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MIRANDA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
CAMERON
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
EMILY
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
VANESSA
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
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Miranda
Señoritas Americanas 1
Scarlett O’Connor
—Me retiro —se rindió Sir James y bajó las cartas sobre la pana verde.
Solo quedaban Nicholas Payne, Barón de Sunnyvalle, y él. Lord
Colin Webb decidió ese instante para llegar al club.
—Elliot —lo saludó con una palmada en la espalda, impropia en
otro ámbito que no fuera ese—, ¿desplumando o desplumándote?
—Estaba por descubrirlo —respondió Lord Elliot Spencer, vizconde
de Bridport y heredero del ducado de Weymouth, antes de volver la vista a
las cartas que escondía con cuidado en su mano derecha.
En otro contexto, la presencia de los títulos de Elliot y Colin en un
club de caballeros de tercera categoría sería tan extraño como un elefante
suelto en Hyde Park. La realidad era que ya los habían expulsado de todos
los clubes de renombre, casi siempre por intervención de Lord Weymouth,
el padre del vizconde. Intentaba por todos los medios enderezarlo, hacerlo
digno del ducado que heredaría cuando la muerte se lo llevara. Elliot
Spencer tenía otros planes, que su nombre fuera sinónimo de escándalo,
libertinaje y hedonismo. El único verdadero amigo que aún lo secundaba
era Colin.
Ambos lores fijaron la vista en el Barón, que sudaba copiosamente.
La conversación dilataba el momento de enterarse si se había salvado o si
su condena era definitiva. Al club de caballeros East Point lo frecuentaban
los deshechos de la sociedad, los nobles quebrados y los juerguistas…
Colin y Elliot pertenecían a los últimos.
—Qué hago aquí no es tan novedoso, me pregunto tus motivos —
insistió Lord Bridport y jugueteó con la cuantiosa pila de fichas que se
encontraba como apuesta.
El resto de los hombres prestaban atención a la conversación
mientras alternaban con sus propias charlas, puros y mujeres. El ambiente
del club era relajado, sin tantas normas como los respetados de la
sociedad. Entre sus paredes cubiertas de madera, sus salas de juego y el
alcohol de mala calidad, los hombres encontraban un espacio acorde para
distenderse y hablar de ciertos negocios. Aunque las sumas que se
manejaban allí no se aproximaban siquiera a las de White, el último club
del que los habían expulsado.
—No quieres saberlo.
—¡Oh! Sí quiero, y esas palabras me invitan a indagar. Celine,
querida —llamó a una de las acompañantes que brindaba el club. East
Point no ofrecía servicios de prostitución, sino de acompañantes. La línea
que separaba ambas profesiones era muy delgada, solo la forma y lugar de
pago. En lugar de ser por tiempo y actividad, a una acompañante se la
trataba como a una amante por una noche. Se la llevaba al teatro, se la
invitaba a una cena y luego… luego no existía más diferencia—. Creo que
mi amigo necesita consuelo.
A Celine le brillaron los ojos por el deseo y la codicia, mientras que
el resto de las muchachas, incluso la que estaba a su lado, lamentaron la
disposición. Marion se apuró a disimular y volver su atención a Lord
Bridport. Él hizo que la muchacha soplara sobre las cartas de manera
juguetona, como si pudiera alterar el azar o el destino. El Barón
comenzaba a impacientarse de tanta charla.
Celine se apuró a servir una copa de coñac y a llevársela a Lord
Colin Webb, luego se sentó en el regazo, asegurándose de que su escote
quedara al alcance del joven por si deseaba servirse. Colin era el noble
más bello que jamás hubiera visto, con su cabello dorado oscuro, su piel
apenas bronceada por las horas de actividades al aire libre y sus ojos
celestes, tan claros y vivaces que parecían prometer el paraíso. Hasta
Marion, que estaba con Elliot, sentía en ese instante un ramalazo de
envidia. Mientras Lord Colin se asemejaba a un ángel, Lord Bridport era
un demonio de cabello rojo y ojos miel, casi amarillos.
—Eso, ¿Qué ha pasado, querido? —insistió Celine mientras
calentaba la copa de coñac en sus manos—. Permíteme hacer que te
sientas mejor.
—He terminado mi relación con Lady Anne. Me ha costado un
brazalete de diamantes y rubíes, y, aun así, debí soportar sus lágrimas, sus
reclamos y sus gritos mientras dejaba su casa. ¡Por Dios! Y eso no es todo,
semejante alboroto hizo que todo el mundo supiera que estoy disponible
—se lamentó y dejó caer la cabeza hacia atrás. Celine desperdigó un par
de besos en la piel del cuello. Si bien podía anhelar una noche con ese
caballero, no era capaz de albergar las esperanzas de las demás damas que
ahora lo asechaban.
La carcajada de Lord Bridport llenó el salón del club.
—¿Dime que no has asistido a una velada llena de debutantes? —se
mofó, divertido.
—Exactamente de allí vengo. Mi hermana tiene que encontrar
marido, la única soltera de todo Londres que no me persigue. Por eso
adoro a la pequeña Daphne, las demás ladies deberían parecérsele.
—No puedo estar más de acuerdo —comentó Elliot con picardía, y
como respuesta, Colin lo pinchó con el atizador de fuego. Lady Daphne era
tan bella como todos los Webb y, sin esfuerzo alguno, se había convertido
en la sensación de la temporada. Los pretendientes hacían fila tras ella,
aunque tuviera solo dieciséis años; todos estaban seguros de que no
necesitaría más temporadas para hacerse con un marido. Colin no temía
por su hermana en las garras de su amigo, Lady Daphne era un derroche de
virtudes, perfecta flor inglesa, educada para llevar un condado o un
marquesado… incluso un ducado. Si Elliot eligiera a Daphne como esposa,
haría inmensamente feliz al duque de Weymouth, y su objetivo en la vida
era el opuesto.
—Bueno, terminemos con esto —dijo Lord Bridport antes de bajar
las cartas. El rostro del Barón de Sunnyvalle se desfiguró. Elliot mostraba
una escalera real, mientras que Nicholas tenía en sus manos póker. ¡No
podía ser! Había perdido todo—. Otra vez será, mi lord —agregó Elliot sin
emoción alguna. No necesitaba el dinero, si apostaba era solo por
diversión, y porque cada tanto le gustaba perder cuantiosas sumas de
dinero para horrorizar al duque.
—Yo… yo —balbuceó el Barón, desesperado.
—Venga, hombre, anímese —dijo Lord Bridport—, esta ronda la
invito yo.
Pidió que trajeran whisky para todos, y animó a Nicholas Payne con
un par de palmadas en la espalda. Elliot, ajeno a los chismes y a los
círculos sociales respetables, desconocía el golpe letal que le había
propinado al barón con esa derrota. El hombre se había jugado lo que no
tenía, sus cuentas estaban en rojo. Colin, que sí era conocedor de esos
pormenores, se atrevió a aconsejarlo.
—Lord Nicholas, puede que me queje de las debutantes, pero creo
que esta temporada su salvación se encuentra en los salones de baile y no
en las mesas de póker. Menos, a manos del calavera de mi amigo.
Elliot Spencer simuló ofenderse, lo que hizo a Marion reír antes de
lanzarse a sus brazos a la espera de ser su acompañante por la noche.
—¿A qué se refiere? —se atrevió a preguntar Nicholas.
—Lady Thomson se ha superado este año, cuatro muchachas
americanas. Y déjame decirte, si no fuera por ese horrible acento y esos
modos, hasta me atrevo a resaltar que son bastante bellas.
—Un hombre debería estar demasiado desesperado para casarse por
dinero —comentó Elliot, sin imaginar cuán desesperado estaba Nicholas.
—Creo que tiene razón —murmuró el hombre, antes de ponerse de
pie y dejar el salón.
—¿Te lo decía a ti o a mí? —inquirió Lord Bridport.
—Sin duda, a mí, Elliot… tú nunca tienes razón. Por cierto, una de
ellas es más escandalosa que tú. Mi madre le ha prohibido a Daphne hablar
con ella ¿puedes creerlo?
—No, si existe una forma de motivar a tu hermana a hacer algo, es
pidiéndole lo opuesto.
Ambos amigos sonrieron, pero la idea del escándalo se fijaba cada
segundo en la mente de Lord Bridport. ¿Una americana como la próxima
duquesa de Weymouth? Con sus modales atroces, su acento que alteraba a
los ingleses y, como cereza en el postre, un escándalo. Se prometió indagar
en la muchacha más adelante, esa noche, tenía una cuantiosa suma de
dinero en el bolsillo, una amante en el brazo y un amigo que necesitaba
consuelo.
—Vayamos al teatro, ¿qué les parece, muchachas?, un poco de
diversión para animar a Colin.
Pasearse por Londres con una amante ya se consideraba indecoroso,
hacerlo con una acompañante de un club de mala muerte como East
Point… Oh, al duque no le gustaría para nada la idea.
Colin Webb sonrió, él tenía otras razones para hacer algo
escandaloso. Quizá si comenzaba a correr rumores en su nombre, las
cientos de debutantes que se le arrojaban a los pies en cada velada
desistirían del intento. Estaba harto de esquivarlas. Las jóvenes hacían
todo por llamar su atención, o para envolverlo en una situación
comprometida que lo empujara a un matrimonio. Cada noche, se sentía
como un zorro en un terreno lleno de trampas. Esperaba que Daphne se
casara pronto, para poder escapar de los salones, pero mientras su hermana
tuviera que buscar marido, a él no le quedaba más remedio que correr por
su vida.
—Vamos —accedió y alzó a Celine al vuelo—, un poco de diversión
no ha matado a nadie.
Dos días, ese breve tiempo había transcurrido desde la fiesta de Lady
Thomson, y Miranda no entendía el por qué, pero se sentía traicionada.
¡Ese diablo seductor de cabellos de fuego!
El silencio se había adueñado de ella, y sus compañeras de
aventuras, al igual que Lady Mariana, que se sentía responsable por el
hecho de haberla arrojado a los brazos de esa fiera aristocrática llamada
Elliot Spencer, presuponían que la joven se encontraba enfrascada en
pensamientos de tristeza y decepción. Le atribuían un corazón frágil, uno
que se había rasgado con la falsa promesa de una proposición de
matrimonio que nunca se concretaría. Estaban por demás equivocadas.
Miranda Clark callaba porque intentaba con todas sus fuerzas adaptarse a
las normas sociales londinenses, por eso no liberaba a sus palabras, unas
que estaban cargadas de insultos a mansalva. Si de insultos se trataba, era
una especialista, había aprendido cada uno de ellos de su padre. De hecho,
había aprendido un par de cosillas más. Cuando lo pensaba, el vizconde se
merecía una dosis de bofetadas iguales a las que le había propinado a
Dylan ante su comportamiento vulgar y abusivo. El futuro duque, en cierta
forma, se había comportado de manera similar al granuja norteamericano
del que había huido.
Por supuesto, el enfado también se hizo presente en ella. Todas las
extrañas e indescriptibles sensaciones que había experimentado al bailar
con el vizconde fueron desterradas de su cuerpo sin dudarlo. Ni siquiera
intentó hallarles sentido, si había algo que detestaba por sobre todas las
cosas, era que se burlaran de ella. Desde su primer minuto en tierras
británicas se había sentido atacada de mil maneras, con desprecios,
desplantes y murmullos constantes cuyas únicas intenciones eran
desmerecerla hasta convertirla en la mismísima nada. No le importaba, se
aferraba a sus raíces, y se sentía orgullosa de su procedencia, cargaba a
cuestas el apellido Clark con orgullo. A pesar de ello, comprendía que el
juego de Lord Bridport había tenido una intención más profunda y dañina.
El muy sinvergüenza alzaba la vara en el juego de «caza al ratón
americano», y ella no se le permitiría. ¡Por supuesto que no!
—No parpadea. Creo que deberíamos preocuparnos.
Las palabras llegaron a sus oídos como susurros empujados por el
viento. Reconoció la voz, era Cameron.
—Pues, llamemos a la señora Monroe. —Emily era más práctica,
abandonó su lugar en la mesa de té para ubicarse a su lado. Pasó una y otra
vez la mano ante los ojos de Miranda para ver si esta reaccionaba—.
Aunque me ofrezco a regresarla a la vida de ser necesario, conozco ciertos
trucos que se utilizan para la reanimación de los terneros.
Miranda pestañeó, caía en cuenta de que se había petrificado, con
taza de té en mano, a mitad de camino. Estaba tan decidida a orquestar una
jugada en contra de Lord Bridport que su cuerpo había entrado en un fugaz
estado de catatonia solo para otorgarle el máximo poder a su mente en la
planificación.
—Oh, mira... tu truco ha funcionado —replicó Vanessa con burla—.
El solo hecho de compararla con un ternero fue suficiente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó con auténtica preocupación
Cameron cuando la vio parpadear.
—Sí, sí... lo siento —respondió Miranda y llevó la cabeza un poco
hacia atrás para librarse del rostro cercano de Emily que la evaluaba con
detenimiento.
—Estás pálida —afirmó la joven californiana sumándose a la
preocupación de Cameron.
—No, no lo está —sentenció Vanessa—. Si la observaras desde una
distancia acorde, te darías cuenta de lo equivocada que estás. ¡Dejen de
abrumarla! Y dejen que disfrute mi té con calma. Sus voces son como
pajarillos frenéticos y desentonados.
La cercanía de Lady Thomson logró aquello que Vanessa reclamaba,
Emily regresó a su lugar en la mesa, y todas retomaron la ceremoniosa
actividad en silencio.
A la vizcondesa se la veía radiante, y la señora Monroe, a su lado,
parecía brillar con la misma fuente de luz.
—La velada comienza a cosechar sus frutos, queridas.
—Por eso es usted la mejor —la aduló Grace, y la mujer sonrió feliz.
—¿Frutos? —inquirió Vanessa, y alzó la ceja en muestra de su
desagrado. Lady Thomson le tenía cariño a la muchacha, aunque nadie
pudiera explicarse el porqué. Miranda, esa tarde, agradecía la compañía de
la joven de Boston, pues era la única que la acompañaba en el estado de
humor de hastío, cinismo y desprecio. Ojalá ella pudiera fruncir la nariz
así, como si todo oliera mal, o levantar el mentón como si de un arma se
tratara. No, ella era todo transparencia. Su malestar se evidenciaba y si
Lord Bridport estuviera allí, probablemente saborearía su florido
vocabulario, su eruptivo temperamento y… y nada más, tuvo que
recordarse.
—Sí, frutos. La atención de Lord Bridport hizo que los demás
hombres se fijaran en ustedes.
Las mejillas de Emily se encendieron de inmediato, y bajó la cabeza
para que ninguna de ellas pudiera adivinar su reacción. Cameron fue la
única en percatarse, pero no se atrevió a preguntar y solo le tomó la mano.
—Si son todos como Lord Bridport, se pueden ir al…
—¿Al Hyde Park? —completó Lady Thomson para cortar el
improperio—, ¿a pasear con alguna de ustedes una de estas bellas tardes?
Estoy segura de que esas iban a ser tus palabras.
Vanessa contuvo la risa; Cameron y Emily la miraron con algo de
pena, y Miranda volvió a lamentarse por ser tan transparente. Lady
Daphne le había aconsejado que el mejor pago para esas ofensas era la
indiferencia, los hombres odian verse ignorados. Pero a ella le habían
bastado cinco minutos de vals para descubrir que no tenía defensas ante
Elliot Spencer, lo único que le quedaba era la furia, y poseía a raudales en
su cuerpo.
Porque dolía. Oh, sí, cómo dolía.
No era su juego… no era saber que un hombre así era inalcanzable.
No, eran los sueños rotos lo que le estrujaban el corazón. Era descubrir que
los príncipes azules no existen, y que, si los malditos príncipes pertenecían
a esa nobleza, entonces ella no quería saber nada de ellos.
—No nos tengas en ascuas —pidió Vanessa en un tono de irritable
sarcasmo—, ¿Qué viejo lord fundido ha mostrado interés en una fortuna,
digo… muchacha americana?
—Vanessa, querida, cualquiera diría que no deseas casarte —la
reprendió Lady Thomson.
—¿Cualquiera? No estaría tan segura, mi lady, siempre hay algún
despistado.
La mujer rompió a carcajadas, y Miranda, a su pesar, se sumó a las
risas. No debía burlarse de la desgracia ajena, y el matrimonio, para
Vanessa, era peor que la muerte. ¿Qué la había llevado a Londres, por qué
su padre se gastaba una fortuna en la temporada? Eso aún era un misterio,
y la confianza entre las muchachas no había superado esa barrera aún.
—El Barón de Sunnyvalle, Nicholas Payne, ha mostrado gran interés
en Miranda.
—¿Sabe de mi escándalo? —preguntó la joven Clark.
—Sí, lo siento…
—¿Está fundido? —la interrumpió.
—Casi al borde de la quiebra insalvable.
Los hombros de Miranda se relajaron, y atribuyó la humedad de sus
ojos al alivio tras días de contractura.
—Bueno, es exactamente la clase de hombre que estábamos
buscando, ¿por qué perder el tiempo con los demás? —Las palabras
salieron de sus labios llenas de veneno y rencor, y Lady Thomson le tomó
la mano con cariño.
—Porque disfrutar de un baile, de una temporada de fiestas, no ha
matado a nadie, Miranda —le dijo con cariño—. Querida —Le alzó el
mentón para que fijara la vista en la de ella—, te observé mientras
bailabas con Lord Bridport, lo disfrutaste, te divertiste, pasaste una
hermosa velada. Eso, para mí, como anfitriona, es todo lo que deseo. Eres
lista, sé que no te has hecho ilusiones…
—No, no me las hice —remarcó. Odiaba las miradas de pena de sus
amigas y la señora Monroe fijas en ella. Odiaba que pudieran leer en sus
ojos verdes que sí, que existió esa milésima de segundo, efímera, tan veloz
que apenas si existió, en la que la palabra matrimonio en labios de Elliot la
había hecho suspirar. Había aceptado bailar con él sin esperanzas de nada
más, se había regalado el momento, un respiro, lo que decía Lady
Thomson, diversión entre tanta obligación. Y había sido perfecto, una
noche como la de cenicienta, para vivir y recordar después. Pero Lord
Bridport la había vuelto una burla con su propuesta vacía, con su broma a
costa suya.
—No lo tomes personal —susurró Emily. Miranda buscó a su
reciente amiga en el grupo. ¿Cómo no tomarlo personal?—, es peor si
dejas que entre en ti. Créeme —remarcó y con su mano se señaló—, soy
una experta en recibir burlas.
La confesión de la señorita Grant las sumió a todas en el silencio.
Tenía razón, era la que peor la pasaba. Ya habían murmurado a sus
espaldas por el mal gusto al vestirse, por lo vulgar de su acento y, sobre
todo, por su figura que no se reducía por mucho que ajustaran el corsé.
—Tienes razón, Emily. No dejaré que un pomposo engreído me
afecte, como dijo el doctor C…
—¡Oh, no! —se lamentó Lady Thomson—, han leído esa maldita
nota. Tiene a toda la nobleza cabeza abajo. Quieren saber quién es el
infiltrado, pues sospechan que es alguien del círculo.
El cambio de tema alivianó la tensión que caía sobre ellas. Volvieron
a llenar sus tazas de té, y a conversar de moda y banalidades. Cuando
llegaron al tema escándalos, el nombre de Lord Bridport salió una vez más
a la luz.
—Ya lo ves, Miranda. Es un hermoso demonio, nadie lo duda —
comentó Lady Thomson—, tentador como solo el pecado lo puede ser.
Pero lejos está de ser un buen partido. Su presencia en mi fiesta ha sido la
sorpresa del momento, Lady Ross está que trina, pues su evento fue todo
un fracaso. En cambio, Lady Helen…
—¿Sí? —pidió la señora Monroe.
—Lady Helen espera que se presente en su velada…
—Espero no volver a verlo —comentó Miranda.
—Pues si va o no, no debe afectarte. Enfócate en el barón, y estoy
segura de que Lord Bridport te dejará en paz. Compañía femenina no le ha
faltado jamás, no tiene por qué competir con otro hombre. Imagina, va de
aquí para allá con Lord Webb, que es un imán de mujeres, y jamás se ha
peleado con él por la atención de alguien…
Miranda se abstuvo de decir lo que había pensado la noche que lo
conoció. Estaba decidida a mentirse, a no darle ese mérito. La verdad, a la
joven Clark le había gustado mil veces más Elliot que Colin. Ahora podía
confirmar lo que descubrió en Nueva York, era pésima jueza de carácter.
Ese don, tan propio de sus padres, se había saltado una generación con
ella.
—Hay niveles de belleza que son una maldición. Rayan el absurdo, y
le otorgan a su poseedor el mismo resultado que el de la fealdad extrema.
Nadie, en su sano juicio, querría fijarse en alguien así —agregó la señorita
Cleveland.
—¿A… qué te refieres? —preguntó Emily, incómoda.
—Un hombre como Colin Webb siempre tendrá un ejército de
mujeres a sus pies. ¿Se conformará con una sola? Lo dudo. Quien se una a
él estará condenada a los celos, a la envidia, a la codicia de las demás. Un
infierno peor que el de amanecer todos los días junto a un hombre cuyo
rostro nos repele.
Las palabras de Vanessa la ayudaron a justificarse, a mentirse
diciendo que compartía su visión, que era objetiva, analítica y cínica. Nada
tenía que ver con el encanto de Elliot y su incapacidad de pensar en otros
hombres. Lady Thomson reprendió a Vanessa por sus palabras, que
parecían haber deprimido en demasía a la pobre Emily. Miranda sintió una
inmensa curiosidad por indagar de dónde venía tanto odio y desprecio.
—Bueno —interrumpió Cameron—, si de algo no nos tenemos que
preocupar es de Lord Webb y Lord Bridport. Ambos tienen dinero, belleza
y poder. Fuera de nuestro coto de caza.
—Exacto —agradeció la señora Monroe la interrupción—, además,
por lo que escuché, son unos libertinos y juerguistas. Nadie querría que sus
hijas se casen con hombres así.
—Lord Webb terminó su relación con una amante hace unas
semanas —contó Lady Thomson—, una joven viuda, Lady Anne. La mujer
hizo un escándalo que dio por tierra cualquier intento de Lord Webb de
mantener su vida privada en las sombras.
—¿Lord Bridport tiene una amante también? —preguntó Grace, y a
Miranda se le cortó el aliento.
—No, nunca tuvo una querida. Elliot Spencer es un calavera, pero es
el más enigmático de ellos. Nunca se sabe qué sorpresas dará, es como si
deseara probar el límite de la sociedad, cuánto pueden tolerar antes de
repudiarlo por completo. Por desgracia, las amantes discretas y
mantenidas no son un sabroso escándalo. La mayoría de los nobles las
tienen, son… y lamento decirlo frente a estas inocentes señoritas… son
una muestra de poder, de lujo y de dinero. Poder mantener a una amante es
lo que separa a un noble bien posicionado de uno al borde de la quiebra.
—Entonces, no tengo de qué preocuparme con el barón. Es evidente
que, si está dispuesto a casarse con una americana, es porque no tiene
dinero para una amante.
Deseó que esa certeza le trajera algo de paz, de serenidad. Al fin de
cuentas, estaba a un paso de conseguir lo que había ido a buscar, un
marido noble que limpiara su reputación y que le permitiera volver a
Nueva York como una baronesa.
Intentó pensar en Dylan Paterson, en su rostro cuando tuviera que
decirle mi lady e inclinarse ante ella. Imaginó cómo se las haría pagar
cuando volviera. Cerró los ojos con fuerza para visualizarlo. Cuando lo
hizo, otra imagen se hizo presente, otro hombre, otro rostro, otra
humillación: Elliot Spencer.
Capítulo 6
Con tan solo cinco siete días de matrimonio, Elliot Spencer reconocía la
más inesperada de las verdades, la única mujer que se le resistía en todo
Londres era su esposa. Ante ese descubrimiento, había pasado por
diferentes estadios emocionales; el primero fue una insatisfacción
compartida seguida de una intensa sensación de decepción, una decepción
que decantó en una lógica furia silenciosa. Esta última cumplió con su
cometido y lo empujó al camino directo de la aceptación, y en ese camino
encontró la respuesta a el sinfín de preguntas que se hacía: él había
forzado la unión entre ambos, algo que Miranda había rechazado una y
otra vez, en consecuencia, debía afrontar los resultados de su acto egoísta.
Por supuesto no volcó ninguna de las emociones citadas en su
reciente esposa, hacerlo estimularía más el rechazo y la distancia, algo que
Lord Bridport estaba decidido a arrancar de raíz. Debía romper las
barreras que Miranda había puesto en lo alto, esas que convertían a su
cuerpo en una muralla impenetrable. Estaba enfadada y a la defensiva,
podía notarlo. Asediarla y conquistarla era cuestión de tiempo, de encanto
y paciencia. Tiempo tenía de sobra, al fin de cuentas, eran marido y mujer,
estarían juntos hasta el fin de sus días. Encanto... bueno, aunque ella lo
negara, ese era su mayor atributo. Solo tenía que trabajar la paciencia, eso
se le estaba dificultando, la más mínima cercanía de su cuerpo despertaba
en él a la bestia hambrienta que se hallaba agazapada dentro de sus
pantalones. Agradecía la demanda que ella había proclamado noches atrás:
dormir en habitaciones separadas. En primer momento se había
manifestado en contra, en el presente reconocía que era el paño frío que
necesitaba. Tenía un plan en mente, y lo llevaría a cabo con calma y
perfecta maestría, solo así conseguiría el resultado que buscaba: Lady
Bridport le rogaría que le hiciera el amor.
Ella tenía su estrategia, una que él no sabía. Elliot acababa de
elaborar la suya, una que pondría en práctica a la brevedad. Y entre medio
de ellos, a mitad del campo de batalla como forzado mediador, se
encontraba Cohan Hurt que, desde que el matrimonio se había concretado,
elevaba una plegaria al cielo. Lord y Lady Bridport estaban echando por
tierra la escasa tranquilidad mental que el hombre conservada. Si no fuese
por las demandas del duque, ya hubiese renunciado. El hogar Bridport era
comparable a un ring clandestino de peleas de gallos.
El momento del desayuno era el peor de todos, parecía que las
noches en soledad les despuntaba los nervios a los amos de la casa, y el
primer encuentro del día se llevaba a cabo con una larga mesa de por
medio.
Miranda se daba el gusto de romper el protocolo ceremonial y, a la
vez, de abusar del mismo a su antojo. Cada vez que compartía la mesa con
su esposo, lo hacía desde el extremo opuesto, así evitaba la más mínima
cercanía y anulaba posibilidad alguna de conversación, hablar en tonos
altos no era correcto.
Elliot halló entre la correspondencia del día la excusa perfecta para
romper la distante monotonía entre ellos, seleccionó de entre todas las
invitaciones la que le parecía más acorde a las actuales funciones del
matrimonio. Si iban a presentarse en un evento social como marido y
mujer, debían de hacerlo de la manera más pretenciosa posible.
—Señor Hurt —demandó la asistencia del hombre. Ni bien estuvo a
su lado, le entregó la invitación correspondiente—, por favor, entrégueselo
a Lady Bridport, dígale que esta noche debemos corresponder a esta
invitación.
La dinámica matrimonial ya era de noticia común para toda la
servidumbre, pero el afectado en primera persona era Hurt. El infantil
juego entre esposo y esposa le obsequiaba, cada día, una arruga más al
ceño. Caminó con total parsimonia hasta el otro extremo del salón, la
resignación era el único compañero que le quedaba. Miranda alzó la
mirada hacia él, intentaba no prestar obvia atención a las acciones de
Elliot, fingía vivir en pleno desconocimiento de sus atenciones y
necesidades.
—Lady Bridport, su esposo le envía esto.
Hizo a un lado los huevos escalfados y las tostadas para evaluar el
contenido de lo que parecía ser una invitación formal. El vizconde y la
vizcondesa de Bridport estaban cordialmente invitados a la inauguración
del Alhambra Theatre, en el cual se llevaría a cabo el estreno de Alfonso
und Estrella, una ópera póstuma de Schubert. Miranda no estaba de
ánimos para esa clase de puesta en escena, presentarse ante sociedad
implicaba el obvio contacto físico, estar a su lado, aferrarse a su brazo,
sonreír en su compañía. No iba a darle ese gusto a Elliot. No iba a
permitirse caer en esa tentación, porque eso significaba para ella su
cercanía, una tentación con un solo rumbo, la cama, la consumación de su
matrimonio, la entrega definitiva.
Le devolvió la invitación al hombre y continuó con el deguste de los
huevos, no tenía apetito, pero encontraba en ellos la mejor excusa para
demostrar su desinterés.
—Señor Hurt, comuníquele a mi esposo mi insatisfacción ante la
propuesta. Infórmele que no me encuentro en óptimas condiciones para
llevarla a cabo.
—Por supuesto, mi lady. —Cohan contuvo las ganas de resoplar con
fastidio y se limitó a su función, en esos días no era más que un vulgar
mensajero.
Cuando Hurt regresó llevando consigo la invitación, Elliot,
acostumbrado como estaba a Miranda y a sus comportamientos, se preparó
para el embiste lejano de su mujer.
—Mi Lord, me temo que Lady Bridport no se encuentra en
condiciones óptimas y ha decidido declinar la propuesta.
—¿Declinar? —gruñó por lo bajo Elliot. No le interesaba en lo
absoluto los argumentos de su mujer, iban a asistir a ese estreno a como
diera lugar, aun así, le pareció correcto indagar en los motivos de su
negativa—. Me gustaría saber a qué se refiere con que no está en «óptimas
condiciones». —Miró de soslayo a Cohan para que este le diera la
respuesta.
—No lo sé, señor. —A Hurt le hubiese encantado incluir también un:
Y no me importa. Por lógicas razones no lo hizo, solo se limitó a decir: —
No lo he preguntado.
—¡Pues ve y pregúntale, Hurt!
Los ojos del hombre danzaron en sus órbitas, giró sobre los talones y
emprendió el mismo camino anterior, esta vez con una mueca de tensión
en los labios. Miranda volvió a interrumpir su desayuno al notar que iba de
nuevo en su dirección.
—¿Sucede algo, señor Hurt? —preguntó antes de que el hombre
llegara hasta ella.
—Sí, mi lady, su esposo quiere saber a qué se refiere con su
situación.
—¿Qué situación? —Lo interrumpió, estaba tan acostumbrada a
negarse a todo que ya no recordaba ni qué palabras había utilizado en esa
ocasión.
—La de no sentirse en «óptimas condiciones», mi lady.
—Nada en particular, señor Hurt, solo es eso, no me encuentro en
«óptimas condiciones», no creo que sea necesario aclarar cuáles son,
¿verdad?
La común frase «no maten al mensajero» se convirtió en la antítesis
del pensamiento de Cohan Hurt, quería morir ahí mismo. No soportaría un
día más. Al cabo de unos extensos segundos, estuvo de nuevo junto a
Elliot.
—Lady Bridport cree que no es necesario aclarar el origen de su...
Elliot no lo dejó finalizar, el fastidio se le escabulló por la garganta
y lo llevó a alzar la voz para que ella lo oyera.
—¡Pues yo sí creo que es necesario aclarar el origen de los caprichos
de mi esposa, señor Hurt! ¡Ve y díselo! —ordenó a pesar de que sabía que
Miranda había oído cada una de sus palabras.
Demás estaba decir que el hombre quería enviarlos a los dos al
infierno, no lo hizo porque, primero, no se hallaba dentro de sus tareas y,
segundo, porque una parte de él esperaba el estallido final con gusto.
Conocía a Elliot Spencer a la perfección, y lo único que lo estimulaba a
seguirles el juego era el apasionado sentimiento que percibía en las
entrelíneas de esposo y esposa. El estallido final tendría dos resultados
posibles, o se odiarían por el resto de sus vidas, o se amarían con locura
hasta el fin de todo. Cohan Hurt se había sumado a la cadena de apuestas
que Colin Webb había iniciado. Dado los actuales acontecimientos, se
consideraba ya un ganador, proyectaba una vida sin limitaciones gracias a
las ganancias que obtendría.
Miranda se vio en la obligación de subir también el tono de su voz,
así comenzaban las batallas entre ellos, el que perdía la compostura
siempre era él, lo que indicaba que ella se estaba convirtiendo en una
experta atacante. Alterar a Lord Bridport era su actividad marital
preferida.
—Señor Hurt —interceptó con sus palabras en lo alto al hombre que
se encontraba a mitad del camino—. Dígale a mi esposo que él único con
caprichos aquí es él.
—¡Eso está por verse! —replicó del otro lado Elliot—. ¡Hurt, dile
que eso está por verse!
—Señor Hurt, recuérdele a Lord Bridport que no me gustan las
amenazas.
Cohan había logrado alcanzar ese punto muerto que tanto añoraba,
ese en el cual ya dejaba de existir y se convertía en un mueble más dentro
de la habitación. Permaneció inmóvil llamándose al silencio, el
matrimonio ya no lo necesitaba.
—¡Miranda, no te estoy amenazando, solo quiero saber cuál es tu
absurda excusa para no corresponderme esta noche! —dijo poniéndose de
pie. Intentaba recordar las palabras claves de su reciente plan: tiempo,
encanto y paciencia. Respiró profundo.
—No necesito ninguna excusa. Simplemente no deseo hacerlo.
¿Acaso no te es suficiente, Elliot? Considero más acertado que disfrutes de
la noche sin mi presencia. Por lo que sé, las noches fuera del hogar se te
dan muy bien —agregó valiéndose de las conductas populares de Elliot.
—Se me daban muy bien... tiempo pasado, cariño —rebatió con una
sonrisa socarrona en los labios, finalmente volvía al camino de su plan—.
Soy un hombre casado ahora, y mi única meta es satisfacer a mi esposa.
Miranda estaba a un suspiro de estallar en una carcajada, si quería
salir triunfante de esa batalla debía de recurrir a la sutil retirada, se
recordó que soldado que huye sirve para otra batalla. Antes de que su boca
siquiera se pudiera torcer evidenciando el nacimiento de una sonrisa,
abandonó la comodidad del asiento y atravesó el salón con vistas de
marcharse. Cuando estuvo a pasos de él, balbuceó con claridad:
—Pues buena suerte con eso, cariño.
Sin importarle la presencia de Hurt en la habitación, ni del resto de
los empleados que, para esa altura de la discusión, de seguro se
encontraban en la habitación contigua oyendo una de las tantas contiendas
matrimoniales, se interpuso en el camino de Miranda para imposibilitarle
la salida.
—Esta noche asistiremos a ese evento.
—¿Piensas obligarme? —lo interrumpió invirtiendo sus últimos
aires de combate.
La cercanía de cuerpos comenzó a hacer el efecto habitual en ellos,
se provocaban con palabras para alejarse, mientras que sus cuerpos
avanzaban, centímetro a centímetro para convertirse en uno. La falda de su
vestido jugó contra los pantalones de Elliot, así de cerca se encontraban.
Las respiraciones de ambos se confundieron hasta convertirse en una sola.
Exhalaban y respiraban el mismo aire.
—Por supuesto, cariño. Esta noche te quiero a mi lado, aunque tenga
que arrastrarte de la cama y llevarte en camisola. —Pensarla en camisola
le encendió la mirada, y el fuego del deseo en sus ojos se hizo extensivo a
ella. El iris esmeralda de Miranda destelló mucho más que furia, brilló
ardiendo en picardía y deseo.
—No, no lo harías... no te atreverías. —Sí se atrevería, y la sola idea
le fascinaba.
—Espera a esta noche, y veremos —susurró con la satisfacción en
los labios.
—Veremos ... —repitió ella.
Elliot se hizo a un lado para permitirle el libre paso, Miranda no
dudó, se puso en marcha dispuesta a hacer una dramática salida, por
desgracia le fue imposible, la mano de Elliot rozó la suya por lo bajo con
la intención de robarle o regalarle una caricia. No sabía cuál de las dos
opciones era, no importaba, había logrado su efecto, el cuerpo le temblaba,
las mejillas le quemaban, y su corazón... su corazón gritaba: Elliot, Elliot,
Elliot.
***
***
Scarlett O’Connor
Copyright © 2018 Lune Noir
All rights reserved.
A todas las mujeres, de todas las épocas, que han luchado incansablemente
por un mundo más justo.
CAPÍTULO 1
Sean Walsh fue uno de los últimos en llegar a White Valley. El viaje
desde Chicago había sido infernal, incluso cuando el trayecto fue hecho en
su vagón personal. Durante las horas de encierro y meditación obligada,
había analizado el terreno, las mejoras en los rieles, las conexiones que
debían hacerse, entre otras inversiones. Pero, por sobre eso, había pensado
en lo que debía hablar con Madison. Intentaba enumerar en su mente las
mil objeciones del terrateniente a la posible unión con Cameron, y los
rebatía con argumentos sólidos. No obstante, era consciente de que,
expusiera lo que expusiese, Arnold tenía a su favor la terquedad.
De la estación de trenes de Virginia hasta la estancia eran varias millas
que hizo en carruaje. Su aspecto al arribar era, como mínimo, penoso, por
no decir deplorable. La mirada azul que Cameron le brindó a modo de
recibimiento le infundió energías y borró de un plumazo el cansancio;
también lo hizo sonreír. La señorita Madison era capaz de encontrar la
belleza en un ser humano, incluso cuando esta se escondía tras dos
profundas ojeras, un cabello enmarañado y un ropaje arrugado.
—Omar —ordenó la señorita Madison—, lleve las pertenencias del
señor Walsh a la habitación, así puede descansar un poco antes de la cena.
—Sí, señorita.
—Gracias —contestó Sean, aunque no hizo el intento de seguir al joven
esclavo. No quería romper con el contacto de miradas, ni alejarse de ella.
Las mejillas de Cameron se sonrojaron ante el escrutinio y los labios
pujaron en las comisuras para dibujar una sonrisa de correspondencia.
—¿Cómo ha sido el viaje? —preguntó a modo de encontrar una excusa
para que pudieran extender la compañía.
—Por si mi aspecto no lo dice por mí, ha sido un infierno —bromeó.
—Lo siento…
—No lo haga, valió la pena. Es más, sospecho que no ha sido tan
sacrificado en comparación con la recompensa.
Cameron soltó una carcajada que se apuró a contener. Avanzó un par de
metros más junto a Sean hacia el ala oeste, una vez en el corredor, debían
despedirse. Mientras se dieran los festejos, el sector de hombres solteros
estaba vedado para la señorita Madison.
—Sabe cuánto detesto a los aduladores —continuó con el juego de
coqueteo desatado por Walsh.
—¿Adulador? Me ofende, mis cumplidos son por completo sinceros. —
Los ojos celestes de Sean brillaron con picardía y un poco de sinceridad.
Sí, había valido la pena cada maldita milla recorrida, solo Cameron
conocía la franqueza con la que se expresaba cuando los sentimientos lo
abrumaban, cuando la belleza de la muchacha lo obnubilaba y su compañía
lo llenaba de satisfacción. En esos momentos, atrás quedaban las frases
armadas de cortesía, los cumplidos floridos. Ambos anhelaban repetir uno
de esos instantes.
Cameron sonrió al despedirse de él. Walsh la contempló marchar y,
cuando la tuvo fuera de vista, se giró hacia la recámara asignada, la última
del ala. Omar continuaba con la labor de ordenar las pertenencias, y a Sean
le resultó en extremo molesto. No emitió queja, conocedor de las posibles
consecuencias; si decía que la presencia del esclavo le irritaba, tomarían
represalias con el muchacho en lugar de comprender la razón tras el
malestar. Sabía que Arnold Madison no era dado a castigar a los esclavos,
de todos modos, no quería tentar a la suerte. Había presenciado malos
tratos de otros sureños y chocado con el muro impenetrable de la justicia
en los estados esclavistas.
Se dejó caer en el mullido colchón y observó el cielorraso hasta que al
fin pudiera estar solo. Omar era eficiente, silencioso y de buena presencia.
Se preguntó cuánto le pagarían por esa labor en el norte, y si algún día
sería capaz de dejar la servidumbre. La imagen de Cameron junto al
arroyo le inundó la mente, le quitó parte del peso de las preocupaciones y
lo alimentó con esa fe que se nutre de la inocencia. La señorita Madison
era una idealista, creía que una vez rotas las cadenas de la esclavitud, la
igualdad de derechos se daría sola. Había crecido en ese entorno de
algodones, protegida del mundo real, y estaba convencida de que afuera
todos los seres humanos eran tan buenos como ella, o tan rectos como su
padre y su tía. Por esa pureza era que él había caído rendido a sus pies,
sabedor de la exótica mujer que tenía ante sí. Cameron desconocía su
potencial porque no tenía con quién compararse. Walsh no era capaz de
imaginar una vida sin ella ahora que la había encontrado, quizá fuera
egoísta en su reclamo, en el deseo de protegerla, de llevarla de una cuna de
algodón a un mullido colchón con almohadones. De una estancia cerrada a
una mansión de Chicago en la que no necesitara nada.
—¿Desea que le prepare un baño? —Omar interrumpió sus
pensamientos.
—Sí, es una gran idea. —El muchacho se perdió en el corredor, y Sean
volvió a centrarse en Cameron. La ubicación de la recámara le confirmaba
los deseos de la joven de volver a verse en soledad. Aunque lo habían
hablado en sus correspondencias, y el anhelo de casarse era correspondido,
quería mirarla a los ojos, entregarle la alianza y discutir el futuro con ella.
Debía prometerle que, más allá de la necesidad de protegerla del mundo,
la dejaría volar; Cameron no estaba hecha para jaulas. La rebeldía del
verano pasado se lo demostraba, el modo en que se había entregado sin
medir las consecuencias, sin que le importaran las normas o el qué dirán.
No tuvo reparos en confesar sus sentimientos, en desnudar su cuerpo y su
alma ante él, y esa libertad no era negociable.
Omar regresó para llenar la bañera, y volvió a dejarlo solo. Sean se
desvistió, se sumergió y se dejó llevar por el deleite del agua tibia en su
cuerpo agarrotado. La ansiedad lo inundó por completo, la cena ya no se le
presentaba como una delicia por la presencia de Cameron, sino como una
tortura por la de los demás. La quería para él y solo para él.
***
***
Aunque lo intentara, el descanso no le era posible; parecía que sus ojos
se encontraban imposibilitados a la entrega, los párpados no se le
cerraban. Unos pasos inesperados la pusieron en alerta, en el silencio
ensordecedor de la noche, nada pasaba desapercibido en White Valley.
A excepción de los esclavos, solo otras tres personas habitaban la casa.
Reconoció el impacto de esas zancadas contra el piso, era su padre. Le
siguió el eco del golpe en una puerta. Descifrar el destino de Arnold no
requería de mucha ciencia: Eleanor.
Ya tenía suficientes dudas cargadas a su espalda como para soportar una
más. Si su padre se aventuraba a la recámara de su hermana a esas horas
era porque la urgencia y la confidencialidad lo apremiaba.
Tomó el edredón que se encontraba doblado a los pies de la cama y se
cubrió con él. Tenía que ser una con la sombra, con el silencio. Abrió la
ventana y se escabulló. El frío la atacó de inmediato, se envolvió con el
cobertor. Las terrazas de paseo que rodeaban a la casa comunicaban a las
habitaciones, en un par de segundos estuvo junto a la ventana de Eleanor.
La oscuridad le servía de disfraz, se acercó lo más que pudo para oír la
conversación.
—Me preocupas, Arnold.
—Y te preocupas con justa razón.
—¿Qué quieres decir? ¡Habla de una vez!
Las voces le llegaban como débiles susurros, pretender descubrir los
matices emocionales en ellas era imposible. Desde donde se encontraba,
todo sonaba igual.
—La verdad es que esa maldita negra tenía un secreto, uno que alguien
estuvo dispuesto a silenciar. Por desgracia, ese secreto fue compartido
antes de su muerte.
—Uno que ahora tú sabes, intuyo.
—Que Cameron y yo sabemos. Yo sé guardar secretos, y no estoy
dispuesto a poner en juego lo que tengo por una estúpida esclava. Pero
Cameron...
Ella regresaba al centro del conflicto. Estaba claro que su padre le había
ocultado más información de la que ella creía.
—Pero Cameron tiene una boca demasiado grande para su edad, lo sé.
—Eleanor no podía controlar el poder de su voz, lo elevaba con cada
palabra dicha.
—Exacto, y yo no pienso exponerla a ningún riesgo.
¿Riesgo? ¿Qué clase de riesgo? Podía hacerse mil preguntas más, no lo
hizo, prefirió colocar toda la atención en ellos.
—¿Qué sugieres?
—Llevarla lejos.
—¿Y tus planes? ¿Y James Seward?
El nombre de James Seward volvió a indigestarla como la hacía cada
vez que estaba cerca de ella. Dios no quiera que su padre...
—Supongo que tendré que buscar otras alternativas, no te preocupes,
Eleanor, los negocios son mi especialidad. En cuanto a lo demás, necesito
de tu ayuda.
Respiró profundo y exhaló. El alivio fue inmediato, Seward ya no era
una figura de interés.
—Y por supuesto la tienes, dime qué debo hacer.
—Llévatela contigo.
—¿A Londres? —La propuesta no pareció agradarle. «Londres» resonó
tan fuerte dentro de la habitación que hasta los cristales del ventanal
temblaron.
—¡Sí, a Londres, mujer, dónde más! La quiero bien lejos de aquí. Lejos
de Sean Walsh. Y si es posible, no la deseo de regreso. Si la verdad llegara
a salir a la luz, de una u otra manera, ella pagará las consecuencias.
—¿Qué quieres decir con que «no la quieres de regreso»?
—Lo que entiendes... haz lo necesario. Encuéntrale un marido al otro
lado del mundo. Duplicaré, triplicaré su dote de ser necesario. Lo que sea.
¿Me has entendido, Eleanor?
—Sí, Arnold, te entendí a la perfección. Lo que sea, como sea.
El viaje a Londres resultó una tortura para Cameron. Era la primera vez
que viajaba en barco y los interminables días sin pisar tierra firme la
llevaron a enfermar. El estómago apenas lograba contener un par de
bocados, los mareos eran constantes y la reclusión en su camarote la
arrastró a un inicio de locura.
No dejaba de pensar una y otra vez en Nala y en Walsh, y en los retazos
de conversación con su padre. Sabía que no tenía toda la información, que
Arnold le ocultaba algo. Tía Eleanor desconocía los pormenores de la
orden dada por el terrateniente y, a diferencia de Cameron, no sentía ni la
más mínima curiosidad. Las damas debían callar y acatar, así se lo había
recordado en la última conversación en tierras americanas.
Ahora eso había quedado atrás, tan lejos como la costa de Virginia. Por
desgracia, no pudo dejar el dolor y el corazón roto en el mismo puerto. Los
arrastraba con ella al viejo continente, y era una enfermedad que la
debilitaba. Su malestar físico iba a la par del emocional. Tía Eleanor se
negaba a hablarle más que para reprenderla y exigirle que le agradeciera
por llevarla a Inglaterra cuando no lo merecía. El resto del tiempo se
dedicaba a enviarle miradas de censura.
—¿Puedes dejar eso? —exigió la mujer, cansada de las náuseas de su
sobrina.
—Sí, tía. —El sarcasmo de su respuesta se perdió en otra arcada, lo que
llevó a Eleanor a abandonar el camarote. Apenas se soportaban. La
relación que antaño supo ser distante, ahora era tensa. Las capas de pulida
educación de Cameron estaban resquebrajadas por los sucesos y daban
como resultado una muchacha menos sumisa y más indómita, incluso en
ese estado de evidente debilidad.
El clima de la costa no ayudó cuando arribaron. El oleaje hizo que las
últimas horas a bordo se convirtieran en una pesadilla. La lluvia les dio la
bienvenida, los vientos helados y el vaivén de un carruaje fueron la
estocada final para la salud de Cameron, llegó a la mansión de los
Thomson con fiebre y el estómago tan revuelto como si aún estuviera
navegando el Atlántico.
—Oh, Lady Mariana, no queremos importunar —escuchó la queja de su
tía entre momentos de lucidez—, no es necesario un médico, con que
descanse un poco…
—¡De ninguna manera! —exclamó Lady Mariana Thomson y la voz
sonó como la de un ángel en los oídos de la señorita Cameron. La
vizcondesa supo ser una gran cantante lírica en sus años mozos, y el
timbre de su voz conseguía dejar mudo a cualquiera que la escuchara,
entre ellos, Eleanor—. Nos aseguraremos de que tu sobrina reciba los
cuidados pertinentes. Ahora mismo la instalaremos en su habitación, la
doncella le preparará un baño y el médico la verá en unas horas.
Los siguientes días serían una gran nebulosa en la mente de Cameron.
Pasó horas y horas en cama, hasta que comprendió que su mal nada tenía
que ver con el resfrío, sino con un corazón roto. Lady Thomson no tardó
en dar con el verdadero diagnóstico y, sin hacer preguntas, la trasladó a
una habitación lejos de su tía, en la otra ala de la inmensa mansión.
A Mariana no le agradaba Eleanor De Luca, pero la toleraba por los
negocios del pasado y por los posibles en el futuro. En cambio, algo en la
joven Madison lograba enternecerla, adivinaba que no había sacado la
ambición de la familia paterna y se preguntaba si quizá la madre era quien
había transmitido esa llama de dulzura que se mantenía brillante aunque se
estuviera apagando.
—Señorita Cameron —la llamó antes de ingresar a la habitación—,
¿cómo te sientes hoy?
—Mucho mejor, milady —expresó la muchacha al tiempo que se
incorporaba en la gran cama de madera maciza. La doncella abrió las
cortinas, y el plateado cielo de Londres se coló por las ventanas.
Acostumbrada al clima de Virginia, Inglaterra no hacía más que alimentar
la melancolía. Ni los vivos colores del empapelado de las paredes de su
recámara, ni las arañas que siempre estaban encendidas, ni el carácter
vivaz y afable de la vizcondesa conseguían animarla.
Le costaba reconocerlo, extrañaba a Nala, extrañaba a Walsh. Y ambos
anhelos eran incompatibles, se sentía dividida por albergar sentimientos
hacia Sean, creía que le era infiel a Nala, a la justicia que merecía y jamás
recibiría.
—Esperemos que pronto la mejoría se evidencie —fue el mordaz
comentario de Mariana, hecho con una sonrisa amistosa que indicaba las
buenas intenciones.
—Gracias, milady.
—Cuando estemos a solas, puedes tutearme —le recordó Mariana, con
cariño.
—Lo siento, no me acostumbro. Mi tía ha hablado tanto de usted… de
ti —se corrigió—, que me cuesta no tratarla… —Se interrumpió una vez
más al darse cuenta de que no le saldría de manera natural. Allí, ella era un
ser inferior, su sangre no era noble y, por lo tanto, si bien se dirigían a ella
con un mínimo de respeto, le recordaban su lugar. Era injusto, y se sentía
horrible. Pero, por sobre todo, exponía un trato aún más desigual, el que se
tenía en su país para con los esclavos. Los pesares volvieron de golpe, y
junto a ellos, el malestar físico.
—Querida, estás tan pálida, tan frágil y con el temple tan apagado, que
serás la sensación de la temporada. Toda una florecilla inglesa —bromeó
Mariana y consiguió la primera risa de Cameron en días.
—Gracias por el no halago, milady —respondió a la broma, y escondió
en su expresión el dolor que sentía. Lady Thomson lo adivinó de todos
modos, y así lo expresó.
—Eso está mucho mejor, Cameron. Aprende a esconder la debilidad, o
aquí te comerán los ojos.
—No me está saliendo muy bien si puede adivinar siempre lo que me
pasa.
—Oh, ese es mi don, no todos lo tienen. Algún día, querida, hablaremos
en confianza y me contarás qué te tiene en cama, porque sé que no es el
resfrío. Mientras tanto, intentaremos que te repongas, que saques a flote
esa belleza que te acompañó como un mito desde Virginia y
conseguiremos un esposo para ti, uno que te permita escapar del pasado.
—Es muy amable de su parte.
—Por cierto, quiero que conozcas a unas muchachas de tu tierra. Estoy
segura de que eso te animará y borrará parte del pesar —agregó Lady
Thomson con su melodiosa voz antes de dejarla a solas.
La idea de al fin contar con jóvenes de su edad y en situación similar a
la suya la llevó a una leve y constante mejoría. Día a día encontraba la
fuerza para salir de la cama, arreglarse, pasear por el suntuoso jardín de
los Thomson, degustar la para nada deliciosa comida de Inglaterra, leer,
conversar con Mariana y mantener distancia de Tía Eleanor.
El nuevo pasatiempo eran los artículos del Doctor C. que se publicaban
en un folletín para damas de la sociedad londinense Lady and society. El
escandaloso doctor sacaba a relucir en cada nota alguna de las aristas más
oscuras de la sociedad. La identidad de tan osado hombre era una
incógnita que mantenía a Cameron entretenida y le permitía recordar la
otra cara de Sean Walsh, aquella que se había disipado en una noche
confusa que parecía un mal sueño.
La sensación onírica la acompañó durante el primer mes en Londres.
Era arrastrada por Mariana a las casas de moda, a los salones de té, a las
clases de historia inglesa y protocolo con una prestigiosa institutriz de
rictus severo, a las tardes en compañía de sus coterráneas, a los bailes…
Pronto descubrió que su ajustada agenda no era casual, Lady Thomson
parecía conocer la receta para sanar el mal de amores: distracción
constante y lejanía de Tía Eleanor.
De a poco recordó cómo sonreír, cómo disfrutar de un banal
entretenimiento. Los mejores momentos eran las tardes compartidas con
sus nuevas amigas.
—Sospecho —dijo Cameron en un susurro para Emily Grant—, que
Lady Mariana es quien busca esquivar a mi tía todo el tiempo, y que yo
soy la excusa. No a la inversa.
Vanessa Cleveland largó un bufido poco femenino a modo de
reafirmación. Las tres amigas se encontraban en el salón personal de Lady
Thomson, tomando el té y conversando. Solo una de ellas estaba ausente,
Miranda Clark, la reciente Lady Bridport. La joven neoyorkina había sido
la primera de ellas en tener éxito en la búsqueda de un título nobiliario que
limpiara el pasado y le abriera puertas al futuro, aunque ni en los más
osados de sus sueños hubieran imaginado la pesca de un futuro duque.
—No creo que pueda culparla —murmuró Emily al tiempo que sus
mejillas tomaban un intenso color rojo. La muchacha de California era
tímida y reservada, el opuesto exacto de Vanessa, que era mordaz y
sarcástica.
—¡Oh! ¿Qué he escuchado? ¿La señorita Grant ha expresado una
opinión propia? Necesito mis sales —exageró la joven de Boston, y
Cameron quiso abofetearla. Detestaba cuando la señorita Cleveland
descargaba su cinismo e ironía en la inocente Emily, parecía tenerla de
punto.
—Hablando de opiniones que no hay que decir en voz alta —
interrumpió la puja entre ambas—, ¿leyeron el último artículo del Doctor
C.? Habla del trato de los ricos hacia la servidumbre.
—Sí —se apenó la señorita Grant—, tiene tanta razón que duele. Mal
nos pese, creo que esta vez no ha dado con el dardo solo en la sociedad
británica. Los americanos no nos diferenciamos demasiado.
—¡Por supuesto que no! —se quejó Vanessa—, si hasta les damos el
poder de humillarnos. De alguna manera, consideramos natural esa
pirámide absurda de hombres sobre hombres… —De improviso, se acalló
apretando los dientes. Cameron quiso indagar un poco más, sorprendida
por haber hallado un punto de concordancia con la joven de Boston que,
hasta el momento, era quien peor le caía.
—Por favor, sigue —pidió.
—No, en vano hablar, más cuando los pasteles están deliciosos. ¿Han
probado el de mora? —Lo superficial del comentario cumplió con lo
cometido. Emily y Cameron quedaron mudas, con la boca abierta y los
ojos fuera de sus cuencas—. Por cierto, ¿se han enterado de los rumores
sobre Miranda… perdón, Lady Bridport?
—No empieces —fue la advertencia de la señorita Madison que cayó en
saco roto. Miranda Clark y Elliot Spencer eran la comidilla de Londres.
Lord y Lady Escándalo. Sabía por Lady Thomson que se hablaba de ellos
en todos los salones de caballeros y de damas, incluso había apuestas a su
nombre. El matrimonio de su amiga neoyorkina podía ser un éxito
respecto a intereses, pero parecía ser un completo fracaso puertas adentro.
—Sí —agregó Emily—, me he enterado por Colin las cosas que se
dicen en el White.
Colin Webb era el mejor amigo de Lord Bridport y, al parecer, la nueva
obsesión de la señorita Grant. No había conversación con la californiana
que no terminara en Lord Webb.
—¿Colin? —remarcó Vanessa—, ¿Llamas a Lord Webb Colin? Esa es
nueva.
Las mejillas de Emily ardieron de inmediato, y Cameron no encontró el
modo de salir al rescate. Cada día, la adoración de la muchacha hacia el
joven lord era más evidente, y a diferencia de Vanessa, le parecía de una
crueldad innecesaria remarcar lo difícil de esa unión. Colin Webb no solo
era el hijo de un adinerado conde que no necesitaba de las abultadas
cuentas americanas, sino que además era poseedor de una belleza y un
encanto que cortaba el aliento. Hasta la entrenada Lady Thomson debía
contenerse para no babear a los pies de Lord Webb. Para sumar
desventajas, Emily era quien más se alejaba de los estándares británicos.
De cuerpo entrado en carnes, orígenes humildes, riqueza vulgar y modales
francos, la joven californiana estaba condenada al fracaso social.
—Lo siento —se disculpó en un tono tan bajo que apenas fue oído—,
Lord Webb me ha dado permiso para tutearlo, claro, en privado, pero me
he acostumbrado tanto…
Las palabras sonaron en los oídos de Cameron como las campanadas de
una iglesia, y antes de dejar en la lengua venenosa de Vanessa la
advertencia, tomó las riendas.
—Emily, querida —Unió las manos a la de la muchacha—, dos cosas
están muy mal en tu confesión. Una, no puedes tutearlo porque él es un
noble y tú, una plebeya, y dos, no pueden estar en privado, a solas.
—Lo sé… es que…
—Por favor, Emily, prométemelo —exigió casi desesperada. De pronto,
sintió la mirada de la señorita Cleveland fija en ella, y supo que, en su afán
de proteger a la señorita Grant, había dejado en descubierto sus propios
pesares.
La advertencia era la misma que ella se había negado a escuchar, y la
había llevado directo y sin escala a la perdición. El mundo está lleno de
normas, quienes las rompen, las pagan. Y, la más dolorosa de todas, piensa
bien antes de entregar el corazón, porque cuando lo destruyen, duele como
mil demonios.
—Lo prometo —fue la mentira que salió de los labios de Emily.
Cameron pudo apostar que la mano que se escondía bajo la mesa cruzaba
los dedos para no dar peso al juramento. Lo sabía y lo entendía como solo
alguien que se había enamorado podía hacerlo. Por eso, Vanessa, la única
ajena a ese sentimiento, las miró como si fueran dos tontas de remate.
—Dado que no puedo hacer nada para que sean racionales —fue la
mordaz interrupción de la joven de Boston—, lo que haré es dinero a costa
de sus malas decisiones. Además de apostar contra Miranda, apostaré
contra ustedes dos.
—¡Por Dios! Eres lo más cruel que he visto en mi vida —se enojó
Cameron, pero la sonrisa pícara de Vanessa la hizo temblar.
—¿Sabían? En la edad media se les decía brujas a las mujeres
inteligentes…
La única respuesta posible a esa afirmación fue poner los ojos en
blanco, largar un bufido y abarrotarse la boca de tarta de mora. Y aunque
las pullas siempre terminaran de esa manera, con un cruce verbal, un
desafío y una molesta espinilla por las palabras de la bostoniana, las tardes
junto a ellas eran lo que llenaba a Cameron de energía para afrontar un día
más.
Un paso a la vez hacia el olvido, un paso a la vez hacia el futuro. Si se
lo repetía, quizá esa noche no soñaría con Sean Walsh. Era tiempo de
dejarlo atrás, de escuchar sus propias advertencias, de dejarse llevar por
los planes de Lady Thomson. Era tiempo…
***
El doctor Foster fue en extremo amable con Cameron, tal y como él dijo,
el estado de gestación era información que podía reservarse, siempre y
cuando la joven guardara reposo, y le prescribió un calmante suave que,
aseguró, no dañaría al bebé.
Por ese motivo, la sorpresa y el desconcierto lo golpeó de improvisto al
regresar unos días después y hallar a la señorita Madison en tan mal
estado.
—Por favor, déjenos solos —pidió el médico al ver a la paciente. Una
vez cerraron la puerta, se dirigió a la ventana para hacer circular la
refrescante brisa—. ¿Ha tomado el calmante? ¿Solo eso? ¿No ha probado
con algo más fuerte?
—No, no —respondió Cameron. Se intentó incorporar en la cama y
apenas lo logró—. Solo he tomado el calmante con algo de té esta
mañana…
—Durante el embarazo es normal algo de fatiga, náuseas…
—Lo sé —lo interrumpió la muchacha, presa de un gran temor por la
vida que crecía en su interior. Se tomó el vientre con la mano, en un
intento de asegurarse de que allí seguía todo en orden—, he tenido
malestares matutinos. De hecho, aún los tengo, pero nunca duraron tanto.
Tras beber el té y el jarabe, como siempre, he vomitado… pero, en
general, después ya me siento repuesta.
—Quizá se deba a eso, a que ha expulsado de su organismo el
medicamento. Probaremos con que lo ingiera luego de las náuseas
matutinas, quizá de ese modo… —Parecía poco convencido. La examinó
con cuidado, le tomó la temperatura, observó las heridas, se aseguró de
que ninguna, ni la más pequeña, estuviera infectada, palpó daños internos,
y se marchó tan desconcertado como había llegado.
Luego de su partida, la carabina de señoritas americanas irrumpió en la
habitación con el fin de entretenerla, atender cualquier necesidad; pero
Cameron apenas si se podía mantener despierta por unas horas.
—No lo entiendo, fue un accidente de lo más tonto —se lamentó Emily.
Las lágrimas la asaltaban con frecuencia desde el incidente, se culpaba por
no haber reaccionado lo suficientemente rápido, por haber discutido, por la
distracción que su charla había provocado.
—¿Lo fue? —inquirió Vanessa.
—No podemos acusar sin fundamento —Miranda detuvo las conjeturas
de la señorita Cleveland—, ni siquiera mi título es tan fuerte como para
sostener una habladuría así.
—¡No es una habladuría! Y lo sabes. Ese hombre, ese asesino, puede
ser el próximo presidente de Estados Unidos, ¿lo recuerdas?
—Sí, Vanessa, lo recuerdo. Y perdona si no sigo tu línea de
pensamiento del bien mayor, de las causas y demás, pero en este momento
me preocupa más la salud de mi amiga, que está tan mal que no escucha
esta discusión. ¿Lo ves? Preocúpate por política después —la reprendió
con dureza.
—Pues eso hago…
—Emily —Miranda no deseaba discutir con la bostoniana, en parte,
porque no quería pensar en que su amiga pudiera ser víctima de un
psicópata asesino. Ese temor le trajo otro a la mente, uno que había tenido
de objetivo a su amado y a ella, como daño colateral—, tu madre… tu
madre pudo ayudarme ¿recuerdas?
—Sí, pero no es lo mismo —se lamentó la californiana—, mi madre
entró anoche conmigo a verla, sus heridas no muestran signos de
infección, y el calmante que le dieron es a base de hierbas naturales, todo
es correcto, a menos que…
—A menos ¿qué? —Vanessa ardía de preocupación. A diferencia de
Cameron, su estado febril llegaba hasta las nubes.
—Que sea una reacción alérgica que desconozcamos… El doctor Foster
no cree que sea eso. Aunque…
—¿Aunque? —la instaron Vanessa y Miranda al unísono.
—Quizá me tomen de poco racional, espero no se enfaden.
—Me enfadan tus volteretas —se quejó la señorita Cleveland—, y tus
dudas sobre tus habilidades. Deja de vacilar.
—Mi madre le dijo a Lord Bridport, cuando Miranda estaba mal, que
no dejara la habitación, que comiera allí. El amor espanta a la muerte…
¿No vas a burlarte, Vanessa?
—No. Estás muy sensible, Emily, últimamente. Además, creo que
tienes razón… —Las dos muchachas fijaron sus ojos desorbitados en ella
—. Para mí tal cosa como la magia del amor no existe, pero hay estudios
que hablan del poder de la fe, de las enfermedades del corazón. No hay
pruebas científicas, aún, por eso un buen estudioso no se cierra a la
posibilidad.
—Bueno, señorita estudiosa, dinos cómo podemos traer al señor Walsh
a la habitación de una señorita soltera sin generar un escándalo mil veces
peor.
—No lo hacemos… ¿Acaso no eres tú Lady Escándalo? Supongo que a
Cameron le tendrá que bastar con ser señorita Escándalo. Busquen a
Walsh, yo convenzo a Lady Thomson de que acepte esta locura.
—Al menos admites que es una locura —murmuró Emily antes de salir
en búsqueda del empresario americano.
***
—Bien, puede… puede —remarcó—, que me haya equivocado —dijo
Vanessa cuando Sean Walsh se presentó en la recámara. El hombre estaba
fuera de sí por la preocupación y la desesperación.
Pasaba de caminar como león enjaulado a petrificarse al borde de la
cama con la vista puesta en una inamovible Cameron.
Eleanor estaba hecha una furia, no podía creer que Lady Mariana
estuviera de acuerdo con semejante locura.
—¡Por Dios! Un hombre soltero en la habitación de una señorita —
vociferó.
—Eleanor, querida, estamos todas presentes, y Cameron está
presentable, cubierta. Creo que podemos hacer una excepción.
—¡De ninguna manera! Este hombre no hace más que traer problemas
¡Váyase! —Los vidrios de las ventanas temblaron. Sean dejó el estado de
contemplación por unos segundos para centrarse en la señora De Luca.
Avanzó hacia ella, y la mujer pareció perder parte del valor, de la entereza.
—Señora, ¿qué puede ser lo peor de mi presencia aquí? ¿La reputación
de la señorita Madison? Porque le recuerdo que no hay nada, ¡nada!, que
desee más que casarme con ella. No crea que las formas, las normas, o
cualquier pequeñez puede impedírmelo. —Los ojos celestes de Walsh
chispearon y Eleanor retrocedió, un paso, otro paso, hasta dejarse caer en
la silla del tocador—. El único obstáculo insalvable es la salud de la
señorita Madison, lo único que me impediría hacerla mi esposa. Dígame,
señora De Luca, ¿su voluntad de alejarla de mí es más férrea que el deseo
de verla sanar?
—N…No, por supuesto que no. Quiero que mejore… Solo que su
presencia no ayuda.
—Tampoco empeora —cortó la disputa Lady Thomson—, y creo que
dado el evidente afecto del señor Walsh por la señorita Madison,
prohibirle estar a su lado por un par de normas sociales es de una completa
crueldad.
—Dice eso porque no es su sobrina —la desafió Eleanor. Era la primera
vez que se alzaba en contra de la disposición de Mariana.
—Entonces, solo puedo darle mi palabra de que si, cuando Cameron
mejore, no desea casarse con el señor Walsh, me ocuparé en persona de su
reputación y de encontrarle otro marido…
—¡Esto es una insensatez! —se quejó Miranda e hizo uso del peso de
su título, silenciando a todos los presentes—, no conseguiremos nada
estando todos aquí, en su lecho, como si esperáramos la muerte. Debemos
llamar a otros médicos, la tendríamos que llevar a Londres para que la
revisen.
—El viaje podría ser peor —comentó Lady Thomson, tan impotente
como las demás. Tía Eleanor, en cambio, estaba pálida como el papel. En
su mente solo podía pensar en que Arnold la mataría cuando regresara a
Virginia, y contemplaba la posibilidad de volver a Italia y vivir de lo poco
que le había dejado su matrimonio con De Luca. Cameron no estaba sana y
salva, como le había prometido, ni lejos de Sean Walsh. Y aunque todos
simulaban no ver al elefante blanco en la habitación, el estado avanzado
del embarazo era innegable.
No, no volvería a Virginia, no enfrentaría la furia de su hermano.
—Se ve tan frágil —comentó Emily. Se acercó a la cama para correr los
mechones castaños del rostro de su amiga y develar la palidez de su piel
—, casi tendríamos que ponerte en una caja de cristal —le susurró con
afecto—, como Blanca Nieves. Perdona por la discusión, Cameron, no
quería… —Se lamentó, al fin de cuentas, le había echado en cara la
delicadeza y fragilidad tan propias de una dama, algo que ahora se
remarcaba en su estado de salud.
No se dio cuenta de que su susurro, aunque bajo, era oído por Sean. El
hombre se puso de pie con rapidez, y volvió a su estado de león, solo que
en esa ocasión no había jaula que lo contuviera.
—¿Señor Walsh? —inquirió Vanessa, inquieta—. ¡Señor Walsh!
—La señorita Grant tiene razón… —espetó antes de dejar la habitación.
—¿En qué tiene razón? ¿Emily? —se volteó hacia ella—, ¿qué has
dicho?
—Que… que parecía Blanca Nieves… No lo entiendo, ¿por qué eso
alteraría tanto a…?
—¡Porque la están envenenando! —vociferaron Miranda y Vanessa al
llegar a la misma conclusión que Sean, y se largaron a correr por el pasillo
para detener al empresario. No había que ser un genio para adivinar
adónde lo llevaba su temperamento impulsivo.
—Ellen —ordenó la vizcondesa a una de las criadas—, quédate con la
señorita Madison, no dejes que nadie entre a la habitación y consigue una
maldita rata.
—¿Una rata, milady?
—Para que pruebe todo lo que ingiera la señorita de ahora en más.
Vamos, uno, dos, uno, dos… —y salió de allí en compañía de Emily y
Eleanor. Debían detener a Walsh antes de que hiciera una locura.
***
Miranda y Vanessa llegaron en el mismo instante en que el puño de
Sean cortaba el aire que lo separaba de James Seward. William Witthall lo
sostenía desde la cintura mientras Elliot contenía al político americano.
Varios de los invitados, al igual que el anfitrión, se hallaban en una
amistosa partida de cartas en las terrazas que daban a los jardines frontales
cuando fueron interrumpidos por la furia del empresario. Las acusaciones
que se lanzaban uno al otro carecían de sentido para los testigos, los cuales
solo atinaban a mantenerse al margen de la violencia.
—Señor Walsh, por favor, sea racional —pidió la señorita Cleveland al
llegar junto a él, la corrida por la escalinata la había dejado sin aliento. No
quería complicar más la delicada situación de Cameron. Teniendo el
panorama completo, lo ideal era planear una estrategia sin alertar a
Seward, y eso sería posible solo si Sean se sosegaba.
—¡Maldito desgraciado! No te saldrás con la tuya.
—¿Yo? No puedo creer que tenga el descaro de acusarme, Walsh. Quizá
aquí no lo sepan, o estén dispuestos a hacerse los desentendidos, pero el
único acusado de homicidio fue usted.
Tía Eleanor llegó con las demás mujeres justo en el instante en que el
político de Carolina del Sur largaba la acusación.
—¡Oh, por Dios! Tiene usted razón —se horrorizó la mujer, y Emily, a
su lado, puso los ojos en blanco por semejante necedad. Si bien Eleanor no
conocía las pesquisas que se habían realizado durante ese tiempo, el amor
de Walsh era tan claro como un lago de montaña. Era imposible concluir
que ese hombre fuera capaz de lastimar a Cameron.
—¿De qué hablas, querida? —preguntó Lady Thomson. Otros hombres
se sumaron al intento de sostener al ferroviario, entre ellos, el anfitrión.
—Mi sobrina atestiguó el crimen de una esclava, ella sabía que fue él.
—Señaló al señor Walsh.
—Eso no puede ser posible —la sorpresa golpeó a Mariana, y se mostró
dubitativa por unos segundos. Si bien la señora De Luca no le caía en
gracia, sabía que no era capaz de lanzar acusaciones de esa gravedad a la
ligera.
—No creo que lo sea —intervino el capitán Hobart, quien se presentó
alertado por el alboroto, sus palabras serenaron a la vizcondesa. Confiaba
en el criterio de su viejo amigo—, creo que debemos calmarnos y hablar
como las personas civilizadas que somos.
Estaba muy preocupado por la salud de la señorita Madison, y esa
aprehensión lo había llevado a comprender los sentimientos que albergaba
hacia ella. Se trataba ni más ni menos que una proyección de Camile, el
parecido tanto físico como de carácter. Y ahora, al igual que su esposa, en
la flor de su juventud, sufría de la delicadeza de salud. Aunque no la
amaba, no creía ser capaz de soportar ver cómo se apagaba la luz de su
vida tan pronto.
—No hay espacio para eso, capitán —rebatió Sean y volvió a arremeter
contra su adversario—, es la salud de la señorita Madison la que está en
juego, de ella y de… —se detuvo a tiempo, pero bastó para que Hobart
comprendiera de quién más hablaba Walsh, y confirmar lo que su corazón
le dictaba, que Sean era inocente, un hombre desesperado por perder a la
mujer que amaba y a su hijo.
La pena le quitó parte de la fuerza al empresario, y William pudo al fin
someterlo. Alejarlo de allí. Logró a duras penas arrastrarlo a los sanitarios
para que se refrescara y apagara el fuego de la furia.
Eleanor continuaba exponiendo su versión de los hechos, esa que lo
dejaba al ferroviario como culpable. Los ojos de Seward refulgían
victoriosos, conseguía salirse con la suya. El capitán optó por permanecer
junto al hombre de Carolina del Sur, mantenerse cerca del enemigo, para
ver si así conseguía develar los planes del político y ayudar a esa pareja
que merecía un destino mejor que el suyo.
Miranda buscó el consuelo que solo Elliot podía darle, y juntos, se
alejaron de la terraza hacia la zona del lago, donde Vanessa y Emily
ponían al tanto a Lord Webb sobre los hechos.
—No puedo creer que esto esté sucediendo. El señor Walsh es incapaz
de lastimar a Cameron… —comentó Lady Bridport al grupo.
—Adrede —interrumpió Vanessa, furiosa. William reapareció,
poniendo incómoda a la bostoniana, que optó por ignorarlo.
—¿A qué te refieres?
—A que los hombres enamorados son unos necios, Sean debía cerrar la
maldita boca…
—O retarlo a duelo —propuso Lord Witthall, lo que le granjeó una
mirada de desprecio de la señorita Cleveland—, descarta la lógica del
hombre enamorado, la belleza de la locura…
—No puede estar hablando en serio —discutió la muchacha.
—Por supuesto que sí. Al alba, pistolas o floretes, y así no solo salva a
la dama y hace justicia…
—Deténgase —exigió Vanessa—, nadie va a retar a duelo a nadie, y no
hay nada «romántico» en matarse al alba. Además, nadie pone en tela de
juicio los sentimientos del señor Walsh…
—Bueno, sí —interrumpió Miranda—, Eleanor De Luca.
—La opinión de esa mujer no puede importarme menos. —La llegada
de Sean Walsh puso fin a los cuchicheos—. Gracias, Witthall, por defender
mi honor; pero en esta ocasión debo darle la razón a la señorita Cleveland,
he sido un necio al dejarme llevar por la ira.
—Nadie niega que la señorita Cleveland lleve la razón, solo exponía
que es lo único que lleva, le falta el otro platillo que balancea el espíritu
de un ser humano.
—Gracias por tu apreciación —lo detuvo Elliot, conocedor de los
discursos de Lord Witthall—. Señor Walsh, ¿qué propone? Cuenta con
nosotros, somos sus aliados.
Emily y Lord Webb asintieron, dispuestos a prestar cualquier ayuda
necesaria.
—Debemos conseguir que confiese… —expuso ante ellos—, y tengo
un plan para conseguirlo, pero necesito la ayuda de alguna de las
muchachas solteras.
Lord Bridport se aferró a su esposa, gustoso de saber que no sería ella
quien tuviera que tratar con un posible asesino. La señorita Grant, presa de
la culpa, dio un paso al frente. Vanessa la detuvo.
—Lo haré yo. —Imaginaba de qué se trataba el rol, y se sentía confiada
de poder realizarlo. Miró a Lord Witthall con deleite, de paso, le podría
demostrar a ese loco demente que a ella no le faltaba ningún maldito
platillo.
CAPÍTULO 12
***
***
La boda se llevó a cabo con celeridad. El capitán Hobart consiguió en
un ir y venir a Londres el permiso especial.
—De haber sabido, recurría a usted —bromeó Lord Bridport, quien
meses antes se tuvo que enfrentar a toda la cámara de lores para conseguir
lo mismo.
—Pero nos hubiera ahorrado el espectáculo, y tú amas brindar
escándalos —rebatió Webb, de buen humor. Los tres hombres se hallaban a
la par de un nervioso señor Walsh.
Hobart había depuesto el honor de ser el padrino de Cameron en pos de
presentarse de apoyo al novio. La señorita Madison cosechaba amor y
cariño por donde iba, en cambio, Sean era un hombre solitario a quien le
venía bien una mano amiga. Nadie hubiera dicho que semejante amistad se
hubiera forjado sobre la base de pretender a la misma mujer. Charles se
sentía satisfecho en su rol de perdedor, pues cuando ganaba el amor,
ganaban todos. Él había sanado una parte de su pasado con la luz de
Cameron, con esa inocencia que le recordaba a Camile. La historia se
repetía para mostrarle un final feliz.
La capilla de las afueras de Sameville fueron dispuestas para la
ceremonia. Nada de carruajes ostentosos, avisos parroquiales ni cenas
multitudinarias. Sobre todo, porque cuando la novia hizo el triunfal
ingreso, también lo hizo la pequeña vida que crecía en su interior. En los
últimos días, la panza de la señorita Madison había crecido de manera
abrupta, como si el bebé supiera que ahora no tenía nada que temer y
comenzara a mostrarse al mundo.
La imagen le originó un nudo en la garganta a Sean Walsh. Miró a su
mujer, a su hijo, y supo que en ese instante era el hombre más afortunado
del mundo.
Aún era preso del miedo, de la inseguridad. Aún no se creía digno de
tanto… pero sabía, en su corazón lo sabía, se lo había ganado como a todo
en la vida. Había viajado por ella, había luchado por ella, vencido por
ella… había aprendido a amar por ella.
El vestido blanco, el peinado decorado con perlas y flores, el ramo de
camelias… Cameron era la viva imagen de su sueño hecho realidad. Y
como un sueño, todo pasó volando para Sean. Solo recordaría el momento
de la promesa, esa que, ante Dios y varios testigos, sellaba las palabras que
compartieron en el verano de Virginia: amarse y protegerse hasta que la
muerte los separe.
—Los declaro, Marido y Mujer —dijo el párroco y fue coronado con
varios aplausos felices.
El banquete y los festejos fueron reducidos a pedido de la pareja.
Cameron solo deseaba una cosa, irse a la cama junto al hombre que amaba
y…
—Poner los pies en alto —exclamó extasiada al llegar a la habitación
matrimonial que había dispuesto Lady Thomson. La risa de Sean coronó
sus palabras.
—¿Estás bien? —consultó, preocupado.
—Nunca estuvimos mejor —La mano de Cameron fue hasta su
abultado vientre—, pero todo puede mejorar, ¿o no?
Claro que sí, y Sean Walsh tenía todo dispuesto para hacer de la vida de
su reciente esposa, un cuento de hadas. No volverían a Estados Unidos
hasta que Cameron hubiera dado a luz y se hubiese constatado la salud del
bebé. El doctor Foster la revisaba con frecuencia y se aseguraba los
avances, hasta el momento, todo seguía el cauce normal de cualquier
embarazo, pero todavía no podían descartar algunas secuelas.
Por ese motivo, el empresario había enviado una carta a la junta
directiva de la empresa ferroviaria explicando las buenas nuevas y
proponiendo algunos negocios en Inglaterra, de modo de justificar su
estadía y conservar el puesto que tanto le había costado conseguir. La
respuesta no había llegado de momento, y poco le importaba, porque sus
prioridades habían cambiado, y sabía que pasara lo que pasase, le podía
brindar la vida que merecía a su familia.
De hecho, ya era propietario de una hermosa casa en Londres, en una
zona residencial que estaba en auge. La decoración quedaría en manos de
su flamante esposa.
—¿Cómo puedo mejorarlo? —preguntó con picardía.
—Hmmm… quitándome tantas capas de asfixiante tela —propuso
Cameron, y Sean no tardó en ponerse manos a la obra. La ayudó a
incorporarse para desabrochar los botones de perla de la espalda y quitar el
amplio vestido. Debajo, el corsé apenas cumplía la función de sostener los
pesados senos de la joven. Se deshizo de él con premura, y tras ello, las
enaguas tuvieron el mismo destino. Solo una suave camisola de seda a
juego con la ropa interior separaba a Cameron de la desnudez.
Walsh se detuvo unos instantes para contemplar con deleite los cambios
en el cuerpo de su mujer. La muchacha se sintió apenas inhibida, sabía que
su esposo la amaba y que jamás se dejaría llevar por la apariencia exterior,
pero, pese a ello, el pudor arremetía contra ella al saber que ahora su
vientre no era plano ni liso, unas pequeñas estrías se dibujaban debajo y el
ombligo comenzaba a asomar sin piedad. También sus pequeños y
turgentes senos habían mutado para pasar a ser llenos y coronados por
aureolas rosa intenso.
—Sé que estoy distinta…
—Eres la misma, eres única, Cameron… eres tan hermosa. —La besó
con ardor, apoderándose de sus labios, de su boca dulce. La invadió con la
lengua hambrienta, sedienta… ¿Hacía cuánto que contenía su deseo?
¿Hacía cuánto que la anhelaba así? Y ahora, era mejor que antes, mejor
que nunca… era su esposa. Se refrenó justo antes de dejar que la pasión
que lo embargaba se abriera camino sin piedad.
—¿Sean? —preguntó ella, tan deseosa como él.
—¿El doctor…?
—Dice que el único impedimento es la panza —confirmó ella y tuvo
que sostenerse el vientre al reír—, no sabes lo colorada que me puse al
preguntarle, como para que me vengas con reparos. Tenga un poco de
piedad de mí, señor Walsh.
Él se sumó a las risas.
—Tendremos que ponernos creativos… —dijo con picardía. Comenzó a
desvestirse frente a la mirada de su esposa. Cameron lo seguía todo con
sus ojos azules; a diferencia de ella, él no había cambiado nada en esos
meses. Era la viva imagen de sus fantasías, era lo que su cuerpo pedía a
gritos. Se detuvo antes de quitarse la última prenda y volvió a su lado, en
la cama—. Ahora, ocupémonos de la tarea pendiente, mejorar esto.
—Sean, por favor —suplicó Cameron, ávida por saciar su necesidad de
él.
—¿Ansiosa? —replicó él, juguetón, antes de quitarle las medias y
comenzar a masajear los pies de su esposa. La muchacha largó un gemido
de deleite, aunque hubiera preferido gritar de placer. Pronto, y consumido
por la mirada ardiente de ella, Sean comenzó a acompañar con besos sus
masajes. La boca de labios tibios le acarició la piel de las pantorrillas, para
ascender lentamente hasta empujarla a la locura.
Cameron se retorció, quería devolverle las caricias a su esposo, quería
recorrer su cuerpo con las manos para volver a memorizar cada rincón.
Pero estaba inmovilizada por el placer. Sentía la boca de Sean en su
asedio, y lo único que atinó a hacer fue a quitarse la camisola. Su marido
la acompañó arrastrando la ropa interior hasta desnudarla y retomar la
tarea de saborear cada rincón. Volvió a su boca, para un beso profundo y
descendió por el cuello, por el esternón hasta brindarle la misma atención
a sus senos. Estaban tan sensibles que Cameron no pudo contener el grito
de satisfacción. Las manos le friccionaban la piel en una caricia ya no tan
delicada; al fin, conseguía su botín, Walsh le daba todo lo que ella
anhelaba. Enredó los dedos en los mechones castaños del hombre, al
tiempo que él continuaba con su exploración hasta llegar al centro de su
femineidad.
Estaba más que lista, estaba al límite.
—¡Sean!
—Dámelo, Cameron, dámelo ahora —exigió Walsh, con la voz ronca
por el placer. Introdujo un dedo en el canal y la estimuló con la lengua
para hacerla explotar. Ella se dejó llevar, hasta gritar su nombre en el
éxtasis. Así, una y otra vez, hasta saciar el hambre de meses.
Los espasmos remitieron, y Sean se alejó unos segundos para quitarse
la ropa interior. Antes de que volviera a su lugar, Cameron se incorporó en
la cama y lo detuvo posando la palma en el plano vientre del hombre. Su
miembro se erguía demostrando el insatisfecho deseo, y ella no dudó en
devolver la atención recibida. Lo llevó a su boca y probó cuán hondo le
cabía…
—Cameron… —fue la súplica desesperada de Sean. Era la primera vez
que ella lo hacía, y él no se sentía capaz de soportar tanto placer.
—¿Lo hago mal? —preguntó con inocencia y un poco de travesura.
—No, lo haces demasiado bien y no quiero… no así… no todavía. —
Cameron disfrutó del hecho de ser capaz de brindarle placer al hombre que
amaba, pero también del de tener poder sobre él. Mientras ella saboreaba
el placer de Walsh, podía hacer con él lo que quisiera. Por fortuna, ambos
querían lo mismo—. En otra ocasión seguiré como haces tú, hasta la cima,
pero hoy lo quiero en mi interior, señor Walsh.
—¡Dios! Sí, tus deseos son las más deliciosas órdenes para mí.
Sean volvió a recostarse en la cama, tomó los labios de Cameron entre
los suyos y la besó con ardor antes de posicionarse sobre ella. La penetró
con delicadeza, hasta que la escuchó gemir al recibirlo por completo. La
sensación de goce, de victoria al volver a estar juntos los embargó por
completo. Sus cuerpos, al fin, volvían a ser uno.
La panza le impedía a Walsh ir tan hondo como quería, darle el ímpetu
a los embistes que Cameron reclamaba con sus gemidos. Con suavidad,
salió de su interior y la instó a ponerse de lado, la espalda de ella contra su
pecho, y se introdujo en esa nueva posición. Cameron llevó una mano
hacia atrás, en búsqueda del contacto de su marido, y con la otra se aferró
a las almohadas presa del placer. Podía sentir a Sean dentro de ella,
profundo, rápido… podía sentir cómo crecían las sensaciones, cómo
aumentaban hasta arrastrarla a lo alto. La mano de Walsh se unió al juego,
acariciando el punto en que sus cuerpos se unían y, sin más, se dejaron
caer, juntos, espasmos con espasmos, gemidos con gemidos.
Terminaron agitados, agotados y transpirados; pero, sobre todo,
ansiosos por repetirlo.
—¿Cuán creativo crees que podemos llegar a ser? —preguntó Cameron,
cuando sus besos despertaron el deseo de su marido una vez más.
—Hmmm, no lo sé, ¿se te ocurre alguna nueva forma? —La mirada de
Sean brilló por la expectación.
—Qué tal si… —y la reciente señora Walsh le susurró a su marido una
escandalosa propuesta de alcoba.
—¿Ya le dije cuánto la amaba, señora Walsh?
—Sí, señor Walsh, pero estoy dispuesta a escucharlo de nuevo…
—Te amo, Cameron.
—Te amo, Sean.
Y volvieron a hacer el amor como una irrompible promesa de eternas
noches en compañía.
EPÍLOGO
Scarlett O’Connor
Copyright © 2019 Lune Noir
All rights reserved.
A todas las mujeres, ustedes saben cuánto valen.
PRELUDIO
***
Los hermanos Grant volvieron del pueblo con los ceños fruncidos y
algunos moretones.
—Por Dios, Louis, que eres tonto. Siempre nos metes en problemas, no
aprendes más —se quejó el mayor. Benedict los vio arribar y fue a su
encuentro. Los muchachos habían podido conseguir provisiones, sobre
todo algo de carne que les venía bien, y en el camino habían cazado una
liebre. El éxito no se ajustaba con sus rostros compungidos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el hombre—, ¿por qué esos ánimos?
—Louis lo ha hecho de nuevo —se quejó Zachary al tiempo que
empujaba a su hermano menor fuera del carro—, la próxima nos llevamos
a Elton, que tiene el cerebro donde debe y no en los pantalones.
—¡Muchachos, muchachos! —los serenó su padre. Jonathan le regaló
una mirada furiosa antes de descender y comenzar a desatar a la mula.
—Es siempre la misma historia, padre —se quejó el mayor. Louis pateó
el suelo en un berrinche que ponía en evidencia su corta edad. Tenía quince
años, y si bien en esas tierras era imposible no perder la inocencia y
volverse rudo, el más joven de los hombres Grant aún transitaba la
adolescencia con todos los vaivenes propios de esa etapa.
—Louis, ve a buscar a Emily —le ordenó Benedict—, está al norte,
justo junto al cerro.
—Sí, padre. —Bajó la cabeza y escondió el morado del pómulo,
producto de la pelea con sus hermanos y algunos extraños. Sabía que la
orden tenía un vestigio de castigo, pues era un tramo extenso para hacer a
pie.
—Ahora —prosiguió cuando quedó con los mayores. Fueron a la cuadra
de la mula y emprendieron la tarea de bajar las provisiones—, ustedes dos.
Ya saben que Louis está en esa edad, deben ser un poco más compasivos…
al fin de cuenta, todos la hemos pasado.
—Pero no como él, padre —se lamentó Zachary, y Benedict rio por lo
bajo.
—Sí, exactamente como él. ¿Qué ha sido esta vez? —pidió que le
relataran, aunque sabía de antemano por dónde venía el asunto. El más
joven de los Grant era un enamoradizo. Al alboroto de hormonas propio de
la edad se le sumaba su temple romántico.
—Le regaló una hogaza de pan a Salma, además de las flores silvestres
de siempre y sus poemas sin rimas —relató Jonathan.
Benedict volvió a sonreír. Sabía que no debía hacerlo, pero le llenaba el
pecho de orgullo haber criado un buen cristiano. Su hijo era noble y de una
inocencia inagotable.
—¿Y los golpes? —inquirió.
—El dueño del burdel, el señor Ramírez… no le hizo ninguna gracia
que Salma recibiera algo gratis… —No tuvo que decir más. Si una
prostituta recibía las atenciones bien intencionadas de un hombre, no
necesitaba trabajar por ello. Y si no atendía clientes, Ramírez se quedaba
sin su parte.
—Hablaré con él cuando regrese.
—¡Es una prostituta! —se quejó Zachary de que su padre le restara
importancia al asunto. Sin embargo, Benedict le palmeó la espalda con
cariño antes de contestar:
—¿Y qué nos ha enseñado la Biblia? El que esté libre de pecado que
arroje la primera piedra.
***
***
***
Al otro lado del salón, Lady Anne Merrington estaba que trinaba. Nada
esa noche salió como esperaba. Sabía que estaba despampanante con su
vestido azul noche que hacía juego con el color de sus ojos y
contrarrestaban con la blancura de su piel. Usaba cortes sencillos, de talle
fino y falda ancha, de escote bajo pero recatado y telas que se pegaban a su
andar. Conocía su potencial, y lo explotaba al máximo. Tenía a todos los
nobles, casados y solteros, babeando tras ella. A todos menos a uno, su
último amante, Colin Webb.
El muy maldito había terminado su relación con ella, y con palabras
amables y un mugroso… bueno, mugroso no, bastante caro brazalete, daba
por terminada una relación de un año y un día. Un año y un día, ese era el
límite de las amantes de Lord Webb. Ninguna había durado más ni menos
en su lecho, y Anne sabía que, en la sociedad de lectura de damas
londinenses, el club de damas al que pertenecían las más importantes
ladies de la nobleza, había existido una apuesta en su nombre. Ella sería la
que rompiera la norma, la que se casaría con Lord Webb. No había
sucedido, al igual que todas las anteriores, fue despachada con una joya
por único regalo. Y para más irritación de la viuda de Merrington, ni
siquiera había recibido la joya más cara y bonita. No, ese puesto aún lo
ostentaba Lady Amber, la predecesora de Anne en la cama de Webb, una
mujer también viuda con tres niños que conservaba una relación de
amistad con su antiguo amante. La mujer parecía haber entendido desde el
inicio cómo era la situación en brazos de Colin, y de mutuo acuerdo se
prestaron consuelo. Al finalizar, Lady Amber se quedó con los buenos
recuerdos, un gran amigo y una de las gargantillas de zafiros y oro blanco
más costosas de la nobleza británica… y ella… ¡un maldito brazalete de
rubíes y esmeraldas!
Pero a diferencia de Amber, Anne no se rendiría. Ella no se contentaba
con una joya, ella quería ser la próxima Lady Sutcliff y lo conseguiría.
Claro, si primero lograba que Lord Webb la mirara. Colin estaba a varios
metros de allí en compañía de, nada más y nada menos, que la atracción de
circo americana que había conocido en lo de Madame Dumont. ¡Hablando
de joyas caras! Todo en la muchacha brillaba, y no en el buen sentido. Y
sin embargo, parecía haber conseguido el cometido de encandilar a Webb
por unos segundos. Sonrisas, picardía, diversión… todo eso se veía en el
rostro de Colin, sentimientos que Anne sabía muy bien no solía mostrar
con frecuencia. El próximo conde de Sutcliff se caracterizaba por cinismo,
sarcasmo y aburrimiento.
—¿Dónde demonios está Thelma? —susurró en búsqueda de su
hermana. ¡Perfecto!, ahora resultaba que debía ir a los tocadores por su
cuenta. Aguantaría hasta su regreso, odiaba verse en una situación tan
vulnerable frente a sus amistades. Su séquito de siempre eran La
honorable Darlene Holly, una muchacha con pocas luces y menos gracia,
que no se resignaba a su destino de solterona y solía adjudicar su estado
civil a una elección personal, y Hillary Otto, la esposa de Sir Otto, el
médico que había prestado gran servicio a su Majestad y por quien había
recibido el honorífico título de Sir. Nadie más secundaba a Lady Anne en
su caída. Apenas si la habían podido soportar cuando era la esposa de Lord
Merrington, ahora, como viuda, solo la invitaban por respeto al título de su
difunto marido. Pronto eso cambiaría, se prometió, cuando se casara con
Lord Webb y fuera la próxima condesa de Sutcliff.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Darlene al verla abatida. La furia
destilaba de cada uno de sus poros con un único destino, Emily Grant y sus
ojos de cachorra enamorada.
—Sí, por supuesto… solo que… —compuso un gesto de falsa pena—,
no puedo creer lo que Colin, perdón, Lord Web… —Escondió su rostro
tras un pañuelo bordado.
Darlene creía que la belleza era contagiosa, y que si soportaba la
compañía de Lady Anne lo suficiente algo de eso se le pegaría.
—Lord Webb comprenderá su error…
—Espero que lo haga pronto —musitó—, pues él es demasiado bueno
para esta sociedad de arpías. Solo basta ver cómo lo dejó Lady Amber tras
la ruptura, me costó tanto que volviera a confiar en las mujeres…
Thelma regresó en ese instante y escuchó las palabras de su hermana
con estoicismo. Era increíble la cantidad de mentiras que podían salir de
sus labios. Nada de lo que decía era cierto, el corazón de Colin, si lo tenía,
pensó Thelma con cierto rencor, había estado siempre a resguardo de cada
una de sus amantes. No tenía nada en contra del futuro conde, a decir
verdad, solo lo despreciaba por la ceguera con respecto a su hermana. Un
año junto a ella y no había visto su verdadera naturaleza. Podía ser que ella
llevara lentes, pero Webb era el único miope.
—Lo verá, lo verá —agregó Hillary.
—Si no lo enredan antes en las malas artes esas de ahí… —señaló al
sector en donde se encontraban las americanas en compañía de Lady
Daphne y Lord Bridport.
—¡Eso es imposible! —se indignó Darlene, y Thelma dio un paso atrás
hasta perderse con el empapelado. Ya sabía lo que vendría, lo escuchaba en
cada reunión de té de esas víboras. Tomaban a una muchacha de punto y la
hacían trizas. Darlene parecía desquitarse con ganas, agradecida de no ser
«la más fea de la sociedad», único puesto al que podía aspirar. Le parecía
absurdo que Holly usara contra las demás mujeres las mismas armas que
la apuntaban a ella. Hillary, en cambio, se sumaba a la disputa por
aburrimiento. Su marido, sin duda, no le daba nada en qué entretenerse.
—No subestimen el dinero, queridas. No en vano se presentan con
tantas joyas y decorados. Saben que no buscan enamorar, sino comprar.
—Bueno, pero no tienes nada de qué preocuparte, Anne —insistió
Darlene, y la boca se le aguó en obsecuencia. Le encantaba poder tutear a
Lady Merrington, se sentía privilegiada—. Lord Webb no necesita dinero,
y siempre ha tenido un gusto exquisito con las mujeres, uno que no hace
más que mejorar. Basta con comparar para saberlo, tú fuiste su más bella
compañera, y más bella que tú no hay…
Los ojos de Thelma rodaron en sus órbitas.
—Siempre sabes cómo levantarme el ánimo, Darlene. Y tienes razón,
no hay forma de que esa me opaque, salvo claro, que se pare frente a mí,
en cuyo caso me cubre por completo… —bromeó y fue seguida de un coro
de risas. Thelma enfureció al percatarse de que la broma de su hermana
había sido oída por un par más de damas de los alrededores que se
sumaban. Al tener público, algo que Anne amaba, continuó
alimentándolos.
—Exceptuando la altura, por la cual usa esas plumas —agregó Hillary y
volvió a ser coreada.
—Y si eso no basta, solo tiene que conseguir que la luz le dé sobre las
piedras que lleva cual araña de Lady Thomson. —Los oyentes alzaron la
vista a las suntuosas arañas y rompieron en carcajadas. Las mismas eran
brillantes y pesadas y parecían al borde de colapsar, igual que la señorita
californiana.
Las odiosas comparaciones continuaron para deleite de los invitados,
hasta que llegaron a los oídos de la señora Grant que estaba junto a la
señora Monroe a un lado. Sandra no soportaba un segundo más, ya no le
importaba si arruinaba la reputación de su hija, si debía volver a California
en el próximo barco o si ahondaba en la impresión de que los americanos
eran unos brutos, ella le sacaría uno a uno los cabellos a esa malnacida y
se los haría comer. ¡Nadie hablaba así de su hija! Se acercó a paso
enérgico, mientras la pobre Grace Monroe intentaba detenerla.
—Usted no tiene idea de lo que habla —espetó al llegar junto a Lady
Anne—, si supiera lo que es el hambre no se vanagloriaría tanto de sus
huesos salientes y…
—Oh, pero ahora se ve que no pasan hambre —la interrumpió Lady
Anne en alusión a la contextura física, y las risas se escucharon de fondo.
Grace no lograba contener el escándalo, y comenzó a buscar al Lady
Thomson para que saliera al rescate. El problema era que la vizcondesa
estaba deleitándose de otro escándalo: el regreso de Lord Bridport a la
sociedad. Bueno, pensó la señora Monroe, al menos la costumbre de ser la
mejor fiesta de Londres no se había roto. Los diarios tendrían para
entretenerse por semanas con lo sucedido en la apertura de la temporada.
Cuando creyó que debía rendirse a su suerte, una refinada voz con un leve
acento francés se hizo oír por encima de las carcajadas.
—Lady Anne, querida… ¿te puedo tutear? Supongo que sí, ya que al
parecer anhelas tanto ser mi nuera. —Las risas se cortaron, y el mutismo
se apoderó de esa ala del salón—. Si tuvieras algo más que cabello en la
cabeza no harías tan superficiales bromas. —El sonrojo se apoderó de las
mejillas de la viuda y le tiñeron las orejas. Lady Marion Sutcliff, la actual
y a quien ella tanto quería reemplazar, la miraba furibunda—. Para llevar
corona se necesita el cuello sin cortar, y si te sirve el consejo de una
francesa, eso se consigue con flexibilidad. Lo rígido se quiebra, lo flexible
se amolda.
—Milady… —quiso interrumpir Hillary, pero fue acallada con un
levantamiento de mano sutil de la condesa. No, Lady Anne la había
agotado y no permitiría que la sociedad siguiera festejando su desparpajo a
costa de su hijo Colin Webb. Ella tenía una opinión respecto de los
americanos, no creía que la relación de sus hijos con ellos fuera
provechosa para el título, sabía muy bien el coste a pagar por el actual
Lord Sutcliff al elegir como esposa a una francesa en lugar de a una
inglesa. Marion provenía de una de las mejores líneas sucesorias de la
Francia pre-napoleónica, que habían perdido todo con la revolución, hasta
volverse prácticamente unos refugiados en tierras británicas. El desafío de
Arthur Webb le había costado demasiado al condado, y deseaba ahorrarles
ese martirio a sus hijos. Sin embargo, no pensaba hacerlo a costa de la
burla y desprecio hacia personas inocentes. Y menos que menos, deseaba
darle una carta ganadora a esa horrible mujer. Una víbora trepadora que
estaba a pasos de develar uno de los más oscuros secretos de su hijo, todo
a cambio de un título nobiliario y uno social: la dama que logró atrapar al
bello Lord Webb.
No sabía con quién se metía, pensó Marion. Aunque pareciera que con
esa acción defendía y protegía a esos tal Grant, en realidad lo hacía con su
hijo. Y cuando de sus retoños se trataba, Lady Marion Webb, condesa de
Sutcliff, era una leona.
—Pueden seguir con su vaga diversión —dijo ante las tres damas que
hasta hacía unos segundos reían burlándose de otros—, rían, brinden,
festejen. Demuestren que no tienen nada mejor que hacer, por mi parte…
—Se giró hacia la señora Grant y la señora Monroe. Como no podía
realizar una invitación sin hacerla extensiva a las dos, dijo—: señoras, me
presento, soy Lady Sutcliff y sería un honor —remarcó la palabra— para
mí que aceptaran compartir un té con mi familia una de estas tardes…
—Eh… —Un empujón de Grace hizo a Sandra reaccionar y efectuar
una reverencia bastante coordinada—. Por supuesto, milady… el honor
sería todo nuestro.
—Claro que cuento con la presencia de las jovencitas —agregó con la
mirada puesta en el otro centro de escándalo—, al parecer una ha robado la
atención de, nada más y nada menos, que el esquivo Lord Bridport, sin
contar con la que ha obnubilado a mi hijo. —Lo último fue dicho con los
ojos ambarinos fijos en Lady Anne. A medida que la furia crecía en el
interior de la viuda, la sonrisa de la condesa se ampliaba.
Esto consigues cuando atacas a mis niños, pensó Marion antes de dar
por finalizado el encuentro. Le molestaba hasta respirar el mismo aire que
esa ave de carroña.
CAPÍTULO 3
***
No era pena lo que Marion Sutcliff sentía por las americanas, salvando
las grandes diferencias entre ellas, sentía una gran afinidad con Sandra
Grant. Las dos eran madres dispuestas a todo, y más que eso, eran el
verdadero pilar sobre el cual se construía la familia. Vivían en un mundo
de hombres, sin embargo, ellas actuaban a la par de ellos, desde las
sombras, pero junto a ellos. Lord Sutcliff confiaba en las decisiones de su
esposa, si bien, días atrás, habían coincidido con el resto de los nobles en
sus actitudes de distancia para con las extranjeras, en el presente, la
situación era diferente, les daban la bienvenida y estaban decididos a
brindarles el mismo apoyo que los Thomson.
—Madre, ¿puedo ir en el carruaje con ellas? —Daphne estaba ansiosa
de cotillear con Emily, estaba al tanto de las intenciones de Elliot Spencer
para con Miranda Clark, y lo sabía de buena fuente, de la boca directa de
Colin, y deseaba oír la otra versión de la historia.
—No, compartirás el carruaje con la familia como es debido. —Lady
Sutcliff no dudaba ni un segundo a la hora de imponer las costumbres y
normas familiares—. Ellas gozaran de la comodidad y la tranquilidad de
otro carruaje.
—¿No crees que se sentirán solas y abrumadas? Peor aún, ¿no crees que
se sentirán despr...?
—¡Daphne Webb! —Lord Sutcliff actuó en defensa de su esposa—. Ni
se te ocurra finalizar esa pregunta, sabes que tu madre jamás tendría esas
actitudes para con nadie.
—Lo sé, pero eso no quita el hecho de que ellas puedan pensarlo, o
sentirlo así.
—Eso se escapa de nosotros... —finalizó su padre—. Ve por tu
hermano, dile que en breve partimos.
Cuando el matrimonio quedó a solas en el salón principal, lo confesado
por Daphne caló profundo en lady Sutcliff.
—¿Y si lo creen así? —murmuró por lo bajo, como si se hablara a sí
misma.
—Tú también con lo mismo —resopló con dulzura, el hombre no solo
amaba a su mujer, amaba sus formas, sus pensamientos, todo. Fue hasta
ella, la tomó de las manos—. Supongamos que Daphne tiene algo de
razón, supongamos que la vida de Londres, tan diferente a las de ellas, las
tiene abrumadas... ¿En verdad piensas que estar a solas con nuestra hija las
va a ayudar?
Marion no pudo más que reír, Daphne podía ser el más dulce y
parlanchín de los incordios. La verdad era que no contaba con grandes
amistades, la belleza también le jugaba en contra a la joven Webb. A Colin
lo perseguían todas las mujeres de la ciudad, a ella, la hacían a un lado. La
envidia recorría las venas de la nobleza británica, eso era innegable.
—¿Entonces, qué sugieres? —Marion no iba a desistir, su hija ya había
sembrado la semilla.
El pensamiento de Arthur fue interrumpido por la inesperada presencia
de Thomas, el menor de los Sutcliff, que corría con vaso de leche en mano
por todo el lugar. Tras él, Jane, su niñera, que apenas podía respirar.
—Lo siento, milord... milady —dijo tomando un respiro bajo el dintel.
Thomas se refugiaba detrás del sillón en el que se encontraba su madre.
El matrimonio estaba muy al tanto del comportamiento explosivo del
menor de la familia, por tal motivo, le aumentaban el jornal semana a
semana a Jane, la pobre jovencita llevaba a cabo una odisea diaria con él.
—¿Qué ha hecho ahora el pequeño Lord? —gruñó Arthur mirándolo
con desaprobación.
—No quiere tomar su baño, no quiere beber su leche... no quiere ir a la
cama...
—¡Thomas! ¡Deja de enloquecer a Jane! —Marion lo reprendió—. Ve a
la cama, pequeño.
—¡No! —gritó con capricho.
Arthur fue hasta él, reconocía que habían sido demasiado blandos con
el niño, tenían que poner un límite a su actitud caprichosa. Thomas se
adelantó a sus movimientos, en un par de zancadas cambió de refugio: otro
de los grandes sillones.
—¡Quiero ir con ustedes! —alegó.
—No puedes, eres muy niño para este tipo de fiestas. —Marion intentó
hacerlo entrar en razones.
—¡Edward Walker es dos años mayor que yo y le permiten ir a esas
fiestas!
—Pues, cuando tengas dos años más, lo veremos. —Lord Sutcliff llegó
hasta la esquina del sillón en el que se escudaba—. De momento, a la
cama.
Marion se había puesto en pie para cerrarle otro posible camino. Estaba
rodeado, su padre por un lado, su madre por otro, y Jane... Solo tenía una
alternativa, ser más rápido que todos ellos, algo que le era por demás
sencillo.
—¡No! —volvió a gritar emprendiendo de nuevo la carrera, le ganó a la
movida de Jane, era la que estaba más agotada de los tres, se deslizó por el
suelo sorteando el obstáculo de su brazo, se levantó con una sonrisa de
triunfo en los labios, y boom... se chocó con el cuerpo de Daphne que justo
regresaba al salón junto a Colin.
El vaso de leche se derramó sobre su vestido.
—¡Maldito bribón, voy a matarte! —gritó al borde del llanto Daphne
—. ¡Arruinaste mi vestido!
—Jane, llévatelo aquí —ordenó Lord Sutcliff. Thomas reía a
carcajadas. Arthur lo atravesó con la mirada—. Ya hablaré contigo,
jovencito.
Marion fue a consolar a su hija una vez que el huracán Thomas
abandonó el salón. El llanto de Daphne crecía segundo a segundo.
—¡L´mer lo diseñó especialmente para mí!
—Lo sé, cariño... lo sé.
—Es solo un vestido, Daphne —intervino Colin que no lograba
entender la fascinación extrema por la moda en las mujeres—. Cámbialo
por otro.
—¡No es tan simple, Colin!
Colin convino en miradas con su padre. Sí, era así de simple, por lo
menos para ellos.
—Ven, vamos... encontraremos el reemplazo perfecto —murmuró
Marion con delicadeza en sus oídos—. Lo hecho, hecho está, de nada vale
llorar. —Emprendieron el camino hacia la escalera juntas, de pronto,
Marion se detuvo al recordar—: ¡Las Grant!
—¿Qué hay con ellas? —preguntó Colin.
Arthur comprendió al instante a su mujer, el cambio de vestuario
demoraría una hora, tal vez más conociendo a su hija.
—Colin, ve por ellas... diles que tuvimos un contratiempo y que nos
encontraremos en lo de Lady Helen.
Colin Webb no podía creer lo que tenía ante sus ojos. Su mejor amigo
enredado en las faldas de Miranda Clark, radiante de felicidad mientras se
lo encontraba en una situación tan indecorosa que ni el matrimonio
acallaría las habladurías. Para empeorar todo —si eso era posible—, la
cantidad de testigos crecía a pasos agigantados imposibilitando la
discreción.
—¡Qué demonios, Elliot! Entiendo que quieras casarte con ella, pero
esto es demasiado —espetó furioso—, no te hacía capaz de estas bajas
tretas.
—No fue…
—No, de ninguna manera. ¿Entiendes que puede que te nieguen la
unión, y que quizá la hayas arruinado para siempre? Tienes el cerebro en
los pantalones, Elliot.
—Detente, detente ahora mismo —contestó Lord Bridport molesto—,
primero, no fue una treta. Que tú tengas que escapar de las mujeres que
intentan hacer eso contigo no quiere decir que seamos todos iguales. Deja
de proyectar, maldito egocéntrico. —Por fortuna, el tono de amistad de la
charla no había disminuido, y pese a las acusaciones, no se trataba de una
pelea con todas las letras. Tal era así, que cuando lo llamó maldito
egocéntrico, Colin volvió a pisar tierra y tuvo que darle la razón. Había
tomado la ofensa a Miranda Clark como algo personal y no quería ponerse
a analizar el porqué—. Segundo, me casaré con ella así tenga que irme de
Inglaterra. Mi padre, porque sí, sé que te referías a él, no podrá imponerse.
—¿A qué te refieres con que no fue una treta? —preguntó para
focalizar su atención en algo que no fuera el duque de Weymouth. La
enemistad de su amigo con su padre era legendaria y casi obsesiva—. ¿No
tenías planeado que te encontraran así? Perdón, Elliot, te hacía mejor con
las mujeres, no de los que se entregan a rapiditos en los despachos.
—Tendría que retarte a duelo por semejante ofensa, pero te la dejaré
pasar… solo porque no, no soy de los que hacen eso, es que… —se
silenció antes de explicarle que entrar allí y ver el trasero de Miranda
Clark en alto, meneándose, lo había empujado a la locura más abyecta, y
que la situación se le había ido de las manos—. La historia es tan absurda
que no termino de creérmela. Es la suerte que me sigue.
—¿Qué historia?
—Un anillo de la señorita Grant. Al parecer la muchacha perdió un
anillo cuando se escondió en el despacho —Alzó la mano para detener la
interrupción de su amigo—, no, no preguntes qué hacían en ese lugar.
Jamás le encontraré sentido a la mentalidad americana.
Colin solo pudo pensar: ¡Mierda, Emily! No había presenciado la
escena del despacho, no estaba en el salón principal, no se la veía por
ningún lado. Comenzó a preocuparse. Había escuchado toda la noche las
burlas con su nombre, y temía que ella también lo hubiera hecho.
—Bueno, amigo, felicidades por tus buenas nuevas, si me disculpas…
—¿No vendrás a brindar conmigo?
—Lord Bridport —lanzó con sorna—, ahora eres un respetable
caballero comprometido, demasiado aburrido para compartir amistad.
Reclamaré mi regreso a White, y me dedicaré a apostar en tu contra. Si me
permites… —y con esas palabras se perdió en los jardines, el único lugar
en el que se le ocurría que podía esconderse Emily. Claro… si descontaba
el despacho del anfitrión.
***
***
El partido de criquet entre Zachary y Colin terminó en otra desastrosa
victoria del americano, que alteraba las reglas, el terreno, las jugadas con
Daphne como aliada. Emily podía con eso, claro que sí. Estaba
acostumbrada a las alianzas entre hermanos, a las tretas, y a saber cuándo
poner el orgullo de lado. Quizá Lady Webb tuviera una cuota de razón, a
Colin le venía bien aceptar que podía ser vencido de vez en cuando y que
eso no le quitaba valor. Sin embargo, había algo que le estrujaba el
corazón y le despertaba la mayor de las empatías, y era que Zach llevaba
los juegos al terreno americano, a las formas del rancho y menospreciaba
los valores que Webb representaba. Lo hacía en broma, por supuesto, pero
ella conocía el impacto.
Era lo mismo que le había sucedido al llegar al puerto de Londres y
encontrarse con que todos sus atributos no servían de nada, que sus
dieciocho años de educación, tan útil para un rancho, allí la marginaban. Y
cuando eso había pasado, solo una persona se había prestado a ayudarla a
recuperar su perdida autoestima, y ese alguien hoy tragaba amargas
cucharadas del mismo veneno. Su lado justiciero salió a flote. Eso
combinado con el más dulce de los cariños, para qué negarlo. Adoraba
todo de Colin Webb, el suelo que pisaba, el aire que respiraba, el sol que lo
bañaba. Hasta el enojo, la frustración y el pudor que le teñía las mejillas
de rojo, o convertía esa boca llena, hecha para besar, en una delgada línea
tensa. Y por encima de todo eso, adoraba la búsqueda que hacía de ella
cuando necesitaba recomponerse.
Era el momento más hermoso de su día. No podían dejar las formas, de
modo que Colin la buscaba en las terrazas, donde Lady Marion, Sandra y
Faith tomaban el té, bordaban y conversaban de manera amena. Allí, a la
vista de las matronas, pero lejos de sus oídos, Lord Webb se desahogaba
con Emily. Sin quejas, sin lamentos, solo compartir algunas palabras que
no estuvieran llenas de desafío, de pujas. Hasta hablar del clima se sentía
bien con ella, tópico que le divertía porque la señorita Grant detestaba y
hacía observaciones ridículas.
—¡Que increíble el clima! —dijo esa tarde, mientras compartían una
limonada. Zachary había partido con Lord Sutcliff a recorrer las
inmediaciones, y Daphne se había recluido, sin querer admitir que la
energía americana la agotaba—. Hoy me pareció ver una marmota en las
nubes.
Colin largó una carcajada. Era cierto, no existía tema más vacío que el
tiempo para hablar, y se sorprendía de hallarlo refrescante cuando estaba
con ella.
—Oh, es que es la temporada de marmotas en el cielo, señorita Grant.
Cuando decimos que en Inglaterra tenemos todos los climas, incluimos
ese. —En esa ocasión, fue el turno de Emily de reír. Le gustaba demasiado
esa versión de Colin Webb, oh, para qué mentir, le gustaba él siempre.
Solo que le parecía que esos momentos, en que se hallaba relajado, le
pertenecían a ella. Quizá no fuese capaz de despertar pasiones en los
hombres, pero con él se sentía conforme al darle un refugio.
Algo en la charla con Daphne en el carruaje le decía que eso era lo que
ese hermoso dandi necesitaba, y ella no podía negarle nada.
Thomas revoloteaba por los jardines con Chelsea. El pequeño era un
diablito con forma de ángel, y la niña lo seguía en todos sus juegos,
incluso en los peligrosos.
—Thomas —lo reprendió Colin desde la distancia—, ni se te ocurra.
Emily rio. Podían ver la escena frente a sus ojos, el pequeño lord
desafiaba a su amiga a treparse a la rama más alta de un roble.
—No pasa nada —desestimó el niño.
—Sí pasa, pueden caer.
—No caeremos, sé trepar —se defendió Thomas, con sus ojitos
brillantes y las mejillas sonrosadas. Colin no podía verlo, pero para Emily
era evidente. Ambos se parecían, y sin quererlo, su hermano acababa de
reprenderlo frente a su amiga, a quien siempre quería impresionar, y,
encima, lo había desafiado. Ahora el niño Webb no descansaría hasta
subirse a la rama del roble.
—Es cierto, Tomy —se preocupó Chelsea—, puedes caer, y… —La
niña palideció ante la idea de que su amigo se lastimara. Emily se sintió
enternecida, y no le quedó más remedio que salir al rescate de la situación.
—Estoy segura de que sí puedes, Thomas —le dijo—, aunque es cierto
que es la rama más alta que he visto. Mi hermano Elton una vez se subió a
una casi tan alta… ¡oh, no!, bueno… mejor dejemos eso ahí. Seguro que a
ti te sale mejor.
La curiosidad del niño se fijó en Emily.
—¿Qué ocurrió con Elton?
—Oh, nada importante, además mi hermano Elton siempre fue algo
torpe… bueno, en realidad es el mejor trepador de California, pero eso no
quita que un día malo lo tenga cualquiera. —La señorita Grant seguía
dando vueltas a su anécdota, y Colin intentaba no reír para no romper el
impacto. Thomas comenzaba a replantearse que quizá, subir a la rama más
alta podría no ser una buena idea.
—Es cierto —intervino Lord Webb—, puede que los californianos nos
ganen en estas andanzas, pero eso no quiere decir que sean los mejores en
todo. Quizá Thomas sea mejor trepador.
—Sin duda —coincidió Emily—, así que, Thomas, solo pon atención
cuando pises la rama para que no te pase lo que a él, y estoy convencida de
que todo irá bien.
—Pero no me has dicho qué le pasó —se quejó el niño.
—Se cayó —comentó la señorita Grant—, nada grave, solo se quebró
una pierna, ahora apenas se le nota la cojera, a veces tiene que usar el
bastón. Y la recuperación fue rápida, catorce meses de reposo en cama.
¡Fue muy positivo!, mejoró todas las calificaciones en sus estudios, como
no podía hacer otra cosa que leer…
—Chelsea… —cambió de tema el niño de manera abrupta—, vayamos
a pescar ranas.
—¡No te atrevas a lanzármelas como hiciste la última vez!
—No, se las lanzaremos a Daphne. Ven…
Y sin más, los niños dejaron la terraza.
—Me he quedado con la intriga —comentó Colin, cuando quedaron a
solas—, ¿qué le sucedió al pobre Elton? —Ambos rompieron en risas, a
sabiendas que la historia era por demás de falsa.
—Hubiera usado a Zach, así podías divertirte tú también, pero Thomas
notaría que no renguea y perdería el impacto.
—Se te dan bien los niños… —observó Lord Webb y la miró con
intensidad. Las mejillas de Emily ardieron de inmediato, la voz del
hombre transmitía admiración y un profundo anhelo difícil de dilucidar.
—Hay muchos en mi familia, somos numerosos, cada generación saca
un mínimo de cuatro… una se acostumbra. —No sabía qué contestar, los
ojos de Colin seguían fijos en ella. Emily podía jurar que algo acuosos y la
llamaban a esas profundidades por siempre.
—Serás buena madre. —Tras ello, se puso de pie para dejar la terraza.
La señorita Grant no entendía la declaración de Webb, ¿a qué había venido
todo aquello?
Colin necesitaba poner distancia, Emily lo destruía para volverlo a
construir. Una y otra vez, y su corazón ya no lo soportaba. La escena de
recién con Thomas le recordaba que ella no era una mujer para él, que si la
quería… ¡oh, Dios, sí que la quería!, entonces debía alejarse, permitirle
ser feliz, formar una familia hermosa. Él lo sabía, incluso en esos
matrimonios concertados, por intereses y contactos, se podía hallar la
felicidad. Solo debía encontrar al indicado para la señorita Grant, y
hacerse a un lado. Ambas cosas parecían una odisea: no había hombre a la
altura de Emily y dejarla ir le costaría la vida.
***
Emily durmió apenas un par de horas esa noche. Las palabras de Colin
se repetían como un eco en su mente, y, sin desearlo, creaban sueños,
esperanzas y anhelos. Lo había visto en sus ojos, en la forma llena de
cariño con que la miraban, y en sus dichos: «serás una buena madre».
Debía reconocerlo, pese a que, al parecer, casarse y ser madre era el
destino de las mujeres, ella no lo había contemplado jamás. Le gustaban
los niños y, como bien había dicho Webb, se le daban de maravillas. Pero
eran sobrinos, primos, vecinos, los hijos del capataz, de los peones, de los
socios de su padre. ¿Propios?
No se negaba a eso, no. Solo que quería vivirlo como un anhelo y no
como una imposición. Formar una familia significaba para ella más que
nueve meses de embarazo, se trataba del hombre indicado, de la decisión
correcta y de formar una sólida unión que pudiera enfrentarlo todo.
¿Cuántos integrantes? No importaba, los que Dios quisiera.
Llevaba un par de meses desde que conocía a Colin, desde que había
posado los ojos en él, se había petrificado y supo que jamás sería suyo.
Entonces, ¿por qué le había dicho eso? ¿por qué resaltaría en ella un
atributo que la haría «buena esposa»?
Mentirse era en vano, su corazón se lo impedía. Amaba a Colin Webb y
comenzaba a tejer ilusiones en torno a él.
—Buenos días, señorita —la saludó la doncella. La mujer asignada era
amable, y se había percatado de que la joven Grant era madrugadora, por
lo que llegaba a la recámara al alba—. ¿Quiere desayunar aquí?
—No, esperaré.
La ayudó a refrescarse, y a vestir un traje de día.
—Me pondré ese —señaló Emily una de las confecciones de Rebecca
Deen, un traje liviano, de muselina verde jade y crema, con un delicado
estampado cual acuarelas que formaban calas en la tela. La elección no
perseguía solo el fin de la vanidad, aunque fuera uno de los vestidos que
mejor le quedaba; la comodidad era el objetivo. La falda le permitía
reemplazar el miriñaque por una enagua almidonada, que tenía un extra de
capas en la cadera, y el corsé era completo, hasta los pechos, que los
elevaba y les impedía que se movieran producto de la gravedad.
Estaba algo cansada, por las pocas horas de sueño y por sus actividades
secretas, pero no impediría que ese agotamiento se interpusiera en su
determinación. Menos después de la tarde de ayer junto a Colin.
—Se encuentra radiante, señorita —convino la doncella—, ¿puedo
sugerirle algo?
—Sí.
—Permítame hacer un recogido simple y decorarlo con flores
naturales… sé que usted tiene muchas cosas bonitas, pero…
—Las flores quedarán muy bien, gracias, Sue. —La doncella se marchó
y regresó de inmediato con un ramillete de pequeñas paniculatas y
crisantemos que colocó entre las dos trenzas que armaban un moño en lo
alto de la coronilla de Emily. Lucía como una ninfa, y así se sentía.
Segura, confiada… enamorada.
Bajó a desayunar con una sonrisa, que permaneció allí cuando Colin se
hizo presente y se petrificó en el umbral ante la imagen de Emily. Ya no
dudaba de su belleza, hasta había sabido verla cuando estaba cubierta de
joyas que le opacaban el brillo natural. Sin embargo, la muchacha que ahí
relucía solo para él era otra señorita Grant, era la joven californiana, el
verdadero tesoro descubierto en las minas del oeste americano. Le
devolvió la sonrisa, y avanzó firme hacia ella recordando que él no era
tímido ni inexperto en temas femeninos.
—Buenos días, señorita Grant. Luce despampanante.
—Muchas gracias, milord.
—¿No me devuelves el cumplido? —bromeó él mientras se servía té.
Aprovechó que se encontraban casi a solas, su padre leía el diario en una
mesa a unos metros de ellos, para volver al tuteo—. ¿Acaso he perdido mi
encanto? —Simuló buscar su reflejo en el vidrio, y Emily rio de buena
gana.
—No es eso, es la falta de contraste, Colin —dijo con franqueza—. Si
siempre te ves bien, nos dejas sin poder remarcar el cambio. Sirve tu té, y
deja de vanidades. Por cierto, la leche está en la otra mesa, al parecer hay
un gato ladrón en las inmediaciones…
—Oh, el gato de Ezra. Es ladrón y arisco, pero bueno para combatir las
plagas. —El animal se había robado parte del desayuno y ahora dormía la
siesta bajo los primeros rayos de sol. Colin buscó la leche para su té, y se
preguntó cuándo habían llegado a conocerse tanto con Emily como para
saber sus preferencias. Era la segunda vez que la muchacha se adelantaba a
sus necesidades, con el coñac y ahora con la forma en que bebía su
desayuno. ¿Y él?... Él también la conocía, por eso había aclarado al ama de
llaves que tuviera siempre café, porque la señorita Grant lo prefería,
también con un poco de nata, y que a veces optaba por repetir la infusión
fuera de hora, cuando sentía que las energías menguaban.
Lo lógico sería que fuera junto a Arthur, que compartiera las noticias de
The Time para embeberse de las tareas que le tocarían en unos años. La
vida de los lores era ociosa debido a eso, a que solo el portador del título
tenía responsabilidades y los demás vagaban por la vida a la espera de la
muerte de un pariente. En lugar de acercarse al conde, optó por regresar en
compañía de Emily. Antes de que pudiera encontrar el tema propicio para
conversar, Zachary y Daphne, rompiendo la armonía del momento,
hicieron un triunfal ingreso junto a Sandra y Lady Marion.
—¡Qué bello día! —exclamó Daphne, y Colin buscó a Emily con la
mirada para reír en silencio. Comentario del clima para romper el hielo,
tuvieron que esconder las sonrisas tras los bordes de sus respectivas tazas
—. ¿Qué podremos hacer hoy? ¿Caza?, ¿criquet?, ¿carreras?
—¿Competencia de puntería? —propuso Emily, como al pasar. Webb
volteó el rostro hacia ella, y sintió el tirón en las cervicales. No, no su
señorita Grant. No soportaría que ella se uniera a las burlas en su nombre.
Se sabía un buen tirador, pero no estaba tan confiado como para ganarle a
Zachary. Además, el muy malnacido siempre conseguía hacer alguna
trampa para salirse con la suya.
—¡Muy buena idea, Emily! —coincidió Zachary, a sabiendas de que era
muy bueno disparando.
—Sí, creo que hay algunos blancos en el altillo… —agregó Daphne.
—¿Blancos? —Las cejas de la señorita Grant se alzaron—, cualquiera
le pega a algo quieto. —Zach se mostró estupefacto. No, su hermanita no
se había aliado a él, tramaba algo, podía adivinarlo en la picardía de su voz
y en el brillo diabólico de su mirada. A su lado, Colin la observaba igual
de sorprendido, y Zachary quiso darle un buen golpe en la nuca, a mano
abierta, para que dejara de babear en la mesa mientras le miraba la boca a
Emily.
—¿Qué propones? —Daphne era la única que no había notado el
cambio en la californiana.
—Al plato, porque no me gusta cazar. ¿Qué culpa tienen los animales
de nuestro aburrimiento?
—Me parece una gran idea —se entusiasmó Daphne.
—¿Sí? —Emily mostró una exagerada sorpresa—. No sabía que eras
buena disparando. —La sonrisa se amplió, y la de Colin la imitó. Alzó los
celestes ojos hacia su hermana para deleitarse con su expresión de horror.
—¿Yo?
—Claro… dos contra dos. Zachary y tú, contra Colin y yo…
—¡Eso es absurdo! —se indignó el joven Grant.
—¿Asustado, Grant? —Lo picó Webb, y Emily escondió la risa tras la
servilleta.
—No es cosas de damas… —Aceptó Daphne, que de pronto le
importaban mucho las normas.
—Bueno, bueno —Emily lo lanzó con condescendencia—, supongo que
era demasiado para ustedes. Como bien lo dicen las reglas del deporte, si
un contrincante abandona, se da por ganado al equipo que sigue en pie.
Tenía razón, Lady Daphne. ¡Qué bello día! Más cuando se empieza con
una victoria.
—No has ganado nada, Emily. —Zachary mordió la manzana.
—Eso quiere decir…
—Compitamos a tiro al plato. —Daphne mostró horror, odiaba las
armas. Emily y Colin sonrieron satisfechos, y compartieron miradas
cómplices.
Oh, sí. Esa era la versión de Emily Grant que le robaba el sentido, el
corazón y que lo dejaría en la lona. Y mientras caminaba hacia los
jardines, supo que jamás se arrepentiría de haberla conocido.
***
***
***
Elliot había asomado sus narices en los vestuarios para presenciar algo
que no debía.
—Soy ciego y mudo, pero por fortuna —le dijo a la pareja que se
devoraba en el suelo del lugar—, no soy idiota. Tu hermana también está
en pantalones escondida en la multitud.
—¡Maldición! —Colin se puso de pie, y cubrió a Emily con su cuerpo.
Bridport solo atinó a alzar la ceja.
—¿Qué piensas hacer? —Si era una competencia de rojos, sería la
primera vez en la vida en la que Elliot perdía ante alguien—. Yo me
aseguro de Daphne, Colin. Tu encárgate de Emily, pero antes… ven.
Emily quedó oculta en el cubículo, lejos de las miradas de los hombres.
Ellos se alejaron hasta que sus oídos quedaran también vedados.
—Eres mi amigo, y te aprecio —La voz de Elliot Spencer dejó entrever
una autoridad pocas veces usada—, no pienso meterme en el medio de tus
asuntos. Siempre fuiste el que usaba la cabeza de los dos…
—Dilo de una vez.
—¿Sabes lo que harás? Mejor dicho, ¿lo saben? Los dos.
—No… ¿satisfecho?
—Sí, increíblemente esa era la respuesta que esperaba. Si es así… me
voy a salvar la reputación de tu hermana. Escucha bien, eh, para captar la
ironía que flota en el aire: yo, Elliot Spencer, me iré a salvar la reputación
de una dama, y tú, Colin Webb… —Lo dejó allí, con la frase inconclusa y
la mente hecha humo.
Emily reía de nervios, frustración y una cuota de alivio. Solo esperaba
que la discreción de Lord Bridport llegara hasta su esposa, porque Miranda
la mataría. Todo el mundo lo haría. Había perdido la razón.
No se trataba como Cameron, que se había entregado bajo la promesa
de matrimonio. No, ella se marchaba de ahí con la intención de convertirse
en amante. Y la pena la agobiaba al saber que, de todas las amantes de
Lord Webb, ella sería la única que tendría solo un día. Una noche. Le
hubiera gustado demandar su trato, ese que le sumaba un año a la condena
de perderlo.
—Emily, ¿estás segura de irte de aquí conmigo?
—De todos modos necesitas ayuda. Estás sangrando, golpeado,
sudado…
Los labios de Colin se curvaron, su mirada se rasgó en una sonrisa que
la alcanzaba y que exponía el daño hecho por los puños de Grant.
—Salgamos de aquí, eso es lo primordial. Salir sin que nos vean… —
Colin no tenía intenciones de dilatar el asunto. Se colocó el abrigo sobre la
piel desnuda y sudada, y con tan solo eso, juntos, se escabulleron por los
corredores de servicio. Salieron por la cocina hasta el callejón trasero,
donde la basura se acumulaba y el glamour se perdía en el hedor.
—El coche que alquilé debía esperarnos en la salida del callejón —dijo
Emily—, espero que esté aún. Tardamos más de lo previsto… —
Avanzaron por la noche hasta dar con el carruaje. El chofer se había
quedado dormido, y tuvieron que sacudirlo para que entrara en acción. El
hombre lo hizo tras un curioso vistazo a la pareja de pasajeros. Una dama
vestida de hombre, en un disfraz bastante malogrado, y un lord golpeado,
semidesnudo que intentaba disimular el penoso estado tras un pesado
abrigo.
La casa de soltero de Lord Webb se encontraba en el barrio de la del
alquiler de los Grant, y era casi tan lujosa como esa. La diferencia en el
decorado indicaba que se trataba de un lugar masculino, de un santuario
personal. Todo ahí gritaba el nombre de Colin.
El joven lord dio varias órdenes al ingresar, entre ellas, que fueran a la
casa de los Grant, sobornaran a una empleada y le trajeran una muda de
ropa a Emily.
—Al parecer está bastante familiarizado con los «problemas
femeninos», milord —recriminó Emily con una mezcla de celos y humor,
a lo que Colin solo sonrió.
—No tanto como me gustaría.
—Debemos atender esas heridas, no puedes seguir sudado, esto no es
California, aquí podrías enfermarte por más que sea verano.
Colin podría haber llamado a su ayudante de cámara, a cualquier
sirviente, pero quería que ella lo hiciera. La deseaba, la deseaba en su
cama, desnuda, gimiendo de placer. Y también deseaba eso, sus caricias,
sus besos, sus cuidados.
El baño no tardó en estar listo, los empleados de Lord Webb eran todo
lo eficiente y discreto que un hombre soltero necesitaba. Las reglas se
volvían laxas bajo el techo de un dandi, de un hombre que acostumbraba a
recibir visitas femeninas a altas horas, en situaciones extrañas. La vida de
un hombre era todo lo que no era la de una mujer, y Emily se prometió que
cuando al fin le tocara el turno de rendirse, de planear su vida, lo haría
buscando esa misma libertad.
Ascendió los peldaños junto al hombre que amaba, quien volvía a
mostrar su torso desnudo, sus golpes y magullones, y juntos llegaron a la
recámara principal. Una habitación de muebles de caoba lustrada,
decorada en azul y dorado. El aroma al jabón de afeitar, al almidón de las
camisas… a la piel de Colin flotaba en el aire dándole la bienvenida al
hogar.
—Em… —Se detuvo en el medio de la habitación—, quiero que
sepas… quiero que sepas que podemos detenernos. En cualquier momento,
no importa.
—Colin… eso no pasará. Lo deseo, deseo que suceda esto entre
nosotros, el único que puede decir basta eres tú. Si no lo deseas…
—Claro que sí, oh, Dios… —Se silenció porque se sintió ridículo. Ella
era la virgen e inocente dama seducida por el patán, entonces, ¿por qué era
él quien temblaba de miedo? ¿por qué se sentía como un inexperto? La
respuesta resonaba en sus tímpanos hasta aturdirlo: porque la amas,
porque sabes que será distinto con ella.
—Necesito un baño —proclamó—, pero no pienso otorgarle esa
ventaja, señorita Grant. Ya he visto lo peligroso que es confiar en los
americanos.
Emily soltó una risita divertida.
—¿Ah, sí? ¿y qué propone?
—Pues… —Colin se acercó más a ella y la besó. Se apoderó de su boca
con avidez, con hambre. La saboreó, la obligó a abrirse a él. Emily gemía
por respuesta, rendida a las caricias, a las sensaciones. La lengua de Colin
la invadía y despertaba en ella un deseo que le resultaba desconocido.
Llevaba meses anhelando ese momento, desde que sus ojos se posaron
en él, solo que recién en esos instantes, cuando la decisión estaba tomada,
cuando se sentía con las riendas de su destino, se permitió vivir los
momentos con Colin sin miedo. Ya no quedaba nada por perder, su
reputación no le importaba, ni su orgullo, ni su corazón. Solo eso restaba,
e iba a tomarlo. Las manos de Webb eran de la misma idea, con la
distracción de sus besos tomó ventaja sobre Emily para desnudarla. Las
prendas femeninas le eran familiares, sí, pero las masculinas daban un
acceso mayor. En pocos segundos, los senos de Emily estaban al
descubierto, listos para su exploración.
Nada había preparado a Colin para esa imagen. Los había soñado,
deseado… los había imaginado, aprisionados bajo el corsé, cubiertos por
la camisa… su mente no podía con la realidad. Tomó uno en su mano, y el
gemido de la muchacha se unió al suyo. Era grande, pesado, coronado de
un pezón rosado que invitaba a su boca. Webb cayó de rodillas. Así, ante
ella, ante la belleza de Emily.
—Em… —murmuró antes de posar los labios en su vientre, en su
ombligo, donde hundió la lengua al tiempo que se deshacía de los botones
del pantalón. Emily sentía el ardor de la pasión mezclarse con el de la
vergüenza, los pensamientos la azotaban, le gritaban que no era tan
hermosa para competir con el pasado de Colin… sin imaginar que Colin
acababa de perder su pasado, de olvidarlo. Ella lo había barrido por
completo. Al igual que él barría sus caderas, con caricias de fuego que
arrastraban lejos el pantalón.
Un grito ahogado salió de la garganta de Emily cuando Colin se puso de
pie, de golpe, y en un movimiento ágil y no demasiado gentil, la arrojó
sobre el mullido colchón. La señorita Grant se observó sin poder creer que
ellos dos formaran esa escena erótica. Él sudado, lastimado, herido, y ella
con una camisa atrapada en sus antebrazos, un pantalón bajo la cadera,
trabado en las botas masculinas que Webb intentaba quitar.
—Serías un buen ayudante de cámara —bromeó ella al ver la
frustración de su amante.
—¿Eso cree, señorita Grant? Es de mala educación reírse de los
condenados —la reprendió tras quitar la segunda bota. Se lanzó sobre ella,
y la tela del pantalón le impidió a la muchacha abrir las piernas para
recibirlo. Colin jugaba con ella, con el deseo compartido. La erección del
hombre se hacía notoria bajo la tela y presionaba la pelvis de Emily, sin
que ella pudiera más que quejarse por no conseguir el roce anhelado.
Webb la volteó, le quitó los pantalones al fin, lo mismo hizo con la
camisa, y recién cuando ella estuvo por completo desnuda, hizo lo mismo
con las pocas prendas que llevaba.
—Ahora estamos en igualdad de condiciones, Em… me encantaría
decir que así te quité la ventaja, pero me rindo… me rindo por completo.
—Buscó sus labios una vez más, para depositar besos desesperados—.
Siempre me ganarás, siempre conseguirás ser más de lo que espero…
—Colin… —pidió ella—, abre los ojos, ábrelos por mí. Míranos.
Estamos desnudos, estamos rendidos. No hay más nada que se interponga
entre nosotros, se fueron a ese montón —Señaló las prendas arrugadas—.
Por esta noche, allí quedan los miedos, las inseguridades… hasta mi pudor
se fue con esos pantalones.
—¿Pudor? Em… Em, si te vieras con mis ojos, no te vestirías jamás.
«Y si tú te vieras con los míos, sabrías que eres el hombre perfecto»,
ahogó la respuesta en un nuevo beso, porque sacar a colación el tema sería
apagar la hoguera. Y ella solo quería arder, por unas horas, por una noche,
por el tiempo que pudiera… solo arder.
El sudor de Colin, sus heridas, le recordaron la falta de atención, la tina
que aguardaba por él y los paños para vendar los magullones.
—Ven, ¿no era para esto que me desvestiste? —jugueteó ella y fue
hasta la tina. Colin la observó desconcertado, olvidando por completo las
heridas.
—Solo necesitaba una excusa, me valí de ella —replicó en el mismo
tono. El cuerpo de Webb se tensaba ahora por otra razón, por el deseo. Su
erección reclamaba a Emily, su piel pedía por ella, y si la ponía en pausa
era solo por respeto.
Un respeto que la muchacha no deseaba. No lo invitaba a la tina porque
lo quisiera limpio, ni por postergar lo de ellos. Sino para dilatarlo, para
extender el momento… para torturarlo.
Colin se sumergió en el agua, y Emily supo lo que tramaba. Arrastrarla
a ella también. Salpicaron el suelo a su alrededor y cargaron la habitación
de risas divertidas y de gemidos placenteros. No tenían demasiado
espacio, y él la instó a montarse a horcajadas. El roce del pene contra la
entrada de su cuerpo la hacía gritar de placer en cada movimiento, aunque
no le impidió llevar a cabo la tarea, solo la hizo deliciosa.
Con el paño y el jabón, lavo cada herida de Colin, cada corte, cada
raspón. Y mientras lo hacía, él la acariciaba, la besaba, saboreaba sus
pechos y la castigaba con el vaivén del agua. Emily sentía el modo en que
su cuerpo se preparaba solo para la invasión que llegaría, no se trataba de
la humedad del baño, otra, que nacía en su interior, comenzaba a hacerse
presente. Su entrepierna estaba sensible, al igual que sus pezones, ahí
donde la boca de Colin no daba tregua.
Él la observaba, la dejaba hacer, y se deleitaba de la imagen de la
muchacha. La cintura llena lo tenía encantado, no dejaba de aferrarse a
ella, de tomarla con fuerzas de esas amplias caderas para que las acercara
más a él, a la parte de su anatomía que latía en un frustrado reclamo.
Emily finalizó el baño tras enjuagar el cabello de Colin, que lucía dorado a
la luz de las velas de la recámara y que, en esos momentos, todo hacia
atrás, dejaba al descubierto las facciones perfectas del rostro masculino.
Las bocas volvieron a unirse, las lenguas a tocarse, y solo se separaron
un segundo:
—Em, rodéame con las piernas —demandó. ¡Oh, cuánto tiempo llevaba
soñando con esas palabras! Las firmes piernas de Emily se aferraron a su
cintura, notaba que no se sentía segura, que creía que su peso sería
demasiado para él. Le probaría lo contrario, le demostraría que esas
inseguridades no tenían fundamentos. Su cuerpo era todo lo que el de él
reclamaba. La alzó de un solo movimiento, y salió de la tina, llevándose el
agua con él hasta el colchón. Ahí, con desenfado, comenzó a quitar las
horquillas que sostenían el cabello de Emily, para poder contemplarla
como lo que era… su ninfa. Su extraña y única ninfa, que domaba corceles
y miedos, que conquistaba países y hombres. La cabellera dorada no tardó
en caer en pesados bucles que enmarcaron su cuerpo, y en ellos, Colin
enredó sus dedos para inmovilizar la cabeza de la muchacha y saquear su
boca.
Él también extendía el momento, retrasaba la unión. No quería que
finalizara, deseaba hacer de esa noche, una noche eterna. Sus cuerpos se
volvieron el obstáculo insalvable, la demanda de sus pieles no soportaba
un segundo más de tortura.
Colin arrastró su boca por el cuerpo de Emily, saboreando cada rincón,
dejando su impronta de dientes y marcas. Ella sumaba a las heridas de
combate las suyas, las de sus uñas, unas líneas que Webb deseaba que
jamás desaparecieran.
—Em… —fue la última súplica. Llegaban al punto exacto en el que no
existía retorno.
—Sí, Colin…
Se acomodó sobre el cuerpo de ella, y Emily no tardó en rodearlo con
las piernas, en marcarle el sendero que ambos conocían. Él se abrió
camino en su interior, con delicadeza, un centímetro a la vez hasta quedar
cobijado por completo en la húmeda calidez de Emily Grant. El dolor
virginal no duró demasiado, apenas un par de lentos embistes bastaron
para que ella se adaptara al hombre, a uno que parecía hecho a su medida.
Los gemidos rompieron la noche, el crujir de la cama se sumó a ellos, y
por último… sus nombres entre los labios unidos. Sus ruegos ahogados en
las sensaciones, y los silencios, las palabras que pujaban por salir. Lo
sentían en sus pieles, en la cumbre del placer, en el momento en que Colin
se derramaba en su interior y ella lo recibía por completo.
Lo callaron, porque habían tocado el cielo y bajar al infierno con esas
palabras significaba una condena mayor de la que podían soportar.
CAPÍTULO 13
***
***
Em,
Siempre será tuyo, hay cosas que no nacieron para ser
poseídas. Jafar es un alma libre, como tú. No pertenece a Londres, ni a los
corrales, ni a mí. Te eligió a ti, porque por muchas sillas de montar, fustas
y riendas, la libertad no se puede contener.
Sé que siempre lo supiste, tienes esa capacidad de
comprender el mundo en el que los demás solo estamos atrapados y somos
títeres. Los animales son más listos que las personas. Por lo menos, más
listos que quien escribe estas palabras.
Con cariño,
Lord Colin Webb.
***
El salón principal del barco había sido copado por pasajeros y marinos
en partes iguales, todos se reunían en torno a dos figuras, el capitán, y un
joven hombre de vestimenta elegante, evidentes buenos modales, y con un
detalle que lograba captar la atención de cada uno de ellos: descalzo, y
empapado de pies a cabeza.
—¿Señorita Emily Grant? ¿Señorita Emily Grant? —El vozarrón del
capitán retumbó a lo largo y a lo ancho.
Emily, con Zach a su lado y con Sandra unos cuantos metros atrás, se
hizo lugar entre la multitud sin saber por qué la convocaban.
—¿Señorita Emily Grant? —El hombre lo repetiría hasta obtener
respuesta.
Ella no tenía deseos de alzar la voz ni dar un espectáculo, pero viendo y
considerando la actitud del hombre, lo hizo:
—Sí... aquí estoy —alzó la voz—. ¡Yo soy Emily Grant!
La gran marea de personas que inundaba el salón se abrió para hacerle
camino como si de una acción profética se tratase.
El corazón se le detuvo cuando sus ojos se encontraron con los de
Colin. Pestañeó... ¿Estaba soñando? ¿Era él? No, no podía serlo.
—Señorita, este hombre se escabulló por una de las escotillas... según
él, por usted. ¿Lo conoce?
No podía moverse. Menos hablar. Con suerte hallaba la fuerza para
respirar, de lo contrario, moriría ahí mismo. Moriría de amor.
—¿Lo conoce? —repitió al no obtener respuesta.
Colin estaba igual de paralizado, estaba ante ella... no podía creerlo.
—¡No! —respondió Zach por su hermana—. No lo conocemos... es la
primera vez que lo vemos.
—¡Maldición Grant! —Colin reaccionó—. Cierra la boca, estoy aquí
por tu hermana.
Los primeros vítores resonaron en el salón, comenzar un largo viaje de
esa manera auguraba una travesía por alta mar con mucho entretenimiento.
—Haga lo que tenga que hacer capitán, arréstelo... aunque yo lo tiraría
por la borda. ¡Se ve que tiene la destreza suficiente para llegar solo a la
orilla!
El capitán se dobló de una carcajada. Le agradaba el grandote
americano, sin embargo, el refinado inglés había hecho lo suyo, los
hombres arriesgados merecían su momento de redención, no había que ser
una mente brillante para darse cuenta de que ahí se mezclaban los
corazones.
—Lo siento, suena muy tentador, pero aquí... el hombre pidió hablar
con la tal Señorita Grant, y usted no lo es, caballero. —Giró el rostro hacia
Colin—. Es ahora o nunca, muchacho... dale un motivo para hablar. —Las
exclamaciones volvieron a alzarse—. Da lo mejor de ti, como verás, el
público es muy exigente.
El capitán estaba en lo cierto, tenía que recuperarla, y para ello, debía
comenzar por la verdad, sabiendo que la consecuencia de la misma lo
hundiría hasta las rodillas.
—¡No es mi hijo! —escupió esa espina. Era importante que Emily lo
supiera.
Los abucheos fueron multitudinarios, más que los gritos de segundos
atrás.
—¡Tírenlo al agua! —gritó uno, y otros se le unieron— ¡Sí!
¡Regrésenlo al océano!
—¡Pues yo le dije! —Zachary aprovechó el apoyo de los presentes.
—Shhh.... —Emily recuperó el poder de la palabra—. ¡Cállate, Zach!
—Alzó la voz como nunca antes lo había hecho—. ¡Cállense todos!
¡Déjenlo hablar! —El silencio fue sepulcral.
Colin sonrió... ¡Dios, era imposible no amar a esa mujer! Le estaría en
deuda a la vida si ella lo aceptaba.
—¿No lo es? ¿No es tu hijo? —preguntó con la tristeza en los labios. Si
Colin sufría, ella sufría. Emily conocía lo que significaba para él un hijo,
significaba todo.
—No, no lo es... mintió. —Intentó avanzar hasta ella, el capitán se lo
impidió poniendo un pie delante de los de él. Colin entendió el mensaje.
—Lo siento... —balbuceó ella con pena.
Hasta en ese momento Emily ponía como prioridad los sentimientos de
él. ¡Por todos los cielos!
Sí, estaría en deuda con la vida, con el destino... con lo que fuese que
gobernase el mundo.
—No, no lo sientas, yo no lo hago... ya no. —Era tiempo de entregar
aquello que se había negado a dar, por necio, por vivir una vida
equivocada, por sentirse no merecedor de su amor—. Por días... por días
viví la ilusión de aquello que siempre deseé. Anne me vendió esa ilusión...
—No iba a entrar en detalles, Emily conocía su secreto, ella entendería los
silencios—, y cuando esa ilusión se hizo trizas contra mi pecho,
comprendí que solo fue la excusa que utilicé para mantenerme ajeno de mí
mismo. Me educaron bajo las reglas del deber, y cumplí con cada una de
ellas... cumplí hasta que llegaste tú.
El límite impuesto por la bota del capitán se hizo a un lado. Al hombre
le había agradado su discurso. Colin dio unos pasos hasta alcanzar esa
distancia que le permitiera llegar al goce de su perfume. Sí... ese perfume,
su aroma favorito en todo el mundo.
—Apareciste en mi vida contagiándome tu libertad, y me hiciste
desear, Em... me hiciste querer... querer todo, y todo eres tú. Perdóname...
—dijo dejándose caer de rodillas. Arrancarse las cadenas, abrirse el pecho,
entregarle el corazón, eso tenía que hacer—. Perdóname por creer que al
decidir por ti hacía lo mejor... perdóname por callar, por no haber tenido el
valor de decirte «Te amo» cada vez que tú me lo decías y me lo
demostrabas. Perdón por dudar... Daphne estuvo en lo cierto al decir que
hasta yo mismo me desconocía, es verdad. —Arrastró sus rodillas para
acercarse más a ella. Emily lo observaba, en silencio, con el brillo en sus
ojos de unas lágrimas que se contenían—. Hubo una vez un Colin Webb
que pensaba que con hacer lo que creía correcto era suficiente, un idiota,
claro está... —Eso le ganó un par de vítores estimulantes, y una mirada
cómplice de Zach—, y ahora hay otro Colin Webb, el que está aquí, de
rodillas, dispuesto a abandonar su vida, su historia... «su única y maldita
obligación» porque se dio cuenta de que lo único correcto en su vida... lo
único correcto eres tú, Emily Grant.
Los presentes no pudieron contener la emoción, requerían de más
acción, tenían la historia de amor y pretendían su desenlace.
—Si me aceptas, con todos mis defectos, con todas mis debilidades... y
con todo el amor que siento por ti. Te pregunto: ¿Me harías el honor de
convertirme en tu esposo?
Los aplausos se sumaron al reencuentro. Zachary se dio por rendido,
resopló, se había hecho a la idea de que Webb no iba a ser su cuñado,
detestaba tener que cambiarla.
El silencio de Emily le sentó como una bofetada. Tal vez era demasiado
tarde, y el amor, el perdón, ya no bastaban.
Ella necesitaba creer que no era un sueño, por eso mantenía el silencio,
temía hablar, dar un paso en falso, y que todo desapareciera. ¿No, no era
él? ¿La realidad no podía ser tan maravillosa?
Cerró los ojos con fuerza, contaría hasta diez, se mordería los labios y
despertaría.
Uno... Dos... Tres...
—¡Ey, muchacha, dile que sí! —gritó un marinero que se encontraba a
un par de metros.
Cuatro... Cinco... Seis...
—¡Acéptalo de una buena vez! —agregó una mujer anciana adinerada
que observaba todo desde la comodidad de un sillón, a esa altura de su
vida solo el amor le resultaba interesante—. ¡De lo contrario, yo me
ofrezco para casarme con él!
Siete... Ocho... Nueve...
—¡Y yo! —agregó otra, y luego otra. Las voces se repitieron como un
eco inacabable.
... Diez
Ese perfume, lo reconocía... y lo reconocería ese día, mañana y
siempre.
Abrió los ojos, y ahí estaba él, de pie, a centímetros de ella.
—¿Estás aquí? —murmuró solo para él—. ¿Eres real?
Las manos de Colin buscaron las suyas, entrelazó sus dedos a los de
ella.
—Tan real como tú.
El corazón de Emily bombeó con fuerza, si los corazones pudiesen
sonreír, el de ella, de seguro, lo estaría haciendo.
—Entonces, sí... —dijo llevándose la unión de manos a los labios.
Depositó un beso en el dorso de la suya, la acarició—. Acepto que seas mi
esposo, con una condición...
—¿Cuál? —Estaba dispuesto a todo.
—Que tú me aceptes a mí como tu esposa. —Le sonrió.
Quería oírlo decir de sus labios. Solo eso.
—Es lo único que deseo... lo único.
***
Scarlett O’Connor
No podía dormir. Una vuelta, otra vuelta. El edredón que la cubría cayó al
piso y ella apretó una maldición entre los dientes. A su lado, Cameron se
quejó, abrió los ojos soñolientos y los fijó en ella.
—¿Estás bien? —le preguntó la joven de Virginia con voz rasposa.
—Sí. ¿Tú?
—Bien, solo te escuché refunfuñar…
—Vuelve a dormir —le ordenó en un tono de demanda, propio de
ella—, tienes que juntar energías.
Cameron no se lo iba a discutir. Cerró los ojos y en pocos segundos
regresó a los brazos de Morfeo. Vanessa Cleveland, en cambio, contempló
con desgano el cielorraso de la habitación que compartían en la casa de
campo de Lady Thomson e intentó no moverse. Cameron Madison
necesitaba descansar, había sufrido, en las últimas semanas, dos intentos
de asesinato, uno en forma de accidente y otro, de envenenamiento. Eso,
sumado a su estado de gestación… bueno, se podía decir que no dejaría
esa cama por bastante tiempo.
¿Valía la pena?
La maldita pregunta que resonaba una y otra vez en la mente de
Vanessa. ¿Valía la pena tanto por amor?
Se puso de pie con sigilo, dispuesta a no incordiar más a su
compañera de alcoba. Junto a la virginiana habían desarrollado una
increíble capacidad de vestirse solas, esconder un embarazo tenía esas
ventajas y, tras ajustar un corsé frontal, abrochó con ágiles movimientos la
interminable fila de botones delanteros de su afortunada elección de
vestuario: una falda amplia color ladrillo y una camisa de seda de un
blanco impoluto con amplias mangas hasta las muñecas y cuello alto. El
cabello, negro y lacio, fue trenzado y llevado a la coronilla en un moño
ligero que, para desgracia de la muchacha, dejó caer mechones libres con
rapidez.
Una vez fuera de la habitación, no supo qué hacer. Apenas era el
alba, y el único movimiento que existía era el de los sirvientes. Deambular
sola no era apropiado, sin embargo, el intento de homicidio contra
Cameron había vaciado la casa de campo a una velocidad pasmosa, y
Vanessa pensó que nadie tenía por qué enterarse de que daba un paseo por
los jardines para despejarse.
Avanzó por el corredor hasta la planta baja, y de allí, sin escala, se
dirigió al lugar que más le gustaba: el lago artificial. Se preguntó si en
invierno se congelaría y les permitiría a los habitantes patinar, como solía
hacer ella en Boston. Extrañaba su tierra, extrañaba no sentirse extraña.
Demasiadas cosas habían sucedido desde que llegó a Inglaterra, y se sentía
abrumada.
Tenía amigas por primera vez en la vida, tenía a su tutor, Sir
Johnson, y a su madre, la señora Henriet Johnson, que en esos meses se
habían vuelto como su familia… y había divisado, de lejos, algo que hasta
el momento estaba segura de que no existía: amor.
Caminó por los cuidados senderos de los jardines de Sameville hasta
que llegó a un punto preciso que le traía serenidad, miró a ambos lados y
decidió que se sentaría ahí a mirar los patos hasta que llegara la hora del
desayuno. Un poco de soledad no venía mal, no podía pensar con tanto
barullo a su alrededor y, sobre todo, le costaba analizar lo que sucedía
cuando todo carecía de sentido.
Miranda había sufrido, al igual que Cameron, de un intento de
asesinato. Solo que en su caso no había estado dirigido a ella, sino a su
marido. Y antes de eso, el matrimonio había vivido altibajos por sus
caracteres fogosos y orgullosos. Ahora parecían felices, pero ¿había valido
la pena tanto dolor?
Cameron recuperaba el corazón de Sean tras una ruptura, engaños,
llantos, dolor y sangre. Lucía radiante pese a eso, brillaba en brazos de su
amor, pero ¿había valido la pena?
Y Emily… oh, Emily era su ejemplo más fuerte, porque aún no tenía
su momento feliz, solo el corazón dividido por un amor no correspondido,
lleno de trabas, que si no llegaba a buen puerto la dejarían hecha trizas por
el resto de sus días… ¿Había valido la pena?
No lo sabía, no podía siquiera imaginarlo, porque para ella, tal
sentimiento le era ajeno. Se había sacrificado por estudiar, por hacerse un
lugar, por ganarse el respeto de sus pares… y con ello también había
recibido dolor a cambio. Si le preguntaban si había valido la pena, por
desgracia, su respuesta sería no lo sé.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la visión de un hombre
que se acercaba a ella. Los pocos rayos de sol se proyectaban a su espalda
convirtiéndolo en una sombra. Cuando la figura se detuvo ante el lago y
miró a ambos lados antes de sacarse las botas para cruzarlo a pie,
cualquier duda de Vanessa sobre la identidad del extraño fue evacuada.
Lord William Witthall, Conde de Dorset, mejor conocido como el conde
Loco.
Ese hombre conseguía exacerbarla, no pudo contener sus palabras
por lo que las alzó para que llegaran al otro lado del lago artificial.
—¡Allí está el puente! —Le señaló para que cruzara como un ser
humano normal.
—Ya lo he visto, soy loco, no ciego —bromeó él, y con las botas al
hombro, cruzó el agua. Para sorpresa de Vanessa, la profundidad del
mismo le llegó solo hasta las rodillas y sus anhelos de que se ahogara
quedaron en nada. A los pocos segundos, estaba a unos pasos de ella
llevándose consigo los nubarrones de malos pensamientos.
Debía reconocer que Witthall lograba sacarla de cualquier trance,
para ser honesto, la sacaba de las casillas. Su aire soñador, su falta de
raciocinio, su manía de exponer la locura de la cual lo acusaban, como si
quisiera demostrar algo.
—Buenos días, señorita Cleveland. —Una vez frente a ella, Vanessa
pudo ver el rostro sonriente y, debía reconocer, apuesto, del conde.
—Buenos días.
—¿Qué la trae por aquí tan temprano?
La excusa que iba a esgrimir, cual dama en aprietos, fue acallada por
el desafío.
—Lo mismo podría preguntar yo —rebatió en cambio.
—Oh, pues… salí a caminar y pensar cuando no hay miles de voces
a mi alrededor. La gente puede ser bastante molesta.
—Coincido —agregó ella con un deje de malicia, y con la esperanza
de animarlo a alejarse, como hacían todos. No lo consiguió.
—¿Puedo? —preguntó él indicando el césped a su lado, para
sentarse. Vanessa dudó por varios segundos que podían interpretarse de
irrespetuosos, o incluso de una negativa disfrazada. No era eso y Witthall
no era un hombre dado a sacar falsas conclusiones.
—Sí, claro —accedió. No había nadie cerca, nada indecoroso de lo
que se le pudiera acusar. William, que leyó el motivo de recelo, agregó:
—No se preocupe, si preguntan diremos que los duendes nos
hicieron de carabina.
—¿Los duendes?
—Claro, los duendes. —Abrió los brazos exponiendo el entorno,
haciendo que Vanessa rompiera en risas.
—Y los patos, milord, no olvidemos que los patos son grandes
chaperones.
La broma espontánea, justo de labios de la señorita Cleveland, tomó
por sorpresa al conde que le regaló una mirada de soslayo. Sus ojos
castaños brillaban con humor, y con un dejo de inteligencia que ponía en
jaque por completo su mote. ¿Estaba loco o jugaba a serlo?, y por encima
de todo eso, un destello de algo difícil de reconocer para la bostoniana.
—¿En qué pensaba, señorita Cleveland? —indagó él.
—En nada…
—Eso dice la gente que piensa en muchas cosas. Realmente me
interesa saber qué puede tener a una muchacha como usted tan
ensimismada.
—¿Una muchacha como yo? —No le gustaba el tono, no le
agradaban los halagos, las zalamerías.
—Tan racional y práctica —fue la respuesta que la descolocó. No se
conocían, apenas si habían compartido un par de saludos y un paseo
forzado para concretar un plan de cazar un asesino. Que Witthall acusara
conocerla tan bien, descifrarla con facilidad, la incomodó.
—De hecho, no pensaba en nada racional ni práctico. Por eso, antes
de que a los dos nos acusen de locos, prefiero callar.
—Ha cometido un terrible error. —La voz de William, gutural, le
provocó un escalofrío. Él había cometido un terrible error, había sonreído.
Oh, maldición, esa sonrisa. Le formaba hoyuelos en las mejillas y le
confería a su rostro un dejo aniñado entre tanto rasgo masculino. El conde
de Dorset era poseedor de una mandíbula definida, que contaba con un
dulce hueco en el mentón, una nariz recta y una barba que pujaba por
abrirse camino aun cuando no llevaba ni una hora de afeitado. Sus ojos
castaños rodeados de espesas pestañas, combinados con su sonrisa, era lo
que conseguía darle un aire de niño pícaro que se divertía con sus
jugarretas.
—¿C… Cuál? —Vanessa maldijo su tartamudeo. ¡Qué demonios!,
ella no tartamudeaba. Esa era Emily, Emily junto a Colin Webb.
—El de despertar mi curiosidad. Oh, vamos, nadie nos oye.
—¿Cómo no? ¡Los duendes! —exclamó, para que ambos rompieran
en risas—. Lo sabía, no cree en los duendes.
—Claro que sí, creo en muchas cosas que no puedo ver. —Vanessa
ya no estaba tan segura. ¿Loco él o loca ella, que le seguía la corriente?
—Por favor, no se ría. Si se ríe, lo golpearé, lo juro. —Tomó aire al
ver la promesa en los ojos de William y expresó—: en el amor.
—Eso no es para tomarlo a la ligera, me encantaría saber a qué
conclusión ha llegado.
—A ninguna, ese es el problema. No he llegado a ninguna… ¿usted
conoce a mi tutor, Sir Johnson?
—Sí, por supuesto, fue profesor mío en Cambridge.
—¿Fue a Cambridge? —inquirió ella, y fue William quien quedó
obnubilado por el brillo infantil en los ojos de Vanessa. Esa muchacha,
siempre fría y cínica, se mostraba ante él como una niña entusiasmada y el
conde tuvo que carraspear antes de contestar.
—Un par de años, antes de que mi padre muriera. Tuve que dejar
mis estudios cuando heredé el condado.
—Oh, cuánto lo siento. —En un acto reflejo, la mano de Cleveland
se unió a la de Witthall, hasta que la apartó de un abrupto movimiento.
William supo que la bostoniana no lamentaba tanto el fallecimiento del
anterior conde como el destino que había arrastrado a un estudiante lejos
de los libros. Para ella, eso era el peor de los infiernos. La ternura y la
comprensión azotaron el pecho del hombre—. Bueno —continuó ella,
quizá como compensación por haber sacado un tema doloroso a relucir—,
el tema es que una vez he hablado con Sir Johnson del asunto, ¿sabe lo que
me dijo?
—No se me ocurre…
—Que el amor es la conjunción de arte y ciencia… —William se
irguió, de modo de poner toda la atención en ella. Las palabras de Vanessa
lo habían descolocado, y como ella lo percibió, se apuró a explicarse, algo
sonrojada—. Es que… oh, creo que le ganaré la competencia de locura —
musitó, y él rompió a carcajadas.
—Que sea una apuesta ¿quién está más loco?
—Estoy preocupada por mis nuevas amigas —expresó y sintió que
le quitaban un peso de encima—, todas se han enamorado y todas han
sufrido mucho por eso… el tema es… ¿qué podemos hacer para que no
sufran las personas que queremos? —La pregunta era retórica, y la
respuesta demasiado clara. Nada, nada podía hacerse, y eso, a un ser
racional como Vanessa, la agobiaba—. Sir Johnson me dijo que si uno
quiere a alguien lo deja cometer sus propios errores, así sufra…
—Claro.
—¿Usted está de acuerdo? —El enojo de Cleveland era evidente—,
¿dejaría sufrir a sus seres queridos?
—No me agradaría, pero ya lo dijo usted ¿qué se puede hacer?
Vanessa ahogó un grito de frustración. No podía con los románticos.
Para ella, muchas cosas se podían hacer: ayudar a que abrieran los ojos,
realizar una apuesta para que dejaran el orgullo de lado, gritarles si era
necesario para hacerlos recapacitar…
—Entonces, el amor no existe —determinó la muchacha—, y esa
será mi conclusión de esta mañana. Pues, una cosa no puede ser dos
opuestas a la vez. No puede ser ciencia y arte, o racionalidad e
irracionalidad. Posible o imposible…
—¿Eso le ha dicho Sir Johnson?
—Sí, según él, lo aprendió de alguien más. —Recordaba la
conversación en el despacho del hombre.
«De ser así, el amor no existe. Porque algo no puede ser racional e
irracional. Posible e imposible… », había expresado.
«No, de ser así lo único que es el amor es incomprobable, y por eso
te niegas a creerlo, a entenderlo. Pero si usas la lógica, lo verás. Sabes que
es posible porque lo has visto, sabes que es imposible porque lo has
probado con retórica. Por lo tanto… el amor es posible e imposible. Ahora
solo debes comprobar que es racional e irracional. Y luego que es arte y
ciencia… y, cuando lo hagas, verás que, en estas lides, el amor es también
acierto y desacierto. Porque solo equivocándote te saldrás con la tuya»,
respondió Sir Johnson.
—Interesante —fue lo único que pudo susurrar William, con la
mirada en la muchacha que comenzaba a obnubilarlo. Si no fuera porque
ya cargaba con el mote de loco, estaba seguro de que lo acusarían de
perder la razón ahí, frente a ella, frente a esa señorita de cabellos oscuros y
rostro delicado, de ojos negros llenos de inteligencia y entrecejo fruncido
por el desconcierto ante uno de los enigmas más grandes de la humanidad:
¿qué es el amor? No era el debate lo que a él le resultaba tan interesante,
era ella, era Vanessa Cleveland.
Vanessa se sintió cohibida ante la intensa mirada del conde. No
podía creer que hubiera dicho tanto, cuando en general se manejaba con
pocas palabras y más acciones. Jamás dejaba entrever lo que de verdad
pasaba en su cabeza, porque de ser así, quizá ella compartiría el apodo con
ese hombre. ¿Acaso no había cometido locuras? ¿Tantas que la llevaron
derecho y sin escala a Inglaterra, donde su padre no pudiera avergonzarse
más de ella? Las mejillas se le tiñeron de pudor y de enojo, de furia hacia
sí misma.
Se convencía, una vez más, que el amor no existía, pero Sir Johnson
tenía razón, lo había visto, en Miranda, en Cameron, en Emily…
¿Entonces? ¿Cómo podía ser ella, justo ella, la que desconociera el
asunto?
—¿Y ahora, en qué piensa? —insistió él. Las mejillas de Vanessa
ardieron aún más. ¿Se atrevería a decirlo? Miró a ambos lados, para
comprobar que seguían solos. Iba a cometer una locura. ¡Oh, no!, la última
vez terminó mal, esa no sería distinta. Y mientras se lanzaba al abismo de
la demencia, pensó que, al menos, William parecía el hombre correcto
para acompañarla. Dos locos de remate.
—En que creo que mi problema es la falta de prueba empírica. —
Witthall intentó no largar una carcajada, siempre tan racional ella. Sin
embargo, consiguió contener la diversión por completo cuando cayó en
cuentas de a qué se refería.
—¿P…prueba empírica? —La señorita Cleveland había conseguido
sacar de su eje al conde Loco.
—Un beso… —Era una propuesta y un desafío—. Solo por la
ciencia, claro.
—Claro. Por supuesto… —El conde no se movió, estaba pasmado.
Vanessa en cambio se molestó, ¡con lo que le había costado pedirlo!
—¿Y bien? —exigió, y su tono de demanda logró divertir a William
al punto de sacarlo de su estado de estupor.
William acortó la distancia que los separaba y tomó aire. La
fragancia fresca de Vanessa le inundó las fosas nasales, olía a flores
silvestres y a libro nuevo, olía a sueños y fantasías. Llevó la mano derecha
a la nuca de la joven para poder sentir un poco de piel y los mechones
sedosos que se soltaban del improvisado peinado.
Vanessa no quería cerrar los ojos. Sabía que la gente solía hacer eso
cuando besaba, algo que le parecía absurdo. ¿Por qué alguien querría
perderse un detalle? La respuesta resonó en su cerebro, asustándola un
poco: porque no besaban a William Witthall. El rostro masculino del
conde estaba a milímetros del de ella, le permitía ver la sombra que
proyectaban las espesas pestañas sobre sus pómulos, los labios llenos,
entreabiertos apenas para dejarlo respirar. El aliento tibio que se unía al de
ella, quien, sin pensarlo, había abierto la boca, necesitada de aire.
Los labios se unieron en un roce suave, un leve contacto que hizo
sentir a ambos una corriente que les empezaba en el lugar exacto en el que
se tocaban y les recorría por completo la anatomía. William quería más,
quería todo, y Vanessa, no iba a reconocerlo jamás, también lo anhelaba.
Tenía su maldita respuesta: sí, valía la pena. Ahora solo restaba que lo
asumiera, algo que, por supuesto, de cara a ese demente hombre no iba a
hacer.
Puso fin al contacto antes de dejarse llevar por completo. Segundos
previos a que el hechizo se rompiera, con los rostros tan cerca que sus
narices se chocaban, ambos tuvieron el impulso natural de relamerse, de
saborear los restos de ese beso en sus labios, y cuando lo hicieron, las
lenguas se rozaron.
Vanessa se alejó, asustada, aunque sin demostrarlo. Y para destruir
el momento, como broche final, dijo:
—¿Quién ganó la apuesta? ¿quién está más loco?
—Pues… no lo sé, dejemos que el jurado de duendes lo determine.
—Siguió la humorada para no ser él el único en mostrarse alterado por los
sentimientos que un simple beso le habían despertado. No podía darle
ventaja a Cleveland.
—O el de patos…
—Eso va a ser una batalla encarnizada… todos lo saben, los patos
son enemigos naturales de los duendes. —Y ambos dejaron escapar las
carcajadas llenas de tensión, quitando así el peso del asunto.
Vanessa se puso de pie con lentitud, se permitió mirar a William una
última vez. Lo halló bello, y se asombró al no temerle a ese
descubrimiento. Sabía que no volvería a verlo, ella regresaría a Boston tal
y como tenía planeado, y antes de eso, volverían al trato distante que
supieron tener hasta el momento. Un trato que evidenciaba que no había
dos personas más opuestas que ellos dos en el mundo.
—Muchas gracias, milord, por su aporte a la ciencia. —Dicho eso,
hizo una educada reverencia y huyó con un fingido porte de dignidad.
Cuando se perdió en el sendero, William se atrevió a responder:
—No, gracias a usted, señorita Cleveland, por su aporte al arte —y
una sonrisa le iluminó el rostro.
Capítulo 1
Inglaterra, otoño 1854.
El cielo se veía gris plomizo, con las nubes bajas y espesas que
anunciaban una lluvia helada en las próximas horas. Vanessa Cleveland
tuvo que acercar más la vela a sus notas para poder leer.
El frío no la afectaba, estaba acostumbrada a los inviernos de
Boston. Apenas reparó en el lacayo que se acercó a avivar el fuego. Estaba
absorta en su próximo trabajo y la pila de libros no dejaba de crecer frente
a sus narices.
Le había prometido a Simon Patinson que antes de regresar a
América le dejaría un par de artículos más para que publicara como el
Doctor C, de manera de que no desapareciera el mismo día que ella y las
sospechas se alzaran contra su nombre. O peor, contra el de Sir Philips
Johnson, su tutor.
Le debía mucho a Sir Johnson, y había sido imposible para ella no
desarrollar un fuerte cariño por aquel hombre que la recibía bajo su techo
y le daba alas para continuar con sus estudios. Sin ir más lejos, había sido
el mismo tutor quien la presentara a Patinson luego de leer algunos de los
trabajos de la muchacha.
Vanessa debía reconocer que la idea de firmar con pseudónimo, y
más, que éste sugiriera que era un hombre, le molestaba. Pero era un
inicio, era algo, era más de lo que había conseguido en Boston producto de
su rebeldía.
Esa indocilidad era la que la había subido a un buque con la idea de
que Inglaterra la ayudaría a madurar. La imagen de Robert Cleveland, con
los ojos inyectados en sangre y la mandíbula apretada sin un mínimo
deseo de decir adiós, era un recuerdo que cada tanto se hacía vívido en
ella.
Quizá se había extralimitado. De lo que sí estaba segura era de que
su padre había reaccionado de manera desmedida. Esperaba que ese año de
distancia hubiera calmado las aguas entre los dos y, sobre todo, los
ayudara a encontrar un punto medio, como había sucedido con Sir
Johnson.
Por eso, supuso, por la nostalgia y la influencia de sus emociones,
era que en esos momentos la pluma se desplazaba sobre el papel
exponiendo su mayor malestar: roles sociales. ¿Qué era lo que podía o no
podía hacer una dama?, y cómo esa jaula femenina se extendía también a
los hombres, delimitando su libertad.
Desde que había arribado a Londres a inicios de año que se había
nutrido de los males femeninos de su alrededor para inspirarse en sus
artículos. Miranda Clark, actual Lady Bridport, había puesto en manifiesto
la hipocresía social; Cameron Madison, señora de Walsh desde hacía unos
meses, la desigualdad, y Emily Grant, Lady Webb si las noticias de su
boda no eran erróneas, los estereotipos… había ahondado, navegado,
bebido de los sucesos a su alrededor para no centrarse en la espina que
tenía clavada, en el fallo que la sociedad le reclamaba a ella: ser mujer y
querer estudiar. Ahora que sabía que un océano la separaría de Inglaterra,
se sintió libre de exponerlo, como la cereza del postre, como su cierre de
ciclo.
Sí. Volvería madura, nutrida, decidida. Volvería a Estados Unidos
para estudiar, y no lo haría como un hombre, tal y como había intentado en
el pasado, sino como una mujer.
—Señorita Cleveland —La voz del ama de llaves interrumpió su
labor—, la señorita Amy Brosman ha llegado.
—Muchas gracias. —Vanessa alzó la vista y al ver el desorden
reinante de libros, plumas y papeles, agregó—: Lleven el té a la sala, la
recibiré allí.
La bostoniana no era dada a sonrisas y emociones, por lo que su
gesto se mantuvo impávido, todo lo contrario a lo que le sucedía por
dentro, ahí se ponía feliz ante la visita. Claro, si descartaba la interrupción
que dejaba su artículo por la mitad.
Amy Brosman era la tutelada del marqués de Shropshire, Anthony
Richmond, y su esposa Katherine. Unos adinerados e influyentes nobles
que desde que la vida los había unido se dedicaban a tiempo completo a
mejorar la vida de los huérfanos de Inglaterra. Amy era uno de ellos. Una
luchadora que jamás se rendía, y fue ese fuego, esa determinación lo que
llevó a los Richmond a acogerla bajo su techo y brindarle la misma
educación que a sus hijos. Sin embargo, la señorita Brosman no había dado
por sentada su suerte, ni se había dispuesto a hacer lo esperado: encontrar
un buen marido gracias a las relaciones del marqués. Por el contrario,
anhelaba continuar los estudios para convertirse en maestra, siguiendo la
línea propuesta por Horacio Mann en América.
Era por esa hambre de saber y esa ambición en el progreso que
Vanessa había congeniado de inmediato. Sin contar con que, para llevar a
cabo su sueño, Amy debía viajar a Boston, y a la señorita Cleveland le
hacía ilusión saber que esta vez no haría las semanas de travesía en
compañía de una dama rígida y malhumorada como había sucedido en el
pasado.
—Amy, por fin coincidimos —saludó Vanessa, poco dada a las
normas de cortesía. Eso a Brosman le alegraba, puesto que a ella también
le agobiaba el exceso de protocolo.
—Lo siento, los preparativos me tienen a mal traer y Kath… Lady
Katherine —se apuró a corregirse—, está algo nerviosa por mi partida.
—Te has ganado su cariño. —La sonrisa que le brindó fue sincera.
Ella se había ganado el cariño de su tutor y de su madre, Henriet, y le
costaba contemplar la vida sin ellos. Lamentó no haber sido más fría y
distante, como siempre se comportaba, de ese modo el vínculo hubiera
sido más fácil de romper. Al igual que con las señoritas americanas.
—Sí, me han brindado tanto que por momentos siento culpa… pero
han sido ellos mi inspiración. Han cambiado muchas vidas para bien, y
creo que más que retribuirles a ellos con… —La emoción la embargó,
llevándose las palabras. Vanessa aprovechó el momento para servir el té,
alcanzarle un pastelillo y abrir las cortinas con la leve esperanza de que el
sol invadiera la habitación.
—Con cursilerías —completó por ella—. Y tienes razón, Amy —se
permitió tutearla, como habían acordado en confianza—, los abrazos de
nada sirven. En cambio, si sigues con su labor, desde el lugar en el que te
encuentras ahora, entonces sí que los harás sentirse orgullosos.
—Eso espero…
—No tengo dudas. —La animó—. En este año he conocido nobles
perezosos, esnobs, estirados… El marqués y la marquesa no lo son, y con
semejante título, déjame decirte que es una odisea.
Amy rio ante el desparpajo de su compañera de té. No tenía pelos en
la lengua. Si bien acababa de «elogiar» en sus términos a los Richmond,
sin duda acababa de insultar a todos los demás.
—Gracias por tus palabras, creo que las necesitaba. Si soy honesta,
estoy asustada. Mil cartas de recomendación, mil nombres de personas que
le deben favores a tal o cual…
—Tranquila. Lo dije y lo repito, intentaré viajar contigo, pero si no
lo consigo, en unos meses estaré allí y todo será más sencillo. Ya lo
verás… Las mujeres se están abriendo camino en América, es algo más
relajado que aquí. No mucho —agregó en un murmullo.
—Tu inspiración. —Sonrió Amy, y a Vanessa se le iluminó la
mirada. Su inspiración era Elizabeth Blackwell, la primera mujer en
recibir el título de medicina en Estados Unidos. Había sido ella, sin
saberlo, quien había empujado a la joven Cleveland a cometer la locura
que la había puesto de patitas a Inglaterra.
—Ya lo verás, mientras más seamos, más fácil será —prometió
Vanessa—, ahora, deja de lamentos que al igual que los abrazos no sirven
de nada y ve a empacar. Recuerda que este frío no es nada en comparación
al de Boston…
—Así lo haré, en cuanto me confirmen el buque te enviaré una nota
para saber si coincidimos.
—Perfecto.
—Déjale mis saludos a Sir Johnson y a su madre, que espero que
estén ambos bien de salud.
—Oh, perfectamente. Henriet nos enterrará a todos, ya lo verás —
dijo en alusión a la madre del Sir, una mujer entrada en años y con algunos
achaques menores que no hacían más que darle excusas para comportarse
de manera agria con las personas que le caían mal. A Vanessa le divertía
tanto la señora Johnson que casi anhelaba la vejez para poder ser como
ella.
Se saludaron con dos besos y Vanessa se giró, sin perder un segundo,
para regresar al improvisado despacho y terminar la pila de trabajo que
allí la aguardaba. La casa de Sir Johnson le parecía encantadora en su
desorden, el hombre tenía tanto material de estudio que una biblioteca no
bastaba. Por donde iba, improvisadas estanterías sostenían tomos y más
tomos de los temas más variados.
Johnson era un prestigioso filósofo de Cambridge, cuyos estudios y
ejercicio de la docencia lo había llevado a la admiración de la misma reina
Victoria y, por consiguiente, al nombramiento de Sir. Todos los nobles que
contaban con un cerebro, además de con un título, lo respetaban y
admiraban, y de allí que esos contactos la hubieran llevado a ella, su
pupila, a codearse en sociedad con la aristocracia británica.
¿El fin de Johnson y de su padre? Hallarle un marido. El de ella,
observar a la sociedad de cerca como grupo de estudio. ¡Y vaya si le
habían dado material!
Con la temporada finalizada y ella libre, sin compromiso, ni
pretendientes, ya no tenía nada en esas tierras que la retuviera. Podría
ponerle fin a ese paréntesis en su vida y regresar para ser la primera mujer
aceptada en Harvard. Sonaba bien. Una sonrisa, esta vez completa y con un
brillo diabólico, se le dibujó en el rostro y allí quedó mientras avanzaba
por los corredores de la casa londinense de los Johnson.
Su lugar de estudio estaba al final del pasillo, en la sala que debió de
ser de juegos para niños, pero como el catedrático jamás había formado
familia, ahora se convertía en el despacho de la bostoniana.
Antes de arribar, las voces de Philip y Henriet le llegaron ahogadas
desde la biblioteca —la oficial, no la improvisada—, y el sonido de su
nombre en labios de la mujer mayor la hizo detenerse.
Adoraba a Henriet y lamentaba que sus huesos le impidieran las
andanzas por los salones de la nobleza. Hubiera sido un espectáculo digno
de ver, la lengua venenosa de la mujer aleccionando a estiradas damas sin
neuronas.
Se acercó para preguntar si la necesitaban, por Henriet era hasta
capaz de hacer un hueco en sus estudios. Cuando las palabras de la mujer
le llegaron claras, Vanessa se paralizó.
—¿Cuándo piensas decírselo, Philip? Vanessa es una muchacha lista,
no podrás engañarla por mucho más tiempo.
—No pretendo hacerlo, madre, solo necesito que la engañemos por
unas semanas más. Solo unas semanas más. Y me prometiste tu ayuda…
—Y comienzo a lamentarlo, Philip. Comienzo a lamentarlo… Unas
semanas —sentenció Henriet—, si en unas semanas no lo consigues, le
dirás la verdad. O lo haré yo.
—Sí, madre —fue la angustiosa respuesta del hombre ante la
reprimenda maternal. Vanessa supo que debía huir antes de que la
descubrieran in fraganti en el corredor, solo que se debatía entre
enfrentarlos y exigirles la verdad o esperar a que la misma se develara.
Eligió, por esa tarde, la segunda opción. No por cobardía, sino
porque comenzaba a conocer a Sir Johnson. Lo mismo que respetaba de él
lo convertía en un rival temible, en algunas cosas se parecían. Si se
presentaba ante él sin armas ni herramientas, el hombre la enredaría con
su lógica y sus mentiras hasta que quedara más confundida que en esos
momentos.
Debía esperar, lo iba a hacer. Y mientras regresaba a su despacho, el
sabor amargo de la traición le agrió la garganta.
—¿Aún lo buscas, Vanessa? —se mofó de sí misma con acritud.
Pues si la gente creía que ella era cruel con los demás, exigente, letal, no
sabían cuán dura podía ser consigo—. ¿Todavía esperas que las personas
sean honestas, buenas? ¿Aún crees que alguien te querrá a su lado?
Un nuevo engaño, una nueva decepción. Ahora marcharse no dolería
tanto. Ya casi no dolía, no… no dolía.
Y se secó la única lágrima que se permitió derramar.
Capítulo 2
***
Las lágrimas no servían de nada. Al igual que los abrazos o las
palabras cariñosas. Lo único que le interesaba era la verdad, era saber que
no podía confiar en nadie y que eso incluía a Sir Johnson.
Se sentía devastada. No lo demostraba.
En su relación con Robert Cleveland nunca halló la figura paterna, y
llevaba una vida buscándola. Un par de meses con los Johnson le bastó
para desarrollar esos lazos con ellos. Unos lazos que ahora se rompían por
el engaño. Quiso culpar a su padre a la distancia, quiso hacerlo, no pudo.
Philip había sido cómplice y Vanessa se preguntó cómo pudo ser tan idiota
de no verlo. ¿Acaso no eran amigos Johnson y su padre? ¿Acaso no eran
tan cercanos que Cleveland le había dado la tutela al catedrático británico?
Debió de suponer que estaban cortados por la misma tijera.
Se lamentaba por los hechos, y más se lamentaba por su estupidez,
por su ingenuidad. No iba a llorar, lo que iba a hacer era recomponerse y
salir de allí más fuerte que antes. Más fría, más distante, más…
Un golpe en la puerta interrumpió su diatriba mental, también su ir y
venir por la habitación. Había buscado los baúles y maletas, dispuesta a
hacerlas para marcharse sin importarle las palabras de su padre. Ese
hombre no la limitaría más, no le quitaría sus raíces en Boston.
—Vanessa, querida. —La voz de Henriet hizo eco en la habitación.
No le había dado permiso a entrar. De todos modos, no la pudo echar. Era
cierto el cariño que esa mujer le había despertado, y aunque el enojo fuera
muy fuerte, no lograba borrar del todo los demás afectos. Al contrario, los
intensificaba. Por eso dolía más, dolía mucho la traición de esa mujer que
fue la única guía femenina en su vida desde que su madre murió—. ¿Qué
estás haciendo?
—Empaco, Henriet. Me marcho con Amy.
—Pero…
—¿Pero si mi padre no me quiere? Ya lo sé, no me importa. Boston
es mi lugar, lo intentaré sola.
—Vanessa…
—¡No me he rendido!
—Por favor, querida, no te enfades con nosotros. Queremos lo mejor
para ti y… —Henriet se valía de su salud para dar un poco de pena, para
romper el muro de contención de Vanessa. Sin embargo, pronto
comprendió que la estrategia debía ser la opuesta, tenía que permitirle que
se quebrara, que dejara salir el dolor. Por lo que, como un eximio jinete,
cambió el rumbo de la carrera hacia otra dirección—. ¿No decías tú que
cuando queremos a alguien no deseamos que sufra? ¿Que incluso podemos
tensar los hilos un poco aquí, otro poco allí? ¿No fue eso lo que dijiste
cuando corriste ese rumor sobre… sí, sobre Lady Bridport?
—¡Oh, mis propias palabras! —rio con sarcasmo—. Sabes que no es
lo mismo. Lo sabes… ella estaba atrapada en su orgullo y… —La sonrisa
de Henriet la puso de peor humor—. No sé para qué me esfuerzo en
explicar, no lo haré. No estoy tan enojada con ustedes como conmigo
misma, por creer en ustedes. Me marcho —sentenció.
—Ese es el problema, te enojas contigo cada vez que alguien intenta
acercarse.
—Es la experiencia…
—Vanessa… —Henriet tomó asiento en la cama de la muchacha y
de manera mecánica se dispuso a acomodar las prendas que Cleveland
sacaba del armario y arrojaba allí. Robert no había escatimado gastos en la
belleza de su hija, era lo único que deseaba que desarrollara. Había
querido que su Vanessa se convirtiera en una muñeca de porcelana, en un
adorno para el brazo de un caballero. Había fallado de manera estrepitosa
—. Sabes que no quiero ir en contra de tus deseos, por lo que te pido que
me los expliques. En un momento crees que ayudar a tus afectos es algo
bueno, luego que es algo malo. Te lamentas que nadie te aprecia, y te
enfadas cuando lo hacemos.
—¡Me engañaron! Los oí, los oí cuando conversaban en la
biblioteca. ¡Sabías de esto!
—Sí, lo sabíamos desde el inicio. Creo que lo sabíamos desde antes
de que sucediera. Nos llegaban misivas de América… sobre los detalles
de…
—De mi comportamiento díscolo —completó la muchacha. Y al fin,
se rindió sobre el colchón—. Solo quería demostrar que podía, Henriet. No
pensaba seguir con la mentira por siempre…
—Ese fue el problema, querida, que cuando la mentira cayó los
dejaste a todos como idiotas. ¿Y sabes qué no soportan los intelectuales
del mundo? Quedar como idiotas.
—Entonces, que no lo sean —espetó—, pues pensar que una mujer
solo por ser mujer no puede estudiar… —Se silenció por un momento.
Solo los ruidos ahogados de algunos carruajes rompían la armonía del
lugar—. Pensé que me perdonaría —se lamentó—, pensé que se le pasaría
el enfado y me perdonaría.
Los ojos de Vanessa se cristalizaron por las lágrimas no derramadas.
No soportaba haberle fallado una vez más a su padre. ¿Cuántas veces había
escuchado de los labios de Robert que ella era una decepción? Miles, y
cada día se esforzaba más, para fracasar y fracasar.
Intentó ser mejor que todos, sin sospechar que eso era lo que la
arrojaba a la marginalidad. Había estudiado con más ahínco que los demás
Cleveland, que sus primos y tíos. Se había abocado a más de un tema,
leído infinidad de libros, experimentado con varios asuntos, escrito cientos
de artículos… todo eso antes de llegar a los dieciocho.
El año anterior había sido la gota que derramó el vaso. Para
empezar, su primo, Robert II —porque todos los primeros hombres de la
familia repetían el nombre Robert— había escrito un artículo sobre el
comportamiento de los nativos Cherokee que había resultado un desastre.
La comunidad científica había derribado cada punto de ese bestial estudio
y había catalogado a Robert II de un niño ignorante que jugaba con el
prestigio del apellido familiar; eso había llevado a Vanessa a querer
reivindicar el apellido, por lo que, tras meses de exhaustivo trabajo,
presentó bajo pseudónimo la verdadera labor sobre el trato a los nativos
americanos y el impacto social de la marginalidad.
Lo que no tuvo en cuenta fue que el secreto sobre la identidad de la
autora saliera a la luz, y en lugar de limpiar el nombre familiar, lo
embarró aún más. Por último, pese a todo, Robert II entró en Harvard
gracias a las puertas que ser un Cleveland abrían en Boston, y ese giro
terminó por golpear el pecho de Vanessa.
No lo pensó, y en esos instantes, mientras acomodaba los pliegues de
la falda que empacaría para regresar, tuvo que dar la razón a su padre. Se
había excedido, había puesto su nombre en boca de toda la ciudad y no
para bien. Nadie hablaba de la joven señorita Cleveland capaz de escribir
un gran informe antropológico ni que había pasado el examen de ingreso
de Harvard como becada. No. Todos hablaban de la osada y desvergonzada
señorita Cleveland que había falsificado documentos para hacerse pasar
por hombre, vistió prendas masculinas y se burló de todos los directivos
de la universidad más prestigiosa del país.
Logró el cometido de ser la mejor Cleveland, el problema era que su
cerebro había llegado en la cabeza de una mujer, y eso, para la rígida
sociedad en la que vivían, era inaudito.
—Ya lo sabes, sabes que no lo hizo ni piensa. No te perdonará,
Vanessa —le dijo Henriet, al tiempo que doblaba una prenda. Lo hacía
para ocupar sus manos, pues no tenía intenciones de dejarla marchar—.
Porque no puede permitir que tú seas la mejor Cleveland. No estuve de
acuerdo con mi hijo en ocultarte esto, pero acepté su palabra de que lo
hacía por tu bien. Comienzo a sospechar que, por desgracia, lo hacía por su
propio bien.
—Ahora ya lo sé —dijo con amargura.
—Sabes una parte, sí. Y la verdad es buena para poder elegir nuestro
camino. Sabes que Robert Cleveland te subió a un buque preso de una
furia que nace de la envidia…
—¡Henriet! —La reprendió. Hablaban de su padre, de… quiso
encontrarle una arista buena, un recuerdo noble con el cual defenderlo
como el lazo de sangre demandaba. No lo consiguió, era su familia, era el
único miembro que quedaba vivo y era incapaz de hallar el argumento
para rebatir a la señora Johnson.
—Sabes que tengo razón. Quisiste ganar su admiración, demostrar tu
valía, y aunque en él no haya tenido el efecto que buscabas, sí lo tuvo en
nosotros, Vanessa. ¿Por qué piensas que Philip te puso en contacto de
inmediato con Patinson?
—Si me respeta, ¿por qué me mintió?
—Tienes dos opciones, Vanessa, o preguntárselo de frente y
prepararte para una batalla verbal con uno de los catedráticos más
importantes de Inglaterra, o…
—¿O?
—O descubrirlo por tus propios medios. En ambos casos,
demostrarás que eres más lista que él, ya sea por ganarle en una discusión
de igual a igual como por desbarajustar sus planes.
—Estás jugando sucio —se quejó Vanessa al comprender lo que
Henriet hacía: lanzarle un desafío imposible de resistir.
—Nunca prometí lo contrario. Yo sí hablaré con franqueza. Quiero
que te quedes en Inglaterra, me agrada tu compañía, y siento que estas
tierras te pueden dar lo que no pudieron darte aquellas.
—¿Y si no me casara? ¿y si me niego al cortejo de Lord Witthall?
—Aun así, te querría aquí, como una amarga solterona sabelotodo
que se burla de los nobles. Aunque me temo que eso te sacaría canas
tempranas y en tu cabello negro se van a revelar demasiado rápido. —
Vanessa no pudo más que reír, una risa que limpiaba parte del dolor y la
decepción—. Dicho esto…
—No has terminado de manipularme. Comienzo a sospechar que es
cierto lo que dices de estas tierras, aquí haré un estudio profundo sobre la
manipulación…
—¡Por supuesto! Es a lo que nos dedicamos. Ven —la instó a
ponerse de pie y dejar la lúgubre habitación que recordaba en su desorden
lo cerca que habían estado de perder a la señorita Cleveland.
—¿A dónde?
—A tomar el té, ¿dónde más? Mientras la doncella ordena este caos.
La hora del té es el único descanso que nos tomamos los británicos en la
tarea de salirnos con la nuestra…
Vanessa le regaló una carcajada cínica, compartida por Henriet.
—El té es solo una excusa para hacerlo con el estómago lleno —
rebatió ella.
—Sí que has llegado a conocernos. —Henriet avanzó hasta su salón
personal, una habitación que daba al jardín interior y por el que se colaba
apenas un poco de luz. Siempre estaba más caldeado que el resto de las
habitaciones y, al igual que las demás, estaba plagada de libros. Solo que
Henriet tenía una afición por las novelas de folletines y las románticas.
La mujer ordenó el té y lo acompañaron de un budín de frutos secos
y glasé que otorgaba las calorías necesarias para superar las bajas
temperaturas. También ayudaba con su dulzura a reanimar el espíritu de
ambas tras una charla amarga.
—Vanessa, incluso si desearas marcharte, regresar a Boston y
enfrentar al señor Cleveland… —Henriet hizo una pausa, pues la idea le
dolía, y como había decidido ser honesta en cuanto a sentimientos, dejó
traslucir su pesar. De todos modos, solo en sentimientos sería franca,
porque en intenciones le quedaba un as más debajo de la manga—, incluso
así deberás esperar unos meses, los peores en Londres.
—¿A dónde quieres llegar?
—A que es muy aburrido aquí, sin la temporada de fiestas y
reuniones. Y tus amigas tienen sus obligaciones y… No lo sé, pensé que
una muchacha como tú, sin distracciones… no es bueno para tu salud.
—Oh, ya veo, con que el té es el descanso ¿eh? —dijo y sorbió de la
infusión.
—Es una propuesta de cortejo, no tienes por qué aceptar. Solo digo
que pasar el tiempo con un hombre al que todos llaman loco es, al menos,
estimulante ¿no lo crees?
—¡No!
—Además —continuó la anciana con una sonrisa que se apuró a
esconder tras el ribete dorado de la taza—, es evidente que logra
desquiciarte.
—Henriet, ¿a quién no desquicia Lord Witthall? ¡Habla de duendes!
Atraviesa lagos sin utilizar los puentes y… —Y besa de un modo que te
hace olvidar de todo, quiso agregar. En cambio, se llenó la boca de budín
para silenciarse.
—Lo de los lagos no lo he visto. —El rubor se apoderó de las
mejillas de la señorita Cleveland—. ¡Oh, vamos!, será divertido. Ya has
escrito sobre todas las señoritas americanas, ya has analizado a los
Thomson y a los Richmond…
—Dilo —exigió Vanessa—, dilo sin rodeos.
—Pienso que aceptar el cortejo de Lord Witthall puede ser un
desafío intelectual para ti, puedes estudiar su comportamiento irracional,
entender cómo se maneja en sociedad… y, de paso, matar el aburrimiento
del invierno británico.
—No hablas de romance… —se aseguró la joven, a quien la idea de
volver a generar un vínculo afectivo tras tantos engaños le resultaba
abrumador.
—¡No, por supuesto que no! Romance con el conde Loco… ¡Ja! —
Henriet la atravesaba con la mirada, en ese momento, Vanessa pudo
asegurar que tenían los mismos ojos, casi negros, penetrantes y
perspicaces—. Hablo de estudio.
—De ciencia… —musitó ella. Y Henriet sonrió.
Sí, caviló Vanessa, ciencia. Recordaba su «estudio» anterior. Sin
duda la ciencia junto a William Witthall era más que interesante… y
tentadora. Y le daba algunas excusas para explorar asuntos que habían
quedado en el tintero. ¡No!, no eso de besarlo, claro que no… ¿O sí?
Y mientras la mente de Vanessa viajaba a los días cálidos de
Sameville y a un momento de demencia compartida, Henriet brindaba con
su taza de té. Oh, las cuatro de la tarde era la hora de las brujas en
Inglaterra.
Capítulo 3
***
***
—Hace mucho frío —se quejó Lord Bridport—, no deberías haber
aceptado esta reunión. Podrían haberse reunido en nuestro salón.
—Si hace frío para mí —señaló Miranda—, más lo hace para Nala.
Y Cameron no va a ningún sitio sin su niña. De todos modos, exageras,
Elliot, es un hermoso día. ¡Si hasta hay sol!
El cochero se detuvo a pedir indicaciones, y Bridport bufó. La
enigmática nota de Vanessa los había empujado fuera del resguardo de su
hogar, y Miranda, que estaba muerta de aburrimiento con la ausencia de
bailes y tés, y con su estado de gestación que la limitaba, insistió a su
marido en que la acompañara a ver, según palabras de la misma señorita
Cleveland, cómo cometía la mayor locura de su vida.
¿Saltaría de un puente?, ¿se haría maquinista de tren?, con Vanessa
nunca se sabía, y la ansiedad la estaba carcomiendo. Más a cada minuto
que se alejaban del centro de Londres hasta dejar la ciudad.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si su plan era llevarte a algún lugar donde
te pueda secuestrar…?
—Elliot, ¡qué imaginación!, ya que deseas ponerla en práctica,
conjetura sobre qué puede ser lo más demencial para Vanessa, porque ya
no se me ocurre.
Media hora más tarde, el carruaje se adentraba en un pueblo a pocas
millas de Londres. El cochero solicitó indicaciones una vez más, y le
señalaron el camino.
—Es aquí, milord —dijo tras abrir la portezuela. El vizconde y la
vizcondesa descendieron del coche para mirar hacia ambos lados,
desconcertados. Era un terreno baldío, salvo por una humilde capilla entre
la arboleda y un par de casas sencillas dispuestas sin ton ni son sobre la
calle de tierra.
—Lo dije, intenta secuestrarte —dictaminó Elliot—, nos vamos de
aquí.
—Aguarda, ¿esa no es…?
—¡Miranda… digo, Lady Bridport! —La voz de Cameron llena de
alivio rompió la armonía del lugar y viajó por el viento y el vacío.
—¿A ustedes también los intentan secuestrar? —preguntó Elliot, y
consiguió que su esposa le diera un codazo en las costillas.
—Recibimos una nota muy extraña de Vanessa, algo de que iba a
cometer una locura… —Antes de que pudiera terminar, Miranda le
quitaba a Nala de los brazos para darle besos y arrumacos. Elliot se la
arrebató a los pocos segundos, con la excusa de que necesitaba práctica
antes de que llegara el suyo y nadie lo discutió. Lo cierto era que Nala los
tenía a todos locos, y a Bridport en especial, tanto que olvidó su paranoia y
se centró en acribillar a Sean Walsh a preguntas sobre la paternidad.
—¿Piensan quedarse ahí todo el día? —Vanessa hizo su espectacular
entrada a escena dejando a todos con las bocas abiertas—. Se supone que
la novia es la última en entrar, ¡vamos!
—¡¿La novia?! —Las cuatro voces resonaron al unísono, y Nala
respondió con un balbuceo. Vanessa, pese a todo, fue atraída por la criatura
y se acercó. Sin más, se la quitó de las manos a Bridport.
Al acercarse, sus amigos pudieron notar que la señorita Cleveland
llevaba lo que se adivinaba como un sencillo vestido de novia color
blanco, con un delicado encaje. Parecía más los que usaban las debutantes,
porque no llevaba cola ni velo, y supusieron que eso se debía a lo
apresurado del evento.
—Vanessa, ¿te casas? —Cameron se atrevió a poner en palabras la
duda general.
—Sí, ya les dije, mi mayor locura.
—¿Con quién? —Miranda se sumó.
—Con ese que espera en el altar. Terminemos con esto. —Cleveland
le entregó la niña a la madre, y avanzó hasta la puerta de la capilla. La
única que había aceptado celebrar una boda con tan poca antelación.
—Aguarda. —Miranda la detuvo de un tirón e hizo uso de sus modos
francos para poner orden a la situación—. Ustedes —Señaló a los hombres
—, entren. Nosotras hablaremos con… la novia.
Los caballeros le hicieron caso, pero antes de que Lady Bridport
pudiera desprender los labios, su marido reapareció con el rostro
desencajado.
—¡¿No sabes quién es el futuro esposo?!
—¡Bridport, adentro! —le ordenó a fuerza de voluntad, porque se
moría de ganas de saber quién era el hombre. Elliot le guiñó un ojo, y
Vanessa bufó.
—Me estoy helando, ¿podemos entrar? —pidió la flamante novia.
—No, no hasta que nos expliques esto. ¿Nos llamaste para que te
acompañemos o para que te rescatemos?
Vanessa no supo qué contestar, y le dio el pie a Cameron para
entrometerse.
—Cuéntanos, ¿cómo es que te casas? Nunca hablaste de ningún
hombre, aunque las dos sabemos que eso no implica que no hubiera
ninguno…
—Oh, claro —siseó Cleveland—, me olvidé de contarles mi bella
historia de amor. Resulta que lo conocí bajo un arcoíris, supimos que
éramos almas gemelas, pero un vil enemigo nos quiso separar, hasta
anoche que vino a rescatarme en su blanco corcel y decidimos casarnos.
—¿En qué momento esperamos que Vanessa dejara de ser Vanessa?
—inquirió Miranda con la vista puesta en Cameron. Sarcasmo, cómo no.
—En el mismo en que la vimos vestida de blanco.
—Bien, muchachas, entiendo que todas ustedes con eso del romance
y demás hayan olvidado cómo es la vida. Mis felicitaciones —largó con
bastante malestar—. Por si no recuerdan, vinimos aquí a comprar con el
dinero de nuestros padres un título fundido sin importar si el portador era
un viejo, un leproso o un loco. ¡Oh, vamos!, cambien esas caras de
sorpresa, que no fue hace tantos meses.
—Vanessa… —las expresiones cargadas de pena la pusieron a la
defensiva.
—No las llamé para que vinieran a rescatarme, ni a sentir pena. Las
llamé para que me acompañaran en este momento, ¿sí?, pero si es tanta
molestia o mi «suerte» les genera tanto malestar, pueden irse. —Para su
total bochorno, una lágrima humedeció sus pestañas. Solo apenas, hasta
que se apuró a secarla con el guante—. No se preocupen, no serán las
únicas.
—¿Sabes, Cameron? —Miranda le tomó el brazo izquierdo a
Vanessa y la instó a hacer lo mismo con el derecho. Nala descansaba sobre
el pecho de su madre, como una agregada, una embajadora de Emily en
esos momentos—. ¿Para qué están las amigas si no es para darte ese
empujoncito?
—¿Hasta cuando es al borde del abismo? —inquirió Vanessa.
—Si tú elegiste el abismo… porque, lo elegiste, ¿verdad?
—Tanto como puede elegir una mujer en estos tiempos.
—Entonces, vamos. Salta.
Y las tres muchachas entraron a la capilla, aunque se paralizaron en
el umbral. Dos de ellas por la sorpresa, la novia… por el impacto de ver a
William aguardar por ella como un niño nervioso que temía que su
prometida huyera. Esa vulnerabilidad, ese destello en él, la mezcla de
vigorosa masculinidad con infantil inseguridad le despertó algo en su
interior. Una pequeña llama tibia, que parecía resguardarla del frío de la
capilla. Los brazos de sus amigas fueron reemplazados por el de Sir
Johnson, que la entregaba al altar, y Henriet esperaba en el primer banco
con el rostro oculto tras un velo para no demostrar lo emocionada que
estaba por aquello.
Vanessa solo podía pensar en que el efecto «boda» debía ser
analizado en detalle, ¿cómo podían estar todos tan sensibles cuando
conocían los pormenores de esa farsa? Allí no había amor, ni pasión. Eran
negocios, y, sin embargo, sus amigas se secaban las lágrimas, Sir Johnson
tenía un nudo en la garganta y Henriet sonreía mientras estrujaba un
ramillete de flores.
¿Y ellos? Los novios parecían ajenos a todo, con una terrible
ansiedad porque la ceremonia terminara, por empezar esa vida juntos,
aunque fuera carente de amor. Anhelaban el desafío, quizá, la ruptura de
una rutina que los había dejado vacíos de sueños y aspiraciones. No, no
había amor, pero tenían un plan y un objetivo. No eran marido y mujer,
eran equipo. Y Vanessa intentó convencerse de que eso era algo bueno,
más de lo que tenían muchos. Que con eso le alcanzaría.
Cuando el beso llegó, y los obligó a unir sus bocas sellando un
juramento, ambos volvieron a sentir la corriente por la piel, el deseo de no
separarse, la necesidad de profundizar y olvidarse del mundo. Y Vanessa
comprendió su mentira, supo que con William no le bastaría ese frío
acuerdo de pares.
***
***
—¡Witthall!
Vanessa se hallaba ante una muy difícil dicotomía, si le daba tregua
a William, no podía darles tregua a sus pensamientos, y así a la inversa.
En ese balance, su esposo llevaba las de perder.
El asunto del prestamista había ocupado un segundo plano, los lores
habían asumido el compromiso de la deuda, el pago total se haría efectivo
en unas semanas. Tal acto de piedad traía sus pormenores, las ganancias
del condado irían a la cuenta bancaria directa de la cámara, y la mayor
concesión que le habían otorgado a Witthall era la nulidad de intereses. La
completa ruina todavía no estaba descartada, sin embargo, ya había dejado
de ser el único resultado posible.
Si eso fuese todo, Vanessa no tendría que desgarrar sus cuerdas
vocales clamando por su marido cada vez que se hallaba ante una situación
apremiante. Ya se había habituado al hecho de levantar una alfombra y
hallar debajo de ella a un empleado, hacer a un lado una cortina, y que se
develara otro empleado, así de inaudito era el asunto; solo dos personas
vivían en la mansión Dorset, el otro centenar de habitantes correspondía a
la servidumbre. ¿Estaba en desacuerdo? Ni hacía falta hacer mención. ¿Lo
aceptaba? No tenía alternativa, había hecho una promesa y la cumpliría,
así como él respetaba su parte del trato. Aceptaba todo... pero tenía un
límite, y un cordero corriendo por el pasillo principal lo traspasaba. ¡Eso
era otro cantar!
—¡Meredith, no lo dejes ingresar a la biblioteca! —le gritó a la
doncella que se encontraba del otro lado del corredor.
—Sí, milady.
Las dos corrían detrás del pequeño animal que parecía un niño
dispuesto a enloquecerlas con sus travesuras. Es más, acababa de burlarse
de ellas cambiando de recorrido, ya no iba en dirección a la biblioteca,
sino al salón de baile.
—¡Señor Atwood, es todo suyo! —El lejano balido del animal se
alzó con un confirmado triunfo. Desde donde se encontraba no podía ver lo
ocurrido, sin importar la certificación visual, sonrió—. ¿Lo tiene, señor
Atwood? —Silencio rotundo—. ¿Señor Atwood?
El pequeño diablo blanco de cuatro patas atravesó el corredor una
vez más, Atwood lo seguía por detrás rengueando.
—No se preocupe, milady... ya será mío —masculló cuando pasó
junto a ella.
El cordero se encontró con su primer obstáculo, el gran ventanal
cerrado que se comunicaba a los jardines. Frenó antes de impactar contra
el cristal, resbaló, y al hacerlo, enredó sus pezuñas en el cortinado. El
terror poseyó al animal, se retorció hasta liberarse, golpeó con una de las
patas una pequeña mesa de exhibición, y el jarrón que cumplía su función
decorativa sobre el mueble cayó al piso. Atwood, con una destreza
inconcebible para su edad —debía de rondar los cincuenta años— se lanzó
a la captura aérea de la pieza de porcelana.
Pobre hombre, no lo logró. No solo el jarrón se estampó contra el
piso, también lo hizo su rostro y todo su cuerpo. Vanessa y Meridith
compartieron un gemido de dolor.
—No se preocupe, milady, ya será mío —repitió Atwood sin
moverse—, en cuanto descanse unos segundos, será mío.
***
Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Ese era el lema por el que
Vanessa se rigió en los días siguientes con un éxito bastante aceptable.
Como no podía echar a los animales al único y destartalado corral
que tenía el condado de Dorset, decidió que al menos se llevaría a cabo la
tarea bajo el techo de la casa, pero con todas las normas de higiene
posibles. El gran problema: que día a día se encariñaba con esos animales
que debieron ser comida y pasaron a ser mascotas.
El segundo punto en el que Vanessa logró imponerse fue en el orden
del centenar de sirvientes y empleados. Cansada de intentar entender cómo
se habían manejado hasta el momento, diseñó su propio sistema de tareas
y asignaciones, el cual colgó en una vieja pizarra que supo ser de William
cuando tenía institutrices, y allí designó fechas, horas y actividades. Por
supuesto que no salía todo a la perfección, la mayoría de los empleados no
sabían leer y si hubiera tenido un segundo para algo más que no fuera
detener la catástrofe, hubiese dedicado un par de horas al día para enseñar.
—Oh, Amy, si supieras… tú tampoco necesitabas viajar a América,
aquí podrías dictar clases como una maestra. —Descartó de inmediato el
segundo de nostalgia y regresó a la vorágine que le consumía dieciséis
horas al día.
De modo que la única lección impartida fue la de reconocer sus
nombres en la pizarra, luego de eso, más o menos cada uno podía adivinar
qué tarea les correspondía.
En última instancia, se había abocado a la refacción de la casa. Nada
de diseño o buen gusto, con que no se les lloviera el techo y no se
generaran corrientes heladas en el invierno bastaría.
Tenía una ventaja a su favor: la biblioteca. La gran biblioteca de
Dorset era un tesoro, nada tenía que envidiar a la de Johnson o a la de
Cleveland. Allí, colgada de los estantes, halló lo que buscaba.
—¡Eureka!
Meridith y Hirsch la observaron con asombro, confirmando lo
evidente: la nueva Lady había caído en el embrujo de locura que tocaba al
condado.
Allí, con el cuerpo pendiendo de la escalera de la biblioteca, con las
faldas llenas de polvo, el cabello en una trenza que le llegaba a mitad de la
espalda y una camisa que ya no era blanca, sonreía de modo demencial.
—¿Milady? —se atrevió a preguntar Meridith.
—¡Carpintería! —Vanessa descendió de la escalera en un salto que
no le hizo doler, pues la moda lejos quedaba de Dorset. Lady Witthall se
había rendido a vestir como campesina, con zapatos cómodos, faldas
amplias y ropajes que no dieran pena cuando no sirvieran ni para trapos.
—Pero… ninguno de nosotros es carpintero —musitó Hirsch.
—Para eso están los libros, mi querido señor Hirsch —Era el día
libre de Atwood según las indicaciones de la pizarra—. Para eso están…
¡Vamos!, aprendamos juntos cómo arreglar esa viga antes de que se nos
caiga en la cabeza. ¿Will… el conde?
—El conde se encuentra con las ovejas, comentó algo sobre
arriarlas.
No le sorprendía. Se habituaba a las andanzas de su marido, tanto
que ella se había convertido en una aliada. ¿Acaso no planeaba arreglar
una viga con sus propias manos? Bueno, quizá no «con sus manos», pero sí
guiaría las de Hirsch según las instrucciones de «Manual de carpintería
industrial de Cosme Dylanson».
Salieron de allí hacia el pasillo, donde los cientos de sirvientes
llevaban a cabo sus nuevas asignaciones. Giddeon estaba feliz con el
cambio, pues le tocaba cambiar el heno de los animales, y aunque la tarea
podía ser asquerosa a veces, le permitía estar cerca de ellos y jugar un
poco. Él quería ser jefe de cuadras, pero ya había seis.
—Bueno, señor Hirsch —empezó Vanessa—, lo primero que
debemos hacer es cortar la parte podrida de la viga. Sube aquí —Señaló un
banco de metal que parecía lo suficientemente firme como para sostener el
cuerpo del hombre—, y con el hacha corta allí y allí… con cuidado de que
no se te caiga en la cabeza. Llamaremos a… —Los nombres aún le eran
esquivos. Meredith se encargó de salir al rescate.
—Ernest… Ernest está libre hasta las cuatro.
—Bien, gracias, Meredith. Ve a buscarlo…
A los pocos minutos, Ernest y Hirsch hachaban una vieja viga para
poder reemplazarla.
—Luego, según esto —explicó la condesa—, necesitamos unir con
la madera nueva. —Indicó con el mentón el leño que esperaba contra la
pared—. Necesitamos clavos… —Meredith asintió contabilizando los
materiales—, martillo y cola.
—Falta cola —se lamentó la mujer.
—Oh, pero la cola es muy fácil de hacer. Ustedes sigan aquí, iré a
hablar con Garret para que me ayude a prepararla.
La joven salió disparada, ansiosa por terminar con su primer
experimento de carpintería. Le agradaba, si bien siempre se había
dedicado al estudio de filosofía, política e historia, las tareas prácticas la
enriquecían para ver el mundo de manera simple y sencilla, como era la
vida en realidad. Todas esas personas que dependían de ella se encontraban
a merced de la suerte del condado por la simple razón de que nadie los
había educado. Los mantuvieron ignorantes para que dependieran de un
hombre culto, y ahora que ese hombre culto no podía proveerles una vida a
cambio de sus servicios, quedaban desamparados.
No quiso detenerse en el sentimiento que le provocaba saber que
William no se había desentendido como hicieran tantos otros antes de él.
Como ella misma había pensado en hacer ni bien puso un pie en el
condado. Esos hombres y mujeres dependían de ella, y no les fallaría.
Encontraría el modo, se dijo, y la demencial esperanza que embargaba a su
marido se le contagió, haciéndola sonreír.
—Garret, harina, agua, un cuenco viejo… ¡haremos cola! —exclamó
feliz como una niña.
En medio del proceso de fabricación, se percataron de que
necesitaban algo para revolver y luego aplicar. Debía ser desechable, y por
desgracia, todo allí servía y mucho. No se podían dar el gusto de
desperdiciar ni un cucharón.
—Iré al altillo a ver qué encuentro que nos sea de utilidad. Tú deja
ese mejunje aquí hasta mi regreso —ordenó.
Su cuerpo se movía con energía inagotable. Atrás habían quedado
los días en que su anatomía no respondía producto de la vida calma de
estudio. Notaba los cambios que su nueva condición marcaba en ella,
brazos firmes, piernas torneadas y un vientre plano que parecía no tener
fondo por la cantidad de alimentos que ingería. Por las noches, por
fortuna, caía en un profundo sueño que le permitía no pensar en el deseo
que William le despertaba, ni en que cada vez era más frecuente que se
acurrucara junto a él buscando su respiración y su calor.
Avanzó por los corredores, los veía con cierto encanto pese al
deterioro. La mansión supo ser hermosa antaño, y Vanessa deseaba poder
devolverle el esplendor. Pero antes… antes los empleados, antes las
familias que dependían de ellos, los campos que tenían que ser redituables,
las inversiones, el progreso. Demasiadas cosas que pese a todo no le
quitaban las ganas de soñar. Ya era toda una Witthall.
Solo una cosa restaba para que eso fuera cierto al cien por cien: la
consumación. Un asunto que posponía con excusas como el cansancio, los
nervios y la falta de tiempo. La realidad era que, al igual que el primer
beso, no sabía cómo abordar el tema. No sabía nada del asunto, y para su
total bochorno, lo poco que aparecía en los libros no era de ayuda. O era de
demasiada ayuda, caviló al recordar el tomo ilustrado hallado en los
estantes de la biblioteca de Dorset. Sus mejillas ardieron por completo.
¡Maldito saber teórico que invita a la práctica!, maldijo mentalmente
mientras las imágenes con sus respectivas explicaciones se dibujaban de
manera difusa en su cabeza con dos actores por demás de conocidos:
William y ella.
Llegó al fin a las puertas del altillo. Sin pensar demasiado, porque su
traicionera mente se enfocaba en el cuerpo de su esposo desnudo, sudado,
musculoso y con la piel brillante, se dio de lleno con la madera que no
cedía. Exclamó un ahogado «auch» mientras se frotaba el hombro. Era la
primera vez que encontraba algo cerrado en esa casa. Nada estaba vedado
allí, ni para los sirvientes, ni para los animales. Webb era una prueba de
eso, recordó con una sonrisa.
—¡Witthall! —lo llamó para no perder la costumbre. Luego recordó
que estaba en mitad del campo. ¿Cómo se llamaba el ama de llave de
turno?, Lisa, Louisa, Lena, Lara… No, no lo recordaba.
Sin detenerse a pensar en los motivos de que la puerta estuviera
cerrada, se dispuso a abrirla con la ayuda de lo que tuviera a mano. Luego
se preocuparía por explicarle a William el motivo y hallar al ama de llaves
de turno para que volviera a cerrar. Era prioridad hacer la cola para
terminar de arreglar la viga y poder empezar con las refacciones del techo.
—Una cosa a la vez —se recordó mientras movía una horquilla
dentro de la cerradura—, un paso pequeño, obstáculo por obstáculo. Y
ahora es el altillo… —Dos movimientos más, y listo. Vanessa se aplaudió
por su nueva habilidad adquirida, pues no había día que no aprendiera algo
junto a William.
Sin embargo, la euforia se esfumó de un plumazo cuando sus ojos se
habituaron al paisaje ante ellos. El altillo no era tal, sino un improvisado
estudio de arte… de un magnífico arte. Unos cincuenta cuadros
impresionantes, uno más bello que el otro. Colores, vida y sentimientos
atrapado en los lienzos.
Quien quiera que los hubiera hecho era el artista más talentoso que
ella hubiese conocido jamás, y las sospechas le arrojaban un nombre, un
hombre, una única persona capaz de convertir todo en arte… William
Witthall.
Avanzó a paso lento, a sabiendas de que, sin proponérselo, se
adentraba en terrenos íntimos. Allí, su esposo era más él que en cualquier
otro lugar, no era el conde, no era el loco, era tan solo William. Con su
horquilla, sabía que no solo se abría paso al estudio sin ser invitada, sino
también al corazón de su marido, a ese lugar en el que se negaba a entrar
por miedo, por el miedo a salir herida como en el pasado y por el pavor de
que el efecto Witthall terminara por cambiarla por completo, por hacer de
ella la verdadera Vanessa Cleveland, la mujer que no se atrevía a ser y se
escondía en los libros y en los estudios.
Entre todas las pinturas, una pareció llamarla, invitarla a la
contemplación. Se acercó, y la impactó. Era ella, era más ella que la
imagen que le devolvía el espejo cada mañana, porque era Vanessa a través
de los ojos de él. Se encontraba en un bosque, parecía el de los Thomson
solo que la rodeaba la niebla. Su mirada era triste, transmitía tanta pena
que sin darse cuenta los ojos se le anegaron. Parecía mirar el paisaje sin
ver, pero lo más curioso de ese cuadro era que pese a eso, brillaba, Vanessa
era el único toque de color entre la niebla.
Cuando pudo romper con el hechizo, observó la fecha, databa de
unas semanas después del encuentro en Sameville, y efectivamente lo
firmaba WW. Lo volteó, detrás, el título de la obra le anudó la garganta:
«La ninfa de los duendes».
Otros lienzos la volvían a mostrar, no era el único. «Filosofía» era
uno en que se la veía amando el saber, con un libro en manos bajo la tenue
luz de una vela. En cada pintura se exponían dos cosas con demasiada
fuerza, la tristeza de Vanessa, el dolor que ella cargaba, y el amor de
William al verla, el modo en que siempre, a como diera lugar, la
iluminaba. Con un resplandor, con un rayo de sol, con un trueno, una vela,
una fogata. Cerca de diez cuadros la tenían de musa.
Vanessa tomó el palo que usaba su esposo para diluir la pintura y
dejó el lugar. Tenía lo que buscaba, arreglaría la viga…
Entonces, ¿por qué demonios no podía dejar de llorar?
***
El condado de Dorset era una realidad aparte, los días rompían su lazo con
el tiempo, transcurrían sin necesidad de ser marcados por las manecillas
de un reloj; para lo único que servía el calendario era para el cronograma
de organización de labores semanal, nada más. La llegada de la primera
helada fue lo que puso en alerta a Vanessa de las fechas actuales. Las
festividades golpeaban a la puerta para recordarle que la vida junto a su
esposo en la calidez del hogar —metáfora utilizada para exponer la
relación creciente entre ellos, porque demás estaba decir que el frío del
infierno se colaba por cada hueco de la mansión convirtiéndola en un
palacio de hielo— debía ser puesta en pausa. Por supuesto que estaba
deseosa de encontrarse con sus amistades, ansiaba ver cuánto había
crecido Nala y el vientre de Miranda. También quería comprobar con sus
propios ojos el estado de Henriet, la mujer confesaba en sus cartas estar en
perfectas condiciones de salud, lo dudaba, tenía espías en Londres que le
decían lo contrario. Por sobre esto, otra responsabilidad se elevaba,
cumplir su nuevo rol junto a William, y no era por simple exposición
social, ni camaradería, sino por imperiosa necesidad, debían exhibir la
imagen perfecta, demostrar que el condado finalmente se recuperaba para
iniciar una nueva y provechosa etapa. Ni mención hacer que, en breve,
debería pujar por obtener el mejor precio por sus semillas y el ganado en
el mercado. El desprestigio era un manto que cubría a Dorset desde hacía
más de una década, y extirpar ese concepto sería la labor más difícil de
todas.
No tenían alternativa, debían atravesar los muros del exilio que
habían construido por propio deseo. Amaban ese exilio, ahí el trabajo era
duro, y te llevaba a la cama a última hora del día con el sueño colgando de
las pestañas. En Dorset, el olor a pan recién horneado te levantaba mucho
antes de que el sol se dignase a aparecer. En ese lugar, la vida de la
nobleza formaba parte de un cuento de hadas, porque en Dorset no existían
condesas aburridas ni condes ociosos, no, existían mujeres y hombres
dispuestos a trabajar de sol a sombra con una sonrisa en los labios.
Pero esa historia, la real, no debía contarse, quedaba como un dulce
secreto compartido puertas adentro. Fuera, la pantomima debía ser
representada. William Witthall era un experto interpretando papeles, y se
había asegurado de unirse en matrimonio con una mujer poseedora de la
misma maravillosa habilidad.
El regreso a Londres fue lo opuesto a su partida, el silencio había
sido desterrado entre ellos, siempre existía un tópico de conversación,
cuando la administración del condado quedaba en segundo plano, era
suplantada por debates socio-culturales, por lecturas compartidas en voz
alta o por los divagues trascendentales de William.
***
***
Los Thomson volvían a abrir las puertas de su mansión para darle la
bienvenida a las amistades, y a las no tan amistades. Como siempre, los
eventos del matrimonio convocaban a la nobleza y a los miembros más
adinerados de la ciudad. No se hacía distinción por nadie en particular,
todos eran recibidos en pos de una velada que daría que hablar por
semanas. Una pareja en particular se robó todos los comentarios de la
noche: Lord y Lady Webb. Casi le ganaban en radiantes a Vanessa y
William, y eso no hubiera sido de importancia para la bostoniana si no
tuviera como fin que todos los nobles de la fiesta le robaran empleados.
¿Qué bello tocado?, halagaba una, y allí la reciente lady Witthall
aprovechaba para hablar de una de sus doncellas y simular que lo peor que
podían hacerle era robársela. ¡Oh, qué haría yo sin ella! Empezaba a
sacarle provecho a uno de los rasgos más odiosos de la sociedad británica:
la envidia. Ella era incapaz de tal sentimiento, lo que Emily le provocaba
era malestar. ¡Le estaba arruinando el plan de ser radiante!, si hasta había
vuelto a usar su vestido color crema con piel, ese que solo le traía
recuerdos de la ausencia de miradas de William la noche de la propuesta.
Al menos, en esa ocasión, los ojos de su marido sí se fijaban en ella, y
pese a las bajas temperaturas, se debía abanicar para disimular sus
mejillas ardidas. En cambio, Emily llevaba uno azul noche, combinado
con pequeños diamantes que destellaban a la luz de las velas. Ahora que
era lady y una mujer casada, los colores oscuros estaban permitidos, al
igual que un poco de ostentación. Lo que daría Vanessa por esos
diamantes, los vendería y techaría el ala oeste. Fantaseaba despierta con
tejas… tejas rojas, tejas que cubrieran las goteras, oh, bellas tejas más
lindas que los diamantes.
—Hemos comprobado que tu capacidad para generar murmuraciones
no ha mermado ¡Felicitaciones, Lady Webb! —Vanessa dio el primer paso,
dejando de lado sus cotizaciones mentales sobre el presupuesto que la
californiana llevaba encima.
Emily la correspondió con el segundo paso. El reencuentro no era
reencuentro sin esos falsos roces.
—Y tu capacidad para ser odiosa, tampoco... Vanessa —respondió
Emily.
La californiana no se aferraba a sus raíces, al diablo el protocolo, no
saldría de sus labios un «Lady Witthall».
—Eso podría discutirse. —Cameron aportó su opinión, la joven de
Virginia conocía ambos lados de la bostoniana: el oscuro y el luminoso.
Este último ganaba siempre.
—¿Desde cuándo sales en su defensa?
Cameron pensó su respuesta. No era fácil encontrar ese punto de
quiebre en su pensamiento.
—Desde que se convirtió en esposa —mintió, la amistad entre ellas
y la mutua reciprocidad habían nacido tiempo atrás.
—Esposa... —repitió Emily—. Jamás pensé que esa palabra
combinaría con Vanessa.
—Nadie lo pensó, de eso puedes estar segura. —Vanessa tenía la
grandilocuente capacidad para bromear consigo misma.
—Si les soy sincera, crucé el océano solo para conocer al hombre
desquiciado, víctima de la desesperación, dispuesto a casarse con Vanessa
Cleveland.
Cameron fingió ofensa.
—También por la pequeña Nala —agregó de inmediato. El
matrimonio Webb había traído un sinfín de regalos para la bebé, y eso
dejaba implícito el afecto hacia la niña—. Pero debía comprobarlo con mis
propios ojos...
Las tres se hallaban tomando un descanso junto a la salida a los
jardines, el invierno golpeaba fuerte en la intemperie, pero ahí dentro, ante
el intenso calor que desprendían los cuerpos, no era suficiente. Al otro
lado del salón se encontraba William, junto a Sir Johnson, Arthur Sutcliff
y Colin Webb. Platicaban con notorio esmero, gesticulaban y reían en
partes iguales.
—¿Y qué te dicen tus ojos ahora? —indagó Cameron.
—¡Que debí imaginarlo! Estuvo frente a nuestras narices y no lo
vimos. ¿Cómo no lo vimos, Cameron?
Vanessa hizo uso del abanico para ocultar su sonrisa de satisfacción,
y también, para qué negarlo, disfrutar de su marido con mirada indiscreta.
—No lo sé, creo que yo estaba pendiente de mi embarazo, de Sean...
¡De James Seward! —recordó y la acidez le subió por la garganta.
—Y yo de Colin... —Emily hizo una pausa adrede—, y también de
Colin... y si no me equivoco, sí, más Colin. —Eso tenían en común con la
bostoniana, la capacidad de burlarse de sí mismas.
—Te estás olvidando de Lady Anne —intervino Vanessa.
¡Esa maldita arpía de cuerpo perfecto y cabello moreno! Era
imposible de olvidar por todas ellas.
—¿Qué habrá sido de ella? —La intriga invadió a Emily.
—Yo no la he vuelto a ver... —comentó Cameron.
—Nadie la ha vuelto a ver, según mis fuentes, partió rumbo a
Escocia con su hermana... —Tenía el nombre en la punta de sus labios—.
Su hermana...
—Thelma. —Emily le quitó la duda.
—¡Esa misma! Pobre muchacha... ¡Escocia! —A Vanessa le hubiese
gustado hacer lo mismo que hacía con las americanas, un par de bofetadas
a fuerza de comentarios sarcásticos para hacerla entrar en razones y que
reconociera que tenía el control de su vida. Tarde, no pudo. Esperaba que
el destino fuese piadoso con ella.
Emily suspiró, el lugar de Thelma era otro, al otro lado del océano,
en los brazos de su hermano. Guardó silencio, esa era una historia que no
le correspondía contar.
—Como sea... —continuó Cameron—, William Witthall pasó
desapercibido para nosotras.
Vanessa sonrió, no había pasado desapercibido para ella, no desde
aquel beso junto a la laguna artificial de Lady Thomson. El sabor a
sentimiento inesperado inundó su boca. Podía con las sensaciones de su
cuerpo, tenía la respuesta para eso, era ciencia, era química. Los cuerpos,
por propia naturaleza, se convocaban, reaccionaban. En lo referido al
corazón, el suyo en particular era un territorio inexplorado en términos
teóricos y prácticos...
—Es solo un matrimonio, uno conveniente, eso es todo. No hubo
señales previas, ni mariposas revoloteando en mi estómago. —Lo dijo
para convencerse, era afecto, compañerismo.
—Si tú lo dices. —Emily no creía ni una sola palabra.
El centro del salón se llenó de parejas dispuestas al primer baile,
William atravesó los cuerpos dispuesto a ir por ella.
—Lo digo... —afirmó sin poder quitar los ojos de su marido.
—Pues deberíamos confirmarlo con él —sentenció Emily al
comprobar que el conde iba por su condesa.
Cameron y Emily se miraron con entusiasmo, nunca, en todo el
tiempo juntas, habían visto bailar a Vanessa. Solo el demente de su esposo
podía arriesgarse a esa locura.
—Lady Webb... Señora Walsh.
La sonrisa del demente las eclipsó, apenas pudieron responder,
parecían niñas que acababan de enamorarse por primera vez.
—Lady Witthall, sería tan amable de bailar conmigo.
—¿Tengo alternativa? —masculló por lo bajo.
Vanessa Cleveland no bailaba. ¡Diablos, ya no era Cleveland!
Pequeño detalle.
Él murmuró a su oído:
—Conmigo siempre las tienes...
Era libre, todo lo libre que se podía ser en una sociedad rígida y
frívola como en la que vivían, William, a su manera, le había devuelto las
alas.
Extendió su mano a él. Un baile, solo era un baile.
Fue mucho más. El mundo lo supo, lo presenció. La mentira de ese
matrimonio era la más hermosa y pura de las verdades.
Y Vanessa... a su tiempo, lo descubriría también.
***
***
***
***
***
***
***
El retorno de Philip fue un acontecimiento esperado para todos,
menos para él. No entendía el motivo de tanto alboroto, si hasta los
sirvientes se hallaban en un estado de extraño frenetismo. ¿Qué ocurría?
¿Acaso su madre...?
No, Henriet estaba ahí, en el sillón del salón principal a su espera, y
no estaba sola.
¿William? ¿Qué estaba haciendo ahí Witthall?
El nombre lógico resonó en su cabeza: Vanessa. Fue rápido para
pensar lo peor.
—Madre... William... ¿Dónde se encuentra Vanessa? —Una punzada
en su corazón acompañó a la pregunta.
—Aquí... aquí estoy. —La voz de Vanessa lo sorprendió a sus
espaldas. Philip giró para enfrentarla—. Y esa respuesta nos lleva a otra
pregunta: ¿Por qué estoy aquí?
—William, ¿qué has hecho? —gruñó entre dientes enfadado.
—Hice lo que dije que haría, le di tiempo, y usted no supo
aprovecharlo.
Henriet se mantenía firme junto a Witthall, estaba harta de la
mentira, quería la verdad, deseaba abrazar a su nieta.
Vanessa no se arriesgaba a suposiciones, las tenía, por supuesto que
sí, contaba con la inteligencia que se requería para unir las piezas del
rompecabezas, y si no lo había hecho hasta ese momento, era porque no se
había sentido preparada. William cumplió con esa labor, como un paciente
maestro, le enseñó la más difícil de las lecciones: abrir su corazón,
sentirlo, oírlo.
Aceptar que las personas que debieron amarla no lo hicieron, dolía
demasiado.
En su corazón, Vanessa ya sabía la verdad, solo necesitaba oírla de
él.
—Mi cabeza lleva días viajando al pasado, no pude evitarlo...
William, con ese secreto inconfesable que no le pertenecía, me obligó a
ese inesperado paseo. —Avanzó hacia el interior del salón pasando junto a
él. Quería hacer partícipes a Henriet y a William de ese enfrentamiento, o
tal vez... tal vez los necesitaba ahí para sentirse menos débil y más amada
—. ¿Sabe con qué me encontré en ese recorrido, Sir Johnson? ¡A usted y a
mi padre! A usted y a mi padre en una amistad que de amistad no tenía ni
un ápice. Lo que me hizo pensar, ¿por qué mi padre elegiría como mi tutor
a un hombre que detesta? —Philip se mantuvo inmutable, no iba a
responder, y la furia de Vanessa, contenida por años, rompió la primera de
sus cadenas—. Sir Johnson, esa pregunta fue dirigida a usted, no al aire...
Silencio, más silencio. William quería golpearlo, y Henriet también,
con su bastón. La anciana mujer mantuvo a raya sus deseos de violencia y
tomó partido ante el asunto. Abandonó el sillón, fue hasta Vanessa y se
enfrentó a su hijo. Dos contra uno. Nada bueno saldría como resultado.
—Si no respondes tú, lo haré yo...
Era el fin para Sir Johnson, pagaría por sus errores.
—¿Por qué mi padre elegiría como mi tutor a un hombre que
detesta, Sir Johnson? —repitió con el primer matiz de furia en la voz—.
¡¿Por qué?! —gritó cansada del silencio del hombre.
—¡Porque amaba a tu madre, y tu madre me amaba a mí! —Se
derrumbó ahí mismo, dejándose caer en el sillón cercano—. ¡Le pedí que
se hiciera a un lado, pero no… todo era una maldita competencia con él!
—¿Y yo, qué papel jugué en esa competencia?
—El dinero Cleveland pudo más que el apellido Johnson, la
obligaron a casarse con él...
Vueltas y más vueltas como un condenado carrusel. Vanessa no lo
permitiría.
—Sinceramente, la historia de amor entre mi madre y usted me tiene
sin cuidado, Sir Johnson.
—Pues debería, porque todo se reduce a eso... —Se incorporó para
enfrentarla de nuevo—. ¡La vida de los Cleveland siempre ha sido una
gran mentira, la construcción perfecta de una realidad ficticia que se
presume de puertas para afuera!
Ella era una Cleveland, así la habían criado, como un becerro recién
nacido se había alimentado de esa influencia paterna. Reconocer que
estaba en lo cierto fue la bofetada final para Vanessa.
—Fueron el perfecto matrimonio —Philip se arrancaba el pasado de
la piel, escupía el veneno atragantado por años—, a pesar del desprecio y
la manipulación que se escondía debajo de las sábanas, y cuando esa
imagen de perfección se vio atacada, él... él recurrió a mí, valiéndose del
sentimiento que albergaba por tu madre.
El relato daba un giro demasiado veloz. William se incorporó de un
salto, había hecho hipótesis, pero ninguna había bordado el límite de la
complicidad.
—¡Philip! —Henriet le puso un alto a su hijo, las palabras
inadecuadas romperían más de un corazón.
—¿Eres mi padre? —Era justo demandar esa respuesta.
—Sí...
—¿Siempre lo supiste? —Se había prometido no llorar. Fue en busca
de la mirada de su esposo para tolerar la respuesta.
—Sí —confesó Johnson sintiéndose tan miserable como libre.
Rompió su promesa, y la primera de muchas lágrimas se escapó de
sus ojos.
—Mi padre... ¿él, lo sa…?
—Sí, Robert lo sabía, por supuesto que lo sabía... no había intimidad
entre ellos, nunca la hubo. Robert... Robert no podía, tenía un
inconveniente...
Ciertos detalles no valían la pena ser oídos, porque no compensaban
ni justificaban nada, solo ponía sobre la mesa la retorcida historia que la
había condenado.
—No, no quiero saberlo.
—Caí en su juego, y le di lo que necesitaba, una familia que
mantuviera las apariencias...
La furia desatada tomó control del cuerpo de Vanessa, lo abofeteó.
El impacto de su mano en el rostro resonó por todo el ambiente.
—Es agradable conocer mi origen, algunos nacen fruto del amor,
otros de la infidelidad... yo nací fruto de las apariencias. ¡Eso sí que debe
ser una novedad!
—¡Vanessa, niña! —La mano de Henriet fue en busca de la suya, y
Vanessa, contrario a rechazarla, se aferró a ella.
—Cuando naciste intenté hacerlo entrar en razones, me marcharía de
ahí contigo y tu madre... sabía que deseaba un heredero.
—¡Por supuesto que deseaba un heredero que luciera el apellido
Cleveland! —Ese era el estigma con el que Vanessa cargaba. Nunca había
sido suficiente, sin importar el esfuerzo—. ¡Y tú, Johnson, fallaste en la
única tarea que se te encomendó engendrando una condenada niña! ¡Una
inservible niña!
William fue hasta ella, la tomó de la cintura. Era un huracán, lo
sentía, tendrían que contenerla para que no generara múltiples destrozos.
—¡No, no… no digas eso! Tú fuiste y eres más de lo que esperaba,
más de lo que deseaba, por eso...
—¡Por eso me odió y despreció toda mi vida!
—Sí, te odió y despreció por ser mejor que él, mi niña.
—¡No, tú no tienes permitido llamarme así! —Quiso abofetearlo de
nuevo. William la contuvo—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste dejarme a
su merced sabiendo que lo único que obtendría a cambio sería puro
desdén?
Comprendía la naturaleza de los matrimonios y las malditas normas
sociales, huir con su madre no hubiese sido una alternativa, la condena
social hubiese sido brutal, en especial para su madre, pero una vez
fallecida...
—Y esa es la parte de historia que todos queremos oír, Philip. —Era
su hijo, lo amaba, y sus errores también pesaban en su espalda. Henriet
también quería ser libre de amar a su nieta sin culpa, sin fragmentos
silenciados—. ¿Por qué? Su lugar era aquí...
Podía suavizar sus palabras, inclusive mentir.
No, ya la había dañado demasiado.
—Amé a Elizabeth... pero con ella solo tuve momentos, nada más
que momentos. Nunca fui un esposo, y ser padre era una tarea que no sabía
cómo afrontar. Fui lo único que pude ser para ti...
—Mi tutor... —murmuró Vanessa, víctima del más profundo dolor.
¿Cómo amar? ¿Cómo creer en el amor? Si aquellos que deberían de
haberte amado no lo hicieron. Un padre que la detestaba al ser consciente
de sus orígenes, y otro, un cobarde que no estuvo dispuesto a asumir su
rol. Entre medio de ellos, una mujer débil de carácter, de deseos, de
sueños, que se rindió a una vida orquestada por otros. Una mujer que
murió de la misma manera que vivió, sola. ¿Debía de sentir pena por su
madre? En otro tiempo, uno no muy lejano, la respuesta hubiese sido «no».
En ese presente, uno junto a William, la respuesta era lo opuesto. Ahora lo
comprendía, una vida sin amor no era vida en lo absoluto. La historia de
amor que Philip le había narrado era tan solo un espejismo, eso no había
sido amor, no podía serlo. El amor rompe barreras, es paciente, se hace
fuerte; el amor no abandona, se queda ahí, haciendo compañía en silencio.
—¿Y ahora, Sir Johnson? ¿Ahora qué puede ser?
Robert Cleveland la había desterrado, y no por sus errores, sino por
los de ellos.
—Lo que quieras, estoy aquí para ti.
—Supongo que mi padr... —se corrigió, extirparlo de ella sería
difícil y doloroso, demasiados recuerdos. Amargos recuerdos—, que
Robert no le ha dejado otra alternativa, ¿verdad?
—Vanessa, he velado por ti y tu bienestar todos estos años... tenerte
aquí, conmigo, fue lo mejor que me ha sucedido.
El sarcasmo afloró en ella. No le creía ni una sola palabra.
—¡Me lo imagino! Tan grata y anhelada le ha resultado la
experiencia que, en cuanto pudo, le concedió mi mano a este desquiciado...
—Los ojos de William la observaron de soslayo, al tiempo que sus dedos
se hundían en su cintura a modo de suave reprimenda. Vanessa se permitió
sonreír, él era lo mejor que le había sucedido—. Dulce desquiciado.
La sombra de una sonrisa decoró el rostro de William.
—No es lo que piensas. —Philip quiso justificar su decisión—.
William se presentó ante mí y yo lo vi como una oportunidad...
—Sir Johnson —Witthall finalmente habló—, sus palabras solo
arrojan más tierra al pozo, yo que usted meditaría antes de utilizarlas.
Philip comenzó a sentir el frío del acero en la garganta, tenía los
minutos contados, la guillotina le rebanaría el cogote sin piedad.
—Necesitaba tiempo —continuó—, estabas encaprichada en desafiar
a Robert, no te quería de regreso, y yo, yo no sabía cómo explicarte que él
había decidido romper ese falso lazo entre ustedes.
—¡Y prefirió dejarme creer que el enfado de mi padre hacia mi
comportamiento era la razón de todo!
—Sí, bueno... no… ocurrió todo muy de repente, y luego, para
sorpresa de todos, aceptaste a Witthall. —Hizo una pausa, William estaba
en lo cierto, tenía que meditar sus palabras. Respiró y exhaló—. Lo siento,
fui egoísta, acepté que William te cortejara porque no quería perderte...
—No se puede perder lo que nunca se ha tenido, Sir Johnson.
Esa había sido la prerrogativa de la vida para Vanessa.
El perdón no estaba hecho para todos, debía ganarse, y muy pocos
tenían el valor para ir en su conquista. El tiempo expondría la verdadera
naturaleza de Johnson; mientras tanto, debía juntar los fragmentos de una
historia que no le pertenecía para enterrarla bien en lo profundo. Robert
Cleveland nunca demostró afecto alguno, y esa ausencia de cariño tenía
una justificación. El error de Vanessa fue su deseo de sobresalir, brillar
para que él la viera, para que él recordara que existía. Ni siendo la perfecta
hija sumisa lo hubiese conseguido. Fue solo un accesorio, uno socialmente
necesario, y cuando se convirtió en una molestia, se deshizo de él.
Debía de reconocer que el temple de Cleveland la seguía
sorprendiendo, la confesión hubiese sido una perfecta estocada. Existieron
un sinfín de episodios de furia repentinos, ideales para rasgar el velo de la
verdad: «No eres mi hija». No lo hizo, y por eso no le pagaría con la
misma moneda. No habría odio y desprecio, solo olvido, porque esa era la
peor venganza que podía llevar a cabo, olvidarlo en el sentido puro de la
palabra. No era una Cleveland, y jamás sería una Johnson, era tarde para
serlo. Entonces, ¿qué le quedaba?
—¿Quién soy ahora, William? —preguntó una vez a solas.
Huir, esa había sido su primera reacción. ¿Dónde irían? Rentar una
casa por unos días era un lujo que no podían permitirse. ¿Amistades? No
estaba preparada para compartir su nueva historia. Quería huir. O tal vez
no, y se convencía con esas excusas para no abandonar la casa Johnson.
—Eres Vanessa... simplemente Vanessa. —La tenía entre sus brazos,
no la soltaría jamás, se lo había prometido.
—¿Será suficiente?
¿Dónde albergamos nuestra verdadera identidad? ¿Quiénes somos?
¿Somos lo que pretendieron hacer de nosotros o somos la consecuencia de
ese fracaso? ¿Somos el resultado de nuestra rebeldía? ¿o el resultado de la
absoluta sumisión? ¿Quiénes somos en realidad?
—No puedo darte esa respuesta, tú debes hallarla.
—Si no puedes darme la respuesta, dame tu experiencia...
—¿Mi experiencia siendo William? —Deseaba alejarla de la
tristeza, comenzaba a extrañar su sonrisa—. ¡Oh, ha sido, y es una
maravillosa experiencia! Witthall fue solo un elemento decorativo estos
últimos años, libre de obligaciones y decepciones.
—¿Fue?
—Sí, fue... hasta que llegaste tú y tus: ¡Witthall! —imitó sus gritos
—. Ahí cobró otro significado.
Lo consiguió, Vanessa sonrió. Se giró en sus brazos, deseaba mirarlo
a los ojos.
—¿Cuándo te diste cuenta de... de esta verdad?
—La última vez que estuvimos aquí, los ojos de Johnson brillaban
con una extraña combinación cada vez que te miraba —El ceño de Vanessa
se frunció con tanto esmero que sus cejas se rozaron—. Orgullo y amor...
—finalizó.
Ella resopló, la dulce incredulidad de su esposo alcanzaba su mayor
límite. ¿Orgullo? ¿Amor? ¡Por favor!
—Sir Johnson es un perfecto mentiroso, eso ha quedado más que
claro.
—Estás en lo cierto, aunque discrepo en algo contigo... los
sentimientos no pueden ocultarse. ¿Cometió muchos errores? Por supuesto
que sí. ¿Esos errores impactaron en otros? Por supuesto que sí. ¿Debemos
condenarlo por eso?
—¡Por supuesto que sí! —Vanessa se adelantó al final de su
discurso.
El gesto de desaprobación en William fue más que evidente. Torció
sus labios en una mueca. Vanessa adoraba esa mueca. No pudo resistirse,
necesitaba de él, no solo del calor de sus brazos y de sus palabras, también
requería de una dosis del fuego de sus labios. Invadió su boca con un beso,
recorrió su humedad con la lengua hasta que él le dio la bienvenida con la
suya.
Desafiando el deseo que le gobernaba el cuerpo, William tomó
distancia de sus labios. Acarició su rostro, lo sostuvo firme con sus manos
para poder gozar de su mirada.
—Cleveland, Johnson... Witthall, nada de eso importa, importa
Vanessa, y yo estoy aquí para ella.
El lazo que los unía se elevaba por sobre todas las cosas. Eran dos
almas dañadas que estaban aprendiendo a sanar juntas. Volvió a abrazarla,
los latidos del corazón de William reclamaban a los de su esposa. Vanessa
se refugió en su pecho.
—¿William?
—¿Qué?
—Llévame a casa, por favor —le susurró con la voz temblorosa, ahí,
entre sus brazos, se permitía llorar.
—Si eso es lo que quieres, eso haremos.
—Es lo único que quiero... tú, tú y los duendes son mi familia.
Los sentimientos de Vanessa llegaron a un acuerdo, confesaron su
primer «Te amo» utilizando esas palabras, y para William, esa fue la
confesión de amor más hermosa del mundo.
Capítulo 14
***
***
***
Un amor que surge en las sombras, pero que está destinado a brillar como el sol de
California.
Corre el año 1854, es el inicio de temporada en Londres y no pueden existir dos seres
más apáticos al respecto que la consagrada solterona, Thelma Ferrer, y el
americano Zachary Grant. Ella no tiene expectativas de hallar un buen marido, y él solo busca
un pretendiente para su hermana Emily que eleve el estatus de la familia. Nada los preparó para
enfrentarse al amor.
Mientras Inglaterra le abre las puertas de sus salones a las debutantes y los cotilleos,
Zach y Thelma iniciarán una historia de amor tras las bambalinas de la nobleza y sus rígidas
normas.
Pero los secretos y las mentiras que flotan en el aire confabulan en su contra. Dos
culturas, un océano, millas de tierra y años de silencio…
¿Podrá el amor sobrevivir al tiempo y la distancia?
Scarlett O’Connor nos trae la segunda entrega de la saga Señoritas Británicas, y con ella la tan
esperada historia de Zachary y Thelma.
Amor, traiciones y desventuras, desde los salones de bailes londinenses hasta el lejano
Oeste.
Una historia que derriba los prejuicios y escribe con sus escombros
el más bello amor.
-Melanie Rogers.
El sueño de Amy Brosman es llevar el saber a cada rincón del globo, desde su Inglaterra
natal, hasta aquel lejano punto del mapa llamado Sacramento. Con un carácter firme y un
temple de acero, desafía una a una las normas, para desterrar la ignorancia de los habitantes
del oeste, sin imaginar que será ella quien aprenda la lección más importante.
En una sociedad dividida por colores, etnias y dinero, no hay sitio para un mestizo mitad
Iowa, ni para un amor que rompe con las leyes y mandatos establecidos.
Cuando el mundo nos queda pequeño, podemos ajustarnos las cintas del corsé, tomar aire y
aguantar; o hacerlo añicos y construir uno en el que quepamos todos.
Scarlett O’Connor llega con la tercera entrega de Señoritas Británicas. Mujeres fuertes,
hombres nobles y un amor con sabor a esperanza que los invitará a soñar junto a Amy y Hotah.
PRÓXIMAMENTE
CONTEMPORÁNEO
Melanie regresa golpeando fuerte. Peleas clandestinas, mafia, odio y, por supuesto, AMOR con
todas las letras. Una historia adictiva. -Lizzy Brontë
Una mujer. Un pasado. Y la pelea de su vida.
Vince "The Stone" Flynn sobrevive en las sombras. La noche es su fiel compañera, en ella
oculta los fragmentos de una vida que quiere dejar atrás. Por desgracia, la presencia de
Katrina, una mujer que oculta un pasado igual de oscuro que él, lo arrastrará directo al
infierno del cual escapó tiempo atrás.
Golpe a golpe, así recordará quién es.
Puño contra puño, así reclamará lo que es suyo.
No hay reglas. No hay piedad. Solo... ganar o morir.
¿Don o maldición? Julia Wesley era poseedora de una gran capacidad empática,
característica que marcó su existencia desde temprana edad.
Hija de un general durante la guerra napoleónica, huérfana de madre y con un pasado
escandaloso en el frente de batalla, está condenada a la soltería.
Sin embargo, su camino puede truncarse. Un enigmático camafeo y dos hombres
atormentados alterarán la vida de Julia para siempre.
Ella tiene el poder de sanarlos, pero solo uno de ellos tiene salvación.
La música y la esperanza resuenan en esta hermosa historia de Lizzy Brontë, una novela que nos
enseña que los héroes no necesitan capas ni espadas… El amor es la más poderosa de las
armas.
Darren Foley, Rage, es el sicario de la mafia irlandesa. El trabajo es muy sencillo, matar a un
traidor. Lo ha hecho infinidad de veces, es el mejor… Esa noche algo sale fuera de lo planeado,
y la ira que le da sentido a su nombre nace en él como una neblina roja.
El motivo: Cadence Hazel y su impulsivo temperamento.
Cadence jamás pensó que su sueño de ser actriz se convertiría en pesadilla; tras atestiguar un
homicidio y quedar en medio de una guerra de mafias, solo tendrá una opción si quiere vivir,
aliarse con el asesino.
En Los Ángeles no existen buenos y malos, existen bastardos miserables y… Rage.
La ciudad estaba en llamas, y solo una fuerza mayor podría regresar las cosas a su cauce. El
diluvio que ansiamos cuando el mundo arde…
Para toda historia existe un principio... Pero no siempre es el que nos han contado.
Evangelina Constantino vive su vida sin saber que por sus venas corre la sangre de un
linaje ancestral. Día a día, invierte sus energías en su trabajo de restauradora de arte,
especializada en obras del renacimiento, en uno de los museos más importantes de Florencia,
Italia. Para ella, eso basta. No necesita de más. Aunque sus sueños digan lo contrario, y la
arrojen, noche tras noche, a los imaginarios brazos de un hombre que ni siquiera sabe si es
real.
Lo es... y su nombre es Dante Sfeir.
Filántropo. Millonario. Empresario hotelero. Poseedor de una anatomía digna del
Olimpo y un atractivo único, provocador y cautivador.
Los caminos de ambos se cruzarán por algo más fuerte que una simple casualidad.
Porque el destino, cuando de Evangelina se trata, cuenta con senderos bien definidos... y Dante
Sfeir, un hombre plagado de secretos, está en ellos.
Un amor maldito. Un amor marcado por la traición.
Pasión, arte y religión enlazadas en una lucha sin tregua, en una guerra de puro deseo.
Una historia adictiva que te hará vibrar a cada página y que pondrá en jaque todo lo que creías
saber.
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