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Habíamos hablado de los actos humanos como aquellos propios del hombre
en cuanto ser racional y que, por tanto, proceden de su inteligencia y de su libre
voluntad.
Pues bien, decimos que todos los actos humanos están necesariamente
ordenados a un fin.
En efecto, no son hechos al azar, puesto que dependen a la vez de la
inteligencia, que excluye la casualidad, y de la voluntad, que tiene por objeto el
bien.
Cuando el ladrón roba, el provecho que le rendirá el botín es un bien para él. La
voluntad del ladrón actuó al ver un bien en el delito. Lo mismo para los homicidas
e incluso para el suicida. Pero, ¿cómo? ¿No es la muerte, acaso, el peor de los males
físicos? Objetivamente, es indudable, pero el infortunado que se quita la vida —en
muchos de estos casos, si no en todos— vislumbra (subjetivamente) en esa acción
el bien de la liberación de una situación cuyo peso no puede soportar.
Por lo tanto, decir que la voluntad no puede ser movida sino por el bien significa
que nada puede desear sino bajo el aspecto del bien.