puedes optar por la ventana.
—Espero que tu apreciación sea una metáfora, porque, por si no lo
notaste, estamos a más de cuatro metros del suelo.
—Excusas, excusas… solo escucho excusas. Igual que el señor Walsh.
¿Te ha dicho si investigó la joya? —indagó y se volteó de manera brusca.
La mueca de dolor por el tirón en sus cabellos fue merecida en esa
ocasión.
—¿Qué parte de no he podido hablar con él no te quedó clara? A decir
verdad, con el tiempo que ustedes pasan juntos, podrían resolver el caso —
masculló Cameron y sus mejillas ardieron producto de los celos. Las
carcajadas de Vanessa alivianaron el malestar.
—Deja de enfurecer, o harás que ese niño nazca con el ceño fruncido.
Tu señor Walsh no confía en nadie, no compartiría jamás conmigo esa
información. Créeme, lo he intentado.
—Niña, será una niña.
—Pobre de ella. Pero la respuesta a nuestras plegarias viene en
camino…
—¡Vanessa! —la reprendió—, si no te quedas quieta tendré que llamar
a la doncella. Es la tercera vez que intento trenzar el cabello. Lo tienes
demasiado lacio y pesado como para que le sumes el ir y venir de tu
cabeza. Ahora, explica lo de mis plegarias.
—Lady Bridport, por supuesto. —Vanessa disfrutaba de darle un tono
irónico al «Lady», y lo exageraba en presencia de los demás lores, para
recordarles que esa americana de modales algo bruscos llevaría en un
futuro un ducado inglés en sus espaldas.
—¿Y cómo nos ayudará Miranda?
—Pues… es una matrona ahora. Una respetada señora casada que no
dejará que las inocentes señoritas se metan en problemas. Además, su
título es hasta de más importancia que el de Lady Thomson,
conseguiremos que Mariana cambie de parecer con el capitán —agregó,
satisfecha.
Cameron guardó silencio, presa de una repentina tristeza. Consiguió
terminar con el peinado de Vanessa y cambiaron el sitio. La ausencia de
doncella tenía otro fin además del de hablar con tranquilidad, ocultar el
estado de la señorita Madison. La joven bostoniana se aseguraba de ser
gentil con el corsé y de atender los malestares matutinos, de modo que
nadie la descubriera hasta que ella pudiera darle las buenas nuevas al señor
Walsh.
—Tu cabello es tan dócil —comentó la señorita Cleveland con un gesto
de desagrado ante la imagen que le devolvía el espejo—, el mío pesa tanto
que no hay noche que no termine con migraña.
—Tus migrañas son por lo que tu cabeza lleva en el interior, no en el
exterior. Deja de acusar a tu imagen, Vanessa. —La reprimenda fue
cariñosa, Cameron comenzaba a mimetizarse con su amiga y su gusto por
las bofetadas mentales. Había descubierto tras sus conversaciones, que a la
bostoniana le molestaba ser atractiva, llamar la atención de los hombres
que quedaban prendados de su imagen. Por eso parecía dispuesta a
espantarlos con una exposición de defectos de carácter. Soberbia, cinismo
y un constante mal humor.
—Pues en este momento, es compartido. Dime el porqué de tu tristeza
al hablar del capitán. No será tu esposo, nos aseguraremos de eso.
—Es… no quiero ser su esposa, amo a Sean.
—Vaya novedad… —murmuró la señorita Cleveland.
—Solo lamento lo sucedido con su esposa, es un buen hombre, Vanessa,
merece ser feliz.
—Sin duda, lo merece ¿y? bienvenida a la realidad, señorita Madison,
no todos reciben lo que merecen en esta vida.
—Ya debías mostrar esa cara, prefiero a la otra Vanessa, la de las
teorías conspirativas.
—Lo siento, Cameron, ambas Vanessas son la misma persona. ¿Lo ves?
Todo no se puede, ser mi amiga implica soportarme en todas mis
versiones. Tener a tu señor Walsh significa que el capitán Hobart se
quedará sin esposa una temporada más.
Al finalizar, bajaron camino a la terraza, donde las matronas se
entretenían conversando antes de la cena o supervisando los jardines y a
las parejas que allí paseaban. El señor Walsh era retenido por Lord
Thomson, quien estaba ansioso por invertir en la empresa ferroviaria que
el hombre de Chicago dirigía. Se trataba de una sociedad que enlazaba
británicos, irlandeses y americanos en pos de unir el creciente territorio de
los Estados Unidos a fuerza de rieles. El vizconde, astuto para los
negocios, había caído en cuenta de que Sean Walsh había mostrado un
falso interés, que las razones que lo llevaron a Londres nada tenían que ver
con el dinero. No obstante, estaba dispuesto a volver esa falsedad una
verdad, y conseguiría salirse con la suya. Con ese fin le había pedido a
Lady Mariana que incluyera en la fiesta de campo a cuanto americano
influyente encontrase en Gran Bretaña. Los Grant; Lord Bridport que
comenzaba a tratar con los Clark, y James Seward, que se comentaba sería
candidato a presidente por los demócratas, recibirían un trato preferencial
en la casa Sameville. La llegada de este último al viejo continente había
sido el golpe de suerte del vizconde, pues tenía conocimiento de tratos en
el pasado con el señor Walsh.
Mientras Lord Thomson acaparaba la atención del señor Walsh, Lady
Thomson empujaba a Cameron en brazos del capitán Hobart. La señorita
Madison volvió la vista en busca de Sean, para transmitirle una dosis de
seguridad antes de perderse por los jardines en compañía de otro hombre.
Lo que halló, en cambio, fue el fuego de una pasión y unos celos que no
habían remitido con el tiempo distanciados.
Hobart no era necio, la tensión entre Walsh y Cameron se palpaba en el
ambiente, y las intenciones de la señorita Cleveland de evidenciarlos le
permitían hacerse una idea clara de lo que sucedía allí.
—¿Se encuentra mejor del malestar, señorita Madison? —preguntó al
tiempo que tomaban un sendero visible, camino al lago artificial.
—Sí, muchas gracias. —La elocuencia de Cameron en conversaciones
pasadas parecía haberse disipado, su estado de ansiedad con dosis de
enamoramiento enterneció a Charles. Le recordaba a otra muchacha
enamorada, a otro joven dispuesto a todo, a otra historia…
Su vida con Camile le permitía creer en lo que tenía frente a sus ojos,
en ese sentimiento tan abrumador que quita la razón. Por ese mismo
motivo, porque sabía lo irracional que podían ser dos enamorados, era que
no se había hecho a un lado. Temía por la inocencia de la joven americana,
la metáfora de crecer en algodones le volvía una y otra vez a la mente.
—Cameron, querida —La detuvo en el centro del puente. Las miradas
de Eleanor y Lady Thomson estaban fijas en ellos, y la señorita Madison
pensó que se desmayaría. Las intenciones de Charles parecían obvias, y
ella no deseaba romper ningún corazón. Por fortuna, las palabras de
Hobart fueron otras—: en este momento creo que necesitas un amigo más
que un pretendiente. Déjame ser ese amigo.
El rumbo de la conversación la tomó desprevenida. Había sido educada
para ocultar cualquier sentimiento, idea o pensamiento; tan efectiva había
sido esa educación, que hasta a la incisiva Vanessa le había costado
descubrir a la verdadera Cameron. Solo Sean fue capaz de atravesar esas
capas y muros, y entendía lo que Charles Hobart le pedía al ofrecer su
amistad. Ese hombre maduro, sabio, le proporcionaba un nuevo lugar
seguro donde ser ella misma.
—Gracias, capitán. Tiene usted razón —agregó con la vista anegada—,
realmente necesito amigos sinceros.
—Y aliados —bromeó él—, no podemos dejar todo en manos de la
señorita Cleveland, temo que es demasiado peligrosa.
Las risas de ellos sonaron al unísono, alegrando los oídos de Lady
Thomson.
—Me temo que romperé un corazón de una u otra manera —musitó
Cameron al saber que las ilusiones de Mariana se irían a pique.
—Yo me encargaré de hablar con ella, de explicarle que es lo mejor
para mí. Pero lo haré luego, cuando tenga la certeza de que también es lo
mejor para ti. —La preocupación de Charles caló hondo en el corazón de
la señorita Madison.
—Ya no tengo dudas sobre eso —explicó, y buscó las terrazas para
hallar a Sean. Hobart se preocupó al notar la expresión ceñuda del
empresario americano, los ojos chispeantes de celos. El hombre había
presenciado la escena sin oír las palabras, y asumía lo mismo que Lady
Thomson. La tranquilidad con la que Cameron recibía los embistes del
carácter pasional de su amado le transmitía algo de serenidad, aunque no
por completo.
—Pero las tuvo… —Con esas palabras logró robar la atención de la
señorita Madison e indagar en los motivos que la había llevado hasta allí.
—Fue un malentendido. —Cameron suspiró con pesar y retomaron la
caminata. En honor a la reciente amistad y a la franqueza con la que el
hombre se había expresado, la joven virginiana se explayó un poco en los
detalles del crimen de Nala y las suposiciones erróneas.
Charles, con una agilidad mental encomendable, propias de un hombre
que conocía de intrigas políticas, intereses económicos y aberraciones a
los humanos, comenzó con el ejercicio de entrelazar la historia del mismo
modo que había hecho Vanessa. Ahora comprendía el cruce verbal que la
joven había generado en la mesa, y lo de tener enemigos necios. Sus
instintos nunca fallaban, y en esos momentos tenía la confirmación de esa
extraña picazón en la nuca cuando estaba con Cameron, esa imperiosa
necesidad de protección que solo Camile había despertado en el pasado.
Solo que, con los hechos ante sí, entendía que no era de Sean Walsh de
quien debía ser resguardada. Quizá, y hasta se atrevió a sonreír, era el
empresario quien debía ser protegido de los encantos de la señorita
Madison y de la asombrosa capacidad que tenía para empujarlo a la
estupidez de los enamorados.
Regresaron a las terrazas justo cuando las campanas sonaban
advirtiendo la cena. Por esa noche, jugaría un poco más el papel de
hombre cortejando. Cameron podía no ser la mujer destinada a ocupar su
corazón, pero sí había conseguido con sus intrigas despertarlo del letargo
en el que estaba desde la muerte de su esposa e hija, y solo por eso, la
joven contaría por siempre con su cariño.

La última cena antes de la apertura de Sameville a una horda de


invitados fue relajada para casi todos exceptuando a Sean y Cameron… y
tía Eleanor, por supuesto. La mujer, siempre solícita a los cambios
propuestos por Lady Thomson, ahora se negaba de rotundo a alejarse de su
sobrina, y hasta había solicitado compartir habitación con ella.
—Oh, querida, sería un incordio reacomodar todo. Estoy segura de que
la señorita Cleveland es una excelente compañía para Cameron. Sir
Johnson se sentiría muy insultado si se enterase de que no estás de acuerdo
con ello. —Con esas pocas palabras, Mariana logró imponerse ante
Eleanor. En cambio, poco podía hacer para evitar que la mujer siguiera a
Cameron por toda la casa a todas horas. A punto tal, que a Lady Thomson
la carcomían los nervios por no saber si su gran amigo Charles había
hecho una propuesta oficial.
Sean estaba irritable, ya no le bastaban las miradas a la distancia ni los
gestos cómplices. Habían pasado por esa instancia en el pasado, en el
verano de Virginia, y lo habían dejado atrás después de varias noches
juntos. En esos momentos, en que la frágil relación volvía a su cauce,
retomar en un punto tan lejano era un desperdicio de tiempo y energía. Él
quería hacer a Cameron su esposa, poner fin a la tortura de la distancia, y
arreglar el resto de los asuntos después, cuando supiera que nadie podía
arrebatársela. Ni siquiera el tan adorado capitán Charles Hobart.
Tras una cena infructuosa, en la que se contentó con la conversación de
Vanessa sobre la economía americana, dejó el coñac, los puros y los
insistentes negocios del anfitrión a un lado, y se perdió por los
serpenteantes caminos de los jardines de Sameville.
Necesitaba pensar, necesitaba a Cameron. Y ambas necesidades eran
excluyentes. La ausencia de la señorita Madison a su lado le impedía el
uso de sus facultades intelectuales. Al parecer, a la misma conclusión
había llegado Charles Hobart.
—Señor Walsh —irrumpió el capitán en los pensamientos del
empresario—, me permite acompañarlo en el paseo.
Negarse sería una completa falta de respeto, por lo que asintió en
silencio y continuó con su paso. A Charles le divirtió en parte el andar
enérgico, el porte casi leonino de Sean y esa furia que emanaba de cada
poro a modo de desafío. Cameron y Walsh eran, como siempre sucedía, los
únicos en no darse cuenta de los sentimientos del otro. Una ingenuidad que
en la joven de Virginia lo enternecía, pero que un hombre como Sean no
podía darse el gusto de tener.
—¿Sabe? Hoy he hablado con la señorita Madison sobre el curso de
nuestra relación —comentó Charles al pasar, atento a la reacción de su
compañero. La tensión en la mandíbula y un silencio hosco fue la
respuesta esperada. Sean evaluaba a su contrincante, como un buen
hombre de negocios. No exponía sus reales intenciones, aunque para el
capitán fuera en vano ocultarlas.
—Supongo que ha de esperar la aprobación de Arnold Madison, o quizá
alguien a quien le haya dado el poder de gestionar por su hija. —La risa de
Hobart poco tenía de humor.
—Señor Walsh, asumir es la madre de todos los errores. —Sean se
detuvo de manera intempestiva, dispuesto a enfrentar al hombre que
quería quitarle a Cameron. Ciego, se distanciaba de las estrategias, los
pensamientos. Si fuera un animal salvaje, se podía decir que descubría su
yugular, que, de tratarse de otro enemigo, sería hombre muerto.
—Capitán Hobart, no tengo nada personal en contra de usted, y mi
respeto hacia Lord Thomson se extiende hasta su persona, sin embargo,
permítame decirle que he enfrentado a hombres más poderosos, mejor
relacionados, y hasta me atrevería a agregar, más peligrosos que usted por
la señorita Madison. Si cree que me amedrenta, se equivoca. —Con esa
declaración, emprendió de nuevo la marcha, esperando dejar a Charles
atrás.
—No soy competencia, señor Walsh, y que todavía dude de eso es lo
que me trae aquí esta noche. ¿Por qué ha pensado por un instante que
pudiera recibir de la señorita Madison algo distinto que un no? —Sean no
tuvo respuesta a esa pregunta. Los celos, la desconfianza, lo carcomía por
completo—. Soy un hombre sensato —prosiguió Hobart, cuando
comprobó que tenía la total atención de Walsh—, por ese motivo, le ofrecí
mi amistad y solo mi amistad. Por fortuna para la señorita Madison, tiene
grandes amigos y una capacidad pasmosa de hacer nuevas amistades,
como, por ejemplo, la señorita Cleveland.
A su pesar, parte de la furia remitió y le permitió atisbar un inicio de
sonrisa. Vanessa podía ponerle los pelos de punta, pero también había
conseguido que Cameron dijera «demonios» en una conversación. Solo por
eso se merecía su respeto.
—La señorita Cleveland tiene una forma muy peculiar de mostrar su
amistad —comentó Sean, con cierto alivio.
—Peculiar y necesaria. Y debido a que la señorita Madison cuenta con
ella, es que me ha llevado a preguntar ¿con quién cuenta usted? —Dejó
que la retórica pregunta resonara en la noche por unos segundos. Sabía que
Walsh la entendería, que lo que él venía a ofrecerle esa noche era lo
mismo que Vanessa había hecho por Cameron, abofetearlo hasta que
pudiera ver más allá de la niebla de sentimientos.
Avanzaron en silencio hasta que llegaron a una de las fuentes que
invitaba al retorno. Charles se detuvo y alzó la vista al cielo, las nubes se
abrían en la noche y dejaban ver parte del firmamento.
—Es una buena noche para encontrar el camino, señor Walsh. Cuando
la brújula se rompe, solo basta con mirar las estrellas. Siempre hay algo
que nos indica la dirección, lo importante es no olvidar de dónde vinimos
y adónde queremos llegar. Buenas noches.
—Buenas noches, capitán —lo saludó Sean y lo vio marchar. Una vez a
solas, miró hacia arriba y buscó las pocas constelaciones que conocía. La
astronomía no era su fuerte, como tampoco lo eran los sentimientos, pero
esa noche estaba dispuesto a abrirse a ambos.
Uno de los bancos de hierro se encontraba junto al camino, dispuesto
para disfrutar del paisaje que generaba la fuente con querubines enfrentada
a la majestuosa fachada de Sameville. Desde allí, se podía apreciar el
dibujo que hacían en el suelo los senderos, lo setos y demás plantas. Se
dejó caer con liviandad, Charles Hobart le había quitado un gran peso al
confirmarle que no sería competencia por el corazón de Cameron. Una vez
libre de ese malestar, se permitió cavilar sobre el resto de las cosas
expuestas por el capitán. Entre ellas, que había dado por sentado que la
señorita Madison podía estar interesada en otro hombre, incluso después
de todo lo vivido, lo dicho y lo compartido. Los celos y la desconfianza
eran una muestra de debilidad de carácter, algo que jamás se había
permitido en el pasado, y que comprendía, era una muestra de estupidez
inadmisible dadas las circunstancias.
Cameron era joven, había crecido alejada del mundo y su maldad.
Educada en una jaula de oro, pero jaula en fin, con el objetivo de que se
convirtiera en un instrumento de intercambio para el padre. Él lo sabía,
por esa necesidad de liberarla era que habían compartido libros, ideas,
momentos, y, al enseñarle a volar, a extender las alas, se llevó consigo el
premio mayor, el corazón de la muchacha. Se había enamorado del
potencial de Cameron, de lo que él sabía que albergaba más allá de la
fachada. Las eventualidades la habían empujado muy pronto fuera del
nido, mucho antes de que fuera capaz de conseguirlo sola, y él la había
juzgado por los errores cometidos en ese primer vuelo.
¿Por qué dejarla caer? Y allí tenía la primera de las respuestas que
necesitaba para entender, y más que eso, para perdonar. La habían dejado
caer porque de ese modo, lastimada, herida, magullada, Cameron volvería
a pedir por la jaula. Cambiaría el cielo por la seguridad, y él había sido
cómplice de eso.
—Soy un maldito idiota —masculló en la soledad del jardín. Su
orgullo, sus miedos habían pesado mucho más que la inocencia de
Cameron, y lo habían catapultado a esa búsqueda de ella, pero llevando
consigo los errores que los separaron en el pasado. Si no lo entendía,
estaría condenado al fracaso, y la señorita Madison valía todo el esfuerzo
que requería una empresa exitosa.
Lo que importaba esa noche, en la que todavía no podía romper las
barreras para llegar a ella, era hacer una autopsia a lo pasado entre ellos, a
lo vivido antes del asesinato de Nala, para que no existiera tormenta capaz
de separarlos. Debía buscar la razón de ese fuego en el que ardía cada vez
que recordaba lo sucedido.
Las palabras del capitán se colaron en su agarrotado cerebro. ¿Con
quién cuenta usted? Con nadie, esa era la realidad, nunca había contado
con nadie, ni había permitido que eso sucediera hasta Cameron. Desde que
era un niño que escapaba de las palizas de su padre y pedía en la calle con
tal de no regresar al hogar, desde que tuvo que aprender a leer y escribir
con la ayuda de un librero que a cambio lo embutía en una estrecha
chimenea para que la limpiara, desde que tuvo que pelearse con todos y
cada uno de los ricachones de Massachusetts para que le dieran una plaza
en Harvard, y luego le hicieron la vida imposible por no pertenecer…
El primer trabajo de dieciocho horas en una fábrica metalúrgica, la vez
que uno que dijo ser su amigo lo estafó en una inversión, el hambre, el
frío, el desprecio… todo pasó por su mente en un lapso, recordándole de
dónde venía. También le trajo su contrapartida, el éxtasis cuando consiguió
la gestión de la empresa ferroviaria, porque el dueño era irlandés y
confiaba en otro irlandés… y luego, Cameron, el verano en Virginia, sus
ojos azules, la adoración de ella, su admiración y entrega. Su primer «te
amo».
Había trabajado duro para conseguir dinero y un lugar en el mundo de
los negocios. Él, más que nadie, se lo merecía, y solía repetírselo cuando
le parecía difícil de creer. Ahora que lo pensaba, no había hecho nada para
ganarse el corazón de la señorita Madison, solo parecía ser una jugada de
la divina providencia. Él, un perdedor de sangre irlandesa, era el dueño del
mayor de los tesoros. Esa sensación de irrealidad, de que todo era un
sueño… de que no era lo suficientemente bueno para ella, lo había llevado
a desconfiar, a celar. Llegó a creer que la desgracia era la decantación
natural de esa historia, de un romance que no podía ser.
Y mientras miraba las estrellas, y recordaba de dónde venía, supo
adónde quería arribar: al corazón de Cameron. Solo que debía hacerlo
como había conseguido todo en esa vida, mereciéndoselo. Le otorgaría la
confianza que no había puesto en nadie antes, la fe ciega, su propio
corazón. Le recordaría que valía la pena volar, pese a los golpes y
rasguños, que siempre sería mejor que una jaula. Se ganaría a su mujer.
Con determinación, regresó sobre sus pasos. Ya era medianoche y solo
algunas farolas estaban prendidas. Entre sus sombras, reconoció la que
anhelaba. Cameron estaba allí, en la terraza que daba a los jardines.
—Sean —susurró y se rodeó con un pesado chal. Debajo se adivinaba el
vestido de día de cierre frontal que llevaba sin corsé.
—¿Qué haces aquí?
—No podía dormir, y esperaba que tú… —Los pasos de Eleanor
irrumpieron en la quietud de la noche. No eran capaces de verla, pero
sabían que era ella. Parecía tener la habilidad de adelantarse a cada una de
las escapadas de su sobrina, Vanessa tenía la teoría de que le pagaba
algunos peniques extras a los sirvientes para que le informaran los
movimientos.
—Yo tampoco podía dormir, tenemos demasiado de qué hablar,
Cameron. —Pero en lugar de ahondar en explicaciones, se fundieron en un
beso. Sus corazones latían tan acelerados como los pasos de Eleanor en el
corredor.
—Mañana… mañana conseguiré el modo, estoy segura de que Lady
Bridport podrá ayudarme.
—Tus nuevas amigas —murmuró con una sonrisa de blancos dientes.
Luego le robó un efímero beso antes de saltar el muro de la terraza y
refugiarse entre los setos.
—¡Cameron! ¿Qué haces aquí? ¡Por Dios, si tu padre se entera de que
se te ha dado por andar en la noche, sin compañía!
—¡Oh, si se entera! —exageró Cameron—. Lo más probable es que me
castigue, no sé, enviándome al otro lado del mundo.
—Ve ya a tu habitación —exigió la mujer, y la señorita Madison se
perdió en el corredor para no soportar las irritables reprimendas. Eleanor
aguardó a estar a solas para escrutar la noche. No había vestigios de Sean,
aunque ella estaba segura de su presencia—. Señor Walsh, por lo visto no
comprendió la primera vez, por lo que lo repetiré como un amistoso
recordatorio. Manténgase lejos de Cameron —y con esa advertencia dejó
la terraza.
Sean no tenía intenciones de acatar, nada podría interponerse de ahora
en más. Ni siquiera el pasado, ni siquiera el hombre que llegó a la mañana
siguiente: James Seward.
CAPÍTULO 9

Para la nobleza británica, un americano con dinero y cargos políticos no


dejaba de ser lo que era, un americano más, ni siquiera sus aspiraciones a
la presidencia le otorgaba el privilegio de ser el centro de atención. James
Seward no fue más que una breve noticia, y, en un simple parpadeo, fue
relegado a un papel secundario. Para su desgracia, los vientos que le
habían sentado a favor ni bien puso un pie en las tierras Sameville
cambiaron para jugarle en contra. La élite londinense que gozaba del
evento Thomson parecía tener deseos de equilibrar la balanza: si
jovencitas americanas adineradas viajaban al otro lado del mundo para
conseguir esposos con títulos de nobleza, era justo que las jovencitas
londinenses sin mucho éxito social tuviesen las mismas oportunidades con
los empresarios americanos. Con tan solo dos días en el lugar, Seward se
vio obligado a comprender las reglas que tenía que respetar para salir ileso
de la situación: mantenerse alejado de las matronas, en especial de la
anfitriona que estaba decidida a emparejarlo con la hija de Lord Reed, una
muchacha insulsa de unos veinte y tantos de años que apenas levantaba la
vista de la falda. Sin más alternativa, toda su actividad se veía reducida a
conversaciones de hombres y negocios, algo que detestaba ya que sus
secretas intenciones estaban dirigidas a una mujer en particular, la señorita
Madison.
Por su parte, Cameron se encontraba día a día con la fortaleza que
necesitaba, no solo por la cercanía de Sean, sino por el apoyo que recibía
de parte de sus amigas coterráneas que no la abandonaban ni a sol ni a
sombra. La presencia de Miranda, Lady Bridport, la futura duquesa de
Weymouth, traía consigo el mejor de los beneficios, los momentos a solas,
sin una tía Eleanor orbitando a su alrededor. Nadie osaba atravesar los
muros de la cofradía que habían construido juntas, los paseos a media
mañana, el té de la tarde y las conversaciones eternas les pertenecían.
—Coincido con Walsh. —Vanessa era una especialista en el arte del
disimulo, y desde la terraza principal, observaba a James Seward, que
practicaba tiro al plato para ejercitar la puntería junto a un par de invitados
más, entre ellos, el mencionado—. No creo que su presencia sea simple
casualidad.
—¿Y desde cuando lo llamas «Walsh»? —La curiosidad hizo de lo suyo
en Miranda, sobre todo porque a Cameron no parecía importarle la
referencia tan amistosa.
—Desde que hago de mensajera de este par de tórtolos. ¿Algún
inconveniente, Miranda? —resaltó su nombre.
—Sí, solo uno... para ti soy Lady Bridport. —No lo decía en verdad,
solo le seguía el juego a la señorita Cleveland que, en esos días, a pesar de
sus formas, se había ganado unos puntos extras de afecto. La bostoniana
demostraba de qué clase de madera estaba hecha, una que podía mantener
a cualquiera a flote.
—No es casualidad, es negocios. —Emily dejó escapar parte de su
análisis, lógico pero superficial.
—¡Por favor, los negocios de los hombres son comparables a nuestros
abanicos!
Cameron rio, una vez que te lanzabas al mar Vanessa, comprendías
todo: la profundidad, la fuerza de su oleaje, inclusive, te adelantabas al
rompimiento de las olas.
Ante la expresión ceñuda de Miranda y Emily, la señorita Cleveland
desplegó el abanico y lo agitó con suaves movimientos a la altura del
rostro hasta que su boca quedó oculta tras él.
—Los negocios son un escudo, se valen de ellos para hablar de lo que
en verdad quieren hablar.
Comprendieron la comparación al instante.
—¿Y de qué quieren hablar? —La intriga le provocó cosquillas a
Emily.
—De sus egos... —alegó Vanessa en primera instancia.
—De sus apuestas sin sentido —agregó Miranda; víctima pasada de
apuestas, sabía muy bien de lo que hablaba.
—De sus amoríos clandestinos. —Cameron no quiso quedarse atrás,
había experimentado una situación similar a la de Miranda con las
apuestas. Su padre había estado al tanto de la relación amorosa de uno de
sus socios con Nala. Ciertos aspectos del «mundo de los hombres» la
asqueaba.
—Y así podemos continuar, ¿necesitas más características de la
naturaleza masculina? —Vanessa podía seguir sembrando más desencanto
en la joven californiana, pero no tenía deseos de hacerlo, otros asuntos
acaparaban su mente.
—No, primero porque no creo que todos los hombres se comporten de
esa manera. —Emily rompió su propio molde, en una situación similar se
hubiese refugiado en la mudez como sinónimo de triste aceptación—.
Segundo, porque me interesa saber tu teoría al respecto... si no son
negocios ni simple casualidad, ¿qué es?
—Tienes la pregunta equivocada. No es «qué» es «quién». —Ni bien
dijo eso, las tres dirigieron sus rostros a Cameron—. Tu padre pretendía
casarte con él, ¿no es así?
—Sí, tú misma lo has dicho, «pretendía». La propuesta nunca fue tal.
—Como la de Sean, pensó. El malhumor le frunció el ceño—. Dudo
mucho que haya cruzado el océano por mí.
—Porque de haberlo hecho —continuó la joven de Boston, unir las
piezas de los rompecabezas ajenos era su deporte favorito—, nos
estaríamos encontrando ante un hombre sumamente enamorado. —Por
instinto las cuatro giraron el rostro en busca de Sean Walsh—. ¿Señorita
Madison, ha estado jugando usted a dos puntas? ¿Ha roto el corazón de
James Seward? —Sus miradas volvieron a comulgar entre ellas.
—¡No! ¡Por los cielos que no!
—¿Tal vez él malinterpretó algo? —sugirió Miranda.
—¡Imposible! —El corazón de Cameron se sintió ofendido—. Jamás
intercambié más que un par de palabras con él en reuniones sociales. Para
mí, el nombre Seward ocupaba el mismo lugar que los otros socios de mi
padre. Además, si nuestro enlace se hubiese concretado, hubiese sido por
conveniencia, y si de conveniencia se trata...
—Tiene americanas para lanzar al aire —finalizó Emily con suaves
notas de broma.
—¡Maravilloso, señorita Grant! Veo que finalmente nuestros
pensamientos van por el mismo camino. —Vanessa festejó la participación
de la muchacha—. De ser así, si no es amor, es obsesión, y si no es
obsesión, es otra cosa.
—Con eso te refieres a ¿qué? —La semilla de la intriga ya había sido
sembrada, y Miranda fue la encargada de cosecharla.
—No lo sabemos aún.
—¿Sabemos? —La utilización del plural captó la atención de Cameron.
—Sí, tu señor Walsh y yo... el tal Seward lo inquieta, ya me he dado
cuenta. También sé que tiene un par de hipótesis fuertes que, por lo visto,
se niega a compartir conmigo. Intuyo que necesita cotejar un par de datos
contigo.
—Requiere de mucho más que eso —murmuró Miranda con cierto dejo
de picardía. Bastaba verlos para notar la añoranza de sus cuerpos—.
Debemos hacer algo al respecto, y debemos hacerlo sin más demoras.
Llevaban tres días ensayando la obra teatral que proyectarían a los
demás sin levantar sospechas. El paseo matutino de la vizcondesa con sus
amigas era ya una actividad esperada, y Eleanor no hacía apreciación
alguna ni se alzaba en contra por un simple acto de mera formalidad. Para
llevar a la acción a esos planes, era indispensable una colaboración extra,
una igual de influyente y con similar predisposición.
Lord Bridport y Colin Webb se mantenían ajenos a las actividades
deportivas del resto de los lores, encontraban más placentero el acto de
debatir con el recién llegado Sir Johnson sobre el avance industrial en
Londres y sus consecuentes manifestaciones sociales que el de disparar al
aire en sí. El único deporte que el vizconde disfrutaba era el de estar atento
a las demandas de su esposa, por eso, ni bien fue convocado por ella,
estuvo junto a ella sin muchos minutos mediante.
—Dime, cariño ¿te sientes bien? ¿qué necesitas?
Si no lo interrumpía, las preguntas serían infinitas. En el sistema solar
Bridport, Miranda era el sol, y Elliot el resto de los planetas. Todo giraba
en torno a ella.
—Que me escuches con atención y me dejes finalizar antes de hablar.
—La ansiedad de satisfacción de su esposo hacía imposible una
conversación sin interrupciones. La extrema complacencia lo traicionaba
—. ¿Está claro? —Él asintió en silencio, sus labios estaban apretujados
con fuerza y ella no puedo evitar reír. Las tres muchachas presenciaban la
cómplice escena matrimonial con añoranza y deleite. Lord y Lady
Escándalo se robaban siempre el rol protagónico, la relación entre ambos
era única. Miranda continuó—: Necesito de un hombre que esté dispuesto
a ir al rescate de Sean Walsh con cualquier excusa, no importa cuál sea,
siempre y cuando logre arrastrado muy lejos de aquellos hombres —dijo
señalando con disimulo el sector del jardín en donde se encontraban
practicando tiro—. Una vez liberado, debe ser guiado hasta la arboleda
Este, ahí hay un camino que se comunica de manera directa con el lago
artificial, deben tomarlo, llegar hasta el puente principal, atravesarlo y
esperar... ¿Has comprendido?
Lord Bridport resopló, repasó mentalmente lo oído y respondió:
—Déjame ver si entendí... —alzó la voz para que todas lo oyeran—.
¿Quieres que alguien vaya por Sean Walsh, un hombre que es un gran
desconocido para la mayoría de los presentes, y que, bajo cualquier
argumento, lo motive a abandonar la actividad con los lores para llevarlo a
una excursión sin sentido al interior de los jardines de Sameville?
—¡Eso mismo! —festejó ella ante los ojos expectantes de su marido.
—Cariño, ningún hombre serio y respetable se va a prestar a tal infantil
juego.
—¡Lo sé, por eso te lo encargo a ti, Elliot!
—Y lo bien que haces, esposa mía. Tus deseos son órdenes... —Tomó
las manos de su mujer entre las suyas y las besó.
—Si te sirve de argumento, dile que la señorita Madison va a estar ahí.
¡Todas estaremos!
Estaba al tanto de la relación de la joven de Virginia con el empresario,
por las noches, su esposa lo ponía al tanto de los cotilleos y de los
acontecimientos importantes. Si ella estaba dispuesta a interceder por la
pareja, él también.
—Perfecto, voy por Colin para que me haga de carabina, no quiero
arruinar la reputación de un hombre soltero al arrastrarlo a la soledad de la
laguna —bromeó ganándose con ello más risas de las esperadas, hasta
Vanessa lo hizo—. Con su permiso, señoritas. Nos vemos en un rato.

Llegar hasta Sean Walsh no fue problema alguno, convencerlo de que se


uniera a ellos en un paseo que lo conduciría directo a un encuentro con
Cameron, menos todavía. Lo complicado fue sacarle de encima a los lores
y empresarios que estaban obsesionados con realizar inversiones en los
ferrocarriles americanos. Donde hacía unos minutos existía un hombre
frustrado, molesto y ansioso, ahora existían tres.
—¡Por Dios, Colin! Ayuda, ya no puedo recurrir a mi pasado
escandaloso para quitarme a la gente de encima —se quejó Elliot—, soy
un respetable vizconde casado. ¿Y sabes qué más? Soy un respetable
vizconde casado que está a punto de fracasar en darle el gusto a su esposa.
—Deberías unirte a Lady Thomson en alguna ópera, Bridport —rebatió
Lord Webb—, lo tuyo es el melodrama.
—Empiezo a tener migrañas —se quejó Sean, cuando fue absorbido una
vez más por la conversación de Lord Thomson y un par de socios—.
Quizá, una caminata me sentaría bien —expuso para el vizconde de
Sameville con la intención de alejarse de allí.
—Excelente idea, podemos dar un paseo y alejarnos de los ruidosos
disparos. ¿Sabe? Lady Thomson se ha asegurado una temporada de truchas
¿Pesca usted?
Colin Webb se tomó las sienes, preocupado porque lo que debía ser una
reunión reducida estaba a segundos de convertirse en un gran picnic
seguido de pesca que finalizaría en una cena de trucha salseada por un
chef francés. Elliot iba a hacer una locura de momento a otro, pues su
superpoder era el escándalo y su único objetivo, complacer a Miranda.
Su salvador resultó ser la persona menos esperada; de todos modos, no
dudó un instante en recurrir a él: William Witthall, el conde de Dorset,
mejor conocido como el conde Loco. Mientras todos los hombres
buscaban lucirse, alimentar sus egos y cuentas bancarias, hacer relaciones
y negocios, conseguir una buena esposa, o cualquier otro objetivo tangible,
William desentonaba recostado en una de las lomas del jardín, con la vista
al cielo, una pluma de ganso entre los labios y una mente perdida en las
nubes, como siempre.
Lord Witthall había sido compañero de Elliot y Colin en Eton, pero la
excentricidad del conde les había impedido entablar una amistad. Lord
Webb recordaba muy bien la capacidad del hombre de espantar a las
personas con su poética divagación, sus desastrosas inversiones y el
derroche de dinero; el condado de Dorset era famoso por contar con más
sirvientes que el palacio de Buckingham. Tenía la teoría de que tal
comportamiento era adrede, pues la lucidez de William no coincidía con la
de un verdadero demente. Menos si tenía en cuenta que en aquellos años se
dedicaba a escribir poemas y cartas de amor a pedido de sus compañeros a
cambio de algunos peniques. Estaba seguro de que todas las mujeres de
Londres habían recibido sus palabras sin siquiera saberlo.
—¡Lord Witthall! —exclamó Colin, al borde de la desesperación. Las
expresiones de pánico a su alrededor le confirmaron que su movida había
sido magnífica—. Qué gusto verlo aquí, tanto tiempo.
El conde de Dorset bajó la mirada del cielo y la fijó en Lord Webb, casi
tan sorprendido como Elliot, que tenía la mandíbula a medio desprender
de su rostro.
—Lord Webb, sí que ha pasado tiempo. —William dejó la
contemplación de las nubes y su incansable búsqueda de formas en ella
para unirse a una conversación en la que no tenía ni el más mínimo interés
—. Lord Bridport, mis felicitaciones por su reciente matrimonio.
—Gracias.
—Le presento al señor Walsh —continuó Colin, con una sonrisa de
falsa alegría—, estábamos analizando la posibilidad de un paseo. Creo que
el señor Walsh encontrará muy estimulante su interpretación de las
esculturas de Sameville. Por ejemplo, aquella —Señaló la imagen de la
Venus que decoraba una de las fuentes de los jardines—, Minerva ¿no es
así?
El entusiasmo de Colin Webb ante una explicación de mitología puso
en aviso a Witthall de que se requería de sus servicios, y como, pese a sus
preferencias, estaba allí para salvar la economía del condado, creyó que
sería una buena idea reestablecer la amistad con el futuro conde de
Sutcliff. Y quién decía, el próximo duque de Weymouth.
—Creo que es Venus —agregó Sean, al comprender las intenciones de
Lord Webb—, salvo, claro, que hablemos de mitología griega y se trate de
Afrodita.
—Sería un error imperdonable. Permítame listarle las ciento veintitrés
formas de reconocer si está ante un símbolo griego o uno romano —
comentó William y comenzó a caminar a la par del señor Walsh. Sean tuvo
que contener la carcajada, una mirada le bastó para comprobar que el
hombre no estaba loco, ni era desconocedor de su rol en ese juego. Se
prometió que le devolvería el favor de manera económica en el futuro.
—¡¿Ciento veintitrés?! —exclamó Elliot a Colin—. ¿Cómo se te ha
ocurrido recurrir a William?
—Siempre funciona, además, creo que le pagaré unos peniques extras si
escribe por mí una carta de ruptura para Lady Anne, quizá de ese modo
logre convencerla.
—Debemos reconocer que Lord Witthall es efectivo, ¿no consiguió que
Lord Rosewithe se casara con Lady Elisa?
—La pobre mujer todavía intenta descubrir dónde esconde el encanto
su marido —rio Colin.
Llegaron al lugar de encuentro establecido cuando William enumeraba
la decimonovena forma de reconocer el arte romano. El plan de Lord
Webb había sido efectivo, por cada ítem descripto por el conde, tres o
cuatro hombres y mujeres desistían del paseo u optaban por otro sendero.
Los únicos en llegar junto a las muchachas americanas fueron ellos cuatro.
Como era de esperar, Elliot se lanzó al encuentro de su esposa, como si
no verla por un par de minutos hubiera sido un martirio. Aunque era
notorio lo mucho que se querían, Colin adivinaba que tanto énfasis
correspondía también a la fama de escandalosos. El amor entre marido y
mujer era tan mal visto como el trabajo entre los lores. Él, por el contrario,
fue preso del alivio al poder compartir unos momentos con Emily. La
muchacha californiana tenía el poder de serenarlo, y de alguna manera,
comenzaba a volverse adicto a esa sensación. William, para su total
desgracia, fue relegado a la compañía de la señorita Cleveland. El choque
de dos planetas hubiera generado menos impacto en el universo que esos
dos caracteres tan dispares: arte y lógica, belleza y razón.
No obstante, nada se comparó con la luminosidad que parecía emitir la
pareja de enamorados que al fin hallaban un segundo para ellos. Sean y
Cameron eran presos de una comunión, de un entendimiento que solo
podía comprender el matrimonio Bridport. Lo cual, para Walsh y la
señorita Madison, significaba quedar en evidencia sobre lo poco apropiado
de su romance, uno que ya había atravesado por la intimidad, que había
derribado las formas, que se había entregado por completo.
—Cameron —susurró Sean y le tomó las manos. Depositó un par de
besos en los nudillos antes de desprenderse por completo. Si bien esos
lores y esas señoritas eran sus aliados, no podían darse el lujo de romper
las normas frente a ellos—. Comenzaba a desesperar, necesitamos hablar.
—Lo sé, mi tía no me saca la mirada de encima. Emily la comparó con
un águila americana —intentó bromear—, creo que se refería a su nariz.
La risa suave de Sean le alivianó el nudo que tenía en el estómago.
Querían besarse, necesitaban más que esos minutos robados. Para una
pareja en pleno cortejo, podía llegar a bastar, incluso alimentar la llama.
Pero para ellos significaba arder en un deseo que ya conocían, en un
hambre que sabían que un solo plato podía saciar, el de sus cuerpos
unidos.
El anhelo por tocarse, por sentirse, los llevó a caminar demasiado
cerca, a rozar sus brazos en el andar.
Vanessa rechistaba cada vez que se excedían, era la única a quien la
magia del enamoramiento no parecía tocar.
—Ojalá tuviéramos más tiempo… —se quejó Sean.
—No nos queda más remedio que recurrir a tu eficacia empresarial,
Sean —lo instó ella, con una dosis de orgullo—, hablemos de lo que te
aqueja. Se te nota en el rostro que no has descansado bien.
—Es la llegada de Seward —confirmó el hombre.
—Es extraño que esté aquí.
—No creo que sea extraño, ni casual, Cameron. —Ralentizaron el paso,
de manera de ganar tiempo en su paseo. La carabina conversaba animada a
sus espaldas, a lo que Vanessa no se cansaba de hacerlos callar para poder
oír las voces de Walsh y la señorita Madison. William era el único ajeno,
que no comprendía lo que sucedía frente a él, por lo que seguía con la
disertación de arte romano. Para su total deleite, la señorita Cleveland era
capaz de mantener la mente en dos puntos a la vez, seguía los avances de
la pareja de adelante al tiempo que debatía con él historia.
—¿Crees que mi padre no ha desertado de sus intenciones?
—Peor que eso… —La preocupación se abrió camino en el pecho de
Walsh, le era imposible, cuando de Cameron se trataba, serenarse. Temía
por ella ahora que comenzaba a entender lo sucedido—. James era uno de
mis sospechosos. ¿Recuerdas el brazalete?
La señorita Madison tuvo la decencia de sonrojarse. Sean ya había
dejado los reproches atrás y se enfocaba al futuro, a un futuro que quería
construir con ella. No había espacio para rencores, para alimentar malos
entendidos.
—Sí, lo siento, Sean —se disculpó, y él le restó importancia—, siento
haber pensado mal de ti.
—Era una prueba, Cameron, no podía desestimarla. Al igual que tú, en
el momento en que la vi, llegué a la conclusión de que debía habérsela
regalado un hombre blanco. Rastreé el diseño, y llegué hasta Carolina del
Sur.
—Seward —musitó ella.
—Seward y Thomas Pierce —corrigió—, solo que aquí, en Londres, se
ha presentado uno de ellos y eso reduce la breve lista de dos sospechosos a
uno.
—Ambos estaban esa noche —contradijo Cameron, con pesar—.
Ambos son de Carolina del Sur, influyentes y socios de mi padre. Lo sé, lo
sé —alzó la mano para acallarlo—, la presencia de James lo convierte en
el principal sospechoso, pero sigue sin ser el único.
—¿Cameron? —El desconcierto de Walsh fue patente.
—Te juzgué, Sean —se lamentó la joven—, te juzgué sin darte el
beneficio de la duda. Podría haberte arruinado la vida ¿y si Seward es
manipulado al igual que nosotros?
—Pronto lo sabremos. Cuando comprobemos las razones que lo traen a
Londres, a Lord Thomson, a ti. —Para Walsh no quedaban resquicios de
duda, y prefería equivocarse que correr el riesgo con Cameron—.
Cuéntame tu parte —pidió.
—Nala me había contado del brazalete, del embarazo y de la relación
con un socio de mi padre. Esa noche, salí de mi habitación en tu búsqueda,
para saber qué había sucedido con la propuesta de matrimonio. Oh, Dios,
todo parece tan lejano… —se lamentó. Le parecía que los sueños junto a
Sean eran retazos de una vida pasada.
—Puede que sea lejano, pero créeme, Cameron, soy capaz de llegar a la
luna por ti, así que ten por seguro que eso no ha cambiado entre nosotros.
Aún deseo hacerte mi esposa, y sé que tú también lo quieres. No permitiré
que vuelvan a separarnos.
Cameron tomó aire por la boca para no llorar de la emoción. Había
temido a esa charla, a que todo hubiera cambiado entre ellos producto de
los errores. El saber que, pese a todo, se amaban, y lucharían para estar
juntos, le dio la fuerza para seguir con el relato.
—Te vi perderte por los pasillos, camino al ala de los esclavos. Te seguí
para encontrarme contigo donde no nos pudieran descubrir… pero antes de
alcanzarte… —La señorita Madison se tapó la boca por el horror. Vanessa
la mataría por haber pasado por alto un detalle semejante.
—¿Qué? —La instigó Sean.
—Escuché pasos y me escondí. Cuando se alejaron, volví a seguirte, y
entonces… te hallé. Salí huyendo por la impresión, y me di de lleno con
Seward y Pierce, y luego me desmayé. Mi padre me encerró hasta que
todos se fueron, no me dejó hablar con las fuerzas de la ley, y otro de
nuestros esclavos fue acusado por el homicidio de Nala —finalizó con los
hechos. Walsh, en cambio, no estaba satisfecho.
Habían mantenido a Cameron en la completa ignorancia, presa de la
falta de información y sí, de su inocencia. Él debió ser más listo, ver los
hilos con los que la manejaban, pero el dolor de su desconfianza lo había
enceguecido. Necesitaba rebuscar en los detalles que Cameron había
pasado por alto, esos como los pasos en la noche, para reconstruir los
motivos del asesino.
—Hay un punto más que debemos contemplar —expuso él, y se detuvo
junto a uno de los puentes que decoraban el lago artificial. La carabina
tuvo que imitarlo para poder darles espacio—, tu padre.
—¿Qué sucede con él?
—¿Por qué te envió a Londres? Si logró silenciarte, consiguió alejarte
de mí y culpar a otro del crimen… entonces…
—¡Oh, aquí están! —interrumpió la melodiosa voz de Lady Thomson.
Se adivinaba un real alivio, y Cameron comprendió que tía Eleanor la
estaba volviendo loca con sus reclamos—, ¿qué les parece si
aprovechamos el bello día para un partido de criquet?
—Una excelente idea, milady —coincidió Vanessa. La felicidad por la
interrupción no coincidía con el afán de resolver el misterio, por lo que
Cameron concluyó que la compañía de Lord Witthall la estaba poniendo
nerviosa. No entendía por qué, pues un rápido vistazo le alcanzó para
determinar que el conde era un hombre joven, atractivo, y dada la variedad
de su conversación, culto.
—Debemos hallar el momento de terminar con esto —se lamentó Sean,
antes de ser brutalmente alejado de la señorita Madison por el imponente
cuerpo de Eleanor.
—Querida, hemos atravesado el océano para que conozcas a otras
personas. Sería de un completo egoísmo de parte del señor Walsh privar a
los británicos de tu grata compañía —espetó la mujer entre dientes
apretados.
Sean estaba a punto de decirle lo muy interesado que estaba en privar a
todos los hombres del mundo de la cercanía de Cameron, pero una mirada
de la joven lo llamó al silencio. Con sus labios vocalizó: Vanessa, y el
señor Walsh supo que las señoritas americanas conseguirían regalarles
otros minutos de soledad.

La mirada de Eleanor sobre él comenzaba a agotarlo. Sabía que en


algunas culturas se creía que ese nivel de ensañamiento podía provocar
maldiciones, enfermedades e, incluso, la muerte. Sean era escéptico y
prefería adjudicarles a las conversaciones insustanciales, a la
preocupación por Cameron y al clima británico su dolor de cabeza.
Se había visto arrastrado por Lord Thomson al partido de criquet
organizado por la anfitriona, durante el cual no pudo llevar a cabo la tarea
prevista: supervisar a Seward y sus intenciones con la señorita Madison.
Dado su notorio nerviosismo, y a modo de promesa muda, el capitán
Hobart se encargó de la seguridad de Cameron.
Sabía por su nueva cadena de informantes que terminaba en Elliot
Spencer o en Colin Webb, que Charles Hobart había desistido de sus
intenciones con la señorita Madison y expuesto las razones a Lady
Thomson, de modo que Mariana volvía a ser una aliada de las jóvenes
americanas. Por ese motivo, la confianza con el capitán había crecido a la
par de la gratitud. El hombre que supo ver la soledad en la vida de Walsh
se mostraba como un amigo valeroso en esas circunstancias.
Una vez libre de los compromisos con el anfitrión, en búsqueda de algo
de serenidad, se dirigió a la recámara que se le había asignado. Ni bien
atravesó el umbral, comprendió que no existían ojos suficientes en el
mundo para tener todo bajo control.
Al tiempo que él jugaba criquet y Cameron alentaba desde las terrazas
en compañía de sus amigas y Hobart, sus pertenencias habían quedado al
descubierto. La habitación mostraba signos de una descuidada búsqueda
exhaustiva.
—¡Maldición! —gruñó.
Corrió de inmediato al escondite en el que guardaba la evidencia que lo
llevaría al asesino de Nala. En el doble fondo de Hamlet, aún se hallaba la
nota falsa de Cameron, cuya caligrafía había sido imitada, pero se podían
constatar ciertas similitudes con la de James Seward. Con el brazalete era
más cauto, por lo que lo llevaba siempre consigo, oculto entre sus prendas.
Cualquier vestigio de duda se disipó en ese instante, James Seward
intentó eliminar la prueba para solo conseguir comprobar las sospechas.
La jugada era desesperada, desprovista de inteligencia, y eso le indicaba a
Sean que existían dos escenarios posibles: o el hombre se sentía
acorralado, o demasiado confiado de su impunidad. Walsh apostó a la
segunda opción.
Se mesó el cabello en un gesto lleno de frustración y miedo, antes de
lanzarse a la tarea de reacomodar las pertenencias.
Ahora, más que nunca, debía hablar con Cameron. Debía advertirle. Así
tuviera que pasar por sobre el cadáver de Eleanor, tenía que protegerla.
Porque era lo más importante en su vida, porque no podía perderla de
nuevo, mucho menos, de la manera tan definitiva que significaba la
amenaza de Seward.
Por fin tenía todas las piezas del rompecabezas, por fin veía los hechos
con el punto de vista del testigo que faltaba: Arnold Madison.
El terrateniente de Virginia no había enviado a Cameron a Londres para
alejarla de él, ni para buscarle un marido, ni para sacarse de encima un
problema. La había obligado a viajar para salvarle la vida. Madison sabía
de lo que James Seward era capaz por ambición, y ahora, él también lo
sabía.
Solo restaba probarlo, probarlo antes de que se saliera con la suya.
CAPÍTULO 10

La vida que se gestaba en el vientre de Cameron exigía su legítimo


derecho de reconocimiento. La palidez de su rostro resaltaba producto del
brillo perlado de una piel que se veía acosada por un tornado de hormonas
descontroladas; sus curvas acompañaban el sutil ensanchamiento de unas
caderas que se preparaban para darle el espacio necesario al ser que crecía,
y sus senos, sensibles y enrojecidos, se escapaban del soporte del corsé.
Luchar contra él se estaba convirtiendo en una desagradable tarea para
Vanessa, en especial por los gemidos quejosos de Cameron que hacían eco
en cada una de las paredes de la habitación. Por décima quinta vez, chilló:
¡Auuuh!
—¿Y qué pretendes que haga? —Se adelantó a la obvia respuesta— ¡No
te atrevas a decir que sea más cuidadosa, porque sabes que lo soy, estoy
invirtiendo toda mi delicadeza y paciencia contigo!
Era la pura verdad, la señorita Cleveland demostraba un nivel de
empatía y complacencia muy poco común en ella. Cameron temía por su
bienestar mental y físico, si no escupía el veneno que su organismo
generaba por simple automatismo, pronto correría por sus venas y la
intoxicaría. Vanessa tendría una sobredosis de sí misma y... ¡pobre de
aquel que se cruzara en su camino!
—Lo siento, tienes razón. No tengo más que palabras de
agradecimiento para contigo...
—Pues guárdatelas —la interrumpió, su genética no estaba preparada
para recibir cumplidos—, no las necesito, solo necesito que este maldito
corsé se cierre. —Tiró una vez más de las cintas.
—Tal vez podría obviarlo, ¿qué opinas? —El dolor se le hacía
intolerable por momentos.
—Si quieres parecer una fulana, hazlo. ¡Eres libre! —Dejó la tarea a
medio hacer—. ¡Ambas lo somos! —Cameron resopló, podía enojarse con
ella por la expresión utilizada, pero no contradecirla, estaba en lo cierto—.
Pero si lo que en verdad quieres es mi opinión...
—Eso ni se pregunta, por desgracia, me he acostumbrado a ella.
—No parece —la reprendió con cariño—. Ya sabes lo que opino, y, sin
embargo, seguimos en el mismo lugar. Me parece un gran error mantener
en las sombras a Walsh con esto.
Una vez más, no podía contradecirla. Sean merecía compartir la noticia
con ella. Lo que más ansiaba era eso, y si no lo había hecho no había sido
por un estúpido y caprichoso motivo, tal como pensaba Vanessa, sino
porque no hallaba el espacio ni el momento adecuado para decírselo.
—No puedo decirle que va a ser padre mientras Sophie Carter nos
deleita con una pieza de Mozart. —Vanessa asintió, cuando la hija de Lord
Reed se sentaba frente al piano, ni las moscas se atrevían a volar por los
alrededores, su destreza musical asesina ponía en peligro a cualquiera—.
No puedo decirle que va a ser padre en unos segundos robados junto a la
laguna —El listado de sitios vedados y fracasos era muy extenso—, o en la
terraza con múltiples participantes, o en la mesa con tres o cuatro
comensales como intermediarios. He cometido muchos errores con Sean,
créeme, este no es uno de ellos. Necesito un auténtico instante de
intimidad.
—¿Solo eso?
Podía olerse a kilómetros de distancia el comportamiento efusivo y
disruptivo de Sean Walsh, era un hombre apasionado, y si a ello le
agregabas una dosis importante de enamoramiento, el resultado podía ser,
sin duda, catastrófico. La reacción del hombre debía de ser contenida, una
noticia de tal envergadura emocional lo llevaría al colapso definitivo.
—Sí, solo eso... parece sencillo, no lo es, tú lo sabes muy bien.
Eleanor era un sabueso de pura sangre con características paranormales,
detectaba los movimientos de Cameron antes de que ella siquiera los
pensara, uno podía llegar a creer que eso ocurría gracias al vínculo que las
unía, pero esa hipótesis no se sostenía cuando la mujer hacía extensivas
sus habilidades detectivescas al resto de la joven cofradía. El hecho de que
alguien se adelantara a sus planes le alteraba los nervios a Vanessa. Muy
pocos se podían adjudicar ese logro, solía ser al revés, ella era lo
generadora de ese estado en otros, pero Eleanor De Luca le ganaba en su
propio juego, y estaba a pasos de obtener el primer puesto.
—Verdad... y estoy hasta la coronilla de ello. Esto requiere de un punto
final.
—Coincido contigo. Dime ¿cómo piensas obtenerlo? —Cameron
llevaba días dándole vueltas al asunto sin un resultado óptimo.
—Todavía no lo sé, pero no te preocupes, déjalo en mis manos. —
Cuando la señorita Cleveland se proponía algo, nadie la detenía. Y eso
incluía también cumplir con la labor de doncella. Recapturó las cintas del
corsé—. Ahora, aprieta los dientes y respira profundo... ahí voy.

Los preparativos previos a la cena reunieron a los invitados en el salón


principal, la brisa tibia de la tarde se mimetizaba con los abanicos de las
damas y con el humo de los cigarros de los caballeros. No hubo preámbulo
musical esa noche, lo que les robó una disimulada sonrisa a todos,
incluyendo a la concertista asignada a fuerza de mandato familiar. Los
aires de conversación agitaron el avispero de la nobleza y, al cabo de unos
minutos, cada cual se embebió en lo suyo, negocios, camaradería, moda;
los focos más radicalizados se arriesgaban a temas más complejos como el
desafío de la reestructuración arquitectónica en beneficio del crecimiento
industrial y el arte como una herramienta de equilibrio necesaria para
matizar el impacto social. Miranda debió personificar el rol social que su
título nobiliario obligaba, en esas situaciones, la amistad que habían
entablado quedaba puesta en pausa.
La señorita Cleveland estaba mentalmente comprometida a llevar a
cabo el plan: encuentro íntimo definitivo. Y no era necia, sabía que urdir
semejante estrategia requería de mucho más que la asistencia de Cameron,
la participación de la otra señorita americana era indispensable.
—No veo a Emily ¿tú? —Cameron recorrió con una mirada superflua la
totalidad del salón. A simple vista, la joven rubia californiana no se
hallaba presente.
—Sí, por supuesto que la veo.
—¿Dónde?
—¿Dónde más? —Las dos combinaron en miradas, repitieron en el
silencio de sus mentes: Colin Webb. Los ojos de ambas fueron en la
búsqueda del hombre, y ahí la encontraron, cual sombra a su lado—. Ven...
—Vanessa le brindó el brazo, Cameron se aferró a él, y emprendieron una
delicada caminata; debían capturar la atención de lo señorita Grant desde
una distancia prudencial—. Cuando se llenaba el cabello de flores y
mariposas era más sencillo encontrarla —murmuró por lo bajo, el fastidio
que vestía su voz sonó bastante real.
—No seas mala, tú fuiste la primera en manifestarte contra su
llamativo vestuario.
—Sí, pero lo que me molesta no es eso....
—¿Qué es, entonces?
—Que cambió un mal hábito, por otro... uno más perjudicial.
Se detuvieron a un par de metros de la pareja, junto a ellos se
encontraban Daphne Webb, la hermana del hombre que era el centro del
mundo de Emily, Lord Sutcliff y el tal Witthall.
—¿Te refieres a Colin?
—¿A quién más? La prefiero con flores y joyas de los pies a la cabeza
antes de que con un corazón roto. Ya puedo imaginármela llorando
océanos de lágrimas.
—Lo tomas por débil, y puede que no lo sea.
—Débil o fuerte, para el caso da lo mismo, el día que su corazón se
haga trizas contra el suelo, te lo aseguro, todo Londres lo oirá.
La tristeza le otorgó un matiz cristal a los ojos azules de Cameron, su
embarazo la empujaba sin piedad a un estado emocional errático, ella
conocía la idea de un corazón roto, nada más que eso, el hombre que
amaba, ese que había creído perdido, volvía a clavar la bandera de
conquista en ella. A pesar de la fragilidad del presente, el futuro les abría
los brazos, les susurraba al oído la posibilidad de un final prometedor.
Deseaba lo mismo para la señorita Grant, y aunque le doliera compartir el
pensamiento desmotivador con Vanessa, con Colin Webb eso no iba a
suceder.
—Dame tu abanico —Vanessa rompió la burbuja de sus pensamientos
—, en el apuro he olvidado el mío en la habitación.
—Pensé que la única acalorada aquí era yo —dijo entregándoselo sin
siquiera chistar.
—No, no es eso, ya he domado al calor de este bendito país. Es para
Emily. —Cameron frunció el ceño, y Vanessa disipó la duda al instante—.
Veamos si aprendió la lección del día.
Desplegó el abanico sobre su rostro cubriéndose la boca, era una clara
señal de confidencia. Habían hablado de eso esa misma tarde. Esperaba
que comprendiera la convocatoria silenciosa.
No funcionó, los ojos de Emily se movían en una sola dirección: los
labios de Lord Webb.
—¡Por todos los cielos, vamos a marchitarnos aquí como dos malditos
floreros!
Cameron ocultó la risa, sugirió una modificación de estrategia:
—¿No sería más conveniente acercarnos?
—¡Estás loca, un minuto más junto al pelmazo de Lord Whitthall puede
llevarme al suicidio! ¡A mí, imagínatelo!
Y Cameron no pudo más, rio, como hacía semanas no lo hacía. La
inesperada melodía de esa risa redirigió parte de la atención de los
invitados al origen de ese comportamiento fuera de lugar, ninguna señorita
que se preciara de serlo se reiría de manera tan descarada. Lo destacable
del momento fue que, finalmente, Emily caía en cuenta de la cercanía de
sus amigas. Un sutil intercambio de miradas fue suficiente, la californiana
se disculpó con el grupo que la rodeaba y se encaminó hacia ellas.
—¡Hasta que reaccionas! —La señorita Cleveland la atacó sin tregua
alguna ni bien se les sumó—. Estaba a pasos de hacer señales de humo con
el cigarro de Lord Thomson.
—Lo siento, tenía mi cabeza ocupada en otras cosas.
—Sí, ya lo vimos. —Cameron intentó ser la mediadora—. No necesitas
excusarte, al fin de cuentas, las que te necesitamos somos nosotras.
—¿Necesitar? ¿Qué necesitan? —Estaba feliz de sentirse útil, la
costumbre de ser un accesorio más ya no la satisfacía.
—Camina con nosotras —la instó Vanessa.
Juntas avanzaron hasta ubicarse lo más lejos posible de los invitados
sin desaparecer por completo, la ausencia de Cameron activaría las
alarmas de Eleanor que, desde la comodidad de uno de los sillones, la
custodiaba con abrumadora quietud. En el lado opuesto del salón se
encontraban Walsh, el capitán Hobart y James Seward, por la expresión en
sus rostros, la conversación no era motivo de disfrute para ninguno de los
partícipes.
—Bueno, ahora sí, ante la ausencia de otras mentes supremas, te hemos
convocado...
—¡Vanessa!
El enojo de Cameron fue auténtico, sentía que conocía mucho más a la
joven de Boston, y podía presuponer que parte de la historia de su vida, esa
que se esmeraba en no compartir, era la base de las almenas desde las que
atacaba, pero no iba a permitir que ese insatisfecho pasado se valiera de la
debilidad de la californiana para sopesar su propio saber amargo.
—No te preocupes por mí, Cameron... ya me considero inmune a
Vanessa.
—¡Lo has oído! ¡Es inmune a mí! Puedo envenenarla sin problema
alguno.
—Tampoco te abuses... sobre todo si necesitas mi ayuda.
El contraataque de la californiana las dejó sin habla, las dos
compañeras de habitación se miraron, la miraron, y se volvieron a mirar.
La influencia de Colin Webb estaba dejando una fuerte impronta en la
señorita Grant.
—Podemos ir al grano, por favor. —Emily rompió el estado de hipnosis
de las muchachas—. El mayordomo acaba de acercarse a Lady Thomson,
en breve van a invitarnos a pasar al comedor. ¿Qué sucede?
—Sucede que me desconciertas —alegó Vanessa con un estado de
frenetismo amistoso—. Y me encanta, pero... en fin, vayamos a lo
importante —dijo con intenciones de estructurar un plan funcional de una
vez por todas—. Cameron y el señor Walsh necesitan de tiempo a solas.
—¿A solas? —La pregunta de Emily fue más que lógica.
—Intimo. —Se adelantó a responder Cameron, temía que Vanessa se
expresara con algún comentario que pusiera como centro de broma la
inocencia de la californiana.
Emily asintió sin expresar ningún gesto de desacuerdo o espanto, de
nuevo, volvió a quitarle el habla a sus coterráneas.
—Ese tipo de intimidad solo puedes conseguirla dentro de una
habitación. —Decidió hablar considerando que Cameron y Vanessa no lo
hacían—. ¿Cuál es el plan?
—El plan es tener un plan —Vanessa expuso su falta de creatividad—.
Uno que no logre alertar a tía Eleanor que no le quita los ojos de encima a
Cameron.
—Tú misma lo has dicho, no le quita los ojos de encima a Cameron,
pero... —dejó el final abierto para que la joven de Boston lo completara.
—Pero... ¿qué? —No le estaba prestando verdadera atención a la
muchacha, se aferraba a las palabras sin analizarlas.
—¡Sean! Sean está fuera de su ataque visual —completó Emily.
—Si con eso pretendes sugerir una visita a la habitación del señor
Walsh, desde ya te digo que no... He desestimado esa idea hace noches.
Estoy sospechando que un empleado monta guardia para alertar a Eleanor
de cualquier movimiento nocturno que involucre a Cameron.
—En ningún momento he sugerido eso, de hecho, estoy inclinada a lo
opuesto.
Cameron y Vanessa analizaron lo oído, los ojos de ambas se abrieron de
par en par cuando decantaron en el mismo pensamiento que la señorita
Grant. Si ella no podía ir a su habitación, él tendría que ir a la de ella. El
plan era bueno, pero contaba con algunas lagunas que parecían imposibles
de sortear.
—Crees que la sombra que le brinda información a su tía no va a decir
nada sobre la presencia de un hombre dentro de la habitación de dos
jovencitas a mitad de la noche.
—Por eso tienen que asegurarse de que su presencia sea anterior a eso.
—Lo siento, me he perdido —intervino Cameron, la ansiedad ante el
encuentro le nublaba un poco el pensamiento.
—Y yo... —Vanessa se sumó al desconcierto—. Por favor, pon algo de
luz a lo dicho.
—Que el señor Walsh se excuse tras la cena y se marche a sus
aposentos. Algo que en realidad no va a hacer...
Finalmente, Vanessa descubrió el camino directo a los estratégicos
pensamientos de Emily. Sonrió de par en par.
—¡No lo va a hacer porque va a ir a refugiarse a nuestra habitación,
algo que va a pasar desapercibido por todos en ese momento!
—Exacto. Llegado el fin de la velada, ustedes regresaran a la
habitación.
—Con tía Eleanor pisándonos los talones —agregó Cameron.
—Ella se cerciorará de tu reclusión —continuó la californiana—, con
un Sean Walsh oculto para ella, pero muy presente para ustedes. Y una vez
que se marche...
—¡Suficiente! —Puso un fin Vanessa—. Tu plan me resulta inquietante
y maravilloso por partes iguales. Me pregunto de dónde habrá nacido tal
destreza.
Las mejillas de la señorita Grant se enrojecieron de manera repentina
confesando algo más que un simple análisis mental y una estrategia
elaborada de la nada. Emily era otro enigma a resolver, y lo descifraría
una vez que el rompecabezas Madison-Walsh se completara.
Tal como la joven había alertado minutos atrás, Lady Thomson convocó
a los invitados a trasladarse al salón comedor, la cena los esperaba. Así lo
hicieron, cenaron, y Vanessa se encargó de compartir los pasos a seguir
con el otro involucrado. Las piezas se movían en función de una movida
magistral, en un par de horas comprobarían el resultado final.

Jaque Mate para todos, en especial para Eleanor. Cuando la requisa


nocturna fue finalizada y acompañada de un insípido «Buenas noches»,
Sean Walsh fue liberado de la molesta prisión que el bajo cama le había
brindado.
—Ya no hay moros en la costa, señor Walsh, puede salir cuando le
plazca —lo invitó Vanessa, la emoción imposibilitaba de reacción a
Cameron.
El pobre hombre llevaba más de una hora escondido, y sus músculos,
tensos y agarrotados, lo privaron de la liviandad de movimientos. Se
deslizó por la alfombra hasta que pudo incorporarse por completo.
—¡Dios, siento que a mi cuerpo se le ha sumado una década!
—Pues invierta esa década como corresponde, entonces. —Vanessa
conocía su parte en el juego, era la propiciadora, y a la vez, tenía que ser
su desertora. No existiría intimidad con ella ahí—. Por mi parte,
considerando la compañía que me espera, voy a restar una década a la mía.
Creo que la señorita Grant tiene planeada una noche en vela conmigo.
No tenía intenciones de vagar por la mansión Thomson hasta que
Cameron y Walsh concluyeran con su encuentro, sobre todo porque intuía
que el mismo rozaría el límite del alba. La noticia que Sean estaba por
recibir ameritaba eso. Sin otra alternativa, no le quedaba más que valerse
del cobijo de la habitación de la joven californiana.
—Vanessa, sé buena con Emily. Sin ella...
—Lo sé, lo sé... no tienes que recordármelo. Buenas noches.
Antes de que los abandonara, Sean la detuvo con unas palabras de
humilde compensación:
—Señorita Cleveland, no voy a cansarme de agradecerle esto jamás.
Dígame qué puedo hacer por usted, estoy en deuda...
—Estamos en deuda contigo —lo interrumpió Cameron para entrelazar
su necesidad de retribución a la de él.
—No, no lo están; pero si insiste, señor Walsh, creo que usted puede
hacer algo por mí.
—Lo que sea, dígame.
—Cuando todo esto termine, y el río que los une vuelva a su cauce,
regrese a nuestra tierra llevándose consigo todas sus ideas. Las necesitan.
Se marchó dejando en el aire esa premisa. La expresión utilizada
«nuestra tierra» caló profundo en él. Deseaba retornar al hogar, deseaba
hacerlo con la mujer que amaba y anhelaba en sus brazos.
—Cameron... —rompió el silencio que la señorita Cleveland les regaló
tras la partida.
Y hasta ahí llegaron las palabras, no podía hacer uso de ellas cuando su
cuerpo reclamaba al de Cameron. Semanas, meses sin ella. La dolorosa
sensación que experimentaba ante el hecho de tenerla tan cerca y, a la vez,
lejos le había consumido gran parte de la energía que lo mantenía activo y
cuerdo. Una vocecita interna le susurraba que ya no había más espacio
para la cordura, besarla fue su primer arrebato de locura confeso.
Cameron recibió ese beso con una irrefrenable muestra de deseo, se
abrazó a su cuello, entrelazó los dedos de las manos a su cabello rizado, y
tiró de él cuando lo lengua de Sean la invadió. Gimió entre sus labios,
apretó los senos contra su pecho, y dejó que el calor del cuerpo del hombre
que adoraba con pasión hiciera contacto con la temperatura en ascenso del
suyo.
Los dos se debatían entre el deseo y lo que los había llevado hasta ese
momento. Las manos de Sean cobraron vida, acariciaron el cuello de
Cameron con la única intención de trazar un camino directo a sus
hombros, con un movimiento digno de un prestidigitador apartó la manga
abullonada del vestido para conquistar otra parte de su cuerpo. La piel
expuesta lo convocó, abandonó sus labios para continuar el camino que sus
manos habían delimitado. Un beso, otro, y otro... llegó a destino. Le rozó
el hombro con la punta de la nariz y continuó el sensual juego con el fuego
de sus labios. Como un genio maligno, su masculinidad lo motivaba al
asedio total, y su boca, fácilmente manipulable por el anhelo, descendió en
busca de uno de los tesoros más preciados: el dulce néctar de sus pechos.
La presión de los labios sobre esa zona sensible volvió a colocar sobre
el tapete de los pensamientos de Cameron el secreto que ella albergaba en
el vientre, el secreto que había generado la organización del encuentro.
—¡Sean! —murmuró para convencerse a sí misma de que era
indispensable apagar a la pasión para darle lugar al juicio.
Un juicio mental que fue compartido en silencio por Walsh. Para él
también los motivos eran otros, por supuesto que la deseaba y quería
reclamar la profundidad de su cuerpo como suya, pero eso, en ese instante,
era reemplazado por una causa mayor, la de asegurarse su bienestar.
Batalló contra el fuego de su piel, arrancó de raíz el ansia que hacía
florecer a su virilidad, y se separó de ella.
—Lo siento —Excusarse fue su primer objetivo—. No puedo, no así,
necesito hablar...
—Los dos necesitamos hablar, lo sé. —Le había hecho una promesa a
su amiga, no pospondría más la confesión.
—Te deseo, sabes que te deseo. —Sean se aseguró de que ella
comprendiera el motivo su accionar.
—Y yo a ti...
La declaración los hizo esbozar una leve sonrisa, un gesto que ambos
parecían no realizar con sinceridad desde antes de la muerte de Nala. Su
romance estaba sedimentado con esa pasión, con ese anhelo que jamás
menguaba. Sabían, en sus pechos, en sus cabezas, que eso era eterno, que
podían darse un tiempo más, incluso en esa desesperación. Y esa certeza
era la que los llevaba al reconocimiento del sentimiento que los unía: el
amor.
No se trataba del fuego de la juventud, de la belleza de esos buenos
años, de las necesidades físicas insatisfechas. La necesidad del uno por el
otro los acompañaría siempre, y con esa promesa, se brindaron un poco de
espacio. No demasiado.
La cama de dosel de Cameron era la más cercana a la ventana. La
amplitud a duras penas permitía que cupieran ambos, y eso les dio la
satisfacción de la cercanía.
—Empieza tú —pidió la señorita Madison, sabedora que, sin importar
lo que Sean dijera, su confesión sería la más importante de esa noche.
Walsh se recostó sobre el respaldar y llevó a Cameron con él. A medida
que hablaba, continuaba con la lenta labor de desvestirla. Al fin de
cuentas, Vanessa no había cumplido con la tarea de doncella, y no tenía
por qué someter a la joven al castigo del corsé por más horas de las
necesarias. Él ya conocía ese cuerpo, los recovecos ocultos, se dedicó al
redescubrimiento.
—Tras el partido de criquet, han revisado mi habitación, estoy seguro
de que buscaban el brazalete y la nota a tu nombre —expuso Sean, con
tranquilidad. El suspiro de alivio de Cameron no se correspondía con la
noticia brindada—. ¿Qué sucede?
—El corsé me estaba matando. Continúa —pidió.
—Con las novedades o con mi trabajo de doncella —bromeó él. La
ayudó a incorporarse para terminar de desvestirla—. Ya no hay dudas,
Cameron. Seward es el asesino de Nala.
El silencio fue apremiante, y Walsh terminó con las cintas antes de
obligarla a girar y ahondar en su mirada, en los sentimientos que la
atormentaban luego de oír la conclusión. Cameron sostenía el vestido
desde el pecho, impidiéndole caer. Pero la atención del hombre estaba fija
en los ojos azules de la muchacha, en la acuosa superficie que brillaba
como el mar revuelto en una noche de tormenta.
—¿Cameron?
—Siento paz, Sean —murmuró—, siento paz por Nala, porque al fin
sabemos qué le sucedió. Pero… —Walsh le alzó el mentón para que la
muchacha no se retrajera, no volviera a esconder el dolor. Era esa
sensibilidad, esa empatía, lo que lo había llevado a enamorarse sin
remedio. Estaba harto, más que harto, furioso con aquellos que la
quisieron cambiar. Que sujetaron esa dulzura bajo apretadas cintas y
rígidos corsés. Tía Eleanor, Arnold… la sociedad en su totalidad. Solo
ella, con ese eterno afecto hacia el otro, había podido llegar a su corazón,
lo había salvado de la soledad absoluta a la que se había sometido para no
sufrir. Y si bien el dolor de creerla perdida por poco lo mata, la apatía
anterior a ella hubiera sido un lento y más letal veneno.
—Dime —insistió.
—Pero nunca se hará justicia real, ¿no? Gasira tenía razón, la única
forma de libertad que tenía Nala era la muerte. Es demasiado… es tan…
—Y entonces, la tristeza se volvió furia; el dolor, enojo; la impotencia,
acción. Cameron dejó caer el vestido y, solo con la enagua y la camisola,
desató la ira. No podían hacer ruido, ni gritar, ni romper todo, por lo que
Sean atestiguó el modo en que la muchacha hundió la cabeza en las
almohadas y rugió.
Walsh se acercó a la cama y corrió los castaños cabellos de Cameron
para darle paso al aire y que no se asfixiara. Tras el quiebre, la muchacha
se incorporó y lo miró fijo.
—Sean, lo odio, odio a James Seward, lo odio con todo mi corazón.
Siento, creo…
—Vamos, suéltalo —le ordenó él, con dulzura. La señorita Madison
debía soltar el dolor, debía hacer el duelo por su amiga.
—No quiero que pienses mal de mí —pidió ella—, es que no puedo
evitarlo. Quiero que sufra, que pague con dolor lo que le hizo a Nala.
Jamás sentí tan poca misericordia por alguien.
—¿Pensar mal de ti? —Los labios de Walsh se curvaron en una sonrisa
amorosa, apenas podía contener las emociones en su pecho—, imposible,
mi amor, es lo más humano que te he escuchado decir. Después de
«demonios» —alivianó con una broma que sacó risas del llanto—.
Cameron, cielo, casi pensaba que eras de otro mundo hasta ahora.
—De todos modos, siempre fuiste el único que me trató como a un ser
humano, como a una mujer. No dejes de hacerlo ahora, dime la verdad —
clamó.
—La verdad es que tienes razón, no se hará real justicia. Pero podemos
exponerlo, arruinar su carrera política, sus contactos y aspiraciones. Lo sé,
lo sé —La serenó con un beso—, merece pudrirse en prisión. Lo siento,
Cameron, es demasiado poderoso para eso.
—Y Nala demasiado insignificante, porque si hubiera atacado a tía
Eleanor… ah, seguro que ahí mi padre utilizaba todo lo que tiene para
conseguir que pague —largó con un sarcasmo nacido de la impotencia.
—Sí, Cameron, y lo que tu padre es capaz de hacer es el motivo por el
cual me abstengo de quitarte esas últimas prendas y hacerte el amor.
Antes, debo explicarte por qué estás aquí…
El velo de ingenuidad había sido corrido, nada le impedía ver la
realidad a la señorita Madison, sin cristales que la distorsionaran o
dulcificaran. Por lo que Sean no tuvo que ahondar más, la conclusión salió
de labios de la muchacha:
—Por miedo a que Seward me silencie.
—Debemos considerar que ese es el motivo por el que está aquí. Lo
lamento, Cameron —se disculpó Walsh y abrazó a la joven con fuerza. La
arrastró hasta su regazo, donde ella se aferró a su cuello y escondió la cara
en su pecho—. Yo lo he traído hasta ti. Si me hubiera hecho a un lado, el
plan de tu padre hubiera bastado para protegerte. Mi egoísmo…
—Shhh. —El índice de la señorita Madison se posó en los labios de él,
una vez interrumpida su diatriba, le acarició el carnoso contorno—. A mi
lado es donde siempre debes estar, Sean. Jamás vuelvas a disculparte por
eso. Te amo, te necesito, pero, por sobre todo, debo confesarte algo.
Cuando me fui de Virginia, me llevé una parte de ti…
—¿Además de mi corazón y mi cordura? —preguntó él y se fundió en
un profundo beso. Cameron no evadió la invasión de su boca, fue hondo
con él, en un choque de lenguas, de alientos.
—Sí, además de eso —rectificó y se puso de pie ante él. Buscó en el
baúl la camisola de dormir y volvió a posicionarse delante de sus ojos para
quitarse las prendas que la separaban de la completa desnudez. Walsh la
observaba con solemnidad, su rostro estaba tenso, al igual que su cuerpo,
por un deseo arrollador. Le permitió a Cameron que continuara con la
tortuosa tarea de exponer su piel, de mostrarle un manjar que llevaba
demasiado tiempo sin degustar.
Bastaron apenas unos segundos para que en el cerebro de Sean uniera
las palabras con los hechos. Ante sí, tenía una nueva versión de Cameron.
La confesión de la joven había sido literal, en su vientre llevaba una parte
de él, una que ahora crecía y se evidenciaba.
Las pupilas de Walsh se dilataron, abarcando casi todo el iris celeste.
Apenas podía respirar por las emociones, solo atinó a moverse cuando la
señorita Madison estaba a punto de cubrirse con el camisón.
—No es un sueño ¿verdad? —rogó, desesperado—, no estoy
imaginando esto. No…
—No, no es un sueño —confirmó ella y se acercó para que él la
evaluara. Los senos llenos, el vientre apenas abultado, las caderas que
comenzaban a redondearse un poco más. El cuerpo de Cameron se
ampliaba para darle espacio a esa nueva vida, del mismo modo que el
corazón de Sean lo hacía. Lo sintió desgarrarse, abrirse, romperse, para
reconstruirse en un segundo y hacerse enorme.
—Te amo, Cameron —confesó, y ella por poco se derrite en ese
instante. Ya no necesitaba de palabras, Sean le había demostrado ese
sentimiento con hechos, con la determinación de hallarla al otro lado del
mundo, de recuperarla. Aunque no podía negar que escucharlo era
sinónimo de dicha para ella—. Te amo a ti y a… él o ella —y la sonrisa
fue tan luminosa que bien podría confundirse con un rayo.
—Yo también te amo.
Walsh se catapultó de la cama para abrazarla, besarla y acariciarla. Se
puso de rodillas para depositar besos en su vientre, y luego, para total
frustración de la muchacha, la cubrió con el camisón y la llevó en alzas a
la cama.
—¿Sean? —lo invitó. Él se recostó junto a ella con excesivo cuidado,
casi al límite de caer. Cameron buscó sus besos, pero la delicadeza de
Walsh la impulsaba a la desesperación.
—No debes agotarte. Tienes que cuidarte y descansar. ¡Por Dios! Si es
la madrugada y apenas has dormido por mi culpa. —La arropó y le brindó
su pecho como respaldo.
—Oh, no —se lamentó la muchacha.
—¿Qué? —inquirió Sean, muerto de preocupación—, te he lastimado.
Debería pasarme a la cama de Vanessa, así puedes estar más cómoda y…
—Detente —rio ella—, mi «oh, no» se refería exactamente a esto. Voy
a sufrir lo mismo que Miranda… Los daños colaterales del afecto
masculino.
Walsh no insistió en explicaciones, porque en ese momento su única
prioridad era el bienestar de Cameron. Unos minutos después, cuando la
muchacha ya dormía, comprendió que siempre había sido esa su prioridad,
y que en unos meses serían dos seres a los que amar y proteger. Que Dios
lo ayudara, pues se iba a volver loco. Loco de amor.

Por la mañana, Cameron amaneció presa del desarraigo. Sean había


abandonado la cama y la habitación al alba, sin despertarla. Una sonrisa
pujó de la comisura de sus labios al recordar la reacción sobreprotectora
del señor Walsh… y su confesión de amor.
Se sentía tan repleta de energías que, tras el malestar matutino y las
habituales náuseas, sintió un hambre voraz, una necesidad imperiosa que
solo huevos revueltos y tocino bien cocido podía saciar. Aprovechó que era
temprano en la mañana para no poner gran esmero en su vestimenta. Optó
por un traje de día que llevaba los botones al frente, azul a rayas marineras
que se complementaba con un chaleco, el cual le permitía disimular lo
poco ajustado del corsé, y una camisa de seda blanca con un sencillo lazo
al cuello. Trenzó el cabello y lo sostuvo en un moño bajo con algunas
horquillas, las mismas que utilizó para fijar el pequeño sombrero a juego.
El cambio del malestar por el hambre trajo consigo otra mejoría, su piel
se veía lozana, con color en las mejillas y un brillo saludable. El rugir del
estómago la hizo abandonar la habitación sin más y dirigirse al salón
comedor, donde los sirvientes ya tenían el desayuno listo.
El diáfano día invitaba a salir, la falta de niebla y la brisa colaboraron
con el buen humor de la señorita Madison. Sirvió el plato con ración doble
de comida, aprovechando que nadie la miraba, y se dirigió a la terraza,
donde una de las sirvientas completó el menú con una tetera y un poco de
leche tibia.
—Cameron, ¿despierta tan temprano? —la pregunta llegó desde sus
espaldas. La voz no tan jovial ni alegre provenía de Emily.
—Descansé de maravillas. Supongo que dejar ir semejante carga me ha
ayudado a serenarme. ¿Y tú? Creí que se quedarían hasta el alba
conversando con Vanessa.
—Tuve que simular que me dormía para que se callara de una buena
vez —fue la mordaz respuesta de la californiana que la dejó de piedra. La
señorita Grant optó por un menú lleno de carbohidratos con café en lugar
de té. Cameron comprendió que algo aquejaba a su amiga, algo que estaba
dispuesta a enmudecer con comida.
—Vanessa puede ser muy mordaz —intentó defenderla—, pero he
descubierto que siempre tiene buenas intenciones.
—Pues que las dirija a ti, o a quien sea, pero que a mí me deje en paz.
—Se puso de pie, dejó caer la servilleta, y emprendió una huida por la
terraza en medio de un ataque de nervios. Cameron no tardó en imitarla y
alcanzarla en un par de zancadas. Su felicidad era plena gracias al
sacrificio de la californiana, y el mal humor de la muchacha esa mañana se
debía al favor que le debía, por tal motivo, era su deber compensarla.
—Emily, aguarda —la detuvo en la escalinata que iba a los jardines—,
dime, ¿qué ha ocurrido?
—No lo entenderías, como no lo hace Vanessa. —Los ojos celestes de
la señorita Grant rebalsaron en lágrimas, y se apuró a sorber por la nariz
de modo poco elegante para impedir romper en llanto.
—Ven, vamos a dar un paseo —la invitó Cameron y tomó su brazo.
Echó una última mirada atrás, lamentando los huevos revueltos que habían
quedado en su plato. Realmente tenía un hambre voraz esa mañana—.
¿Qué te ha dicho Vanessa que te puso tan mal?
—Oh, palabras más, palabras menos, que no me haga ilusiones con
Colin… con Lord Webb —se corrigió de inmediato.
—Es importante lo de palabras más y menos, porque la odiosa señorita
Cleveland suele elegirlas con mucho cuidado para dar en el centro, Emily,
y puede que no haya querido decir lo que tú interpretaste. Créeme, probé
su veneno en este tiempo sin ustedes…
—Sabes, no me sorprende que te pongas de su lado. —El desplante
tomó desprevenida a Cameron, que se apuró a rebatir.
—A mí sí me sorprende tu reacción…
—Para ustedes —sollozó Emily al borde del quiebre— es más sencillo.
Solo tienen que elegir al hombre que desean del millón de pretendientes
que tienen a sus pies. Van, con sus figuras esbeltas, sus modales refinados,
sus portes de damas… y zaz… tienen el corazón del hombre que aman. Y
yo… y yo… Mírame, Cameron, soy gorda y vulgar… Al menos, Vanessa
no finge con halagos vacíos, deja de aparentar algo que no eres, esa fue
una de las frases que dijo, dime ¿qué malinterpreté? —y rebuscó en su
pequeño bolso de mano hasta dar con un pañuelo.
La señorita Madison deseó abofetear a Vanessa a la distancia. Tendría
que volver a hablar con ella sobre esos modos, sobre ese cinismo con el
que apagaba la luz de todos a su alrededor. Pero de momento, necesitaba
consolar a Emily, y cumplir el rol de traductora, dejar las buenas
intenciones de la bostoniana y borrar el daño que su lengua viperina
conseguía.
—Emily, cielo, tú no quieres ser como nosotras. ¿Sabes por qué?
Porque no quieres lo que conseguimos nosotras. —Ambas muchachas se
detuvieron en los setos bajo la terraza. Cameron le alzó con delicadeza el
mentón a la señorita Grant para que pudiera ver en sus ojos la sinceridad y
el cariño con lo que decía aquello—. Si fueras como Miranda, osada, algo
caprichosa, impulsiva y con esa altura y cabellos negros, entonces, no te
ganarías el corazón de Lord Webb, sino el de Lord Bridport. Y si fueras
una no-tan-correcta señorita virginiana de cabellos castaños y, no se lo
digas a nadie, en un avanzado estado de gestación, tampoco te ganarías el
corazón de Lord Webb, sino el del señor Walsh. —Cameron le dio un
segundo a Emily para que se limpiara las lágrimas y la nariz—. Todas lo
vemos, querida —prosiguió—, somos testigo del cariño que le tienes a
Lord Webb, pero también observamos otra cosa, tu fijación con Lady
Anne…
La mención de la antigua amante del lord hizo bufar de ira y celos a la
señorita Grant.
—Ya lo ves… Ella es todo belleza, elegancia —se lamentó—. No tiene
que buscar contactos para que las mejores modistas de Londres la vistan,
al contrario, ellas se pelean para que Lady Anne lleve sus vestidos. Todo lo
que se pone lo luce, todos los hombres la adoran… quisiera… quisiera
estar un día en su lugar. Un día…
—¿Lo ves? Eso es lo que quiso decir Vanessa, con ese incisivo modo
venenoso. Emily, una imagen falsa atrae un amor falso, una imagen
verdadera atrae un amor verdadero. Lord Webb no ama a Lady Anne, se
obnubiló un tiempo, y cuando se cansó y entendió lo vacío de la relación,
la dejó. Tú no eres así, tú no quieres eso…
—Quizá sí —musitó—, quizá sí quiera eso, puede que me baste, que
luego… ¡Cameron! —exclamó desesperada. La señorita Madison alzó la
vista, desorientada por la alerta de su amiga.
Una fracción de segundo, a eso se redujo el accidente. Una fracción de
segundo en la que Cameron divisó una maceta de piedra caer sobre ella,
antes de que pudiera reaccionar, Emily la empujaba sobre los setos llenos
de espinas.
—¿Estás bien? —inquirió Emily, asustada—. ¡Ayuda! ¡Socorro! La
señorita Madison se ha lastimado… ¿Cameron? ¡Cameron!
—Estoy bien, o eso creo. —Los restos de maceta estaban a sus pies,
tenía la camisa rota por las espinas y varios raspones le surcaban el
cuerpo. El peor de ellos, en la pierna derecha, donde uno de los fragmentos
del tiesto se había incrustado al romperse.
Los sirvientes se aglomeraron alrededor y se encargaron de llevarla a la
recámara. Lady Thomson no tardó en hacer llamar a un médico, y poner
todo a su disposición.
—¿Necesitas algo, querida? —le preguntó Mariana, estaba muerta de
preocupación.
—Solo un enorme favor, uno que requiere de la más extrema
discreción.
—Mis favores preferidos, dime…
—Entréguele una nota por mí al señor Walsh —solicitó antes de que el
calmante hiciera efecto. Anotó en un trozo de papel que luego dobló en
cuatro:
Sean,
Me pareció ver una sombra en la terraza cuando alcé la
vista, no estoy segura, el susto puede haberme jugado una mala pasada.
Pero no podemos descartar la posibilidad.
Con todo mi amor,
Cameron.
Y tras esas palabras, cayó presa de un sopor del que apenas pudo
recuperarse.
CAPÍTULO 11

El doctor Foster fue en extremo amable con Cameron, tal y como él dijo,
el estado de gestación era información que podía reservarse, siempre y
cuando la joven guardara reposo, y le prescribió un calmante suave que,
aseguró, no dañaría al bebé.
Por ese motivo, la sorpresa y el desconcierto lo golpeó de improvisto al
regresar unos días después y hallar a la señorita Madison en tan mal
estado.
—Por favor, déjenos solos —pidió el médico al ver a la paciente. Una
vez cerraron la puerta, se dirigió a la ventana para hacer circular la
refrescante brisa—. ¿Ha tomado el calmante? ¿Solo eso? ¿No ha probado
con algo más fuerte?
—No, no —respondió Cameron. Se intentó incorporar en la cama y
apenas lo logró—. Solo he tomado el calmante con algo de té esta
mañana…
—Durante el embarazo es normal algo de fatiga, náuseas…
—Lo sé —lo interrumpió la muchacha, presa de un gran temor por la
vida que crecía en su interior. Se tomó el vientre con la mano, en un
intento de asegurarse de que allí seguía todo en orden—, he tenido
malestares matutinos. De hecho, aún los tengo, pero nunca duraron tanto.
Tras beber el té y el jarabe, como siempre, he vomitado… pero, en
general, después ya me siento repuesta.
—Quizá se deba a eso, a que ha expulsado de su organismo el
medicamento. Probaremos con que lo ingiera luego de las náuseas
matutinas, quizá de ese modo… —Parecía poco convencido. La examinó
con cuidado, le tomó la temperatura, observó las heridas, se aseguró de
que ninguna, ni la más pequeña, estuviera infectada, palpó daños internos,
y se marchó tan desconcertado como había llegado.
Luego de su partida, la carabina de señoritas americanas irrumpió en la
habitación con el fin de entretenerla, atender cualquier necesidad; pero
Cameron apenas si se podía mantener despierta por unas horas.
—No lo entiendo, fue un accidente de lo más tonto —se lamentó Emily.
Las lágrimas la asaltaban con frecuencia desde el incidente, se culpaba por
no haber reaccionado lo suficientemente rápido, por haber discutido, por la
distracción que su charla había provocado.
—¿Lo fue? —inquirió Vanessa.
—No podemos acusar sin fundamento —Miranda detuvo las conjeturas
de la señorita Cleveland—, ni siquiera mi título es tan fuerte como para
sostener una habladuría así.
—¡No es una habladuría! Y lo sabes. Ese hombre, ese asesino, puede
ser el próximo presidente de Estados Unidos, ¿lo recuerdas?
—Sí, Vanessa, lo recuerdo. Y perdona si no sigo tu línea de
pensamiento del bien mayor, de las causas y demás, pero en este momento
me preocupa más la salud de mi amiga, que está tan mal que no escucha
esta discusión. ¿Lo ves? Preocúpate por política después —la reprendió
con dureza.
—Pues eso hago…
—Emily —Miranda no deseaba discutir con la bostoniana, en parte,
porque no quería pensar en que su amiga pudiera ser víctima de un
psicópata asesino. Ese temor le trajo otro a la mente, uno que había tenido
de objetivo a su amado y a ella, como daño colateral—, tu madre… tu
madre pudo ayudarme ¿recuerdas?
—Sí, pero no es lo mismo —se lamentó la californiana—, mi madre
entró anoche conmigo a verla, sus heridas no muestran signos de
infección, y el calmante que le dieron es a base de hierbas naturales, todo
es correcto, a menos que…
—A menos ¿qué? —Vanessa ardía de preocupación. A diferencia de
Cameron, su estado febril llegaba hasta las nubes.
—Que sea una reacción alérgica que desconozcamos… El doctor Foster
no cree que sea eso. Aunque…
—¿Aunque? —la instaron Vanessa y Miranda al unísono.
—Quizá me tomen de poco racional, espero no se enfaden.
—Me enfadan tus volteretas —se quejó la señorita Cleveland—, y tus
dudas sobre tus habilidades. Deja de vacilar.
—Mi madre le dijo a Lord Bridport, cuando Miranda estaba mal, que
no dejara la habitación, que comiera allí. El amor espanta a la muerte…
¿No vas a burlarte, Vanessa?
—No. Estás muy sensible, Emily, últimamente. Además, creo que
tienes razón… —Las dos muchachas fijaron sus ojos desorbitados en ella
—. Para mí tal cosa como la magia del amor no existe, pero hay estudios
que hablan del poder de la fe, de las enfermedades del corazón. No hay
pruebas científicas, aún, por eso un buen estudioso no se cierra a la
posibilidad.
—Bueno, señorita estudiosa, dinos cómo podemos traer al señor Walsh
a la habitación de una señorita soltera sin generar un escándalo mil veces
peor.
—No lo hacemos… ¿Acaso no eres tú Lady Escándalo? Supongo que a
Cameron le tendrá que bastar con ser señorita Escándalo. Busquen a
Walsh, yo convenzo a Lady Thomson de que acepte esta locura.
—Al menos admites que es una locura —murmuró Emily antes de salir
en búsqueda del empresario americano.

***
—Bien, puede… puede —remarcó—, que me haya equivocado —dijo
Vanessa cuando Sean Walsh se presentó en la recámara. El hombre estaba
fuera de sí por la preocupación y la desesperación.
Pasaba de caminar como león enjaulado a petrificarse al borde de la
cama con la vista puesta en una inamovible Cameron.
Eleanor estaba hecha una furia, no podía creer que Lady Mariana
estuviera de acuerdo con semejante locura.
—¡Por Dios! Un hombre soltero en la habitación de una señorita —
vociferó.
—Eleanor, querida, estamos todas presentes, y Cameron está
presentable, cubierta. Creo que podemos hacer una excepción.
—¡De ninguna manera! Este hombre no hace más que traer problemas
¡Váyase! —Los vidrios de las ventanas temblaron. Sean dejó el estado de
contemplación por unos segundos para centrarse en la señora De Luca.
Avanzó hacia ella, y la mujer pareció perder parte del valor, de la entereza.
—Señora, ¿qué puede ser lo peor de mi presencia aquí? ¿La reputación
de la señorita Madison? Porque le recuerdo que no hay nada, ¡nada!, que
desee más que casarme con ella. No crea que las formas, las normas, o
cualquier pequeñez puede impedírmelo. —Los ojos celestes de Walsh
chispearon y Eleanor retrocedió, un paso, otro paso, hasta dejarse caer en
la silla del tocador—. El único obstáculo insalvable es la salud de la
señorita Madison, lo único que me impediría hacerla mi esposa. Dígame,
señora De Luca, ¿su voluntad de alejarla de mí es más férrea que el deseo
de verla sanar?
—N…No, por supuesto que no. Quiero que mejore… Solo que su
presencia no ayuda.
—Tampoco empeora —cortó la disputa Lady Thomson—, y creo que
dado el evidente afecto del señor Walsh por la señorita Madison,
prohibirle estar a su lado por un par de normas sociales es de una completa
crueldad.
—Dice eso porque no es su sobrina —la desafió Eleanor. Era la primera
vez que se alzaba en contra de la disposición de Mariana.
—Entonces, solo puedo darle mi palabra de que si, cuando Cameron
mejore, no desea casarse con el señor Walsh, me ocuparé en persona de su
reputación y de encontrarle otro marido…
—¡Esto es una insensatez! —se quejó Miranda e hizo uso del peso de
su título, silenciando a todos los presentes—, no conseguiremos nada
estando todos aquí, en su lecho, como si esperáramos la muerte. Debemos
llamar a otros médicos, la tendríamos que llevar a Londres para que la
revisen.
—El viaje podría ser peor —comentó Lady Thomson, tan impotente
como las demás. Tía Eleanor, en cambio, estaba pálida como el papel. En
su mente solo podía pensar en que Arnold la mataría cuando regresara a
Virginia, y contemplaba la posibilidad de volver a Italia y vivir de lo poco
que le había dejado su matrimonio con De Luca. Cameron no estaba sana y
salva, como le había prometido, ni lejos de Sean Walsh. Y aunque todos
simulaban no ver al elefante blanco en la habitación, el estado avanzado
del embarazo era innegable.
No, no volvería a Virginia, no enfrentaría la furia de su hermano.
—Se ve tan frágil —comentó Emily. Se acercó a la cama para correr los
mechones castaños del rostro de su amiga y develar la palidez de su piel
—, casi tendríamos que ponerte en una caja de cristal —le susurró con
afecto—, como Blanca Nieves. Perdona por la discusión, Cameron, no
quería… —Se lamentó, al fin de cuentas, le había echado en cara la
delicadeza y fragilidad tan propias de una dama, algo que ahora se
remarcaba en su estado de salud.
No se dio cuenta de que su susurro, aunque bajo, era oído por Sean. El
hombre se puso de pie con rapidez, y volvió a su estado de león, solo que
en esa ocasión no había jaula que lo contuviera.
—¿Señor Walsh? —inquirió Vanessa, inquieta—. ¡Señor Walsh!
—La señorita Grant tiene razón… —espetó antes de dejar la habitación.
—¿En qué tiene razón? ¿Emily? —se volteó hacia ella—, ¿qué has
dicho?
—Que… que parecía Blanca Nieves… No lo entiendo, ¿por qué eso
alteraría tanto a…?
—¡Porque la están envenenando! —vociferaron Miranda y Vanessa al
llegar a la misma conclusión que Sean, y se largaron a correr por el pasillo
para detener al empresario. No había que ser un genio para adivinar
adónde lo llevaba su temperamento impulsivo.
—Ellen —ordenó la vizcondesa a una de las criadas—, quédate con la
señorita Madison, no dejes que nadie entre a la habitación y consigue una
maldita rata.
—¿Una rata, milady?
—Para que pruebe todo lo que ingiera la señorita de ahora en más.
Vamos, uno, dos, uno, dos… —y salió de allí en compañía de Emily y
Eleanor. Debían detener a Walsh antes de que hiciera una locura.

***
Miranda y Vanessa llegaron en el mismo instante en que el puño de
Sean cortaba el aire que lo separaba de James Seward. William Witthall lo
sostenía desde la cintura mientras Elliot contenía al político americano.
Varios de los invitados, al igual que el anfitrión, se hallaban en una
amistosa partida de cartas en las terrazas que daban a los jardines frontales
cuando fueron interrumpidos por la furia del empresario. Las acusaciones
que se lanzaban uno al otro carecían de sentido para los testigos, los cuales
solo atinaban a mantenerse al margen de la violencia.
—Señor Walsh, por favor, sea racional —pidió la señorita Cleveland al
llegar junto a él, la corrida por la escalinata la había dejado sin aliento. No
quería complicar más la delicada situación de Cameron. Teniendo el
panorama completo, lo ideal era planear una estrategia sin alertar a
Seward, y eso sería posible solo si Sean se sosegaba.
—¡Maldito desgraciado! No te saldrás con la tuya.
—¿Yo? No puedo creer que tenga el descaro de acusarme, Walsh. Quizá
aquí no lo sepan, o estén dispuestos a hacerse los desentendidos, pero el
único acusado de homicidio fue usted.
Tía Eleanor llegó con las demás mujeres justo en el instante en que el
político de Carolina del Sur largaba la acusación.
—¡Oh, por Dios! Tiene usted razón —se horrorizó la mujer, y Emily, a
su lado, puso los ojos en blanco por semejante necedad. Si bien Eleanor no
conocía las pesquisas que se habían realizado durante ese tiempo, el amor
de Walsh era tan claro como un lago de montaña. Era imposible concluir
que ese hombre fuera capaz de lastimar a Cameron.
—¿De qué hablas, querida? —preguntó Lady Thomson. Otros hombres
se sumaron al intento de sostener al ferroviario, entre ellos, el anfitrión.
—Mi sobrina atestiguó el crimen de una esclava, ella sabía que fue él.
—Señaló al señor Walsh.
—Eso no puede ser posible —la sorpresa golpeó a Mariana, y se mostró
dubitativa por unos segundos. Si bien la señora De Luca no le caía en
gracia, sabía que no era capaz de lanzar acusaciones de esa gravedad a la
ligera.
—No creo que lo sea —intervino el capitán Hobart, quien se presentó
alertado por el alboroto, sus palabras serenaron a la vizcondesa. Confiaba
en el criterio de su viejo amigo—, creo que debemos calmarnos y hablar
como las personas civilizadas que somos.
Estaba muy preocupado por la salud de la señorita Madison, y esa
aprehensión lo había llevado a comprender los sentimientos que albergaba
hacia ella. Se trataba ni más ni menos que una proyección de Camile, el
parecido tanto físico como de carácter. Y ahora, al igual que su esposa, en
la flor de su juventud, sufría de la delicadeza de salud. Aunque no la
amaba, no creía ser capaz de soportar ver cómo se apagaba la luz de su
vida tan pronto.
—No hay espacio para eso, capitán —rebatió Sean y volvió a arremeter
contra su adversario—, es la salud de la señorita Madison la que está en
juego, de ella y de… —se detuvo a tiempo, pero bastó para que Hobart
comprendiera de quién más hablaba Walsh, y confirmar lo que su corazón
le dictaba, que Sean era inocente, un hombre desesperado por perder a la
mujer que amaba y a su hijo.
La pena le quitó parte de la fuerza al empresario, y William pudo al fin
someterlo. Alejarlo de allí. Logró a duras penas arrastrarlo a los sanitarios
para que se refrescara y apagara el fuego de la furia.
Eleanor continuaba exponiendo su versión de los hechos, esa que lo
dejaba al ferroviario como culpable. Los ojos de Seward refulgían
victoriosos, conseguía salirse con la suya. El capitán optó por permanecer
junto al hombre de Carolina del Sur, mantenerse cerca del enemigo, para
ver si así conseguía develar los planes del político y ayudar a esa pareja
que merecía un destino mejor que el suyo.
Miranda buscó el consuelo que solo Elliot podía darle, y juntos, se
alejaron de la terraza hacia la zona del lago, donde Vanessa y Emily
ponían al tanto a Lord Webb sobre los hechos.
—No puedo creer que esto esté sucediendo. El señor Walsh es incapaz
de lastimar a Cameron… —comentó Lady Bridport al grupo.
—Adrede —interrumpió Vanessa, furiosa. William reapareció,
poniendo incómoda a la bostoniana, que optó por ignorarlo.
—¿A qué te refieres?
—A que los hombres enamorados son unos necios, Sean debía cerrar la
maldita boca…
—O retarlo a duelo —propuso Lord Witthall, lo que le granjeó una
mirada de desprecio de la señorita Cleveland—, descarta la lógica del
hombre enamorado, la belleza de la locura…
—No puede estar hablando en serio —discutió la muchacha.
—Por supuesto que sí. Al alba, pistolas o floretes, y así no solo salva a
la dama y hace justicia…
—Deténgase —exigió Vanessa—, nadie va a retar a duelo a nadie, y no
hay nada «romántico» en matarse al alba. Además, nadie pone en tela de
juicio los sentimientos del señor Walsh…
—Bueno, sí —interrumpió Miranda—, Eleanor De Luca.
—La opinión de esa mujer no puede importarme menos. —La llegada
de Sean Walsh puso fin a los cuchicheos—. Gracias, Witthall, por defender
mi honor; pero en esta ocasión debo darle la razón a la señorita Cleveland,
he sido un necio al dejarme llevar por la ira.
—Nadie niega que la señorita Cleveland lleve la razón, solo exponía
que es lo único que lleva, le falta el otro platillo que balancea el espíritu
de un ser humano.
—Gracias por tu apreciación —lo detuvo Elliot, conocedor de los
discursos de Lord Witthall—. Señor Walsh, ¿qué propone? Cuenta con
nosotros, somos sus aliados.
Emily y Lord Webb asintieron, dispuestos a prestar cualquier ayuda
necesaria.
—Debemos conseguir que confiese… —expuso ante ellos—, y tengo
un plan para conseguirlo, pero necesito la ayuda de alguna de las
muchachas solteras.
Lord Bridport se aferró a su esposa, gustoso de saber que no sería ella
quien tuviera que tratar con un posible asesino. La señorita Grant, presa de
la culpa, dio un paso al frente. Vanessa la detuvo.
—Lo haré yo. —Imaginaba de qué se trataba el rol, y se sentía confiada
de poder realizarlo. Miró a Lord Witthall con deleite, de paso, le podría
demostrar a ese loco demente que a ella no le faltaba ningún maldito
platillo.
CAPÍTULO 12

La rata murió a la mañana siguiente.


Ellen agradeció el suceso, pues le daba demasiado asco el bicho que
chillaba en una trampera. Cameron, en cambio, sintió pena por el animal.
En esa ocasión, después del malestar matutino, llegó la calma. La
debilidad estaba presente en ella luego de varios días de no poder ingerir
alimentos, ni retenerlos. Tenía un intenso dolor de cabeza y las tripas le
ardían por la acidez de los jugos gástricos. Estar consciente era un alivio al
igual que un martirio.
—El veneno estaba en el medicamento —confirmó la muchacha cuando
regresó de deshacerse de la rata. Lady Thomson entró tras la doncella y
cerró la puerta para brindar completa intimidad.
—Lo siento, querida, tendrás que tolerar el dolor por tus medios hasta
que llegue el doctor Foster.
—No hay problema por eso, pero… —El dolor le aprisionó la garganta,
y de manera instintiva, Cameron se tomó el vientre.
—Ya nos dirá el médico, no te preocupes antes de tiempo. No puedes
darte el gusto de sumar ni un malestar a la lista que tienes encima.
—¿Se sabe quién ha sido? —preguntó la muchacha. Ellen se acercó con
el desayuno, uno que igualmente había sido degustado por las ratas, y lo
colocó en una mesa de cama. El olor a comida trajo consigo las náuseas, y
Lady Thomson, dejando de lado los roles sociales, le aproximó el cuenco y
le sostuvo el cabello. Luego, con un paño húmedo, se encargó ella misma
de refrescarle la frente.
—El señor Walsh está convencido de que fue James Seward —dijo la
vizcondesa. Cameron consiguió mascar un par de bocados del pan recién
horneado—. Yo no tengo el panorama completo, querida, por lo que no sé
en qué se basa. Pero él, junto a tus amigas, están urdiendo un plan para
probarlo.
La noticia llenó a la señorita Madison de energía.
—¿Qué plan? ¿qué debo hacer?
—¡Descansar! —se enojó Lady Thomson y mostró un temperamento
que solía reservarse para la intimidad—. Cameron, ¡por Dios!, te han
estado envenenado y tú quieres salir de la cama para sumarte a esta
locura…
—Milady… —La tomó del brazo para calmarla—, usted no lo sabe…
—Es claro que no sé nada —siseó la mujer, molesta—, bajo mi propio
techo. Ni siquiera sabía que esperabas un hijo del señor Walsh hasta ayer.
—Lo siento, milady, de veras lo siento mucho. Permítame explicarle —
rogó Cameron, y cuando Mariana asintió, pasó a relatarle la muerte de
Nala, las pesquisas llevadas por el señor Walsh y las conclusiones a las
que habían llegado.
El doctor Foster interrumpió en ese momento, poniendo pausa a la
conversación. Lady Mariana dejó los aposentos y fue junto al grupo de
invitados que se reunía en su salón personal. Las tres señoritas americanas,
secundadas por el capitán Hobart, Lord Bridport, Webb, Witthall y el
mismo señor Walsh delimitaban los pasos a seguir para tenderle una
trampa a Seward.
Cameron lamentó quedar a solas y desconectada del mundo.
—Señorita Madison —saludó Foster—, me alegro de verla mejor. Lady
Thomson me ha comentado lo sucedido, no me alcanzan las palabras para
expresar mi pesar.
El hombre se veía abatido, culposo.
—Doctor, es probable que lo hayan alterado una vez en mi habitación.
No creo que el boticario se preste a tales viles intenciones…
—Espero que no, porque lo conozco de toda la vida y… —Recurrió al
profesionalismo para dejar las inútiles disculpas, en ese momento, tenían
cosas más importantes—. De momento, hasta que no lo analice en detalle,
no podré determinar con qué la han estado envenenando. Le aseguro que le
traeré esa información tan pronto me sea posible.
—Gracias…
—Ahora volveré a revisarla. ¿Ha tenido náuseas, mareos?
—Los habituales —confirmó ella.
—Creo que este pequeño o pequeña le ha salvado la vida, señorita
Madison —comentó el doctor mientras buscaba los latidos del corazón del
bebé—, los malestares matutinos han hecho que expulse gran parte del
veneno ingerido. —No agregó sus miedos. Quien quiera que fuera el autor
de tamaño delito se había asegurado una alta dosis.
Cameron sonrió apenas, llena de amor, antes de decir:
—Tiene sangre Walsh.
—Y al parecer eso es muy bueno. Es un niño fuerte, sus signos vitales
son normales —comprobó con un moderno estetoscopio. El alivio de
Cameron fue palpable en el ambiente, Foster lamentó tener que
desmoralizarla—, sin embargo, hasta que no nazca, señorita Madison, no
podremos descartar otros daños. Esperemos que los análisis en el
compuesto nos arrojen algunas certezas y podamos tranquilizarnos, hasta
entonces, solo nos queda tratar de revertir cualquier daño.
—Lo entiendo —se entristeció ella, aunque mantuvo el espíritu en alto.
Su pequeña Nala Walsh sería una guerrera y saldría vencedora de esa
batalla, estaba segura.
—Hará reposo, alimentación saludable, y me temo, no agregaremos
ningún otro calmante. Tendrá que sanar las heridas del accidente sin
ayuda.
—Puedo con eso —sonrió.
—Entonces, sin más que agregar… —Se puso de pie, y en ese instante,
golpearon la puerta. Lady Thomson ingresó justo a tiempo para impedir
que Foster se marchara.
—¿Todo bien?
—Tan bien como puede ser en estas circunstancias —dijo el doctor.
—¡Gracias a Dios! —y se persignó con la vista al cielo—, ahora,
doctor, debo pedirle un favor enorme.
—El que sea, milady —accedió el hombre, preso de la culpa porque se
hubiera usado su prescripción para envenenar a alguien.
—Cuando se marche de aquí, finja que ha dado malas noticias. Si
puede, coméntele a mi esposo, en voz alta para que los demás escuchen,
que la señorita Madison no pasará las cuarenta y ocho horas.
—¿Por qué? Yo… —dudó.
—Tenemos que proteger a la señorita Madison. Si el asesino sabe que
hemos descubierto su plan, lo intentará por otros medios.
—¡Por supuesto! Tiene usted toda la razón. Cuenten conmigo… milady,
señorita. —Saludó con una reverencia y se marchó a cumplir con su parte.
—¿Lady Mariana? —inquirió Cameron, ansiosa por los detalles.
—Ambas nos salimos con la nuestra, querida. Tu rol en esta farsa es el
de mantenerte en esta habitación, descansar y no salir por nada del mundo.
Solo Ellen podrá entrar, si lo hace otro, simula estar muriendo.
Las náuseas volvieron a ella en ese instante.
—Dudo que me cueste demasiado —y Lady Thomson tuvo que dejar su
título a un lado para acercar el pote a la boca de la señorita Madison.

***

Las aguas de la nobleza británica estaban divididas, y Lord Thomson


debía comportarse como el puente comunicador entre ambos lados. No le
sirvió de mucho, gran parte de los lores optaron por la sabia decisión de
marcharse: asesinos y asesinatos, ratas y mujeres al borde de la muerte.
¡Demasiado! La vida de Londres, con contaminación incluida, era más
saludable que la experiencia que se estaba viviendo en Sameville.
Los menos extremistas y más racionales se mantuvieron abiertos a las
explicaciones dadas por los anfitriones y al disfrute que, gracias a la
incómoda situación, alcanzaba límites insospechados. Sin duda, los
arriesgados no solo se deleitaban con más lujos y atenciones de las
esperadas, también gozaban del mejor nivel de cotilleo internacional.
La señorita Cleveland llevaba unos días siendo una partícipe activa de
las conversaciones; por un lado, se encontraban el capitán Hobart, Walsh,
Lord Witthall, Bridport y Colin Webb, y como era de esperarse, junto a
ellos, las señoritas americanas. Por el otro, Seward, los Reed, los
Eccleston —con su numerosa familia—, Eleanor, y un Lord Sutcliff que se
sumaba al rol de mediador de Thomson. Mientras tanto, Sir Johnson
contemplaba todo desde la distancia, posiblemente, lo acontecido se le
presentaba como un claro ejemplo de estudio antropológico, y el hombre
no quería perderse ningún detalle ni manifestar posición alguna. Lo único
llamativo del asunto era el comportamiento de su pupila, podía oler las
intenciones de la señorita Vanessa a kilómetros de distancia y eso le
otorgaba una dosis prometedora al posible resultado del análisis. No era un
hombre dado a las apuestas, pero de serlo, en ese instante hubiese apostado
la mitad de su renta anual a que las intenciones de la joven iban dirigidas a
un hombre en particular: James Seward. Era cuestión de tiempo...
Lo que era por demás obvio para Sir Johnson no lo fue para los demás,
en especial para Seward. El acercamiento de Vanessa fue tan sutil y
organizado que él lo sintió por completo natural y sincero. Es más, se
sentía complacido con la posible nueva amistad, solo contaba con una
aliada americana, Eleanor, sus coterráneos presentes lo atacaban decididos
a expropiar su título de víctima recién adquirido.
Como era habitual a esas horas de la mañana, los invitados disfrutaban
de una charla para justificar el consumo de tentempiés previos al
almuerzo; la terraza, esa que era la antesala a los jardines centrales, fue el
espacio elegido por la mayoría. La interacción de Vanessa ya era parte de
lo cotidiano, cuando la señorita Cleveland lo deseaba, sus dotes sociales
emergían a la superficie.
—Señor Seward —se valió de un susurro, recurso perfecto para que él
cayera en la trampa de una confidencialidad que no pretendía ser tal—,
¿cómo se encuentra en el día de hoy? —Desplegó el abanico para dar
énfasis a la actuación. La mitad de su rostro se vio resguardado.
—Luchando contra las adversidades, señorita Cleveland. —Era un
maestro en el arte de la manipulación y la victimización, dos
características indispensables que todo político debía poseer—. ¿Usted,
señorita Cleveland?
—Dado el reciente rumor... —hizo una pausa para generar la inquietud
requerida—, mejor.
—¿A qué se refiere? —La intención de confidencia creció en Seward,
llevó el grave tono de su voz a un murmullo apenas audible para el
alrededor.
—A la señorita Madison ¿a quién más?
—Prefiero no hablar de ella, al parecer es un tema sensible.
Si otras fueran las circunstancias y las intenciones, Vanessa hubiese
jugado sus cartas comunes, esas que destilaban veneno; en este caso no
podía, tenía que morderse los labios a fin de atraer a la presa, no
ahuyentarla.
—Verdad... verdad, lo es —fingió hartazgo. Resopló—. Como si no
existiesen asuntos más importantes en el presente. —Requería de la falsa
empatía para llegar a él—. Por si le interesa, yo tengo información igual
de sensible para usted —fue directa para provocar una respuesta directa.
Lo dicho cumplió con su cometido, James se llamó al silencio para
analizar lo oído. Los ojos del hombre la evaluaron de reojo. Para Vanessa
no fue necesario generar más clima, había logrado el efecto que se había
propuesto, solo restaba la salida triunfal.
—No es apropiado que nos vean hablando juntos... ni compartir la
información que poseo con ciertos individuos. —El desdén que acompañó
a esas últimas palabras fue bien recibido por Seward, un dejo de sonrisa se
dibujó en sus labios—. Si a usted le interesa, en quince minutos lo espero
junto a la laguna, ahí podremos hablar como corresponde.
Darle la posibilidad a dudas o preguntas no estaba en los planes de
Vanessa. Giró sobre los talones con delicadeza, y se alejó del grupo lo más
que pudo. Cuando estuvo a unos cuantos metros de distancia, se volvió
hacia él. Seward había cambiado de posición para observarla, la siguió en
cada paso y cuando esta se volteó, el intercambio de miradas fue la
confirmación de lo hablado. Vanessa lo supo, él iría al encuentro.

Por puro deleite personal, los quince minutos indicados se


transformaron en veinte, el factor «deseo» debía mantenerse, al fin y al
cabo, aunque no existiesen propósitos amorosos de por medio, debía
valerse de sus estrategias femeninas.
Seward esperaba en la arcada principal del puente, lucía tranquilo pero
intrigado. Vanessa fue silenciosa.
—Siento haberlo hecho esperar —así irrumpió en el momento
contemplativo del hombre—. Tuve que escabullirme con mucha destreza,
los paseos en solitario no están bien vistos.
—Tiene razón, me he dejado guiar por la intriga y no he puesto en
perspectiva las posibles consecuencias para usted. No es adecuado que la
vean conmigo en… en estas circunstancias de intimidad, señorita
Cleveland. No quiero poner en riesgo su reputación.
James Seward era un asesino sin escrúpulos, ya estaba más que claro,
pero por lo visto, eso no le restaba nada a su caballerosidad.
—No se preocupe, señor Seward, sé que mi reputación está a salvo con
usted. —El mensaje oculto de lo dicho exponía la opinión de ella sobre su
persona. Una opinión falaz que solo debía creer él—. Además, me importa
muy poco lo que los británicos puedan opinar... la varilla con la que ellos
miden su moral dista por completo de la nuestra. ¿No lo cree así? —Lo
motivó a relajarse, a expresarse con liviandad.
—Creo muchas cosas, y la mayoría de ellas es mejor mantenerlas en
secreto, el silencio es el mejor aliado del hombre.
Ella era puro veneno, se lo habían dicho un centenar de veces; pero ahí,
la única víbora era él.
—Coincido con usted, por desgracia, muy pocas mujeres logran
comprender la naturaleza de ese concepto. —Lo tomó del brazo para
abandonar la posición alejada que le otorgaba el centro del puente—.
Venga, tomemos resguardo cerca de los árboles, siento que estamos muy
expuestos aquí.
Sin que él fuese consciente de la jugarreta, lo ubicó en el punto pactado,
ese lugar les aseguraría a los demás una tranquila presencia en las
sombras, y una distancia correcta para oír la conversación sin
inconvenientes. Cuando se detuvieron, Seward demostró que no era un
niño de pecho, que era más hábil de lo que se pensaba.
—Señorita Cleveland...
—Vanessa —lo cortó en seco—, llámeme Vanessa.
—Como guste, Vanessa, voy a ser claro con usted, conozco a su padre y
sus ansias de disertación constantes. —El hombre no pretendía dar vueltas
sobre el asunto, quería ser expeditivo—. Por favor, si esa es su intención,
le sugiero que sea breve. Esto no es conveniente para ninguno de los dos.
—En eso se equivoca... —Era el momento de atacar, de lo contrario,
perdería a su presa—. Si lo que pretende es seguir en carrera a la
presidencia, esto es lo único conveniente, señor Seward. Yo soy lo único
conveniente para usted.
Dio en el blanco, los ojos de Seward la evaluaron con inquieto interés.
—De ser así, exponga lo que tenga para decir.
—Usted y yo sabemos muy bien que Sean Walsh no mató a esa esclava.
—¿Y cómo ha llegado usted a esa conclusión, si se puede saber? —
Mantenía una calma exasperante.
Vanessa debió luchar con las irrefrenables ganas de abofetearlo. Lo
detestaba más a cada segundo. Los hombres como Seward siempre se
salían con la suya porque siempre había personas dispuestas a hacer la
vista a un lado. No esta vez. No con ella en el medio.
—Su presencia lo confirma. Su presencia es su peor confesión, señor
Seward.
Él estalló en una carcajada, unos sutiles matices nerviosos vibraron en
su garganta.
—Hasta aquí llegó nuestra conversación... lo que tenga para decir, no
me interesa, señorita Cleveland —dijo a modo de certera despedida.
Seward era un hueso duro de roer. Lo detuvo tomándolo del brazo, no
iba a permitir su partida.
—James, no estoy aquí para juzgarlo. Conozco la historia detrás de la
esclava muerta, y la conozco de la boca de la misma Cameron ¡Muchacha
con menos juicio que ella no existe!—Apeló a todo el dramatismo posible
— Sabe, a mí me subieron a un maldito barco, me hicieron cruzar el
condenado océano por un marido que yo no he pedido, y como si eso no
fuese ya suficiente tortura, esta estúpida aventura me ha obligado a
relacionarme con jóvenes insulsas que saben muy poco de la realidad de
nuestro país y pujan por derechos ajenos sin medir las consecuencias. —
La pasión que logró colocar en cada palabra despertó la atención y la
entrega total del hombre que estaba frente a ella—. Ansío regresar a mi
hogar, y cuando lo haga, quiero regresar sabiendo que conserva su
grandeza —Eso fue una melodía para los oídos de Seward, Vanessa pudo
ver el brillo en sus ojos—, algo que no va a suceder si permitimos que ese
pensamiento republicano se siga esparciendo como una endemoniada
enfermedad.
La observó, se deleitó con ella. La belleza de la bostoniana, combinada
con ese temperamento tan pasional, despertaba sensaciones inesperadas en
el hombre, entre ellas, la confianza.
—Su padre cometió un error al enviarla aquí, con estos malditos
nobles, nuestra nación necesita de mujeres como usted.
—Lo sé, por eso estoy aquí, cumpliendo con mi rol de ciudadana.
Déjeme ayudarlo, si ellos están dispuestos a ensuciar su nombre, yo estoy
dispuesta a hacer lo contrario.
—¿Qué propone?
Finalmente se entregaba a ella, caía en su red, si tejía bien su telaraña,
el éxito sería de Vanessa.
—He oído a hablar a Sean Walsh sobre un brazalete... un brazalete que
lo puede comprometer.
—¿Él tiene ese brazalete? ¿Lo trajo consigo? —Vanessa dijo la palabra
clave, y el nerviosismo oculto en Seward se manifestó en su voz.
—Sí, lo tiene con él. Y no solo eso, también ha conseguido rastrear el
origen del mismo, sabe que la joya proviene de una orfebrería en Carolina
del Sur.
Los nervios crecieron y se expandieron por todo el cuerpo de Seward.
—¡Maldición! —masculló furioso por lo bajo.
—Pero no se preocupe —dijo Vanessa tomándolo de los hombros para
tranquilizarlo, estaba comprometida con su papel—, esa joya es lo que
menos debe importarnos. —Utilizó el plural para fortalecer el recién
nacido vínculo—. Podemos alegar que la esclava se lo robó... se lo robó
esa noche, que usted lo había llevado como obsequio para Cameron, al fin
de cuentas, por lo que sé, la idea era que usted le propusiera matrimonio
¿no es así?
Seward quedó maravillado por la agilidad de pensamiento de la
muchacha, el argumento era perfecto.
—Tiene razón, de todas maneras, me gustaría recuperarlo —propuso él,
sabedor de que ella lo ayudaría.
—Y lo haremos, aunque creo que, de momento, no es lo más
importante... Cameron tiene una historia contundente a su favor, al
parecer, la maldita esclava era «su amiga». —Colocó una gran dosis de
desprecio en lo último—. Creo que su discurso puede ser peor que la joya
en sí.
—Por supuesto que puede ser peor, ¿por qué se piensa que estoy aquí?
Vanessa no pudo evitar sonreír, saboreaba la victoria.
—¿Por qué sonríe?
Las emociones le jugaron una mala pasada, casi que la ponen en
evidencia. Por suerte, el intelecto vivaz de la joven de Boston requirió de
un par de segundos para volver al ataque.
—Porque me agrada, señor Seward. Porque confirmo que es la clase de
hombre que nuestro país requiere. Podría haber enviado a cualquier otro,
pero no… el que está aquí es usted.
—Con el tiempo he aprendido que, si uno quiere que las cosas se llevan
a cabo de determinada manera, debe asegurarse de las mismas en persona.
—¿Y ya ha pensado cómo solucionar el incordio que la señorita
Madison es?
—¿Usted qué cree?
—Creo que la suerte ha estado de su lado —Era el momento del ataque
definitivo—, y si la misma nos continúa acompañando, si la salud de
Cameron sigue empeorando, dejará de ser una piedra en su camino.
En esa oportunidad, el que sonrió fue él.
—Por supuesto que nos va a seguir acompañando, confíe en mí.
—Confío... —fingió desconcierto—. Pero no lo entiendo.
—Bueno, seré más claro entonces. No existe tal cosa como la suerte, y
la salud de la señorita Madison no va a mejorar.
—¿Cómo lo sabe? Sé que corren los rumores de que ella no se
encuentra bien, pero de ahí a presuponer que no va a mejorar es...
—Yo me he encargado de eso —la interrumpió con aires de gloria.
—¿Qué quiere decir? ¡No me deje así, con la incógnita!
—He adulterado su medicamento con arsénico —volvió a sonreír.
—¡Magistral, señor Seward! —festejó—. Supongo que solo descubrirán
el veneno si analizan el medicamento.
—Exacto, por fuera de eso... no podrán rastrearlo, la muerte de la
señorita Cameron será un triste e inesperado desenlace, nada más que eso.
—¿Y Walsh? Porque con brazalete o sin brazalete, me atrevo a decir
que ya está al tanto de la misma información.
—Me encargaré de Sean Walsh a su tiempo... de algo puede estar
segura, no regresará a América con vida.
Abofetearlo era poco. No podía siquiera mirarlo ya, tenía deseos de
ahorcarlo con la fuerza de sus manos. Nunca antes había sentido tanto
desprecio y odio hacia alguien. Le puso un fin a la treta. Ya tenían lo que
había ido a buscar.
—¡Ha oído eso, Señor Walsh! —alzó la voz sin apartar la mirada de los
ojos de Seward.
El cuerpo de Sean Walsh se dibujó entre los árboles.
—Sí, señorita Cleveland, he oído a la perfección. ¡Gracias!
Seward se quebró en carcajadas al comprender la gran puesta en escena
que habían urdido para él.
—¡Por todos los cielos! Creen que esto me afecta en algo, una vez más,
es la palabra de ustedes dos, contra la mía.
—No, maldito canalla, es tu palabra contra la de todos nosotros.
Quién ríe último, ríe mejor. Y en esa ocasión, Sean Walsh lo hizo. A él
se le sumaron Hobart, Lord Bridport, Lord Witthall y Colin Webb.
—Capitán Hobart, le cedo la palabra. —Sean lo invitó a participar del
épico instante.
—Con mucho gusto, señor Walsh.
A paso firme avanzó hasta llegar a ellos. Compartía con la señorita
Cleveland el deseo de ahorcar al hombre. Se contuvo porque sabía que el
destino que tendría sería peor que el que sus manos podrían darle.
—¡Soy un reconocido político de los Estados Unidos de América! —
gritó como si su cargo fuese suficiente para limpiarlo de las culpas— ¡No
se atreva a ponerme una mano encima!
—Señor Seward, por si no se dio cuenta, está muy lejos de casa. —
Charles Hobart fue solemne en palabras y acción. Todo él era sinónimo de
rectitud y poderío— ¡Bienvenido a tierras británicas! Lugar en donde nos
tomamos muy en serio los intentos de homicidio.
CAPÍTULO 13

La palabra de un Capitán de la Armada era tomada muy en serio por las


fuerzas de la ley británicas, más aún si ese capitán era Charles E. Hobart,
con vinculaciones diplomáticas a lo largo del continente y una directa
relación con la mismísima Reina Victoria.
El destino de James Seward no era prometedor, pasaría un largo tiempo
a la sombra en una prisión londinense hasta que fuese juzgado por su doble
intento de homicidio; por desgracia, la muerte de la joven esclava estaba
muy lejos de la jurisdicción de Inglaterra.
La salud de Cameron había ascendido dos peldaños en la escalera de la
recuperación gracias a la noticia recibida. Por fin podía sentirse libre de
respirar, ya no había sombras a su alrededor. A pesar de ello, el reposo era
algo que se extendería por unos cuantos días.
—Sé que esto tal vez tenga sabor a poco... —Vanessa no estaba
complacida con lo oído, le deseaba a Seward la peor de las condenas. Para
ella, el ojo por ojo diente por diente era la justicia acorde para el hombre.
—¿Sabor a poco? Por favor, estuve a punto de perder la esperanza,
pensé que iba a salirse con la suya. —La inocencia de Cameron se
recuperaba al igual que su salud—. De manera directa o indirecta, pagará
por lo que le hizo a Nala.
—¡Pagará por lo que te hizo a ti! Esa es la triste realidad, la muerte de
esa muchacha solo será una anécdota más para él. —Compartía la furia de
la injusticia con Cameron.
—Ya lo sé. Llevo albergando ese pensamiento en mi mente desde su
muerte... y vuelvo a repetir, de una u otra manera, pagará.
—Supongo. Creo que lo peor que le puede suceder a un hombre como
Seward es la exclusión social.
—Y perder su renombre —agregó Cameron—. Lo que aquí ocurrió no
tardará en llegar a nuestro país.
—Dalo por hecho, Lord Thomson y Charles Hobart se están encargando
de difundir la información con las personas correctas. ¡No quisiera ser un
Seward en este momento!
Intentaron sonreír, no pudieron. Los suspiros invadieron la habitación
ante el reconocimiento de que eran mujeres sobreviviendo en un mundo de
hombres, relegadas al lugar que ellos le permitieran tener.
—A propósito... —Cameron atravesó el repentino silencio—. Me he
olvidado de un detalle importante. —El ceño de Vanessa se frunció. —. No
te he dado las gracias.
Los ojos de la señorita Cleveland giraron dentro de sus órbitas, su
trasero bailó inquieto sobre la silla, parecía sufrir de algún tipo de ataque
alérgico, uno muy particular que reaccionaba solo ante la palabra
«gracias».
—¡Aggg, ya hemos hablado de esta costumbre tuya de agradecerme!
Me fastidia.
—¿Qué no te fastidia a ti? —Vanessa sonrió—. Como sea, gracias. Sin
ti, esto no hubiese sido posible. —Tomó sus manos entre las de ellas—. No
solo estuviste aquí para mí, sino que también me ayudaste a abrir los ojos.
Señorita Cleveland, aunque no lo quiera aceptar, es usted una muchacha...
—Buscó una palabra que la definiera por quién era en verdad y que, a la
vez, la provocara— ¡encantadora!
—¡Por todos los cielos, que la boca se te haga a un lado! Te confundes
de señorita americana... te estás refiriendo a Emily o, en su defecto, a
Miranda. En lo que a mí respecta, te equivocas, si hice lo que hice fue por
puro aburrimiento... mis opciones eran: bordar, cotillear o formar parte de
la secreta investigación de un crimen racial con connotaciones políticas.
Cameron no pudo más que reír, Vanessa se sumó a sus risas.
—No sé si es correcto reír después de todo lo sucedido. —La
conciencia analítica atacaba a Cameron.
—Tú más que nadie merece reír, no olvides que fuiste una víctima más
aquí.
—Lo sé... ¿sabes qué es lo peor?
—¿Qué?
—Que descubrí que he sido una víctima toda mi vida...
El ingreso de Eleanor escenificó lo dicho; tras ella se hizo presente
Lady Mariana. La vizcondesa le pisaba los talones a la mujer, pretendía
evitar los roces que surgían cuando tía y sobrina se encontraban en la
misma habitación.
Vanessa abandonó la comodidad de la silla para marcharse, no toleraba
respirar el mismo aire que la señora De Luca. Antes de hacerlo, susurró
unas palabras de despedida al oído de Cameron:
—Este es el momento... deja de ser la víctima, deja de ser «su» víctima.
Se despidió de las presentes y, previo a su salida, intercambió un par de
miradas con la anfitriona de la casa, quería marcharse sabiendo que la
dejaba bajo el cuidado de alguien más.
Eleanor fue directo a la bandeja de comida para comprobar el avance de
su apetito. La preocupación y el cariño quedaron anclados en el umbral de
la puerta.
—Veo que comiste... ¿tu malestar ha menguado?
—No del todo, pero tal como me sugirió el doctor, me obligo a comer.
—Debía pensar, alimentarse y sanar por dos.
—Mejor, necesitas recuperarte así podemos poner un océano de por
medio en este escándalo.
—¡¿Qué?! —Lady Marianda y Cameron reaccionaron al unísono.
—Lo que has oído. —Primero se dirigió a su sobrina—. Ni bien te
encuentres en condiciones, nos marchamos de aquí. —Una vez dicho eso,
relajó la expresión tensa de su rostro para expresarse ante la vizcondesa—.
Lady Thomson, ya hemos abusado demasiado de su hospitalidad, creo que
es hora de partir...
—¡No! ¡No pienso marcharme contigo! —Fue un grito de socorro.
Cameron invirtió la dosis de fuerza recuperada en esa proclamación.
Lady Mariana desempeño más que su rol social, puso en práctica la
tarea que ella misma se había encomendado desde que la joven americana
se había refugiado bajo su ala, y eso involucraba la discreta intención de
velar por su bienestar.
—No me parece que estemos ante una situación de querer aquí, sino de
poder, y no creo que la señorita Madison pueda emprender un viaje en su
estado actual.
—¡Pues tendrá que hacerlo! —La mirada de Eleanor era esquiva, se
escapaba de los ojos de la vizcondesa.
Cameron, por su parte, la atravesaba en evidente búsqueda de ayuda y
sostén.
—Lo consultaremos con el doctor Foster...
—No, lo siento, Lady Mariana —la interrumpió con un descaro nunca
antes expresado—. La decisión ya he sido tomada.
Esa actitud inesperada puso en auténtico desconcierto a la anfitriona de
la casa. La verdadera Eleanor De Luca afloraba, le agradaba conocerla a
rostro limpio, sin complacencia y falsas sonrisas.
—¡No pienso marcharme de aquí sin Sean!
—Buena suerte con eso, porque yo no voy a permitirlo.
La batalla pospuesta desde hacía semanas, finalmente, daba inicio.
Eleanor se había preparado para este desenlace, uno impuesto con
antelación y a la distancia. Cumpliría con el pedido de su hermano.
Cameron apartó las sábanas para levantarse de la cama, quería igualarse
en condiciones con su tía, mirarla a los ojos sin sentirse pequeña ni
inferior. Cuando sus pies hicieron contacto con el piso, se tambaleó, estaba
débil, y los mareos seguían haciendo de las suyas en ella. Lady Thomson
la sostuvo por los hombros.
—Por favor, querida, regresa a la cama. —La angustia que adornó su
voz hacía gala de una sincera preocupación. La guio de nuevo al colchón y
acomodó sus piernas a lo largo—. Ya habrá tiempo para conversaciones de
este estilo... de momento, no.
—¡De momento, sí! Si piensas que voy a permitir que esto... —dijo
Eleanor señalando con desprecio su vientre— le juegue a favor al señor
Walsh...
Lady Mariana se mordió los labios, debía mantenerse al margen, estaba
ahí por Cameron, para cualquier cosa o rescate que la joven necesitara,
pero tía y sobrina debía de limar sus asperezas.
—¡Esto es su hijo, tía! ¡Entiéndelo de una vez, estoy esperando un hijo
de Sean Walsh!
—Estás esperando un hijo, punto final. Encontraremos la forma de que
ese niño venga al mundo cuando estemos en casa.
Hasta ahí llegaron las posibles asperezas, Lady Thomson estalló,
llevaba semanas tolerando a esa detestable mujer.
—¿Perdón? ¿Qué pretendes decir con eso, Eleanor? Me parece que he
entendido mal. —La vizcondesa tenía ganas de arrancarse el título
nobiliario que ya se había tatuado en su piel, para ir hacia la mujer y
abofetearla hasta el cansancio.
—Dudo que no me haya entendido, Lady Mariana... Lo que vinimos a
hacer aquí ya no va a poder ser. Nadie va a casarse con una mujer preñada.
—No la interrumpieron, Eleanor se mostraba tal cual era, y las dos
necesitaban conocerla—. Regresaremos a nuestra tierra, alegaremos algún
problema de salud que requiera de reclusión, parirá el niño que tiene en su
vientre y luego... luego, tal vez, podremos encauzar su vida.
No importaba la maldad del mundo, la inocencia de Cameron siempre
hallaba la manera de mantenerse viva, era parte de ella, y esa parte se
había aferrado a la idea de que Eleanor De Luca no era lo que demostraba
ser, dentro de ella también debía de existir amor y compasión.
Pero no… la mujer era eso que mostraba y más, era peor.
Los ojos de Cameron se llenaron de lágrimas. Tantas veces había
deseado encontrar en ella un pequeño fragmento de la madre que había
perdido. Tantas veces...
—Todo eso, Eleanor... —Lady Thomson sintió la tristeza de la joven y
se le estrujó el corazón. La pobrecilla estaba sola, y el único hombre que
había hecho lo posible para alejar esa soledad de ella era expulsado de su
vida por simple placer—. ¿Todo eso estás dispuesta a llevar a cabo solo
para que Sean Walsh no se convierta en su esposo?
—Mi hermano así lo desea.
No tenía más argumento que ese, cuando se oía, reconocía el rabioso
sentimiento que la movía. Eleanor no conocía la felicidad, y aborrecía a su
sobrina, una chiquilla consentida que la había experimentado de la mano
de una madre afectuosa, algo que a ella se le había negado. Cuando
pensaba en retrospectiva y ponía sobre la mesa evaluadora la vida de
ambas, ella perdía, y esa maldita chiquilla ganaba. Verla llorar la
reconfortó.
—¿Y tú haces todo lo que tu hermano desea sin poner una gota de tu
propio análisis en juego? —Lady Thomson traía consigo una historia con
matices grises, su ingreso al mundo de la nobleza no había sido para nada
sencillo, debió de cargar con un escudo para no salir dañada, y lo hizo, lo
consiguió, nada la atravesó, se mantuvo intacta, auténtica y fuerte. A pesar
de ello, no olvidaba, y Eleanor le recordaba ese pasado.
—Sí, confío en el juicio de Arnold.
—¿El juicio de Arnold? Ese mismo que consideró más correcto casar a
su hija con un auténtico asesino. ¿A ese juicio te refieres, Eleanor? —El
enojo latía en la garganta de la mujer.
—El señor Seward... —De nuevo, Eleanor pretendía escupir un estúpido
argumento más.
—El señor Seward, ¿qué? —Cameron regresó en sí. Le puso fin al
duelo sentimental, erradicaba a Eleanor De Luca de su corazón, no se
merecía lugar alguno—. ¿Acaso piensas utilizar algún absurdo comentario
para justificarlo? Porque de ser así, te recomiendo el silencio, tía.
—¡Mocosa, ¿quién te crees que eres para silenciarme?!
—No te está silenciando, Eleanor... la bravuconería no es propia de tu
sobrina, deberías saberlo a estas alturas. Como sea, yo consideraría su
recomendación; si te soy sincera, tu voz comienza a irritarme, y no le
encuentro mucho sentido a lo que dices. ¡Es más, estoy llegando a pensar
que no estás en tus cabales!
—Al parecer, soy la única que conserva la razón, Sean Walsh… El
señor Walsh… —y con ese balbuceo puso en juego su ignorancia, la pieza
que le daría a Cameron el triunfo.
—El señor Walsh, ¿qué, tía? Vamos, dilo. —La señorita Madison hizo
una elocuente pausa antes de proseguir—. No lo sabes. No sabes por qué
mi padre lo odia o desprecia, no sabes por qué debes impedir este
matrimonio, ni siquiera sabes cuál es tu maldito lugar en el mundo.
—¡Cameron! ¿Qué es esa forma de hablar?
—La única forma que tengo de ser oída. Sigues la orden de mi padre sin
pensar, porque te aterra pensar. Estás resentida por la inferioridad que te
hizo sentir, a la vez que le das la razón al no mostrar un verdadero
carácter. Pues bien, tía, mi padre no odia a Sean Walsh, solo lo considera
un mal negocio. Como me consideró a mí, tras la muerte de Nala, un mal
negocio…
—¡Tu padre te ha dado todo!
—Me ha dado una bonita jaula, es cierto. ¿Y sabes qué más? Ha
intentado salvarme la vida, a su manera. Y eso, tía, te molesta, te irrita,
porque es más de lo que tus padres han hecho por ti. Disfrutas de la idea de
que me manden lejos, que me casen con un hombre que apenas conozco…
deseas que tenga tu mísera vida. —El cachetazo de Eleanor no consiguió
más que enrojecer apenas la mejilla izquierda de Cameron. Lady Thomson
se interpuso para impedir más violencia física, pero no se opondría a la
joven Madison hasta que no dijera todo lo que tenía que decir. Ese era otro
veneno que debía expulsar, que la estaba matando lentamente hace años.
—Sin mi permiso no puedes casarte… —amenazó la señora De Luca.
Utilizó su última carta, y perdió. Perdió ante la nueva visión del mundo
que azotaba a Cameron. Había aprendido la lección que Londres le había
brindado: negocios, poder y escándalo.
—Pero me darás tu permiso. De otro modo, harás un muy mal negocio
en nombre de mi padre.
—¿De qué hablas? —la pregunta de Eleanor resonó en los oídos de
Lady Thomson y despertó la curiosidad de la vizcondesa. Al fin de cuenta,
esas señoritas americanas no paraban de sorprenderla con sus planes.
—Hablo de un escándalo mayor que el de James Seward, hablo de ir a
juicio. Este es un mundo de hombres, tía, y tú no has aprendido la lección,
yo sí. Mi hijo es de Sean, le pertenece, como yo le pertenezco a mi padre.
Lo puede reclamar en una corte, lo cual implica exponerme a mí en ella,
declarar mi amorío, cuántas veces he compartido el lecho con mi amado,
cada ínfimo detalle de nuestra intimidad será declarado ante muchos oídos
y bocas que lo harán correr…
—¡Estás loca! Quedarás como una, una…
—Una fulana. La hija de Arnold Madison y sobrina de Eleanor De Luca
será una fulana.
—Yo… no… no te saldrás… —El tartamudeo parecía ser aviso de un
ictus. La mujer estaba a punto de desmayarse ante la osadía de su sobrina,
ante las amenazas de arruinarlos a todos.
—Y si por un momento crees que ese escándalo alejará a Sean de mi
lado, permíteme hundir aún más el dedo en la llaga. —Avanzó un par de
pasos, débiles de fuerza física, firmes de espíritu—. No se irá, porque me
ama, a mí y a su hijo. Y esa, tía, es mi carta vencedora… Piénsalo, porque
ahora, además del amor del señor Walsh, tengo amigos que me aprecian, y
algunos muy poderosos. El capitán Hobart, Lady Bridport…
—Lady Thomson —se sumó la vizcondesa con una sonrisa triunfal—.
Podemos llevar el caso a la misma reina Victoria. La mujer le tiene un
gran cariño a Charles…
Eleanor De Luca se dejó caer, rendida, en el taburete del tocador. No
había nada más que agregar, Cameron tenía razón, eran negocios para
Arnold. Había deseado que su hija fuera la primera dama de los Estados
Unidos, pero si ahora se negaba al cambio de panorama, perdería no solo
la influencia en América, sino también, los potenciales contactos en
Inglaterra.
Su hermano era listo, conseguiría dar vuelta su versión, jugar el papel
de padre preocupado y el de ciudadano comprometido con el país.
Desmentiría su relación con Seward, regaría la que supo tener con Walsh y
abriría un canal de negociación con el viejo continente. La única que
perdía, como siempre, era ella…
Eleanor De Luca volvería a Virginia siendo la misma insignificante
mujer de antes. Viuda, sin amor, sin carácter, que vivía bajo la sombra de
su hermano. Podría haber sido distinto… podría… si tan solo hubiera
hecho lo mismo que Cameron, volverse lista y aprender la lección.

***
La boda se llevó a cabo con celeridad. El capitán Hobart consiguió en
un ir y venir a Londres el permiso especial.
—De haber sabido, recurría a usted —bromeó Lord Bridport, quien
meses antes se tuvo que enfrentar a toda la cámara de lores para conseguir
lo mismo.
—Pero nos hubiera ahorrado el espectáculo, y tú amas brindar
escándalos —rebatió Webb, de buen humor. Los tres hombres se hallaban a
la par de un nervioso señor Walsh.
Hobart había depuesto el honor de ser el padrino de Cameron en pos de
presentarse de apoyo al novio. La señorita Madison cosechaba amor y
cariño por donde iba, en cambio, Sean era un hombre solitario a quien le
venía bien una mano amiga. Nadie hubiera dicho que semejante amistad se
hubiera forjado sobre la base de pretender a la misma mujer. Charles se
sentía satisfecho en su rol de perdedor, pues cuando ganaba el amor,
ganaban todos. Él había sanado una parte de su pasado con la luz de
Cameron, con esa inocencia que le recordaba a Camile. La historia se
repetía para mostrarle un final feliz.
La capilla de las afueras de Sameville fueron dispuestas para la
ceremonia. Nada de carruajes ostentosos, avisos parroquiales ni cenas
multitudinarias. Sobre todo, porque cuando la novia hizo el triunfal
ingreso, también lo hizo la pequeña vida que crecía en su interior. En los
últimos días, la panza de la señorita Madison había crecido de manera
abrupta, como si el bebé supiera que ahora no tenía nada que temer y
comenzara a mostrarse al mundo.
La imagen le originó un nudo en la garganta a Sean Walsh. Miró a su
mujer, a su hijo, y supo que en ese instante era el hombre más afortunado
del mundo.
Aún era preso del miedo, de la inseguridad. Aún no se creía digno de
tanto… pero sabía, en su corazón lo sabía, se lo había ganado como a todo
en la vida. Había viajado por ella, había luchado por ella, vencido por
ella… había aprendido a amar por ella.
El vestido blanco, el peinado decorado con perlas y flores, el ramo de
camelias… Cameron era la viva imagen de su sueño hecho realidad. Y
como un sueño, todo pasó volando para Sean. Solo recordaría el momento
de la promesa, esa que, ante Dios y varios testigos, sellaba las palabras que
compartieron en el verano de Virginia: amarse y protegerse hasta que la
muerte los separe.
—Los declaro, Marido y Mujer —dijo el párroco y fue coronado con
varios aplausos felices.
El banquete y los festejos fueron reducidos a pedido de la pareja.
Cameron solo deseaba una cosa, irse a la cama junto al hombre que amaba
y…
—Poner los pies en alto —exclamó extasiada al llegar a la habitación
matrimonial que había dispuesto Lady Thomson. La risa de Sean coronó
sus palabras.
—¿Estás bien? —consultó, preocupado.
—Nunca estuvimos mejor —La mano de Cameron fue hasta su
abultado vientre—, pero todo puede mejorar, ¿o no?
Claro que sí, y Sean Walsh tenía todo dispuesto para hacer de la vida de
su reciente esposa, un cuento de hadas. No volverían a Estados Unidos
hasta que Cameron hubiera dado a luz y se hubiese constatado la salud del
bebé. El doctor Foster la revisaba con frecuencia y se aseguraba los
avances, hasta el momento, todo seguía el cauce normal de cualquier
embarazo, pero todavía no podían descartar algunas secuelas.
Por ese motivo, el empresario había enviado una carta a la junta
directiva de la empresa ferroviaria explicando las buenas nuevas y
proponiendo algunos negocios en Inglaterra, de modo de justificar su
estadía y conservar el puesto que tanto le había costado conseguir. La
respuesta no había llegado de momento, y poco le importaba, porque sus
prioridades habían cambiado, y sabía que pasara lo que pasase, le podía
brindar la vida que merecía a su familia.
De hecho, ya era propietario de una hermosa casa en Londres, en una
zona residencial que estaba en auge. La decoración quedaría en manos de
su flamante esposa.
—¿Cómo puedo mejorarlo? —preguntó con picardía.
—Hmmm… quitándome tantas capas de asfixiante tela —propuso
Cameron, y Sean no tardó en ponerse manos a la obra. La ayudó a
incorporarse para desabrochar los botones de perla de la espalda y quitar el
amplio vestido. Debajo, el corsé apenas cumplía la función de sostener los
pesados senos de la joven. Se deshizo de él con premura, y tras ello, las
enaguas tuvieron el mismo destino. Solo una suave camisola de seda a
juego con la ropa interior separaba a Cameron de la desnudez.
Walsh se detuvo unos instantes para contemplar con deleite los cambios
en el cuerpo de su mujer. La muchacha se sintió apenas inhibida, sabía que
su esposo la amaba y que jamás se dejaría llevar por la apariencia exterior,
pero, pese a ello, el pudor arremetía contra ella al saber que ahora su
vientre no era plano ni liso, unas pequeñas estrías se dibujaban debajo y el
ombligo comenzaba a asomar sin piedad. También sus pequeños y
turgentes senos habían mutado para pasar a ser llenos y coronados por
aureolas rosa intenso.
—Sé que estoy distinta…
—Eres la misma, eres única, Cameron… eres tan hermosa. —La besó
con ardor, apoderándose de sus labios, de su boca dulce. La invadió con la
lengua hambrienta, sedienta… ¿Hacía cuánto que contenía su deseo?
¿Hacía cuánto que la anhelaba así? Y ahora, era mejor que antes, mejor
que nunca… era su esposa. Se refrenó justo antes de dejar que la pasión
que lo embargaba se abriera camino sin piedad.
—¿Sean? —preguntó ella, tan deseosa como él.
—¿El doctor…?
—Dice que el único impedimento es la panza —confirmó ella y tuvo
que sostenerse el vientre al reír—, no sabes lo colorada que me puse al
preguntarle, como para que me vengas con reparos. Tenga un poco de
piedad de mí, señor Walsh.
Él se sumó a las risas.
—Tendremos que ponernos creativos… —dijo con picardía. Comenzó a
desvestirse frente a la mirada de su esposa. Cameron lo seguía todo con
sus ojos azules; a diferencia de ella, él no había cambiado nada en esos
meses. Era la viva imagen de sus fantasías, era lo que su cuerpo pedía a
gritos. Se detuvo antes de quitarse la última prenda y volvió a su lado, en
la cama—. Ahora, ocupémonos de la tarea pendiente, mejorar esto.
—Sean, por favor —suplicó Cameron, ávida por saciar su necesidad de
él.
—¿Ansiosa? —replicó él, juguetón, antes de quitarle las medias y
comenzar a masajear los pies de su esposa. La muchacha largó un gemido
de deleite, aunque hubiera preferido gritar de placer. Pronto, y consumido
por la mirada ardiente de ella, Sean comenzó a acompañar con besos sus
masajes. La boca de labios tibios le acarició la piel de las pantorrillas, para
ascender lentamente hasta empujarla a la locura.
Cameron se retorció, quería devolverle las caricias a su esposo, quería
recorrer su cuerpo con las manos para volver a memorizar cada rincón.
Pero estaba inmovilizada por el placer. Sentía la boca de Sean en su
asedio, y lo único que atinó a hacer fue a quitarse la camisola. Su marido
la acompañó arrastrando la ropa interior hasta desnudarla y retomar la
tarea de saborear cada rincón. Volvió a su boca, para un beso profundo y
descendió por el cuello, por el esternón hasta brindarle la misma atención
a sus senos. Estaban tan sensibles que Cameron no pudo contener el grito
de satisfacción. Las manos le friccionaban la piel en una caricia ya no tan
delicada; al fin, conseguía su botín, Walsh le daba todo lo que ella
anhelaba. Enredó los dedos en los mechones castaños del hombre, al
tiempo que él continuaba con su exploración hasta llegar al centro de su
femineidad.
Estaba más que lista, estaba al límite.
—¡Sean!
—Dámelo, Cameron, dámelo ahora —exigió Walsh, con la voz ronca
por el placer. Introdujo un dedo en el canal y la estimuló con la lengua
para hacerla explotar. Ella se dejó llevar, hasta gritar su nombre en el
éxtasis. Así, una y otra vez, hasta saciar el hambre de meses.
Los espasmos remitieron, y Sean se alejó unos segundos para quitarse
la ropa interior. Antes de que volviera a su lugar, Cameron se incorporó en
la cama y lo detuvo posando la palma en el plano vientre del hombre. Su
miembro se erguía demostrando el insatisfecho deseo, y ella no dudó en
devolver la atención recibida. Lo llevó a su boca y probó cuán hondo le
cabía…
—Cameron… —fue la súplica desesperada de Sean. Era la primera vez
que ella lo hacía, y él no se sentía capaz de soportar tanto placer.
—¿Lo hago mal? —preguntó con inocencia y un poco de travesura.
—No, lo haces demasiado bien y no quiero… no así… no todavía. —
Cameron disfrutó del hecho de ser capaz de brindarle placer al hombre que
amaba, pero también del de tener poder sobre él. Mientras ella saboreaba
el placer de Walsh, podía hacer con él lo que quisiera. Por fortuna, ambos
querían lo mismo—. En otra ocasión seguiré como haces tú, hasta la cima,
pero hoy lo quiero en mi interior, señor Walsh.
—¡Dios! Sí, tus deseos son las más deliciosas órdenes para mí.
Sean volvió a recostarse en la cama, tomó los labios de Cameron entre
los suyos y la besó con ardor antes de posicionarse sobre ella. La penetró
con delicadeza, hasta que la escuchó gemir al recibirlo por completo. La
sensación de goce, de victoria al volver a estar juntos los embargó por
completo. Sus cuerpos, al fin, volvían a ser uno.
La panza le impedía a Walsh ir tan hondo como quería, darle el ímpetu
a los embistes que Cameron reclamaba con sus gemidos. Con suavidad,
salió de su interior y la instó a ponerse de lado, la espalda de ella contra su
pecho, y se introdujo en esa nueva posición. Cameron llevó una mano
hacia atrás, en búsqueda del contacto de su marido, y con la otra se aferró
a las almohadas presa del placer. Podía sentir a Sean dentro de ella,
profundo, rápido… podía sentir cómo crecían las sensaciones, cómo
aumentaban hasta arrastrarla a lo alto. La mano de Walsh se unió al juego,
acariciando el punto en que sus cuerpos se unían y, sin más, se dejaron
caer, juntos, espasmos con espasmos, gemidos con gemidos.
Terminaron agitados, agotados y transpirados; pero, sobre todo,
ansiosos por repetirlo.
—¿Cuán creativo crees que podemos llegar a ser? —preguntó Cameron,
cuando sus besos despertaron el deseo de su marido una vez más.
—Hmmm, no lo sé, ¿se te ocurre alguna nueva forma? —La mirada de
Sean brilló por la expectación.
—Qué tal si… —y la reciente señora Walsh le susurró a su marido una
escandalosa propuesta de alcoba.
—¿Ya le dije cuánto la amaba, señora Walsh?
—Sí, señor Walsh, pero estoy dispuesta a escucharlo de nuevo…
—Te amo, Cameron.
—Te amo, Sean.
Y volvieron a hacer el amor como una irrompible promesa de eternas
noches en compañía.
EPÍLOGO

Las tardes en casa de Lady Bridport fueron mudadas al salón de Cameron.


Era mal visto que una mujer paseara por la ciudad en su estado, además de
que, de ese modo, le permitían obviar el corsé.
La casa de Londres de los Walsh estaba en pleno proceso de decorado.
El salón personal de la señora Walsh había sido uno de los primeros
ambientes en sufrir los cambios a gusto de Cameron.
—¿Por qué no me sorprende? —comentó Vanessa al poner un pie en el
lugar. Miranda la secundaba, aunque más atenta a los detalles y el buen
gusto de la virginiana—, tienes una fijación por los colores pastel.
—Sean dice que es porque extraño Virginia —explicó la joven, que se
apuró a pedir el té para sus amigas. Emily estaría por llegar de un
momento a otro.
—No sé por qué, no creo que América te traiga buenos recuerdos.
—Al contrario, allí conocí a mi marido… además, no es por la
nostalgia de mis vivencias, sino por el clima.
La niebla llena de smog se había disipado hacía semanas, y la
temporada volvía a su esplendor; pero algo no había cambiado, en
Inglaterra llovía día por medio, más en finales de primavera y principios
de verano.
—No escuches a Vanessa —intervino Lady Bridport—, ya sabemos su
afición por los comentarios malignos. —Cameron sonrió en complicidad,
ya no compartía la misma opinión que en un principio sobre la bostoniana
—. Por cierto, ¿la habitación del bebé?
—Oh, ya está lista. Solo faltan algunos juguetes que Sean desea
confeccionar con sus propias manos. El pobre se aburre sin trabajo… —Al
ver la preocupación en sus amigas, agregó—: Le ha llegado un telegrama
en el que le comunican que están de acuerdo con sus ideas, pero las
especificaciones viajan en correo tradicional. —Las tres jóvenes pusieron
los ojos en blanco, la comunicación con América era engorrosa. Sin ir más
lejos, Miranda estaba a la espera de la respuesta de sus padres, o mejor
aún, de la llegada de los mismos.
Las muchachas se sentaron en los cómodos sofás color crema y se
dispusieron a probar todos los pastelitos que la cocinera de los Walsh
había dispuesto para las invitadas. Conversaron sobre los nuevos rumores
y cotilleos, moda, artículos en los diarios, libros… Cuando estaban por
despedirse, algo decepcionadas por la ausencia de Emily, la señorita Grant
fue anunciada.
—Emily, comenzábamos a extrañarte —exclamó Miranda, feliz, y
corrió a abrazarla. La señora Grant la acompañaba, presentó sus saludos y
respetos, y se despidió acusando tener mucho por hacer.
—Ya se enterarán —dijo, enigmática, la mujer antes de marcharse.
—¿De qué debemos enterarnos? —preguntó Cameron.
—Tu madre se ve demasiado feliz —fue el mal augurio de Vanessa.
—Oh, no, son buenas noticias. Excelentes de hecho… yo…
—Ven, siéntate, amamos las buenas nuevas —invitó Cameron, y como
le costaba ponerse de pie, Emily la detuvo con un gesto de la mano. Se
sentó en el sofá individual y llenó la taza de té con gran parsimonia, como
si quisiera ganar tiempo antes de hablar. Miranda estaba ansiosa, Cameron
la observaba con suspicacia y Vanessa…
—¡Habla de una vez! Que estoy poniéndome nerviosa.
—Es… me he comprometido —confesó la señorita Grant.
¿Con quién? ¿Cuándo? ¿No sabíamos nada? La avalancha de preguntas
se desató y el silencio de Emily las obligó a imitarla.
—Con Lord Webb… —especificó sin mucha pasión en la voz. Tres
pares de ojos se abrieron por la sorpresa y el deleite. Luego, hasta Vanessa
dejó de lado el cinismo y aplaudió feliz.
—¡Felicidades! Oh, ¡qué buena noticia! —exclamó Lady Bridport.
—Lo sabía, lo sabía —mostró entusiasmo Vanessa—, solo tenías que
ser tú misma, y…
La campana de servicio sonó. Cameron la sacudía como a una
pandereta.
—¿Tenemos champaña? —preguntó a la sirvienta—. Esto merece un
brindis. Imagino lo feliz que estás, Emily…
—Sí, sí… estoy muy feliz… muy…
Rompió en un llanto amargo y desgarrador que desconcertó a sus
amigas.
Semanas atrás, sin saberlo, Vanessa había acertado con su comentario:
El día que el corazón de Emily Grant se hiciera trizas contra el suelo,
todo Londres lo oiría.
Emily
Señoritas Americanas 3

Scarlett O’Connor
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A todas las mujeres, ustedes saben cuánto valen.
PRELUDIO

California, Estados Unidos, 1849.

El gallo empezó a cantar. Emily Grant escondió la cara en la almohada y


pensó en cuánto más mullida sería si le agregara las plumas del maldito
animal. ¿Y el sol? ¿dónde estaba el sol? Se suponía que el cantar era para
despertarlos al alba. Los Grant tenían un animal nocturno, determinó la
muchacha, resignada a empezar el día antes del amanecer.
Los pasos retumbaron al son del último cacareo. Su madre estaba de
pie, lo que significaba que ella debía apurarse. Sandra Grant prendía la
cocina con un par de leños, si no se apuraba, Emily terminaría cubierta de
olor a humo. La más pequeña de la familia dormía en un entrepiso,
separada del resto, que eran todos hombres. Contaba con cuatro hermanos,
Jonathan, Zachary, Elton y Louis. Su padre, Benedict, le había fabricado
esa cama con sus propias manos, y a Emily le encantaba ese poco de
intimidad que representaba. No tenía puerta, ni ninguna separación, solo
una pequeña escalera colgante que la conectaba con la cocina.
Se vistió con premura, camisola, corsé frontal, enagua, camisa beige y
falda del mismo tono, y bajó sin más dilataciones.
—Emily, ve a buscar agua del pozo —ordenó Sandra—. ¡Y trenza ese
cabello!
—Sí, madre.
—Jonathan, tú ve a ver si quedó tocino en el saladero, Zach, los
huevos… —Y las órdenes se ahogaron a medida que Emily se alejaba
camino al pozo. Al menos, no le había tocado ordeñar a María, la vaca que
tenían. Odiaba esa tarea, de seguro le había tocado a Elton, se burlaría de
él más tarde. Buscó los baldes, los aseguró en la soga y los descendió por
el pozo. Eran tantos metros que uno pensaría que sacaban el agua del otro
lado del mundo.
¡California! Los Grant eran todo lo californiano que podía ser una
persona sin nacer allí. Habían arribado el año anterior, cuando las tierras
pasaron a ser propiedad de Estados Unidos tras el tratado de paz de
Guadalupe Hidalgo con México. Según la ley, a cada hombre mayor le
correspondían ciento cincuenta acres si trabajaban la tierra, eso bastaba
para reclamarlas. Con esa ilusión llegaron allí, por fin tenían algo a su
nombre. El norte los había expulsado con su industrialización, el este, con
su esclavitud que no requería mano de obra blanca… el oeste los recibió
con sus agrestes tierras y los brazos abiertos. Se enamoraron del tosco
paisaje que parecía combinar perfecto con ellos. Trabajo duro para
hombres y mujeres duros.
Benedict Grant sonreía como no lo había visto antes Emily, y Sandra
solía besarlo cada mañana y murmurarle: eres el hombre del que me
enamoré. Esa felicidad se le contagiaba a sus hijos, que, salvo alguna
broma, jamás se quejaban del trabajo. Su padre también amó California a
primera vista, y la cultura mexicana que ahí perduraba. A los Grant les
encantaban las casonas coloniales de estilo español y habían dejado el
protestantismo para abrazar el catolicismo. Los domingos eran una fiesta
religiosa, con los niños de piel morena acicalados y listos para celebrar la
misa. Cada evento del calendario cristiano era excusa para festejar, y se
hacía con respeto, pidiéndole a Dios trabajo y buenaventura. Aprendieron
el español, que por esos lares se hablaba más que el inglés, y pese a ser lo
que en el norte llamaban brutos, ahí eran queridos por su capacidad de
adaptarse y sacar provecho de las oportunidades.
—Plantaremos olivares y parras —sentenció Grant al llegar a sus
nuevas tierras—, como en la Biblia. —Y con esa misión, todos, sin
distinción, se pusieron manos a la obra.
Poseían ahora trescientas acres, porque Jonathan había podido reclamar
las suyas, y como aún no había contraído matrimonio, las sumaba a las
familiares. Allí, entre las rocas, las sierras, la tierra árida y la falta de
agua, las vides se abrían paso con fuerza. A Emily le encantaban y debía
contenerse para no arrancar las uvas y comerlas antes de tiempo.
Llenó los dos baldes de agua, y antes de cargarlos, bebió de uno
haciendo una canastilla con la mano. También se enjuagó el rostro y
aprovechó para trenzarse el dorado cabello de manera apresurada antes de
volver. Elton pasó con la jarra de leche sin mirarla, a sabiendas de que su
hermana le haría una broma. Los hermanos se querían, y como lo hacían,
podían pelear por todo sin que el lazo se quebrara. No había jornada que
no terminara en alguna chiquilina competencia o, incluso, a los golpes.
Hasta ella dejaba de lado las advertencias de su madre de cómo debía ser
una niña y se unía a una riña por alguna necedad.
Al regresar a la pequeña casa, la cocina ya estaba prendida y el aroma a
tocino y huevos, mezclado con café, inundaba el lugar.
—¡Nada de leche! —advirtió la señora Grant—, que esa vaca está cada
día más perezosa, y lo que sacamos se hará queso. —Seis rostros
mostraron su tristeza y bebieron el café solo de un trago.
Emily se lamentó, no por la falta de leche en el desayuno, sino porque
odiaba hacer queso y seguro le tocaba a ella la actividad. Los ojos de Elton
se fijaron en los celestes de su hermana con sorna, y ella le devolvió el
gesto sacándole la lengua. Ya sabía con quién se pelearía ese día.
Tras engullir la suculenta comida, se apuraron a levantar y lavar los
trastos para comenzar la jornada. A diferencia de en el pasado, cuando
vivían en el norte, allí todos colaboraban con las tareas domésticas, porque
necesitaban las manos de la señora Grant en la tierra, como uno más, no
podían darse el lujo de dejar a un integrante puertas adentro. Benedict le
prometía que pronto podrían contratar a alguien que los ayudara, y Sandra
sonreía, restándole importancia.
Emily sabía que su madre jamás dejaría las labores de campo, las
amaba igual que ella. Ninguna de las dos disfrutaba de las tareas asociadas
a la mujer. Por algo Dios les había otorgado esa figura, pensaba la
pequeña, de espalda y cadera anchas, de cintura amplia que parecía
almacenar reservas y músculos firmes que podían acarrear cualquier peso.
Sí, estaban hechas para el trabajo, y según el sacerdote, desperdiciar un
talento era pecado.
Benedict les pidió a sus hijos que fueran al pueblo en busca de
provisiones, esa era la única labor que no podían hacer las mujeres. No
importaba cuán rudas fueran, los hombres que se abrían paso en California
lo eran más. Los modales, las formas, lejos estaban de esas cantinas
olvidadas en el medio del desierto. Jonathan, Zachary y Louis ataron la
vieja mula al carro y se dispusieron al viaje de más de una hora, debían
volver con tanto como pudieran comprar. El rancho no era sustentable por
sí solo, y la huerta del fondo pocos frutos daba. El suelo árido y arenoso,
sumado a las pocas lluvias, daba como resultado una importante escasez
de alimento. Sin contar con que el puerto no estaba conectado al norte, y
los productos llegaban por tierra, con suerte. Por ese motivo, aun cuando
ya se cumpliría un año de la adición de las tierras a Estados Unidos, los
californianos comercializaban más con México que con sus nuevos
coterráneos. Era difícil determinar dónde comenzaba el contrabando
cuando la legislación era tan nueva, al fin de cuentas, todavía no era un
Estado admitido por completo. Los habitantes se encontraban en un
intermedio, y eso daba como resultado una difusa línea entre lo legal y lo
ilegal.
Sus hermanos llevaban, además de algunos dólares, las armas de caza y
las pistolas a la cintura. Los robos y la apropiación de las tierras ya
trabajadas por otros estaban a la orden del día.
Emily también llevaba una pistola, sabía disparar, cazar, pelear,
sembrar, cosechar… A sus trece años ya era capaz de administrar un
rancho por ella misma. A diferencia de su padre, no estaba segura de
querer que el gobierno federal se apurara en admitir a California como
Estado, porque mientras las cosas no estuvieran claras, ella podía fantasear
con tener sus propias tierras al cumplir la mayoría de edad, como sucedía
con los hombres. No era una niña que anhelara lo que las demás: un esposo
y varios niños. No, ella quería seguir con la labor de campo, con cuidar las
vides de sol a sombra…
—Sombra —exclamó agotada—, solo un poco de sombra.
En California se trabajaba de sol a sol, pensó Emily con una sonrisa y la
vista puesta en el cielo azul despejado. Su madre y Elton habían ido hacia
el límite Este a controlar los pocos olivares que tenían. El oeste y el norte
de las tierras, que terminaban en un cerro bajo, estaban recubiertas de
vides. Benedict siempre se encargaba del límite oeste, porque lindaba con
tierra de nadie y era propenso a dar cobijo a bandidos. El norte quedaba
rodeado por los acres que su hermano Zachary reclamaría en breve, por lo
que era más seguro. Hacía allí iría Emily.
—Llévate a Baltazar —sugirió su padre, preocupado porque algo le
sucediera. Si bien era el sector más resguardado, no confiaba en la
ausencia de delincuentes. El único caballo de la familia le daría ventaja a
su hija en caso de emergencia. Sandra estaría con Elton, y él debía ir sí o sí
hacia el oeste, a comprobar si las huellas que había visto Jonathan
pertenecían a un coyote o a un intruso.
—No te preocupes —accedió ella, mientras buscaba la montura—. No
tardaré, el sol está muy fuerte hoy, incluso para mí.
Benedict le acarició la nariz con el índice, justo donde se le dibujaban
las pecas.
—Lleva sombrero —fue la última orden. Emily corrió a acatar, y
cuando su padre no podía verla, reemplazó la falda por unos viejos
pantalones de montar de Louis. Detestaba ir a mujeriegas, le resultaba
incómodo a ella y a Baltazar.
Con la camisa arremetida en los pantalones, el sombrero de paja
calzado hasta la frente y sostenido con una raída cinta, la pistola en la
cintura y las herramientas en la alforja, se dispuso a comprobar el estado
de las parras. Su padre se había decantado por las uvas verdes de la cepa
del chardonnay, al ver que eran las que mejor se adaptaban al clima
californiano. Eran dulces e invitaban a devorarlas sin esperar a la
maduración. Emily descendió de Baltazar al llegar a las últimas hileras de
vides, las plantas más jóvenes; con los guantes de piel y las filosas tijeras
de podar, comenzó la labor de comprobar planta por planta el estado de las
hojas, de las raíces, si debían temer por plagas y cuánto faltaría para que
dieran fruto.
Si bien eran plantas que se llevaban bien con la sequía, los meses sin
lluvia comenzaban a impactar en ellas. Emily alzó la vista como si buscara
algún indicio de lluvia. Ni una nube.
—Oh, Baltazar —le habló al animal—, ¿qué haremos sin agua?
Podían implementar canales de riego, pero eran demasiado costosos y
apenas si tenían dinero para subsistir día a día. Solo quedaba rezarle a
Dios y pedirle que intercediera por ellos en los cielos.

***

Los hermanos Grant volvieron del pueblo con los ceños fruncidos y
algunos moretones.
—Por Dios, Louis, que eres tonto. Siempre nos metes en problemas, no
aprendes más —se quejó el mayor. Benedict los vio arribar y fue a su
encuentro. Los muchachos habían podido conseguir provisiones, sobre
todo algo de carne que les venía bien, y en el camino habían cazado una
liebre. El éxito no se ajustaba con sus rostros compungidos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el hombre—, ¿por qué esos ánimos?
—Louis lo ha hecho de nuevo —se quejó Zachary al tiempo que
empujaba a su hermano menor fuera del carro—, la próxima nos llevamos
a Elton, que tiene el cerebro donde debe y no en los pantalones.
—¡Muchachos, muchachos! —los serenó su padre. Jonathan le regaló
una mirada furiosa antes de descender y comenzar a desatar a la mula.
—Es siempre la misma historia, padre —se quejó el mayor. Louis pateó
el suelo en un berrinche que ponía en evidencia su corta edad. Tenía quince
años, y si bien en esas tierras era imposible no perder la inocencia y
volverse rudo, el más joven de los hombres Grant aún transitaba la
adolescencia con todos los vaivenes propios de esa etapa.
—Louis, ve a buscar a Emily —le ordenó Benedict—, está al norte,
justo junto al cerro.
—Sí, padre. —Bajó la cabeza y escondió el morado del pómulo,
producto de la pelea con sus hermanos y algunos extraños. Sabía que la
orden tenía un vestigio de castigo, pues era un tramo extenso para hacer a
pie.
—Ahora —prosiguió cuando quedó con los mayores. Fueron a la cuadra
de la mula y emprendieron la tarea de bajar las provisiones—, ustedes dos.
Ya saben que Louis está en esa edad, deben ser un poco más compasivos…
al fin de cuenta, todos la hemos pasado.
—Pero no como él, padre —se lamentó Zachary, y Benedict rio por lo
bajo.
—Sí, exactamente como él. ¿Qué ha sido esta vez? —pidió que le
relataran, aunque sabía de antemano por dónde venía el asunto. El más
joven de los Grant era un enamoradizo. Al alboroto de hormonas propio de
la edad se le sumaba su temple romántico.
—Le regaló una hogaza de pan a Salma, además de las flores silvestres
de siempre y sus poemas sin rimas —relató Jonathan.
Benedict volvió a sonreír. Sabía que no debía hacerlo, pero le llenaba el
pecho de orgullo haber criado un buen cristiano. Su hijo era noble y de una
inocencia inagotable.
—¿Y los golpes? —inquirió.
—El dueño del burdel, el señor Ramírez… no le hizo ninguna gracia
que Salma recibiera algo gratis… —No tuvo que decir más. Si una
prostituta recibía las atenciones bien intencionadas de un hombre, no
necesitaba trabajar por ello. Y si no atendía clientes, Ramírez se quedaba
sin su parte.
—Hablaré con él cuando regrese.
—¡Es una prostituta! —se quejó Zachary de que su padre le restara
importancia al asunto. Sin embargo, Benedict le palmeó la espalda con
cariño antes de contestar:
—¿Y qué nos ha enseñado la Biblia? El que esté libre de pecado que
arroje la primera piedra.

***

Emily vio la sombra de Louis recortarse en el horizonte. Venía


cabizbajo, pateando las pequeñas rocas del camino. Su hermana no
necesitó saber demasiado para atar los cabos, el pequeño Grant llevaba
casi un año medio enamorado de la prostituta del pueblo, Salma. La
adoraba y, a veces, gracias a la ternura que regía el carácter de Emily,
Louis se confesaba con ella sobre los sentimientos.
Su padre decía que era la edad, que todos los jóvenes pasaban por esas
etapas de enamoramiento. Lo tomaba como algo pasajero, con una dosis
de humor. A Emily la mantenían un poco alejada de esas «cosas de
hombres», como lo llamaban, pero sabía por retazos de conversación oídas
a escondidas que Benedict creía que era algo que terminaría cuando al fin
el pequeño Grant estuviera con una mujer. A la joven Grant le gustaba
pensar que no, que su hermano amaba a Salma y que un día se casaría con
ella, la salvaría de las garras del regente del burdel y la llevaría de nuevo a
la buena senda cristiana. Sí, los Grant eran en el fondo unos románticos.
—¿Cómo va todo? —preguntó Louis al llegar junto a ella. Emily vio
las marcas en el pómulo, y por lo superficiales adivinó que se trataba de
una disputa de hermanos, no se había medido con Ramírez.
—Bien… bueno, no —se sinceró ella—. La sequía está haciendo de las
suyas. Aún me quedan algunas plantas que revisar, pero… debemos traer
algo de agua para aquí, solo que no sé cómo.
Louis se encogió de hombros, ajeno al real problema. Emily supuso que
estaba triste. Avanzaron entre las vides en silencio, hasta que el muchacho
se sintió cómodo para hablar.
—Yo la quiero de verdad, Emily, en serio —se confesó.
—Lo sé…
—Si nadie la ayuda, ni la respeta, no va a poder dejar esa vida. Y luego
la juzgan de pecadora, ¿no son peores quienes la llevan a eso? —se
lamentó—. Jonathan dice que le pague… —se calló a tiempo. El rubor en
las mejillas de Emily le indicó que no debía hablar con tanta franqueza—.
Lo siento, perdón. No le digas a padre… por favor —rogó desesperado. Su
hermana le sonrió.
—No le diré. No te preocupes, ve con Baltazar de regreso a casa y dile
lo de las plantas secas. Yo volveré a pie…
—Pero…
—Si no lo haces, sí le diré —lo extorsionó con buena intención. Sabía
que estaba cansado por el viaje al pueblo y la siguiente caminata. Ella se
sentía descansada.
—Te espero —propuso, y ella se negó.
—Tengo que terminar de podar algunas, ve, en serio, y bebe agua, que
con este calor todos lo necesitamos. ¿Sí? —Él accedió y montó a Baltazar,
antes de que se alejara, Emily lo detuvo—. Prométeme algo más —pidió.
—¿Qué?
—No cambies. —Le sonrió con ternura—. No dejes de tratar a Salma
con cariño. —Su hermano le devolvió la sonrisa y regresó a su casa de
mucho mejor ánimo. Siempre le hacía bien hablar con Emily.
La muchacha lo vio partir y esperó a que se perdiera antes de volver a
las plantas. No debía alentarlo, se dijo, pero no podía evitarlo. Le agradaba
pensar que todos eran dignos de amor, y que ese sentimiento era el que te
hacía buena persona. Si uno sabía que era capaz de amar y ser amado, todo
se volvía posible. Solo un hombre al que quisiera con locura y que le
retribuyera el sentimiento sería capaz de hacerla cambiar de parecer
respecto a la vida conyugal y familiar. Y si lo hallaba, sería como Louis,
no le importaría ningún pasado, ningún defecto, ningún obstáculo. Lo
único de lo que se creía incapaz era de atarse a alguien sin amor de por
medio.
Terminó la hilera de vides y se enderezó. La espalda le escoció un poco
por la mala postura, alzó los brazos y respiró profundo para estirar toda la
columna. El aroma dulzón del aire le inundó los pulmones, además de las
uvas, otro se unía al conjunto, haciendo del perfume un elixir.
—¡Agua! —Emily buscó en el cielo, desesperada, al percibir el
inconfundible olor de la lluvia—. ¿Dónde? ¿Dónde?
El cielo se seguía viendo despejado, hasta que…
—¡Maldición! —exclamó la muchacha. Tras las sierras, los nubarrones
negros y bajos avanzaban de manera apresurada. No le darían tiempo de
llegar hasta la casa, debía encontrar refugio en los cerros y esperar a que la
tormenta pasara.
En el tiempo que llevaba allí se había convertido en una experta del
clima. Las escasas lluvias eran colosales, pero duraban poco. El problema
eran los vientos que levantaban la arena del suelo imposibilitando avanzar
con los ojos abiertos. Se cubrió con el sombrero y se encaminó al centro
de la tempestad. Debía apurarse si no quería quedar a la intemperie cuando
el aguacero se desatara. De todos modos, corrió con una risa feliz y una
plegaria de agradecimiento a Dios en los labios. Las vides se salvarían y
conseguirían la primera cosecha.
Las sierras contaban con algunas zonas que brindaban reparo. Cuevas
naturales en las cuales había que irse con cuidado de no encontrar
alimañas. En una de ellas se escabulló la muchacha justo en el momento
en el que un rayo rompía el firmamento y llegaba a tierra seguido de su
estruendo. Las piedras temblaron, las rocas se sacudieron y las más
pequeñas cayeron sobre su cabeza. Emily se cubrió con los brazos para
protegerse de los posibles golpes y se ovilló a esperar que todo sucediera
rápido.
No podía negar el susto, el temor de que en lugar de pequeños
pedruscos se le cayera parte de la cueva encima. Como sus padres decían,
lo mejor en esas circunstancias era pedirle a Dios que interviniera, pues
nada más restaba por hacer. Si salía, los vientos la azotarían, ahí, corría
riesgo de perecer bajo un derrumbe.
Fue una hora, quizá dos, hasta que todo terminó. Las nubes negras
seguían con su avance y detrás de ellas los rayos de sol teñían el cielo de
anaranjado. La belleza del paisaje cortaba el aliento. Emily intentó
abandonar la cueva, pero se encontró atrapada. Varias rocas habían caído
en el ingreso y debía removerlas una a una. El atardecer no tardaría en
llegar, y no deseaba pasar la noche en ese lugar. Sin quererlo, comenzó a
llorar aterrada ante la idea.
—¡Emily! ¡Emily! —las voces le llegaron lejanas. Eran las de todos los
demás Grant que se habían repartido el terreno para buscarla—. ¡Emily!
—¡Aquí! —gritó— ¡Aquí! ¿Me escuchan? —Siguió quitando las
piedras de la entrada, se detuvo cuando descubrió que los movimientos
bruscos propiciaban más derrumbes. Era el problema de la composición
arenosa del terreno californiano. Todo se deshacía con el agua y el viento
—. Aquí, en una cueva.
Continuó gritando y escarbando con cuidado, hasta que escuchó la voz
de Benedict al otro lado.
—¡Te hallé, pequeña! Zach, Jonathan —los llamó para que lo ayudaran.
Tres pares de brazos se encargaron de remover rocas, al igual que hacía
Emily desde el interior. La luz no tardó en colarse en la cueva trayendo
con ella serenidad. La muchacha ya no temía, y el terror de pasar la noche
atrapada remitió por completo. Eso le permitió observar mejor el lugar en
el que se hallaba, y lo raro de las rocas. Una de ellas se había partido a la
mitad revelando lo que parecía ser una imperfección en el centro. Intentó
llevarla hacia el resplandor del exterior para observar mejor, pero no
lograba estar segura.
—Emily —dijo Zachary—, prueba salir por ese agujero. Dice Louis que
llevas pantalones.
Aunque debían reprenderla por romper las normas de las faldas, en ese
momento los hombres Grant estaban agradecidos con la pequeña por la
osadía. Emily guardó el pedazo de piedra en uno de los gastados bolsillos
e intentó pasar por el hueco de rocas que habían despejado sus hermanos
con su padre. Como no era para nada menuda, necesitó de la ayuda de la
fuerza masculina para deslizarse. Las manos de Jonathan la tomaron al
otro lado y la arrastraron con cautela para que no se raspara demasiado con
las puntas filosas. Una vez del otro lado, cuando sus pies no podían
empujar contra nada, Zachary la ayudó con el último tramo.
—Te tenemos, pequeña. —La abrazó su padre, y a los pocos segundos,
su madre, Louis y Elton estaban a su lado con los rostros mutados por la
preocupación—. Nos has dado un susto de muerte.
—No iba a llegar a casa… —se disculpó.
—Fuiste muy lista, muy lista —agradeció Benedict besándola en la
frente—. Ya ha pasado todo, volvamos así cenamos y nos tomamos un
merecido descanso. Lo que pudo haber sido una tragedia fue una bendición
—completó, contento de tener a su hija entera y de que el agua les hubiera
dado un respiro. Avanzaron por el camino todos juntos, hasta que Emily
recordó la piedra y la sacó del bolsillo para observarla con verdadero
detalle.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Louis, a su lado. Parecía incapaz de
separarse de ella, algo culpable de haberse llevado la montura.
—No lo sé, ¿qué crees que sea eso del medio? —Ambos rostros se
acercaron a ver la mancha en el centro de la roca cortada—. Parece… pero
eso no puede ser, ¿o sí?
Louis se la quitó de las manos.
—Sí, sí parece y creo que es… —sus ojos brillaron como el sol
californiano.
—¿De qué hablan? —inquirió Zachary y le sacó la roca. Su rostro se
desfiguró—. ¿Dónde hallaste esto?
—Fue Emily, en la cueva.
Ahora Jonathan, Elton, Sandra y Benedict se acercaban a contemplar el
descubrimiento.
—¿Es?
—Parece.
—¿Será?
—Creo que sí.
—Es… ¡Oro! —gritaron al unísono las siete voces Grant.
CAPÍTULO 1

Londres, Inglaterra, 1854.

La casa de ladrillo rojo, arcada blanca y ventanas que terminaban de


manera hexagonal le resultaba agobiante a los Grant. Sandra, Zachary y
Emily habían arribado hacía una semana y, si el viaje no hubiera sido tan
extenuante, serían capaces de contemplar la posibilidad de empacar y
regresar a California sin siquiera intentarlo.
Rendirse no estaba en el espíritu de los Grant. Viajar por mar tampoco.
El camino desde tierras californianas hasta la gran casona de
Kensington en Londres había sido agotador, y los tres integrantes de la
familia habían intentado mantener el espíritu en alto a modo de
convencerse de lo fructífero del asunto: conseguirle un marido a Emily
que mejorara el estatus de los Grant.
Se instalaron por sugerencia de un socio de Benedict en ese hermoso y
pujante barrio situado en las cercanías del área comercial de la ciudad.
Poseían, además de sus pertenencias, un par de recomendaciones de
contactos y amigos con quienes empezar a relacionarse. Sandra no tenía
intenciones de imponer un matrimonio a su hija y fue tajante al respecto,
Emily conocería nobles y hombres de negocios, sin obligación a nada. De
todos modos, la pequeña Grant estaba más que dispuesta a intentarlo con
todas sus fuerzas, con esas que ya no empleaba en la tierra ni en el trabajo
duro. De nada valía aferrarse a la labor con las vides, tarea que ahora
llevaban los empleados del próspero rancho, por lo que no le quedaba más
remedio que ser quien su nueva condición social demandaba: una señorita.
Y las señoritas tenían un único fin, convertirse en señoras. Dicho fin se
consideraba un éxito en tanto y en cuanto el hombre que la desposara fuera
un acaudalado noble de buen nombre.
Emily se dejó caer sin gracia en uno de los mullidos sofás del salón
principal, junto a la chimenea, y se permitió un segundo de
autocompasión. Se sentía dichosa de la fortuna forjada por su familia y de
saber que ella había colaborado, lo que no le agradaba demasiado era la
situación en la que se hallaban. Ser «nuevos ricos», como los llamaban, los
exponía a las lenguas viperinas, al desprecio social, al hermetismo de
aquellos que ostentaban el poder… en definitiva, a la marginalidad. Como
había escuchado más de una vez —siempre a sus espaldas— el dinero no
podía comprar el buen gusto, ni la educación, ni varias cosas más que
parecían ser condiciones sine qua non para pertenecer a la élite. Esas
voces estaban equivocadas, así lo había expresado George L. Brown,
inglés radicado en América y socio inversor de las minas Grant. El
británico no dudó en ser, además de un propulsor en la extracción de oro,
una brújula social para la familia. La educación, como bien sabía Emily en
esos momentos, sí se podía comprar; un ejército de costosas institutrices
lo comprobaban. También el buen gusto, solo bastaba con conseguir una
modista prestigiosa y pagarle una cuantiosa suma para que les dijera cómo
vestir. Y lo demás… lo demás también se compraba. Lo único que les
faltaba era un buen nombre, y ahí estaba ella, con sus dólares americanos
dispuesta a reemplazar el apellido Grant por uno de prestigio y, de ser
posible, agregar un Lady antes de Emily.
Lo único que la mantenía a flote en la superficial, vacía y horrible tarea
de conseguir un marido solo por el título era saber que detrás existía un
motivo superior. California había explotado con la fiebre del oro, muchos
se hicieron ricos, ellos más que nadie. Cada uno de sus hermanos reclamó
las acres correspondientes al cumplir la mayoría de edad, las trabajaron
con vides para que el gobierno se las otorgara y explotaron la minería. En
cada parcela de tierra Grant hallaron oro. Habían pisado, labrado y
cosechado sobre el valioso metal sin saberlo. Lo único que faltaba para
que los negocios terminaran de prosperar era conseguir que California
fuera más influyente dentro de los Estados Unidos de Norteamérica.
Misión que requería dinero y… contactos. Tenían lo primero, les faltaba lo
segundo. George pujaba por su parte en Washington, pero los Grant no
tenían el peso suficiente para conseguirlo desde California. En cambio, si
conseguían relacionarse bien…
No existía nada que hiciera babear más a los americanos snobs que un
título nobiliario. Emily probaría que George L. Brown tenía razón, que
todo estaba a la venta en este mundo.
Tras sus minutos de penurias, se propulsó fuera del sofá en busca de
algo por hacer. ¡Qué aburrimiento! Londres era demasiado comedido para
el espíritu fogoso de la joven.
Llevaban algunos días allí y no encontraban la forma de agotar
energías. Y ella no era la que peor la pasaba, su hermano Zachary
caminaba por las paredes. Desde que habían encontrado la primera pepa de
oro que Emily apenas hacía trabajo físico, las actividades de campo fueron
reemplazadas por horas y horas de aprender literatura, modales, protocolo,
música y cuanta cosa creyeran apropiada para el nuevo estatus. Lo mismo
sucedió con Sandra, quien ahora debía encargarse de que la gran casona de
estilo colonial que habían construido los Grant brindara fiestas, recibiera
visitas y diera espacio a grandes negociaciones. Pero Zachary… los
hombres de la familia recibieron la educación a la par que su trabajo
crecía. Administraban las plantaciones porque eran las que les permitían
conservar las tierras, ahora poseían más de mil acres de vides y olivares, y,
sobre todo, de minas explotadas. Viajaban, trataban con capataces y
obreros, negociaban con hombres del norte y del este, comprobaban las
extracciones, aseguraban el transporte porque los robos estaban a la orden
del día, protegían los extensos límites de la propiedad y, hacía tan solo un
año, a todo eso le incorporaron las bodegas Grant. Los hermanos no tenían
un segundo de paz, y cuando la conseguían, no sabían qué hacer con ella.
—Zach, por favor, detente, intento leer —se quejó Emily con el libro en
la mano. Según una de sus institutrices, la lectura serenaba el espíritu. Ella
disfrutaba de esas historias heroicas, y amaba leer antes de dormir, aunque
en el día… en el día prefería vivirlas, y Londres no se lo permitía.
—Vayamos a montar al Hyde Park —propuso él.
—¿No acabas de llegar de allí? —Abandonó la lectura y la comodidad
del sillón, le era imposible leer en su compañía.
—Sí, pero he ido solo. Ahora podemos ir ambos, y jugar una carrera.
No sabes, analizo comprar un caballo árabe que he visto…
—Pensé que ya lo habías comprado —dijo Emily. Su hermano le pisaba
los talones en las escaleras que iban a la planta alta y a las habitaciones de
ellos. La casona era de tres plantas y un altillo. En la tercera se
encontraban los sirvientes, que se limitaban al ama de llave, dos doncellas,
un ayudante de cámara y un mayordomo. El resto de los empleados eran
contratados de la forma moderna, es decir, por horas al día con uno libre
por semana.
—No, adquirí una yegua, debes verla, Em —se entusiasmó—, la
amarás. Este semental árabe puede ser bueno para la cruza, además de su
belleza.
La alegría se le contagió a la joven y volteó el rostro para sonreír.
—Bueno, no puedes decirle «La yegua», deberás elegir un nombre.
Cuando regresemos a California, medio barco serán tus cuadras si sigues
así.
Zachary amaba los caballos, y si el dinero no podía comprar lo que más
queríamos, para qué lo necesitábamos. Cada uno de los Grant les sumó a
sus tareas en la mina su propia vocación. Así Benedict se había dado el
gusto de tener su bodega, Jonathan estudiaba economía en una prestigiosa
universidad del norte, Zachary comenzaba con su criadero de caballos,
Elton amaba la construcción y, tras diseñar y dirigir la obra de la casa del
rancho, se dedicaba a la arquitectura por encargo y Louis a la redacción de
artículos periodísticos firmados con pseudónimo. La única que no había
encontrado su rol era Emily, al parecer a lo único que podía aspirar era a la
maternidad y ni siquiera era un anhelo que le quitara el sueño.
La doncella de la muchacha puso mala cara antes de cerrar la puerta en
las narices de Zachary, por muchos modales impuestos, los hermanos aún
se manejaban como en los viejos tiempos, y no se llevaban demasiado bien
con esas extrañas normas de separación de sexos. ¿Por qué no podía estar
cerca de su hermana en soledad, a quien vio nacer y crecer? ¿o por qué de
pronto Emily tenía prohibido verlo con la camisa desarreglada,
descubriendo solo el nacimiento de su pecho cuando lo había hecho tantas
veces en el pasado? Las normas sociales le parecían demasiado absurdas,
como aquella que habían transmitido los ojos censuradores de la doncella:
«Su ala es aquella, señor, el ala de los caballeros. No puede caminar por
este corredor». Así que, por mucho que pagara la renta de esa lujosa casa
londinense, tenía prohibidas ciertas habitaciones y secciones. Absurdo.
Emily se apresuró a cambiar su vestido de día por un traje de montar.
Seguía detestando ir a mujeriegas, pero en aquel lugar no quedaba más
remedio. En el rancho aún cambiaba las faldas por pantalones, se había
hecho confeccionar algunos a su medida ya que hacía años que no
compartía talla con Louis. Tenía prohibido usar esas prendas en público,
pero para ir a montar por las mañanas o salir por las tierras Grant con sus
hermanos bastaban.
El traje que ahora lucía era incómodo y más estético que funcional.
Todo en ellos hablaba de dinero. Su hermano poseía un reloj de oro para el
bolsillo por cada chaleco que usaba, los bordados en hilos de oro y plata
decoraban cada una de sus prendas, sin contar con los tules, gasas, perlas,
plumas, sedas, pedrería y demás extras. Así que el pobre caballo que
eligiera esa mañana para pasear no acarrearía solo con el peso de Emily,
que no era una muchacha menuda, sino también el de todo su decorado. La
falda de terciopelo azul poseía una sobrefalda bordada con un delicado
intrincado similar a los pañuelos árabes, la misma cubría las piernas de
lado y terminaba en un enorme moño en la parte posterior que abultaba las
caderas femeninas en contraposición a la estrecha cintura. Cintura que
Emily debía forzar en demasía con el corsé. Jamás conseguiría esa finura
que exigía la época, de menos de sesenta centímetros. Ella, con suerte y
mucho trabajo, conseguía unos setenta y cinco, y cuando se observaba al
espejo pensaba que en cualquier momento se quebraría a la mitad. El
chaleco color crema con botones de perla cerraba sobre una camisa de
volantes que no hacía más que incrementar el tamaño de sus pechos.
Parecía una avispa empachada de miel. Sobre la trenza de mechones
rubios que surcaba su coronilla, la doncella colocó un pequeño sombrero
de lado, con un tul que caía hacia adelante, plumas hacia los costados y
perlas por doquier. Pobre caballo, pensó Emily con resignación, pobre
caballo y pobre de mí.
Zachary seguía ansioso aguardando por su hermana. Caminaba de punta
a punta del corredor de caballeros, que era el que daba al frente de la casa.
Se frenaba en el centro, y volvía en su andar. Cuando la doncella de Emily
dejó la habitación, Zachary le regaló una sonrisa burlona, como un niño al
que, en esa ocasión, no habían logrado pescar en su travesura.
—Vamos —exclamó Emily tan ansiosa como él. No soportaba más el
encierro ni la tortura que había sido colocarse esas prendas.
—Tú eliges primero el caballo, porque soy bueno —expresó él al
comprobar su vestuario.
—No lo haces por bueno —rio ella—, sabes que tienes ventaja al poder
montar apropiadamente.
La charla se daba en voz alta, nada de susurros para los Grant. El
problema… Sandra los oyó.
—¿Adónde van si se puede saber? —preguntó la mujer con un gesto
duro.
—A montar —contestaron al unísono.
—¿Sin haber comido antes? ¿Es que ustedes han olvidado alimentarse?
—La comida aquí es horrible —se quejó Zachary.
—Además, apenas si gastamos energía, madre —agregó Emily.
—Ninguno de los dos sale sin comer. ¡Desde el desayuno que no
ingieren nada! Están a punto de desaparecer —espetó la mujer mientras
los evaluaba con ojos llenos de preocupación. Los hermanos se miraron y
tuvieron que contener la risa ¿Desaparecer? Si Emily era de caderas
anchas y pecho abultado, Zachary apenas pasaba por una puerta común con
su metro noventa de altura y la amplitud de espalda.
—El desayuno fue hace dos horas, no es que…
—Y comiste como un pajarito —la interrumpió Sandra—, mírate nada
más. Ese chaleco te queda holgado. Nada de ir a montar. A comer y luego a
la modista que me recomendaron para que te tome las medidas y ajuste tus
vestidos. ¡Si la temporada empieza este mismo miércoles!
Sí, pensó la joven Grant, como un pajarito que come casi el total de su
peso en alimento. De todos modos, ambos hermanos acataron. Con
expresiones de tristeza y resignación, siempre hacían lo que su madre
pedía. Sabían de dónde provenía esa manía por alimentarlos a toda hora,
de una época en la que no siempre hubo comida en la mesa. Así como los
hombres habían encontrado en el dinero la posibilidad de cumplir sus
sueños, Sandra había hallado la paz de saber que sus cinco hijos jamás
pasarían hambre. Para la mujer, la moda no podía tener menos sentido.
Sabía que los Grant no eran gordos, bastaba con verlos como habían
llegado al mundo para saberlo. Huesos grandes, musculaturas firmes y
apenas unas libras de reserva componían sus cuerpos, y ella tenía por
misión asegurarse de que jamás usaran esas reservas.
Tras un tentempié de media mañana, la señora Grant solicitó el carruaje
y constató la dirección de la modista recomendada por George: Madame
Dumont. Dumont y L’mer eran consideradas las mejores de la temporada,
y conseguir que trabajaran para uno costaba un dineral. L’mer era más
prestigiosa que Dumont, pues atendía a los nobles de mayor envergadura.
Dumont, según había asegurado George, se coronaba como la reina de la
vanguardia y creía que por su apertura mental estaría más dispuesta a
atender a americanas por sobre las mujeres de la nobleza.
Emily decidió que no cambiaría su atuendo, no quería pasar una vez
más por las horas de tortura que significaba y Sandra consideró eso
sentido común. Además, agradeció la joven al subir al carruaje, el traje de
montar llevaba un corsé más ligero, con menos ballenas metálicas y con
una apertura pequeña que le daba movilidad al cabalgar. El único incordio
era la sobrefalda que Zachary, sin contemplaciones, manipuló para entrar
tras su hermana ganándose con ello una mirada de horror del lacayo.
—Gracias —musitó Emily en cambio, que también se mantenía ajena a
esas normas de decoro.
Sandra conversaba a viva voz sobre el paisaje y los edificios,
exclamaba con asombro lo mucho que le gustaría a Elton, o lo que se
inspiraría Louis, o lo que aprendería Jonathan. Sin contar con que siempre
agregaba «y lo orgulloso que debe estar Benedict». No quedaban dudas, la
señora Grant añoraba su tierra y su familia. No era la única; sin embargo,
los más jóvenes eran conscientes de que el abandono del nido se
aproximaba, en cambio, Sandra buscaba todos los motivos para
contenerlos a su lado.
El viaje fue breve, y los hermanos Grant comentaron cuánto más breve
hubiera sido de hacerlo a pie. El centro de Londres bullía en actividad a
esas horas, y como el inicio de la temporada era inminente, todos parecían
estar ahí. La tienda de Madame Dumont se encontraba a mitad de
manzana, con una pequeña escalinata que daba a la puerta principal donde
un lacayo aguardaba para abrir y recibir a los clientes. A los lados, en las
que serían las ventanas de la sala principal, se encontraban en exhibición
algunas de las delicadas telas con las que se confeccionaban los vestidos.
Zachary tenía prohibido el ingreso, pues Dumont trabajaba solo con
damas, y los pocos caballeros que atravesaban el umbral eran los ricos
nobles que deseaban acompañar a sus esposas y amantes. Para llevar a
cabo tal tarea, debían solicitar una cita fuera de hora de modo que la mujer
se asegurara la ausencia de otras mujeres. Zachary bufó molesto, de
haberlo sabido, salía a montar sin su hermana. Se sentía culpable de solo
pensarlo, conocedor del aburrimiento al que Emily era sometida. Optó,
entonces, por dirigirse a un café, un lugar frecuentado por la clase media y
que, de seguro, ayudaría a consolidar la imagen de brutos de los Grant.
Desde la mesa junto a la ventana, vio a su madre y hermana perderse en el
interior del local de la modista.
Emily miró derredor fascinada. Si bien la casa de alquiler estaba
decorada con un gusto exquisito, la sala de espera de Dumont la superaba
ampliamente. Tenía tupidas alfombras que ahogaban los pasos, decoradas
en tonos tierra, algunos sillones de estilo Luis XV para que las mujeres
aguardaran de manera cómoda a que fueran atendidas, y una enorme araña
con gotas de cristal e infinidad de velas que colgaba sobre sus cabezas y
que obligaba a alzar la vista para contemplar las delicadas molduras de
yeso del cielorraso. El empapelado de las paredes, blancas, cortaban su
armonía con enormes tapices que dejaban ver escenas de suntuosos bailes.
—Buenos días… mi… señora y señorita —completó una ayudante al
observarlas. Les brindó una cálida sonrisa de cortesía—. ¿En qué podemos
ayudarlas?
—Buenos días. —La mano de Sandra se extendió por costumbre, y la
ayudante expresó desconcierto. La señora Grant la dejó caer al notar su
torpeza—. Mi hija, la señorita Emily Grant —la presentó, y tiró de ella
para que dejara de mirar todo con la boca abierta—, necesita que le tomen
un poco los vestidos. Ha perdido mucho peso en el viaje, ya sabe,
altamar…
La mujer frente a ellas seguía con el rostro inescrutable, la sonrisa
cortés y el silencio absoluto mientras la señora Grant contaba, con su
particular acento, casi toda su vida. Desde lo que comían en California y
las actividades que allí llevaban, hasta la vida de una tal señorita Linda
que era la mejor costurera —sí, había usado el término costurera—, del
sur de los Estados Unidos. Sandra se calló recién cuando se percató de que
su charla en voz alta había llamado la atención de las clientas del lugar y
de la misma Madame Dumont. Varios rostros se hicieron presentes en la
sala de recepción, lo que le llevó a Emily a adivinar que esa gran puerta de
doble panel que se abría al fondo daba lugar a otras salas, individuales,
donde las clientas eran atendidas y se probaban los vestidos. De pronto,
sintió gran pudor, y sus mejillas se sonrojaron ocultando las pecas por
completo.
—Buenos días, señoras —cortó el incómodo momento Dumont—, soy
Madame Dumont, ¿en qué puedo servirles?
El acento de la mujer tenía un fuerte dejo francés, casi exagerado.
—Un gran amigo nuestro, George… eh, Sir George L. Brown —se
corrigió Sandra de manera apresurada—, nos recomendó sus servicios y…
La señora Grant iba a comenzar a contar toda su vida de nuevo, y Emily
se avergonzó tanto que sintió culpa. Jamás en sus dieciocho años de vida
se había avergonzado de su madre, hasta ese momento. Una joven mujer
que se había asomado por el corredor las miraba como espectáculo de
circo. Era tan bella y delicada que, aun así, con un vestido a medio
colocar, destilaba más estilo y glamour del que Emily podría mostrar en
toda su vida. Susurraba algo a otra joven, una que compartía la belleza
pero no el porte, los ojos azules de la más joven se escondían detrás de
pesadas gafas y su cabello renegrido estaba recogido en un moño simple,
como el de las doncellas.
A la señorita Grant las mejillas le ardían tanto que tuvo que refrescarlas
con el dorso de su mano sin guantes. ¡Los guantes!, exclamó en
pensamientos. Comenzaba a lamentar todas las ideas de esa mañana, desde
no cambiar su traje de montar, como el de acceder a los planes de Sandra.
De pronto, dejó la nebulosa de bochorno atrás para centrarse en lo que
sucedía. Su madre discutía a viva voz con la madame, mientras la bella
mujer, Lady Anne había escuchado que se llamaba, se burlaba ya sin
ocultarlo. ¿De qué?, mejor dicho, de quién. De ella. De su atuendo de
montar lleno de adornos, de que fuera vestida así sin caballo, de que al
parecer con aflojar el corsé volvería a llenar la talla sin problemas…
—¡Oh, por Dios, Lady Anne! ¿Qué sabes tú de belleza? De verdad te
riges por los británicos ¿has visto cómo prefieren su puré? Igual de soso
que tú. —La defensa llegó de una melodiosa voz que avanzaba, sin
preocupaciones, por el corredor. A esa voz de ángel le siguió una figura no
muy distinta a la de las mujeres Grant, solo que, a diferencia de ellas que
llevaban sus cuerpos con practicidad, la mujer lo hacía con porte de reina.
En esos momentos, no solo Emily quería desaparecer. Madame Dumont
empezó a abanicarse con ahínco. Sus mejores clientas se estaban peleando
entre sí, nada bueno podía salir de eso.
—Creo saber un poco más que tú, Lady Mariana, por lo menos de
británicos. ¿O debo recordarte tus orígenes?
—A ninguna de nosotras nos conviene ir por ese lado, pero a ti menos,
pues de las dos eres la única que se avergüenza de ellos. Además, y
volviendo al punto anterior, te recuerdo que yo llevo una alianza de un
vizconde inglés, uno que se casó conmigo en la flor de la edad —agregó
con malicia, haciendo hincapié en el matrimonio concertado de Lady Anne
con Lord Merrington—, ¿y tú? ¿Aún esperas ser la próxima Lady Sutcliff?
Quizá debieras escuchar nuestros consejos, comer un poco más y, cuando
tengas algo más que ofrecer que ya no hayas ofrecido, Lord Webb te
proponga matrimonio.
Los ojos de las presentes comenzaban a abrirse en desmesura con cada
acusación. Emily no sabía de quiénes demonios hablaban, quiénes eran
ellas, quién era Lord Webb, ni cuáles eran los escandalosos orígenes de
ambas, lo que sí concluía era que la tal Lady Mariana había acusado a
Lady Anne de tener de amante al mencionado hombre, y al parecer, la
joven mujer quería cambiar eso. La puja cumplió el cometido de quitar el
peso del pudor de los hombros de la muchacha y, con cariño, le rodeó los
hombros a su madre. Se sentía mal por haberse avergonzado, al igual que
esa mujer que había salido en defensa, ellas no tenían nada qué lamentar
de su pasado.
—Vamos, madre. Ya conseguiremos a alguien…
—¡De ninguna manera! —interrumpió la huida Lady Mariana—.
Madame Dumont, si usted no atiende a esas damas…
—¿Damas? —fue el burlón comentario de Lady Anne—, basta verlas
para saber que no lo son, milady. Mira…
—Sí, damas —sentenció la vizcondesa—. Y si usted, Madame, no las
atiende como se merecen, entonces cierro mi cuenta aquí y me buscaré
otra modista.
Madame Dumont palideció y comenzó a balbucear una respuesta
afirmativa que Lady Anne cortó.
—Y si las atiende como si estuvieran a mi nivel —remarcó la viuda de
Merrington—, entonces seré yo la que me marche con otra. —Alzó el
mentón de manera desafiante.
—Oh, por favor —se lamentó la señora Grant. Se la veía compungida,
cosa rara en ella. Tanto la madre como la hija estaban acostumbradas a los
desplantes, pero siempre por la espalda, algo que podían digerir con té y
pastelitos mientras despotricaban en su salón. Jamás se habían visto
envueltas en algo semejante, y por desgracia, tantos lady, lord, vizconde,
conde y otros títulos habían cumplido la tarea de intimidarlas—. No debe
hacerlo, madame —balbuceó la mujer—, nos iremos nosotras y
olvidaremos que esto ha sucedido. —Se giraron para marcharse, y se
encontraron con el robusto cuerpo de Lady Mariana impidiéndoles el paso.
—Tic, Tac, Dumont —dijo la mujer—, si se marchan, me marcho.
—Si se quedan, me marcho —contradijo Anne.
Dumont bajó la mirada, rendida. Esas riñas de nobles eran parte del
trabajo, al igual que la supuesta rivalidad con L’mer. Rivalidad que no era
tal y que las llevaba a tener sus agendas repletas de pedidos. En esa
ocasión, la habían acorralado. Mariana tenía muchos contactos, Anne tenía
una figura infernal que hacía que muchas clientas fueran corriendo a
pedirle que les confeccionara un vestido que las hiciera lucir así…
—Ambas han hablado de sus supuestos orígenes —intervino la señora
Grant y volvió a hablar como Emily sabía que podía hacer, con una
autoridad que llamó a todas al silencio. Esa era su madre, y la joven Grant
sonrió orgullosa—, si es así, entonces ambas saben lo duro que es abrirse
camino en la vida. Puede que lamente este desplante, que crea inapropiado
lo que han dicho… Lady Anne, aférrese a la belleza tanto como pueda,
pues se termina, y no le quedan tantos años de ella. Lady Mariana, gracias
por salir a nuestro favor, los Grant recordamos a quienes nos dieron una
mano. Pero esto se termina aquí y ahora, nos marchamos y no
perjudicaremos el trabajo de una mujer que se gana el pan, eso es más
importante que un par de centímetros en la cintura de mi hija. —Alzó el
mentón, tomó del brazo a Emily y dejó el lujoso salón como una reina sin
corona.
Dumont largó el aire, Lady Mariana sonrió… así que Grant ¿eh? Esas
mujeres merecían estar en su círculo, pensó con satisfacción. La única que
había perdido de verdad en la disputa era Lady Anne, quien quedó como
una cabeza de chorlito, superficial y con pocas luces para conseguir
marido. Ya verían esas dos, prometió, quien reía último reía mejor, y ella
lo haría desde el altar junto a Lord Webb.

Lady Thomson reconocía a un americano ni bien lo veía y, sobre todo,


cuando lo oía; y no podía evitarlo, cuando de mujeres del otro lado del
océano se trataba, se lanzaba a la aventura. Siempre hallaba argumentos
para justificar su afición de madrinazgo, los negocios de Lord Thomson
crecían de la mano de los extranjeros, en especial de los del continente
occidental. El nombre de George L. Brown hizo eco en su memoria, había
tenido el placer de conocerlo tiempo atrás, no era uno de los socios de su
esposo, pero en un futuro no muy lejano podría llegar a serlo. Con eso ya
le bastaba, para ella y su esposo. Además, su tan característica empatía le
permitía ponerse en los zapatos del otro, en primera persona sabía lo
difícil que era intentar hacerse un lugar dentro de la aristocracia británica,
y sin una amistad adecuada, era una tarea hercúlea. Para suerte de las
Grant, lady Thomson no creía en lo imposible. Se despidió de madame
Dumont movida por la ansiedad, por supuesto, antes de poner un pie fuera
del lugar, tuvo que repetirle una y otra vez que el vínculo de modista-
clienta no se había roto como consecuencia de la partida de las mujeres.
—No se preocupe, la semana próxima estaré de regreso, solo he
recordado que otros asuntos requieren de mi presencia inmediata —dijo
eso sin quitar los ojos del cristal de la vitrina principal, desde ahí podía
ver a las Grant, estaban a la espera de un carruaje—. Aunque yo que usted,
madame, revaluaría el comportamiento de algunas de sus clientas, no hay
peor vulgaridad que la que sale de la boca.
Eso fue una daga directa al pecho de Lady Anne, la furia tiñó de rojo
ardiente las mejillas de la joven mujer. No iba a continuar ese intercambio
de palabras con la vizcondesa, sus posibilidades de ganar eran nulas, y eso
no era todo, el vínculo de los Thomson para con los Sutcliff se fortalecía
día a día, y Anne no deseaba que su papel de viuda frágil y delicada se
hiciera trizas a causa de unas brutas extranjeras. Se mordió los labios y
empujó a su hermana hacia el interior del vestidor.
—Thelma, ayúdame con este maldito vestido...
Thelma no reaccionaba, todavía estaba fascinada por lo vivido minutos
atrás, que alguien se atreviera a bajarle el ego de un hondazo a su hermana
siempre era algo para el silencioso disfrute.
—¡Thelma! ¡Maldición... —bufó por lo bajo para que las demás
clientas no la oyeran— regresa a la tierra, la luna te queda demasiado
grande!
—Lo... lo siento —Casi que tartamudeó, lo hacía solo ante situaciones
incómodas, y quien conocía a la auténtica Lady Anne sabía que vivir junto
a ella era una incomodidad constante—. ¿Qué necesitas?
—Que te muevas, Thelma... que te muevas y me ayudes con el vestido.
—Se giró para que le desprendiera los botones—. Si Lady Thomson se
marcha, nosotras también.
—Pe... pero si recién hemos llegado. —Anne se había probado solo dos
vestidos, para ella eso significaba estar «recién llegadas», las visitas a la
tienda Dumont solían consumir gran parte del día.
—Tú nunca entiendes nada, ¿verdad? —Era una batalla de orgullos,
quedarse significaba otorgarle el triunfo a Lady Mariana—. ¡Vamos,
apúrate!

Todas estaban apuradas, en especial, las Grant. Para lamento de ambas,


dada la zona céntrica y concurrida, el cochero se había visto obligado a
llevar el carruaje a un par de calles de ahí. Zachary, que había contemplado
la abrupta salida de las mujeres desde el otro lado de la acera, salió al
rescate y a la captura del carruaje, por lo que solo les quedaba esperar.
Lady Mariana les hizo compañía de inmediato, ellas apenas la
percibieron, el momento vivido les había menguado la atención y los
ánimos.
—¡Vaya, qué casualidad, nos volvemos a encontrar! —bromeó con una
sonrisa contagiosa en los labios. Así sucedió, ni bien Sandra y Emily
giraron hacia ella, sonrieron—. Ahora que estamos en buena compañía —
dijo guiñando el ojo en complicidad a Emily—, hagamos las
presentaciones como es debido. Lady Mariana Thomson ante ustedes.
Sandra Grant no podía arrancar la raíz de sus costumbres, ni bien la
palabra «presentación» resonó en su cabeza, su mano se extendió de
manera automática hacia la mujer y, cuando cayó en cuenta de su
comportamiento tan poco apropiado para la nobleza, se detuvo a medio
camino. Tanto Emily como ella habían oído que la mujer era una
«vizcondesa». Con el mismo automatismo con el que Sandra extendió la
mano, la retrajo. Antes de que pudiera excusarse y ocultar el gesto,
Mariana se aferró a su mano para corresponder con un suave apretón.
—Por favor, Londres y la nobleza británica pueden ser un auténtico
veneno, y la mejor manera de ser inmune es manteniendo las barreras de
nuestros orígenes en alto.
—Pues nos han dicho lo contrario. —Emily evadió las reglas
protocolares recién aprendidas y habló sin previa autorización.
—¡Emily! —Sandra le llamó la atención, no porque así lo quisiera, sino
porque el manual londinense lo demandaba.
Mariana rio. La muchachita rubia y rozagante, con unas curvas muy
poco vistas por esos lares, le resultó por demás simpática. Tenía una
belleza y un encanto muy peculiar, por no decir rústico.
—¿Y de quién lo has oído? Déjame adivinar... ¡de algún inglés!
Emily se sonrojó, y la timidez la llevó a encorvarse. Se hizo pequeñita,
y eso que no lo era, su contextura no era fácil de ocultar.
—Emily, niña... —susurró mamá Grant a modo de dulce reprimenda—,
la espalda erguida, la frente arriba.
—Hazle caso a tu madre, dulzura, que Londres no te intimide.
—Eso no es tan fácil, Lady Thomson, por lo menos no para nosotros —
alegó la señora Grant con los ánimos en alza.
—Nunca lo es, señora Grant.
—Sandra, por favor, llámeme Sandra.
—De acuerdo, Sandra... —Le hubiese encantado retribuirle con lo
mismo, pero presentía que iba a hacer más mal que bien, ella no tenía
problema en que la llamaran por su nombre, no así el resto de la nobleza,
hacerlo podría convertirse en una sentencia—. Por eso... —continuó para
no dilatar más su verdadera intención, su carruaje estaba ya dispuesto para
ella—, si me lo permiten, me gustaría hacer más sencilla su estadía en la
ciudad. Todos necesitamos de amigos locales...
—Oh, Lady Mariana, es muy amable de su parte, pero no tiene que
tomarse la molestia.
Las Grant eran de armas tomar, se lanzaban a tempestades solas, se
enfrentaban a los leones hambrientos.
—No es una molestia, al contrario, es un placer, de hecho... —Podía
percibir la naturaleza independiente de las mujeres, y eso hacía que el
agrado fuese mayor—, en el presente cuento con visitas americanas, hay
dos jovencitas como tú, Emily... una de Boston, otra de Virginia, y en
breve otra se sumará, de seguro te encantará conocerlas. Creo que una
protocolar reunión de té en mi casa tendrá doble función, entretenerlas y
prepararlas para lo peor. —Era más que lógico suponer el motivo de sus
presencias en el país: el inicio de la temporada—. ¿Qué me dicen?
El brillo en los ojos de Emily fue la respuesta esperada, para las
jóvenes británicas, una americana no era buena compañía, en
consecuencia, estaba sufriendo la soledad a la fuerza, no le quedaba más
alternativa que pasar el tiempo libre con Zachary, cuya idea de
entretenimiento se escapaba, por lejos, de las actividades ideales para
jóvenes damas. Sandra consideró esto último y, aunque no tenía deseos de
comprometer a la vizcondesa con una relación de amistad tan poco
beneficiosa —ya estaba por demás claro que para los snobs británicos, al
igual que para la élite americana, el dinero de los nuevos ricos tampoco
justificaba la aceptación social— salvaguardar el espíritu de Emily valía
la pena. ¿Qué era lo peor que podía suceder?
En ese preciso instante, el carruaje de las Grant hacía su llegada con
Zachary incluido, el gran muchachote, sin prestar atención alguna a su
alrededor, abrió la portezuela, y con todo el peso de su cuerpo, impactó en
la acera justo en una baldosa floja que albergaba debajo de ella un poco de
agua estancada. El salpicón fue a parar de lleno a la falda de Mariana.
—¡Zachary Grant! Tienes que ser más cuidadoso, muchacho. —Por
primera vez desde la llegada a Londres, las mejillas de Sandra se
enrojecieron por la vergüenza.
Los ojos de Lady Thomson recorrieron el cuerpo de Zachary de punta a
punta.
—¿Y todo esto es un Grant? —preguntó conteniendo las ganas de reír
con desparpajo. El «muchacho» de muchacho no tenía nada, era todo un
hombre, con unas cualidades físicas envidiables; para observarlo por
completo, la cabeza de Mariana debía de tocar su espalda. ¡Estaba a un
paso de la torticolis! Si alguien se atreviera a preguntarle a la vizcondesa
qué era lo que más le gustaba de América, desde ese día en adelante, diría:
los hombres americanos.
—Lo siento, milady —dijo Zach con una dulzura que parecía en
desarmonía con su cuerpo—. Todavía no me acostumbro a estos carruajes,
creo que no son aptos para mí... como el resto de Londres —agregó con
una sonrisa final.
—No te preocupes, muchacho... apenas se nota —dijo comprobando el
estado de su falda. Era verdad, el tono azul se había fundido con la
suciedad—. Con respecto a lo otro, tienes razón, a Londres le estaría
faltando más muchachos como tú —confesó con un travieso aire de
picardía, y volvió a guiñar un ojo a Emily —. Retomando... aún no han
aceptado mi invitación.
Lady Anne atravesó la puerta de la tienda Dumont imitando la salida
triunfal de la vizcondesa, la de ella tuvo otro efecto, solo capturó la mirada
de los hombres; deslumbraba, era imposible negarlo. Las miradas de las
mujeres iban en dirección a su sombra, la pobre Thelma, que cargaba una
pila de cajas con sombreros. La muy pobrecita, encima que contaba con
gafas para sopesar los problemas de vista, tenía una barrera de cartón que
le impedía ver hacia adelante, si a eso se le agregaba la sutil pero real
renguera que tenía desde pequeña a causa de la polio, como resultado final
obtenías una catástrofe. Una catástrofe de la moda.
Tal vez fue un imperceptible trastabille, o el leve empujón del hombre
que pasó a su lado como si no existiera. Tal vez tenía la cabeza en otro
lado, otra vez en la luna, esa que, a Dios gracias, no habitaba con Anne.
Como fuera, las cajas de sombreros fueron a parar al piso. Una de ellas
rodó por la acera hasta la calle, se abrió, y el delicado accesorio que se
hallaba en su interior, deseoso de escapar de las garras de Lady Anne —
porque, para qué mentir, lo que tenía de bella por fuera, lo tenía de arpía
por dentro— se dejó llevar por el viento y se refugió debajo el carruaje.
—¡Thelma, mira lo que has hecho! ¡Recógelo ahora mismo!
¿Recogerlo? ¡Cómo si fuese tan sencillo! Debía dejarse caer de rodillas
al suelo y extender el brazo a una distancia que no alcanzaría. Ni mención
hacer que la falda de su vestido se mojaría con el agua estancada de los
adoquines. Thelma no tenía intenciones de discutir con su hermana, no
contaba con las fuerzas para hacerlo, las había perdido años atrás, desde
que su padre había muerto. No discutía, no desafiaba, Thelma acataba; sin
la belleza y la gracia de su hermana, no había conseguido esposo, y sin
esposo, no tenía sostén económico. Recibía las migajas que su hermana le
obsequiaba bajo sus normas y demandas. Sin más, para dar por finalizada
la espantosa escena, respiró profundo y se aferró a la falda dispuesta a
acuclillarse... El cuerpo de un hombre, un gran hombre, se interpuso entre
ella y el sombrero. Es más, la detuvo antes de que sus rodillas tocaran el
suelo.
—Por favor, señorita, permítame ayudarla.
La voz de Zachary, intensa, profunda y amable a la vez, atravesó los
oídos de Thelma llevándola a la inmovilidad total. El hombre tenía
grandes y largos brazos, pero la contextura ancha de su torso no le
permitía obtener la comodidad necesaria para llegar al preciado objeto, sin
otra alternativa, apoyó la rodilla sobre los adoquines mojados, y llegó
hasta él. Desde esa posición, le entregó el sombrero a Thelma que seguía
acuclillada a escasos centímetros de su cuerpo. Zachary sonrió cuando
notó que las manos de la muchacha temblaban.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Por supuesto que se encuentra bien —gruñó Anne, fastidiada, ya no
por el hecho del sombrero, sino porque acababa de comprobar que el
amable, atractivo y musculoso caballero formaba parte del séquito de las
desagradables americanas que le habían arruinado la tarde en la tienda
Dumont. Y eso no era todo, la vizcondesa estaba junto a ellas también. Le
arrancó el sombrero de la mano a Zachary y, con desgano, moduló un
pobre «gracias». Luego arremetió contra su hermana—. Thelma, levántate
de una buena vez.
Thelma no iba a levantarse, no mientras ese hombre se mantuviera de
rodillas ante ella sonriendo.
La presión de la mano de Anne en su brazo hizo de las suyas, tiró de
ella para romper el hechizo. Lo consiguió. Casi a la rastra, logró meterla
dentro del carruaje, luego le demandó al cochero que se encargara del
reguero de sombreros por ellas.
De la boca de la muchacha no salió palabra alguna de agradecimiento, y
Zachary no se lo tomó para nada personal, al contrario, el silencio de
Thelma no había sido ocasionado por esos aires de superioridad
londinense que él detestaba, sino por una notoria timidez. Le fascinaba la
timidez en las mujeres, en su continente, en este y en cualquier otro.
Cuando el carruaje de las hermanas se alejó, Zachary fue sorprendido
por un brazo desconocido, el de Lady Mariana. La mujer parecía encantada
con lo que había visto.
—Voy a repetir mis palabras de minutos atrás, a Londres le estaría
faltando más muchachos como tú, Zachary Grant. —Juntos avanzaron
hasta reencontrarse con Sandra y Emily—. Si fueses una muchacha, sin
duda te convertiría en la sensación de la temporada —bromeó, y Grant no
pudo evitar lanzar una carcajada al aire.
—¿Puedo cederle mi puesto a alguien? —preguntó con picardía, a
diferencia de su madre y hermana, Zachary sí tomaba todas las
oportunidades que se le cruzaban—. Conozco una Grant que ha cruzado el
océano justo para eso. —Se detuvieron frente a Emily, la observaron de
pies a cabeza—. ¿Qué opina?
Emily fulminó con la mirada a su hermano y se enrojeció de la
vergüenza una vez más. Tenía esa extraña capacidad, la expresar dos
sentimientos dispares a la vez.
—Qué tiene el material para serlo. —Sí, necesitaba pulirse, pero tenía
la materia prima para ser una auténtica dama inglesa. Emily Grant era la
clase de aventura casamentera en la que a Lady Mariana le encantaba
embarcarse—. Siempre y cuando acepten mi invitación, aún no lo han
hecho.
Se sintieron acorraladas, primero por la vizcondesa; segundo, por
Zachary, que parecía haberse convertido en amigo íntimo de la mujer en
cuestión de segundos. Sandra no podía imaginarse compartiendo el té de la
tarde con una vizcondesa y sus amistades, de todas maneras, aceptó, por el
bien de su hija. Porque al fin de cuentas, ese viaje... todo se trataba de su
hija.
—Nos encantaría aceptar su invitación, Lady Thomson. ¿No es así,
Emily?
Muchachas americanas en territorio británico, eso era comparable a una
gota de agua en el desierto. ¡Por supuesto que estaba encantada! Sonrió de
par en par. Londres comenzaba a agradarle un poco más.
CAPÍTULO 2

Las nuevas amistades fueron beneficiosas para todo el pequeño clan de


los Grant. Sandra comenzaba a disfrutar de las excentricidades de Lady
Thomson; el comportamiento de la vizcondesa, un tanto fuera de lo común
con respecto al resto de la nobleza, le sentaba de maravillas a mamá Grant.
Además, gracias a ella y a las exquisitas tardes de té, gozaba de la
compañía de Grace Monroe, otra americana que le hacía de carabina a una
jovencita que se encontraba en las mismas circunstancias de Emily, pero
que, a diferencia de su hija, debía contraer matrimonio sí o sí por cierto
escándalo que Sandra no tenía intenciones de indagar. Por su parte, Emily
también estaba disfrutando a lo grande con las nuevas amistades, aunque
una de ellas, Vanessa, originaria de Boston, lograba alterarla e
incomodarla más rápido que todos sus hermanos juntos. En cuanto a
Zachary, sin lugar a dudas, había sido el más favorecido con el giro de los
acontecimientos, ya no tenía que procurarles entretenimiento a su madre y
hermana, no requerían de su presencia constante para cortar con la
aburrida monotonía londinense, lo que le permitía a él explorar el otro
Londres, el de los hombres, con apuestas, juegos y mujeres de por medio.
Las cuatro jovencitas estaban a un día de su debut social, Lady
Thomson se adelantaba a la temporada con una fiesta previa, tal como
solía hacerlo cada año. Se esperaba máxima concurrencia y la asistencia
de los nobles del más alto rango. Emily estaba ansiosa, y cuando esa
emoción la atacaba, la combatía atragantándose con cuanta cosa se le
cruzara al camino de su boca. Y en la mansión Thomson, había delicias
para tentar a cualquiera, en especial a las ansiosas.
—Veo que el apetito hoy te desborda —le susurró al oído la joven de
Nueva York al ver la mirada de desagrado en Vanessa—. Tienes crema en
la comisura de tus labios. Ten... a mí suele sucederme lo mismo —dijo
acercándole una servilleta.
—Oh, gracias... —Se quitó los restos de la boca y le sonrió a modo de
muestra.
—Perfecto —finalizó Miranda.
Sentía más afinidad con ella, Miranda Clark; a diferencia de Vanessa y
Cameron —la jovencita de Virginia—, ellas no habían nacido en cuna de
oro, y carecían de los modales refinados que las otras poseían por pura
naturaleza. La historia de las familias era bastante similar, lo conseguido
había sido a fuerza de trabajo, y para qué negarlo, en el caso de los Grant,
también de una dosis de suerte.
—¡Y la señorita Clark tenía que arruinar todo! —replicó Vanessa
Cleveland, la bostoniana, con su habitual tono de sarcasmo—. Tenía
intenciones de comprobar el tiempo que duraría ese rastro de crema en su
rostro.
—¿Para qué? ¿Para burlarte de ella? —acusó Cameron, la joven de
Virginia, que era una florecilla perfecta de modales y buenas costumbres.
—Sí y no. Es preferible que yo me burle de ella ahora, y no toda la
nobleza después.
Tenía un buen punto, aunque las técnicas de aprendizaje no eran muy
amables que digamos.
—No puedo evitarlo, cuando estoy ansiosa, como... como en exceso
—Ahora entiendo todo —remarcó Vanessa recorriendo el cuerpo de
Emily con total descaro—, has vivido con ansiedad toda tu vida, entonces.
Tarde o temprano iba a suceder, Emily lo sabía, y el resto de las
jovencitas también, las curvas de su cuerpo contaban una historia muy
poco habitual, esa clase de historia que nadie lee, porque les desagrada,
porque no les parece atractiva, o simplemente porque la juzgan por su
portada.
—¡Vanessa! —Cameron era la que más tiempo llevaba vinculada a la
joven de Cleveland, como ella, había sido una de las primeras en llegar a
Londres. Por eso se dio el permiso de reprenderla por el comentario.
—Bien, me callo. Yo también tengo derecho a degustar los pastelitos de
cocina francesa, por lo menos corta con tanta comida desabrida… pero
sepan que no hacen ningún favor, esto es una farsa, una actuación costosa,
más costosa que las del teatro, así que, si queremos salir bien paradas,
debemos aprender el papel que nos toca.
Sí, pensó Cameron con un dejo de tristeza, era una farsa y ella era
excelente actuando. No quería darle la razón a Vanessa, pero de nada valía
discutir cuando tenía un punto, de modo que hizo lo que correspondía,
asentir y cambiar de tema en un leve movimiento.
—Hablando de figuras que no sean las nuestras —dijo la virginiana—,
¿leyeron el último artículo del Doctor C?
El enigmático Doctor C escribía sus notas en un folletín para damas
londinenses: Lady & Society, y Cameron se había hecho adepta a sus
publicaciones. Era la primera en comprarlas y compartirlas con las demás.
—No —agradeció Emily el cambio de tema—, ¿de qué habla esta vez?
—De lo mismo que nosotras…
—Seguramente con menos atino —interrumpió Vanessa con una
sonrisa socarrona.
—¡Eres imposible! —se quejó Miranda—, vamos, Cameron, no le
hagas caso y cuenta, que no he podido comprarla.
—Eso es porque la señora Monroe no es tan excéntrica como Lady
Thomson. —Sonrió Cameron. La joven de Virginia era la única hospedada
bajo el techo de la vizcondesa junto a su odiosa tía. La lectura, de lo que
fuera, era lo único que la salvaba de la locura—. Bueno, volviendo al
tema, habla de los cánones de belleza de la sociedad británica. Ha armado
un gran alboroto y por poco lo censuran, porque los ha comparado con…
—La voz de la muchacha se hizo un susurro— un corsé.
—¿Por qué susurras? —exclamó la señorita Cleveland.
—Por lo mismo que casi prohíben la nota… no se puede hablar de ropa
interior femenina en voz alta.
—¡Por Dios! —En esta ocasión fue Miranda la que coincidió con
Vanessa—, es que no se puede hablar de nada aquí.
—Del clima —musitó Emily por lo bajo, el tono era de sarcasmo, pero
su voz dulce y su porte tímido hacía parecer que todo lo que decía era muy
en serio. La bostoniana arqueó las cejas con cierto deleite, esa versión de
la señorita Grant era la única que le caía bien, y la muchacha se
empecinaba en ocultarla—, por fortuna para los ingleses, en esta isla el
tiempo cambia minuto a minuto. En California, que apenas llueve dos
veces al año, se morirían del aburrimiento. «Otro día de sol, otro día de
sol, qué raro está el clima… soleado».
Miranda rompió en una sonora carcajada que le granjeó la mirada de
divertida censura de la mesa de las matronas. Todas menos Eleanor De
Luca, la tía de Cameron, mujer odiosa como pocas. Vanessa mostraba una
media sonrisa satisfecha, mientras que la señorita Madison ocultaba la
suya con decoro detrás del borde de la taza de té.
Comentaron un poco más el artículo antes de despedirse; aunque
coincidía con el Doctor C, de nada valía para Emily, ella debía ajustar las
cintas, agregar ballenas y contener el aire, tanto de manera física como
metafórica. Ni su figura ni su carácter se ajustaban, y los londinenses eran
un corsé demasiado fuerte y rígido para luchar contra él.
Se asfixiaría, estaba segura…

***

La fiesta de apertura de temporada de Lady Thomson había alterado los


nervios de los Grant. Para colmo de males, Zachary no había podido
excusarse y le correspondía cumplir con la tan amable anfitriona.
Le debían tanto…
Lady Mariana, la antigua soprano italiana y actual vizcondesa, era una
de las mujeres mejor relacionadas de Inglaterra y, además, muy generosa.
No dudaba en compartir su éxito con quienes apreciaba, y parecía haber
resguardado bajo su ala protectora a los Grant. El motivo, según ella, era
que conocía el desprecio de la élite en carne propia.
Como fuera, era la primera vez que los californianos asistirían a un
evento de esa envergadura que en nada se parecía a las fiestas americanas.
Un par de reuniones llevaban en Londres, menores y reducidas, y eso
bastaba para saber que una fiesta todo a lo alto los intimidaría.
Emily estaba tan asustada que no opinó sobre el atuendo elegido. Por
desgracia, aún no habían logrado conseguir una modista y solo contaban
con las dotes de la doncella de la joven para arreglar los vestidos. Sandra
parecía dudar sobre la elección, las joyas, los tocados y cada detalle.
Estaba segura de que debían mostrar que, pese a no tener sangre noble, sí
tenían dinero a raudales.
—Ay, Emily, querida —se quejó la mujer—, es que es lo único que
tenemos para ofrecer, debemos mostrarlo todo —acotó sin percatarse de
que sus palabras herían hondo en el espíritu de su hija.
Emily jamás se había acomplejado hasta el momento, nada tenía de qué
avergonzarse. En California era una muchacha alegre, feliz, algo díscola y
enérgica. Con sus cabalgatas al amanecer, sus atuendos masculinos y sus
modales francos. Tampoco parecía molestar su aspecto corpulento ni las
pecas en su cutis. En Londres, en cambio, daba la impresión de que toda
ella estaba fuera de lugar, y comenzaba a hacer mella en su ánimo.
No quería darle la razón a Vanessa… no. Había escapado de las lenguas
viperinas de América como para tener que lidiar con ellas ahí en
Inglaterra. Vanessa con su educación y su actitud soberbia le recordaba
que en Estados Unidos tampoco los aceptaban, Cameron, por suerte, le
mostraba la otra cara. No todos los que habían nacido en cuna de oro eran
despectivos… aunque últimamente le costaba encontrar ejemplos.
No debía ser injusta, se dijo, enderezó la espalda, tomó aire y dejó que
Kim, la doncella, ajustara más las cintas del corsé. Lady Mariana era una
buena mujer… Y tiene orígenes humildes, completó su mente. Al igual que
Miranda, la otra señorita americana con la que tan bien se llevaba. Intentó
hacer un recuento de las personas que había conocido hasta el momento y
quiénes habían sido amables, luego filtró esa escasa lista por aquellos que
no tenían un pasado de trabajo duro y el resultado daba dos. Dos personas
nada más: Cameron y Lady Daphne Webb. Bueno, está bien, Vanessa cada
tanto, agregó para sentirse mejor y llevar su resumen a dos personas y
media. Sonrió.
Se colocó las medias de seda que eran tan suaves y delicadas que
parecían una segunda piel. Terminaban en una línea de encaje bordado a
mano y en un liguero que se unía a sus pololos. Le resultaba lindo y
femenino, lástima que eso fuera por debajo y nadie pudiera verlo. La ropa
interior era un gusto culposo de Emily, lo único que podía elegir ella sin
preocuparse por cómo se vería o por su practicidad. Una vez enfundada en
ella, Kim la ayudó con la bata y la instó a sentarse en el tocador para
comenzar con el peinado. El corsé fue una tortura, y para evadirse del
dolor físico volvió a concentrarse en la gente amable.
Lady Daphne Webb era la hija del conde de Sutcliff y la sensación de la
temporada. Tenía apenas dieciséis años y todos daban por sentado que se
casaría ese mismo año, los pretendientes parecían caer rendidos a sus pies.
Emily no podía culparlos, ella había caído rendida ante los encantos de la
dama de modales amables, sonrisa sincera y un brillo pícaro en la mirada.
Lady Daphne tenía prohibido entablar relaciones con las americanas de
Thomson, como había escuchado que las nombraban, pero la joven había
hecho oídos sordos.
Emily había atado cabos, no conocía demasiadas personas en Inglaterra
y los pocos nombres le quedaron grabados en el recuerdo. Sutcliff, Webb,
Lady Anne y el maldito encontronazo en la tienda Dumont. Se había
atrevido a preguntarle a Daphne en privado.
—Sí, el Lord Webb del que hablan es mi hermano. —La afirmación fue
acompañada de una expresión de hastío burlón, como el que Emily usaba
cuando las anécdotas de Louis la superaban—. En la fiesta de Lady
Thomson te lo presentaré, no es tan malo como parece.
—¿Es verdad que se va a casar con Lady Anne? —preguntó curiosa.
—¡No! —exclamó la muchacha—. La ha dejado —completó el chisme
en un susurro—, aunque al parecer Lady Anne no se ha dado por vencida.
¿Sabes? No debería decirte esto…
Emily se inclinó hacia su compañera de té con intriga. Le agradaba
tener amigas mujeres, con quien compartir cosas. Adoraba a sus hermanos,
y la libertad que el mundo de hombres le ofrecía, sin embargo, la
camaradería entre congéneres le resultaba divertida y relajada. Por lo
menos cuando se daba con gente buena. Ese reducido té brindado por un
conocido de Sir George L. Brown le había permitido ampliar sus
horizontes al respecto.
—¿Qué? No le diré a nadie, lo prometo —insistió Emily.
—Mi madre pertenece a la sociedad de lectura de damas londinenses, lo
que en realidad es… un club de damas.
—¿Cómo?
—Claro, como los clubes de caballeros. Mi padre pertenece al White, y
mi madre a la sociedad de lectura. Y aunque cada tanto leen algo, en
realidad hacen lo mismo que los caballeros, comentar rumores y apostar…
Los ojos de ambas brillaron con deleite. Eso era lo más escandaloso que
una dama podía hacer.
—Ya me gustaría pertenecer a uno.
—Cuando te cases con un noble y seas Lady Emily, fundaremos el
nuestro —prometió Daphne—, de momento, nos contentaremos con las
cosas que escucho tras las puertas. Por ejemplo, que hay apuestas sobre mi
hermano Colin y Lady Anne. Así fue como mi madre se enteró de que la
viuda de Merrington hizo pública su relación con Colin, y está que trina.
Por poco cancelamos la invitación a la fiesta de Lady Thomson porque mi
madre no quiere pisar el mismo salón que Lady Anne.
Por fortuna para Emily, Lady Marion Sutcliff cambió de parecer. La
joven californiana agradecía tener una aliada de su edad, sobre todo una
muchacha que sabía tanto de nobleza y de normas, y que no dudaba en
enseñar con mano firme, pero sin menospreciar ni burlar.
Tres horas de tortura más tarde, los Grant estaban listos para subir al
carruaje y dirigirse a la mansión de Lord Thomson, el vizconde de
Sameville. Que los tres californianos, con todos sus atuendos, cupiesen en
el coche era un misterio del universo.
Cada uno de ellos llevaba consigo gran parte de su guardarropa. Sandra
lucía un vestido color obispo, entallado a la cintura, con las mangas
abullonadas y una falda que se abría para dejar ver una porción debajo de
otro tejido color dorado que hacía juego con el cuello que asomaba con
recato sobre la línea del pecho. El atuendo de por sí vistoso era
complementado con un gran collar de oro y diamantes con sus pendientes
a tono. El tocado, no más discreto, contaba de varias plumas del mismo
color que el vestido y con un gancho de diamantes que sostenía la apenas
entrecana melena de la señora Grant. Emily quería creer que ella era más
mesurada en su apariencia… era una creencia vacía.
La muchacha iba de amarillo y dorado, como si no bastara con su
apellido para decir que eran dueños del oro de América. Todo ella era una
gran pepa recién extraída, y aunque Lady Thomson insistía en que la
rusticidad no le quitaba valor, Emily empezaba a dudarlo. Lo único que le
gustaba de su atuendo era que le recordaba al sol de California, y sí, si lo
mirabas fijo por mucho tiempo podías quedar ciego. El vestido era amplio,
con una gran enagua llena de alambres que le impedían moverse con
facilidad, una cintura estrecha a fuerza de un corsé lleno de ballenas, un
enorme moño que aumentaba todavía más el diámetro de sus caderas y un
cuello alto que se abría con encaje bordado a mano hacia los lados de su
esternón y brazos, brindándole a su pecho un protagónico que ella quería
quitar. En vano… pues además de todo eso, lucía un enorme zafiro
amarillo incrustado en una cadena de oro que se correspondía con dos
pendientes de la misma piedra, y una más, en su cabellera, rodeada de
pequeñas perlas negras que contrarrestaban con la melena rubia casi
platinada.
Tanta ostentación la incomodaba, y la llevaba a una extrema timidez.
No solo extrañaba California, a sus hermanos y a su padre, también
comenzaba a extrañarse ella. La que se ocultaba debajo de ese atuendo, la
que solo elegía la ropa interior. Cabizbaja, se adentró en la suntuosa
mansión de Lady Mariana y la buscaron para presentarle sus respetos. A lo
lejos, Emily divisó a Daphne y se sintió mejor, con ella cerca podría
desempeñarse con mayor seguridad.
Mientras esperaban que lady y lord Thomson saludaran a los invitados
de mayor envergadura, Emily se detuvo junto a Zachary, que parecía tan
fuera de lugar como ella. Ambos llamaban la atención, y sentían las
miradas fijas en ellos. Lamentaba que Lady Daphne no pudiera acercarse,
como le había explicado, el título de su padre demandaba que fuera ella
quien se dirigiera en primer lugar a modo de respeto. Había agregado que
esa norma le parecía absurda, pero Emily no se podía dar el gusto de
romperla adrede. Bastantes quebraba sin querer.
—Mira, Zach —le señaló la joven Grant a su hermano—, si fuese tan
bella como ella no necesitaría andar colgando diamantes.
—Llevas zafiros —contradijo él, confundido. No entendía demasiado
de egos femeninos. Emily, acostumbrada a eso, rio.
—Es una forma de decir, cabezotas.
—Bueno, es que últimamente estás melancólica. ¿Será que siempre
llueve por aquí?
—Sí, debe ser eso —musitó la muchacha, sin querer ahondar en lo mal
que se sentía. Sabía que Zachary no la entendería, y no por no comprender
sus sentimientos, sino porque para él no había nada malo en los Grant. Ella
solía pensar igual, y esa noche maldijo a todos los ingleses por haberla
apagado de esa manera. Los ojos claros de su hermano se fijaron en ella
con perspicacia.
—No, no es eso… —rectificó—, ¿qué ocurre, Emily?
—Nada. Solo… nunca me importó ser bella, hasta ahora. Ahora siento
que todo está mal conmigo.
—¡Patrañas!
—¡Zachary Grant! —lo reprendió Sandra por la palabrota dicha en voz
alta. Más de uno se volteó al escucharlos. Los hermanos volvieron a los
susurros.
—Mira de nuevo a Lady Daphne, y dime la verdad…
—Es bella, sí, pero no existe una única forma de belleza, Em. Menos
cuando de hombres se trata —agregó con un guiño—, a algunos le gustan
los angelitos como Lady Daphne, a otros las fierecillas…
—¿A ti?
—Yo prefiero a la morena…
—¿A qué morena? —inquirió Emily, sorprendida de que alguien
hubiera llamado la atención de Zachary, el más esquivo de sus hermanos.
Lo vio sonrojarse, y abrió los ojos de manera exagerada ante la sorpresa.
—A las morenas, en general —se corrigió—. Y ya verás, de seguro
entre estos estirados nobles hay uno que se pondrá a babear tras tus…
atributos.
La única respuesta válida al tono en el que dijo «atributos» fue un duro
golpe con la libreta de baile, que, vaya sorpresa, era de oro.
—Lo dudo... —confesó por lo bajo con el primer atisbo de tristeza en la
voz de la noche.
—Ese es tu problema, Em, dudas... siempre dudas —aseguró Zachary
con la mirada perdida en un punto estratégico del salón, parecía que había
hallado algo de su interés—. ¿No has aprendido nada de nosotros? Decide
lo que quieres y ve por ello. —Sus palabras no fueron solo una pequeña
lección, fueron también la despedida. El saludo a la vizcondesa fue breve
por la cantidad de gente, apenas una reverencia seguida de un cruce de
miradas cómplices para que se tuvieran que hacer a un lado y permitirle el
paso a un barón—. Ahora, no es mi intención abandonarlas, pero el
embravecido mar de la nobleza británica me invita a nadar en sus aguas.
—Tiró de su falda a modo de infantil juego, le sonrió y se perdió entre los
invitados.
Quería maldecirlo por dejarla sola, de una extraña manera, se sentía
débil, como una presa fácil, dispuesta a ser atacada por las más
despiadadas fieras. Unas fieras que, sin piedad, comenzaban a examinarla
con miradas devoradoras. La incomodidad fue compartida por su madre,
sí, era verdad, sus atuendos pedían a gritos la atención de los presentes, es
más, podían compararse a dos pavos reales monocromáticos.
—Veo a la señora Monroe... ven. —Sandra se dispuso a la marcha. En
contraposición a su hija, las miradas ajenas no le impedían la acción, lucía
su vestido y joyas con mucha honra. Tenía un orgullo que la nobleza jamás
conocería, el del logro y el triunfo a fuerza de trabajo y plena voluntad—.
¡Emily! —la llamó por lo bajo al comprobar que no se movía, parecía una
estatua de fuente.
—No puedo, madre... en verdad, no puedo moverme. —Pánico, eso era
lo que experimentaba, las tardes de té en casa de Lady Thomson no habían
sido suficiente, nada la había preparado para eso.
Sandra podía notar el estado de nerviosismo en su hija, y la tristeza
también hizo de lo suyo en ella, se había planteado muchas veces su
presencia en ese país, en esa vida; esa noche, por primera vez, se reprochó
la decisión tomada. Temía romper el ímpetu de su hija, fragmentar su
corazón en torno a una realidad que nunca le pertenecería.
—Vamos, toma mi brazo. —Así lo hizo Emily, como pudo enredó el
brazo al de su madre en busca de soporte. Caminar, bueno, ese era otro
cantar—. Respira, pequeña... solo respira y da un paso a la vez.
No pudo, no tenía la fuerza, ni de cuerpo ni de espíritu.
—Buenas noches, señora Grant. —Una voz familiar se dirigió a su
madre y rompió la burbuja de terror en la que ella estaba encerrada. Era
Vanessa Cleveland. Su brazo también se enredó al de Emily para tirar de
ella. Le habló en confidencia al oído—. Por algún motivo que no entiendo,
colocan a las americanas en el mismo costal, si tú caes, todas caemos
contigo, y yo no pienso caer en tu patética desgracia... ¿has oído? —Emily
asintió sin emitir palabra alguna—. Así me gusta... sonría y mueva ese
trasero, señorita Grant.
La detestaría en otro momento, porque en ese, Vanessa fue lo único
capaz de hacerla reaccionar. Respiró profundo, dio un paso y luego otro.
Sin pensarlo, llegó a destino. Sin pensarlo, dejó los miedos atrás.

Miranda estaba junto a la señora Monroe, ni bien las vio, se apresuró a


darles una cálida bienvenida.
—Hasta que por fin llegas. —La tomó de las manos, se las apretujó con
cariño y se las ingenió para murmurar sin que la señorita Cleveland la
oyera—. Estaba a segundos del suicidio, combatir contra Vanessa sola no
es tarea sencilla.
Emily rio. De un instante a otro dejaba atrás el colapso inicial.
—¿Y Cameron? —preguntó curiosa, al fin de cuentas, la joven de
Virginia vivía bajo ese techo, su ausencia era extraña.
—Eso mismo me pregunto. —Miranda se sumó a su interrogación.
—Y yo... —agregó Vanessa—, aunque conociendo a su tía, puedo
suponer el motivo de su ausencia. —Desplegó el abanico para propiciarse
una ventisca, tenía las mejillas enrojecidas—. No me va a quedar más
alternativa que ir por ella. Tenemos una reputación que mantener, y solo lo
haremos en conjunto. Ya regreso... —dijo aferrándose a la falda para girar
sobre sus talones, su delgada figura se mezcló con la de los invitados en
cuestión de segundos. Cuando Vanessa se proponía algo, lo conseguía, la
señorita Madison les haría compañía a la brevedad.
—No he tenido el gusto de tratar con la tía de Cameron. —La cercanía
de Miranda terminó de tranquilizarla, las palabras comenzaban a
abandonar sus labios sin problema alguno.
De las cuatro jovencitas, Emily era la que menos tiempo pasaba en la
mansión Thomson, sí, iban de visita a beber té y a cotillear sobre la
nobleza, pero Vanessa, en cierta forma, estaba condicionada a una mayor
estadía en el lugar, sobre todo cuando su tutor se marchaba de la ciudad; y
Miranda, junto a la señora Monroe, también, la mujer era una muy buena
amiga de la vizcondesa.
—¡Lo afortunada que has sido! —se desahogó Miranda—. Vanessa es
un ángel del Señor en comparación a ella. —Casi que gruñó al recordarla
—. ¡Nunca conocí mujer más desagradable en mi vida! —Sus ojos
danzaron por el salón en busca de un rostro familiar, lo halló. Era Lady
Webb, que parecía tratar de hacer contacto visual con ellas—. ¿Me parece
a mí, o Daphne Webb nos está haciendo señas con su mirada?
—Lady Daphne. —La corrigió Emily.
—Bah, ya pareces Cameron... o Lady Thomson, o Grace. —Sandra y la
señora Monroe se encontraban muy entretenidas compartiendo detalles del
evento, y Miranda se valió de esa escasa atención para permitirse una
pequeña escapada en compañía de la joven Grant—. Vamos, creo que
quiere que nos acerquemos... —La tomó del brazo y la forzó a caminar a
su ritmo.
Emily, cual cometa —tenía los colores perfectos de vestuario para serlo
— orbitó alrededor de la neoyorquina hasta llegar junto a la joven Webb.
Coincidieron en uno de los extremos del salón, casualmente, opuesto al
lugar en el que se encontraban los Sutcliff, sus padres.
—Por todos los cielos, si tenía que hacerles señales de humo para
ponerlas en alerta iba a justificar los pensamientos de la mayoría de los
aristócratas aquí reunidos.
—¿Qué pensamientos? —Miranda estaba intrigada por conocer el
trasfondo de las habladurías.
—Esos que las comparan con los pieles rojas.
Los ojos de Emily danzaron de un lado al otro, no era la primera vez
que oía esa comparación. De pequeña, había hecho amistades con muchos
niños nativos, y que los utilizaran como calificativo de desprecio le
molestaba.
—El término correcto sería nativos americanos.
—No, señorita Grant. —Daphne Webb intentó ser lo más amable
posible—. Por desgracia, aquí no hay término correcto alguno, solo
comparaciones sin sentido. Pero ya que lo mencionas, ¿conoces alguno?
—La intriga se coló por los poros de la perfecta dama inglesa. Antes de
que Emily pudiera responder, Daphne la interrumpió—. No, mejor no me
lo digas, porque si me lo dices, temo que tal historia se escape de mis
labios, y una cosa lleva a la otra... y...
—Volvemos a ser comparadas con los pieles rojas —finalizó Miranda.
—¡Exacto! —exclamó aliviada Daphne.
—Prometo cerrar mi boca, entonces —bromeó Emily.
—Por favor —insistió la joven Webb—, no me gustaría privarme de la
compañía de ustedes.
—Por lo que me han dicho, ya has sido privada de nuestra compañía
¿no es así? —interrogó Miranda.
—Verdad, verdad —Daphne le restó importancia—. Aunque no es una
prohibición real, sino por puro convencionalismo.
El rechazo a las americanas ya era una cuestión de moda en la
temporada. En ese instante, Emily divisó a Lady Anne en las cercanías del
ventanal que daba a los jardines y sintió el irrefrenable deseo de huir. No
se creía capaz de soportar un cruce con la dama como el que había vivido,
si en el salón de Dumont se había paralizado, ahí, se desmayaría.
—Si me disculpan… creo haber visto a Vanessa y a Cameron, iré por
ellas. Como dice la señorita Cleveland, debemos mantenernos unidas. —
Creía que su mentira había sido convincente, porque no la cuestionaron.
Sin embargo, la mirada perspicaz de Daphne se fijó en ella en un intento
de adivinar su repentino malestar. La dejó marchar sin preguntas, porque
jamás haría algo que la incomodara.
Emily se apresuró en dirección opuesta de Lady Anne, en búsqueda no
de sus amigas, sino de su hermano. Necesitaba de su sostén, lo halló en los
jardines laterales, al otro extremo del salón.
Estaba solo, apoyado en una pared con la vista puesta en las pocas
estrellas que se veían tras las nubes. Podía jurar que estaba absorto en sus
pensamientos, cosa rara en Zachary, un hombre muy capaz de prestarse a
las cavilaciones sin necesidad de detenerse para ello.
—Zach… —lo llamó ella con cautela, para no asustarlo. Su hermano
se giró y le regaló una sonrisa.
—Pequeña, ¿mejor?
—Sí, necesitaba aire —mintió. Luego, agotada de no ser sincera, dejó
escapar la verdad—. He visto a Lady Anne, la viuda de Merrington…
—Sé quién es. —La voz de su hermano transmitía bastante malestar.
Emily se lo adjudicó al desplante en lo de Dumont.
—Bueno, no quería sufrir su lengua venenosa.
—Te diría que la enfrentes, que tienes para ponerla en su lugar, pero no
es sensato luchar con serpientes cascabel. Basta ver el daño que hacen con
tanto veneno…
—Zach… ¿Por qué tengo la idea de que no hablamos de mí?
—Porque hablamos de Lady Anne —dijo él en tono jocoso, y cambió
de tema—. Vamos, el salón nos espera, baila un par de melodías y
marchémonos de aquí. Nadie se hace experto en la primera práctica, el
segundo baile será mejor.
Sin permitirle discutir, la arrastró dentro de la mansión y, como un
pésimo hermano, la dejó sola junto al ventanal. Él fue en búsqueda del
refugio que brindaba el salón de caballeros, Lord Thomson había dicho
que quería comentar sobre unas inversiones en ferrocarriles, que le habían
recomendado a un hombre de Chicago que estaba en camino y de seguro
podrían hacer negocios. Eso le daba sosiego, odiaba perder el tiempo.
Emily, sin más lugar adonde huir, regresó junto a Lady Daphne que
estaba de pie junto a un hombre que se alejaba unos pasos para alcanzar a
uno de los lacayos que pasaba con las copas. Por la cabellera rubia y el
porte, la señorita Grant dedujo que se trataba de otro Webb, eran
inconfundibles. Se acercó al lugar y, recordando lo que habían comentado
del desprecio a los americanos, presupuso que la nueva compañía de su
amiga era en pos de alejarla de ellas.
—No queremos causarte inconvenientes con tus padres —le susurró
Emily, sin saber si debía quedarse o volver a perderse en el salón. Sentía
auténtico aprecio por la joven londinense, le agradaba su compañía, aun
así, no deseaba comprometerla.
—Despreocúpense de eso, el único inconveniente de la familia es mi
hermano, Colin... no yo —dijo sonriendo con picardía, sus ojos se abrían
camino entre los cuerpos danzantes y la sorpresa golpeó a la californiana.
En el medio de la pista, Miranda bailaba un vals con un apuesto caballero
de cabellos de fuego.
—¡Te he oído, Daphne! —La melodiosa voz masculina invadió a las
muchachas y ahogó las preguntas de Emily respecto a su amiga, también
impidió que aplaudiera como foca por el éxito de Miranda, que se sentía
como propio—. Estoy llegando a pensar que los rumores que circulan de
mí por ahí se originan en ti.— El cuerpo de Lord Colin Webb abandonó el
refugio que los vestidos de las jovencitas le brindaban para ubicarse junto
a su hermana.
—No, mi querido Lord Webb, eso queda a cuenta suya. Usted tiene esa
maravillosa cualidad, y otras tantas más —bromeó ella.
—Sí, sin lugar a dudas, soy un derroche de cualidades.
La ironía que acompañó a sus palabras no llegó a oídos de Emily,
porque el bello desgraciado había coronado lo dicho con una sonrisa. La
más hermosa y letal de las sonrisas.
Emily volvió a paralizarse, y esta vez no lo hizo por temor al
enfrentamiento con la nobleza, lo hizo porque su corazón se lo demandó.
La joven Grant había oído hablar del paraíso, había intentado imaginarlo
cada vez que hablaban del lugar en la misa dominical, y a pesar de ello,
nunca lo había conseguido. Ahora comprendía el porqué, no era un lugar...
no, era un hombre. Sí, el paraíso era Colin Webb.
No debía mirarlo, se decía. No debía mirarlo con semejante descaro. Lo
estaba evaluando como a las vides de la plantación familiar, con cuidado,
delicadeza, sin perderse detalle alguno, así era como se conseguía la mejor
cosecha. Y él era eso, una fruta perfecta... sus labios eran rojos y carnosos
como las cerezas, invitaban a la degustación. ¡Dios, lo que daría por
probarlos! El color azul de sus ojos le recordaba el intenso cielo
californiano que añoraba, y su piel, casi dorada, combinada con su perfecta
y rubia cabellera, la hacía viajar al soleado desierto que extrañaba. Colin
Webb era su paraíso, era el hogar que ella tanto deseaba.
—¿Emily? —Daphne intentó regresarla en sí—. ¿Emily?
Nada. No hubo respuesta alguna. Tuvo que recurrir a algo más extremo.
Primero tironeó de su falda, y en segunda instancia, recurrió a un
disimulado pellizco en su brazo. Este último hizo efecto, los labios de
Emily se abrieron para expulsar el doloroso quejido.
Los ojos de ambos Webb se posaron en los de ella. ¡La peor de las
encrucijadas! ¿Mirarla a ella o mirarlo a él? Su cerebro le gritaba: ¡Ella,
ella! Su corazón, y el resto de su cuerpo le ordenaba: ¡Él, definitivamente
él!
No había que ser muy inteligente para interpretar la reacción de Emily.
Eso era amor a primera vista. Imposible no enamorarse de ese adonis
sonriente.
—¡Diablos, Colin, lo has hecho de nuevo! —protestó Daphne.
—¿Qué? —Él no pudo evitar sonreír aún más. La imagen de la joven
americana embelesada por él le resultaba muy tierna. Debía reconocer que
las mujeres británicas demostraban ese sentimiento siguiendo el manual
de protocolo. Emily Grant le resultaba un tanto refrescante—. Hice lo que
pediste, solo me presenté.
—Lo siento. —Emily se excusó como pudo, las mejillas le ardían, por
vergüenza y por el descubrimiento de un deseo inesperado. ¿Presentación?
¿Acaso su cerebro había anulado la realidad por un par de segundos? No
recordaba nada, solo sus labios, esos labios... y sus ojos... —Lo siento, no
le estaba presentando atención a la conversación.
—¿Y a qué le estaba prestando atención, señorita Grant?
¿Él sabía su nombre? ¿Cuánto se había perdido?
¡Ay, Dios, lo que daría por hacer un pozo en la tierra y enterrarse ahí
mismo!
—No lo sientas —intervino Daphne—. Estos eventos tienen ese efecto
en nosotras. Nos desbordan, sino basta ver a Miranda. —Mal ejemplo, y
Colin se lo hizo saber con una carcajada. Hacía pocos segundos la señorita
Clark reaccionaba de manera similar a los encantos de Elliot Spencer.
—Me imagino —agregó él—. Lo confieso, no me gustaría estar en sus
zapatos, al fin de cuentas esto es como un gran desfile de exposición para
ustedes. Lo que me recuerda... —Se giró hacia su hermana—. Mantente
alejada de Lord Sefton... no es un hombre con buenas intenciones.
—¿Por qué lo dices? —cuestionó Lady Webb.
—No importa por qué lo digo, solo hazme caso, no tengo deseos de
trenzarme en una riña con él por ti.
Daphne resopló para manifestar el fastidio que le provocaba la
sobreprotección de su hermano.
—Está bien... huiré de Lord Sefton en cuanto lo vea.
Un intercambio de sonrisas entre hermanos sirvió para cerrar el trato.
Colin se volvió hacia Emily.
—Eso también va para usted, señorita... huya de Sefton.
La señorita Grant asintió como un autómata, sin saber a qué accedía.
No importaba, de todos modos Lord Webb acababa de arruinarla para
todos los hombres del planeta.
—¿Colin, vas a trenzarte en una riña por ella también? —Daphne lo
provocó.
Sin saber por qué, los ojos de Colin fueron en busca de los de la
californiana, azules como el más bello cielo de primavera. Sonrió, no por
pura camaradería como solía hacerlo, sino por respuesta a la sonrisa que se
ocultaba en los labios de la muchacha.
—Por supuesto que sí... si alguien se propasa con alguna de las amigas
de mi hermana, solo tienen que decírmelo, yo me encargo de lo demás.
La llegada de Lady Thomson cortó la conversación. La vizcondesa se
acercaba a comprobar con sus propios ojos lo que se veía en la pista, una
de sus muchachas americanas en brazos de ni más ni menos que el
próximo duque de Weymouth.
Emily se sentía abochornada por su reacción, y a la vez, por la falta de
la misma. Todavía le ardían las mejillas, sentía que la boca se le hacía
agua y el corazón le latía a mil por hora. Dio un paso atrás, para alejarse
del efecto de Colin Webb y poder pensar con claridad. Daphne retrocedió
con ella, dejando a Lady Mariana como compañía de su hermano.
—No te sientas mal —adivinó el malestar—. Al fin de cuentas es el
futuro Conde de Sutcliff, uno de los pretendientes más buscados de esta
temporada… —expuso Daphne con cierto aire de melancolía—. Y de la
temporada anterior... y también de anterior a esa, en fin... uno de los
solteros más codiciados.
—¿Uno? —preguntó Emily, sin poder contemplar la posibilidad de que
alguien eclipsara semejante partido—. ¿Cuántos hay?
—Codiciados en verdad, dos... mi hermano y Lord Bridport.
Dos o doscientos, no tenía real importancia para Emily, desde ese
instante en adelante, existía un único hombre para ella: Colin Webb.

***
Al otro lado del salón, Lady Anne Merrington estaba que trinaba. Nada
esa noche salió como esperaba. Sabía que estaba despampanante con su
vestido azul noche que hacía juego con el color de sus ojos y
contrarrestaban con la blancura de su piel. Usaba cortes sencillos, de talle
fino y falda ancha, de escote bajo pero recatado y telas que se pegaban a su
andar. Conocía su potencial, y lo explotaba al máximo. Tenía a todos los
nobles, casados y solteros, babeando tras ella. A todos menos a uno, su
último amante, Colin Webb.
El muy maldito había terminado su relación con ella, y con palabras
amables y un mugroso… bueno, mugroso no, bastante caro brazalete, daba
por terminada una relación de un año y un día. Un año y un día, ese era el
límite de las amantes de Lord Webb. Ninguna había durado más ni menos
en su lecho, y Anne sabía que, en la sociedad de lectura de damas
londinenses, el club de damas al que pertenecían las más importantes
ladies de la nobleza, había existido una apuesta en su nombre. Ella sería la
que rompiera la norma, la que se casaría con Lord Webb. No había
sucedido, al igual que todas las anteriores, fue despachada con una joya
por único regalo. Y para más irritación de la viuda de Merrington, ni
siquiera había recibido la joya más cara y bonita. No, ese puesto aún lo
ostentaba Lady Amber, la predecesora de Anne en la cama de Webb, una
mujer también viuda con tres niños que conservaba una relación de
amistad con su antiguo amante. La mujer parecía haber entendido desde el
inicio cómo era la situación en brazos de Colin, y de mutuo acuerdo se
prestaron consuelo. Al finalizar, Lady Amber se quedó con los buenos
recuerdos, un gran amigo y una de las gargantillas de zafiros y oro blanco
más costosas de la nobleza británica… y ella… ¡un maldito brazalete de
rubíes y esmeraldas!
Pero a diferencia de Amber, Anne no se rendiría. Ella no se contentaba
con una joya, ella quería ser la próxima Lady Sutcliff y lo conseguiría.
Claro, si primero lograba que Lord Webb la mirara. Colin estaba a varios
metros de allí en compañía de, nada más y nada menos, que la atracción de
circo americana que había conocido en lo de Madame Dumont. ¡Hablando
de joyas caras! Todo en la muchacha brillaba, y no en el buen sentido. Y
sin embargo, parecía haber conseguido el cometido de encandilar a Webb
por unos segundos. Sonrisas, picardía, diversión… todo eso se veía en el
rostro de Colin, sentimientos que Anne sabía muy bien no solía mostrar
con frecuencia. El próximo conde de Sutcliff se caracterizaba por cinismo,
sarcasmo y aburrimiento.
—¿Dónde demonios está Thelma? —susurró en búsqueda de su
hermana. ¡Perfecto!, ahora resultaba que debía ir a los tocadores por su
cuenta. Aguantaría hasta su regreso, odiaba verse en una situación tan
vulnerable frente a sus amistades. Su séquito de siempre eran La
honorable Darlene Holly, una muchacha con pocas luces y menos gracia,
que no se resignaba a su destino de solterona y solía adjudicar su estado
civil a una elección personal, y Hillary Otto, la esposa de Sir Otto, el
médico que había prestado gran servicio a su Majestad y por quien había
recibido el honorífico título de Sir. Nadie más secundaba a Lady Anne en
su caída. Apenas si la habían podido soportar cuando era la esposa de Lord
Merrington, ahora, como viuda, solo la invitaban por respeto al título de su
difunto marido. Pronto eso cambiaría, se prometió, cuando se casara con
Lord Webb y fuera la próxima condesa de Sutcliff.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Darlene al verla abatida. La furia
destilaba de cada uno de sus poros con un único destino, Emily Grant y sus
ojos de cachorra enamorada.
—Sí, por supuesto… solo que… —compuso un gesto de falsa pena—,
no puedo creer lo que Colin, perdón, Lord Web… —Escondió su rostro
tras un pañuelo bordado.
Darlene creía que la belleza era contagiosa, y que si soportaba la
compañía de Lady Anne lo suficiente algo de eso se le pegaría.
—Lord Webb comprenderá su error…
—Espero que lo haga pronto —musitó—, pues él es demasiado bueno
para esta sociedad de arpías. Solo basta ver cómo lo dejó Lady Amber tras
la ruptura, me costó tanto que volviera a confiar en las mujeres…
Thelma regresó en ese instante y escuchó las palabras de su hermana
con estoicismo. Era increíble la cantidad de mentiras que podían salir de
sus labios. Nada de lo que decía era cierto, el corazón de Colin, si lo tenía,
pensó Thelma con cierto rencor, había estado siempre a resguardo de cada
una de sus amantes. No tenía nada en contra del futuro conde, a decir
verdad, solo lo despreciaba por la ceguera con respecto a su hermana. Un
año junto a ella y no había visto su verdadera naturaleza. Podía ser que ella
llevara lentes, pero Webb era el único miope.
—Lo verá, lo verá —agregó Hillary.
—Si no lo enredan antes en las malas artes esas de ahí… —señaló al
sector en donde se encontraban las americanas en compañía de Lady
Daphne y Lord Bridport.
—¡Eso es imposible! —se indignó Darlene, y Thelma dio un paso atrás
hasta perderse con el empapelado. Ya sabía lo que vendría, lo escuchaba en
cada reunión de té de esas víboras. Tomaban a una muchacha de punto y la
hacían trizas. Darlene parecía desquitarse con ganas, agradecida de no ser
«la más fea de la sociedad», único puesto al que podía aspirar. Le parecía
absurdo que Holly usara contra las demás mujeres las mismas armas que
la apuntaban a ella. Hillary, en cambio, se sumaba a la disputa por
aburrimiento. Su marido, sin duda, no le daba nada en qué entretenerse.
—No subestimen el dinero, queridas. No en vano se presentan con
tantas joyas y decorados. Saben que no buscan enamorar, sino comprar.
—Bueno, pero no tienes nada de qué preocuparte, Anne —insistió
Darlene, y la boca se le aguó en obsecuencia. Le encantaba poder tutear a
Lady Merrington, se sentía privilegiada—. Lord Webb no necesita dinero,
y siempre ha tenido un gusto exquisito con las mujeres, uno que no hace
más que mejorar. Basta con comparar para saberlo, tú fuiste su más bella
compañera, y más bella que tú no hay…
Los ojos de Thelma rodaron en sus órbitas.
—Siempre sabes cómo levantarme el ánimo, Darlene. Y tienes razón,
no hay forma de que esa me opaque, salvo claro, que se pare frente a mí,
en cuyo caso me cubre por completo… —bromeó y fue seguida de un coro
de risas. Thelma enfureció al percatarse de que la broma de su hermana
había sido oída por un par más de damas de los alrededores que se
sumaban. Al tener público, algo que Anne amaba, continuó
alimentándolos.
—Exceptuando la altura, por la cual usa esas plumas —agregó Hillary y
volvió a ser coreada.
—Y si eso no basta, solo tiene que conseguir que la luz le dé sobre las
piedras que lleva cual araña de Lady Thomson. —Los oyentes alzaron la
vista a las suntuosas arañas y rompieron en carcajadas. Las mismas eran
brillantes y pesadas y parecían al borde de colapsar, igual que la señorita
californiana.
Las odiosas comparaciones continuaron para deleite de los invitados,
hasta que llegaron a los oídos de la señora Grant que estaba junto a la
señora Monroe a un lado. Sandra no soportaba un segundo más, ya no le
importaba si arruinaba la reputación de su hija, si debía volver a California
en el próximo barco o si ahondaba en la impresión de que los americanos
eran unos brutos, ella le sacaría uno a uno los cabellos a esa malnacida y
se los haría comer. ¡Nadie hablaba así de su hija! Se acercó a paso
enérgico, mientras la pobre Grace Monroe intentaba detenerla.
—Usted no tiene idea de lo que habla —espetó al llegar junto a Lady
Anne—, si supiera lo que es el hambre no se vanagloriaría tanto de sus
huesos salientes y…
—Oh, pero ahora se ve que no pasan hambre —la interrumpió Lady
Anne en alusión a la contextura física, y las risas se escucharon de fondo.
Grace no lograba contener el escándalo, y comenzó a buscar al Lady
Thomson para que saliera al rescate. El problema era que la vizcondesa
estaba deleitándose de otro escándalo: el regreso de Lord Bridport a la
sociedad. Bueno, pensó la señora Monroe, al menos la costumbre de ser la
mejor fiesta de Londres no se había roto. Los diarios tendrían para
entretenerse por semanas con lo sucedido en la apertura de la temporada.
Cuando creyó que debía rendirse a su suerte, una refinada voz con un leve
acento francés se hizo oír por encima de las carcajadas.
—Lady Anne, querida… ¿te puedo tutear? Supongo que sí, ya que al
parecer anhelas tanto ser mi nuera. —Las risas se cortaron, y el mutismo
se apoderó de esa ala del salón—. Si tuvieras algo más que cabello en la
cabeza no harías tan superficiales bromas. —El sonrojo se apoderó de las
mejillas de la viuda y le tiñeron las orejas. Lady Marion Sutcliff, la actual
y a quien ella tanto quería reemplazar, la miraba furibunda—. Para llevar
corona se necesita el cuello sin cortar, y si te sirve el consejo de una
francesa, eso se consigue con flexibilidad. Lo rígido se quiebra, lo flexible
se amolda.
—Milady… —quiso interrumpir Hillary, pero fue acallada con un
levantamiento de mano sutil de la condesa. No, Lady Anne la había
agotado y no permitiría que la sociedad siguiera festejando su desparpajo a
costa de su hijo Colin Webb. Ella tenía una opinión respecto de los
americanos, no creía que la relación de sus hijos con ellos fuera
provechosa para el título, sabía muy bien el coste a pagar por el actual
Lord Sutcliff al elegir como esposa a una francesa en lugar de a una
inglesa. Marion provenía de una de las mejores líneas sucesorias de la
Francia pre-napoleónica, que habían perdido todo con la revolución, hasta
volverse prácticamente unos refugiados en tierras británicas. El desafío de
Arthur Webb le había costado demasiado al condado, y deseaba ahorrarles
ese martirio a sus hijos. Sin embargo, no pensaba hacerlo a costa de la
burla y desprecio hacia personas inocentes. Y menos que menos, deseaba
darle una carta ganadora a esa horrible mujer. Una víbora trepadora que
estaba a pasos de develar uno de los más oscuros secretos de su hijo, todo
a cambio de un título nobiliario y uno social: la dama que logró atrapar al
bello Lord Webb.
No sabía con quién se metía, pensó Marion. Aunque pareciera que con
esa acción defendía y protegía a esos tal Grant, en realidad lo hacía con su
hijo. Y cuando de sus retoños se trataba, Lady Marion Webb, condesa de
Sutcliff, era una leona.
—Pueden seguir con su vaga diversión —dijo ante las tres damas que
hasta hacía unos segundos reían burlándose de otros—, rían, brinden,
festejen. Demuestren que no tienen nada mejor que hacer, por mi parte…
—Se giró hacia la señora Grant y la señora Monroe. Como no podía
realizar una invitación sin hacerla extensiva a las dos, dijo—: señoras, me
presento, soy Lady Sutcliff y sería un honor —remarcó la palabra— para
mí que aceptaran compartir un té con mi familia una de estas tardes…
—Eh… —Un empujón de Grace hizo a Sandra reaccionar y efectuar
una reverencia bastante coordinada—. Por supuesto, milady… el honor
sería todo nuestro.
—Claro que cuento con la presencia de las jovencitas —agregó con la
mirada puesta en el otro centro de escándalo—, al parecer una ha robado la
atención de, nada más y nada menos, que el esquivo Lord Bridport, sin
contar con la que ha obnubilado a mi hijo. —Lo último fue dicho con los
ojos ambarinos fijos en Lady Anne. A medida que la furia crecía en el
interior de la viuda, la sonrisa de la condesa se ampliaba.
Esto consigues cuando atacas a mis niños, pensó Marion antes de dar
por finalizado el encuentro. Le molestaba hasta respirar el mismo aire que
esa ave de carroña.
CAPÍTULO 3

Emily se debatía en pensamientos y sentimientos opuestos. Por un lado, la


visita a la casa de los Sutcliff había avivado el fuego recién nacido que
Colin había encendido en ella. Por el otro, las palabras de Vanessa con
respecto a los solteros más codiciados de Londres —donde Colin
compartía el podio con Lord Bridport— le destrozaron las ilusiones con
magnífica destreza.
—Hay niveles de belleza que son una maldición. Rayan el absurdo, y le
otorgan a su poseedor el mismo resultado que el de la fealdad extrema.
Nadie, en su sano juicio, querría fijarse en alguien así.
La bostoniana la había descolocado con esas palabras. Estaba en lo
cierto en lo referido a su belleza, tan solo unos minutos junto a él en la
intimidad de su hogar le fueron suficiente para certificar y confirmar su
enamoramiento. Si la belleza de Colin Webb era una maldición, ella estaba
dispuesta a cargar con el peso y las consecuencias de la misma. Además,
ya era tarde, esa maldición la había alcanzado, tejido su telaraña de
embrujo en ella.
No era necia, ni tonta, sabía que las herramientas que poseía, ni en un
millón de años, bastarían para conquistar el corazón del futuro conde. El
anzuelo del dinero en grandes cantidades no atraía la atención de Lord
Webb, los Sutcliff contaban con grandes arcas también. En consecuencia,
nada tenía para ofrecer, más si se comparaba a su ya confirmada ex
amante, Lady Anne. Ni la belleza, ni la gracia, ni el cuerpo perfecto. Ella
era todo lo opuesto a lo que él podía considerar bello y atractivo.
Emily hubiese preferido que él fuese un maldito altanero, uno de esos
lores con ínfulas de grandeza al extremo, uno que apenas la mirara, que
apenas le hablara por su condición de plebeya. Ni siquiera su fama de
mujeriego eterno la espantaba, conocía otra versión de Lord Webb, una
que se formaba gracias a las anécdotas familiares que la joven Daphne le
narraba en confidencia. Él rompía el molde de la nobleza, de la belleza, de
los sueños. Era amable, le sonreía... y ella volvía a caer rendida a sus pies
una y otra vez.
La fiesta en lo de Lady Helen se presentaba como una nueva
oportunidad de contemplación para ella. Lo único negativo de la visita a la
casa de los Sutcliff fue el efecto colateral; llevaba dos días pensando en él
y dos noches soñando con él, y ya se encontraba en ese punto en el que no
sabía qué rasgos eran verdad o imaginación.
—Señorita Emily... —El rostro de Kim se asomó por la puerta—. Su
madre me ha enviado a llamar por usted.
—¿Qué ha sucedido? —Hizo a un lado el libro que sostenía entre sus
manos y que, en vano, había intentado leer.
—No lo sé, solo soy la mensajera, señorita.
Se incorporó sobre la cama, se acomodó el cabello y abandonó la
habitación en compañía de Kim.
—¿Y Zach? ¿Lo has visto?
Era pasado el mediodía y no había tenido noticias de él. Le resultaba
extraño. Si lo pensaba bien, eso no era lo extraño, Zachary lo era. Llevaba
días actuando de una manera poco común en él. Se preguntaba qué se traía
entre manos. Esperaba que no fuera otro caballo, porque en el poco tiempo
que llevaban el Londres había comprado cuatro.
—No, señorita, no lo he visto en toda la mañana.
Descendieron hasta la planta baja juntas y ahí se separaron en caminos
diferentes, Kim fue hacia las instalaciones de la servidumbre, y Emily
rumbo al salón de té, donde se hallaba su madre.
La encontró a solas, hundida en la comodidad del sofá, con el monóculo
de su padre incrustado en el ojo, poniendo extrema atención a la misiva
que sostenía en las manos. Tenía fruncido el ceño. Emily se preocupó.
—Madre, ¿te encuentras bien?
Sandra reposó la carta sobre su falda y apartó el monóculo de su ojo
derecho. Sonrió en respuesta a la pregunta, estaba en perfecto estado.
—Yo sí, el que se encuentra en pésimo estado es tu hermano.
—¿A qué te refieres? —dijo tomando asiento junto a ella.
—Tiene un severo malestar estomacal. —Sandra trató de ser lo más
delicada posible.
—Querrás decir que tiene una severa borrachera.
—Los Grant no se emborrachan, niña. Ya lo sabes. —La codeó su
madre ocultando la sonrisa.
—Tienes razón, los Grant entablan íntima amistad con el alcohol —
repitió el discurso que su padre utilizaba cada vez que uno de sus
muchachos mostraba una bochornosa embriaguez.
—Como sea, no se encuentra en condiciones, y no va a poder
acompañarnos a la fiesta de Lady Helen.
Todo el alrededor tembló para Emily, la ausencia de Zach podía
significar un adiós a la fiesta en sí; conocía las mañas de su madre, su
esencia independiente desaparecía en ese tipo de eventos sociales; por ello
era que Zachary había viajado junto a ellas a Londres, para ser la figura
masculina protectora. Sandra estaba tranquila cuando sabía que Zachary
estaba dentro del radio de sus actividades. Sin él...
¡Dios, iba a llorar! No era que le fascinara el hecho de exhibirse frente
a la élite londinense, en lo absoluto, pero un evento social menos,
significaba otro día más sin el disfrute de Lord Webb. Ella era feliz
mirándolo desde la distancia, solo eso necesitaba... ¿Acaso era mucho
pedir?
—¡Quita esa cara, Emily! Me sorprendes, pensé que detestabas estas
fiestas al igual que yo.
—Detesto las fiestas, lo que no detesto es la compañía.
—Ah, en eso coincido contigo. Londres es más tolerable con amistades
de por medio. —Le rodeó la espalda con el brazo y la apretujó contra su
cuerpo—. Debo reconocer que nos hemos topado con personas muy
amables, mira... —Exhibió la misiva recibida ante ella—, sin ir más lejos,
los Sutcliff. Al parecer se han enterado de nuestro posible cambio de
planes.
¡Las noticias volaban en Londres! ¿Cómo? Ese era un enigma que las
mujeres se llevarían consigo a California.
—¿Se han enterado?
—Sí, supongo que por Grace, y con Grace quiero decir Lady Thomson.
—Por decantación, todo lo que llegaba a oídos de la señora Monroe,
llegaba a los oídos de la vizcondesa, de ahí, la información tomaba el
curso que Lady Mariana deseaba—. Le escribí a primera hora para
comentarle sobre nuestra posible ausencia. Y como verás —dijo
sacudiendo la nota en sus manos— los Sutcliff se ofrecieron a hacernos
compañía.
—¿Cómo que compañía? ¿A qué te refieres, madre?
—Por todos los cielos, niña, léelo...
No había mucho que leer ni entender, la invitación era simple y cordial,
les brindaban carruaje y el honor de sumarse a la comitiva familiar.
Emily palideció de repente, cruzarse al joven Webb un par de minutos
era una cosa, gozar de su cercanía por un período más prolongado, otra. No
estaba preparada para tanto.
—¿Emily, hija? ¿Te encuentras bien? ¡Por favor, no me digas que tú
también te encuentras indispuesta! Acabo de enviar la confirmación a los
Sutcliff.
Respiró profundo y exhaló. Estaba desarrollando ciertas técnicas de
relajación para no quedar como idiota frente al futuro conde, y le estaban
funcionando, abandonaba la vergüenza y regresaba a la realidad en
segundos.
—Sí, madre, estoy bien... pensaba en Zachary —mintió, no quería
exponer los recientes sentimientos ante su madre.
—No pienses en él, se encuentra bien... bien dormido, es probable que
duerma hasta mañana. Ocúpate de ti, de prepararte para esta noche, ya le
indiqué a Kim qué vestuario preparar.
Emily quiso decirle que, por esta vez, ella quería elegir su atuendo. No
pudo. Su madre entendería lo que se escondía detrás de ese pedido, y no
quería dañarle los sentimientos; la mujer se esforzaba por hacerla lucir
como una princesa, sin darse cuenta de que lograba un efecto opuesto.
Cuando lo pensaba, era lo correcto; su vida, en ese momento, parecía un
cuento de hadas, esos en donde un hada madrina hacía de las suyas. La
diferencia en ella era que su historia no tendría un final feliz. En la vida
real, las malvadas se quedaban con los príncipes, y las plebeyas
disfrazadas de princesas los miraban desde lejos.

***

No era pena lo que Marion Sutcliff sentía por las americanas, salvando
las grandes diferencias entre ellas, sentía una gran afinidad con Sandra
Grant. Las dos eran madres dispuestas a todo, y más que eso, eran el
verdadero pilar sobre el cual se construía la familia. Vivían en un mundo
de hombres, sin embargo, ellas actuaban a la par de ellos, desde las
sombras, pero junto a ellos. Lord Sutcliff confiaba en las decisiones de su
esposa, si bien, días atrás, habían coincidido con el resto de los nobles en
sus actitudes de distancia para con las extranjeras, en el presente, la
situación era diferente, les daban la bienvenida y estaban decididos a
brindarles el mismo apoyo que los Thomson.
—Madre, ¿puedo ir en el carruaje con ellas? —Daphne estaba ansiosa
de cotillear con Emily, estaba al tanto de las intenciones de Elliot Spencer
para con Miranda Clark, y lo sabía de buena fuente, de la boca directa de
Colin, y deseaba oír la otra versión de la historia.
—No, compartirás el carruaje con la familia como es debido. —Lady
Sutcliff no dudaba ni un segundo a la hora de imponer las costumbres y
normas familiares—. Ellas gozaran de la comodidad y la tranquilidad de
otro carruaje.
—¿No crees que se sentirán solas y abrumadas? Peor aún, ¿no crees que
se sentirán despr...?
—¡Daphne Webb! —Lord Sutcliff actuó en defensa de su esposa—. Ni
se te ocurra finalizar esa pregunta, sabes que tu madre jamás tendría esas
actitudes para con nadie.
—Lo sé, pero eso no quita el hecho de que ellas puedan pensarlo, o
sentirlo así.
—Eso se escapa de nosotros... —finalizó su padre—. Ve por tu
hermano, dile que en breve partimos.
Cuando el matrimonio quedó a solas en el salón principal, lo confesado
por Daphne caló profundo en lady Sutcliff.
—¿Y si lo creen así? —murmuró por lo bajo, como si se hablara a sí
misma.
—Tú también con lo mismo —resopló con dulzura, el hombre no solo
amaba a su mujer, amaba sus formas, sus pensamientos, todo. Fue hasta
ella, la tomó de las manos—. Supongamos que Daphne tiene algo de
razón, supongamos que la vida de Londres, tan diferente a las de ellas, las
tiene abrumadas... ¿En verdad piensas que estar a solas con nuestra hija las
va a ayudar?
Marion no pudo más que reír, Daphne podía ser el más dulce y
parlanchín de los incordios. La verdad era que no contaba con grandes
amistades, la belleza también le jugaba en contra a la joven Webb. A Colin
lo perseguían todas las mujeres de la ciudad, a ella, la hacían a un lado. La
envidia recorría las venas de la nobleza británica, eso era innegable.
—¿Entonces, qué sugieres? —Marion no iba a desistir, su hija ya había
sembrado la semilla.
El pensamiento de Arthur fue interrumpido por la inesperada presencia
de Thomas, el menor de los Sutcliff, que corría con vaso de leche en mano
por todo el lugar. Tras él, Jane, su niñera, que apenas podía respirar.
—Lo siento, milord... milady —dijo tomando un respiro bajo el dintel.
Thomas se refugiaba detrás del sillón en el que se encontraba su madre.
El matrimonio estaba muy al tanto del comportamiento explosivo del
menor de la familia, por tal motivo, le aumentaban el jornal semana a
semana a Jane, la pobre jovencita llevaba a cabo una odisea diaria con él.
—¿Qué ha hecho ahora el pequeño Lord? —gruñó Arthur mirándolo
con desaprobación.
—No quiere tomar su baño, no quiere beber su leche... no quiere ir a la
cama...
—¡Thomas! ¡Deja de enloquecer a Jane! —Marion lo reprendió—. Ve a
la cama, pequeño.
—¡No! —gritó con capricho.
Arthur fue hasta él, reconocía que habían sido demasiado blandos con
el niño, tenían que poner un límite a su actitud caprichosa. Thomas se
adelantó a sus movimientos, en un par de zancadas cambió de refugio: otro
de los grandes sillones.
—¡Quiero ir con ustedes! —alegó.
—No puedes, eres muy niño para este tipo de fiestas. —Marion intentó
hacerlo entrar en razones.
—¡Edward Walker es dos años mayor que yo y le permiten ir a esas
fiestas!
—Pues, cuando tengas dos años más, lo veremos. —Lord Sutcliff llegó
hasta la esquina del sillón en el que se escudaba—. De momento, a la
cama.
Marion se había puesto en pie para cerrarle otro posible camino. Estaba
rodeado, su padre por un lado, su madre por otro, y Jane... Solo tenía una
alternativa, ser más rápido que todos ellos, algo que le era por demás
sencillo.
—¡No! —volvió a gritar emprendiendo de nuevo la carrera, le ganó a la
movida de Jane, era la que estaba más agotada de los tres, se deslizó por el
suelo sorteando el obstáculo de su brazo, se levantó con una sonrisa de
triunfo en los labios, y boom... se chocó con el cuerpo de Daphne que justo
regresaba al salón junto a Colin.
El vaso de leche se derramó sobre su vestido.
—¡Maldito bribón, voy a matarte! —gritó al borde del llanto Daphne
—. ¡Arruinaste mi vestido!
—Jane, llévatelo aquí —ordenó Lord Sutcliff. Thomas reía a
carcajadas. Arthur lo atravesó con la mirada—. Ya hablaré contigo,
jovencito.
Marion fue a consolar a su hija una vez que el huracán Thomas
abandonó el salón. El llanto de Daphne crecía segundo a segundo.
—¡L´mer lo diseñó especialmente para mí!
—Lo sé, cariño... lo sé.
—Es solo un vestido, Daphne —intervino Colin que no lograba
entender la fascinación extrema por la moda en las mujeres—. Cámbialo
por otro.
—¡No es tan simple, Colin!
Colin convino en miradas con su padre. Sí, era así de simple, por lo
menos para ellos.
—Ven, vamos... encontraremos el reemplazo perfecto —murmuró
Marion con delicadeza en sus oídos—. Lo hecho, hecho está, de nada vale
llorar. —Emprendieron el camino hacia la escalera juntas, de pronto,
Marion se detuvo al recordar—: ¡Las Grant!
—¿Qué hay con ellas? —preguntó Colin.
Arthur comprendió al instante a su mujer, el cambio de vestuario
demoraría una hora, tal vez más conociendo a su hija.
—Colin, ve por ellas... diles que tuvimos un contratiempo y que nos
encontraremos en lo de Lady Helen.

Recibió la orden con suma satisfacción, prefería alejarse de la casa lo


más rápido posible, no tenía deseos de presenciar el duelo del maldito
vestido junto a Daphne; adoraba a su hermana, pero su dramatismo lo
fastidiaba de gran manera, más cuando este se originaba en banales
tonterías.
En unos diez minutos estuvo en la residencia de alquiler de las Grant.
Las americanas le agradaban, ellas en particular, de las otras conocía poco;
a excepción de Miranda Clark, que era el objeto de la obsesión de su
amigo Elliot. La servidumbre lo recibió, y Sandra, sorprendida ante su
presencia, fue de inmediato a darle la bienvenida.
—¡Lord Webb, qué sorpresa, no esperaba verlo por aquí!
—Si le soy sincero, señora Grant, yo tampoco, pero hubo un
inconveniente de último momento. —Estaba relajado, sentía que frente a
la mujer podía bajar las barreras protocolares, esas que tanto le pesaban.
Muy pocos lo sabían, pero Colin Webb era un espíritu libre, salvaje,
encerrado en el cuerpo de un aristócrata—. Mis padres le piden disculpas.
—¿Inconveniente? No me asustes, muchacho, ¿se encuentran bien?
¿necesitan de ayuda? —La preocupación de la mujer era auténtica, y eso
hizo que el agrado de Colin creciera a ritmo frenético.
—Nada de importancia, señora Grant, solo un contratiempo con mi
hermana, cosas de jovencitas, usted ya sabe —dijo haciendo alusión a
Emily, presuponía que todas las mujeres compartían la misma dosis de
vanidad y fascinación por la moda.
—En realidad, siendo sincera yo también con usted, no lo sé... —Le
habló en confidencia—. Si fuese por mi Emily, iría en pantalones a esa
fiesta. Eso es lo que sucede cuando eres la única mujer entre cinco —
agregó en defensa final de su hija.
Colin no pudo más que reír. ¡Por todos los cielos, ahora no podría más
que imaginarla de esa manera! ¡De pantalones! Es más, cuando lo pensaba,
jamás había visto a una mujer en pantalones. La idea le resultaba más que
estimulante.
—Lo que me recuerda... ¡Ethel! —llamó a la ama de llaves—. Dile a
Emily que estamos a la espera de ella, por favor.
Ethel no debió de cumplir con el recado, Emily emprendió el descenso
por las escaleras sin caer en cuenta de la visita. Los ojos de Colin se
posaron en ella mientras en su mente repetía: ¡Imagínala en pantalones!
Y los pantalones hubiesen sido la solución perfecta para la muchacha,
que intentaba atinar a los escalones sin rodar por accidente. El miriñaque
que llevaba ocupaba todo el ancho de la escalera, es más, la doncella
trataba de ayudarla sin mucho éxito, era imposible transitar esos peldaños
de a dos a causa del vestido. Colin no opinaba de moda, le importaba poco,
sin embargo, en ese instante no pudo evitar pensar que lo que Emily lucía
era todo aquello que no podía llamarse «moda». No, eso era una
aberración, un ataque directo y certero al buen gusto. Comenzando por el
color rosa pálido del vestido combinado con el tono crema de su escote y
mangas abullonadas, siguiendo con las joyas que portaba, un collar de
perlas ostentoso que se enroscaba en su cuello en más de una vuelta,
pendientes haciendo juego y anillos en exceso en sus manos enguantadas
con raso, encaje y… más perlas.
Recordaba su atuendo en la fiesta de Lady Thomson, y agradecía que,
en ésta oportunidad, las plumas en su cabeza hubiesen sido reemplazadas
por flores. Llevaba flores como para adornar el cabello de tres jovencitas,
pero era un avance con respecto a lo anterior.
¡Imagínala en pantalones! Su mente volvió a repetir en el momento
exacto en que los ojos de la muchacha abandonaron la contemplación de
sus pies para encontrarse de lleno con los suyos. Se detuvo a mitad de
camino, y sus mejillas doradas por el sol de california se enrojecieron de
repente.
—¡Emily, cariño, Lord Webb ha venido a escoltarnos hasta la fiesta!
¿No te parece maravilloso?
No se movía, no pestañeaba. Colin se preguntaba si respiraba. Le
sonrió, y fue peor, pudo ver cómo la garganta de la señorita Grant se
movía a la fuerza.
—¿Emily? —volvió a llamarla su madre.
No tenía sentido esperar una respuesta que no llegaría. Solo quedaba
actuar para rescatarla de su propio bochorno. Colin avanzó hacia la
escalera, subió uno, dos peldaños, y le extendió la mano.
—Permítame ayudarla, señorita Grant.
La mirada de Emily hizo contacto con sus ojos, y la vergüenza pareció
escaparse de ella. La temblorosa mano de la muchacha se aferró a la suya,
y él la apretujó con fuerza, como si le quisiera decir: no voy a dejarte ir,
no voy a soltarte...
La confianza que a ella le faltaba, a él le sobraba; la calidez que él
necesitaba, a ella se le escapaba en cada suspiro, en cada roce, en cada
mirada.
Un escalón, y luego otro... y otro. Sin siquiera proponérselo, ni bien
pudo, enredó el brazo de la muchacha al suyo.
—¿Está preparada para esta noche, señorita Grant?
—No...
¡Por fin hablaba! La dulzura de su voz empalagó los oídos de Lord
Webb.
—Y no creo estar preparada jamás —finalizó Emily.
—Eso está por verse —le susurró él por lo bajo, y cuando llegó junto a
Sandra, le ofreció su otro brazo—¿Señora Grant?
—¡Vaya, qué placer! —confesó con picardía la mujer mientras aceptaba
la invitación.
Se dejaron guiar por él hasta el carruaje, las ayudó a ascender al mismo,
y se ubicó en el asiento frente a ellas. El silencio se hizo un acompañante
más.
—Lo sé, aún queda lo peor —dijo para romper el hielo.
Las dos mujeres lo miraron absortas.
—El viaje en mi compañía —agregó a modo de broma. Quería
motivarlas a la conversación, en especial a Emily—. Cuéntenme de
ustedes, háblenme de California.
Los ojos de la muchacha brillaron, sus labios, rosados y carnosos,
tomaron el control. Colin disfrutó de su voz, de sus anécdotas... de todo
Emily Grant. Era refrescante cuando dejaba la timidez atrás, podía ver que
al igual que su cuerpo, toda ella estaba oculta tras las joyas, los modos que
le eran ajenos y el miedo. Un miedo que la paralizaba cada vez que lo
tenía enfrente. Y por algún motivo, detestaba generarle eso. Quería que se
relajara con él, como a él le sucedía con ella. Admitía que era difícil, que
tanto título y las habladurías en su nombre intimidaban a cualquiera,
incluso a las jóvenes damas que esperaban que las desposara. No sabía
cómo hacer para demostrarle a la señorita Grant que él no distaba mucho
de su hermana, que podía brindarle la misma amistad.
¿Amistad con una mujer?, la idea casi lo hizo sonreír. Solo a Lady
Amber, su anterior amante, podía considerar una amiga, y eso luego de
finalizar su relación. No podía evitarlo, le gustaban las mujeres, por eso se
mantenía alejado de las debutantes y más que dispuesto ante las viudas
que no reclamarían su inocencia marchita.
El recuerdo de Lady Anne le empañó el momento, deseaba alejarla. No
debía sacar a colación el tema de los pantalones, porque era de mala
educación hablar de prendas frente a las damas, por lo que dejó caer el
tema entrelíneas.
—¿Monta usted, señorita Grant? —preguntó y con la imagen de Emily
a caballo pudo borrar a la odiosa Lady Anne por una noche. Empezaba a
creer que Elliot, sí, justo Elliot, tenía razón respecto a su examante y que
él era el único en Londres sin ver la verdadera esencia de la viuda
Merrington. Bueno, en su defensa, Anne escondía la esencia detrás de un
cuerpo de infarto.
—S… Sí —contestó, Emily, con timidez y bajó la mirada a sus
barrocos guantes. Sandra la miró de soslayo, sorprendida por la escueta
respuesta.
—¡Ama montar! —exclamó—, lo hace tan bien como sus hermanos. En
realidad, en confidencia, Lord Webb, le diré y espero que no lo repita…
monta mejor que los hermanos.
Las mejillas de Emily ardieron de inmediato, hasta que las pecas se
borraron a falta de contraste. Era tan rubia, de piel tan clara, que el sol
apenas había dorado, que cuando se sonrojaba parecía arder por completo.
Él, a quien solo lo tocaba el suave sol de los pocos días de verano de
Inglaterra, ya lucía un dorado intenso heredado del lado materno. Supuso
que tal arrebato de vergüenza escondía un secreto, y la tentación de sacarlo
a la luz fue más fuerte que veinticinco años de buena educación.
—Me pregunto por qué no alardea de eso, señorita Grant. Supongo que
tendré que invitarla a un paseo en Hyde Park para que demuestre sus
habilidades.
—¡N…! —exclamó, desesperada, pero su madre la codeó sin disimulo.
—Por supuesto, Lord Webb, ya verá, esperemos que no lamente su
decisión —bromeó Sandra, sonriente.
—Eso, esperemos que no lamente su decisión —murmuró Emily de
manera inaudible. Quería que el mundo terminara mañana, sí, sabía
montar, y sí, su madre tenía razón, lo hacía mejor que sus hermanos. Solo
que había un gran, enorme, inmenso problema, lo hacía a horcajadas y en
pantalones.
Los pantalones los dedujo Colin, y tuvo que contener la risa. Al fin de
cuentas, ¿por qué otro motivo una señorita elegiría esa prenda? A él no se
le ocurría, Emily en cambio podía iluminarlo con varias ideas más. Como
cazar, se cazaba mejor con pantalones. O escalar cerros, o meterse en
cuevas, o indagar en minas, o probar dinamita, o proteger los límites de
una propiedad cargando un rifle, incluso disparar era más cómodo con
pantalones. Y así, con esa lista interminable de habilidades Grant, Emily
enterraba cualquier posibilidad de llamar la atención de un hombre como
Colin Webb. Un hombre que optaba por compañera a una mujer como
Anne, una dama que le brindaba a los hombres algo que ella jamás podría
darle: indefensión. Lo sabía por sus hermanos, sobre todo por Louis, que
los hombres amaban presentarse como los salvadores y protectores de las
damas. Donde una muchacha necesitaba ayuda, ahí iban todos los
especímenes masculinos a brindarla y quedar como héroes. ¿Y Emily
Grant qué hacía…? se salvaba sola. Se recordó lo absurdo de albergar
esperanzas con Colin, y enterró el malestar. Mejor seguía de ese modo,
salvándose sola, porque un vistazo a sus posibles candidatos le dijo que así
seguiría su vida.
Llegaron a lo de Lady Helen a horario, y el cambio en el recibimiento
fue abrupto. El sello de los Sutcliff a los lados del carruaje les abrió
camino al llegar, y Emily pudo ver cómo muchos de los que en el pasado
entraron antes que ella, debían esperar a un lado. Un lacayo les abrió la
portezuela y las ayudó en el descenso. La señorita Grant trastabilló por los
nervios al sentir las miradas en ellas, entra tantas, las de Lady Anne que
destilaba furia. Sintió la irrefrenable necesidad de aclarar el malentendido,
y luego desestimó su impulso, al fin de cuentas ¿quién podría
malinterpretar algo? Nadie, en su sano juicio, pensaría que el hermoso lord
tuviera intenciones con ella. Sin embargo, las miradas de curiosidad se
volvieron sorpresa cuando, al ver que no podía con el miriñaque y los mil
adornos, Colin la sostuvo del brazo y apenas de la cintura, como si fuera
un vals, para que recuperara el equilibrio perdido.
La mano del hombre atravesó las capas de ropa y le quemó la piel. Sin
pensar, alzó la mirada con embeleso hasta unirla a la azul intenso de
Colin, y ahí quedó, atrapada por unos segundos hasta que el futuro conde
le brindó una sonrisa de ánimo que la desarmó.
Lady Helen avanzó entre los invitados para darles la bienvenida. Claro,
no a ellas, a Colin.
—¿Has visto, Emily? —susurró su madre al oído para que nadie la
oyera—, no tuvimos que aguardar, así da gusto llegar.
—Antes saludamos, antes nos escabullimos —contestó, y Sandra, en
lugar de molestarse, asintió. A ella también le molestaba esa notoriedad,
prefería las veladas una vez pasadas las presentaciones.
Lady Helen la observaba con poco disimulo, reparaba en su atuendo
poco favorecedor, en las joyas y fruncía el ceño con desagrado. A su lado,
Colin empezaba a molestarse. Sabía que a Emily le avergonzaba la
atención, y cuando eso sucedía, se retraía y apenas hablaba. Pero lo que
más le molestaba era el descaro de la nobleza, que descargaba su
frustración con los forasteros. Claro, nadie decía nada de la duquesa de
Fitz-James que, tras conocer India, había imitado el estilo hindú con una
irrespetuosidad abrumadora hacia la cultura de esas tierras. No, claro, ella
era duquesa. Al parecer la buena educación era algo que solo reservaban
para sus pares.
Colin retribuyó el descaro de Lady Helen con el suyo. Lady Thomson,
que le pisaba los talones, sonrió complacida.
—Gracias, Lady Helen, por la invitación —dijo el futuro conde con un
porte envidiable de espalda recta y mentón apenas alzado. Emily lo miraba
con descaro, el cambio en la amabilidad de su acompañante no le pasó
desapercibida, como tampoco lo hizo el estrujamiento de tripas que eso le
despertó. Había dicho que no necesitaba defensa, y él había encontrado
una situación en la que plantarse como salvador y protector. Pero no era
eso lo que despertaba las mariposas furiosas del estómago de la
californiana, sino el enojo de lord Webb. Sin darse cuenta de lo que hacía,
le pasó la mano por el brazo del que se sostenía en una caricia
reconfortante, para serenar su ánimo. Quería consolarlo, quería decirle que
estaba todo bien, que no se enojara… abrazarlo y quitarle el mal humor
que lo abrumaba. Colin puso su mano enguantada sobre la de ella antes de
agregar—: espero que esta vez la elección de coñac sea apropiada, pues
estas veladas apenas se soportan con alcohol, como para tener que hacerlo
con alcohol barato. —Y tras semejante desplante, avanzó hasta el salón
arrastrando a las mujeres Grant consigo.
La furia de Colin emanaba calor, un calor que atravesaba el salón y le
llegaba a Lady Anne para contagiarla. ¡Había defendido a esa!, las ganas
de estrujarle el pescuezo a la americana le hacían crujir los dedos bajo los
guantes.
—Lord Webb… —susurró Emily cuando llegaron a la mesa de
refrigerio—, creo que su hermana me dijo que no es correcto, pero le
podemos decir a mi madre que nos acompañe como carabina y dar un
paseo por los jardines para… —no supo cómo decirlo.
—¿Para que se me bajen los humos? —bromeó él con una suave
carcajada—. Debo estar un poco colorado, ¿no es así?
—Solo en las orejas —aclaró Emily, sonriente, y Colin le correspondió
la sonrisa. Era imposible resistirse a la franqueza de la californiana.
Acababa de percatarse de que cuando la señorita Grant se sonrojaba por
deleite, el color de sus mejillas era encantador en lugar del rojo vivo de la
vergüenza. Debía sacarle provecho a eso, pensó, estaba seguro de que los
hombres a su alrededor lo podrían apreciar, claro, si sacaban la vista de lo
abullonado de las mangas, lo poco favorecedor del color del vestido, lo
apretujado del corsé y lo excesivo de los moños. La belleza de Emily
estaba desdibujada.
—No sería apropiado —se lamentó, y su voz transmitió ese pesar,
haciendo que la señorita Grant bajara la cabeza y fijara otra vez la vista en
sus guantes. El sentimiento era compartido, ambos querían pasar unos
segundos más en compañía, Colin supuso que por lo relajado que se
sentían el uno con el otro; por lo menos, eso lo impulsaba a él a buscar
tiempo a su lado—. Creo que después de mi réprobo comportamiento, lo
mejor que puedo hacer por su reputación, señorita, es irme a beber ese
coñac barato del que tanto me quejo.
—¿Tan malo es? —preguntó la señora Grant, que tenía una gran
necesidad de un trago.
—Por desgracia… mi lado francés lo desaprueba.
—Menos mal que no tienes un lado escocés —interrumpió la
conversación Lord Bridport, saludó a las dos damas con una reverencia y
se volvió a su amigo—, porque el whisky también es horrible, pero algo
hay que beber.
—Veo que has empezado a degustar otro lujo, el de las fiestas de
temporada —bromeó Colin. Elliot Spencer se había mantenido lejos de los
prestigiosos círculos sociales por mucho tiempo. Ser centro de escándalo
era su pasatiempo. En las últimas semanas lo había reemplazado por otro,
cortejar a Miranda Clark, otra de las jóvenes americanas.
—Es que al parecer hemos cambiado de roles, amigo, tú buscas
habladurías y yo intento enderezar mi camino con un buen matrimonio.
—¿Entonces es cierto? —preguntó la señora Grant, y se granjeó un
codazo de su hija—. De verdad desea desposar a Miranda, digo… a la
señorita Clark.
—Por supuesto, señora —dijo Lord Bridport con un tono de voz
encantador, casi meloso. Todo en él parecía ser una gran broma, era difícil
saber cuándo hablaba en serio—. He descubierto América. Bueno, claro,
después de Cristóbal Colón. Debo admitir mi ignorancia respecto a los
encantos de esas tierras lejanas.
La conversación se dio por unos minutos más, hasta que Emily divisó a
sus amigas al otro lado del salón. Cameron le hacía señas disimuladas con
el abanico, mientras que Vanessa mostraba su hastío por tener que recurrir
a esas tretas para comunicarse. La señorita Grant se excusó con los
presentes para ir al encuentro de sus amigas, y lamentó tener que separarse
de Colin. Le dio sosiego saber que su despedida le daría la excusa a Lord
Webb de refugiarse lejos de las miradas femeninas y de la persecución en
su nombre. Era evidente que aún bullía algo de furia en su interior, y
necesitaba serenarse. Solo esperaba que no terminara como Zachary, con
una «descompostura estomacal».
Llegó junto a ellas en un gran rodeo en el que intentó hacerse uno con
el empapelado. No fue tarea difícil, podía ser que Lady Helen le
cuestionara el gusto para vestir, pero al hacerlo no conseguía más que
poner en evidencia su mal gusto para decorar. La cantidad de plantas,
jarrones y lámparas reducían el espacio y lo hacían agobiante.
Un segundo después de su arribo, llegó Miranda, que, al igual que ella,
buscaba desaparecer, solo que de los ojos de un noble en particular.
—No entiendo cómo pueden estar tan apretados sin morirse, parece
vacas en un corral —se quejó Emily, sonrojada por el calor.
—No creo que les agrade tu comparación —se rio Cameron, por lo
bajo.
—Tienes razón —agregó la californiana—, las vacas en mi rancho
están menos hacinadas. Nos gustan los animales.
—¿Rancho? —preguntó Vanessa con cierta curiosidad—. Tenía
entendido que el dinero de tu familia venía de las minas de oro.
—Eso fue después, de pequeña teníamos el rancho con las vides, que no
daba mucho dinero. Creo que me voy a poner nostálgica… luego mi padre
encontró oro en nuestras tierras y un día me desperté y era esto —se
señaló con desdén.
—Eres hermosa, Emily —la reprendió Miranda, sin imaginar que daba
de lleno en su pecho. Como le había dicho a Zachary, jamás antes le había
importado su apariencia, hasta ahora. Y a todo el malestar se le sumaba el
pueril enamoramiento de Lord Webb, que traía aparejado ni más ni menos
que la odiosa comparación con la bella Lady Anne.
—He visto árboles de navidad menos decorados que yo —agregó con
pena.
—También reinas —la animó Vanessa—, por eso te desprecian, porque
tienes más oro que un rey. En tu lugar, alzaría el mentón e iría sacudiendo
mis borlas de navidad de muchos quilates solo para verlos intentar
mantener el porte de «no me importa».
—Eres muy cruel —bromeó Cameron—, espero no sufrir de tu lengua.
La enigmática sonrisa de Vanessa hizo a las tres restantes estremecer,
pero sobre todo, hizo a Emily pensar en la razón del desprecio recibido.
¿Podía ser envidia? Ella no se creía merecedora de ese sentimiento. Casi
pudo escuchar la voz burlona de Cleveland decir «tú no te crees
merecedora de ningún sentimiento, Emily».
En ese instante se hizo presente el barón Payne, uno de los potenciales
pretendientes de Miranda Clark para solicitar un baile. Gracias a la
atención del próximo duque de Weymouth había crecido la popularidad de
la joven Clark. Las muchachas se quedaron a un lado, soportando el
agobiante calor con sus abanicos y sus copas de refresco, luego de Payne
se hizo presente Lord Bridport en persona para reclamar la atención de la
neoyorkina. Sus coterráneas estaban seguras de que su amiga conseguiría
su cometido en tierras británicas, casarse con un noble que limpiara su
buen nombre.
Tras el desplante a Lord Bridport, nada quedaba por hacer salvo sudar,
sudar y sudar. Los abanicos no eran suficientes, por lo que las muchachas
decidieron escapar a los jardines.
—Debo ir a avisarle a Grace sobre nuestra pequeña aventura —expuso
la joven Clark antes de dar otro paso. No estaba bien que desaparecieran
de buenas a primeras sin poner en aviso a las matronas, la señora Monroe
junto a la señora Grant se habían alejado en busca de un refrigerio.
—Yo me ocupo. —Emily se apropió de la tarea con un fin oculto,
divisar a Colin una vez más y comprobar con sus propios ojos que no
había vestigio de enojo en él. De ser necesario, lo invitaría al paseo con
ellas para que se relajara. Sabía por Daphne que la única forma que tenía
el futuro conde de deshacerse de la atención femenina era con más
atención femenina—. Mi madre no me perdonaría que no la pusiese en
aviso en persona. Suele ser un tanto... —masculló para ocultar lo que en
verdad quería decir— demandante.
No había una gota de maldad en Sandra Grant, solo una inmensa
necesidad de ver a sus hijos felices, tanta que a veces era agobiante. Como
hacía unas horas en el carruaje, ¿cómo se le ocurría propiciar una salida
con Colin Webb? ¡Y a montar! Cuando sabía que su hija lo hacía bien a
horcajadas y de una manera temeraria, impropia de una dama. El orgullo
maternal le impedía darse cuenta de que la exponía al ridículo.
Volvió a hacerse una con el empapelado y avanzó hacia donde estaba su
madre con la señora Monroe. A mitad de camino, se detuvo al escuchar su
nombre. Pensó que se trataba de Daphne, por lo que se volteó y quedó
justo detrás de una planta. Antes de delatar su presencia, pudo corroborar
que no se trataba de su amiga, sino de Lady Anne con sus dos compinches,
Hillary y Darlene. No debía hacerlo, nada bueno podía salir de ello, a pesar
de eso se quedó a escuchar a hurtadillas.
—No debes preocuparte, Anne —decía Hillary, con hastío—. Es
evidente que si Lord Webb fue amable con el mamarracho ese fue por pura
lástima. ¿Crees que puede despertar otro sentimiento en él?
—¿La risa? —bromeó Darlene, y las tres mujeres rieron a coro.
—Es lo que intento hacerle ver —se lamentó Anne, poniendo los ojos
en blanco—. Lord Webb es demasiado amable y la gente se vive
aprovechando de él. —Claro, sobre todo ella, que había logrado engañarlo
con su carácter durante mucho tiempo. Conocía su secreto, su anhelo más
oculto, y con eso había logrado retenerlo a su lado por mucho tiempo,
aunque no hubiera conseguido superar la marca impuesta por sus otras
amantes—. Esa atracción de circo quiere usarlo, quizá incluso encontrarlo
en una situación comprometida, sabe que la nobleza de Webb lo va a llevar
a hacer lo correcto.
—Hasta ahora ninguna lo pescó —la tranquilizó Hillary.
—Pero esa tiene otras armas, la de jugar de mosquita muerta. O mejor
dicho, avispón —agregó con malicia Lady Anne.
Emily tenía demasiado, apenas si podía contener el aire en los
pulmones. El resto de la diatriba quedó ahogada por el barullo de la gente,
solo pudo escuchar palabras sueltas, de que iba por demás de adornada, de
que parecía una vaca esperando becerros, y muchas cosas más. Salió
abatida de ahí y se escabulló sin mirar a dónde. Solo necesitaba dejar de
llorar. ¡Maldición! Apenas si veía tras el velo de lágrimas. Esas mujeres
habían golpeado más hondo que en su ego, habían dado en su pecho, en el
lugar en el que se abría camino Colin Webb.
Sí, lo sabía, era un anhelo vacío, era un deseo de niña, su ensoñación
despierta. Colin era imposible, pero hasta de lo imposible se podía
disfrutar un poco, y esas arpías lo habían arruinado. Porque ahora, cada
vez que Webb fuera amable, Emily pensaría en la pena que le daba, en la
lástima y la vergüenza, en que la veía como esas mujeres.
Le acababan de arrebatar los pocos momentos que podría vivir junto a
Colin, las cabalgatas, los tés, las risas. El simple placer del tiempo
compartido. Y todo por qué… por su maldito dinero.
Las lágrimas le impidieron ver la habitación en la que entró, solo bastó
corroborar que estaba sola para dejarse caer en el piso, sobre sus enaguas
de almidón y alambre, sobre los moños de raso y seda, y los abullonados
pliegues de falda. El corsé la aprisionaba, y parecía empujar el dolor por
su pecho hasta que salía por la garganta en quejidos lastimosos. Se arrancó
las cintas y algunas flores del cabello. Se quería quitar todo eso que no era
ella, y quedar en ropa interior, en las únicas prendas que elegía a gusto y
que escondía de los demás, como toda ella. Quería respirar, sentir el viento
de frente cuando cabalgaba, reír a carcajadas cuando algo la divertía…
Quería ser Emily Grant de nuevo, la Emily que cuidaba las vides y que
soñaba con sus acres de tierra, cuyas mejillas ardían solo cuando la
reprendía su padre. Y quería, sobre todas las cosas, que eso bastara… Que
ser ella fuera suficiente para alguien. Para Colin.
Arrojó con furia los anillos sobre su falda y comenzó a quitarse las
perlas del cuello, hasta que un sonido en el corredor la puso en alerta.
Como si los alambres de su enagua se hubieran tensado y convertido en
resorte, se propulsó de pie. Las joyas se desparramaron sobre la alfombra
y cayó en cuenta de que estaba en el despacho del anfitrión… y que la voz
masculina le pertenecía a él. Iba en camino a su encuentro. ¡Maldición!
Emily juntó los anillos, las cintas y las flores, y salió disparada de allí
antes de ser encontrada en ese penoso estado. Para su condena, los
tocadores quedaban hacia el otro lado, la única vía de escape era la
escalera de servicio que daba al salón principal. Descendió los peldaños
intentando poner las joyas en su lugar y llegó, agitada e igual de abatida
que hacía unos segundos, al ventanal que daba a los jardines. Sus amigas
la vieron, y fueron directo a su encuentro. La instaron a sentarse en uno de
los bancos y a que les relatara lo sucedido. Emily apenas podía hablar, y
además, no deseaba explicar los verdaderos motivos de su desazón: Colin
Webb. Se burlarían de ella mucho más que Lady Anne si supieran que
albergaba sentimientos hacia el hermoso dandi y sensación de la
temporada. Justo ella. Más absurdo imposible.
—Vanessa tiene razón... —Ese fue el inicio que eligió para
manifestarse. Sí, Vanessa Cleveland, la bostoniana que le hacía la vida
imposible tenía razón en todo. En que jamás las aceptarían allí, en que ella
debía espabilarse, en que era una infantil niñata con sueños de humo. No
quería contagiarse del cinismo de su coterránea, aunque una dosis de él le
podría salvar el corazón—. Para ellos soy comparable a un animal de
circo. Acabo de confirmar que soy el centro de los comentarios de la
temporada —confesó con las lágrimas contenidas.
—¡Mira tú, pensé que era yo! —Miranda intentó ponerle humor al
asunto.
—No según Lady Anne.
—¿Quién demonios es Lady Anne? —inquirió Vanessa.
—No importa quién es Lady Anne. —La joven Clark deseaba empujar
al olvido a Emily—. Aquí lo único que importa es... ¿Cómo me has robado
el protagónico? Dímelo, muero por saberlo.
Las bromas de Miranda le infundieron ánimo, era cierto, ella no era la
única víctima del desprecio británico. La neoyorkina estaba en boca de
todos por un escándalo en tierras americanas y ahora, por uno nuevo cuyo
nombre era Elliot Spencer.
—Muy simple. —Decoró su rostro con una sonrisa de triste aceptación.
Alzó las manos y exhibió ante ellas toda la riqueza que ostentaban sus
dedos enguantados. Al cabo de unos segundos, tras observar ella misma
las joyas que portaba, empalideció— ¡Oh, no! ¡Dios santo! ¡Mi madre va a
asesinarme! —Había perdido uno de los anillos, uno que tenía un enorme
diamante rosa a juego con el vestido. Igual de grande, pomposo y
llamativo—. ¡He perdido mi anillo!
—¡¿Cómo?! —exclamó Miranda.
—Sí, sí, hasta hace un rato lo tenía aquí, en este dedo —Señaló el
anular derecho— y luego… luego. —Se llamó al silencio para reacomodar
sus pensamientos. En ellos encontró la respuesta a su problema—
¡Diablos! —masculló entre dientes.
—¡Emily! —Cameron volvió a ser mediadora ante los malos
comportamientos.
A la californiana no le quedó más remedio que relatar todo, el bochorno
al escuchar lo que Lady Anne decía de ella, las lágrimas que no había
podido contener, su huida y búsqueda de refugio, hasta dar con el lugar de
la pérdida: el despacho del anfitrión. Sus amigas continuaron con las
maldiciones, por más que Cameron intentaba que se comportaran como
era debido.
No tenían alternativa, debían ayudarla, debían recuperar la joya perdida
antes de que alguien la descubriera y se desatara otro escándalo. No podían
soportar más escándalos.
Miranda decidió que lo haría ella, que se escabulliría en el despacho
mientras Cameron y Vanessa llevaban a cabo una maniobra de distracción.
Lo único que Emily debía hacer era permanecer escondida en los jardines,
justo detrás del vivero, hasta que la señorita Clark volviera con la joya. De
ese modo, evitarían las preguntas incómodas, las lágrimas y… de ser
posible, otro escándalo.
No… donde se juntaban las americanas era imposible evitar los
escándalos, y en menos de quince minutos la fiesta de Lady Helen ardió en
llamas. Miranda Clark y Elliot Spencer contraerían nupcias luego de ser
hallados en una comprometida situación en el despacho del anfitrión.

Colin Webb no podía creer lo que tenía ante sus ojos. Su mejor amigo
enredado en las faldas de Miranda Clark, radiante de felicidad mientras se
lo encontraba en una situación tan indecorosa que ni el matrimonio
acallaría las habladurías. Para empeorar todo —si eso era posible—, la
cantidad de testigos crecía a pasos agigantados imposibilitando la
discreción.
—¡Qué demonios, Elliot! Entiendo que quieras casarte con ella, pero
esto es demasiado —espetó furioso—, no te hacía capaz de estas bajas
tretas.
—No fue…
—No, de ninguna manera. ¿Entiendes que puede que te nieguen la
unión, y que quizá la hayas arruinado para siempre? Tienes el cerebro en
los pantalones, Elliot.
—Detente, detente ahora mismo —contestó Lord Bridport molesto—,
primero, no fue una treta. Que tú tengas que escapar de las mujeres que
intentan hacer eso contigo no quiere decir que seamos todos iguales. Deja
de proyectar, maldito egocéntrico. —Por fortuna, el tono de amistad de la
charla no había disminuido, y pese a las acusaciones, no se trataba de una
pelea con todas las letras. Tal era así, que cuando lo llamó maldito
egocéntrico, Colin volvió a pisar tierra y tuvo que darle la razón. Había
tomado la ofensa a Miranda Clark como algo personal y no quería ponerse
a analizar el porqué—. Segundo, me casaré con ella así tenga que irme de
Inglaterra. Mi padre, porque sí, sé que te referías a él, no podrá imponerse.
—¿A qué te refieres con que no fue una treta? —preguntó para
focalizar su atención en algo que no fuera el duque de Weymouth. La
enemistad de su amigo con su padre era legendaria y casi obsesiva—. ¿No
tenías planeado que te encontraran así? Perdón, Elliot, te hacía mejor con
las mujeres, no de los que se entregan a rapiditos en los despachos.
—Tendría que retarte a duelo por semejante ofensa, pero te la dejaré
pasar… solo porque no, no soy de los que hacen eso, es que… —se
silenció antes de explicarle que entrar allí y ver el trasero de Miranda
Clark en alto, meneándose, lo había empujado a la locura más abyecta, y
que la situación se le había ido de las manos—. La historia es tan absurda
que no termino de creérmela. Es la suerte que me sigue.
—¿Qué historia?
—Un anillo de la señorita Grant. Al parecer la muchacha perdió un
anillo cuando se escondió en el despacho —Alzó la mano para detener la
interrupción de su amigo—, no, no preguntes qué hacían en ese lugar.
Jamás le encontraré sentido a la mentalidad americana.
Colin solo pudo pensar: ¡Mierda, Emily! No había presenciado la
escena del despacho, no estaba en el salón principal, no se la veía por
ningún lado. Comenzó a preocuparse. Había escuchado toda la noche las
burlas con su nombre, y temía que ella también lo hubiera hecho.
—Bueno, amigo, felicidades por tus buenas nuevas, si me disculpas…
—¿No vendrás a brindar conmigo?
—Lord Bridport —lanzó con sorna—, ahora eres un respetable
caballero comprometido, demasiado aburrido para compartir amistad.
Reclamaré mi regreso a White, y me dedicaré a apostar en tu contra. Si me
permites… —y con esas palabras se perdió en los jardines, el único lugar
en el que se le ocurría que podía esconderse Emily. Claro… si descontaba
el despacho del anfitrión.

Su suposición fue acertada. Emily se encontraba oculta en los jardines,


detrás del vivero. Sus quejidos ahogados delataron el lugar preciso. Colin
sabía que era arriesgado, que si los encontraban juntos se daría el nuevo
compromiso de la noche, pero su corazón estrujado por la pena lo empujó
a dejar el recaudo atrás y avanzar en su dirección.
La muchacha era un mar de lágrimas. Las gotas salían de sus ojos a
raudales, mojaban sus pestañas, sus mejillas, sus labios y hasta pendían
del mentón. Algunas habían caído sobre el anillo de diamante rosa que
miraba como si fuera una serpiente.
—Emily… —la llamó en un susurro, para no asustarla. Ella se enderezó
apenas, el esfuerzo pareció demasiado para su cuerpo sumido en el dolor y
volvió a dejar caer los hombros.
—Ahora he empujado a una amiga a un matrimonio que no desea.
¡Hago todo mal! ¡todo!
—Em… —Colin se sentó a su lado, y la señorita Grant alzó los ojos en
su dirección. Se había percatado de que Webb la tuteaba, cuando ella no le
había dado el permiso. No debía hacerlo, Daphne había sido clara con esa
norma, sin embargo, su nombre en labios de Colin era lo único bueno que
le había sucedido en la noche—. Em… ¿estás segura de que la señorita
Clark no desea ese matrimonio? —La primera sonrisa escapó de los labios
húmedos de la californiana.
—Quizás un poco sí lo desee, aunque no de este modo. Me dijo que no
está enojada conmigo, que solo quiere matar y despellejar, y hervir y hacer
estofado a Lord Bridport, pero que a mí no me guarda rencor.
—Menos mal… —fue el comentario lleno de alivio. La furia de
Miranda Clark no parecía un espectáculo agradable de ver—. ¿Qué ha
ocurrido? —se atrevió a preguntar. Emily estaba sumida en la más
profunda tristeza y desesperanza, y así, en ese estado de vulnerabilidad,
era la primera vez que Colin Webb podía ver una parte de la verdadera
señorita Grant, esa que se escondía detrás de las joyas y los vestidos. En
esos momentos no se sentía intimidada por la belleza de él, ni por su
título, ni medía las palabras por miedo a equivocarse. Era ella, la
muchacha franca y refrescante que le caía tan bien y que se había ganado
la amistad de Daphne.
—Lo que era de esperar, eso ha ocurrido. Las burlas, los comentarios…
—Sorbió por la nariz y Colin se apresuró a alcanzarle un pañuelo—. No
puedo culparlos, creo que yo también me reiría de mí misma. Por eso no
me miro al espejo antes de salir…
—No seas tan dura contigo misma —la reprendió.
—Es la verdad, y ambos lo sabemos. —Emily cuadró los hombros y
mostró su carácter. No, no toleraba las mentiras, ni siquiera las bien
intencionadas.
—Lo que ambos sabemos, Em, es que se trata de tu imagen lo que
genera burlas, no tú. No la verdadera Emily Grant, porque esa la tienes
bien oculta y, si me permites ser sincero, es una maldita pena que nos
prives de ella.
Emily se sonrojó de ese modo que lograba cautivar a Colin, el que nacía
del halago y no de la vergüenza. La muchacha bajó apenas la mirada,
porque el contacto le parecía demasiado para su frágil corazón. Era lo más
lindo que le habían dicho jamás, y para mayor deleite, salía de los labios
más bonitos que jamás hubiera visto. Y del hombre más bello, y… todas
las cosas sobre las que se había prometido no hacerse ilusiones se hicieron
cenizas, su corazón volvió a latir acelerado.
—No puedo hacer nada con mi imagen, milord…
—Colin, llámame Colin —pidió.
—Su hermana dice que eso es incorrecto…
—Nadie lo sabrá, solo en privado. Y dudo que el tuteo sea lo más
comprometedor de nuestra situación si alguien nos descubre. —Lo que
intentó ser una broma se convirtió en un propulsor de Emily.
—Oh, milord, cuánto lo siento —dijo mientras se ponía de pie,
desesperada—, no me di cuenta. No quiero que piense…
—Em —Él tiró de su brazo de manera suave para que volviera a
sentarse—, no pasa nada. No nos descubrirán, y no puedes volver así a la
fiesta. De verdad que ahora tu imagen dará qué hablar.
Los nervios la hicieron carcajear. Sí, si antes era un espectáculo de
circo, en esos momentos, con su tocado deshecho, su vestido arrugado y el
rostro inflamado por el llanto, de seguro daría un espectáculo digno de una
feria.
—Detesto mi imagen —se atrevió a decir—, detesto cada cinta, cada
flor, cada anillo…
—¿Y por qué, entonces, los usas? —Quería explicarle que a los
hombres le gustaban las mujeres al natural, tan al natural que las preferían
desnudas. Y que cada maldita prenda que las separaba de ese estado era un
incordio. Sin proponérselo, una imagen de Emily con menos ropa invadió
su mente y lo hizo sudar. Acusó al endemoniado clima primaveral.
—Porque no quiero fallarles a mis padres.
—Estoy seguro de que, si le explicas a tu madre lo infeliz que te hace,
lo mal que la estás pasando, ella entenderá. Es una buena mujer, puede
verse a la legua.
—Sí, Colin —y el lamento fue acompañado de nuevas lágrimas, de
unas que no nacían del bochorno sino de un sentimiento más profundo.
Webb quiso ser complaciente con Emily, su nombre en labios de ella lo
impactó como un rayo. «Sí, Colin». Oh, cuántos escenarios mejores que
ese podían sacar de su boca esa expresión. ¡Mierda!—. Ese es el problema,
que, si le digo a mi madre o a mi hermano que soy infeliz, entonces nos
subiremos a un barco y regresaremos a California de inmediato.
Y eso sería una terrible desgracia, pensó Colin. En cambio, dijo:
—¿Y tú no quieres eso?
—Sí, creo, no lo sé. No quiero fallarles, y si no me caso con alguien de
buen nombre, les fallaré… es mi única tarea, mi única jodida tarea…
¡Perdón! —Se tapó la boca al darse cuenta de que había dicho una
palabrota. Colin la observaba sin reproche, y Emily se perdió en el celeste
cielo de sus ojos. Parecía haber descubierto algo en su mirada, un
sentimiento profundo en él. Se sentía como el día que encontró la primera
pepa de oro, como un gran momento que le cambiaría la vida.
—Te entiendo tanto, Em —le dijo él, conmovido.
—¿Lo haces? —La incredulidad nació en su pecho—. Dudo que puedas
fallarle a alguien, Colin. No creo que un padre pueda pedir mejor hijo que
tú.
—Pues, ya ves. No solo tú te escondes tras una fachada, yo también lo
hago. Se puede decir que también fallo en la única jodida tarea que tengo
como hijo. —No especificó más, y Emily se mordió los labios para no
indagar—. Solo debes confiar en mí en esto, si le dices a tu madre que de
ahora en más elegirás tu atuendo con ayuda de una modista, no solo serás
un poco más tú, tanto como las rígidas normas británicas te lo permitan,
sino que además conseguirás tu cometido de encontrar marido. Ya lo
verás…
—El tema de la modista es mejor dejarlo para cuando tenga más
lágrimas para derramar, me he gastado la dosis de la semana —bromeó
Emily.
—Ni L’mer ni Dumont ¿eh? —adivinó, conocedor de las dos grandes de
la moda londinense—, no te preocupes, tengo a la tercera, y además, la
indicada para ti. Rebecca Deen es tu mujer. Ella sabrá sacar provecho de
cada uno de tus atributos… ven. —La instó a ponerse de pie para buscar
una salida discreta que impidiera a los invitados verla así—. Ya verás
cómo Deen consigue que recuerdes quién es la bella y única Emily Grant.
Emily puso los ojos en blanco. Disfrutaba de los halagos de Colin, y de
sentirse así, en las nubes, pero no le creía ni una palabra a ese dandi
experto en damas. Avanzaron por los jardines camino al ala de servicio,
hasta que Webb se detuvo y, como si le leyera la mente, se giró hacia ella.
No era tan alto como sus hermanos, de todos modos, le llevaba media
cabeza y la señorita Grant tuvo que alzar el rostro hacia él para unir las
miradas. Colin indagó en los ojos de la muchacha y le permitió hacer lo
mismo en los suyos para que viera su sinceridad.
—Em, cuando crucemos esa puerta volverás a ser la señorita Grant y
yo, Lord Webb, pero antes, permíteme convencerte de mis palabras. Eres
bella, quizá deberías volver a mirarte en el espejo para recordarlo. Lo eres.
Tienes un hermoso cabello, dorado, unos ojos que recuerdan al cielo de
verano, una piel que puedo asegurar que despierta envidia… —se silenció
antes de continuar con su apreciación, pues los atributos del cuerpo de la
californiana solo podían ser admirados en términos lujuriosos. Unos
pechos llenos que me rebalsarían las manos, una cintura a la que aferrarse
en el vaivén de los cuerpos, unas caderas que dan cobijo a un hombre
perdido… Si seguía, sus pantalones lo pondrían en evidencia—.
Prométeme no olvidarlo. Y ahora…
Le dio un leve empujón, sin permitirle discutir ni contestar. Cuando se
alejó un par de metros, agregó:
—Haré llegar la tarjeta de Deen a tu residencia por la mañana. —Emily
se volteó para agradecerle, y lo hizo con una sonrisa sincera, que le
dibujaba hoyuelos en las mejillas llenas y le alzaba los pómulos repletos
de pecas. Era adorable, era tierna, y dulce y… demasiado peligrosa sin
saberlo.
En pocos días había conseguido algo que pocas mujeres antes lograron,
escalar los muros en torno a Colin Webb y divisar un poco de su verdadero
ser.
CAPÍTULO 4

Todo lo que involucraba a Lord Bridport era sinónimo de escándalo, su


comportamiento, su compromiso apresurado, peor aún, su futura esposa
americana. Conseguir el permiso para el matrimonio no fue un gran
impedimento para el futuro duque, el arte de la manipulación dominaba a
su lengua. En consecuencia, la boda se planeó a la brevedad.
Como su padre estaba en completo desacuerdo, es más, repudiaba a
viva voz la unión, los Sutcliff se ofrecieron como padrinos del
matrimonio. La amistad de Colin y Elliot había comenzado en la más
tierna edad, y para ellos, el vizconde era comparable a un hijo más.
Marion no iba a hacerse a un lado, sin importar lo que el duque de
Weymouth manifestase, no era propio de un padre abandonar a sus hijos en
tan preciado momento. Se murmuraba tras bambalinas que el motivo del
matrimonio no era más que una jugarreta de Elliot Spencer para fastidiar a
su padre, pero ahí, en la calidez del hogar Sutcliff, a horas de la
consagración definitiva del enlace, la verdad salía a la luz. Colin estaba en
lo cierto, Lord Bridport era el futuro esposo más feliz de Londres, y la
jovencita Clark, aunque se esforzara en demostrar lo contrario, era la
novia más ansiosa y enamorada de todo el continente.
A pedido del matrimonio, el listado de invitados se redujo al mínimo,
los Thomson, los Swift —estos últimos se habían invitado, Lady Helen
reclamaba su lugar como propiciadora de la unión—, Sir Johnson y su
pupila Vanessa Cleveland, la señorita Madison junto a su tía y, como era
de esperarse, el pequeño clan Grant, con un Zachary recompuesto y de
muy buen humor. A ellos le siguieron un par de lores, aquellos integrantes
de la cámara que habían accedido a otorgar el permiso de matrimonio a
cambio del disfrute de un buen banquete, era bien sabido que los Sutcliff
se destacaban por agasajar con los mejores platos y licores.
—¿Han visto ese beso? —Daphne seguía fascinada por la demostración
de afecto de los tórtolos ya devenidos en matrimonio. Desde la iglesia no
habían vuelto a besarse, pero aquel beso, el que había sellado la unión de
marido y mujer, se comentaría por semanas—. ¡Pensé que iban a
devorarse cual animales hambrientos! —La mente de la muchachita se
encendía, comenzaba a ansiar un amor como ese, extraño, inesperado, pero
amor en sí.
La joven Webb se sentía feliz, por la boda y porque, finalmente, sus
padres habían desechado la absurda idea de mantenerla alejada de las
americanas. Elliot Spencer era una extensión más de la familia, y ahora,
esa extensión incluía a Miranda Clark... mejor dicho, Lady Bridport, el
mayor escándalo americano con faldas jamás visto. Luchar contra esa
marea ya no tenía sentido, y la más beneficiada con eso era Daphne, por
fin podía gozar de la compañía de jovencitas de su edad, amistades
sinceras, que no buscaban competencia alguna con ella.
—Sí, animales hambrientos... —masculló con sorna Vanessa—, y por lo
visto, saciados. ¡Mírenlos ahora! —Las motivó a contemplar a la pareja.
Las tres: Daphne, Cameron y Emily dirigieron la mirada hacia ellos—.
Escapan el uno del otro. ¡Por los cielos, lo que daría por escabullirme al
hogar de esos dos! —La señorita Cleveland estaba disfrutando como nunca
antes—. ¡Que viva el amor! —No pudo evitarlo y se quebró en una
carcajada—. Deberíamos apostar...
—¿Sobre qué? —La sugerencia le resultó atractiva a Daphne. ¡Sí, las
señoritas americanas rompían su monotonía!
—Mmmm... deberíamos apostar sobre quién es la presa y quién el
cazador.
—¡Elliot, sin dudarlo! Elliot es la presa —auguró Daphne.
—Daphne... —Emily detestaba ser parte de aquello que los ingleses
alegaron con respecto a ellas: mala influencia. Lo eran, esa era otra
Daphne—. No te sumes a las locuras de...
—¿Elliot presa? —Vanessa interrumpió adrede a Emily—. La actitud
de gacela perdida delata a Miranda, ¿no lo creen así?
—¡Vanessa, podrías ser un poco menos ... menos —A la pobre señorita
Madison no se le ocurrían las palabras sin insultarla.
—¿Menos qué?
—¡Menos nada! —reformuló Cameron—. Pero podrías tener un poco
más de sensibilidad para variar, no te haría nada mal.
—¿Más sensibilidad? ¿Para qué? Para ir llorando por los pasillos como
la señorita Grant.
—¡Prefiero llorar por los pasillos antes que andar destilando veneno
por ahí! —Emily estalló, y Vanessa abrió los ojos de par en par. Se cubrió
el rostro con el abanico para ocultar la sonrisa de satisfacción—. Sé que te
estás riendo, Vanessa. No te cubras.
Las pestañas de Vanessa se movieron de manera frenética, a modo de
provocación. Por supuesto que sonreía.
—Tienes que recomendar a tu nueva modista, Emily —finalmente
agregó—. Se ve que sus vestidos traen consigo un cambio de actitud.
Emily había seguido el consejo de Colin, recurrió a Rebecca Deen, ésta
no solo la había asesorado en tanto a vestuario, sino en estética en general,
accesorios y peinados. Su madre, que en primera instancia no se había
mostrado de acuerdo con la decisión, cambió de parecer al comprobar que
el ánimo y la autoestima volvían a hacerse presentes en su hija.
—Lo siento, Vanessa, no creo que funcione contigo —intervino
Cameron, fue lo más cercano a un agravio que pudo decir.
—Yo creo que sí. —Emily salió en su defensa, y la señorita Cleveland
cerró el abanico de un solo movimiento demostrándole que la escuchaba
con atención—. He domado muchos potros salvajes, y con ellos he
aprendido una y otra vez lo mismo... aunque demuestren lo contrario, lo
único que necesitan es cariño.
El silencio cortó el aire, por primera vez, la señorita Cleveland se
quedaba sin palabras, su discurso fue suplantado por una batalla de
miradas entre ella y Emily. No había odio ni rencor en sus ojos, sino un
entendimiento que se negaban a confesar en voz alta.
—¿Podemos volver al asunto del beso, por favor? —Daphne, que
interpretaba lo sucedido de otra manera y quería evitar una riña de
señoritas americanas, recurrió al momento previo al entredicho de
palabras—. ¿Han visto alguna vez un beso tan intenso?
Las americanas coordinaron en una risa burlona.
—Por supuesto que sí —sentenció Vanessa para librarse de la
incomodidad de segundos atrás.
—Más de una vez... es más, por todos lados —se le sumó Emily.
—Solo tienes que subirte a un barco, cruzar el océano y llegar a
américa —finalizó Cameron. Sí, nada más ni nada menos que la jovencita
de Virginia.
Vanessa se giró hacia Cameron, debía comprobar su rostro cuando le
dijera:
—¡Parece que habla por experiencia, señorita Madison!
—¡Usted también, señorita Cleveland! —Cameron se defendió del
ataque.
—¡Esperen, esperen! —Daphne las interrumpió—. ¿Ustedes me
quieren decir que los americanos besan mejor que los ingleses? —Miró a
Emily, que era con la que más se relacionaba—. ¿A ti te han besado?
El silencio y el tono rojizo de las mejillas de Emily la condenaron.
—¡Habla, traviesa californiana! —ordenó Vanessa.
No podía escapar, y no iba a mentir, no tenía motivos.
—Sí... me han besado. Pero fue culpa de Louis, mi hermano —agregó
en su afán de defenderse—. Hizo una apuesta con Ted Weaton, el que
ganaba podía besar a la hermana del otro... y el muy idiota perdió.
Las carcajadas de las muchachas resonaron por todo el salón, al punto
tal que recibieron la desaprobación de las matronas. Continuaron en
susurros, para dejar de ser el centro de atención.
—Él perdió, y tú ganaste... ganaste un beso —convino Daphne.
—No, perdí, definitivamente, perdí... no conocen a Ted Weaton. —
Frunció el ceño a modo de desagrado ante la rememoración.
—Entonces... no me queda claro, dicen que los americanos besan bien,
pero tu confesión me demuestra lo contrario.
—Oh, no, para nada... los besos de Ted son los mejores del sur de
California, solo tienes que cerrar los ojos y pensar en otro.
Una vez más, rompieron en carcajadas. Una vez más, la desaprobación
de las matronas se hizo manifiesta, y sin dilataciones separaron al grupillo
de jovencitas para contener el desorden. Vanessa y Cameron por un lado;
Daphne y Emily por otro.
—Bueno... —le susurró Daphne al oído cuando estuvieron lejos de
mamá Grant y la señora Monroe—, ahora resta que a ti te bese un inglés, y
a mí un americano.
—¿Daphne, te han besado? —Emily alzó la voz, no pudo contener la
sorpresa, conocía la manía protectora de Colin.
—Shhh... mi hermano no debe enterarse. ¿Qué digo? ¡Nadie debe de
enterarse! —La picardía se escapó de ella en una suave risa—. Retomando
lo anterior, necesitamos un inglés para ti y un americano para mí... solo así
podremos comparar como es debido. —Se detuvieron al final del salón,
cerca de los ventanales que daban al jardín y contemplaron a todos los
presentes—. Mmm, la pregunta es: ¿dónde encuentro a uno?
***

Lord Bridport no tenía muchos deseos de festejo, o, por lo menos, no de


ese tipo de festejo; quería tomar a su reciente esposa y marcharse de ahí.
La intensidad puesta en pausa desde el beso de la ceremonia comenzaba a
hacer de las suyas en sus pantalones. Era el hombre recién desposado más
feliz y ansioso de todo Londres. La despedida fue fugaz, y también lo fue
la partida inmediata de algunos de los concurrentes, solo quedaron las
amistades más cercanas, y las mismas fueron invitadas a extender la
velada hasta la cena.
Los aires de intimidad familiar le permitieron a Colin acercarse a
Emily, quien, de momento, había quedado a solas en uno de los extremos
del salón. No necesitaban de carabina, ni nada por el estilo, Marion, Lady
Thomson y Sandra Grant se encontraban a un par de pasos, los suficientes
para observarlos sin oír la conversación. Al igual que Elliot, él también
estaba ansioso, sus labios estaban deseosos de confesión. Llevaba horas
observándola, estaba preciosa.
—Luces muy bien, Em...
Le hubiese gustado utilizar la palabra que estaba anclada en su mente
desde la mañana: «preciosa». No lo hizo porque temía generar ilusiones en
ella. Le agradaba de una manera muy peculiar, nunca antes experimentada
con otra mujer, pero eso era todo. La palabra incorrecta, el gesto
inadecuado, la caricia fuera de lugar podían encender una llama que él no
sería capaz de mantener.
—Gracias, me siento a gusto, y eso es más que suficiente.
Lucía un delicado vestido azul cerúleo, que resaltaba el tono de sus ojos
y la blancura de su piel decorada por tentadoras pecas. Además, el hecho
de que no llevara miriñaque, sino una enagua con soporte de alambres, le
quitaba voluptuosidad, algo que le sentaba de maravillas, su cuerpo ya era
voluptuoso por naturaleza. Nada de moños, ni plumas, ni flores ... ni joyas
en exceso, solo perlas y delicados pendientes. Por fin se había quitado el
peso de su historia de encima, era Emily, sin oro mediante, sin riqueza en
exposición.
—Rebecca Deen ha sido muy amable conmigo, y supongo que debo
agradecértelo, sé que su agenda es igual de ajustada que la de madame
Dumont y L´Mer.
No merecía llevarse el mérito del contacto, conocía a Deen por
intermedio de Lady Amber, muchos de sus vestidos, esos que él le había
regalado, habían sido creaciones de la mujer.
—En realidad, deberías agradecérselo a Lady Cowper, ella intercedió
en tu nombre.
Los oídos de Emily retumbaron al oír ese nombre, sabía quién era la
mujer. No se permitió sentir celos, no le correspondía. Debía conformarse
con esto, con su cercanía, con la complicidad de su mirada y sus sonrisas
espontáneas.
—Querrás decir que intercedió por ti. —Lo acorraló, y las mejillas de
Colin ardieron.
Y las mejillas de Lord Webb nunca se sonrojaban de esa manera, menos
aún en público. Emily se deleitó con la imagen que el seductor lord le
obsequiaba. Vestido de negro, con un delicado chaleco en tono azul
marino. Combinaban a la perfección...
—Lady Amber es una gran amiga mía.
—¿Amiga? Dicen que la amistad entre el hombre y la mujer no es
posible. —Se empujaba ella misma a una encrucijada, lo sabía.
—De ser así ¿qué queda para nosotros, Em?
Una daga directa a su corazón. ¡Dolió, vaya que dolió! Le cortaba las
alas a sus sueños, le hacía trizas el último atisbo de esperanza. No había
nada más que eso para ellos, el intento de una amistad.
Recordó las palabras de su padre: «Solo duele la primera caída, solo la
primera. Para las demás ya estarás preparada».
—No lo sé... supongo que tendremos que averiguarlo, Colin.
Eso fue una melodía para él. Las comisuras de sus labios se abrieron
paso en su rostro, sonrió de par en par. Algo le decía que no debía perderla,
que ella debía estar ahí, a su lado, pronunciando su nombre, mirándolo de
esa forma. No era cuestión de alimentar su ego, de ninguna manera. Era
otra cosa... ella era... una brisa de verano, una tormenta de primavera.
Calma y locura a la vez. Porque sí, Emily Grant hacía una revolución
silenciosa dentro de él.
—¿Sabes quién es o fue Lady Amber? —Con Emily deseaba despojarse
del pasado, de sus secretos, de todo.
—¿Otra Lady Anne? —El tono de fastidio y reproche fue más que
evidente en ella.
—No, por todos los cielos, no. ¡Lady Anne es única!
Única... ¡Única víbora! ¡Única arpía!
—Lo sé, eso he oído. —El fastidio de su voz creció de manera
exponencial, hasta sus ojos comulgaron con la expresión, bailaron de un
lado a otro, y a Colin la reacción le pareció encantadora.
—¡No quiero imaginarme qué cosas has oído!
—Si quieres puedo decirlas.
—Ni se te ocurra, Em... —Contenía las ganas de reírse a carcajadas.
—¿Por qué?
—Porque puedo imaginar de quién las has oído.
—¡Daphne! —dijeron los dos al unísono.
La coordinación fue perfecta. La disfrutaron. Se sonrieron.
—Como sea, Daphne suele exagerar en cuanto a sus anécdotas.
—No requiero de las anécdotas de Daphne, puedo hacerme a la idea de
Lady Anne por mí misma, he tenido el placer de conocerla, y también de
oírla...
Tenía un problema cuando estaba con Colin, esa extraña amistad, o lo
que fuera que sucedía entre ellos la había afectado; semanas atrás, se
paralizaba ante él, ahora, no controlaba ni su boca ni sus pensamientos.
¡Dios, no sabía qué era peor!
—¿Qué quieres decir?
—Nada... —No iba a contarle los pormenores con su examante, en
especial porque las maldades que salían de su boca, a pesar de ser hirientes
y fuera de lugar, tenían una justificación real. Ella jamás encontraría lugar
dentro de los estándares de belleza británicos—. Nada que merezca la pena
ser contado.
—Deja que yo decida eso, Em. — Quería saber qué había ocurrido entre
ellas dos, era un dandi confeso, todo Londres lo sabía, aun así, prefería que
los detalles quedaran a su cargo.
—No, yo ya lo he decidido por ti. No necesitas saberlo.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Dónde estaba la Emily Grant que se
enmudecía al primer vestigio de vergüenza? Esa actitud decidida, y en
cierta forma, desafiante, estimulaba partes de su cuerpo que no debían
reaccionar. Por lo menos no en ese momento y lugar.
—¿Emily? —intentó doblegarla con un tono de voz seco y distante.
—¿Colin? —Ella lo imitó.
El duelo de miradas fue el siguiente movimiento. Error. Fue peor. Los
ojos de Colin se desviaban a los labios de Emily, que luchaban por
mantenerse unidos y no sonreír. ¡Malditos labios, maldita boca! Eso
también se repitieron al unísono en el silencio de sus mentes.
—Está bien, si no quieres decírmelo, no lo hagas... —Colin debió de
poner un final a la situación, estaba a segundos de perder el control de su
cuerpo. Iría directo a esos labios—. Ya encontraré la persona dispuesta a
cotillear sobre el asunto. —Miró hacia un lado y hacia el otro. Al no
encontrar lo que buscaba, dio un giro para observar la totalidad del salón
—. A propósito, ¿dónde está Daphne?
—Fue a los sanitarios con Cameron.
Ni bien nombraron a la señorita Madison, se hizo presente, atravesó el
salón sin compañía alguna hasta llegar a ellos.
—¿Y Daphne? —Le preguntó Emily ni bien estuvo a su lado.
—No lo sé, camino al sanitario se separó de mí, dijo algo como...
No tuvo que finalizar siquiera, Colin salió en su búsqueda, tenía un
extraño presentimiento, y cuando de su hermana se trataba, nunca fallaban.
Los sirvientes no pudieron darle información, nadie había visto a la
jovencita de la casa ni por los corredores centrales ni por los salones. Solo
Josh, el jefe de cuadras, pudo ponerles un freno a los fatídicos
pensamientos de Colin:
—Me topé con ella y el americano rumbo a los establos, milord.
—¿Americano? ¿Qué americano?
—El alto, milord... el rubio... —El pobre hombre no recordaba el
apellido de la familia americana con la que los Sutcliff habían entablado
una reciente amistad, por lo que no le quedó más alternativa que brindar
adjetivos.
¡Cómo si hubiese muchos americanos bajo su techo!, pensó Colin.
Los pensamientos fatídicos les dieron rienda suelta a otros...
—Suficiente, Josh, con eso me es suficiente. Por favor, lo único que le
pido es que mantengamos la información entre nosotros.
—Lo que usted diga, milord.
Colin era un volcán a punto de hacer erupción. Lo que era peor, era un
volcán que debía contenerse para estallar en el instante adecuado.
Pretendía mantener a sus padres al margen del posible escandaloso asunto,
porque si de algo estaba seguro era de que nada bueno y decoroso podía
ocurrir entre su hermana y ese mequetrefe de origen extranjero.
Ya de regreso en el salón, se encaminó sin pausa a Emily. Sus labios
tensos forzaron una sonrisa para sostener una imagen de falsa calma.
—¿Sabes dónde se encuentra tu hermano?
La presencia de Cameron pasó a segundo plano, también lo hizo el
protocolo, la furia en Colin sacaba a la luz el ya tan común tuteo entre
ellos.
—No, es más —Emily intentó hacer memoria—, no recuerdo cuándo
fue la última vez que lo vi. ¿Para qué lo necesitas? —Le extrañó la
pregunta, la realidad era que Colin y Zachary apenas intercambiaban un
par de palabras cuando estaban juntos en la misma habitación. No existía
afinidad alguna, podía verse a la legua.
—Para asesinarlo... para eso lo necesito —gruñó sin poder contenerse.
Y como alma que lleva al diablo, se marchó en dirección a los jardines.
La furia en Colin y la pronunciación del nombre de su hermano solo
significaba una cosa: problemas. Zach era un imán para ellos, más cuando
se encontraba en nuevos territorios a explorar.
—¿Crees que ha sucedido algo? —A Cameron, la actitud de Lord Webb
también le resultó extraña.
—Con Zach de por medio, ni lo dudes —dijo levantándose como si su
trasero hubiese sido catapultado del asiento—. Ven... vamos a los
sanitarios.
—Acabo de regresar de los sanitarios.
El cansancio dominaba a Cameron, desde su llegada a Londres que no
se recuperaba del malestar que había traído consigo. No tenía energías
para aventuras de ningún tipo.
—Diremos que vamos a los sanitarios. No iremos a los sanitarios.
—¿Dónde iremos? —preguntó con desgano, como sea, no iba a dejarla
sola.
—En busca de Zach... o Lord Webb, o quién sea que encontremos
primero.
Luego de comunicarles a las mujeres sobre su mentiroso destino,
siguieron los pasos de Colin, directo a los jardines. Recorrieron los
alrededores de la fuente, el camino de setos y la arboleda principal. No
hallaron rastro alguno de los hombres. Restaban las caballerizas,
conociendo a Zach y su pasión por los caballos, era posible que se
encontrara allí, evaluando los purasangres de la familia. A un par de
metros del lugar, un grito femenino las sobresaltó. Al grito se le sumaron
unos cuantos insultos furiosos.
—¡Voy a matarte, maldito desgraciado!
Era Colin, Emily había desarrollado la habilidad de reconocer su voz
hasta en los más difusos sueños. Ese tono algo ronco, ese acento británico
marcado que extendía las vocales…
—¿Sí? ¿Tú y cuántos más?
¡Dios Santo! También reconocía esa voz. Esa voz había protagonizado
más de una pesadilla en su niñez: Zachary Grant.
—¡Maldición! —resopló levantando la falda unos centímetros para
largarse a la carrera. Antes de hacerlo, le encomendó una tarea a Cameron
—. Quédate aquí, que nadie ingrese a los establos, inventa alguna excusa
de ser necesario.
—¿Excusa? ¿Qué excusa?
—No lo sé, ponte creativa —masculló retomando la marcha.
La escena dentro del establo era simple y alarmante a la vez. Colin en
un extremo, Zach en el otro, y en medio de ellos, Daphne con los brazos
extendidos, tratando de evitar el enfrentamiento.
—¡Vas a pagar por esto, sinvergüenza! ¡Has arrastrado a mi hermana a
la falta de decoro!
—¿Arrastrar? ¿Yo? Me parece que está muy equivocado, milord. —El
sarcasmo vibró en las palabras de Zach, y Colin hizo erupción.
—¡Canalla! —En un par de zancadas estuvo frente a él. Tuvo que
luchar con Daphne, que parecía dispuesta a ser el escudo del americano—.
¡Hazte a un lado! ¡Este es un asunto de hombres!
—No, no es un asunto de hombres, es asunto mío —acusó ella.
—¡Te besó, Daphne! —argumentó Colin para justificar su reacción.
Emily, que había mantenido su presencia en el anonimato hasta ese
momento, alzó la voz ante lo oído:
—¿Qué? ¿Qué es lo que has hecho, Zachary Grant? —utilizó la misma
estrategia que su madre cuando lo reprendía, llamarlo por nombre
completo.
—¡La ha besado contra su voluntad! ¡Eso ha hecho! —Colin respondió
la pregunta sabiendo que no iba dirigida a él.
Suficiente para Zachary, se hizo a un lado para alejarse de la barrera de
la jovencita, y lo enfrentó.
—¡Yo no he hecho nada contra su voluntad!
El pecho de Zach impactó contra el de Colin, éste actuó de igual
manera, parecían dos gallos en riña, golpeando sus pechos una y otra vez.
—¡Entonces la has engañado con tus palabras!
El entrenamiento pugilístico de Colin era una gran broma en
comparación al de Zach, que tenía un historial de costillas rotas a fuerza
de peleas callejeras, y todas habían sido ganadas. La garganta de Emily se
cerraba segundo a segundo, podía imaginarse el rostro de Colin hinchado a
golpes... Oh, no, su bello Colin. Así como ella había sido calificada de
atracción de circo, Zachary había recibido el título de campesino. Sobre
esa balanza en particular, el campesino pesaba más, golpeaba más. Emily
debió formar parte del entredicho, separó los cuerpos con el suyo. El roce
fue inevitable, y la reacción de Colin también, se desconcertó por unos
instantes, era la primera vez que la tenía tan cerca, casi que podía sentir su
respiración mezclarse con la suya.
—¡Deténganse! —Les ordenó a ambos.
—¡Él único engañado aquí soy yo! —Zachary no pretendía detenerse, la
adrenalina ya le corría por las venas, y solo conocía una manera de
liberarla: a los golpes—. Me acerqué hasta aquí a ver los caballos y el
pago reclamado por tal aventura fue un beso.
—¡Mientes! —Colin tomó distancia, no porque tuviese deseos de
finalizar la pelea, sino por la cercanía de Emily. La forma de su cuerpo,
sus curvas, parecían amoldarse a la perfección a su cuerpo.
—No miente —gritó Daphne—. Yo lo traje hasta aquí engañado, yo le
pedí que me besara. Los rostros de Colin y Emily se voltearon a ella con
estupefacción, ninguno de los dos podía creer lo que oía. Zachary sonrió
victorioso—. Como ya te he dicho, Colin... esto es asunto mío.
—No existe tal cosa como un «asunto tuyo», Daphne, entiéndelo de una
vez por todas. —Fue hasta ella, midiendo su furia, quería ser duro, pero no
violento—. ¡Tu reputación está en juego... a cada paso que das, con cada
palabra que dices, está en juego!
—Lo sé —confesó sin un atisbo de arrepentimiento.
—Imagínate si otro hubiese presenciado lo que yo ¿sabes cómo
terminaría esto? ¡Con ese mequetrefe como tu esposo!
—¡Ey! No me insultes... —Zach se mostró ofendido.
—¡Tú, cállate! —Emily intervino, la tormenta parecía menguar, y
deseaba que así continuara—. ¡Te mereces lo de mequetrefe!
—No me refería a eso... sino a «esposo», no voy a tolerar esa clase de
insulto. —En los planes de vida de Zachary no había lugar para el
compromiso, para qué tener una mujer si se puede tener miles.
—Pues tienes suerte, infeliz. —Colin volvió a dirigir su furia a él—. Si
te encontraba un minuto después, aun contra mi voluntad, mañana mismo
la desposarías. —Mentía, solo para molestar al americano, ni loco
permitiría que su hermana se casara con él, no, bajo ninguna circunstancia.
Daphne requería de otro estilo de hombre.
—Por favor, Colin... si de un beso se tratase, entonces ya tendría que
estar desposada.
El tono rojizo del rostro de Colin, ese que daba el sello distintivo de la
ira descontrolada, se esfumó para ser reemplazado por la palidez extrema.
—¿Qué quieres decir, Daphne?
¡Diablos! se arrepintió al instante de esa pregunta. No quería saber... no,
no quería.
—¡Que no es la primera vez que un hombre me besa, Colin!
—Sin lugar a dudas —agregó Zach para fastidiar a Webb—. Uno
reconoce de inmediato a unos labios experimentados.
—¡Maldita sabandija! ¡Ahora sí que voy a matarte!
Daphne y Emily fueron más rápidas que Colin. Se interpusieron en su
camino.
—¡No, no! Por favor, detengan esta locura. —Emily no podía dejar de
pensar en el bello e inmaculado rostro de Colin.
—Más que locura, absurdo… Colin. ¡Vamos, si siguiéramos tu lógica,
tendrías que tener, como mínimo, doce esposas!
—¡Es diferente! —gruñó él.
—Diferente ¿cómo? —le reprochó con enojo Daphne.
—A mí también me gustaría saberlo —agregó Emily con el mismo
fastidio en la voz.
Demasiado tarde. Había utilizado las palabras equivocadas. Lo sabía.
—Yo también —provocó Zachary que, a modo de respuesta, recibió
nada más ni nada menos que un codazo de su hermana. Un fuerte codazo
que lo empujó a un doloroso silencio.
—Ya saben a lo que me refiero... —Solo eso atinó a decir. No quería
decir: porque soy hombre.
—Así que la prerrogativa aquí es que ustedes —dijo Daphne golpeando
el pecho de su hermano— pueden ir de boca en boca, de mujer en mujer,
hasta que escojan la que deseen, y nosotras no.
—¿Eso quieres, ir de boca en boca, Daphne?
—¡No, por supuesto que no! Era una simple experiencia de
comparación.
Los ojos de Emily se abrieron de par en par. Americanos versus
ingleses, y sus besos. De eso se trataba. Confirmado, era la peor de las
influencias, la amistad con los Sutcliff se terminaría en ese momento.
—¿A qué te refieres?
—Sí, ¿a qué te refieres? —El ego de Zach dejó atrás el silencio.
Detestaba ser el objeto sexual de las mujeres. ¡Dios, ni en Londres
escapaba de tal cruel abuso! Otro codazo por parte de su hermana le
acomodó el resto de los pensamientos y cerró su boca.
—Hablábamos de besos con las muchachas... según ellas, los
americanos besan mejor, y Emily me lo confirmó.
Colin tendría que haber atravesado con la mirada a su hermana por lo
dicho, pero no, fue en busca de los ojos de Emily. Lo que interpretaba era
lo siguiente: A Emily Grant la habían besado. ¿Quién demonios se había
atrevido a rozar esos labios? ¿Quién? ¡Agg, ardía, la piel le quemaba!
Tuvo que desajustar el nudo de su corbata para sentirse más a gusto.
—¿La señorita Grant te lo confirmó? —preguntó sin quitar la mirada de
Emily.
Ella se mordió los labios, como si quisiera ocultarlos. El fuego se
extendió hasta aquellas partes íntimas de Colin, esas que estaban a
resguardo en su pantalón.
—Eso ya no importa... —intervino su hermana.
¡Claro que sí! Sí, importaba y mucho. Colin imitó a la señorita Grant,
se mordió los labios para contener a sus palabras, las malditas podían ser
muy traicioneras.
—Como sea —continuó Daphne—. Me pareció correcto explorar las
posibilidades, y Zach... —Colin fingió toser. Ella comprendió el mensaje
—, y el señor Grant, se presentó como mi única alternativa. La vi, y decidí
tomarla.
—¿Ha oído, milord? Ella decidió tomarla. —Se vanagloriaba Zachary.
—Cierra la boca, imbécil... tú y yo ya arreglaremos esto, a solas, sin
mujeres de por medio que te protejan.
—¿Que te hace creer que me protegen a mí de ti? —El ego de hombre
Grant se hizo presente.
—¡Termínala de una vez, Zach! —Emily alzó la voz, quería dar por
zanjada la discusión.
—Si te vuelvo a ver en una situación similar con mi hermana, no vas a
salir vivo. ¿Oíste?
—No va a existir una situación similar, Colin... ya he formado mi
opinión con respecto al asunto —finalizó acomodándose el vestido, debía
restaurar su imagen antes de regresar a la casa. Ser una barrera de
contención entre hombres no era una tarea sencilla.
—¿Inglés o americano? —preguntó Zach con picardía.
Los ojos de Emily fueron en busca de los de Daphne, le rogaban que no
diera esa respuesta, ella la sabía. Ted Weaton era considerado uno de los
mejores besadores del sur de California, pero Zach compartía el podio con
su hermano Louis, a lo largo y a lo ancho del territorio.
—Americano —confesó sin tapujos, sabiendo que su hermano se
ofuscaría aún más.
El festejo de Zachary fue inminente, y el ego de Colin, herido, salió al
enfrentamiento.
—¡Imposible!
—Pues, que Emily defina el asunto —agregó Daphne con evidentes
intenciones de travesura.
—¿Yo? No… no puedo. —La vergüenza se apoderó de ella.
La joven Sutcliff se ubicó junto a su hermano para susurrar por lo bajo:
—Cierto... no puede, ningún inglés la ha besado. —Al igual que su
hermano, fingió toser. Colin interpretó el accionar.
Besar o no besar a Emily Grant... esa era la cuestión.
Si lo hacía, ponía en riesgo la amistad que nacía entre ellos. Tal vez
hasta ponía en riesgo el corazón de la muchacha. No quería dañarla, ni
ilusionarla.
Si no lo hacía...
Cameron irrumpió al trote en el establo, la pobrecita tuvo que tomar un
respiro antes de hablar, estaba por demás agitada.
—La señora Monroe, Lady Thomson y mi tía vienen en camino... —
alertó.
Colin se arregló la corbata, Zach la chaqueta y Daphne contribuyó al
arreglo del cabello despeinado de Emily.
Perfectos. Nada había ocurrido en ese lugar, solo era una comitiva de
jovencitas, acompañadas por sus hermanos en un paseo por los jardines.
Así, de uno en uno, abandonaron los establos, los últimos en salir fueron
Emily y Colin, y por un motivo en particular. Colin la había retenido del
brazo.
Si no lo hacía, si no la besaba... se arrepentiría. Él también debía tomar
esa oportunidad, no podía dejarla ir.
Cuando estuvieron a solas, la acercó a él y, tomándola por la cintura, la
besó.
Fue apenas un roce de labios, un reconocimiento. Más era peligroso,
estaba seguro de que, si degustaba su boca, se haría adicto a ella.
Los labios de Emily apenas se movieron, estaban en estado de shock, al
igual que su corazón. El muy desgraciado se había detenido solo para
revivir al ritmo de mil latidos, y cada uno de esos latidos repetía un
nombre: Colin... Colin... Colin.
Las bocas se separaron porque la realidad lo exigió. Disimularon el
deseo que los había abofeteado. Ocultaron la necesidad que tenían el uno
del otro.
—¿Americano o inglés? —Colin halló el punto final perfecto para lo
que ambos estaban sintiendo.
Emily dio un paso hacia atrás para obtener distancia de él. Respiró
profundo. Exhaló. El encuentro de miradas fue el siguiente paso a dar.
—Me reservo la opinión, milord —dijo abandonando el establo sin él,
pero con una sonrisa en los labios.
Colin Webb sonrió. Si algún día le hacían esa misma pregunta... él ya
tenía su respuesta.
CAPÍTULO 5

Lady Daphne había insistido, y cuando a la pequeña de la casa se le ponía


algo entre ceja y ceja, era imposible de negárselo. La invitación de los
Sutcliff a los Grant para la inauguración del Alhambra Theatre se envió
sin dilataciones en cuanto la obra Alfonso und Estrella fue anunciada.
A lady Marion tanta insistencia no se le pasó por alto, se percató de que
la distancia entre sus hijos mayores se acrecentaba y que la cercanía de la
señorita Grant ayudaba a limar las asperezas. Aún no se había enterado de
qué pueril riña los tenía separados, ya lo haría. Claro, cuando pudiera
pescar a Colin para una conversación seria.
Su hijo mayor los esquivaba, desde las nupcias de Elliot había sido
reincorporado a las listas del White, y pasaba allí la mayor parte del
tiempo junto a sus amigotes, y luego… luego optaba por su apropiado
departamento de soltero. Ser madre se parecía demasiado a ser espía
napoleónica, por lo que había indagado, Colin no tenía nueva amante y la
ausencia del joven en casa de sus progenitores se debía de manera
exclusiva a Daphne Webb. ¿Qué había hecho su niña? No apañaba al
mayor, solo que sabía mejor que nadie el carácter de la menor. Así como el
del pequeño Thomas, que en ese instante estaba haciendo travesuras con
Chelsea, la hija de su buena amiga Faith.
—Espero que este muchacho cumpla con su palabra y se presente en el
palco a la hora acordada —gruñó Arthur—. Que no sé qué es peor, si sus
juntas con Elliot Spencer o las actuales con lores perezosos pasados de
coñac.
—Sin duda, las de ahora —coincidió Marion.
Colin Webb estaba, tal y como conjeturaban sus padres, en el White,
bebiendo coñac y compartiendo el momento con lores más ociosos que él.
De eso se trataba ese lugar, y del espacio para escapar de muchachitas
casamenteras. Si se creían que los rumores eran un vicio femenino, los
salones del club de caballeros podían desmentir tamaña falacia. Allí todo
se sabía, entre otras cosas, las apuestas sobre Lady Anne y él.
—A tu salud —alzó la copa de coñac y brindó por Elliot a la distancia.
—A tu salud y a nuestros bolsillos —coincidió otro.
Las habladurías volvían a tener a Lord Bridport de centro y ya casi no
se hablaba de Colin. ¡Eso era un buen amigo! Y lo mejor, las apuestas que
se abrían en los libros del club lo harían millonario. Bueno, no tanto como
millonario…
Pagaban todas en contra de Elliot, y Colin apostaba hasta sus cabellos a
su amigo. Sí, ya tenía una ganada: el matrimonio se concertó cuando todos
creían que Weymouth se saldría con la suya. Ahora habían duplicado el
riesgo: en un año concebiría un pequeño Spencer y… la más jugosa de
todas, a la que Webb había colaborado casi como una causa benéfica,
Elliot dejaba la juerga. De momento, los vientos soplaban en contra, a la
pareja apenas se la veía en público y Vanessa Cleveland corría horribles
rumores por la ciudad. Largó una risotada al recordar a la bostoniana y al
descubrir su plan, apostaba al rojo y al negro en la ruleta. Sir Johnson a
favor, ella, entre las damas, en contra. Y vaya locura, en contra de su
amiga. A él, la señorita Cleveland no lo engañaba, solo no aprobaba sus
métodos, sobre todo cuando los empleaba en Emily Grant.
Se recostó en el cómodo sofá del salón de caballeros y miró la hora de
soslayo. En momentos debía partir rumbo a el teatro, por ese motivo, en
lugar de ir informal, ya llevaba la levita y un fino chaleco gris topo.
Necesitaba más alcohol. Mucho más.
Todos daban por sentado que sus problemas eran de faldas, y no se
equivocaban. Solo que el dandi lo ocultaba detrás de su fachada tanto
como Elliot Spencer. Por eso era que el único que podría ganar una apuesta
contra Lord Webb sería su buen amigo. Tres faldas lo volvían loco, Lady
Anne que no desistía y había confirmado su presencia en el teatro. Sabía
por las lenguas sociales, dícese Lady Amber, que Anne esperaba la
invitación al palco de los Sutcliff, invitación a la que Daphne se había
adelantado con el «capricho» de invitar a los Grant. Y ahí su segunda
falda, su hermana. Lady Daphne estaba jugando con fuego, y el único que
creía que no se quemaría era Elliot. Casi resonaba en su mente la voz de su
amigo diciéndole «maldito egocéntrico». Por supuesto que no se trataba de
él, no en esa ocasión, sino de un atributo que compartía con su hermana: la
belleza, y la condena que esta traía consigo. Daphne quería tener una vida
normal, igual que las demás damas de la sociedad, que suspiraban por un
caballero que las ignoraba y esquivaban a algún viejo decrépito de serias
intenciones. Soñaba con que sus amigas compartieran con ella consejos de
moda, pasearan por el Hyde Park para pavonearse ante las miradas
masculinas, cotillear un poco y al fin casarse lo mejor que les fuera
posible.
Nada de eso era posible para la pequeña Webb. No tenía amigas, las
demás damas la envidiaban, no necesitaba consejos de moda y no existía
un maldito hombre en toda Gran Bretaña que se le resistiera. Y aunque
para ella el tema de los besos podía ser un juego, algo común para
conversar con sus nuevas amigas, se convertía en algo riesgoso cuando la
podía llevar al altar junto a un mequetrefe interesado. Él descubrió que
debía esquivar a los manipuladores a los quince años de edad, y le tocaba a
Daphne aprender la misma lección.
Alzó la vista cuando la puerta del salón se abrió y la figura tímida de
Nolan Northon atravesó el umbral. Tenía el cabello negro y la piel muy
blanca, a juego con unos aniñados ojos castaños. El muchacho apenas
superaba en edad a Daphne y, cuando hicieron contacto visual, palideció
todavía más. La segunda víctima de su hermana, el sobrino del Barón de
Meldrum. Sí, lo había aceptado, era Daphne la cazadora en esa obra y los
hombres, sus presas. Solo que, a diferencia de Zachary Grant, Nolan
Northon parecía un conejito indefenso atrapado en una trampa enorme.
El joven, huérfano y criado por su tío, el barón, había sido aceptado en
White gracias a su inesperada relación con la reina Victoria, y se decía que
pronto lo consagrarían Sir. Sus estudios sobre las enfermedades lo
convertían en una promesa de la ciencia, y sin artimañas ni zalamería, le
había dicho a la reina que tenía muchas posibilidades de una vida longeva,
al igual que sus descendientes, siempre y cuando cuidaran los hábitos.
Nolan Northon se abocaba al estudio de aquellos males que, en lugar de
ser transmitidos por factores externos, estaban determinados por nuestra
ascendencia; al igual que heredábamos rasgos físicos, podríamos heredar
enfermedades. Tenía una para nada romántica idea de que, si pudiéramos
probar eso, en lugar de concertar matrimonios por dinero se harían por
salud. Aterrador.
Como fuera, ese tímido muchacho era quien había besado a Daphne y
Colin se creía en la necesidad de aclarar que, si ponía en entredicho la
reputación de su hermana, lo mataría sin contemplaciones. Se puso de pie,
tambaleante, y se acercó al joven. Nolan se había sentado en una mesa y
tomaba notas en una libreta.
Lord Hill se adelantó a Webb y leyó sobre el hombro del muchacho.
—¿Un poema, para quién? —Nolan alzó la vista, aterrado, y la fijó en
Colin. Pobre desgraciado, pensó, estaba enamorado de Daphne.
—Pa… para una dama.
—Bueno, bueno, eso lo imaginamos, salvo que te guste decirles a los
caballeros que sus ojos te recuerdan a… ¿los de los cobayos?
Con esa broma de Hill, Lord Webb deshizo el nudo de su pecho. No, el
joven no era ningún riesgo para su hermana y Elliot tenía razón, Daphne
era más lista que él para elegir sus intereses románticos. Nolan Northon
jamás pondría en riesgo la reputación de «su amada». De pronto, y sin
previo aviso, sus sentimientos tomaron otro rumbo, el de la pena. El futuro
de la ciencia británica escribía penosos poemas a su amor imposible,
Daphne Webb.
—N… No soy bueno con los poemas —admitió Nolan, rojo como las
llamas de las chimeneas.
—Tampoco yo —se sumó Webb a la charla, hizo un ademán con la
cabeza, como si pidiera permiso para sentarse, y Northon asintió nervioso
—, pero sé lo suficiente para decir que no les gusta que las comparen con
los cobayos.
—Los cobayos son buenos animales —se defendió el aludido—, son
dóciles, suaves y ayudan a la ciencia.
¡Oh, Daphne!, se lamentó Colin, tu estudio de besos está arruinado. No
se trata de americanos contra ingleses. Nolan no le puede ganar a nadie en
esas lides.
—Haremos esto —susurró Webb, para que Hill no lo oyera—, yo le
pregunto a mi hermana si le gustan los cobayos y te traigo la respuesta
antes de que le entregues ese poema. —El muchacho pasó del rojo vivo al
pálido absoluto—. Nuestro secreto —insistió para asegurarse la discreción
del joven. Northon asintió, y Colin quedó satisfecho.
—No escuches a Lord Webb —retomó la conversación Hill, con un
whisky en las manos—. Nunca necesitó de poemas para conseguir los
favores de las damas. Deberías de escucharnos a nosotros, los mortales.
—Oh, deja de dar pena, Hill. Dudo que a tu esposa le interese enterarse
de tus aciertos.
—Eso es desleal, Webb —bromeó el hombre y se acomodó mejor en la
silla junto a Northon. El muchacho miraba a los dos lores como si fueran
gigantes llenos de sabiduría—. No puedes acusar a un hombre de lo mismo
que haces.
—Yo soy soltero…
—Hasta que te pesquen, Webb, hasta que te pesquen.
—Ya veo que has apostado por Lady Anne y en mi contra —trató de
ponerle humor al asunto para no irritarse—, no esperaba semejante
traición de un amigo.
—Es solo dinero, también aposté contra Spencer.
—Y vas a perder…
Nolan miraba el intercambio como si fuera una reñido pelea.
—Mira, ¿si en lugar de apuestas lo arreglamos como los incivilizados
que en realidad somos? Boxeo, ¿qué dices?
—Otro día, encantado. Debo ir al teatro. —Se señaló las prendas para
confirmar que no se trataba de una cobarde evasiva. A los lores les
encantaba el pugilismo, les permitía recordar su lado animal.
—Te tomo la palabra. Bien, niño —Volvió su atención a Northon—, no
compares a las damas con animales, nunca. Una lección de oro que aprendí
en Eton.
—A mí no me enseñaron eso en Eton —se lamentó el muchacho, y
ambos hombres largaron sonoras carcajadas.
—Por eso es que tú eres el futuro de la ciencia y nosotros, unos lores
perezosos. —Colin le palmeó la espalda para darle ánimos.
—Exacto —coincidió Hill—, además, no fue de un profesor, sino de un
compañero. Lord William Witthall, el conde de Dorset…
—¿El conde loco? —preguntó Northon, que había escuchado hablar de
él.
—El mismo, le comprábamos poemas en nuestra época para seducir a
las damas, eran infalibles. Y ¿sabes qué?, jamás las comparó con cobayos.
—¿Aún los vende? —se entusiasmó Nolan y dejó de lado sus notas. Ni
siquiera rimaban las palabras y las referencias a síntomas médicos
inundaban las prosas de su penoso intento de arte.
—No…
—Aunque debería —musitó Colin, resignado.
—Tienes razón. De ese modo quizá podría pagar alguna de sus
deudas…
La conversación dio un giro y se enfocó en el conde loco, un joven de la
edad de Colin que ya tenía en sus hombros la responsabilidad de uno de
los condados más grandes y antiguos de Inglaterra. Y de momento, lo
administraba de manera horrorosa.
Arthur Webb solía decir que lo subestimaban, y que podía estar loco,
pero no era estúpido. La gran campaña de sanidad llevada a cabo por el
marqués de Shropshire había sido posible gracias a la intervención de
Whithall y su teoría de los duendes del bosque. Ante tamaño disparate, los
lores aceptaron que Anthony Richmond tenía razón y alzaron sus manos a
favor. Cuando William dejó la cámara de lores lo hizo murmurando algo
sobre que los duendes actuaban de formas misteriosas.
Por desgracia, la conversación sobre Lord Dorset desembocó en la
única finalidad que su arte tenía para ellos, conquistar damas, y lo llevó a
Colin de nuevo a su lista de problemas de faldas.
La tercera: Emily Grant y un beso robado.
Era inconcebible para él sentirse agobiado para tan simple hecho. Un
beso, que casi no fue un beso... Como fuese, tendría que hallar la
justificación a tal niñata actitud antes de la noche. Quería enfrentarse a
Emily sin el peso de la incomodidad, no había actuado de la manera
correcta. Él no era el inocente Nolan, ni el sabandija de Zachary; el
historial de besos robados con el que contaba era grandísimo, pero todos y
cada uno de ellos habían actuado como el preludio a una relación íntima,
con algún que otro matiz amoroso. Directo a las sábanas, sin dilataciones
ni cortejos eternos; por eso no se vinculaba con debutantes, porque sus
métodos de conquista no eran afines a sus necesidades y demandas. Emily
era diferente, de seguro, mucho más de lo que creía. Conocía el
enamoramiento de la joven americana hacia él, tanto su madre como
Daphne se lo habían mencionado. La primera, confiando en su
comportamiento de caballero; la segunda, la peor de todas, su hermana,
parecía empecinada a arrojarlo a los brazos de la señorita Grant. Y él,
como si todavía fuesen unos niños traviesos, le correspondía en la idiota
travesura. No tendría que haberla besado... Ahora debía de enfrentarse a
otra Emily, una con el corazón abierto de par en par. Una abrazada, de
nuevo, a la vergüenza; o en su contraposición, al coqueteo. Lo último era
un juego que él no estaba dispuesto a llevar a cabo, aunque eso lo forzara a
poner distancia entre ambos, y consagrara su amistad con un gran adiós.
En vano, cada uno de sus pensamientos fue en vano. No hubo coqueteo
ni vergüenza, solo sonrisas, algunas dirigidas a él, otras a la nada misma.
Emily estaba entregada a la esplendorosa belleza del Alhambra Theatre, y
las intenciones de cotilleo con su hermana Daphne ocupaban gran parte de
la actividad de la muchacha. Decidió mantenerse al margen, los pocos
ánimos que lo habían llevado al evento se hicieron trizas contra el suelo
cuando comprobó que la presencia femenina de la cual escapaba desde
hacía semanas lo devoraba con binoculares desde el palco del otro lado del
salón. Debía reconocer que Lady Anne estaba preciosa, y que su vestido
verde olivo le resaltaba las delicadas formas y la belleza de su rostro. El
palco en el que se encontraba pertenecía a los Weymouth, y Lord Bridport,
junto a su reciente esposa, lo inauguraba en nombre del duque. Había
llegado a sus oídos que los Thomson, invitados por Elliot Spencer, les
hacían compañía con una secreta misión, que Lady Mariana hiciera de
mediadora entre el joven matrimonio en su primera exposición pública. El
detalle que su buen amigo Elliot pasó por alto fue el agradado que los
Thomson traían consigo: la viuda de Merrington. Las relaciones del
difunto marido de Lady Anne con el esposo de vizcondesa perpetuaba la
relación de amistad sin disimular el obvio desgano.
—Si fuese Lady Anne, alegaría un malestar y me marcharía —susurró
detrás de su abanico Daphne.
Colin puso la atención en ellas, llevaba gran parte de la noche tratando
de oír la conversación entre ambas sin buen resultado.
—Miranda no luce muy feliz, puede verse desde aquí. —Emily
colaboró con su apreciación.
—¡Yo también lo estaría si la mujer que se ha sentado a mi lado llevase
un vestido del mismo color que el mío! —Daphne estaba que echaba
humo, cualquier situación le valía para aumentar el odio contra la bella
viuda—. Insisto, debería marcharse...
Emily conocía a Miranda, Lady Bridport, como para saber que una
situación tan banal como esa no le alteraba el buen humor.
—No creo que el inconveniente sea ese.
—Pues algún inconveniente hay, sin duda... la felicidad no abunda en el
rostro de esos dos. —Buscó información en Colin, que se encontraba en
una butaca detrás de ella, le pareció una buena oportunidad para volver a
la amable comunicación entre hermanos, estaba hasta la coronilla de los
reclamos de su madre con respeto a ellos. Le habló en confidencia—.
Colin, ¿tienes idea de por qué Elliot tiene esa expresión de hombre a la
espera de la guillotina?
Tanto Emily como Daphne estaban en lo cierto, la expresión en el
matrimonio no auguraba un buen desenlace para el fin de la velada.
—No… pero puedo intuir un porqué.
La mirada de Elliot atravesaba el salón hasta llegar a él, y esa mirada le
decía que la espera a la guillotina era compartida. Su cabeza también iba a
rodar. Las Grant en el palco familiar habían sido una estratagema
femenina para mantener a Lady Merrington fuera del disfrute de la velada.
—¿Cuál? —Daphne reclamaba información, y la vaga respuesta de
Colin llevó a Emily a imitar en actitud a la joven Webb, se giró a la par
que ella.
El azul intenso de sus ojos chocó con el océano profundo de los de
Colin. Se sonrieron, por costumbre o deseo involuntario, no lo sabían. Lo
único que reconocían, en el secretismo de sus mentes, era que no podían
evitarlo.
—Eso queda entre Elliot y yo —dijo para desanimarla. Andar de
metiche en vidas ajenas no era propio de una dama, por lo menos, no así,
de manera evidente.
La decepción caló profundo en su hermana, y resopló fastidiada.
Regresó el rostro hacia el escenario.
—Gracias, Colin... no nos has servido de nada.
Emily mantuvo la mirada en él, y el brillo en sus ojos le dijo a Colin
que algo planeaba.
—Despreocúpate, Daphne, en un par de minutos dará inicio el
intermedio, el momento perfecto para ir saludar a Lady Bridport.
—Maravilloso, supongo que develaremos el misterio sin necesidad de
Colin —agregó Daphne con aires de provocación.
—Lo dudo —respondió él a modo de infantil competencia.
—¿Quieres apostar? —volvió a girarse y con eso se granjeó una
reprimenda de su madre. Se llamó el silencio y se acomodó en el asiento.
Comportarse como un futuro conde, eso tendría que hacer. Las niñerías
ya habían quedado atrás.
¡Diablos, la vida de Lord sí que era aburrida!
—Apostemos —masculló con disimulo cerca del oído de su hermana.
—¿Qué apostamos?
—Lo que quieras.
Daphne parecía una estatua, sus labios se movían con total discreción.
Colin enmascaraba su postura dejándose caer hacia adelante de la butaca.
—¿Emily? —Daphne recurrió a la americana porque estaba escasa de
ideas.
—Oh, no… esto es entre ustedes, yo solo participo en la puesta en
práctica.
Su infancia se había construido en base a apuestas, con cuatro hermanos
varones era la única estrategia de juego posible. Había perdido más que
ganado, pero a pesar del sinsabor del fracaso, la experiencia vivida le
impedía negarse, sobre todo cuando la misma incluía a hermanos. Los
Grant nunca se echaban atrás... en nada.
La indecisión acompañó a los Webb, y la solución se encontró en una
apuesta en blanco, el ganador elegiría, lo que puso una gran presión en
Emily, que no dudó ni un segundo y fue tras los pasos de Miranda cuando
el receso dio inicio.
Colin hizo lo mismo, pero a diferencia de Emily, él no debió recorrer
los eternos corredores del teatro; Elliot fue en su búsqueda, lo que no hizo
más que confirmar su intuición, el malhumor de su amigo se debía a una
mujer en particular: Lady Anne, y de seguro, nada tenía que ver con el
tono de su vestido.
—¿Quieres arruinar mi matrimonio? —le recriminó Elliot ni bien
estuvo a metros de él, no le importó que el tono de su voz resonara por los
acústicos pasillos del teatro.
—Lo siento, ¿te refieres a tu matrimonio de conveniencia que solo
tenía como fin molestar a tu padre? —Lidiar con la furia justificada de
Elliot no estaba en sus planes de la noche—. No, milord, no tengo
intenciones de arruinártelo. Además, te recuerdo que aquí, la víctima soy
yo.
Agradecía la distancia que su familia le había procurado al evitar la
cercanía con la joven viuda.
—¿Desde cuándo ser amante de Lady Anne se considera ser víctima?
—En el preciso instante en que dejas de ser su amante —se lamentó
Colin—. De todos modos, piénsalo como un favor a un amigo, si pones tu
atención en ella, siendo un futuro duque, quizá desista conmigo. Como
beneficio extra, puedes ponerle fin a tu celibato matrimonial.
Era su amigo, lo conocía como a la palma de su mano. Nada de lo que
dijera podría enojarlo, más cuando la verdad se encontraba en las
entrelíneas de lo que decía.
—¿Perdón?
—Oh, no lo sabías… claro, has estado tanto tiempo encerrado en tu
casa intentando conquistar a tu esquiva esposa que no te has enterado.
Bueno, amigo —Le dio una palmada en el hombro—, todo Londres está al
tanto de que tu esposa se te resiste, y las apuestas están en alza en White.
Era justo que lo supiera, ya eran reconocidos como Lord y Lady
Escándalo.
—¡Debes estar bromeando!
—Para nada, al parecer la señorita Vanessa ha corrido el rumor, y
siendo amiga de Lady Bridport se toma como algo serio. —Colin no pudo
contener la risa, sus penas, esas que involucraban a tres faldas, no se
comparan para nada a el mal trago que Elliot estaba bebiendo desde que su
matrimonio había dado inicio. No debía alegrarse de la desgracia ajena,
menos cuando de su amigo se trataba, pero lo hacía—. Supongo que, si te
buscas una amante, y quién mejor que la bella Lady Anne, entonces podrás
resguardar tu honor.
—¡Maldición! Estás disfrutando esto —se quejó Lord Bridport.
—Para nada —mintió, por supuesto que lo disfrutaba—. Por el
contrario, me siento feliz de poder ayudar a un amigo a salir de las garras
de un matrimonio no deseado. Porque no es deseado ¿verdad? No te afecta
en lo más mínimo que tu esposa no quiera compartir el lecho, debe ser
todo un alivio. Sin contar que siempre te gustó ser el centro del escándalo,
y lo eres. El duque está que trina. ¡Felicitaciones, amigo! Todo ha salido
de mil maravillas.
—¡Vete al demonio!
Elliot puso fin a la conversación, giró sobre sus talones, y se alejó a
grandes zancadas.
—Entonces ¿no quieres a mi amante? ¿Me tengo que deshacer de ella
por mi cuenta?
Su mirada se perdió a lo lejos, al final del pasillo, Emily y la esposa de
Elliot avanzaban manteniendo, lo que parecía, una conversación amena. La
ausencia de Daphne le permitió a Colin gestar una oportunidad, una que no
debía. ¡Al diablo el deber! En cuestión de minutos, la obra reiniciaría y se
verían obligados al silencio supremo. Tomó resguardo en la escalera que
se unía a los pasillos laterales. Aguardó ahí, sabía que iban a separarse, el
palco Bridport se hallaba en ese sector del teatro y el Sutcliff, al otro lado.
Ni bien la sombra del cuerpo de Emily se dibujó en la alfombra, extendió
el brazo para capturarla por sorpresa. Antes de que pudiera emitir quejido
alguno, la atrajo con suavidad al escondite que les brindaba la escalera.
—¡Colin, por todos los cielos! —gimió ante el impacto inicial.
—Shhh... pueden oírnos.
Cuando estaban a solas era química pura de cuerpos, y no solo eso,
nacía una comodidad entre ellos, como si lo llevaran haciendo toda la
vida: escondiéndose, buscando momentos para estar a solas. ¡Ven y estudia
esto, Nolan!, pensó Colin.
—¿Oírnos? Pueden vernos, y tú y yo sabemos que es peor. Si nos ven...
—No van a vernos —la interrumpió, tenía la excusa perfecta para ese
secuestro—. ¿Acaso te piensas que iba a dejarte llegar hasta Daphne sin
compartir la información conmigo antes?
—¿Así que de eso se trata? —fingió enojo, y no pudo mantenerlo más
de dos segundos. Sonrió—. Considera tu apuesta perdida.
Cuando de él se trataba, la falta de decoro en Emily le fascinaba.
Intentó conservar las formas lo más que pudo, su cuerpo estaba
desarrollando un inconsciente acto reflejo, buscar el contacto del de Emily.
Y eso sí no era correcto. Si los encontraban...
—No lo creas, mi intuición fue correcta. —Colin regresó al asunto en
cuestión.
—La mía también, no era el vestido... —Tenía que atesorar la
información hasta llegar a Daphne. Se mordió los labios.
—Dilo, vamos... sé que quieres decirlo. —Lo que fuese, siempre y
cuando dejara de morderse los labios.
¡Esos labios! ¿Tal vez podría finalizar ese beso de días atrás? Había
cosas pendientes entre su boca y la de ella.
—Y por lo visto, tú quieres oírlo... me imagino por qué. —El
desencanto vibró en la voz de Emily, y sus ojos, de repente, se opacaron
ante el mismo sentimiento.
—¿Por qué?
—Lady Anne... —soltó Emily cual golpe bajo—. Tenía la información
incorrecta con respecto a ella, ya no. —El ceño de Colin se frunció ante lo
oído. Emily continuó—. Miranda pensaba que Lady Anne era la amante de
Elliot.
El «pensaba» hizo eco en los pensamientos de Colin.
—¿Y ahora qué piensa?
—No piensa, sabe la verdad... que no es ni nunca fue su amante, sino
tuya. —Era auténtico desencanto lo que vestía la voz de la señorita Grant
—. Y que, a pesar de las habladurías en torno a él y su estilo de vida, Elliot
Spencer jamás tendría una amante, no es esa clase de hombre.
Fue una puñalada. O así la sintió él. No le agradó. No viniendo de ella.
—Por lo visto, tienes muy definida la clase de hombre a la que Lord
Bridport pertenece. Me gustaría saber a qué clase pertenezco yo.
Los ojos de Emily se perdieron detrás de él. No estaban solos.
—No lo sé... —susurró para que solo él la oyera—, preguntémosle a
Lady Anne, parece muy interesada en nuestra conversación.
La viuda de Merrington avanzó hacia ellos, nada parecía indicar que la
poseyera la furia. Nada salvo el aura que siempre la rodeaba. Sonreía,
brillaba, destilaba femineidad. Emily se sintió vulgar de pronto, y no
quedó nada de las cosquillas sentidas en brazos de Colin. Esa mujer tenía
el poder de dejarla hecha un trapo. Cuadró los hombros, intentó tomar aire
y agradeció que Madame Deen no fuera una torturadora con los corsés.
Necesitaba de la poca seguridad que contaba para el enfrentamiento.
—Milord —dijo Anne al llegar junto a ellos—, señorita Grant. Qué
agradable sorpresa ¿están disfrutando de la velada?
—Lady Anne. —Colin respondió con un movimiento sutil de cabeza, y
al ver que Emily se paralizaba, se hizo a un lado para presentarla—. ¿Han
sido presentadas formalmente?
—N… no. No formal… —El balbuceo de Emily fue interrumpido por
la viuda.
—No, milord. Señorita Grant… —Se giró hacia ella—, las amigas de
mis amigos cuentan de inmediato con mi cariño. Lord Webb… —agregó
de manera cariñosa, a punto que parecía un tuteo, lleno de confianza, como
quien usa los modos a modo de juego—, no se aproveche de la inocencia
de una joven americana. Y tú, ahora que somos amigas, no te dejes
embaucar —Guiñó un ojo de manera cómplice—, nuestro estimado Lord
es un peligro para las féminas.
—Lady Anne, no alimente las habladurías —contestó Colin de buen
ánimo.
—¿Yo? Pero si es usted, milord, el que arrastra a jóvenes inocentes a
los rincones del teatro. —Emily avanzaba a paso lento detrás de la pareja.
Colin se detuvo y acompasó el andar a ella—. No se preocupen, su
pequeño secreto está a salvo conmigo.
—Gracias, milady —musitó Lord Webb. Las cejas de Emily, en cambio,
se alzaron en un gesto de incredulidad. Claro que sí, Lady Anne, te
comerías tu lengua antes de correr rumores sobre Colin y yo.
La señorita Grant empezó a arder en furia, y no tenía derecho a hacerlo.
Anne era un derroche de virtudes junto a Colin. Sonreía, era amable,
divertida, encantadora. Todo eso sumado a una imagen cautivante, de
curvas delicadas, piel lozana y un cabello azabache tan oscuro y brillante
que Emily podía jurar que tenía destellos azul noche. La naturaleza se
había pasado con esa mujer, y ella no podía dejar de pensar que Webb la
había tenido en brazos. Lo que era peor, la palabra serpiente se ajustaba a
la perfección a esa mujer. Cambiaba de piel, enroscaba a la gente y
destilaba veneno. Colin era incapaz de ver la otra Anne, la única que
Emily había conocido hasta el momento.
—¿Cómo se encuentra su hermana? —preguntaba Lord Webb,
embebido en una charla cordial, de esas que las institutrices intentan
enseñarte a entablar. Con ella, Colin podía ser todo un caballero, nada de
apuestas, de jugarretas infantiles ni de persecuciones en los pasillos. No, la
viuda de Merrington era una amante y ella… ella era como una hermana
en ojos del hombre. ¡Perfecto! Solo la ira le impedía llorar.
—No muy bien —se lamentó la mujer—, su problema de salud a veces
la imposibilita.
Emily había visto a Thelma, era una joven sana y vigorosa. Tenía la
renguera del polio y la visión disminuida apenas, aun así no era inválida ni
mucho menos. Supo, por la actitud de pena de Colin, que Anne recurría a
eso porque, de algún modo, había descubierto que era un golpe bajo en el
espíritu de Webb. Conseguía que el hombre dejara un poco las formas para
darle consuelo. De manera instintiva, con ese impulso protector que le
corría por las venas, posó la mano sobre la de Lady Anne, unió la mirada a
la de ella y dijo:
—Sabes que cuentas conmigo, Anne, eso no ha cambiado. Si necesitas
mi ayuda, en lo que sea…
¡Oh, mierda!, pensó Emily. Demonios, demonios y más demonios. En
su mente se repitieron todos los insultos que conocía, y en California había
escuchado demasiados. Colin la había tuteado, había bajado las defensas y
había dejado entrar a la serpiente en el nido.
—Gracias, Colin —musitó Lady Merrington—, eres un gran amigo.
Como el andar había sido lento, recién entonces llegaron a las cortinas
del palco de los Sutcliff. Anne debía entrar a presentar sus respetos antes
de volver al de los Bridport, y Emily sabía lo que iba a suceder… casi
como si hubiera leído el guion de esa obra teatral: Anne y su presa.
Los ojos de la mujer se alzaron, y la mirada se le aguó tras las pestañas.
Los ojos azul intenso brillaron trasluciendo un anhelo sincero, lo único
verídico de todo el espectáculo: el deseo de ser más que amigos. Colin
sintió pena y un poco de desesperación al sentirse acorralado, era
demasiado amable para sacar a colación la ruptura de su relación. Sonrió,
le brindó una de esas hermosas sonrisas que le robaban el corazón a Emily
y, a modo de consuelo, agregó:
—Milady, por favor, ¿nos haría el honor de terminar la velada en
nuestro palco?
Emily quería golpear a ambos con los binoculares. No podía dejar de
presenciar la escena, pues, al igual que Anne se había prestado para
conservar las formas de ellos dos en las escaleras, le correspondía a la
señorita Grant el rol de chaperona. Y lo odiaba… la estaba matando. Si no
fuera porque sabía que Lady Merrington era capaz de tretas sucias, hubiera
atravesado las pesadas cortinas para terminar con la tortura.
—Le agradezco, milord, pero debo negarme. No quisiera…
—¿Qué?
Anne bajó la mirada, con congoja y una dosis de gran dramatismo. ¡Oh,
Lady Anne! si algún día se te terminan los hombres para enredar, tu
carrera está allí abajo, en los escenarios, pensó Emily.
—No quisiera tener inconvenientes con Lady Sutcliff, no… no soy de
su agrado. —Más pestañas, más miradas, más veneno.
—No te preocupes por mi madre… —Las luces descendieron, la obra
iba a comenzar. La verdadera.
—Debo marcharme, gracias por la invitación y… por ser tan buen
amigo. Señorita Grant… —la saludó a ella, antes de perderse en el
corredor oscuro, a sabiendas de que lo dejaba a Colin con el impulso de ir
en su búsqueda.
Una vez a solas, compartieron una breve mirada y entraron al palco.
Emily aprovechó la escena que tenía ante ella para derramar un par de
lágrimas disimuladas. Comprendía, en ese instante, que prefería los
insultos de Lady Anne antes que verla con su cola enredada en el cuello de
Colin.
CAPÍTULO 6

El periódico del día fue colocado en la bandeja junto a la señora Grant.


Sandra lo tomó con premura y leyó por arriba hasta dar con la noticia que
buscaba. Emily se catapultó de su sillón para leer por encima del hombro.
—No da nombres.
—Oh, madre. Y nadie ha contestado a mis notas. La señorita Madison
dice no saber demasiado, y Cleveland está en Manchester con Sir Johnson
hasta mañana. Esperemos que Zachary haya visto mal.
—Le enviaremos una nota a Lady Sutcliff, esperemos que no lo tome a
mal.
Ambas mujeres caminaban por las paredes. La tarde anterior, Zachary
había arribado alterado a la casa de alquiler de los Grant. Al parecer, en su
paseo por Hyde Park se dio un atraco a un noble, y un disparo resonó en
las inmediaciones del lago. Como era de esperarse, los nobles salieron
disparados por el susto, mientras que Zachary, conocedor de armas, no
dudó en espolear su montura para ir en auxilio. No lo consiguió, cuando
llegó al lugar, las víctimas se alejaba, aunque pudo jurar que, a la
distancia, le había parecido que se trataba de Lord y Lady Bridport.
Desde entonces, la casa de los Grant era un ir y venir de notas que
buscaban confirmar lo presenciado por Zachary. Por desgracia, la nota en
The Times no daba nombres, solo hablaba de un altercado con arma de
fuego y una mujer herida.
Emily estaba tensa, temía por su amiga que no respondía a su nota, por
Lord Bridport que hasta hacía no mucho se pavoneaba enamorado por la
ciudad. La historia de amor de Miranda y Elliot había sido el alimento del
corazón de la señorita Grant, le permitía soñar con cuentos de hadas y
finales felices, con historias en que las brujas tenían verrugas y no
preciosos vestidos de Madame Dumont. ¡Era tan injusto que tuvieran que
sufrir ese devenir!, ¿acaso la vida odiaba a los enamorados?
Mientras Sandra escribía la nota para Lady Sutcliff, el ama de llaves les
traía el té y el obligado tentempié de media mañana. Zachary había bebido
todo de un sorbo, y con un trozo de queso en boca, dejó la casa en busca de
información. En el umbral de ingreso se dio de lleno con Colin Webb,
quien, amable pese a la disputa chiquilina, le brindó una reverencia y lo
trató de usted. Zach entendió que nada bueno podía traerse entre manos
ese noble si dejaba el orgullo de lado.
—Buenos días, señor Grant. Me disculpo por mi intromisión sin previa
invitación, sería tan amable…
—Por favor, Lord Webb, que si sigue con esos modos tendré que
golpearlo. ¿Busca a mi madre o a mi hermana?
—A ambas, hay un asunto que…
Colin estaba pálido, despeinado, nervioso y algo ojeroso. No le
interesaba mantener una imagen de decoro ni compostura, el rumor había
llegado a sus oídos y desde entonces, al igual que los Grant, había enviado
mil notas, paseado por los clubes de caballeros y recabado información. La
última de ellas, para nada alentadora. Por respeto, y como la buena
educación demandaba, no se había presentado en la casa de su amigo. Los
deseos de pronta recuperación se decían por misiva y jamás se invadía el
espacio personal.
—Lo de los Bridport. Pase, milord, están en la sala. Mi whisky está en
el aparador de la esquina, bajo el cuadro horrible de perros de caza. De
seguro necesita un trago.
—Gracias…
Tras el intercambio, Zachary dejó la casa, esta vez sin intención de
recabar información, sino con afán de despejarse. La pena de Emily lo
estaba matando, y si quería ser un buen hermano, fuerte, de los que tienen
un hombro para prestar, necesitaba recomponerse. Era evidente que Colin
no iba a poder ser de consuelo, estaba aún peor que su hermana.
Lord Webb esperó en el umbral a que lo invitaran a pasar. Emily quería
correr a sus brazos y no entendía por qué Colin estaba tan comedido. No
podía sospechar que la estructura de su educación era lo único que lo
mantenía entero en esos momentos. Recurría a las normas para no
romperse, a los protocolos, a los pasos establecidos. Seguía las reglas
porque no era capaz de pensar con claridad, estaba en shock. Y, sin
embargo, en ese estado de estupor sabía que la única forma de ayudar a su
amigo era saltándose los mandatos y apareciéndose en su casa para
constatar con sus propios ojos que todo estaba bien, para brindar un no
convencional pero necesario abrazo y asegurar que estaba allí para
cualquier cosa que se requiriese.
Y para poder hacer eso, necesitaba de fuerza, entereza, y de una persona
a la que las reglas sociales no le importaran, una persona que recordara
poner el corazón por encima de todo. Necesitaba a Emily Grant.
—Pasa, Colin —se atrevió a tutearlo Emily, y Sandra mascó el pastel
para ahogar la reprimenda por el tuteo. Lord Webb necesitaba a su hija
como a una amiga, y con la presencia de ella se daban por cubiertas las
formas—. Supongo que sabes lo de Lord Bridport… nosotros…
—Sí… yo…
—Ven, escuché que mi hermano te sugería un whisky. —Emily se
dirigió a la mesa de las bebidas y detuvo la mano a mitad de camino. Sabía
que a Colin le gustaba más el coñac; con manos temblorosas sirvió dos
dedos en una copa de cristal a la cual calentó a penas con las palmas como
le había enseñado su padre a hacer.
Lord Webb bebió el coñac y el gesto. Recuperó parte del temple con la
tibieza de la bebida, mitad alcohol, mitad piel de Emily. Y recién allí, se
sintió capaz de articular palabra.
—La nota de The Times… sí, son ellos, Lord y Lady Bridport —
confirmó. Sandra se persignó de manera automática, y Emily, sin pensar
en lo que hacía, se sentó junto al hombre. La falda de la muchacha tocaba
el pantalón de él en un roce impropio. Colin, dadas las circunstancias, era
capaz de ahogar la lujuria y el deseo que la cercanía de la señorita Grant le
despertaba y solo se quedaba con el sentimiento de serenidad que ella le
transmitía. Como el de llegar al hogar en invierno, y hallarlo caldeado y
acogedor.
—¿Sabe algo más, milord? —interrumpió Sandra antes de que Emily se
dejara atrapar por el embrujo y abrazara al hombre. La señora Grant lo
sabía, podía ver con claridad la inquietud con la que se movían las manos
de su hija, como si la necesidad de una caricia fuera incontenible.
—Sí, no son buenas noticias. Me he enterado de que el doctor Ferguson
propuso un sangrado, y que Elliot… Lord Bridport se ha negado. Lady
Bridport ha perdido mucha sangre y el riesgo de infección…
—Si la herida fuera mortal, ya estaría muerta —sentenció Sandra y se
puso de pie de inmediato—, ¡esos malditos matasanos!
—¡Madre! —se quejó Emily de sus modos, aunque la certeza de la
mujer se le hizo piel y le impidió largar las lágrimas de pena. No, las
mismas se acumularían en las comisuras de sus párpados hasta que
tuvieran permitido el alivio. Y con esa esperanza circulándole en la
sangre, imitó a su progenitora y en el mismo ademán brusco se puso de pie
—. Debemos ir de inmediato. No más esto de mandar notitas… Col…
¿milord?
—Creo que vine porque esperaba esto… que me despabilen.
—Pues espero que se encuentre bien despierto, porque no sabemos qué
nos encontraremos, pueden ser unas horas o unas semanas. Ya veremos —
dijo la señora Grant e hizo sonar la campanilla de servicio. No había
tiempo para cambiarse, ni prepararse, así que sobre los vestidos de día se
colocaron los primeros chales que hallaron, así no combinaran, y se
subieron al carruaje de Lord Webb camino a la residencia Bridport.

Enfrentarse a Cohan Hurt, el mayordomo de los Bridport, fue una tarea


que quedó a manos de Colin. El hombre opuso la resistencia justa y
necesaria, era evidente que la preocupación por su reciente señora lo
devoraba. El estado de Miranda era de extrema debilidad, y su pronóstico
por demás reservado. No se mencionaba a la muerte, a pesar de que se la
respiraba en cada una de las habitaciones del lugar. El estómago de Emily
dio un vuelco al enterarse sobre el fragmento perdido de información. El
barón Payne, que había intentado a toda costa contraer matrimonio con
Miranda para reflotar su crisis financiera, culpaba a Elliot de su ya
confirmada quiebra. Sentirse acorralado en la miseria y las deudas era lo
que había arrastrado al hombre a la venganza. El drástico suceso se había
llevado a cabo en el parque, los detalles que le siguieron apenas se
deslizaron por los oídos de la joven californiana: pelea, arma, disparo y
Miranda.
¡No, no quería detalles! Quería esa justicia y asistencia divina de la que
tanto hablaban en la misa dominical, porque Miranda requería de todo tipo
de ayuda, la terrenal y la divina.
Si al oír los detalles del suceso, el estómago de Emily se retorció por
completo, cuando ingresó a la recámara y comprobó en persona el estado
de su amiga, el corazón se le destrozó.
Allí estaba Miranda, rendida a la vida, bocarriba, con los mechones
negros enmarcando un rostro que lucía aún más pálido por el contraste.
Los labios, siempre rosas, se veían blancos y resquebrajados, y nada
quedaba del rubor que siempre le teñía las mejillas.
—Aún no ha muerto y esto parece un funeral.
Sandra llevó a palabras lo que todos pensaban y se negaban a confesar.
Eso era una invitación a la muerte misma.
—¡Madre! —Emily reaccionó ante la falta de consideración de su
madre.
A diferencia de los presentes, que veían el matiz oscuro y límite del
estado de la muchacha, Sandra Grant, que había enfrentado situaciones de
vida o muerte más veces que la sumatoria de los años de los ahí reunidos,
proyectaba otro panorama. Uno sin menos dramatismo y con más fe.
—No hay que llamar a la muerte —dijo persignándose.
Las costumbres de los Grant, incluyendo sus formas de relacionarse con
el mundo y sus modos para nada convencionales desde la perspectiva
británica, resultaban cada vez más cotidianos y comunes para Colin. Se
decía que debía guiarlas al cumplimiento del protocolo, y cuando estaba
con ellas, desistía; mantener esa naturaleza intacta era algo que se
esgrimía como su meta primera. Eran lo que eran, y en ese momento, por
sobre todas las cosas, las normas debían dejarse a un lado. Él fue el
primero en olvidarlas, fue al encuentro de su amigo para fundirse en un
abrazo con él. Nunca lo había visto así, destruido por completo. Si la
muerte se atrevía a pisar el hogar Bridport, se llevaría consigo más de un
alma, y Colin no estaba dispuesto a permitirlo, no perdería a su amigo.
—Ven, vamos a comer algo mientras ellas se quedan en compañía de
Lady Bridport.
Confiaba en las mujeres Grant, había oído muchas anécdotas
familiares, y en todas y cada una de ellas, la destreza sanitaria y los
cuidados médicos no convencionales de mamá Grant siempre otorgaban
finales felices a las historias. Además, Elliot debía comer, beber... lo que
fuese. ¡Por Dios, el hombre era apenas una sombra!
—No puedo. —Como era de esperarse, Elliot se negó—. No quiero
perderla de vista, no… —finalizó regresando junto a su esposa para
tomarla de la mano.
La escena era enternecedora y desgarradora a la vez. Sandra convino en
miradas con Emily, debían actuar, y pronto. En situaciones como esas,
cada segundo contaba, entre el olor a medicinas y el de las flores
mezcladas con la rancia sudoración, otro perfume salía a flote, uno que
ellas estaban acostumbradas a detectar de inmediato, el de la putrefacción.
La herida no estaba sanando, y de seguro, estaba intoxicando a el resto de
su cuerpo.
—Que coma aquí —sugirió Sandra recordando las palabras ancestrales
que las mujeres nativas transmitían una y otra vez—, es bueno que no deje
la habitación, el amor suele espantar a la muerte.
Emily se sonrojó ante lo dicho, posiblemente, porque no pudo evitar
mirar a Lord Webb al oír la expresión. Para ella, Colin ya era sinónimo de
amor.
—El doctor Ferguson dice que la única alternativa es el sangrado, que
hay que equilibrar los humores. —Lord Bridport habló sumido en la
preocupación, no sabía si las mujeres iban a poder ser de ayuda, pero sabía
que requerían de todo el auxilio posible, inclusive el de una plegaria al
cielo—, solo que… no creo… Está demasiado débil.
—¿Está infectada? —preguntó Sandra acercándose a la cama para
comprobar la temperatura de la muchacha. Estaba fría como un témpano
de hielo.
—Eso dice el doctor, y la herida no tiene buen aspecto.
Ni más dilataciones, pensó Sandra.
—Emily, lleva a Lord Webb fuera de la habitación por unos segundos,
pueden hacer algo útil, como buscar comida para Lord Bridport.
—Sí, madre —asintió y tiró de Colin hasta abandonar la recámara.
Una vez fuera, Colin exhaló con fuerza. Le faltaba el aire. La vida entre
algodones de pequeño, y la de lord en el presente, no lo había preparado
para la pérdida. Hubo muertes en su familia, ninguna de gran impacto,
muertes no precipitadas, que coronaban un fin de vida, y eso era
entendible, pero eso... no, eso no. La pena de Elliot se le colaba por los
poros. El amor significaba mucho más, comprendía que la aceptación de la
pérdida era parte de esa hermosa ecuación. No quería siquiera imaginarse
lo que se sentiría al perder alguien al que se amaba. Abandonando el
control de todo, de su cuerpo, sus emociones, y las malditas normas, se
abrazó a Emily.
Ella se dejó abrazar, y le correspondió llevando los brazos a su espalda
con suaves caricias. Estaban en territorio seguro, podían dejar las formas.
—¿Crees que se recuperará? —De ella lo quería todo, el consuelo, la
calidez… hasta la mentira piadosa.
—No lo sé —musitó Emily desde el resguardo que su pecho le brindaba
—. No quiero mentirte.
Tras la puerta se desataba el peor de los infiernos, y ellos... ella se
sentía dichosa en ese pequeño trozo de paraíso que acababan de construir a
fuerza de abrazos.
—No, miénteme, por favor, hazlo. —Tomó distancia de Emily sin
liberarla, dejó el peso de sus manos sobre su cadera. Fue en busca de sus
ojos.
—Jamás podría mentirte, ni en esta circunstancia ni en otra. —Para
ocultar la verdad vedada de su entrega, reformuló lo dicho—. No está
dentro de mis habilidades mentir. Lo he intentado, créeme, me crie con
especialistas.
Zachary era el espécimen que ponía en relieve al resto de sus hermanos.
Con eso era más que suficiente para Colin.
—¿Por qué eso no me extraña? —Sonrió, y el sabor a fatalismo en su
boca desapareció.
Emily sonrió a su par. Si fuese por ella, se quedaría hasta el fin de los
días entre sus brazos, sin embargo, la amarga realidad le recordaba que
esos brazos no le pertenecerían jamás, no de esa manera. Escapó de él, de
la cálida prisión de su cuerpo, la angustia y la inquietud de lo que estaban
viviendo le sirvió de excusa. Deambuló por el pasillo, estrujándose los
dedos de la mano a modo de descargo. Sin el calor de Colin, volvía a sentir
el frío de la preocupación y el desasosiego.
—Si te sirve de consuelo, confío en mi madre, si ella ve posibilidades
es porque las hay.
—Tu madre prácticamente nos echó de la habitación con un absurdo
pretexto, y cuando lo hicimos no vi ningún rastro auspicioso en su mirada.
Se detuvo para girarse hacia él, Colin descansaba el cuerpo en el marco
de una de las ventanas, la preocupación era innegable en su rostro.
—Te echó a ti, Colin, necesitaba comprobar la herida. Lo mío fue solo
gentil cortesía de acompañamiento.
—¿Perdón? ¿Qué quieres decir con «te echó a ti»?
—¿Cuántas heridas con procesos infecciosos has visto en tu vida,
Colin? —preguntó tratando de ocultar las ganas de reír.
Los dos necesitaban hacerlo.
—¿Es una pregunta o te estás burlando de mí?
—Por supuesto que es una pregunta. Además, ¿por qué me estaría
burlando de ti?
—Vamos, reconócelo, Grant, tú y tu hermano, y por lo visto, también tu
madre, me consideran un...
La puerta de la recámara se abrió de repente, un Elliot agitado, movido
por una nueva energía, una contagiosa y esperanzadora, se asomó a voz de
grito:
—¡Hurt! ¡Hurt! Ven aquí —Su vozarrón resonó en la mansión hasta que
Cohan se hizo presente—. Toma nota de todo lo que pida la señora Grant.
Hurt subió al trote los escalones, y se adentró en la habitación en menos
de lo que cantaba un gallo. De un sopetón, la puerta volvió a cerrarse en
las narices de un Colin Webb deseoso de información visual.
—Volviendo a lo nuestro —retomó la interrumpida conversación—, en
vista de que no eres capaz de mentirme, dime, me consideran un... —Ni él
se atrevía a buscar el calificativo correcto, eligió el que doliera menos—,
un blando, ¿verdad?
Las charlas con Emily ponían en pausa el alrededor, le brindaban calma
y alejaban los malos sentimientos, los de culpa y de desprecio a sí mismo.
Porque el auténtico Colin brillaba solo por fuera, no por dentro, en su
interior albergaba el peso de la insatisfacción y el fracaso. Tal vez por eso
su imagen era impoluta y perfecta, sí, era un desborde de virtudes, buenos
modales y caballerosidad, para compensar la imperfección que cargaba
consigo. De pequeño había oído decir a sus allegados que la naturaleza
había sido por demás bondadosa con él, era perfecto desde donde se lo
mirara. Tenían razón, el problema fue que la naturaleza cayó en cuenta de
su error y decidió enmendarlo, le dio la peor imperfección de todas, esa
que le condicionaba la vida, las decisiones, y en consecuencia... a su
corazón.
—Zachary piensa que eres un blando —confesó Emily para ponerle un
cierre al asunto—, pero cree eso de todos los nobles de Londres. Según él,
un hombre dedicado al ocio no es hombre alguno.
—¿Acaso no existe el ocio en américa? —No podía discutir contra ese
argumento, Zachary estaba en lo cierto, la vida de noble era aburrida y
ociosa. Por lo menos hasta que se legaba el título, y con él la tarea de
administración de propiedades y la cámara de lores.
—Sí, pero tienes que tener dinero para comprarlo, y para tener dinero,
necesitas trabajar. Como sea, no creas en todo lo que dice u opina Zach, él
no te conoce como yo. —No sintió vergüenza ante la confidencia. Es más,
la seguridad en su voz fue un extraño afrodisíaco para Colin.
Fue hasta ella, quería tomarla de nuevo por la cintura para retenerla
contra su cuerpo; pensar que creía que el riesgo se hallaba en sus labios, en
el sabor de su boca. No necesitaba saborearla para hacerse adicto a ella, ya
lo era, porque Emily Grant era un dulce y lento veneno. No, veneno no…
ella era el antídoto.
—¿Crees conocerme, Emily? ¿Pueden dos personas, que hasta hace
poco eran dos perfectos desconocidos y vivían en continentes diferentes,
conocerse de la manera que tú crees hacerlo?
Le estaba pidiendo una confesión, más que eso, una declaración. Para
responder a esa pregunta había que despojarse de las barreras que
mantenían a salvo el corazón. ¿Por qué hacía eso? ¿Qué pretendía oír?
Mejor dicho, ¿por qué quería oír aquello que no necesitaba ser dicho? Si él
también la conocía, adivinaba cómo su corazón latía fuerte cada vez que se
le acercaba, cada vez que le sonreía. Sabía que su piel se encendía al
contacto con la suya... sabía tanto, demasiado, al punto de poder reconocer
el final de la historia y, aun así, lanzaba sus leños a ese fuego llamado
Emily Grant. ¿Por qué? ¡Maldición!
La puerta volvió a interrumpir el clima entre ambos, Elliot pudo
percibir el aire pesado de sentimientos entre esos dos, la incomodidad lo
hizo carraspear para ocultarlo.
—Señorita Grant, su madre requiere de su asistencia.
La voz de Sandra llegó hasta ella.
—Necesito que te encargues de la sutura, mi niña.
La sorpresa del pedido paralizó a ambos hombres, se miraron
impávidos, mientras Emily ingresaba a paso firme a la habitación para
cumplir lo pedido. Tomó asiento junto a la cama y se apropió de los
elementos ya preparados por su madre.
—¿Ella la va a coser? —preguntó Elliot, sorprendido.
—Mi Emily es la mejor, y estoy segura de que Lady Bridport
agradecerá la decisión cuando se recupere. Las mujeres podemos ser muy
vanidosas.
Ante la mirada expectante de los hombres, Emily se quitó las joyas que
llevaba consigo, se cubrió el cabello rubio con una improvisada cofia y se
higienizó las manos en agua hervida y alcohol. Sandra se levantó para
encaminarse hacia la puerta, una vez ahí, se disculpó por lo que iba a hacer
a continuación.
—Lo siento caballeros, requerimos de intimidad —dijo cerrando la
puerta ante los lores.
Se quedaron con la mirada fija en la madera labrada, sin saber qué más
hacer, inservibles, tal y como se sentían. En ese instante, el mundo les
pertenecía a las mujeres. ¿O acaso siempre les había pertenecido y ellos
solo eran unos invitados?
—Gracias... —Elliot decidió interrumpir la cadena de pensamientos
compartida, ahora que la esperanza lo había abofeteado fuerte, se daba el
permiso de reaccionar en torno a la realidad—. Gracias por estar aquí...
gracias por ellas. ¡Vaya par!
—Sí, esa es la expresión correcta para las Grant —dijo sonriendo.
Elliot se giró a él para observarlo. Notaba un aura diferente en su
amigo, una luminosa y radiante. Presentía de dónde provenía. Una vida a
su lado bastaba para detectar los cambios de matices en Colin.
—De todas las mujeres posibles, ella es la menos adecuada para ti. Lo
sabes, ¿no?
—Por supuesto que lo sé —Reconocerlo era una cosa, decirlo en voz
alta, otra, una que dolió más de lo esperado—, por desgracia eso la hace...
—La hace perfecta también —finalizó Elliot como si estuviese metido
en su cabeza.
—Exacto.
—¿Qué piensas hacer al respecto? —Estaría en deuda con las Grant
hasta el fin de su vida, y esa deuda incluía procurar el bienestar de la joven
amiga de su esposa.
—Lo que corresponde... encontrar el hombre correcto para ella. Se lo
merece.
Una punzada, así lo sintió, una punzada en el medio de su pecho.
Respiró profundo, y le resultó tolerable. Le buscaría un esposo, eso haría.
Podía imaginarla en brazos de otro hombre, feliz, con una familia, con sus
sueños hechos realidad. Eso también sería tolerable para él.
No lo sería, Colin Webb todavía no lo descubría, pero tarde o temprano
lo haría, esa punzada en su pecho era un antes y un después; su corazón se
había fragmentado en dos. Uno de esos pedazos se mantenía firme,
respetaba el plan inicial. El otro reclamaría a Emily Grant como suya
hasta que dejara de latir.
—Ven, vamos a comer algo... —Debía cumplir con su parte, la única
que le tocaba, procurar el bienestar físico de su amigo—. No acepto
excusa alguna.
—No tengo apetito.
—¿Qué te he dicho? No acepto excusas. —Lo tomó por los hombros
para guiarlo en el descenso por las escaleras.
—Si hubieses visto lo que yo en esa habitación, sabrías que no es
excusa.
Nadie en su sano juicio podría tragar bocado alguno luego de oler y ver
la limpieza de una herida infectada y supurante.
—No lo sé, me censuraron esa parte, al parecer... soy un blando. —
Aunque las Grant lo hubieran escondido tras las normas del decoro, él
seguía confiado que el motivo de su exclusión era su carácter.
Los ánimos de Elliot comenzaban a distenderse.
—¿Al parecer? ¡No, eres un blando!
—Cállate, imbécil...
CAPÍTULO 7

La recuperación de Miranda fue un proceso cuesta arriba. Entre el círculo


íntimo social del matrimonio se corría el rumor de que la mejoría de la
vizcondesa se debía a las sanadoras manos y a los cuidados que las
americanas le supieron brindar. Demás estaba decir que el rumor se había
originado en la mansión Bridport y que provenían de Elliot Spencer. El
futuro duque de Weymouth no tenía más que agradecimientos para con las
mujeres, y los mismos incluían el peso de su estima. Las calles de Londres
ya eran diferentes para ellas, seguían recibiendo miradas de soslayo,
aunque sin desprecio mediante, sino con una recién nacida cortesía y un
leve atisbo de aceptación.
Las mujeres Grant vivían su día a día de igual manera, ya comprendían
cuál era su lugar, y las habladurías pasadas y presentes no alteraban ánimo
alguno. Comenzaban a sentirse a gusto, Sandra hallaba en Lady Marion un
ejemplo a seguir dentro de la nobleza, y a una igual cuando de maternidad
se trataba. Bajo el techo de la intimidad, en donde las normas sociales
dejaban de ser una prioridad, disfrutaban de extensas charlas e intercambio
de información. Estaba claro que la mujer no se hallaba a gusto en los
grandes eventos ni en la vorágine londinense, y Lady Sutcliff, en
retribución a la ayuda que ésta le había brindado a Elliot Spencer y a su
esposa, organizó una actividad acorde a los gustos de la matrona. Unos
días lejos de la ciudad, en la tranquilidad y calidez de la casa de campo
familiar, ubicada en las afueras del condado de Hampshire. El espacio
proporcionaría todo aquello que los Grant añoraban de su tierra:
naturaleza, actividades campestres, un cielo nocturno plagado de estrellas
y uno diurno limpio y sin rastros de smog desde las primeras horas de la
mañana.
La propuesta traía consigo otros fines personales, restablecer la buena
relación entre Colin y Daphne, una que parecía querer regresar a buen
puerto, y a la vez, limar las asperezas entre el muchacho Grant y el Webb
que por lo visto no congeniaban. Debían. Arthur y Lord Thomson
analizaban la posibilidad de entablar futuros negocios en california;
Zachary y Jonathan, los dos mayores del clan, eran los que, en breve,
quedarían al mando de todo, al igual que Colin del otro lado del
mapamundi. El legado familiar y los negocios también se trasladaban de
generación en generación. Por último, pero no menos importante, el viaje
pretendía agotar las energías del pequeño Thomas Webb; el frenetismo de
la temporada, una que a él lo tenía cautivo puertas adentro, no hacía más
que inquietar a la fiera salvaje que lo poseía a tan característica edad.
En fin, todos iban a salir beneficiados con la expedición a tierras no
muy lejanas, en especial Emily, que se deleitaba con la maravillosa idea de
descubrir un nuevo condado libre de Anne´s.
Los preparativos demandaron varios días, el suficiente para que ella
pudiese gozar de un tiempo a solas con sus amigas, entre ellas, de una
recuperada Miranda.
La convocatoria a un té de media tarde en la mansión Bridport tuvo
total asistencia, y el clima festivo proclamado por la recuperación de la
señora de la casa se vio interrumpido por unas inesperadas lágrimas, las de
Cameron.
La historia pasada, los motivos que habían llevado a la señorita
Madison a Londres, hasta ese día, habían sido un enigma que ninguna de
ellas había intentado descifrar a la fuerza. Ni siquiera Vanessa, y eso era
mucho decir. Cada una cargaba con un pasado, el silencio y los tiempos
eran respetados.
—Mi padre tiene razón, ¡lo he arruinado todo! ¡Oh, Dios! ¿Qué haré?
—La angustia en Cameron atenazó el corazón de Emily, se marchaba en el
momento menos oportuno. Sintió culpa—. Debo dejar Inglaterra, debo
huir. Tengo que escapar de él, ya no consigo esconderme más.
—¿De quién? —preguntó Vanessa ante el extraño rompecabezas que
comenzaba a unir sus piezas ante ellas.
Sean Walsh, de él se trataba, de eso y de un homicidio sin justicia. La
lucha contra la esclavitud. Parecía absurdo que en un mismo país se
vivieran realidades tan diferentes, o por lo menos así lo pensaba Emily,
cuya crianza jamás había marcado diferencia alguna con respecto a otro
ser humano. Para los Grant, no existían tonalidades de piel, ni rasgos ni
«costumbres» diferentes; todos respiraban y cargaban con un corazón que
latía al igual que el de ellos; el respeto no se heredaba, se brindaba, y en
algunos casos, se ganaba a fuerza de trabajo. Solo eso. La culpa en Emily
se transformó en pena. Colocarse en los zapatos de cristal de Cameron no
era una tarea sencilla ni agradable. No cambiaría por nada del mundo su
vida en cama de heno a centímetros del techo, las tardes bajo el sol rabioso
y un desierto sediento. Vaya cuestión la del dinero, cualquiera pensaría que
te compraría la libertad, al contrario, te la quitaba. La dulce y amable
señorita Madison había estado presa toda su vida, y Emily se preguntaba si
estaba dispuesta a canjear su libertad, bien ganada, a cambio de lo que
había ido a buscar ahí... un matrimonio conveniente.
—Cierta información ha llegado a mis oídos. —Vanessa aprovechó la
huida de Cameron al sanitario para organizar un plan de apoyo para la
muchacha—. Lord Thomson está orquestando la partida hacia sus tierras
en Sameville, y piensa llevarse consigo una comitiva para hacer de esos
días un evento menos aburrido.
—Me imagino que eso te incluye a ti, una especialista en el arte del
entretenimiento social. —Miranda fue irónica solo para no perder la
práctica.
—Al parecer, comprobamos que Lady Bridport está cien por ciento
repuesta —dijo haciendo alusión a la actitud de la vizcondesa. Se dirigió a
Emily—. Mis felicitaciones, señorita Grant, usted y su madre han hecho
un trabajo excelente. —Regresó la mirada hacia lady Bridport—. Con
respecto a lo otro, reconozco que la cualidad del entretenimiento me
pertenece...
—Y por lo visto, también la modestia —agregó Emily.
—Bueno, se ve que hoy es la tarde de «ataquemos a la indefensa
señorita Cleveland» —se victimizó Vanessa.
—De indefensa, tú... nada.
Miranda lo dijo, pero las tres coincidieron en lo mismo con una oculta
sonrisa.
—Verdad, esa característica le pertenece a Cameron. Y ya que
hablamos de ella, creo que nos necesita... —agregó para retomar el hilo de
la conversación—. Sir Johnson va a estar fuera de la ciudad por unos días,
y ese es el motivo principal que me va a llevar a formar parte de esa
comitiva contra mi voluntad —Bebió de su té cuando oyó unos pasos en la
cercanía. Al comprobar que no era la joven de Virginia, sino, nada más ni
nada menos que el mayordomo abasteciendo a las visitas, continuó—:
estaba pensando que ustedes podrían sumarse a la aventura... estoy segura
de que Lady Mariana estaría encantada, y Cameron también.
El hombre que era el dueño del corazón de la señorita Madison, y que
también parecía ser el único involucrado en la muerte de la joven esclava,
se hallaba en la ciudad, y su presencia aterrorizaba a la muchacha. Para
colmo de males, el único sostén familiar con el que contaba era su tía
Eleanor, un ser despreciable por donde se lo mirase.
—Tu idea me parece maravillosa... —convino Miranda—, solo hay un
problema.
—Dos... —agregó Emily recordando su próxima partida a Hampshire.
Las invitó a que se extendieran en palabras con la simpleza de un gesto.
—Dudo mucho que Elliot esté de acuerdo, está convencido de que
requiero de un año de reposo para recuperarme del todo.
—¿Requieres de un año? —La interrogó sin piedad.
—No... —Se sentía de maravillas, salvo por algún que otro malestar
ocasional.
—Entonces, Lady Bridport, utilice sus artilugios femeninos para
hacerlo cambiar de opinión. —Así dio finalizado ese asunto para continuar
con el siguiente—. ¿Cuál es tu excusa? —arrinconó a Emily con su
actitud.
—Pasado mañana partimos rumbo a Hampshire.
—¿Qué hay en Hampshire que sea más interesante que Sameville?
—La casa de campo de los Sutcliff —respondió Miranda al rememorar
lo que Elliot le había contado sobre esa familia.
Las mejillas de Emily se pusieron rojas en el preciso instante en que los
ojos de Vanessa se clavaron en ella.
—¡Colin Webb... eso es lo que hay en Hampshire! No sé ni para qué
pregunto. ¡Es la mayor obviedad de la temporada!
—¿Qué es la mayor obviedad de la temporada? —Si existía algún tipo
de rumores con respecto a ellos, Emily quería saberlos.
—Cierra la boca, Vanessa —acusó Miranda—, estás en mi casa, no lo
olvides —sentenció casi a tono de amenaza.
La señorita Cleveland se obligó al silencio. Volvió a beber de su té.
—Vanessa, ¿qué has oído? —Emily intentó poner presión en la
bostoniana.
—Ya oíste a la vizcondesa. ¡Nada, no he oído nada! —mintió, y fue
evidente. Por muy extraño que pareciera, la señorita Cleveland, con sus
formas y todo, era la más transparente de las cuatro. Era quién era sin
problemas de compartirlo con el mundo— ¿Piensas pasar toda la
temporada en Hampshire o qué? —retomó lo anterior como si nada
hubiese sucedido.
—No, solo un par de días. —Eso había oído Emily.
—Perfecto, a Lady Thomson le encantará contar con la presencia de los
Sutcliff y compañía.
—Vanessa, yo no soy los Sutcliff, no puedo decidir por ellos.
—Por supuesto que no eres una Sutcliff. —Para no quedarse con el
veneno en el cuerpo, lo destiló con esa sutil bofetada—. De todas maneras,
no te preocupes, yo me encargo de ello. Nos vemos en Sameville.
El resto de la tarde fue vivido por Emily como una lenta tortura, no
pudo quitarse de la mente las palabras de Vanessa: No era una Sutcliff. Y
nunca lo sería.
Había recibido muchas bofetadas en su vida, y ninguna había dolido
como esa. Espabilarse, eso tenía que hacer, tal cual decía la señorita
Cleveland.
Dejar de amar a Colin Webb... No, eso ya no era posible.
Amarlo un poco, tan solo un poco menos. No, tampoco.
¿Qué le quedaba entonces? No lo sabía, esperaba averiguarlo en su
estadía en Hampshire.

***

Su esposa nunca se equivocaba, pensó Arthur Webb mientras observaba


a sus hijos e imponía su mejor gesto de autoridad. Saldrían en pocas horas
a Hampshire y sus dulces retoños, dos en edad casadera, se comportaban
como críos. El tercero estaba dispensado, porque sí lo era, aunque la
reprimenda le correspondía.
—Colin, por favor, no es propio de ti comportarte de esa manera —dijo
con voz firme—, estoy seguro de que algo en común puedes encontrar con
Zachary Grant. De hecho, se me ocurre que viajen juntos de modo que con
las horas lo descubran.
—Padre…
—He dicho. Daphne… no creas que te sales con la tuya, si viajas en el
carruaje de la señorita Grant es por comodidad, y para que borrar esa
sonrisa de autosuficiencia… Thomas y la niñera irán con ustedes.
—Padre… —fue la queja en mismo tono que la de su hermano.
—Y por último… —El benjamín de la familia se observaba con suma
concentración las puntas de sus lustrosos zapatos. Sabía que debía hacer
buena letra, su madre lo había amenazado con dejarlo en Londres. Era una
amenaza vacía, pero el pequeño no lo sabía y había roto en llanto—. El
castigo se impartirá una vez que lleguemos al campo, y será… seguir con
las clases de modales en las vacaciones.
—Padre… —imitó a sus hermanos mayores, y los tres adultos Webb
debieron contener las carcajadas.
Sí, estaban todos de mejor humor. La pronta recuperación de Lady
Bridport y los planes de campo ayudaron a eso, y con el ánimo, habían
regresado las actitudes infantiles, las risas, las bromas y las pujas.
Por un lado, las de Colin con Zachary, quienes llevaban una batalla
muda por demostrar quién era el mejor en todo. El problema para Webb
era que Grant conseguía siempre llevar la dichosa disputa a un terreno no
tan manejado por el lord. Si se trataba de atención femenina, modales,
debates, moda, literatura o salir de conversaciones embarazosas, Colin
Webb se coronaría ganador con honores. Pero Zach era listo, y jamás
desafiaría a un futuro conde en esas lides, por lo que se aseguraba de
disputar la corona en otros terrenos como la fuerza, el conocimiento de
caballos, la montura, carruajes y armas. En lo único que se podía decir que
empataban era en administración económica, materia en la que, no lo
admitirían jamás, coincidían por completo. Ambos estaban hechos para
duplicar el dinero de sus arcas.
La segunda disputa que se abría gracias a lo relajado del encuentro era
la que mantenían los hermanos Webb. Daphne estaba dispuesta a
demostrar que una dama podía hacer lo mismo que un caballero, y eso
implicaba desafiar a su hermano en todo momento. Sin embargo, Colin
había pasado página al respecto, y no le parecía justo enfrentarse a ella en
una lucha desleal. La sociedad le jugaba en contra a su hermana. La batalla
que Daphne creía desatar no era tal, y el verdadero trofeo detrás de esos
cruces verbales no era más que Emily Grant. La joven lady la quería de
cómplice para demostrar su punto, mientras que Colin… Colin la quería
solo y en exclusividad para él. Se sentía patético de estar celoso de su
hermana, pero el sentimiento era demasiado fuerte para dominarlo.
Y por último estaba el pequeño Lord Thomas y sus caprichos. Al ser tan
joven y llevarse tantos años con sus hermanos, todos lo malcriaban, y el
niño había adquirido una terrible adicción a llamar la atención. Cuando no
le daban lo que quería, era propenso a horribles caprichos, el peor de
todos, Chelsea, la hija de la mejor amiga de Lady Marion que pasaría la
semana de campo con ellos.
Los tres jóvenes Webb recibieron la reprimenda del padre, las
advertencias de la madre y, cuando dejaron el despacho, lo hicieron con un
porte que le recordó a Lord Sutcliff lo bueno de invertir en una costosa
educación.
—Tendría que preguntarle al administrador cuántas libras nos costó la
educación de esos tres.
—Valió cada penique —dijo Lady Marion, una vez a solas con su
marido—, mira, apenas ni se nota que no nos harán ni medio de caso y que
seguirán con sus berrinches donde no podamos oírlos.
—No me sorprende tanto de Daphne o Thomas, pero… Colin. —Arthur
se acercó al sofá en donde estaba Marion sentada.
—Deja que se divierta un poco, sabes que desde… bueno, desde hace
años que no se permite grandes banalidades.
—Las amantes son banalidades —discrepó Arthur, y en sus ojos claros
refulgió el enojo. No eran los valores que le había inculcado a su
muchacho, y las habladurías que corrían de él sobre los romances no lo
hacían feliz.
—No en Colin, y lo sabes. No sé en los clubes de caballeros lo que se
dice de nuestro hijo, pero sí puedo decirte en la sociedad de lectura de
damas londinenses… y me tiene preocupada.
—¿Qué se dice? —inquirió el hombre y abrazó a su mujer. Ella le dio la
espalda y se corrió los bucles que caían por su nuca para darle acceso a su
cuello. Arthur sabía lo que su esposa demandaba, le posó los labios en un
suave beso antes de emprender la tarea de masajear los hombros que
estaban tensos por la preocupación.
—Un año y un día… —largó junto a un quejido de placer. Lord Sutcliff
había encontrado un nudo en la musculatura de Lady Marion—. Ese es el
límite de sus amoríos.
Ambos sabían lo que significaba, y el enojo de Arthur Webb pasó a ser
pena.

El viaje era de algunas horas en carruaje. Iban en caravana, cuatro


coches con las insignias Sutcliff se abrían camino por el paisaje. A medida
que se alejaban de Londres, el aire se volvía puro, y aunque el cielo gris
los acompañaba, ni una gota se desprendió de las nubes.
En uno de los confortables coches tirados por dos caballos iban Daphne,
Emily, Thomas y Jane, la niñera del pequeño. El joven lord Webb era
imparable y parecía agotar a todos, salvo a los Grant que no se cansaban
de halagar al niño y remarcar lo dulce y educado que era.
—Es un angelito —repetía Sandra cada vez que lo tenía cerca. Y al
menos, de apariencia, lo parecía. Rulos rubios, piel blanca de mejillas
llenas y rosadas y ojos color cielo. Todo un querubín.
—Señora Grant —dijo en su momento Arthur Webb—, en estos
momentos temo preguntar cómo eran sus hijos de niños. Solo me atrevo a
decir que usted es la mujer más valiente que conozco.
Las risas coronaron la confesión del hombre, y la tarde se llenó de
anécdotas de los Grant. En efecto, al lado de Jonathan, Zachary, Elton y
Louis, Thomas Webb se merecía su par de alas. Las andanzas de Emily
quedaron en secreto por el bien de su reputación.
—Menos mal, se ha dormido —agradeció Daphne mientras se
abanicaba y abría la ventana del coche para que entrara la brisa.
—Jane también lo ha hecho —señaló Emily.
—No la culpo. Pobre mujer, no sé cuánto le paga mi padre, lo que sea
estoy segura de que no es suficiente. —La declaración de Lady Daphne
pareció exagerada ante la imagen frente a sus ojos. El pequeño estaba
acurrucado en el asiento, con la cabeza sobre el regazo de la niñera
abrazando un cojín.
—Exageran, de verdad. No es un mal niño, es algo… travieso. En su
defensa —agregó Emily—, Londres puede ser un poco aburrido para los
espíritus libres.
La carcajada de Daphne por poco despierta a los dos acompañantes.
—¡Eres ocurrente, Emily! —rio—, ¡espíritus libres! Qué forma
educada y amable de decirlo. Luego te atreves a comentar que tus modales
son torpes, creo que acabas de ser la persona más políticamente correcta
que conozco. —Emily se sumó a las risas—. Bueno, en ese caso, supongo
que los Webb nacimos para ser libres. Ya nos verás, en el campo perdemos
la compostura.
—¿Lord Webb también? —inquirió sin imaginar a Colin sin su pulida
capa de decoro. Las pocas veces que había bajado las defensas para
prestarse a un juego infantil o, en el peor de los casos, por la necesidad de
consuelo, habían bastado para robarse por completo el corazón de la
californiana. Una semana de campo sería una condena para ella, un
hechizo cual maldición de bruja que arrastraría toda su vida.
—Mi hermano es el peor de todos. Thomas, como bien has notado, no
limita su temperamento al lugar. Es igual de terrible en Londres, en el
campo o donde sea. Y yo… bueno, a mí ya me conoces, siempre una santa
—bromeó, y la invitó a sonreír con ella. La señorita Grant iba conociendo
más a Daphne y descubría que, pese al tono jocoso, hablaba en serio. Tenía
fuego en las venas y ambiciones que iban más allá de las de una dama de
buena cuna. Al igual que ella, esas ambiciones se apagaban a medida que
tomaba conciencia de lo que se esperaba de ella: que se casara con un buen
partido—. En fin, Colin vuelve a ser Colin, y pienso pasármela a lo
grande.
—¿A qué te refieres?
—Al señor Grant… —La miró con picardía.
—¡No habrás complotado con mi hermano! —Emily ahogó el quejido
—, Daphne, pensé que todo era un juego, lo de Zach y…
—Lo es, quédate tranquila. Jamás jugaría con el corazón de alguien
como tu hermano, sobre todo porque la única que saldría mal parada sería
yo. No soy tan ingenua como todo el mundo piensa… —Por un momento,
a la señorita Grant le pareció ver pena en los ojos de la muchacha. Era
cierto, la subestimaban un poco. Todos parecían quedar prendados de su
belleza y conformarse con eso, no se permitían escarbar la superficie para
ver que Daphne Webb era tan bella y valiosa por fuera como lo era por
dentro—. Colin —retomó la conversación a un terreno que ella creía
neutral, pero que era el de los temores de Emily— ama los caballos,
cabalgar, ir de camping, practicar deportes… creo que su ego se verá algo
herido.
—Eres cruel —la reprendió Emily.
—No, Em, tú eres demasiado buena y estás enceguecida. —Daphne
comprobó que Jane aún durmiera antes de continuar—: A mi hermano le
viene bien un par de golpes a la autoestima. Es vanidoso…
—No…
—Sí, lo es. Puede que con sustento, pero eso no quita que lo sea.
Además de su evidente atractivo y su magnetismo con las mujeres, es un
buen jinete, un buen deportista y un hombre infatigable. La disputa con el
señor Grant es porque tu hermano amenaza su ego… es… es complicado.
—No creo que sea complicado —lo defendió la señorita Grant—, es lo
más común entre hombres. Créeme, tengo cuatro hermanos y viven
peleando por quién es el mejor.
—No es lo mismo, Colin no quiere ser perfecto en todo, «necesita»
serlo. No se trata de probarle a padre y madre quién es el mejor, ni ganar
una disputa de hermanos. Es a sí mismo a quien desafía todo el tiempo…
creo que un par de bromas lo ayudarán a relajarse, a aceptarse tal cual es.
Sé que lo quieres, yo también lo hago. —Daphne puso su mano enguantada
sobre el antebrazo de Emily, y con ese gesto dijo todo. Le confirmó que
sabía que lo quería, y cómo lo quería. Que comprendía su corazón, que lo
lamentaba por ella—. Esto puede ser bueno para él, confía en mí.
—Está bien.
—Em… También te quiero a ti, me di cuenta enseguida de la clase de
persona que eres. Me has brindado tu amistad, y para mí vale más que todo
el oro de tu familia, me alegro de que hayas hecho lo mismo con mi
hermano…
—Daphne, ¿qué es lo que me quieres decir? Lo que en verdad quieres
decir.
—Sé que tu corazón está en juego, y no quiero que sufras, pero…
—¿Pero?
—Tienes el poder de ayudar a Colin —dijo conmovida—, lo he visto.
He visto cómo te mira, cómo te aprecia. No quiero con esto darte
ilusiones, no deseo que sufras más de lo necesario, solo… solo que cuando
estás junto a él, él es mi hermano de nuevo, y… —No pudo evitar que las
lágrimas abandonaran sus ojos. Emily la miraba sin comprender, Daphne
le estaba diciendo demasiadas cosas sin decirle nada. La forma que
hablaba de Colin era como si quisiera justificarlo, mostrarle a ella que
había un motivo detrás del accionar del hombre. La preparaba para cuando
su corazón se rompiera en mil pedazos—. Lo siento, Em… solo quiero
protegerlo.
—¿De qué? ¿De quién? ¿De mí? —Las preguntas salieron atropelladas
de sus labios. Se sentía tan dolida que era capaz de lanzarse del coche en
movimiento.
—¡No! No de ti, de Lady Anne —se apresuró a explicarse Daphne,
horrorizada por el malentendido—. Tienes el poder de ayudar a Colin a ver
quién es Lady Anne en realidad, a comprender que no todas las mujeres
son como las que él conoce, que hay personas como tú en el mundo, que
miran más allá de la apariencia o el título o el dinero. La viuda de
Merrington está obsesionada con él, despechada, es capaz de todo, de
arruinarle la vida. Está dispuesta a hacerlo miserable antes de perderlo, y
tú… —Tú estás dispuesta a todo, incluso a perderlo, para hacerlo feliz. Por
eso no dudaba en abrirle los ojos ante las heridas de Colin, allanar el
camino, para que lo sanara. Quizá jamás sería la esposa de Lord Webb,
pero no por no ser la indicada para él.
—Dudo mucho que pueda ayudar en eso.
—Ya lo has hecho. —Sin previo aviso, la abrazó y murmuró por lo
bajo, para que no la oyera—: y te ha costado el corazón.

La impronta de Lady Marion Sutcliff se veía en cada rincón de la casa


de campo. A diferencia de las que habían visto los Grant hasta el
momento, no se trataba de un edificio gris de piedra, con muros
colapsados que recordaban las épocas medievales. Todo lo contrario. Tras
el deterioro en el que había caído producto del descuido de los anteriores
condes, la remodelación fue total, y en cada detalle estaba el gusto francés
de la nueva condesa.
Las paredes beige, las ventanas altas, los marcos con molduras
delicadas y el interior con muebles estilo Luis XV, empapelados,
tapizados, cortinas y demás detalles que resaltaban el gusto por el
neoclasicismo. Era un deleite a la mirada, y para algunos ingleses, un
insulto a su arquitectura.
Las habitaciones fueron designadas por alas, y como los invitados eran
pocos, cada uno tuvo acceso a una recámara individual. Emily y Zachary
se sentían llenos de energía pese a las horas de viaje, el aire de campo, los
sonidos de las aves y el cambio de paisaje los había revigorizado. Y no
eran los únicos, los hermanos Webb estaban casi tan exaltados como ellos.
—Emily —se escuchó la voz al otro lado de la puerta de la habitación.
Una doncella había sido asignada para ella, y la muchacha se encargaba
con movimientos calmos y un andar silencioso a acomodar los vestidos de
la californiana—, ¿ya estás lista? Quiero mostrarte la casa y los
alrededores.
—Un segundo…
La señorita Grant no había desaprovechado la posibilidad que le daba la
intimidad Hampshire para cambiar su atuendo por uno menos londinense.
Tras refrescarse y cambiar la camisola, optó por un traje de día celeste
claro con bordados de pequeñas flores blancas. El miriñaque no era
necesario, bastaba con una enagua almidonada y armada con alambres solo
para abultar la cadera al andar y con eso estaba lista. Le faltaba el peinado,
que la doncella se apuró a hacer sin demasiado ornamento. Una trenza con
cintas entrelazadas que se sostenía en lo alto de la cabeza.
—Estoy, vamos. Temía que estuvieras cansada —dijo Emily al dejar la
habitación.
—No, aquí decimos que venimos a descansar, pero es una gran mentira.
A nosotros, Londres también nos aburre. —Ambas muchachas avanzaron
por el corredor. Lo de mostrarle la casa era una excusa, porque Daphne era
una pésima guía—. Eso es la biblioteca, la sala de música, el salón de
baile, el despacho… ah, allá está la sala de mi madre, la de juegos para los
niños, al lado la de enseñanza… —Ni un segundo se detenía en los
detalles, porque tenía un único destino: el exterior. Tal y como dijo
después de llevar a su amiga a la rastra, la casa solo tenía el fin de darle
cobijo si llovía, y por suerte, no lo hacía.
Estaba apenas nublado, lo suficiente como para que el sol no fuera
ardiente, algo que a los Grant no hubiese molestado, aunque sí a los Webb.
Los jardines seguían los gustos de Marion, y casi parecían una réplica en
miniatura de los del palacio de Versalles. Y más allá de los laberintos, los
setos y las fuentes, se encontraban los establos. Los mismos conservaban
la piedra gris, las vigas de madera y los techos de tejas y paja.
—Ven —insistió Daphne—, te apuesto lo que quieras que
encontraremos a Colin allí. Ama a sus caballos. Las cuadras son su
capricho personal…
—Oh, podría ser un interesante punto en común con Zach, también ama
los caballos.
—O un punto de competencia… ¿Quién crees que sepa más sobre
ellos? —preguntó la joven lady con picardía, y Emily puso los ojos en
blanco. No le gustaba para nada esa jugarreta, creía que Colin tenía todo el
derecho del mundo a disfrutar de sus atributos… así estos fueran tantos
que dejaran a los demás como meros mortales sin habilidades.
—Daphne… —la reprendió antes de llegar—, ¿no estarás llevando esto
demasiado lejos?
—¡No!, es solo un juego. Además, uno que te vendrá bien a ti también.
—Le guiñó el ojo—. Ya verás cómo un par de defectos de carácter, bien
resaltados, te ayudan a ver que mi hermano no es como tú crees.
—No deberías ser tan franca. —Emily compuso un gesto de severidad
que acompañaba a las palabras. Lady Webb largó una risotada impropia en
ella.
—¡Hemos cometido un error! ¡Nos equivocamos de americana!
¡Hemos invitado a la señorita Madison! —La exageración hizo a la
californiana reír a carcajadas. Era cierto, sonaba como Cameron y todas
sus normas de decoro. De todos modos, quería insistir en que no era de
buena educación remarcarle a una muchacha enamorada que su estado la
llevaba a la ceguera combinada con una dosis de estupidez. Incluso cuando
se hacía con la mejor de las intenciones.
Llegaron a los establos, y Emily agradeció no haber apostado, pues allí
estaban Colin y Zachary. El señor Grant intentaba contener su expresión de
deleite y admiración, pero ella, que lo conocía, podía leerlo en sus ojos
claros. Las cuadras de los Sutcliff eran preciosas, con unos animales
bellos, variados, tan cuidados que sus pelajes brillaban incluso a la escasa
luz de las caballerizas. Había animales de tiraje, musculosos, fuertes, de
lomos anchos y patas pesadas… otros eran de montura, dóciles, ágiles,
flexibles. También estaban aquellos de carrera, ligeros, estilizados… y, por
sobre encima de todos, un semental árabe que ambos hombres
contemplaban entre la devoción y el miedo.
—Si supiera de caballos, milord, no se hubiera dejado embaucar —lo
pinchaba Zachary, y Emily quiso intervenir, decirle a Colin que no le
hiciera caso, que su hermano hablaba de la más pura envidia.
—Es un animal magnífico —se defendió el aludido.
—E indomable, ¿lo ha podido montar alguien?
—No, nadie —se lamentó Webb—, ni el jefe de cuadras, ni el
entrenador, ni siquiera el mejor jockey de Londres pudo con él. De todos
modos… —Había afecto en la voz del hombre, y Emily se deleitó de la
forma cariñosa con la que hablaba del animal—, debía ser mío. Detesto
que no pueda correr, ser libre… no es justo para Jafar.
—Yo estoy seguro de que mi entrenador sí podría con él. Si me lo
vendes…
—Zach… —interrumpió Emily en ese momento. Su hermano podía ser
un verdadero embaucador cuando quería algo, y la avaricia se leía en sus
ojos al contemplar al caballo árabe.
—No te… se preocupe, señorita Grant, su hermano ya no me engaña
con sus jueguitos. —Detrás de esa confesión, a espaldas de Webb, Zachary
alzaba las cejas en un gesto lleno de picardía, uno que decía a las claras
que sí sabía cómo seguir molestando al lord, aunque lo del caballo hubiera
sido disparar al vacío. Y sin querer, Colin se lo había servido en bandeja al
caer en el tuteo accidental, algo que, aunque se apuró a corregir, fue oído
por el californiano y Daphne.
—Quizá debieras hacerle caso, Colin —intervino Daphne—, parece que
el señor Grant conoce más de caballos que tú. —La incredulidad se hizo
presente en las facciones de Lord Webb.
—Lo dudo, Daphne. Sabes que aprendí a montar antes que a caminar…
—Bueno, bueno… pero ambos sabemos que ha montado siempre
caballos dóciles, entrenados por otros. Jafar es un claro ejemplo…
—¡Jafar es especial!
—Milord… dijo que mi hermano ya no lo engañaba… —musitó Emily,
y se llevó un codazo de Daphne en las costillas. La joven lady deseaba el
desenlace de la disputa.
—Esto no es un engaño, es una falacia.
—Probémoslo —insistió Zachary—, elijamos monturas y corramos una
carrera.
—¡De ninguna manera me prestaría a un juego tan desleal! —se opuso
Colin con rotundidad. Tan confiado de que le ganaría a Grant que hasta
Emily tuvo que cerrar los labios.
—¿Desleal?
—Son mis caballos, yo los conozco, sé cuál es el mejor para una
carrera. Además, soy más liviano…
—Flacucho, sí —coincidió Zachary, consiguiendo que Lord Webb se
pusiera rojo por la ira. Y por algo más; en un instante buscó con la mirada
a Emily, y la muchacha lo supo. El corazón le galopó en el pecho a una
velocidad que ganaría cualquier carrera. Colin estaba avergonzado y temía
perder. Daphne creía que era vanidad, y sin embargo era otra cosa, era el
miedo a quedar en ridículo ante los ojos de la señorita Grant. Deseaba
impresionarla, aún le dolía que lo hubieran tratado de blando, ahora
Zachary insinuaba que era un mimado y estaba a segundos de quedar como
un cobarde. Y todo frente a ella.
—Está bien, corramos —accedió.
—Si gano, ¿puedo comprar su semental?
—No se pase, Grant, no se pase. —Colin se alejó furibundo en busca de
Ágape, su corcel ligero y el que mejor se adaptaba a las andanzas del lord
—. Elige el que quieras para correr, si ganas, te permitiré intentar con
Jafar. Solo intentar… y si consigues domarlo, te lo obsequio.
Emily se tapó la boca con la mano. Daphne también. Zachary sonrió
satisfecho. Ya le enseñaría a ese blandito cómo se trataba a un animal.

Una vez más, gracias a la sugerencia de Daphne, aceptada con


satisfacción por Zachary, la comparación entre ingleses y americanos
volvió a coronar el motivo de la competencia.
—Ven aquí, muchacho... —le susurró al caballo de origen americano
que había elegido de entre todos los bellos ejemplares—. Demostremos
qué sangre corre por nuestras venas.
—¿Estás seguro, Grant? —Colin no quería quedar en obvia ventaja, le
pareció correcto ponerlo en aviso, estaba eligiendo un caballo de tiraje—.
Ese caballo ha tenido menos carreras que Daphne.
—No me extraña... —balbuceó al tiempo que lo montaba—, se ve que
es común en ustedes no apreciar lo bueno, ni siquiera cuando lo tienen
delante de sus narices.
El mensaje fue simple y directo. Colin, sin poder evitarlo, guio los ojos
a los de Emily. Ella huyó de ellos.
Para el joven Grant, los sentimientos de su hermana en torno a Colin
Webb tampoco pasaban desapercibidos. ¡Pero si hasta un ciego podría
verlos! Él único que no lo hacía era él, o se hacía el idiota al respecto,
porque estaba claro que siempre, de una u otra manera, recurría a su
hermana bajo cualquier excusa. Entonces... ¿cuál era su maldito juego? No
tenía nada personal contra el joven lord, no lo culpaba por su esnobismo,
ni siquiera tenía verdaderas intenciones de compararse a él, lo que hacía
era por puro aburrimiento, aunque ahora el matiz era otro, uno que
cambiaba con el viento. Presentía que regresarían a américa con una Emily
incompleta, sí, su hermana estaba echando raíces ahí, a los pies de Colin
Webb.
No podía golpearlo, todavía no tenía una justificación para tal acto
barbárico, pero la oportunidad llegaría, por desgracia lo haría. Mientras
tanto, le quedaba eso... ganarle en su propio terreno, debilitar su maldita
autoestima, asegurar que su intacto corazón se rompiera por otro tipo de
sentimientos.
Desde las caballerizas podía trazarse solo una línea de carrera sin
obstáculos en el medio y con un sendero óptimo para la cabalgata.
—Ida y vuelta, el límite: la arboleda sureste. —Colin fue breve con las
indicaciones—. ¿Entendido?
—Claro como el agua.
Se aferraron a las riendas, y a la cuenta de tres efectuada por Daphne,
espolearon a los caballos, y salieron al trote.
—Acabo de caer en cuenta que aquí nos falta Vanessa —confesó
Daphne motivada al ver que Zach iba a la cabeza.
—¿Vanessa?
—Sí, de seguro coordinaría las apuestas —dijo llevándose la mano a la
frente para cubrir sus ojos del efecto de la resolana.
—Si hubiese sabido que mi estadía en Londres se iba a resumir en
apuestas y competencias, me hubiese quedado en mi hogar.
Las figuras de Colin y Zach se perdieron al final del camino al doblar
por el sendero rumbo al este.
—Señorita Grant, esa es justamente la intención, hacerla sentir a usted
en casa...
—Y fastidiar a Colin —agregó Emily.
—¡Dos pájaros de un tiro! ¡No te parece maravilloso! —Buscó el brazo
de Emily para atraerla hacia ella—. Ven aquí, dime... ¿quién crees que
gane?
—Depende —masculló resignada.
—¿Depende de qué?
—De cuánta trampa pueda hacer Zach.
Daphne palmeó con frenetismo, se adelantaba al festejo. La lealtad y el
honor eran siempre las piedras en el camino de su hermano. Colin debía
hacer todo según el protocolo, respetar las normas... como el resto de la
nobleza. ¡Vaya pelmazos!
—¿Crees que podrá montar a Jafar?
La idea que su hermano perdiese su posesión más sagrada no era de su
completo agrado, esa parte de la apuesta se le había escapado de las manos
y había quedado en las del ego de Colin.
—Puede que sí. —Con eso no estaba mintiendo, se dijo Emily, solo
proyectando una posibilidad que ella, reconocía, no tenía mucho sentido.
Pero le venía bien a la joven Daphne una dosis de culpa y remordimiento.
—¡Maldición! —resopló la muchacha.
—¡Pues entonces, no deberías haberlos empujado a este infantil juego!
—acusó la californiana.
—No, no maldición por eso... —señaló a lo lejos—, sino por eso.
La figura de Colin y su corcel se distinguieron a lo lejos sin señal
alguna de Zachary. Emily sonrió. Existían medidas disciplinarias entre
hermanos, ella lo sabía en primera persona, sin embargo, encarrilar a un
ser querido nada tenía que ver con lo que ahí estaba sucediendo. Quiso
palmear como Daphne lo hizo segundos atrás, no pudo, es más, su sonrisa
se desfiguró.
—¡Maldición! —gruñó.
Mientras Colin había optado por el sendero cuidado, perfecto para una
carrera sin problemas; Zach, con intenciones de ganar ventaja, había
cortado camino sin importar el vallado que se interponía entre él y su
meta.
Hizo un salto perfecto, atravesó la pista de entrenamiento de caballos, y
volvió a realizar otro inmaculado salto que lo llevó directo al sendero
principal, unos cuantos metros adelante de Colin.
—¡A esto le llamo yo auténtica sangre americana, milord! —se burló.
La furia hizo que Lord Webb se detuviera en seco. No avalaría esa
jugarreta. No continuaría esa carrera.
Daphne daba saltitos a la espera del arribo final, sacó su pañuelo para
utilizarlo como bandera de llegada. Zachary lo arrancó de su mano y
continuó a ritmo de cabalgata hasta llegar a las caballerizas. Una vez
disminuido el ritmo, se detuvo a la espera de su contrincante.
—Estoy comprobando que los ingleses no son buenos perdedores. ¿No,
Em? —la provocó. El malhumor en su hermana era compartido con el
joven Lord.
—¡Cállate, quieres! —resopló ella conteniendo la ira.
—No, no quiero —dijo apoyando uno de sus codos sobre la montura.
Luego le guiñó un ojo a Daphne—. Solo quiero mi caballo. ¿Ha oído,
milord? —alzó la voz. Colin se acercaba a trote suave.
—Ni en tus sueños, maldito tramposo. —Cuando estuvo a un par de
metros de él, de un salto se bajó del corcel.
—¿Trampa? ¡Deliras, Webb! ¿Llegamos a la arboleda, sí o no?
A Colin le hubiese encantado poder negarlo. Se mordió los labios y
dejó escapar la respuesta:
—Sí.
—Y el punto de salida y llegada es este mismo, ¿no? —señaló el
alrededor.
—Sí...
—Entonces, ¿dime dónde está la condenada trampa? —Zachary fue en
busca del veredicto de las mujeres presentes.
El planteo de Zachary era perfecto, había ganado, y a Emily le resultaba
imposible salir en defensa de Colin. El silencio fue su mejor amigo, no
opinaría.
—Tiene razón, Colin —Daphne se esbozó como jurado—. El hecho de
que tú hayas elegido el camino más adecuado no convierte al señor Grant
en tramposo... sino en un... —apretujó los labios para no decirlo, Emily la
devoraba con la mirada.
—Termina lo que estabas diciendo, Daphne —le demandó Colin, su ego
ya estaba herido, qué más podría ocurrir—. Sino en un ... ¿qué?
—En un hombre arriesgado... decidido.
Ese mensaje también llegó claro y alto a destino. Tomando las riendas
del corcel, se encaminó a las caballerizas.
—Pues veamos que tan arriesgado eres ahora. —Se detuvo frente a
Zachary, este descendió de la montura para igualarlo en verticalidad.
—Jafar, ¿no? ¿Ese es el nombre del caballo? —Colin asintió en silencio
—. Cuando sea mío voy a volverlo a bautizar, lo llamaré Colin... en tu
honor.
—Primero tienes que domarlo. —La ira enrojeció su rostro y le hizo
latir las mejillas.
—Podríamos dejar eso para otro momento, está atardeciendo —sugirió
Emily.
—¡No! —reaccionaron los dos.
La testosterona rasgaba la tierra, el aire en torno a ellos se hizo
irrespirable. Hasta la expresión alegre y relajada de Daphne se vio atacada
por el brío contenido de esos dos.
—Después de usted, señor Grant.
—Por favor, el lord aquí es usted...
Emily resopló fastidiada, esos dos no tenían cura alguna. Debatirían
sobre quién entraba primero hasta horas de la madrugada. Entrelazó su
brazo al de Daphne y la guio hacia el interior de la instalación.
—Terminemos con esto de una vez... —dijo haciendo lugar para los
cuerpos de ambas entre ellos—. ¡Zach, muévete! —Y eso fue una orden
que el joven Grant cumplió de inmediato. Fue tras los pasos de su
hermana.
El malhumor de Colin descendió un peldaño, las extrañas formas de
carácter de Emily, esas que salían a la luz de manera inesperada, no
hicieron más que tentarlo a sonreír. La amarga sensación de perder a Jafar
dejó de quemarle la garganta, y no porque estaba seguro de que no
sucedería, sino porque acababa de comprender que la única sensación de
pérdida que lo agobiaba tenía nombre de mujer.

La indocilidad de Jafar fue comprobada por Zachary, patadas, cabeceos


violentos, inclusive...
—¡Me ha mordido! ¡El desgraciado me ha mordido!
El resguardo de la bota había evitado que los dientes del animal se
incrustaran en la pantorrilla de Zach.
—Ah, cierto, me olvidé de ese detalle. —El mal trago de la carrera
quedó en el olvido para darle lugar al nuevo espectáculo. ¡Por fin alguien
le daba su merecido al mequetrefe americano! Colin gozaba sin vergüenza
—. Es indomable y un tanto salvaje, cuando alguien no le agrada...
muerde. ¿Suficiente ya?
—No, la tercera es la vencida —reclamó Zach con la respiración
entrecortada por la extrema agitación.
—No te lo preguntaba a ti, sino a Jafar —se burló.
Las risas de Daphne y Emily no se hicieron esperar. El ego le hacía de
nuevo compañía a Colin y junto a él, recuperaba su común lugar de
victoria.
—Ponle punto final a esto, Zachary, podrías salir lastimado. —Emily
quiso hacerlo desistir, su bienestar físico estaba en juego.
—Tarde para eso, Em... si va a doler, que valga la pena, ¿no?
Zachary se dispuso a un intento más, se alejó del caballo para que este
se tranquilizara. El animal recorrió de un lado al otro el corral circular de
entrenamiento. Por fuera del mismo, se encontraban los espectadores. A
Colin, Emily y Daphne, se le sumaron Ezra, el jefe de cuadras, y sus
ayudantes, Jud y Hunter. Todos y cada uno de ellos habían sufrido las
consecuencias de enfrentarse a Jafar, y estaban deseosos de verlas en la
siguiente víctima.
—Vamos, tú y yo, muchacho... —Zach utilizó la estrategia de la
comunicación—. Tú y yo bajo el cielo del desierto californiano, ¿qué me
dices, eh? Puedo verlo, muchacho, no perteneces aquí.
La calma tomó el control sobre el animal, Zach avanzó a paso lento. Lo
hizo de frente para que el semental pudiera ver sus movimientos. Le
acarició el cuello con muy buenos resultados, y extendió el gesto hasta su
abdomen.
—Eso es, muchacho... tú y yo —le susurró.
La inesperada reacción del caballo dejó a todos sin habla. ¿Acaso iba a
suceder? Colin lo había dicho, Jafar era caballo de un solo jinete, uno que
todavía no había encontrado. Si Zachary Grant lo era, lo aceptaría; para el
joven Webb el bienestar del animal primaba por sobre todo. Si el cielo del
desierto californiano era el boleto hacia su libertad, él mismo lo pondría
en un barco rumbo al otro lado del mundo.
Las manos de Zach se aferraron al fuste, encajó la bota izquierda en el
estribo, y con un suave envión consiguió montarlo. No se movió, casi no
respiró, y cuando se sintió confiado, se vanaglorió:
—Ey, Webb... ¿Qué me dices?
—Dijimos «domarlo», no «montarlo». —Él había conseguido esa
victoria una vez en el pasado. Contó los segundos hasta el desenlace,
saboreando las risas de antemano.
—Pues, que así sea...
Tomó las riendas, y ni bien estas se movieron sobre el cuello del
animal, reaccionó con violencia alzándose en dos patas. Zachary impactó
de espaldas contra el suelo, el golpe fue tan fuerte que hasta podría decirse
que el suelo vibró. Como si con eso no bastara, el caballo encestó una
patada trasera, más molesta que violenta, en el rostro del joven Grant a
modo de despedida.
—¡Zach! —gritó Emily al tiempo que se colaba por entre las vallas
para correr en dirección a su hermano.
—¡Emily! —Colin también gritó. Jafar parecía endemoniado, iba a
trote frenético alrededor del gran corral, y parecía dispuesto a llevarla
consigo— ¡Ezra!
Colin y el jefe de cuadras se lanzaron al interior del corral, intentaron
cerrarle el paso al animal sin buenos resultados, al contrario, el
nerviosismo se intensificó.
Emily se detuvo en el centro de la arena, no era la primera vez que
estaba ante caballos salvajes. Jafar, embravecido como estaba, corrió
directo a ella.
—¡Detente! —le ordenó utilizando la palma de su mano como señal de
alto.
Y así lo hizo, a un par de centímetros de su nariz.
La anécdota de cómo la muchacha americana consiguió lo que ningún
otro hombre pudo circuló por todos los terrenos Sutcliff, inclusive llegó
hasta los territorios vecinos. Para la madrugada, el nombre de Emily Grant
ya era conocido en todo el condado, al igual que Jafar.
CAPÍTULO 8

Un ojo morado, una herida en la ceja izquierda, un intenso dolor de


espalda y la mejor de las ideas:
—Em, tenemos que proponer la misma apuesta, pero en vez de domarlo
yo, lo haces tú... ¿qué me dices?
Un día de reposo, solo eso podía tolerar el cuerpo de Zachary, su
genética no le permitía el ocio ni el descanso excesivo, porque cuando lo
hacía, su mente trazaba planes y posibilidades.
—Una tontería, eso me parece —acusó mientras le colocaba un
preparado de hierbas en la herida. El corte era pequeño pero profundo, y
los movimientos faciales tendían a provocar su apertura—. Quédate quieto
—dijo con intención de finalizar la tarea—. Mira lo que tus infantiles
apuestas han logrado... tienen que dar terminado esto. ¿me oíste? Tú y
Daphne.
—¡Dios santo, Em... pareces madre! —protestó.
—No me queda más alternativa que actuar como ella, está enojada
contigo.
En verdad lo estaba, por eso había dispensado los cuidados de su hijo en
Emily. Lady Sutcliff, aunque su hijo no hubiese sufrido desgracia alguna,
compartía la postura con la señora Grant. Si se comportaban como niños,
recibirían el trato de niños.
—Bah... exagera.
—Te podrías haber roto una costilla, Zach. —Se sentía en la obligación
de hacer propio el enojo de su madre.
—¡Ya me las he roto todas, y mírame... aquí sigo!
—Eres de no creer —refunfuñó dando por terminada la labor. Le
entregó una taza de té humeante—. Ten, bebe.
Él olfateó la bebida con desgano. El perfume no era para nada
prometedor, era un preparado de hierbas para combatir la inflamación y el
dolor.
—Prefiero no hacerlo.
—Y yo preferiría muchas otras cosas... sin embargo…
—Calla de una vez, cuando te pones quejosa, me recuerdas a la abuela
—dijo bebiendo de un sorbo el preparado.
—Ahora descansa. —Se dispuso a abandonar la habitación.
—No quiero descansar —rebatió como lo que en el fondo era, un niño
caprichoso que siempre se salía con la suya.
—En realidad no es una sugerencia... —Enarcó las cejas para recordarle
que eso era una orden de Sandra.
Estaba a unos años de la treintena y su madre lo ponía en penitencia.
¡Vaya locura!
—¿Y Webb? —Si él caía en tal brutal reprimenda materna, exigía lo
mismo para el joven lord de la casa.
—Lord Webb —utilizó esa expresión formal para borrarle esa
costumbre de tuteo despectivo—, goza de plena libertad...
—¡Maldito! —gruñó por lo bajo Zach.
—Pero tiene prohibido acercarse a las caballerizas —agregó para darle
algo de satisfacción. Él sonrió—. Ahora, repito... descansa.
El cruel destino de Colin, combinado con la magistral idea de Zach,
llevaron a Emily a un lugar específico:
—Ezra... —Lo llamó desde la puerta principal del establo, no quería
interrumpir el trabajo de los empleados ni comprometer al hombre.
—Diga, señorita. —La presencia solitaria de la muchacha lo
desconcertó, recorrió con la mirada los alrededores en busca de la
esperada compañía. No la halló—. No es correcto que ande sola, señorita...
—He venido sola porque deseo hablar con usted en confidencia —lo
interrumpió antes de que le obsequiara algún discurso sobre seguridad
para jóvenes damas. Ezra frunció el ceño, y ella completó la información
—. Se trata de Jafar.
—¿Qué hay con él, señorita?
—Me gustaría intentar... montarlo.
Era una amazona, Ezra reconocía a una cuando la veía, no le sorprendió
en lo absoluto que fuera americana, por esos lares no solían verse este tipo
de espíritus femeninos.
—Lo siento, no… no va a ser posible.
—¿Por qué? —No estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta. Puso
su mejor cara de dulce niña.
—Lord Sutcliff me ha pedido que aparte al animal hasta que se
marchen. —Demás estaba decir que se refería a Arthur, no a Colin—. No
desea más episodios como el del otro día.
—Y yo tampoco, por eso estoy aquí, Ezra. —Lo tuteó para generar un
vínculo de mayor confianza —. Creo que tengo una posibilidad con él,
solo requiero de tiempo... eso es todo. ¿Crees que puedas ayudarme con
ese tiempo, Ezra?
Comprendía lo que la jovencita le pedía: romper las reglas.
—No lo sé —dudó, el bienestar del caballo también le importaba—.
Puede lastimarse.
—Y también puedo no hacerlo... me crie en un rancho, Ezra, mi
compañero de cuna fue un potrillo, sé lo que hago —exageró, el hombre
estaba a un paso de la entrega.
El silencio de Ezra se transformó en su verdugo. Había ido preparada
para la negativa, por eso tenía un plan de respaldo.
—He estado hablando con Joyce... —Los ojos de Ezra brillaron, era una
de las doncellas de la casa—, me ha contado que le propusiste matrimonio,
y aceptó.
—Sí, señorita. —Rememorar el hecho lo hizo sonreír.
—También me comentó que todavía no contaba con un anillo de
compromiso...
La pena vistió el rostro de Ezra, no contaba con el dinero para ello.
Emily hurgó bajo el cinto de tela de su falda, había escondido ahí el anillo
de diamante rosa, no pensaba lucirlo jamás, le recordaba a Lady Anne y su
desprecio. Lo exhibió ante el hombre.
—Por eso me tomé el atrevimiento de traer este como obsequio.
Los ojos de Ezra volvieron a brillar, la piedra refulgía gracias a los
últimos rayos del atardecer.
—No, no, no… no pudo aceptarlo. ¡No, de ninguna manera!
—Puedes y debes, por Joyce... y por Jafar. ¿Qué me dices, Ezra? —
preguntó colocando el anillo en la mano del hombre—, ¿Podemos
mantener esto en secreto?
Era solo un secreto, uno que haría feliz a tres: Joyce, Jafar... y a su
amado Colin webb.

***
El partido de criquet entre Zachary y Colin terminó en otra desastrosa
victoria del americano, que alteraba las reglas, el terreno, las jugadas con
Daphne como aliada. Emily podía con eso, claro que sí. Estaba
acostumbrada a las alianzas entre hermanos, a las tretas, y a saber cuándo
poner el orgullo de lado. Quizá Lady Webb tuviera una cuota de razón, a
Colin le venía bien aceptar que podía ser vencido de vez en cuando y que
eso no le quitaba valor. Sin embargo, había algo que le estrujaba el
corazón y le despertaba la mayor de las empatías, y era que Zach llevaba
los juegos al terreno americano, a las formas del rancho y menospreciaba
los valores que Webb representaba. Lo hacía en broma, por supuesto, pero
ella conocía el impacto.
Era lo mismo que le había sucedido al llegar al puerto de Londres y
encontrarse con que todos sus atributos no servían de nada, que sus
dieciocho años de educación, tan útil para un rancho, allí la marginaban. Y
cuando eso había pasado, solo una persona se había prestado a ayudarla a
recuperar su perdida autoestima, y ese alguien hoy tragaba amargas
cucharadas del mismo veneno. Su lado justiciero salió a flote. Eso
combinado con el más dulce de los cariños, para qué negarlo. Adoraba
todo de Colin Webb, el suelo que pisaba, el aire que respiraba, el sol que lo
bañaba. Hasta el enojo, la frustración y el pudor que le teñía las mejillas
de rojo, o convertía esa boca llena, hecha para besar, en una delgada línea
tensa. Y por encima de todo eso, adoraba la búsqueda que hacía de ella
cuando necesitaba recomponerse.
Era el momento más hermoso de su día. No podían dejar las formas, de
modo que Colin la buscaba en las terrazas, donde Lady Marion, Sandra y
Faith tomaban el té, bordaban y conversaban de manera amena. Allí, a la
vista de las matronas, pero lejos de sus oídos, Lord Webb se desahogaba
con Emily. Sin quejas, sin lamentos, solo compartir algunas palabras que
no estuvieran llenas de desafío, de pujas. Hasta hablar del clima se sentía
bien con ella, tópico que le divertía porque la señorita Grant detestaba y
hacía observaciones ridículas.
—¡Que increíble el clima! —dijo esa tarde, mientras compartían una
limonada. Zachary había partido con Lord Sutcliff a recorrer las
inmediaciones, y Daphne se había recluido, sin querer admitir que la
energía americana la agotaba—. Hoy me pareció ver una marmota en las
nubes.
Colin largó una carcajada. Era cierto, no existía tema más vacío que el
tiempo para hablar, y se sorprendía de hallarlo refrescante cuando estaba
con ella.
—Oh, es que es la temporada de marmotas en el cielo, señorita Grant.
Cuando decimos que en Inglaterra tenemos todos los climas, incluimos
ese. —En esa ocasión, fue el turno de Emily de reír. Le gustaba demasiado
esa versión de Colin Webb, oh, para qué mentir, le gustaba él siempre.
Solo que le parecía que esos momentos, en que se hallaba relajado, le
pertenecían a ella. Quizá no fuese capaz de despertar pasiones en los
hombres, pero con él se sentía conforme al darle un refugio.
Algo en la charla con Daphne en el carruaje le decía que eso era lo que
ese hermoso dandi necesitaba, y ella no podía negarle nada.
Thomas revoloteaba por los jardines con Chelsea. El pequeño era un
diablito con forma de ángel, y la niña lo seguía en todos sus juegos,
incluso en los peligrosos.
—Thomas —lo reprendió Colin desde la distancia—, ni se te ocurra.
Emily rio. Podían ver la escena frente a sus ojos, el pequeño lord
desafiaba a su amiga a treparse a la rama más alta de un roble.
—No pasa nada —desestimó el niño.
—Sí pasa, pueden caer.
—No caeremos, sé trepar —se defendió Thomas, con sus ojitos
brillantes y las mejillas sonrosadas. Colin no podía verlo, pero para Emily
era evidente. Ambos se parecían, y sin quererlo, su hermano acababa de
reprenderlo frente a su amiga, a quien siempre quería impresionar, y,
encima, lo había desafiado. Ahora el niño Webb no descansaría hasta
subirse a la rama del roble.
—Es cierto, Tomy —se preocupó Chelsea—, puedes caer, y… —La
niña palideció ante la idea de que su amigo se lastimara. Emily se sintió
enternecida, y no le quedó más remedio que salir al rescate de la situación.
—Estoy segura de que sí puedes, Thomas —le dijo—, aunque es cierto
que es la rama más alta que he visto. Mi hermano Elton una vez se subió a
una casi tan alta… ¡oh, no!, bueno… mejor dejemos eso ahí. Seguro que a
ti te sale mejor.
La curiosidad del niño se fijó en Emily.
—¿Qué ocurrió con Elton?
—Oh, nada importante, además mi hermano Elton siempre fue algo
torpe… bueno, en realidad es el mejor trepador de California, pero eso no
quita que un día malo lo tenga cualquiera. —La señorita Grant seguía
dando vueltas a su anécdota, y Colin intentaba no reír para no romper el
impacto. Thomas comenzaba a replantearse que quizá, subir a la rama más
alta podría no ser una buena idea.
—Es cierto —intervino Lord Webb—, puede que los californianos nos
ganen en estas andanzas, pero eso no quiere decir que sean los mejores en
todo. Quizá Thomas sea mejor trepador.
—Sin duda —coincidió Emily—, así que, Thomas, solo pon atención
cuando pises la rama para que no te pase lo que a él, y estoy convencida de
que todo irá bien.
—Pero no me has dicho qué le pasó —se quejó el niño.
—Se cayó —comentó la señorita Grant—, nada grave, solo se quebró
una pierna, ahora apenas se le nota la cojera, a veces tiene que usar el
bastón. Y la recuperación fue rápida, catorce meses de reposo en cama.
¡Fue muy positivo!, mejoró todas las calificaciones en sus estudios, como
no podía hacer otra cosa que leer…
—Chelsea… —cambió de tema el niño de manera abrupta—, vayamos
a pescar ranas.
—¡No te atrevas a lanzármelas como hiciste la última vez!
—No, se las lanzaremos a Daphne. Ven…
Y sin más, los niños dejaron la terraza.
—Me he quedado con la intriga —comentó Colin, cuando quedaron a
solas—, ¿qué le sucedió al pobre Elton? —Ambos rompieron en risas, a
sabiendas que la historia era por demás de falsa.
—Hubiera usado a Zach, así podías divertirte tú también, pero Thomas
notaría que no renguea y perdería el impacto.
—Se te dan bien los niños… —observó Lord Webb y la miró con
intensidad. Las mejillas de Emily ardieron de inmediato, la voz del
hombre transmitía admiración y un profundo anhelo difícil de dilucidar.
—Hay muchos en mi familia, somos numerosos, cada generación saca
un mínimo de cuatro… una se acostumbra. —No sabía qué contestar, los
ojos de Colin seguían fijos en ella. Emily podía jurar que algo acuosos y la
llamaban a esas profundidades por siempre.
—Serás buena madre. —Tras ello, se puso de pie para dejar la terraza.
La señorita Grant no entendía la declaración de Webb, ¿a qué había venido
todo aquello?
Colin necesitaba poner distancia, Emily lo destruía para volverlo a
construir. Una y otra vez, y su corazón ya no lo soportaba. La escena de
recién con Thomas le recordaba que ella no era una mujer para él, que si la
quería… ¡oh, Dios, sí que la quería!, entonces debía alejarse, permitirle
ser feliz, formar una familia hermosa. Él lo sabía, incluso en esos
matrimonios concertados, por intereses y contactos, se podía hallar la
felicidad. Solo debía encontrar al indicado para la señorita Grant, y
hacerse a un lado. Ambas cosas parecían una odisea: no había hombre a la
altura de Emily y dejarla ir le costaría la vida.

***

Emily durmió apenas un par de horas esa noche. Las palabras de Colin
se repetían como un eco en su mente, y, sin desearlo, creaban sueños,
esperanzas y anhelos. Lo había visto en sus ojos, en la forma llena de
cariño con que la miraban, y en sus dichos: «serás una buena madre».
Debía reconocerlo, pese a que, al parecer, casarse y ser madre era el
destino de las mujeres, ella no lo había contemplado jamás. Le gustaban
los niños y, como bien había dicho Webb, se le daban de maravillas. Pero
eran sobrinos, primos, vecinos, los hijos del capataz, de los peones, de los
socios de su padre. ¿Propios?
No se negaba a eso, no. Solo que quería vivirlo como un anhelo y no
como una imposición. Formar una familia significaba para ella más que
nueve meses de embarazo, se trataba del hombre indicado, de la decisión
correcta y de formar una sólida unión que pudiera enfrentarlo todo.
¿Cuántos integrantes? No importaba, los que Dios quisiera.
Llevaba un par de meses desde que conocía a Colin, desde que había
posado los ojos en él, se había petrificado y supo que jamás sería suyo.
Entonces, ¿por qué le había dicho eso? ¿por qué resaltaría en ella un
atributo que la haría «buena esposa»?
Mentirse era en vano, su corazón se lo impedía. Amaba a Colin Webb y
comenzaba a tejer ilusiones en torno a él.
—Buenos días, señorita —la saludó la doncella. La mujer asignada era
amable, y se había percatado de que la joven Grant era madrugadora, por
lo que llegaba a la recámara al alba—. ¿Quiere desayunar aquí?
—No, esperaré.
La ayudó a refrescarse, y a vestir un traje de día.
—Me pondré ese —señaló Emily una de las confecciones de Rebecca
Deen, un traje liviano, de muselina verde jade y crema, con un delicado
estampado cual acuarelas que formaban calas en la tela. La elección no
perseguía solo el fin de la vanidad, aunque fuera uno de los vestidos que
mejor le quedaba; la comodidad era el objetivo. La falda le permitía
reemplazar el miriñaque por una enagua almidonada, que tenía un extra de
capas en la cadera, y el corsé era completo, hasta los pechos, que los
elevaba y les impedía que se movieran producto de la gravedad.
Estaba algo cansada, por las pocas horas de sueño y por sus actividades
secretas, pero no impediría que ese agotamiento se interpusiera en su
determinación. Menos después de la tarde de ayer junto a Colin.
—Se encuentra radiante, señorita —convino la doncella—, ¿puedo
sugerirle algo?
—Sí.
—Permítame hacer un recogido simple y decorarlo con flores
naturales… sé que usted tiene muchas cosas bonitas, pero…
—Las flores quedarán muy bien, gracias, Sue. —La doncella se marchó
y regresó de inmediato con un ramillete de pequeñas paniculatas y
crisantemos que colocó entre las dos trenzas que armaban un moño en lo
alto de la coronilla de Emily. Lucía como una ninfa, y así se sentía.
Segura, confiada… enamorada.
Bajó a desayunar con una sonrisa, que permaneció allí cuando Colin se
hizo presente y se petrificó en el umbral ante la imagen de Emily. Ya no
dudaba de su belleza, hasta había sabido verla cuando estaba cubierta de
joyas que le opacaban el brillo natural. Sin embargo, la muchacha que ahí
relucía solo para él era otra señorita Grant, era la joven californiana, el
verdadero tesoro descubierto en las minas del oeste americano. Le
devolvió la sonrisa, y avanzó firme hacia ella recordando que él no era
tímido ni inexperto en temas femeninos.
—Buenos días, señorita Grant. Luce despampanante.
—Muchas gracias, milord.
—¿No me devuelves el cumplido? —bromeó él mientras se servía té.
Aprovechó que se encontraban casi a solas, su padre leía el diario en una
mesa a unos metros de ellos, para volver al tuteo—. ¿Acaso he perdido mi
encanto? —Simuló buscar su reflejo en el vidrio, y Emily rio de buena
gana.
—No es eso, es la falta de contraste, Colin —dijo con franqueza—. Si
siempre te ves bien, nos dejas sin poder remarcar el cambio. Sirve tu té, y
deja de vanidades. Por cierto, la leche está en la otra mesa, al parecer hay
un gato ladrón en las inmediaciones…
—Oh, el gato de Ezra. Es ladrón y arisco, pero bueno para combatir las
plagas. —El animal se había robado parte del desayuno y ahora dormía la
siesta bajo los primeros rayos de sol. Colin buscó la leche para su té, y se
preguntó cuándo habían llegado a conocerse tanto con Emily como para
saber sus preferencias. Era la segunda vez que la muchacha se adelantaba a
sus necesidades, con el coñac y ahora con la forma en que bebía su
desayuno. ¿Y él?... Él también la conocía, por eso había aclarado al ama de
llaves que tuviera siempre café, porque la señorita Grant lo prefería,
también con un poco de nata, y que a veces optaba por repetir la infusión
fuera de hora, cuando sentía que las energías menguaban.
Lo lógico sería que fuera junto a Arthur, que compartiera las noticias de
The Time para embeberse de las tareas que le tocarían en unos años. La
vida de los lores era ociosa debido a eso, a que solo el portador del título
tenía responsabilidades y los demás vagaban por la vida a la espera de la
muerte de un pariente. En lugar de acercarse al conde, optó por regresar en
compañía de Emily. Antes de que pudiera encontrar el tema propicio para
conversar, Zachary y Daphne, rompiendo la armonía del momento,
hicieron un triunfal ingreso junto a Sandra y Lady Marion.
—¡Qué bello día! —exclamó Daphne, y Colin buscó a Emily con la
mirada para reír en silencio. Comentario del clima para romper el hielo,
tuvieron que esconder las sonrisas tras los bordes de sus respectivas tazas
—. ¿Qué podremos hacer hoy? ¿Caza?, ¿criquet?, ¿carreras?
—¿Competencia de puntería? —propuso Emily, como al pasar. Webb
volteó el rostro hacia ella, y sintió el tirón en las cervicales. No, no su
señorita Grant. No soportaría que ella se uniera a las burlas en su nombre.
Se sabía un buen tirador, pero no estaba tan confiado como para ganarle a
Zachary. Además, el muy malnacido siempre conseguía hacer alguna
trampa para salirse con la suya.
—¡Muy buena idea, Emily! —coincidió Zachary, a sabiendas de que era
muy bueno disparando.
—Sí, creo que hay algunos blancos en el altillo… —agregó Daphne.
—¿Blancos? —Las cejas de la señorita Grant se alzaron—, cualquiera
le pega a algo quieto. —Zach se mostró estupefacto. No, su hermanita no
se había aliado a él, tramaba algo, podía adivinarlo en la picardía de su voz
y en el brillo diabólico de su mirada. A su lado, Colin la observaba igual
de sorprendido, y Zachary quiso darle un buen golpe en la nuca, a mano
abierta, para que dejara de babear en la mesa mientras le miraba la boca a
Emily.
—¿Qué propones? —Daphne era la única que no había notado el
cambio en la californiana.
—Al plato, porque no me gusta cazar. ¿Qué culpa tienen los animales
de nuestro aburrimiento?
—Me parece una gran idea —se entusiasmó Daphne.
—¿Sí? —Emily mostró una exagerada sorpresa—. No sabía que eras
buena disparando. —La sonrisa se amplió, y la de Colin la imitó. Alzó los
celestes ojos hacia su hermana para deleitarse con su expresión de horror.
—¿Yo?
—Claro… dos contra dos. Zachary y tú, contra Colin y yo…
—¡Eso es absurdo! —se indignó el joven Grant.
—¿Asustado, Grant? —Lo picó Webb, y Emily escondió la risa tras la
servilleta.
—No es cosas de damas… —Aceptó Daphne, que de pronto le
importaban mucho las normas.
—Bueno, bueno —Emily lo lanzó con condescendencia—, supongo que
era demasiado para ustedes. Como bien lo dicen las reglas del deporte, si
un contrincante abandona, se da por ganado al equipo que sigue en pie.
Tenía razón, Lady Daphne. ¡Qué bello día! Más cuando se empieza con
una victoria.
—No has ganado nada, Emily. —Zachary mordió la manzana.
—Eso quiere decir…
—Compitamos a tiro al plato. —Daphne mostró horror, odiaba las
armas. Emily y Colin sonrieron satisfechos, y compartieron miradas
cómplices.
Oh, sí. Esa era la versión de Emily Grant que le robaba el sentido, el
corazón y que lo dejaría en la lona. Y mientras caminaba hacia los
jardines, supo que jamás se arrepentiría de haberla conocido.

—¡Tengo el sol de frente! —se quejó Zachary al fallar el tiro.


Las reglas del juego eran claras, uno del equipo A lanzaba el plato para
que uno del B disparara, y viceversa. Debían turnarse, misma arma, misma
posición, misma distancia.
Colin comenzaba a reír tanto que le dolían las costillas. No imaginaba
que hacer «un poquito» de trampa fuera tan divertido.
—Oh, deja de llorar, Zach, ¿no decías tú que en Inglaterra el sol no
existe? —se burló Emily
—Tu turno, ya veremos. —Colin se hizo a un lado, su presencia rompía
el encanto de ver a la señorita Grant con un arma de caza calzada en el
hombro, un rostro tenso por la concentración y una mirada celeste que de
pronto parecía la de un águila. Zachary intentó una de sus jugarretas,
lanzar el plato en arco en lugar de hacia arriba, Emily adivinó el
movimiento. Siguió el trayecto, y como una gran física, que calculaba el
aire, la resistencia y la trayectoria en un milisegundo, efectuó un disparo
preciso al medio del platillo.
—Creo que eso hace… —simuló calcular.
—Doce a tres, señorita Grant —confirmó Webb—. Quedan tres.
Le tocaba a Daphne, era en vano, el marcador no cambiaría. Zachary
intentaba que al menos, con la intención de explicarle a la joven dama,
pudiera despertar los celos del hermano. Al fin de cuentas, debía rodear el
cuerpo de la muchacha con el suyo, sostenerla de los brazos, acercar el
rostro demasiado para unir las miradas en un punto… Colin no se
mostraba alterado, al contrario, empezó a molestarlo con lo mismo. El
disparo de Daphne falló, y fue el turno de Lord Webb.
—Señorita Grant, ya que soy tan humilde como para aceptar que los
americanos son mejores, bueno… las americanas… ¿sería tan amable de
ayudarme con este tiro? —Zachary ardía, el intento de ponerlo celoso le
volvía cual dardo venenoso. Emily se acercó a Colin, y el muy malnacido
simulaba no saber disparar para que la muchacha le indicara cómo tomar
el arma, cómo apoyarla en su hombro y cómo calcular el retroceso de la
misma.
Lady Webb debía lanzar el platillo, y el miedo también la alcanzaba
cuando le correspondía esa tarea. No quería correr riesgos, por lo que lo
lanzaba lo más alto y lejos de ella que le era posible, lo que conseguía que
el maldito estuviera en los cielos demasiado tiempo, brindándole al tirador
la posibilidad de calcular bien la trayectoria. Colin sabía disparar, y pese a
su jueguito con Emily, cuando apuntaba lo hacía con precisión. Quizá
podía llegar a fallar un blanco difícil, algo que los de Daphne no eran.
—Catorce… ¡Es una excelente profesora, señorita Grant!
—Gracias, milord, lo intento. —¡Oh, si volvían a compartir un guiño de
ojos cómplice, le pondría uno de ellos en compota!, juró Zachary. No le
molestaba perder contra su hermana, era una sentencia segura. Antes de
adentrarse en los jardines conocía el resultado, Emily era la mejor Grant
con armas. Benedict le había enseñado de muy pequeña, a sabiendas que el
oeste era duro con las mujeres y debían aprender a defenderse de los
sabandijas y aprovechadores que lo merodeaban. Lo que no iba a soportar
era ese coqueteo de Lord Webb que hacía brillar la mirada de su hermana,
porque si le rompía el corazón a la pequeña Emily, él le rompería cada
hueso de su fino y esnob cuerpo británico.
Quedaban dos tiros más. Uno de Zachary y el de Emily para cerrar.
—¡Ay! —gritó la muchacha al lanzar el platillo con giro, como un
trompo, al cielo—. Creo que me he roto una uña. ¡He lanzado tan mal!
¿Quieres que repita, Zach? Creo que has fallado por mi culpa.
—Vete a…
—Ojo, señor Grant. Hay reglas que ni en el deporte se pueden romper
—lo interrumpió Colin—. Dejemos a la muchacha disparar, y recuerda
que, aun habiendo perdido, has ganado. —Lo burlón del tono hizo que la
mandíbula del californiano se tensara—. Me inclino ante los americanos y
sus habilidades. —Y reverenció a Emily, quien tomaba el arma en ese
instante. Zachary ni se gastó, la diferencia era insalvable. Arrojó el platillo
sin ganas, el mismo apenas se elevó un metro por sobre su cabeza, lo que
hacía al disparo muy riesgoso. Si Emily fallaba, podía terminar en
desgracia.
Emily jamás fallaba.
—Quince a tres. Ahora ¿qué les parece si hacemos un picnic y dejamos
esta chiquilinada de las competencias?
—Una gran idea —coincidió Daphne, que estaba aturdida, asustada y
con ganas de tomar unas relajantes vacaciones de las vacaciones—. Iré a
pedir que nos preparen las canastas. Hay un lugar, junto al lago que es un
sueño…
—¿Se puede nadar? —inquirió Zachary, y Webb asintió—, ¿qué tan
bueno es nadando, milord?
—Mejor que usted, sin duda.
Emily puso los ojos en blanco, pero cuando se giró, Colin le guiñaba el
ojo. No, no volvería a intentar demostrar quién era mejor, británicos o
americanos, él tenía la respuesta: Emily, sin importar la nacionalidad,
Emily.
CAPÍTULO 9

Lo que ocurría dentro del corazón de Emily Grant ya no podía contenerse,


llevaba semanas sin hacerlo, bastaba mirarla para interpretar la intensa
naturaleza de sus sentimientos. Del otro lado de la ecuación, lo percibido
era diferente. Colin Webb seguía igual de perfecto, radiante, con un
corazón inalterado y un deseo no manifiesto hacia la americana.
Mentira. Una gran y perfecta mentira. Por dentro dolía, cada vez más.
Colin llevaba días maldiciendo, ni bien puso un pie en la casa de
verano, presintió la inminente tragedia que acosaría a su corazón: Emily.
No estaba midiendo las consecuencias, su madre ya se lo había
expresado, y tenía razón, no lo hacía, porque su corazón se desgarraba en
silencio, ahí, en la soledad de su habitación como cada noche,
posiblemente, desde que la había tomado de la mano por primera vez.
Años construyendo lo que era, un mujeriego sin planes serios a futuros.
Por supuesto que eso era desestimado por todos, era cuestión de tiempo
decían, cuando recibiera el título de conde la unión en matrimonio sería sí
o sí un requerimiento para él, porque dentro de sus nuevas
responsabilidades se encontraba una muy importante, la de engendrar el
heredero que mantuviera intacta la línea sucesoria.
No sucedería, ni con Anne, ni con ninguna otra mujer, y ese
recordatorio latente le destrozaba el alma, porque ahí... ahí debía incluir a
Emily Grant.
El sabor amargo de la tristeza le quemó la garganta. Abandonó la cama
para comprobar la intensidad de la noche. La espesa oscuridad se matizaba
con suaves tonos luminosos, el alba estaba próxima a llegar. Conciliar el
sueño era una tarea bastante difícil en esos días, saber que bajo eso mismo
techo se encontraba la mujer que despertaba cada fibra de su ser convertía
al descanso nocturno en una travesía. Tenía dos alternativas, relegarse al
encierro y a sus pensamientos hasta que el resto de la familia amaneciera,
o abandonar la prisión silenciosa de su recámara para combatir el
insomnio con algo más productivo. Optó por lo segundo.
La cocina fue su primer lugar de paso, contaba con que Esther, la
cocinera, ya estuviese despierta. No se equivocó, estaba iniciando los
preparativos del desayuno, junto ella se encontraba Joyce. Las dos
murmuraban por lo bajo, la doncella estaba feliz, exhibiendo ante ella su
mano. El fuego encendido puso en evidencia lo que tenía a las mujeres en
un aparente estado de ensoñación: un anillo, uno costoso, que Colin
reconocía a la perfección. Ese anillo encerraba en el centro de su esplendor
las lágrimas de Emily.
—¿Qué tienes ahí? —demandó sin un gramo de cortesía. Estaba
cansado, malhumorado, y para colmo de males, todo a su alrededor parecía
complotar para regresar a Emily a su pensamiento.
La sorpresa sobresaltó a las mujeres que no habían percibido presencia
alguna, giraron con torpeza, y Joyce, que sabía no había cumplido la
promesa hecha a Ezra —solo puedes utilizar ese anillo una vez que los
señores se hayan marchado— dejó caer la pieza de joyería al suelo. Colin
se apropió del anillo. Sin lugar a dudas, era de Emily.
—¿Cómo ha llegado esto hasta ti, Joyce?
—Yo... yo —titubeó la muchacha casi al límite de las lágrimas.
No pretendía acusarla de robo, ni a ella ni a nadie, la mayoría de los
empleados llevaban décadas al servicio de los Sutcliff, y los más jóvenes,
como en el caso de Joyce, heredaban el puesto.
—Tranquila, niña... solo di la verdad. —Esther decidió intervenir.
—Pero le prometí a Ezra... —masculló en dirección a la mujer.
—¿Ezra? ¿Qué tiene que ver en todo esto? —Intentó disminuir su
notorio fastidio que nada tenía que ver con la doncella.
Las lágrimas arremetieron contra los ojos de la joven, Esther le entregó
su consuelo, le hizo tomar asiento en la banqueta cercana al fuego, y
respondió por ella:
—Ezra se lo obsequió.
—¿Cómo va a obsequiar algo que no le pertenece?
—¡Sí, le pertenece! La americana se lo dio. —Joyce defendió a su
prometido.
¿Qué se había perdido? No entendía nada. Tal vez era la falta de
descanso... tal vez...
—¿Te refieres a la señorita Grant?
—Sí, la muchacha rellenita... la que sabe cabalgar —confesó
enjugándose las lágrimas.
Colin se arrodilló para que su rostro coincidiera con el de la doncella,
con delicadeza, la intimó a que lo mirara.
—Quiero tratar de entender lo que dices, pero se me está haciendo
difícil, ¿podrías explicarte, Joyce?
—Ezra va a enojarse —alegó ella a sabiendas de que rompería la
promesa entre ambos.
—No, no lo hará, yo hablaré con él, ¿de acuerdo?
Ella asintió. Esther le entregó un vaso con agua, y tras unos sorbos,
puso en claro lo sucedido. Emily llevada días, mejor dicho, madrugadas,
tratando de domar a Jafar. Lo estaba haciendo con la complicidad de Ezra,
a quien había comprado con ese anillo en particular.
Como era de esperarse, se enfureció al oír tal locura, y abandonó la
cocina rumbo a las caballerizas. ¿Por qué diablos no lo sorprendía? Porque
Emily estaba en el medio y era igual de indomable que el caballo. Ya
encontraría la manera de reprenderla sin doblegarla, ni limitarla, no
pretendía ser esa clase de hombre para ella. En cuanto a Ezra, él sí lo
escucharía. ¡Que locura, permitirle acercarse a Jaf...!
¿Locura? La única locura allí era Emily bajo los últimos rayos de la
luna, esos que se enfrentaban a una pelea perdida contra los del sol. La
única locura allí era cómo su cuerpo reaccionaba ante ella, cómo su
corazón la llamaba con sus latidos.
«Imagínala en pantalones». ¡Maldición, no era necesario imaginarla
más!
Se encontraba sola, en el gran corral de entrenamiento, calzando
botines, pantalones y una rústica camisa de hombre que no hacía más que
destacar sus pechos libres de corsé.
Estaba condenado. No volvería a conciliar el sueño jamás, no después
de esa imagen.
Por primera vez podía gozar de sus increíbles caderas y nalgas que
luchaban contra la tela exigiendo su liberación. Era una diosa de cabellos
rubios, piel blanca como la luna y curvas amplias y extensas como las
montañas del desierto californiano.
Semanas atrás lo había pensado, no era su boca, era todo ella, ahora lo
confirmaba. Los vestidos jamás le harían justicia, su cuerpo demandaba
otras atenciones, unas que las absurdas reglas británicas jamás
comprenderían, unas que, desde esa distancia, reclamaban sus caricias.
Era un perfecto amante, y tal destreza la había conseguido de la mano
de una infinidad de mujeres, había aprendido a saciarlas, colmarlas, con el
fin de que disfrutaran al igual que él. Ese aprendizaje tenía un fin. Todas
las mujeres con las que había estado lo habían preparado para ella.
—¿Con qué quieres jugar, muchacho? ¡Pues juguemos!
La conversación entre Emily y Jafar llegó a sus oídos gracias a la
colaboración de la brisa de primera mañana. No deseaba interrumpirlos,
podía ver que estaban disfrutando de un buen momento. Jafar no era
Jafar... así como él ya no era el Colin Webb de meses atrás. La culpa recaía
en manos de esa dulce americana, todo lo que tocaba cambiaba. Existía un
antes y un después de Emily Grant.
En silencio, utilizando los árboles como refugio, se acercó lo más que
pudo al corral de entrenamiento. Jafar corría rodeando el limitado espacio,
y Emily lo hacía a su par. No… era al revés, Emily corría y Jafar la seguía.
Cuando ella se detuvo, él la imitó. Al cabo de unos segundos, el animal
sacudió la cabeza de un lado al otro. Resoplaba, Colin podía oírlo.
—No, olvídalo... ya está por amanecer —lo retó ella.
Jafar pateó la tierra con su pata derecha.
—¡Ey, ya hablamos de esa actitud! —dijo acariciando su hocico.
La reacción en Colin fue lógica, nadie se acercaba a los dientes de Jafar
sin recibir una mordida. Abandonó las sombras para ir en su ayuda si algo
ocurría... Algo ocurrió, Emily depositó en beso entre sus ollares, Jafar
cabeceó contra su pecho con mucha delicadeza.
—Está bien... pero solo por unos minutos —le ordenó como una madre
que estaba dispuesta a ceder ante el primer capricho—, y aquí, dentro del
corral.
¿Qué pretendían hacer? Jafar no llevaba montura ni bocado con riendas.
La falta de equipamiento no fue un inconveniente para ellos. Emily se
ubicó al lado del corcel, acarició su pata izquierda de arriba a abajo,
cuando llegó a su casco, con suavidad, forzó la articulación, y Jafar se dejó
caer al suelo flexionando por propia voluntad su otra pata delantera. Colin
se deleitó con el primer atisbo de rendición del caballo, la fascinación lo
mantuvo inmóvil, dispuesto a presenciar lo que seguiría.
Con un movimiento que inició como caricia, empujó el vientre de Jafar
hasta que este se echó de costado contra la tierra, una vez entregado por
completo, sorteó el abismo de su lomo con su pierna hasta quedar en una v
invertida sobre él. Enredó las manos en sus crines...
—A la cuenta de tres, muchacho... sé delicado, ¿sí? —Le brindó una
última caricia al cuello y—: Uno... dos...
La cuenta no llegó a su fin, Jafar se reincorporó con un agregado a
cuestas: una Emily que reía a carcajadas.
—Tramposo... ¡eres un tramposo! Deberías llamarte Zach...
A pelo, así cabalgó, recorriendo el corral una y otra vez.
—O Jonathan, o Louis —continuó entre risas—. Elton no, él es
diferente, de seguro te agradaría al instante.
Caballo y amazona, eso eran. Se pertenecían, habían nacido el uno para
el otro. Jafar había encontrado a su jinete, y por esas cosas de la vida,
Colin había hallado a la mujer de su vida en ese jinete también.
Las sombras lo expulsaron de su resguardo motivadas por el deseo que
lo gobernaba. Avanzó hasta llegar al límite del corral, se apoyó contra el
vallado. Su cercanía pasó desapercibida para Emily, no así para Jafar, que
se detuvo de repente.
En medio de los restos de oscuridad de la madrugada, Emily halló un
cuerpo que le era más que familiar. Colin saltó el vallado para
encaminarse a ellos.
—¿Estás enojado? —preguntó, no podía ver del todo bien su rostro,
todavía se encontraba a un par de metros.
—¿Tú que crees?
—No lo sé, no puedo distinguir tu expresión. —Acarició a Jafar, la
reacción del animal siempre era de nerviosismo ante cualquiera que no
fuese ella—. Tranquilo, muchacho. —Se acercó a su oreja para murmurar
—. Es Colin... —Para sorpresa de ambos, el nerviosismo desapareció en el
animal al olfatear la presencia.
Cuando Colin estuvo junto a ella, volvió a repetir:
—¿Tú que crees?
La luz que provenía de las caballerizas le iluminó el rostro. Estaba
hermoso e inmaculado como siempre, a excepción de su vestimenta;
llevaba chaqueta sin chaleco, y su camisa estaba abierta hasta la altura del
nacimiento del vello en su pecho. Lucía relajado. Definitivamente, no
estaba enojado. ¿O sí? Sus labios tensos la hicieron dudar.
—No lo sé, me desconciertas —dejó escapar con resignación.
—No, tú me desconciertas. Ven... —Le entregó la mano para ayudarla a
descender.
Sin oponer resistencia alguna, se aferró a él, y de un salto se arrojó al
suelo sin ser consciente de que, al hacerlo, caía directo en sus brazos.
Colin, semanas atrás, desde aquel beso robado, se había forzado a sí
mismo a una promesa, nunca dejaría pasar una oportunidad con ella. Y ese
momento era la oportunidad que llevaba soñando despierto desde hacía
noches. Envolvió su cintura con uno de sus brazos para atraerla a él, no
quería ni un centímetro de separación entre ellos, y con su mano libre, le
recorrió el cuello con un delicado contacto.
—Me desconciertas, Emily... y eso puedo tolerarlo, lo demás, no.
No existía vuelta atrás, en especial cuando de sentimientos se trataba,
cuando los corazones hablaban.
—¿Lo demás?
¿Era acaso un sueño? La respiración de Colin se mezclaba con la suya,
el calor de su cuerpo se fundía con el de ella. ¿Dónde comenzaba un
cuerpo y dónde finalizaba el otro? ¿Quién era ese hombre que la abrazaba
como un poseso? ¿que estaba a pasos de besarla? ¡Dios, tantas preguntas!
—Lo demás eres tú, y nada más que tú, Emily —confesó sobre su boca,
y la besó.
No fue un roce de labios... No fue un beso que apenas podía llamarse
beso... fue la entrega más profunda jamás vivida, jamás contada. Existían
historias de amor, reales y ficticias, con momentos únicos, pero ninguno
de ellos le hacía justicia a ese encuentro de labios. ¡No, por los cielos que
no! Si hasta Jafar sintió la necesidad de tomar distancia para brindarles
intimidad.
El amanecer se vistió de rojo pasión, y la brisa se hizo pesada, porque
llevaba el peso de un amor inesperado... un amor añorado.
Los labios se fundieron, se reconocieron, y el amargo sabor de la
tristeza que quemaba la garganta de Colin encontró su contrapartida en el
dulce elixir de la humedad de Emily. Las caricias se sumaron al deseo, a la
confesión. Las de él recorrieron su espalda, su nuca. Las de ella, su pecho,
su cuello. La tortura fue el esperado desenlace, la pasión había ganado
terreno, mordieron sus labios, posiblemente para demostrarse que no
estaban soñando, que eso era real.
Por desgracia, esa realidad abofeteó a Colin a pasos de la locura total,
una que le susurraba al oído: ¡Hazla tuya... aquí y ahora, hazla tuya!
La fría distancia separó a los cuerpos. Se miraron, incrédulos de lo que
había sucedido, deseosos de más.
El corazón de Emily latía desenfrenado, y la imagen de sus redondos y
rellenos pechos subiendo y bajando, víctimas de una respiración en iguales
condiciones, puso en jaque a Colin. No podía mirarla. ¡No, no podía!
—Lo siento —dijo caminando de un lado al otro como un animal
enjaulado.
Estaba furioso con él, se acercó a la valla para golpear con su puño uno
de los postes.
—¡Colin! —Emily corrió a su lado para examinar sus nudillos.
El golpe había sido muy fuerte, y la piel se rasgó en un par de pequeños
cortes. Emily hurgó en su bolsillo hasta dar con pañuelo, lo utilizó como
provisorio vendaje.
—No, no lo sientas... —le murmuró—, yo no lo hago. Solo dime ...
—¿Qué? —la interrumpió porque la culpa y el deseo lo atormentaban.
—¿Qué significa?
—Un beso... eso significa, Emily.
Le mentía, significaba todo. Los ojos le brillaron, no pudo ocultarlo.
Emily era una especialista en el arte de contener los sentimientos, el
claro ejemplo era él. El amor que sentía por Colin la desbordaba, al punto
tal que la ahogaba. Conocía el fin de eso... no lo quería para ella, no lo
quería para él.
—Mientes, y lo sé porque lo he sentido. Estamos solos, Colin, sin Zach
ni Daphne ni sus estúpidas apuestas... —Fue en busca de sus ojos—. Dime,
necesito saberlo ¿qué significo yo para ti?
¡La maldita pregunta! ¡Maldición! Colin se odió, y si no fuese porque
el cuerpo de Emily se interponía entre su puño y el poste, volvería a
golpear. Golpear hasta hacerse añicos los huesos, porque prefería el dolor
del cuerpo antes que el dolor del alma.
—No quieres saberlo.
—Te equivocas, no solo quiero saberlo, sino que te exijo que me lo
digas... si mi corazón se va a hacer trizas contra el suelo, que sea ahora,
aquí mismo, frente a ti.
Podía tolerar su dolor, no el de ella. Lastimarla no estaba en sus planes,
como tampoco lo había estado enamorarse de ella.
—No, Emily... no me digas eso, no puedo cargar con el peso de tu dolor.
—¡Demasiado tarde, Colin!
Emily se hacía responsable de su parte, nadie la había obligado a
amarlo, su corazón, solito, lo decidió; pero él, el maravilloso joven lord,
futuro conde, el amante mejor posicionado de Londres, también tenía la
suya.
—Yo no soy ese poste, Colin... yo siento, y lo que comenzó como una
simple caballerosidad de tu parte para no sentirme fuera de lugar, se
convirtió en algo más, y tú y yo lo sabemos.
No callaría, le entregaba su corazón de una vez y para siempre, lo que
él hiciera quedaba en sus manos. Ella, de una manera u otra, sobreviviría.
El silencio en él la forzó a continuar:
—Al principio lo acepté... me lo repetía cada noche, antes de cerrar mis
ojos, porque sabía que mis sueños tenían un solo protagonista: tú. Por eso
me decía, jamás te verá como una mujer, jamás. —En su memoria estaba
grabado cada momento, cada palabra, cada encuentro de miradas—. Pero
un día, esa percepción cambió, tú lo hiciste... tus miradas, el roce bajo la
mesa, la búsqueda de los momentos a solas, las charlas banales que tenían
como objetivo detener el tiempo entre nosotros. ¿Acaso estoy equivocada?
Dímelo, por favor, dímelo.
Lo que tenía que ser la más hermosa confesión de amor era la más cruel
de las condenas. No podía darle lo que ella necesitaba, lo que merecía, era
un hombre incompleto...
—No, no estás equivocada —dijo y dio un paso atrás. El perfume de su
piel lo inundaba, si continuaba a su lado, enloquecería.
—¿Entonces? ¿Qué clase de juego macabro es este? ¿Acaso es alguna
absurda competencia de la cual no soy partícipe? Porque de ser así... ¡Mis
felicitaciones, ganaste, Colin!
Las lágrimas le inundaron los ojos, el comportamiento de Colin ponía
en el ojo evaluador aquellas palabras hirientes de Lady Anne. No era
suficiente, para él y para la maldita nobleza británica siempre sería una
atracción de circo.
El corazón de Colin se estrujó ante su llanto, la distancia que él mismo
se había procurado por el bien de sus sentimientos dejó de existir. Fue
hasta ella e hizo a un lado las lágrimas con la yema de sus dedos.
—No, por favor, no llores.
—¿Y qué esperas que haga? Dímelo —gimoteó, tenía más lágrimas
atoradas en la garganta.
—Que me perdones...
En esa oportunidad, la que tomó distancia fue ella. Principio o final,
demandaba alguno de los dos.
—Llegué a Londres con un motivo, encontrar un esposo. —Fue en
busca de Jafar, que se hallaba en el otro extremo del corral, acariciar al
animal la tranquilizaba. Continuó cuando su mano hizo contacto con el
tibio pelaje—. Mi única obligación familiar fue y sigue siendo esa,
casarme. Estaba dispuesta a un matrimonio sin amor... más aún cuando
recibí la primera apreciación por parte de los hombres ingleses: mi
belleza, mi figura no cumplía con los estándares de la nobleza. Al cabo de
unos días descubrí que las demandas de los nobles disminuían de la misma
manera que lo hacían sus rentas anuales. Matrimonio por conveniencia…
sí, lo acepté, o, mejor dicho, lo acepté hasta que llegaste tú. ¿Por qué no
puedes ser tú ese hombre, Colin? ¿Por qué no quieres casarte conmigo?
Hacía las preguntas perfectas. ¿Por qué...? Si él también la amaba, la
deseaba como nunca antes había deseado a otra mujer.
—No es cuestión de querer, Emily.
—Esa no es una respuesta, Colin, no seas políticamente correcto
conmigo. —Le entregó la fría imagen de su espalda. Perdía las fuerzas, no
podía enfrentar su desamor.
Tenía razón, una respuesta sincera involucraba aquel fragmento de su
vida que pretendía ocultar, pero, si quería su perdón, debía abrirle su
corazón en su totalidad, y eso significaba compartir su secreto con ella.
—Jamás podría hacerte feliz, Emily, jamás te sentirías una mujer
completa a mi lado.
Hubo dolor en sus palabras, y ese dolor surcó el aire para impactar de
forma directa en ella.
—¿De qué hablas? —Se giró hacia él.
Dejar salir a sus demonios, eso tenía que hacer. Respiró profundo, y se
recordó que la mujer que estaba ante él era Emily. Ella era el ángel que, en
secreto, se enfrentaba a ellos.
—Sé que el rumor de que soy un mujeriego sin cura recorre todo
Londres, en parte es verdad, y en parte mentira... no es el instinto de
libertinaje lo que me lleva a eso, sino otro... —La expresión de Emily
reclamaba más información—. Mi relación con ellas ha comenzado de la
misma manera, con el mismo contrato de mutua aceptación de por medio,
si alguna de ellas quedaba embarazada... la convertiría en la futura
condesa de Sutcliff.
El silencio en Emily le sentó fatal. Esperó, esperó alguna pregunta,
alguna reacción.
—El listado de mis examantes es muy largo, Em... si quieres puedo
dártelo.
«Jamás te sentirías una mujer completa a mi lado». Finalmente le
encontraba sentido a sus palabras. Colin Webb no podía concebir un
heredero.
—Ahora comprendes por qué no puedo convertirte en mi esposa.
Comprendía todo, menos eso último. Le parecía un gran absurdo.
—No, no lo comprendo.
—Em, por favor...
¡¿Qué más tenía que decirle para convencerla de que él no era el
hombre que se merecía?! Ella se merecía el cuadro completo, esposo,
hijos, felicidad.
Emily entendió que para ganar esa idiota batalla, debía atacar con su
arma más potente, aun a costa de salir herida.
—Te amo, Colin.
¡Maldición, Emily! Colin se estaba rompiendo en mil pedazos.
—No puedo darte una familia... ¡Entiéndelo!
—¡No, entiéndelo tú! —En un par de pasos estuvo de nuevo ante él—.
No te amo por lo que me puedes dar o no...
—Eso lo dices ahora, Em —la interrumpió con la pena atorada en la
garganta—. Luego, cuando los años pasen, cuando a tu alrededor la vida
nazca una y otra vez, comenzarás a odiarme...
Lo abofeteó, porque odiaba su estúpido pensamiento y su terquedad.
—¡Colin Webb, no vuelvas a opinar por mí! ¿has oído?
—Lo harás, sé que lo harás.
Volvió a abofetearlo. Una vez y otra vez... ¡Alguien tenía que hacerlo
entrar en razones!
Él la detuvo tomándola de las muñecas, las llevó contra su espalda para
así aprisionarla. Ella luchó, y el roce incrementó la tortura. Las palabras
de amor dichas por ella, las calladas por él… y el deseo, el deseo latente
que lo embriagaba. Emily era todo lo que una mujer debía ser, y Colin se
sentía medio hombre. Incompleto. Ojalá su condición se hubiera llevado
también la lujuria, el placer, la necesidad de perderse en ese cuerpo de
curvas llenas, de senos repletos que presionaban la tela de la camisa…
—Te mereces todo, Emily Grant, y yo voy a encargarme de que lo
recibas.
—¿De qué... hablas? —La agitación le entrecortó la respiración y las
palabras. No iba a ceder en su lucha.
—Tú misma lo has dicho... viniste aquí en busca de un esposo, y yo lo
hallaré para ti.
—¿De eso se trata esto, de conseguirle un marido a la tonta americana?
—No, Em, se trata de procurar lo mejor para ti...
—Tú eres lo mejor, Colin —dijo poniendo fin a la lucha de su cuerpo.
La liberó para poder separarse de ella de forma definitiva. El alba
despuntaba y, en breve, los empleados comenzarían a recorrer las
instalaciones, incluyendo las caballerizas.
—Has hecho un trabajo maravilloso con Jafar. —El cambio de tema les
sentó mal a ambos—. Va a extrañarte...
—¿Colin? —Emily no iba a permitir que direccionara la conversación,
ella necesitaba de una respuesta.
—¿Qué? —preguntó con apenas un atisbo de fuerza en la voz. Estaba
destruido.
—Te dije que te amaba.
—Lo sé —respondió y sintió el modo en que se resquebrajaba por
dentro.
—¿Me amas?
El amor puede nunca hacerse palabra, pero jamás ocultarse, porque lo
que la boca calla, el corazón confiesa y el alma proclama.
—Prefiero no responder. —Y esa fue su mayor declaración.
Dio un paso hacia atrás. Luego otro y otro... se marchó dejándola a
solas, con su pecho abierto de par en par para él, por él.
Ella no desistiría, no ahora que comprendía que la historia de ambos no
era un sueño. Para Colin, ese había sido el fin. Para Emily... un principio.
CAPÍTULO 10

Lo que la señorita Cleveland prometía, cumplía. Las vacaciones en la casa


de campo de los Sutcliff fueron reemplazadas por un nuevo plan de
entretenimiento en Sameville, a unas cuantas millas de ahí. Emily
encontró el nuevo destino un tanto refrescante, comenzaba a no sentirse a
gusto en el hogar Webb. Desde aquella noche las cosas habían cambiado
entre Colin y ella, ya no había conversaciones sin sentido, ni miradas, y
los pocos momentos en donde la cercanía era imposible de evitar, él se
mostraba distante, lo justo y necesario para no capturar la atención de los
demás. Colin fingía, ella fingía, y la obra de teatro que juntos
conformaban mantenía a los espectadores sin preguntas. Salvo por uno.
—¿Ha ocurrido algo entre ustedes? —Zachary la acorraló en su
habitación mientras terminaba de preparar el equipaje.
—No. —Ese «no» le tembló en la garganta.
—No me mientas, Em. Te conozco, conozco el brillo de tus ojos...
—¿Y qué te dice el brillo de mis ojos, Zach? —lo interrumpió porque si
seguía, lloraría. Disimular, eso era lo que tenía que hacer.
Colin no le había roto el corazón, había hecho algo más despiadado aún,
había sembrado la semilla de la ilusión en ella. Lo había acorralado con su
declaración, lo sabía, porque no era tan idiota como para amar a un
hombre más que a sí misma. De ese modo, esperó la respuesta que la
quebrara a la mitad, que le dijera que Colin Webb era un esnob y
superficial que no se casaba con ella, que no se permitía mirarla, desearla,
amarla, por su condición, por sus orígenes humildes, por su poco ortodoxa
belleza, por cualquier vacío motivo. En cambio, la verdad confesada la
dejaba con el pecho lleno de sentimientos, con un amor más profundo y
con algo que jamás pensó que volvería a tener: un objetivo.
Comprendía las palabras de Daphne ahora, Colin necesitaba aceptarse
tal cual era, y Emily creía que podía ayudarlo con tan ardua tarea. Solo una
cosa debía hacer, prestarle sus ojos para que se viera a través de ellos y se
convenciera de que siempre se era perfecto para alguien.
—Que no te encuentras bien. —Se colocó a su lado, le quitó el chal que
sostenía para arrojarlo dentro de la maleta abierta que se encontraba sobre
la cama—. Em, habla conmigo.
—Estoy bien, Zach, solo algo cansada.
Él hizo a un lado la maleta para tomar asiento frente a ella, se aferró a
sus manos.
—Y ahora confirmo que mientes. ¿Cansada, tú? Imposible, eres una
Grant.
—Cansada de Londres —agregó para saciar la preocupación de su
hermano, luego se sentó junto a él.
Zach la rodeó con el brazo, reconocía cuando la niña de la familia
necesitaba de un abrazo, ella lo aceptó con gusto y recostó la cabeza en su
hombro.
—Bueno, eso sí puedo creerlo. Reconozco que yo también estoy hasta
la coronilla de este lugar. Estamos aquí por ti... lo sabes, ¿no? —Ella
asintió con apenas un movimiento—. Y nos iremos también por ti, solo
tienes que pedirlo, Em.
—Lo sé —dijo liberando un profundo suspiro.
No había honor que salvar, ni pasado que ocultar, un marido noble
significaba subir unos cuantos peldaños en la escalera de la élite
americana, nada más. Era un intento, que, de verse fallido, no afectaría en
lo más mínimo el espíritu ni la riqueza de los Grant.
—Ahora... —Zach hizo una pausa para observar a su hermana por el
rabillo del ojo—. Vas a contarme la verdad, o tengo que ir por Webb para
que él me la diga.
—Él no tiene nada que ver con esto. —La falta de certeza la traicionó.
—¡Mientes otra vez, Em! Dime una cosa, solo una... ¿tengo que
golpearlo?
Esa pregunta incluía las siguientes posibilidades: Se ha propasado
contigo. Ha hecho algo indecoroso. Ha robado tu virtud.
Emily rio, pensar que acusaban a Colin de sobreprotección. Zach era
igual, aunque llevaba todo al terreno físico.
—No, no tienes que golpearlo... ya deja de buscar excusas para hacerlo.
—Se lo merece —sentenció convencido de que así era —. Como sea, ya
encontraré el motivo —finalizó incorporándose—. Por lo que tengo
entendido, partimos en una hora, así que más vale que te apures. —
Recorrió la habitación con la mirada, todo estaba a medio empacar—. Tal
vez es conveniente que te asista la doncella.
—No, sabes que detesto eso, puedo preparar mi propio equipaje,
siempre lo he hecho.
Él le sonrió, y la besó en la frente.
—Me alegra saber que mi hermana sigue aquí... detestaría reconocer
que te has convertido en una esnob consentida. —Caminó hasta la puerta,
y ahí se detuvo. Respiró profundo, exhaló. Cabía la posibilidad de que la
víctima fuese, en realidad, la victimaria—. A propósito de «esnobs», ¿qué
hay con él?
—¿Él?
Vanessa tenía razón, todos los caminos conducían a Colin Webb. Por
mucho que lo intentara, alejarlo de sus pensamientos no era una tarea
sencilla, hasta Zachary lo traía de regreso, y eso que su odio hacia él era de
conocimiento popular.
—Sí, él... por favor, no me hagas hablar del brillo en sus ojos.
—Prefiero que no hables de él en lo absoluto —dijo entre risas. Zach
tenía ese efecto en ella, le robaba risas en medio de la tristeza.
—Yo también, aunque me veo en la obligación de decir algo —hizo una
pausa hasta tener su completa atención.
—Soy toda oídos.
—De ser necesario, levantaré los restos de un corazón roto... pero solo
de uno, ¿lo has entendido?
A la perfección, y sus palabras no hicieron más que estimularla, si Zach
creía que ella tenía las herramientas necesarias para romper el corazón de
Colin Webb, significaba que tenía más posibilidades de las que imaginaba.
—Vete de una vez... —le indicó regresando a la labor de su equipaje—,
ya sabes lo qué opinan sobre este tipo de intimidad.
—¡Por todos los santos, soy tu hermano... te he alimentado de pequeña!
—Shhh, calla... para ellos, eso lo hacen los bárbaros —bromeó.
—¡Pues seré un bárbaro hasta mi muerte! —Abrió la puerta dispuesto a
marcharse —. Una hora, Em...

Partieron al mediodía, y para las últimas horas de la tarde arribaron al


hogar Thomson. El matrimonio Bridport les pisó los talones, y Emily se
alegró al confirmarlo, el evento contaría con Miranda, y lo que era mejor,
con Elliot Spencer. A Colin le sentaría de maravillas un tiempo a solas con
su amigo, más aún después de convivir dos semanas con Zachary.
La actualización de los hechos que involucraban a Cameron y al
americano que parecía ser el origen de las pesadillas de la joven de
Virginia la desconcertaron. Sean Walsh ya no era el enemigo, la varilla que
media esa cualidad se dirigía a otro americano también presente, James
Seward. Según lo oído, el hombre había sido el pretendiente elegido por el
padre de la señorita Madison, y Walsh, el secreto enamorado. Ya estaba
por demás claro que ella le había correspondido también. ¡Vaya extraño
triángulo amoroso! ¿O no era triángulo alguno? Estaba confundida.
¡Oh, cuánto se había perdido!
—¿Señorita Madison, ha estado jugando usted a dos puntas? ¿Ha roto el
corazón de James Seward? —Vanessa, con su lengua viperina, despejó las
dudas de Emily.
—¡No! ¡Por los cielos que no! —Cameron reaccionó como si la
hubiesen atacado.
—¿Tal vez él malinterpretó algo? —sugirió Miranda, que cumplía el rol
de mediadora que antes comandaba Cameron.
—¡Imposible! —La ofensa se escapó por los labios de la señorita
Madison—. Jamás intercambié más que un par de palabras con él en
reuniones sociales. Para mí, el nombre Seward ocupaba el mismo lugar
que los otros socios de mi padre. Además, si nuestro enlace se hubiese
llevado a cabo, hubiese sido por conveniencia, y si de conveniencia se
trata...
—Tiene americanas para lanzar al aire —finalizó Emily con aires de
broma.
—¡Maravilloso, señorita Grant! Veo que finalmente nuestros
pensamientos van por el mismo camino. —Era la primera vez que Vanessa
y ella parecían estar dispuestas a coincidir en algo—. De ser así, si no es
amor, es obsesión, y si no es obsesión, es otra cosa.
Estaba en lo cierto, otro era el motivo que había llevado al tal Seward
hasta ahí, y la única manera de averiguarlo era desarrollando estrategias
que le permitieran a Cameron y al señor Walsh encuentros a solas para el
intercambio de información. Eludir a la tía de la señorita Madison
demandó más participación de la esperada, Miranda recurrió a su esposo, y
como era de esperarse, este a Colin. La estrategia fue una caminata y un
encuentro cerca de la laguna central, la actividad no tuvo objeción alguna
por parte de las matronas, al fin de cuentas, las jovencitas se encontraban
acompañadas por la actual vizcondesa, y su título le otorgaba la cualidad
máxima de chaperona.
Sean Walsh había sido guiado hasta el resguardo de la laguna por Elliot,
Colin, y Lord Witthall. A este último lo habían utilizado como repelente,
la mayoría de los nobles preferían evadirlo. Colin y Elliot habían cursado
estudios junto al joven conde, y a pesar de que era apodado «loco», ellos
conocían la clase de locura que lo gobernaba, una por demás inofensiva.
—Witthall... ven, necesito un favor de ti —dijo Colin alejándolo por
unos segundos de la comitiva que formaban junto a las jóvenes
americanas. Habían cumplido su parte del trato, la señorita Madison
estaba junto al tal Walsh—. Me encuentro en una situación muy incómoda,
William, y creo que la solución se encuentra en la destreza de tu pluma.
—¿Mi pluma? —William hallaba gran satisfacción en la
contemplación de las nubes, en los pájaros y las estrellas, no en
pensamientos ajenos.
—Tu pluma, William, tus poemas, cartas... han salvado más de un
matrimonio y han hecho su magia entre corazones opuestos. ¿Crees que
hagan el efecto inverso?
William carraspeó, era un hombre solitario, para él, dos ya era una
multitud, y la compañía que lo rodeaba, incluyendo a esas mujeres
extranjeras que no hacían más que evaluarlo de los pies a la cabeza, lo
inquietaba.
—Primero, no logro entenderte del todo... Segundo, ya no me dedico a
esas labores.
—¡Vamos, Witthall, tú me ayudas, yo te ayudo! Es más, puedo hacer
que mi padre interceda por ti en la cámara de lores.
Colin dio justo en el blanco débil del conde, estaba a pasos de la ruina,
él y todo su condado; había recurrido a la cámara de lores en busca de una
asistencia que le permitiese salir a flote, la misma le había sido negada.
—¿Qué necesitas? —preguntó ya resignado.
—Romper un corazón, destruir todo tipo de esperanza ¿crees que
puedas hacerlo?
—No lo sé, no es mi especialidad.
—Tampoco la mía —confesó buscando con la mirada a Emily, estaba
hermosa y sonriente, como si el mundo no se le hubiese hecho pedazos a
los pies. A él sí—. Pero siempre hay una primera vez para todo, William.
—Tengo que analizarlo primero, conocer a su destinataria...
—Lady Anne Merrington. —Colin fue veloz, era como sacarse una
espina de la garganta.
El ceño de Witthall se frunció al oír ese nombre, sus labios ocultaron
una indescifrable mueca.
—¿Qué sucede, Witthall?
—Nada, solo que he oído muchas historias en donde lady Anne y tú
eran protagonistas.
—Exacto, y te necesito a ti para que se detengan.
Los ojos de William se perdieron en la lejanía, requería de unos
instantes a solas con su mente.
—Está bien, lo haré —dijo luego de una extensa exhalación—, pero
antes, debo darte una recomendación. —Colin se sorprendió, asintió sin
planteo alguno. William continuó—: La ventaja de ser un exiliado social
es que te permite ver todo desde otro cristal, te sorprenderías lo que uno
puede llegar a contemplar. Ten cuidado con ella, como te he dicho, he oído
muchas historias...
La llegada de otra comitiva femenina liderada por Lady Thomson agitó
el avispero de las muchachas americanas. El caos y el alboroto puso fin a
la conversación. La advertencia de William le dio lugar a un pensamiento
nunca antes perfilado. Hasta Anne, sus relaciones habían llegado a su
punto final en excelentes términos, sin reclamos, sin insistencias. La joven
viuda estaba dispuesta a romper esa armonía, y esa inesperada idea
comenzó a nadar en la cabeza de Colin. Se sintió agobiado, atacado por
ambos flancos, en uno se encontraba Anne, en el otro Emily. La diferencia
era que cada una habitaba lugares distintos, una estaba en su cabeza, la
otra en su corazón. Estableció prioridades, puso a Emily por encima de
todo. Necesitaba hablar con ella, de nuevo, a solas, todavía había mucho
por decir, por sentir... Urdió una estrategia de manera solitaria, propiciar
momentos con Emily era su arte.

***

Los eventos organizados por Lady Mariana Thomson eran concurridos.


Llenos de personajes de interés, algunos con bolsillos llenos, otros con
contactos. El ambiente era óptimo para los negocios, no así, para las
escapadas fortuitas. Cameron Madison y Sean Walsh eran un claro
ejemplo. El segundo, Colin Webb y Emily Grant.
En cada ocasión en la que Lord Webb quiso aproximarse a la
californiana, fue interrumpido por algún conocido, por su madre, su
hermana, su amigo Elliot y todas y cada una de las reglas sociales. Pero si
algo había aprendido en ese tiempo, era a romperlas.
Casi con picardía, pensó que, si no fuesen tan estrictas, entonces él no
se vería empujado a tamaña osadía. ¡Como si le faltaran excusas! Lady
Marion tenía razón, si algo no era flexible, se quebraba. Y Colin se vio en
la obligación de destruir su educación solo para robar un segundo de
Emily.
La muchacha iba y venía con sus amigas americanas, tramando un plan
para descubrir un homicidio. ¿Acaso las perseguían los problemas? Negó
con la cabeza, resignado. Ya conocía la respuesta: ellas eran el problema.
Vanessa y Cameron la requerían a toda hora, para mantener las formas,
para cubrir a la señorita Madison… ¿Y él?, quiso protestar como su
hermano Thomas cuando no le daban un dulce. Él quería ese dulce, y lo
quería solo para sí.
Volvió a negar con la cabeza mientras avanzaba por los pasillos de la
mansión de los Thomson. ¿Qué le estaba sucediendo?, si el encuentro con
la señorita Grant tenía como fin terminar con sus sueños e ilusiones e
idear otro plan, el de conseguirle un marido acorde. Entonces, ¿por qué se
sentía tan miserable? O peor, tan expectante. ¿Por qué la idea de
encontrarse de nuevo a solas con ella le erizaba la piel, le hacía latir el
corazón acelerado?
Nadie se fijaba adónde iba un hombre, los ojos estaban posados en las
damas casamenteras, y los caballeros podían escabullirse a gusto y antojo.
Así lo hizo, un par de peniques y supo con precisión qué habitación le
correspondía a la señorita Grant. No la compartía con nadie, lo cual era
una bendición para Colin. Al parecer, la compañía de Vanessa había sido
designada a Cameron para poder deshacerse de su odiosa tía, y Miranda ya
era una mujer casada. La casa de campo de Sameville podía dar cobijo a
todavía más personas, por lo que esas comodidades podían permitirse.
La recámara de la señorita Grant era simple, pequeña en comparación a
la que le habían asignado a él, con una cama en el centro, un tocador con
su banquillo, un biombo, un ropero que en ese momento tenía una de las
puertas abiertas, una silla y una mesa de noche. Estaba decorado en tonos
lilas, amarillo y blanco, con unos almohadones con dibujos de campos de
lavanda. La curiosidad le ganó en cuanto puso un pie dentro, y tuvo que
cerrar la mano en un puño para que sus dedos no acariciaran las
pertenencias de Emily como si se tratara de su piel. Todo allí olía a ella, a
sol, naturaleza y libertad. Tenía una larga espera, por lo que tomó el libro
que reposaba en la mesa de noche, se acomodó en la silla y se dispuso a
leer.
Apenas se percató de que la serenidad de la noche y ese perfume que le
recordaba a Emily lo acunaban brindándole paz, una paz que no sentía
desde la noche en que la vio montada a Jafar. Le debía explicaciones,
muchas, porque la joven le había confesado sus sentimientos y, lo sabía, lo
sentía, Emily seguía amándolo. Quizá más que antes.
Los párpados le pesaron.
Le gustaba sentirse amado, sabía que su familia lo quería, lo apreciaba,
pero jamás una mujer lo amó de esa manera. Parecía increíble, luego de
tantas amantes, que ninguna hubiese atravesado las barreras de Colin.
Lady Amber era una de las pocas que, al menos, logró llegar a su afecto.
Un cariño que era mutuo y carente de pasión tras el año y el día de
relación.
Se adormeció en la silla, y la imagen de Emily montando a Jafar en
campos de lavanda fue el sueño que lo acompañó hasta escuchar unas
voces al otro lado de la puerta.
—Gracias, no se preocupe —Era la voz de la señorita Grant—, yo me
encargo. Buenas noches.
—Buenas noches, señorita… si necesita…
—Sí, sí… la campanilla.
Colin se quedó en las sombras, temeroso de que la doncella entrara de
todos modos. Oculto, en la sección de la recámara que no bañaba la luz de
la luna, sin moverse, quedó a la espera.
Emily ingresó con un candelabro, se la veía cansada, el tema de
Cameron la tenía preocupada. Apoyó la vela en la mesa de noche, y se
percató de la falta del libro. Se agachó en su búsqueda, pensando que quizá
se había caído, para incorporarse con resignación y desconcierto. Pareció
no darle más importancia al asunto, Colin avanzó un paso, para revelar su
presencia justo cuando Emily le dio la espalda para llevar las manos hacia
atrás. La flexibilidad de la muchacha lo pasmó, los botones traseros no le
presentaban ningún impedimento, sus dedos ágiles parecían
acostumbrados a la tarea de vestirse y desvestirse sin ayuda, y él moría de
ganas de salir al rescate.
Debía ponerle fin a eso, no podía permitir que Emily se desnudara ante
sus ojos. ¿O sí? Tras un par de botones, llegó a los lazos del corsé y los
deshizo con premura, la intención de Webb de poner fin a eso murió con el
gemido de placer y alivio de la californiana. Un gemido que dio de lleno
en sus pantalones, los cuales evidenciaron el deseo que lo embargaba. El
hombre cayó en cuenta de que desde Lady Anne que no tenía otra
amante… no, no desde Lady Anne, desde Emily. Desde la noche en que la
joven quedó petrificada ante él que no tenía ojos para otra mujer.
La señorita Grant se lanzó en la cama sin delicadeza, con el alivio de
alguien que ha tenido un día duro y por fin llega a casa. El siguiente paso
fue su cabello, y la mente de Colin entró en discordia con el cuerpo.
¡Detenla ahora mismo!, reclamaba uno. ¡Ni se te ocurra!, discutía el otro.
Emily sacaba una a una las horquillas para lanzarlas con precisión al
cuenco que se hallaba en el tocador. Una, otra, otra. La puntería era
admirable. Lo mismo que esa cabellera rubia, de mechones claros, que
parecían llevar el sol de california atrapado en ellos. Las pequeñas perlas
del tocado terminaron en la mesa de noche, porque eran demasiado
costosas para lanzarlas, y los dedos finos y delicados de la muchacha
deshicieron la trenza para dejar ante los ojos de un hipnotizado Colin una
cabellera tan larga y brillante que le llegaba hasta debajo de la cadera.
Las manos de Emily continuaron sin piedad, el objetivo… sus piernas.
Una sobre el colchón, alzó las enaguas y reveló la pantorrilla envuelta en
una delicada media de seda. La falda subió más, hasta el muslo, la joven
iba a quitarse las medias y la razón le ganó la batalla al cuerpo en esa
ocasión.
—Emily… —la interrumpió, la voz le sonó ronca, gutural y llena de
deseo. La respuesta… la respuesta no se hizo esperar. En un milisegundo,
la señorita Grant se quitó la zapatilla de baile y la lanzó al punto ciego de
la habitación de donde provenía la voz—. Auch, Em.
—¿Colin?
—¿Esperabas a alguien más, mi cenicienta? —rio el hombre mientras
salía de las sombras con el calzado en una mano, y la otra en la frente, en
donde le había hecho un corte.
—¡Te he lastimado! —Emily se catapultó de la cama para ir en auxilio.
—Me lo merecía. —Colin entregó el calzado, y la miró sin disimulo.
Ya no le quedaba demasiado. Ardía de deseo, de una pasión que había
interrumpido solo porque sabía que se quemaría.
—Sí, Colin, la verdad que sí. ¿Qué demonios haces aquí?
—Necesitaba hablar contigo, sabes que tenemos algunos asuntos
pendientes, asuntos delicados… no… —Si necesitaba de alguna ayuda
para poner fin al ardor de minutos antes, el tópico de la charla se lo brindó.
Hablar de su problema le apagaba cualquier deseo sexual.
—No te preocupes. Ven —lo instó—, deja ver cuánto daño he hecho
con mi zapato.
—Tienes puntería. —Ambos sonrieron y dejaron ir la tensión. La
cercanía del cuerpo de Emily volvió a surtir efecto en Colin, más cuando
los botones y el corsé flojos dejaban caer un poco más la tela y revelaban
el nacimiento de unos senos llenos y pesados que invitaban a las caricias.
Webb tuvo que tragar con fuerza para deshacer lo que fuera que se le
hubiera atorado en la garganta—. Em… —empezó.
La muchacha se sentó en la cama, y esperó paciente a que juntara valor.
Veía el dolor que le provocaba, y no sabía cómo hacerle ver que eso no era
un impedimento para ella.
—Dilo, sabes que es mejor la sinceridad y la franqueza.
—Lady Anne fue mi último intento, me cansé —sentenció—, me cansé
de intentar, de fracasar. Me cansé de las ilusiones al empezar, y la
desilusión al terminar. Me cansé de pensar: es ella, va a ser ella. Y ahora…
—No es un fracaso, Colin. No lo es…
—Para mí sí. ¿Recuerdas nuestra charla en el jardín de Lady Helen? Es
mi único jodido trabajo, tener un heredero es mi único jodido trabajo.
—Ser tú mismo es tu único trabajo, Colin, y te sale de mil maravillas.
—Em… no lo intentes —suplicó, la pena era latente. No quería amarla
más, porque debía dejarla ir, y no quería hacerlo más difícil—. El tema
es… ambos estamos en una situación similar, solo que tú aún tienes una
oportunidad. Además, el tema de Lady Anne puso en manifiesto que no
puedo seguir con esta locura, lastimar a más gente.
—¿Lastimar a Lady Anne? —fue la socarrona pregunta—. Colin, si
alguien tiene posibilidad de salir herido aquí eres tú. Lady Anne no es
ninguna víctima inocente…
—No estoy tan seguro, Em. Yo hice promesas, le dije que la haría mi
esposa si quedaba embarazada, al jugar con mis ilusiones lo hice con las
de ella. —Emily solo podía negar con la cabeza ante la ceguera de Colin.
Si dijera eso de sus otras amantes, quizá, solo quizá, podía llegar a
contemplarlas como víctimas. No lo eran. Lord Webb no seducía
damiselas vírgenes e ingenuas. Optaba por viudas bien posicionadas,
mujeres que en el caso de quedar embarazadas pudieran ser la siguiente
Lady Sutcliff, y mientras tanto… mientras tanto disfrutaban en el lecho de
los placeres de la compañía de Colin, lo recibían todo de él y podían
entregar tanto como quisiera.
Emily lo sabía, en el centro mismo de su pecho tenía la respuesta, no
las creía víctimas porque las envidiaba. Si Webb le propusiera ese trato a
ella, lo aceptaría. Un año y un día a su lado era mejor que una vida sin él.
—La verdad, Colin —Emily cerró los ojos para ocultar sus emociones
—, si es para hablar de la viuda de Merrington, prefiero irme a dormir.
—No, no es de ella. Es de lo que entiendo… Yo no me casaré jamás, y
es en vano que tenga una legión de jóvenes casamenteras a mi alrededor.
Tampoco lo intentaré más con amantes, por lo que la competencia de Lady
Anne me tiene agotado, no deseo regresar con ella ni reemplazarla. Quiero
estar solo, quiero al fin estar solo. —La amargura de la voz de Colin
laceró la piel de Emily, que simuló alisar una arruga en la cama para
esconder lo acuoso en su mirada—. Tengo una propuesta para ti…
—Colin, sabes que solo quiero una propuesta de tus labios… —se
lamentó la muchacha, y las lágrimas se hicieron presente. Emily mentía,
no solo estaba dispuesta a una propuesta, sino a varias. A cualquiera.
Aceptaría lo que fuera si eso implicaba a Colin.
—Lo has visto con la señorita Clark —prosiguió él, en un intento de no
ahondar en la agonía de ambos—, cuando Elliot mostró interés en ella,
varios lores también lo hicieron.
—Y uno resultó ser un demente asesino. Vas bien, Colin —rebatió
Emily, con furia. Entendía la propuesta y la llenaba de ira.
—No tiene por qué salir tan mal. Podemos simular un compromiso, un
tiempo, de modo que los lores se interesen en ti. En cuanto vean la persona
que eres, lo maravilloso… no me necesitarás más. Allí afuera hay un
hombre perfecto para ti…
—Ciego —masculló—. ¿Y tú? ¿Crees que si muestras serio interés en
mí dejarán de perseguirte?
—Por un tiempo, sí.
—¿Lady Anne?
—Eso espero, ella no busca ser mi amante, sino mi esposa. Creo que
cuando vea que tengo intenciones con alguien más…
Emily no estaba segura, ni convencida. No podía mentirle a su corazón,
le pertenecía a Colin. No existía ningún hombre allá afuera, y por eso era
que se podía prestar a la parodia. No le molestaría el orgullo, la ruptura o
el qué dirán, claro que no, porque esas cosas no responden al corazón. Si
lograba ayudarlo a ponerle fin a las maquinaciones de la viuda…
entonces… quizá…
—Colin, puede que acepte, solo si me prometes que es pasajero.
—¿Qué?
—Que esto es una etapa, que no te impedirás ser feliz ni ahora ni nunca
por este tema. Entiendo que estés cansado, y créeme, sé de ilusiones
destrozadas. Pero… ¿nunca? Es una palabra muy pesada. No sé cuán
certero es tu diagnóstico, ni sé si existe alguna posibilidad. Solo puedo
decirte que a mí no me importa, que te amo lo mismo y que formaría una
familia de dos contigo. Acepto no ser la mujer que quieres, lo tomo, pero
no voy a aceptar a que te cierres a esto, habrá otras como yo… otras que te
amen más allá de lo que tú crees que es tu jodido trabajo…
—Em, detente, no lo hagas.
—¿Qué cosa? ¿Amarte? Llegas tarde, Colin Webb. Y encima has
robado el corazón de una señorita a quien no le gusta que le digan lo que
tiene que hacer —intentó bromear. Las lágrimas impidieron las risas.
—Fueron paperas —aclaró, casi desesperado. Quería sacarle la absurda
idea a Emily de la cabeza. Ella no lo veía, en ese instante, ambos eran
presos del deseo y la atracción, de la juventud y los sueños. ¿Qué ocurriría
cuando eso se desvaneciera? ¿Cuando llegaran a la edad de sus padres, y la
vida hubiera seguido su curso, cuando ya fuera tarde para Emily y no
pudiera traer niños fuertes y sanos al mundo? No. Debía hacerla entrar en
razón, su condena le pertenecía solo a él y no arrastraría a nadie más. Ya
otro inocente pagaba las consecuencias—. Me enfermé a los quince años,
y el cuadro se complicó… El médico dijo que podía quedar estéril, que era
una posibilidad, una a la que me negué por completo. Sin embargo…
—¿Sin embargo? —lo instó ella.
—Se ve que mis padres sí lo tuvieron en cuenta, porque ese mismo año
mi madre quedó de Thomas. Supongo que se aseguraban el heredero.
—¡O simplemente quedó embarazada, Colin! —enfureció Emily.
¿Cómo podía pensar eso de sus padres? Ella lo había visto, Lady Marion y
Lord Arthur amaban a sus hijos, jamás pondrían una herencia por encima
de un hijo, ni traerían a la vida un ser humano solo por mantener el poder.
Eso era irracional, y el dolor de Colin le impedía verlo—. Tu madre tenía
la edad de algunas de tus amantes cuando lo tuvo a Thomas —dijo con
letal intención.
—No es así como funciona por aquí, Em. Los nobles debemos hacer lo
posible por mantener los títulos en nuestra familia, ya lo ves, es lo único
que nos queda. No somos ricos, no más. Y yo no puedo cumplir esa tarea.
Lo intenté ¿Sabes por qué lo de un año y un día? —Emily negó con la
cabeza, había escuchado eso, que las relaciones de Webb duraban ese plazo
y que ninguna había permanecido a su lado más tiempo—, antes, en la
edad media, uno podía concertar un matrimonio por ese tiempo, si no se
concebía, se anulaba de inmediato. Fueron mis amantes en esos términos,
siempre. Solo una lo comprendió de inmediato, Lady Amber.
A la señorita Grant le costaba hablar de las mujeres de la vida de Colin,
le provocaba celos y envidia. De todos modos, las aceptaba, las tomaba
como parte del hombre que amaba. Eran su pasado, eran él. Ella no amaba
solo lo bueno de Colin Webb, porque eso no sería amor. Sí, fue la belleza
lo que la encandiló, y sus modos amables, y su sonrisa fácil, y sus
consejos… pero ella lo quería con la parte oscura incluida: su inseguridad,
sus miedos, sus amantes y la ausencia de hijos.
—Al menos Lady Amber no me cae tan mal —musitó, y le robó una
media sonrisa a Colin.
—Ella sabía el dato de la edad media, y el rumor sobre mis relaciones.
Sumó dos más dos, y el resultado fue evidente. Lady Amber tenía tres
hijos ya, y eso que su difunto esposo le llevaba treinta años. Era fértil, y
sabía todo sobre el tema. Más para evitar embarazos que para lograrlos,
aunque la información era la misma. El trato fue más claro con ella, lo
buscamos de manera consciente. Me hacía llegar una invitación en papel
perfumado cuando eran los días óptimos del mes, justo después de los días
celestes, como los llamaba en mi mente por el código en las notas. No sé
cuánto es apropiado explicar esto…
—Colin, no solo sé montar sementales, sé todo sobre su cría. Entiendo
lo que dices. —Sí, los días celestes eran los de abstinencia, en los que se
intentaba conseguir mayor potencia, y los días perfumados eran los de
ovulación, en el caso de los caballos, celo. Los ojos de Emily se llenaron
de lágrimas al saber que Colin había atravesado doce ilusiones seguidas de
sus doce decepciones en el transcurso de un año. Dejó el lugar en la cama,
y lo abrazó—. Lo siento mucho.
—Hice un último intento, aunque mi relación con Lady Anne fue llena
de resignación. Pienso que ese cambio, esa aura de fin fue lo que la hizo
creer que era distinta, cuando el distinto era yo.
—Dejemos a Lady Anne fuera de esto —rogó Emily, porque no podía
sentir por ella lo mismo que por Amber. La viuda de Merrington era mala
espina, la empujaba la ambición y el status social, quería hacerse con el
premio, sin importarle el coste. Y ese coste era el corazón del hombre que
ella amaba. No lo permitiría, no podía hacerlo—. Está bien —accedió—,
seguiremos con tu plan.
—Gracias, Em. Intento lo mejor para ti, lo juro. Ojalá fuera más de lo
que soy. —El abrazo fue firme, le permitió a Emily hundir el rostro en el
pecho de Colin y dejar sus lágrimas allí. El beso, en la frente, fue
devastador, y la ausencia de él en la habitación le dejó un vacío peor, un
agujero en el pecho que jamás llenaría.
No había nada más que perder, ambos ya habían perdido lo primordial:
la esperanza.
CAPÍTULO 11

Aquel rumor que les había dado la bienvenida a tierras británicas se


convertía en una correcta apreciación: las señoritas americanas eran
sinónimo de escándalo. Ese escándalo ya nada tenía que ver con sus
modales rudimentarios o sus costumbres tan poco decorosas, no, se alzaba
por el límite de todo lo concebido.
Una, convertida en vizcondesa, había recibido un disparo; la otra, había
sido víctima de envenenamiento y testigo de una conspiración política que
se extendía hasta otro continente. Sin dudas, las americanas redefinían día
tras día el concepto de «escándalo» en Londres.
La mente inquieta de Emily diagramaba un final similar para ella. ¡Esa
maldita costumbre suya de no poder negarle nada a Colin! ¿Un
compromiso ficticio? ¿En qué demonios estaba pensando?
De ese absurdo plan saldrían muchas víctimas colaterales, y dentro de
ellas, la que menos le importaba era su corazón. Si no podía pasar el resto
de su vida con el hombre que amaba, prefería la soledad, mejor dicho, la
independencia amorosa. No existiría otro lord en su vida. Canjear una
jugosa dote por un título nobiliario no era lo mismo que canjear su
corazón. ¡Eso jamás! Entonces... ¿cuál sería su final? Porque para bien o
para mal, sus amigas, con sucesos de vida y muerte de por medio, tuvieron
uno feliz.
Ella rompería la cadena de felices desenlaces, la historia que Colin y
ella estaban escribiendo sucumbiría a la decepción total. Los argumentos
que él utilizaba para empujarla a tal locura ponían en relieve dos hechos
que ya no tenían discusión alguna. El joven lord no estaba dispuesto a
alcanzar la felicidad; si no podía cumplir con el único trabajo que se le
había encomendado al nacer en cuna noble, no merecía nada...
absolutamente nada. El pedido de auxilio en entrelíneas que Daphne había
confesado camino a la casa de verano Sutcliff cobraba sentido. Colin se
esforzaba en ser perfecto por fuera, porque se sentía imperfecto por
dentro, y estaba decidido a sentirse así por el resto de su vida. Él se
imponía su propio castigo, autoflagelaba su espíritu sin medir las
consecuencias: se destruiría por completo.
Emily no iba a permitírselo. Por supuesto que no.
Reconocer que, en medio de todas sus confesiones, en donde ella le
había entregado su amor en acciones y palabras, él no le había
correspondido, le dolía. Había afecto, la intención de procurarle a ella un
buen esposo era un claro ejemplo de ese amistoso sentimiento, pero no era
amor. El amor no se contiene, se escapa de uno, como a ella le sucedía
cada vez que estaba a su lado. El amor no levanta muros, los derrumba, y
Colin Webb tenía una muralla en torno a su corazón por la estúpida
creencia de que no se merecía amar o ser amado. ¡Malditas normas
sociales! El peso del deber valía más que el del querer. ¡Al diablo con
ellos! Elegía su vida, aquella olvidada en California... una vida en libertad.

El uso de esa libertad puso en jaque la relación con su madre. La mujer


estaba que volaba por las nubes, el pedido de mano de Colin Webb,
inesperado pero añorado, la estaba transformando en una adolescente
ansiosa. Parecía que los papeles se habían invertido...
—¡Por todos los cielos, niña! ¿Cómo puedes estar tan tranquila con una
lista de preparativos tan extensa?
Emily llevaba su tercer cambio de vestuario, nada la convencía. En
realidad, era una maniobra para demorar lo inevitable, ir a elegir las telas
para su vestido de compromiso, las flores para el evento, el papel para las
invitaciones... así, hasta el infinito. Y se trataba solo del compromiso, la
boda requeriría de meses.
—Una lista que tú conformaste, madre. —No pudo evitar el tono de
desagrado.
—Que Lady Marion y yo conformamos —aludió Sandra sintiéndose
atacada.
Los preparativos de la ceremonia de compromiso tenían a ambas
mujeres sumidas en un alegre estado de frenesí. Los motivos de mamá
Grant eran legítimos y aceptables, al fin de cuentas, estaban a pasos de
alcanzar la meta que los había llevado a cruzar el océano, y gracias a la
divina providencia, sucedía con el hombre que su hija amaba. Porque
nadie podía negar eso, Emily Grant amaba a Colin Webb. En lo que a Lady
Marion se refería, la noticia de que su hijo le pusiera fin a esa vida de
soltero, una que se mantenía por un deber impuesto por él mismo, la
inundaba de felicidad. Heredero o no, no importaba, solo deseaba la
felicidad de su hijo con una mujer que estuviese dispuesto a amarlo sin un
título mediante. La muchachita amaba a su hijo, no al futuro conde; con
eso bastaba para darle la bienvenida a la familia.
—Lo sé, por eso mismo, ustedes deberían de llevarla a cabo. —Esto se
escapó de sus labios casi como una orden. ¡Vaya que estaban invertidos los
papeles!
—¡Emily! ¿Qué te ocurre? —Sandra alcanzó su tope, hizo a un lado su
felicidad para contemplar el porqué de la ausencia de ese sentimiento en
su hija.
—Nada, madre... —resopló al darse cuenta de que exponía la secreta
verdad con sus actitudes —. Solo... —titubeó, no sabía qué decir—, solo
quiero un tiempo para mí, mi vida va a cambiar de un momento a otro.
—Sí, vas a ser la esposa de alguien, mi niña. —Los ojos de la mujer
brillaron a causa de las lágrimas. Estaba emocionada, su pequeña era una
mujer, pronto sería esposa, y de ahí a un tiempo, traería sus propios niños
al mundo—. Nada va a volver a ser igual...
—Por eso mismo, madre... ¿te parece extraño que necesite un poco de
tiempo para mí?
Sandra fue hasta ella, Emily libraba una batalla con su cabello, tomó el
cepillo, y se dedicó a finalizar la tarea. Lo hizo en silencio, y fue en
extremo gentil.
—Mal día para prescindir de la doncella —la regañó con dulzura.
—Necesitaba un poco de tranquilidad... además, estamos dentro del
cronograma.
—No, no lo estamos —afirmó Sandra buscando los ojos de su hija en el
espejo. El encuentro de miradas se dio en segundos. El ceño fruncido en
Emily fue lo que mamá Grant esperaba. Sonrió adelantándose a lo que iba
a decir—. No si tienes deseos de asistir a ese té con tus amigas.
Emily giró sobre la butaca para enfrentarla, movimiento que le
obsequió un tirón de cabello.
—¡Auch! —Sonrió a pesar del repentino dolor. Antes de ilusionarse en
vano, indagó sobre lo dicho—. Si voy al té en casa de Cameron, no
llegaremos a hacer todo lo de la bendita lista.
—Verdad... verdad —dijo ayudándola a que regresara a la posición
anterior—. Pues, supongo que yo sola voy a tener que encargarme de ello
—. Coincidieron en una mirada a través del espejo—. ¡Si es que a ti no te
molesta, claro está!
—No, madre, no me molesta en lo absoluto, confío en ti.
—Me alegra saberlo... terminemos con esto y marchemos de una vez,
que la casa Walsh se encuentra en la dirección opuesta a mis recados.

El cambio de planes las demoró más de lo esperado, la casa de alquiler


de los Walsh se ubicaba al otro lado de la ciudad, y la inexperiencia del
cochero por esos alrededores les costó casi una hora de retraso. Cuando
arribaron al lugar, el mayordomo las hizo pasar al salón de té. Su llegada
causó una ola de recibimiento muy afectuoso, llevaban más de dos
semanas sin verse, desde el casamiento de la señorita Madison.
—Emily, comenzábamos a extrañarte. —Miranda corrió a abrazarla, el
comportamiento digno de una vizcondesa fue directo al cesto de basura—.
Señora Grant, un gusto verla a usted también.
Cameron, como la anfitriona del hogar, las invitó a pasar al salón
deseosa de compartir con ellas su nuevo lugar y forma de vida: esposa y
futura madre.
—No, por favor, este momento es para ustedes... y si aceptan una
recomendación —se dirigió a todas ellas—. No permitan que nada ni nadie
se los quite, ni hoy ni nunca... —se dirigió a Miranda en particular—.
Lady Bridport, puedo pedirle un favor.
—Lo que sea, señora Grant.
—¿Puede llevar a mi niña de regreso a casa? Tenemos... tengo
demasiadas diligencias por hacer. De hecho, si no me marcho ya mismo,
no lograré mi cometido.
—Por supuesto que sí, cuente con ello —respondió Miranda
sorprendida para la actitud inquieta y feliz de la mujer.
—¿Necesita de ayuda, señora Grant? —Vanessa fue la que interrogó, su
olfato le decía que algo importante sucedía.
—Yo no, pero mi Emily sí. —Sonrió ante la expresión de las
muchachas—. Ya se enterarán —finalizó, enigmática, antes de marcharse.
Ni bien quedaron las cuatro a solas, Cameron, Vanessa, y Miranda
giraron en busca de Emily.
—¿De qué debemos enterarnos? —preguntó Cameron.
—Tu madre se ve demasiado feliz. —Vanessa, como siempre, atacó
directo al hueso. Sí, algo olía ese sabueso.
—Oh, no, son buenas noticias. Excelentes de hecho… yo…
—Ven, siéntate, amamos las buenas nuevas.
Cameron la invitó a tomar asiento en uno de los sillones. Ella se sirvió
té, lo endulzó y dejó que la cuchara hiciera círculos dentro de la taza.
Estaba en una encrucijada: ¿qué historia les contaría? Por sobre eso,
¿cuánto tiempo podía mantener la mentira con ellas? ¿Acaso quería
mentirles? ¿Y ella? ¿Dónde quedaba ella dentro de esa mentira que dolía?
Tendría que desahogarse... estallaría. Mañana, pasado... lo haría,
colapsaría.
—¡Habla de una vez! —Vanessa atravesó el sin fin de sus fatídicos
pensamientos—. Que estoy poniéndome nerviosa.
Tres pares de ojos la devoraban. Se sintió como un cachorro de león
acorralado por hienas. ¡No es que las comparara con hienas! ¡No!, ellas...
Le puso una pausa a su mente, seguirían las comparaciones, las
preguntas, solo para evitar lo inevitable.
—Es… me he comprometido. —Lo dejó salir. Fue como tirar whisky en
una herida, quemó, dolió, y luego la hizo sentirse un poco mejor.
Lo esperable sucedió. Una avalancha de preguntas, del tipo de
preguntas que hurgan en la herida.
—¿Tú? ¿Comprometida? —Vanessa fue la primera en largarse a la
carrera—. ¿Desde cuándo? No, no me digas... no importa, que alguien me
traiga mis sales —Abrió el abanico para propiciarse aire—, creo que voy a
perder el conocimiento.
—¡Ay, ya cállate! Ni siquiera haces las preguntas adecuadas. —La
reciente señora Walsh hacía valer su rol de anfitriona.
—Cameron tiene razón, el único dato que necesitamos es ... ¿Con
quién? —La vizcondesa no se andaba con vueltas.
El silencio se hizo contagioso. Emily quería decirlo… tenía ese nombre
atorado en la garganta. Bebió té.
—¡Vamos ya, señorita Grant! —insistió Vanessa—. No juegue con
nuestros corazones, esto es un verdadero enigma, si al fin de cuentas, con
el único hombre con el que ha tenido relación fue con...
—Con Lord Webb… —finalizó lo iniciado por la muchacha de Boston.
Más tarde le agradecería a Vanessa, sin saberlo, la había ayudado a
quitarse la espina de la garganta.
Los aires de festejo estallaron. El corazón de Emily también. ¿Mañana
o pasado… mmm? La cuenta le falló. Estaba a segundos de colapsar.
—¡Felicidades! Oh, ¡qué buena noticia! —exclamó Miranda deseosa de
acosarla con otro abrazo.
—Lo sabía, lo sabía —Vanessa mostró una felicidad muy poco vista en
ella—, solo tenías que ser tú misma, y…
Cameron le dio a la noticia el lugar que correspondía, hizo sonar la
campanilla de asistencia, y cuando el sirviente estuvo a su lado, preguntó:
—¿Tenemos champaña? —La respuesta fue afirmativa, dio la orden de
que la abrieran—. Esto merece un brindis. Imagino lo feliz que estás,
Emily…
—Sí, sí… estoy muy feliz… muy…
Llevaba días, semanas, conteniendo las lágrimas, y no era solo por el
falso compromiso, desde aquella noche en la que Colin le había arrancado
las alas a su corazón, moría... lentamente. Era un alma pena, sin sueños,
sin esperanza. Por primera vez, se arrepentía de la decisión tomada, quería
hacer correr el tiempo atrás, decirle que no...
—¡Jamás debí aceptar esto!
El mayordomo, con bandeja de champaña y copas en mano fue
despedido con un silencioso gesto. ¡Adiós festejo!
—¿Qué haces? —Vanessa interrumpió a Cameron en medio de ese
gesto—. Necesitamos todo el alcohol posible. El té no aleja las penas.
—Está en lo cierto —se sumó Miranda.
La campanilla volvió a sonar, el pobre hombre regresó, y Vanessa se
apropió de la botella. Llenó una copa y se la entregó a Emily.
—Bebe... y cuenta.
Para sorpresa de todas, la californiana se bebió la medida de champaña
de un solo trago.
—¿No tienes algo más fuerte? —preguntó entre lágrimas.
Las tres se miraron, ¿quién era la muchacha frente a ellas?
—Puedo ir al despacho de Sean... de seguro hay coñac.
—¡No, coñac, no! Es la bebida preferida de Colin —agregó
restableciendo su caudal de lágrimas. Buscó a Vanessa con la mirada—.
¡Vamos, dilo! Sé que quieres decirlo...
—No, cariño... dilo tú. Desahógate. —Vanessa le palmeó la espalda.
Emily se aferró a la botella, bebió del pico, una vez... otra vez. Cuando
cobró fuerzas, lo dijo:
—¡Todos los caminos conducen a Colin Webb!... ¡Salvo el de mi falso
compromiso!
—¿Qué? —Miranda fue la primera en reaccionar—. ¿De qué hablas?
¿A qué te refieres con «falso compromiso»?
—Que no es verdad, que no vamos a casarnos, ni hoy, ni mañana... ni
nunca. —Bebió otro trago—. ¡Nunca!
—No entiendo... —Miranda estaba estupefacta.
—Yo tampoco —coincidió Cameron.
—Ni, yo... —agregó Vanessa—, aunque no me sorprendo del todo,
durante mucho tiempo pensé que la que iba pegada a él como una babosa
eras tú, en lo de Lady Thomson vi que el accionar era compartido... y eso
me llevó a dos hipótesis posibles.
—¡Por los cielos, Vanessa, contigo siempre es lo mismo... conjeturas,
hipótesis, conspiraciones! —Miranda quería priorizar el estado emocional
de Emily, los detalles llegarían por pura decantación—. ¡Nadie quiere
oírlas!
—Shhhh... Yo sí —confirmó Emily —. ¡Da la primera mordida,
Vanessa, vamos!
Era imposible que el alcohol hubiese hecho efecto tan rápido, pensó
Miranda. Solo así era entendible el comportamiento de la californiana.
—Hipótesis uno: Webb, contra toda lógica londinense... no te ofendas
—agregó antes de continuar.
—No, no… no me ofendo en lo absoluto. —Bebió otro trago—.
Prosigue.
—¡Basta de champaña para ti! —interrumpió Cameron al sacarle la
botella de las manos—, la falta de modales tiene un límite para mí, y lo
has alcanzado, con lágrimas y todo —se volvió a Vanessa—. Ahora, sí...
prosigue.
—Retomando, Webb se enamoró de ti y quiere llevar a territorio serio
esos sentimientos, o hipótesis dos: necesita algo de ti o le sirves para algo,
por eso no te pierde de vista.
—¡Hipótesis uno! —esbozó Cameron, sí, ella creía en el amor.
Fueron en busca de la opinión de Miranda. La aludida desvió la mirada
por unos segundos.
—¿Miranda? —Emily la presionó.
—No quiero ser una aguafiestas, pero voy más por la hipótesis dos...
—¡Miranda! —Cameron la reprendió, su comentario tiraba más leña al
fuego Grant.
—Tengo mis motivos, y lo saben... hablo por experiencia, amo a Elliot
con todo mi corazón, y sé que él me ama también, pero no nos olvidemos
que se quiso casar conmigo solo para fastidiar a su padre.
—Bueno, de ser así.... Vanessa —pujó Cameron—, haz tu magia y
esboza otra hipótesis.
—No es necesario —intervino Emily—, es la combinación exacta entre
esas dos.
—¡Sé más específica, por favor! —Lo que nadie sabía de Vanessa era
que, en el fondo, no le agradaba tener razón, simplemente la tenía...
aunque lo odiaba.
—No me ama... —fue lo primero que dijo, y dolió. Dolió mucho.
—¡Eso no lo sabes! —Vanessa casi gruñó al decirlo.
—Lo sé, le dije que lo amaba y nunca me correspondió solo... solo...
—Ten... —Cameron le entregó la botella y un pañuelo. Estaba a punto
de llorar con ella ¡Malditas hormonas!
Emily se secó las lágrimas, pero no bebió.
—¿Solo qué? —Miranda la presionó.
—Solo me tiene afecto... dice que me merezco un buen esposo, y que él
va a encargarse de que los demás lores lo vean también.
—Con eso quieres decir que la estrategia es fingir... —Vanessa
perfilaba la nueva teoría.
—Para despertar el interés de otros hombres... cuando eso suceda, y
otro hombre esté dispuesto a casarse conmigo, nuestro compromiso
ficticio dejará de existir.
Compartieron unos minutos de silencio, cada una debía arribar a su
propia conclusión.
—No es un mal plan... —Miranda fue la primera en opinar.
—Si no fuese por los sentimientos de Emily —contribuyó Cameron.
—Mis sentimientos no importan —agregó la mencionada escondiendo
el rostro con ayuda del pañuelo.
—¡Ey... sí que importan! —Vanessa le arrancó la sedosa tela de las
manos—. ¡Que nadie te diga lo contrario! Allá ellos si quieren vivir una
vida así, bajo las normas, sin importar los sentimientos, siendo correctos
porque el manual de protocolo así lo dice. ¡Nosotras somos americanas!
Rompemos su maldito molde, a Dios gracias. —Estaba enfadada, no con
Emily, sino con toda la condenada sociedad—. Emily, de entre todas las
habladurías que hubo sobre nosotras, tú recibiste la mayor parte, ¿sabes
por qué?
—¿Porque soy una atracción de circo? —dijo entre gimoteos.
—No, porque eres única... porque cambiarte a ti es una tarea que se
escapa de sus manos. Joyas más, joyas menos, eso no importa, importa
quién eres, y eso no pueden tocarlo.
—Agradezco tus palabras, pero no van a servirme para salir del
embrollo en el que me he metido.
—¡En eso tienes razón! Eso queda bajo entera responsabilidad suya,
señorita Grant.
—¡Vanessa! —Cameron, como siempre, cumplió con su rol—. Podrías
dar una solución para variar.
—Ah, no, al fin de cuentas, voy a tener que quitarle a Webb su
protagónico: ¡Todos los caminos conducen a Vanessa Cleveland! —
finalizó incorporándose para plantarse delante de ellas con los brazos en
jarras —. ¡No puedo con todo, aunque no lo parezca, soy una simple
mortal!
—Aquí, la única solución es que Emily encuentre un esposo. —
Miranda no quería extender las lágrimas de Emily hasta el infinito—.
Cuando eso suceda, adiós compromiso con Colin.
Como si fuese tan sencillo decirle adiós a un corazón, porque eso era lo
que iba a suceder, el corazón de Emily estaba atado al de Colin,
abandonaría su pecho para irse con él, y la dejaría desangrándose de amor.
—¿Tú quieres eso? —demandó Vanessa.
—No...
Qué sentido tenía mentir. Estaba cansada de la mentira, era como un
veneno que te consumía con calma y sin pausa.
—¿Cuál es la otra parte del trato? —indagó con severidad la señorita
Cleveland.
—¿Qué te hace pensar que hay otra parte?
—¡Lady Anne! —Emily interrumpió a Cameron antes de que finalizara.
Las lágrimas encontraron su techo al pronunciar ese nombre, el
recuerdo de la viuda le revolvía las tripas, al punto tal que le hacía olvidar
del dolor en su corazón.
—¿Qué tiene que ver esa arpía en todo esto? —Miranda fue letal,
aunque había confirmado que la mujer nunca había tenido relación con su
esposo, la detestaba más o igual que Emily.
—Colin cree que nuestro compromiso apagará sus intenciones para con
él....
—Tiene sentido, si el futuro puesto de Lady Sutcliff ya está ocupado,
qué sentido tiene luchar por él.
—¡Como sea, la idea me parece despreciable! —rebatió Miranda
sumida en el mal humor repentino—. No puedo creer que Colin esté
dispuesto a tal... a tal juego. ¡Voy a hablar de esto con Elliot!
Había más detrás de esa unión ficticia, una historia que Colin le había
contado y que ella no estaba dispuesta a compartir. El secreto de Colin era
su secreto. Era un hombre consumido por la frustración, devorado por el
deber, y eso no lo convertía en un ser despreciable; lo convertía en un
hombre que necesitaba de todo el amor del mundo, y a pesar de que sus
emociones la llevaban a tropezar con la duda, su corazón le decía que, de
entre todos los caminos que conducían a Colin Webb, ese era el único
correcto.
—No, por favor, deja a Elliot fuera de esto... es más, cuando lo pienso,
ustedes también deberían hacerlo. —La conversación, con sus idas y
venidas, le había otorgado el privilegio de otra perspectiva—. No estoy
aquí para que me ayuden a buscar una salida, aunque por momentos así lo
parezca, con que me escuchen, me es suficiente. ¿Creen que podrán
hacerlo?
—Depende —alegó Vanessa.
—¿De qué? —la pregunta de Emily fue acompañada por las miradas de
Cameron y Miranda.
—¡De si vamos a tener que comprarte un regalo de bodas! Detestaría
perder tiempo en vano.
La señorita Cleveland era el veneno y el antídoto, era la tormenta y el
arcoíris... era la que provocaba los más amargos pensamientos y, a la vez,
los alejaba con un simple soplido.
Emily rio, todas lo hicieron.
—No sé tú —dijo Miranda a Emily—, pero a mí me vendría bien ese
coñac.
—A mí también —convino Vanessa.
—Yo no tengo más alternativa que el té... pero, ¿tú qué dices? —
preguntó por último Cameron a Emily.
Con que escucharan, le era suficiente. Por supuesto que lo era.
—Un poco de coñac me sentaría de maravillas.
Tal vez, por esa vez... los caminos podían conducir a Emily Grant.

***

Colin también se enfrentaba a una batalla sentimental consigo mismo,


la desventaja en él era que nadie hacía hipótesis al respecto, ni lo
abofeteaban con discreción para acomodarle las ideas. También, lo
paradójico del asunto era que el único que necesitaba de eso era él. Estaba
solo con su dolor, con la culpa, la insatisfacción y con una razón que
obligaba al corazón al silencio a punta de espada.
Cometía error tras error, tenía la inteligencia para reconocerlo, y la
terquedad necesaria para negarlo. Poner su amor a prueba era una trampa
mortal, y justamente eso era lo que estaba haciendo. El compromiso le
abría, de par en par, la puerta a Emily Grant, las excusas ya no eran
requeridas; un paseo en carruaje, un encuentro de media tarde, una cena
familiar, todo ello entraba en el catálogo del cortejo.
Si Elliot Spencer había sido el futuro esposo más feliz de Londres, ¿qué
le quedaba a él? ¿El pretendiente más comprometido de la ciudad? No, la
ciudad le quedaba pequeña. El país también... ¿el continente? ¡Ni hablar!
Lo que sentía se extendía más allá, rozaba el firmamento, y rumoreaba con
la luna.
—¿High Park, en serio? —masculló Emily por lo bajo para no ofender
a nadie. Colin se encontraba junto a ella. No se despegaba de su lado por
nada del mundo. Estaban en plena caminata de mediodía, en el momento
de mayor concurrencia—. ¿A quién se le habrá ocurrido tal maravillosa
idea?
—A mi madre —le susurró a sabiendas de que ella se pondría roja
como una fresa por la vergüenza. Era una mentira más, otra de las tantas,
la idea de la excursión había nacido de él—. La noticia de nuestro
compromiso ya ha recorrido las esquinas de todo Londres, y ahora
requiere de confirmación para los incrédulos.
La actividad matutina incluía a Lady Sutcliff, Sandra, Zachary y
Daphne. Por supuesto, todos y cada uno de ellos le otorgaba la distancia a
la pareja de tórtolos, situación que les permitía conversar sin reparos.
—¿Incrédulos? —Emily le permitió al sarcasmo salir a flote—. ¿Me
quieres decir que aquí hay gente que no cree en nuestro compromiso?
—Em... vamos —intentó reprenderla con dulzura.
—Lo bien que hacen —finalizó en un susurro apenas audible para él.
—Necesitamos de esto, y lo sabes.
Era horrible, y Colin se detestaba por ello, pero era parte de la realidad
social que ella cargaba consigo por haber nacido mujer. Debía exhibirse,
como una muñeca de vitrina, como un objeto a adquirir. Así funcionaban
los matrimonios en la mayoría de los casos, las excepciones eran pocas, y
una de ellas caminaba unos cuantos metros adelante y lo había traído al
mundo.
—Lo siento, tienes razón. Ahora que lo mencionas... Lord Villers me ha
enviado un precioso ramo de flores con unas bellas palabras.
—¿Bellas palabras? —carraspeó.
El fuego le quemó las mejillas, por suerte podría echarle la culpa al sol,
brillaba fuerte y en lo alto.
—Mi madre casi se desmaya... —Emily rio ante la anécdota —.
Imagínate, ¿otro pretendiente?
—Em, ¿qué bellas palabras?
Era lo único que le importaba, las quería recordar para golpearlo en
honor a cada una de ellas. ¿Cómo se atrevía? ¡Desgraciado!
—Apenas las recuerdo, Colin... —Los dedos de Colin se enredaron a los
de ella para detenerla.
—El conde de Jersey te duplica la edad, Emily.
—Y también es viudo... —agregó ella con una liviandad tal que le
crispó los nervios a Webb—, y tiene dos hijos. ¡Mejor imposible!
Él ardía, ella ardía. Compartían el mismo fuego, uno que los consumía
a fuerza de deseo. ¿Cuánto tiempo podían extender un compromiso? ¿Dos
meses? ¿Tres? ¿El resto de su vida? Lo último. ¡Tenía que ser lo último!
—¿Qué pretendes decir?
—Que el hecho de que conciba o no a su heredero no es una condición
fundamental para casarse conmigo.
Lo destruía. Con su cercanía, con sus palabras. Cuando ella ya no
estuviese a su lado... cuando estuviese en brazos de otro, ¿qué quedaría de
él?
—Em, esto lo hago por ti, para procurarte...
—No, lo haces por ti, Colin —lo interrumpió dueña de un ímpetu que le
paralizó el corazón—. Miéntele a todos, miénteme a mí... pero no te
mientas a ti. Tú estás haciendo tu parte tal cual lo planeaste. ¿Y qué si es
Lord Villers? Él o cualquier otro, da igual para mí, ninguno de ellos eres
tú.
¿Cómo no besarla? ¿Cómo? ¡Al diablo Londres, la nobleza, su
apellido... el condenado protocolo! La besaría ahí, y que todos los vieran.
Les robarían el apodo a los Bridport... ellos serían el nuevo escándalo de la
ciudad.
—¡Ey, ustedes dos... no se abusen! —Daphne, que se valía de la
compañía de Zach para hacer la experiencia más entretenida, les llamó la
atención—. Ya tendrán suficiente intimidad cuando sean marido y mujer
—dijo interponiéndose entre los cuerpos que estaban al límite del roce—.
¡Emily, ven! —dijo brindándole el brazo—, creo que vi a Darlene Holly
por ahí...
—¿Darlene Holly? —preguntó correspondiéndole, se notaba que quería
huir de él.
—Sí, la amiga de lady Anne —le susurró—. ¡Vamos a restregarle tu
compromiso por la nariz!
Colin no tuvo más alternativa que la compañía de Zachary.
—Debo confesar que el estilo de cortejo inglés me resulta muy
entretenido. —Zachary habló sin invitación a conversación—. Creo que
voy a experimentar con el mismo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Colin saliendo de la nube gris de sus
pensamientos.
—Lo que se interpreta, voy a cortejar a una muchacha inglesa...
¿conoce a alguna, milord? —La pregunta tenía doble intención, Colin lo
percibió de inmediato.
—¡No! —fue tajante.
—Yo creo que sí —dijo guiando su mirada a Daphne—. Podríamos
hacer extensiva la unión familiar, Grant y Webb por partida doble. ¿No te
parece maravillosa idea... Colin? —El tuteo cumplió con su función,
alterar al futuro conde.
—¡Ni se te ocurra, me has oído! —El roce de cuerpos hizo acto de
presencia, el pecho de Colin chocó contra el de Zach—. Deja en paz a mi
hermana, si te atreves a jugar con ella...
—¿Qué? —lo interrumpió respondiendo el empujón con otro. Ya no
había aires de broma en Zachary—. ¿Dime qué vas a hacer? ¡Quiero saber
así lo implemento contigo, maldito imbécil! ¿Acaso tú eres el único que
puede jugar con hermanas?
El puño de Colin estaba listo para ir directo al rostro de Zachary Grant,
sin escalas. Si no lo hizo, no fue por cobardía, sino por la amarga
sensación que le ocasionó lo oído. ¿Zachary Grant estaba al tanto de la
fantochada que era el compromiso entre él y Emily?
—Te quedaste mudo... y eso significa una sola cosa: no puedes
desmentirme. ¿Quién juega con quién ahora? —Se acercó lo más que pudo
a él para susurrarle—. No sé qué pretendes con esto, no me interesa, solo
ponle un fin antes de que sea demasiado tarde. ¿Me oíste, Webb?
—Fuerte y claro... tanto, que no me importa en lo absoluto. —Volvió a
empujarlo. No podía negar que la postura que el joven Grant exponía era
correcta y justificable, aun así, no desistiría, él tenía sus motivos.
—Perfecto... —dijo Zach aflojado el nudo de su corbata—. Entonces
voy a molerte a golpes aquí mismo hasta que te importe.
—¿Tú? ¿Molerme a golpes?
—Sí, imbécil... te mereces esta golpiza desde hace semanas. —Estaba a
pasos de quitarse la chaqueta.
El deseo de pelea era compartido.
—Espera —dijo Colin colocando una mano en el pecho para
inmovilizarlo—. Tú quieres esto... yo lo quiero, pero aquí no; tú serás un
bárbaro americano, yo no… y los hombres aquí presentes tampoco, en
segundos se interpondrán para separarnos.
—¡Con segundos me es suficiente, Webb! —Zachary estaba en llamas.
—Eso ya lo veremos, pero insisto, no aquí... en un ring, como
corresponde. El que se mantenga en pie, gana. ¿Qué me dices?
La mirada de Zach se perdió en la lejanía, y ahí se quedó por unos
segundos, perdido. De la nada, regresó en sí. Una mujer, que no era su
hermana, parecía demandar de él un porte de caballero. Quizá Colin podía
anotarse el punto por su retórica y su capacidad de convencimiento, pero
no era él quien había serenado al californiano, sino una mirada de ojos
azules que lo contemplaba, lo quemaba, lo invitaba.
—Si gano, terminarás con esto... te alejarás de mi hermana para
siempre. —Extendió la mano a él para sellar el encuentro.
—Si ganas, así lo haré —finalizó correspondiendo el apretón de manos.
CAPÍTULO 12

El rumor de la pelea entre Zachary Grant y Colin Webb viajó a mayor


velocidad que los trenes ingleses. El lugar, el sótano del White. Un sitio al
que se suponía los caballeros del club no tenían acceso, pero ¿acaso existía
algo en el mundo que el dinero no comprara? Los lores llevaban tiempo
efectuando en ese sótano las actividades menos decorosas, esas que no
querían que llegaran a los oídos de las damas.
Por desgracia, la riña de boxeo sí llegó a los oídos de una de las damas.
Una bella muchacha de cabellos dorados y ojos almendrados azules que le
había robado el corazón —y la razón— a Nolan Northon. El sobrino del
Barón, con balbuceos nerviosos, las mejillas sonrosadas y el pecho
acelerado por la cercanía de la joven, rompió una de las reglas
primordiales del White: la discreción.
—S… Sí… su hermano, dicen que es buen boxeador, aunque al otro lo
vi… da miedo.
Miedo daba la expresión de Daphne ante la confesión.
—¿Cuándo?
—En unas horas, tras la cena…
Brindó su pago, un dulce beso en la mejilla del muchacho, y lo dejó
parado bajo un fresno pensando en poemas pobres de rima. Ella se adentró
en la sala de té de Lady Helen casi al trote, Nolan la vio marcharse y
alzarse las faldas para acelerar su andar y supo que la imagen de esos
tobillos lo atormentarían de por vida.
—Emily, Em… ¡Por Dios santo, ¿dónde estás?! —masculló. Lady
Helen había brindado un té e invitado a las mujeres Sutcliff, a quienes
sumaba a las Grant, para rodearse de los rumores. Tenía en su haber el
escándalo Bridport, y buscaba hacerse con el Sutcliff.
—Chist… aquí. —El susurro vino de los pasillos.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Daphne a Emily, que se encontraba en
las sombras, con una taza de té en una mano, un pastelillo en la otra e
intentaba ingerir ambos a gran velocidad para poder atacar nuevos. La
ansiedad la estaba llevando a comer, la vida sabía mejor con crema y baño
de chocolate.
—Me escondo, creo que es evidente. ¿Y sabes?, deberías aprender a
hacerlo, Daphne, desde aquí se ve el jardín. Fui testigo de tu indecoroso
acto… —El tono no era de reproche, sino de picardía.
—Oh, no es ese el indecoroso acto mío del que nos tenemos que
preocupar, sino de otro. Te necesito, Em… creo que la he liado grande.
—¿Tú? —inquirió con la boca llena—, ¿quién diría?
—Creo que le diré a mi madre que debe prohibir el acercamiento de la
pareja, tanto tiempo con Colin te ha contagiado el sarcasmo —Puso las
manos en jarra—, y no le queda bonito, señorita Grant. Eso, siempre y
cuando, no enviudes antes de casarte.
—¿De qué hablas? —Con esas palabras se había ganado toda la
atención de la californiana.
—Ah, ya veo, cuando de Colin se trata…
—Daphne…
—Se peleará con Zachary esta noche, eso sucede, ¡y es toda mi culpa!
—largó con dramatismo. Le faltaba llevar la mano a la frente y fingir un
desmayo para mayor teatralidad.
—¿Cómo?
—Sí, ¡boxeo! Si hasta hay apuestas.
—¡Maldición! —exclamó Emily, que se asomó por el corredor, alcanzó
la bandeja de pastelillos y se robó uno—. Creí que había quedado todo
atrás.
—Es mi culpa… si no fuera por mi idea de comparar besos…
—No, Daphne, esto es cosa de ellos, lucha de egos y masculinidades.
¿Quién diría que los hombres serían tan frágiles? —enfureció.
—Debemos impedirlo, Em. Zachary lo matará, lo desfigurará y lo
matará. Te dejará viuda antes de tiempo y a mí… sin hermano, y… —Las
lágrimas, para sorpresa de Emily, fueron sinceras. De verdad se
preocupaba por Colin y su destino—. Juro que fue un juego, probar los
celos de mi hermano, mostrarle que su comportamiento era inapropiado,
por más que fuera hombre y… y solo quería que se quisiera tal cual era…
La señorita Grant tragó el pastelillo de una sola mordida, para liberar la
mano y poder abrazar a la muchacha que casi convulsionaba por el llanto.
La entendía, claro que sí. Así lloraría ella cuando su jugarreta tocara fin y
tuviera que vérselas con las consecuencias. No le serviría de consuelo
saber que lo había hecho por amor, al igual que en esos momentos no le
bastaba a Daphne tampoco.
—Lo solucionaremos, ya lo verás —le prometió—, pondremos fin a
esto.

***

—No creo que sea una buena idea —masculló Daphne.


—Ni yo —coincidió Emily—, pero es la única que se me ocurre.
—Oh, por Dios, estaremos arruinadas si nos descubren. Arruinadas.
Perdidas. Olvidadas en un castillo de Escocia, lleno de corrientes y
fantasmas que nos recordarán nuestro eterno castigo, y cuando al fin la
muerte nos llegue… arderemos en las llamas del infierno y…
—Y si no te callas ya mismo, acortaré tu condena ahorcándote con mis
propias manos.
—Si me matas, Em, si decides hacerlo, ten en bien volver a colocarme
faldas. No quiero morir en la deshonra…
Emily bufó. Estaba preocupada, nerviosa, y Daphne no ayudaba en lo
más mínimo. Si no fuera porque la necesitaba, la hubiera dejado en su
habitación, cuando comenzó con ese lamento. Se había escabullido tras la
cena y buscado un coche de alquiler que la llevara a la mansión Sutcliff,
de allí, y con ayuda de la doncella de la joven lady, se adentró a la
recámara de la muchacha con dos mudas de ropa de caballero. Ella estaba
acostumbrada a vestir como hombre y en pocos segundos estuvo
enfundada en un traje negro, con chaleco azul y botas altas. Daphne, por el
contrario, se horrorizaba y maravillaba en partes iguales con cada prenda.
—¡Oh, es tan cómodo! —expresó al colocarse los pantalones, bastó ver
su reflejo en el espejo para que cambiara de parecer al segundo—. ¡Se me
marca el trasero! No puedo salir así… ¿A los hombres también se les
marca el trasero? ¿cómo es que nunca presté atención a eso?
Luego de una hora de comentarios, llantos y berrinches, habían llegado
a las puertas traseras del White en otro coche de alquiler, y le pagaron un
par de peniques extras a un empleado para que alcanzara una nota a Nolan
Northon.
Nolan, y solo Nolan era la razón por la que Emily soportaba las quejas
de Daphne. Aunque, tras todos los lamentos, brillaba un dejo de diversión
en la mirada de la joven lady. Temía las consecuencias, no el acto en sí. El
sobrino del Barón se presentó en la noche y asomó la nariz, sorprendido
por las palabras de su amor imposible.
—¿Lady Daphne? —la llamó, buscándola en la oscuridad.
—Señor Northon, aquí. Aquí.
—¡Lady Daphne! ¿qué significa esto? —preguntó el muchacho al borde
del colapso. Si creía que los tobillos de la muchacha lo torturarían, verla
vestida de hombre acaba de quitarle una década de vida.
—Necesitamos entrar para impedir la pelea. Sabemos que no aceptan
damas, por eso…
—¡Oh, esto es una locura!
Emily observaba todo a escasa distancia, y decidió que era el momento
de dar un paso atrás. Esa tarea le correspondía a Daphne, y en esas lides
estaba mejor dotada que ella.
—Lo sé, oh, Nolan, sé que he perdido la razón. —El tuteo, premeditado,
surtió efecto—. Estoy tan desesperada. Es mi hermano, lo quiero tanto,
haría lo que fuera por las personas a las que le tengo afecto… ¿tú no? —
Los ojos azules de Daphne se alzaron con el mismo dramatismo con el que
había expresado sus lamentos durante todo el viaje y Emily no pudo más
que apretar los dientes y sisear:
—¡Maldita embustera! —con cierto cariño. Ella podía haber ideado el
plan de vestirse de hombres para ingresar al White, pero la idea de meterse
en problemas siempre había sido de Daphne. Los Webb eran
peligrosamente convincentes, y Emily tomó nota mental de la lección: no
te dejes engañar por un rostro bonito.
Nolan aún no había aprendido, por lo que, desesperado, tras mirar a
ambos lados, besar las manos de Daphne y elevar un rezo a los cielos, las
ayudó a atravesar las puertas del White y a guiarlas hasta los sótanos.
El salón de caballeros era enorme, lujoso y con corredores intrincados.
Emily fue dibujando un mapa en su mente para poder escapar de allí si
algo salía mal.
La suerte es una moneda, tiene las dos caras. La buena: estaba tan
oscuro y lleno de gente que gritaba, vitoreaba, apostaba e insultaba que
nadie se percató de la llegada de Northon en compañía de dos caballeros
de dudoso aspecto. La mala: la pelea había comenzado.
Dos hombres sudorosos, sin apenas ropas, se golpeaban con rudeza en
el medio de un ring. El pobre de Nolan no sabía cómo cubrir los ojos de la
impresionable Daphne. Emily, en cambio, moría de preocupación y dejó
los recaudos atrás para adentrarse entre la multitud. La imagen, que debió
de ser sensual, se tiñó de rojo por la violencia.
Lady Webb no parecía tan horrorizada por el asunto como debió estarlo.
No podía quitar los ojos del pecho desnudo de Zachary, incluso cuando
otros brazos masculinos le daban cobijo. Jamás había visto a un hombre
sin ropa, y el cuerpo de Grant estaba apenas cubierto por un pantalón
ligero. El de su hermano, como era obvio, no podía interesarle menos.
Emily no opinaba lo mismo.
Si quedaba una barrera por romper, era esa. La de descubrir lo que se
perdía al no ser la mujer para Colin. Deseó ser viuda, británica, delgada y
una arpía, de ese modo tendría al menos la posibilidad de ser su amante.
Comenzó a detestar el cariño que Colin le prodigaba, porque era ese
sentimiento el que le impedía tomarla como a una más. Y era el mismo
amor el que en esos momentos la desangraba.
Avanzó contra la pared, dispuesta a interponerse entre ambos si era
necesario, a revelar su sexo ante los ojos de toda la nobleza británica…
estaba dispuesta a todo.
Los músculos de Webb se veían mucho más definidos de lo que las
recatadas prendas dejaban adivinar. Eran flexibles, firmes, se ajustaban a
su esqueleto y se movían con él de manera rápida y precisa. La
obnubilaban. No estaba preparada para esa versión del hombre que amaba.
Parecía una imagen digna de Da Vinci, la perfección del cuerpo humano, la
simetría perfecta… el milagro de la creación en un ser humano.
Enfrentado, otro que ella sí conocía y a quien temía por su fuerza y
capacidad de daño: Zachary.
No solo se enfrentaban británicos contra americanos, lores contra
plebeyos. Allí se batían dos estilos de lucha distintos… y esa vez, le
tocaba a Grant perder.
Las reglas del boxeo eran claras, no le daban espacio a maniobrar. Un
árbitro observaba la disputa e intervenía si los peleadores quedaban
pegados, si los golpes se volvían peligrosos o si las reglas de la
caballerosidad se rompían.
Fuerza contra velocidad. Eso atestiguaba Emily, y cuando pudo dejar el
corazón de lado en pos de la razón, tuvo que admitir que Colin no lo hacía
nada mal. Junto a las cuerdas, un hombre al que escuchó que llamaban
Jimmy decía ininteligibles órdenes. El acento de los bajos fondos, y no los
londinenses, sino los dublineses, le permitió a Emily concluir que se
trataba del entrenador de Lord Webb.
—Rápido, Webb, uno, dos, no te dejes alcanzar, ¡maldición!, muchacho,
uno, dos, pies, vista, levanta… —La señorita Grant no estaba segura de
que las órdenes le llegaran a Colin. Junto a su hermano, para total
bochorno, se hallaba Sean Walsh. ¡Oh, Dios, que no me vea! El americano
la reconocería de inmediato.
Lo entendía, su hermano necesitaba un aliado, alguien que estuviera a
su lado, y qué mejor que un coterráneo. De todos modos, allí los únicos
que se disputaban algo eran Zach y Colin, los demás solo se divertían con
el espectáculo. Otro rostro estaba oculto en la oscuridad, Lord Bridport,
que tenía prohibido el ingreso a White, pero que no dejaría solo a su
amigo.
Emily desesperó. Webb recibía los puños de su hermano con bastante
frecuencia, hasta había tocado la lona una vez. Había sangre en su rostro,
mucha, y la piel comenzaba a mostrar las rojeces de los impactos, rojeces
que se volverían moradas. Zach parecía estar mejor, aunque agotado por la
velocidad de su contrincante.
—Deja de correr, Webb —lo incitaba. Colin estaba concentrado,
enfocado, como si su vida estuviera en juego en aquella pelea sin sentido.
Los golpes que le llegaban lo hacían trastabillar, los que devolvía parecían
impulsados por una furia indescriptible.
Ella estaba acostumbrada a la violencia. La había visto en el Oeste,
sufrido, sin códigos ni control. Sin árbitros que mediaran, sin medidas de
protección… y sin embargo, allí, en el sótano de White, sintió miedo,
lágrimas y un nudo en la garganta.
Los golpes continuaban, alguien indicó que era el quinto round. Colin
hizo un buche con agua y escupió en un balde. Jimmy le repetía algo,
sobre mover los pies y esquivar las cuerdas. Le dolían los huesos, un ojo
comenzaba a cerrarse por el impacto de un puño. Miró a su oponente,
parecía más tranquilo que él, menos herido.
—Webb, muchacho, no estás concentrado —le recriminó el irlandés—,
sí, lo miras, lo mides, pero no estás aquí. No sé el porqué de esta pelea,
pero cuando entres allí, deja eso aquí. Las emociones no son buenas en el
ring.
—Entendido. —Sí, lo comprendía, aunque no lo podía acatar. No podía
dejar las emociones fuera, lo gobernaban desde el desafío en el Hyde Park.
Quería ser golpeado, porque lo merecía, a la vez que quería ganar, para no
alejarse de Emily.
Hizo un recorrido de la multitud antes de comenzar el sexto round.
Halló de inmediato los cabellos rojo fuego de su amigo Elliot, todos
sabían que estaba ahí pese a la prohibición. Lo que no esperaba era el
movimiento de mentón del vizconde, como si señalara un punto contra la
pared. Se giró para ver qué llamaba la atención del hombre, y allí, en las
sombras, la vio: Emily.
Su Emily. Se cubría la boca con la mano para impedir que los gemidos
de dolor que acompañaban a los de Colin se escaparan, tenía los ojos
acuosos y el rostro pálido por el miedo. Vestía como hombre, pero nadie se
creería semejante falacia. Sus senos pujaban los botones del chaleco, sus
mechones dorados se escondían bajo el sombrero y sus caderas se
redondeaban bajo la tela del pantalón. Las botas altas no hacían más que
recordar la forma de sus piernas, que en opinión de Colin estaban
diseñadas para medias de seda, encaje… para rodear a un hombre por la
cintura, para recibirlo a él y darle cobijo.
Las emociones entraron al ring. Jimmy estaba equivocado… esa fuerza
era la que necesitaba. No se iba a alejar de ella, y si para eso debía derribar
el muro que representaba Zachary Grant, así lo haría.
—¡Demonios, Webb! ¿qué haces? —preguntó el irlandés cuando Colin,
en lugar de seguir la estrategia de agotar las energías de Zach, fue en su
búsqueda. Se cubrió el mentón para evitar un golpe que lo dejara fuera de
combate, aunque eso le diera al contrincante libre acceso a las costillas.
Recibió uno, dos, tres cortos de Grant… el californiano saboreó la
victoria, buscó el cuarto impacto. Cuando la derecha salió disparada, Colin
quebró la cintura, escapó al golpe, y retribuyó, con el poco aire que
quedaba en sus pulmones, un gancho de izquierda que dio de lleno en la
mandíbula de Zachary.
Era el único golpe que, sin importar la musculatura, la fuerza o la
entereza, desbarajustaba a cualquier hombre. Claro, si se descontaban los
bajos, esos que, por fortuna, estaban prohibidos hasta en el sótano del
White. Grant cayó a la lona, el árbitro contó hasta diez y dio por finalizado
el encuentro. En el alboroto de apuestas, Colin bajó sin festejos, caminó
hacia el fondo y arrastró al hombre —mujer— que allí se encontraba en
estado de completo estupor. La llevó por los corredores hasta lo que
parecía ser un vestuario, el mismo tenía cubículos individuales y encerró a
Emily en uno de ellos.
—¡Qué demonios…!
—Esto tiene que terminar, Colin. ¡Oh, pensé que me moría!, ¿sabes lo
que se siente, aquí —Se señaló el pecho—, dividir los sentimientos de esta
manera? Saber que tu bienestar implica que mi hermano caiga en la lona…
—¡Tu hermano se lo buscó!
—¡Y tú se lo diste! —espetó Emily, que dejó el miedo atrás para
abrazar la ira.
—Sí, demonios, por supuesto que sí. Me crees un maldito cobarde,
igual que él, me creen un blando…
—¡No es cierto! —Emily se sentía morir. No se creía capaz de soportar
la furia de Colin, y eso era lo que tenía ante sí. Una tempestad, una de esas
tormentas que azotaban y destruían todo a su paso, esas de las que solo se
salía reconstruyendo lo poco que dejaban a su paso.
—Me creen poco hombre —dijo al fin, Webb, dolido—. Pues ahí tienes
tu respuesta, Emily.
—No es cierto, Colin. No lo es, no te considero poco hombre, no… ¡No
tienes que probar nada! —La voz de ella se alzó, hasta quebrarse en el
aire.
—Sí tengo que hacerlo.
—¿A quién? ¿A mi hermano? ¿A ese grupo de lores perezosos? ¿A
quién tienes que probarle algo?
—¡A ti! Emily, a ti… yo… —El dolor, las secuelas de la pelea, todo
impactó en el cuerpo de Colin Webb cuando se dejó caer en el piso y se
cubrió el rostro inflamado con las manos aún vendadas. El sudor perlaba
su piel, el olor de su cuerpo transpirado inundó las fosas nasales de Emily
como un afrodisíaco. Olía a hombre, olía a él, ¿cómo podía creer que tenía
que probarle algo?
—Colin… no hagas esto.
—Tu hermano ha adivinado la farsa, aunque no se lo haya confirmado,
lo ha adivinado. Me desafió, si perdía, me debía alejar de ti. Era más fácil
perder que ganar, era más fácil rendirme que esto… entonces, ¿por qué,
Emily, por qué rendirme me parece imposible? ¿por qué cuando se trata de
ti no puedo hacerlo?
—Colin… por favor, no lo hagas —le rogó la muchacha. No soportaba
el dolor de él, ni el físico ni el de su corazón. Ambos le daban de lleno,
como si hubiese sido ella la contrincante en ese ring, la que peleaba contra
él… y al igual que Zachary, no podía ganar. Su fuerza no bastaba.
—No puedes estar aquí, y, sin embargo, me alegro de que lo vieras, Em.
De que vieras lo que soy capaz de hacer por ti. —Colin había ganado, y a
pesar de ello, lucía derrotado. Otro Grant era el que lo dejaba en la lona, y
no había árbitro que pudiera impedirlo, no existían las reglas entre ellos
dos.
—No lo haces por mí, yo no necesito nada de esto.
—¿No lo entiendes? No, cómo podrías… cómo podrías, siendo tan…
perfecta, única, siendo tan… tú… comprender lo que haces. —Webb alzó
sus ojos celestes y los fijó en los de ella. La lección aprendida, la de no
caer en las trampas de un rostro bonito, se evaporó. No tenía defensas ante
él, menos cuando mostraba ese lado, el vulnerable. Colin creía que eso lo
hacía menos, y ella pensaba que eso lo hacía perfecto—. Me haces sentir
hombre, Em, me haces sentir más hombre de lo que jamás me sentí. Más
entero, me convences, por momentos, lo logras, de que no hay nada malo
en mí, que soy digno de tenerte, de abrazarte, de besarte. Me haces creer
que merezco tus besos, y luego…
Emily lo besó, porque las palabras no salían de su garganta. En ese
punto exacto en el que las emociones la estrangulaban. Los labios de Colin
sabían a sudor y a sangre, y a él en estado puro. Nada le importaba, ni que
la descubrieran, ni que la mancillaran. Nada era más relevante que abrazar
a Colin hasta que todas esas partes sueltas se unieran, hasta que sanara por
completo… Las lenguas danzaron en sus bocas, se acariciaron, exploraron
lo prohibido. Las manos del hombre podían dibujar el contorno del cuerpo
de la mujer, y las de ellas… las de ellas tenían toda la piel para explorar.
El pecho desnudo de Colin se pegaba al suyo, y los pezones se erizaban en
busca de un contacto que solo limitaba la tela de su camisa.
—Detente… —suplicó él—, porque conozco lo que sigue a esta
sensación.
Emily lo miró desconcertada, sin comprender.
—Sí, Em, después de la gloria de tenerte en mis brazos llega el
infierno. La otra parte de lo que me haces sentir, lo que me lleva a esta
locura y a mil más.
—¿Importa? —preguntó Emily, rendida por completo—, ¿acaso
importa, Colin? Prefiero el cielo y el infierno, prefiero conocer las dos
cosas que ninguna.
—Emily… —El significado de esa declaración era claro, lo atravesaba,
le robaba lo último que quedaba de él. ¿Quería él lo mismo? ¿Saborear la
felicidad antes de la vida sin ella, o prefería no conocerla para no
lamentarse? La vida lo había dejado sin opciones, había optado por él,
porque ya estaba condenado a amar a esa mujer y a no tenerla, la única
posibilidad que restaba por elegir era si una vez o nunca.
Y nunca era una palabra muy pesada…

Elliot había asomado sus narices en los vestuarios para presenciar algo
que no debía.
—Soy ciego y mudo, pero por fortuna —le dijo a la pareja que se
devoraba en el suelo del lugar—, no soy idiota. Tu hermana también está
en pantalones escondida en la multitud.
—¡Maldición! —Colin se puso de pie, y cubrió a Emily con su cuerpo.
Bridport solo atinó a alzar la ceja.
—¿Qué piensas hacer? —Si era una competencia de rojos, sería la
primera vez en la vida en la que Elliot perdía ante alguien—. Yo me
aseguro de Daphne, Colin. Tu encárgate de Emily, pero antes… ven.
Emily quedó oculta en el cubículo, lejos de las miradas de los hombres.
Ellos se alejaron hasta que sus oídos quedaran también vedados.
—Eres mi amigo, y te aprecio —La voz de Elliot Spencer dejó entrever
una autoridad pocas veces usada—, no pienso meterme en el medio de tus
asuntos. Siempre fuiste el que usaba la cabeza de los dos…
—Dilo de una vez.
—¿Sabes lo que harás? Mejor dicho, ¿lo saben? Los dos.
—No… ¿satisfecho?
—Sí, increíblemente esa era la respuesta que esperaba. Si es así… me
voy a salvar la reputación de tu hermana. Escucha bien, eh, para captar la
ironía que flota en el aire: yo, Elliot Spencer, me iré a salvar la reputación
de una dama, y tú, Colin Webb… —Lo dejó allí, con la frase inconclusa y
la mente hecha humo.
Emily reía de nervios, frustración y una cuota de alivio. Solo esperaba
que la discreción de Lord Bridport llegara hasta su esposa, porque Miranda
la mataría. Todo el mundo lo haría. Había perdido la razón.
No se trataba como Cameron, que se había entregado bajo la promesa
de matrimonio. No, ella se marchaba de ahí con la intención de convertirse
en amante. Y la pena la agobiaba al saber que, de todas las amantes de
Lord Webb, ella sería la única que tendría solo un día. Una noche. Le
hubiera gustado demandar su trato, ese que le sumaba un año a la condena
de perderlo.
—Emily, ¿estás segura de irte de aquí conmigo?
—De todos modos necesitas ayuda. Estás sangrando, golpeado,
sudado…
Los labios de Colin se curvaron, su mirada se rasgó en una sonrisa que
la alcanzaba y que exponía el daño hecho por los puños de Grant.
—Salgamos de aquí, eso es lo primordial. Salir sin que nos vean… —
Colin no tenía intenciones de dilatar el asunto. Se colocó el abrigo sobre la
piel desnuda y sudada, y con tan solo eso, juntos, se escabulleron por los
corredores de servicio. Salieron por la cocina hasta el callejón trasero,
donde la basura se acumulaba y el glamour se perdía en el hedor.
—El coche que alquilé debía esperarnos en la salida del callejón —dijo
Emily—, espero que esté aún. Tardamos más de lo previsto… —
Avanzaron por la noche hasta dar con el carruaje. El chofer se había
quedado dormido, y tuvieron que sacudirlo para que entrara en acción. El
hombre lo hizo tras un curioso vistazo a la pareja de pasajeros. Una dama
vestida de hombre, en un disfraz bastante malogrado, y un lord golpeado,
semidesnudo que intentaba disimular el penoso estado tras un pesado
abrigo.
La casa de soltero de Lord Webb se encontraba en el barrio de la del
alquiler de los Grant, y era casi tan lujosa como esa. La diferencia en el
decorado indicaba que se trataba de un lugar masculino, de un santuario
personal. Todo ahí gritaba el nombre de Colin.
El joven lord dio varias órdenes al ingresar, entre ellas, que fueran a la
casa de los Grant, sobornaran a una empleada y le trajeran una muda de
ropa a Emily.
—Al parecer está bastante familiarizado con los «problemas
femeninos», milord —recriminó Emily con una mezcla de celos y humor,
a lo que Colin solo sonrió.
—No tanto como me gustaría.
—Debemos atender esas heridas, no puedes seguir sudado, esto no es
California, aquí podrías enfermarte por más que sea verano.
Colin podría haber llamado a su ayudante de cámara, a cualquier
sirviente, pero quería que ella lo hiciera. La deseaba, la deseaba en su
cama, desnuda, gimiendo de placer. Y también deseaba eso, sus caricias,
sus besos, sus cuidados.
El baño no tardó en estar listo, los empleados de Lord Webb eran todo
lo eficiente y discreto que un hombre soltero necesitaba. Las reglas se
volvían laxas bajo el techo de un dandi, de un hombre que acostumbraba a
recibir visitas femeninas a altas horas, en situaciones extrañas. La vida de
un hombre era todo lo que no era la de una mujer, y Emily se prometió que
cuando al fin le tocara el turno de rendirse, de planear su vida, lo haría
buscando esa misma libertad.
Ascendió los peldaños junto al hombre que amaba, quien volvía a
mostrar su torso desnudo, sus golpes y magullones, y juntos llegaron a la
recámara principal. Una habitación de muebles de caoba lustrada,
decorada en azul y dorado. El aroma al jabón de afeitar, al almidón de las
camisas… a la piel de Colin flotaba en el aire dándole la bienvenida al
hogar.
—Em… —Se detuvo en el medio de la habitación—, quiero que
sepas… quiero que sepas que podemos detenernos. En cualquier momento,
no importa.
—Colin… eso no pasará. Lo deseo, deseo que suceda esto entre
nosotros, el único que puede decir basta eres tú. Si no lo deseas…
—Claro que sí, oh, Dios… —Se silenció porque se sintió ridículo. Ella
era la virgen e inocente dama seducida por el patán, entonces, ¿por qué era
él quien temblaba de miedo? ¿por qué se sentía como un inexperto? La
respuesta resonaba en sus tímpanos hasta aturdirlo: porque la amas,
porque sabes que será distinto con ella.
—Necesito un baño —proclamó—, pero no pienso otorgarle esa
ventaja, señorita Grant. Ya he visto lo peligroso que es confiar en los
americanos.
Emily soltó una risita divertida.
—¿Ah, sí? ¿y qué propone?
—Pues… —Colin se acercó más a ella y la besó. Se apoderó de su boca
con avidez, con hambre. La saboreó, la obligó a abrirse a él. Emily gemía
por respuesta, rendida a las caricias, a las sensaciones. La lengua de Colin
la invadía y despertaba en ella un deseo que le resultaba desconocido.
Llevaba meses anhelando ese momento, desde que sus ojos se posaron
en él, solo que recién en esos instantes, cuando la decisión estaba tomada,
cuando se sentía con las riendas de su destino, se permitió vivir los
momentos con Colin sin miedo. Ya no quedaba nada por perder, su
reputación no le importaba, ni su orgullo, ni su corazón. Solo eso restaba,
e iba a tomarlo. Las manos de Webb eran de la misma idea, con la
distracción de sus besos tomó ventaja sobre Emily para desnudarla. Las
prendas femeninas le eran familiares, sí, pero las masculinas daban un
acceso mayor. En pocos segundos, los senos de Emily estaban al
descubierto, listos para su exploración.
Nada había preparado a Colin para esa imagen. Los había soñado,
deseado… los había imaginado, aprisionados bajo el corsé, cubiertos por
la camisa… su mente no podía con la realidad. Tomó uno en su mano, y el
gemido de la muchacha se unió al suyo. Era grande, pesado, coronado de
un pezón rosado que invitaba a su boca. Webb cayó de rodillas. Así, ante
ella, ante la belleza de Emily.
—Em… —murmuró antes de posar los labios en su vientre, en su
ombligo, donde hundió la lengua al tiempo que se deshacía de los botones
del pantalón. Emily sentía el ardor de la pasión mezclarse con el de la
vergüenza, los pensamientos la azotaban, le gritaban que no era tan
hermosa para competir con el pasado de Colin… sin imaginar que Colin
acababa de perder su pasado, de olvidarlo. Ella lo había barrido por
completo. Al igual que él barría sus caderas, con caricias de fuego que
arrastraban lejos el pantalón.
Un grito ahogado salió de la garganta de Emily cuando Colin se puso de
pie, de golpe, y en un movimiento ágil y no demasiado gentil, la arrojó
sobre el mullido colchón. La señorita Grant se observó sin poder creer que
ellos dos formaran esa escena erótica. Él sudado, lastimado, herido, y ella
con una camisa atrapada en sus antebrazos, un pantalón bajo la cadera,
trabado en las botas masculinas que Webb intentaba quitar.
—Serías un buen ayudante de cámara —bromeó ella al ver la
frustración de su amante.
—¿Eso cree, señorita Grant? Es de mala educación reírse de los
condenados —la reprendió tras quitar la segunda bota. Se lanzó sobre ella,
y la tela del pantalón le impidió a la muchacha abrir las piernas para
recibirlo. Colin jugaba con ella, con el deseo compartido. La erección del
hombre se hacía notoria bajo la tela y presionaba la pelvis de Emily, sin
que ella pudiera más que quejarse por no conseguir el roce anhelado.
Webb la volteó, le quitó los pantalones al fin, lo mismo hizo con la
camisa, y recién cuando ella estuvo por completo desnuda, hizo lo mismo
con las pocas prendas que llevaba.
—Ahora estamos en igualdad de condiciones, Em… me encantaría
decir que así te quité la ventaja, pero me rindo… me rindo por completo.
—Buscó sus labios una vez más, para depositar besos desesperados—.
Siempre me ganarás, siempre conseguirás ser más de lo que espero…
—Colin… —pidió ella—, abre los ojos, ábrelos por mí. Míranos.
Estamos desnudos, estamos rendidos. No hay más nada que se interponga
entre nosotros, se fueron a ese montón —Señaló las prendas arrugadas—.
Por esta noche, allí quedan los miedos, las inseguridades… hasta mi pudor
se fue con esos pantalones.
—¿Pudor? Em… Em, si te vieras con mis ojos, no te vestirías jamás.
«Y si tú te vieras con los míos, sabrías que eres el hombre perfecto»,
ahogó la respuesta en un nuevo beso, porque sacar a colación el tema sería
apagar la hoguera. Y ella solo quería arder, por unas horas, por una noche,
por el tiempo que pudiera… solo arder.
El sudor de Colin, sus heridas, le recordaron la falta de atención, la tina
que aguardaba por él y los paños para vendar los magullones.
—Ven, ¿no era para esto que me desvestiste? —jugueteó ella y fue
hasta la tina. Colin la observó desconcertado, olvidando por completo las
heridas.
—Solo necesitaba una excusa, me valí de ella —replicó en el mismo
tono. El cuerpo de Webb se tensaba ahora por otra razón, por el deseo. Su
erección reclamaba a Emily, su piel pedía por ella, y si la ponía en pausa
era solo por respeto.
Un respeto que la muchacha no deseaba. No lo invitaba a la tina porque
lo quisiera limpio, ni por postergar lo de ellos. Sino para dilatarlo, para
extender el momento… para torturarlo.
Colin se sumergió en el agua, y Emily supo lo que tramaba. Arrastrarla
a ella también. Salpicaron el suelo a su alrededor y cargaron la habitación
de risas divertidas y de gemidos placenteros. No tenían demasiado
espacio, y él la instó a montarse a horcajadas. El roce del pene contra la
entrada de su cuerpo la hacía gritar de placer en cada movimiento, aunque
no le impidió llevar a cabo la tarea, solo la hizo deliciosa.
Con el paño y el jabón, lavo cada herida de Colin, cada corte, cada
raspón. Y mientras lo hacía, él la acariciaba, la besaba, saboreaba sus
pechos y la castigaba con el vaivén del agua. Emily sentía el modo en que
su cuerpo se preparaba solo para la invasión que llegaría, no se trataba de
la humedad del baño, otra, que nacía en su interior, comenzaba a hacerse
presente. Su entrepierna estaba sensible, al igual que sus pezones, ahí
donde la boca de Colin no daba tregua.
Él la observaba, la dejaba hacer, y se deleitaba de la imagen de la
muchacha. La cintura llena lo tenía encantado, no dejaba de aferrarse a
ella, de tomarla con fuerzas de esas amplias caderas para que las acercara
más a él, a la parte de su anatomía que latía en un frustrado reclamo.
Emily finalizó el baño tras enjuagar el cabello de Colin, que lucía dorado a
la luz de las velas de la recámara y que, en esos momentos, todo hacia
atrás, dejaba al descubierto las facciones perfectas del rostro masculino.
Las bocas volvieron a unirse, las lenguas a tocarse, y solo se separaron
un segundo:
—Em, rodéame con las piernas —demandó. ¡Oh, cuánto tiempo llevaba
soñando con esas palabras! Las firmes piernas de Emily se aferraron a su
cintura, notaba que no se sentía segura, que creía que su peso sería
demasiado para él. Le probaría lo contrario, le demostraría que esas
inseguridades no tenían fundamentos. Su cuerpo era todo lo que el de él
reclamaba. La alzó de un solo movimiento, y salió de la tina, llevándose el
agua con él hasta el colchón. Ahí, con desenfado, comenzó a quitar las
horquillas que sostenían el cabello de Emily, para poder contemplarla
como lo que era… su ninfa. Su extraña y única ninfa, que domaba corceles
y miedos, que conquistaba países y hombres. La cabellera dorada no tardó
en caer en pesados bucles que enmarcaron su cuerpo, y en ellos, Colin
enredó sus dedos para inmovilizar la cabeza de la muchacha y saquear su
boca.
Él también extendía el momento, retrasaba la unión. No quería que
finalizara, deseaba hacer de esa noche, una noche eterna. Sus cuerpos se
volvieron el obstáculo insalvable, la demanda de sus pieles no soportaba
un segundo más de tortura.
Colin arrastró su boca por el cuerpo de Emily, saboreando cada rincón,
dejando su impronta de dientes y marcas. Ella sumaba a las heridas de
combate las suyas, las de sus uñas, unas líneas que Webb deseaba que
jamás desaparecieran.
—Em… —fue la última súplica. Llegaban al punto exacto en el que no
existía retorno.
—Sí, Colin…
Se acomodó sobre el cuerpo de ella, y Emily no tardó en rodearlo con
las piernas, en marcarle el sendero que ambos conocían. Él se abrió
camino en su interior, con delicadeza, un centímetro a la vez hasta quedar
cobijado por completo en la húmeda calidez de Emily Grant. El dolor
virginal no duró demasiado, apenas un par de lentos embistes bastaron
para que ella se adaptara al hombre, a uno que parecía hecho a su medida.
Los gemidos rompieron la noche, el crujir de la cama se sumó a ellos, y
por último… sus nombres entre los labios unidos. Sus ruegos ahogados en
las sensaciones, y los silencios, las palabras que pujaban por salir. Lo
sentían en sus pieles, en la cumbre del placer, en el momento en que Colin
se derramaba en su interior y ella lo recibía por completo.
Lo callaron, porque habían tocado el cielo y bajar al infierno con esas
palabras significaba una condena mayor de la que podían soportar.
CAPÍTULO 13

El gran club de la mentira fundado por el par de tórtolos más famoso de la


ciudad seguía sumando miembros, a Zach y a las muchachas americanas
se les había adosado Elliot y, en breve, obtendría la membresía la figura
femenina que restaba: Daphne Webb.
Era de esperarse que la jovencita, cuya belleza solo era menoscabada
por su intrépida agilidad mental, descifrara de un momento a otro la
realidad que se ocultaba bajo las alfombras de ese compromiso.
En los últimos días, Emily Grant se había convertido en una presa
difícil de cazar. Los argumentos para sus negativas a una tarde de té o un
paseo de media mañana hallaron su justificación en la innumerable lista de
preparativos de compromiso. Ahora, ya con el suceso transformado en
anécdota, la joven Webb no entendía el porqué de la distancia forzada de
su amiga, esa que estaba a meses de convertirse en su familia.
El evento de la noche en lo de Lady Thomson, una fiesta de
presentación de una debutante de la cual apenas había oído hablar, le
brindaba la oportunidad para llegar a Emily sin evasivas, porque no era
tonta, eso era lo que hacía la señorita Grant, y no solo ella, también su
hermano. Colin se valía de su comportamiento indecoroso en el White
para finalizar cualquier posible conversación. No requería de muchas
piezas para armar el rompecabezas, en especial, porque acababa de darse
cuenta de que no existía ninguno. Sufría de la sobreprotección de Colin
desde temprana edad, y si de algo estaba segura también, era de que su
hermano no lidiaba muy bien con los celos, demás estaba esperar que
trasladara esas «cualidades» a su futura esposa. ¿O no? ¿Desde cuándo
Lord Colin Webb permitía que un coro de lores solteros rodeara a su
prometida con cánticos de conquista en los labios? Ella se sentía incómoda
y molesta ante tal espectáculo. ¿Y Colin? Colin se encontraba en el otro
extremo del salón, mordiéndose los labios al contemplar lo mismo. ¿Qué
demonios estaba sucediendo ahí?
—Necesito hablar contigo —susurró al oído de Emily ni bien estuvo a
centímetros de ella. Saludó a los presentes—. Lord Wadlow... Lord
Hemsley... Lord Lowell. —El último apellido abandonó su boca con
hastió, se veía en la obligación de actuar en nombre de su hermano.
¡Aléjense aves rapaces, han llegado tarde!—. Si nos disculpan, la señorita
Grant y yo debemos encargarnos de unos asuntos.
—Por favor, milady. —Lord Hemsley le abrió camino a ambas.
—Antes de marcharse, señorita Grant —Lord Lowell se dio el permiso
de interrumpir la partida—, recuerde de reservar un baile para mí.
Emily, a pesar de que trataba de huir de Daphne a cada momento, se
hallaba feliz de su intromisión. ¡Dios, algunos lores eran comparables a
las sanguijuelas!
—Por supuesto, Lord... —dijo con las manos temblorosas en busca del
carnet de baile.
Aunque le doliera, ella debía seguir con su parte de la farsa, requerían
de un buen motivo de separación, uno que todavía no habían pensado.
¿Quién se llevaría el premio mayor? Colin insistía en que fuese ella la que
pusiese un fin al compromiso. Emily opinaba la opuesto, él tendría que
hacerlo, de lo contrario... ¡Nadie lo creería! ¿la joven americana? ¿la que
babeó por él desde su arribo a Londres? ¿esa americana rompiendo el
compromiso? Ella estaba en lo cierto, y él en desacuerdo. Como fuese, no
encontraban el punto intermedio.
—Lo siento, Lord Lowell —Daphne finalizó por ella, tomó el carnet de
baile de Emily como si fuese el suyo—. En otra oportunidad será, ya está
completo —finalizó alejándola a la rastra.
—¿Completo? —musitó Emily dejándose manipular por la muchacha
—. Mi popularidad no ha crecido tanto.
—¿Y desde cuando a ti te importa la popularidad? —alegó una vez que
llegaron a los ventanales que se comunicaban con los jardines. Ahí
tendrían la tranquilidad necesaria.
—No me importa...
—De ser así, demuéstralo y deja de sonreír a cuánto lord se te acerca.
—Estaba poseída por el espíritu Colin.
—¿Y eso me lo dice la especialista en sonrisas? —El motivo del
comportamiento de Daphne pasó a segundo plano. Emily no estaba de
humor para ello. Ninguna de las dos lo estaba—. ¿Qué te sucede? ¿Qué
bicho te ha picado? —Era necesario poner los puntos sobre las íes.
—¡Eso mismo me pregunto yo! Llevo días tratando de llegar a ti...
—He estado muy ocupada —dijo esquivando su mirada.
—Sí, siendo cortejada por otros lores... ¿Acaso estás contemplando la
posibilidad de otro hombre, Emily?
—¡No! ¡Por supuesto que no!
Jamás sucedería, su corazón, su cuerpo, no aceptarían a nadie más. Le
pertenecerían a Colin hasta el día de su muerte. Solo seguía el juego
pactado por él, porque todo se trataba de él, incluso la satisfacción de creer
que estaba haciendo lo correcto.
—¿Qué está sucediendo, entonces? Porque algo sucede, no me lo
niegues. Algo cambió desde ese maldito enfrentamiento entre Zach y
Colin. —Un par de minutos junto a Emily le bastaron para despejar las
dudas de sus pensamientos—. ¡Estuve días sintiéndome mal conmigo
porque me hacía responsable de cada uno de los cortes y magullones de
Colin!
—Deja a un lado el dramatismo, Daphne, conmigo no te sirve. —Fue
dura con ella. Cuando la verdad saliera a la luz, Daphne sería la primera en
odiarla. Dilatar el sentimiento no tenía mucho sentido.
Emily Grant era un auténtico tesoro, de esos que llegan a oídos de los
expertos de la mano de lejanos rumores, su problema era que el mapa que
trazaba el camino a su riqueza estaba marcado por cada una de sus
expresiones, de sus palabras, de sus silencios. Para aquellos que se habían
embarcado en la búsqueda de su conquista, llegar a ella era una tarea
agotadora, pero sencilla.
—Te equivocas, me sirve lo suficiente como para darme cuenta de que
tú, no eres tú... —resopló al reconocer que no se había equivocado. Una
tormenta se avecinaba—. Y mi hermano no es mi hermano. Por momentos
lo es, cuando está contigo... luego te marchas, y desaparece. Lo noto en él,
en los dos... ¿Cómo se puede amar y sufrir al mismo tiempo? —No era
tonta, ni ciega, todavía cargaba con una dosis de inocencia, solo eso—. Es
como saborear la decepción de antemano, Emily... lo sé. No voy a hablar
en nombre de tu corazón, tampoco en nombre del de Colin, solo del mío,
porque ¿sabes qué? Sus corazones no son los únicos puestos en riesgo.
De a una, las víctimas colaterales caían a sus pies.
—Daphne... —quiso interrumpirla, disculparse por el exabrupto de
segundos atrás. No se lo merecía. Ella no lo permitió.
—No, lo que sea que vayas a decir, solo dilo si es la verdad. —La joven
Webb utilizó el ultimátum.
La mentira dolía, pesaba, y como una pequeña bola de nieve en plena
avalancha, crecía... pronto los derrumbaría a todos.
A Daphne, el silencio de Emily se le hizo perpetuo, lo que le hacía
presuponer que la verdad era difícil de digerir para la californiana.
—Por lo visto, alguien te ha comido la lengua... y no precisamente los
ratones. —Desvió la mirada en dirección a su hermano que, atento, las
observaba desde el otro lado del salón—. No te preocupes, no necesitas de
palabra alguna, yo hago las preguntas, tú solo asiente... ¿de acuerdo? —La
puso a prueba.
Los días de su mentira estaban contados. Asintió.
—Lo primero, solo para confirmar que no mientes —Buscaba un
verdadero «sí»—. ¿Amas a mi hermano?
La respuesta era de conocimiento popular. Emily lo confirmó con un
delicado movimiento de cabeza.
—¿Colin te ha contado su secreto?
La comunión de miradas no se hizo esperar. Esa información era lo más
importante de todo, de hecho, Daphne había oído a sus padres hablar al
respecto, por eso el afecto hacia la americana había crecido de manera
exponencial para los Sutcliff y estaban ansiosos de recibirla en la familia.
Emily asintió.
—¿Y aun así piensas casarte con él?
No hubo movimiento de respuesta. No existía uno. ¿Cómo explicarle
que ella estaba dispuesta a todo con Colin, pero él no.
—¡Emily! ¿piensas casarte con él? —le reclamó.
—No... no Daphne. ¿Quieres la verdad? ¡No voy a casarme con él!
¡Al diablo con la mentira! ¡Al diablo con la verdad! No había lugar para
nada más. La noche en brazos de Colin no había sido más que una
condena. No se arrepentía, le había entregado todo, y cuando ponía en
perspectiva lo que había ocurrido, la que salía perdiendo en ese mundo de
hombres era ella. Podía esperar y aceptar el desprecio de cualquier
hombre, de todos, pero no de él. Culpa y desprecio de sí mismo, podía oler
ese perfume en Colin, un perfume que, de manera irremediable, le
inundaba las fosas nasales para intoxicarla sin piedad. Lo que había sido la
mejor noche de su vida, amando y dejándose amar, se había convertido en
un abrupto desenlace entre ellos.
—¡No voy a casarme con tu hermano porque él así lo ha decidido!
¡Porque no se siente un hombre completo, y teme arrastrarme a ese vacío
con él! Porque cree que lo que él considera conveniente para todos es lo
correcto, y eso significa armar esta fantochada de compromiso para que
otro hombre se interese en mí, algo que, por lo visto, le funcionó. —
Estallar de esa manera conteniendo las formas fue una tarea que requirió
de su máxima destreza. Lo logró, la conversación no traspasó los límites
establecidos. Respiró para recuperar la calma. No la consiguió, Colin
atravesaba el salón en dirección a ellas. —Amo a tu hermano, lo amo
como nunca pensé que se podía amar a alguien, y nada me haría más feliz
que pasar el resto de mi vida a su lado... pero no, Daphne, no voy a
casarme con él. ¿Eso responde a tu pregunta?
¡Condenadas lágrimas, no se atrevan a salir! ¡No, no lo hagan!
Tarde, la vista se le nubló. No quería dar un espectáculo por adelantado
ante la nobleza británica, debía guardarse lo mejor para el día en que se
bajara el telón.
—Em... Emily... —Daphne no podía creer lo que había oído. ¿En qué
demonios estaba pensando su hermano? Quería ahorcarlo por idiota, por
hacer que Emily derramara esas lágrimas.
—Permiso —dijo apartándola, un par de pasos la separaban de Colin, y
no quería enfrentarlo—, necesito ir al tocador.
—¡Deja que vaya contigo, por favor! —La pena se deslizaba en sus
palabras.
¡Más culpa Webb! ¡Lo que le faltaba! No, ya tenía suficiente para toda
la vida.
—No, necesito estar a solas...

Huía, podía notarlo, y Colin no se lo reprochaba. Le había fallado y


mentido por partes iguales. ¿Cuál sería su excusa ahora? Porque un buen
matrimonio ya era algo desestimado, lo sabía, él le había robado esa
posibilidad. Con ella todo era un paso hacia adelante, y veinte hacia atrás.
Era como si una extraña fuerza sobrenatural se empecinara a empujarlo a
aquel instante, a aquel día, ese en el que Emily Grant había aparecido en
su vida. Llevaba las últimas noches haciéndose la misma pregunta, si
pudiese volver el tiempo atrás, ¿qué haría? Lamentablemente, la misma
respuesta se repetía como un eco en su mente y en su corazón: la amarías,
eso harías.
Emily era su laberinto personal, estaba atrapado en ella, y cuando
silenciaba a los absurdos de su razón, reconocía que lo estaba porque así lo
deseaba.
Había amado a su cuerpo por pura necesidad, y lo había marcado con
sus besos porque quería que el mundo, y cada condenado hombre viviente
en él, lo supiera: la había amado primero.
Necesidad y egoísmo. Otra combinación explosiva que no medía las
consecuencias.
—¿Qué le has hecho? —le demandó a su hermana.
Daphne no pudo más que doblarse en una irónica carcajada.
—¿Y tú lo preguntas? No te hagas el inocente, Colin, ese papel ya
queda relegado solo a Thomas. ¿Cómo pudiste? —dijo golpeándole el
pecho con su abanico, cuando no estuviesen en público, lo abofetearía con
gusto—. ¿Cómo pudiste jugar con su corazón?
—No es esa mi intención... solo quiero que ella... —Estaba preparado
para eso, tenía el discurso armado a la perfección.
—¡Calla, ya! No vengas a interpretar conmigo el papel de buen
samaritano. ¿Lo que sea que tengas «planeado» incluía la noche luego del
White? —Esa fue una magistral bofetada, la mejilla de Colin se enrojeció
sin el contacto de su mano—. ¡Por supuesto que no! Esa parte del plan se
gestó dentro de tus pantalones.
De algo estaba seguro, lo que estaba dentro de sus pantalones nada tenía
que ver, si por ellos fuese, Emily hubiese compartido más noches de las
que pudiese contar a su lado, sería su amante, algo que ella había
manifestado en más de una oportunidad.
Se negaba a darle ese lugar, y aquella noche... aquella noche el deseo
había gobernado sus pieles gracias a la puja de los corazones.
—No, me conoces lo suficiente como para saber que ese no soy yo. —
Defenderse parecía casi imposible. Aun así, lo intentó.
—¡Esa es la cuestión, Colin, te desconozco! Tú te desconoces, es más...
creo que lo has hecho toda tu vida. ¿Amas a Emily? —le reclamó esa
respuesta que él evitaba una y otra vez—. Es sí o no, Colin. Es tan simple
como eso...
Si reconocía que la amaba, si esa confirmación abandonaba sus labios,
sellaría un pacto con su corazón sin vuelta atrás.
No le haría eso a la mujer que amaba, no la condenaría a una vida sin
futuro.
—Ni siquiera tienes el valor para contestar. —Estaba enojada, ofendida,
por Emily, y por cualquier otra mujer que se encontrara en similar
situación. Eran víctimas del sentimiento, de lo que se debía hacer, de lo
que no. Tomaría nota del rol que le tocaba vivir, el velo del desencanto
caía, nada más ni nada menos, que de manos de su hermano—. Repito... te
desconozco, pero no importa, solo importa que le pongas fin, hoy mismo.
—La joven Webb se cargaba un ultimátum detrás de otro. La realidad
pintada de rosa, la única que conocía, comenzaba a cambiar de color.
—Daphne, mantente al margen de esto...
—Hoy mismo, Colin, luego de la fiesta... de lo contrario, yo misma lo
haré.

Las lágrimas se quedaron ahí, ancladas en los párpados, recordándole


que ya no era la Emily Grant que el esnobismo inglés había bastardeado
por lo bajo; era la cien por ciento original, la libre, la que decidía por sí
misma, sin máscaras de vergüenza o incomodidad. No le debía eso a
Colin, cualquiera pensaría que sí, que él había roto el cascarón del patito
feo devenido en cisne, pero no. No era el hombre, era el sentimiento.
Amarlo la había convertido en una mujer aún más fuerte de lo que era,
capaz de tolerar una vida de eternas tormentas. Nadie podría arrebatarle
ese amor, ni el dolor, ni la mentira. Compromiso o no, ese amor le
pertenecía a ella.
Contempló su rostro en el espejo, arqueó los labios simulando una
sonrisa. ¡Solo un poco más, Emily! ¡Solo un poco más!, se repitió en
silencio.
Era reconfortante saber que regresaría a casa más rápido de lo que
había imaginado, no sería como ellos, ya no seguiría las normas, ni las
aceptaría como un privilegio. ¡Matrimonio por contrato! Matrimonio sin
amor sería la expresión correcta. Pensar que antes creía que la decepción
de fallarle a sus padres era lo peor que podía sentir. Casarse con un nombre
que no amara lo era.
Pensó en Louis, y en lo que todos consideraban como su «maldito
enamoramiento» hacia Salma, una de las muchachas del burdel. Era
tiempo de reformular ese concepto, dejar de subestimar el sentimiento de
su hermano, a temprana edad había descubierto su significado, y aunque la
vida y todo su alrededor había cambiado, se mantenía aferrado a un amor
que parecía igual de imposible que el de ella. Lo de «imposible» radicaba
en la testarudez humana, era necesario aclarar esto último. Junto a Louis
tendrían grandes debates de madrugada en torno a ello.
Apretujó sus mejillas con la yema de los dedos, un leve tono rosado le
decoró el rostro. ¡Perfecto!
Abandonó la tranquilidad del tocador para retornar al centro del
huracán social. Era increíble, meses atrás conseguía las miradas de todos
por lo llamativo de su vestimenta, en el presente obtenía lo mismo por el
simple hecho de ser la prometida de un futuro conde. ¡No le daban un
minuto de respiro, malditos británicos voyeristas!
—Señorita Grant... ¡qué casualidad encontrarla por aquí! —Una voz
femenina la sorprendió por la espalda.
El cuerpo de Emily se estacó en el suelo. De todas las voces posibles,
esa. Giró sobre los talones para enfrentarla.
—Lady Merrington... —Decir su nombre era comparable a tragar un
millar de agujas —. Supongo que en eventos como estos las casualidades
no existen, ¿no es así?
¡Maldita embustera, guárdate tus falsas formas para otros!
¿Casualidad? ¡Por favor, no le había quitado los ojos de encima en toda la
noche!
—Tiene razón, señorita Grant... ¿o ya debo llamarla Lady Webb? —El
veneno salía de su boca, en leves dosis, pero veneno al fin—. Meses más,
meses menos...
—Señorita Grant —la interrumpió sin ánimos de extender la
conversación—. El título de lady me tiene sin cuidado... —finalizó con
una pequeña bofetada directa a su ego. Con algo tenía que darse el gusto.
Alzó unos centímetros su falda dispuesta a alejarse. Volvió sobre sus
talones, no pretendía brindarle despedida alguna. Lady Anne la detuvo
sujetándola por el brazo.
—Por supuesto que te tiene sin cuidado, muchachita mediocre. —La
atrajo hacia ella para gruñir esas palabras en su oído—. Nunca serás una
«lady», y no lo digo en sentido figurado, no... yo voy a encargarme de eso.
¿Qué demonio poseía a esa mujer? ¿Hasta dónde llegaba su obsesión?
—¡Suéltame! —le ordenó sin levantar la voz. Lady Anne pasó por alto
la orden, y hundió los dedos en la carne de su brazo para darle mayor
intensidad al mensaje.
—¿Crees que ganaste, no? ¿En verdad lo crees?
—¡Suéltame, me estás lastimando!
¿Cuánto tiempo podría resistirse? Los puños se le cerraban movidos por
la rabiosa adrenalina, pronto no quedaría más que utilizarlos. Sabía
defenderse, al estilo californiano, con ojo morado incluido.
—¿Lastimarte? —rebatió liberando una risa maliciosa y su brazo al
mismo tiempo—. No, esta clase de dolor no es suficiente para ti. ¡Mereces
más!
—¿Qué merezco? —La enfrentó. No le estamparía el puño en el rostro,
claro estaba, aun así, no le dejaría el placer de otro triunfo—. ¡Dímelo...
dímelo de una vez por todas! Deja de ocultarte detrás de esa cara bonita.
—¡Mereces sufrir por alejar a Colin de mí!
—¡Oh, no, mi querida Anne! —fui irónica y lo disfrutó—. ¡Eso lo
conseguiste por propio mérito, acéptalo!
—Para ti soy lady Merrington, no lo olvides, nunca llegarás ni a la
suela de mis zapatos. ¡Ni todo el oro del mundo te alcanzaría para
conseguir eso!
Despreciarla, disminuirla... esas eran las únicas armas de ataque que la
viuda podía utilizar. Estaba falta de recursos, y por lo visto, lo estaba en
todas las áreas. Recordaba la información que Daphne le había dado sobre
ella, Lord Merrington no la había dejado en la mejor de las situaciones
financieras.
Emily escupió el millar de agujas, y una vez libre del malestar, la
golpeó siguiendo las reglas inglesas, utilizando a su lengua como puño.
—La condición de dama te queda muy grande, ambas lo sabemos... —
La furia repentina en Anne no hizo más que motivarla a dar lo mejor de sí
con su ataque—. Con respecto a lo de todo el oro del mundo, estás en lo
cierto, mi familia solo cuenta con una gran parte, nada más. ¡El suficiente
para darle una vida de lujos a varias generaciones de Grant! ¿Qué me dices
de ti?
Podía ser que lo de Colin fuese una obsesión, existían legítimos
motivos, el encanto Webb valía demasiado. De todas maneras, la
necesidad primaba en la viuda. Su cuerpo y belleza tendrían una fecha de
caducidad, y cuando eso ocurriese, su caudal de amantes disminuiría, de
igual manera que sus atenciones.
El golpe de Emily fue certero, abrió una herida. Lady Anne devoró con
su ira los centímetros que las separaban. Frente a frente, así la quería
provocar.
—¡Colin nunca será tuyo! De eso puedes estar segura...
Sin saberlo, la viuda la derrumbaba con una verdad que no sabía. No,
nunca sería suyo. Colin no se casaría con ella.
—¡Y tú también! ¿Quieres saber qué fue lo que lo arrojó a mis brazos?
—Eso fue un elixir para sus labios, porque ese pedacito de historia nadie
se la robaría: «él, en sus brazos»—. ¡Alejarse de ti!
El amor propio de Lady Anne fue puesto en jaque. Sin reparo alguno, la
abofeteó. Emily se llevó la mano a la mejilla, no para sopesar el dolor,
sino como muestra de incomprensión. ¿Cómo se atrevía? ¿Acaso estaba
loca? ¡Sí, lo estaba!
—¡Desquiciada! —balbuceó Emily.
—¡Sí, una desquiciada que no va a permitir que te quedes con lo que no
te pertenece!
Hasta ahí llegaron los buenos modales. La palma de Emily impactó en
el rostro de Anne.
—¡Colin no es una maldita posesión!
—Lo es para mí, y voy a recuperarla... ¿sabes cómo? —Su mirada fría
erizó la piel de Emily. Esa mujer no estaba en sus cabales—. Así... —dijo
arrancando el volado de la manga de su vestido.
—¿Qué demoni...?
Emily fue víctima de un inesperado ataque de estupor. No entendía
cómo había llegado a esa situación.
—Así... —continúo arrancando el prendedor de oro de su escote, luego,
tiró de su cabello para quitarle las horquillas con perlas—. ¡Que todos
vean quien eres! ¡Una sucia, bruta y vulgar muchacha!
—De eso se trata —Emily regresó en sí, ella no era el contrincante que
Anne pensaba que era—, de que todos vean la verdad de quiénes somos.
¡Pues que así sea! —finalizó tirando de su gargantilla. Como si eso no
bastara, agregó: —No sé quién te la regaló, pero si crees que esto es oro
auténtico, te mientes... como en todo lo demás.
—¡Maldita cerda americana!
El apocalipsis se desató a manos de la viuda, empujó a Emily con toda
la fuerza de su cuerpo, una que no fue demasiada para la contextura
maciza de la californiana. Eso la enfureció más.
Emily podía proyectar el resultado final de esa pelea, y con hacerlo ya
era feliz. Rio... no se sumaría a su locura, quería, pero no le daría ese
placer. Lady Anne Merrington estaba muy acostumbrada a obtener lo que
deseaba, y ella no iba a alimentar esa costumbre.
—¿Quién es la bruta y vulgar ahora? —dijo tomando distancia para
lanzar al piso la gargantilla.
—¡No te atrevas! ¡No te atrevas a marcharte!
Le dio la espalda, no más dosis del veneno «Anne». Mejor aún, no más
dosis para Colin. Esa anécdota alzaría la barrera definitiva entre ellos.
—¡Te he dicho que no te atrevas a marcharte!
Se lanzó a ella a la carrera, Emily utilizó su cuerpo como escudo para
apaciguar la embestida, ambas chocaron contra la pared, pero solo una de
ellas cayó de nalgas al suelo como resultado del rebote: Lady Anne.
Sin motivo alguno, la viuda cambió la expresión de su rostro, la furia
fue reemplazada por un mar de lágrimas, con ellas levantaba el telón de
una nueva obra que iba dirigida a un solo espectador: Lord Colin Webb.
—¡Emily! —Por supuesto que su nombre fue el primero en escapar de
sus labios—. ¿Qué ha ocurrido?
—¡Oh, dios santo, Colin! —Anne actúo antes de que el beneficio de la
duda se instaurara en el ambiente—. ¡Está loca! ¡Me atacó!
—¿Qué? —El intercambio de miradas entre Colin y Emily fue
inmediato, y los dos coincidieron en la misma monosílaba pregunta.
—¡Me atacó porque le dije que llevaba a tu hijo en mi vientre!
Emily esperaba una mentira, ¿qué otra cosa podía salir de los labios de
esa mujer? ¿Pero eso?
El estupor que ella experimentó minutos atrás tomó control del cuerpo
de Colin. Sus ojos estaban posados en ella, escribiendo en el aire: ¿has
oído lo mismo que yo?
Una mentira, quería creer que era una mentira. ¿Podía alguien inventar
algo así? No... nadie era capaz de caer tan bajo, ni siquiera Lady Anne.
El final que se ocultaba tras las bambalinas que ellos mismos habían
construido hizo su presentación rompiendo el guion preestablecido.
Adiós farsa. Bienvenido dolor.
¿Un hijo? ¡Dios, quería alegrarse por él! La parte racional de ella lo
hizo. En cambio, su corazón...
—¡Quiso dañar a mi bebé, Colin! ¡Quiso dañarlo!
Colin se dejó caer de rodillas junto a Anne, huyendo de la mirada de
Emily. Deseaba creer cada palabra, pero no lo hacía. Ni él era capaz de
engendrar, ni Emily de lastimar. Y, sin embargo, la esperanza lo hacía
contemplar las posibilidades.
El corazón de la señorita Grant estalló, dinamitado por la reacción del
hombre que amaba. Verlo de rodillas ante Anne, deseoso de creer en el
milagro.
Segundos es lo que tardó el íntimo espectáculo en convertirse en la
atracción popular de la noche.
Vanessa y Lady Bridport se unieron a la ronda de espectadores, al caer
en cuenta que la villana de la historia era Emily, atravesaron los cuerpos
para sacarla de allí. Los rumores eran muchos y variados, ninguno podía
cavilar siquiera la verdad.
Lady Anne se escudaba en las lágrimas para no entrar en detalles, la
compañía de Colin parecía presentarla como la víctima.
—¡Emily, por Dios santo! —Miranda se vio limitada por su rango, tenía
que conservar las malditas normas.
Vanessa Cleveland, no. No temió convertirse en la aliada de ese ser
despreciable... porque eso se murmuraba.
—Emily, ven... —la instó a moverse.
El cuerpo de Emily se había convertido en piedra. Su rostro estaba fijo
en una única dirección: Colin y Lady Anne, sumidos en un abrazo. Ella se
aferraba a él entre lágrimas.
Vanessa recurrió a la fuerza, tomó su rostro para girarlo con violencia
al suyo. Emily no tuvo más opción que descargar el peso de su dolor en la
señorita Cleveland.
—¡Mírame a mí! ¡A mí! ... No permitas que lleguen a ti —le susurró—,
no lo permitas.
Le brindó el sostén de su brazo, Emily respiró, se entregó a ella.
Avanzaron un paso, luego otro...
—Trata de no tropezar, por favor... recuerda, si tú caes, yo caigo
contigo.
Una lágrima recorrió su rostro, solo una lágrima derramaría... tenía el
resto de su vida para las demás. La apartó de su mejilla con un simple
movimiento de mano.
—Así es, mentón en alto... —intentó infundirle fuerzas Vanessa—.
Mentón en alto, señorita Grant.
CAPÍTULO 14

Colin se hizo presente en la casa de las mujeres Ferrer puntual en la


mañana. Iba acompañado del doctor Ferguson, y era difícil adivinar a
quién debía atender el médico.
La palidez de Lord Webb realzaba más las profundas ojeras. El desvelo
lo había acompañado desde la fiesta en casa de Lady Thomson hasta esas
horas. No podía dejar de pensar en Emily, en el dolor en su mirada, en
Anne, y en que el Universo le había dado lo que más deseaba en la vida.
Entonces, ¿por qué se sentía tan miserable?
Las mujeres Ferrer vivían en la casa de viuda de Merrington, la única
propiedad que le había quedado a Lady Anne tras enviudar. Era su antigua
amante el sostén de la familia, y Colin lo sabía muy bien. En el pasado
había tenido atenciones particulares para con ella, a sabiendas de que con
simples regalos no lograba costear la vida de la joven dama. La sociedad
era injusta con las mujeres, lo reconocía. Sin la protección de un hombre,
la soltería o la viudez podían ser una condena, una que se extendía en esa
familia.
Thelma, la más joven de las hermanas, era tan agraciada como la
mayor, solo que el polio, de pequeña, le había dejado una renguera que se
notaba algunos días más que otros, y los intensos ojos azules se escondían
detrás de unas gruesas gafas. Eso, añadido a su timidez, daba como
resultado una muchacha diametralmente opuesta a Lady Anne.
Dorothy, la madre de ambas, aguardaba con el rictus severo en la sala
principal. Tomaba el té, y Colin adivinaba que al mismo ya le había
agregado una dosis importante de whisky, la mujer que supo ser la esposa
de un vicario relacionado con el duque de Weymouth había perdido el
temple junto al marido, y dejado en manos de la bella Anne el sostén
familiar.
Y Anne le había dado provecho. La muchacha no dudó en casarse con
Merrington en cuanto el viejo posó los ojos en ella, no le importó que
tuviera cuarenta años más que ella, lo único que le interesaba era salir de
la pobreza en la que habían caído cuando el vicario murió.
La posición, la belleza y los contactos en la nobleza hicieron el resto.
Lady Anne fue una de las amantes más cotizadas entre los lores, y los
mismos luchaban a capa y espada por ser quienes la mantenían mayor
tiempo a su lado. La relación entre Colin y ella había sido una disputa
épica entre los amantes más deseados, y hasta esa mañana, Colin había
ganado.
Ya no. Y esa derrota pesaba demasiado en su pecho. Pesaba porque una
parte de él era feliz, tan feliz que le hacía latir el corazón y sonreír, sonreír
entre lágrimas de penas, porque la otra parte se desangraba por Emily.
—Milord —se apuró a recibirlo Thelma. La muchacha le hizo una
reverencia—. Mi hermana aún se encuentra en la cama…
—¿Ella está bien? —se apuró a preguntar, y su rostro mutó de sus
emociones encontradas a la más sincera preocupación.
—Sí, solo que…
—Los embarazos pueden agotar las energías —expresó Ferguson—, de
todos modos, si está despierta, me gustaría verla.
—Por supuesto, permítame que lo acompañe. —El doctor siguió los
pasos de Thelma hacia la recámara principal. Colin quedó anclado en el
descanso de las escaleras, sin saber qué hacer. Optó por recurrir a su
educación y saludar a Dorothy.
—Señora. —Inclinó la cabeza. La mujer lo evaluó, y le brindó una
sonrisa casi burlona. Estaba ebria a esas horas.
—Ahora entiendo la obsesión de mi hija. Es lista… muy lista.
Colin no supo qué contestar. Al igual que cuando había sucedido lo de
Miranda y Elliot, recurría a su educación, al protocolo, como un autómata
para responder a las acciones. No debía decir nada ante esa apreciación,
porque sería poner en relieve el deplorable estado de la mujer. Por fortuna,
Thelma lo salvó de contestar.
—He pedido el té, pero si necesita algo más fuerte… —le propuso.
—Té está bien, muchas gracias. —Nadie lo había invitado a sentarse,
por lo que seguía de pie. La señorita Ferrer lo hizo, le indicó uno de los
sofás y él acató de inmediato. Los ojos de la muchacha eran inescrutables
tras los vidrios, y Colin juraba que lo estaba evaluando, que lo miraba
como si lo conociera más allá de la fachada.
El té, el reloj de fondo y nada más. Los nervios lo iban a matar.
Ferguson interrumpió la tensión del lugar, Colin se dirigió de inmediato
hacia él.
—¿Se encuentra bien?
—En perfecto estado, milord. Es solo un embarazo… —intentó
calmarlo. Claro que el médico sabía que estaba allí para constatar la
veracidad de lo dicho, el rumor de que Lady Anne era la amante de Colin
Webb había corrido como pólvora esa temporada, y el resultado de un
niño… bueno, no parecía tan descabellado. Lo curioso, pensó Ferguson,
era que el futuro conde de Sutcliff estuviera tan determinado a hacerse
cargo. En general, los niños de esas relaciones terminaban siendo
bastardos.
—¿De… de cuánto está?
—Es difícil decir con precisión… de catorce, quince semanas —estimó.
Colin hizo un cálculo mental en ese instante, tres meses y medio, la última
vez con Anne había sido antes de conocer a Emily, y eso había sido en
marzo-abril, a comienzos de temporada.
—Cuando dice que le falta precisión, ¿de cuánta hablamos?
—Semanas más, semanas menos, pero no demasiadas. Entre los tres y
cuatro meses de gestación, por seguro.
Sí. Podía ser suyo. Existía una remota posibilidad de que lo fuera, el
último encuentro entre ambos, el de despedida…
—¿Puedo verla? —pidió. El médico solo respondió en temas de salud,
los del decoro sobraban en ese espacio.
—Sí, como dije, nada la aqueja, es solo el cansancio propio de su
estado.
Por más que había estado a solas con Anne por demasiadas noches, en
esos momentos, recurrir a las normas lo serenaba. La presencia silenciosa
de Thelma se sumó a él para acompañarlo a la habitación. Nunca había
estado allí, la relación se daba fuera del techo Ferrer, aunque era evidente
que las dos mujeres conocían los detalles y sabían de dónde provenía el
dinero que las mantenía en una confortable casa de Londres.
Thelma lo observaba de soslayo, lo evaluaba. Hasta hacía unos meses,
Colin Webb había pagado las facturas, y había sido en extremo generoso.
Al parecer, sin conocerlas, se había preocupado por ellas, porque para ese
hombre la familia lo era todo. Su hermana lo había pescado, había tejido
su red y lanzado al agua en busca del hombre perfecto, y lo había
conseguido. Dos veces.
Merrington había sido el indicado una vez, un hombre mayor que no
necesitaba mantener las formas ni engendrar herederos. Un hombre que
quería darse un gusto antes de morir, y ese gusto era una mujer hermosa,
joven, a la cual fanfarronear. Ahora, Colin Webb era el indicado. Un
hombre joven, bello, atento y con una acaudalada renta en libras.
Lord Webb ingresó a la habitación para hallar a una radiante Lady
Anne, sentada contra el respaldar de la cama y con una bandeja de
desayuno dispuesta para ella. Recordaba el impacto de su belleza por las
mañanas, podía atraparlo en su memoria, en el presente no surtía efecto.
—Milady —la saludó.
—Colin, querido… no hay necesidad de aparentar bajo mi techo. Por
favor, es… estoy agotada de todo esto.
—Lo entiendo, pero ¿por qué no lo has dicho antes?
—No estaba segura, y cuando lo estuve… —Anne fingió pesar, Thelma
sabía reconocer las lágrimas de cocodrilo—, nuestra ruptura, tu cercanía
con la señorita Grant, el rumor de compromiso… no quise, no supe qué
hacer.
—Anne… —se lamentó Colin y tomó asiento sobre el colchón; el
bufido de Thelma quedó ahogado—, Anne, lo habíamos hablado, si esto
sucedía… me casaría contigo.
—Pero… la señorita Grant, no quisiera… —La mención de Emily
transfiguró el rostro de Webb. Sentía que se iba a morir, los sentimientos
lo partían a la mitad y sus partes se regaban en dos continentes, en dos
tiempos y espacios. Era demasiado para soportar. Solo un pensamiento le
traía paz, solo uno, y era que ese niño o niña que crecía en el vientre de
Anne se merecía todo. Era inocente, no cargaba con amantes, ni con
promesas vacías, ni con sueños rotos. No había elegido ser concebido ni en
esas ni en ningunas circunstancias, y no lo condenaría a la bastardía. Podía
ser que en ese momento se sintiera como el peor hombre en la faz de la
tierra, sin duda, lo era, pero dejar a un niño indefenso sería mil veces peor.
—La señorita Grant es una gran mujer, Anne. Sé que han tenido sus…
malos entendidos —No deseaba hacer mención de la pelea, él no albergaba
ninguna imagen ni duda al respecto. Conocía a Emily, era incapaz de dañar
a alguien. Era mejor suponer que el estado sensible de Anne la había
llevado a creer lo equivocado—, pero ella es… es… —No pudo decirlo. Es
todo, es la mujer que amo, es la perfección que no merezco. Si antes de
eso creía no estar a la altura de Emily, en esos segundos tuvo la certeza—.
Ella entiende que el compromiso debe romperse, y que tengo una
responsabilidad aquí. No debes preocuparte… no le hará bien al bebé.
—¿Lo prometes?
—Sí. —Tras unos segundos, se atrevió a pedirlo—: Anne, ¿puedo?
Lady Anne miró a Thelma, la muchacha, que había oído la charla,
simuló tener que hacer algo en la habitación para darle la intimidad
necesaria sin romper las normas del decoro. Anne corrió las mantas y
descubrió su menudo cuerpo cubierto por un blanco y delicado camisón.
Corrió la mirada, porque ella se detestaba en ese estado. Sus senos
comenzaban a mutar, con los pezones que ya no eran de ese rosa pálido
que volvía loco a los hombres, sino más oscuros. Su vientre se abultaba
apenas, donde antes tenía una cintura que se podía rodear con las manos,
ahora se veía inflamado, como si hubiera comido demasiado desayuno. Sin
embargo, Colin la observaba maravillado por los cambios. Thelma no
pudo mantener su discreción y se giró para contemplar la escena. La mano
del hombre acariciaba la tela del camisón, como si quisiera atravesarla, y
no solo a ella, sino también a las capas de piel, de carne. Como si quisiera
sostener a su hijo ya en sus brazos.
—Gracias —musitó conmovido—, realmente lo necesitaba. —Los ojos
celestes de Colin lucían brillantes, contenía las lágrimas de emoción. Era
la fuerza que necesitaba para mantenerse entero—. Te dejaré descansar. —
Le dio un beso en la frente, y se puso de pie—. No quiero que nada te
altere, si necesitas algo, me envías una nota, lo que sea. Por los
preparativos de la boda… yo me encargaré, sé que no es lo esperado, pero
dadas las circunstancias algo reducido y discreto será lo mejor.
—Sí, pienso lo mismo —accedió ella.
—Volveré mañana, si no te importa, me gustaría… me gustaría estar
cerca.
—Gracias, Colin. Hasta mañana.
Lord Webb abandonó la habitación y le hizo señas a Thelma de que
conocía el camino, necesitaba estar solo, pensar. Tocar la vida que crecía
lo había hecho feliz, le había traído paz. Quiso gritar, se sintió miserable.
Miserable por ser feliz, por no ser digno de esa dicha. Miserable por no
sentirse satisfecho, por ser ambicioso. Por desear que esa felicidad viniera
en el vientre de Emily, por todavía amarla.
Lady Anne se apuró a cubrirse y a engullir el desayuno. Thelma
acomodó el resto de las cosas de la habitación, solía cumplir la función de
doncella de su hermana. Aunque sus amantes pagaban las cuentas, no
vivían de manera holgada y el dinero en gran parte estaba destinado a la
imagen de la mujer que atraía a esos hombres. A Thelma no podía
importarle menos, ella había sido más feliz en la iglesia de Weymouth que
allí, en Londres. Los lujos, la vida de fiestas… esas cosas no eran para
ella. Podían trabajar como institutrices, su educación lo permitía, o como
damas de compañía, o haciendo sombreros… cualquier cosa menos eso.
Pero Anne no quería renunciar a la vida soñada, y cada vez que su
hermana deseaba extender las alas y volar lejos, los reclamos y la culpa la
azotaban.
¡Salimos de la pobreza por mí! ¡Me lo debes, Thelma! ¡Nos hubieran
comido las ratas! Y Dorothy coincidía con Anne. No, no podía dejarlas.
¿Acaso no recordaba quién le había pagado la visita al médico cuando se
dio cuenta de que no veía? Los amantes de Anne. ¿Y el bastón que usaba
cuando la renguera se volvía insoportable? Los amantes de Anne. ¿Los
vestidos, la comida, el techo? Siempre era la misma respuesta. Quería
gritar que ella no lo había pedido, que no le importaba, que prefería
cualquier cosa antes que vivir los maltratos de su hermana y su madre.
Quería gritar, no lo hacía, eran eso, su hermana y su madre, y no podía
abandonarlas.
—Thelma, arréglame el cabello —demandó Anne—, no puedo verme
de esta manera.
—Me sorprende que hayas permitido a Lord Webb que te viera así.
—¡Eres idiota! ¡Por supuesto que me tenía que ver así! Deja, deja… no
sé ni para qué me gasto en explicarte cómo son los hombres, si morirás
soltera. ¡Arregla mi maldito cabello!
Thelma tomó el cepillo y comenzó a desenredar los bucles. Sí, sabía
cómo eran los hombres, por lo menos, sabía cómo era uno. Amable,
atento… Le había dicho que el cabello enredado era símbolo de felicidad,
y que las mujeres felices eran las más hermosas del mundo. Sonrió de
recordarlo, y con más ahínco deshizo los nudos en el pelo de Anne. Su
hermana no era feliz, no merecía esa belleza de melena desordenada.
—¡Me lastimas! Thelma, por Dios, eres una completa inútil. ¿Piensas
comportarte así cuando tengas que relacionarte con los Sutcliff? Creo que
te meteré en un sótano hasta la boda, no vaya a ser cosa de que la arruines.
—No creo que eso ocurra, Anne. Si de verdad conoces a los hombres,
sabrás que Lord Webb se casará contigo así tenga que matar a medio
Londres. —La sonrisa de la mujer fue amplia, llena de maldad.
—Sí, ¿lo has visto? ¿has visto su emoción? ¿has escuchado lo que dijo
de la gorda esa? Puros halagos por aquí y por allá, pero no se casará con
ella sino conmigo.
Las palabras de Anne golpearon en Thelma, quiso vengarse, pero un
tirón de pelo no era suficiente. Comenzó a trenzar los mechones, mientras
su mente viajaba a un lugar seguro, a unos brazos seguros. Él la había
preferido a ella, con lentes y renguera, la había visto hermosa y la había
hecho sentir de ese modo. Y sabía que Colin Webb pensaba lo mismo de la
señorita Grant, no era una gorda fea, ni una americana bruta, ni nada de lo
que los demás decían. En los ojos del lord la señorita Grant era perfecta, y
sintió pena por ambos, la misma pena que sentía por ella misma.
—Esta vez no vas a ganar, Anne —musitó al fin. Acomodó la trenza en
la coronilla y la sostuvo con algunas horquillas.
—¿De qué hablas? Ya gané, ¿lo has escuchado? Me casaré con él…
—Pero no tienes su corazón, ni siquiera tendrás su atención. —La
carcajada de la viuda inundó la habitación.
—¿Atención? Ya te dije, no sabes nada de hombres. Para tener su
atención solo necesitas ser bella y abrir las piernas, he ganado las
«atenciones» de demasiados, no creas que puedes venir a darme lecciones.
—Ninguno te amó —largó su único dardo venenoso—, no sabes de eso,
por lo tanto, no sabes nada, Anne. Y aquí, perdiste.
—Le he ganado a todas las mujeres de Inglaterra y… de América —
dijo, satisfecha—, ¿sabes cuántas querían a Webb? Puedo con cada maldita
mujer del mundo. Así que deja de decir sandeces, y termina tu maldito
trabajo. ¡Y hazlo bien! Que mi belleza es la que nos da de comer, imagina
si dependiéramos de ti… renga y medio ciega…
—Oh, ¿en serio, Anne? ¿Con eso me insultas? Cuando llevas toda tu
vida siendo renga y medio ciega, ya no tiene el mismo efecto. Lo siento,
busca algo nuevo. Solo espero que me saques del sótano ese en el que
quieres encerrarme, solo para ver cómo pierdes.
—¡Estás cada día más insolente!
—Pues me voy cuando quieras… —rebatió Thelma. Sí, quería que su
hermana dijera que no deseaba verla más, que Dorothy expresara lo
mismo, y entonces… sería libre. Ella no las abandonaría, sería a la
inversa.
—Después de mi boda —propuso Anne—, márchate después de mi
boda. Así verás lo que es el triunfo, y luego sabrás que eres una
perdedora…
—Anne, puede que le ganes a todas las mujeres del planeta, puede que
mañana te coronen la reina de la belleza, pero ¿sabes a quién jamás le
ganarás? A tu hijo. Perderás con tu hijo. Sabes de amantes, no sabes de
padres. Webb no te miró, tú estabas muy preocupada por tu cutis y tu
cabello, pero Lord Webb solo observó tu vientre. ¡Te besó en la frente,
Anne, en la frente! No te ama, no serás para él la condesa de Sutcliff, ni su
esposa, ni la dama más hermosa, siempre serás «la madre de su hijo». El
dinero irá a su hijo, los deseos serán los de su hijo, las atenciones… adiós,
Londres y temporadas, porque a los niños les viene bien el aire de campo.
Adiós, vestidos, porque las prendas del niño vendrán primero. Adiós,
Anne… porque tu hijo será siempre la prioridad y el corazón de Lord
Webb… dime, ¿sé lo suficiente de hombres ahora?
—¡Chiquilla malagradecida! —gritó Anne y le sacó el cepillo de las
manos—. Eres una maldita arpía, debí dejarte con el sucio nuevo vicario
de Weymouth, debí dejarte olvidada en esas tierras para que renguees
ciega por allí sin nada qué comer. Eso debí hacer contigo. ¡¿Sabes qué?!,
eso tampoco pasará. En cuanto Colin me desplace por su hijo, sabrá la
verdad y listo. Lo odiará, y yo… ¡yo ya seré la maldita condesa de
Sutcliff!
—¿De… de qué verdad hablas? —balbuceó Thelma, horrorizada por el
brillo demente en la mirada de su hermana.
—¡Colin Webb es estéril! ¿Sabes de cuántos embarazos me deshice
hasta ahora? Todos mis amantes me hicieron bastardos. ¡Todos! Solo uno
prometió casarse, el único que no engendró.
—¿De quién es el bebé?
—Para lo que importa… De Colin Webb será, esperemos que se le
parezca. Aunque lo dudo, como los Webb no hay…
—¡Anne! ¿Cómo… Cómo pudiste? ¿Viste su rostro, su ilusión? ¿Cómo
puedes ser capaz de hacer esto? ¿De quién es…?
—De Lord Hill, ¿Contenta? Me iba a deshacer de él también, como hice
con los demás, pero… bueno, Colin no quería volver conmigo y empezó a
mirar a la gorda esa… no lo planeé, Thelma, no me mires como si fuera
una bruja. Hice lo que siempre hice, tomar lo que la vida me dio para salir
adelante. Primero mi belleza, ahora este embarazo.
—¡Ese embarazo no te lo dio la vida, te lo dio Lord Hill!
—¡Cierra la maldita boca, Thelma!, en lo que a ti concierne, es el hijo
de Colin Webb. Y si alguna vez sucede lo que tú crees, que me desplace
por él, entonces… entonces lo sabrá, y nosotras ya estaremos salvadas. Así
que también es por tu bien, idiota — remató sus palabras con un tirón de
orejas, como si se tratara de una niña traviesa.
Thelma sintió que el mundo se abría a sus pies. La maldad de Anne no
tenía límites, y ella quería huir, alejarse. Quería dejar de recibir las
migajas de esa maldad, porque de ahora en más, cada bocado de comida
que se llevara a la boca tendría sabor a traición… y ella… ella era
cómplice.
Esa mañana, Thelma fue quien vomitó en el cuenco de su hermana.

***

Los secretos eran difíciles de mantener en Londres. Si Emily quería


salvaguardar lo poco que quedaba de ella, debía ser veloz. Colin intentaba
contener la noticia por su parte, pero en breve, todos hablarían de ello. La
ruptura del compromiso, el embarazo de Lady Anne, la nueva esposa de
Webb.
A ella ya nada le importaba, su corazón estaba destrozado en mil partes.
Solo había tenido una pequeña conversación con Colin desde entonces, un
par de palabras que confirmaban las de Anne y el cambio de planes. Las
lágrimas… las lágrimas se las guardó hasta estar en su habitación. Le
sonrió, lo abrazó y lo felicitó por la noticia. ¡Sería padre! ¡Sería feliz!
Parte de esa dicha le daba sosiego, porque lo amaba, lo amaba tanto que
saberlo feliz le alcanzaba. A ella le tocaba juntar los retazos de su corazón
y marcharse. No más Londres, no más farsa. Sus sueños debían soplar para
otro lado, una vida de soltería no implicaba una vida vacía, era la clase de
anhelos que había tenido antes de Colin Webb. Ambos habían vivido un
lapso juntos, una experiencia para recordar y nada más.
Sin embargo, existían un par de personas más que se habían abierto
paso en su pecho para alojarse ahí. Las señoritas americanas. A ellas les
diría la verdad antes de partir.
—¡No! Esto es una farsa, Emily —expresó Vanessa. Se la veía furiosa,
era a la única que le afectaba de tal manera lo sucedido. La señorita Grant
estaba resignada, su corazón no podía batallar más. Cameron y Miranda,
apenadas. Conocedoras del amor, no podían contemplar el dolor de la
californiana, deseaban abrazarla y llorar con ella.
—No lo es, tiene la confirmación del doctor Ferguson.
—¡Ah, por supuesto, el doctor Ferguson! —largó con veneno—, el que
casi mata a Miranda. Muy confiable su diagnóstico.
—Vanessa… —pidió Cameron que se calmara. Se reunían en su sala,
porque el estado avanzado de gestación le impedía salir—. Si está de
cuatro meses, un médico lo sabe, incluso uno inútil como Ferguson.
Nosotras, mejor que nadie, lo comprendemos… —Sí, juntas habían
ocultado un embarazo por casi seis meses.
—Tiene que haber otra explicación —dijo, furibunda—. No me cierra
la historia de que se haya guardado el embarazo tanto tiempo, cuando lo
que más quería era pescar a Webb. No, no, no… aquí hay algo más.
—Vanessa, es lo que es —interrumpió Emily—, y casarse con ella es lo
correcto. No…
—No, ¿qué? —la instó.
—No lo amaría tanto si fuera de otro modo. Ya está, ella ganó, yo perdí.
No todas podemos triunfar en Londres, me tocó a mí ser quien vuelve con
las manos vacías… y todas sabemos que ese resultado estaba anunciado.
—¡No!, la única que tenía que volver a América con las manos vacías
era yo. ¿Recuerdan? Y porque lo planeé así, y siempre me salgo con la mía
—rebatió Cleveland.
—Vanessa —intervino Miranda—, ¿te molesta el corazón de Emily o
que Lady Anne haya sido una arpía astuta más buena que tú?
—Las dos cosas, puedo indignarme por ambas —masculló, y se ganó
una sonrisa de Emily, la primera de la tarde.
—Vanessa, te lo diré porque… total… me vuelvo a California y es
probable que no volvamos a vernos en mucho tiempo. «Tenías razón» —Y
las lágrimas se hicieron presente—, sé que deseabas escuchar esto de mis
labios, así que… tenías razón, en todo. En que de nada valió intentar ser
otra persona, en que era la que menos chances tenía, en que la sociedad es
una basura con nosotras, en que todos los caminos conducían a Lord
Webb… Podría decir que ojalá te hubiera escuchado, pero en esta no tienes
razón, Cleveland, y espero que por una vez recibas un consejo de alguien
más. No me arrepiento de nada, ni de mi llanto ni de mi reputación, de
nada. Vale la pena equivocarse, Vanessa.
—¡Maldita señorita Grant! —expresó Vanessa y se puso de pie para
darle un sorpresivo abrazo—, ya sé que vale la pena equivocarme, y en
esta, vendería mi corazón a cambio de no tener razón.
—Pero es que tú no tienes corazón —Se sumó Miranda al abrazo.
Luego, Cameron con su gran panza.
—No, así vine, sin corazón y con cerebro —dijo la bostoniana,
rompiendo el momento. Se acomodó el vestido y alzó el mentón—, por
eso, lo digo y también acertaré en esta, Lady Anne miente.
—¡Vanessa! —la reprendieron las tres y rieron entre lágrimas.
Dejaron el tema de la viuda de lado, no le darían esa victoria también,
la de ser el centro de la última charla de amigas. Lady Anne no merecía
interponerse en ningún otro lazo afectivo de Emily Grant.

***

El corazón de Emily no creía ser capaz de soportar más golpes. ¡Basta!,


quería poner un océano de distancia entre Colin y ella.
—Em… —Los brazos de su hermano fueron cobijo—. Em… aún puedo
darle una paliza. Sabes que solo me ganó por las malditas reglas del
White.
La risa de Emily se ahogó en el pecho de su hermano.
—Tú siempre quieres golpearlo.
—Se lo merece.
—No, no se lo merece. Zach, lo amo, ¿sí?, y deberías confiar un poco
más en mí, si mis ojos se posaron en él, es porque es un buen hombre.
Tiene sus motivos…
—Si es un buen hombre, si de verdad lo es… entonces, no debe casarse
con Lady Anne. Créeme, ni mis puños son tortura suficiente al lado de ese
matrimonio.
—¿Cómo puedes estar tan seguro, Zach? No conoces a la mujer, quizá
solo es una bruja con los americanos.
—¡No! Esa mujer es veneno puro…
—No me ayudas —lo reprendió ella, y se apuró a secar las lágrimas.
Harta de llorar, no lo haría más. De nada servían, y ella era una Grant. No
superaban las cosas con lamento, sino con trabajo, y eso daría sus frutos.
California, sus tierras… sí. Cumpliría su otro sueño, el que tenía antes de
Colin, tendría un rancho, sería una mujer ranchera ¿por qué no?, no era
más absurdo que ser condesa.
La llegada del ama de llaves interrumpió la conversación. Sandra
estaba en la planta alta, organizando la partida, con el corazón tan
destrozado como el de su hija y el rostro tan lleno de ira como el de su
hijo. La tempestad de mamá Grant era algo que todos querían evitar.
—Señorita Grant, ha llegado un presente para usted. —La misiva quedó
en la bandeja de plata, y Emily tardó en reaccionar. Desde que concertaron
el plan con Colin, no paraban de llegarles ramos de flores, cajas de
bombones e invitaciones a paseos. Zachary le indicó que era algo distinto.
—Tiene el sello Sutcliff, y por el alboroto en el exterior, el presente es
enorme.
Emily tomó el sobre y abrió el sello lacrado con la punta del abrecartas.

Em,
Siempre será tuyo, hay cosas que no nacieron para ser
poseídas. Jafar es un alma libre, como tú. No pertenece a Londres, ni a los
corrales, ni a mí. Te eligió a ti, porque por muchas sillas de montar, fustas
y riendas, la libertad no se puede contener.
Sé que siempre lo supiste, tienes esa capacidad de
comprender el mundo en el que los demás solo estamos atrapados y somos
títeres. Los animales son más listos que las personas. Por lo menos, más
listos que quien escribe estas palabras.
Con cariño,
Lord Colin Webb.

—Oh, ya veo el alboroto. ¡Maldición, Colin!


—¿Qué ha hecho ese mal nacido ahora? —espetó Zachary.
—Regalarme a Jafar. ¡Kim, Kim! ¡Busca mis pantalones, no podrán
meterlo en ningún corral! —y salió disparada escalera arriba, antes de que
todos los empleados de las cuadras terminaran heridos por la furia del
semental.

Partirían en dos días. Las maletas estaban hechas, las despedidas


realizadas, las cartas de buenos deseos se apilaban en una bandeja y los
ramos de flores invadían la sala principal. El perfume alteraba los nervios
de Emily, la sensación de encierro, de agobio.
No era la única. El viaje era largo, semanas en altamar, seguidas de
semanas por tierra hasta llegar al rancho. El nerviosismo se respiraba y
llegaba a los corrales, allí donde un indómito corcel bufaba, frustrado.
Colin tenía razón, ni Jafar ni ella estaban hechos para Londres. La gran
ciudad les quedaba pequeña, y no había forma de salir a montar como el
caballo requería. Al menos no en las horas adecuadas.
Agotada, sin nada más que perder, decidió que toda Inglaterra se podía
ir al demonio, no sometería al animal a más horas de encierro solo porque
ellos eran incapaces de convivir con lo distinto. Y Jafar era distinto.
El alba apenas teñía el cielo en tonos violetas, las nubes cubrían gran
parte del firmamento dejando caer una llovizna suave, mezcla de rocío con
precipitación. El calor comenzaba a tomar parte de la ciudad en el auge de
la temporada. El verano no era feo en esa isla, aunque Emily siempre lo
recordaría con dolor. El exceso de agua, el clima templado, daban como
resultado ese tono verde en los jardines, tan característico que llevaba su
nacionalidad en el nombre: verde inglés.
—El único problema con Inglaterra son sus habitantes —se quejó
camino al establo—. Por eso, los esquivaremos.
Nadie estaba de pie a esas horas, el jefe de cuadras dormía, Londres
dormía. Jafar… Jafar estaba tan despierto como ella.
—Hola, muchacho. La estás pasando mal, ¿verdad? Iremos a cabalgar
ahora, que no hay inadaptados que se crucen en tu camino. —El caballo
resopló como respuesta, y Emily lo imitó entre risas. No podía salir en
pantalones, como sí lo haría en sus tierras, pero había elegido el traje de
montar más liviano que tenía, uno confeccionado en colores tierra, sin
apenas adornos.
Subirse a Jafar a mujeriegas era un riesgo, uno que iba a correr por el
bien de ambos. El animal hizo sonar los cascos, enfurecido al ver la silla.
—¡Nada de caprichos, o no salimos! —lo reprendió ella—. No puedo
llevarte sin silla, no aquí. Deberás soportarlo. ¿Puedes hacerlo?
Algunos movimientos de hocico, cascos y cola bastaron para convencer
al caballo de que ese era el precio de su libertad.
—Confía en mí —susurró—, confía, Jafar, también podré llevarte a
mujeriegas, ya lo verás.
Abrió el corral, y el animal se tranquilizó de inmediato. Emily debía
montarlo de inmediato, porque corría el riesgo de que se lanzara a la
carrera sin jinete. Era díscolo… era libre. Y ella bebió de esa libertad.
Saboreó la sensación, una gloria que le recordaba a los brazos de Colin. A
la noche junto a él.
En esas horas fue libre, para amarlo, para dejar las normas, las reglas…
todo lo que condicionaba la unión entre hombre y mujer. Y al igual que sus
andanzas con Jafar, las mismas horrorizaban a la sociedad que no lo
comprendía, que temían a las mujeres como ella.
Ni bien dejaron las caballerizas, Jafar se dio el gusto de correr, sin
control, por las calles adoquinadas de la ciudad. Emily apenas le marcaba
el camino, lo llevaba al Hyde Park, el ritmo sería el que el animal
dispusiera.
—Ese es el secreto, Colin —le dijo a la distancia—, esta fue la trampa
americana. Nunca lo domé, solo lo dejé ser.
Los cascos de Jafar rompían el alba. Sonaban al compás del corazón de
su jinete, de esa mujer que se sentía con alas. Había amado, y aunque
Colin no lo había dicho, sabía que fue amada también. Vivieron su noche,
la disfrutaron, y eso era más de los que muchos podían saborear en toda su
vida.
No bastaba, claro que no. Nunca bastaría con Colin Webb.

***

El insomnio era su único compañero. Lo merecía, el descanso era algo


que se guardaban los inocentes, y él no lo era.
Nada remitía la culpa, el dolor, la desazón. El coñac no era suficiente,
además, jamás había sido adepto a emborracharse. Ni siquiera en esas
circunstancias. El alcohol no borraba las culpas, ni solucionaba los
problemas. No era un buen consejero.
Salir a montar al alba era una opción, en el campo lo haría. ¿Allí? ¿En
Londres? Era impropio. Molestaría a los vecinos, haría ruido a horas
indecentes…
—¡Demonios! —No, no podía seguir intentando ser perfecto, no lo era.
Las reglas ya no le servían de escudo, no podía apañarse con ellas. Las
había roto a todas.
Había dejado embarazada a una mujer antes del matrimonio, le había
entregado el corazón a otra… a una americana poco ortodoxa, que le había
robado la razón. No, de nada servían las normas.
Se vistió sin la presencia de su ayuda de cámara, se colocó el traje de
montar y fue a las cuadras. Necesitaba rapidez, correr, atrapar la sensación
de huida. Fausto fue la elección, un bayo ágil y ligero.
Lo llevó a paso rápido hasta el Hyde Park, aprovechando la ausencia de
personas. Apenas los trabajadores comenzaban sus jornadas. Los nobles no
llevaban más de dos horas en sus camas. Él, él había olvidado de qué se
trataba dormir.
Por eso, la sorpresa al ver a otro jinete lo golpeó fuerte, más cuando al
recortarse la figura contra los primeros rayos de sol se adivinaba una
mujer. El pecho le latió a otra velocidad, solo una era capaz de esa osadía,
solo una podía montar de esa manera: Emily Grant.
Detuvo a Fausto porque era un sacrilegio romper la armonía del paisaje,
la llovizna que regaba el césped, los cascos de Jafar golpeando el terreno y
el andar de Emily que se hacía una con el animal.
La sonrisa se abrió camino en su rostro, sintió la tirantez por tantos días
de no hacerlo. Le había logrado colocar una silla, y no cualquiera, una a
mujeriegas. Cuando hubo saciado su hambre visual, avanzó por el sendero
a su encuentro. Hasta ese día, no había creído en el destino. Menos, luego
de los sucesos recientes. No había un plan maestro detrás de todo, porque
de ser así, las cosas no hubieran seguido ese curso. Encontrar a Emily
justo cuando tenía la posibilidad de ser padre… salvo que el destino fuera
un maldito desgraciado, no debía existir.
Y esa mañana, el mismo se hacía presente para refutarlo. Existo y soy
un maldito desgraciado.
De nada valía luchar. Aguardó a que volteara por el Serpentine, y
cuando lo divisó, tanto Jafar como Emily frenaron en seco. Se miraron,
solo podían hacer eso, observarse a metros de distancia sin saber si podían
soportar el acercamiento.
Ambos habían impuesto el silencio entre ellos, aun cuando morían de
ganas de hablar, de expresar el dolor y la pena. Lo habían hecho porque, al
igual que el alcohol, no servía de nada. No podían cambiar los hechos, ni
el embarazo de Lady Anne, ni la responsabilidad de Colin para con ese
bebé, ni que los corazones de ellos latieran a otra velocidad cuando
estaban juntos.
Jafar tomó la decisión por ellos. Sin intervención de su jinete, avanzó
camino a Colin. Lo reconoció, y Lord Webb pudo jurar que el animal lo
perdonaba, porque sus fauces se acercaron a las de Fausto, y sin el
nerviosismo que mostraba cerca de otro animal, empujó con el hocico las
manos del hombre.
—Está contento de verte —susurró Emily.
—¿Y tú? ¿Estás contenta de verme?
—Sí, un poco. Creo que ya sabes que me marcho, se lo conté a Daphne
y…
—Y no es buena guardando secretos. Solo me habló en estos días para
decirme eso y volvió al silencio. —Su hermana le había retirado la
palabra.
—Te perdonará.
—¿Y tú?
—Un poco —repitió la respuesta para regalarle una sonrisa—. Colin,
no hay nada que perdonar. Lo que sucedió entre nosotros, lo dije esa noche
y lo reitero hoy, era lo que deseaba, lo que quería. —Las manos
enguantadas de la muchacha se posaron sobre las de Webb, igual que había
hecho Jafar, como una muestra de perdón sincero.
A ambos los había querido poseer, y los dos eran libres ahora.
—Em… Nunca creí que existiera alguien como tú. Eres única, eres…
perfecta. Lamento, lo lamento de verdad, nunca quise lastimarte…
—Lo sé, Colin. ¿Sabes? He pensado mucho en este tiempo, porque sí,
duele. Llegué a la conclusión de que todo ha sido como debía ser. Si de
verdad te hubieras querido casar conmigo, entonces este momento dolería
mil veces más. Y si Lady Anne hubiera confesado su estado antes,
nosotros no hubiésemos tenido ni una noche…
—¿Por qué tiene sabor a poco? ¿por qué no nos alcanza? Sé que no soy
el único que se siente así. —Emily solo pudo regalar una mueca.
—No eres el único… —Las palabras fueron ahogadas por un beso de
Colin, uno desesperado y hambriento. Jafar se removió incómodo, molesto
por la cercanía de la otra montura, y rompió el hechizo—. Colin —agregó
Emily, sin poder creer que de su boca fueran a salir esas palabras—, solo
porque nos atrevimos a vivirlo es que tenemos un recuerdo al que
aferrarnos. Aún nos quedan algunas horas… las últimas… ¿crees?
—Me aferraría a clavos ardientes, Em, a cualquier cosa…
Solo eso restaba, crear un nuevo recuerdo entre ellos. Pasaría las horas
que quedaban en Londres a su lado, porque él era Londres para ella.
CAPÍTULO 15

Emily se marchaba, abandonaba sus brazos para siempre. No se atrevieron


a las despedidas, en el alba, la joven se vistió en silencio y él la ayudó para
tener una excusa de volver a tocarla. Los labios juntos una última vez, el
recuerdo de sus ojos fijos en él, sin lágrimas ni reproches…
—Adiós. —De todas las palabras, la definitiva. La que llevaba el peso
de «nunca» encerrado en su significado. No pudo, él fue incapaz.
—Hasta luego —susurró cuando ella dejó la habitación.
No tenía sentido regresar a la cama. Sería una tortura hacerlo, quitó las
sábanas y las dejó en un montón, no volvería a usarlas jamás. Desayunó en
silencio, leyó el periódico, revisó la correspondencia, comprobó los
gastos… su matrimonio con Lady Anne estaba en camino. Le había
prometido volver, y aún no lo había hecho. Se había tomado dos días antes
de asumir por completo el compromiso. Sería el esposo de Anne, y lo
haría con todo el honor que le quedaba. La promesa en el altar: fidelidad,
cuidado, salud y enfermedad, riqueza y pobreza, sería respetada a
rajatabla. Porque esa mujer le brindaba otra forma de amor, la de un hijo,
la de una familia, lo que creyó que jamás tendría.
A una hora prudencial, tras un baño y la elección de un traje de día
favorecedor, se sintió lo suficientemente entero para enfrentar la jornada,
para visitar a su «prometida» y constatar el estado de su hijo.
El carruaje estaba preparado en la puerta de su casa de soltero. La
misma era un alboroto, porque se preparaba para darle cobijo al futuro
matrimonio. Luego… le correspondería a la nueva esposa la elección de
vivienda, decorado, detalles.
La casa de las Ferrer estaba abierta para él. Solo Thelma estaba de pie,
realizando las labores cotidianas. La muchacha se comportaba como una
eficiente sombra, atendía el rol de señora de la casa para permitirle a Anne
vivir de sus banalidades y a Dorothy hundirse en el alcohol.
—Lord Webb —fue anunciado por una de las empleadas.
—Milord. —Lo recibió Thelma.
—Señorita Ferrer. Lamento si es muy temprano… quisiera constatar el
estado de Lady Anne, y saber si necesitan algo. —Thelma lo miraba fijo,
podía sentir sus ojos intensos detrás de los cristales. Una punzada de
ternura alcanzó a Colin, le recordaba al encuentro con Emily cuando
descubrió que el atractivo de la muchacha estaba opacado por las joyas,
allí estaba cubierto por gafas y vestidos poco favorecedores. No quería
pensar mal de Anne, de su futura esposa, pero sospechaba que los celos y
la envidia era lo que la llevaba a tener a su hermana en un estado de
deslucimiento.
—No suele estar despierta tan temprano… pediré el té e iré a consultar.
—La joven se deslizó fuera del salón, siempre silenciosa y diligente,
dejándolo solo con sus pensamientos. A los pocos minutos, la misma
mujer que abrió la puerta trajo una bandeja con té y después regresó
Thelma—. Duerme, creo que anoche llegó tarde del teatro. Si desea
aguardar…
—¿El teatro? —Colin no quería enfurecer, estaba cansado, dolido y
acababa de perder a la mujer que amaba—. Pensé que… No importa,
señorita Ferrer —agregó tomándose las sienes. Habían acordado mantener
la discreción, ¿y Anne se pavoneaba en un palco? Quería ser discreto, que
todo estallara cuando Emily estuviera a salvo, cuando él pudiera asegurar
el futuro de su hijo. Habladurías existirían siempre, no deseaba que el
estigma de ser concebido fuera del matrimonio recayera en un bebé. La
sociedad era cruel con quienes no se ajustaban a las normas, Lady Marion
se lo había inculcado, y Lady Anne debía saberlo mejor que nadie—. No
tengo por qué seguir involucrando a personas inocentes. Gracias por la
invitación, prefiero volver por la tarde…
—Si es así… —La joven levantó la bandeja, temblaba, y las tazas
fueron a parar al suelo.
—¿Se encuentra bien?
—S…Sí, claro —musitó, abochornada por la torpeza. Las lágrimas le
mojaban las mejillas, y Colin se sintió horrible.
—Oh, por favor, señorita Ferrer, no se ponga así. Solo fue un accidente,
si la puse nerviosa con mi temperamento…
Una carcajada de esas casi socarronas nació en la garganta de Thelma.
Estaba al borde del quiebre histérico.
—¿Su temperamento? —y volvió a reír, como si eso fuera lo más
gracioso del mundo—. Lo… siento, lo siento —repitió mientras las
carcajadas brotaban junto a las lágrimas—. Es que debe ser el hombre más
tranquilo que he conocido en mi vida… —Las risas dejaron de ser tales
para pasar a ser el llanto convulsionado del más profundo dolor. Casi
alaridos de pena que nacían en su pecho.
Colin fue impulsado por la necesidad de brindarle consuelo. Dejó las
normas, juntó los fragmentos de porcelana y el té que se extendía por la
alfombra, y abrazó a su futura cuñada. Le quitó los lentes, le alcanzó el
pañuelo que llevaba en el bolsillo del chaleco y dejó que la cabeza de
Thelma reposara en su hombro mientras se iba en lágrimas.
—Él me dijo que usted no le caía mal en realidad, solo un poco… —
confesó entre sollozos—, que California está hecho de hombres y mujeres
desplazados, de los que nunca tuvieron nada… Para amar a un californiano
o californiana hay que saber perder, perder mucho, perder más veces de las
que se gana. Que solo así se valora de verdad el triunfo…
—Supongo que hablamos de Zachary Grant —susurró Colin sobre la
coronilla de la joven, y la sonrisa de ella se sintió contra su hombro.
—No creo que seamos tan fuertes, milord, para caer tantas veces como
ellos. Para terminar tan llenos de polvo. Para merecerlos. ¿Usted qué cree?
—Le pregunta al hombre equivocado, señorita Ferrer. Siempre supe que
no era digno de Emily Grant. Pero usted… ¿Por qué no? ¿Qué la retiene
aquí?
—Lo mismo que a usted, la misma persona… solo que yo tengo un
vínculo de sangre, es mi hermana y siempre lo será…
—Ahora ese vínculo nos une, señorita Ferrer, seremos familia, será un
honor para mí ser su hermano. —Con esas palabras bastó para brindarle a
Thelma la fuerza suficiente, para decidir ser la única que tragaba el polvo
del fracaso. Quizá, y solo quizá, esa fuera su última caída antes de ganarse
a un californiano.
—No, no hay vínculo de sangre entre nosotros, milord, y no lo habrá.
Siento mucho mi confesión, de verdad… —Las lágrimas volvieron, no de
pena hacia ella y su suerte, sino porque sería la primera vez que le
rompería el corazón a un hombre—. El hijo que espera mi hermana no es
suyo, es de Lord Hill.
—¿Q… Qué?
—No es su hijo, lo supe tras su última visita. Mi hermana no es quien
usted cree que es. Quizá llegue el día en que la pueda ver con mis ojos y la
perdone…
—¡¿Qué significa todo esto?! —espetó Lady Anne frente a la imagen
que se manifestaba ante ella. Su prometido abrazando a su hermana en el
piso. Se debatía entre mostrar la ira que la embargaba y de la que Thelma
era merecedora, o mantener la farsa de damisela herida que Colin estaba
acostumbrado a ver.
—Eso mismo quiero saber yo… —No fue un grito, la autoridad de la
voz en Colin Webb hizo temblar a ambas mujeres. La señorita Ferrer lo
miró de soslayo antes de colocarse las gafas, eso se parecía más a una
muestra de temperamento que lo anterior. Si practicaba mucho ese tono y
ese porte, se podría adaptar a California.
—¿De qué hablas, Colin? —Anne cambió de técnica de inmediato. La
seducción.
—De que no llevas a mi hijo en tu vientre, de que esto es una farsa,
Anne. De eso hablo. —Los ojos de la mujer se abrieron por la sorpresa,
para entrecerrarse de inmediato por la ira… una ira que iba dirigida a su
hermana.
—¡¿Qué has hecho, maldita idiota?! —se abalanzó sobre ella, y el
brazo de Webb la detuvo.
—Ni se te ocurra —advirtió—. Hizo lo que debió hacer, ponerle fin a
esto y quitarme la venda de los ojos. Anne, ¡Maldición!, ¿es que acaso has
perdido la cabeza?
—Tú lo has hecho. Tú… ¿elegir a la gorda americana antes que a mí?
¿Es que estás loco?
—Ten cuidado, Anne, mucho cuidado. —Una risa carente de humor
escapó de sus labios—. Que no muestre mi temperamento no quiere decir
que no lo tenga.
El desconcierto de la viuda se sumó a una tenue sonrisa de Thelma.
—Colin, querido… —Anne era una mujer de mil caras. La buena, la
seductora, la villana, la comprensiva… le tocaba recurrir a la que más la
definía, la manipuladora—, sabemos que eres estéril. Los dos lo sabemos,
dejemos las apariencias…
—Eso mismo deseo, querida. —El «querida» fue siseado con desprecio.
—¿Qué más da que no sea tu niño? Nadie dudará, fuiste mi amante, las
fechas se ajustan. Será tan tuyo como si lo hubieras engendrado.
—Anne, Anne… ¡qué poco me conoces!, nunca llegaste ni a rascar la
superficie. Eso es lo que consigue la buena educación, que tengamos tantas
capas que apenas llegamos a conocernos los unos a los otros. —El enfado
de Colin Webb era contenido, nada de violencia, nada de exabruptos. Tenía
razón, Anne no lo conocía, y Thelma comenzaba a comprender que la
estrategia del futuro conde de Sutcliff era la correcta. No dejaría a la viuda
como la víctima, no le daría ese triunfo siquiera—. He soportado muchas
cosas a tu lado, tu vanidad, tus caprichos, tu indiscreción, incluso tu
obsesión. Soy comprensivo, creo que hasta diría, en este instante, que soy
magnánimo. —El sarcasmo inundó la sala—. Entiendo que la vida es más
laxa conmigo que contigo. Soy hombre, puedo tener amantes, puedo elegir
con quién casarme, tengo la correa más larga… tú estás atrapada en las
normas que rigen a las mujeres. Y por eso jamás me enfadé contigo…
—¿Eso quiere decir que no estás enfadado?
—Hasta ahora —completó con una sonrisa—, hasta ahora, milady.
Porque has querido tirar de mi correa, cuando yo jamás tiré de la tuya. Y
me parece desleal… ¿no lo crees?
—Colin…
—Milord —la corrigió—, recuerda tu lugar. Has vuelto a él, has
perdido los privilegios.
—Milord… —Los dientes de Anne rechinaron—. Que sea por las
normas, entonces. Yo puedo brindarle lo que quiere: un heredero. Usted
puede brindarme lo que quiero: un buen lugar en la sociedad.
—¿Sabes lo más gracioso del asunto?, jamás voy a ser conde. —Los
ojos de ambas muchachas se abrieron—. Mi padre tiene mi declaración, la
hice hace años, cuando supe de mi esterilidad. El próximo conde de
Sutcliff es Thomas Webb.
—¡¿Qué?! Pero eso va a cambiar… con tu hijo…
—No es mi hijo, ni lo va a ser. No puedes negociar conmigo, milady. —
Avanzó un paso hasta volverse intimidante ante la mujer. Anne alzó el
mentón y fijó los ojos en el hombre que le supo parecer tan atractivo, el
hombre que quiso a su lado como sostén. Sí lo conocía, sabía que por un
hijo daría todo, sabía que era protector, que jamás les faltaría nada junto a
él, y por eso lo había elegido. Lo que no había contemplado era el cambio,
el cambio efectuado por Emily Grant—. Podría cargar con un bastardo…
—Lo ve… Es una idea… —Colin la interrumpió.
—Podría cargar con un bastardo si amara a la mujer que lo lleva en su
vientre. Sí… lo amaría, lo amaría como si fuera mío, lo amaría como amo
a esa mujer… oh, Anne, si tan solo te amase… —fingió lamentarse—, si
tan solo fueras digna de que alguien te amara…
—Colin…
—Ya sabes de quien sí cargaría un bastardo, vive con eso —sentenció,
mientras buscaba el abrigo y su sombrero—. Y, por cierto —agregó con la
vista puesta en Thelma, aunque con las palabras direccionadas a Anne—,
te perdono. Claro que sí, puedo verte con los ojos de tu hermana, te
perdono porque das pena… uno no se puede enojar con una serpiente por
morder y envenenar, es su maldita naturaleza. Suerte con el niño, espero
que Lord Hill se haga responsable —y dejó la casa de las mujeres Ferrer
sumido en un sepulcral silencio.

Un maldito imbécil, eso era. La venda que Thelma le había quitado de


los ojos abarcaba más que Anne, llegaba a Emily, a California. No podía
creer que hubiera sido tan ciego.
No mintió, en cuanto su confesión abandonó los labios supo que
hablaba en serio. Por Emily estaba dispuesto a todo, y si era capaz de
soportar un engaño, una manipulación, cualquier cosa… ¿por qué
demonios se creía incapaz de recibir su rendición?
Porque no era digno, porque no había mordido el polvo lo suficiente,
porque no había luchado por ella. Por eso y mucho más.
Eso había cambiado, en el dolor que sentía en el pecho, en el momento
en que el veneno de Anne se coló en sus venas, en el instante en el que el
corazón le fue arrancado. Ahí… ahí había perdido por siempre, había
recibido el peor de los golpes, la más dura de las palizas. Ahí había
mordido el maldito polvo, y si se levantaba de esa, si se ponía de pie y era
capaz de afrontar la vida que le tocaba… entonces, quizá, y solo quizá,
podía ganarse a una californiana.
Debía correr.
—¡Detén el coche! —exigió. El tránsito de Londres era infernal a esas
horas. No llegaría jamás. Consultó su reloj de bolsillo, las manecillas se
burlaban de él. Bajó de un salto del carruaje y comenzó a correr por las
aceras, llevándose consigo a damas y caballeros. Los insultos coronaban la
carrera…
—¡Señor Law! ¡Mi montura, ya! —El mayordomo se sumó al frenesí
del señor. Sabía que las preguntas no iban con su trabajo, de todos modos,
no pudo evitar que sus labios se abrieran:
—¿Va a intentar recuperar a la señorita Grant, milord?
—¡Demonios! ¡Sí!, pero no tengo tiempo… —No, no podía rendirse.
Tenía que ganar, que triunfar esa última vez… tenía que merecer a Emily
Grant.
—Su montura está lista y… milord, lleve el dinero de la caja fuerte.
—¿Eh?
—Por si tiene que boicotear el barco, no hay nada que uno no pueda
comprar en el puerto. —La sonrisa confundida de Colin se dio de lleno con
el enigmático hombre. ¡Eso le pasaba por no corroborar los antecedentes
de la servidumbre!, se quejó. Estaba seguro de que su mayordomo cargaba
con una vida de lo más curiosa si era conocedor de esos detalles.
—Gracias —dijo y le hizo caso. Con la alforja llena de libras y
peniques, le exigió a Fausto la mayor de carrera de su vida. Todo Londres
era testigo de cómo el próximo conde de Sutcliff recorría las calles,
desesperado, camino al puerto. Las noticias viajarían, al igual que las
conclusiones.
Lord Colin Webb amaba a Emily Grant hasta la locura.
La multitud del puerto le impidió avanzar con Fausto. Los familiares
que se aglomeraban con pañuelos a despedir a sus seres queridos, los
hombres que cargaban los barcos, los trabajadores que se aseguraban de
que todo estuviera en orden… y el gran sonido ensordecedor de un buque
que partía: El Elizabeth IV camino a América.
—¡No! —Colin descendió de la montura, y tal como Law sugirió, por
un par de peniques consiguió que alguien se hiciera cargo del caballo.
Avanzó por entre los cuerpos, los llantos, las despedidas. Se abrió
camino sin amabilidad, angustiado ante la idea de perderla. La seguiría
hasta el fin del mundo, no se rendiría ni en ese momento ni nunca. No, no
volvería a caer, ya había aprendido la lección. ¿Podía alguien decirle eso
al endemoniado destino que siempre se la complicaba?
Al llegar a la ensenada, el Elizabeth IV se alejaba.
—¡Maldición! ¡Maldición! —exclamó. Tan solo un par de metros,
intentó hacer señas, que frenaran el barco, que detuvieran la partida, pero
sus movimientos enérgicos se perdían en el mar de brazos de despedida.
Él no se estaba despidiendo. Él no diría adiós. Jamás. Perdió la razón, la
cordura, el sentido común. Arrojó las normas, las reglas y la buena
educación junto a sus botas. Se sacó ambas y, ante las miradas de asombro
de los presentes, se lanzó al agua.
—¡Está loco, se va a ahogar! —le gritaban los portuarios a su espalda.
No podía contestar, no podía perder el aire de los pulmones ni la energía
de sus músculos. Tenía un maldito buque que alcanzar.
Solo un pensamiento socarrón le vino a la mente: ¿Quién nada mejor,
señor Grant?, el único desafío entre ellos que no habían puesto en práctica.
Allí, en las contaminadas aguas del Támesis, lo demostraba.
Alcanzó el buque que apenas aceleraba para alejarse del puerto. Las
miradas de los pasajeros estaban puestas en él, en ese demente hombre que
intentaba alcanzar una cadena para subir. ¡Oh, no! Mientras braceaba,
comprendía lo desquiciado de su empresa. Las posibilidades eran ahogarse
o que lo apresaran por polizón. Y prefería lo segundo, sin duda… lo
segundo.
—¡Mierda! —exclamó al llegar a una de las sogas que colgaban bajo
los botes salvavidas. ¿Cuántos pies de altura tenía el maldito Elizabeth
IV? Al parecer, la llegada hasta allí era merecedora de festejos, porque
mientras él se aferraba como si la vida se le fuera en ello —y sí, la vida se
le iba en eso—, los pasajeros aplaudían su victoria—. Gracias, gracias —
le dijo al público que no podía oírlo—, pero, ¿serían tan amables de
ayudarme?
El capitán del Elizabeth IV miraba todo desde la borda, con la diversión
tatuada en el rostro. No lo dejaría morir, de todas maneras, nada le
impedía un poco de diversión. Cuando al fin lo subiera, tendría que
encerrarlo en la bodega para enjuiciarlo como polizón en América, o de
regreso a Londres. No tenía ningún apuro.
Una muchacha se apiadó de él. La escotilla de los sanitarios de clase
baja se abrió , el rostro de la joven se asomó.
—¿Cree que pasará? —preguntó con un acento que no coincidía en su
imagen.
—Creo que estoy lo suficientemente loco como para intentarlo —
respondió. Se meció en la soga hasta llegar al borde de la escotilla, y se
aferró a ella con fuerza. Sus pies descalzos se impulsaron sobre el borde
del barco y las manos de la muchacha tiraron de él hasta hacerlo pasar por
el ojo de buey. Rodaron juntos por el piso, y Colin la empapó por completo
—. Lord Colin Webb, muchas gracias por su socorro —se presentó sin
aliento.
—Nora… Nora a secas, y espero que nos llevemos bien, porque
pasaremos el viaje apresados en las bodegas por polizontes. —Las
palabras de la muchacha le hicieron observar lo que había pasado por alto,
estaba disfrazada de hombre. ¿Qué manía tenían las mujeres a su alrededor
de elegir los pantalones?
—Tu disfraz es penoso.
—Ya lo creo… —La voz del capitán resonó en los sanitarios de la clase
baja—. Ambos están arrestados.
—Si arrestado me lleva a América, me basta —Sonrió Colin, y el
capitán arqueó las cejas—. Todavía dan los últimos deseos a los
condenados.
—No irá a la horca… —El hombre se detuvo en su apreciación, el
acento de Webb, sus modales… ¿qué demonios sucedía ahí? No era un
simple polizón que no podía pagar el pasaje. Sus labios se curvaron en una
sonrisa, al parecer, aún podía regalarse unos segundos más de
entretenimiento—. Le daré el último deseo.
—Hablar con una de sus pasajeras —sentenció—, y comprar mi pasaje
y el de la señorita aquí presente, así no viajamos en la bodega. —Sacó las
libras de sus bolsillos, y el Capitán no las aceptó.
—No, no… ¿sabe? No los arrestaré, los haré pagar el pasaje con
trabajo. —Sería entretenido tener a un Lord haciendo la labor de un
grumete—. Y ahora… vaya a cubierta, busque a su pasajera, me da mucha
curiosidad saber quién es la razón de tanta locura.

Golpeó la puerta del camarote por puro convencionalismo, se alejaban


de Inglaterra y podía decirle adiós a cada una de sus costumbres. No
esperó a tener respuesta del otro lado, se dio el permiso de ingresar.
La habitación de Zach era igual de espaciosa que la de ella y contaba
con los mismos lujos, entre ellos, una gran cama que invitaba al dulce
sueño del olvido. Ahí estaba Zach, recostado boca arriba como si la vida lo
hubiese molido a golpes, con ojos cerrados, y brazos cruzados sobre la
cabeza. Parecía decidido a sumirse en la más completa oscuridad.
Emily cerró la puerta tras ella para lograr intimidad.
—No deberías estar aquí... no es correcto —la reprendió sin siquiera
moverse. Estaba siendo sarcástico, cuando el malhumor lo atacaba era su
arma de defensa.
—¿Ni media hora en alta mar y ya extrañas Londres?
—Londres es una maldita enfermedad... —gruñó.
Fue hasta él, le tomó los talones para hacer su cuerpo a un lado, y
cuando logró el espacio deseado, se sentó en la cama junto a él.
—Una enfermedad que solo yo pensé haber contraído... no tú.
—Em, no tengo deseos de hablar —sentenció acomodándose de lado.
—Pues yo sí —dijo tirando de su chaqueta—. Ha ocurrido algo que
llamó mi atención, creo que cometiste un error... —No se comportaba
como un niño, de haber sido así, provocarlo hubiese sido un plan sencillo.
No era eso, en Zach había dolor, un inesperado dolor, uno que ella conocía
en primera persona—, según el listado de camarotes, los Grant poseen tres
asignaciones confirmadas... ¿tres? ¿has oído?
Zachary se retorció en la cama hasta girar a ella, la observó fijo,
conservando la postura horizontal en la cama. Emily ocultó su sonrisa al
reconocer que había encontrado un punto de interés en él.
—¡Ayúdame, quieres! Tú y Jonathan siempre dicen que no soy buena
para los cálculos ... —El rostro de Zach mutaba segundo a segundo—. Uno
para madre y para mí, otro para ti... dos, suman dos, ¿verdad? A menos
que lo hayas rentado para Jafar, algo que dudo...
De un solo movimiento, Zach flexionó las piernas y giró con
brusquedad hasta quedar en la misma posición que Emily.
—Puede que haya cometido un error... —la interrumpió, las palabras
salieron de su boca con la fuerza de un susurro.
—¿Qué tipo de error?
—Un error, Em... solo un error.
La única manera de lidiar con el dolor era hallando el punto de su
origen, solo así podía combatirse. El dolor de Emily tenía nombre y
apellido, y por lo visto, él de su hermano también. Ahora se sentía
culpable, el viaje a Londres se había tratado de ella, y por eso se había
olvidado de mirar a su alrededor... de mirarlo a él.
—Tú no cometes errores, te has jactado de eso toda mi vida.
—¡Ya basta, Em! —dijo incorporándose para buscar refugio en una de
las pequeñas ventanas que le brindaba luz natural al camarote —. Me he
jactado de muchas cosas, lo sé... y ahora no tengo deseos de recordarlas, ni
de hablar al respecto.
—¡Ey! ¿Dónde está mi hermano? ¿Qué has hecho con él? —El dolor no
justificaba nada, no toleraría su conducta. Fue hasta él, tenían muchas
semanas por delante, lo mejor era cambiar esa actitud desde el principio.
Un par de ojos azules contra otro par de ojos azules, letal combinación.
Los Grant manejaban el arte del silencio, todos y cada uno de ellos habían
llegado a este mundo con la opción de subtítulos.
Zachary le habló de sus penas, de su corazón dividido, otro medio Grant
marchaba rumbo a América, una parte de él se había quedado ahí, bajo el
cielo de Londres, aferrado al recuerdo de una mujer.
—Ya veo, tus noches de borrachera no fueron noches de borrachera en
lo absoluto, ¿no?
—Sí, estaba ebrio, pero no precisamente de alcohol... —confesó con
pesar—. ¿Em?
—¿Qué?
—¿Se termina alguna vez el dolor? —Los ojos le brillaban, y Emily no
recordaba cuándo había sido la última vez que había visto el atisbo de una
lágrima en los ojos de su hermano. Lo abrazó, era lo que necesitaba. Lo
que ambos necesitaban.
—Depende... —le susurró al oído—. ¿La amas?
Si tenía el valor de reconocerlo podría con todo lo demás.
—Sí. —No hubo duda alguna en él.
Se distanció un par de centímetros para poder hacer contacto con sus
ojos. Le sonrió.
—Entonces sonríe, Zach... en tiempos como estos, amar es un
privilegio que muy pocos logran conseguir. Aférrate al sentimiento,
recuerda lo bueno... todo lo bueno, y el dolor se irá.
—Dicho de esa manera, haces que suene fácil —dijo tomándola de las
manos con una gentil caricia.
—¡Esa es la idea, mequetrefe! —Lo hizo sonreír—. ¡Que suene fácil!
—¿Lo es? —preguntó con el primer atisbo de buen ánimo.
—¡No, por supuesto que no! ¡En lo absoluto!
Rieron... rieron porque así eran los Grant. Se caían y levantaban, una y
otra vez... siempre.
—¿Has oído las buenas nuevas? —Emily aprovechó el clima distendido
recién nacido para darle un vuelco a la conversación.
—No, ¿qué me he perdido?
—¡Polizontes!
El viaje de ida a Londres los había entretenido con las historias de los
tres polizontes capturados, en ese entonces, Zach había decidido que cada
historia valía el costo total del pasaje. Contaba con que ahora ocurriese lo
mismo.
—Este viaje comienza a ser un poco más entretenido... ven, vamos.
Tiró de ella dispuesto a abandonar el camarote en su compañía, cuando
abrió la puerta, la sorpresa de hallar a Sandra los paralizó.
—¡Gracias a dios! —resopló aliviada al encontrarnos juntos—. Pensé
que iba a tener que recorrer todo el condenado barco hasta hallarlos.
—¿Qué ocurre, madre? —interrogó Zach con repentina preocupación.
—¡Qué no ocurre! —volvió a resoplar, aunque en esa oportunidad lo
hizo con una sonrisa en los labios—. ¡Compruébenlo por ustedes mismos!

El salón principal del barco había sido copado por pasajeros y marinos
en partes iguales, todos se reunían en torno a dos figuras, el capitán, y un
joven hombre de vestimenta elegante, evidentes buenos modales, y con un
detalle que lograba captar la atención de cada uno de ellos: descalzo, y
empapado de pies a cabeza.
—¿Señorita Emily Grant? ¿Señorita Emily Grant? —El vozarrón del
capitán retumbó a lo largo y a lo ancho.
Emily, con Zach a su lado y con Sandra unos cuantos metros atrás, se
hizo lugar entre la multitud sin saber por qué la convocaban.
—¿Señorita Emily Grant? —El hombre lo repetiría hasta obtener
respuesta.
Ella no tenía deseos de alzar la voz ni dar un espectáculo, pero viendo y
considerando la actitud del hombre, lo hizo:
—Sí... aquí estoy —alzó la voz—. ¡Yo soy Emily Grant!
La gran marea de personas que inundaba el salón se abrió para hacerle
camino como si de una acción profética se tratase.
El corazón se le detuvo cuando sus ojos se encontraron con los de
Colin. Pestañeó... ¿Estaba soñando? ¿Era él? No, no podía serlo.
—Señorita, este hombre se escabulló por una de las escotillas... según
él, por usted. ¿Lo conoce?
No podía moverse. Menos hablar. Con suerte hallaba la fuerza para
respirar, de lo contrario, moriría ahí mismo. Moriría de amor.
—¿Lo conoce? —repitió al no obtener respuesta.
Colin estaba igual de paralizado, estaba ante ella... no podía creerlo.
—¡No! —respondió Zach por su hermana—. No lo conocemos... es la
primera vez que lo vemos.
—¡Maldición Grant! —Colin reaccionó—. Cierra la boca, estoy aquí
por tu hermana.
Los primeros vítores resonaron en el salón, comenzar un largo viaje de
esa manera auguraba una travesía por alta mar con mucho entretenimiento.
—Haga lo que tenga que hacer capitán, arréstelo... aunque yo lo tiraría
por la borda. ¡Se ve que tiene la destreza suficiente para llegar solo a la
orilla!
El capitán se dobló de una carcajada. Le agradaba el grandote
americano, sin embargo, el refinado inglés había hecho lo suyo, los
hombres arriesgados merecían su momento de redención, no había que ser
una mente brillante para darse cuenta de que ahí se mezclaban los
corazones.
—Lo siento, suena muy tentador, pero aquí... el hombre pidió hablar
con la tal Señorita Grant, y usted no lo es, caballero. —Giró el rostro hacia
Colin—. Es ahora o nunca, muchacho... dale un motivo para hablar. —Las
exclamaciones volvieron a alzarse—. Da lo mejor de ti, como verás, el
público es muy exigente.
El capitán estaba en lo cierto, tenía que recuperarla, y para ello, debía
comenzar por la verdad, sabiendo que la consecuencia de la misma lo
hundiría hasta las rodillas.
—¡No es mi hijo! —escupió esa espina. Era importante que Emily lo
supiera.
Los abucheos fueron multitudinarios, más que los gritos de segundos
atrás.
—¡Tírenlo al agua! —gritó uno, y otros se le unieron— ¡Sí!
¡Regrésenlo al océano!
—¡Pues yo le dije! —Zachary aprovechó el apoyo de los presentes.
—Shhh.... —Emily recuperó el poder de la palabra—. ¡Cállate, Zach!
—Alzó la voz como nunca antes lo había hecho—. ¡Cállense todos!
¡Déjenlo hablar! —El silencio fue sepulcral.
Colin sonrió... ¡Dios, era imposible no amar a esa mujer! Le estaría en
deuda a la vida si ella lo aceptaba.
—¿No lo es? ¿No es tu hijo? —preguntó con la tristeza en los labios. Si
Colin sufría, ella sufría. Emily conocía lo que significaba para él un hijo,
significaba todo.
—No, no lo es... mintió. —Intentó avanzar hasta ella, el capitán se lo
impidió poniendo un pie delante de los de él. Colin entendió el mensaje.
—Lo siento... —balbuceó ella con pena.
Hasta en ese momento Emily ponía como prioridad los sentimientos de
él. ¡Por todos los cielos!
Sí, estaría en deuda con la vida, con el destino... con lo que fuese que
gobernase el mundo.
—No, no lo sientas, yo no lo hago... ya no. —Era tiempo de entregar
aquello que se había negado a dar, por necio, por vivir una vida
equivocada, por sentirse no merecedor de su amor—. Por días... por días
viví la ilusión de aquello que siempre deseé. Anne me vendió esa ilusión...
—No iba a entrar en detalles, Emily conocía su secreto, ella entendería los
silencios—, y cuando esa ilusión se hizo trizas contra mi pecho,
comprendí que solo fue la excusa que utilicé para mantenerme ajeno de mí
mismo. Me educaron bajo las reglas del deber, y cumplí con cada una de
ellas... cumplí hasta que llegaste tú.
El límite impuesto por la bota del capitán se hizo a un lado. Al hombre
le había agradado su discurso. Colin dio unos pasos hasta alcanzar esa
distancia que le permitiera llegar al goce de su perfume. Sí... ese perfume,
su aroma favorito en todo el mundo.
—Apareciste en mi vida contagiándome tu libertad, y me hiciste
desear, Em... me hiciste querer... querer todo, y todo eres tú. Perdóname...
—dijo dejándose caer de rodillas. Arrancarse las cadenas, abrirse el pecho,
entregarle el corazón, eso tenía que hacer—. Perdóname por creer que al
decidir por ti hacía lo mejor... perdóname por callar, por no haber tenido el
valor de decirte «Te amo» cada vez que tú me lo decías y me lo
demostrabas. Perdón por dudar... Daphne estuvo en lo cierto al decir que
hasta yo mismo me desconocía, es verdad. —Arrastró sus rodillas para
acercarse más a ella. Emily lo observaba, en silencio, con el brillo en sus
ojos de unas lágrimas que se contenían—. Hubo una vez un Colin Webb
que pensaba que con hacer lo que creía correcto era suficiente, un idiota,
claro está... —Eso le ganó un par de vítores estimulantes, y una mirada
cómplice de Zach—, y ahora hay otro Colin Webb, el que está aquí, de
rodillas, dispuesto a abandonar su vida, su historia... «su única y maldita
obligación» porque se dio cuenta de que lo único correcto en su vida... lo
único correcto eres tú, Emily Grant.
Los presentes no pudieron contener la emoción, requerían de más
acción, tenían la historia de amor y pretendían su desenlace.
—Si me aceptas, con todos mis defectos, con todas mis debilidades... y
con todo el amor que siento por ti. Te pregunto: ¿Me harías el honor de
convertirme en tu esposo?
Los aplausos se sumaron al reencuentro. Zachary se dio por rendido,
resopló, se había hecho a la idea de que Webb no iba a ser su cuñado,
detestaba tener que cambiarla.
El silencio de Emily le sentó como una bofetada. Tal vez era demasiado
tarde, y el amor, el perdón, ya no bastaban.
Ella necesitaba creer que no era un sueño, por eso mantenía el silencio,
temía hablar, dar un paso en falso, y que todo desapareciera. ¿No, no era
él? ¿La realidad no podía ser tan maravillosa?
Cerró los ojos con fuerza, contaría hasta diez, se mordería los labios y
despertaría.
Uno... Dos... Tres...
—¡Ey, muchacha, dile que sí! —gritó un marinero que se encontraba a
un par de metros.
Cuatro... Cinco... Seis...
—¡Acéptalo de una buena vez! —agregó una mujer anciana adinerada
que observaba todo desde la comodidad de un sillón, a esa altura de su
vida solo el amor le resultaba interesante—. ¡De lo contrario, yo me
ofrezco para casarme con él!
Siete... Ocho... Nueve...
—¡Y yo! —agregó otra, y luego otra. Las voces se repitieron como un
eco inacabable.
... Diez
Ese perfume, lo reconocía... y lo reconocería ese día, mañana y
siempre.
Abrió los ojos, y ahí estaba él, de pie, a centímetros de ella.
—¿Estás aquí? —murmuró solo para él—. ¿Eres real?
Las manos de Colin buscaron las suyas, entrelazó sus dedos a los de
ella.
—Tan real como tú.
El corazón de Emily bombeó con fuerza, si los corazones pudiesen
sonreír, el de ella, de seguro, lo estaría haciendo.
—Entonces, sí... —dijo llevándose la unión de manos a los labios.
Depositó un beso en el dorso de la suya, la acarició—. Acepto que seas mi
esposo, con una condición...
—¿Cuál? —Estaba dispuesto a todo.
—Que tú me aceptes a mí como tu esposa. —Le sonrió.
Quería oírlo decir de sus labios. Solo eso.
—Es lo único que deseo... lo único.

***

El capitán Jack Knoxville no pudo con su genio casamentero, aún


contra la insistencia de Colin y Zach, no aceptó ni un solo centavo para
oficializar la boda. Lo hizo por gusto, los matrimonios improvisados a
bordo siempre eran sinónimos de buena publicidad y memorables
anécdotas.
La boda se celebró esa misma noche, el público así lo demandó, y para
qué mentir, demorarlo era pura malicia, el calor que desprendían los
cuerpos de la pareja de tórtolos superaba la temperatura de las calderas
que mantenían en marcha al barco. Era preferible un matrimonio
inmediato que un naufragio por incendio.
Tuvieron que recurrir a la ayuda de los pasajeros, Colin consiguió un
par de botas a su medida y un traje idóneo para el evento. Emily también
obtuvo lo suyo, una muchacha le obsequió uno de los vestidos que había
comprado en Londres, el tono dorado combinó a la perfección con la
blancura de su piel y el rubio de sus cabellos. Así se anotó el punto uno de
la lista de tradición de bodas: algo nuevo. La anciana mujer que había
estado dispuesta a reemplazarla le entregó a modo de préstamo una
gargantilla con una brillante piedra de zafiro que competía con el intenso
azul de sus ojos.
—Aquí tienes muchacha, algo prestado, azul, y usado... —dijo
colocando la pesada joya en su cuello.
—No... —interrumpió Sandra— solo algo prestado y azul. En cuanto a
lo usado... —Exhibió una hebilla de perlas, lo único de valor que habían
tenido los Grant antes de la llegada de la riqueza. Emily la recordaba, de
pequeña, cuando su madre no la veía, hurgaba en sus pertenencias para
lucirla a escondidas. Lo colocó en su cabello, le acarició la mejilla—. Lo
llevé el día de mi boda, al igual que mi madre... y la suya. No es sinónimo
de felicidad, al fin de cuentas es solo una hebilla, pero sí es símbolo de
decisión... —Las palabras se le enredaron en la lengua, se abrazó a ella
para evitar estallar en lágrimas antes de tiempo—. Vamos, mi niña, todos
esperan por ti... él espera por ti.
Contrario a su propio pronóstico, Emily Grant también tuvo su final
feliz. No hubo disparos, ni envenenamiento de por medio... lo que sí hubo
fue un hombre dispuesto a lanzarse al océano por ella.
Sonrió, acarició la hebilla de perlas en su cabello.
Símbolo de decisión. ¡Vaya que sí lo era!
No, todos los caminos no conducían a Colin Webb. Solo el camino que
ella había decidido tomar...
—Emily Grant... ¿Aceptas a Colin Webb como tu esposo? ¿Prometes
serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad,
amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?
—Sí, acepto.
EPÍLOGO

Si existía el paraíso, sin lugar a dudas, se encontraba en California. Un


mes en tierra americana, bajo el sol del desierto y en brazos de su esposa
bastó para que Colin Webb se olvidara de sus raíces.
Emily se preguntaba en qué parte del estanque se había quedado el
«Lord». Estaba cubierto de barro hasta la cintura, y por arriba de ella, la
arena del desierto se consagró como ganadora.
Jonathan y Zach reían a carcajadas, era pura y absoluta obra de ellos.
—¡Se suponía que era una cabalgata! —les recriminó a sus hermanos,
sabía que lo habían hecho a propósito—. ¡Una simple cabalgata!
Colin descendió del caballo con una sonrisa en los labios, estar sucio de
los pies a la cabeza no parecía molestarle ni un ápice.
—¡Lo fue! —se defendió Jonathan desde el refugio de su montura.
—¡De Zachary no me sorprende, pero ¿de ti, Jonathan?!
—Cariño, el único culpable aquí fue el estanque que se cruzó en mi
camino —dijo Colin besándola en la mejilla una vez que estuvo a su lado.
Mentía, y ella lo sabía, la expresión de picardía delataba a sus
hermanos. ¡Malditos bravucones! Los atravesó con la mirada, tenía deseos
de abofetearlos.
Los Grant no eran tontos, reconocían al instante los humores asesinos
en su hermana. Tiraron de las riendas para emprender la despedida, el
matrimonio gozaba del privilegio de la intimidad en una de las tantas
casas de la familia construidas en torno a los viñedos.
—¡Webb, no lo olvides! —Le recordó Zach— ¡Mañana al amanecer
pasamos por ti! Así aprendes de una buena vez por todas la «manera
americana».
—Sí, Webb, y yo que tú... me ahorro el baño. —Jonathan no pudo
contenerse, se quebró en una carcajada, siempre hallaban la manera de
empujar a su cuñado a alguna situación que involucrara el ataque a su
imagen perfecta.
—¡Yo que tú, me busco mi propio esposo! —les gruñó Emily.
Los cascos pisaron fuerte, era momento del adiós.
—¿Oíste, Zach? Creo que te habló a ti. —Jonathan extendió la broma a
su hermano.
—No, es obvio que se refiere a ti...
Se alejaron al galope, discutiendo, lanzándose infantiles improperios.
Así eran...
Una vez lejos, Emily sonrió y se lanzó a los brazos de su marido. Él la
devoró con un beso.
—Ellos no lo saben, pero en realidad me hacen un favor —murmuró
sobre sus labios.
—Lo sé... —Los labios de Emily fueron en busca del reencuentro—. La
tina ya está lista.
La cargó en sus brazos hasta llegar a la casa. Ella se abrazó a su cuello.
—Por si no te lo he dicho ya —dijo abriendo la puerta con su pierna—,
amo la manera americana.
—¿La manera americana? ¿Cuál sería esa manera? —Un par de
peldaños y ya estarían en la calidez de la habitación.
—Tú, yo, y la tina hasta la caída del atardecer.
—¡Oh, qué maravilla... coincide con la mía!

Desvestirse era un arte dominado a la perfección, saciarse el uno al otro


entre caricias, besos y espuma, también. Pasaban horas ahí, cuerpo contra
cuerpo, con las piernas enredadas, sumergidos hasta que la luz del día se
escabullía lejos.
Recorrer el cuello de Emily con el roce de sus labios era la actividad
favorita de Colin, una que se vio interrumpida ante el súbito recuerdo.
—Tengo algo para ti...
—¿Qué? —preguntó ella apenas girando el rostro hacia él.
—De camino por el pueblo pasamos por el correo... —estiró la mano
para capturar la chaqueta que colgaba de la banqueta—. Lady Bridport te
ha escrito.
—¡¿Miranda?! —La emoción la hizo incorporarse de un salto.
Colin no pudo más que reír, era eso o volverle a hacer el amor.
—Sí, Miranda... ¿cuántas ladies Bridport conoces? —Abandonó la tina
para ir en busca de una toalla.
—Gracias al cielo, solo una —dijo mientras dejaba que Colin le
brindara sus cuidados. Una vez que estuvo seca, él colocó la carta en sus
manos.
—¡Ponme al tanto de las noticias!
Emily corrió hasta una de las mesitas de noche, tomó el abrecartas,
rasgó el sobre y se dejó caer en la cama para leer gustosa.
—Cameron ya dio a luz... —narró en voz alta con la felicidad en los
labios— ¡Tuvo una niña! La nombró Nala, y....
Volvió a leer, era posible que la emoción le estuviese jugando una mala
pasada.
Definitivamente era eso, porque lo que leía no podía ser verdad.
—¿Y?
Colin le hizo compañía en la cama, la desnudez de su cuerpo torneado y
bronceado abofeteó a Emily. Nunca se cansaría de observarlo, era hermoso
desde cualquier ángulo.
—¿Y? —insistió Colin comprobando que una vez más lograba el efecto
deseado en su esposa.
—Vanessa se ha casado...
Las cejas de Colin se elevaron alto, combinaban con las de Emily.
—¿Estás segura? —Ni Colin podía creerlo.
—¿La verdad? no lo sé... dímelo tú. —Le entregó la carta.
Al cabo de unos segundos, las cejas de Colin volvieron a levantarse
ante la sorpresa.
—Sí, se ha casado...
—¿Con quién?
—No lo dice.
—¿Cómo que no lo dice? —recuperó la carta con un ágil movimiento.
Debía constatarlo.

"Sí, Vanessa se ha casado, han leído bien... y si tienen deseos de saber


con quién no tienen más alternativa que subirse a un barco para
averiguarlo".

—¡Nooo! ¿Cómo pudo ser capaz de esto Miranda? —Estaba ofendida y


ansiosa a la vez.
—Em... Miranda no, eso huele a Elliot.
—¡Tienes razón! —Maldijo para sus adentros—. ¿Y entonces?
No deseaba presionarlo. California era esa bocanada de aire fresco que
él necesitaba, pero en Londres estaba su historia, su vida... y algunos
recuerdos amargos.
—Entonces... creo que es momento, y Elliot se ha encargado de
recordármelo. —Tenía que regresar, declinar el título de conde de manera
oficial y organizar el resto de su vida junto a Emily—. ¿Tú que piensas?
—consultó con su esposa, en ella quedaba la última palabra.
—¿Qué pienso? ¡Que muero por conocer al desquiciado hombre que ha
decidido casarse con la señorita Cleveland! Y la idea de rememorar
nuestra luna de miel en un camarote me parece por demás atractiva.
Eran el uno para el otro. Ese mismo pensamiento se había colado por la
cabeza de Colin.
—De ser así, milady... prepare las maletas, Londres nos espera.
La tomó de la cintura para atraerla hacia él, piel con piel, el atardecer
californiano colándose por la ventana. Un beso, una caricia... su esposa.
Sí, eso era el paraíso.
Vanessa
Señoritas Americanas 4

Scarlett O’Connor

©Lune Noir, 2019


©Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita de los
titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.
Las verdades que revela la inteligencia permanecen estériles. Sólo
el corazón es capaz de fecundar los sueños.
ANATOLE FRANCE
Preludio
Inglaterra, primavera 1854

No podía dormir. Una vuelta, otra vuelta. El edredón que la cubría cayó al
piso y ella apretó una maldición entre los dientes. A su lado, Cameron se
quejó, abrió los ojos soñolientos y los fijó en ella.
—¿Estás bien? —le preguntó la joven de Virginia con voz rasposa.
—Sí. ¿Tú?
—Bien, solo te escuché refunfuñar…
—Vuelve a dormir —le ordenó en un tono de demanda, propio de
ella—, tienes que juntar energías.
Cameron no se lo iba a discutir. Cerró los ojos y en pocos segundos
regresó a los brazos de Morfeo. Vanessa Cleveland, en cambio, contempló
con desgano el cielorraso de la habitación que compartían en la casa de
campo de Lady Thomson e intentó no moverse. Cameron Madison
necesitaba descansar, había sufrido, en las últimas semanas, dos intentos
de asesinato, uno en forma de accidente y otro, de envenenamiento. Eso,
sumado a su estado de gestación… bueno, se podía decir que no dejaría
esa cama por bastante tiempo.
¿Valía la pena?
La maldita pregunta que resonaba una y otra vez en la mente de
Vanessa. ¿Valía la pena tanto por amor?
Se puso de pie con sigilo, dispuesta a no incordiar más a su
compañera de alcoba. Junto a la virginiana habían desarrollado una
increíble capacidad de vestirse solas, esconder un embarazo tenía esas
ventajas y, tras ajustar un corsé frontal, abrochó con ágiles movimientos la
interminable fila de botones delanteros de su afortunada elección de
vestuario: una falda amplia color ladrillo y una camisa de seda de un
blanco impoluto con amplias mangas hasta las muñecas y cuello alto. El
cabello, negro y lacio, fue trenzado y llevado a la coronilla en un moño
ligero que, para desgracia de la muchacha, dejó caer mechones libres con
rapidez.
Una vez fuera de la habitación, no supo qué hacer. Apenas era el
alba, y el único movimiento que existía era el de los sirvientes. Deambular
sola no era apropiado, sin embargo, el intento de homicidio contra
Cameron había vaciado la casa de campo a una velocidad pasmosa, y
Vanessa pensó que nadie tenía por qué enterarse de que daba un paseo por
los jardines para despejarse.
Avanzó por el corredor hasta la planta baja, y de allí, sin escala, se
dirigió al lugar que más le gustaba: el lago artificial. Se preguntó si en
invierno se congelaría y les permitiría a los habitantes patinar, como solía
hacer ella en Boston. Extrañaba su tierra, extrañaba no sentirse extraña.
Demasiadas cosas habían sucedido desde que llegó a Inglaterra, y se sentía
abrumada.
Tenía amigas por primera vez en la vida, tenía a su tutor, Sir
Johnson, y a su madre, la señora Henriet Johnson, que en esos meses se
habían vuelto como su familia… y había divisado, de lejos, algo que hasta
el momento estaba segura de que no existía: amor.
Caminó por los cuidados senderos de los jardines de Sameville hasta
que llegó a un punto preciso que le traía serenidad, miró a ambos lados y
decidió que se sentaría ahí a mirar los patos hasta que llegara la hora del
desayuno. Un poco de soledad no venía mal, no podía pensar con tanto
barullo a su alrededor y, sobre todo, le costaba analizar lo que sucedía
cuando todo carecía de sentido.
Miranda había sufrido, al igual que Cameron, de un intento de
asesinato. Solo que en su caso no había estado dirigido a ella, sino a su
marido. Y antes de eso, el matrimonio había vivido altibajos por sus
caracteres fogosos y orgullosos. Ahora parecían felices, pero ¿había valido
la pena tanto dolor?
Cameron recuperaba el corazón de Sean tras una ruptura, engaños,
llantos, dolor y sangre. Lucía radiante pese a eso, brillaba en brazos de su
amor, pero ¿había valido la pena?
Y Emily… oh, Emily era su ejemplo más fuerte, porque aún no tenía
su momento feliz, solo el corazón dividido por un amor no correspondido,
lleno de trabas, que si no llegaba a buen puerto la dejarían hecha trizas por
el resto de sus días… ¿Había valido la pena?
No lo sabía, no podía siquiera imaginarlo, porque para ella, tal
sentimiento le era ajeno. Se había sacrificado por estudiar, por hacerse un
lugar, por ganarse el respeto de sus pares… y con ello también había
recibido dolor a cambio. Si le preguntaban si había valido la pena, por
desgracia, su respuesta sería no lo sé.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la visión de un hombre
que se acercaba a ella. Los pocos rayos de sol se proyectaban a su espalda
convirtiéndolo en una sombra. Cuando la figura se detuvo ante el lago y
miró a ambos lados antes de sacarse las botas para cruzarlo a pie,
cualquier duda de Vanessa sobre la identidad del extraño fue evacuada.
Lord William Witthall, Conde de Dorset, mejor conocido como el conde
Loco.
Ese hombre conseguía exacerbarla, no pudo contener sus palabras
por lo que las alzó para que llegaran al otro lado del lago artificial.
—¡Allí está el puente! —Le señaló para que cruzara como un ser
humano normal.
—Ya lo he visto, soy loco, no ciego —bromeó él, y con las botas al
hombro, cruzó el agua. Para sorpresa de Vanessa, la profundidad del
mismo le llegó solo hasta las rodillas y sus anhelos de que se ahogara
quedaron en nada. A los pocos segundos, estaba a unos pasos de ella
llevándose consigo los nubarrones de malos pensamientos.
Debía reconocer que Witthall lograba sacarla de cualquier trance,
para ser honesto, la sacaba de las casillas. Su aire soñador, su falta de
raciocinio, su manía de exponer la locura de la cual lo acusaban, como si
quisiera demostrar algo.
—Buenos días, señorita Cleveland. —Una vez frente a ella, Vanessa
pudo ver el rostro sonriente y, debía reconocer, apuesto, del conde.
—Buenos días.
—¿Qué la trae por aquí tan temprano?
La excusa que iba a esgrimir, cual dama en aprietos, fue acallada por
el desafío.
—Lo mismo podría preguntar yo —rebatió en cambio.
—Oh, pues… salí a caminar y pensar cuando no hay miles de voces
a mi alrededor. La gente puede ser bastante molesta.
—Coincido —agregó ella con un deje de malicia, y con la esperanza
de animarlo a alejarse, como hacían todos. No lo consiguió.
—¿Puedo? —preguntó él indicando el césped a su lado, para
sentarse. Vanessa dudó por varios segundos que podían interpretarse de
irrespetuosos, o incluso de una negativa disfrazada. No era eso y Witthall
no era un hombre dado a sacar falsas conclusiones.
—Sí, claro —accedió. No había nadie cerca, nada indecoroso de lo
que se le pudiera acusar. William, que leyó el motivo de recelo, agregó:
—No se preocupe, si preguntan diremos que los duendes nos
hicieron de carabina.
—¿Los duendes?
—Claro, los duendes. —Abrió los brazos exponiendo el entorno,
haciendo que Vanessa rompiera en risas.
—Y los patos, milord, no olvidemos que los patos son grandes
chaperones.
La broma espontánea, justo de labios de la señorita Cleveland, tomó
por sorpresa al conde que le regaló una mirada de soslayo. Sus ojos
castaños brillaban con humor, y con un dejo de inteligencia que ponía en
jaque por completo su mote. ¿Estaba loco o jugaba a serlo?, y por encima
de todo eso, un destello de algo difícil de reconocer para la bostoniana.
—¿En qué pensaba, señorita Cleveland? —indagó él.
—En nada…
—Eso dice la gente que piensa en muchas cosas. Realmente me
interesa saber qué puede tener a una muchacha como usted tan
ensimismada.
—¿Una muchacha como yo? —No le gustaba el tono, no le
agradaban los halagos, las zalamerías.
—Tan racional y práctica —fue la respuesta que la descolocó. No se
conocían, apenas si habían compartido un par de saludos y un paseo
forzado para concretar un plan de cazar un asesino. Que Witthall acusara
conocerla tan bien, descifrarla con facilidad, la incomodó.
—De hecho, no pensaba en nada racional ni práctico. Por eso, antes
de que a los dos nos acusen de locos, prefiero callar.
—Ha cometido un terrible error. —La voz de William, gutural, le
provocó un escalofrío. Él había cometido un terrible error, había sonreído.
Oh, maldición, esa sonrisa. Le formaba hoyuelos en las mejillas y le
confería a su rostro un dejo aniñado entre tanto rasgo masculino. El conde
de Dorset era poseedor de una mandíbula definida, que contaba con un
dulce hueco en el mentón, una nariz recta y una barba que pujaba por
abrirse camino aun cuando no llevaba ni una hora de afeitado. Sus ojos
castaños rodeados de espesas pestañas, combinados con su sonrisa, era lo
que conseguía darle un aire de niño pícaro que se divertía con sus
jugarretas.
—¿C… Cuál? —Vanessa maldijo su tartamudeo. ¡Qué demonios!,
ella no tartamudeaba. Esa era Emily, Emily junto a Colin Webb.
—El de despertar mi curiosidad. Oh, vamos, nadie nos oye.
—¿Cómo no? ¡Los duendes! —exclamó, para que ambos rompieran
en risas—. Lo sabía, no cree en los duendes.
—Claro que sí, creo en muchas cosas que no puedo ver. —Vanessa
ya no estaba tan segura. ¿Loco él o loca ella, que le seguía la corriente?
—Por favor, no se ría. Si se ríe, lo golpearé, lo juro. —Tomó aire al
ver la promesa en los ojos de William y expresó—: en el amor.
—Eso no es para tomarlo a la ligera, me encantaría saber a qué
conclusión ha llegado.
—A ninguna, ese es el problema. No he llegado a ninguna… ¿usted
conoce a mi tutor, Sir Johnson?
—Sí, por supuesto, fue profesor mío en Cambridge.
—¿Fue a Cambridge? —inquirió ella, y fue William quien quedó
obnubilado por el brillo infantil en los ojos de Vanessa. Esa muchacha,
siempre fría y cínica, se mostraba ante él como una niña entusiasmada y el
conde tuvo que carraspear antes de contestar.
—Un par de años, antes de que mi padre muriera. Tuve que dejar
mis estudios cuando heredé el condado.
—Oh, cuánto lo siento. —En un acto reflejo, la mano de Cleveland
se unió a la de Witthall, hasta que la apartó de un abrupto movimiento.
William supo que la bostoniana no lamentaba tanto el fallecimiento del
anterior conde como el destino que había arrastrado a un estudiante lejos
de los libros. Para ella, eso era el peor de los infiernos. La ternura y la
comprensión azotaron el pecho del hombre—. Bueno —continuó ella,
quizá como compensación por haber sacado un tema doloroso a relucir—,
el tema es que una vez he hablado con Sir Johnson del asunto, ¿sabe lo que
me dijo?
—No se me ocurre…
—Que el amor es la conjunción de arte y ciencia… —William se
irguió, de modo de poner toda la atención en ella. Las palabras de Vanessa
lo habían descolocado, y como ella lo percibió, se apuró a explicarse, algo
sonrojada—. Es que… oh, creo que le ganaré la competencia de locura —
musitó, y él rompió a carcajadas.
—Que sea una apuesta ¿quién está más loco?
—Estoy preocupada por mis nuevas amigas —expresó y sintió que
le quitaban un peso de encima—, todas se han enamorado y todas han
sufrido mucho por eso… el tema es… ¿qué podemos hacer para que no
sufran las personas que queremos? —La pregunta era retórica, y la
respuesta demasiado clara. Nada, nada podía hacerse, y eso, a un ser
racional como Vanessa, la agobiaba—. Sir Johnson me dijo que si uno
quiere a alguien lo deja cometer sus propios errores, así sufra…
—Claro.
—¿Usted está de acuerdo? —El enojo de Cleveland era evidente—,
¿dejaría sufrir a sus seres queridos?
—No me agradaría, pero ya lo dijo usted ¿qué se puede hacer?
Vanessa ahogó un grito de frustración. No podía con los románticos.
Para ella, muchas cosas se podían hacer: ayudar a que abrieran los ojos,
realizar una apuesta para que dejaran el orgullo de lado, gritarles si era
necesario para hacerlos recapacitar…
—Entonces, el amor no existe —determinó la muchacha—, y esa
será mi conclusión de esta mañana. Pues, una cosa no puede ser dos
opuestas a la vez. No puede ser ciencia y arte, o racionalidad e
irracionalidad. Posible o imposible…
—¿Eso le ha dicho Sir Johnson?
—Sí, según él, lo aprendió de alguien más. —Recordaba la
conversación en el despacho del hombre.
«De ser así, el amor no existe. Porque algo no puede ser racional e
irracional. Posible e imposible… », había expresado.
«No, de ser así lo único que es el amor es incomprobable, y por eso
te niegas a creerlo, a entenderlo. Pero si usas la lógica, lo verás. Sabes que
es posible porque lo has visto, sabes que es imposible porque lo has
probado con retórica. Por lo tanto… el amor es posible e imposible. Ahora
solo debes comprobar que es racional e irracional. Y luego que es arte y
ciencia… y, cuando lo hagas, verás que, en estas lides, el amor es también
acierto y desacierto. Porque solo equivocándote te saldrás con la tuya»,
respondió Sir Johnson.
—Interesante —fue lo único que pudo susurrar William, con la
mirada en la muchacha que comenzaba a obnubilarlo. Si no fuera porque
ya cargaba con el mote de loco, estaba seguro de que lo acusarían de
perder la razón ahí, frente a ella, frente a esa señorita de cabellos oscuros y
rostro delicado, de ojos negros llenos de inteligencia y entrecejo fruncido
por el desconcierto ante uno de los enigmas más grandes de la humanidad:
¿qué es el amor? No era el debate lo que a él le resultaba tan interesante,
era ella, era Vanessa Cleveland.
Vanessa se sintió cohibida ante la intensa mirada del conde. No
podía creer que hubiera dicho tanto, cuando en general se manejaba con
pocas palabras y más acciones. Jamás dejaba entrever lo que de verdad
pasaba en su cabeza, porque de ser así, quizá ella compartiría el apodo con
ese hombre. ¿Acaso no había cometido locuras? ¿Tantas que la llevaron
derecho y sin escala a Inglaterra, donde su padre no pudiera avergonzarse
más de ella? Las mejillas se le tiñeron de pudor y de enojo, de furia hacia
sí misma.
Se convencía, una vez más, que el amor no existía, pero Sir Johnson
tenía razón, lo había visto, en Miranda, en Cameron, en Emily…
¿Entonces? ¿Cómo podía ser ella, justo ella, la que desconociera el
asunto?
—¿Y ahora, en qué piensa? —insistió él. Las mejillas de Vanessa
ardieron aún más. ¿Se atrevería a decirlo? Miró a ambos lados, para
comprobar que seguían solos. Iba a cometer una locura. ¡Oh, no!, la última
vez terminó mal, esa no sería distinta. Y mientras se lanzaba al abismo de
la demencia, pensó que, al menos, William parecía el hombre correcto
para acompañarla. Dos locos de remate.
—En que creo que mi problema es la falta de prueba empírica. —
Witthall intentó no largar una carcajada, siempre tan racional ella. Sin
embargo, consiguió contener la diversión por completo cuando cayó en
cuentas de a qué se refería.
—¿P…prueba empírica? —La señorita Cleveland había conseguido
sacar de su eje al conde Loco.
—Un beso… —Era una propuesta y un desafío—. Solo por la
ciencia, claro.
—Claro. Por supuesto… —El conde no se movió, estaba pasmado.
Vanessa en cambio se molestó, ¡con lo que le había costado pedirlo!
—¿Y bien? —exigió, y su tono de demanda logró divertir a William
al punto de sacarlo de su estado de estupor.
William acortó la distancia que los separaba y tomó aire. La
fragancia fresca de Vanessa le inundó las fosas nasales, olía a flores
silvestres y a libro nuevo, olía a sueños y fantasías. Llevó la mano derecha
a la nuca de la joven para poder sentir un poco de piel y los mechones
sedosos que se soltaban del improvisado peinado.
Vanessa no quería cerrar los ojos. Sabía que la gente solía hacer eso
cuando besaba, algo que le parecía absurdo. ¿Por qué alguien querría
perderse un detalle? La respuesta resonó en su cerebro, asustándola un
poco: porque no besaban a William Witthall. El rostro masculino del
conde estaba a milímetros del de ella, le permitía ver la sombra que
proyectaban las espesas pestañas sobre sus pómulos, los labios llenos,
entreabiertos apenas para dejarlo respirar. El aliento tibio que se unía al de
ella, quien, sin pensarlo, había abierto la boca, necesitada de aire.
Los labios se unieron en un roce suave, un leve contacto que hizo
sentir a ambos una corriente que les empezaba en el lugar exacto en el que
se tocaban y les recorría por completo la anatomía. William quería más,
quería todo, y Vanessa, no iba a reconocerlo jamás, también lo anhelaba.
Tenía su maldita respuesta: sí, valía la pena. Ahora solo restaba que lo
asumiera, algo que, por supuesto, de cara a ese demente hombre no iba a
hacer.
Puso fin al contacto antes de dejarse llevar por completo. Segundos
previos a que el hechizo se rompiera, con los rostros tan cerca que sus
narices se chocaban, ambos tuvieron el impulso natural de relamerse, de
saborear los restos de ese beso en sus labios, y cuando lo hicieron, las
lenguas se rozaron.
Vanessa se alejó, asustada, aunque sin demostrarlo. Y para destruir
el momento, como broche final, dijo:
—¿Quién ganó la apuesta? ¿quién está más loco?
—Pues… no lo sé, dejemos que el jurado de duendes lo determine.
—Siguió la humorada para no ser él el único en mostrarse alterado por los
sentimientos que un simple beso le habían despertado. No podía darle
ventaja a Cleveland.
—O el de patos…
—Eso va a ser una batalla encarnizada… todos lo saben, los patos
son enemigos naturales de los duendes. —Y ambos dejaron escapar las
carcajadas llenas de tensión, quitando así el peso del asunto.
Vanessa se puso de pie con lentitud, se permitió mirar a William una
última vez. Lo halló bello, y se asombró al no temerle a ese
descubrimiento. Sabía que no volvería a verlo, ella regresaría a Boston tal
y como tenía planeado, y antes de eso, volverían al trato distante que
supieron tener hasta el momento. Un trato que evidenciaba que no había
dos personas más opuestas que ellos dos en el mundo.
—Muchas gracias, milord, por su aporte a la ciencia. —Dicho eso,
hizo una educada reverencia y huyó con un fingido porte de dignidad.
Cuando se perdió en el sendero, William se atrevió a responder:
—No, gracias a usted, señorita Cleveland, por su aporte al arte —y
una sonrisa le iluminó el rostro.
Capítulo 1
Inglaterra, otoño 1854.

El cielo se veía gris plomizo, con las nubes bajas y espesas que
anunciaban una lluvia helada en las próximas horas. Vanessa Cleveland
tuvo que acercar más la vela a sus notas para poder leer.
El frío no la afectaba, estaba acostumbrada a los inviernos de
Boston. Apenas reparó en el lacayo que se acercó a avivar el fuego. Estaba
absorta en su próximo trabajo y la pila de libros no dejaba de crecer frente
a sus narices.
Le había prometido a Simon Patinson que antes de regresar a
América le dejaría un par de artículos más para que publicara como el
Doctor C, de manera de que no desapareciera el mismo día que ella y las
sospechas se alzaran contra su nombre. O peor, contra el de Sir Philips
Johnson, su tutor.
Le debía mucho a Sir Johnson, y había sido imposible para ella no
desarrollar un fuerte cariño por aquel hombre que la recibía bajo su techo
y le daba alas para continuar con sus estudios. Sin ir más lejos, había sido
el mismo tutor quien la presentara a Patinson luego de leer algunos de los
trabajos de la muchacha.
Vanessa debía reconocer que la idea de firmar con pseudónimo, y
más, que éste sugiriera que era un hombre, le molestaba. Pero era un
inicio, era algo, era más de lo que había conseguido en Boston producto de
su rebeldía.
Esa indocilidad era la que la había subido a un buque con la idea de
que Inglaterra la ayudaría a madurar. La imagen de Robert Cleveland, con
los ojos inyectados en sangre y la mandíbula apretada sin un mínimo
deseo de decir adiós, era un recuerdo que cada tanto se hacía vívido en
ella.
Quizá se había extralimitado. De lo que sí estaba segura era de que
su padre había reaccionado de manera desmedida. Esperaba que ese año de
distancia hubiera calmado las aguas entre los dos y, sobre todo, los
ayudara a encontrar un punto medio, como había sucedido con Sir
Johnson.
Por eso, supuso, por la nostalgia y la influencia de sus emociones,
era que en esos momentos la pluma se desplazaba sobre el papel
exponiendo su mayor malestar: roles sociales. ¿Qué era lo que podía o no
podía hacer una dama?, y cómo esa jaula femenina se extendía también a
los hombres, delimitando su libertad.
Desde que había arribado a Londres a inicios de año que se había
nutrido de los males femeninos de su alrededor para inspirarse en sus
artículos. Miranda Clark, actual Lady Bridport, había puesto en manifiesto
la hipocresía social; Cameron Madison, señora de Walsh desde hacía unos
meses, la desigualdad, y Emily Grant, Lady Webb si las noticias de su
boda no eran erróneas, los estereotipos… había ahondado, navegado,
bebido de los sucesos a su alrededor para no centrarse en la espina que
tenía clavada, en el fallo que la sociedad le reclamaba a ella: ser mujer y
querer estudiar. Ahora que sabía que un océano la separaría de Inglaterra,
se sintió libre de exponerlo, como la cereza del postre, como su cierre de
ciclo.
Sí. Volvería madura, nutrida, decidida. Volvería a Estados Unidos
para estudiar, y no lo haría como un hombre, tal y como había intentado en
el pasado, sino como una mujer.
—Señorita Cleveland —La voz del ama de llaves interrumpió su
labor—, la señorita Amy Brosman ha llegado.
—Muchas gracias. —Vanessa alzó la vista y al ver el desorden
reinante de libros, plumas y papeles, agregó—: Lleven el té a la sala, la
recibiré allí.
La bostoniana no era dada a sonrisas y emociones, por lo que su
gesto se mantuvo impávido, todo lo contrario a lo que le sucedía por
dentro, ahí se ponía feliz ante la visita. Claro, si descartaba la interrupción
que dejaba su artículo por la mitad.
Amy Brosman era la tutelada del marqués de Shropshire, Anthony
Richmond, y su esposa Katherine. Unos adinerados e influyentes nobles
que desde que la vida los había unido se dedicaban a tiempo completo a
mejorar la vida de los huérfanos de Inglaterra. Amy era uno de ellos. Una
luchadora que jamás se rendía, y fue ese fuego, esa determinación lo que
llevó a los Richmond a acogerla bajo su techo y brindarle la misma
educación que a sus hijos. Sin embargo, la señorita Brosman no había dado
por sentada su suerte, ni se había dispuesto a hacer lo esperado: encontrar
un buen marido gracias a las relaciones del marqués. Por el contrario,
anhelaba continuar los estudios para convertirse en maestra, siguiendo la
línea propuesta por Horacio Mann en América.
Era por esa hambre de saber y esa ambición en el progreso que
Vanessa había congeniado de inmediato. Sin contar con que, para llevar a
cabo su sueño, Amy debía viajar a Boston, y a la señorita Cleveland le
hacía ilusión saber que esta vez no haría las semanas de travesía en
compañía de una dama rígida y malhumorada como había sucedido en el
pasado.
—Amy, por fin coincidimos —saludó Vanessa, poco dada a las
normas de cortesía. Eso a Brosman le alegraba, puesto que a ella también
le agobiaba el exceso de protocolo.
—Lo siento, los preparativos me tienen a mal traer y Kath… Lady
Katherine —se apuró a corregirse—, está algo nerviosa por mi partida.
—Te has ganado su cariño. —La sonrisa que le brindó fue sincera.
Ella se había ganado el cariño de su tutor y de su madre, Henriet, y le
costaba contemplar la vida sin ellos. Lamentó no haber sido más fría y
distante, como siempre se comportaba, de ese modo el vínculo hubiera
sido más fácil de romper. Al igual que con las señoritas americanas.
—Sí, me han brindado tanto que por momentos siento culpa… pero
han sido ellos mi inspiración. Han cambiado muchas vidas para bien, y
creo que más que retribuirles a ellos con… —La emoción la embargó,
llevándose las palabras. Vanessa aprovechó el momento para servir el té,
alcanzarle un pastelillo y abrir las cortinas con la leve esperanza de que el
sol invadiera la habitación.
—Con cursilerías —completó por ella—. Y tienes razón, Amy —se
permitió tutearla, como habían acordado en confianza—, los abrazos de
nada sirven. En cambio, si sigues con su labor, desde el lugar en el que te
encuentras ahora, entonces sí que los harás sentirse orgullosos.
—Eso espero…
—No tengo dudas. —La animó—. En este año he conocido nobles
perezosos, esnobs, estirados… El marqués y la marquesa no lo son, y con
semejante título, déjame decirte que es una odisea.
Amy rio ante el desparpajo de su compañera de té. No tenía pelos en
la lengua. Si bien acababa de «elogiar» en sus términos a los Richmond,
sin duda acababa de insultar a todos los demás.
—Gracias por tus palabras, creo que las necesitaba. Si soy honesta,
estoy asustada. Mil cartas de recomendación, mil nombres de personas que
le deben favores a tal o cual…
—Tranquila. Lo dije y lo repito, intentaré viajar contigo, pero si no
lo consigo, en unos meses estaré allí y todo será más sencillo. Ya lo
verás… Las mujeres se están abriendo camino en América, es algo más
relajado que aquí. No mucho —agregó en un murmullo.
—Tu inspiración. —Sonrió Amy, y a Vanessa se le iluminó la
mirada. Su inspiración era Elizabeth Blackwell, la primera mujer en
recibir el título de medicina en Estados Unidos. Había sido ella, sin
saberlo, quien había empujado a la joven Cleveland a cometer la locura
que la había puesto de patitas a Inglaterra.
—Ya lo verás, mientras más seamos, más fácil será —prometió
Vanessa—, ahora, deja de lamentos que al igual que los abrazos no sirven
de nada y ve a empacar. Recuerda que este frío no es nada en comparación
al de Boston…
—Así lo haré, en cuanto me confirmen el buque te enviaré una nota
para saber si coincidimos.
—Perfecto.
—Déjale mis saludos a Sir Johnson y a su madre, que espero que
estén ambos bien de salud.
—Oh, perfectamente. Henriet nos enterrará a todos, ya lo verás —
dijo en alusión a la madre del Sir, una mujer entrada en años y con algunos
achaques menores que no hacían más que darle excusas para comportarse
de manera agria con las personas que le caían mal. A Vanessa le divertía
tanto la señora Johnson que casi anhelaba la vejez para poder ser como
ella.
Se saludaron con dos besos y Vanessa se giró, sin perder un segundo,
para regresar al improvisado despacho y terminar la pila de trabajo que
allí la aguardaba. La casa de Sir Johnson le parecía encantadora en su
desorden, el hombre tenía tanto material de estudio que una biblioteca no
bastaba. Por donde iba, improvisadas estanterías sostenían tomos y más
tomos de los temas más variados.
Johnson era un prestigioso filósofo de Cambridge, cuyos estudios y
ejercicio de la docencia lo había llevado a la admiración de la misma reina
Victoria y, por consiguiente, al nombramiento de Sir. Todos los nobles que
contaban con un cerebro, además de con un título, lo respetaban y
admiraban, y de allí que esos contactos la hubieran llevado a ella, su
pupila, a codearse en sociedad con la aristocracia británica.
¿El fin de Johnson y de su padre? Hallarle un marido. El de ella,
observar a la sociedad de cerca como grupo de estudio. ¡Y vaya si le
habían dado material!
Con la temporada finalizada y ella libre, sin compromiso, ni
pretendientes, ya no tenía nada en esas tierras que la retuviera. Podría
ponerle fin a ese paréntesis en su vida y regresar para ser la primera mujer
aceptada en Harvard. Sonaba bien. Una sonrisa, esta vez completa y con un
brillo diabólico, se le dibujó en el rostro y allí quedó mientras avanzaba
por los corredores de la casa londinense de los Johnson.
Su lugar de estudio estaba al final del pasillo, en la sala que debió de
ser de juegos para niños, pero como el catedrático jamás había formado
familia, ahora se convertía en el despacho de la bostoniana.
Antes de arribar, las voces de Philip y Henriet le llegaron ahogadas
desde la biblioteca —la oficial, no la improvisada—, y el sonido de su
nombre en labios de la mujer mayor la hizo detenerse.
Adoraba a Henriet y lamentaba que sus huesos le impidieran las
andanzas por los salones de la nobleza. Hubiera sido un espectáculo digno
de ver, la lengua venenosa de la mujer aleccionando a estiradas damas sin
neuronas.
Se acercó para preguntar si la necesitaban, por Henriet era hasta
capaz de hacer un hueco en sus estudios. Cuando las palabras de la mujer
le llegaron claras, Vanessa se paralizó.
—¿Cuándo piensas decírselo, Philip? Vanessa es una muchacha lista,
no podrás engañarla por mucho más tiempo.
—No pretendo hacerlo, madre, solo necesito que la engañemos por
unas semanas más. Solo unas semanas más. Y me prometiste tu ayuda…
—Y comienzo a lamentarlo, Philip. Comienzo a lamentarlo… Unas
semanas —sentenció Henriet—, si en unas semanas no lo consigues, le
dirás la verdad. O lo haré yo.
—Sí, madre —fue la angustiosa respuesta del hombre ante la
reprimenda maternal. Vanessa supo que debía huir antes de que la
descubrieran in fraganti en el corredor, solo que se debatía entre
enfrentarlos y exigirles la verdad o esperar a que la misma se develara.
Eligió, por esa tarde, la segunda opción. No por cobardía, sino
porque comenzaba a conocer a Sir Johnson. Lo mismo que respetaba de él
lo convertía en un rival temible, en algunas cosas se parecían. Si se
presentaba ante él sin armas ni herramientas, el hombre la enredaría con
su lógica y sus mentiras hasta que quedara más confundida que en esos
momentos.
Debía esperar, lo iba a hacer. Y mientras regresaba a su despacho, el
sabor amargo de la traición le agrió la garganta.
—¿Aún lo buscas, Vanessa? —se mofó de sí misma con acritud.
Pues si la gente creía que ella era cruel con los demás, exigente, letal, no
sabían cuán dura podía ser consigo—. ¿Todavía esperas que las personas
sean honestas, buenas? ¿Aún crees que alguien te querrá a su lado?
Un nuevo engaño, una nueva decepción. Ahora marcharse no dolería
tanto. Ya casi no dolía, no… no dolía.
Y se secó la única lágrima que se permitió derramar.
Capítulo 2

Que Vanessa invirtiera la mayor parte de su tiempo dentro de las cuatro


paredes de su improvisado salón de lectura y trabajo era lo más habitual
del mundo. Si hasta había que recordarle algo tan esencial como la
alimentación; si fuese por la muchacha, se salteaba todas las comidas y
sobrevivía con tentempiés a la luz de las velas.
La vida social en Londres decaía a pasos agigantados, la temporada
ya era una olvidada anécdota, y los nobles no podían rehuir de sus
responsabilidades sin excusas sustentables. Para colmo de males, las
amistades que la bostoniana había forjado comenzaban a perder el
protagonismo en su vida por fuerzas mayores; una de ellas estaba dedicada
por completo a la maternidad, y la otra, además de cumplir con las
funciones que su título demandaba, había hecho pública la noticia de su
reciente embarazo. La tercera de ellas se encontraba en su hogar, al otro
lado del mundo, felizmente casada. La señorita Cleveland no contaba más
que con Amy Brosman que partiría rumbo a américa a la brevedad, y lo
haría sin su compañía.
Henriet sospechaba que algo más motivaba a la jovencita de Boston
al encierro, no era su común enfrascamiento en escritos y lecturas lo que
la llevaba a esa actitud ermitaña desde hacía días, no, ocurría algo más. Tal
vez era la culpa, pensó la anciana mujer. No de Vanessa, sino de ella.
Culpa de saber que sus deseos, aquellos que Vanessa compartía a viva voz
desde hacía semanas, se estrellarían contra el piso para hacerse añicos. Lo
que más le apretujaba el pecho a la mujer era saber que, cuando eso
sucediera, la testarudez y rudeza emocional de la muchacha no permitiría
ayuda alguna, Vanessa recogería sus propios fragmentos, en silencio, sin
lágrimas, como lo había hecho toda su vida. Y eso no estaba bien, para eso
estaba ella, para eso estaba la... Se mordió los labios víctima del repentino
mal humor y se aferró a la empuñadura de plata de su bastón para
descargar el sentimiento ahí. Se mantuvo frente a la puerta por unos
segundos hasta recuperar la calma, luego golpeó para anunciarse. El
cerrojo no estaba colocado, por lo que el golpe, leve pero potente, hizo que
la puerta se abriera un par de centímetros, los suficientes para brindarle la
imagen que buscaba: una Vanessa sentada en canastilla en el piso, rodeada
de libros abiertos. A pesar de ser mediodía, la bostoniana hacía uso y
abuso de las velas, el día gris no acompañaba, y por lo visto, el cansancio
tampoco.
—¡Por todos los cielos, niña... vas a quedarte ciega! —Sin más que
decir, se encaminó a la ventana para abrir las cortinas de par en par.
—En todo caso —rebatió Vanessa desde su lugar en el piso—,
Londres va a dejarme ciega con su condenado clima.
El sol era un vago recuerdo, había sido reemplazado por una extensa
cadena de días grises, plagados de chaparrones y noches frías.
—El mal de Londres... —resopló la anciana—, tómalo o déjalo.
—La respuesta ya la sabe, señora Johnson.
Henriet se giró para enfrentarla, cuando utilizaba el «señora» era
porque se traía algo entre manos, un par de meses y la conocía del derecho
y del revés.
—Me recuerdas a una jovencita que conocí décadas atrás —dijo
como si estuviese dispuesta a contar una anécdota.
Vanessa le ofreció toda su atención, le agradaban las historias
pasadas de la mujer, pero la anécdota no fue tal, las palabras no fueron
más que esas, se detuvo sin motivo alguno.
—¿Cuál jovencita? —Vanessa temía por la memoria de Henriet, Sir
Johnson había compartido con ella su preocupación al respecto.
—¿Cuál jovencita? —repitió la mujer con una expresión de duda
indescriptible en el rostro—. ¿De qué hablas, niña?
Vanessa se incorporó para ir junto a ella, las lecturas y sus
pensamientos se hicieron a un lado, Henriet era más importante; la mujer
le regalaba, día tras día, la idea de familia que nunca había tenido. Por
supuesto que todavía estaba furiosa con ellos luego de haber oído aquella
conversación al pasar, aun así, esa furia podía quedar en pausa en pos del
bienestar de la anciana mujer.
—Tú, Henriet, tú hablabas de una jovencita que conociste.
—¿Yo? ¿Cuando?
—¡Recién, Henriet!
—¡Vaya! No lo recuerdo... —rio restándole magnitud al asunto e
intentó cambiar de tópico de conversación—. ¡Dios, niña, cómo puedes
leer con esta luz, vas a quedarte ciega! —Vanessa tragó saliva, quiso
disimular su reacción ante ella, estaba preocupada—. Mírate, además,
estás pálida... demasiado encierro, necesitas aire fresco.
El doctor de la familia había dejado bien en claro su recomendación,
caminatas cotidianas para la anciana mujer de la casa, unas caminatas de
las que se libraba a diario con absurdas excusas.
—Tienes razón, Henriet... creo que un paseo al parque me sentaría
bien. —Esbozaría cualquier mentira por el bien de esa mujer —. El
problema es que detesto hacerlo sola...
—¡No se diga más, si se trata de tu bienestar... una caminata será! —
Golpeó el piso con el bastón a modo de motivación personal—. Abrígate
que en un par de minutos partimos.
Afuera la temperatura calaba huesos, y la humedad brindaba el
desastre final, a pesar de ello era un riesgo que debían correr. Tan solo un
par de calles y Henriet volvía a ser ella, sin repeticiones ni lagunas
mentales.
—Dime, ¿cuáles son tus planes ahora?
La partida de Amy Brosman se convirtió en la conversación central,
y eso llevó a la realidad del momento, ese sabor amargo que ambas
compartían.
—Seguir sus pasos... mejor dicho, volver sobre los míos.
Deseaba volver a Boston, para bien o para mal, era su hogar, no se
imaginaba echando raíces en ningún otro lado.
—¿Y privarme de tal gloriosa compañía?
—Aunque lo lamente, sí... el fiasco que fue mi primera temporada
augura un único final para mí: regresar a casa.
—La mayoría de los primeros debuts resultan un fracaso, no pierdas
la esperanza... —Hizo presión en el brazo de Vanessa como un gesto de
consuelo afectuoso.
—No se puede perder algo que nunca se ha tenido, Henriet. —Era
verdad, lo que ella confesaba fiasco de la boca para fuera, hacia dentro no
era más que un éxito, había logrado su cometido. Intentar o, mejor dicho,
fingir el intento. Se sentía satisfecha consigo misma—. Debo reconocer
que, en parte, los nobles me han sorprendido, ninguno ha caído tan bajo
como para casarse conmigo.
El bastón de Henriet Johnson se clavó, a propósito, en una de las
rajaduras de la acera. La mujer se detuvo en seco para enfrentarla.
—Guarda esas palabras para ti, tú y yo sabemos que de fiasco no
hubo nada... obtuviste lo que quisiste. Sí, engañaste a todos, menos a los
que debías engañar. —Se refería a Robert Cleveland, y por supuesto, a
ellos—. Con tamaña inteligencia que tienes imaginé que te darías cuenta...
—dijo retomando la caminata.
Extraña selección de palabras, las alarmas de Vanessa resonaron en
lo alto.
—¿Que me daría cuenta de qué?
—De que un cordero no puede enfrentarse a un lobo... y nosotras,
Vanessa, somos eso: corderos en un mundo de lobos.
Henriet Johnson no tenía lagunas mentales, ni se extraviaba en
pensamientos, era la más cuerda de los mortales, el exceso de canas, la
piel arrugada y la espalda arqueada no eran más que una armadura que el
paso del tiempo le había obsequiado.
—¿Y debo conformarme con eso? ¿Aceptar ese rol?
Jamás, aunque tuviese que invertir su último suspiro en ello. Jamás
aceptaría el rol tejido por otros para ella, quería el suyo, el que ella
construía.
—No, solo tienes que abrir los ojos para contemplar las alternativas,
algo que no vas a conseguir encerrada junto a los libros a la luz de las
velas.
En esa ocasión, la que interrumpió la caminata fue ella, sus ojos
interrogantes se posaron en los de la señora Johnson. La mujer continuó:
—Entiendo tu estrategia, tu disfraz de lobo feroz te sienta de
maravillas, para tu decepción, no te va a servir de mucho.
—Me ha servido lo suficiente... —acusó al sentirse atacada en su
ego.
—Cree lo que quieras creer, solo acepta la sugerencia de esta
anciana, ¿acaso es mucho pedir?
No lo era, confiaba en la mujer, la respetaba y, en ciertos aspectos, la
reverenciaba. Asintió en silencio para controlar esa mala costumbre suya
de rebatir todo.
—En vez de utilizar un disfraz, aprende a distinguir el de los otros...
por allí hay corderos disfrazados de lobo.
—¿Qué quieres decir, Henriet?
Vanessa había colocado el punto final de su historia en Londres, sin
embargo, Henriet Johnson exponía lo opuesto, para la mujer era cuestión
de dar vuelta la hoja, escribir un nuevo capítulo desde una perspectiva
diferente. No, ella estaba decidida.
—En palabras más acordes para ti, no juzgues a un libro por su tapa.
—No entiendo tu comparación —mintió, sabía bien a qué se refería,
lo que la hizo pensar: ¿A qué libro se refería? No importaba, le pareció
más acertado cambiar de tema—. Tus mejillas están sonrojadas —Puso en
evidencia la consecuencia del frío en la mujer—, creo que lo mejor es
regresar, este clima no es tan bueno para ti.
—¡No! —Henriet fue rotunda en su negativa, y las sospechas
hicieron de lo suyo en Vanessa—. Me agrada el frío, es parte de la
naturaleza de la vida, hay que aprender a lidiar con él.
¿Con la naturaleza de la vida? ¿Con el clima? ¿El invierno? Algo
estaba escondiendo Henriet, sus palabras exponían el inminente estallido
de lo inesperado.
—Ven, vamos... —continuó—, quiero disfrutar del lago antes de que
llegue la primera nevada. —Exageraba, se valía de cualquier excusa para
extender un paseo que ya debía de dar por finalizado.
—El invierno se encuentra bastante lejos, tenemos varias semanas
antes de la llegada de la primera nevada.
—¿Disculpa, cuánto tiempo llevas viviendo en Londres? —El
sarcasmo se sumó al paseo. Vanessa no pudo evitar reír. Henriet degustó el
triunfo—. Cuando alcanzas mi edad comienzas a valerte de algo que se
llama intuición...
—¿Y qué te dice esa intuición?
—Que vienen vientos de cambio...
—¿Eso es malo o bueno? —preguntó solo para seguir desenredando
la madeja de pensamientos de Henriet, la intuición también acompañaba a
Vanessa, y no era por ego, como otros pensarían, sino por esa extraña
habilidad que sabía que el vaticinio de la anciana la involucraba de manera
directa.
—La respuesta ya la sabe, señorita Cleveland. —Utilizó las palabras
que ella le había dado una hora atrás.
Vanessa no tuvo que ahondar mucho en esa respuesta, esos vientos
de cambio traían una nueva condena para ella; solo esperaba que la nueva
sentencia la llevara de regreso a casa o, en su defecto, al lugar del
mapamundi más alejado de Londres.
***
El regreso al hogar Johnson se hizo eterno, Henriet encontraba las
más excéntricas excusas para demorar el arribo, al punto tal que, Vanessa
comenzó a barajar la posibilidad de que la mujer pretendía ocultar algo, o
evitarle un encuentro desafortu...
¡Lo último, definitivamente, lo último! ¿Acaso Henriet estaba al
tanto de lo que había ocurrido en la casa de los Thomson la primavera
pasada? ¡No, imposible!
Entonces, ¿cómo la señora Johnson pudo llegar a suponer que ese
hombre la incomodaría? A menos que él...
No, él no sería capaz de... ¿O sí? Le había prometido guardar lo
ocurrido bajo llave, un secreto entre dos. ¡Maldito desgraciado! Debió
suponer que un hombre como él, que se había ganado el apodo de demente
—con gran acierto, dicho sea de paso— era incapaz de guardar un secreto.
—Lord Witthall —clamó Henriet con entusiasmo desde el descanso
que le brindaba el primer peldaño de la escalera de la puerta principal.
Subir esos seis escalones era el desafío cotidiano de la mujer, se
tomaba su tiempo, aunque en esa oportunidad, Vanessa hubiese deseado
arrastrarla, cargarla en brazos, lo que fuese con tal de no extender ese
momento más de lo necesario.
—¡Qué inesperada sorpresa tenerlo por aquí! —finalizó, y la
intuición de Vanessa estalló en una carcajada. ¡De inesperado, nada!
—Señora Johnson —saludó él con una delicada reverencia cuando
estuvo a un peldaño de distancia—. ¿Cómo se encuentra usted?
Ni una mirada. Nada. Para William Witthall la presencia de Vanessa
no era un hecho relevante sobre el cual recaer, ella era invisible para él, y
esa sensación entró en conflicto dentro de ella, le agradaba y la irritaba por
partes iguales. Se separó de Henriet para darle espacio al hombre, y de
inmediato, la bostoniana gozó del privilegio de su espalda. ¡Maldito
desgraciado!
—Disfrutando de un paseo a media mañana, o media tarde... la
verdad es que con estos días apenas lo sabe uno —bromeó Henriet.
—Verdad, puedo dar fiel testimonio de ello... estas épocas del año
me desconciertan.
Lord Witthall no era adepto a la utilización de relojes, se valía de las
posiciones del sol y las estrellas para establecer tal determinación, por
desgracia eso le granjeaba unos cuantos improperios cuando de reuniones
se trataba. A la cámara de lores le importaba muy poco las cuadraturas del
sol y la luna, y menos aún las andanzas de Lord Witthall, que eran más de
las deseadas. Poseía la titularidad de las tierras Dorset, y eso hacía que se
guardaran la mitad de las opiniones con respecto a él. Solo eso.
—Lo que me recuerda... —agregó echando un vistazo al cielo—,
debo marcharme para poder cumplir con otras responsabilidades. —Volvió
a efectuar un saludo reverencial—. Ha sido un gusto, señora Johnson, se la
ve radiante.
—Gracias —masculló Henriet nadando en su habitual vanidad.
Giró sobre sí para continuar el descenso, olvidando por completo la
otra presencia femenina detrás de él, y su cuerpo chocó por completo con
el de Vanessa. Los labios de la bostoniana se tensaron en una sonrisa tan
forzada que apenas se percibían.
—Oh, lo siento, señorita... —dijo él evaluándola de la cabeza a los
pies como una forma de...
¡Recordarla! ¿En serio no recordaba su nombre? ¡Que el cielo se
abriera y la partiera en dos con un rayo!
—Cleveland —gruñó ella.
—¡Cierto! ¡Señorita Cleveland! —dijo él coronando el
redescubrimiento de su nombre con una sonrisa que iluminó el día.
Si alguien observara la situación desde el afuera podría llegar a
compararlos con luminarias, los dos brillaban, Lord Witthall por razones
incomprensibles, propias de su cotidianidad; Vanessa por sobresaturación
de ira. ¡Sin lugar a dudas, eran un dúo encantador!
Henriet sonrió, ella era justamente ese «alguien» que los observaba
desde ese cercano «afuera».
—Si mal no recuerdo, Philip me ha dicho que ya han sido
presentados...
—¡Sí! —respondieron al unísono sin quitar la mirada el uno del
otro.
—En Sameville, la residencia de los Thomson —continúo Henriet
dispuesta a mantener el hechizo entre ambos o a romperlo. No lo sabía.
Bueno, en realidad los estaba poniendo a prueba.
—¡Sí! —volvieron a responder.
—Entonces las presentaciones están de más —finalizó.
—¡Sí!
Si se consideraba la repetición de ese monosílabo afirmativo como
resultado de la prueba, Henriet tendría que catalogarla como superada.
¿Vanessa Cleveland sin palabras? ¡Alabado sean los cielos!
Y Vanessa quería abofetear al conde, borrarle la sonrisa del rostro
con la fuerza de su palma. ¡No podía sonreír como si nada hubiese
sucedido! ¿Cómo podía haber olvidado su nombre? ¿Cómo? Habían
compartido un momento, era verdad, solo uno, pero había sido en nombre
de la ciencia —era necesario recordarlo, muy necesario—, lo que lo hacía
aún más importante como para olvidarlo.
Así como Witthall no requería de una pieza de relojería para
adivinar el huso horario en el que se encontraba, tampoco necesitaba de
gran interpretación para reconocer que acababa de encestar un golpe
perfecto en el ego de la señorita americana. No había sido su intención,
menos que menos había pretendido cruzarse en su camino. ¡Mal momento,
William, mal momento! Se repitió en el silencio de su mente. Tendría que
hallar una solución.
Con toda la fuerza de voluntad que poseía, y como último reto del
día, se obligó a romper el contacto visual con ella. Estaba claro que
Vanessa lo mantenía por pura competencia, no iba a ser la primera en
ceder. Él estaba dispuesto a hacerlo por ella, aunque si le dieran a elegir, se
quedaría ahí, prendido al intenso color café de sus ojos. Su mirada era una
invitación directa al abismo, no había nadie lo suficientemente loco como
para lanzarse a él. Eso había oído tras las bambalinas de la nobleza.
Para desgracia de la señorita Cleveland, «loco» era el segundo
nombre de William.
—Ahora sí, debo marcharme... —puso fin haciéndose a un lado—,
por favor, continúen con su camino.
Vanessa no respondió, no quería verlo, no quería saber nada más de
él. ¡Es más, en ese instante, dictaminó que olvidaría para siempre aquel
encuentro al amanecer... olvidaría todo, a él, su beso y su irresponsable
forma de ser! ¡Porque lo era! Era un irresponsable, carente de sentido
alguno, había oído hablar a otros lores de la pésima administración de sus
tierras. ¡Vaya caja de sorpresas era el Conde!, pensó al verlo partir. Con
razón continuaba soltero, nadie en su sano juicio entregaría a su hija a un
demente irresoluto como él.
¡Nadie!
Era necesario volver a repetir la expresión completa: Nadie... en su
sano juicio.
Lo último descartaba, sin duda alguna, a Robert Cleveland, pero no a
Sir Johnson. ¿Sir Johnson? ¿Qué demonio lo había poseído? ¡El mismo
que había poseído a Lord Witthall al pedir su mano en matrimonio!
—¡No puedo creerlo! De mi padre ya nada me sorprende, pero de
ti... ¡No! Me niego a creer que estés de acuerdo con esa locura. —Cuando
perdía el control, el tuteo se le escapaba.
—Su petición no es una locura. —Sir Philip había asumido la
responsabilidad de ser su tutor, y eso implicaba tomar decisiones, aunque
ella estuviese en desacuerdo.
—¡Todo es una locura con Lord Witthall, tengo que recordarte cómo
lo apodan!
Vanessa echaba chispas, su solo respiración quemaba y, cada vez que
hablaba, una llamarada acompañaba a sus palabras. El matrimonio no
estaba en sus planes, Lord Witthall tampoco, y la combinación le resultaba
exasperante.
—De ti, Vanessa, puedo esperar muchas cosas, menos esa, desde
cuando te importa la opinión ajena...
Johnson estaba en lo cierto, no estaba siendo objetiva por una simple
razón, la desbordaban las emociones, y no estaba acostumbrada. No podía
con ellas, perdía el eje de su pensamiento.
—En este caso no me valgo de la opinión ajena, tengo la propia, y
me es suficiente para decir: no.
A Sir Johnson le dolía ser el brazo ejecutor de la sentencia de
Vanessa, odiaría a Robert por ello hasta el último día de su vida.
—Lo siento... —murmuró Philip, tenía las manos cerradas en puño.
Luchaba, él también contenía la furia, una que nada tenía que ver con
Vanessa, sino con sus decisiones equivocadas, unas que se extendían como
una plaga sin solución.
Vanessa consideró el «lo siento» como una victoria. Alzó el mentón
satisfecha, decidida a dar por finalizada la incómoda conversación,
dominaba a la perfección el arte de reconocer el instante propicio para la
huida. Era preferible dejar a Sir Johnson a solas, en la tranquilidad de su
despacho. Ella se refugiaría en su pequeño mundo...
—Lo siento... —repitió Johnson antes de que Vanessa pudiera cruzar
el umbral de la puerta—. Si no es Witthall, otro será... solo demoras lo
inevitable.
—¿Lo inevitable? —Ni siquiera pudo girar hacia él, en ese momento
lo odiaba tanto o igual que a su padre. Debió imaginarlo, el lazo que unía a
los hombres era más grande de lo que suponía, al fin de cuentas, Johnson
se comportaba como una extensión de Cleveland—. ¿Forzarme a una vida
que no deseo es inevitable?
Meses puliendo su temple, avivando el fuego apasionado de su
mente, motivando a su corazón esquivo a batallar contra el peor enemigo:
un mundo construido a base de segregación ¿Para qué? Para ser él su
destructor, para arrasar con su espíritu sin piedad.
—¡Vanessa, tú no sabes lo que deseas! ¡Hoy, aquí, se termina el
juego... es hora de enfrentar la realidad de tu vida!
¡Cómo se atrevía! La tempestad de años contenida en su pecho hizo
su primer estallido, en un par de zancadas estuvo de nuevo ante el
escritorio. Una vez más le arrancaban las alas, la limitaban a una vida sin
vuelo. No, peor, la asesinaban ahí mismo, porque él, Sir Johnson, había
sido su maestro, le había enseñado a desplegar sus alas dañadas, y ahora la
derribaba de un hondazo.
—¡No, no, no! ¡No voy a permitirlo de nuevo! —Y el segundo
estallido se sumó al primero, barrió con sus brazos parte del escritorio.
Libros, papeles, pluma y tintero fueron a decorar el suelo—. Voy a
escribirle una carta a mi padre... sí, eso voy a hacer. —Tenía que valerse de
todo, inclusive de la escasa misericordia de su padre. Suplicaría... sí,
suplicaría—. Entrará en razones.
Recogió el tintero y la pluma del piso, tomó una hoja de papel de
carta que todavía reposaba indemne en el escritorio y, con mano
temblorosa, hundió la pluma en el escaso líquido oscuro...
—No lo hará, Vanessa, ya no hay razones para él... entiéndelo —dijo
interceptando su mano antes de que la pluma rozara el papel.
—Está enojado conmigo, lo sé... solo eso, enojado. Cuando regrese a
casa...
—No regresarás a casa —finalizó él quitando los elementos de
escritura de su mano—. Robert así lo ha solicitado.
—¡Mientes!
Segundos, en segundos la verdad de lo oído le partió en dos el
corazón.
—¡Mientes! —repitió golpeando la madera del escritorio con sus
puños.
Y golpeó otra vez... y otra. Sir Johnson intentó contenerla tomándola
por los hombros. No había lágrimas en la muchacha, nada que indicara
dolor alguno, pero el sentimiento abundaba en su corazón, en su alma, la
hacía mutar.
—Este es tu hogar ahora —le susurró sin intenciones de ser
consuelo, sino un paliativo.
—¿Hogar? ¡No, este es el mismo infierno vestido con los colores del
paraíso!
Vanessa Cleveland, desde ese instante en adelante, se prometió no
volver a creer. Lo único que la vida podía darle eran decepciones y cadenas
que la ataran hasta el fin de sus días. Odiaba a su padre, a Sir Johnson, al
maldito mundo. Se odiaba a sí misma por haber nacido mujer en un mundo
de hombres.
—No, no lo es, tienes que confiar en mí, Vanessa. —Johnson sentía
cómo el hilo invisible que los unía se rompía. El dolor de la bostoniana era
compartido en silencio por él.
—La confianza está sobrevalorada, Sir Johnson...
Esa fue su respuesta de despedida. No había nada más que decir, el
veredicto había sido proclamado, quedaba apelar. Lo haría, encontraría la
manera de hacerlo. Se aferraría con uñas y dientes a sus valores, no la
doblegarían...
Al abandonar el despacho, se topó con el débil cuerpo de Henriet, la
anciana mujer se tambaleó ante el inesperado impacto, y Vanessa apenas le
brindó su asistencia. Estaba enceguecida por el dolor, por lo rabia y el
desencanto.
Henriet alcanzó a oír el último intercambio de palabras entre ambos,
el revuelo de la discusión la había llevado hasta ahí. Una mirada de
desaprobación fue directa a su hijo.
—No me mires de esa manera, madre, no tuve otra alternativa.
—Sí, tenías y siempre tendrás otra alternativa, Philip.
Sir Johnson se aferraba al presente, porque el pasado era un arma
peligrosa, una que no debía desenterrar. Su madre, sin embargo, abogaba
por el derramamiento de sangre bajo la premisa de que las heridas, tarde o
temprano, sanaban; mientras que el dolor, el dolor se hacía crónico, y nos
transformaba. Estaba en lo cierto.
—¿Acaso quieres perderla? —Henriet no tuvo que responder, la
expresión en su rostro habló por sí sola—. Perfecto, yo tampoco... ponte en
mi posición.
—Lo hago, por eso no puedo evitar preguntarme: ¿Qué lugar ocupa
Lord Witthall en todo esto?
—¿Tiempo? —Dios, ni siquiera él lo sabía. Se sentía atado de manos
y pies cuando de Vanessa se trataba.
—¿Me lo dices o me lo preguntas?
—No lo sé...
—¡Vaya! Eso se reduce a una sola cosa entonces: estás en
problemas.
—Así es, siempre le aciertas en todo, madre, y por eso necesito de tu
ayuda.

***
Las lágrimas no servían de nada. Al igual que los abrazos o las
palabras cariñosas. Lo único que le interesaba era la verdad, era saber que
no podía confiar en nadie y que eso incluía a Sir Johnson.
Se sentía devastada. No lo demostraba.
En su relación con Robert Cleveland nunca halló la figura paterna, y
llevaba una vida buscándola. Un par de meses con los Johnson le bastó
para desarrollar esos lazos con ellos. Unos lazos que ahora se rompían por
el engaño. Quiso culpar a su padre a la distancia, quiso hacerlo, no pudo.
Philip había sido cómplice y Vanessa se preguntó cómo pudo ser tan idiota
de no verlo. ¿Acaso no eran amigos Johnson y su padre? ¿Acaso no eran
tan cercanos que Cleveland le había dado la tutela al catedrático británico?
Debió de suponer que estaban cortados por la misma tijera.
Se lamentaba por los hechos, y más se lamentaba por su estupidez,
por su ingenuidad. No iba a llorar, lo que iba a hacer era recomponerse y
salir de allí más fuerte que antes. Más fría, más distante, más…
Un golpe en la puerta interrumpió su diatriba mental, también su ir y
venir por la habitación. Había buscado los baúles y maletas, dispuesta a
hacerlas para marcharse sin importarle las palabras de su padre. Ese
hombre no la limitaría más, no le quitaría sus raíces en Boston.
—Vanessa, querida. —La voz de Henriet hizo eco en la habitación.
No le había dado permiso a entrar. De todos modos, no la pudo echar. Era
cierto el cariño que esa mujer le había despertado, y aunque el enojo fuera
muy fuerte, no lograba borrar del todo los demás afectos. Al contrario, los
intensificaba. Por eso dolía más, dolía mucho la traición de esa mujer que
fue la única guía femenina en su vida desde que su madre murió—. ¿Qué
estás haciendo?
—Empaco, Henriet. Me marcho con Amy.
—Pero…
—¿Pero si mi padre no me quiere? Ya lo sé, no me importa. Boston
es mi lugar, lo intentaré sola.
—Vanessa…
—¡No me he rendido!
—Por favor, querida, no te enfades con nosotros. Queremos lo mejor
para ti y… —Henriet se valía de su salud para dar un poco de pena, para
romper el muro de contención de Vanessa. Sin embargo, pronto
comprendió que la estrategia debía ser la opuesta, tenía que permitirle que
se quebrara, que dejara salir el dolor. Por lo que, como un eximio jinete,
cambió el rumbo de la carrera hacia otra dirección—. ¿No decías tú que
cuando queremos a alguien no deseamos que sufra? ¿Que incluso podemos
tensar los hilos un poco aquí, otro poco allí? ¿No fue eso lo que dijiste
cuando corriste ese rumor sobre… sí, sobre Lady Bridport?
—¡Oh, mis propias palabras! —rio con sarcasmo—. Sabes que no es
lo mismo. Lo sabes… ella estaba atrapada en su orgullo y… —La sonrisa
de Henriet la puso de peor humor—. No sé para qué me esfuerzo en
explicar, no lo haré. No estoy tan enojada con ustedes como conmigo
misma, por creer en ustedes. Me marcho —sentenció.
—Ese es el problema, te enojas contigo cada vez que alguien intenta
acercarse.
—Es la experiencia…
—Vanessa… —Henriet tomó asiento en la cama de la muchacha y
de manera mecánica se dispuso a acomodar las prendas que Cleveland
sacaba del armario y arrojaba allí. Robert no había escatimado gastos en la
belleza de su hija, era lo único que deseaba que desarrollara. Había
querido que su Vanessa se convirtiera en una muñeca de porcelana, en un
adorno para el brazo de un caballero. Había fallado de manera estrepitosa
—. Sabes que no quiero ir en contra de tus deseos, por lo que te pido que
me los expliques. En un momento crees que ayudar a tus afectos es algo
bueno, luego que es algo malo. Te lamentas que nadie te aprecia, y te
enfadas cuando lo hacemos.
—¡Me engañaron! Los oí, los oí cuando conversaban en la
biblioteca. ¡Sabías de esto!
—Sí, lo sabíamos desde el inicio. Creo que lo sabíamos desde antes
de que sucediera. Nos llegaban misivas de América… sobre los detalles
de…
—De mi comportamiento díscolo —completó la muchacha. Y al fin,
se rindió sobre el colchón—. Solo quería demostrar que podía, Henriet. No
pensaba seguir con la mentira por siempre…
—Ese fue el problema, querida, que cuando la mentira cayó los
dejaste a todos como idiotas. ¿Y sabes qué no soportan los intelectuales
del mundo? Quedar como idiotas.
—Entonces, que no lo sean —espetó—, pues pensar que una mujer
solo por ser mujer no puede estudiar… —Se silenció por un momento.
Solo los ruidos ahogados de algunos carruajes rompían la armonía del
lugar—. Pensé que me perdonaría —se lamentó—, pensé que se le pasaría
el enfado y me perdonaría.
Los ojos de Vanessa se cristalizaron por las lágrimas no derramadas.
No soportaba haberle fallado una vez más a su padre. ¿Cuántas veces había
escuchado de los labios de Robert que ella era una decepción? Miles, y
cada día se esforzaba más, para fracasar y fracasar.
Intentó ser mejor que todos, sin sospechar que eso era lo que la
arrojaba a la marginalidad. Había estudiado con más ahínco que los demás
Cleveland, que sus primos y tíos. Se había abocado a más de un tema,
leído infinidad de libros, experimentado con varios asuntos, escrito cientos
de artículos… todo eso antes de llegar a los dieciocho.
El año anterior había sido la gota que derramó el vaso. Para
empezar, su primo, Robert II —porque todos los primeros hombres de la
familia repetían el nombre Robert— había escrito un artículo sobre el
comportamiento de los nativos Cherokee que había resultado un desastre.
La comunidad científica había derribado cada punto de ese bestial estudio
y había catalogado a Robert II de un niño ignorante que jugaba con el
prestigio del apellido familiar; eso había llevado a Vanessa a querer
reivindicar el apellido, por lo que, tras meses de exhaustivo trabajo,
presentó bajo pseudónimo la verdadera labor sobre el trato a los nativos
americanos y el impacto social de la marginalidad.
Lo que no tuvo en cuenta fue que el secreto sobre la identidad de la
autora saliera a la luz, y en lugar de limpiar el nombre familiar, lo
embarró aún más. Por último, pese a todo, Robert II entró en Harvard
gracias a las puertas que ser un Cleveland abrían en Boston, y ese giro
terminó por golpear el pecho de Vanessa.
No lo pensó, y en esos instantes, mientras acomodaba los pliegues de
la falda que empacaría para regresar, tuvo que dar la razón a su padre. Se
había excedido, había puesto su nombre en boca de toda la ciudad y no
para bien. Nadie hablaba de la joven señorita Cleveland capaz de escribir
un gran informe antropológico ni que había pasado el examen de ingreso
de Harvard como becada. No. Todos hablaban de la osada y desvergonzada
señorita Cleveland que había falsificado documentos para hacerse pasar
por hombre, vistió prendas masculinas y se burló de todos los directivos
de la universidad más prestigiosa del país.
Logró el cometido de ser la mejor Cleveland, el problema era que su
cerebro había llegado en la cabeza de una mujer, y eso, para la rígida
sociedad en la que vivían, era inaudito.
—Ya lo sabes, sabes que no lo hizo ni piensa. No te perdonará,
Vanessa —le dijo Henriet, al tiempo que doblaba una prenda. Lo hacía
para ocupar sus manos, pues no tenía intenciones de dejarla marchar—.
Porque no puede permitir que tú seas la mejor Cleveland. No estuve de
acuerdo con mi hijo en ocultarte esto, pero acepté su palabra de que lo
hacía por tu bien. Comienzo a sospechar que, por desgracia, lo hacía por su
propio bien.
—Ahora ya lo sé —dijo con amargura.
—Sabes una parte, sí. Y la verdad es buena para poder elegir nuestro
camino. Sabes que Robert Cleveland te subió a un buque preso de una
furia que nace de la envidia…
—¡Henriet! —La reprendió. Hablaban de su padre, de… quiso
encontrarle una arista buena, un recuerdo noble con el cual defenderlo
como el lazo de sangre demandaba. No lo consiguió, era su familia, era el
único miembro que quedaba vivo y era incapaz de hallar el argumento
para rebatir a la señora Johnson.
—Sabes que tengo razón. Quisiste ganar su admiración, demostrar tu
valía, y aunque en él no haya tenido el efecto que buscabas, sí lo tuvo en
nosotros, Vanessa. ¿Por qué piensas que Philip te puso en contacto de
inmediato con Patinson?
—Si me respeta, ¿por qué me mintió?
—Tienes dos opciones, Vanessa, o preguntárselo de frente y
prepararte para una batalla verbal con uno de los catedráticos más
importantes de Inglaterra, o…
—¿O?
—O descubrirlo por tus propios medios. En ambos casos,
demostrarás que eres más lista que él, ya sea por ganarle en una discusión
de igual a igual como por desbarajustar sus planes.
—Estás jugando sucio —se quejó Vanessa al comprender lo que
Henriet hacía: lanzarle un desafío imposible de resistir.
—Nunca prometí lo contrario. Yo sí hablaré con franqueza. Quiero
que te quedes en Inglaterra, me agrada tu compañía, y siento que estas
tierras te pueden dar lo que no pudieron darte aquellas.
—¿Y si no me casara? ¿y si me niego al cortejo de Lord Witthall?
—Aun así, te querría aquí, como una amarga solterona sabelotodo
que se burla de los nobles. Aunque me temo que eso te sacaría canas
tempranas y en tu cabello negro se van a revelar demasiado rápido. —
Vanessa no pudo más que reír, una risa que limpiaba parte del dolor y la
decepción—. Dicho esto…
—No has terminado de manipularme. Comienzo a sospechar que es
cierto lo que dices de estas tierras, aquí haré un estudio profundo sobre la
manipulación…
—¡Por supuesto! Es a lo que nos dedicamos. Ven —la instó a
ponerse de pie y dejar la lúgubre habitación que recordaba en su desorden
lo cerca que habían estado de perder a la señorita Cleveland.
—¿A dónde?
—A tomar el té, ¿dónde más? Mientras la doncella ordena este caos.
La hora del té es el único descanso que nos tomamos los británicos en la
tarea de salirnos con la nuestra…
Vanessa le regaló una carcajada cínica, compartida por Henriet.
—El té es solo una excusa para hacerlo con el estómago lleno —
rebatió ella.
—Sí que has llegado a conocernos. —Henriet avanzó hasta su salón
personal, una habitación que daba al jardín interior y por el que se colaba
apenas un poco de luz. Siempre estaba más caldeado que el resto de las
habitaciones y, al igual que las demás, estaba plagada de libros. Solo que
Henriet tenía una afición por las novelas de folletines y las románticas.
La mujer ordenó el té y lo acompañaron de un budín de frutos secos
y glasé que otorgaba las calorías necesarias para superar las bajas
temperaturas. También ayudaba con su dulzura a reanimar el espíritu de
ambas tras una charla amarga.
—Vanessa, incluso si desearas marcharte, regresar a Boston y
enfrentar al señor Cleveland… —Henriet hizo una pausa, pues la idea le
dolía, y como había decidido ser honesta en cuanto a sentimientos, dejó
traslucir su pesar. De todos modos, solo en sentimientos sería franca,
porque en intenciones le quedaba un as más debajo de la manga—, incluso
así deberás esperar unos meses, los peores en Londres.
—¿A dónde quieres llegar?
—A que es muy aburrido aquí, sin la temporada de fiestas y
reuniones. Y tus amigas tienen sus obligaciones y… No lo sé, pensé que
una muchacha como tú, sin distracciones… no es bueno para tu salud.
—Oh, ya veo, con que el té es el descanso ¿eh? —dijo y sorbió de la
infusión.
—Es una propuesta de cortejo, no tienes por qué aceptar. Solo digo
que pasar el tiempo con un hombre al que todos llaman loco es, al menos,
estimulante ¿no lo crees?
—¡No!
—Además —continuó la anciana con una sonrisa que se apuró a
esconder tras el ribete dorado de la taza—, es evidente que logra
desquiciarte.
—Henriet, ¿a quién no desquicia Lord Witthall? ¡Habla de duendes!
Atraviesa lagos sin utilizar los puentes y… —Y besa de un modo que te
hace olvidar de todo, quiso agregar. En cambio, se llenó la boca de budín
para silenciarse.
—Lo de los lagos no lo he visto. —El rubor se apoderó de las
mejillas de la señorita Cleveland—. ¡Oh, vamos!, será divertido. Ya has
escrito sobre todas las señoritas americanas, ya has analizado a los
Thomson y a los Richmond…
—Dilo —exigió Vanessa—, dilo sin rodeos.
—Pienso que aceptar el cortejo de Lord Witthall puede ser un
desafío intelectual para ti, puedes estudiar su comportamiento irracional,
entender cómo se maneja en sociedad… y, de paso, matar el aburrimiento
del invierno británico.
—No hablas de romance… —se aseguró la joven, a quien la idea de
volver a generar un vínculo afectivo tras tantos engaños le resultaba
abrumador.
—¡No, por supuesto que no! Romance con el conde Loco… ¡Ja! —
Henriet la atravesaba con la mirada, en ese momento, Vanessa pudo
asegurar que tenían los mismos ojos, casi negros, penetrantes y
perspicaces—. Hablo de estudio.
—De ciencia… —musitó ella. Y Henriet sonrió.
Sí, caviló Vanessa, ciencia. Recordaba su «estudio» anterior. Sin
duda la ciencia junto a William Witthall era más que interesante… y
tentadora. Y le daba algunas excusas para explorar asuntos que habían
quedado en el tintero. ¡No!, no eso de besarlo, claro que no… ¿O sí?
Y mientras la mente de Vanessa viajaba a los días cálidos de
Sameville y a un momento de demencia compartida, Henriet brindaba con
su taza de té. Oh, las cuatro de la tarde era la hora de las brujas en
Inglaterra.
Capítulo 3

Philip y Henriet se debatían en cuál era el mejor escenario para enfrentar


a esos dos. ¿Un paseo en el parque? No, lo más probable era que no
compartieran ni una palabra. ¿Un té?, demasiado breve para que pudieran
conocerse. La ausencia de bailes y veladas debido a las bajas temperaturas
acortaba las posibilidades. Por fin, se decantaron en una cena informal.
Invitarían al conde como tantas veces en el pasado, cuando solo era un
alumno más de Cambridge que gustaba de charlas amenas con un
reconocido profesor.
Vanessa se evadía en el estudio y en el desarrollo de algunos
artículos más. Tras firmar varios como el Doctor C, tenía la intención de
que su pseudónimo saltara de los folletines para dama a las entregas de
ciencia para caballeros. Patinson solía renegar de que eso era demasiado
peligroso, que su identidad podía ponerse en jaque, pero la señorita
Cleveland estaba decidida.
¿De qué valía su buen nombre? Había intentado limpiarlo en ese
viaje con el único fin de ganarse el perdón de su padre, como eso no
ocurriría, de nada servía ser cautelosa. Su ambición era que al fin se la
reconociera, y aunque no fuera por su verdadero nombre, ella sabría la
verdad. Con eso bastaba.
Patinson se propuso mover los hilos y asegurarse de los pagos. Las
notas para Lady and society eran bien remuneradas, y creía que sería capaz
de conseguir duplicarlo de lograr una publicación oficial.
Ojalá eso la ayudara a pensar en algo más que en los secretos de Sir
Johnson y en la inminente llegada de William Witthall. El conde la
desconcertaba como nadie antes, en su mirada brillaba la inteligencia y en
su comportamiento, la demencia. Era un rompecabezas que la tentaba a
descifrarlo, que la desafiaba y la llamaba. ¿Por qué se alejaba entonces?
¿Por qué no podía verlo como Henriet, como un entretenimiento?
La respuesta estaba oculta allí donde ella la había enterrado: porque
le asustaba. El beso la había trastocado, no esperó sentir en sus labios esa
corriente, esa tentación de ir más lejos de lo apropiado. A veces, cuando lo
pensaba, imaginaba sus ojos castaños rodeados de espesas pestañas, el
hoyuelo de su mentón y sentía el calor de la palma del hombre en la nuca,
como si la hubiera marcado a fuego allí, en el único rincón de piel que
había tocado.
No quería sentir atracción por ningún hombre, menos que menos,
por ese loco que hablaba de duendes y espantaba a la gente con
conversaciones sobre arte griego. Recordar cómo se había deshecho de los
nobles para darle espacio a Cameron y Sean la hizo sonreír a su pesar, y le
hizo cavilar la posibilidad de que ser demente era mucho más fructífero
que ser arisca. Al parecer, conseguía su cometido con mayor éxito, el de
espantar a las personas.
La cena se presentaba como una buena oportunidad para conocerlo
más a fondo, para estudiarlo científicamente. ¡Oh, Henriet, eres más
peligrosa que yo! La mujer se salió con la suya, sembró en ella la semilla
de la curiosidad. Y la curiosidad y el saber eran hermanos.
Vanessa estaba algo agotada, las emociones la superaban, sobre todo
porque ella no era de darle rienda suelta. Y negar todo el tiempo lo que le
sucedía, luchar contra esas sensaciones de apremio, era una tarea que
requería de todas sus fuerzas. Por ese motivo, cuando Melanie, la doncella,
golpeó dispuesta a prepararla para la noche, la joven Cleveland decidió no
analizar el porqué de la elección de vestuario.
—Este —dijo sin más, tomando un vestido de noche color crema con
detalles en piel gris y algunos bordados de plata. Era el más bonito de su
guardarropa, y usó de justificativo que a la vez era el más abrigado.
—Excelente elección, si me permite… creo que un tocado sencillo
resaltará más la belleza del vestido.
—Lo dejo en tus manos, no sé mucho de moda. —¡Y un demonio!,
claro que sabía de moda, sabía de todo, y los años entre personas
influyentes de América la había dotado de un excelente gusto. No era
vulgar como los que querían ostentar, ni aburrida como los más
conservadores. Era atractiva, inteligente y elegante, y solo su actitud la
llevaba a agriar el cuadro.
Melanie estaba entusiasmada por la tarea, pocas veces Vanessa le
permitía utilizar su talento para realzar los atributos, tan ensimismada por
pasar desapercibida o, incluso, desmerecerse. Esa noche era la oportunidad
de reivindicarse, y si la joven regresaba a Boston, ella podría marcharse
del techo de los Johnson con una halagüeña carta de recomendación.
Ajustó las cintas del corsé con esmero para delimitar la ya estrecha
figura de la muchacha, sin excederse de modo de que su rictus no se viera
afectado por la asfixia. Los senos de Vanessa quedaron elevados,
mostrando el nacimiento como una promesa de delicias. El vestido no era
acampanado, ni lleno de volados. Se trataba de un corte romano, ajustado a
la moda victoriana. Con mangas largas pero finas, que se aferraban a los
brazos, y un escote bajo disimulado por la piel gris que la abrigaba. Un
collar quedaría demasiado cargado en el delgado cuello de la joven, por lo
que optaron por un par de pendientes largos y nada más. El cabello fue
llevado hacia la coronilla en un moño sencillo que dejaba suelto apenas
algunos mechones para enmarcar el rostro de ángulos definidos, de
pómulos altos, boca ancha y llena, nariz pequeña y ojos almendrados.
Estuvo lista en el mismo instante en que la campañilla de ingreso
sonaba y Lord Witthall era anunciado. Las mariposas en el estómago de
Vanessa fueron confundidas con hambre, y así, mientras el mayordomo
recibía de William el sombrero y el abrigo, la joven Cleveland descendió
por las escaleras hasta quedar frente a frente con su invitado.
En ese segundo, pareció que el mundo se detenía y que solo estaban
ellos dos, atrapados en un divertido recuerdo de verano. Vanessa quería
romper el embrujo, pero se sentía incapaz. Si se acercaba a él sería peor, si
se quedaba ahí demostraba el impacto y si huía probaría que, en el fondo,
le temía.
Sus miradas quedaron unidas, y ella quiso creer que provocaba en él
el mismo efecto. No entendía sus motivaciones, era capaz de desenredar
los hilos mentales de los demás, y nunca los suyos. No quería admitir que
se sentía ofendida, porque eso era asumir que William le despertaba
emociones. Algo que apenas si lograban sus allegados, jamás un completo
extraño.
Sin embargo, la ofensa estaba. La ofensa ante el olvido de su
nombre, o el simulacro de tal descuido. La ofensa ante la petición de
matrimonio directo a su tutor, sin preguntarle a ella, como si fuera un
objeto de intercambio. La ofensa ante el despertar de cosquilleos en su
cuerpo, sin que ella le hubiera otorgado tal derecho.
—Milord, ¡qué alegría! Pase, pase… —La voz de Sir Johnson
cumplió la función de romper el encantamiento, y la sonrisa casi
satisfecha y victoriosa que le brindó al verla paralizada en el descanso de
las escaleras terminó por convencer a Vanessa de que no eran mariposas lo
que sentía en el estómago, sino la más profunda ira—. Vanessa, querida,
estás radiante. ¿No lo cree así, milord?
—Sin duda, favorecedor —comentó de manera escueta,
desestimando el esfuerzo de la doncella y de la misma señorita Cleveland.
La muchacha se sintió aún más ridícula cuando terminó de presentarse en
el salón principal donde aguardarían con algunas bebidas a que anunciaran
la cena.
William tenía un modo extraño de llevar un cortejo. Y aunque la
agresividad de Lord Bridport en la caza de Miranda le había parecido
excesiva, en esos momentos Vanessa pensó que lo prefería antes que el
comportamiento demente del conde. ¿Cómo esperaba que ella aceptara la
propuesta si no hacía más que ignorarla?
Se acomodó en un sofá individual, cerca de donde Henriet
descansaba con una pequeña copa de licor, y se sumió en el silencio a
rumiar el malestar de manera mental. Tan concentrada en su enojo estaba
que fue incapaz de dilucidar el verdadero efecto que tenía en Lord
Witthall.
El conde debatía con atención dividida sobre la última propuesta de
Richmond en la cámara de lores. El tema de la contaminación del aire en
las inmediaciones de Londres parecía ser un tópico que los nobles no
querían tratar. Siempre que la contrapartida del progreso recayera en los
pobres, no sería un tema central para los ricos. De todos modos, William
era lo suficientemente humanista como para entender que algo debía
hacerse, y las propuestas del marqués parecían lógicas. Al igual que en el
pasado, no podía mostrar su apoyo de manera directa, o el rumor de locura
que lo rodeaba alcanzaría Lord Shropshire y con ello, les daría motivos a
los opositores. En cambio… si volvía a jugar a ser opositor…
Intentó que su mente pudiera completar su plan demencial en torno a
la proposición, por desgracia, la muy maldita estaba demasiado
concentrada en la señorita Cleveland. En su ceño fruncido, en el rictus que
tensaba sus labios, en las curvas que se lucían debajo de la pesada tela de
su vestido y en la suavidad de la piel que lo llamaba. Quería que fuera su
esposa, no recordaba anhelar tanto algo en años. De hecho, hacía décadas
que los deseos para él eran asuntos vedados. Todos ellos. Hasta un
amanecer de primavera, un beso robado que le recordó de qué estaban
hechos los sueños.
De obstáculos, sin duda.
Otra muchacha hubiera accedido ante el título de conde, y no
cualquiera, uno de los más antiguos de Inglaterra. También ante el
atractivo del portador de dicho título, que no era un vejestorio, sino un
apuesto joven próximo a la treintena. Otra muchacha… no Vanessa, no la
que él quería. A ella debía darle algo más que apariencias y reliquias
empolvadas.
—La cena está lista —anunciaron y los cuatro se pusieron de pie
para ir al salón comedor.
Ante la disputa entre el protocolo del anfitrión y el del rango, la
primera muestra de excentricismo de la noche tuvo lugar frente a la
disposición de platos que dejaban al conde en la cabecera de la mesa.
—No es necesario —insistió William, cohibido. Vanessa lo observó
de soslayo, desde su lugar a la izquierda de Witthall.
—Por favor —insistió Sir Johnson—, esta noche es nuestro invitado
de honor.
El conde comenzaba a incomodarse, y la demostración fue tan
evidente que Vanessa maldijo el retorcijón en el estómago que eso le
produjo. Las mejillas del hombre se tiñeron de escarlata, y su cuerpo alto y
esbelto se volvió pesado y torpe. Podía observarse en él la falta de práctica
en temas sociales y el deseo de huir que la situación le despertaba.
—Eh, sí… gracias… —La tensión crecía, al tiempo que el conde no
se decidía. La señorita Cleveland se apiadó de él, a su modo.
—Oh, vamos, no sé para qué hacemos tanto alboroto. Ni que uno, tan
solo uno, de los aquí presentes estuviera tan cuerdo como para seguir las
normas.
Sir Johnson quiso reprenderla por su muestra de desfachatez, fue
acallado por un codazo para nada sutil de su madre. Como el lado derecho
estaba ocupado por los Johnson, solo quedaba situar al hombre junto a
ella. Sin más dilataciones, comenzó a reacomodar los platos y varios
cubiertos, las dos copas y las servilletas en la nueva ubicación, hasta que
una de las sirvientas, horrorizada ante lo que veía, se apuró a reemplazarla
en la tarea.
—Listo —sentenció Vanessa con satisfacción—, los dementes de la
mesa redonda. ¿Empezamos?
La luminosa sonrisa que le brindó William quitó lo incómodo del
momento, y fue la bandera que marcaba el inicio de la velada.
—Claro que sí. Muchas gracias —susurró solo para ella, y Vanessa
simuló restarle importancia con un gesto. Lo cierto era que no había
contado con la cercanía del hombre ni con el efecto que tendría en ella la
sincera sonrisa.
Un beso no podía bastar como prueba, se dijo mientras traían la sopa
como primer plato, un solo experimento… podía ser fallido. Debía de
repetirlo si quería conseguir una conclusión confiable. Ciencia, se repitió
con la vista puesta en Henriet, ciencia e investigación. Eso era lo que la
carcomía, le sensibilizaba la piel, la electrizaba y tentaba. Tenía que ser
eso.
—Dígame, milord —interrumpió Henriet ya en el segundo plato. La
mujer comenzaba a preocuparse por el mutismo de la pupila de su hijo y
se inquietaba ante un posible fracaso. Philip y William habían debatido
historia, arte, filosofía, política y hasta mecánica, sin que nada de eso
despertara el interés de Vanessa… o su apetito. El plato se iba intacto y
llegaba uno que parecía compartir el mismo destino—, tengo entendido
que en el pasado solía componer unos bellos poemas. Que sus letras han
conquistado infinidad de corazones…
La risa de William, divertida, hizo que la joven Cleveland mascara
la ración de pato que estaba frente a ella.
—Eso ha sido siempre un juego, algo de rebeldía juvenil, no más.
—¿Rebeldía? —Vanessa se atrevió a mostrar interés. Ella conocía
muy bien de actos rebeldes, y Sir Johnson comenzó a sudar pese a las
bajas temperaturas. Sabía que se estaba jugando una muy grande con esos
dos, no deseaba que nada saliera mal.
—Sí, es… —William dejó la servilleta en su regazo y se giró hacia
ella para brindarle su total atención. También una magnífica vista de sus
labios y de esa mandíbula definida que comenzaba a mostrar los indicios
de barba. Estaba segura de que solo alcanzaba un día para que el vello
facial cubriera por completo esa zona de su rostro—. Me temo que solo
intentaba ser un quebradero de cabeza para mi padre, sin que eso trajera
consecuencias en personas que nada tenían que ver. Me pareció que los
poemas cumplían esa función… era joven, señorita Cleveland.
—Ni que ahora fuera viejo —musitó la joven, sin poder contenerse,
y se mordió para castigarse por idiota. ¡Cómo iba a decir eso!, temía alzar
la mirada hacia los Johnson y ver en ellos sus gestos de reprobación.
Aunque, pensó con cierta esperanza, si los avergonzaba a ellos también,
entonces la dejarían marchar sin más.
Si hubiese comprobado en lugar de especular, hubiera visto que la
mandíbula de Johnson caía presa de la gravedad, mientras que Henriet
estaba a punto de aplaudir presa de un arrebato de dicha. Y si bien la
anciana quería concretar esa unión, que esos dos se besaran con el fuego
que mostraban en sus miradas, allí, como si no hubiese testigos, era por
demás inapropiado. Por lo que intervino con una nueva indagación:
—¿Escribir sobre el amor era un acto de rebeldía?
—¡Oh, no! —contradijo divertido, y Vanessa largó el aire cuando no
tuvo los ojos del hombre sobre ella—, cobrarlos, venderlos. Hacer una
tarea «burguesa» —remarcó—. Mi padre tenía una idea algo…
conservadora sobre las tareas de un conde.
—Entonces, si era por algo tan básico como el dinero —prosiguió
Henriet, con la vista clavada en la muchacha en lugar de su interlocutor—,
¿cómo conseguía inspirarse? Permítame decirle que tuve el gusto de leer
uno, y fue magnífico. Tanto que no tuve el corazón de decirle a mi buena
amiga que su marido no lo había escrito.
Vanessa se mordió la lengua para impedir que de ella brotara el
entusiasmo por leer la prosa del conde Loco. Para estudio, claro. ¡Ciencia,
Vanessa, ciencia!, oh, ese día estaba más olvidadiza que la señora Johnson.
—Mal me temo que mintiendo, inventando y tergiversando las
palabras —confesó el falso poeta—, verá, señora Johnson…
—Henriet —lo corrigió, invitándolo al tuteo, con la esperanza de
que esa confianza fuera la puerta que le diera ingreso a la familia.
—Henriet… verá, muchas veces deseamos la ilusión del amor, del
amor romántico, ya me entiende. —En esa ocasión, fue la señorita
Cleveland la que se giró para contemplarlo con plena atención—. Es fácil
vender esa idea, pues es perfecta, exacta, es casi… matemática. Y uno
puede escribir versos y versos hablando del sacrificio, del amor después de
la muerte, de la desesperación ante la ausencia del otro…
—¿Y no se supone que eso es el amor romántico? —se atrevió a
indagar Vanessa, olvidando que se adentraba en un tema peligroso de tratar
con William. La última vez habían zanjado el asunto con un beso que
hasta ese día la asaltaba en sueños.
—Usted misma lo dice, señorita Cleveland, se supone. Pero no
siempre lo es, y uno no pone en un poema con el que quiere ganar algunos
peniques que el amor a veces es egoísta, que no siempre se trata de
altruismo. Que, si no lo domamos, de alguna manera, puede volverse un
arma de doble filo, una que lastima a quien ama y a quienes amamos. Que
no solo es ciego a las infidelidades y a los defectos, que nos enceguece de
nuestros errores o que nos convence de los ajenos… El amor es algo bello
pero imperfecto… Es…
—Como el arte —completó ella.
—Y cuando al fin se eleva por sobre lo mundano, por sobre lo que se
supone que debe ser, para ser lo que en realidad es, entonces
comprendemos que estuvimos observándolo como hacían los hombres con
el Universo antes de Galileo, desde un punto de referencia falso, subjetivo,
egocentrista…
—Ciencia —susurró ella, ya sin ánimo de rebatir. Bajó la vista al
plato y simuló comer, a la espera de que a su alrededor cambiaran de tema.
Lo sabía, en ese momento se ponía en evidencia. William Witthall
era ese quien le había hablado de amor a Johnson. El origen de esas
palabras que a ella la habían atormentado y llevado al alba a su encuentro.
La vergüenza le teñía las mejillas y quería volverse ira. William sabía de
qué hablaba esa mañana, se había reconocido en su propia conclusión, ¡y
ella le había reclamado un beso!
El postre llegó, y con él la determinación de poner fin no solo a la
velada sino también al cortejo. No permitiría que Henriet, Sir Johnson y
Witthall jugaran a ese macabro juego.
—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó William en un
murmullo.
—Sí, perfectamente. Es más, por fin hallo la respuesta…
—¿A qué?
—A quién de los dos está más loco. No necesitamos duendes o
patos…
—¿Y cuál es el veredicto?
—Usted, por supuesto. Al fin de cuentas cree en los duendes, y la
diatriba del amor con la que yo creía desquiciarme en realidad es de su
autoría. Así que… si me permite. Si me permiten —dijo en esa ocasión en
dirección a todos—, me gustaría retirarme a descansar. Fue un día
agotador.
Debía esperar a la aprobación, por pura cortesía. Si no se la daban, se
marcharía sin ella. No quería soportar un segundo más de ese falso
espectáculo.
—Por supuesto, querida —concedió Henriet.
—Si no es mucha molestia —intervino William antes de darle el
éxito deseado—, me gustaría conversar con usted. Le prometo que no será
más de un par de minutos.
Se sintió acorralada, y no le agradó en lo absoluto. Claro que, si se
retiraba de la mesa, le daba la invitación a Witthall de hacerlo con ella. Y
un par de minutos no se le negaba a nadie. Decidió que los aprovecharía
para dar su respuesta definitiva.
—Bien, claro. Si no le molesta que sea con un té en la biblioteca…
—sugirió—, creo que empieza a dolerme la cabeza.
Witthall miró derredor, solicitando el permiso, y Johnson asintió al
tiempo que Henriet se ponía de pie para cumplir la función de carabina.
Fueron conducidos a la biblioteca, la habitación más extensa de la casa, y
mientras la anciana se acomodaba en el sofá cerca del hogar, la pareja se
distanció un par de metros para contar con la intimidad necesaria.
Una vez a solas, las palabras se hicieron aire. A ambos los asaltaba
el recuerdo del único momento compartido, y el modo inocente, y a la vez
trascendental, en que los había afectado. Vanessa era incapaz de no
sentirse tentada por esos labios y eso acrecentaba el sentimiento de burla,
de saberse en desventaja. Por eso, cuando Witthall comenzó el discurso
con esa misma premisa, le fue imposible interrumpirlo pese a desear poner
fin al asunto con premura.
—Creo que he sido deshonesto con usted, señorita Cleveland.
—Yo creo lo mismo —replicó de mal modo, y cruzó los brazos en
un porte molesto. Ojalá no lo hubiera hecho, porque los ojos de William
bajaron por el escote como si de allí lo llamaran, y el impulso le costó una
mirada de puro fuego infernal en los ojos café de Vanessa.
—Conozco sus intenciones de volver a Boston y proseguir con sus
estudios. Sir Johnson me lo ha confesado cuando hablé con él sobre este
asunto…
—Tendría que haber hablado conmigo…
—Ya tenía su respuesta. ¿O acaso hubiese recibido algo distinto a un
no?
—Ni lo recibirá, milord. Mi respuesta a su propuesta no hecha
correctamente es no —rectificó la joven.
—Antes, permítame expresarme, porque creo que nos estamos
malinterpretando.
—¿Ah, sí? —El sarcasmo inundó el ambiente.
—Sí. Como dije, conozco sus intenciones y motivos, y entiendo el
porqué de su respuesta, pero le contaré mis razones… —Tomó aire antes
de proseguir, y Vanessa se deleitó un poco ante el nerviosismo. Lamentó
haber salido a su rescate durante la cena, tendría que haberlo dejado sufrir
el rol de conde y ampararse en los protocolos que tan incómodo lo ponían
—. Si bien poseo uno de los títulos más prestigiosos, estoy en la
bancarrota —confesó.
—Escuché eso, pero bueno, también escuché que cree en duendes.
No suelo hacer caso de los rumores.
—Ambos son ciertos —intentó bromear—. En definitiva, necesito
casarme y necesito dinero. Y usted cumple ambos requisitos.
—Muy halagador, milord. Perdón si no me sonrojo y sufro un
vahído, es que el invierno me quita las ganas de caer al piso. —Apretó los
dientes ante la furia, y más aún cuando William, en lugar de sentirse
tocado, continuó con su para nada romántica propuesta.
—Desde hace unos meses —explicó sin especificar que era desde el
beso en casa de los Thomson—, que he pensado mucho el asunto, y he
llegado a la conclusión de que sí existe algo que le puedo ofrecer a cambio
de casarse, que es algo que no quiere hacer, con un noble británico, que la
obliga a vivir en Inglaterra, y encima a medio fundir.
—¿Sí? —se mosqueó la muchacha—, ¡con lo alentador que lo hace
sonar! No se me ocurren más motivos.
William se puso de rodillas ante ella, sacó una alianza familiar y la
presentó como una ofrenda.
—Señorita Vanessa Cleveland, ¿acepta ser el undécimo conde de
Dorset?
Capítulo 4

Lord Witthall se merecía un aplauso popular por la propuesta matrimonial


más desquiciada de todos los tiempos. ¿Conde de Dorset?
La respuesta más apropiada hubiese sido apelar a su tan reconocida
locura, pero Vanessa estaba hasta la coronilla de esa redundancia, debía de
explorar otros territorios con nuevos adjetivos, porque intuía que iba a
necesitarlos a todos.
Tal vez era embriaguez. No, lo descartó, el hombre apenas había
tocado su copa de vino. ¿Intoxicación alimentaria? No, de ser así todos
sucumbirían al mismo delirio, y Vanessa seguía aferrada a su cordura.
¿Otro tipo de intoxicación? Había leído sobre los efectos de determinadas
plantas y flores, algunas hasta podrían llegar a ocasionar alucinaciones. Si
indagaba en la idea todo cuadraba, él, su conducta... ¡Dios, los duendes!
—Levántese, Lord Witthall... por favor. —Si ella continuaba
navegando en el mar de posibilidades que justificaran el comportamiento
del tal William, el pobre sufriría de un calambre de un momento al otro.
—No hasta que me dé una respuesta.
—Pues de ser así, caemos de cabeza a un conflicto, porque hasta que
no se levante no voy a darle respuesta alguna.
No iba a llevarle la contra en la circunstancia actual, Witthall sabía
la clase de fiera que era la mujer a la que se estaba enfrentado, se
incorporó hasta recobrar la verticalidad total, el anillo familiar, que
todavía era exhibido en su mano, quedó en línea directa con los ojos de
Vanessa.
—¡Guarde eso de una vez por todas! —demandó la señorita
Cleveland, no podía negarlo, había tenido una vida de lujos, reconocía algo
bello cuando lo veía, y no quería pecar de vanidosa.
—Imposible, es un protagonista más en el presente acto.
Tenía que reconocer que la determinación del conde era un suceso
inesperado, todavía no decidía si le agradaba o la fastidiaba. El diamante
central del anillo brillaba en complicidad con las velas provocando un
molesto reflejo en sus ojos, a modo de alivio momentáneo, Vanessa lo
capturó con un movimiento ágil y delicado. Witthall sonrió, y el destello
en sus ojos suplantó al del diamante. ¡Estaba condenada!
—¿Eso quiere decir que acepta mi proposición?
—No —dijo extendiendo el anillo para que él lo recuperara.
—Pues eso es lo que se presta a interpretación. —Él dio un paso
atrás. No iba a aceptar una devolución, estaba claro. Volvió a sonreír.
Sí, estaba condenada. Lo que Witthall tenía de demente, ella lo tenía
de sumisa, o sea: nada.
—Lord Witthall, terminemos con esta puesta en escena, lo que sea
que busque o necesite no va a hallarlo conmigo.
—En eso se equivoca, sé que mi fama me precede, y contrario a lo
que se cree, no tomo decisiones a la ligera... —Vanessa resopló para
enmascarar el profundo deseo de quebrarse en una carcajada. William
torció los labios en una mueca. Sinceridad, tenía que ser sincero con ella
—, algunas sí —se corrigió ante la provocadora mirada de la bostoniana
—. Bueno, la mayoría de mis decisiones pueden serlo... pero no esta, no
usted, señorita Cleveland.
—Su convicción me abruma, Lord Witthall —se burló. Henriet tenía
razón, William era un individuo digno de experimentación.
—¿Abrumarla? ¡Vaya, eso ya es un paso hacia adelante!
Con esa delicadeza, entre delirios, halagos y deseos, guiaba a la
señorita Cleveland al camino de su elección. ¡Quién hubiese imaginado
que detrás de esa fachada de conde caído en desgracia se encontraría un
ser tan... dulcemente manipulador!
—No, ningún paso, es más, seguimos en el mismo lugar...
—Yo no lo veo así —la interrumpió.
Él estaba decidido a convertirla en su esposa. Ella, a negarse. Así
hasta el infinito.
—Mayor motivo para rechazar su propuesta, tenemos perspectivas
muy diferentes, Lord Witthall. —Ni ella se creía eso, cada segundo que
pasaba junto a él en esa habitación confesaba lo opuesto—. Usted busca
una esposa, y yo no tengo la materia prima para serlo.
—¿Esposa? Perdón, creo que malinterpretó mi proposición. Yo no
busco una esposa.
—¿Y qué busca entonces? —Debía oírlo, registrar esas palabras en
su memoria para valerse de ellas en el futuro.
¿Futuro? ¿Desde cuándo pensaba en un futuro junto a él? Tal vez
había descartado demasiado rápido la hipótesis de intoxicación
alimenticia. Sí, ese pensamiento fuera de lugar debía ser uno de sus
primeros síntomas, estaba intoxicada.
De él, sin dudas.
—Ya se lo he dicho... un conde para mi condado.
—¡Deje de bromear conmigo, Lord Witthall! —Comenzaba a
inquietarse, había alcanzado su límite minutos atrás, en consecuencia,
estaba utilizando todas sus reservas de buena voluntad.
—Reemplacemos la palabra «conde» por «compañera». —Se
apretujó la barbilla sumido en una pasajera incertidumbre—. ¡No!
¡Compañera, no! —La duda se evaporó para dar lugar a una de sus tan
comunes sonrisas luminosas—. ¡Una socia! Eso es... Y no puede negarse a
tal empresa, no una mujer como usted, señorita Cleveland.
¡Maldito encantador! ¡No, encantador no! ¡Desgraciado! ¡Maldito
desgraciado! Cómo se atrevía a utilizar esas palabras: «una mujer como
usted».
—¿Qué le hace pensar que sé sobre la administración de condados,
milord?
William rio con picardía. Se iría de ahí con una esposa, bueno, una
socia. Si algo lo caracterizaba era la paciencia, y por Vanessa, esperaría
todo el tiempo que fuese necesario.
—Lo mismo que me hace pensar que es pésima en las manualidades
del bordado.
Que le recordaran que era «pésima» en algo no era para nada
adulador, pero viniendo de él, y considerando que el bordado era su mayor
enemigo, le obsequió una sonrisa como respuesta. Pequeña, casi
imperceptible, aunque sonrisa al fin.
—No es solo cuestión de dinero, señorita Cleveland —continuó
sintiéndose en la gloria, una sonrisa de Vanessa era un buen augurio—, el
condado necesita una reestructuración, innovarse para estar a la altura de
otros; cuento con las tierras, en extremo ricas y provechosas, con ganado
en cantidad, y todo ello no me sirve de nada si no tengo a mi lado una
mente brillante que me ilumine. Verá —Sonrió, no quería que la sonrisa de
Vanessa desfalleciera—, mis conversaciones con los duendes, a veces...
solo a veces, tienden a llevarme a la dispersión.
¡Benditos duendes! Hasta comenzaba a sentir celos de ellos. Las
conversaciones con Lord Witthall venían cargadas de puro
entretenimiento, podía acostumbrarse.
El repentino silencio de Vanessa abrió una ventana que William
estaba dispuesto a aprovechar.
—No puedo brindarle lo que otros lores podrían ofrecerle, una vida
de comodidades y lujos, pero puedo ofrecerle algo que ningún otro está
dispuesto a entregarle...
—¿Qué? —lo interrumpió. El anillo, que todavía se encontraba en su
poder, se fundía con el calor de la palma de su mano. Ya eran uno, se
pertenecían.
—Libertad, señorita Cleveland... —Era el momento indicado para
hacer la jugada magistral, dio un paso para tomar su mano, esa que
atesoraba el anillo—, y un esposo que jamás se va a sentir intimidado por
su mujer.
—¿Intimidar, milord? —lo provocó, era la última prueba para ella.
—Por favor, señorita Cleveland, los dos sabemos que las faldas son
un simple accesorio para usted. Ahora, vuelvo a repetir: ¿acepta ser el
undécimo conde de Dorset?
No había necesidad de conquistar a su corazón, había conquistado a
su razón, y con eso era más que suficiente. Tomaría lo que William
Witthall le ofrecía. Tenía que confiar en él, confiar en que el viento no se
llevaría sus palabras. Abrió la mano para liberar al anillo de la prisión de
su piel y de su testarudez, y con esa acción tan simple, no solo la joya fue
libre, ella también lo fue.

Antes del «sí» definitivo establecieron las pautas del contrato


matrimonial, o como ella prefería llamarlo: nueva sociedad. Por supuesto
entraron en discordancia de pareceres en menos de lo que cantaba un gallo.
En dos puntos en particular, solo en dos, Witthall se mostraba no dispuesto
a ceder, ella tendría el control de todo, de ser necesario podría tomar
decisiones radicales con respecto a la administración de las tierras, pero...
—en situaciones como estas el «pero» deja de ser una conjunción
adversativa para convertirse en un auténtico quebradero de cabeza— no
podía dejar sirvientes sin empleo, lo que ya se planteaba como un absurdo,
considerando que el condado estaba en bancarrota. En contraposición a
ello se encontraba ese otro punto, uno que Vanessa no sabía ni siquiera
cómo argumentar en contra: el lecho matrimonial. Witthall se negaba a las
habladurías, en su defensa alegaba que ya poseía bastantes como para
cargar una más sobre sus hombros. La espalda comenzaba a dolerle, eso
había manifestado ¡Patrañas!
Cuatro días. Sí, cuatro días tardaron en alcanzar el mutuo acuerdo.
En lo referido a los empleados, la cláusula de no despido, dada su falta de
conocimiento —debía visitar el condado para hacer un análisis correcto—,
fue puesta en pausa para futura revaluación. La otra era apremiante y
deseaba tenerla resuelta antes de poner un pie en la cama, perdón, en las
tierras. Compartirían habitación y lecho matrimonial, lo único puesto al
margen fue la intimidad de la pareja. William juró —y perjuró, demás
estaba decir— que no le reclamaría su deber marital, salvo que ella así lo
deseara.
Lord Witthall era todo un estratega cuando de romance se trataba, la
mitad de los matrimonios de Londres habían construido sus bases
sentimentales gracias a su poética manipulación. El amor era un arte para
él, y aunque ella se alzara ante él con las armas de la lógica y la ciencia, en
ese terreno, perdía. Todavía no lo sabía, pero perdía. Era hermosa, ansiaba
recorrer su piel, explorar más allá de su cuello, vencer la barrera de sus
labios, y eso haría que, cuando los cuerpos se rindieran, cuando el deseo
los consumiera, el disfrute sería mayor, sería único, sublime, porque sería
compartido.

***

La respuesta afirmativa que Vanessa le había dado a Witthall pendía


de un dudoso hilo, había asuntos que la joven de Boston debía resolver
antes de comprometerse, en especial porque ninguno de los dos deseaba
arrepentimientos tardíos, ni ser la comidilla de la ciudad. No tenían
intenciones de adjudicarse un apodo como el de Lord y Lady Escándalo,
aunque siendo sinceros, el más acorde a ellos sería: Lord y Lady Demente.
Con más razón entonces apelaban al anonimato. Ni siquiera Henriet estaba
al tanto del posible desenlace de la propuesta, la anciana mujer, aunque
demostrara ser una aliada, no era más que una espía de Sir Johnson.
Vanessa debía reconocer que, con el pasar de los días, la fidelidad de
Lord Witthall había sido puesta a prueba en más de una oportunidad, la
promesa de mutismo absoluto había sido cumplida al punto tal de
enloquecer a Johnson. El hombre estaba en la más completa oscuridad,
desde aquella primera cena de cortejo que no habían vuelto a tener noticias
de él. Cualquiera diría que un hombre como el conde que se jactaba de su
cualidad poética y de su gran historial de románticas misivas se
desenvolvería de una manera más atenta, más...
—No quiero ser el pajarillo torturador en tu cabeza, Philip, pero la
has liado con Witthall.
A Henriet le agradaba el joven conde; cuando de un debate filosófico
se trataba, él era un ingrediente fundamental para asegurar un buen
resultado, ni hablar en el ámbito artístico, una palabra podía llevarlo a un
monólogo eterno.
—No, madre... —La duda le atenazó las manos, apenas pudo
sostener la taza de té—. O tal vez sí, no puedo confirmarlo aún.
El silencio era compartido entre la muchacha y el conde, y si Sir
Johnson se valía de ello, el fracaso todavía no era un hecho, Vanessa
continuaba ahí, bajo su techo y cuidado. Prefería el silencio antes que la
despedida, por eso se sentía en deuda con Witthall y con su maravillosa
sincronía. Había golpeado a su puerta en el momento perfecto, si no
hubiese sido por la inesperada propuesta, Vanessa, terca, rebelde y
aventurera como era, se hubiese marchado. Estaría en algún lugar del
atlántico camino a una vida de la que ya había sido exiliada.
—Quiero equivocarme, Philip, en verdad quiero, por desgracia, todo
queda en manos del conde, y no quiero ser una aguafiestas, pero no creo
que tengan la fuerza suficiente para retener a Vanessa.
—Disculpa si estoy en desacuerdo contigo, madre —Le puso fin a la
travesía que estaba llevando a cabo, la taza de té nunca llegaría hasta sus
labios. La dejó reposar sobre el plato—, William es un hombre de
recursos...
—¿Recursos? —Henriet sí disfrutaba de su templada infusión, y
tuvo que hacerla a un lado para evitarse un posible bochorno protocolar,
casi escupe la bebida ante lo oído—. Me imagino que no te refieres a
«recursos financieros», porque si «loco» es su segundo nombre,
«bancarrota» es su segundo apellido.
—Si quieres abordarlo desde ese punto, está cumpliendo con el
cometido de Robert, darle uso a su dinero con un fin particular.
—Un fin muy particular —replicó Henriet con el fastidio a flor de
piel, el nombre de Robert Cleveland la sacaba de sus casillas—,
deshacerse de ella.
—No caeremos de nuevo en esa discusión.
Philip estaba dispuesto no solo a abandonar el té, sino también el
lugar en la mesa junto a su madre, prefería aislarse en su despacho,
encerrarse en pensamientos, mantenerse lejos de Vanessa. Eran dos
arbustos podados por la misma tijera, dos piezas de relojería iguales.
—Por supuesto que no caeremos en esa discusión, qué sentido tiene
ahora, lo hubiese tenido años atrás si me hubieses oído, debiste haber ido
por ella el mismo día en que su madre murió. —Una vida de
lamentaciones no alcanzaba, ni para ella ni para su hijo, por eso era que
Henriet había pactado una longeva vida con su diablo personal, más años
significaban más amargos arrepentimientos. Siempre hallaba el hueco
perfecto en la herida de su hijo. Le dolía hacerlo sangrar, por supuesto que
sí, pero a veces se necesitaba de ese rojo carmesí para comprender la
naturaleza de la lesión—. Robert no hizo más que dinamitar su espíritu.
—Y ya hemos comprobado que no lo consiguió —interrumpió él con
un extraño tono de orgullo en la voz—, al contrario, la motivó a ser todo
aquello que le prohibió.
—¿Y te parece que eso es digno de enaltecer? A los ocho años de
edad se necesita cariño, Philip, contención, no una biblioteca plagada de
libros como único sostén.
—¿Acaso crees que yo le hubiese dado una vida mejor? —Sir
Johnson había entregado su vida a los estudios con la intención de
convertirse en lo que en el presente era: un catedrático de renombre
reconocido en cada uno de los continentes.
—¿Tú? Por supuesto que no, si hay algo en lo que te comparas con
Robert es en el maldito egoísmo. —Fue un golpe certero y compartido, la
influencia Johnson había tatuado en la piel de Philip el excesivo amor en
desmedro de los demás, y ella no había podido luchar en contra de ello—.
Nunca pudieron ver más allá de la hoja de un libro. Pero esta familia no
está compuesta solo por ti, aquí estoy yo, siempre lo estuve, podría haber
sido la diferencia en su vida.
—Podrías, madre, tú misma lo has dicho... lamentablemente eso
forma parte del tiempo pasado, en el presente solo cuento con Witthall.
—No, en el presente sigues siendo una marioneta de Robert.
La actitud de Philip, desde minutos atrás, indicaba una clara
intención huida. No había sucedido, y Henriet decidió valerse de la
oportunidad desaprovechada por él para hacer más notorio su desacuerdo.
Capturó su bastón, golpeó la cerámica bajo sus pies, y de un solo
movimiento abandonó la silla. Su dramática partida se vio impedida por el
delgado cuerpo femenino que reposaba contra el marco de la puerta del
salón.
—Una vez más, Henriet, coincidimos en pensamiento.
Sir Johnson se sobresaltó, comenzaba a no sentirse a gusto bajo su
propio techo, a la mirada asesina de Vanessa se le sumaba la de su madre.
Demasiado fuego a combatir para un hombre especializado en letras.
—Ya que todos nos hallamos sumidos en la misma consonancia
llamada «Robert Cleveland», y viendo y considerando que mi intención de
enviar una epístola a mi padre fue coartada días atrás, me veo obligada a
encomendar la tarea a usted, Sir Johnson. —El nombre atravesó los labios
de Vanessa como si fuese un rayo decidido a impactar en la copa de un
árbol en particular—. ¿Cree que podría concederme ese último favor?
Henriet se dejó caer de nuevo en la comodidad de la silla, por el bien
de esos dos debía de actuar como silenciosa mediadora.
—Lo que necesites, Vanessa, solo tienes que pedirlo. —Philip
pretendía poner un paño frío entre ellos.
—¡Vaya discurso contradictorio! —se mofó ella dejando escapar
más que un resoplido—. Mis necesidades han sido puestas a un lado desde
el mismo día en que mi padre me envió aquí, y usted, Sir Johnson —Otro
rayo, impactando sin piedad—, se lo ve muy comprometido a llevar a cabo
la misma función.
Traición, esa palabra definía a la emoción que sentía con respecto al
hombre que ocupaba el rol de su tutor. La admiración y el nacimiento de
un afecto sincero habían caído en un pozo ciego, y con el tiempo,
perecerían ahí gracias a los eventos naturales de la vida. No tenía un hogar
al cual regresar, no tenía un hogar en ese rincón del mundo, solo tenía a
William Witthall, el hombre que, sin demandar nada, le ofrecía todo, le
ofrecía lo suficiente; y lo que, segundo a segundo, desestabilizaba la
balanza colocándola a su favor era que lo había hecho valiéndose del traje
de la honestidad.
¡Honestidad! ¿Era mucho pedir? No, no lo era. Sin embargo, su
padre se la había negado, y el hombre que se encontraba frente a ella
flameando la bandera de la protección también lo había hecho.
—Algún día entenderás mis razones —murmuró por lo bajo Philip a
sabiendas de que no poseía herramienta de defensa a su favor.
—No, no lo haré, y si soy sincera... la única sincera aquí —agregó
con una intensa dosis de sarcasmo—, razones más, razones menos, no me
interesan. Cumpla con su labor, Sir Johnson, tenga a bien informarle a mi
padre que, de aquí a unos días, dejaré de ser su «responsabilidad» para
convertirme en la de otro.
La reacción ante lo dicho fue inmediata, tanto para Johnson como
para Henriet. Combinaron en miradas y luego, juntos, acecharon a la
bostoniana.
—¿Has aceptado la propuesta matrimonial de Lord Witthall? —
Alguien tenía que preguntarlo, y Philip se encomendó a la peligrosa tarea.
—Sí, y el enlace se llevará a cabo a la brevedad.
—Querida, no tienes que apresurarte. —Henriet intervino con la voz
a pasos de quebrarse.
Vanessa atravesó el salón comedor en un par de zancadas, se aferró a
las manos frías y delgadas de la mujer, las acarició como un intento de
otorgarle calor y afecto.
—Agradezco cada instante que me has brindado, Henriet, cada taza
de té, cada caminata a tu lado... —La angustia de la primera despedida le
anudaba la garganta—. Sin duda, has hecho de mi estadía algo memorable,
y siempre estaré agradecida, por fuera de ello... no deseo pasar ni un
minuto de más en esta casa.
Besó sus manos, luego su frente y le obsequió una pequeña sonrisa.
Retomó el andar para abandonar el salón, ya los había anoticiado de su
decisión.
—¿Vanessa? —Johnson no deseaba ese punto final entre ambos.
Ella se detuvo. La imagen de su erguida espalda fue lo único que
Henriet y Philip pudieron contemplar.
—Lord Witthall se hará presente para coordinar con usted los
últimos detalles de la unión. Ahora, si me disculpan, debo poner en orden
mis pertenencias...
La repentina soledad fue comparable a una puñalada para los
Johnson. Henriet se aferraba a la entereza que la edad le había dado para
no quebrarse en lágrimas y maldecir a su hijo en todos los idiomas
aprendidos. Se incorporó con la ayuda del bastón y, ni bien estuvo en
posición vertical, se enfrentó a su hijo:
—¿Satisfecho?
No, Sir Johnson se desangraba por dentro, pero contenía la
hemorragia gracias a las lecciones protocolares que tanta mella habían
hecho en él.
—Al menos la tenemos en Inglaterra con nosotros.
Con su cercanía le bastaba, era más de lo que podía reclamar, más de
lo que merecía. Pensó en Witthall. Era el correcto, se repitió.
Sí, era lo correcto para su niña.
Capítulo 5

No debía alzar la voz, no era propio de una dama. No debía enfadarse,


llevaba días de ese modo y hasta le había salido un grano que Henriet
acusó a su mal humor. No… pero…
—¡Witthall! —exclamó e hizo retumbar las paredes de la casa de Sir
Johnson.
El nombrado estaba en el despacho de Philip ultimando detalles,
aunque en lugar de hacer eso, se concentraban sobre un debate relacionado
a la economía de Las Indias.
—Creo que la señorita Cleveland se ha enterado de las buenas
nuevas —comentó William, tranquilo, sin mostrar indicios de que la voz
de Vanessa acababa de romper su tímpano—, si me permite…
—¿No desea esperar a que se le tranquilice un poco y vuelva a ser la
Vanessa racional que todos conocemos? —La enigmática sonrisa del
conde fue la única respuesta. Sir Johnson asintió ante la siguiente
exclamación de su pupila, que, por el volumen, indicaba que se
aproximaba a ellos, a su presa.
Los cuerpos de los prometidos impactaron en el medio del corredor.
Vanessa por poco cae sobre sus nalgas producto del rebote, solo los brazos
de William se lo impidieron. El calor del contacto los afectó, y fue ella
quien permitió que la furia ganase una vez más sobre la pasión.
—¡Witthall! ¿Qué dem… qué significa esto? —inquirió con un
papel entre sus manos. El conde la observó desde los centímetros que la
diferencia de altura le otorgaba. Vanessa era un huracán de temperamento
y belleza, tenía las mejillas sonrojadas que resaltaban aún más los
pómulos altos, y sus labios, tensos, invitaban a ser besados.
—Nuestro permiso de boda.
—¡Ya lo sé!
—¿Entonces?
—No te pases, Witthall, no te pases —amenazó la muchacha—, me
refiero a la fecha de emisión. Me refiero a que no es un permiso especial
expedido en estos días, sino…
—Un permiso tradicional, soy un hombre cauteloso.
—¡Eres un maldito manipulador! —Los puños de Vanessa se
cerraron a los lados de su cuerpo. El maldito papel indicaba que William
Witthall había solicitado el permiso de matrimonio hacía tres meses,
como correspondía. Se suponía que ese tiempo se utilizaba para el cortejo,
emitir las noticias del compromiso y preparar la boda. Solo aquellos que
movían los hilos del poder podían acortar los plazos, como sucedió con
sus amigas Miranda y Cameron.
—Es solo un papel, Vanessa —murmuró William, y los ojos de la
muchacha ardieron por el uso del tuteo lleno de confianza—, puedes
romperlo si así lo deseas. Solicitaremos otro, con sus respectivos tres
meses de compromiso y…
El gruñido de la señorita Cleveland lo interrumpió. Claro que tenía
ganas de hacer pedazos ese maldito permiso, gritarle que no fuera tan
engreído y que ella jamás se casaría con él. Pero la realidad era otra, y
ahora ese documento se le presentaba como un salvavidas en mitad del
océano.
—Bien, si no hay que esperar ningún documento oficial, no veo el
motivo de dilatar el asunto —sentenció.
—Lo mismo pienso, he sido práctico, ¿no?
—Oh, sí, tan práctico que has solucionado todo. Lo demás son
detalles, y mi dote estará en tu cuenta mañana a primera hora ¿cierto?
—Nuestra cuenta, serás conde…
—Nuestra cuenta. Bien —y con un tono triunfal agregó—: Witthall,
ya que eres tan eficiente, busca un sacerdote, nos casaremos esta noche.
—¡¿Qué?! —Las voces de Henriet y Philip, que oían tras las puertas
se hicieron oír.
—Vamos, un, dos, un, dos, que tenemos un par de horas para
terminar con esto —y se marchó con la misma furia, pero con la
determinación de tomar el toro por las astas. Las cosas se iban a hacer a su
modo o no se harían.

***
—Hace mucho frío —se quejó Lord Bridport—, no deberías haber
aceptado esta reunión. Podrían haberse reunido en nuestro salón.
—Si hace frío para mí —señaló Miranda—, más lo hace para Nala.
Y Cameron no va a ningún sitio sin su niña. De todos modos, exageras,
Elliot, es un hermoso día. ¡Si hasta hay sol!
El cochero se detuvo a pedir indicaciones, y Bridport bufó. La
enigmática nota de Vanessa los había empujado fuera del resguardo de su
hogar, y Miranda, que estaba muerta de aburrimiento con la ausencia de
bailes y tés, y con su estado de gestación que la limitaba, insistió a su
marido en que la acompañara a ver, según palabras de la misma señorita
Cleveland, cómo cometía la mayor locura de su vida.
¿Saltaría de un puente?, ¿se haría maquinista de tren?, con Vanessa
nunca se sabía, y la ansiedad la estaba carcomiendo. Más a cada minuto
que se alejaban del centro de Londres hasta dejar la ciudad.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si su plan era llevarte a algún lugar donde
te pueda secuestrar…?
—Elliot, ¡qué imaginación!, ya que deseas ponerla en práctica,
conjetura sobre qué puede ser lo más demencial para Vanessa, porque ya
no se me ocurre.
Media hora más tarde, el carruaje se adentraba en un pueblo a pocas
millas de Londres. El cochero solicitó indicaciones una vez más, y le
señalaron el camino.
—Es aquí, milord —dijo tras abrir la portezuela. El vizconde y la
vizcondesa descendieron del coche para mirar hacia ambos lados,
desconcertados. Era un terreno baldío, salvo por una humilde capilla entre
la arboleda y un par de casas sencillas dispuestas sin ton ni son sobre la
calle de tierra.
—Lo dije, intenta secuestrarte —dictaminó Elliot—, nos vamos de
aquí.
—Aguarda, ¿esa no es…?
—¡Miranda… digo, Lady Bridport! —La voz de Cameron llena de
alivio rompió la armonía del lugar y viajó por el viento y el vacío.
—¿A ustedes también los intentan secuestrar? —preguntó Elliot, y
consiguió que su esposa le diera un codazo en las costillas.
—Recibimos una nota muy extraña de Vanessa, algo de que iba a
cometer una locura… —Antes de que pudiera terminar, Miranda le
quitaba a Nala de los brazos para darle besos y arrumacos. Elliot se la
arrebató a los pocos segundos, con la excusa de que necesitaba práctica
antes de que llegara el suyo y nadie lo discutió. Lo cierto era que Nala los
tenía a todos locos, y a Bridport en especial, tanto que olvidó su paranoia y
se centró en acribillar a Sean Walsh a preguntas sobre la paternidad.
—¿Piensan quedarse ahí todo el día? —Vanessa hizo su espectacular
entrada a escena dejando a todos con las bocas abiertas—. Se supone que
la novia es la última en entrar, ¡vamos!
—¡¿La novia?! —Las cuatro voces resonaron al unísono, y Nala
respondió con un balbuceo. Vanessa, pese a todo, fue atraída por la criatura
y se acercó. Sin más, se la quitó de las manos a Bridport.
Al acercarse, sus amigos pudieron notar que la señorita Cleveland
llevaba lo que se adivinaba como un sencillo vestido de novia color
blanco, con un delicado encaje. Parecía más los que usaban las debutantes,
porque no llevaba cola ni velo, y supusieron que eso se debía a lo
apresurado del evento.
—Vanessa, ¿te casas? —Cameron se atrevió a poner en palabras la
duda general.
—Sí, ya les dije, mi mayor locura.
—¿Con quién? —Miranda se sumó.
—Con ese que espera en el altar. Terminemos con esto. —Cleveland
le entregó la niña a la madre, y avanzó hasta la puerta de la capilla. La
única que había aceptado celebrar una boda con tan poca antelación.
—Aguarda. —Miranda la detuvo de un tirón e hizo uso de sus modos
francos para poner orden a la situación—. Ustedes —Señaló a los hombres
—, entren. Nosotras hablaremos con… la novia.
Los caballeros le hicieron caso, pero antes de que Lady Bridport
pudiera desprender los labios, su marido reapareció con el rostro
desencajado.
—¡¿No sabes quién es el futuro esposo?!
—¡Bridport, adentro! —le ordenó a fuerza de voluntad, porque se
moría de ganas de saber quién era el hombre. Elliot le guiñó un ojo, y
Vanessa bufó.
—Me estoy helando, ¿podemos entrar? —pidió la flamante novia.
—No, no hasta que nos expliques esto. ¿Nos llamaste para que te
acompañemos o para que te rescatemos?
Vanessa no supo qué contestar, y le dio el pie a Cameron para
entrometerse.
—Cuéntanos, ¿cómo es que te casas? Nunca hablaste de ningún
hombre, aunque las dos sabemos que eso no implica que no hubiera
ninguno…
—Oh, claro —siseó Cleveland—, me olvidé de contarles mi bella
historia de amor. Resulta que lo conocí bajo un arcoíris, supimos que
éramos almas gemelas, pero un vil enemigo nos quiso separar, hasta
anoche que vino a rescatarme en su blanco corcel y decidimos casarnos.
—¿En qué momento esperamos que Vanessa dejara de ser Vanessa?
—inquirió Miranda con la vista puesta en Cameron. Sarcasmo, cómo no.
—En el mismo en que la vimos vestida de blanco.
—Bien, muchachas, entiendo que todas ustedes con eso del romance
y demás hayan olvidado cómo es la vida. Mis felicitaciones —largó con
bastante malestar—. Por si no recuerdan, vinimos aquí a comprar con el
dinero de nuestros padres un título fundido sin importar si el portador era
un viejo, un leproso o un loco. ¡Oh, vamos!, cambien esas caras de
sorpresa, que no fue hace tantos meses.
—Vanessa… —las expresiones cargadas de pena la pusieron a la
defensiva.
—No las llamé para que vinieran a rescatarme, ni a sentir pena. Las
llamé para que me acompañaran en este momento, ¿sí?, pero si es tanta
molestia o mi «suerte» les genera tanto malestar, pueden irse. —Para su
total bochorno, una lágrima humedeció sus pestañas. Solo apenas, hasta
que se apuró a secarla con el guante—. No se preocupen, no serán las
únicas.
—¿Sabes, Cameron? —Miranda le tomó el brazo izquierdo a
Vanessa y la instó a hacer lo mismo con el derecho. Nala descansaba sobre
el pecho de su madre, como una agregada, una embajadora de Emily en
esos momentos—. ¿Para qué están las amigas si no es para darte ese
empujoncito?
—¿Hasta cuando es al borde del abismo? —inquirió Vanessa.
—Si tú elegiste el abismo… porque, lo elegiste, ¿verdad?
—Tanto como puede elegir una mujer en estos tiempos.
—Entonces, vamos. Salta.
Y las tres muchachas entraron a la capilla, aunque se paralizaron en
el umbral. Dos de ellas por la sorpresa, la novia… por el impacto de ver a
William aguardar por ella como un niño nervioso que temía que su
prometida huyera. Esa vulnerabilidad, ese destello en él, la mezcla de
vigorosa masculinidad con infantil inseguridad le despertó algo en su
interior. Una pequeña llama tibia, que parecía resguardarla del frío de la
capilla. Los brazos de sus amigas fueron reemplazados por el de Sir
Johnson, que la entregaba al altar, y Henriet esperaba en el primer banco
con el rostro oculto tras un velo para no demostrar lo emocionada que
estaba por aquello.
Vanessa solo podía pensar en que el efecto «boda» debía ser
analizado en detalle, ¿cómo podían estar todos tan sensibles cuando
conocían los pormenores de esa farsa? Allí no había amor, ni pasión. Eran
negocios, y, sin embargo, sus amigas se secaban las lágrimas, Sir Johnson
tenía un nudo en la garganta y Henriet sonreía mientras estrujaba un
ramillete de flores.
¿Y ellos? Los novios parecían ajenos a todo, con una terrible
ansiedad porque la ceremonia terminara, por empezar esa vida juntos,
aunque fuera carente de amor. Anhelaban el desafío, quizá, la ruptura de
una rutina que los había dejado vacíos de sueños y aspiraciones. No, no
había amor, pero tenían un plan y un objetivo. No eran marido y mujer,
eran equipo. Y Vanessa intentó convencerse de que eso era algo bueno,
más de lo que tenían muchos. Que con eso le alcanzaría.
Cuando el beso llegó, y los obligó a unir sus bocas sellando un
juramento, ambos volvieron a sentir la corriente por la piel, el deseo de no
separarse, la necesidad de profundizar y olvidarse del mundo. Y Vanessa
comprendió su mentira, supo que con William no le bastaría ese frío
acuerdo de pares.

***

Huir. No había opción si no querían que su matrimonio fracasara a


las horas de celebrado. Como prófugos que se respeten, lo hicieron al alba,
tras pasar un par de horas bajo el techo de los Johnson.
Philip solicitó que se les preparara una habitación marital para esa
noche. Los empleados lo hicieron con bastante ilusión y el decorado
romántico se sintió una burla ante los ojos de Vanessa.
Sábanas blancas, edredones verdes inglés, a juego con el empapelado
y las cortinas, el hogar encendido y una rosa roja entre las dos almohadas.
Un lecho que llamaba a la consumación, esa que no tendría lugar salvo que
ella lo reclamara. Y no pensaba hacerlo.
No, no pensaba. La incomodidad la llevó detrás del biombo, y se
sintió una chiquilina al no querer salir de allí hasta que William no
hubiera terminado la tarea de desvestirse. Una a una las prendas que
cubrían el cuerpo del hombre fueron dejadas en la silla, y la piel que se
revelaba la llamaba a la inspección. Tenía el torso firme, de pectorales
marcados y abdomen plano. La contextura de un hombre dado al trabajo
más que al estudio. Poseía un pecho salpicado de vello, del mismo tono
castaño que el de los rebeldes bucles de su cabello. El cuadro no terminaba
ahí, se extendía en unas piernas largas y torneadas que los pantalones no
lograban disimular, todo ello en compañía de un rostro que a cada minuto
hallaba más bello. No poseía el encanto de un Lord Webb, con cara de
ángel, ni el de Elliot Spencer, que prometía pecado. No, William Witthall
lucía como un simple ser terrenal, que invitaba a sensaciones humanas. A
sensaciones que ella quería experimentar. ¿Por la ciencia? Sí, para
descubrir los secretos de la unión de los cuerpos, para entender los anhelos
de su piel que no respondían a la razón, el deseo de estar en sus brazos, de
ser besada, acariciada, abrazada por ese quien era su esposo y, a la vez, un
completo extraño. Por ese al que ella no se cansaba de recordar que era
loco, un loco que la arrastraba a la locura.
William se mantenía firme en su convicción, no la obligaría a nada.
No quería eso, someterla a algo que sentiría como la lucha de dominación
de un hombre sobre una mujer. Y es que así los habían educado, con la
creencia de que el deber marital era eso: un deber. Algo que les
correspondía hacer quisieran o no. Él deseaba mostrarle que entre ellos
sería de otro modo, que lo bueno de su supuesta demencia era derribar los
convencionalismos. Si romper las normas era ser loco, entonces le
agradaba el mote. Deseaba que Vanessa fuera igual de loca, de libre. No la
quería suya, la anhelaba a su lado.
¡Qué difícil resultaba!, la sabía al otro lado del biombo. Ahora que él
estaba en ropa interior, ella se había permitido la tarea. Una leve sonrisa le
curvó los labios y le remarcó los hoyuelos. Vanessa jamás le hubiese
brindado la ventaja de su desnudez en primera instancia, y no lo haría esa
noche tampoco. Los movimientos se adivinaban tras la tela del biombo,
las llamas del hogar proyectaban las sombras del cuerpo perfecto de su
esposa y a William comenzaron a picarle los dedos por la necesidad de
tocarla, de inmortalizarla.
La joven Cleveland, desde algunas horas, Witthall, era una maestra
en el arte de la eficiencia. Podía vestirse y desvestirse, al igual que él, sin
ayuda externa. Al parecer, una habilidad desarrollada en compañía de
Cameron Madison, el mismo verano en que él la conoció.
Le agradaba la intimidad que les brindaba el acto de hacerlo sin
otros testigos, solo ellos. De todos modos, tuvo que admitir que en esos
momentos lo llevaba al borde de la pasión. No existía mayor impedimento
que un endeble biombo. Tuvo que obligar a su cuerpo a ocupar la posición
horizontal en la cama y a sus ojos a fijarse en el cielorraso. Su erección,
bueno, esa tenía vida propia.
A los pocos minutos, Vanessa se hizo presente con su recatado
camisón y corrió a la cama con una ansiedad que a William le hubiera
gustado que se basara en la mutua compañía. No era eso, sino el hecho de
que la muchacha se había percatado del resultado de las llamas en su
cuerpo y lo delator de su camisón.
—Buenas noches —susurró, dándole la espalda de inmediato. Había
reparado en el efecto en el cuerpo del hombre y la mezcla de pudor con
curiosidad dejaba su impronta en la piel hipersensible, y en una horrible
humedad que por fortuna no era tan evidente como el deseo de él.
—Buenas noches, Vanessa. —Su nombre, dicho con esa voz, terminó
por provocar el cosquilleo que sería su compañero de vida desde esa noche
en adelante. Se mordió los labios y se ovilló para resguardarse.
¿Qué había hecho?, se preguntó hasta dormirse, presa de un terror
que ni su tempestuoso carácter podía aplacar. De todas las locuras
impulsivas que había cometido, de todos los problemas en los que se vio
envuelta, ese era el más delicioso y tortuoso de sus errores.

El viaje lo hicieron sumido en el silencio. Se escondieron detrás de


las tapas de los libros, y así, sin mirarse, recorrieron las millas que
separaban Londres del condado de Dorset. Vanessa quiso sumar ese punto
a la lista de «cosas en común», y sonrió con algo de esperanza. Hasta
ahora, dicho listado tenía algunos ítems de lo más interesantes:
Ambos odiaban a la gente, William se refugiaba en su locura y ella,
en su acritud.
Odiaban las normas sociales. Por tal motivo escapaban de la gran
ciudad tras dejar en manos de Sir Johnson el aviso en The Times sobre la
nueva condesa de Dorset.
Amaban leer y debatir sus lecturas. William tenía en manos «La
república» de Platón y ella, «La Odisea».
En la intimidad del carruaje, con las horas de viaje de por medio, se
atrevió a cavilar sobre la posibilidad de que no saliera todo tan mal como
había pensado en un inicio. Las horas de sueño le habían sentado bien, y la
distancia impuesta por ella por un «pequeño desliz» le parecía exagerada a
esas horas.
¡Claro que había sido un desliz despertar en sus brazos, acurrucada
sobre su pecho, con su mano sobre el corazón de él, acompasando el ritmo
de sus respiraciones en un reparador descanso!, es que nunca había
dormido en compañía de nadie, solo se había volteado en sueños,
olvidando por completo que no estaba sola.
Porque William era muy fácil de olvidar. Al igual que su
matrimonio, y las consecuencias.
De modo que se permitió bajar una vez más las defensas ante él para
observarlo de soslayo.
Viajaban en los asientos enfrentados. Compartían la misma posición.
La espalda contra la portezuela, los pies descalzos sobre el tapizado, el
libro en las manos y la mente en Grecia.
Iba a hacer que funcionara, se prometió con esperanza. Enfrentaría
aquello como el mayor de los desafíos y demostraría, no solo que era
capaz de realizar las tareas asociadas a los hombres, sino que además
podía con cualquier cosa que se le interpusiera.
Problemas económicos, un matrimonio sin cimientos, un esposo
loco…
Con fe inquebrantable en sí misma, algo que en los últimos días con
tantos tropezones emocionales había menguado, dio un salto fuera del
carruaje al llegar a la casa de campo de Dorset.
Tomó aire al contemplar el notorio deterioro exterior, se lo esperaba,
no era gran problema, se dijo infundiéndose ánimos. Usaría el dinero de su
dote para los arreglos y asunto resuelto.
—¿Entramos? —El brazo de William se extendió hacia ella—. Los
sirvientes fueron informados con poca antelación, pero de seguro aguardan
para conocer al undécimo conde.
Vanessa rio ante la mención del falso título. Empezaba a
acostumbrarse a la idea, y quizá hasta podía encontrarle la gracia si
comenzaban a llamarla «milord».
—No se va a hacer más fácil, ¿verdad? —Se dio ánimos.
—No, además aquí hace más frío que en Londres. —Era cierto, el
viento helado golpeaba la gran casa destartalada y pegaba los abrigos
sobre sus cuerpos.
—¡Ni se te ocurra! —exclamó la muchacha entre carcajadas
nerviosas cuando su esposo la levantó en alzas y la obligó a cruzar el
umbral como la tradición indicaba—, ya veo que solo reniegas de algunas
costumbres.
Su broma murió en los labios una vez en el interior. Cientos de ojos
se posaron en ellos, cientos que parecieron miles aglomerados en el hall.
Eran tantos que se pegaban unos a los otros y, aun así, el frío se abría
camino por las rupturas de las ventanas y paredes.
—¡Qué demonios! —exclamó entre dientes apretados—. ¿Quién es
el mayordomo? ¿Y el ama de llaves? —preguntó en un intento de poner
orden a la situación, al tiempo que sus pies tocaban el piso de manera
literal y simbólica. Volvía a la realidad del compromiso asumido, era la
condesa de esos cientos de empleados que dependían de ella y de la
economía de un condado en ruina.
Siete mujeres pasaron al frente y nueve hombres.
—¿Qué…? —Vanessa ahogó el resto del insulto. A su lado, William,
con su infantil sonrisa de siempre y los ojos llenos de una extraña
felicidad, explicó:
—Pues… tenemos siete amas de llaves y nueve mayordomos. Es
que… —La mano de la nueva condesa se alzó para acallarlo.
—Lo hablaremos luego. Eh… —se dirigió hacia el centenar, trató de
abarcar a todos con la mirada, carraspeó y dijo—: Señoras, señores, un
gusto en conocerlos. Mi nombre es Vanessa Cle… Vanessa Witthall, la
nueva Lady Dorset.
Los presentes hicieron una descoordinada reverencia. Vanessa, en
cambio, volvió a tomar una bocanada de aire. Estaba segura de que podría
mantener el temple hasta llegar a la intimidad de su recámara y allí, oh,
allí sí, desataría la tormenta con su marido.
«No dejarás a nadie sin empleo», ¿cómo demonios esperaba que
pudiera cumplir eso?, le había arrebatado una promesa descabellada sin
poner en manifiesto la dimensión del problema a tratar.
Aguanta, Vanessa, soporta un par de minutos.
Alzó el mentón y se abrió camino entre la multitud. A su paso, no
solo la cantidad de personas que dependían de ella se manifestaban, sino
también la infinidad de daños en la casa, la falta de velas, las chimeneas
sin leños, las alfombras que faltaban y dejaban los fríos suelos de piedra al
desnudo…
—Si me disculpan, el viaje ha sido agotador. Me retiraré hasta la
cena, y mañana, con más calma, iremos conociéndonos mejor y
delimitando las tareas a realizar. ¿Podría algún lacayo y una doncella
acompañarme para acomodar mis pertenencias en la… recámara
principal? —Creyó haber conseguido una actuación de calma bastante
aceptable, incluso al final, cuando accedía al otro punto de su contrato
matrimonial, el de compartir lecho.
Se dio media vuelta y comenzó a subir los escalones como la lady
que los acontecimientos la habían llevado a ser. Espalda recta,
respiraciones profundas, mente serena… sí, iba a poder llegar a resguardo
antes de estallar. Sí… Sí… Sí… un paso a la vez. Solo no debía voltear.
Pero lo hizo, lo que consiguió que sus ojos se posaran en la decena
de sirvientes que le seguían los pasos. Once doncellas, quince lacayos para
arrastrar sus baúles que no eran muchos. Una de las muchachas llamó su
atención, la reconoció de inmediato, era la joven que Lady Thomson había
despedido en el verano tras descubrir que le pasaba información a la tía de
Cameron a cambio de unos peniques.
Su primer fracaso como condesa se dio en ese instante. Al demonio
las formas, el carácter de una dama, el temple de acero. Al demonio su
marido.
—¡Witthall! —clamó desde el descanso de la escalera. Iban a
renegociar los malditos términos, y ese endemoniado y demente
manipulador aprendería con quién se había casado.
Capítulo 6

En menos de una semana, el apellido familiar se había convertido en la


melodía cotidiana. Bueno, tal vez no sea apropiado comparar los sucesos
diarios con una melodía, sino más bien con el primer estallido de una
tormenta, un trueno lejano que anuncia lo peor, y lo peor era la reciente
condesa. ¿O Conde? Nadie entendía bien el asunto, era demasiado
complicado. Si la lady de la casa era la que, simbólicamente hablando,
llevaba los pantalones, qué quedaba para el lord. Era mejor continuar con
las labores sin preguntas, sin murmuraciones, ni sobresaltos...
—¡Witthall!
Imposible. O Lady Witthall tenía un temperamento muy exigente y
demandante, o estaba tan fascinada con su nuevo rol que repetía el
apellido hasta el hartazgo como un macabro placer.
Vanessa tenía más de una justificación para actuar de la manera en
que lo hacía, la palabra «bancarrota» no le hacía justicia al verdadero
estado en el que se encontraba el condado. Completa ruina era la correcta
expresión. El condado de Dorset no precisaba de un buen administrador,
esa instancia ya había quedado atrás, se requería de un prestidigitador.
Estaban al borde de ese abismo, necesitaban de magia, o, de ser posible, de
un milagro. El pensamiento lógico de Vanessa, como es de esperarse,
desplazaba esas posibilidades, ella se aferraba al recurso material, uno que
incluía una moneda de pago. Su dote cubriría los gastos de los próximos
tres meses, solo gastos, ni mención hacer de refacciones o nuevas
inversiones con el fin de obtener mayor productividad.
Deudas y más deudas, una parte de ellas estaban vinculadas a
proveedores en los alrededores del condado. Vanessa confiaba en su
capacidad de persuasión, podría hallar un punto intermedio, un
intercambio de servicios o saldar la deuda en especies. Algo se le
ocurriría, debía pensarlo con tranquilidad, lo que le preocupaba era el
nombre que estaba vinculado a una deuda en particular: Sebastian Dunne.
Juraría que lo había oído nombrar, y no de buena manera. Por la cifra
adeudada que desfilaba ante sus ojos intuía que el hombre debía de ser un
prestamista. Solo William podía cometer tal acto desesperado, y el estado
de los libros contables lo confirmaba, había sido el último recurso, el
último recurso antes de ella. Las lamentaciones no harían que
desapareciera, una vez, hizo cuentas mentales. ¡Diablos! La venta del
ganado y la cosecha saldarían la deuda original, pero los intereses
generados por los pagos atrasados se devorarían todo lo demás.
—¡Witthall! —gritó en esa ocasión.
En esa ocasión y en otras tantas más, aunque ese era su segundo
grito del día, y eso ya era un avance en opinión de la servidumbre.
Esperó a que el bello y despreocupado rostro de su esposo se
asomase por la puerta de la biblioteca. Había elegido ese lugar para llevar
a cabo las labores administrativas diarias, y cuando la frustración y el
agotamiento mental la atacaban, hallaba la calma entre las páginas de
algún libro.
La sombra de un cuerpo se proyectó sobre la alfombra, era un día
soleado, y la mansión se encontraba iluminada a fuerza de luz natural, algo
que se agradecía, el consumo de velas se había reducido, debían prepararse
para el invierno. El rostro no fue el esperado.
—Milady... —Rosalie se apiadó de ella y del resto de la
servidumbre. Los gritos de la Lady comenzaban a causar jaquecas—, Lord
Witthall no se encuentra en la casa.
—¿Y dónde se encuentra Lord Witthall? —Exhaló para relajarse, la
pobre muchacha no tenía culpa de las pésimas decisiones de su empleador.
—Lamento decepcionarla, milady, pero no poseo esa información.
¡Sí que era funcional la muchacha! Vanessa volvió a largar el aire
haciendo notorio su fastidio.
—¿Y quién posee esa información? Si se puede saber.
—¿El señor Atwood? —respondió con otra pregunta. La pobrecilla
no sabía cómo satisfacerla.
—¡Pues ve por el señor Atwood, entonces! —Le ordenó de mala
manera y al instante se arrepintió.
Rosalie actuó de inmediato, abandonó el resguardo que la puerta le
brindaba dispuesta a atravesar los corredores a la velocidad del rayo para
cumplir con la demanda de su señora. Vanessa logró alcanzarla a mitad del
recorrido.
—¡Rosalie, Rosalie! —Consiguió detenerla, le sonrió para
compensar el momento anterior, no quería convertirse en aquello que solía
repudiar—. Deja, yo me ocupo de hallar al señor Atwood, tú continúa con
tus labores.
—Como usted desee, milady. —Hizo una reverencia y se alejó de ahí
con una rapidez digna de una gacela.
Recorrió los salones y el hall principal sin éxito. Le había consultado
el destino de su esposo y del señor Atwood a cada uno de los sirvientes
con los que se había topado, y la información obtenida era comparable a
un encogimiento de hombros. ¡Nadie sabía nada, nadie veía nada! Al
llegar al vestíbulo y comprobar el lugar que ocupaban las manecillas del
reloj, cambió de estrategia de búsqueda; se acercaba la hora del almuerzo,
y era muy posible que parte de los empleados se encontraran en el salón
destinado a ellos, ahí descansaban y recibían su ración de alimentos, eran
tantos que debían organizar un cronograma para que ninguno se salteara el
plato de comida.
La suposición fue correcta, estaban almorzando, algunos solo
descansando, otros disfrutando de un cigarro y el periódico. Una suma
total de veintitrés empleados, incluyendo doncellas, ayudantes de cámara,
asistentes, auxiliares de cocina y demás, se incorporaron de un salto en
cuanto la vieron, los que fumaban ocultaron la evidencia como pudieron.
¡Milady! ¡Lady Witthall! Los saludos, puramente protocolares, se
compararon a un eco eterno.
Dios, el estómago se le dio vuelta al pensar que los hombres y
mujeres presentes eran apenas un tercio del personal.
—Por favor, continúen.
Los instó a que regresaran a sus asientos. No lo hicieron. Parecían
estatuas. Había llegado a sus oídos el rumor, temían que la nueva condesa
los despidiera, en consecuencia, Vanessa se sentía como el diablo mismo
ante ellos. La incomodidad era compartida.
—Estoy buscando al señor Atwood —habló para romper el repentino
hielo.
—Lo siento, milady —La señora Garret, una de las amas de llave
atravesó el silencio al ingresar al salón—, el señor Atwood ya ha
finalizado sus tareas del día, pero si necesita de ayuda puedo ir en busca
del señor Hirsch que ya se encuentra en su reemplazo.
—En realidad estoy buscando a mi esposo ¿sabe usted dónde puedo
encontrarlo?
—Oh, milady, lo siento, acabo de reempla...
Ya conocía el final de esa oración. ¡Dios! La interrumpió:
—No se preocupe, señora Corwin...
—Garret —la corrigió la mujer con una sonrisa en los labios.
¡Perdón, perdón por no recordar el nombre de todos!, quiso gritar.
Luego de volver a gritar: ¡Witthall!
Vanessa sonrió, no deseaba ser ese diablo odiado. Recordó a sus
amigas americanas, la voz de Miranda resonó en su cabeza: ¡A quién
engañas, te encanta ser ese diablo! Sonrió, no porque disfrutara ser el
objeto de temor en otros, sino por la agradable sensación de la
rememoración. Extrañaba a sus amigas, a Henriet, extrañaba ser Doctor C.
Caía en cuenta de que apenas tenía tiempo para sí, para sus pensamientos
racionales, para sus experimentos sociales. Es más, comenzaba a sentirse
como víctima de uno.
Un carraspeo forzado la regresó a ese instante de realidad, se había
perdido en esos fugaces pensamientos. Giró sobre sus talones para ir hacia
el origen del sonido: un muchacho, de no más de dieciséis años, con una
mirada esquiva y las mejillas ardidas a causa de la vergüenza.
—¿Tú sabes dónde se encuentra mi esposo?
Era la primera vez que la nueva condesa se dirigía a él, y eso parecía
aterrarlo. Su sola presencia en el lugar ya era por demás inusual para
todos, no era un comportamiento habitual dentro del protocolo de la
nobleza.
—¡Habla de una vez, Rupert! —demandó la señora Garret al tiempo
que otro de los empleados, el que se encontraba junto a él, lo motivó con
un sutil golpe en su talón.
—Salió a recorrer los campos, señora Garret...
—Dirígete a la condesa, Rupert, como corresponde —lo interrumpió
para regañarlo.
Rupert tragó saliva, tomó coraje y alzó la mirada hacia Vanessa.
Cuando hizo contacto con sus ojos, el jovencito se tranquilizó. La condesa
tenía un brillo particular... no era un ángel, se notaba a la legua, pero
tampoco era un demonio. La vergüenza se puso en pausa.
—Owen Perkins sufrió de una lesión en su espalda cuando estaban
realizando las labores del arado, milady, y Lord Witthall fue a asistirlo.
Había invertido más de un cuarto de hora en la búsqueda de su
esposo, y en cada segundo había elaborado en su mente un discurso no
muy amoroso, pretendía hacerle ver todos sus errores, sus
comportamientos irresponsables... y ahí estaba él, comportándose como el
perfecto buen samaritano. Mientras él socorría a los empleados, ella
gritaba con furia su nombre.
¡A quién engañas, te encanta ser ese diablo! La voz de Miranda
volvió a resonar.
—¿Milady, quiere que envíe a alguien en su búsqueda? —La señora
Garret intentó ser funcional.
—No, no se preocupe, yo voy en su búsqueda...
Lo dicho causó un pequeño revuelo entre los presentes, murmuraron,
se miraron entre ellos.
No iba a dejar la conversación para después, no. El asunto del
préstamo debían solucionarlo lo más rápido posible.
—Giddeon —ordenó Garret—, ensilla un caballo para Lady
Witthall.
Otro muchacho, que sin duda era un auxiliar de cuadras, se preparó
para cumplir la orden de inmediato.
—No es necesario, no requiero de un caballo...
¡Tenía dos piernas, podía valerse de ellas!
—Pero, milady... —las murmuraciones crecieron, por fin dejaban de
ser estatuas—, ¿conoce los campos de Dorset?
Llevaba... ¿cuánto? ¿Seis días? No, cinco. Cinco días en su rol de
condesa y apenas había asomado la nariz por fuera de la puerta principal.
Tenía su excusa, lo apremiante eran los números. Ahora comprendía que,
si deseaba cumplir su función de la manera correcta, debía de salir de
entre esas condenadas paredes.
Ni un segundo más de tiempo perdería ahí.
—No, pero estoy a pasos de conocerlos —dijo, y abandonó el salón.
La reina de las apuestas caía en su propia trampa, ya no era la que
las orquestaba y originaba, no, ahora formaba parte de ellas. Unos
apostaron a que daría un par de pasos y regresaría. Otros eran más
arriesgados, sugerían la mitad del trayecto. Solo Rupert se atrevió a más,
mejor dicho, a casi todo, invirtió el pago de la quincena: llegará a destino.

¿Dónde demonios estaba la ventisca fría que recorría los pasillos de


la mansión a diario? ¿Cómo podía ser que los campos de Dorset se
comparasen con el desierto en ese momento? ¿Dónde estaban las nubes?
¡Dios! ¿Acaso estaba caminando en círculos?
Perecería ahí, esa misma mañana, de lo único que se arrepentía era
de no haber sido precavida, de no haber dejado un escrito indicando las
demandas para su entierro. Mientras caminaba bajo el rayo del sol de
mediados de otoño, se distrajo pensando en los detalles de su muerte: una
gran lápida de piedra con una sola inscripción: ¡Witthall!
Y luego de su muerte, se encargaría de acecharlo hasta el último día
de su vida.
Se detuvo por unos instantes para respirar en calma y acomodar el
corsé, la enérgica caminata lo había exiliado de su lugar. ¡Si tan solo
pudiese aflojarlo! Apoyó las manos sobre las rodillas, y ahí descansó.
Unas voces, no muy lejanas, llegaron hasta ella. Se enderezó, y llevó la
mano derecha a su frente para cubrirse del sol, divisó a un par de hombres,
aunque ninguno parecía William.
Con el aliento recuperado, retomó el ritmo y fue directo a ellos,
estaban desarrollando sus tareas en medio de tanta alharaca que apenas
notaron su cercanía. Dos caballos con ruedas de arado, y cuatro hombres
redirigiendo la labor sobre la tierra, uno de ellos con el torso desnudo,
expuesto al sol como si fuese un bárbaro, su cabello, húmedo por el
intenso sudor, parecía fundirse con su rostro, y su abdomen, gobernado por
unos músculos que...
¡Un momento! Reconocía ese abdomen. ¡Sí, reconocía ese abdomen!
Había amanecido dos veces abrazada a él. Dos, y no por deseo, cuando
dormía perdía el control de su cuerpo.
—¿Lady Witthall, es usted? —William detuvo el andar del caballo,
y clavó el arado en la tierra.
Vanessa no respondió, esperó a que él se acercara.
—Me atrevo a preguntar lo mismo... —Una vez ante ella, murmuró
entre dientes—. ¡Pareces un salvaje, William!
—¡Alguien debía de ayudarlos!
—Puedes ayudarlos vistiendo decentemente —continuó con la
murmuración, no pretendía ofender a nadie, y con el afán de ser el
incordio mental que pretendía ser para su marido, a veces denostaba a
otros.
—Ese estilo de decencia al que apelas no es aplicable aquí, menos en
un día con una temperatura tan inusual como esta.
Era un calor atípico para el otoño, debían aprovecharlo, renovar la
tierra, extraer los últimos brotes y dejar el sembradío preparado para
soportar las heladas del invierno.
—¿Inusual? Gracias al cielo, pensé que yo estaba exagerando. —
Vanessa también sudaba, el corsé se hacía piel con ella.
William hizo un recorrido visual rápido sobre su esposa, tenía el
rostro perlado por la transpiración y las mejillas encendidas por el ataque
despiadado del sol. ¡Oh, la delicada piel de porcelana de su esposa! Sonrió,
la luz natural realzaba su belleza. Lucía agotada... sedienta.
A un par de pasos se encontraba una improvisada mesa con troncos y
un trozo de madera desvencijada, ahí reposaban unos recipientes con
bebida.
—Ten... bebe algo.
La desesperación hizo que capturara el improvisado vaso sin
comprobar el contenido. Bebió, y en cuanto el líquido llegó a su garganta,
lo escupió.
—¡Witthall... ¿qué es esto? —Por suerte no había almorzado aún, de
ser así, hubiese devuelto a la tierra el resultado de sus frutos.
—Una bebida que prepara Owen con granos de cebada.
—¡Pues que deje de prepararla, es espantosa!
—Eso porque no has degustado el agua de los alrededores...
—Verdad, y no pienso entrar en ese debate —cortó en seco la
conversación para cambiarla por otra, la que la había llevado hasta ahí—,
sino en otro.
—¿Viniste hasta aquí para debatir conmigo? Lo encuentro halagador.
—Bebió la espantosa bebida de cebada de un solo trago, y le sonrió. Era un
dulce provocador.
—Si hablar de Sebastián Dunne te resulta halagador, allá tú. —
Pensar en el prestamista la regresaba a su eje, ese que la apartaba de las
emociones que experimenta al estar junto a William, con el torso desnudo,
brillando como una joya única y preciosa bajo el sol de Dorset.
—¿Sebastián Dunne? —Witthall frunció el ceño. Era toda una
actuación, Vanessa comenzaba a detectar cuando fingía, por supuesto que
recordaba el nombre.
—Sí, Dunne, el hombre al que recurriste por un préstamo que nos
llevará directo a la...
—¡No lo digas! —dijo cubriendo su boca con delicadeza—, no seas
portadora de malos augurios. Todo se solucionará.
Cómo se podía ser tan... tan... hermoso y demente. ¡Tenía deseos de
abofetearlo!
—¿Cómo, con la ayuda de los duendes? —sarcasmo. Vanessa solo
podía recurrir al sarcasmo.
Él se echó a reír. Desde su perspectiva, el matrimonio funcionaba de
maravillas.
—No, con la ayuda de Lord Sutcliff y la cámara de lores. Aunque la
comparación no fue tan desacertada —bromeó.
¿William tenía un plan? ¿Estaba oyendo bien o era una alucinación a
causa del calor?
—¿Qué quieres decir?
—Te lo explicaré durante la cena... —No pretendía evadirla, se
preocupaba por ella, había caminado hasta ahí bajo el sol del mediodía, y
el trayecto era demasiado para sus piernas, no estaba acostumbrada—. Me
imagino que sabes montar, ¿no?
El giro en la conversación la desestructuró.
—Por supuesto que sí...
Antes de que pudiese manifestar desacuerdo, William se alejó para
ir en busca de su corcel, que se encontraba pastando a un par de metros de
ahí. Regresó con él, y Vanessa comprendió lo que pretendía.
—No, no estoy vestida para cabalgar, y la montura no es acorde.
Prefiero caminar...
—Y yo prefiero lo contrario... —Se apeó al caballo, y de su solo
movimiento, se acomodó en la montura. Le extendió la mano para
ayudarla a subir.
Podía tolerar el calor. Podía tolerar el agotamiento... lo que no podría
tolerar era el contacto de su pecho desnudo contra ella, no sin la excusa del
estado del sueño de por medio.
—Ya he dicho que prefiero caminar... —gruñó furiosa consigo
misma y su terquedad. Estaba agotada, y el camino de regreso se perfilaba
como eterno.
Se aferró a su falda y emprendió la marcha sin preámbulos, si
dudaba, sucumbiría. Para su mala suerte, William también se abrazaba a
su terquedad, la suya era más empática y solidaria, pero era terquedad al
fin. A paso lento, avanzó detrás de ella. Se convertiría en su sombra.
—¿Qué haces?
—Te sigo...
—¿Por qué?
—¡Por si te desmayas en el camino, cariño!
¡Oh, no! ¿Cómo se atrevía a utilizar la carta «cariño»? Eso no estaba
pactado.
Tendrían que reformular los términos del matrimonio. Nada de
«cariño» nada de torsos desnudos bajo el sol... En especial lo último.

Había dicho: «te lo explicaré durante la cena». Y así sería. No le


obsequiaría un segundo de dispersión de su parte, porque él se valía de
ello. La enredaba en palabras, con anécdotas, peor aún, se las ingeniaba
para desembocar en un tópico de conversación del cual ella no podía
escapar.
—Estoy llegando a pensar que el sol fue creado solo para otorgarle a
tus mejillas ese color. ¡Estás...
—No te atrevas —lo interrumpió.
¡Imposible, William Witthall era imposible!
—¿Atreverme a qué?
—A hacer eso que tú haces...
Torcían el protocolo a su gusto, por eso se sentaban frente a frente,
con varios metros de madera como separador, de esa manera, las piernas
no se rozaban y las manos se hallaban a salvo de cualquier caricia robada.
El sudor, el torso desnudo y los restos de tierra eran un recuerdo, su
imagen era casi inmaculada; lo único que desentonaba era su cabello
revuelto, todavía húmedo, y la sombra de una barba que pretendía dejar de
ser sombra para convertirse en un rasgo distintivo.
—Lo siento, milady, no logro interpretarla. —Bebió un sorbo de
vino para ocultar la pícara sonrisa.
—Permíteme disentir contigo... —No iba a jugar el mismo juego de
cada noche.
—Por favor, disienta conmigo todo lo que quiera, lo encuentro...
altamente gratificante.
Era un león, dispuesto a atacar, sabía cuándo hincar los dientes en su
presa, el problema no era ese, sino que se presentaba ante el mundo como
un indefenso gatito.
—¡William! —gruñó por lo bajo.
—¿Sí, Vanessa?
¡Era insufrible! No creía en poderes supremos, ni en conceptos
religiosos, pero estaba llegando a pensar que algo existía más allá, y ese
algo había decidido hacerla pagar por pecados pasados. ¡Vaya condena,
vivir atada a ese hombre! Que la atravesaba con la mirada. ¡Sí, la
atravesaba! Aunque eso era científicamente imposible. ¡Las miradas no
atraviesan, señorita Cleveland! Se repitió.
El ingreso de los sirvientes con la cena puso una pausa entre ambos.
Desplegaron las fuentes del menú de la noche sobre la mesa. Los ojos de
Vanessa parpadearon desconcertados. Pero... ¿qué rayos era eso?
—Helen... —convocó a la muchacha que cumplía el rol de asistencia
esa noche—. Por favor, dile a Beatrice que necesito hablar con ella, por
favor.
Beatrice era una de las cocineras, había hablado con la mujer esa
mañana para indicarle el cambio en el menú de la semana.
—Milady, lo siento —la pena en la voz de Helen era auténtica—.
Beatrice se encarga de los almuerzos de los días martes, jueves, y de las
cenas de los lunes y los miércoles.
Por instinto, los ojos de Vanessa fueron en busca de su esposo, que
ahora rehuía del contacto visual.
—Y dime, Helen, ¿quién se encarga de las cenas de los jueves?
Tal vez el concepto de «atravesar con la mirada» no era tan ilógico
después de todo, la expresión de William le decía que estaba sufriendo de
algún malestar repentino.
—Martha, milady... ¿quiere que vaya por ella?
—No, Helen, gracias, no tiene mucho sentido ya... el pastel de carne
y sesos ya ha sido servido.
«Sesos», el estómago se le revolvía con el simple hecho de decirlo.
¡Jamás se acostumbraría al estilo alimenticio de Inglaterra! No entendía
esa afición por los órganos internos de los animales. Un buen trozo de
carne de res, solo eso quería, en su defecto cerdo. ¿Era mucho pedir?
—Helen... —William intervino—. Por favor, dile a Martha que
prepare una bandeja con queso, pan y fruta. Creo que con eso será
suficiente por esta noche.
—Como desee, milord.
La reformulación de la cena motivó a Vanessa a recuperar el lugar
perdido en la conversación.
—William, tenemos una conversación pendiente.
—Tenemos muchas cosas pendientes, esposa mía.
¡Sinvergüenza! El rojo de sus mejillas se extendió o todo su rostro.
Ardía en furia.
—¡Witthall!
—¿He vuelto a ser Witthall? ¿Dónde ha quedado el «William»?
—Oh, no quiere averiguarlo, milord.
—Sí, quiero. ¡Por supuesto que quiero!
La vida de William había cambiado junto a esposa, él se redescubría
cada día a su lado. Vanessa era una fuente de inagotable inspiración, y
beber de ella era una cuestión de necesidad.
El cansancio comenzaba a devorar a la señorita Cleveland, su mente
estaba extenuada de tanto pensamiento, y su cuerpo, que había
experimentado una aventura inesperada explorando los terrenos Dorset, le
recordaba que no estaba preparada para tanto. Le dolía cada uno de los
músculos de las piernas, ni mención hacer de los pies. A duras penas, se
incorporó, en verdad estaba agotada.
—Pues tendrás que esperar, porque de momento prefiero retirarme a
la recámara.
La preocupación atormentó a William, su esposa nunca daba por
finalizada una discusión sin antes luchar con uñas y dientes, y esa apenas
había dado inicio.
—¿Te encuentras bien?
William se reprochó su exigencia, porque de una u otra manera, así
debía de llamarse. Le estaba exigiendo demasiado, lidiar con un condado
como el de Dorset, con todos sus sinsabores y desaciertos era mucho para
Vanessa.
—Sí, solo quiero descansar.
Unos minutos en soledad le hicieron replantearse las formas con sus
infantiles evasivas. Debía de ponerle fin a esa luna de miel de juegos y
recursos esquivos, por el bien del condado, por el bien de los empleados y,
sobre todo, por la salud física y mental de su esposa.
Se apropió de la bandeja de quesos y fruta ni bien Helen estuvo de
regreso. No cenaría solo, su lugar era junto a su esposa.
Vanessa ya llevaba puesta su ropa de cama y se encontraba recostada
contra el respaldar, por lo visto, sus pensamientos no le daban respiro.
—Debes comer algo —dijo ni bien ella le dedicó su atención.
—Los dos debemos hacerlo —agregó Vanessa.
William había pasado la mayor parte del día trabajando bajo el sol,
ante la ausencia de recursos financieros, utilizaba el único recurso que
tenía: él mismo. Si no podía brindarle buenas condiciones de trabajo a sus
empleados, los reemplazaba para que no sufrieran lesiones.
Vanessa se levantó, fue hasta él, tomó la bandeja para colocarla
sobre la cama a modo de invitación y tregua. De inmediato, William
ocupó el lugar que le correspondía en el lecho matrimonial, se descalzó, se
apoyó contra el respaldar y estiró las piernas. Trozó el pan, el queso, y se
lo entregó a su esposa. Hizo lo mismo para él. No era una cena digna de la
nobleza, pero era la clase de cena sin pretensiones que ambos amaban. Una
vez saciado el apetito, William se propuso a cumplir con su implícita
promesa.
—Unos días antes de la boda, gracias a la intervención de Lord
Sutcliff, tuve una reunión en la cámara de Lores. No fue necesario exponer
mi situación financiera, ya estaban al tanto... algo que pareció no
molestarles hasta que oyeron el nombre de Sebastian Dunne.
Las tierras de los condados debían quedar en manos de la nobleza,
eso no se discutía. No era la primera vez que un lord caía en una desgracia
financiera, ocurría más a menudo de lo que se pensaba, y no todos los
lores estaban dispuestos a hacer beneficencia, menos cuando se trataba de
buenos para nada como Witthall, dedicados al estudio de las letras y al
arte. Pero el asunto tomaba otro matiz cuando «esos buenos para nada»
recurrían a hombres como Dunne que solo pretendían hacerse con las
tierras gracias a los bestiales intereses que reclamaban. Desmantelar un
condado como Dorset y fraccionarlo para su venta era un negocio muy
redituable.
—Fue una decisión arriesgada… me refiero al préstamo, con ella
conseguí la atención que deseaba. Sé que es difícil confiar en mí,
Vanessa...
Ni una palabra. Había dicho su nombre y no había obtenido resultado
alguno. ¿Su esposa se reservaba la opinión?
Una profunda respiración fue su respuesta, se giró a ella, estaba
profundamente dormida. Debió contenerse para no reír a carcajadas,
roncaba, y un diminuto trozo de queso se había quedado prendido a la
comisura de sus labios. De no ser porque él se encontraba en igual
situación de cansancio, hubiese corrido en busca de papel y lápiz para
retratarla.
Sí, ese rostro debía de ser retratado, aunque no esa noche...
Esa noche era de él, le pertenecía. Se acomodó de lado para
observarla, y ahí se quedó, disfrutando de su esposa hasta que sus ojos se
cerraron.

***

—¡Witthall!
Vanessa se hallaba ante una muy difícil dicotomía, si le daba tregua
a William, no podía darles tregua a sus pensamientos, y así a la inversa.
En ese balance, su esposo llevaba las de perder.
El asunto del prestamista había ocupado un segundo plano, los lores
habían asumido el compromiso de la deuda, el pago total se haría efectivo
en unas semanas. Tal acto de piedad traía sus pormenores, las ganancias
del condado irían a la cuenta bancaria directa de la cámara, y la mayor
concesión que le habían otorgado a Witthall era la nulidad de intereses. La
completa ruina todavía no estaba descartada, sin embargo, ya había dejado
de ser el único resultado posible.
Si eso fuese todo, Vanessa no tendría que desgarrar sus cuerdas
vocales clamando por su marido cada vez que se hallaba ante una situación
apremiante. Ya se había habituado al hecho de levantar una alfombra y
hallar debajo de ella a un empleado, hacer a un lado una cortina, y que se
develara otro empleado, así de inaudito era el asunto; solo dos personas
vivían en la mansión Dorset, el otro centenar de habitantes correspondía a
la servidumbre. ¿Estaba en desacuerdo? Ni hacía falta hacer mención. ¿Lo
aceptaba? No tenía alternativa, había hecho una promesa y la cumpliría,
así como él respetaba su parte del trato. Aceptaba todo... pero tenía un
límite, y un cordero corriendo por el pasillo principal lo traspasaba. ¡Eso
era otro cantar!
—¡Meredith, no lo dejes ingresar a la biblioteca! —le gritó a la
doncella que se encontraba del otro lado del corredor.
—Sí, milady.
Las dos corrían detrás del pequeño animal que parecía un niño
dispuesto a enloquecerlas con sus travesuras. Es más, acababa de burlarse
de ellas cambiando de recorrido, ya no iba en dirección a la biblioteca,
sino al salón de baile.
—¡Señor Atwood, es todo suyo! —El lejano balido del animal se
alzó con un confirmado triunfo. Desde donde se encontraba no podía ver lo
ocurrido, sin importar la certificación visual, sonrió—. ¿Lo tiene, señor
Atwood? —Silencio rotundo—. ¿Señor Atwood?
El pequeño diablo blanco de cuatro patas atravesó el corredor una
vez más, Atwood lo seguía por detrás rengueando.
—No se preocupe, milady... ya será mío —masculló cuando pasó
junto a ella.
El cordero se encontró con su primer obstáculo, el gran ventanal
cerrado que se comunicaba a los jardines. Frenó antes de impactar contra
el cristal, resbaló, y al hacerlo, enredó sus pezuñas en el cortinado. El
terror poseyó al animal, se retorció hasta liberarse, golpeó con una de las
patas una pequeña mesa de exhibición, y el jarrón que cumplía su función
decorativa sobre el mueble cayó al piso. Atwood, con una destreza
inconcebible para su edad —debía de rondar los cincuenta años— se lanzó
a la captura aérea de la pieza de porcelana.
Pobre hombre, no lo logró. No solo el jarrón se estampó contra el
piso, también lo hizo su rostro y todo su cuerpo. Vanessa y Meridith
compartieron un gemido de dolor.
—No se preocupe, milady, ya será mío —repitió Atwood sin
moverse—, en cuanto descanse unos segundos, será mío.

***

—¡No quiero oírlo, William! Mejor dicho, no me interesa oírlo.


Vanessa estaba decidida, el animal regresaría al corral junto al resto
de los animales. William le seguía los pasos a sabiendas de que se dirigía
a un destino en particular, la cocina secundaria que se hallaba en el ala
oeste, quedaba relegada para realizar las conservas y preparar los
almuerzos para los empleados externos a la casa. Vanessa nunca había
puesto un pie en el lugar, hasta ese día, ese momento, y lo hacía porque le
habían informado que Berta Gordon, otra de las tantas cocineras de la
mansión, la que gobernaba en ese territorio, había conseguido capturar al
cordero.
—Permíteme tomar la responsabilidad, cariño.
—¿Tú? ¿Tomar la responsabilidad? —bufó con enfado—. Si fueses
responsable el cordero no hubiese entrado a la casa en primer lugar.
Un jarrón roto, una cortina dañada y un diente menos en la
mandíbula de Leonard Atwood, ese había sido el desenlace final.
—Tienes razón...
¿William dándole la razón? Eso sí era una sorpresa única.
A pasos del ingreso a la cocina, la detuvo.
—Espera, por favor, espera.
—¿Qué sucede?
—No te enfades...
Cuando iniciaba una oración de esa manera, nada bueno le seguía a
continuación. Y su hipótesis nunca fallaba, lo que encontró dentro de esa
cocina fue, nada más ni nada menos, que una réplica del arca de Noé
dentro de la condenada mansión: gallinas, gansos, ovejas, un caballo
enano, el cordero rebelde y un cerdo que parecía ser el inquilino con más
antigüedad. Entre ellos, Berta y Jocelyn, su ayudante, llevando a cabo las
labores sin problema alguno.
El hedor que perfumaba el ambiente era digno de un establo, no de
una cocina anexa. Vanessa se cubrió la nariz hasta que pudo
acostumbrarse. Las venas de su cuello cobraron notoriedad, esa sería la
gota que rebalsaría su copa. Estallaría.
A William, el silencio de su esposa le sentó fatal. Debía de
regresarla en sí, estaba perdida en el limbo de la decepción, lo notaba.
—Dilo, te hará bien, cariño... vamos, grita: ¡Witthall! —Era
requisito fundamental para Vanessa exorcizar el negativo sentimiento.
Nada. No se movía. ¿Acaso respiraba? Sí, respiraba, su pecho se
hinchaba.
Berta y Jocelyn se giraron para brindarle atención a los presentes.
No preparaban conservas, eso había sido una piadosa mentira, se
encargaban de la limpieza y la alimentación de los animales convertidos
en mascotas.
El amo y señor de la cocina, con sus más de ciento cincuenta kilos,
abandonó su cama de heno para ir a inspeccionar a la recién llegada.
Lo que faltaba, un cerdo embistiéndola.
—¡Jocelyn! —Berta puso en aviso a la muchacha, ella reaccionó,
sabía qué hacer. Tenía una hermosa amistad con el cerdo.
—Ven aquí, Weymouth... —El cerdo modificó la dirección de su
andar y fue en busca de Jocelyn.
«Weymouth», ¿había oído bien?
—¿Cómo lo ha llamado?
William agradeció a los cielos la reacción de su esposa. No estaba
preparado para la viudez.
—Weymouth...
—¿Weymouth como Lord Weymouth, el padre de Elliot Spencer?
—Sí, míralo caminar...
La cabeza de Vanesa se movió de un lado al otro, de un lado al otro,
imitaba el andar del cerdo... Contuvo sus ganas de reír. Odiaría a William
por eso, no podría volver a mirar al padre de Elliot sin pensar en el cerdo.
—¿Y cómo llegó Weymouth a este lugar? —Quería comprender la
razón de tal locura animal.
—Una infección en sus ojos lo dejó ciego hace un par de años, en
aquel entonces no me pareció correcto dejarlo a la intemperie.
—¿Y cuál es la excusa para él? —señaló al caballo enano.
—¿Villiers?
Lord Villiers apenas alcanzaba el metro sesenta de altura, los
caballeros solían burlarse de su altura a sus espaldas.
—Sí, él.
—No se lleva bien con el resto de los caballos.
—¡Mira tú!
Vanessa no sabía si llorar o reír. En realidad, si sabía qué hacer. Reír,
al fin de cuentas se había casado con el conde loco. ¿Qué se podía esperar?
Observó al resto de los animales, una de las ovejas mostraba una muy
notoria cojera, la otra tenía la cicatriz de una profunda herida en la cabeza,
a una de las gallinas le faltaba un ojo, a otra, plumas...
El ganso, que se pavoneaba a lo largo y ancho del lugar, decidió
presentarse, picoteó los botines de Vanessa consiguiendo su atención.
Parecía en perfecto estado.
—¿Cuál es la historia triste de este ganso?
—Es un «ella».
—Ah, ya veo... —No cedía con sus picotazos ¡Vaya carácter! —.
¿Cuál es su historia?
—Es otra excluida social como Villiers, el resto de los gansos la
rechazan.
—¡Ya me imagino por qué! ¿Cómo se llama? —Le intrigaba saberlo,
la creatividad de William la tenía anonadada.
—No tiene nombre aún...
Vanessa se agachó para enfrentarla sin temor a recibir un picotazo.
El efecto Witthall finalmente hacía efecto en ella. Lo absurdo dejaba de
serlo, y la lógica, poco a poco, perdía su sentido.
—Tendremos que solucionarlo entonces. ¿Qué te parece... Eleanor?
Le recordaba a la tía de Cameron. Se sonrió ante su picardía.
—Me agrada —respondió William feliz de la disposición de su
esposa.
—No te lo pregunté a ti, sino a ella.
El graznido no se hizo esperar.
—Definitivamente le agrada —confirmó William. Compartieron una
mirada de satisfacción.
—¿Y el cordero? —recordó Vanessa de repente.
—¿Qué hay con él?
—Necesita de una buena excusa, rompió un jarrón... y se burló de
Atwood.
Tenía una buena excusa, William no tomaba decisiones movido por
frágiles emociones, no, siempre existía un motivo. Fue en busca del
animal que, luego de la intensa aventura, descansaba junto al fuego. Lo
cargó en brazos y regresó junto a Vanessa.
—Nació antes de tiempo y su madre lo rechaza... solo no pasará el
invierno.
Los oscuros ojos del animal hicieron contacto con los de ella, o así
lo creyó Vanessa. ¿Estaba enloqueciendo? Sí, lo estaba haciendo. Lo
acarició.
—¿Cómo lo nombraremos? —preguntó William consciente de que
acababa de convertir a su esposa en cómplice.
Se miraron, miraron al cordero... era bello, a simple vista perfecto,
blanco inmaculado y si lo mirabas por más de unos segundos, te robaba un
suspiro.
—¡Webb! —dijeron al unísono y se sonrieron.
La historia de Lord y Lady Demente daba inicio.
Capítulo 7

Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Ese era el lema por el que
Vanessa se rigió en los días siguientes con un éxito bastante aceptable.
Como no podía echar a los animales al único y destartalado corral
que tenía el condado de Dorset, decidió que al menos se llevaría a cabo la
tarea bajo el techo de la casa, pero con todas las normas de higiene
posibles. El gran problema: que día a día se encariñaba con esos animales
que debieron ser comida y pasaron a ser mascotas.
El segundo punto en el que Vanessa logró imponerse fue en el orden
del centenar de sirvientes y empleados. Cansada de intentar entender cómo
se habían manejado hasta el momento, diseñó su propio sistema de tareas
y asignaciones, el cual colgó en una vieja pizarra que supo ser de William
cuando tenía institutrices, y allí designó fechas, horas y actividades. Por
supuesto que no salía todo a la perfección, la mayoría de los empleados no
sabían leer y si hubiera tenido un segundo para algo más que no fuera
detener la catástrofe, hubiese dedicado un par de horas al día para enseñar.
—Oh, Amy, si supieras… tú tampoco necesitabas viajar a América,
aquí podrías dictar clases como una maestra. —Descartó de inmediato el
segundo de nostalgia y regresó a la vorágine que le consumía dieciséis
horas al día.
De modo que la única lección impartida fue la de reconocer sus
nombres en la pizarra, luego de eso, más o menos cada uno podía adivinar
qué tarea les correspondía.
En última instancia, se había abocado a la refacción de la casa. Nada
de diseño o buen gusto, con que no se les lloviera el techo y no se
generaran corrientes heladas en el invierno bastaría.
Tenía una ventaja a su favor: la biblioteca. La gran biblioteca de
Dorset era un tesoro, nada tenía que envidiar a la de Johnson o a la de
Cleveland. Allí, colgada de los estantes, halló lo que buscaba.
—¡Eureka!
Meridith y Hirsch la observaron con asombro, confirmando lo
evidente: la nueva Lady había caído en el embrujo de locura que tocaba al
condado.
Allí, con el cuerpo pendiendo de la escalera de la biblioteca, con las
faldas llenas de polvo, el cabello en una trenza que le llegaba a mitad de la
espalda y una camisa que ya no era blanca, sonreía de modo demencial.
—¿Milady? —se atrevió a preguntar Meridith.
—¡Carpintería! —Vanessa descendió de la escalera en un salto que
no le hizo doler, pues la moda lejos quedaba de Dorset. Lady Witthall se
había rendido a vestir como campesina, con zapatos cómodos, faldas
amplias y ropajes que no dieran pena cuando no sirvieran ni para trapos.
—Pero… ninguno de nosotros es carpintero —musitó Hirsch.
—Para eso están los libros, mi querido señor Hirsch —Era el día
libre de Atwood según las indicaciones de la pizarra—. Para eso están…
¡Vamos!, aprendamos juntos cómo arreglar esa viga antes de que se nos
caiga en la cabeza. ¿Will… el conde?
—El conde se encuentra con las ovejas, comentó algo sobre
arriarlas.
No le sorprendía. Se habituaba a las andanzas de su marido, tanto
que ella se había convertido en una aliada. ¿Acaso no planeaba arreglar
una viga con sus propias manos? Bueno, quizá no «con sus manos», pero sí
guiaría las de Hirsch según las instrucciones de «Manual de carpintería
industrial de Cosme Dylanson».
Salieron de allí hacia el pasillo, donde los cientos de sirvientes
llevaban a cabo sus nuevas asignaciones. Giddeon estaba feliz con el
cambio, pues le tocaba cambiar el heno de los animales, y aunque la tarea
podía ser asquerosa a veces, le permitía estar cerca de ellos y jugar un
poco. Él quería ser jefe de cuadras, pero ya había seis.
—Bueno, señor Hirsch —empezó Vanessa—, lo primero que
debemos hacer es cortar la parte podrida de la viga. Sube aquí —Señaló un
banco de metal que parecía lo suficientemente firme como para sostener el
cuerpo del hombre—, y con el hacha corta allí y allí… con cuidado de que
no se te caiga en la cabeza. Llamaremos a… —Los nombres aún le eran
esquivos. Meredith se encargó de salir al rescate.
—Ernest… Ernest está libre hasta las cuatro.
—Bien, gracias, Meredith. Ve a buscarlo…
A los pocos minutos, Ernest y Hirsch hachaban una vieja viga para
poder reemplazarla.
—Luego, según esto —explicó la condesa—, necesitamos unir con
la madera nueva. —Indicó con el mentón el leño que esperaba contra la
pared—. Necesitamos clavos… —Meredith asintió contabilizando los
materiales—, martillo y cola.
—Falta cola —se lamentó la mujer.
—Oh, pero la cola es muy fácil de hacer. Ustedes sigan aquí, iré a
hablar con Garret para que me ayude a prepararla.
La joven salió disparada, ansiosa por terminar con su primer
experimento de carpintería. Le agradaba, si bien siempre se había
dedicado al estudio de filosofía, política e historia, las tareas prácticas la
enriquecían para ver el mundo de manera simple y sencilla, como era la
vida en realidad. Todas esas personas que dependían de ella se encontraban
a merced de la suerte del condado por la simple razón de que nadie los
había educado. Los mantuvieron ignorantes para que dependieran de un
hombre culto, y ahora que ese hombre culto no podía proveerles una vida a
cambio de sus servicios, quedaban desamparados.
No quiso detenerse en el sentimiento que le provocaba saber que
William no se había desentendido como hicieran tantos otros antes de él.
Como ella misma había pensado en hacer ni bien puso un pie en el
condado. Esos hombres y mujeres dependían de ella, y no les fallaría.
Encontraría el modo, se dijo, y la demencial esperanza que embargaba a su
marido se le contagió, haciéndola sonreír.
—Garret, harina, agua, un cuenco viejo… ¡haremos cola! —exclamó
feliz como una niña.
En medio del proceso de fabricación, se percataron de que
necesitaban algo para revolver y luego aplicar. Debía ser desechable, y por
desgracia, todo allí servía y mucho. No se podían dar el gusto de
desperdiciar ni un cucharón.
—Iré al altillo a ver qué encuentro que nos sea de utilidad. Tú deja
ese mejunje aquí hasta mi regreso —ordenó.
Su cuerpo se movía con energía inagotable. Atrás habían quedado
los días en que su anatomía no respondía producto de la vida calma de
estudio. Notaba los cambios que su nueva condición marcaba en ella,
brazos firmes, piernas torneadas y un vientre plano que parecía no tener
fondo por la cantidad de alimentos que ingería. Por las noches, por
fortuna, caía en un profundo sueño que le permitía no pensar en el deseo
que William le despertaba, ni en que cada vez era más frecuente que se
acurrucara junto a él buscando su respiración y su calor.
Avanzó por los corredores, los veía con cierto encanto pese al
deterioro. La mansión supo ser hermosa antaño, y Vanessa deseaba poder
devolverle el esplendor. Pero antes… antes los empleados, antes las
familias que dependían de ellos, los campos que tenían que ser redituables,
las inversiones, el progreso. Demasiadas cosas que pese a todo no le
quitaban las ganas de soñar. Ya era toda una Witthall.
Solo una cosa restaba para que eso fuera cierto al cien por cien: la
consumación. Un asunto que posponía con excusas como el cansancio, los
nervios y la falta de tiempo. La realidad era que, al igual que el primer
beso, no sabía cómo abordar el tema. No sabía nada del asunto, y para su
total bochorno, lo poco que aparecía en los libros no era de ayuda. O era de
demasiada ayuda, caviló al recordar el tomo ilustrado hallado en los
estantes de la biblioteca de Dorset. Sus mejillas ardieron por completo.
¡Maldito saber teórico que invita a la práctica!, maldijo mentalmente
mientras las imágenes con sus respectivas explicaciones se dibujaban de
manera difusa en su cabeza con dos actores por demás de conocidos:
William y ella.
Llegó al fin a las puertas del altillo. Sin pensar demasiado, porque su
traicionera mente se enfocaba en el cuerpo de su esposo desnudo, sudado,
musculoso y con la piel brillante, se dio de lleno con la madera que no
cedía. Exclamó un ahogado «auch» mientras se frotaba el hombro. Era la
primera vez que encontraba algo cerrado en esa casa. Nada estaba vedado
allí, ni para los sirvientes, ni para los animales. Webb era una prueba de
eso, recordó con una sonrisa.
—¡Witthall! —lo llamó para no perder la costumbre. Luego recordó
que estaba en mitad del campo. ¿Cómo se llamaba el ama de llave de
turno?, Lisa, Louisa, Lena, Lara… No, no lo recordaba.
Sin detenerse a pensar en los motivos de que la puerta estuviera
cerrada, se dispuso a abrirla con la ayuda de lo que tuviera a mano. Luego
se preocuparía por explicarle a William el motivo y hallar al ama de llaves
de turno para que volviera a cerrar. Era prioridad hacer la cola para
terminar de arreglar la viga y poder empezar con las refacciones del techo.
—Una cosa a la vez —se recordó mientras movía una horquilla
dentro de la cerradura—, un paso pequeño, obstáculo por obstáculo. Y
ahora es el altillo… —Dos movimientos más, y listo. Vanessa se aplaudió
por su nueva habilidad adquirida, pues no había día que no aprendiera algo
junto a William.
Sin embargo, la euforia se esfumó de un plumazo cuando sus ojos se
habituaron al paisaje ante ellos. El altillo no era tal, sino un improvisado
estudio de arte… de un magnífico arte. Unos cincuenta cuadros
impresionantes, uno más bello que el otro. Colores, vida y sentimientos
atrapado en los lienzos.
Quien quiera que los hubiera hecho era el artista más talentoso que
ella hubiese conocido jamás, y las sospechas le arrojaban un nombre, un
hombre, una única persona capaz de convertir todo en arte… William
Witthall.
Avanzó a paso lento, a sabiendas de que, sin proponérselo, se
adentraba en terrenos íntimos. Allí, su esposo era más él que en cualquier
otro lugar, no era el conde, no era el loco, era tan solo William. Con su
horquilla, sabía que no solo se abría paso al estudio sin ser invitada, sino
también al corazón de su marido, a ese lugar en el que se negaba a entrar
por miedo, por el miedo a salir herida como en el pasado y por el pavor de
que el efecto Witthall terminara por cambiarla por completo, por hacer de
ella la verdadera Vanessa Cleveland, la mujer que no se atrevía a ser y se
escondía en los libros y en los estudios.
Entre todas las pinturas, una pareció llamarla, invitarla a la
contemplación. Se acercó, y la impactó. Era ella, era más ella que la
imagen que le devolvía el espejo cada mañana, porque era Vanessa a través
de los ojos de él. Se encontraba en un bosque, parecía el de los Thomson
solo que la rodeaba la niebla. Su mirada era triste, transmitía tanta pena
que sin darse cuenta los ojos se le anegaron. Parecía mirar el paisaje sin
ver, pero lo más curioso de ese cuadro era que pese a eso, brillaba, Vanessa
era el único toque de color entre la niebla.
Cuando pudo romper con el hechizo, observó la fecha, databa de
unas semanas después del encuentro en Sameville, y efectivamente lo
firmaba WW. Lo volteó, detrás, el título de la obra le anudó la garganta:
«La ninfa de los duendes».
Otros lienzos la volvían a mostrar, no era el único. «Filosofía» era
uno en que se la veía amando el saber, con un libro en manos bajo la tenue
luz de una vela. En cada pintura se exponían dos cosas con demasiada
fuerza, la tristeza de Vanessa, el dolor que ella cargaba, y el amor de
William al verla, el modo en que siempre, a como diera lugar, la
iluminaba. Con un resplandor, con un rayo de sol, con un trueno, una vela,
una fogata. Cerca de diez cuadros la tenían de musa.
Vanessa tomó el palo que usaba su esposo para diluir la pintura y
dejó el lugar. Tenía lo que buscaba, arreglaría la viga…
Entonces, ¿por qué demonios no podía dejar de llorar?

***

La actitud distante de Vanessa lo inquietaba. Mentiría si dijera que


no extrañaba los ¡Witthall! en boca de su esposa. Los reclamos, las
locuras, las disertaciones y las miradas.
En resumen, extrañaba a Vanessa Cleveland, a la muchacha que
había elegido por esposa.
No sabía cuál había sido el detonante, pero la distancia entre ellos
era agobiante. Lady Witthall buscaba las excusas para no almorzar con él,
ni cenar, y aunque el pacto entre ellos era el de compartir lecho, Vanessa
llevaba algunas noches «quedándose dormida» en la biblioteca.
William había ahondado en sus actitudes extravagantes con el fin de
llamar su atención sin conseguirlo. El único remedio era la franqueza, algo
que con su esposa se podía convertir en un arma de doble filo.
La conocía, llevaba meses observándola, era su musa, su inspiración.
Había descubierto las emociones que Lady Witthall escondía tras su
fachada de mujer distante, fría y cínica, y enfrentarla podía costarle perder
el terreno ganado. Sin embargo, cada día de distancia era un metro
retrocedido.
—Cariño —Hizo uso del apelativo—, creo que por hoy terminamos.
—Tengo que ver unos libros más, y enseguida finalizo —fue la
excusa esgrimida. William la observó desde el umbral de la biblioteca.
Vanessa estaba en el sillón que ya había usado para dormir un par de
noches, con los libros en el regazo, el tintero en una mesa auxiliar y la
pluma danzando en sus dedos. No alzaba la vista hacia él, no lo miraba, y
eso dolía un poco.
—Entonces pediré té y te haré compañía —propuso. Antes de que la
protesta abandonara los labios de su esposa, él ya se dirigía a la cocina
para prepararlo. No se molestó en solicitar asistencia, era completamente
capaz de preparar el té con sus manos. Además, quería aprovechar la
intimidad de esas horas en las que ni los grillos cantaban. Volvió a la
biblioteca para encontrarse a una Vanessa ensimismada. Ya no leía los
libros contables ni anotaba cosas. Tenía la vista puesta en la llama de la
vela que se daba el gusto de desperdiciar solo para mantenerse alejada de
su marido.
Ella lo sintió regresar, y su corazón salió disparado dentro de su
pecho. No quiso cortar el hechizo, siguió con el rostro hacia un lado
mientras recordaba la imagen del lienzo. A los pocos segundos, William le
colocaba en las manos la taza y la instaba a beber.
La sensación de calidez no se la dio solo la infusión, sino también la
cercanía de su marido, los cuidados de él. No se atrevía a preguntar, no
podía, se sentía confundida y eso era nuevo para Vanessa. No tenía
respuestas a lo que le sucedía, ni explicaciones, William despertaba en ella
sentimientos, y no sabía cómo manejarlos. ¿Se manejaban o eran ellos los
que tomaban el timón?, parecía ser lo segundo, y estar a merced de eso la
aterraba.
Su madre había muerto cuando ella tenía ocho años, los recuerdos
que conservaba de la mujer la mostraban como tímida y reservada, como
si no quisiera demostrarle demasiado cariño en público. Los momentos
más dulces fueron a su lado en soledad, sin la presencia de Robert. Su
padre… su padre era una astilla clavada en algún lado, a veces se olvidaba
que dolía, otras, no podía pensar en otra cosa. Toda la vida buscando su
aprobación, su cariño, para chocar una y otra vez con un muro. Y el último
golpe lo había dado Johnson, una herida que aún sangraba. Porque Philip
pareció ser distinto, celebraba sus logros, la motivaba a estudiar, le
permitía ser … y le había mentido.
Algo le decía que, si William le fallaba, si él lo hacía… no podría
sobrevivir a eso. ¿Cuándo se había vuelto tan importante para ella? ¿en el
mismo momento en que ella se convertía en una musa para él?
—Vanessa… —la llamó Witthall—. Bebe, te hará bien. Y luego…
luego dime qué ocurre. Sé mejor que nadie que las tareas del condado son
abrumadoras, las llevé de manera pésima por años. Conozco el peso, y la
idea es compartirlo, no ponerlo solo en tus hombros.
—No es eso… —William esperó a que se abriera. Vanessa bebió un
sorbo de té y al fin se atrevió a alzar la mirada y fijarla en los ojos
castaños de su esposo. La transparencia la llamaba, le parecía el hombre
más honesto del mundo y eso la relajaba. Sentía una inmensa necesidad de
pasar las manos por los bucles oscuros de sus cabellos, por la incipiente
barba que dibujaba su mentón, por los labios llenos que extrañaba besar—.
Espero que no te enojes, quiero que sepas que no fue adrede.
—Dudo que puedas hacerme enojar…
—Entré al altillo —confesó—. Buscaba algo para arreglar la viga
del corredor, y entré por más que tenía llave.
—Veo.
—No quise violar tu intimidad, William. Es…
—No lo hiciste, no pongo llave por ti, Vanessa, no te estoy ocultando
nada. Es solo la costumbre, del mismo modo que hago esto —remarcó, y
Vanessa siguió el movimiento de la cuchara dentro de la taza. Una sonrisa
asomó por la comisura de sus labios, lo había notado, Witthall revolvía el
té siempre con tres giros hacia un lado y tres hacia el otro—. No recuerdo
cuándo empecé a hacerlo, solo lo hago. Lo mismo con la llave.
—No recuerdas cuándo, pero recuerdas por qué. —La curiosidad se
abrió camino en Vanessa, y en esa ocasión fue William quien sonrió. La
recuperaba, volvía a ser Vanessa, la muchacha en quien las ganas de saber
vencían sobre los miedos y la cautela.
Lady Witthall dejó los libros aparte, la pluma en el tintero y se sentó
en canastita sobre el sillón, dejando el espacio de su lado libre para que
William lo ocupara. Lo llamó con un movimiento de mano, y su esposo no
dudó en dejar el lugar enfrentado para acercarse más. Lo hizo llevando
consigo el cobertor de lana, pues el hogar comenzaba a consumirse y el
otoño mostraba indicios de invierno. Se cubrieron ambos, dándose calor
mutuamente, y en lugar de ahondar en el pesar de Vanessa, Lord Witthall
abrió la puerta de su altillo, del único lugar que aún no era de su esposa, no
por negárselo sino por costumbre.
Tampoco sabía cuándo había cerrado esa habitación de sí mismo,
solo sabía cuándo la había abierto: En Sameville, cuando la conoció.
Desde el beso compartido era consciente de que estaba incompleto, de que
se había privado de ser él mismo por mucho tiempo. Esa certeza que
Vanessa le había dado sin imaginarlo, al recordarle sus palabras sobre el
amor, sobre el arte y el saber, fue la que lo hizo comprender que la
necesitaba en su vida, que era la indicada para él en todos los sentidos
posibles. Era la razón que le faltaba, la ciencia que lo equilibraba, la
frialdad tantas veces necesaria. Era su complemento. Necesitaba que lo
viera tan claro como él, ya conocían sus opuestos, era tiempo de sus
semejanzas.
—¿Sabes cómo se inició el rumor de mi locura? —preguntó
William.
—Hmmm, supongo que te encontraron hablando con duendes. —
Ahogaron las risas para no romper la quietud de la noche.
—No, eso fue después. El rumor comenzó con mi madre, la anterior
Lady Witthall. —William rellenó las tazas antes de seguir—. Mi madre sí
estaba loca, o por lo menos eso dijeron los médicos, yo, en cambio, ando
sin diagnóstico por la vida. —Se sonrieron, y Vanessa se permitió apoyar
la cabeza en el hombro de él. Dejaron que la vista se acostumbrara a la
ausencia de luz. La llama de la vela se consumía a la par de las del hogar
—. Pasaba de momentos de completa euforia a momentos de tristeza
absoluta. Cuando los arrebatos de alegría llegaban, era vivaz, arriesgada y
escandalosa. Llamaba mucho la atención, hasta que todos se horrorizaban
de su comportamiento. Luego, cuando la tristeza arremetía, se encerraba a
llorar por días, no comía y a veces se lastimaba. Mi padre solo tenía una
solución para el problema, vigilarla con los empleados y sirvientes, pero
no era suficiente. Cuando lograba hacer algo que lo avergonzaba, el
correcto conde de Witthall hacía lo que correspondía: culpar a la
servidumbre y despedirlos sin referencias. Hasta que mi madre en uno de
sus momentos de baja anímica pasó de solo lastimarse a terminar con su
vida.
—Cuánto lo siento, William. —La voz de Vanessa salió cortada. No
esperaba semejante confesión, no imaginaba una vida de dolor detrás del
conde loco. Parecía tan entero, tan feliz.
—Yo también lo hago. —Las manos se unieron bajo el cobertor—.
Sé que ella sufría, que fue su forma de terminar con eso. Y desde entonces,
la mancha de la locura me roza, me acaricia. Al principio me molestaba,
porque sentía que se burlaban del recuerdo de mi madre con sus
comentarios maliciosos, después comprendí que podía sacar provecho. Se
alejaban de mí, me dejaban en paz, y cuando aprendí a ignorar los
comentarios, entonces todo se hizo más fácil. A veces me divierto,
mucho…
—¿Cuando hablas de duendes en la cámara de lores? —Las
carcajadas sonaron en la biblioteca.
—¡Tendrías que ver sus caras! De todos modos, milady, le reitero
que es cierto que creo en los duendes.
—Eres imposible. —Vanessa remarcó sus palabras con un suave
golpe en el pecho de su marido y aguardó a que continuara. Aún no habían
llegado a la puerta del altillo.
—Sin mi madre, mi padre tuvo demasiado tiempo para atender todos
mis defectos. —William prosiguió con su relato—. Lo que dije en casa de
Johnson es cierto, el anterior conde era un hombre conservador, él empezó
con el deterioro que hoy ves. Se negaba a invertir, a industrializar… Su
idea de lo que son un condado y un conde era algo retrógrada, y quiso
inculcármela.
—¿Cómo? —Vanessa fijó sus ojos cafés en los de él y leyó allí la
parte de los golpes a modo de castigo, de los gritos y las penitencias. No le
pidió que se explayara, no era necesario, conocía esos modos de
«educación» tan arraigados en la cultura.
—Creía que un conde debía ser un hombre racional, frío, de nervios
de acero, capaz de impartir disciplina a los empleados e imponerse ante
cualquiera. Nada que no fuera la administración de las tierras era
permitido, ni ir al teatro, ni pasear por los parques, ni asistir a las
carreras… solo el condado. Detestaba a los burgueses, a la clase media que
comenzaba a crecer con las industrias, detestaba todo lo que no fuera
nobleza y su idea de tal cosa.
—Por eso vendías tus poemas —comprendió Vanessa.
—Sí, porque era un modo de rebelarme sin que mis acciones
recayeran en los demás. Antes de descubrir ese medio, y el de permitir que
me dijeran loco, mi padre solía castigar a los sirvientes por mis pecados.
Igual que hacía con mi madre. De modo que no me quedó más remedio
que ingeniar un método novedoso, como ser un burgués. —Sonrió y los
dientes, blancos, destellaron en la oscuridad de la biblioteca.
Vanessa tenía todas las piezas del rompecabezas Witthall. El
condado destruido no era algo de esa generación, no se trataba de un daño
ocasionado por él. Y por encima de eso, la necesidad de proteger a los
empleados, a aquellos que dependían de él. Los había visto pagar los
platos rotos de sus señores injustamente, y prefería la bancarrota que
repetir la historia.
—Tenías el arte prohibido ¿verdad?, esa era otra de las absurdas
normas del odioso Lord Witthall. —Sí, Vanessa ya lo había apodado
odioso, y nada le quitaría el mote en su mente. Un hombre que había
mutilado de ese modo el espíritu de su hijo no se merecía
contemplaciones. No pudo evitar pensar en su propio padre y en el modo
en que también había dejado cicatrices en ella.
—Sí, no solo a su ver era indigno de un conde, sino también, de un
hombre. Solo los afeminados se dedican al arte…
—¡Patrañas! —Vanessa se incorporó en el sillón, presa de la furia—.
Dime que no le has creído, William. Dime que no te dejaste vencer por ese
esnob, ese… ese… —Las palabras se esfumaron, porque «ese» era el
padre de su esposo y no quería herir los sentimientos de Witthall más de lo
que su antecesor había hecho.
—Por un tiempo lo hice, no voy a mentirte. Por varios años, de
hecho, y cuando heredé el condado, el peso del legado estaba en mí. ¿Has
visto las pinturas, verdad? —inquirió.
—Sí… —Vanessa tembló. No quería abordar el tema, no podía, su
habitación permanecería con llave un tiempo más.
—Entonces conoces el resto de la historia. —La mano de Witthall se
posó en su mejilla, la acarició con suavidad. Vanessa era su obra de arte, la
que él intentaba inmortalizar para que otros tuvieran el placer de
observarla como él lo hacía—. Sabes hasta cuándo creí en las palabras de
mi padre, sabes el momento exacto en el que yo exclamé ¡Patrañas!, y
volví a tomar el pincel. Y si me preguntas por qué, te lo diré, pero solo si
tú lo pides.
Y allí, un nuevo desafío lanzado al aire, uno cargado de verdades. Al
igual que la consumación, la declaración de amor de William esperaba de
su equilibrio en el platillo de Vanessa. Porque para que las cosas
funcionaran se debían dar así, de igual a igual. Por fin la señorita
Cleveland conseguía lo que toda la vida había buscado, cosechaba lo que
había sembrado con tanto esfuerzo, en tantos campos áridos y en tierras
infértiles. Solo debía verlo, el velo estaba por caer.
No sería esa noche, aunque el momento se presentaba para dar un
paso adelante. Uno pequeño, del mismo modo que sortearon todos los
obstáculos a los que se enfrentaron en esas pocas semanas de matrimonio.
Se pusieron de pie, tomaron la vela que apenas alumbraba y
caminaron juntos, envueltos en la cobija, hasta la habitación conyugal.
—William… —La ilusión tiñó la mirada del hombre, y aunque las
palabras en labios de Vanessa no fueron las esperadas, sonaron a la bella
melodía en sus oídos—. ¿Puedes abrazarme hasta que me duerma?, tengo
frío —fue la tierna excusa que lo hizo sonreír. Por supuesto que la
abrazaría, a él le sobraban los motivos.
Capítulo 8

El condado de Dorset era una realidad aparte, los días rompían su lazo con
el tiempo, transcurrían sin necesidad de ser marcados por las manecillas
de un reloj; para lo único que servía el calendario era para el cronograma
de organización de labores semanal, nada más. La llegada de la primera
helada fue lo que puso en alerta a Vanessa de las fechas actuales. Las
festividades golpeaban a la puerta para recordarle que la vida junto a su
esposo en la calidez del hogar —metáfora utilizada para exponer la
relación creciente entre ellos, porque demás estaba decir que el frío del
infierno se colaba por cada hueco de la mansión convirtiéndola en un
palacio de hielo— debía ser puesta en pausa. Por supuesto que estaba
deseosa de encontrarse con sus amistades, ansiaba ver cuánto había
crecido Nala y el vientre de Miranda. También quería comprobar con sus
propios ojos el estado de Henriet, la mujer confesaba en sus cartas estar en
perfectas condiciones de salud, lo dudaba, tenía espías en Londres que le
decían lo contrario. Por sobre esto, otra responsabilidad se elevaba,
cumplir su nuevo rol junto a William, y no era por simple exposición
social, ni camaradería, sino por imperiosa necesidad, debían exhibir la
imagen perfecta, demostrar que el condado finalmente se recuperaba para
iniciar una nueva y provechosa etapa. Ni mención hacer que, en breve,
debería pujar por obtener el mejor precio por sus semillas y el ganado en
el mercado. El desprestigio era un manto que cubría a Dorset desde hacía
más de una década, y extirpar ese concepto sería la labor más difícil de
todas.
No tenían alternativa, debían atravesar los muros del exilio que
habían construido por propio deseo. Amaban ese exilio, ahí el trabajo era
duro, y te llevaba a la cama a última hora del día con el sueño colgando de
las pestañas. En Dorset, el olor a pan recién horneado te levantaba mucho
antes de que el sol se dignase a aparecer. En ese lugar, la vida de la
nobleza formaba parte de un cuento de hadas, porque en Dorset no existían
condesas aburridas ni condes ociosos, no, existían mujeres y hombres
dispuestos a trabajar de sol a sombra con una sonrisa en los labios.
Pero esa historia, la real, no debía contarse, quedaba como un dulce
secreto compartido puertas adentro. Fuera, la pantomima debía ser
representada. William Witthall era un experto interpretando papeles, y se
había asegurado de unirse en matrimonio con una mujer poseedora de la
misma maravillosa habilidad.
El regreso a Londres fue lo opuesto a su partida, el silencio había
sido desterrado entre ellos, siempre existía un tópico de conversación,
cuando la administración del condado quedaba en segundo plano, era
suplantada por debates socio-culturales, por lecturas compartidas en voz
alta o por los divagues trascendentales de William.

Ya no contaban con una casa familiar en la ciudad, años atrás había


sido ofrendada en sacrificio para evitar la decadencia. Por tal motivo,
debieron de recurrir a las amistades, unas que llevaban semanas esperando
por la confirmación de la visita. Las invitaciones de hospedaje fueron
muchas, y aunque Vanessa se vio tentada a aceptar la de su amiga
Cameron, William, con esos encantos que se multiplicaban como flores en
primavera, la convenció de corresponder a la invitación con mayor
relevancia sentimental: los Johnson.
Desde la boda que Vanessa y Sir Johnson no habían vuelto a
intercambiar palabra alguna, cualquiera diría que el paso de los meses
menguaría el desacuerdo entre esos dos. Cualquiera. No ocurrió. Philip no
era un terco, solo respetaba la terquedad de la muchacha, o esa era su
excusa, ni Henriet ni él lo sabían. Lo único que reconocían era que la
mediación era la herramienta de supervivencia, era cuestión de días, nada
más, la visita se extendería mucho, pero para Vanessa y Philip eso podía
ser una eternidad de sinsabores y silencio. Planearon una estrategia que les
permitiría a todos convivir en simulada armonía. William se encargaba de
Philip, generaba conversaciones hasta con el vuelo de una mosca y, cuando
podía, lo llevaba fuera de la casa o improvisadas reuniones con sus pares,
una disertación por aquí, otra por allí.
Henriet cumplía con su parte de la emboscada.
—Sé lo que traman, Henriet... —la instó Vanessa con la confianza
todavía fresca entre ellas.
—¿Tramar? ¿Quiénes?
Estaban preparándose para un paseo matutino, el enfado que Vanessa
demostraba contra Sir Johnson no solo involucraba la decepción del
pasado no muy lejano, también incluía ese presente de Henriet. ¿Cómo
podía ser que no la obligara a caminar, a salir en busca de una bocanada de
aire fresco? La mujer tenía el cuerpo entumecido por la falta de ejercicio.
—Tú y William... no me engañan. Y, además, no necesitan hacerlo.
—Ajustó el cuello del abrigo de Henriet y le entregó el bastón—. Ya
estamos listas. —Le sonrió, y le tendió el brazo para que se sostuviera.
¡Vaya que le hacía falta ejercicio, debía descansar a cada peldaño de
la escalera!
—Dime, qué quieres decir que con eso de que «no necesitamos
hacerlo». —Retomó lo anterior en el resguardo del cuarto escalón.
—William inventa excusas para mantener a Sir Johnson lejos de mí,
tú también, y yo no requiero de excusas o disimulos, me basta con el
propósito. —No iba a negarlo, prefería evitar cualquier momento frente a
su tutor.
—¿Cuándo vas a ponerle un punto final a todo este asunto? —La
energía que parecía ajena al cuerpo de Henriet, apareció de repente, utilizó
el bastón como elemento de desacuerdo, y golpeó la piedra bajo sus pies.
—¿A mentirme, a ese asunto te refieres? —No pretendía ser Vanessa
Cleveland con ella, pero no pudo controlarse, con un par de palabras
Henriet había abierto el corral de cosas pendientes.
—¡Protegerte es lo correcto aquí! Hay verdades que duelen
demasiado.
—Las verdades siempre duelen, créeme, Henriet, lo he aprendido a
la fuerza.
Ya se arrepentía del viaje. ¿Por qué estaba ahí? Podría estar en su
biblioteca, organizando la remodelación del granero, disfrutando de un
emparedado junto a su esposo, con el calor anexo de Webb en su regazo.
—Ponte en su lugar, niña... ¿Cómo iba a recibirte? ¡Bienvenida a
Inglaterra, acostúmbrate, porque tu padre no te quiere de regreso! —
Henriet se desprendió de su brazo dispuesta a descender los últimos
peldaños sin asistencia. Estaba enfadada.
—Tienes razón, no era la bienvenida más correcta, pero tú misma lo
has dicho: «bienvenida». ¿Cuál fue su excusa a lo largo de los meses? —
Ya que Henriet parecía ser el oráculo de la sabiduría familiar, podía darle
el argumento que ella llevaba tiempo reclamando.
—¿Acaso no es evidente? —respondió ni bien se halló a salvo al
final de la escalera—. Tu sonrisa, niña... tu sonrisa. Puede que Philip se
haya equivocado, de ser así, los dos lo hicimos, no estábamos dispuestos a
perder el privilegio de verte sonreír.
—Prefiero la verdad antes que a las sonrisas. —Eso fue una defensa
ofensiva. Se había propuesto mantener la compostura con Henriet, que sus
ánimos furiosos no vencieran. Estaba fallando.
—Bien por ti —su mofó la mujer, le dio la espalda para emprender
la caminata, no la esperaría y no reclamaría el soporte de su cuerpo. De un
paso a la vez, primero el bastón, luego una pierna, la otra—. Volveremos a
tener esta conversación de aquí a un par de años, si es que el condenado
invierno me lo permite —murmuró esto último entre dientes. El mayor
desafió de Henriet era sobrevivir el invierno.
—¿Qué te hace pensar que un par de años hará la diferencia?
¿Quién hubiese imaginado que Henriet tendría una caminata tan
veloz?, Vanessa requirió de unas cuantas zancadas para alcanzarla.
Interpretaba a la perfección lo dicho, se refería a los futuros niños del
matrimonio. Vanessa no se imaginaba como madre, posiblemente porque,
en primera instancia, jamás se había proyectado a sí misma como esposa.
A pesar de ello, ahí estaba, siendo la esposa de Witthall. La consumación
sería un hecho, ocurriría, lo sabía, como también sabía que su función
como condesa incluía la de perpetuar el nuevo legado en Dorset, ese que
estaban construyendo con William.
—Llegará el día en que priorizarás las sonrisas, la felicidad por
encima de todo.
—¿A costa de la verdad? —Elucubrar la posibilidad de ser madre
era un pensamiento arriesgado para la mente de Vanessa. Pensarse ya
como una, con todo lo que eso abarcaba, era demasiado.
—A costa de todo.
Vanessa no tenía comprobación empírica con respecto a ese asunto.
Contradecir a Henriet por el solo hecho de ganar la discusión no tenía
mucho sentido, como tampoco lo tenía llevar al terreno familiar su
fragmentada relación con Sir Johnson. El hombre no era más que su tutor,
ningún lazo real los ataba. Les estaría en deuda por el afecto, los cuidados,
que sin duda habían sido brindados gracias a la relación entre Philip y su
padre.
Sin que la mujer lo solicitase, Vanessa enredó su brazo al de ella
para caminar a su par.
—Sabes, te encantaría Dorset —le murmuró al oído.
Henriet hizo un alto con su bastón. Era imprescindible comprobar el
estado de la muchacha; la joven de Boston, aquella que siempre estaba
decidida a ganar cualquier discusión, abandonaba los aires de conflicto de
un instante a otro.
—Por supuesto que me encantaría conocer Dorset —proclamó
Henriet con ánimos renovados—. Me sentará de maravillas un cambio
como el tuyo.
—¿Cambio? ¿Qué cambio?
Vanessa reconocía la diferencia de tonalidad en su piel, el sol
brillaba con sus propias reglas en el condado, también estaba al tanto de
las variaciones en su figura, poseía nuevas formas, más torneadas y
marcadas. Solo eso.
La anciana mujer ocultó la sonrisa. ¿Dónde estaba Vanessa
Cleveland?
Oh, cierto, esa jovencita ya no era tal, ahora era otra... Lady Vanessa
Witthall. Muchos habían pensado que lo que esa muchachita americana
soberbia y altanera necesitaba era una cucharada de su propia medicina,
algunos hasta sugirieron una que otra buena bofetada.
Todos se equivocaron, todos menos Philip Johnson. Esa muchachita
necesitaba un título de nobleza, uno que trajera consigo a Lord William
Witthall por supuesto.

***

Tenía muchas visitas en su lista de pendientes y pocos días para


invertir, tendría que priorizar alguna y desestimar otras con una buena
nota de disculpas; la única que fue considerada impostergable fue la visita
a la familia Walsh.
El afecto no menguaba a pesar de la distancia, y hacía que los
reencuentros fueran...
—Ya suéltame, Cameron... —La actual señora Walsh se negaba a
abandonar el abrazo compartido.
—Te he extrañado.
—Yo no —dijo mientras trataba de hacerla a un lado con delicadeza
—. Ya sabes el motivo que me trajo hasta aquí.
Ahí estaba Nala, en brazos de su padre, balbuceando lo que para
Vanessa fue el mejor de los recibimientos.
—¡Oh, por los cielos, has triplicado tu tamaño, pequeña! —Su
objetivo era bien claro, deseaba cargar a Nala, Walsh colocó a la niña en
sus brazos sin rechistar.
—Milady... —saludó con picardía.
—No tú, Sean —le reprochó—, dejemos el bendito protocolo fuera
de esto —dijo disfrutando de la presión de la mano de Nala en su dedo—.
Tengo un sinfín de anécdotas para contarte... —le habló en confidencia a la
bebé— de Webb, de Weym...
—¿Webb? —preguntaron al mismo tiempo Sean y Cameron.
¡Maldición, ella y su bocaza! Tendría que reservarse las travesuras
del cordero para cuando estuviese a solas con la pequeña.
—¿Tienes noticias de Emily y Colin? —Cameron estaba ansiosa,
finalmente volverían a estar reunidas las cuatro.
No tenía noticias, tenía un secreto que ocultar. Inventó en base a lo
que había oído en casa de Lady Mariana.
—Parece que el arribo del barco se ha demorado, pero aun así
lograrán a tiempo para nochebuena.
—Esos dos, en los últimos meses, han pasado más tiempo en mar
que en tierra —agregó Sean, todos los presentes habían vivido en primera
persona la tortura que significaba cruzar el atlántico.
—Supongo que la buena compañía hace tolerable todo, inclusive dos
meses en altamar —sugirió Lady Witthall, para Vanessa Cleveland otra
hubiese sido la apreciación.
Cameron y su esposo intercambiaron un par de miradas,
mantuvieron una silenciosa conversación que derivó en:
—Voy a solicitar que les sirvan el té... —Su esposa lo quería lejos,
era tiempo de charlas femeninas—. Si me necesitan, estaré en mi
despacho.
Ni bien estuvieron a solas, Cameron guio a Vanessa al cómodo sofá,
y juntas, tomaron asiento. Nala disfrutaba y reía con las morisquetas con
la bostoniana le brindaba.
—Cuéntame —demandó Cameron sin piedad.
De un momento a otro la vida de Vanessa había dado un giro de
ciento ochenta grados, había pasado de ser la joven americana sin éxito
social a convertirse en esposa de un conde —las condiciones financieras
del hombre no hacían diferencia para la señora Walsh—, y de ahí en
adelante, la información que recibía de ella era a través de breves
epístolas.
—¿Qué deseas que te cuente?
—¡Todo! ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo te sientes? —Por dónde
empezar y dónde terminar—¿Cómo te hace sentir tu esposo?
El corazón de Vanessa se aceleró... ¿Cómo te hace sentir tu esposo?
No encontraría las palabras para responder. Tal vez ese tipo de
preguntas no debían de hacerse porque no tenían respuestas. No las tenían.
¿Se le podía poner un calificativo al fuego que le recorría la piel cada vez
que la abrazaba bajo las sábanas, cada vez que rozaba sus manos con una
infantil excusa? ¿Existía una palabra que le hiciera justicia a su sonrisa?
Una sonrisa que se había transformado en la medicina que ella necesitaba
para afrontar el día. ¿Estaba enferma? Sí, lo estaba. Él le había contagiado
la peor de las enfermedades...
—¿Vanessa? —Cameron habló para traerla de regreso junto a ella.
—¿Qué? ... Lo siento —Vanessa se disculpó por su dispersión, y con
ello consiguió el tiempo suficiente para elaborar un discurso acorde a sus
costumbres—. Contrario a mis expectativas, me encuentro bien, diría...
más que bien. —Se sorprendió a sí misma confesado parte de la verdad—.
Pensé que la vida de casada sería aburrida.
—La vida de casada tiene sus momentos aburridos y sus
momentos... —Se tomó la pausa necesaria para recoger el énfasis
necesario— para nada aburridos, los últimos generalmente suelen darse en
espacios privados.
—¡Vaya, vaya... señora Walsh! Si su tía Eleanor la oyera.
Las dos rieron. Vanessa tuvo una dosis más de risas al recordar a la
gansa de la mansión. La presencia del mayordomo las obligó a recobrar la
compostura, una vez que el hombre se disculpó por la intromisión, le
indicó que el servicio de té ya había sido dispuesto en el salón. Nala se
había dormido en brazos de Vanessa, y su madre consideró oportuno
extender el descanso de la pequeña en su canastilla.
La segunda invitada de la tarde, Miranda, coincidió con ellas en el
momento perfecto, antes de que el primer pastelillo fuese devorado.
Lady Bridport lucía de maravillas con su casi quinto mes de
gestación. Estaba radiante, enérgica, las náuseas matutinas habían
remitido al igual que los vómitos, y se daba el permiso de regresar a las
actividades sociales. Elliot Spencer no coincidía con ella, si fuese por él,
la vizcondesa pasaría la totalidad de su embarazo bajo el techo del hogar,
bajo su cuidado exhaustivo, y como no lograba encontrar un punto
intermedio con su esposa con respecto a las actividades, recurría a la única
opción que le quedaba, acompañarla. ¿Cómo si eso lo molestara? Por
momentos, Elliot parecía una señorita americana más, ansiosa de cotilleo.
—Lady Witthall —saludó Elliot con las cejas en lo alto, voz en
extremo protocolar y un sutil movimiento de cabeza.
El diablo de cabellos rojizos llevaba planeando el tono de su saludo
desde hacía semanas. ¡JA, la señorita Cleveland, desertora confesa de la
nobleza, convertida en una! Eso sí que era una buena broma del destino.
—Lord Bridport... —correspondió ella imitando su actitud, y luego
se dirigió a Miranda—. Lady Bridport.
Miranda participó de la jugarreta de burla protocolar.
—Lady Witthall.
—¡Por los cielos, termínenla de una vez por todas! —Cameron le
puso fin al juego. Solían bromear con ella sobre el asunto de que era la
única ex señorita que no había conseguido un título de nobleza sino un
«Walsh»—. Lord Bridport, mi esposo estará encantado de recibirlo en su
despacho... —Fue una directa invitación a la despedida—. Y ustedes,
miladies, por favor, el té nos espera.
—Y los pastelillos —agregó Miranda sabedora de que gozaría de
cada uno de ellos—, y de un buen descanso, debo confesar que mis pies
me están torturando sin piedad.
Miranda se unió a Cameron en un abrazo, y juntas se adentraron al
salón comedor.
Elliot aprovechó la cercanía de Vanessa para indagar un poco más en
el estado conyugal de la pareja, tenía aprecio por el conde loco.
—Nunca pensé que iba a decir esto, pero se ve radiante, Lady
Witthall, cualquiera diría que el matrimonio fue hecho para usted.
—Verdad... «cualquiera», menos tú, Elliot.
Él rio.
—No te pregunto por William porque ya he gozado del placer de su
compañía. —Habían intercambiado una agradable charla en el salón de
caballeros.
—¿Y también le has dicho que lo veías radiante?
—No precisamente... —dijo entre risas. ¡Vaya a saber qué picardía
recordaba!
Vanessa había puesto un pie en la ciudad con una doble intención, no
solo era cuestión de festejos navideños con seres queridos, tenía otro plan,
uno que había elaborado con calma: intentar reubicar a parte de los
empleados del condado en otros hogares. Era la alternativa que había
encontrado para cumplir con la promesa hecha a William, nadie quedaría
sin empleo, solo cambiarían de empleador, y ella se aseguraría de que
estos fuesen lo mejor de lo mejor.
—Bueno, ya que mencionamos mi buen estado, déjame decirte que
el tuyo dice todo lo contrario...
Ir tras los pasos de su esposa y, a la vez, cumplir con las
responsabilidades que su título demandaba estaba diezmando sus energías.
—Ser esposo, futuro padre y vizconde no es una tarea sencilla. Tú,
más que nadie, debería de saberlo.
Elliot estaba al tanto de las funciones que Vanessa llevaba a cabo en
el condado, los rumores viajaban rápido en Londres.
—Tienes razón, lo sé y, aun así, aquí me tienes... radiante. ¿Quieres
conocer mis secretos?
La necesidad combinó con las ansias de cotilleo.
—Soy todo oídos.
—Louise, ese es su nombre... una doncella de ensueño, con una
habilidad muy poco común.
—¿Qué habilidad? —Elliot Spencer era la víctima perfecta.
—Fabrica unos preparados de aceites y flores que utiliza para
realizar unos masajes increíbles... cuando mi espalda está rígida por la
tensión de día, o mis piernas se agarrotan por el exceso de actividad, ella
hace su magia y todo desaparece. —La semilla ya había sido sembrada, y
era hora de la cosecha—. Miranda la amaría... me imagino que sus
malestares cotidianos la tienen a mal traer.
—Te imaginas bien... — Lord Bridport torció los labios en una
mueca, dudaba, pensaba, tenía una conversación silenciosa consigo mismo
—. ¿Crees que podrías compartir a la tal Louise?
—Mmm... ¿compartir? No sé si le agradará a la muchacha.
—Es una forma de decir, si pudiese, la contrataría, pero...
—Yo odiaría despedirla —lo interrumpió sabiendo que estaba por
salirse con la suya—. No pretendo hacerlo.
—Lo sé, me imagino...
Elliot quería gritar: ¿Cuánto quieres por esa empleada?
—Pero por Miranda… —Abrió la pequeña puerta de la trampa caza
Elliots.
—Por Miranda, por ella y el bebé. —Spencer estaba apelando a toda
su capacidad manipuladora en vano, él estaba siendo manipulado sin
saberlo.
—De ser así, con gusto... —fingió detenerse, la segunda parte de su
plan debía efectuarse—. Oh, espera, hay un inconveniente.
—¿Cuál?
—Dudo mucho que Louise quiera marcharse sin su madre...una de
nuestras cocineras.
No era cuestión de dinero para Spencer, en lo absoluto, una doncella
hacedora de milagros con sus manos no se ponía en duda, pagaría lo que
fuese por ella, pero una cocinera. ¿Qué sentido tenía?
—Ya tenemos cocinera, de hecho, tenemos dos.
—Y ninguna de ellas es Martha.
—¿Quién es Martha? —El pobre Elliot ya estaba confundido, y esa
confusión podría solo podría desaparecer con una buena copa de coñac en
compañía de Walsh.
—La madre de Louise...
—Ah, ya veo... ¿y que tiene de maravilloso esta mujer?
—Hace deliciosos pasteles, y...
—Una de nuestras cocineras es francesa —la interrumpió sin deseos
de competencia, aunque sabía que los pasteles de su cocinera eran los
mejores.
—Déjame terminar... y ha traído al mundo a la mayor parte de los
niños del condado. ¡Es una magnífica partera!
Lo era, no mentía. Llevaba semanas indagando en las cualidades de
sus empleados para ubicarlos de manera estratégica en aquellos lugares
que los necesitaran sin saberlo.
Los ojos de Elliot brillaron, parecía que Vanessa le había leído la
mente, hacía días que albergaba la idea de contratar una partera de tiempo
completo para que asistiera a Miranda ante cualquier situación, con los
embarazos nunca se sabía, así de imprevistos eran. Spencer era un hombre
precavido y obsesivo cuando de su esposa y de su futuro hijo se trataba.
—¡Las quiero a ambas! ¡Es más, las exijo como requisito de
amistad!
Vanessa tomó nota de su primera victoria, Louise y Martha
quedarían en buenas manos.

***
Los Thomson volvían a abrir las puertas de su mansión para darle la
bienvenida a las amistades, y a las no tan amistades. Como siempre, los
eventos del matrimonio convocaban a la nobleza y a los miembros más
adinerados de la ciudad. No se hacía distinción por nadie en particular,
todos eran recibidos en pos de una velada que daría que hablar por
semanas. Una pareja en particular se robó todos los comentarios de la
noche: Lord y Lady Webb. Casi le ganaban en radiantes a Vanessa y
William, y eso no hubiera sido de importancia para la bostoniana si no
tuviera como fin que todos los nobles de la fiesta le robaran empleados.
¿Qué bello tocado?, halagaba una, y allí la reciente lady Witthall
aprovechaba para hablar de una de sus doncellas y simular que lo peor que
podían hacerle era robársela. ¡Oh, qué haría yo sin ella! Empezaba a
sacarle provecho a uno de los rasgos más odiosos de la sociedad británica:
la envidia. Ella era incapaz de tal sentimiento, lo que Emily le provocaba
era malestar. ¡Le estaba arruinando el plan de ser radiante!, si hasta había
vuelto a usar su vestido color crema con piel, ese que solo le traía
recuerdos de la ausencia de miradas de William la noche de la propuesta.
Al menos, en esa ocasión, los ojos de su marido sí se fijaban en ella, y
pese a las bajas temperaturas, se debía abanicar para disimular sus
mejillas ardidas. En cambio, Emily llevaba uno azul noche, combinado
con pequeños diamantes que destellaban a la luz de las velas. Ahora que
era lady y una mujer casada, los colores oscuros estaban permitidos, al
igual que un poco de ostentación. Lo que daría Vanessa por esos
diamantes, los vendería y techaría el ala oeste. Fantaseaba despierta con
tejas… tejas rojas, tejas que cubrieran las goteras, oh, bellas tejas más
lindas que los diamantes.
—Hemos comprobado que tu capacidad para generar murmuraciones
no ha mermado ¡Felicitaciones, Lady Webb! —Vanessa dio el primer paso,
dejando de lado sus cotizaciones mentales sobre el presupuesto que la
californiana llevaba encima.
Emily la correspondió con el segundo paso. El reencuentro no era
reencuentro sin esos falsos roces.
—Y tu capacidad para ser odiosa, tampoco... Vanessa —respondió
Emily.
La californiana no se aferraba a sus raíces, al diablo el protocolo, no
saldría de sus labios un «Lady Witthall».
—Eso podría discutirse. —Cameron aportó su opinión, la joven de
Virginia conocía ambos lados de la bostoniana: el oscuro y el luminoso.
Este último ganaba siempre.
—¿Desde cuándo sales en su defensa?
Cameron pensó su respuesta. No era fácil encontrar ese punto de
quiebre en su pensamiento.
—Desde que se convirtió en esposa —mintió, la amistad entre ellas
y la mutua reciprocidad habían nacido tiempo atrás.
—Esposa... —repitió Emily—. Jamás pensé que esa palabra
combinaría con Vanessa.
—Nadie lo pensó, de eso puedes estar segura. —Vanessa tenía la
grandilocuente capacidad para bromear consigo misma.
—Si les soy sincera, crucé el océano solo para conocer al hombre
desquiciado, víctima de la desesperación, dispuesto a casarse con Vanessa
Cleveland.
Cameron fingió ofensa.
—También por la pequeña Nala —agregó de inmediato. El
matrimonio Webb había traído un sinfín de regalos para la bebé, y eso
dejaba implícito el afecto hacia la niña—. Pero debía comprobarlo con mis
propios ojos...
Las tres se hallaban tomando un descanso junto a la salida a los
jardines, el invierno golpeaba fuerte en la intemperie, pero ahí dentro, ante
el intenso calor que desprendían los cuerpos, no era suficiente. Al otro
lado del salón se encontraba William, junto a Sir Johnson, Arthur Sutcliff
y Colin Webb. Platicaban con notorio esmero, gesticulaban y reían en
partes iguales.
—¿Y qué te dicen tus ojos ahora? —indagó Cameron.
—¡Que debí imaginarlo! Estuvo frente a nuestras narices y no lo
vimos. ¿Cómo no lo vimos, Cameron?
Vanessa hizo uso del abanico para ocultar su sonrisa de satisfacción,
y también, para qué negarlo, disfrutar de su marido con mirada indiscreta.
—No lo sé, creo que yo estaba pendiente de mi embarazo, de Sean...
¡De James Seward! —recordó y la acidez le subió por la garganta.
—Y yo de Colin... —Emily hizo una pausa adrede—, y también de
Colin... y si no me equivoco, sí, más Colin. —Eso tenían en común con la
bostoniana, la capacidad de burlarse de sí mismas.
—Te estás olvidando de Lady Anne —intervino Vanessa.
¡Esa maldita arpía de cuerpo perfecto y cabello moreno! Era
imposible de olvidar por todas ellas.
—¿Qué habrá sido de ella? —La intriga invadió a Emily.
—Yo no la he vuelto a ver... —comentó Cameron.
—Nadie la ha vuelto a ver, según mis fuentes, partió rumbo a
Escocia con su hermana... —Tenía el nombre en la punta de sus labios—.
Su hermana...
—Thelma. —Emily le quitó la duda.
—¡Esa misma! Pobre muchacha... ¡Escocia! —A Vanessa le hubiese
gustado hacer lo mismo que hacía con las americanas, un par de bofetadas
a fuerza de comentarios sarcásticos para hacerla entrar en razones y que
reconociera que tenía el control de su vida. Tarde, no pudo. Esperaba que
el destino fuese piadoso con ella.
Emily suspiró, el lugar de Thelma era otro, al otro lado del océano,
en los brazos de su hermano. Guardó silencio, esa era una historia que no
le correspondía contar.
—Como sea... —continuó Cameron—, William Witthall pasó
desapercibido para nosotras.
Vanessa sonrió, no había pasado desapercibido para ella, no desde
aquel beso junto a la laguna artificial de Lady Thomson. El sabor a
sentimiento inesperado inundó su boca. Podía con las sensaciones de su
cuerpo, tenía la respuesta para eso, era ciencia, era química. Los cuerpos,
por propia naturaleza, se convocaban, reaccionaban. En lo referido al
corazón, el suyo en particular era un territorio inexplorado en términos
teóricos y prácticos...
—Es solo un matrimonio, uno conveniente, eso es todo. No hubo
señales previas, ni mariposas revoloteando en mi estómago. —Lo dijo
para convencerse, era afecto, compañerismo.
—Si tú lo dices. —Emily no creía ni una sola palabra.
El centro del salón se llenó de parejas dispuestas al primer baile,
William atravesó los cuerpos dispuesto a ir por ella.
—Lo digo... —afirmó sin poder quitar los ojos de su marido.
—Pues deberíamos confirmarlo con él —sentenció Emily al
comprobar que el conde iba por su condesa.
Cameron y Emily se miraron con entusiasmo, nunca, en todo el
tiempo juntas, habían visto bailar a Vanessa. Solo el demente de su esposo
podía arriesgarse a esa locura.
—Lady Webb... Señora Walsh.
La sonrisa del demente las eclipsó, apenas pudieron responder,
parecían niñas que acababan de enamorarse por primera vez.
—Lady Witthall, sería tan amable de bailar conmigo.
—¿Tengo alternativa? —masculló por lo bajo.
Vanessa Cleveland no bailaba. ¡Diablos, ya no era Cleveland!
Pequeño detalle.
Él murmuró a su oído:
—Conmigo siempre las tienes...
Era libre, todo lo libre que se podía ser en una sociedad rígida y
frívola como en la que vivían, William, a su manera, le había devuelto las
alas.
Extendió su mano a él. Un baile, solo era un baile.
Fue mucho más. El mundo lo supo, lo presenció. La mentira de ese
matrimonio era la más hermosa y pura de las verdades.
Y Vanessa... a su tiempo, lo descubriría también.

En un rincón de la velada, Sebastian Dunne los observaba. En él no


brillaba la alegría ni la sorpresa. Solo la codicia. Vanessa Cleveland había
sido un impasse, un respiro para Dorset antes de ahogarse en el océano de
deudas. Y él, pensó riendo de su propia ocurrencia, era el Poseidón de ese
océano. Lo hundiría, lo asfixiaría, y se quedaría con las provechosas
tierras del condado. ¿Qué era un noble sin sus tierras?, pronto William
Witthall lo sabría.
Capítulo 9

De haber sabido que las reuniones sociales eran tan provechosas, no


hubiera esquivado la temporada londinense con tanto ahínco. Lo hecho,
hecho estaba, solo quedaba observar a su esposa hacer un magistral trabajo
e inspirarse con su imagen.
El rumor de que estaba radiante corría en boca de todos, y más de un
odioso lord lo había felicitado con su libidinosa mirada puesta en Vanessa.
Se sorprendió al descubrir que, en su vida, un hombre tan dado a
experimentar y probar sentimientos, jamás había sentido celos. Hasta el
momento. Era algo bastante desagradable, a decir verdad. Un impulso
primitivo de arrancar los ojos que se posaban sobre Vanessa, golpear esos
rostros sonrientes y desprender dientes con tenazas. ¿Cuándo se había
vuelto tan… tan él?
La muchacha de Boston no era la única que cambiaba con esa unión,
o, mejor dicho, que sacaba a relucir su verdadera esencia. Esa que él había
observado con su instinto de artista. Allí, en los salones de la nobleza, se
ponía en manifiesto lo que él ya sabía, la luz de su esposa era propia. El
anhelo de pintarla lo frustraba, porque no tenía en Londres su material, y
en Dorset cada vez encontraba menos tiempo para dedicarse a ello.
Su estado de contemplación constante hacia su musa lo hacía
percatarse de más cosas de las que un ojo puede captar, las reacciones, las
apreciaciones y los sentimientos despertados a su alrededor le llegaban
como si fueran imágenes nítidas que pudieran capturarse. Y así como
percibía la lujuria de un par de nobles de mala muerte que la habían
tratado a ella como arpía en el pasado, y a él, como loco —aún lo hacían
—, también era testigo de un anhelo único y distinto a todos los demás. Un
amor que no competía con el que él le profesaba a Vanessa, el de Sir
Johnson.
Philip era invitado a los mismos eventos y recibía en primera
instancia las felicitaciones por el éxito social de su pupila, felicitaciones
que desestimaba con un enorme orgullo, relegando los méritos a la joven
en quien siempre había confiado. William sabía de las mentiras, los
engaños y la falta de información. Sabía del daño ocasionado en Vanessa,
y quería detestar a Johnson, porque esa última espina clavada en el pecho
de la muchacha era lo que le impedía terminar de abrirse a él. Su esposa
no quería sufrir un nuevo desengaño, y él lo entendía, claro que sí. Un
padre que te desprecia, una madre muerta en la juventud, una sociedad que
te margina… tenían mucho en común. Pero él había caído rendido a los
pies de la actual Lady Witthall, le había otorgado a esa muchacha de
carácter agrio, modales francos y temple frío la posibilidad de sanarlo, y
eso se debía a algo que tenía claro. Allí, mientras observaba al tutor de la
joven Cleveland, lo comprendía.
Él tenía su etapa de dolor cerrada. No más padre, no más madre, y si
no lograba su cometido con Dorset, no más nobleza. Solo quedaba
construir de cero, y quería hacerlo junto a ella. En cambio, Vanessa no
tenía su etapa cerrada, porque ese hombre, su tutor, la quería demasiado. Y
en lugar de pasar página con él, se requería reescribirla. Palabra por
palabra con la más cruda verdad.
¿Cómo no había podido verlo antes?, pensó con malestar hacia sí
mismo. Él, que era tan observador, cómo se le pudo pasar semejante
«detalle». Que Vanessa no lo viera era normal, se trataba de la negación
absoluta, esa a la que nos aferramos cuando el mundo se nos cae a
pedazos. Como él, creyendo que podía salvar el condado solo. Ya no se
aferraba a sueños absurdos, existían demasiados sueños plausibles para
abocarse, como hacer de su matrimonio uno de verdad. Era tiempo de que
Vanessa dejara caer la venda, por su bien, era tiempo de que Philip la
liberara.
—Sir Johnson —lo saludó la mañana siguiente al despertar. El
desayuno estaba dispuesto, y William se sirvió té, un huevo y unas
tostadas. Philip le alcanzó el Times, que él finalizaba de leer. Sonrió al ver
que estaba separado en la sección de sociales, donde se comentaba la
aparición del conde y la condesa, al igual que el regreso de Lord Webb con
una esposa americana.
—Lord Witthall, espero que hayan descansado bien.
—Perfectamente, gracias. No recordaba lo que era despertar sin el
sonido de un gallo.
El ambiente se volvió tenso, algo que rara vez sucedía entre ellos
dos. Su relación databa de los pocos años en Cambridge que William había
cursado, desde entonces, siempre se centraban en debates filosóficos por
demás de enriquecedores. A Johnson no parecía molestarle el juego de
Witthall, al contrario, se unía a él y mientras disertaban como solo dos
locos pueden hacerlo, llegaban a increíbles conclusiones, esas que
escapaban a las mentes cuadradas. ¿Acaso no habían acusado a Galileo de
loco y hereje?, pensar distinto, permitirse analizar lo que no se veía tenía
esas consecuencias.
Sin embargo, el debate de esa mañana no era sobre cosas lejanas, era
sobre asuntos personales. Y esos costaban más.
—Sir Johnson, lo siento si soy en extremo franco. Y más siento
hacer esto de este modo, bien sabe usted que no suelo aferrarme a las
normas, y que muchas de ellas me resultan absurdas… sobre todo la de
considerar que, al casarme, mi mujer pasa a ser mi prioridad.
—Lo sé, por eso consideré su propuesta, Vanessa no soportaría un
hombre que la utilizara de objeto.
—Y usted estaba demasiado preocupado en hallarle un buen marido
porque… —lo incitó a que hablara.
—Porque es mi pupila, es… es lo que le prometí a mi amigo cuando
acepté ser su tutor, que la protegería y…
—Soy loco, no estúpido. —La interrupción de William mostró una
faceta de su carácter pocas veces vista.
—¿Perdón?
—Ambos sabemos que a Cleveland no le importa Vanessa, ambos
sabemos que no le pidió un favor de amigo, sino una responsabilidad
asombrosa. También sabemos que no es su amigo, Sir Johnson. Usted
desprecia a Robert Cleveland casi tanto como adora a su hija. Como dije,
Vanessa no es mi propiedad en términos emocionales, pero sí en los
sociales… y si tengo que hacer uso de esa herramienta, lo haré.
—¿De… de qué habla? —Philip palideció, su plan inicial parecía
irse al granete, William mostraba un comportamiento inesperado.
—Hablo de alejarla de usted, de distanciarla de la persona que la
lastima.
—¡Yo jamás lastimaría a Vanessa! —Sir Johnson golpeó la mesa, la
porcelana sonó y amenazó con hacerse añicos. Los empleados escuchaban
la disputa, por fortuna, las mujeres de la casa aún dormían. Lady Witthall
había estado hasta el alba escribiendo cartas de recomendación para los
empleados «robados».
—¿Por eso le miente? ¿Porque cree que así no la hiere?, lo siento,
Sir Johnson, es tiempo de terminar con esto, con lo que le oculta a mi
esposa y con lo que se niega a sí mismo.
—No se atreva a sugerir que sabe más que yo, no lo hace.
—¿Entonces, me equivoco? —La mirada de William se unió a la de
Philip, exigiéndole la verdad.
—No, no lo hace —confesó el hombre, derrotado—. Ya lo sabe, ya
lo ha descubierto, y supongo que pronto se lo dirá a Vanessa.
William dejó de lado su porte desafiante, volvió a la imagen de loco.
Se sirvió otra taza de té, y rompió la cáscara del huevo con el borde de la
cuchara. Nada indicaba que hacía unos segundos se habían enfrentado a los
gritos. Johnson estaba desconcertado, temeroso. Sudaba, temblaba, y el
maldito Witthall seguía como si nada.
—¿Witthall? —se atrevió a inquirir.
—¿Quiere que se lo diga yo?
—¡No!
—Entonces, hágalo usted. Philip… usted no es el único que la ama.
Pero si no tiene el valor de hacerlo bien, hágase a un lado. Vanessa creció
junto a un cobarde pusilánime, y lo sabe. No se vuelva como él. Es mi
esposa ahora, prometí protegerla… Le daré algo de tiempo. Úselo como le
venga en ganas, ambos sabemos que no lo necesita. Tuvo veinte años para
decir la verdad, un par de meses no lo hará más fácil.
—Eso intenté decirle, Witthall. —La voz de Henriet sonó como un
susurro desgastado—. Es usted un buen hombre, y solo por eso es que
perdono a mi hijo. Puede que no siempre haya sabido qué era lo mejor
para nuestra Vanessa, pero con usted acertó.
La mujer se sirvió el té y se unió al desayuno, colaborando en la
incomodidad de Philip. Su madre se aliaba con el invitado para
demostrarle que estaba acorralado, que su tiempo de huir había finalizado.

***

El regreso a Dorset los llenó de paz. Sonrieron llenos de energía


mientras se metían en el carruaje, con los ladrillos recién calentados en el
hogar, dispuestos a pasar las horas de nevada lo más caldeados que les
fuera posible.
—Ven —propuso él, abriendo su abrigo para darle cobijo a su
esposa. Vanessa dudó un instante, sabía que estaba cruzando líneas
imaginarias que la acercaban más y más a William. Quería que un
comentario mordaz naciera de sus labios, una broma que quitara lo
emocional del momento. Optó por bufar, y el bufido dibujó vapor en el
aire. Las risas de ellos llenaron el carruaje y la llevaron a Vanessa a
aceptar la invitación de un abrazo.
—Bienvenido, invierno —dijo desde el pecho de su marido. Se
recostó sobre él, y el alivio alcanzó a William—. Estaba pensando que
tenemos que priorizar los animales, porque el corral no está en buen
estado, las semillas podrán sobrevivir en el granero, pero los animales
no…
—El año pasado pasaron las nevadas en el salón de baile.
—¡Witthall! —exclamó entre carcajadas.
—No recuerdo haberle dado un uso mejor —se defendió el aludido
—, ¿pensabas organizar un baile de campo?
—Sabes que en la época de cosecha es lo que se espera… de solo
imaginarlo. —Esas tareas del condado no le agradaban para nada.
—No te agobies, ahora el rol de condesa me pertenece, si quieres
una fiesta, me encargo yo.
—¡No quiero ninguna fiesta! —La sonrisa le curvó los labios—. Mi
primer baile fue apenas hace unas noches. —Recordar el momento en sus
brazos le despertó sensaciones, como si la mano de su marido estuviera en
su cintura, y sus cuerpos se movieran al compás de un vals.
—Vanessa, no te preocupes por esos asuntos, de verdad. Nunca quise
una condesa convencional…
—Eso me ofende, ¿qué tengo de malo? ¿es por lo bostoniana? —La
ironía lo golpeó de frente, y William la miró con adoración. No le
cambiaría ni un cabello de su oscura melena.
—Nuestros empleados y sirvientes saben que no hay dinero, y
valoran que los prioricemos. No quieren un festejo, con saber que han
pasado un invierno más bajo techo les basta. Al igual que a nosotros,
¿verdad?
—El techo es otro asunto… —Ella se giró en brazos, unió su mirada
café a la castaña de él y con entendimiento mutuo comenzó a relatar todas
sus ideas para sobrevivir a los tres meses que se avecinaban.
***
Los martillazos retumbaban por toda la casona. De más estaba decir
quién había ganado la disputa: el salón de baile se convertiría en corral
durante el invierno. No todo el día, en las horas de sol, las pocas ovejas
con las que contaban pastarían al aire libre, entre la nieve, y por las
noches, cuando las temperaturas bajaran por debajo de cero, dormirían
hacinadas dentro de la casa.
En otro de los puntos en los que Witthall se había impuesto era en
Bridport. No, no el vizconde, el perro ovejero cruza con Collie que
William había adoptado. El endemoniado cachorro tenía el pelaje rojizo y
el temperamento díscolo, no cupo duda de su nombre en cuanto se dispuso,
divertido, a saltar alrededor de los animales marginados. Si hasta había
congeniado con Webb, la oveja y el perro estaban listos para sus andanzas
en Eton.
Vanessa quería mostrarse firme, no podía. Su marido siempre le
ganaba con su mirada de ojos dulces y su cuerpo de deseos infernales.
Cada día se le hacía más difícil mantener la distancia, y el único motivo de
la falta de consumación era que ella no encontraba cómo abordar el tema.
Sí, quería hacerlo, deseaba hacerlo, y comprendía que William también.
Algunas noches le costaba tanto mantener la distancia que ella anhelaba
que rompiera su palabra y la tomara sin más; no se lo negaría. Pero
Witthall no quebraba jamás una promesa, por lo que tensaba la mandíbula,
la besaba en la frente y la instaba a dormir en sus brazos. Los descansos se
volvían noche a noche menos reparadores, y Lady Witthall aprendía de
manera empírica las desventajas de la falta de vida sexual. De hecho,
caviló con la frustración erizándole la piel y la imagen del cuerpo de
William fija en su retina, podría escribir un artículo sobre la falta de sexo
en las féminas y su impacto en lo estirado de la sociedad londinense. Si los
rumores que ahora le llegaban como mujer casada eran ciertos, no se
trataba de la única dama que no recibía la atención de su marido. Era un
trato frecuente en la nobleza, los hombres se desahogaban con sus
amantes, y las esposas tejían y bordaban en los salones. ¡Al demonio si
permitía que William tuviera una amante!, pero para eso necesitaba
encontrar la forma de tratar el asunto con él, y le daba pudor ser franca. Sí,
ella tenía pudor, vergüenza de confesar que en esos aspectos tampoco era
una condesa convencional, una dama recatada. Que deseaba hacer cosas
que, al parecer, les correspondían a las queridas.
Y a eso se le sumaba que Bridport era un pésimo ovejero, pero un
excelente compañero; no pudo deshacerse de él. Mientras las manos le
dolían de escribir tantas cartas de recomendaciones para los empleados
que le fueron «robados», y alterar un sinfín de veces la pizarra de
asignaciones, lo único que le daba algo de sosiego era acariciar el pelaje
rojizo y reír con los intentos del muy maldito de robarle besos.
—Voy a hacer como que no vi que me eres infiel con Bridport —rio
William al encontrar a su esposa en un revuelto de faldas, en el piso,
riendo a carcajadas mientras el cachorro buscaba lamerle el rostro.
—Puedo explicarlo —se defendió entre más carcajeos—, pero por
favor, no se lo digas a Miranda.
—¡Bridport, deja a mi esposa en paz, vamos pequeño! —el Collie le
movió la cola al recién llegado y fue directo a su encuentro. Al parecer no
tenía preferencias, quien quiera que le mostrara un poco de atención era
digno de sus besos.
—Menos mal que me salvas de sus avances, porque aún no termino
con las cartas de referencias…
William se sentó en el suelo junto a su esposa, cerca del hogar.
Bridport hizo lo mismo junto a ellos, y no tardó en dormirse al calor de las
llamas.
—A ver, vamos a dividirnos. Yo escribo las de los empleados de
fuera del hogar, y tú los de dentro. Para mantener las apariencias —
propuso el hombre.
—Las apariencias son todo.
Se abocaron a la tarea en silencio, solo se escuchaba el sonido de la
pluma al rozar el papel. Uno a uno los sobres fueron sellados, lacrados y
acomodados en una pila. William pensó en que debía insistir en que
Vanessa usara el despacho en lugar de la biblioteca, que esa posición en el
suelo no era buena para su cuerpo, aunque verla tan relajada y feliz, como
una niña concentrada en sus deberes, le robaba las ganas de ser correcto.
Vanessa no lo sabía, pero ella era la única fuente de locura de él, era su
ninfa de los duendes, la que lo hacía creer en cosas que no se veían.
La observaba de soslayo mientras trabajaban para darle a sus
empleados una vida mejor, tenía el cabello recogido en una trenza suelta
que no lograba sostener los rebeldes mechones oscuros y lacios. Sus
pómulos altos de piel lozana parecían capturar la luz del hogar y
magnificarla, como hacía la luna con el sol, y los labios invitaban a ser
besados. Se los mordía por el esfuerzo al concentrarse, consciente del
escrutinio al que era sometida.
—Creo que por hoy terminamos. Los martillazos me están dando
dolor de cabeza —dijo Vanessa, para poner distancia.
—Bien, dejemos esto por allí y… —William puso los sobres con el
sello Dorset a un lado—, pondremos esto por… aquí. —Antes de que lady
Witthall pudiera reaccionar, su marido la había tomado en alzas y
colocado sobre su regazo.
—¿Witthall?
—Oh, ¿Ya no son mis tan queridos ¡Witthall!?
—Si sigues haciendo eso, regresarán —amenazó la muchacha, al
verse atrapada entre las piernas del hombre. Su espalda estaba sobre el
pecho de él, y las piernas de William la cobijaban.
—¿Y si hago esto? —Las manos del conde fueron al cuello de
Vanessa y comenzaron a masajearlo. El placer fue inmediato, y un gemido
nació de su garganta. William tuvo que tragar saliva por el arrebato de
lujuria, y pudo serenarse lo suficiente. Aunque una parte de su anatomía
cobraba vida propia. La muchacha podía sentir el deseo de él, y tendría
que haber huido, en lugar de quedarse allí, experimentando los cambios en
el cuerpo de su esposo y en el de ella.
El masaje no era suave, pues cumplía una función. Nada entre ellos
era menos que funcional, y esas caricias tenían como fin mitigar los
dolores musculares de tantas horas de mala posición, de tantas
responsabilidades sobre sus hombros. Y mientras aliviaba esa tensión,
generaba una nueva.
Los pezones de Vanessa respondían bajo el corsé, una cárcel de tela
y ballenas que William comenzaba a aflojar con sus dedos ágiles. Las
palmas del hombre le calentaron la piel a través de la fina camisola que
usaba debajo. Una risa tenue se escuchó en la biblioteca cuando los huesos
de la muchacha crujieron apenas al ser enderezados por los certeros
movimientos de William.
—Sí que sabes lo que haces —fue la confesión que salió de sus
labios al notar que caía en un placentero letargo.
—Harás que me roben, como hiciste con Louise —bromeó, sin
imaginar que eso tiraría por la borda el trabajo realizado. La muchacha se
tensó de inmediato ante las palabras oídas y quiso poner distancia de
inmediato—. Ey, Vanessa, fue solo una broma.
—¿Eso quieres? —se atrevió a preguntar, aunque fue incapaz de
alzar la mirada. Temía ver el engaño en los ojos de William, hacía días que
lo sabía, pero recién en ese instante lo admitía en su interior. No soportaría
un engaño de él, no… ya llevaba demasiados engaños en su vida.
—No, Vanessa, por supuesto que no. —Antes de que pudiera huir a
lamerse las heridas en soledad, como siempre hacía, Witthall la detuvo—.
No te vayas aún, no te escapes. Mírame —le exigió—, mírame. —Vanessa
alzó los ojos hacia él y juntó el valor para mantenerlos—. No así, hazlo de
verdad, atrévete a mirar lo que no quieres ver.
Sí, estaba allí y era tan real como las cosas tangibles, como esas que
ella podía palpar u oler u oír. William no le fallaría, él no. Ahora, la
necesidad de escapar no era del conde, sino de ella, y de lo que los ojos
castaños de su esposo provocaban. Witthall se lo impidió, en cuanto notó
que comprendía lo no dicho, unió su boca a la de ella para sellar la
promesa muda.
La corriente desatada en Vanessa la paralizó por completo, para
luego dotarla de una energía renovada. Con sus labios unidos, se acercó de
nuevo a él, y en el piso, lo montó con las piernas a ambos lados de las de
él, tal y como había visto en ese maldito libro de sexualidad que se
encontraba oculto entre los tomos de la biblioteca. William la recibió sin
vacilar, y exploró con su lengua la cavidad de la boca de su esposa, al
tiempo que sus manos hacían lo mismo bajo la tela del vestido. El beso se
volvió intenso, fogoso. Una invitación a saldar la deuda entre ambos, y
Witthall lamentó el momento exacto en que Vanessa tomaba conciencia de
eso y se alejaba con la respiración agitada y la mirada café vidriada por el
deseo no satisfecho.
—Vanessa… —la convocó—, no te alejes, por favor.
—No, no lo hago. Solo… —Tuvo la necesidad de ponerlo a prueba,
su corazón lo clamaba con la inseguridad que lo embargaba. Ella era
segura en todos los aspectos superficiales, las emociones, en cambio, eran
un terreno lleno de baches y obstáculos—. Me prometiste que lo haríamos
cuando yo lo pidiera, y no lo pedí. No aún.
Quería saberlo de modo certero, comprobar, como santo Tomás
poniendo los dedos en las llagas de Jesús, que lo que creía ver era verdad,
que William Witthall era un hombre de palabra, incluso cuando la
promesa hecha les generara dolor a ambos, un dolor físico que se
asemejaba a las hogueras en las que ardían las brujas.
—Entonces no pasaremos de un beso. Ven… —Le extendió la mano
—, terminemos con ese masaje.
La muchacha volvió a darle la espalda, y compartió con él la tortura
de tocarse a sabiendas de que no conseguirían alivio. En su afán de pensar
en cualquier cosa que no fueran las manos de su marido, se centró en los
problemas del condado, y agradeció mentalmente que fueran tantos.
—Puede que pasemos el invierno, pero si queremos que no sea el
último, necesitamos cambiar el arado y extender los sistemas de riego y
drenaje. Consulté la biblioteca de Johnson mientras estaba en Londres, le
robé un libro… No se lo digas.
—No, no le debo lealtad a Sir Johnson, sino a mi esposa —prometió
él, y Vanessa no preguntó sobre lo enigmático de esa confesión. A William
no le agradaba guardarle el secreto a Philip, no quería que su esposa
pensara que él también le fallaba.
—El tema es que el libro habla de la industrialización de los
campos, los modos de hacerlos más redituables. Ya sabes que Inglaterra no
puede competir con las tierras americanas, con sus extensiones. Ellos, o
nosotros —se corrigió recordando su nacionalidad— podemos darnos el
lujo de desperdiciar un par de acres. Aquí no.
—Lo sé, solo que en su momento antepuse a los empleados. No
quería reemplazarlos por una máquina, menos cuando eran tantos los que
dependían de mí.
—Los reorganizaremos en otras tareas, y además los podremos
capacitar en el trabajo con maquinarias. No podemos cometer los errores
de tu padre, de cerrarnos al progreso.
—Eso intento… pero si no tenemos el dinero para el corral, menos
para un nuevo arado. —El lamento de William era genuino. Los canales
los podían hacer ellos mismos, trabajando de sol a sol como hacían desde
algunos años, iba a tener que estudiar y conseguir que algún que otro
sabedor del asunto compartiera sus conocimientos solo por amor al saber.
Pero de allí a construir un arado moderno…
—A ese punto quería llegar. Sé que mi rol es el de conde, te lo
prometí y no quiero fallarte. De verdad, solo… ¿Alguna vez escuchaste
hablar del Doctor C.?
—¿El que escribe en el folletín de damas?
—Ese mismo. —Vanessa se giró para quedar de frente antes de su
confesión—. Soy yo, o, mejor dicho, era. Me pagaban algunas libras al
mes por los artículos. ¡Libras!, no peniques. Podría volver a trabajar, y tú
también.
—¿Qué? —preguntó, atónito—. ¿Como los burgueses?
Sonrieron ante la idea. Progreso y tareas burguesas, el anterior conde
se levantaría de su tumba solo para volver a morir si el rumor llegaba al
más allá.
—Sí. No leí tus poemas, William, pero sí vi tus cuadros y valen una
fortuna. No un par de libras como mis artículos, tus cuadros son dignos de
las mejores galerías de arte. Nuestra mayor riqueza está escondida en un
altillo, no podemos permitirnos desperdiciarla. Además, el arte se debe a
la humanidad, esconderlo es egoísmo.
—Lo segundo lo dices solo para endulzarme —la reprendió él.
—¡Sabes que tengo razón!, ¿qué piensas de las obras de arte que
esconde el Vaticano? —lo desafió, y William rompió en carcajadas. Claro,
¿qué podía esperar de su hermosa esposa que no fueran golpes bajos?
Acusarlo de ser igual que los católicos, siendo él un noble británico y, por
supuesto, protestante, era desleal—. ¡Trabajemos, William!, ganemos
dinero, compremos el arado, salvemos el condado y sus habitantes, y
seamos felices burgueses. ¿No querías una condesa poco convencional?
—Condiciones —alzó la mano él, y Vanessa se entusiasmó. Sí, así
eran las cosas entre ellos, un equipo que trabajaba codo a codo, un dar y
recibir en igualdad de condiciones.
—Lanza, Witthall. Negociemos.
—Uno, al igual que el Doctor C., firmaré con pseudónimo. No
quiero que esto impacte en mi imagen de conde loco, que bastante
esfuerzo me costó forjarme.
—Hecho, Patinson se encargará de representarte como hizo
conmigo.
—¿Patinson?, oh, ¡cómo no me di cuenta que eras tú!, Patinson es un
aliado de Johnson desde Cambridge.
—Y lo suficientemente listo para sacar dinero del saber. Vamos, tu
segunda condición.
—Me dejarás pintarte a ti, no para vender, solo para mí. —La idea la
hizo estremecerse.
—¿Te… te refieres a posar?
—Sí, llevo demasiado tiempo pintando lo que recuerdo de ti, la
imagen que retengo en mi mente. Te quiero frente a mí, quiero sentir lo
que siento ahora cuando tenga el pincel en la mano, no sabes lo mucho…
mucho que me inspiras. —Eso que se leía en sus facciones era puro deseo,
un clamor que pedía ser inmortalizado—. Sin mis condiciones, no hay
trato.
—Promete que ese no lo venderás…
—¡Jamás! —La idea pareció ofenderlo. No, Vanessa y los
sentimientos que ella le generaban le pertenecían solo a él. Podía pensar
que esconder el arte era un delito de egoísmo, pero ya lo había dicho él
cuando se conocieron, el amor, a veces, tenía aristas oscuras.
—Bien, acepto. Consigamos ese maldito arado —y en lugar de
pactar con un apretón de manos, Witthall le robó un nuevo beso.
Capítulo 10

Cuanto más rápido finalizaran con el asunto de la condenada pintura, más


rápido pondrían las energías en lo que demandaba real necesidad.
Aceptaba el rol de ser su musa, William podía hacer lo que deseara con su
imagen dentro de su cabeza, ella hacía lo mismo con él. En el resguardo de
su pensamiento, Vanessa se atrevía a la entrega total, tanto en cuerpo como
en emociones. Los que conocían en verdad a la bostoniana comprenderían
que la labor silenciosa que estaba llevando a cabo —propia de un alienista
hurgando en los intrincados corredores de la mente— era por demás
agotadora. Dos décadas de vida al servicio del distanciamiento emocional
era mucho, desenredar esa mente, separar las emociones con el fin del
análisis en primera persona, requería de mucho tiempo. Con Witthall, esos
tiempos parecían acelerarse. Vanessa estaba al borde del abismo personal,
no hallaba respuestas en los libros, ni en las experiencias pasadas, estaba a
ciegas, y eso la hacía sentir débil.
No le agradaba la sensación, no era débil. Robert, su padre, así lo
había querido, es más, lo había demandado, y se había llevado el peor
fiasco de su vida. No, no era débil. No podía permitirse tal lujo en un
mundo de hombres, no podía permitirse eso con William.
Promesas y promesas. De eso se trataba. Cumpliría con su parte del
trato, juntos regresarían a Dorset al buen camino, a la prosperidad, y para
lograrlo debía mantener los pies sobre la tierra...
—Eleva tus piernas.
La decimoquinta indicación de la mañana. Vanessa estaba perdiendo
su condición de ninfa para ganarse la de estatua. El concepto «posar» tenía
una interpretación muy diferente en ella.
—¿Dónde quieres que las eleve? —Se sentía incómoda ante la
situación, por no decir «tonta». Había tantas tareas pendientes, y ella ahí,
perdiendo el tiempo para satisfacer a su marido.
William había acondicionado el altillo para lograr un espacio
cómodo para su esposa, un diván junto a la ventana, en perfecta comunión
con los rayos de sol que se filtraban por el cristal. Era un día espléndido
para retratarla, la divina providencia también estaba dispuesta a colaborar
con el arte.
—Sobre los cojines... —le indicó asomando el rostro desde detrás
del bastidor. El lienzo vacío esperaba. El cuerpo de Vanessa estaba rígido.
—¿Así? —Se contorsionó sobre el mullido sofá, intentó acomodar
las piernas a lo largo. No lo consiguió, cambió de posición. Fue peor,
sintió un leve tirón en uno de los muslos. No resistiría mucho—. ¿Cuánto
crees que vas a demorar?
—No lo sé... ¿cuánto tarda una mariposa en batir sus alas?
—Nunca me lo he preguntado. —Vanessa se tomó esa pregunta
como un desafío personal, abandonó la dolorosa pose dispuesta a ir en
busca de una respuesta—. Ahora necesito alejar esa duda, creo que
contamos con un libro en la biblioteca...
¡Vaya que era escurridiza su esposa!
—No, tú no te vas a ningún lado. —La interceptó a mitad de camino,
y con delicadeza, tomándola de la cintura, la regresó al sofá—. Tenemos
un trato, Lady Witthall.
Ella se dejó caer como si de un costal de harina se tratase. La bella
gracia que solía acompañar a sus femeninos movimientos había
desaparecido, parecía una muñeca de trapo inexpresiva.
—¡Cómo olvidarlo! —Resopló, y los mechones rebeldes alrededor
su rostro danzaron gracias a esa ventisca de fastidio. Llegó a una
resolución inmediata, no deseaba extender ese fastidio más de lo debido
—. Lo siento, William, no sé hacerlo.
—He ahí la cuestión, esposa mía, tú no tienes que hacer nada... solo
relajarte, yo me encargo del resto.
Los dedos de William jugaban con el carbón, estaba impaciente, se
sentía como un niño frente a un dulce prohibido, lo veía, lo tenía al
alcance de su mano y, sin embargo, no podía tocarlo ni saborearlo.
¡Maldito mundo cruel!
—¿Relajarme? ¿Cómo puedes pretender que me relaje sin hacer
nada útil?
Witthall se dobló en una carcajada. ¡Esa era su esposa, por todos los
cielos, era un encanto!
La risa de William le resultó ofensiva. En ese momento, todo le
resultaba ofensivo.
—No encuentro motivo para tu risa, William.
—¡Pues yo sí, cariño! —No podía detenerse—. Esa es, justamente,
la función de la relajación... descanso físico, descanso mental, permitirle
un momento a la nada misma.
—Entonces retiro lo dicho, no es que no sé hacerlo, no puedo hacerlo
—dijo como cierre final retomando la verticalidad.
Por segunda vez en minutos, se separó de esa extensión de su cuerpo
que era el lienzo, para ir hasta ella. La forzó a sentarse, luego a recostarse.
—Puedes... no quieres. Y aquí, de querer no se trata, sino de deber.
—Sabía presionar los puntos débiles de su esposa. Ella jamás faltaba a su
palabra—. Requiero de una gran dosis de arte, una que compense el
desapego.
Todo marchaba de maravillas, Patinson había hecho un
reconocimiento de las obras de William, y las creaciones del conde loco
ya tenían potenciales compradores, así de eficiente era el hombre. Pronto,
aquellas pinturas abandonarían el nido, y aunque la satisfacción de
reconocer que gracias a ellas se obtendrían grandes beneficios para el
condado, cortar el cordón umbilical le dejaba un agrio sabor en los labios.
Para Witthall, vender sus obras bajo pseudónimo era comparable a
vender su alma al diablo. Otra era la historia para Vanessa con los
artículos del Doctor C, sus escritos nacían del desprecio, del hartazgo
social al que sucumbía. Espabilar a sus amigas, las señoritas americanas,
había sido el primer paso, el segundo no tuvo límites: abofetear a toda una
sociedad. Un artículo significaba solo una maldita raya más en el tigre,
pero para William, no; parte de su espíritu se iba con sus pinturas. ¿Y qué
solicitaba a cambio de esa dolorosa entrega? Un retrato... uno.
Por él, lo haría por él.
—Dime qué debo hacer... Y no me digas «relajarme», sabes que eso
es imposible salvo que el peso del día me cierre los ojos.
Era una verdad incuestionable, el cansancio a finales del día rompía
todas sus barreras, Vanessa solo se rendía cuando la luna estaba en lo alto.
Debía de hallar las palabras perfectas, unas que no la llevasen a
comparaciones ni a búsquedas infructuosas en los estantes de la biblioteca.
Algo tan simple como:
—Piensa en algo que te haga feliz.
La felicidad, al igual que muchas otras tantas cosas, estaba
sobrevalorada para Vanessa.
—¿Algo que me haga feliz? —Fue lo más creativa posible— ¡Una
herencia que nos libre de las deudas!
Su esposa requería de un trabajo de artesano. De todas maneras, se
permitió reír.
—No me refería a esa clase de felicidad, pero... la comparto —
bromeó solo para poder retomar el camino—. Déjame hacer una
reformulación...
—¿Tengo que pensar en algo que no me haga feliz? —rebatió
Vanessa para eludir su responsabilidad de musa.
—No, no, no... —Otra carcajada nació en su pecho y cobró vida—.
Eso es demasiado sencillo para ti. Piensa en un momento de tu vida, uno
en el que te sentiste feliz...en el que fuiste plenamente feliz.
¿Podía asignarle tarea más difícil? No, porque no existía. Ni
muriendo y volviendo a nacer Vanessa podía encontrar tal experiencia.
Momentos alegres, de agradable distracción en buena compañía, ¿podrían
considerarse felices?
Estaba tomando el giro equivocado, la pregunta que se alzaba por
sobre todos sus cuestionamientos personales era otra, una superior. ¿Cuál
era el verdadero significado de la felicidad? Porque sin duda no era el que
se creía, o el que se narraba en las novelas de folletín. La felicidad
requería de un debate filosófico eterno, y no tenía tiempo para iniciar esa
empresa. Ni siquiera tenía deseos de compartir con su esposo ese vacío
argumental en torno a la experiencia.
Fingir, ahí sí que era una experta maestra. Cargaba a cuestas con una
vida de simulación, había aprendido de su padre el magnífico arte de la
apariencia. William no tendría que saberlo, sería su secreto, uno que
quedaría retratado demostrando que la felicidad no era más que una
ilusión.
Las comisuras de sus labios se ampliaron tensando su boca, recostó
la cabeza en uno de los cojines, y se dio el permiso de invertir el tiempo en
pensamientos provechosos: debían reparar los cristales rotos del ala este,
asegurar una protección a la cosecha, el techo del granero, además de
dañado, no proveía un refugio asegurado. En cuanto a los animales, su
bienestar, en parte, ya estaba resuelto... ¿qué más? Estaba pensando en
improvisar un comedor en los establos para brindarle a los empleados
externos un plato de comida caliente decente al día, estaba al tanto que
gran número de ellos solo contaban con esa ingesta diaria. Con un par de
maderas y troncos bastaría, tendrían una comida caliente bajo un techo...
de momento era lo único que podían hacer. Ya vendrían tiempos mejores, y
no lo pensaba porque confiaba en la buenaventura, confiaba en ella, en sus
decisiones. También en las de William, aunque a veces tenía deseos de
despellejarlo vivo.
La ventisca característica de la tarde le erizó la piel, el sol se
despedía... ¿Cuánto tiempo había pasado? Rompió el embrujo de sus
pensamientos funcionales. No había prestado atención a su esposo hasta el
momento, el lienzo era su escondite.
—¿Has terminado?
—No… pero creo que podemos dar por finalizado el día.
¿Dar por finalizado el día? ¿Por cuánto tiempo se extendería esa
tortura? Lo comprobaría...
—Déjame ver —dijo más que nada a modo informativo.
—La verás cuando termine con ella —intentó convertirse en un
escudo para impedirle el paso.
Negarle algo a Vanessa era una directa invitación a lo contrario. Lo
esquivó con la destreza digna de un eximio boxeador del White.
Los ojos de Vanessa se abrieron hasta alcanzar el límite tolerable. Ni
un trazo, nada, el lienzo estaba en blanco.
—¿Qué significa esto, William?
Le estaba tomando el pelo. Horas, horas recostada como una
estúpida exhibición de feria ¿para qué?
—Te dije que pensaras en un momento en el que fuiste feliz...
—Sí, ¿y? —demandó, esa no era una respuesta. Estaba furiosa, el
frío que le había erizado la piel segundos atrás había sido reemplazado por
un fuego inesperado, la sangre le hervía.
—Todavía lo espero.
—¡William, eres un estúpido niñato! ¡Me has hecho perder la tarde
sin sentido alguno!
—Me parece que el que debería reclamar eso soy yo... ¿no lo crees
así? —Le sonrió.
Estaban ahí por un motivo en particular, y William no lo había
podido llevar a cabo debido a su falta de colaboración. Vanessa gruñó,
porque de alguna manera tenía que liberar la furia que le atenazaba el
cuerpo. Él continuaba sonriendo, parecía feliz, y esa felicidad que ella no
podía fingir la convertía en un animal rabioso. Lo dejó solo, con su
sonrisa, con sus infantiles juegos.
Volvió a gruñir. Lo odiaba...
Lo odiaba porque reconocía que no podía engañarlo. Si no podía
fingir más con él, ¿qué recurso le quedaba?
Lo odiaba, y ese sentimiento solo se justificaba con su opuesto. La
vida la espabilaba, la abofeteaba por primera vez. ¡Y vaya que no estaba
preparada!

***

Contrario a lo que William hubiese pensado, su esposa no buscó


refugio y soledad en la biblioteca, sino que optó por la recámara
matrimonial. La decisión hablaba por sí sola, las necesidades mutaban en
Vanessa. Las necesidades emocionales, por supuesto. Después de años de
vida, la razón y la emoción se ponían de acuerdo estableciendo momento y
lugar. La razón prefería quedarse junto al fuego del hogar en compañía de
los libros; la emoción prefería otro calor, el que nacía bajo las sábanas
como consecuencia de los abrazos en plena medianoche.
Acorralada, así se sentía, como el pequeño Webb cuando era cercado
por los sirvientes. La diferencia —por sobre las lógicas— se hallaba en
que su obstáculo era uno y nada más que uno: ella.
Todo ella era una gran farsa. Peor aún, construía esa farsa para sí. Se
engañaba para negar la realidad. ¿Cuál era esa realidad? William, lo que le
hacía sentir.
Piensa en un momento de tu vida, uno en el que te sentiste feliz...en
el que fuiste plenamente feliz.
Y todo se reducía a él.
Aquella madrugada al borde del alba junto a la laguna. Su beso, el
primero... el único. Porque no deseaba la habilidad de otros labios, estaba
condenada a su boca.
¿Felicidad? La vida en Dorset, a su lado, era el sinónimo perfecto
para esa palabra.
Fingía, mentía, y lo hacía por estúpida necesidad, por pura
costumbre. Estaba tan dañada, tan vacía, que se le hacía imposible creer
que sanar, o sentirse completa era algo tan... hermosamente sencillo.
¡Maldito William Witthall! ¡Maldito conde loco!
Una lágrima se escapó de su ojo y le recorrió la mejilla. Se deshizo
de ella con la yema de su dedo. Fue en vano, otra más se escabulló ansiosa
de emprender el mismo camino. La dejó ser... ¿cuánto mal podría hacer
una lágrima? ¿O cuánto bien?
Cerró los ojos, y en su propia oscuridad, la tormenta se desató.
Ahogó las lágrimas en la almohada. Comprobar el efecto reparador
que el llanto tenía fue sorpresivo. ¡Increíble, la opresión en su pecho, la
que había cargado por décadas, desaparecía!
¿Por qué lloraba?
Porque lo que había creído desear durante toda su vida, aquello que
había esgrimido como su bandera de batalla, perdía sentido. ¿Cuál era el
sentido de la vida? ¿Acaso tendría que darles la razón a sus amigas? Se
trataba del amor y nada más que del amor. ¿El auténtico vacío existencial
solo podía ser repleto por ese supremo sentimiento? ¿Lo demás era un
elemento decorativo, un aporte para la supervivencia cotidiana?
Estaba perdida, condenada. Descubría que el lado oscuro de ese
sentimiento traía consigo la dependencia, la necesidad.
¡Una vida de soledad, de independencia absoluta! De eso se jactaba,
si hasta de pequeña se había valido sola. Se recordaba de niña, limpiando
sus propias heridas luego de una torpe caída. Se recordaba sola luchando
contra los monstruos que invadían sus pesadillas. Sola, siempre sola.
—¿Vanessa?
No quería que William la viese así, convertida en un simple mortal.
—¡Vete! Deseo descansar...
Lidiar con el dolor era una prueba superada por Witthall, en Vanessa,
otra sería la historia, ese era tan solo el principio.
—¿Deseas descansar o llorar a solas?
A Vanessa, la calma en su voz le resultó agobiadora.
—¡¿Acaso importa?!
—¡Sin lugar a dudas! Si deseas descansar, hazlo, yo no voy a
incomodarte, de hecho, pretendo hacer lo mismo. —De un paso a la vez.
Vanessa era como un animalillo herido, había que acercarse con cautela,
un movimiento equivocado y el terror la dominaría—. Ahora, si lo que
deseas es llorar... que imagino, es el motivo por el que abrazas con tanto
esmero a esa almohada, no me queda más alternativa que marcharme...
El velo que cubría los ojos de la bostoniana cedía, le permitía ver un
nuevo fragmento de su realidad. Eran marido y mujer, y lo serían hasta
que la muerte pusiera un punto final. Habían disfrazado esa unión con el
ropaje de una funcional sociedad. ¿Cuánto tiempo podía huir de lo
inevitable? ¿Cuánto?
—No, quédate... por favor, quédate. —Se enjugó las lágrimas para
voltearse a él. Lo invitó a tomar asiento en la cama.
—Lo siento —dijo William dejándose caer sobre el colchón—. Si el
origen de esas lágrimas soy yo, lo siento.
—Entonces no lo sientas... a menos que tu ego se sienta dañado —
bromeó ella, no podía estar enfadada con él, el asunto del cuadro ya era
historia pasada. La historia presente, la que había abierto las compuertas
de sus lágrimas, lo hacía responsable solo en parte.
—Hace tiempo me desligué de esa amistad, no es muy beneficiosa
que digamos...
—¡Dímelo a mí! —Las lágrimas les dieron lugar a las risas—. ¡Mira
en lo que me ha convertido!
—¡Te ha convertido en mi esposa! Ahora que lo pienso, en tu caso,
el ego es una amistad adecuada.
Vanessa palmeó su hombro a modo de reprimenda, rieron por unos
segundos, y luego fueron prisioneros del silencio.
El sismo de sensaciones que le impedían el equilibrio hizo que
Vanessa reclamara el verdadero relato en su esposo.
—William... ¿por qué te casaste conmigo?
—Ya te expuse mis motivos cuando te propuse matrimonio.
—No son motivos suficientes para unirte a alguien de por vida.
—Coincido contigo, por desgracia, la sociedad opina lo contrario...
la conveniencia es el único requisito.
La maldita sociedad se colaba por la ventana, cual fantasma los
acosaba desde las sombras. Normas, protocolo, lo correcto y lo incorrecto.
¿Qué demonios eran ellos?
—¿Tú y yo somos un matrimonio conveniente?
—Sí, lo somos... —Los ojos de Vanessa, desesperados, fueron en
busca de los suyos. Estaban enrojecidos por las lágrimas derramadas, y
brillaban a causa de las nacientes—, pero nuestra conveniencia nada tiene
que ver con la de ellos.
—¿Y en qué nos diferenciamos?
Con encontrar un argumento que rebatiera el sentimiento y que
justificara la dinámica entre ellos bastaba para Vanessa.
—Tenemos un rebaño de ovejas en nuestro salón de baile...
—Un cerdo por mascota —agregó ella.
—Y podemos bromear de ello sin problema alguno... ¿no te parece
suficiente?
¿Era suficiente? Ya no. William Witthall tenía que
responsabilizarse, todo era su culpa. Su perfecta propuesta matrimonial, su
adorable locura, su sincero altruismo... su bella sonrisa.
—No, no es suficiente, William.
Él le había devuelto las alas, y ella había volado demasiado alto,
caería a sus pies sin piedad, lo sabía, se rompería en mil pedazos y no
podría evitarlo, lo que sí podía hacer era prepararse para el golpe. ¿Cómo?
Descubriendo el origen de las sensaciones que la atormentaban.
—Creo que deberíamos consumar nuestro matrimonio esta noche.
Una risa ahogada, casi incrédula, salió despedida de la garganta de
William.
—¿Crees?
—Sí, llevo un par de días meditando sobre este asunto.
—¿Asunto? —Volvió a reír, y en esa oportunidad, abandonó el lugar
en la cama junto a ella— ¡Lady Witthall, me veo en la obligación de
declinar tal romántica propuesta!
—No es una propuesta romántica, sino... sino... —No encontraba las
palabras, tenía que ofrecer un discurso imposible de desestimar.
—Yo te ayudo, cariño... es una propuesta con base científica, casi
ética diría, somos marido y mujer. Tarde o temprano esto debía de suceder
¿no?
Lucía enfadado. ¿Enfadado? ¿En verdad? ¿Qué clase de hombre era?
—Cito tus palabras: el día que estés preparada y desees consumar
nuestro matrimonio, solo tienes que pedirlo. ¡Eso estoy haciendo,
William!
—Gracias por citarme y por recordarme mis exactas palabras. Las
memorizaré de camino a la biblioteca. ¡Buenas noches, milady!
Buenas... ¿qué? Vanessa no hizo a tiempo de reaccionar, estaba
perdida en la nebulosa de un deseo que había confesado de manera
equivocada y conseguido el inaudito desprecio de su esposo.
Ego herido, deseo insatisfecho y un vacío en la cama que vestía a la
noche de solitaria y aterradora. ¡Hermoso resultado, uno digno de Vanessa
Cleveland!
***

La biblioteca le recordaba a Vanessa, todo allí tenía su impronta. Su


esencia había invadido Dorset para llenarlo de luz, de esperanza.
Escuchaba los comentarios de sus empleados, habían pasado del temor
ante el carácter de la muchacha y el miedo a que los despidiera a todos, a
una completa admiración y una fe inquebrantable de que los salvaría.
Orden, objetivos, una visión. Su esposa era más condesa que la
mayoría de las mujeres que ostentaban ese título. Aun así existía algo que
le dolía en el pecho a William, y era que el condado la estaba convirtiendo
en una Witthall de pura cepa, en esa clase de persona que él llevaba una
vida luchando por no ser.
Y dolía. Dolía porque la amaba demasiado para hacerle eso.
Se mordió los labios con la frustración que cargaba encima, odiando
el silencio impuesto, detestando a quienes lo obligaban a ello. Robert
Cleveland y Sir Johnson. Uno le impedía declarar su amor, porque había
mutilado a su hija hasta hacerla desconfiar de la existencia de dicho
sentimiento. Si se lo confesaba, los muros de Vanessa volverían a crecer
en torno a ella para aislarla de manera definitiva. Solo proponerle pensar
en un momento feliz la había desbarajustado, hablar de amor la desarmaría
por completo. ¡Era incapaz de reconocer el deseo!, ¿cómo pretendía que
ahondara en algo más?
Johnson, en cambio, tiraba de otro hilo, uno casi tan peligroso como
el primero: la confianza. Violaba la confianza con su silencio y ponía en
manifiesto algo peor que la ausencia del amor, la capacidad que tenía éste
de infringir heridas mortales.
Su Vanessa, su bella esposa, caminaba por un sendero lleno de
trampas afectivas, y él se hallaba recién al final de ese camino.
Se cubrió los ojos con el antebrazo e ignoró el malestar de su cuerpo
insatisfecho. ¡Por Dios, cómo la deseaba!, llevaba meses de anhelos, de
imaginar besos. Desde Sameville, desde su encuentro fortuito. La había
observado mientras maquinaba planes maquiavélicos para ayudar a sus
amigas, para descubrir a un asesino y brindarle a quienes quería su felices
por siempre. ¿Y aún desconfiaba de la existencia del amor?, ¿justo
Vanessa, que a su modo daba tanto?
Ese verano se vio reflejado en ella de una forma que, al igual que su
esposa en esos momentos, creyó que era pura filosofía. El banquete de
Platón, las mitades separadas para disminuir sus fuerzas, el destino de
regresar el uno con el otro como una necesidad de volver a ser uno. Sí, y
con ello llegó en cadena el resto de su descubrimiento. Se había olvidado
de ser él mismo. Pasó demasiado tiempo aislado en el rumor de su locura,
lejos de la pintura que tanto sentido le daba a su vida, intentando ser lo que
su padre quería de él, mientras se dividía entre el ser y el deber. Hasta
ella…
Y la amó de inmediato, primero con egoísmo. La amó porque le
mostró sus errores, la amó por reconectarlo con lo olvidado, con él mismo.
La amó porque ella le enseñó a amarse primero.
Los meses que tardó en hacer la propuesta no se trataron de
manipulaciones ni especulaciones, sino de que fue el tiempo que le llevó
reconstruirse, aparecer entero ante sus ojos. Ahora le correspondía
devolver el favor, y de momento, había fracasado.
Bridport se acercó a él, y acomodó su peludo cuerpo junto al del
hombre al verlo abatido.
—¿Tienes la respuesta? —le preguntó al cachorro—, porque me
vendría bien el consejo de un amigo.
Vanessa también había olvidado su esencia por culpa de su padre.
Así como él amaba el arte, su esposa amaba el saber. Lo hacía, por eso su
cuadro «filosofía», fue una de las primeras cosas que observó de ella. Era
su pasión, los libros, descubrir conocimientos, ponerlos en práctica,
compartirlos. Lo sucedido en el altillo demostraba que se impedía vivirlo
de ese modo, por eso podía venderlos sin más, porque llevaba demasiado
tiempo sin poner el corazón. ¿La razón?: Robert Cleveland. Su esposa ya
no hacía nada por ella, hacía todo por impresionar a ese hombre que jamás
la había querido. Anhelaba hacerlo sentir orgulloso, sin sospechar que eso
era imposible.
Había subastado su vida en la búsqueda de cariño. Se había
subastado ella. Necesitaba volver a amarse tal cual era, del mismo modo
que hizo él, para entonces poder conseguir eso que tanto buscaba sin saber:
cariño.
A William le salía por los poros, la amaría por el resto de sus días.
Lo que le estaba faltando era paciencia, y un poco de fe… la fe de ser
capaz de darle lo que necesitaba por sus medios.
Vanessa lo había salvado a él como hombre, y era la clave para
salvarlo como conde, ¿sería él capaz de retribuirle?
Lo intentaría, una y mil veces, hasta que la muerte los separara.
Con esa determinación, regresó a la habitación junto a su esposa.
Tendrían que volver a Londres en breve, se debían ese resto de la vida para
sanar.
Capítulo 11

La vista de Witthall estaba perdida en el lienzo blanco que aguardaba por


la promesa de Vanessa. No había insistido, porque ambos necesitaban
tiempo.
Se concentró en otro atril, el que tenía ante él. La inspiración nunca
le faltaba, aunque nada se igualaba a lo que le generaba su esposa. De
todos modos, en el mar de sentimientos con los que lidiaba a diario era
fácil hallar uno en el cual centrarse para plasmarlo. En esa ocasión, Webb
lo representaba. No Colin, el cordero.
—Al menos sirve de algo —bromeó Vanessa en el momento en el
que irrumpió en el altillo con el almuerzo. Se sentaron juntos a comer algo
de pan, unas gachas y maíz—. Aunque lo preferiría en el estofado.
—¡Eres una insensible! Con lo que me paguen por este cuadro
compraremos otros corderos…
—¡Oh, por cierto!, llegó el secretario de Patinson con buenas
noticias.
—¿Noticias en libras? —se entusiasmó el hombre.
—Sí, ha conseguido un editor para mi libro, un americano bastante
enigmático y controversial, dispuesto no solo a publicar mis artículos, sino
también a apoyarme si decido firmar como mujer.
La ilusión se traslució en la mirada de Vanessa, y William tuvo que
mover los dedos para quitar de allí la sensación de inspiración. ¡Webb,
céntrate en Webb!, se dijo.
—¡Qué gran noticia!, debemos celebrar, ¿tenemos algo para
celebrar?
—Si te refieres a whisky, sí, pero hay que reservarlo por las dudas,
en caso de hipotermia. Queda solo una botella… —se lamentó—. Pero
podemos brindar con eso. —Señaló la horrible bebida de cebada.
Comenzaba a encontrarle el gusto. William sirvió dos vasos y los hicieron
chocar a modo de festejo—. La otra parte de la buena noticia no la leí —
dijo y extendió el sobre dirigido a él.
Witthall sonrió. Le había dado a Vanessa todos los derechos sobre
él y, así y todo, era incapaz de tomarse atribuciones. Jamás violaría su
intimidad, incluso en temas de negocios. Abrió el sello lacrado y extendió
el papel. En su interior se encontraba a su vez un bono bancario.
—¿Y? —clamó Vanessa, ansiosa por las buenas nuevas.
—Y… ¡Tenemos arado! —El monto de las pinturas vendidas se
elevaban a varias libras, y no solo eso, el nombre W.Wallace, con el que
firmaba sus trabajos, comenzaba a circular entre los amantes del arte.
Patinson aseguraba en su misiva que la próxima entrega dejaría un monto
mayor.
Vanessa se lanzó a sus brazos, olvidando la tensión de los días
anteriores, nada importaba más que compartir la felicidad y el éxito de
William. La confesión de amor quedó ahogada por un nuevo brindis, y la
necesidad de sus cuerpos quedó postergada por las labores pendientes.
—Will —dijo Lady Witthall, y él no se atrevió a remarcar el modo
cariñoso en que el diminutivo escapaba de sus labios. Llevaba un par de
días haciéndolo de modo inconsciente—, cuando termines con ese bello
cordero, deberás escribir el informe a la cámara de lores. ¿Recuerdas?, esa
tarea no me corresponde.
—¡Maldición!
—Lo siento, si te sirve de incentivo, en esta ocasión será para dar
buenas noticias. —Alzó el sobre de manera victoriosa y le regaló una
radiante sonrisa—. Sabes que antes corramos el rumor de la recuperación
de la economía del condado, antes mejorarán las cosas. Debemos vender
las semillas, y lo haremos a mejor precio si piensan que no estamos
desesperados.
—Entendido, milady. Webb, te liberas hasta nuevo aviso —le dijo al
cordero, y se encaminó junto a su esposa al despacho.

***

El ánimo del condado estaba en contraposición con el clima.


Nevaba, los días eran grises, las ventiscas heladas asaltaban la mansión
destartalada y los animales apenas podían pastar. Sin embargo, los muchos
empleados y sirvientes realizaban las tareas con sonrisas en los labios,
silbaban canciones y bromeaban sin parar.
Todavía eran muchos, y las tareas rotaban día a día. Algunas, de
manera impostergable, debían realizarse en el exterior. Vanessa intentaba
que las mismas se asignaran siempre en las horas de sol, aunque eso
limitara el trabajo.
Witthall era uno más de ellos, como antes. El matrimonio se
levantaba al alba, desayunaban en la cocina sin mantener las formas amo-
sirviente y emprendían sus tareas diarias. Remodelaciones con horas de
pintura para William. Libros contables con escritura de artículos para
Vanessa.
No habían vuelto a tratar algunos asuntos, que comenzaban a tomar
la forma de un gran elefante dentro de un escobero. De todos modos, se
buscaban. Lady Witthall usaba la excusa del almuerzo o de la buena
iluminación del altillo y el ahorro de velas para hacerle compañía mientras
pintaba. Lo necesitaba, y William era incapaz de negarse, aun cuando su
cuerpo respondía a esa cercanía hasta hacerlo sufrir.
Vanessa no era inmune, solo que no sabía cómo retomar la
conversación anterior, y el fracaso conseguido le disminuía el valor.
Gustaba de estar junto a él, de observarlo. La intimidad del hogar les
permitía dejar las formas, y allí, con la luz del sol que resplandecía en la
nieve, William lucía como un hombre debía lucir. No se molestaba en
afeitarse todas las mañanas, y la barba crecida le brindaba a su rostro un
estilo aún más varonil que de costumbre. Sombreaba la mandíbula
cuadrada y disimulaba el hoyuelo del mentón, resaltando los carnosos
labios que la tentaban a un beso. En contrapartida, sus ojos castaños de
largas pestañas parecían más aniñados y pícaros, como si siempre
estuviera tramando su próxima travesura, y los cabellos ondulados, llenos
de rebeldes bucles, la invitaban a las caricias íntimas.
A veces, por las noches, la tentación era tanta que se permitían unir
sus labios, acariciar un poco de piel, pero cuando William se detenía,
dándole la oportunidad de pedir su recompensa, Vanessa no encontraba las
palabras para expresarse. Por las mañanas, mientras trabajaba en su libro,
y las mismas fluían a una velocidad mayor que la que su mano podía
imprimir en el papel, se odiaba a sí misma.
Lo peor era que Witthall no enfurecía, ni se enojaba, ni volvía a
recluirse en la biblioteca. No, la abrazaba, le brindaba su calor corporal
por las noches y la acunaba hasta que el sueño los alcanzaba. Al día
siguiente, la rutina de morir de deseo se reiniciaba, y la felicidad que
afloraba en la casona los alcanzaba para darle a su vida un manto de paz.
Vanessa sentía que casi estaba por llegar a una meta que no sabía que
tenía, la de posar para William. Le alcanzaba cualquiera de esas tardes a
su lado para abstraerse en un momento alegre y relajar su expresión, y su
esposo parecía compartir esa idea. Él también disfrutaba la sensación de
éxito, uno que iba más allá del dinero.
—¡Witthall! —Exclamó como un divertimento cuando apareció con
la bandeja de té en el altillo y la correspondencia—. Respuesta de algunos
lores, el rumor de nuestra mejoría está en boca de todos. Lord Villiers
acepta postergar la deuda adquirida con él hasta luego de la cosecha, y
Lord Shropshire promete que cuando comiencen las actividades en la
cámara concretará una reunión para tratar el asunto de sanidad que
hablaron.
—Excelentes noticias. —William la abrazó y la hizo girar con él.
Las risas sonaron en altillo, y Vanessa se dejó caer en el diván en el cual
supo posar. Él la observó, y su sonrisa confirmó lo que ambos sabían: eran
felices.
Tenían mil problemas financieros que atender. La prórroga de
Villiers les quitaba la soga del cuello, y la promesa de negocios con
Shropshire abría puertas a futuro. Sin embargo, aún no se había concretado
el pago a Sebastián Dunne, tenían otros acreedores que esperaban pagos
menores y además de los salarios, se debían demasiadas refacciones e
inversiones.
—Pasaremos el invierno, y estoy convencida de que no será el
último. Además —agregó con la mirada puesta en Webb—, siempre nos lo
podemos comer en caso de crisis.
—Deja de amenazar a mi muso, ven aquí, Webb, sé un chico
bueno…
La pintura titulada cordero entre lobos era bastante inquietante, y
Vanessa comprobó que, pese a no posar, ella seguía siendo su inspiración.
Era una gran obra con crítica social, en la que no en vano, William
resaltaba lo desvalido del animal.
La excusa del té no fue suficiente, y la joven esgrimió el frío para
conseguir la cercanía de su marido en el diván. Se sentaron juntos, con la
ropa como única barrera y compartieron un par de besos que se
intensificaron con el pasar de los minutos.
Entre sus brazos, con los labios unidos, Vanessa supo la respuesta,
tuvo las palabras. Cuando llegara el momento en que William lo exigiera,
se lo confesaría. No más buscar pretextos.
Enredó los dedos en los mechones del hombre y se recostó sobre el
diván llevando a Witthall sobre ella. ¿Se podía hacer eso allí, lejos de la
recámara, a la luz del día?, de nada valía ya aparentar ser una recatada
dama, su cuerpo la delataba.
—Will… —Reclamó sus labios, al tiempo que acunaba su cintura
entre las piernas. Podía sentir el deseo de él unirse al de ella, comprendía
la dinámica del asunto sin necesidad de libros, de conocimiento, ni
normas. Era el instinto el que guiaba, en comunión con el sentimiento que
le gritaba que era él, el indicado, el único capaz de generar todas esas
sensaciones.
La humedad se abría paso, y las manos de Witthall parecían ser el
detonante necesario. Conocía cada rincón, y lo reclamaba con caricias y
besos. Ardían… eran puro fuego…
—¿Vanessa? —El momento de la verdad llegó, ella abrió los ojos
para decirlo: Quiero hacerlo, William, y quiero hacerlo contigo, no hay
más motivos.
Las palabras quedaron ahogadas por otra expresión. Su pasión podía
ser abrasadora, pero no tanto, no como para reducir a cenizas el condado.
—¡Fuego! ¡Fuego! —Las voces de Meredith, Atwood, Garret,
resonaron por toda la mansión—. El granero se incendia.
Solo pudieron compartir una mirada de horror antes de correr
desesperados. El momento de felicidad se les había sido arrebatado.

***

—¡Agua! ¡Traigan más agua!


A simple vista, el granero se había convertido en una hoguera, un
gran círculo de fuego lo cercaba a causa del heno ardiente apilado a su
alrededor, sus llamas flameaban contra un viento que no hacía más que
estimularlo, empujarlo al interior del recinto.
Si hasta ese día, el exceso de empleados se había considerado una
pésima decisión administrativa, digna de crítica, esa noche se alzaba como
una bendición. En Dorset sobraban brazos y manos dispuestos a luchar por
lo que tenían, voluntad férrea que no le temía a la muerte y, menos que
menos, a las llamas. Lo que los condenaba al fracaso era la falta de agua,
las bombas de riego eran manuales, lentas, y el intenso invierno, a esas
horas del día, cristalizaba el suministro.
La mayor riqueza del condado se encontraba tras esas paredes de
fuego, cientos y cientos de costales con semillas listas para la venta que
asegurarían el bienestar hasta la próxima cosecha. Todos sabían que la
prioridad era preservarlas, y esa misma premisa fue lo que los condenó.
Con el afán de salvar la mayor cantidad de costales, vencieron el peso
tolerable de la vieja carreta, dejándola atascada en la arcada principal del
granero generando un obstáculo insalvable. No había acceso al interior.
William y Vanessa llegaron a la carrera, el camino se les hizo eterno
a causa de la espesa capa de nieve que lo recubría. El aire se hacía
irrespirable, el humo negro se convertía en un enemigo más.
—¡Vanessa, regresa a la casa! —El bienestar de su esposa primaba
por encima de todo.
Corrió hasta donde se encontraba Jefferson, el capataz, el hombre
estaba cubierto de hollín, sudado, y apenas podía contener la tos. No
paraba de dar instrucciones.
—Milord... —En cuanto lo vio, el hombre se dirigió a él—, estamos
haciendo lo posible, pero no podemos contenerlo.
—¿Dónde se originó el fuego, en su interior o en su exterior?
Era un dato por demás importante, la respuesta dejaba abierta la
puerta a la esperanza de que la cosecha aún no estaba perdida.
—Creemos que el inicio fue externo, milord.
Era la respuesta que esperaba, la cosecha aún podría no ser una
víctima rendida al fuego.
—Necesitamos contenerlo lo antes posible...
Antes que el futuro del condado se hiciera cenizas.
—El agua, milord... no hay suficiente. —Sus palabras sonaron a
condena, y William se sintió derrotado.
Todos se sentían derrotados, luchaban contra un demonio imposible
de vencer.
Jefferson y William contemplaron las llamas, cuando el fuego no
tuviese más alimento, se devoraría a sí mismo.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —Una voz perdida entre las llamas puso en
acción a William.
Uno de los empleados había perdido el conocimiento a causa de la
sofocación, y otros dos lo arrastraban lejos del epicentro del terror.
Witthall se apropió de uno de los baldes que pasaban de mano en mano, el
recipiente apenas estaba lleno hasta la mitad, el agua era un lujoso recurso
en ese momento. Se quitó la pañoleta, la hundió en el líquido y le empapó
el rostro al muchacho desmayado. Era Rupert, sin los rastros de suciedad
podía reconocerlo.
—¡Vamos, muchacho, regresa... vamos!
Otros tantos comenzaban a desfallecer víctimas del agotamiento y
de la asfixia.
¿Cuántas vidas estaba dispuesto a perder?
Ninguna.
Si se relegaban al fuego perderían todo, y ese todo podía
reemplazarse, una vida no. William debía de tomar una decisión, sus
empleados le eran fieles, a él y a Vanessa, tan fieles que estaban dispuestos
a sucumbir junto al fuego.

Vanessa había pasado por alto la indicación de su esposo, no podía


marcharse, refugiarse mientras la labor de meses y los nuevos sueños se
consumían. Lo que estaba aconteciendo era la clase de situación que
reclamaba la ausencia de emociones, si uno se entregaba a la
desesperación, la tragedia triunfaba. Lady Witthall que cargaba consigo
una vida cerrada a cal y canto cuando de sentimientos se trataba puso en
juego el recurso que más atesoraba, su capacidad de análisis y su
maravillosa mente… El alrededor ardía, y sus pies se helaban hundidos en
la nieve.
¡Nieve! ¡Sí, bendita nieve!
—¡Jefferson, Miles... vayan para más palas! —les ordenó a los
hombres más cercanos. Los dos la miraron perplejos—. ¿Quién necesita de
agua cuando se tiene a toda la condenada nieve del condado a los pies?
Jefferson sonrió de par en par con energías renovadas.
—Miles, ya has a oído a Lady Witthall, ve por más palas... trae todas
las palas de Dorset aquí, muchacho.
Sin dar un segundo de tregua, valiéndose de las herramientas que ya
poseía, Jefferson repartió las nuevas órdenes. La acción fue inmediata,
atacaron las llamas cubriéndolas con pequeñas montañas de nieve. El
resultado era lento, pero el fuego se reducía en contacto con la masa
húmeda.
El cambio de escenario desfiló ante los ojos de William, los
hombres corrían, paleaban nieve, la arrojaban sobre las llamas y
construían una barrera para que el fuego no avanzara. ¡Y funcionaba!
¡Funcionaba!
Rupert recobró la conciencia, tosió, respiró una y otra vez.
—Eso es muchacho, respira... respira profundo. —Lo cargó en
brazos—. Isaac, ayúdame... —Se dirigió al hombre que había rescatado a
Rupert de las llamas—. Ve en busca de un caballo. —Isaac cumplió de
inmediato con lo solicitado, y juntos acomodaron al muchacho sobre la
montura—. Llévalo a la casa, la señora Garret se ocupará de él.
La voz de su esposa, no muy lejana, lo distrajo. Continuaba ahí, y
paleaba nieve a la par que los hombres.
—¡Vanessa! —gruñó. No estaba enojado porque lo había
desobedecido, estaba preocupado—. ¿Te he dicho que regresaras a la casa?
—¿Y desde cuando tú me das una orden? —No pretendía iniciar una
discusión, fue más que nada un recordatorio.
—No fue una orden, fue una sugerencia en pos de tu bienestar.
—Exacto —resaltó ella, y luego clavó la pala en la nieve una vez
más—. Fue una sugerencia que consideré y desestimé...
El recurso de la nieve olía a perfume Vanessa, la reorganización en
la labor de extinción del fuego tenía como sello distintivo a la condesa.
—Lo bien que has hecho, esposa mía —intentó sonreír a pesar de
que la situación no estaba controlada. Su sonrisa no alcanzó su esplendor,
se vio aniquilada por la revancha del fuego—. ¡Maldición, no el techo... no
el techo!
De alguna manera, el fuego había conseguido el modo de llegar al
cobertizo del granero, un hueco cubierto en llamas sobre el tejado a dos
aguas. Si se extendía, todo el techo ardería, la madera y las viejas tejas se
vencerían cayendo directo sobre la cosecha, lo que parecía haber sido el
principio del final junto a la estrategia de la nieve, ahora recuperaba su
lugar de principio.
—¡Jefferson, consígueme una escalera! ¡Jack, Ivor, Miles, necesito
que me abran camino entre las llamas!
—¡¿Qué?! —La locura debía de tener un límite, al diablo su apodo,
no aceptaba que su marido pusiese su vida en riesgo.
—Debo subir a ese techo y detener el fuego antes de que se expanda.
La explicación no era lo que buscaba, sino hacerlo entrar en razones.
Tendría que trepar la escalera entre medio de las llamas y el humo.
—No, William, no… deja que otro lo haga. —Le sentó fatal lo
dicho. Valorar la vida de su esposo por sobre la de otros fue la
demostración más egoísta de su amor.
—¿Es una orden o una sugerencia? —dijo capturando un balde de
agua para volver a humedecer la pañoleta. Se cubrió boca y nariz, y la
anudó a su nuca como un salvaje bandolero del oeste. Para finalizar, vació
el contenido del recipiente sobre su cabeza, y quedó empapado hasta el
torso.
—Ten cuidado —murmuró con el temor de la pérdida oculto en la
voz.
—No se preocupe, Lady Witthall, no va a librarse de mí con tanta
facilidad. —Acarició su rostro a modo de fugaz despedida y se lanzó a la
carrera camino al centro del conflicto.
Jack y Miles, junto a otros hombres cuyos nombres Vanessa no
recordaba, apaciguaron las llamas a fuerza de palazos con nieve, cuando
consiguieron una brecha entre las llamas, Ivor colocó la escalera para que
William iniciara el ascenso. Llevaba consigo una azada, una de las
herramientas que se utilizaba para el arado y la excavación, pretendía
romper las tejas para exiliarlas del resto y coartar el avance del fuego.
Una vez arriba golpeó con fuerza consiguiendo aflojar la estructura,
las llamas, en un principio, se violentaron, como si las desgraciadas
quisieran defenderse. La manga de la camisa de William fue la primera
víctima, por suerte, la humedad de la tela no estimuló el crecimiento del
fuego, y un par de palmeadas bastaron para apagarlo, más tarde lidiaría
con la quemadura en su mano. Sin darse un respiro, clavó la azada en una
de las tejas y la apartó de la brasa. Hizo lo mismo con las restantes, el
trabajo le demandó más esfuerzo del esperado, pero lo consiguió; la
pequeña y rebelde hoguera había sido asediada hasta el destierro
definitivo. Agotado, se recostó sobre el tejado para recuperar fuerzas hasta
que su cuerpo no pudo resistir más el calor, respiró profundo, y se deshizo
de la incomodidad de la azada lanzándola desde la altura. El incendio
remitía, poco a poco lo hacía, desde el privilegio que le daba la altura pudo
comprobarlo. Habrían perdido una pequeña parte de la cosecha, y
necesitarían de un nuevo granero, por fuera de ello, debía sentirse
victorioso, ninguna pérdida humana.
Descendió con calma, recuperando la respiración a cada peldaño y
tratando de no dañar más la piel de su mano chamuscada.
Vanessa fue la primera en recibirlo, le quitó la pañoleta para gozar
del privilegio de su rostro intacto y cubierto de hollín. La quemadura en su
mano no pasó desapercibida para ella, y la necesidad de revisarlo de pies a
cabeza la dominó.
—Mírame, William... gírate. —Indicación tras indicación—.
Vuélvete a mí... levanta tus brazos.
William rio, ya se podía permitir el atrevimiento.
—Me encuentro en óptimas condiciones, Vanessa.
—Tu mano dice lo contrario... Levanta el mentón, por favor.
—Mi mano asumió el único riesgo de esta noche. —Sonrió
satisfecho, soportar ese dolor no sería gran cosa.
—Eso está por verse... —No quería borrarle la sonrisa de los labios
al recordarle que la mano dañada era aquella que hacía danzar su pincel—.
Ven, vamos a la casa así puedo brindarte los cuidados que esa herida
merece. —Lo tomó del brazo para emprender la caminata juntos. No
avanzaron, él no estaba dispuesto a marcharse.
—No, no hasta que el fuego sea un recuerdo.
Demoraría horas, el alba sería el encargado de despedir a los últimos
rastros del incendio.
—Entonces, me quedo contigo.
Juntos, siempre juntos. Eran una extensión el uno del otro.
Matrimonio, sociedad o equipo eran tan solo nombres referenciales.
Vanessa y William trascendían eso y más.
—Y a mí me encantaría que te quedaras aquí, conmigo...
—¿Pero?
—Pero alguien debe llevar las noticias de calma a la casa, y
organizar a las empleadas para asistir a quienes lo necesiten, en especial
a...
—Rupert... —finalizó Vanessa con triste aceptación—. Prométeme
que si requieres de mi ayuda me lo harás saber.
—Prometido.
—Prométeme que regresarás la más rápido que puedas a la casa.
El único fuego no extinguido ahí era el que recorría las venas de
Vanessa. ¿Era esto el amor? Desesperación mezclada con anhelo. Pasión
combinada con tortuosa dulzura. La sensación de desgarrarse por dentro al
separarse del objeto amado.
Debería tomar notas al respecto para comprender mejor al
sentimiento, de momento...
—Eso no tengo ni que prometerlo, me he mal acostumbrado a ti, no
puedo...
De momento, solo podía besarlo.
Así le robó las palabras, sorprendiéndolo por primera vez con esa
audacia, porque un beso originado en los labios de Vanessa era eso, la más
hermosa de las audacias.
¡Vaya espectáculo dieron ante los empleados!
El beso fue el inicio, el contacto de cuerpos fue el siguiente paso, un
contacto que se fundió en un intenso abrazo —intenso como calificativo
que sugiere una actividad que debería de realizarse en la intimidad—. Las
risas cómplices no se hicieron esperar, tampoco los aplausos. Había
muchos motivos para festejar.
Las mejillas de Vanessa se enrojecieron por la vergüenza, y sin decir
o hacer nada más, emprendió la vuelta a casa.
—¡Suficiente, muchachos! —demandó Jefferson ocultando su risa
—. ¡Esto no ha terminado!
William tomó una pala, la hundió en la nieve y sonrió.

***

A Rupert se le sumaron otros tantos más con heridas superficiales,


quemaduras, laceraciones y malestares respiratorios. Cada uno de ellos fue
atendido bajo el cobijo de la mansión. Nadie dormiría esa noche.
La señora Garret ponía orden, establecía las prioridades en la
atención, y en aquel momento, Lady Witthall lo era. Llevaba horas en pie,
ni mención hacer que había ayudado a contener el fuego en el granero. Su
estado era deplorable, y no por su vestimenta, sino en general. Cabello
arremolinado, rastros de hollín por todos lados, manos agrietadas y un
tambaleo corporal que exponía la realidad de su agotamiento, uno que
negaba con extrema terquedad.
—Milady... —Olivia Garret había pensado muy bien su estrategia.
—¿Sí, señora Garret?
—Requieren de su presencia en la cocina.
—¿Qué ha sucedido?
—La verdad, milady, con tanto alboroto, no sabría decirle... —La
mujer justificó su falta de información.
—No se preocupe, señora Garret, con que no sea una mala noticia,
me basta —masculló luego de emprender el recorrido a la cocina junto a la
mujer.
Al llegar se encontró una Beatrice corriendo de un lado al otro,
asistida por Meridith y Joan, preparaban infusiones y mezclas de hierbas
para aliviar las heridas.
—¿Beatrice? —La interrumpió. La mujer giró con brusquedad hacia
ella—. ¿Me has llamado?
—Sí, milady... la hemos mandado a llamar. —Hizo que las
muchachas y Garret formaran parte de lo dicho. Las cuatro mujeres
presentes la atravesaron con la mirada.
—¿Qué necesitan? —No pudo ni elevar las cejas, ni fruncir el ceño
del cansancio, lo habría hecho de ser posible.
—Nosotras nada, usted, milady. —La señora Garret continuó
mientras las otras tres mujeres la asistieron, colocaron una taza de té,
leche, galletas, pan y lonjas de jamón frente a ella—. Necesita descansar,
beber y comer algo, está a punto de desfallecer, en breve, vamos a tener
que recostarla junto a los jornaleros en el salón.
—No puedo beber ni comer con todo lo que está sucediendo.
—Sí puede... —alegó Beatrice con un tono amenazante.
Meridith y Joan respondieron a una extraña indicación de la señora
Garret, fueron hasta ella y la sentaron a la fuerza.
—¡¿Pero qué rayos es esto?! —balbuceó sin entender bien lo que
estaban haciendo.
Confirmado, la locura se extendía a lo largo y lo ancho del condado.
—Una medida extrema —respondió Garret con los brazos cruzados
sobre el pecho.
—¡Esto es causal de despido, lo saben, ¿no?! —amenazó sin mucha
convicción. Las mujeres se echaron a reír.
—Beba su té, milady. —Meridith colocó la taza con la caliente
bebida en sus manos, al hacerlo comprobó su temperatura corporal—. ¡Por
todos los cielos, está helada!
Joan fue en busca de un cobertor para abrigarla, le envolvió los
hombros con él. Beatrice colocó leños encendidos en un pequeño caldero y
lo acercó al cuerpo de Vanessa para ayudarla a templar sus extremidades.
—¡Deténganse, no soy yo quién necesita de sus atenciones! —bebió
un sorbo de té, y el calor recorriendo su garganta le sentó glorioso. Volvió
a beber, Joan le acercó el plato con galletas de avena, su estómago
hambriento reaccionó, se apoderó de una. Un mordisco, y cayó en la
trampa, la devoró ante la expectante mirada de las mujeres. Sonrieron—.
¡Quiten esas sonrisas de sus rostros, el asunto del despido todavía está
pendiente!
Lo analizaría, por supuesto lo haría... después de otra galleta.
Misión cumplida, Beatrice y las muchachas regresaron a las tareas
de elaboración de emulsiones; la señora Garret, en cambio, se permitió ser
más que compañía.
—¿Puedo ser franca, milady? —Vanessa se burló de la pregunta, tras
la maniobra del improvisado secuestro, tal pedido no tenía sentido—.
Tiene razón, la franqueza ya se encuentra en la mesa, posiblemente junto
al jamón —bromeó—. Milady, sé lo que intenta... mejor dicho, lo que el
conde y usted intentan, y se agradece —Los rostros de las otras tres
mujeres se voltearon por unos segundos para sumarse al sentimiento—,
pero si usted y el lord perecen antes de tiempo por pura necedad —Señaló
el tentempié de madrugada—, todos estamos condenados. Muchos de
nosotros, de una u otra manera, sobrevivimos a las reprimendas del padre
de su marido, no fue el caso de mi madre, ella perdió su lugar por no haber
colocado las cadenas de la forma correcta en la puerta de la habitación de
la anterior condesa.
A través del relato de la señora Garret, Vanessa viajó a un pasado
que no conocía y que, a pesar de ello, le resultaba igual de repulsivo.
—Lo siento —se responsabilizó.
—No tiene por qué hacerlo, milady, ni usted ni su esposo... es más,
estoy en deuda con él, en cuanto su padre falleció, me otorgó el puesto
que, antaño, había sido de mi madre, y a la vez, contrató a mis hijos y a
mis hijas...
Vanessa sonrió, su esposo abogaba por una redención que no le
pertenecía.
—Suena a William. —A su William.
—Entonces, en resumidas palabras, si el condado se hunde, nosotros
nos hundimos con él, y somos los suficientemente inteligentes...
—Aunque a algunos no nos vaya tan bien con el asunto ese de la
lectura —murmuró Beatrice por lo bajo.
—Como para darnos cuenta de que los capitanes de este barco son
dos... —continuó Garret— y contamos con ustedes para llegar a buen
puerto.
—¿Buen puerto? —balbució con tristeza. Todavía no sabía cuánto
daño había conseguido el fuego—. Puede que hayamos perdido parte de la
cosecha y los brotes para la próxima siembra.
—Usted misma lo acaba de decir: «puede», y esa palabra siempre
viene acompañada de otra cosa, un «sí» y un «no». Como sea, la
necesitamos en pie, no al punto del colapso. —Le acercó el jamón, dos
galletas no eran una cena adecuada—. Por favor, milady...
Luchar contra esas mujeres le resultó más agotador que el incendio
en sí. Bebió y comió hasta que las complació, luego, Meridith la
acompañó hasta la recámara.
—Meridith, por favor, trae toallas limpias, recipientes con agua... y
una de esas emulsiones que han preparado, mi esposo va a necesitarla.
No podía exigir más, un baño sería lo ideal para ambos, desechó la
idea ante la escasez de agua, conservar las reservas era fundamental.
Contempló su imagen en el espejo, apenas se reconocía. ¿Dónde
había quedado la muchacha de los salones de baile londinenses? ¿Dónde se
encontraba la señorita Cleveland? No, no había rastros de ninguna, se
hallaba ante una nueva Vanessa, tal vez, la auténtica. Le agradaba lo que
veía, sin el hollín y los rastros de sudor, por supuesto.
La llegada de William la distrajo de su introspectiva observación, la
expresión en su rostro barrió de un plumazo la sensación de calma recién
adquirida.
—¿William, te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido ahora? —Leía en
los ojos de su marido las malas noticias.
Él se dejó caer en la cama, si el estado de Vanessa era deplorable, el
de él no tenía calificativo alguno. A la quemadura de su mano se le
sumaba otra a la altura de su hombro derecho. Vanessa intentó actuar
rápido, quitar los restos de tela fundida con la piel chamuscada.
—Una viga cedió... —explicó para que ella pudiera visualizar el
origen de la herida.
—¿Algún otro herido?
—No, bueno... sí —se corrigió. Los ojos de Vanessa fueron en busca
de los de él—, mi estúpida credulidad y mi maldita ciega confianza.
—William, explícate, por favor.
—El incendio no fue accidental... fue premeditado.
Capítulo 12

—¿Premeditado? —La pregunta abandonó sus labios en un susurro


apenas audible—. ¿Cómo, por qué?
—No lo sé, solo encontramos material de combustión entre los
fardos.
No tenía sentido, nada lo hacía. ¿A quién beneficiaría la quiebra del
condado?, a los empleados imposible, la señora Garret había sido por
demás de clara. Todos habían corrido a apagar el fuego con el afán de
salvar su sustento. Confiaban en ellos, y ellos confiaban en sus empleados.
No…
El rumor de su mejoría económica en Londres había traído alivio en
lugar de malestar. Lo sabía por Lord Villiers y Shropshire. Y no eran los
únicos. Todos anhelaban su pago, de ser posible con sus intereses, ¿por qué
destruir la única fuente de ese dinero?
—Ya nos ocuparemos de eso —imperó Vanessa, con tantas ganas de
llorar que tuvo que tomar una gran bocanada de aire. Sí, se estaba
derrumbando, nadie podía ser tan fuerte, ni siquiera ella. Lo único que la
mantenía de pie estaba ante sí, con heridas, hollín y una expresión tan
devastadora como la suya—. Primero solucionemos esto…
—Vanessa…
—No, Will, no te permitiré ser terco, no más. ¡Suficiente! —Sacó a
la señorita Cleveland que dormía en su interior, con ese temperamento que
no se doblegaba jamás—. No hay excusas… —Se adelantó a los pretextos
de su marido. Los conocía, porque ya no había secretos entre ellos.
William diría que Rupert estaba primero, y luego Jeff, y luego éste y
aquel… hasta que no quedara uno en el condado sin ser priorizado. Y ella
no lo permitiría, porque cuando de luchas de voluntades se trataba, existía
una única vencedora.
Con manos firmes pero suaves, se dedicó a quitar la camisa de su
marido. William se dejó hacer, tenía sus razones. El hombro le escocía
demasiado para quitarse la prenda por sus propios medios, la mano otro
tanto, estaba cansado y el único placer del día se lo daban las caricias de
su esposa. Vanessa tenía todo dispuesto para la sanación, el ungüento de
Garret, los paños limpios y la nieve que al hervor se había convertido en
agua relativamente potable. Con esas herramientas comenzó la sanación.
—En este momento me vendría bien Emily —susurró—. Porque
tiempo de buscar un libro de curaciones, leerlo, practicar e
implementarlo… no tengo.
William rio ante la ocurrencia, sobre todo porque la sabía capaz.
—Eres eficiente, además, prefiero tus manos —confesó él, y
vislumbró los celos en su esposa.
—No te pases, aún puedo torturarte.
—¿Lo harás?
—No lo sé, lo mereces. —Sonrió con picardía, una curvatura que
pasó a ser de concentración cuando se aseguró de quitar todos los restos de
tela de la herida del hombro. La de la mano no era grave, aunque sí difícil
de sanar. La piel se movía a la par de las acciones de William y arrancaba
pequeñas capas superiores, cuando ampollara, cosa que iba a suceder, las
mismas se reventarían antes de tiempo y expondrían la piel virgen
propensa a la infección. Necesitaba ser cautelosa, por ese motivo, se sentó
a su lado, sobre el colchón, y retiró la capa superior que estaba
chamuscada y sucia. Luego lavó la piel con agua y por último colocó el
ungüento y la venda—. Necesito que me ayudes con el resto de las
prendas.
—No tengo otras quemaduras… —prometió, y su esposa lo miró con
su mejor expresión señorita Cleveland. William rio, y acató a la demanda.
Le resultaba algo graciosa la situación, con la sobreprotección de ella.
Quizá era la contraposición de la desesperación con la gloria, con ese
momento en que la desgracia había puesto en manifiesto el amor. Porque
estaba allí, frente a sus ojos. El cuidado, los celos infantiles y el deseo…
el deseo que se revelaba en la mirada café de su esposa a medida que su
piel quedaba al desnudo. Y, por último, esa batalla interna era la prueba
final, la pasión la abrasaba como el incendio pasado y, sin embargo, era la
necesidad de cuidarlo la que primaba. Tuvo que tragar para deshacer el
nudo de su garganta.
Vanessa lo contempló desnudo, y pudo jurar que William Witthall
era su mejor obra de arte. Hundió el paño en el agua, lo escurrió y se abocó
a la tarea de lavar el cuerpo de su marido, centímetro a centímetro. El
deseo del hombre se puso en evidencia, y en esa ocasión no sintió pudor,
sino la respuesta natural de su propio ser. Con movimientos suaves,
terminó de lavar el cuerpo, de quitar los restos de desgracia en él. El sol
comenzaba a clarear el cielo y a colarse por las ventanas. El sueño los
llamaba, sin embargo… aún quedaba un incendio por apagar.
William se quitó la última prenda, dejando al descubierto la única
porción de él que su esposa desconocía, y le sonrió cuando notó que ella
no rehuía ni se incomodaba. No su Vanessa, ella siempre llegaba al
examen práctico con toda la teoría estudiada.
Aun así, había algo que solo se aprendía al final, y él se sentía
dichoso de ser el maestro de esa lección.
—Ahora tú —demandó, obligándola a darle la espalda. Le quitó el
vestido sucio y en parte chamuscado, la camisa, el corsé y la camisola
inferior. Las medias, los pololos, todo fue a parar a un nido en el rincón.
—No te humedezcas el vendaje —advirtió Vanessa, preocupada, y se
granjeó una nueva risa seductora de su marido.
—Shh. —La silenció con el índice en la boca, y terminó por
acariciar los carnosos labios. Hundió el paño en el agua limpia, y con la
mano sana se encargó de quitar la suciedad del cuerpo de Vanessa al
tiempo que se permitía la contemplación. Era perfecta, más que perfecta,
era única… su musa, su esposa, su salvación.
Muchos artistas buscaron su versión de Venus, él la tenía ante sí. Los
senos le cabían en las manos y estaban coronados por rosados pezones que
se erguían por el frío y el placer. La piel color crema, salpicada con
algunos lunares perdidos, que él, ansioso, profanó con besos. La cintura
estrecha, las caderas redondeadas y las piernas firmes, largas y torneadas,
hechas para el trabajo y para él… para hacerlo prisionero.
Terminó la labor en el cuello, allí donde depositó un par de besos
más. Volvió a trenzar el cabello castaño oscuro, y con los dedos aún
enredados en los mechones, reclamó la boca de su mujer.
El beso no fue gentil, habían dinamitado esa barrera. Fue un choque
de labios, una lucha de lenguas… una guerra con dos victoriosos y ningún
derrotado. Cayeron en la cama, y William la hizo rodar hasta quedar
debajo de él. Con su boca, ambiciosa de su premio, recorrió cada
centímetro de su musa, adorándola y marcándola en fuego.
—William…
—¿Sí?
—Sé que está de más —susurró, presa de la pasión—, pero quiero
que sepas que sí, lo estoy pidiendo... deseo esto.
Se lo debía, y la sonrisa de satisfacción de Witthall iluminó más que
el sol de ese trágico enero.
—¿Por la ciencia? —Volvió a unir sus labios, para robarle la
respuesta.
—Porque te necesito —y esa fue la más dulce de las confesiones.
Vanessa Cleveland admitía al fin necesitar a alguien, y no a cualquiera, a
él… Pactó con sus caricias ser digno de esa confianza, con las manos
ansiosas le brindó lo que pedía.
No había libros que explicaran esas sensaciones, intentar atrapar en
tinta lo vivido era imposible. Los labios de Witthall viajaban por todos los
rincones, hasta centrarse en el punto exacto en que el deseo de Vanessa
latía sin piedad. Cuando la lengua del hombre lo acarició, la exclamación
de deleite se hizo oír en la habitación. Abrió sus piernas de modo
instintivo, invitándolo a una honda exploración y enredó los dedos en los
bucles castaños que se perdían en el centro de su deseo. El nombre de su
esposo se escapaba en susurros, en gemidos y en gritos.
Quiso decirle que lo estaba haciendo mal, hasta que comprendió algo
peor: lo estaba haciendo adrede. La llevaba a la cima una y otra y otra vez
sin dejarla caer nunca. ¿Qué buscaba?, ¿qué más quería de ella?
—William, por favor —clamó cuando los dedos del hombre la
abrían y la humedad de ella brotaba a la par de sus súplicas. Para su total
sorpresa, en lugar de darle lo que reclamaba, se giró y se acostó a su lado.
Unió su mirada a la de ella, y le permitió vislumbrar el amor, el deseo y la
desesperación… Entonces, ¿por qué no la tomaba?
—Si existe un modo, uno, de pertenecerle a otra persona, es este,
Vanessa. Soy tan tuyo como un hombre puede ser de una mujer. —Vanessa
sintió la tibieza de esas palabras y lo que él le ofrecía. El control en esa
primera vez, el permiso para conocerse a sí misma en el placer, algo que
también en demasiadas ocasiones se le prohibía a la mujer.
Vanessa dudó un instante, los primeros movimientos fueron
vacilantes, pero la mirada ardiente de William le decía que iba en buen
camino. Pasó sus piernas a ambos lados de la cadera del hombre, hasta
montarlo a horcajadas. Él la guio los primeros centímetros, y permaneció
inmóvil mientras ella se habituaba a la invasión. La posición le permitía
manejar las sensaciones, por lo que el dolor no formó parte de la
experiencia, la tortura fue otra, la de la lentitud.
Cuando sintió que las pelvis se unían, que tenía a William por
completo en su interior, el grito de placer se mezcló con el de gloria. Las
sensaciones se intensificaban con cada vaivén, con cada embiste. Sus
cuerpos se rozaban en el lugar exacto, y danzaban acompasados el baile
más antiguo del mundo.
—William… —fue el pedido hacia el final, el agotamiento y la
novedad le impedía llegar a la cima y lanzarse. En ese instante, con las
miradas en comunión, Vanessa le otorgaba más que el mando, le daba su
confianza, el control del cuerpo y los sentimientos, y William se apropió
de ese tesoro.
Tomó de las caderas a su esposa, y arremetió con violencia en su
interior, asegurando que cada movimiento le brindara el alivio que el
cuerpo de la muchacha clamaba. Los sonidos emitidos le dieron la señal, y
mientras Vanessa se rompía en mil pedazos confesando su nombre, él se
derramaba victorioso en su interior.

William apenas pudo dormir un par de horas. Las preocupaciones


eran muchas, al igual que las tareas por abordar. Pese a ello, en el preciso
instante en que los rayos de sol del mediodía se colaron por las ventanas,
dejó de lado todo mal y se enfocó en Vanessa que dormía plácidamente
junto a él.
El agotamiento que profesaba era tal que apenas si se movía para
respirar. Tras las puertas de la habitación, los empleados comenzaban las
labores cotidianas, como si quisieran embeber la casa de una rutina que
borrara el daño del incendio. Él necesitaba lo mismo, unos segundos de
paz mental antes de que la catástrofe mostrara su verdadera forma, la de
las consecuencias.
Mientras tanto, tenían ese momento, y no permitiría que nadie se lo
quitara. Se escabulló fuera de la cama, se cubrió con su bata y se dirigió al
altillo en busca de algunos materiales, regresó tan silencioso como se
había marchado, y acercó la silla a la cama para observar en detalle la
imagen ante sus ojos. Una Vanessa sin barreras de ningún tipo, tan desnuda
en cuerpo como en alma.
El fuego se consideraba purificante en algunas culturas, en otras,
como un renacer de cenizas. Allí era ambas, había dejado su impronta en
ellos permitiéndoles ser quienes debían.
La mano le dolía un poco, por lo que tuvo que tomar aire antes de
cerrar los dedos alrededor del carbón y comenzar el bosquejo. La posición
de Vanessa era perfecta sin necesidad de órdenes de él, con su mano
debajo de la almohada, su rostro vuelto hacia el sol, su espalda desnuda y
unos pechos erguidos que apenas rozaban el colchón. Las sábanas la
cubrían desde la cintura, y el cabello caía en parte sobre su rostro y en
parte sobre sus omóplatos. William se encontró a sí mismo señalando en
el papel el lugar puntual de sus lunares, el cielo estrellado de la espalda de
su mujer.
Con la carbonilla, volvió a hacerle el amor. Caricias de papel y
pincel, caricias inmortales. Se detuvo solo cuando los ojos de Vanessa se
abrieron y se fijaron en él. Confundida por la mezcla de sueños y
realidades, le costó orientarse y asociar la languidez de su cuerpo y la
felicidad de su espíritu con la tragedia acontecida.
—Buenos días, mi musa —la saludó en un susurro.
—Will…
—No te apures en despertar —propuso él—, lo bueno de los
problemas es que son tan pacientes que aguardan por nosotros. Nunca se
van, ni aunque los echen.
Vanessa se atrevió a sonreír. William volvía a ser él, un demente que
confiaba y se aferraba a la esperanza. El de la noche anterior, derrotado
ante la terrible noticia de que se trataba de algo premeditado, no le
gustaba. Ella quería a su loco soñador, a su artista que agregaba color a la
vida con pinceladas de cariño.
—Accedo a no salir de la cama por unos minutos, aunque lamento
tener que romper tu cuadro, mi cuerpo lo demanda, me duele todo. —
Vanessa se giró hasta quedar boca arriba. Se apuró a cubrirse con las
sábanas hasta los pechos, y en esa posición se estiró tanto como pudo. La
expresión delató las molestias de sus músculos, y William dejó sus
herramientas de dibujo para acercarse a ella.
—Permíteme que te ayude con eso. —Lady Witthall volvió a
acomodarse y permitió que las gentiles manos de su esposo le brindaran
un masaje. Se sentían cálidas y delicadas, salvo por el vendaje que cortaba
con la armonía de su piel. Un recuerdo de que los problemas esperaban al
otro lado de la puerta.
—Will, ¿Quién puede querer tu ruina? Lo pienso y no se me ocurre.
Lo lógico sería que los acreedores se alegraran de cobrar al fin.
—No lo sé, pero tengo una sospecha… hay otra cosa de la que
debemos hablar, y ambas conducen a un único lugar.
Se volteó para mirarlo, el tono usado por el hombre le indicaba que
era algo serio. William le acomodó un mechón detrás de la oreja y le robó
un breve beso antes de hablar.
—En el último viaje a Londres descubrí algo acerca de Sir Johnson.
—La mención de su tutor puso de mal humor a Vanessa. Si bien, en ese
instante, mientras compartía el lecho con Witthall podía llegar a
agradecerle la intervención, las mentiras aún dolían.
—Creo que Sir Johnson es el menor de nuestros problemas ahora.
—No, no lo es. Vanessa… —Le tomó el mentón con suavidad y le
alzó el rostro hacia él. Tan perfecta… tan hermosa…—. Vanessa, te amo.
Llevo un tiempo queriendo compartir mis sentimientos hacia ti, pero
siempre hay un nuevo obstáculo por sortear. Esta mañana me di cuenta de
mi error… no hay obstáculos en mis sentimientos, sino en mis miedos…
—¿Cuál miedo?
—Este —Señaló con una agridulce sonrisa—, el silencio.
Vanessa quiso bajar la mirada, y William se lo impidió. No
necesitaba esconderse ni avergonzarse por no poder pronunciar las mismas
palabras. Él lo sabía, como también entendía los motivos.
—William…
—Quiero que entiendas —la interrumpió—, que si guardé silencio
este tiempo fue porque preferí que te enteraras de todo por él, creo que es
lo mejor. Yo no conozco los pormenores…
—No sé de qué hablas.
—De los motivos de tu padre, y de las mentiras dichas.
—¿Lo sabes? —Vanessa se incorporó, exponiendo su desnudez ante
él. La vulnerabilidad de ella en ese momento le hizo maldecir a todo el
mundo.
—Lo deduje. Vanessa, cariño, tenemos que volver a Londres, tienes
que hablar con Sir Johnson…
—¡No!, solo conseguiré más mentiras, más secretos, no quiero eso…
—William la abrazó, para que descargara su furia y frustración. Eran
demasiadas cosas en pocos días, muchas emociones, altibajos y
revelaciones. Muchos cambios.
William reconocía que las tormentas eran necesarias, pues daban
como resultado los cambios de aire. Y ellos saldrían de esa tormenta y de
mil más.
—No podrá mentirte de nuevo, sabe que, si no te lo dice él, te lo diré
yo. —La acunó con cariño contra su cuerpo—. Él no desea que te lo cuente
porque no quiere que sufras, y le di este tiempo para que juntara valor, no
lo hice por ocultarte nada…
—Lo sé, Will… De verdad, confío en ti. —En labios de Vanessa, esa
era la más dulce de las declaraciones.
—Yo tampoco quiero que sufras, solo que…
—No puedes impedirlo. —El círculo se cerraba con esa conclusión.
Su primera charla de amor tomaba sentido ese mediodía, mientras se
encontraban uno en brazos del otro. Uno no desea el dolor del otro e
intenta evitarlo, solo que es imposible conseguirlo siempre. William se
encontraba en ese punto, en el más álgido de los sentimientos, en el de
permitirle a Vanessa encontrarse a sí misma, incluso cuando las heridas
que ella sufriera le partieran a él el corazón.
—No, solo puedo prometerte que estaré allí para ti, que no te soltaré,
y que en mí siempre encontrarás un refugio…
Vanessa lo besó, las palabras sobraban, y las únicas que debían ser
dichas no podían salir de su pecho aún. Quizá la respuesta a su incapacidad
de confesarse la tenía Sir Johnson, o tal vez era el temor de darle al
destino las herramientas para rematarla. Estaban al borde del abismo, su
matrimonio podía fracasar junto a las finanzas del condado y ella no
quería hacer de la derrota algo tan definitivo.
Cuadró los hombros con determinación de no dejarse vencer. Un
objetivo a la vez…
—Está bien, viajemos a Londres, de todos modos, necesitamos
comprar semillas para la próxima cosecha.
—Y descubrir a un conspirador. —Una sonrisa pujó en labios de
William—. Ahora que recuerdo, creo que mis poemas han enamorado a la
mujer de Peter Hanson.
—¿Y quién es Peter Hanson?
—El jefe de Scotland Yard.
—¡Witthall! —exclamó ella en un falso reproche—, si tan solo
hubieras empezado la conversación por allí… Partiremos a Londres tras
evaluar los daños y reacomodar las tareas —sentenció—. Y luego…
Con una renovada energía, Vanessa se puso de pie y comenzó a
vestirse. Y luego… cazarían al maldito desgraciado que prendió fuego su
granero.
No sabía quién podía ser, pero de algo estaba segura: ese criminal no
sabía con quién se había metido.
Capítulo 13

El destino parecía haberse puesto de lado de Sir Johnson, y entre una de


sus tantas tretas, lo había llevado fuera de la ciudad, la vida del hombre se
limitaba a Cambridge y a conferencias alrededor del mundo en nombre de
la universidad.
Para William, su ausencia fue un agradable respiro; los ánimos de
Vanessa estaban un tanto explosivos, por lo que una pausa forzada antes
del encuentro podría ser más que beneficiosa. Henriet jugaba una última
vez el papel que llevaba manteniendo desde hacía meses, y lo hacía con
aires renovados, sabedora de que estaba a pasos de desenmascarar el
verdadero vínculo que las unía. Estaba de acuerdo con William, en su
demanda, en la presión que había ejercido en su hijo, ella no contaba con
las fuerzas suficientes para lograrlo, y por eso le estaría agradecida hasta
el día de su muerte. Por eso y por la felicidad que expresaba el rostro de
Vanessa. La vida daba vueltas y vueltas, y más tarde o más temprano,
terminaba colocando a todos en su sitio. El de la jovencita de Boston había
sido en los brazos del conde loco. ¡Vaya locura! El mundo necesitaba más
de ella.
—¿W. Wallace? No… no es posible. ¡Te estás pasando de lista
conmigo! —Henriet disfrutaba de las nuevas anécdotas de Vanessa,
aunque a algunas las pusiese en duda.
Disfrutaban del sol del mediodía en el pequeño jardín trasero.
Vanessa prefería estar de incógnito en la ciudad, no tenía deseos de visitas
protocolares, salvo que fuese a casa de sus amigas.
—¿Por qué habría de tomarte el pelo, Henriet? W. Wallace es el
pseudónimo de William...
Confiaba en la mujer, Henriet era una tumba cuando de secretos se
trataba; además quería compartirle las buenas noticias, en la balanza de
los actuales sucesos, las malas nuevas pesaban más. No deseaba
deprimirla, sino convencerla de que todo estaba de maravillas.
¡Esperen... eso no estaba tan fuera de lugar! Las deudas les llegaban
hasta la cabeza, cierto. Habían perdido parte de la cosecha y los brotes
para la siguiente siembra, también era cierto. Pérdidas materiales, nada
más; en compensación eran ricos en otras áreas. Sonrió. Recordó los besos
de William, sus caricias... los «te amo» que hallaban cualquier excusa para
convertirse en palabras en su boca.
—¡Pues no puedo creerlo! Lady Merlbourne está obsesionada con él,
ha reemplazado todas las obras de su salón de té por las de ... —rio,
recordaba la conversación con la mujer: un artista extranjero. ¡Patrañas!—
las de tu esposo. ¡Por los cielos, no me creo capaz de poner un pie en la
casa de esa mujer ahora!
—¡Por supuesto que eres capaz de hacerlo, es más, irás y te
fascinarás con las obras!
—¡Tienes razón, apelaré a la falsa envidia! La envidia mueve
montañas en la nobleza británica.
—Con que mueva un par de libras nos es suficiente. ¡Requerimos de
toda la publicidad habida y por haber! Así que deja de aburrirte en esta
casa, y sé productiva, Henriet.
—Lo seré, no lo dudes... creo que comenzaré con Lady Clarence, que
está obsesionada con Lady Merlbourne, que a la vez está obsesionada con
tu esposo... —Tosió, víctima del malestar típico de invierno—, perdón, W.
Wallace.
—Ten... bebe más té —dijo capturando su taza para llenarla con la
tibia bebida que descansaba en la tetera.
—No —Henriet cubrió la taza con la mano—, mi té es especial, deja
que llame a Edith. —Sacudió la campanilla de asistencia.
¿Especial? La preocupación la llevó a indagar. ¿Estaría bebiendo
alguna clase de infusión medicinal? De ser así, ¿qué problema la
agobiaba? Amén de la vejez, por supuesto. Capturó la taza para olfatear
los restos de la bebida. La compañía de Bridport la estaba convirtiendo en
un sabueso más.
—¡Henriet! —reclamó ante la sorpresa—. ¡Esto es coñac!
—Shhh... No es necesario que todo Londres se entere.
—¿Hace cuánto disfrutas de estos «tés especiales»?
—Desde que tengo memoria, ¿cómo crees que llegué a esta edad? —
Vanessa rio a carcajadas, ella continúo—: Décadas atrás descubrí la clave
de la inmortalidad, y lo hice observando a los lores... ellos, whisky por
aquí, coñac por allá; nosotras, té... y más té. ¡Al diablo el condenado té!
Edith sabía con exactitud cuál había sido el motivo de su llamada,
traía consigo otra tetera, de seguro, «especial».
—¿Más té, señora Johnson? —preguntó en complicidad.
—Sí, por favor, Edith.
Vanessa bebió el contenido de su taza de un solo sorbo decidida a
vaciarla, una vez logrado el cometido, la acercó a la de Henriet.
—Que sean dos, Edith.
La mujer buscó aprobación en Henriet, una vez recibida, sirvió la
bebida en la taza.
—Y deja la tetera aquí, Edith, así no volvemos a importunarte.
Henriet iba un paso adelante de todo, y Vanessa la adoraba por ello.
Ojalá el asunto de la inmortalidad fuese tal, para el bien del mundo,
Henriet no debía de morir jamás.
Se tomaron unos segundos de deleite, saborearon la exquisita bebida,
el invierno era más tolerable con coñac corriendo por sus venas.
—¿Puedo inmiscuirme en uno de tus asuntos? —Unas palabras
habían quedado retumbando en la cabeza de Henriet.
—¿Solo en uno? —bromeó Vanessa. ¿A quién engañaba Henriet?
—Has dicho «un par de libras» ¿A cuántas libras haces referencia?
—Quería ayudar, deseaba hacerlo.
—Si te soy sincera, ya he perdido la cuenta. —No podía ocultarle
esa triste realidad.
—¿Han perdido todo en el incendio?
—No todo, pero hemos perdido lo suficiente como para regresar casi
al inicio. Solo espero que la noticia no llegué a la cámara de lores. —La
expresión de Henriet le recordó a Vanessa que esa parte de la historia no
era conocida por ella—. William recurrió a un prestamista, un maldito
usurero que reclama unos intereses impagables, los lores tomaron la
decisión de saldar esa deuda siempre y cuando las ganancias y el
crecimiento del condado lo justificaran.
—Y esas ganancias no lo justificarán —sentenció Henriet
elaborando su propio análisis.
—No ahora, perdimos un gran porcentaje de la cosecha, y eso no es
todo, también perdimos los brotes de la cepa. Gracias a ello, un gran
porcentaje del dinero obtenido de la venta de la cosecha tendrá que ser
invertido en nuevas semillas para la próxima siembra... como he dicho,
estamos de nuevo en el mismo lugar.
—Ese lugar se reduce a «dinero», ¿verdad?
—Por desgracia, sí...y la ayuda de W. Wallece y Doctor C ya no
bastan.
A Henriet se le estrujaba el corazón, eran una familia acomodada,
tenían una buena vida.
—Dime... ¿cómo puedo ayudarte?
—Ya lo has hecho —dijo alzando la taza con el «té especial».
William le había contagiado algo más que su locura. ¿Cómo era que
se llamaba eso? Vanessa era nueva en el asunto. Ah, sí... se llamaba
esperanza.

***

—¿Enemigo? ¿Tú? Pues ahora sí, me rindo, el mundo no tiene


salvación.
A Peter Hanson le era difícil creer el relato de William, el conde de
Dorset era esa clase de hombre que pasaba desapercibido o, en su defecto,
se hacía inolvidable. Esto último le ocurrió al tal Peter, tiempo atrás,
cuando lo conoció en un club clandestino para hombres. En aquel entonces
la rebeldía se invertía en ese tipo de antros, aunque la rebeldía de Witthall
siempre se había diferenciado a la de la mayoría. La palabra egoísmo no
existía ni en el vocabulario ni en el espíritu del joven conde, siempre
dispuesto a ayudar, en especial cuando de corazones no correspondidos se
trataba.
—No creo que «enemigo» sea el término adecuado.
—¡William, han incendiado tu maldito granero!
El encuentro se estaba llevando a cabo en la intimidad de la casa de
Hanson, utilizar las instalaciones citadinas de Scotland Yard levantaría una
alarma innecesaria.
—Lo sé, por eso he contemplado todas las posibilidades, y solo me
he encontrado una con sentido, y nada tiene que ver con odio o
enemistades.
—Si no es asunto de odio o enemistad, es... dinero. —La genialidad
no era necesaria para elaborar esa hipótesis, el estado de las finanzas del
condado era de conocimiento popular—. ¿Le debes dinero a alguien?
—Técnicamente hablando, todavía no debo nada, el plazo de pago
aún no ha llegado.
—¡Mierda! —balbuceó Hanson, y aspiró su cigarro. El asunto olía a
problemas—. Intuyo que la deuda iba a ser saldada con la producción del
condado. —William asintió, no lo acompañaba con el cigarro, aunque no
le despreció el whisky—. Por favor, dime que no recurriste a un
prestamista.
Confirmado, ya no olía a problemas, los problemas estaban al otro
lado de la puerta dispuestos a derrumbarla en el momento menos
oportuno.
—¡No tuve alternativa! —se defendió sin mucho sentido, en
realidad, Hanson no lo atacaba, solo lo trataba de imbécil con una delicada
indirecta.
—Dime su nombre.
—Sebastián Dun...
—¡Dunne! —William no tuvo ni que finalizar, Hanson se incorporó
de un salto al decir el nombre—. ¡De todas las sabandijas posibles, tú
recurres a esa!
—Una vez más... ¡no tuve alternativa! —Todos le habían dado la
espalda, a excepción de Dunne.
Hanson resopló para librarse del reciente fastidio, regresó a la silla,
volvió a aspirar su cigarro, exhaló los residuos con lentitud, y retomó la
palabra:
—Si fuese por mí, con el nombre que me has dado, doy por cerrado
el caso. Lamentablemente, hay pasos a seguir, pruebas que conseguir...
tenemos que abocarnos a eso en primera medida.
Dunne ya tenía un historial conocido tras las oficinas de la entidad,
las maquinaciones y jugarretas del hombre habían dejado a unos cuantos
en la ruina definitiva, el problema era que hallar pruebas que lo
demostraran no era una tarea tan simple.
—¿Cuento contigo entonces?
—Te debo un favor, ¿no es así? —El favor pendiente tenía nombre
de mujer y acababa de sumar un tercer integrante a la familia—. Además,
la idea de contribuir a erradicar la escoria en este mundo siempre me
motiva. En resumidas palabras: sí, cuentas conmigo.

***
El retorno de Philip fue un acontecimiento esperado para todos,
menos para él. No entendía el motivo de tanto alboroto, si hasta los
sirvientes se hallaban en un estado de extraño frenetismo. ¿Qué ocurría?
¿Acaso su madre...?
No, Henriet estaba ahí, en el sillón del salón principal a su espera, y
no estaba sola.
¿William? ¿Qué estaba haciendo ahí Witthall?
El nombre lógico resonó en su cabeza: Vanessa. Fue rápido para
pensar lo peor.
—Madre... William... ¿Dónde se encuentra Vanessa? —Una punzada
en su corazón acompañó a la pregunta.
—Aquí... aquí estoy. —La voz de Vanessa lo sorprendió a sus
espaldas. Philip giró para enfrentarla—. Y esa respuesta nos lleva a otra
pregunta: ¿Por qué estoy aquí?
—William, ¿qué has hecho? —gruñó entre dientes enfadado.
—Hice lo que dije que haría, le di tiempo, y usted no supo
aprovecharlo.
Henriet se mantenía firme junto a Witthall, estaba harta de la
mentira, quería la verdad, deseaba abrazar a su nieta.
Vanessa no se arriesgaba a suposiciones, las tenía, por supuesto que
sí, contaba con la inteligencia que se requería para unir las piezas del
rompecabezas, y si no lo había hecho hasta ese momento, era porque no se
había sentido preparada. William cumplió con esa labor, como un paciente
maestro, le enseñó la más difícil de las lecciones: abrir su corazón,
sentirlo, oírlo.
Aceptar que las personas que debieron amarla no lo hicieron, dolía
demasiado.
En su corazón, Vanessa ya sabía la verdad, solo necesitaba oírla de
él.
—Mi cabeza lleva días viajando al pasado, no pude evitarlo...
William, con ese secreto inconfesable que no le pertenecía, me obligó a
ese inesperado paseo. —Avanzó hacia el interior del salón pasando junto a
él. Quería hacer partícipes a Henriet y a William de ese enfrentamiento, o
tal vez... tal vez los necesitaba ahí para sentirse menos débil y más amada
—. ¿Sabe con qué me encontré en ese recorrido, Sir Johnson? ¡A usted y a
mi padre! A usted y a mi padre en una amistad que de amistad no tenía ni
un ápice. Lo que me hizo pensar, ¿por qué mi padre elegiría como mi tutor
a un hombre que detesta? —Philip se mantuvo inmutable, no iba a
responder, y la furia de Vanessa, contenida por años, rompió la primera de
sus cadenas—. Sir Johnson, esa pregunta fue dirigida a usted, no al aire...
Silencio, más silencio. William quería golpearlo, y Henriet también,
con su bastón. La anciana mujer mantuvo a raya sus deseos de violencia y
tomó partido ante el asunto. Abandonó el sillón, fue hasta Vanessa y se
enfrentó a su hijo. Dos contra uno. Nada bueno saldría como resultado.
—Si no respondes tú, lo haré yo...
Era el fin para Sir Johnson, pagaría por sus errores.
—¿Por qué mi padre elegiría como mi tutor a un hombre que
detesta, Sir Johnson? —repitió con el primer matiz de furia en la voz—.
¡¿Por qué?! —gritó cansada del silencio del hombre.
—¡Porque amaba a tu madre, y tu madre me amaba a mí! —Se
derrumbó ahí mismo, dejándose caer en el sillón cercano—. ¡Le pedí que
se hiciera a un lado, pero no… todo era una maldita competencia con él!
—¿Y yo, qué papel jugué en esa competencia?
—El dinero Cleveland pudo más que el apellido Johnson, la
obligaron a casarse con él...
Vueltas y más vueltas como un condenado carrusel. Vanessa no lo
permitiría.
—Sinceramente, la historia de amor entre mi madre y usted me tiene
sin cuidado, Sir Johnson.
—Pues debería, porque todo se reduce a eso... —Se incorporó para
enfrentarla de nuevo—. ¡La vida de los Cleveland siempre ha sido una
gran mentira, la construcción perfecta de una realidad ficticia que se
presume de puertas para afuera!
Ella era una Cleveland, así la habían criado, como un becerro recién
nacido se había alimentado de esa influencia paterna. Reconocer que
estaba en lo cierto fue la bofetada final para Vanessa.
—Fueron el perfecto matrimonio —Philip se arrancaba el pasado de
la piel, escupía el veneno atragantado por años—, a pesar del desprecio y
la manipulación que se escondía debajo de las sábanas, y cuando esa
imagen de perfección se vio atacada, él... él recurrió a mí, valiéndose del
sentimiento que albergaba por tu madre.
El relato daba un giro demasiado veloz. William se incorporó de un
salto, había hecho hipótesis, pero ninguna había bordado el límite de la
complicidad.
—¡Philip! —Henriet le puso un alto a su hijo, las palabras
inadecuadas romperían más de un corazón.
—¿Eres mi padre? —Era justo demandar esa respuesta.
—Sí...
—¿Siempre lo supiste? —Se había prometido no llorar. Fue en busca
de la mirada de su esposo para tolerar la respuesta.
—Sí —confesó Johnson sintiéndose tan miserable como libre.
Rompió su promesa, y la primera de muchas lágrimas se escapó de
sus ojos.
—Mi padre... ¿él, lo sa…?
—Sí, Robert lo sabía, por supuesto que lo sabía... no había intimidad
entre ellos, nunca la hubo. Robert... Robert no podía, tenía un
inconveniente...
Ciertos detalles no valían la pena ser oídos, porque no compensaban
ni justificaban nada, solo ponía sobre la mesa la retorcida historia que la
había condenado.
—No, no quiero saberlo.
—Caí en su juego, y le di lo que necesitaba, una familia que
mantuviera las apariencias...
La furia desatada tomó control del cuerpo de Vanessa, lo abofeteó.
El impacto de su mano en el rostro resonó por todo el ambiente.
—Es agradable conocer mi origen, algunos nacen fruto del amor,
otros de la infidelidad... yo nací fruto de las apariencias. ¡Eso sí que debe
ser una novedad!
—¡Vanessa, niña! —La mano de Henriet fue en busca de la suya, y
Vanessa, contrario a rechazarla, se aferró a ella.
—Cuando naciste intenté hacerlo entrar en razones, me marcharía de
ahí contigo y tu madre... sabía que deseaba un heredero.
—¡Por supuesto que deseaba un heredero que luciera el apellido
Cleveland! —Ese era el estigma con el que Vanessa cargaba. Nunca había
sido suficiente, sin importar el esfuerzo—. ¡Y tú, Johnson, fallaste en la
única tarea que se te encomendó engendrando una condenada niña! ¡Una
inservible niña!
William fue hasta ella, la tomó de la cintura. Era un huracán, lo
sentía, tendrían que contenerla para que no generara múltiples destrozos.
—¡No, no… no digas eso! Tú fuiste y eres más de lo que esperaba,
más de lo que deseaba, por eso...
—¡Por eso me odió y despreció toda mi vida!
—Sí, te odió y despreció por ser mejor que él, mi niña.
—¡No, tú no tienes permitido llamarme así! —Quiso abofetearlo de
nuevo. William la contuvo—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste dejarme a
su merced sabiendo que lo único que obtendría a cambio sería puro
desdén?
Comprendía la naturaleza de los matrimonios y las malditas normas
sociales, huir con su madre no hubiese sido una alternativa, la condena
social hubiese sido brutal, en especial para su madre, pero una vez
fallecida...
—Y esa es la parte de historia que todos queremos oír, Philip. —Era
su hijo, lo amaba, y sus errores también pesaban en su espalda. Henriet
también quería ser libre de amar a su nieta sin culpa, sin fragmentos
silenciados—. ¿Por qué? Su lugar era aquí...
Podía suavizar sus palabras, inclusive mentir.
No, ya la había dañado demasiado.
—Amé a Elizabeth... pero con ella solo tuve momentos, nada más
que momentos. Nunca fui un esposo, y ser padre era una tarea que no sabía
cómo afrontar. Fui lo único que pude ser para ti...
—Mi tutor... —murmuró Vanessa, víctima del más profundo dolor.
¿Cómo amar? ¿Cómo creer en el amor? Si aquellos que deberían de
haberte amado no lo hicieron. Un padre que la detestaba al ser consciente
de sus orígenes, y otro, un cobarde que no estuvo dispuesto a asumir su
rol. Entre medio de ellos, una mujer débil de carácter, de deseos, de
sueños, que se rindió a una vida orquestada por otros. Una mujer que
murió de la misma manera que vivió, sola. ¿Debía de sentir pena por su
madre? En otro tiempo, uno no muy lejano, la respuesta hubiese sido «no».
En ese presente, uno junto a William, la respuesta era lo opuesto. Ahora lo
comprendía, una vida sin amor no era vida en lo absoluto. La historia de
amor que Philip le había narrado era tan solo un espejismo, eso no había
sido amor, no podía serlo. El amor rompe barreras, es paciente, se hace
fuerte; el amor no abandona, se queda ahí, haciendo compañía en silencio.
—¿Y ahora, Sir Johnson? ¿Ahora qué puede ser?
Robert Cleveland la había desterrado, y no por sus errores, sino por
los de ellos.
—Lo que quieras, estoy aquí para ti.
—Supongo que mi padr... —se corrigió, extirparlo de ella sería
difícil y doloroso, demasiados recuerdos. Amargos recuerdos—, que
Robert no le ha dejado otra alternativa, ¿verdad?
—Vanessa, he velado por ti y tu bienestar todos estos años... tenerte
aquí, conmigo, fue lo mejor que me ha sucedido.
El sarcasmo afloró en ella. No le creía ni una sola palabra.
—¡Me lo imagino! Tan grata y anhelada le ha resultado la
experiencia que, en cuanto pudo, le concedió mi mano a este desquiciado...
—Los ojos de William la observaron de soslayo, al tiempo que sus dedos
se hundían en su cintura a modo de suave reprimenda. Vanessa se permitió
sonreír, él era lo mejor que le había sucedido—. Dulce desquiciado.
La sombra de una sonrisa decoró el rostro de William.
—No es lo que piensas. —Philip quiso justificar su decisión—.
William se presentó ante mí y yo lo vi como una oportunidad...
—Sir Johnson —Witthall finalmente habló—, sus palabras solo
arrojan más tierra al pozo, yo que usted meditaría antes de utilizarlas.
Philip comenzó a sentir el frío del acero en la garganta, tenía los
minutos contados, la guillotina le rebanaría el cogote sin piedad.
—Necesitaba tiempo —continuó—, estabas encaprichada en desafiar
a Robert, no te quería de regreso, y yo, yo no sabía cómo explicarte que él
había decidido romper ese falso lazo entre ustedes.
—¡Y prefirió dejarme creer que el enfado de mi padre hacia mi
comportamiento era la razón de todo!
—Sí, bueno... no… ocurrió todo muy de repente, y luego, para
sorpresa de todos, aceptaste a Witthall. —Hizo una pausa, William estaba
en lo cierto, tenía que meditar sus palabras. Respiró y exhaló—. Lo siento,
fui egoísta, acepté que William te cortejara porque no quería perderte...
—No se puede perder lo que nunca se ha tenido, Sir Johnson.
Esa había sido la prerrogativa de la vida para Vanessa.
El perdón no estaba hecho para todos, debía ganarse, y muy pocos
tenían el valor para ir en su conquista. El tiempo expondría la verdadera
naturaleza de Johnson; mientras tanto, debía juntar los fragmentos de una
historia que no le pertenecía para enterrarla bien en lo profundo. Robert
Cleveland nunca demostró afecto alguno, y esa ausencia de cariño tenía
una justificación. El error de Vanessa fue su deseo de sobresalir, brillar
para que él la viera, para que él recordara que existía. Ni siendo la perfecta
hija sumisa lo hubiese conseguido. Fue solo un accesorio, uno socialmente
necesario, y cuando se convirtió en una molestia, se deshizo de él.
Debía de reconocer que el temple de Cleveland la seguía
sorprendiendo, la confesión hubiese sido una perfecta estocada. Existieron
un sinfín de episodios de furia repentinos, ideales para rasgar el velo de la
verdad: «No eres mi hija». No lo hizo, y por eso no le pagaría con la
misma moneda. No habría odio y desprecio, solo olvido, porque esa era la
peor venganza que podía llevar a cabo, olvidarlo en el sentido puro de la
palabra. No era una Cleveland, y jamás sería una Johnson, era tarde para
serlo. Entonces, ¿qué le quedaba?
—¿Quién soy ahora, William? —preguntó una vez a solas.
Huir, esa había sido su primera reacción. ¿Dónde irían? Rentar una
casa por unos días era un lujo que no podían permitirse. ¿Amistades? No
estaba preparada para compartir su nueva historia. Quería huir. O tal vez
no, y se convencía con esas excusas para no abandonar la casa Johnson.
—Eres Vanessa... simplemente Vanessa. —La tenía entre sus brazos,
no la soltaría jamás, se lo había prometido.
—¿Será suficiente?
¿Dónde albergamos nuestra verdadera identidad? ¿Quiénes somos?
¿Somos lo que pretendieron hacer de nosotros o somos la consecuencia de
ese fracaso? ¿Somos el resultado de nuestra rebeldía? ¿o el resultado de la
absoluta sumisión? ¿Quiénes somos en realidad?
—No puedo darte esa respuesta, tú debes hallarla.
—Si no puedes darme la respuesta, dame tu experiencia...
—¿Mi experiencia siendo William? —Deseaba alejarla de la
tristeza, comenzaba a extrañar su sonrisa—. ¡Oh, ha sido, y es una
maravillosa experiencia! Witthall fue solo un elemento decorativo estos
últimos años, libre de obligaciones y decepciones.
—¿Fue?
—Sí, fue... hasta que llegaste tú y tus: ¡Witthall! —imitó sus gritos
—. Ahí cobró otro significado.
Lo consiguió, Vanessa sonrió. Se giró en sus brazos, deseaba mirarlo
a los ojos.
—¿Cuándo te diste cuenta de... de esta verdad?
—La última vez que estuvimos aquí, los ojos de Johnson brillaban
con una extraña combinación cada vez que te miraba —El ceño de Vanessa
se frunció con tanto esmero que sus cejas se rozaron—. Orgullo y amor...
—finalizó.
Ella resopló, la dulce incredulidad de su esposo alcanzaba su mayor
límite. ¿Orgullo? ¿Amor? ¡Por favor!
—Sir Johnson es un perfecto mentiroso, eso ha quedado más que
claro.
—Estás en lo cierto, aunque discrepo en algo contigo... los
sentimientos no pueden ocultarse. ¿Cometió muchos errores? Por supuesto
que sí. ¿Esos errores impactaron en otros? Por supuesto que sí. ¿Debemos
condenarlo por eso?
—¡Por supuesto que sí! —Vanessa se adelantó al final de su
discurso.
El gesto de desaprobación en William fue más que evidente. Torció
sus labios en una mueca. Vanessa adoraba esa mueca. No pudo resistirse,
necesitaba de él, no solo del calor de sus brazos y de sus palabras, también
requería de una dosis del fuego de sus labios. Invadió su boca con un beso,
recorrió su humedad con la lengua hasta que él le dio la bienvenida con la
suya.
Desafiando el deseo que le gobernaba el cuerpo, William tomó
distancia de sus labios. Acarició su rostro, lo sostuvo firme con sus manos
para poder gozar de su mirada.
—Cleveland, Johnson... Witthall, nada de eso importa, importa
Vanessa, y yo estoy aquí para ella.
El lazo que los unía se elevaba por sobre todas las cosas. Eran dos
almas dañadas que estaban aprendiendo a sanar juntas. Volvió a abrazarla,
los latidos del corazón de William reclamaban a los de su esposa. Vanessa
se refugió en su pecho.
—¿William?
—¿Qué?
—Llévame a casa, por favor —le susurró con la voz temblorosa, ahí,
entre sus brazos, se permitía llorar.
—Si eso es lo que quieres, eso haremos.
—Es lo único que quiero... tú, tú y los duendes son mi familia.
Los sentimientos de Vanessa llegaron a un acuerdo, confesaron su
primer «Te amo» utilizando esas palabras, y para William, esa fue la
confesión de amor más hermosa del mundo.
Capítulo 14

Le quedaban un par de días en Londres y el ambiente en casa de Sir


Johnson era agobiante. De todos modos, debían aparentar. La palabra
apariencia comenzaba a atragantarse en la garganta de Vanessa y ni los tés
especiales de Henriet lograban apaciguarla.
Tenía ganas de salir a gritar la verdad: Soy bastarda, el que dijo ser
mi padre es impotente; mi verdadero padre, un cobarde, y mi marido y yo
estamos completamente fundidos.
La presión podía con ella, y el carácter que antes creyó Cleveland,
pero que comprendió que era por completo Johnson, salía a flote. Como
William estaba ocupado, y lo hacía en completo secretismo —en vano,
porque ella sabía que trataba de encontrar al culpable del incendio—,
decidió que las señoritas, perdón, señoras americanas debían de cumplir la
función de consuelo.
El lugar de reunión en esa ocasión fue la mansión Bridport, pues el
vientre de Miranda le permitía poca movilidad, sin contar con que la
sociedad consideraba de mala educación mostrar a una mujer en estado de
gestación, sin corsé y con sus curvas maternales.
Durante el trayecto, utilizó la furia que llevaba dentro para escribir
un nuevo artículo del Doctor C. relacionado a las apariencias en torno a la
maternidad y paternidad, y cómo eso parecía ser considerado éxito o
fracaso, como si los seres humanos se limitaran a la procreación. Robert
podía no haberla gestado, pero eso no era excusa para no ser padre, pues
Johnson era un claro ejemplo de que se podía gestar y no ser padre.
También podía recurrir al ejemplo de Amy, huérfana, que había hallado esa
figura en los Richmond y de ese modo, convertido en una mujer más
abierta a los sentimientos que ella, que tenía dos padres a falta de uno.
Llena de tinta —escribir en el carruaje no era tarea fácil—, con
ojeras y vestida con poco esmero se presentó en la residencia de su amiga.
Antes de que alguna de ellas dijera algo, alzó la mano, se dejó caer en un
sofá y expresó:
—Ya lo sé, me veo fatal. Por favor, Miranda, dime que el embarazo
te antoja tanto como a Cameron y esta casa está repleta de pasteles…
necesito pasteles en cantidades obscenas.
—Hay pasteles… —Hizo sonar la campañilla. Cameron y Emily la
miraban en silencio, el mutismo fue roto por la californiana.
—También hay rumores, y por tu aspecto, deben ser ciertos.
—¡Demonios!, ¡maldición y más demonios! —exclamó Vanessa—,
con el esfuerzo que hago. Grrr…
—¿Entonces, son ciertos? —preguntó Cameron—, ¿están en la
bancarrota?
—Tanto como eso no… todavía. Es… complicado. Hemos perdido
parte de las semillas en un incendio. Pero no se preocupen, los duendes lo
están solucionando.
—¿Los qué? —Miranda dejó que sus ojos verdes mostraran el
estupor.
—Oh, nada, una tontería de Will…iam —se apresuró a corregirse,
tarde, sus amigas habían oído. Emily, una vez más, fue quien rompió la
armonía.
—Vanessa, ¡Por Dios!, si es dinero…
—Ni se le ocurra, Lady Webb. —Vanessa se enderezó como si le
hubieran ajustado el corsé de golpe—. No vine a recibir limosnas ni penas,
solo a comer inmensas cantidades de pastel y a buscar un poco de paz. De
verdad…
—¿Por qué no dejas que te ayudemos? —preguntó Miranda.
—Porque… porque… ¡No! Y punto. —Cruzó los brazos sobre su
pecho en un gesto algo chiquilín, que zanjaba el asunto. Sus amigas sabían
que, si presionaban, se volvería un puercoespín y lastimaría a todos a su
alrededor. La verdad quedaría oculta por un tiempo más, hasta que la
palabra «confianza» se afianzara en ella junto a «amor». Dos términos que
William le inculcaba a diario con paciencia y contención. Su orgullo no
aceptaba la ayuda de sus amigas, necesitaba hacerlo por sus medios, con
sus atributos. Necesitaba sentirse útil, creer que ella bastaba, para
William, para el condado y para sí misma. Tenía que rehacer a Vanessa, a
la muchacha que ahora no llevaba apellido, y quería hacerlo con las bases
de lo que creía eran sus mejores dones: la inteligencia y el trabajo duro.
No volvería a recibir migajas de los demás, no volvería a deber ni dinero,
ni afecto, ni apariencias.
—Bien —dijo Emily, con un claro ademán de reproche—, yo sigo
disfrutando de los pasteles, no voy a quejarme, me deleito tanto de lo
dulce como de las historias de amor inesperadas. Así que, si no piensas
contarnos de tus deudas, entonces tendrás que hacerlo de tu romance…
—No me presiones, Grant…
—Webb, Lady Webb para usted, Lady Witthall.
—¡Oh, altamar la ha cambiado por completo!, sabía que tantas horas
sobre un barco no le harían bien —intentó bromear.
—Vamos, Vanessa. —La sonrisa de Emily demostraba que
comenzaba a disfrutar de esos intercambios. Con un poco más de
experiencia en los sentimientos, amores y desamores, comprendía mejor a
la bostoniana y cualquier rencor por sus modos había quedado en el
pasado. En el mundo existían las Lady Anne, arpías manipuladoras que
hacían de todo por dinero y poder, y luego… luego estaban las Vanessas,
que ponían ese don al servicio de muchachas inocentes como había sido
ella, que se comían a las arpías malas y que solo el orgullo desmedido era
capaz de despedazarlas. Pero ese era el secreto de la naturaleza, la cadena
alimenticia se replicaba en la sociedad, y el rol de las muchachas como
ella era comerse el orgullo de Vanessa para que no la matara y así
mantener el bello equilibrio de las cosas—. Las dos sabemos que no me
cambió el viaje en barco, sino la compañía. ¿Será el efecto de los lores?...
mmm, no, porque también lo veo en Cameron. ¿De los hombres?, mmm,
creo que he conocido a muchos y no… no es cualquier hombre. Creo que
es… ¿Miranda? —pidió que se sumara. La sonrisa de la neoyorquina era
brillante.
—¿Esposos?
—No —intervino Cameron—, muchas mujeres casadas y pocas
así… yo creo que es…
—¡Pasteles! —gritó Vanessa al unísono de sus amigas:
—¡Amor!

***

Lo único que los retenía en Londres era el precio de las semillas.


Como bien habían dicho las muchachas americanas, el rumor había
corrido como pólvora y empujado a los lores a la especulación financiera.
La desesperación se veía plasmada en el costo del producto, y Vanessa
maldijo a todo el mundo. Los muy sinvergüenzas, cuando les convenía, se
podían convertir en los más letales burgueses.
—Eso es una estafa, Will —se quejó Lady Witthall en la intimidad
de la recámara asignada en casa de los Johnson.
—Sabíamos que esto podía suceder.
—Sí, pero… ¿Otra esposa conquistada con tus poemas?, ¿otro
favor?, ¿algún noble que haga honor al título con nobleza?
—No, mi querida condesa. Hasta donde pude averiguar, su
«nobleza» llega a aceptar que siga ejerciendo mi lugar en la cámara de
lores aun sin tierras.
—¿Qué?, ¿eso es todo lo que harán para salvar su aristocracia? Estoy
a un paso de volverme napoleónica, si ese maldito no hubiera perdido la
guerra —espetó, molesta. William le sonrió.
—Ya encontraremos el modo, por lo demás, Peter Hanson cree que
es Sebastián Dunne el culpable, aunque aún no poseemos pruebas. Lo está
manejando en total discreción, a modo de favor…
—Y Hanson resultó más noble que los nobles.
—Es un buen hombre, muy correcto y moral. No lo hace por mí, lo
hace porque cree en la ley y en la justicia.
—Por desgracia, los Sebastián Dunne existen porque los amorales
son más que los éticos —se quejó la muchacha. Le dio la espalda a
William para que la ayudara con el corsé, la camisa ya había sido dejada a
un lado, al igual que la falda. La tarea de desvestirse mutuamente se volvía
una de las más placenteras rutinas nocturnas. Se trataba del condado con
más sirvientes que no hacía uso de ellos. Vanessa contaba todavía con dos
doncellas, que terminaban haciendo cualquier otra labor, pues la condesa
ni se gastaba en sujetar su cabello con algo más elaborado que una simple
trenza o un poco rebuscado moño en la nuca.
Una vez en camisola, se encargó de la tarea de desnudar a su marido.
Sonrió con picardía al notar el deseo en él, y el modo en que pese al
cansancio y a que la novedad de los primeros encuentros quedaba en el
pasado, sus cuerpos reaccionaban a la cercanía de un modo natural que no
menguaba. Le sucedía lo mismo, y William pudo comprobarlo cuando las
caricias se volvieron osadas.
Hicieron el amor hasta sentir que parte del pesar remitía. Desnudos,
abrazados bajo las sábanas, retomaron la conversación.
—Nosotros también somos buenos —le dijo a su esposo mientras
acariciaba su pecho firme—, somos morales y éticos, y queremos justicia.
Tenemos que hacer algo.
—Según Hanson, todo se limita a conseguir pruebas.
—Lo haremos —prometió con esa luz a la cual se hacía cada día
más adicta, la de la fe—. Lo haremos y conseguiremos lo mejor para todos
los que dependen de nosotros. Ya lo verás. —El sueño la venció en el
momento en que los labios de William le prometían que sí y le repetían
que la amaban.

A falta de gallos, Vanessa se despertó con el sonido de un carruaje y


su cochero que maldecía la helada. El trajín de Londres le ponía los pelos
de punta, extrañaba el campo, los animales que alojaban en su salón de
baile, el sonido de los gallos y el andar de todas esas personas a las que ya
recordaba por nombre. No solo eso, también tenía presente a sus familias,
sus pesares, las historias, las enfermedades y males que los aquejaban,
hasta alguna que otra confesión de amor entre ellos.
Abrió los ojos para encontrar la cama vacía, y se lamentó de
inmediato. Empezar un día sin William significaba que debía
reemplazarlo con café, una infusión que le daba energía, la despabilaba y
la ayudaba a pensar… solo que no le brindaba felicidad. Por lo que estaría
el resto de la mañana de un humor de perros, algo que se potenciaba bajo
el techo de Sir Johnson.
Philip no la esquivaba, solo respetaba la distancia impuesta. Se
acercaba a comprobar si su hija estaba dispuesta al diálogo, y al notar el
muro de piedra que la rodeaba, se refugiaba en la biblioteca o en su
despacho. Era lo mínimo que podía hacer, brindarle su techo en Londres y
no presionarla. Los pesares de la muchacha corrían todos por su cuenta,
los afectivos, por el abandono, los económicos, por insistir en que se
casara con Witthall cuando sabía el estado de sus cuentas. El egoísmo,
siempre el egoísmo lo había regido.
Antes de escabullirse para dejar el salón comedor a disposición de
Vanessa —había desayunado en compañía de Witthall— su yerno fue
franco, como solo él podía ser.
—¿Recuerda mi cena aquí, cuando comencé con el cortejo? —
preguntó el hombre, dotando a su voz de un tono casual.
—¿Se refiere a la del amor?
—A esa misma. En ese entonces lo dije por Vanessa, fue en ella en
quien noté esa carencia. Ahora me doy cuenta de que es usted quien
necesita verlo con más claridad… —Sir Johnson no quería consejos del
conde loco, ¿o sí?, ese hombre hacía feliz a su hija, había conseguido lo
que nadie antes, que abriera su corazón. ¿Podía su orgullo permitirle lo
mismo?, creía que por Vanessa valía la pena intentarlo.
—El amor es posible e imposible, todo eso…
—No, no esa parte, la de mis poemas. Nos han sembrado una idea de
amor que es fácil de repetir y difícil de hallar. Vamos por la vida buscando
mariposas en el estómago, sacrificios mortales, pieles que se erizan,
dolores eternos… —Tras un silencio que William llenó con té y pan
tostado, prosiguió—: Se cree que el taoísmo buscaba crear la fórmula de la
inmortalidad, ¿sabía?
—Leí poco de taoísmo —coincidió Sir Johnson, tratando de recordar
sus conocimientos de cultura China y a la vez seguir con los divagues del
conde.
—Pues bien, parece que mientras perseguían ese fin altruista y
superior, mezclaron carbón, azufre y nitrato de potasio…
—E inventaron la pólvora —completó Johnson, reconociendo la
fórmula.
—Exacto, inventaron o descubrieron, vaya uno a saber. En definitiva,
tuvieron en sus manos el poder de algo grandioso, algo que marcó un
punto de inflexión en la humanidad, algo que se puede utilizar para
excavar y encontrar riquezas, para propulsar motores, para activar
movimientos mecánicos y…
—Y para crear armas y matar.
—Eso es lo malo de las cosas poderosas, Sir Johnson. Dígame,
¿conoce algo más poderoso que la pólvora?, ¿algo que bien usado pueda
ser grandioso y mal usado, peligroso?, ¿algo que debemos manejar con
altruismo para no herir? —Sin esperar la respuesta, exclamó—: ¡Pero mire
la hora que es!, y yo divagando. Lo dejo con algo en qué pensar, yo tengo
cosas mundanas a las cuales atender con urgencia —y se marchó
dejándolo en la soledad de sus pensamientos.
Ensimismado, con la idea de que su amor por Vanessa la había
lastimado, se marchó del salón comedor en el preciso instante en que
Henriet se hacía presente. Era la señal de que su hija también lo haría en
breve.
Su presunción fue acertada. La muchacha solicitó café negro en
lugar de té, y se sentó junto a Henriet, quien leía el último artículo del
Doctor C.
—¿Quién será este ocurrente doctor? —bromeó la mujer—, al
parecer no se cansa de generar revuelo. Ha sacado a la luz uno de los
peores trapos sucios de la sociedad: la bastardía.
—¿En qué se inspirará? —masculló.
—Difícil de saber, querida, son tantos los que se esconden en las
apariencias.
—Ni que lo digas, pero la nobleza no deja de sorprenderme para
mal. Si te contara la última… —Ante el asentimiento de la mujer, Vanessa
se explayó en la determinación de la cámara de lores de sostener a un
conde sin tierra. No harían nada por las personas que dependían del
condado, por las familias sin empleo. No, solo les preocupaba su maldita
aristocracia y el título empolvado de su marido.
Henriet acompañó el relato con sus propias exclamaciones de
malestar. Al fin de cuentas, ella no era de la nobleza. Sabía que le habían
abierto las puertas gracias a la admiración de la Reina Victoria por los
logros académicos de su hijo, sin embargo, en su vejez, no podía evitar
cavilar en el peso de los mismos, que le habían dado una condecoración y
le habían quitado una hija.
El vínculo familiar roto tiraba más de Henriet que los esnobs, y
hacia allí quería apuntar.
—Querida, según mis palabras con tu esposo antes de que se
marchara, él se iba a encargar de Patinson, de buscar un par de libras más.
Me gustaría que tú me acompañaras a otro lugar…
—¿A dónde?
—A comprar las semillas.
—Henriet, no quiero acusar a tu vejez de los delirios, así que
recurriré a la locura Witthall y su alto contagio —expresó Vanessa. Temía
que la edad le impidiera a la mujer entender el precio de la semilla y lo
impagable que resultaba para ellos.
—Vanessa, ahora que somos francas y no hay secretos entre
nosotras… ¿no notas el parecido que nos une?
—Si no es la demencia, ni la edad, entonces…
—Tengo un plan. Ven, ayúdame a abrigarme, que debemos salir
antes del cierre del mercado.
Se dejó arrastrar por la anciana producto de la sorpresa y la
desconfianza. Creía que Henriet era muy capaz de meterse en problemas
graves, porque, como bien había dicho, se parecían demasiado. ¿Acaso ella
no había tejido mil maquinaciones por las personas a quienes quería?,
claro que sí, hasta le había dado un tónico a Miranda para que adormeciera
a su marido la noche de bodas con el fin de ayudarla. Ella, que nada sabía
de relaciones, había sabido lo mejor para su amiga. La respuesta estaba
allí, porque si abrimos el corazón, si elevamos el amor a algo superior y
no lo descendemos hasta el egoísmo, entonces siempre sabremos qué es lo
mejor para nuestros seres queridos.
Con la incógnita en su rostro, subió al carruaje junto a Henriet que
llevaba una carpeta y un bolso tan firme en sus manos que pensó que le
dejaría las articulaciones duras.
—Ahora, pequeña —ordenó al llegar al mercado—, cúbrete con el
velo este. —Extrajo dos paños negros, como los que llevaba para ir al
servicio religioso, y ambas taparon sus rostros para pasar desapercibidas
—. No digas una palabra y no delates tu identidad.
Dicho eso, descendieron del carruaje y se encontraron de inmediato
con otras dos mujeres mayores, de aspecto elegante, a quienes saludaron
con una reverencia.
—Querida Henriet, los años no pasan para ti.
—Ni para ustedes, se ven radiantes.
—Son los aires de campo, desde que dejamos Londres, abandonamos
el paso de los años. Esta ciudad nos quita la vida…
—No puedo estar más de acuerdo, aquí, esta bella muchacha, me ha
prometido unas merecidas vacaciones en el campo, pero antes…
—Antes debemos salvar ese campo, ¿no es así… milady? —Las tres
mujeres le sonrieron enigmáticas, y Vanessa no supo qué contestar. Por
primera vez en la vida, se había quedado sin palabras.
—Oh, lo siento, es que no han sido presentadas. Lady Witthall, ella
es Lady Victoria Richmond y la señorita Cornelia Spark, su dama de
compañía.
—U…Un gusto —repitió la reverencia, y clavó los ojos en los de
Henriet, exigiendo una explicación. Conocía los rumores sobre esas dos
mujeres, la madre del actual marqués de Shropshire y su pareja de toda la
vida. Un escándalo que databa de varios años antes de su llegada a Londres
y que no se comparaba con nada de lo que las díscolas americanas
pudieran hacer. Las admiraba por el valor de amarse, y cuando comprendió
que peor que los obstáculos financieros eran los del corazón, se sintió feliz
y dichosa de contar con su esposo: William Witthall.
—Pues bien, querida. Al parecer las semillas tienen un coste distinto
para el conde de Dorset que para el marqués de Shropshire —explicó la
marquesa madre—, por lo que lo compraremos a nuestro nombre.
—Lo siento, milady, de verdad agradezco su ayuda, pero el condado
no está en condiciones de afrontar ninguna deuda. Me temo que entre
nuestros acreedores está su hijo, y si bien nos ha dado un plazo…
—Oh, querida, no nos deberás nada, lo pagaremos con tu dinero.
—¿Con qué dinero? —Miró a ambos lados, como si de pronto
pudieran materializarse los malditos duendes en los que creía William y
trajeran sus ollas llenas de oro del final del arcoíris.
—Con este… —Henriet alzó su bolso lleno de joyas. Vanessa miró
con los ojos fuera de sus cuencas.
—No. De ninguna manera, no puedo aceptar…
—Tendrá que hacerlo —intervino Lady Victoria—, pues llevo tres
décadas envidiando el brazalete de Henriet Johnson, ese de las esmeraldas,
y no pienso saborear mi tesoro e irme sin él.
—Nunca quise decirlo, porque su vanidad no merece ser alimentada
—alzó la disputa la señora Johnson—, pero es que las esmeraldas son su
piedra.
—¿Henriet? —Vanessa apenas podía emitir un sonido por el nudo en
la garganta.
—Querida, ¿para qué quiero yo un par de joyas viejas e inservibles?,
deja que Lady Victoria luzca las esmeraldas de mi brazalete, que a mí ni
siquiera me agrada, y permíteme hacer algo bueno con los años que cargo,
como ayudar a la nueva generación.
A Vanessa le hubiese gustado discutir un poco más, no le fue
posible. La subasta se abrió, los carteles se alzaron y pronto, los
murmullos disminuyeron cuando una voz se alzó en la multitud: La
marquesa viuda de Shropshire a la una… a las dos…
Lady Victoria alzaba su propio cartel de puja, con Cornelia a su lado,
sonrientes ante la idea de sacarle las semillas a esos sátrapas. Sin duda,
darían mucho de que hablar en la sección de sociales de The Times. Como
siempre. Y al igual que siempre, no les importaría. Se refugiarían en
Shropshire House, en mutua compañía y con el corazón contento al saber
que habían colaborado con una de las tantas personas que no le dieron la
espalda cuando el escándalo se desató.
—Vendido a Lady Victoria Richmond…
Tras el alboroto, las cuatro mujeres se acercaron a realizar el pago y
dictaminar los pormenores. El hombre de la subasta se veía nervioso y
cohibido, al punto de apenas notar a las otras dos señoras que se cubrían el
rostro con un velo.
—Bien… eh… entonces usted firma aquí y… eh…
—Sí, sí, conozco los pormenores. —Plasmó su nombre en el final
del documento de pertenencia.
—La entrega…
—Aguarde un segundo, antes del asunto de la entrega. Con esto las
semillas ya son mías, ¿verdad?
—Sí, sí, por supuesto.
—¿Y puedo hacer con ellas lo que me plazca?
—En general se reservan hasta el tiempo de siembra, pero… sí, son
suyas, puede tirarlas al Támesis si quiere. —El hombre la miraba cada vez
con más asombro, y evaluaba la posibilidad de que la marquesa madre
estuviera loca de remate. ¿Para qué quería semillas si no era para sembrar?
—Pues bien… —Extrajo de su bolso otro documento—, Lady
Witthall, ¿podría hacer el honor de firmar aquí?, no sé, creo que he
comprado esas semillas en un arrebato sin sentido. ¿Para qué quiero yo
semillas?
—¿Lady Witthall? —El hombre palideció al comprender la treta
ante sus ojos. El rumor en nombre del condado de Dorset había sido
regado por Sebastián Dunne y todos sabían que podían especular con la
venta. Quiso pensar en una forma de cancelar la transacción, y comenzó a
sudar al percatarse de que tenía un documento firmado, y no por
cualquiera, por la madre del marqués de Shropshire.
—Sí, oh, claro, no la he reconocido por el velo. Yo diría, querida,
que te lo quites, puede que yo me llame Victoria, pero si alguien tiene el
rostro para dicho nombre esta mañana, esa eres tú.
En los labios de Vanessa se dibujó una grande y radiante sonrisa.
¡Tenía sus semillas!, y las habían pagado a un precio razonable. Claro que
le debía a Henriet el valor de un par de joyas, pero estaba segura de poder
pagárselo. Plantó su firma en el documento de Lady Victoria, Henriet
entregó la bolsa con las joyas, y el rematador extendió, rendido, el
documento de pertenencia de las semillas a la marquesa que ya no las
poseía.
—A esto le llamo un negocio redondo, ¿no es así, mi querida
Henriet?
—Claro que sí.
—Por cierto, señor, de más está decirle que las semillas se
entregarán en el condado de Dorset. ¿Qué despistada?, menos mal que me
pude deshacer de ellas a tiempo, que, si mi hijo se entera, me reduce la
asignación… —fingió lamentarse. Unió su brazo al de Cornelia, le brindó
una sonrisa satisfecha y llena de amor, y emprendió a paso lento la
retirada—. Lady Witthall, Henriet, si no les molesta, ¿acompañarían a
estas aburridas damas a un té?, Londres es agradable solo con buena
compañía.
—Sin duda —accedió Henriet y empujó a Vanessa—, y les puedo
asegurar que Lady Witthall es lo mejor que hallarán para conversar, en
cuanto recupere el habla, claro.
Vanessa rio con la emoción aleteando en su pecho. Era cierto, esas
mujeres le habían quitado la palabra, pues sus acciones valían mil veces
más que millones de vocablos sueltos al azar. Sin embargo, ella poseía un
as, uno que era tiempo de utilizar.
—Mi abuela tiene razón, siempre y cuando no les horrorice hablar
de política en la hora del té.
La pareja sonrió complacida. Henriet, en cambio, se secó una
lágrima de emoción. No había joyas que pudieran comprar eso… ser
abuela al fin.

***

—Promete que en cuanto mejore el clima viajarás —demandó


Vanessa a Henriet. La oferta de pasar una temporada en el campo seguía en
pie. Sabía que a la mujer no le molestaría lo excéntrico de la casa de
Dorset ni de las curiosas asignaciones de sirvientes—. Además, tu
presencia justificará el exceso de doncellas que aún tengo.
—Oh, creo que he convencido a Lady Helen de que necesita a una de
tus doncellas. Me temo que te robarán otra empleada…
—Mientras sea con toda su familia.
Henriet volvió a brindarle un abrazo, más emocionada de lo que le
hubiera gustado a su edad. Desde que Vanessa le decía abuela que la
palabra familia la hacía lagrimear como una tontuela.
—Los vamos a extrañar —confesó e incluyó a Philip. Vanessa alzó
la vista hacia él y asintió con la cabeza, distante. Se sentía con fuerzas de
llegar alguna vez al perdón, pero no incluía tal objetivo en sus prioridades.
Sir Johnson no se lo merecía, ella lo hacía. Y si le brindaba tal oportunidad
era por la necesidad personal de sanar, de aceptar su pasado y forjarse un
futuro con cimientos fuertes.
—¿Quién dice? —intervino William—, quizá la próxima cosecha
nos encuentre con un baile en el salón de Dorset.
—¡Si sacamos a los animales de allí!
—Y los reemplazamos por otros…
—¡Menos mansos! —agregaron a coro, y rieron de su propia
ocurrencia. Philip y Henriet los miraban como lo que eran: Lord y Lady
Demente.
Los preparativos estaban listos, el carruaje esperaba, las semillas
viajaban en un vagón camino a Dorset y entre sus pertenencias acarreaban
con el último pago de Patinson. Con eso llegarían a la primavera, a la
nueva temporada social y a la posibilidad de renovados negocios.
Un lacayo intervino antes de que terminaran de subir los baúles.
—Lord Witthall, una nota para usted.
—Muchas gracias.
El sobre no llevaba remitente, ni sello. Era apenas un papel plegado
escrito con trazo desigual.
Sé que eres W. Wallace, al igual que sé que tu esposa es el Doctor C.
Si no quieren que toda Inglaterra conozca su secreto, y se corra el
rumor de que uno de los condados más antiguos se sostiene apenas y
gracias a las tareas propias de la clase burguesa, entonces pagarán mil
libras cada seis meses a este servidor.
No dejen Londres aún… las instrucciones del pago llegarán a la
residencia de Sir Johnson.
Sin firma, sin evidencias… solo con la certeza irrefutable de su
autor: Sebastián Dunne.
Capítulo 15

Las instrucciones llegaron al día siguiente, Dunne sabía lo que hacía, no


les daba respiro, solo así conseguiría su meta final, apropiarse del
condado. La extorsión y el dinero demandado eran nada más que la cereza
del pastel.
Alegaron un malestar repentino en Vanessa para justificar la
interrupción de la partida, la pequeña mentirilla tenía como motivo no
alertar a Henriet del problema, no así a Johnson, que ya estaba al tanto de
los hechos de la boca de William. Estaba decidido a colaborar como fuese.
—No cuento con la totalidad del dinero, pero puedo aportar una
buena parte.
Los Witthall no contaban con mil libras, ni siquiera para orquestar
un pago que no se llevaría a cabo.
—No, obtendremos el dinero de otra manera —sentenció Vanessa,
no estaba dispuesta a aceptar nada más de él. No le permitiría esa falsa
redención.
—Creo que no me han entendido —intervino Hanson.
El despacho de Philip se había convertido en una improvisada
guarida en la cual planear el golpe perfecto para la captura del maldito
depredador.
—No se realizará ningún pago, solo lo simularemos. —Los
presentes parpadearon ante lo dicho. ¡Dios, estaba ante principiantes!—. ¡
Y no necesitamos de las condenadas libras para hacerlo!
—Me parece un plan arriesgado —balbuceó Johnson preocupado por
el bienestar de Witthall.
—No, no lo es. —Hanson sabía lo que hacía.
William visualizaba el escenario del intercambio en su cabeza,
trazaba las líneas de los posibles desenlaces.
—¿Y si Dunne descubre la treta? —La preocupación de Philip no era
nada comparada a la de Vanessa. No podía mantenerse quieta, recorría el
despacho de un lado al otro—. ¿Si toma represalias contra William?
—Yo estaré ahí, puedo adelantarme a cualquier treta de Dunne. —
Una vez más, Hanson confiaba en sí mismo, llevaba años en la fuerza
policial de Scotland Yard. Timadores como Dunne eran moneda corriente.
Era difícil apresarlos, no por su violencia o ferocidad, sino por la destreza
en sus estafas.
—Además... —William hizo uso de su instinto; muy pocas veces le
fallaba, de hecho, con Dunne había manifestado sus quejas, unas que
desoyó por necesidad—: La peligrosidad de Dunne no es más que una
fachada.
—¿Fachada? —Vanessa emitió una burla nerviosa—. ¡Incendió
nuestro granero!
Si eso no era ser peligroso, qué lo era.
—William está en lo cierto, usted también, milady... Dunne es el
cerebro detrás de todo esto, solo eso, no tiene lo necesario para trasladarlo
en acción, sin duda utiliza a otros para el trabajo sucio, y es a ellos a los
que pretendo llegar.
Tenían un lugar y un encuentro pactado, y estaban a horas del
mismo.
—¿No crees que él se haga presente para la entrega del dinero? —
William contaba con la presencia de Dunne, ver su rostro una última vez.
—¡Por los cielos que no! —rio Hanson.
Principiantes e inocentes. Motivo más para odiar a la escoria de
Dunne, el cobarde buscaba víctimas como los Witthall, buena gente, y
disfrutaba arruinándolos. Claramente, lo del hombre no era personal.
William era un bocadillo más que masticar, a pasos de la ruina y con la
nobleza dándole la espalda. Por desgracia, el muy idiota no contó con los
otros factores, una esposa dispuesta a arrancarle la cabeza con los dientes,
empleados que daban todo por su señor y amistades pasadas vinculadas a
Scotland Yard deseosas de saldar amorosas deudas.
Ah, y el factor más importante de todos. El conde loco, era eso...
loco. La imbecilidad no formaba parte sus cualidades.
—¡Qué pena! —masculló William con decepción latente.
—No te preocupes, no soy egoísta, lo compartiré contigo cuando lo
tenga en mis manos.
—¡Y conmigo! —Vanessa no controló su deseo, se escapó de sus
labios dejando a todos los hombres estupefactos—. ¿Si es posible? —le
preguntó a Hanson. Ella también tenía que ponerle unas cuantas cosas en
claro al maldito desgraciado.
—Si lo desea, lo haremos posible, milady... —Chequeó la hora en su
reloj—. Es hora, William.
Contaban con dos horas para el intercambio, organizarse era
fundamental, requerían de otros oficiales de incógnito para que los
asistieran y no dejaran nada librado al azar. Peter Hanson estaba motivado,
sería una buena jornada laboral si lograban meter tras las rejas a un
extorsionador más.

El encuentro se llevaría a cabo en Berthnal Green, un barrio en


extremo pobre, ubicado al este de la ciudad. Allí, el hambre y la miseria
eran los compañeros de vida diarios de sus habitantes. El maltrato a las
mujeres y los niños, el alcoholismo y la prostitución te recibían en cada
esquina.
El olor era nauseabundo, en lugares como Berthnal Green no existía
ni agua corriente ni cuarto de baño. Las necesidades se hacían en
recipientes, cuyo contenido se arrojaba a la calle, provocando un hedor
insoportable. William no se cubrió la nariz, aunque esta lo reclamara, no
pretendía ofender a sus habitantes, ni expresar un repulsivo desagrado ante
una realidad que para otros era la única alternativa de vida.
A un par de minutos, existía otro Londres, uno plagado de elegancia
y opulencia radicalmente opuesto al que allí se encontraba, un lugar
olvidado, despreciado por la nobleza, en donde la esperanza de vida de un
niño trabajador no alcanzaba la pubertad.
¡Tanto trabajo por hacer! Prefería ser quién era, un conde loco... es
más, si el paquete que llevaba envuelto en hojas de periódico albergase en
su interior mil libras, las desparramaría entre los habitantes sin dudar ni
un segundo.
Caminó entre restos de podredumbre, sorteó cuerpos de niños que
pedían monedas a sus pies. Dio las que pudo, dio hasta que sus bolsillos
quedaron vacíos. Llegó a la intersección indicada, y esperó. Reconoció los
rostros de los hombres enviados por Hanson, él mismo le seguía los pasos,
se mimetizaba con los residentes del lugar, era uno más.
Unos agitados pasos resonaron al instante, se giró, era un niño, de no
más de diez años, con ropa andrajosa y rostro sucio. ¡Diablos, no tenía más
monedas!
—¿Es usted Lord Witthall? —El pequeño fue directo.
—Sí.
—Esto es para usted —dijo entregándole otro sobre.
Igual al anterior, sin remitente, sin sello. Lo abrió. La misma letra
que en el anterior.
Entrégale lo pactado al muchacho. Si cumpliste con tu parte del
trato, no volverás a saber de mí hasta el siguiente pago. De lo contrario,
prepárate a asumir las consecuencias junto a tu esposa.
—¿Lo ha leído ya? —El pequeño era cauteloso, comprobaba su
alrededor una y otra vez. No era un principiante como William.
—Sí.
—Pues entrégueme el maldito paquete —masculló con un tono no
muy cortés.
Antes de que William lo extendiera, se lo quitó de las manos, lo
colocó bajo su brazo y se marchó en la dirección opuesta de la que había
arribado. Fue uno más entre la multitud, y en segundos, William lo perdió
de vista.
Hanson se acercó a Witthall, que forzaba la vista para hallar al niño
y el paquete. La oscuridad de la tarde, mezclada con el smog, la suciedad y
la sobrepoblación, se lo impidió. Le preocupaba el infante, llegaría a
destino sin lo esperado, tal vez Dunne se desquitaría con él.
—¿Lo ves?
—No… pero mis hombres fueron tras él. No te preocupes, no lo
perderán de vista.
—Lo siento, no puedo evitar preocuparme... es un niño.
—Un niño que nos llevará a su maldito jefe.
—¿Qué harán con él?
—Depende...
—¿De qué depende?
—De la ayuda que nos pueda brindar. —Peter Hanson fue sincero. La
misericordia no existía en un barrio tan marginal como ese.
—¡Peter... es solo un niño!
—No, William... es un ratero de diez años. Mira a tu alrededor, por
si no te has dado cuenta, la niñez no habita en Berthnal Green. —Palmeó
su hombro, Hanson convivía con esa marginalidad, con esa realidad
excluida, Witthall, aunque fuese un altruista filántropo de primera línea,
no llegaba a contemplar el cuadro completo, uno que no tenía fin—. Ven,
vamos a las oficinas, esperaremos ahí, y te tomaré declaración para
adelantarnos en pasos.

Dos días demoró la detención de Sebastián Dunne, el hombre tenía


un ejército de esbirros que cumplían con su labor, él solo se dedicaba a los
números y a los planes maestros de extorsión, los demás hundían sus pies
en el barro e incendiaban graneros por un par de peniques, aunque no los
suficientes para aceptar una condena tras las rejas. El niño los había
guiado hasta otro hombre, uno decidido a confesar con tal de evitar una
segunda sentencia, ya había pasado parte de su juventud en prisión, lo que
lo hizo ideal para Peter Hanson. Pactaron una libertad a cambio de
información que colocara a su auténtico ejecutor bajo la lupa policial,
incluyendo la evidencia que apremiaba. La lista de delitos de Dunne se
extendía con el pasar de los días.
—Resulta que lo extorsión no era más que uno de sus pasatiempos...
—bromeó Peter con la satisfacción del cazador que ha conseguido a su
presa—, la estafa y la falsificación de pagarés eran su verdadera profesión,
con eso basta para encarcelarlo hasta que la fuerza vital se escape de su
cuerpo. Su objetivo era tu condado, lo sabes, ¿no?
William y Vanessa habían ido en busca de lo prometido por Hanson,
encontrarse con Dunne, comprobar con sus propios ojos que recibiría su
merecido.
—Sí... y casi lo obtiene.
—¿Qué hay con la deuda? —Vanessa quería saber en qué
condiciones se encontraban.
—Por lo que hemos chequeado, no tiene socios que reclamen lo
adeudado. Todo se reduce a él... —¡Ay, la moral de los Witthall! Hanson
contribuyó a alejar el fantasma de la deuda en ellos—. Dunne envió a
alguien a que les incendiara el granero, si a su reparación le sumamos las
pérdidas que enfrentaron, llegamos a la conclusión de que el que debe
dinero es él, y se lo debe a ustedes. ¿No lo creen así?
La perspectiva de Peter Hanson era interesante y adecuada. ¡Tenía
razón! William y Vanessa entrelazaron las manos en un gesto de festejo.
Un oficial golpeó la puerta del despacho de Hanson.
—Señor, tal como lo solicitó, le informamos que el prisionero
Sebastián Dunne será trasladado a la prisión del condado.
—¿Se encuentra con ustedes?
—Sí, señor.
—Pues ingresen con el detenido, por favor.
William y Vanessa se incorporaron a la par que Hanson. Así le
dieron la bienvenida, los tres de pie.
—¡Vaya, vaya... si son el Doctor C y William Wallace! —rio con
sorna.
—Ría, señor Dunne, aproveche ahora que puede... —Vanessa no
pudo contenerse. William la tomó de la cintura para retenerla, las ganas de
abofetearlo eran por demás obvias.
—No se preocupe, seguiré riendo tras las rejas, no es mi primer...
Mmm ¿cómo es que le dicen ustedes, los americanos? Ah, sí, ya
recuerdo... no es mi primer rodeo, milady, continuaré sonriendo. —Se
dirigió a William—. Lamento lo del granero, era un bello granero... en
cuanto a lo otro, repito mis palabras escritas: Prepárate a asumir las
consecuencias. Yo tengo mi condena, ustedes tendrán la suya.
—No se preocupe, Dunne —La calma inundaba a William, su
bendita intuición lo envolvía con buenas vibraciones—, tampoco es
nuestro primer rodeo, ¿no, cariño?
—Ni será el último...
Podrían enfrentar cualquier tormenta, saltar obstáculos, podrían
sucumbir a la noche con la seguridad de que renacerían junto al alba, y lo
sabían porque estaban juntos. Mientras se tuviesen el uno al otro, lo demás
sería reparable, soportable... posible.

***

Ni bien pusieron un pie en Dorset, se sintieron libres para respirar. El


viaje a Londres había sido épico: confesiones, verdades, mentiras,
extorsiones. ¡Por los cielos, volverían a pensárselo dos veces antes de
organizar otra visita!
William retomó de inmediato su lugar en el altillo, W. Wallace tenía
encargos pendientes, y Witthall también, su musa estaba siendo
bondadosa, y él se aprovechaba a gusto.
—¡Tengo dos noticias!
Hablando de musa... Traía consigo el periódico y la correspondencia
del día.
—¿Buenas o malas? —William hizo a un lado la carbonilla, se
limpió las manos, y se giró para recibirla.
—No sabría decirlo... —Observó la nueva pintura, era ella. Ya no
tenía que posar para él, y en cierta forma lo agradecía, aunque no podía
negar que su vanidad se retorcía satisfecha cada vez que se contemplaba a
través de sus trazos—. ¿Cómo piensas nombrarlo?
—Conversaciones con Doctor C, por W. Wallace. ¿Qué opinas?
—Considerando los hechos actuales... ¡maravilloso! —La mirada de
William demandó más información—. Y he aquí la primera de las
noticias.
Desplegó la sección social de The Times, en un pequeño apartado se
encontraban sus nombres, las falsas identidades de ambos habían sido
descubiertas. La sombra de la burguesía cubría con su espeso manto al
condado de Dorset. ¡Herejes!
¡Felices herejes!
—¡Desgraciados, nos merecíamos la primera plana!
—Coincido con usted, milord —dijo tomando asiento en una
banqueta a su lado—. Como sea, creo que Patinson podrá sacarle provecho
a esta obra.
—¿Esta obra? —Las pestañas de William se agitaron con frenesí. Le
había prometido no vender jamás sus retratos—. ¿Quieres que
comercialice esta obra? —No, no podía creer lo oído.
—Sí, el Doctor C ha salido muy atractivo, ¿no te parece? Wallace ha
sabido captar su esencia.
—Wallace reconoce la belleza en cuanto la ve... —Aprovechó la
cercanía para besarla—. Lo que me recuerda que Wallace es muy celoso
con su arte... y dudo que quiera compartir esta —le murmuró sobre los
labios—, haré otra, detallando sus bigotes y verrugas.
—¿Verrugas? No, el Doctor C tiene un límite, y finaliza en los
bigotes, pero ya nos pondremos de acuerdo... mientras tanto, prepárate
para la segunda noticia del día.
William se acomodó sobre la banqueta, espalda recta y mentón en
ángulo perfecto.
—Soy todo oídos.
—Oficialmente... ¡somos pobres! —festejó con las manos en lo alto
—¡Pobres y sin deudas!
—Y a eso le llamo yo una buena noticia... merece un festejo —dijo
levantándose para ir en busca de unos tragos de whisky—. Un auténtico
festejo. —La besó en la mejilla, y le murmuró—, ya regreso.
Se merecían un verdadero brindis, aunque eso significara consumir
los recursos atesorados. Eran pobres, se habían quedado sin un solo
penique a costa de saldar las deudas, no le debían a nadie, y eso era un
logro compartido. Tenían las semillas para la nueva cosecha y, en breve,
parte del ganado sería vendido al mercado, se enfrentarían al final del
invierno con poco, a sabiendas de que la llegada de la primavera traería
consigo aires de esperanza y oportunidades.
Dunne había dado ese batacazo final con la intención de hundirlos,
no lo había conseguido, estaban en boca de todos, eran criticados; sin
embargo, la demanda de las obras de William iba en aumento, y Doctor C
estaba a pasos de firmar el contrato editorial. Así funcionaba la nobleza
británica, criticaba y alababa al mismo tiempo. Criticar era lo correcto,
alabar era un acto de rebeldía y ... ¿a quién no le gusta una dosis de
rebeldía en su vida?
Hizo a un lado el periódico para ahondar en la correspondencia, nada
relevante, a excepción de una que iba dirigida a ella.
William regresó con una bandeja de quesos, pan, uvas y dos vasos
con una medida de whisky.
—Me encontré a la señora Garret en el camino...
La mujer siempre se adelantaba a sus necesidades. Colocó la bandeja
en la mesa de las pinturas, le entregó el vaso y, cuando ella no reaccionó,
cayó en cuenta del estado en que se encontraba. Más blanca que el papel
que sostenía entre sus manos, paralizada, con la mirada fija en la misiva.
—Cariño, ¿qué ha ocurrido? —La parálisis parecía haberse
extendido a su lengua, dejó el whisky en la mesa para sacudirla con
suavidad por los hombros—. ¿Vanessa?
—Es el abogado de mi pad... —No, no volvería a llamarlo así—, el
abogado de Robert.
—¿Cleveland? —Esa sí que era una sorpresa inesperada—. ¿Qué hay
con él?
Vanessa extendió el brazo hasta capturar su vaso de bebida. Un solo
trago y ...voilá, el whisky desapareció. Respiró y exhaló con lentitud.
—Ha muerto... y al parecer, yo soy su única heredera.
***

Debía meditar sobre la noticia recibida, y para hacerlo requería de la


intimidad de su recámara, de la calidez de su cama y de los brazos de su
esposo.
El destino, si en verdad existía, era un ser maquiavélico. La herencia
Cleveland era una fortuna que le robaría unos cuántos suspiros a los
nobles. La herencia Cleveland tenía que, por lógica, caer en manos de otro
Cleveland. Ella no lo era.
—La muerte lo debe de haber sorprendido...
—La muerte nos sorprende a todos... estás pensando demasiado,
cariño.
No había tristeza. Es más, no sabía qué sentir. ¿Libertad? ¿Libertad
completa y definitiva? Ya no tenía que complacerlo, ya no tenía que
demostrar ser digna de su cariño. Ya no… su muerte era como el
maravilloso punto final necesario.
—No puedo evitar pensar... Dudo mucho que su intención haya sido
dejarme su fortuna. Tal vez no llegó a cambiar su testamento. —Tenía que
existir un porqué—. O… tal vez, no tenía testamento alguno.
—O tal vez quiso dejarte el dinero a ti. ¿Por qué no puede ser esa
una alternativa?
—Tú sabes por qué.
Nunca la había amado en verdad, fue una muñeca de exhibición,
nada más. Fue lo que necesitó para evitar habladurías.
—Sabes, el amor no tiene una única receta... basta con mirar a tu
alrededor para darte cuenta de ello. —Ella se giró entre sus brazos.
—No quieras convencerme, Robert estaba imposibilitado para amar,
es más, pensaba que el amor era un sentimiento insípido e irracional.
William rio. Ella lo pellizcó como reprimenda.
—Conozco una muchacha que, tiempo atrás, tenía el mismo
concepto.
¡Atrapada contra las cuerdas!
El camino que Vanessa había transitado era muy diferente al de
Robert. Había intentado eludir al amor, esquivarlo, inclusive bastardearlo,
sin embargo, el sentimiento se había empecinado consigo, primero se le
había presentado bajo la extraña forma de Miranda Clark y Elliot Spencer.
Un amor un tanto explosivo, inmediato, pero intenso y puro. Luego, para
reforzar el concepto, le había restregado en sus narices a Cameron
Madison y Sean Walsh. Un amor sin fronteras, de profundas raíces y
anhelos compartidos. Por último, para espabilarla de manera definitiva, la
había torturado con la historia de amor más dulce de todos los tiempos,
Emily Grant y Colin Webb. Un amor único, nacido de la inocencia que
muy pocos conservaban, un amor que revelaba la verdadera esencia del
sentimiento, para amar al otro, primero hay que aprender a amarse a sí
mismo. Y después de ese aprendizaje, la puso frente a William, su conde,
su adorado demente.
—Puedo reconocer tu juego, William.
—¿Cuál juego?
—Convencerme de que Robert, a su manera, me amó...
—No deseo convencerte de nada, en tu corazón lo sabes.
¿Lo sabía? No podía reconocerlo aún. Todavía necesitaba tiempo
para sanar las heridas que tanto Robert como Philip le habían provocado.
Sanaría, de eso estaba segura, tenía motivos para sanar.
—Con respecto a la herencia. —William fue a ese detalle que,
presentía, la incomodaba—. Puedes rechazarla si quieres... o donarla.
Rechazarla, sí. Su orgullo —ese orgullo partes iguales de Cleveland
y de Johnson— le susurraba a su consciencia que se desentendiera de ese
dinero. Por suerte, el orgullo se vio abatido por la maldita lógica.
—No, sería una imbécil si lo hiciera, los dos lo seríamos...
—¿Me estás tratando de imbécil, cariño? —bromeó él.
—Si piensas que rechazarlo es una mejor opción que invertirlo en un
nuevo granero, sí... eres un imbécil.
—No quiero ser un imbécil.
—¡Entonces, construyamos un nuevo granero en nombre de Robert
Cleveland! Ahora que lo pienso. —Se incorporó en la cama y se apoyó
sobre los codos—. Siempre soñó con que nombraran un edificio en su
nombre en la universidad.
—Pues no nos limitemos a un granero nada más, tenemos una yegua
a punto de parir... bautizaremos a su cría...
—¡Cleveland! —clamaron al unísono. Vanessa continuó proyectando
a futuro—. Pero eso no es suficiente, no para Robert... también
destinaremos su dinero en pos del progreso y compraremos esa nueva
maquinaria que necesitamos.
—También podemos reconstruir los canales de riego... —William
contribuyó con ideas.
—Y arreglar el ala este de la casa...
—El corral...
—Mmmm, no sé, si arreglamos el corral tendremos un salón de
baile desocupado. ¿Qué sentido tiene un salón de baile sin uso?
—Tienes razón... arreglaremos el corral y, luego, le hallaremos uso
al salón de baile. —William abandonó la cama con una secreta intención,
sus ojos confesaban picardía.
Le extendió la mano invitando a hacerle compañía. Vanessa
entrelazó sus dedos a los de él y se incorporó de un salto.
—¿Uso? ¿Qué uso le daremos?
—No lo sé, supongo que no nos quedará más alternativa que bailar
en él, es más, creo que deberíamos hacer eso en este preciso momento. —
La hizo girar, hasta hacerla caer en sus brazos.
—¿Bailar, milord? ¿Está usted loco?
—Sí, y usted también lo está, milady.
—Tiene razón... bailemos.
Danzaron, recorrieron la habitación y atravesaron la puerta hasta
llegar al corredor.
Danzaron entre besos, entre caricias. Danzaron frente a sus
empleados.
Lord y Lady Demente le confesaban al mundo su más grande
locura...
¿Cuál?
Amarse.
Epílogo

Cabellos rojos, ojos verdes y un carácter endemoniado. Así era el nuevo


heredero del ducado de Weymouth, el pequeño Lord Davon Spencer.
Los invitados se aglomeraron junto a la criatura que no paraba de
berrear. Elliot lo mostraba orgulloso, contándoles a todos las grandes
hazañas de su hijo de un mes. ¿Cuáles?, nadie lo sabía, al parecer el
próximo vizconde era el mejor a la hora de nacer, de babear, de beber su
leche, de despertarlos en la noche, de llorar. Todo era digno de elogios, y el
que no estaba de acuerdo con él podía irse al demonio.
—Bridport —dijo el duque con malestar—, no es propio del
heredero que se relacione con ciertas personas.
Esas ciertas personas eran, ni más ni menos, que Lord y Lady
Witthall, quienes, pese a la herencia recibida, haber salvado el condado y
superado las deudas, continuaban con sus labores burguesas. Tanto así que
Lord Webb y Lady Thomson habían acordado hacer llegar de América una
tirada completa del libro de Vanessa: La mujer y la sociedad, firmado sin
pseudónimo y publicado por un enigmático editor americano tan esquivo
como controversial, para distribuirlo en librerías británicas. A su vez, la
marquesa viuda, Lady Victoria Richmond, estaba organizando una subasta
benéfica de obras de W. Wallace, que ya todos sabían que se trataba del
famoso Conde Loco.
Escándalo y más escándalo. Un apelativo que en el pasado había
recaído sobre los Bridport.
—Pienso lo mismo —coincidió Elliot con su padre, el sarcasmo se
hizo uno con él—, no queremos que el próximo Spencer sea un ser que
piense que un título vale más que una persona, que una familia y que el
cariño de los buenos amigos. De modo que, por el bien del ducado, le voy
a pedir que se marche.
—Elliot…
—La puerta. Hurt… —pidió a su mayordomo que lo acompañara.
El desplante de Lord Bridport a su padre no sorprendió a nadie,
aunque sí consiguió un manto de silencio en el íntimo grupo.
—Milord, sabemos que nuestra presencia puede incomodar —
rompió el momento Vanessa. En sus meses como condesa, había aprendido
a imponerse en los modos británicos, con ese porte tan propio de Lady
Thomson, o incluso, Lady Victoria—. Las apariencias no nos pueden
importar menos, pero eso no quiere decir que no sean importantes y…
—Oh, por favor… —La interrumpió Miranda—. Todo eso lo haces
para alardear de habernos robado el mote. Elliot, ¿qué debemos hacer?
—Besarnos en Hyde Park es de la temporada pasada…
—Nadar en el Támesis ya lo he hecho yo —agregó Lord Webb con
humor, y Emily, a su lado, contuvo la carcajada. Las miradas, con mucha
picardía se posaron en Cameron, que aprovechó la ocasión para llenar su
boca de masas, su escándalo era el más picante de todos: Embarazarse
antes del matrimonio. Walsh, a su lado, silbaba con la vista puesta en las
monturas del cielorraso.
—Supongo que solo nos queda compartir el escándalo —concluyó el
hombre y le preguntó a su hijo con balbuceos tontos—, ¿no es así, Davon?,
¿no es para eso que están los amigos?, ¿para no abandonarnos cuando
hacemos cosas bochornosas como hablar con este tono de voz?
—Y para guiarnos cuando el orgullo nos ciega —agregó Miranda, en
recuerdo a la ayuda prestada por Vanessa cuando, por poco, dinamita su
felicidad junto a Elliot.
—Y para ayudarnos a abrir los ojos cuando el dolor nos vuelve
tontos y no podemos ver que el amor lo tenemos delante nuestro. —
Cameron apoyó su mano en la de Vanessa con cariño—. Sin contar con
otra clase de ayuda… —aludió al encubrimiento del embarazo.
—Y para recordarnos que debemos querernos tal cual somos antes
de intentar querer a otro —completó Emily, con la mirada puesta en su
amado Colin Webb.
—Oh, ya veo que el plan es ¡Hagamos llorar a Vanessa! —se quejó
Lady Witthall al notar que sus ojos se aguaban por las confesiones de sus
amigas. Sí, antes siquiera de saber lo que era el amor, las había querido, y
había hecho todo a su alcance para que obtuvieran su felicidad.
Porque antes de luchar con las siembras y cosechas del condado, lo
había hecho con su corazón. Consiguió sembrar amor, ese que no sabía que
tenía, y en esa tarde en que se hacía la presentación formal de Davon
Spencer, lo cosechaba a raudales. Era mil veces más rica de lo que jamás
hubiera imaginado.
—No, cariño —contradijo William, a su lado—, el plan es
¡Hagamos a Vanessa tan feliz como nos hizo ella! —y selló sus palabras
con un suave beso en los labios, uno que prometía un sinfín de momentos
como esos.
Otras obras de Scarlett o’Connor

TÚ, MI DEUDA PENDIENTE

¡Scarlett lo ha hecho de nuevo! «Tú, mi deuda pendiente» es una


novela llena de sensualidad y erotismo que te volverá a hacer creer en el amor.
-Melanie Rogers
Una traición ha llevado a la ruina a su familia. Anthony Richmond desea que el traidor
pague con sangre, pero cuando Lady Katherine se presenta sola en su casa de soltero a clamar
por la vida de su hermano, los planes de venganza tomarán otro rumbo. Uno mucho más
placentero para el marqués de Shropshire:
Seducirla, mancillarla y pasar por el lodo el apellido Aldridge, como ellos hicieron con
Richmond.
Pero nadie le advirtió. Lady Katherine puede ser tan buena contrincante como él en el
juego de seducción.
SERIE SEÑORITAS BRITÁNICAS

Una buena señorita británica es delicada, sumisa y sosegada.


Conoce bien su lugar en la sociedad y no lo desafía, ¿en qué problemas puede verse envuelta?
En muchos.
Nora Jolley huye de Inglaterra como polizón en un barco con destino a América. La
motiva la búsqueda de justicia por su hermana y solo un hombre puede ayudarla: Charles Miler,
el editor más emblemático e inalcanzable de Estados Unidos.
Dar con él no será tarea sencilla; ir tras sus pasos implicará toda una aventura, una
empresa que la llevará de punta a punta del inmenso país, que le hará conocerse a sí misma y
que pondrá en riesgo, no solo sus altruistas anhelos, sino también, su corazón.

Un amor que surge en las sombras, pero que está destinado a brillar como el sol de
California.

Corre el año 1854, es el inicio de temporada en Londres y no pueden existir dos seres
más apáticos al respecto que la consagrada solterona, Thelma Ferrer, y el
americano Zachary Grant. Ella no tiene expectativas de hallar un buen marido, y él solo busca
un pretendiente para su hermana Emily que eleve el estatus de la familia. Nada los preparó para
enfrentarse al amor.
Mientras Inglaterra le abre las puertas de sus salones a las debutantes y los cotilleos,
Zach y Thelma iniciarán una historia de amor tras las bambalinas de la nobleza y sus rígidas
normas.
Pero los secretos y las mentiras que flotan en el aire confabulan en su contra. Dos
culturas, un océano, millas de tierra y años de silencio…
¿Podrá el amor sobrevivir al tiempo y la distancia?

Scarlett O’Connor nos trae la segunda entrega de la saga Señoritas Británicas, y con ella la tan
esperada historia de Zachary y Thelma.
Amor, traiciones y desventuras, desde los salones de bailes londinenses hasta el lejano
Oeste.

Una historia que derriba los prejuicios y escribe con sus escombros
el más bello amor.
-Melanie Rogers.
El sueño de Amy Brosman es llevar el saber a cada rincón del globo, desde su Inglaterra
natal, hasta aquel lejano punto del mapa llamado Sacramento. Con un carácter firme y un
temple de acero, desafía una a una las normas, para desterrar la ignorancia de los habitantes
del oeste, sin imaginar que será ella quien aprenda la lección más importante.
En una sociedad dividida por colores, etnias y dinero, no hay sitio para un mestizo mitad
Iowa, ni para un amor que rompe con las leyes y mandatos establecidos.
Cuando el mundo nos queda pequeño, podemos ajustarnos las cintas del corsé, tomar aire y
aguantar; o hacerlo añicos y construir uno en el que quepamos todos.
Scarlett O’Connor llega con la tercera entrega de Señoritas Británicas. Mujeres fuertes,
hombres nobles y un amor con sabor a esperanza que los invitará a soñar junto a Amy y Hotah.

PRÓXIMAMENTE
CONTEMPORÁNEO

Melanie Rogers y Scarlett O'connor se reúnen para escribir una novela


erótica que no podrás dejar de leer.
"Recuerda siempre leer la letra pequeña".
Xaviera Fontaine estaba desesperada, día a día, su marido se distanciaba de ella. Por
eso, cuando Alice le habla del mejor amante de la ciudad, no duda en recurrir a él para
descubrir los placeres del sexo y reconstruir su matrimonio.
Pero nadie le advirtió...
Una vez pasas por la cama de Leonard, no vuelves a ser la misma mujer.
Otras obras de La editorial Lune Noir

Melanie regresa golpeando fuerte. Peleas clandestinas, mafia, odio y, por supuesto, AMOR con
todas las letras. Una historia adictiva. -Lizzy Brontë
Una mujer. Un pasado. Y la pelea de su vida.

Vince "The Stone" Flynn sobrevive en las sombras. La noche es su fiel compañera, en ella
oculta los fragmentos de una vida que quiere dejar atrás. Por desgracia, la presencia de
Katrina, una mujer que oculta un pasado igual de oscuro que él, lo arrastrará directo al
infierno del cual escapó tiempo atrás.
Golpe a golpe, así recordará quién es.
Puño contra puño, así reclamará lo que es suyo.
No hay reglas. No hay piedad. Solo... ganar o morir.

Un sinfín de emociones. Eso es lo que promete Lizzy Brontë con esta


novela de romance gótico. Miedo, misterio y amor se entremezclan para crear una historia
adictiva.
-Scarlett O’Connor.
¿Quién estaría tan desesperada como para casarse con el Demonio de Dankworth?
Diane Mayer, la huérfana del Barón de Tavernier, está atrapada en una vida que no tiene
buen presagio. Los avances de su libidinoso tío son cada día más osados, y la única salida que
es capaz de evaluar se le presenta en el abismo ante ella.
Una tormenta, un cambio de planes y una nueva opción: Morir o casarse con el
Demonio de Dankworth. Cambiar un monstruo por otro.
Andrew Lawrens, conde de Dankworth, lleva el disfraz por fuera. Las cicatrices en su cuerpo
son reflejo de las que porta en su interior. Tiene en sus manos la posibilidad de salvar a Diane
de su infortunio… ¿O será Diane quien lo salve a él?

Ava Monroe tiene un don, el de ayudar almas atrapadas. Su vida


nómade y excéntrica le brinda todo lo que necesita, libertad y ausencia de lazos afectivos. No
desea echar raíces, conoce mejor que nadie el dolor de la pérdida.
Una voz susurrante, un pedido de auxilio en medio de la noche la llevan a las tierras de
Durstfall.
Entre las sombras de la olvidada mansión habitan Luke Skyller y su sobrina Rose. Ambos
viven una existencia de exilio; en el caso de la niña, por sus sentidos perdidos, en el caso del
conde, por su afán de no volver a sentir. Sortear esos muros emocionales será un desafío para
Ava Monroe, uno que pondrá en peligro su tan bien resguardado corazón.
¿Podrá Ava sacarlos de su encierro, o será ella la que caiga en la trampa de los brazos
de Luke?

¿Don o maldición? Julia Wesley era poseedora de una gran capacidad empática,
característica que marcó su existencia desde temprana edad.
Hija de un general durante la guerra napoleónica, huérfana de madre y con un pasado
escandaloso en el frente de batalla, está condenada a la soltería.
Sin embargo, su camino puede truncarse. Un enigmático camafeo y dos hombres
atormentados alterarán la vida de Julia para siempre.
Ella tiene el poder de sanarlos, pero solo uno de ellos tiene salvación.

La música y la esperanza resuenan en esta hermosa historia de Lizzy Brontë, una novela que nos
enseña que los héroes no necesitan capas ni espadas… El amor es la más poderosa de las
armas.

Un pasado de abusos… Un presente de violencia.

Darren Foley, Rage, es el sicario de la mafia irlandesa. El trabajo es muy sencillo, matar a un
traidor. Lo ha hecho infinidad de veces, es el mejor… Esa noche algo sale fuera de lo planeado,
y la ira que le da sentido a su nombre nace en él como una neblina roja.
El motivo: Cadence Hazel y su impulsivo temperamento.
Cadence jamás pensó que su sueño de ser actriz se convertiría en pesadilla; tras atestiguar un
homicidio y quedar en medio de una guerra de mafias, solo tendrá una opción si quiere vivir,
aliarse con el asesino.
En Los Ángeles no existen buenos y malos, existen bastardos miserables y… Rage.

LOS ÁNGELES ES TIERRA DE PECADO, Y CUANDO VIVES EN


EL INFIERNO, DEBES CONVERTIRTE EN DEMONIO PARA GOBERNAR.
Maya Brooks hizo una promesa, una que cumplirá, aunque la lleve directo a las puertas
del purgatorio y la obligue a admitir sus pecados para hallar la redención.
Aiden Hayes, conocido como Greed, es el menor de los hermanos irlandeses al mando
de la mafia. Un único anhelo rige su vida y alimenta su codicia: vengar la muerte de su mentor,
y la pieza para concretar sus planes está en manos de esa asistente social de piel caoba y rizos
endiablados llamada Maya Brooks. Si quiere conseguirlo, deberá dejar las sombras que lo
cobijan, pactar una tregua consigo mismo, luchar contra sus demonios y arriesgarse a
experimentar el prohibido sabor de la obsesión y el deseo.
¿Podrá Maya sacarlo de la oscuridad, o será ella quien caiga en las fauces del infierno?

La ciudad estaba en llamas, y solo una fuerza mayor podría regresar las cosas a su cauce. El
diluvio que ansiamos cuando el mundo arde…

Para toda historia existe un principio... Pero no siempre es el que nos han contado.
Evangelina Constantino vive su vida sin saber que por sus venas corre la sangre de un
linaje ancestral. Día a día, invierte sus energías en su trabajo de restauradora de arte,
especializada en obras del renacimiento, en uno de los museos más importantes de Florencia,
Italia. Para ella, eso basta. No necesita de más. Aunque sus sueños digan lo contrario, y la
arrojen, noche tras noche, a los imaginarios brazos de un hombre que ni siquiera sabe si es
real.
Lo es... y su nombre es Dante Sfeir.
Filántropo. Millonario. Empresario hotelero. Poseedor de una anatomía digna del
Olimpo y un atractivo único, provocador y cautivador.
Los caminos de ambos se cruzarán por algo más fuerte que una simple casualidad.
Porque el destino, cuando de Evangelina se trata, cuenta con senderos bien definidos... y Dante
Sfeir, un hombre plagado de secretos, está en ellos.
Un amor maldito. Un amor marcado por la traición.
Pasión, arte y religión enlazadas en una lucha sin tregua, en una guerra de puro deseo.

Una historia adictiva que te hará vibrar a cada página y que pondrá en jaque todo lo que creías
saber.
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