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The victory of Morena is that of a leftist opposition whose origins can be traced back to the
40s of the last century. Its foundations are rooted in the principles of Mexican revolutionary
nationalism, a thought that since then criticized the governments in turn. To understand the
electoral results of 2018, it is pertinent to divide into two major periods: the Cold War (1946-
1988), characterized by the PRI’s domination under the model of the dependent welfare state;
and that of the co-government built by the de facto PRI-PAN alliance (1988-2018), established
by its coincidence with the neoliberal postulates. Both in one and in another period the left was
considered as the main enemy of the government, so it was sought to prevent by any means
their access to political power. For the same reason, authoritarianism is common in both and,
consequently, it is impossible to speak of modern democracy. The triumph of López Obrador
became, therefore, a necessary condition to consider the possibility of giving way to democratic
consolidation.
INTRODUCCIÓN
Mucha gente vio sus sueños izquierdistas realizados en el triunfo de López Obrador,
pero lo que ahora llaman izquierda es una izquierda que, como tal, es muy pobre. No
es la izquierda de Valentín Campa de los 50 y 60. Campa era comunista. Eso era la
izquierda mexicana. Una izquierda marxista. ¿Qué es López Obrador en relación a eso?
Para mí no hay izquierda fuera del marxismo. La izquierda no es izquierda a menos que
sea marxista (Estévez, 2018).
Eso nos lleva a plantear un problema nada fácil de resolver: ¿qué entendemos por
izquierda? El tema ha sido abordado de forma abundante y, por lo mismo, no puede
haber definición única. No aspiramos a darla aquí, pero acaso podemos establecer un
principio rector:1 la izquierda se establece desde la realidad que viven los excluidos de
un sistema de dominación y, en consecuencia, promueve su liberación. Es claro, como
lo ha dicho Norberto Bobbio, que lo que llamamos izquierda tiene a la promoción de
la igualdad como una de sus ideas rectoras, aunque no la única (Bobbio, 1998),2 pues,
como señala Adolfo Sánchez Vázquez, no puede excluirse la libertad y la democracia,
así como tampoco la moral (Sánchez, 2007: 15-39). Por lo mismo, el pensamiento que
llamamos de izquierda es crítico de la concentración del poder y la riqueza en pocas
manos y promueve principios de justicia distributiva, partiendo de la alteridad excluida.
Siendo así, podemos decir que, bajo diferentes circunstancias, fueron de izquierda
Espartaco, Bartolomé de Las Casas, Túpac Amaru II, Miguel Hidalgo, Emiliano
Zapata, Martin Luther King, Sor Juana Inés de la Cruz u Olympe de Gouges, por citar
solamente algunos ejemplos. Es claro que la teoría marxista es, por su naturaleza crítica,
acaso la que es identificada inequívocamente como la izquierda, y bien puede afirmarse
que es teóricamente la izquierda más radical posible, pero limitar tal denominación
sólo a lo relativo a sus planteamientos reduce significativamente su concepción, de tal
forma que, en esa lógica, tampoco podríamos llamarle izquierda a la de los jacobinos
emergidos de la Revolución Francesa, los causantes de que usemos tal denominación
para quienes se oponen a los privilegios de las élites.
Ahora bien, habría que decir, en segundo término, que no debe hablarse de una
sola forma de entender la práctica de la izquierda, sino de varias, y posteriormente
señalar, si es el caso, a cuál de ellas pertenece Morena. En efecto, podríamos hablar
de la izquierda marxista partidaria mexicana, que tuvo en los militantes del Partido
Comunista Mexicano (PCM) (1919-1981) a sus más representativos exponentes (Diego
Rivera, Frida Kahlo, David Alfaro Siqueiros, Valentín Campa, Demetrio Vallejo, entre
1
El señalamiento está inspirado en la Filosofía de la liberación, de Enrique Dussel (2011b),
particularmente en el tema de la exclusión.
2
No obstante, Bobbio (1998: 135-152) aclara que tal criterio es insuficiente y no debe enten-
derse como igualdad en todos los aspectos.
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Se trata de un dato que hoy está fuera de toda duda. Véase Aguayo (2018: 15-20).
ad nauseam del supuesto carácter “progresista” del PRI, que en realidad no era sino la
ya caracterizada doble moral priista, con el cual liberó a los presos políticos y habló
de “apertura democrática”. La aparente verosimilitud que logró con el mismo quedó
establecida con una frase que hiciera el distinguido periodista Fernando Benítez, “Es
Echeverría o el fascismo”, misma que suscribiría de alguna forma el escritor Carlos
Fuentes cuando dijo que sería un “crimen histórico” no convalidar a un presidente
asediado por el imperialismo y la derecha priista (Sheridan, 2017).
En los archivos de la CIA consta una charla con el presidente de Estados Unidos
Richard Nixon entre el 15 y el 16 de junio de 1972, donde le prometió promover la
causa del Tercer Mundo para así buscar arrebatársela a Fidel Castro (Carrasco, 2009).
Fue debido a ello que se acercó al presidente de Chile, Salvador Allende, con quien
escenificó lo que ahora sabemos fue una mascarada que no hacía sino encubrir su
papel de operador de Washington. Es en ese contexto que surge el Partido Mexicano
de los Trabajadores, convocado por Heberto Castillo y algunos otros integrantes del
movimiento del 68 como Eduardo Valle, además del líder ferrocarrilero Demetrio
Vallejo y el destacado filósofo Luis Villoro. Esta agrupación buscó darle una formalidad
partidaria a los principios propios de una izquierda nacionalista posrevolucionaria
crítica del PRI. Recuperaba explícitamente las luchas de los caudillos mexicanos de
la Independencia, la Reforma y la Revolución y omitía los conceptos del marxismo
tradicional. Se identificó con el símbolo náhuatl que significa ollin (movimiento), para
distanciarse de la hoz y el martillo que usaba entonces el PCM (Santiago, 1987). La
izquierda partidista mostraba así dos tendencias que habrían de consolidarse en los años
siguientes, para después, fusionarse.
En las elecciones de 1976 el candidato del PRI, José López Portillo, fue el único
que contendió legalmente (Valentín Campa, miembro del PCM, lo hizo como no
registrado), lo que motivó el cambio en la organización electoral de 1977, diseñada por
Jesús Reyes Heroles, que permitió el ingreso de partidos que se movían en una especie
de clandestinidad, entre ellos el PCM y el Partido Revolucionario de los Trabajadores
(PRT), de filiación trotskista. Este momento tampoco debe considerarse como iniciador
de la transición democrática, debido a que en realidad la apertura, lejos de promover
una competencia equitativa, en realidad formulaba apenas un acceso testimonial a
los opositores, quienes finalmente darían legitimidad electoral a un gobierno bajo la
sombra del dominio monopartidista, propio del régimen de partido dominante.
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Nos referimos a la idea de pueblo como bloque social de los oprimidos, según la interpretación
de Dussel a partir de Gramsci, es decir, como fundamento de capacidad crítica y transformadora
de un gobierno que ejerce el poder como dominación (Dussel, 2006: 87-130).
revolucionario. Como vimos, el reclamo que se le hacía al PRI era que su actuación
era contraria al pacto, aunque, en su doble moral, quería aparentar que lo seguía. La
asunción de los principios neoliberales significó el fin de la mascarada, y fue entonces
que la población se movilizó en la campaña electoral para recuperar en lo posible los
principios perdidos para hacerse cada vez más evidente la ilegitimidad del gobierno
priista. No es gratuito que el mitin en La Laguna, escenario privilegiado de la reforma
agraria cardenista 50 años antes, fuera el primer lugar donde sorprendió a todos, quizá
al propio Cuauhtémoc, el poder movilizador que se estaba generando (Monsiváis,
1988). Se habían activado los ingredientes cardinales que formaron lo que podemos
llamar cultura política popular crítica. Fue ésta, pues, la que provocó que el liderazgo
se prendiera. Eso implicaba la certeza de que el gobierno dominante y su candidato,
esto es, el PRI y Carlos Salinas de Gortari, debían ser rechazados justo por representar
lo contrario, los principios neoliberales, contrarios al pactum subjectionis, ya operados
por Miguel de la Madrid.
Tal proceso, por supuesto, tuvo continuidad natural con López Obrador, lo cual
se hizo evidente a partir del desafuero de 2005. Un liderazgo popular como el que
protagonizaron ambos dirigentes es indispensable para construir un movimiento de
ruptura, pues se trata justo de ir en contra de lo establecido institucionalmente, que
para entonces era justamente aquello que hacía posible el dominio del PRI. Enrique
Dussel lo entiende de la siguiente manera:
El mismo pueblo emerge como un actor colectivo desde una pluralidad de movimientos
y demandas [...] el mismo pueblo en formación inviste al liderazgo [...] de un poder
simbólico como instrumento de unidad, como coadyuvante en la construcción del
proyecto de hegemonía [...] del pasaje de la pasividad tradicional a la acción creadora,
de la obediencia cómplice a la agencia innovadora [...] Dicho liderazgo aparece
simultáneamente con la emergencia del pueblo como actor colectivo. El que ejerce
dicho liderazgo debe tener plena conciencia de los límites de un poder simbólico que
es siempre delegado e investido por el pueblo, que es la única sede soberana del mismo
(Dussel, 2011a: 65-66).
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Sería, por supuesto, un momento diferente al pactum conjuctionis señalado por Villoro, referi-
do a una situación originaria.
6
Dussel entiende a la comunidad política originaria, que después deviene pueblo, como poten-
tia, poder en sí, y a la representación como potestas, poder como mediación (2006a: 13-39).
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Véanse planteamientos de ambos en Krauze (1994).
Unidos y Canadá, una especie de ampliación del acuerdo que ambos países tenían
desde años antes. El objetivo era claro: desmantelar todos los principios provenientes
de la Revolución mexicana; refundar el Estado mexicano con principios pertenecientes
a la ideología neoliberal bajo el señuelo de que ellos llevarían a México al “primer
mundo”. Por su parte, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)
realineó al país geopolíticamente, ubicándolo como parte de América del Norte, lo
cual en los hechos significó la profundización de la integración neocolonial a Estados
Unidos. Es decir, lo que fue una velada aspiración propia de la doble moral del PRI
de la Guerra Fría, ahora al fin se confesaba con descaro. La pertenencia geopolítica
a América Latina, de la que México había sido líder en muchas circunstancias y que
también formó parte de los principios posrevolucionarios, particularmente en su crítica
a las posturas imperialistas, pretendió ser liquidada del panorama. Así, el co-gobierno de
facto PRI-PAN buscó sustituir el viejo lenguaje posrevolucionario por la construcción de
un nuevo “sentido común” surgido después de la caída del Muro de Berlín y promovido
también por el mundo académico dominante, en el cual las posturas neoliberales
estaban indudablemente en boga.
Fue en ese ambiente que se manifestó, al inicio de 1994, el EZLN. Su mensaje
significó una gran revitalización de los contenidos de la izquierda con resonancias
internacionales. El movimiento neo-zapatista visibilizó la pobreza, la marginación
económica, política y cultural a la que están sometidos los pueblos originarios
mexicanos, además de que, en un lenguaje no explícitamente marxista, criticó la
violencia subyacente en el capitalismo neoliberal. La movilización civil que despertó el
levantamiento hizo que la guerra durara apenas doce días, pero lo más notable, motivó
una importante organización de apoyo moral e intelectual que se sumó rápidamente
a la impugnación de la cultura neoliberal promovida por los grupos en el poder. ¿A
qué se debió el insólito apoyo popular que consiguió el EZLN en forma casi inmediata?
No faltará quien lo explique por la elocuencia del Subcomandante Marcos, por su
capacidad literaria y, otra vez, por su particular carisma. No deben desdeñarse tales
ingredientes, pero son a todas luces insuficientes. Desde la hipótesis que presentamos,
tal simpatía pasa necesariamente porque la insurrección supo incardinarse con los
principios de la Revolución mexicana, la gran reserva crítica de la población y la
fuente más confiable de legitimidad para reconstruir la noción de pueblo de la que
hemos hablado. Y más si se centra en Emiliano Zapata, la figura más representativa,
más querida, de dicha insurrección señera. Una retórica construida con lenguaje
ortodoxamente marxista seguramente no habría obtenido los mismos resultados. Poco
antes de las elecciones, el neo-zapatismo convocó a una gran reunión en la zona que
dominaba, la Convención Nacional Democrática, que implícitamente llamó a votar
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La Convención Nacional Democrática no se pronunció explícitamente en favor de ningún
candidato, pero tampoco llamó a boicotear las elecciones. Las simpatías partidarias de muchos de
sus miembros eran evidentes. Véase Monsiváis (1996: 313-323).
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Sobre el particular, véase Bellinhausen (2008).
10
Con datos investigados por Reforma (Jiménez, 2018).
ser el motivo para que la alianza de facto entre el PRI y el PAN se rompiera en forma
irremediable. Sin duda, eso operó en favor de Morena y su candidato a la Presidencia.
Pero el crecimiento de sus simpatías podemos explicarlos por elementos más profundos,
que ya hemos apuntado. Morena representó la posibilidad de mantener vivos, de
alguna forma, los principios del nacionalismo revolucionario que el co-gobierno PRI-
PAN había ya dado por muerto y en nuestra hipótesis hemos considerado como el
consenso originario fundamental que permitió legitimar al régimen desprendido de
la Constitución (el pactum subjectionis). Su presencia en el imaginario popular no ha
desaparecido y lo que hizo Morena fue reactivarlo. El neoliberalismo se presentó como
la ideología que lo derrotaría, que podría generar el nuevo sentido común que lo haría
pasar como superado e innecesario. Las plazas llenas que López Obrador obtuvo por
todo el país mostraron enfáticamente lo contrario, y más el resultado en las urnas que le
otorga una legitimidad no conseguida por presidente alguno, pues los que anteriormente
ganaron de manera clara lo hicieron bajo el estigma del partido o la alianza dominante
que se sabía tenía de antemano ganada la elección, es decir, que la misma no se había
desarrollado democráticamente.
CONCLUSIONES
1. Hemos analizado dos grandes etapas del México contemporáneo para entender
el significado del triunfo de Morena en 2018. La primera, de 1946 a 1988, está
caracterizada, en lo político, por el dominio casi absoluto del PRI, y en lo económico,
por la ejecución del Estado benefactor dependiente, que fue paulatinamente
desmantelado a partir de 1982. La razón de ser del PRI no era le ejecución de los
principios de nacionalismo revolucionario, sino su atenuación y necesariamente
subrepticia desaparición, pues en el fondo era reconocido como la fuente de
legitimidad última del régimen establecido. Su ejercicio del poder se caracterizó por la
intolerancia contra políticas de izquierda, particularmente aquellas que pudieran ser
estigmatizadas de “comunistas”, dada su alianza velada, y no tanto, con los intereses
de Estados Unidos, en una política que caracterizamos por su doble moral.
2. La segunda etapa va de 1988 a 2018 y tiene como notable componente político la
alianza de facto PRI-PAN, mientras que en materia económica el objetivo primordial
era ampliar las reformas neoliberales, lo que significaba la desaparición de los
principios del nacionalismo revolucionario. En ese sentido, fue particularmente
significativa la firma del TLCAN, que en los hechos implicaba incorporarse
abiertamente al dominio estadounidense, situación que, como señalamos, se
11
El politólogo Robert. A. Dahl señala seis componentes primordiales de una democracia con-
solidada: 1) elección de los responsables en la toma de decisiones del Estado; 2) elecciones libres,
equitativas y frecuentes; 3) libertad y autonomía de asociación entre los ciudadanos; 4) ciudadanía
incluyente; 5) libertad de expresión; 6) fuentes alternativas de información (Meyer, 2013: 44).
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